D. A. F. MARQUÉS DE SADE
JUSTINE
O
LOS
INFORTUNIOS DE LA VIRTUD
A mi buena amiga
Sí, Constance, a ti dirijo esta obra; a la vez el ejemplo y el honor de tu sexo,
sumando al alma más sensible la mente más justa y la mejor iluminada, sólo a
ti corresponde conocer la dulzura de las lágrimas que arranca la Virtud
infortunada. Detestando los sofismas del libertinaje y de la irreligión, combatiéndolos
incesantemente con tus actos y tus discursos, no temo en absoluto para ti los
que ha necesitado en estas memorias el tipo de personajes trazados; el cinismo
de algunas plumas (suavizadas sin embargo lo más posible) no te horrorizará
más; es el Vicio el que, gimiendo por ser desvelado, se escandaliza así que se
le ataca. El proceso de Tartufo
fue incoado por unos
santurrones; el de Justine será obra de los libertinos. Me inspiran escaso temor: mis razones,
desveladas por ti, no serán condenadas; tu opinión basta para mi gloria, y
debo, después de haberte gustado, o gustar a todo el mundo, o consolarme de
todas las censuras.
La intención de esta novela (no tan novela como parece) es nueva sin
duda; el ascendiente de la Virtud sobre el Vicio, la recompensa del bien, el
castigo del mal, suele ser el desarrollo normal de todas las obras de este
tipo; ¿no es algo demasiado manido?
Pero ofrecer por doquier el Vicio triunfante y la Virtud víctima de
sus sacrificios; mostrar a una desdichada yendo de infortunio en infortunio;
juguete de la mal dad; peto de todos los excesos; blanco de los gustos más
bárbaros y más monstruosos; aturdida por los sofismas mas osados, más
retorcidos; víctima de las seducciones más arteras, de los sobornos más
irresistibles; teniendo únicamente para oponer a tantos reveses, a tantos
males, para rechazar tanta corrupción, un espíritu sensible, una inteligencia
natural y mucho valor; arrostrar en una palabra las pinturas más atrevidas, las
situaciones más extraordinarias, las máximas más espantosas, las pinceladas
más enérgicas, con la única intención de obtener de todo ello una de las más
sublimes lecciones de moral que el hombre haya recibido: convendremos que era
llegar al objetivo por un camino poco transitado hasta ahora.
¿Lo habré conseguido, Constance? ¿Provocará una lágrima de tus ojos mi
triunfo? En una palabra, después de haber leído Justine, dirás: «¡Oh, cuán orgullosa de amar la Virtud
me siento con estos cuadros del Crimen! ¡Cuán sublime es en las lágrimas! ¡Cómo
la embellecen los infortunios!».
¡Oh, Constance! Que se te escapen estas palabras, y mis trabajos serán coronados.
EXPLICACION DE LA
ESTAMPA
La Virtud, entre la Lujuria y la Irreligión. A su izquierda está la
Lujuria, bajo la figura de un joven cuya pierna rodea una serpiente, símbolo
del autor de nuestros males; aparta con una mano el velo del Pudor, que
protegía a la Virtud de las miradas de los profanos, y con la otra, así como
con su pie derecho, dirige la caída en la que quiere hacerla sucumbir. A la
derecha está la Irreligión que retiene con fuerza uno de los brazos de la
Virtud, mientras que con mano pérfida saca una serpiente de su seno para
envenenarla. El abismo del Crimen se entreabre bajo sus pasos. La Virtud, siempre
dueña de su conciencia, alza la mirada al Eterno, y parece decir:
¡Quién sabe, cuando el Cielo nos hiere con sus golpes, si la mayor
desgracia no es un bien para nosotros!
Edipo en casa de Admeto
¡Oh amigo mío! La prosperidad del Crimen es como el rayo, cuyos
resplandores engañosos sólo embellecen un instante la atmósfera para precipitar
en los abismos de la muerte al desdichado que han deslumbrado.
Primera parte
La obra maestra de la filosofia sería desarrollar
los medios de que se sirve la Providencia para alcanzar los fines que se
propone sobre el hombre, y trazar, a partir de ahí, unos planes de conducta que
puedan hacer conocer a ese desdichado individuo bípedo el modo en que debe
avanzar en la espinosa carrera de la vida a fin de prevenir los caprichos
extravagantes de esta fatalidad a la que se dan veinte nombres diferentes, sin
haber llegado todavía a conocerla ni a definirla.
Si, llenos de respeto por nuestras convenciones sociales, y sin
apartarnos jamás de los diques que nos imponen, ocurre, aun así, que sólo
encontramos zarzas cuando los malvados sólo recogen rosas, personas carentes
de un fondo de virtudes lo bastante probado como para superar tales
observaciones ¿no considerarán entonces que es preferible abandonarse al torrente
que resistirlo? ¿No dirán que la virtud, por hermosa que sea, se vuelve sin
embargo el peor partido que pueda tomarse, si resulta demasiado débil para
luchar contra el vacío, y que, en un siglo totalmente corrompido, lo más seguro
es actuar como los demás? Algo más instruidos, si se quiere, y abusando de las
luces que han adquirido, ¿no dirán con el ángel Jesrad, de Zadig, que no hay mal que por bien no venga, y que pueden, a partir
de ahí, entregarse al mal, ya que de hecho sólo es una de las maneras de
producir el bien? ¿No añadirán que es indiferente al plan general que tal o
cual sea preferentemente bueno o malo; que si el infortunio persigue a la
virtud y la prosperidad acompaña al crimen, siendo ambas cosas iguales para los
proyectos de la naturaleza, es infinitamente mejor tomar partido entre los
malvados, que prosperan, ' que entre los virtuosos, que fracasan? Así pues, es
importante prevenir esos peligrosos sofismas de una falsa filosofia; esencial demostrar que los ejemplos de virtud infortunada presentados
a un alma corrompida, en la que permanecen sin embargo unos cuantos buenos
principios, pueden devolver esta alma al bien con tanta seguridad como si se le
hubiera mostrado en el camino de la virtud las palmas más brillantes y las más halagüeñas
recompensas. Es cruel, sin duda, tener que describir un montón de infortunios
abrumando a la mujer dulce y sensible que mejor respeta la virtud, y por otra
parte la afluencia de prosperidades sobre quienes aplastan o mortifican a esa
misma mujer. Pero si nace, no obstante, un bien del cuadro de esas fatalidades,
¿sentiremos remordimientos por haberlas ofrecido? ¿Podrá alguien molestarse por
haber compuesto unos hechos de los que se derivan para el sensato que lee con
provecho la muy útil lección de la sumisión a las órdenes de la Providencia, y
la advertencia fatal de que, a menudo, para devolvernos a nuestros deberes,
el cielo golpea a nuestro lado al ser que se nos antoja haber cumplido mejor
los suyos?
Tales son los sentimientos que dirigirán nuestros trabajos, y en
consideración a esos motivos pedimos indulgencia al lector por los sistemas
erróneos que aparecen en boca de varios de nuestros personajes, y por las situaciones
a veces algo fuertes que, por amor a la verdad, hemos tenido que colocar ante
sus ojos.
La señora condesa de Lorsange era una de esas sacerdotisas de Venus
cuya fortuna es obra de una bonita cara y de una mala conducta, y cuyos
títulos, por pomposos que sean, sólo se encuentran en los archivos de Citeres,
forjados por la impertinencia con que los toma, y mantenidos en la necia
credulidad que los concede: morena, hermoso talle, ojos con una singular
expresión; con esta incredulidad muy de moda, que, confiriendo un atractivo más
a las pasiones, hace buscar con mayor ahínco a las mujeres en quienes se
supone; un poco malvada, sin principio alguno, no viendo mal en nada, y sin
embargo sin la suficiente depravación en el corazón como para haber extinguido
la sensibilidad; orgullosa, libertina: así era la señora de Lorsange.
Esta mujer había recibido, no obstante, la mejor educación: hija de
un importantísimo banquero de París, había sido educada con una hermana llamada
Justine, tres años menor que ella, en una de las más
famosas abadías de esta capital, donde hasta las edades de doce y quince años,
ningún consejo, ningún maestro, ningún libro, ningún talento habían sido
negados a ambas hermanas.
En esta época, fatal para la virtud de las dos jóvenes, todo lo
perdieron en un solo día: una espantosa bancarrota precipitó a su padre en una
situación tan cruel que murió de pena. Su mujer le siguió un mes después a la
tumba. Dos parientes fríos y lejanos deliberaron acerca de lo que harían con
las jóvenes huérfanas; la parte que a cada una le correspondía de la herencia,
mermada por las deudas, escasamente llegaba a cien escudos. Como nadie se
preocupaba de su custodia, les abrieron la puerta del convento, les entregaron
su dote y las dejaron libres de ser lo que quisieran.
La señora de Lorsange, entonces llamada Juliette, y de un carácter e inteligencia prácticamente tan formados como a los
treinta años ––edad que alcanzaba en el momento que arranca la historia que
vamos a relatar––, sólo pareció sensible al placer de ser libre, sin meditar un
instante en las crueles desgracias que habían roto sus cadenas. A Justine, con doce años de edad como ya hemos dicho, su carácter sombrío y
melancólico le hizo percibir mucho mejor todo el horror de su situación.
Dotada de una ternura y una sensibilidad sorprendentes, en lugar de la maña y sutileza
de su hermana sólo contaba con una ingenuidad y un candor que presagiaba que
cayera en muchas trampas. Esta joven sumaba a tantas cualidades una fisonomía
dulce, absolutamente diferente de aquella con que la naturaleza había
embellecido a Juliette; de igual manera que se percibía el artificio,
la astucia, la coquetería en los rasgos de ésta, se admiraba el pudor, la
decencia y la timidez en la otra; un aire de virgen, unos grandes ojos azules,
llenos de sentimiento y de interés, una piel deslumbrante, un talle grácil y
flexible, una voz conmovedora, unos dientes de marfil y los más bellos
cabellos rubios, así era el retrato de esta encantadora menor, cuyas gracias
ingenuas y rasgos delicados superan nuestros pinceles.
Les dieron a ambas veinticuatro horas para abandonar el convento,
dejándoles la tarea de instalarse, con sus cien escudos, donde se les antojara.
Juliette, encantada de ser su propia dueña, quiso por
un momento enjugar las lágrimas de Justine, viendo después que
no lo conseguiría, comenzó a reñirla en vez de consolarla; le dijo, con una
filosofía muy superior a su edad, que en este mundo sólo había que afligirse
por lo que nos afectaba personalmente; que era posible encontrar en sí misma
unas sensaciones fisicas de una voluptuosidad harto intensa como para poder
apagar todos los afectos morales cuyo choque podría ser doloroso; que era absolutamente
esencial poner en práctica este procedimiento dado que la verdadera sabiduría
consistía infinitamente más en doblar la suma de los placeres que en multiplicar
la de las penas... En una palabra, que nada había que no se debiera hacer para
borrar en uno mismo esta pérfida sensibilidad, de la que únicamente se aprovechan
los demás, mientras que a uno sólo le aporta pesares. Pero difícilmente se
endurece un buen corazón, pues resiste a los razonamientos de una mala cabeza,
consolándose en sus propios goces de las falsas brillanteces de una mente
instruida.
Utilizando otros recursos, Juliette dijo entonces a su
hermana que, con la edad y la cara que una y otra tenían, era imposible que se
murieran de hambre. Citó a la hija de una de sus vecinas, quien, habiéndose
escapado de la casa paterna, estaba hoy ricamente mantenida y mucho más
dichosa, sin duda, que si hubiera seguido en el seno de su familia; que había
que dejar de creer que era el matrimonio lo que hacía feliz a una joven; que,
cautiva bajo las leyes del himeneo, sólo tendría, a cambio de muchos malos
humores que soportar, una levísima dosis de placeres; mientras que, entregadas
al libertinaje, podrían siempre asegurarse del humor de los amantes, o
consolarse de él mediante el número de éstos.
Justine sintió horror de tales discursos; dijo que prefería la muerte a la
ignominia y, pese a las nuevas peticiones que le formuló su hermana, se negó
insistente mente a vivir con ella en cuanto la vio decidida a una conducta que
la hacía estremecerse.
Por consiguiente, las dos jóvenes se separaron, sin ninguna promesa de
volver a verse, dado que sus intenciones se revelaban tan diferentes. Juliette que, según pretendía, se convertiría en una gran dama, ¿accedería a
recibir a una muchacha cuyas inclinaciones, virtuosas pero humildes, podrían
deshonrarla? Y por su parte, ¿Justine aceptaría poner en
peligro sus costumbres con la compañía de una criatura perversa, que acabaría
siendo víctima de la crápula y del desenfreno público? Ambas se dieron, pues,
un eterno adiós, y ambas abandonaron el convento al día siguiente.
Mimada desde su infancia por la costurera de su madre, Justine cree que esta mujer será sensible a su desdicha; la visita, le
comunica sus infortunios, le pide trabajo... Pero casi no la reconoce y la
despiden duramente.
––¡Oh, cielos! ––dice la pobre criatura––, íes preciso que los
primeros pasos que doy por el mundo estén ya marcados por la desgracia! Esta
mujer me quería antes, ¿por qué me rechaza hoy? ¡Ay!, porque soy huérfana y
pobre; porque ya no tengo recursos en el mundo, y sólo se aprecia a las
personas por las ayudas y los agrados que se espera recibir de ellas.
Justine, llorosa, visita a su sacerdote; le describe su estado con el enérgico
candor de su edad... Llevaba un vestidito blanco; sus hermosos cabellos
descuidadamente recogidos bajo una gran cofia; su seno apenas insinuado,
oculto debajo de dos o tres varas de gasa; su linda cara algo pálida a causa de
las penas que la devoraban; algunas lágrimas caían de sus ojos y les conferían
aún mayor expresión.
––Me veis, señor... ––le dijo al santo eclesiástico––, sí, me veis en
una situación muy lamentable para una joven; he perdido a mi padre y mi
madre... El cielo me los arrebata en la edad en que más necesitaba su ayuda...
Han muerto arruinados, señor; no tenemos nada... Eso es todo lo que me han
dejado ––prosiguió, mostrando sus doce luises––... y ni un rincón
donde reposar mi pobre cabeza... Os apiadaréis de mí, ¿verdad, señor? Sois
ministro de la religión, y la religión siempre fue la virtud de mi corazón; en
nombre del Dios que adoro y del que sois la voz, decidme, como un segundo
padre, ¿qué debo hacer... qué tengo que ser?
El caritativo sacerdote contestó, examinando a Justine, que la parroquia estaba muy cargada;
que era difícil que pudiera hacerse cargo de nuevas limosnas, pero que, si Justine quería servirle, si quería trabajar
duro, siempre habría en su cocina un pedazo de pan para ella. Y, mientras
le decía eso, el intérprete de los dioses le había pasado la mano bajo la
barbilla, dándole un beso excesivamente mundano para un hombre de Iglesia. Justine, que le había entendido demasiado bien, le rechazó diciéndole:
––Señor, yo no os pido limosna ni un puesto de criada; hace demasiado
poco que he abandonado un estado por encima del que puede hacer desear esas dos
mercedes para verme reducida a implorarlas; solicito los consejos que mi
juventud y mis desgracias necesitan, y queréis hacérmelos comprar tal vez
demasiado caros.
El pastor, avergonzado de verse descubierto, rápidamente expulsó a la
joven criatura, y la desdichada Justine, dos veces
rechazada en el primer día en que se vio condenada al aislamiento, entra en una casa en la que ve un cartel, alquila un
pequeño apartamento amueblado en la quinta planta, lo paga de antemano, y en
él se entrega a unas lágrimas aún más amargas por lo sensible que es y porque
su pequeño orgullo acaba de ser cruelmente maltratado.
¿Se nos permitirá abandonarla por algún tiempo aquí, para regresar a Juliette, y para explicar cómo, del simple estado del que la vimos salir, y sin
tener más recursos que su hermana, llegó a ser, sin embargo, en quince años,
mujer con título, propietaria de una renta de treinta mil libras, bellísimas
joyas, dos o tres casas tanto en la ciudad como en el campo, y, por el instante,
el corazón, la fortuna y la confianza del señor de Corville, consejero de
Estado, hombre del mayor crédito y ministro en ciernes? No hay la menor duda
de que su carrera fue espinosa: esas damiselas prosperan gracias al aprendizaje
más vergonzoso y más duro; y una que ahora está en el lecho de un príncipe
todavía lleva seguramente encima las marcas humillantes de la brutalidad de los
libertinos entre cuyas manos la arrojaron su juventud e inexperiencia.
Al salir del convento, Juliette buscó a una mujer
de la que había oído hablar a una joven amiga vecina; pervertida como ella
deseaba ser y pervertida por aquella mujer, la aborda con su hatillo bajo el
brazo, una levita azul muy desordenada, los cabellos sueltos, la más bonita
cara del mundo, si es cierto que ante determinados ojos la indecencia pueda
ser atractiva; cuenta su historia a esta mujer, y le suplica que la proteja
como ha hecho con su antigua amiga.
––¿Qué edad tienes? ––le pregunta la Duvergier.
––Quince años dentro de unos días, señora ––contestó Juliette.
––Y jamás ningún mortal... ––prosiguió la matrona.
––¡Oh no, señora!, se lo juro ––replicó Juliette.
––Pero es que a veces en esos conventos ––dijo la vieja––... un
confesor, una religiosa, una compañera... Necesito pruebas seguras.
No tiene usted más que buscarlas, señora ––contestó
Juliette sonrojándose.
Y proveyéndose la dueña de unos lentes, y después de haber examinado
minuciosamente las cosas por todos los lados:
––Vamos ––le dijo a la joven––, bastará con que te quedes aquí,
prestes mucha atención a mis consejos, presentes un gran fondo de complacencia
y de sumisión con mis clientes, limpieza, economía, franqueza conmigo,
habilidad con tus compañeras y astucia con los hombres, y antes de diez años te
pondré en situación de retirarte a un tercero con una cómoda, dos habitaciones,
una criada; y el arte que habrás adquirido en mi casa te servirá para procurarte
el resto.
Hechas estas recomendaciones, la Duvergier se apodera del hatillo de Juliette; le pregunta si tiene dinero y, como ésta le confiesa con excesiva
sinceridad que tenía cien escudos, la querida mamá se los confisca asegurando
a su nueva pensionista que invertirá este pequeño capital en la lotería para
ella, pero que no conviene que una joven tenga dinero.
––Es ––le dice–– un medio de hacer el mal, y en un siglo tan
corrompido una muchacha buena y bien nacida debe evitar cuidadosamente cuanto
pueda arrastrar la hacia alguna trampa. Te lo digo por tu bien, pequeña
––añadió la dueña––, y debes agradecerme lo que hago. Acabado este sermón, la
nueva es presentada a sus compañeras; le indican su habitación en la casa, y a
partir del día siguiente sus primicias están en venta.
En cuatro meses, la mercancía es vendida sucesivamente a cerca de
cien personas; unas se contentan con la rosa, otras más delicadas o más
depravadas (pues la cuestión no está zanjada) quieren abrir el capullo que
florece al lado. En cada ocasión, la Duvergier encoge, reajusta, y durante
cuatro meses son siempre las primicias lo que la bribona ofrece al público. Al
término de este espinoso noviciado, Juliette alcanza finalmente
la condición de hermana conversa; a partir de este momento, es oficialmente
admitida como pupila de la casa, y comparte sus penas y sus beneficios. Otro
aprendizaje: si en la primera escuela, con escasas excepciones, Juliette ha servido a la naturaleza, olvida sus leyes en la segunda y corrompe
por entero sus costumbres; el triunfo que ve cómo obtiene el vicio degrada por
completo su alma; siente que, nacida para el crimen, por lo menos debe llegar
al mayor de ellos y renunciar a languidecer en un estado subalterno que,
haciéndole cometer las mismas faltas, envileciéndola igualmente, no le
acarrea, ni mucho menos, el mismo beneficio. Gusta a un anciano caballero muy
libertino que, en un principio, sólo la reclama esporádicamente; ella posee el
arte de hacerse mantener magníficamente por él; aparece finalmente en los
espectáculos, en los paseos, al lado de las figuras de la orden de Citeres; la
miran, la citan, la envidian, y la inteligente criatura sabe hacerlo tan bien
que en menos de cuatro años arruina a seis hombres, el más pobre de los cuales
tenía cien mil escudos de renta. No necesitaba más para crearse una reputación;
la ceguera de la gente de mundo es tal que cuanta mayor deshonestidad ha
demostrado una de esas criaturas, más deseosos están de constar en su lista;
parece que el grado de su envilecimiento y de su corrupción se convierte en la
medida de los sentimientos que se atreven a mostrar por ella.
Juliette acababa de alcanzar sus veinte años cuando un tal conde de Lorsange,
gentilhombre angevino, de unos cuarenta años de edad, se enamoró tanto de ella
que decidió darle su apellido: le reconoció doce mil libras de renta, le
aseguró el resto de su fortuna si moría antes que ella; le dio una casa,
servicio, distinción, y una especie de consideración en la sociedad que en dos
o tres años consiguió hacer olvidar sus comienzos.
Fue entonces cuando la desdichada Juliette, olvidando todos los sentimientos de su nacimiento y de su buena
educación, pervertida por malos consejos y libros peligrosos, apresurada por
disfrutar a solas, llevar un nombre y ninguna cadena, osó entregarse a la
culpable idea de abreviar los días de su marido. Una vez concebido este odioso
proyecto, lo mimó y lo consolidó desafortunadamente en uno de esos momentos
peligrosos en que las acciones físicas se ven impelidas por los errores de la
moral; instantes en que no nos negamos a casi nada ni nada se opone a la
irregularidad de las ansias o a la impetuosidad de los deseos, y se aviva la
voluptuosidad recibida en proporción a la cantidad de los frenos que rompe, o a
su pureza. Desvanecido el sueño, si nos volviéramos buenos, el inconveniente
seria insignificante, sólo se trataría de la historia de los errores de
entendimiento; sabemos perfectamente que no ofenden a nadie, pero,
desgraciadamente, se llega mas lejos. ¿Qué significará ––nos atrevemos a
preguntarnos––, la realización de esta idea, si su mera presencia nos exalta,
nos emociona tan intensamente? Entonces damos vida a la maldita quimera, y su
existencia acaba siendo un crimen.
La señora de Lorsange lo ejecutó, afortunadamente para ella, con
tanto secreto que estuvo al amparo de cualquier persecución, y sepultó junto
con su esposo las huellas del espantoso delito que le precipitaba a la tumba.
Viéndose libre y condesa, la señora de Lorsange recuperó sus antiguos
hábitos; pero creyéndose algo en el mundo, puso en su conducta un tanto menos
de indecencia. Ya no era una muchacha mantenida, era una rica viuda que daba
estupendas cenas, a las que tanto nobles como burgueses les encantaba ser admitidos;
mujer decente en una palabra, pero que aun así se acostaba por doscientos luises, y se entregaba por quinientos al mes.
Hasta los veintiséis años, la señora de Lorsange siguió haciendo
brillantes conquistas; arruinó a tres embajadores extranjeros, cuatro
recaudadores de im puestos, dos obispos, un cardenal y tres caballeros de las
órdenes reales; pero como es inusual pararse después de un primer delito,
sobre todo cuando se ha coronado felizmente, la desgraciada Juliette se denigró con dos nuevos crímenes semejantes al primero; uno para
robar a uno de sus amantes, que le había confiado una suma considerable,
ignorada por la familia de ese hombre, y que la señora de Lorsange pudo
ocultar gracias a esta espantosa acción; el otro, para poseer cuanto antes un
legado de cien mil francos que uno de sus adoradores le hacía en nombre de un
tercero, encargado de devolver la cantidad después de la defunción. A esos
horrores, la señora de Lorsange juntaba tres o cuatro infanticidios. El temor
de estropear su bonito talle, el deseo de ocultar una doble intriga, todo ello
le hizo tomar la decisión de sofocar en su seno el fruto de sus excesos; y esas
fechorías, tan desconocidas como las anteriores, no fueron óbice para que esta
mujer artera y ambiciosa encontrara diariamente nuevas víctimas.
Es cierto, por tanto, que la prosperidad puede acompañar la peor
conducta, y que en el mismo centro del desorden y de la corrupción, cuanto los
hombres denominan la felicidad puede esparcirse sobre la vida; pero que no nos
alarme esta cruel y fatal verdad; que el ejemplo de la desdicha, persiguiendo
por doquier a la virtud, como no tardaremos en ofrecer, no atormente más a las
personas honradas. Esta felicidad del crimen es engañosa, sólo aparente; además
del castigo reservado sin duda por la Providencia a quienes han seducido sus
éxitos, ¿no alimentan en el fondo de sus almas un gusano que, royéndolos
incesantemente, les impide regocijarse con estos falsos fulgores, y sólo deja
en sus almas, en lugar de delicias, el recuerdo desgarrador de los crímenes que
les han llevado donde están? En cambio, el infortunado al que la suerte
persigue, tiene su corazón como consuelo, y los goces interiores que le
procuran sus virtudes le compensan muy pronto de la injusticia de los hombres.
Esa era, pues, la situación de la señora de Lorsange cuando el señor
de Corville, de cincuenta años de edad, gozando del crédito y de la
consideración que antes hemos descrito, decidió sacrificarse enteramente por
esa mujer y retenerla para siempre con él. Sea por las atenciones recibidas,
sea por los procedimientos empleados, o bien por la habilidad de la señora de
Lorsange, el señor de Corville lo había conseguido, y llevaba cuatro años
viviendo con ella, exactamente como con una esposa legítima, cuando la
adquisición de una bellísima finca cerca de Montargis les obligó a ambos a
pasar algún tiempo en esa provincia.
Un atardecer, en que la bondad de la temperatura les animó a prolongar
su paseo desde la propiedad que habitaban hasta Montargis, encontrándose
demasiado cansados para decidir volver tal como habían venido, se detuvieron en
la posada donde para la diligencia de Lyon, con la intención de enviar desde ahí un hombre
a caballo a buscarles un coche. Reposaban en una sala baja y fresca, que daba
al patio de esta casa, cuando la diligencia de la que acabamos de hablar entró
en la hospedería.
Es una diversión bastante natural contemplar cómo descienden los
pasajeros de una diligencia; es posible apostar por el tipo de personajes que
salen de allí y, si uno ha nombrado una ramera, un oficial, unos cuantos curas
y un fraile, puede estar casi siempre seguro de ganar. La señora de Lorsange
se levanta, el señor de Corville la sigue, y los dos se divierten viendo entrar
en la posada al traqueteado grupo. Parecía que ya no quedaba nadie en el coche
cuando un jinete de la gendarmería, bajando del pescante, recibió en sus
brazos de uno de sus compañeros, también situado en el mismo lugar, una joven
de veintiséis a veintisiete años, vestida con una mala chambra de india y
envuelta hasta las cejas por una gran manteleta de tafetán negro. Estaba
maniatada como una criminal, y tan débil, que seguramente habría caído si sus
guardianes no la hubieran sostenido. Ante el grito de sorpresa y de horror que
suelta la señora de Lorsange, la joven se gira, y deja ver junto al más bello
talle del mundo, el rostro más noble, más agradable, más interesante, todos los
atractivos en suma más placenteros, hechos mil veces aún más excitantes por la
tierna y conmovedora aflicción que la inocencia añade a los rasgos de la
belleza.
El señor de Corville y su amante no pueden dejar de interesarse por la
miserable joven. Se acercan, preguntan a uno de los guardias qué ha hecho la
infortunada.
––Se la acusa de tres delitos ––contesta el jinete––: de
asesinato, de robo y de incendio; pero os confieso que mi compañero y yo jamás
hemos conducido a un criminal con tanta desgana; es la criatura más dulce, y
aparentemente la más honesta.
––¡Ya, ya! ––dijo el señor de Corville––, ¿no podría tratarse de uno
de esos errores habituales de los tribunales de segundo orden?... i.Y dónde se
ha cometido el delito?
––En una posada a pocas leguas de Lyon; la han juzgado en esta ciudad y, siguiendo
la costumbre, la trasladamos a París para la confirmación de su sentencia, ya
que volverá a Lyon para ser ejecutada.
La señora de Lorsange, que se había acercado y escuchaba este relato,
comentó al señor de Corville que desearía enterarse por boca de la propia joven
de la his toria de sus desdichas, y el señor de Corville, que compartía
también el mismo deseo, lo comunicó a los dos guardias presentándose ante
ellos. Estos no consideraron necesario oponerse. Decidieron que convenía pasar
la noche en Montargis; pidieron un alojamiento cómodo; el señor de Corville
respondió de la prisionera, la desataron; y cuando le hicieron tomar algunos
alimentos, la señora de Lorsange, que no podía dejar de sentir por ella el más
vivo interés, y que sin duda se decía a sí misma: «Esta criatura, tal vez
inocente, es tratada, sin embargo, como una criminal, mientras que alrededor de
mí... que me he manchado con crímenes y horrores, todo prospera», la señora de
Lorsange, digo, al ver a la pobre muchacha algo mejorada, algo consolada por
las caricias que se apresuraban a hacerle, le rogó que contara por qué
acontecimiento, con una apariencia tan dulce, se hallaba en una circunstancia
tan funesta.
––Contaros la historia de mi vida, señora ––dijo la bella infortunada,
dirigiéndose a la condesa––, es ofreceros el ejemplo más sorprendente de las
desdichas de la inocencia, es acusar a la mano del cielo, es quejarse de las
voluntades del Ser Supremo, es una especie de rebelión contra sus sagrados
designios... No me atrevo...
Brotaron entonces abundantes lágrimas de los ojos de la interesante
muchacha y, después de haberlas dejado correr un instante, comenzó su relato
en los siguientes términos:
––Me permitiréis, señora, ocultar mi nombre y mi origen; sin ––ser
ilustres, fueron honrados, y en nada me destinaban a la humillación en la que
me veis reducida. Perdí muy joven a mis padres; creí que con la poca ayuda
––que me habían dejado podría aguardar un empleo conveniente y, rechazando
todos los que no lo eran, me comí sin darme cuenta, en París, donde he nacido,
lo poco que poseía; cuanto más pobre me volvía, más despreciada era; cuanto más
apoyo necesitaba, menos confiaba en obtenerlo; pero de todas las durezas que experimenté
en los comienzos de mi infortunada situación, de todas las frases horribles que
me dirigieron, sólo os citaré lo que me ocurrió en casa del señor Dubourg, uno
de los más ricos comerciantes de la capital. La mujer en cuya casa me alojaba
me encaminó hacia él, pues su crédito y riquezas podían suavizar seguramente
el rigor de mi suerte. Después de una larga espera en la antecámara de ese
hombre, me hicieron pasar: el señor Dubourg, de cuarenta y ocho años de edad,
acababa de salir de la cama, envuelto en una bata flotante que apenas ocultaba
su agitación; se disponían a peinarle, ordenó que se retiraran y me preguntó
qué quería.
––¡Ay!, señor ––le contesté confusísima––, soy una pobre huérfana que
todavía no tiene catorce años y que ya conoce todos los grados del infortunio.
Imploro vuestra conmiseración, tened piedad de mí, os lo ruego.
Y entonces le detallé todos mis males, la dificultad de encontrar un
trabajo, quizás incluso la pena que sentía en buscarlo, al no haber nacido
para ese estado. La desgracia que había tenido, durante todo eso, de comerme
lo poco que tenía... La falta de trabajo. La esperanza que tenía de que él
podría facilitarme los medios de vivir. En suma, todo lo que dicta la elocuencia
del infortunio, siempre presta en un alma sensible, siempre remisa en la
opulencia... Después de haberme escuchado con escasa atención, el señor Dubourg
me preguntó si yo había sido siempre buena.
No estaría tan pobre ni tan preocupada, señor ––le contesté––, si
hubiera querido dejar de serlo.
––¿A título de qué ––me replicó a eso el señor Dubourg–– pretendes
que las personas ricas te ayuden si tú no les sirves para nada?
––¿Y a qué servicio se refiere usted, señor? ––contesté––. No pido
otra cosa que prestar aquello que la decencia y mi edad me permiten cumplir.
––Los servicios de una criatura como tú son poco útiles en una casa
––me contestó Dubourg––. No tienes edad ni constitución para colocarte como
pides. Mejor harías en ocuparte de gustar a los hombres, y de trabajar en
encontrar a alguien que quiera ocuparse de ti. Esta virtud que tanto exhibes no
sirve de nada en el mundo; por mucho que te arrodilles ante sus altares, su
inútil incienso no te alimentará. La cosa que menos halaga a los hombres,
aquella a la que prestan menos atención, la que desprecian más soberanamente,
es la decencia de vuestro sexo: aquí sólo se aprecia, hija mía, lo que
beneficia o lo que deleita. ¿Y qué beneficio puede significar para nosotros la
virtud de las mujeres? Son sus desórdenes los que nos sirven y nos divierten,
pero su castidad es lo que menos nos interesa. En una palabra, cuando las
personas de nuestra clase dan, sólo es para recibir. Ahora bien, ¿cómo una
chiquilla como tú puede agradecer lo que se hace por ella si no es abandonando
cuanto se quiera su cuerpo?
––¡Oh, señor! ––contesté
con el corazón henchido de
suspiros––. ¿Ya no existe honradez ni beneficencia entre los hombres?
––Muy pocas ––replicó Dubourg––. Si se habla tanto de ellas, ¿cómo
quieres que existan? Estamos de vuelta de esta manía de ayudar a los demás
gratuitamente; se ha reconocido que los placeres de la caridad sólo eran goces
del orgullo y, como nada se disipa con mayor rapidez, se han querido
sensaciones más reales. Se ha visto que con una criatura como tú, por ejemplo,
era mucho mejor quedarse como anticipo con todos los placeres que puede
ofrecer la lujuria que con los muy fríos y muy futiles de aliviarla de manera desinteresada. La reputación de un hombre
liberal, caritativo, generoso, no es nada comparada, en el instante en que
mejor se disfruta, con el más ligero placer de los sentidos.
––¡Oh, señor! ¡Con semejantes principios, es necesario pues que el infortunado
perezca!
––Qué más da, hay un exceso de súbditos en Francia. Con tal de que la
máquina tenga siempre la misma elasticidad, ¿qué le importa al Estado el mayor
o menor número de los individuos que la aprietan?
––Pero ¿creéis que los hijos, cuando son así maltratados, respetarán
a sus padres?
––¡¿Qué le importa a un padre el amor de unos hijos que le estorban?
––¡Sería mejor entonces que nos hubieran ahogado en la cuna!
––Probablemente. Es lo que se hace en muchos países; era la costumbre
de los griegos y es la de los chinos: allí los niños desgraciados son
abandonados o se les da muerte. ¿Para qué dejar vivir unas criaturas que ya no
pueden contar con la ayuda de sus padres, porque carecen de ellos, o porque no
han sido reconocidos, cuando en tal caso sólo sirven para sobrecargar al
Estado con un producto que ya le sobra? Los bastardos, los huérfanos, los niños
deformes, deberían ser condenados a muerte desde su nacimiento. Los primeros y
los segundos porque, al no tener a nadie que quiera o que pueda ocuparse de
ellos, manchan la sociedad con unas heces que un día u otro tiene que resultarle
funesta; y los otros porque no pueden resultarle de ninguna utilidad. Las dos
clases son para la sociedad como excrecencias de la carne que, alimentándose
del jugo de los miembros sanos, los degradan y los debilitan, o, si lo
prefieres, como esos vegetales parásitos que, juntándose a las plantas buenas,
las deterioran y las roen adaptándose su simiente nutritiva. A esas limosnas
destinadas a alimentar a semejante escoria, esas casas dotadas de todos los
lujos que se tiene la extravagancia de construirles, son abusos escandalosos.
¡Como si la especie de los hombres fuera tan escasa, tan preciosa que hubiera
que conservar hasta su más vil porción! Pero dejemos una política de la que no
debes de entender nada, hija mía: ¿por qué quejarse de su suerte cuando sólo
corresponde a uno mismo remediarla?
––¡A qué precio, santo cielo!
––Al de una quimera, algo que sólo tiene el valor que tu orgullo le
atribuye. Por lo demás ––prosiguió el bárbaro al mismo tiempo que se levantaba
y abría la puerta––, eso es todo lo que puedo hacer por ti. Consiente, o
libérame de tu presencia. No me gustan los mendigos...
Corrieron mis lágrimas, fue imposible retenerlas, y creeréis, señora,
que en lugar de enternecer a aquel hombre lo irritaron. Cierra la puerta y
agarrándome por el cuello del vestido, me dice brutalmente que me obligará a
hacer a la fuerza lo que no quiero concederle de buen grado. En este instante
cruel, mi desgracia me insufla valor. Me libero de sus manos y, abalanzándome
hacia la puerta, le digo mientras escapo:
––¡Hombre odioso, ojalá el cielo, tan gravemente
ofendido por ti, te castigue un día como mereces, por tu execrable crueldad! No
eres digno ni de tus riquezas, de las que haces tan vil uso, ni siquiera del
aire que respiras en un mundo manchado por tus barbaries. Me apresuré a contar
a mi hospedera la acogida de la persona a la que me había enviado, pero cual
fue mi sorpresa al ver a esa miserable abrumarme con reproches en lugar de
compartir mi dolor.
––Miserable
criatura ––me dijo
encolerizada––, ¿imaginas que los hombres son tan necios como para dar
limosnas a unas muchachitas como tú, sin exigir el interés de su dinero? El
señor Dubourg es demasiado bueno por haberse portado como lo ha hecho; en su
lugar yo no te habría dejado salir de mi casa sin haberme contentado. Pero ya
que no quieres aprovechar las ayudas que te ofrezco, arréglatelas como
quieras. Me debes dinero: o me lo das mañana, o te envío a la cárcel.
––Señora, tened piedad...
––Sí, sí, piedad... ¡Con la piedad uno se muere de hambre!
––Pero ¿qué queréis que haga?
––Volver a casa de Dubourg, satisfacerle y traerme dinero. Yo le veré
y le avisaré. Enmendaré, si puedo, tus tonterías. Le daré excusas tuyas, pero
piensa en comportarte mejor.
Avergonzada, desesperada, sin saber qué hacer, viéndome duramente
rechazada por todo el mundo, casi sin recursos, le dije a la señora Desroches
(era el nombre de mi hospedera) que estaba decidida a todo para satisfacerla. Se fue a casa del financiero, y, a la vuelta, me dijo
que lo había encontrado muy irritado; que con mucho esfuerzo había conseguido
inclinarlo a mi favor; que a fuerza de súplicas había conseguido, sin embargo,
convencerle de que volviera a verme la mañana siguiente; pero que tuviera
cuidado con mi conducta porque si la desobedecía una vez más, ella misma se
encargaría de hacerme encarcelar de por vida.
Llegué a su casa muy turbada. Dubourg estaba a solas, en un estado aún
más indecente que la víspera. La brutalidad, el libertinaje, todas las
características del exceso estallaban en sus miradas hipócritas.
––Agradece a la Desroches ––me dice duramente–– que quiera en su
favor concederte por un instante mis bondades. Tienes que sentir lo indigna que
eres de ello después de tu conducta de ayer. Desnúdate, y si sigues ofreciendo
la más ligera resistencia a mis deseos, dos hombres te esperan en mi antecámara
para llevarte a un lugar del que no saldrás en toda tu vida.
––¡Oh, señor! ––digo llorando y precipitándome a las rodillas de aquel
hombre bárbaro––, cambiad de idea, os lo suplico. Mostraos generoso para
ayudarme sin exigir de mí lo que me cuesta tanto que os ofrecería mi vida
antes que someterme a ello... Sí, prefiero morir mil veces que infringir los
principios que he recibido en mi infancia... Señor, señor, no me obliguéis, os
lo suplico. ¿Podéis concebir la dicha en medio de disgustos y de lágrimas? ¿Os
atrevéis a esperar el placer donde sólo veréis repugnancias? Así que hayáis
consumado vuestro crimen el espectáculo de mi desesperación os colmará de
remordimientos...
Pero las infamias a las que se entregaba Dubourg me impidieron
continuar. ¿Cómo había podido creerme capaz de enternecer a un hombre que ya
encontraba en mi propio dolor un acicate más a sus horribles pasiones?
¡Creeréis, señora, que inflamándose con los agudos acentos de mis lamentos,
saboreándolos con inhumanidad, el indigno se preparaba él mismo para sus
criminales tentativas! Se levanta, y mostrándose finalmente ante mí en un
estado en el que la razón triunfa raras veces, y en el que la resistencia del
objeto que la hace perder no es si no un alimento más al delirio, me agarra con
brutalidad, aparta impetuosamente los velos que todavía siguen ocultando
aquello de lo que arde por disfrutar. Sucesivamente, me injuria... me halaga...
me maltrata y me acaricia... ¡Oh, qué escena, Dios mío! ¡Qué mezcla increíble
de crueldad... de lujuria! ¡Parecía que el Ser Supremo quisiera, en esta
primera circunstancia de mi vida, grabar para siempre en mí todo el horror que
yo debía sentir por un tipo de delito del que debía nacer la afluencia de los
males que me amenazaban! Pero ¿debía de quejarme de ello entonces? No, sin
duda; a sus excesos debo mi salvación. Con menos desenfreno, yo habría sido una
muchacha manchada. Los ardores de Dubourg se apagaron en la efervescencia de
sus empresas, el cielo me vengó de las ofensas a las que el monstruo iba a
entregarse, y la pérdida de sus fuerzas, antes del sacrificio, me preservó de
ser su víctima.
Con ello, Dubourg se volvió mas insolente. Me acusó de los daños de su
debilidad... Quiso repararlos con nuevos ultrajes y con invectivas aún más
mortificadoras. No hubo nada que no me dijera; nada que no intentara, nada que
la pérfida imaginación, la dureza de su carácter y la depravación de sus
costumbres no le hiciera emprender. Mi torpeza le impacientó; yo estaba lejos
de querer actuar, ya hacía mucho con prestarme: mis remordimientos no se han
extinguido... Sin embargo, no consiguió nada, mi sumisión dejó de enardecerle.
Por mucho que pasara sucesivamente de la ternura al rigor... de la esclavitud
a la tiranía... de la apariencia de la decencia a los excesos de la crápula,
ambos nos encontramos agotados, sin que, afortunadamente, él consiguiera
recuperar lo que debía para asestarme más peligrosos ataques. Renunció a ello,
me hizo prometer que volvería al día siguiente, y para obligarme con mayor
seguridad sólo quiso darme la cantidad que yo debía a la Desroches. Así que
regresé a casa de esa mujer, ultrajada por semejante aventura y totalmente
decidida, sucediera lo que sucediera, a no exponerme a ella por tercera vez. Se
lo advertí al pagarle, mientras echaba todo tipo de maldiciones sobre ese
malvado capaz de abusar tan cruelmente de mi miseria. Pero mis imprecaciones,
lejos de atraer sobre él la cólera de Dios, sólo consiguieron aportarle
fortuna: ocho días después, supe que el insigne libertino acababa de obtener
del gobierno un cargo de administrador general que aumentaba sus ingresos en
más de cuatrocientas mil libras de rentas. Yo me encontraba absorbida en las
reflexiones que nacen inevitablemente de semejantes inconsecuencias de la
suerte, cuando un rayo de esperanza pareció relucir un instante ante mis ojos.
La Desroches me dijo un día que finalmente había encontrado una casa
en la que me recibirían con placer, siempre que me portara bien.
––¡Gracias a Dios, señora! ––le dije, arrojándome entusiasmada a sus brazos––.
Esta es la condición que yo misma pondría, ¡figuraos si la acepto con gusto!
El hombre al que debía servir era un famoso usurero de París, que se
había enriquecido no sólo prestando con fianza, sino también robando
impunemente a sus clientes siempre que no corriera ningún peligro en ello.
Vivía en un segundo piso de la Rue Quincampoix, con una mujer de cincuenta
años, a la que llamaba su esposa, y que era no menos malvada que él.
––Thérèse ––me dijo el avaro (ese era el nombre que yo había adoptado para
ocultar el mío)––, Thérèse, la primera virtud de mi casa, es la probidad.
Si alguna vez os lleváis de aquí la décima parte de un denario, os haré
ahorcar, ya veis, hija mía. El escaso bienestar del que disfrutamos mi mujer y
yo, es el fruto de nuestros inmensos trabajos y de nuestra perfecta
sobriedad... ¡,Comes mucho, pequeña?
––Unas cuantas onzas de pan al día, señor ––le contesté––, agua y un
poco de sopa, cuando soy tan afortunada de poder tomarla.
––¡Sopa, diantre, sopa! Oíd esto, amiga mía ––dijo el usurero a su
mujer––, asombraos ante los progresos del lujo: está buscando colocación, se
muere de hambre desde hace un año, y quiere comer sopa. Nosotros, que
trabajamos como galeotes, apenas la cocinamos una vez cada domingo. Hija mía,
tendrás tres onzas de pan al día, media botella de agua de río, un viejo traje
de mi mujer cada dieciocho meses, y tres escudos de sueldo al cabo del año,
siempre que estemos contentos de tus servicios, que tu economía responda a la
nuestra, y que finalmente hagas prosperar la casa con el orden y el arreglo. Tu
trabajo es poca cosa, se hace en un abrir y cerrar de ojos. Se trata de fregar
y limpiar tres veces por semana este apartamento de seis habitaciones, de hacer
las camas, de contestar a la puerta, de empolvar mi peluca, de peinar a mi
mujer, de cuidar del perro y de la cotorra, de fregar la cocina y la vajilla,
de ayudar a mi mujer cuando cocine, y de emplear cuatro o cinco horas al día en
coser ropa, medias, gorros y otras cositas de la casa. Ya ves que no es nada, Thérèse; te sobrará mucho tiempo, te permitiremos utilizarlo por tu cuenta,
siempre que seas buena, hija mía, discreta y sobre todo ahorrativa, que es lo
esencial.
Podéis imaginar fácilmente, señora, que había que estar en estado tan
horrible como en el que yo me hallaba para aceptar semejante empleo. No sólo
había infinitamente más trabajo del que mis fuerzas me permitían emprender,
sino que ¿cómo podía yo vivir con lo que me ofrecían? Sin embargo, procuré no
ofrecer resistencia, y me instalé aquella misma noche.
Si mi cruel situación me permitiera divertiros un instante, señora,
cuando sólo debo pensar en enterneceros, me atrevería a contaros alguno de los
rasgos de avari cia de que fui testigo en aquella casa; pero a partir del
segundo año me aguardaba una catástrofe tan terrible que me resulta muy difícil
detenerme en unos detalles divertidos antes de relataros mis infortunios.
Sabréis, sin embargo, señora, que jamás había otra iluminación, en el
apartamento del señor Du Harpin que la que robaba a la farola felizmente colocada frente a su
habitación; jamás ninguno de los dos utilizaba ropa interior: almacenaban la
que yo cosía, no la tocaban en la vida; las mangas de la casaca del señor, así
como las del traje de la señora, llevaban un viejo par de manguitos cosidos
encima de la tela, que yo lavaba todos los sábados por la noche; nada de
sábanas, nada de toallas, para así evitar el lavado. En su casa jamás se bebía
vino, pues el agua clara, como decía la señora Du Harpin, es la bebida natural del hombre, la
más sana y menos peligrosa. Siempre que cortaban el pan colocaban una cesta
debajo del cuchillo, a fin de recoger las migas que caían: les añadían
puntualmente todos los restos que quedaban de las comidas, y este manjar, frito
el domingo con un poco de mantequilla, componía el yantar de los días festivos.
Nunca había que sacudir las ropas o los muebles, por miedo a gastarlos, sólo
rozarlos ligeramente con un plumero. Los zapatos del señor, así como los de la
señora, reforzados con hierro, eran los mismos que calzaron el día de su boda.
Pero una práctica mucho más extravagante era la que me obligaban a hacer una
vez por semana: había en el apartamento un gabinete bastante grande cuyas
paredes no estaban tapizadas; con un cuchillo tenía que raspar una cierta
cantidad de yeso de esas paredes, que luego pasaba por un fino tamiz: el
resultado de esta operación eran los polvos de tocador con que yo cubría cada
mañana tanto la peluca del señor como el moño de la señora. ¡Pero, ay, ojalá
hubiera querido Dios que ésas fueran las únicas torpezas a las que se
entregaban esos malvados! Nada hay más natural que el deseo de conservar los
bienes, pero no lo es tanto el de aumentarlos con los del prójimo. Y no tardé
mucho en descubrir que sólo así se enriquecía Du Harpin.
En el piso de arriba vivía una persona muy acomodada, que poseía unas
alhajas bastante bonitas, y cuyas pertenencias, sea a causa de la vecindad,
sea por haber pasado por las manos de mi amo, eran muy conocidas por él; le
oía a menudo lamentarse con su mujer de una cierta caja de oro de treinta a
cuarenta luises, con la que se habría quedado, decía, de haber
sabido actuar con mayor destreza. Para consolarse al fin de haber devuelto esa
caja, el honrado señor Du Harpin proyectó robarla, y a mí se me encargó la negociación.
Después de haberme hecho un gran discurso sobre la indiferencia del
robo, sobre la utilidad misma que ejercía en el mundo, ya que restablecía en él
una espe cie de equilibrio, que alteraba por completo la desigualdad de las
riquezas; sobre la escasez de los castigos, ya que estaba demostrado que de
veinte ladrones no perecían más de dos; después de haberme demostrado, con una
erudición de la que no habría creído capaz al señor Du Harpin, que el robo era honrado en toda
Grecia, que varios pueblos seguían admitiéndolo, favoreciéndolo y recompensándolo
como una acción atrevida que demostraba tanto el valor como la destreza (dos
virtudes esenciales para cualquier nación guerrera); en una palabra, después
de haberme garantizado que, si era descubierta, su crédito me salvaría de
todo, el señor Du Harpin me entregó dos llaves falsas una de las cuales debía abrir el
apartamento del vecino y la otra el escritorio donde se hallaba la caja en
cuestión, y me rogó insistentemente que encontrara esa caja, porque por un servicio
tan esencial aumentaría mi sueldo en un escudo durante dos años.
––¡Oh, señor! ––exclamé
estremeciéndome ante su
proposición––. ¿Cómo es posible que un amo se atreva a corromper así a su
criado? ¿Qué me impedirá volver contra vos las armas que ponéis en mis manos, y
qué podríais objetarme si un día os hiciera víctima de vuestros propios
métodos?
Du Harpin, confundido, se refugió en un torpe
subterfugio: me dijo que sólo lo había hecho con la intención de ponerme a
prueba, que tenía mucha suerte de haber resistido a sus proposiciones... que
estaría perdida si hubiera sucumbido... Me conformé con esta mentira, pero
descubrí inmediatamente el error que había cometido al responder con tanta
firmeza: a los malhechores no les gusta encontrar resistencia en quienes
intentan seducir. No existe desdichadamente un punto medio, en cuanto tienes la
mala suerte de haber recibido sus proposiciones: tienes que convertirte
necesariamente en su cómplice ––lo cual es peligroso––, o en su enemigo ––que
todavía lo es más––. Con algo más de experiencia, yo habría abandonado la casa
a partir de ese instante, ¡pero ya estaba escrito en el cielo que cada uno de
mis gestos honestos sería recompensado con nuevos infortunios!
El señor Du Harpin dejó pasar cerca de un mes, o sea más o menos hasta la época
del final del segundo año de mi estancia en su casa, sin decir palabra y sin
mostrar el más ligero resentimiento por el rechazo que había recibido, pero una
noche, cuando me retiraba a mi habitación para saborear unas horas de reposo,
oí de repente que abrían mi puerta, y vi, no sin terror, al señor Du Harpin acompañado de
un comisario y cuatro soldados de patrulla frente a mi cama.
––Cumplid con vuestro deber, señor ––dijo al hombre de la justicia––.
Esta desgraciada me ha robado un diamante de mil escudos. Lo encontraréis en su
aposento o entre sus ropas, el hecho es seguro.
––¿Robaros yo, señor? ––dije, saltando turbadísima de mi cama––. ¡Yo,
santo Dios! ¡Ay! ¿Quién mejor que vos sabe lo contrario? ¿Quién puede estar más
convencido que vos de cuánto me repugna esta acción y saber mejor la
imposibilidad de que yo la haya cometido?
Pero el señor Du Harpin, haciendo mucho ruido para que mis palabras no fueran oídas,
siguió ordenando los registros, y el maldito anillo apareció en mi colchón.
Ante pruebas de esta categoría, no había nada que replicar. Al instante fui
prendida, agarrotada y llevada a la cárcel, sin que me fuera posible hacer
escuchar una sola palabra en mi favor.
El proceso de una desdichada que carece de crédito y protección no
lleva mucho tiempo en un país donde se considera a la virtud incompatible con
la miseria, donde el infortunio es una prueba decisiva contra el acusado. En
esa cuestión, una injusta prevención lleva a creer que el que ha debido de
cometer el crimen, lo ha cometido; los sentimientos se miden por el estado en
que se encuentra el culpable; y a partir del momento que el oro o los títulos
no establecen su inocencia, la imposibilidad de que pueda ser inocente queda
entonces demostrada.*
* ¡Siglos venideros! Ya no veréis ese cúmulo de horrores y de
infamias. (N. del A.)
Por mucho que me defendiera, por mucho que ofreciera los mejores
argumentos al abogado de oficio que me dieron por un instante, mi amo me
acusaba, el dia mante había sido hallado en mi habitación: estaba claro que yo
lo había robado. Cuando quise mencionar el horrible proyecto del señor Du Harpin, y demostrar
que la desdicha que me sobrevenía sólo era el fruto de su venganza y la
consecuencia del deseo que tenía de deshacerse de una criatura que, poseedora
de su secreto, se convertía en su dueña, trataron mis protestas de
recriminación, me dijeron que el señor Du Harpin era reconocido desde hacía más de
veinte años como un hombre íntegro, incapaz de semejante horror. Fui
trasladada a la Conciergerie,
donde me vi en la situación de
tener que pagar con mi vida el rechazo de participar en un crimen; iba a morir;
sólo un nuevo delito podía salvarme: la providencia quiso que el crimen
sirviera, por lo menos una vez, de égida a la virtud, que la preservara del
abismo donde iba a arrojarla la inepcia de los jueces.
Tenía a mi lado una mujer de unos cuarenta años, tan celebrada por su
belleza como por la variedad y cantidad de sus fechorías; la llamaban Dubois,
y estaba, al igual que la desdichada Thérése, en vísperas de su ejecución:
sólo el método preocupaba a los jueces. Habiéndose manifestado culpable de
todos los crímenes imaginables, estaban casi obligados a inventar para ella un
suplicio nuevo, o a hacerle sufrir uno del que está exento nuestro sexo. Yo
había inspirado una especie de interés en aquella mujer, interés criminal, sin
duda, ya que su fundamento era, como después supe, el extremo deseo de
convertirme en su prosélita.
Una noche, tal vez dos días antes de aquel en que ambas debíamos
perder la vida, la Dubois me dijo que no me acostara, y que con ella aguardase
lo más cerca posible de las puertas de la prisión.
––Entre las siete y las ocho ––prosiguió–– el fuego prenderá en la Conciergerie, me he encargado de que así sea. Sin duda,
muchas personas se abrasarán, pero no importa, Thérèse ––se atrevió a decirme la malvada––. La suerte de los demás no cuenta
cuando se trata de nuestra propia salvación. Lo seguro es que nos salvaremos;
cuatro hombres, cómplices y amigos, se reunirán con nosotras, y yo respondo de
tu libertad.
Ya os he dicho, señora, que la mano del cielo que acababa de castigar
mi inocencia, sirvió al crimen favoreciendo a mi protectora. El fuego prendió,
el incendio fue horrible, hubo veintiuna personas abrasadas, pero nosotras
escapamos. Aquel mismo día llegamos a la choza de un cazador furtivo del bosque
de Bondy, íntimo amigo de nuestra banda.
––Ya estás libre, Thérèse
––me dijo entonces la Dubois––,
ahora puedes elegir el tipo de vida que te guste, pero si tuviera que darte un
consejo, te diría que renunciaras a unas prácticas virtuosas que, como ves,
jamás te han favorecido. Una delicadeza impropia te ha llevado a los pies del
cadalso, un crimen espantoso te salva de él: mira de qué sirven las buenas
acciones en el mundo, ¡y si vale la pena inmolarse por ellas! Eres joven y
bonita, Thérèse: en dos años yo me hago cargo de tu fortuna.
Pero no imagines que te conduciré a su templo por los senderos de la virtud:
cuando alguien quiere abrirse paso, mi querida muchacha, hay que emprender más
de un oficio y servirse de más de una intriga. Así que decídete, en esta choza
no estamos seguras y tenemos que irnos dentro de pocas horas.
––¡Oh, señora! ––le dije a mi bienhechora––, os debo grandes favores,
y nada mas lejos que querer olvidarlos. Me habéis salvado la vida, y es
espantoso para mí que haya sido gracias a un crimen. Creed que si hubiera
tenido que cometerlo, habría preferido mil muertes al dolor de participar en
él. Soy consciente de todos los peligros que he corrido por haberme abandonado
a los sentimientos honrados que siempre permanecerán en mi corazón. Pero sean
cuales sean, señora, las espinas de la virtud, las preferiré en cualquier
momento a los peligrosos favores que acompañan al crimen. Tengo grabados unos
principios religiosos que, gracias al cielo, no me abandonarán jamás. Si la
Providencia me hace penosa la carrera de la vida, es para compensarme de ello
en un mundo mejor. Esta esperanza me consuela, endulza mis penas, apacigua mis
quejas, me refuerza en la adversidad, y me lleva a desafiar todos los males que
Dios quiera enviarme. Esta alegría se apagaría inmediatamente en mi alma si yo
acabara por mancillarla con crímenes, y junto al temor de los castigos de este
mundo, me perseguiría la dolorosa visión de los suplicios del otro, que no me
abandonaría un instante en la tranquilidad que deseo.
––Son sistemas absurdos que no tardarán en llevarte al hospicio, hija
mía ––replicó la Dubois enarcando las cejas––. Créeme, deja de lado la justicia
de Dios, sus castigos o sus recompensas futuras. Todas esas tonterías sólo
sirven para que muramos de hambre. ¡Oh, Thérèse!, la dureza de los
ricos legitima el mal comportamiento de los pobres: que sus bolsas se abran a
nuestras necesidades, que la humanidad reine en su corazón, y las virtudes
podrán establecerse en el nuestro; pero en tanto que nuestro infortunio,
nuestra paciencia para soportarlo, nuestra buena fe, nuestra servidumbre, sólo
sirvan para aumentar nuestros grilletes, nuestros crímenes son obra suya, y
seríamos muy tontos en negárnoslos cuando pueden aliviar el yugo con que su
crueldad nos sobrecarga. La naturaleza nos ha hecho nacer a todos iguales, Thérèse; si la suerte se complace en estorbar este primer plan de las leyes
generales, a nosotros nos corresponde corregir sus caprichos y reparar,
mediante nuestra habilidad, las usurpaciones del más fuerte. Me gusta oír a la
gente rica, a la gente con título, a los magistrados, a los curas, ¡me gusta
verles predicarnos la virtud! Es muy difícil asegurarse contra el robo cuando
se tiene tres veces más de lo que hace falta para vivir; muy incómodo no
concebir jamás el asesinato, cuando se está rodeado de aduladores o de esclavos
para quienes nuestras voluntades son leyes; muy penoso, a decir verdad, ser
moderado y sobrio, cuando a cada hora se está rodeado de los manjares más suculentos;
les cuesta mucho ser sinceros, ¡cuando no tienen ningún interés en mentir!...
Pero nosotros, Thérèse, nosotros a quienes esta Providencia bárbara,
con la que cometes la locura de convertirla en tu ídolo, ha condenado a
arrastrarnos por la humillación como la serpiente por la hierba; nosotros, a
los que se nos mira sólo con menosprecio, porque somos pobres; a los que se tiraniza,
porque somos débiles; nosotros, cuyos labios sólo prueban la hiel, y cuyos
pasos sólo encuentran abrojos, ¡quieres que nos privemos del crimen cuando
sólo su mano nos abre la puerta de la vida, nos mantiene en ella, nos conserva
en ella, y nos impide perderla! ¡Quieres que perpetuamente sometidos y
degradados, mientras la clase que nos domina tiene para sí todos los favores de
la Fortuna, nos reservemos sólo la pena, el abatimiento y el dolor, la
necesidad y las lágrimas, la deshonra y el cadalso! No, Thérèse, no: o esta Providencia que tú reverencias sólo merece nuestro desprecio,
o no son éstas en absoluto sus voluntades. Conócela mejor, hija mía, y
convéncete de que si nos pone en situaciones en las que el mal nos resulta
necesario, y nos deja al mismo tiempo la posibilidad de ejercerlo, es porque
ese mal sirve tanto a sus leyes como el bien, y gana tanto con uno como con el
otro. Si nos ha creado a todos en el estado de la igualdad, quien la altera no
es más culpable que quien procura restablecerla. Ambos actúan de acuerdo con
los impulsos recibidos, ambos deben seguirlos y disfrutar.
Confieso que si alguna vez me sentí perturbada fue por las seducciones
de esta mujer astuta, pero una voz, más fuerte que ella, combatía estos
sofismas en mi corazón. A ella me rendí y manifesté a la Dubois que estaba
decidida a no dejarme corromper jamás.
––¡Bien! ––me contestó––, haz lo que quieras. Te abandono a tu mala suerte.
Pero si alguna vez te atrapan y te llevan a la horca, destino del que probable
mente no podrás escapar, por esa fatalidad que salva inevitablemente al crimen
inmolando a la virtud, acuérdate por lo menos de no hablar jamás de nosotros.
Mientras razonábamos así, los cuatro compañeros de la Dubois bebían
con el cazador furtivo, y como el vino apresta el alma del malhechor a nuevos
crímenes y le hace olvidar los antiguos, al enterarse los malvados de mis
resoluciones decidieron convertirme en una víctima, ya que no podían tenerme
como cómplice. Sus principios, sus costumbres, el sombrío reducto en que estábamos,
la especie de seguridad en la que se creían, su borrachera, mi edad, mi
inocencia, todo les estimuló. Se alzan de la mesa, celebran consejo, consultan
a la Dubois, actitudes cuyo lúgubre misterio me hace estremecer de horror, y
toman el acuerdo de que tengo que prestarme inmediatamente a satisfacer los
deseos de los cuatro, de buen grado, o a la fuerza. Si lo hago de buen grado,
cada uno de ellos me pagará un escudo para mis propios usos; si tienen que
utilizar la violencia, lo harán igual, pero, para que el secreto quede mejor
guardado, me apuñalarán después de haberse solazado y me enterrarán al pie de
un árbol.
No necesito describiros el efecto que me causó esta cruel proposición,
señora, lo comprendéis fácilmente. Me arrojé a las rodillas de la Dubois, le
imploré que fuera por segunda vez mi protectora. La deshonesta criatura sólo
se rió de mis lágrimas.
––¡Oh, pero vamos! ––me dijo––, ¡vaya desgracia la tuya!... ¡,Cómo?
¿Te estremeces ante la obligación de servir sucesivamente a cuatro buenos mozos
como éstos? ¡No sabes que hay diez mil mujeres en París que darían la mitad de
su oro o de sus joyas por ocupar tu lugar! Escucha ––añadió sin embargo después
de una breve reflexión––, yo tengo bastante dominio sobre esos truhanes para
conseguir tu perdón, siempre que te hagas digna de él.
––¡Ay, señora! ¿Qué debo hacer? ––exclamé llorando––.
Ordenádmelo, estoy dispuesta a todo. ––Seguirnos, alistarte con nosotros, y
cometer los mismos actos sin la más ligera repugnancia: sólo a este precio yo
te libraré del resto.
Creí que no debía titubear. Al aceptar esta cruel condición, corría
nuevos peligros, de acuerdo, pero serían menos perentorios que éstos. Es
posible que pudiera prevenirlos, mientras que nada era capaz de sustraerme a
los que me amenazaban.
––Iré a todas partes, señora ––dije apresuradamente a la Dubois––,
iré a todas partes, os lo prometo. Sal
vadme de la furia de estos hombres, y no os abandonaré en toda mi
vida.
––Hijos míos ––dijo la Dubois a los cuatro bandidos––, esta joven ya
es de la banda, yo la recibo y protejo en ella. Os suplico que no la
violentéis. No la asqueemos de su oficio desde el primer día. Ya veis que su
edad y su aspecto pueden sernos útiles, utilicémosla para nuestros intereses y
no la sacrifiquemos a nuestros placeres.
Pero las pasiones llegan a tener un grado de intensidad en el hombre
en el que ya nada puede retenerlas. Las personas que tenía enfrente eran
incapaces de atender a nada, me rodearon los cuatro, devorándome con sus
miradas inflamadas, amenazándome de una manera aún más terrible, dispuestos a
atraparme, dispuestos a inmolarme.
––Es preciso que pase por ahí ––dijo uno de ellos––, no podemos darle
cuartel, ¿o es que para formar parte de una banda de ladrones hay que dar
pruebas de virtud? ¿No nos será igual de útil desvirgada que virgen? Ya os dais
cuenta, señora, de que suavizo las expresiones. Atenuaré de igual manera las
descripciones, porque, ¡ay!, la obscenidad de su color es tal que vuestro
pudor sufriría con su crudeza tanto como mi timidez. Víctima dulce y
temblorosa, ¡ay!, yo me estremecía aterrorizada. Apenas tenía fuerzas de
respirar. Arrodillada ante los cuatro, a veces mis débiles brazos se
levantaban para implorarles y otras para conmover a la Dubois.
––Un momento ––dijo un tal «Corazón-de-Hierro» que parecía el jefe de
la banda, hombre de treinta y seis años, con la fuerza de un toro y apariencia
de sátiro––; un momento, amigos míos. Podemos contentar a todo el mundo. Como
la virtud de esta chiquilla le es tan preciosa, y, si como dice muy bien la
Dubois, esta cualidad, utilizada de otra manera, podría resultarnos necesaria,
dejémosla. Ahora es preciso que nos apacigüemos. No perdamos la calma, Dubois,
porque en el estado en que nos encontramos, es posible incluso que te
degolláramos si te opusieras a nuestros deseos.
Que Thérése se quede al instante tan desnuda como el día que vino al
mundo, y que se preste de ese modo a las diferentes posiciones que se nos
antoje exigirle, mientras, la Dubois apagará nuestros ardores y quemará el
incienso en esos altares cuya entrada nos niega esta criatura.
––¡Desnudarme! ––exclamé––. ¡Oh, cielos! ¿Qué me exigís? Cuando me vea
entregada de esta manera a vuestras miradas, ¿quién podrá asegurarme que...?
Pero «Corazón-de-Hierro», que no parecía de humor para mas concesiones
ni de retener sus deseos, me maltrató golpeándome de una manera tan brutal que
comprendí que la obediencia era la única solución. Se entregó en manos de la
Dubois, puesta por él más o menos en el mismo desorden que yo, y así que estuve
como él deseaba, después de hacerme colocar los brazos en el suelo, lo que me
dejaba en una posición parecida a un animal, la Dubois apagó sus ardores
acercando a una especie de monstruo exactamente a los peristilos de uno y otro
altar de la naturaleza, de tal modo que a cada sacudida ella tuvo que golpear
fuertemente estas partes con su mano abierta, al igual que antaño el ariete las
puertas de las ciudades asediadas. La violencia de los primeros ataques me hizo
recular; «Corazón-de-Hierro», enfurecido, me amenazó con tratamientos más
duros si me sustraía a aquéllos. La Dubois recibe la orden de empujar con mayor
fuerza, uno de esos libertinos sujeta mis hombros y me impide tambalearme a
causa de los empujones: son tan rudos que acabo magullada, y sin poder evitar
ninguno.
––A decir verdad ––dijo «Corazón-de-Hierro» balbuceando––, en su
lugar, preferiría abrir las puertas que verlas así quebrantadas, pero si no
quiere, no asistiremos a su rendición... ¡Con fuerza... con fuerza, Dubois!...
Y el estallido de los fuegos de ese libertino, casi tan violento como
el del rayo, se aniquiló sobre las brechas que embistió sin llegarlas a
entreabrir.
El segundo me hizo arrodillar entre sus piernas, y mientras la Dubois
le apaciguaba como al otro, dos acciones le ocupaban por entero: a veces
golpeaba con la palma abierta, pero de manera muy nerviosa, bien mis mejillas o
bien mi seno, y otras su boca impura hurgaba en la mía. Mi rostro y mi pecho se
volvieron al instante del color de la púrpura... Yo sufría, le pedía gracia, y
las lágrimas caían de mis ojos. Le irritaron; aumentó su esfuerzo. En ese
momento, me mordió la lengua, y las dos fresas de mis senos estaban tan magulladas
que me eché hacia atrás, pero algo me sujetaba. Me echaron sobre él, me sentí
abrazada con mayor fuerza por todas partes, y alcanzó el éxtasis...
El tercero me hizo subir a dos sillas alejadas, y sentándose debajo,
excitado por la Dubois colocada entre sus piernas, me obligó a agacharme hasta
que su boca quedara perpendicular al templo de la naturaleza. No podéis
imaginaros, señora, lo que este obsceno se atrevió a desear: con ganas o sin
ellas, tuve que satisfacer mis necesidades menores... ¡Santo cielo! ¡Qué hombre
tan depravado puede sentir un instante de placer en semejantes cosas!... Hice
lo que quería, lo inundé, y mi absoluta sumisión consiguió de ese malvado una
ebriedad que nada habría logrado sin esta infamia.
El cuarto me ató unos cordeles a todas las partes donde era posible
fijarlos y sostenía el ovillo en su mano, sentado a siete u ocho pies de mi
cuerpo, fuertemente excitado por los manoseos y los besos de la Dubois. Yo
estaba de pie, y el salvaje aumentaba su placer tirando fuertemente de cada una
de las cuerdas. Me tambaleaba, perdía a cada instante el equilibrio, y él se
extasiaba con cada uno de mis traspiés. Al fin, tiró de todos los cabos a un
tiempo, con tanta precipitación, que caí al suelo a su lado. Ese era su único
objetivo, y mi frente, mi seno y mis mejillas recibieron las pruebas de un
delirio que sólo debía a esta manía.
Eso fue lo que soporté, señora, pero mi honor se vio por lo menos
respetado, aunque mi pudor no lo fuera. Algo más calmados, los bandidos
hablaron de reanudar el camino, y aquella misma noche llegaron al Tremblay con
la intención de acercarse a los bosques de Chantilly, donde confiaban dar algunos buenos golpes.
Nada igualaba mi desesperación al verme obligada a acompañarlos, y
sólo lo hice absolutamente decidida a abandonarlos en cuanto pudiera hacerlo
sin riesgos. Al día siguiente nos acostamos en los alrededores de Louvres, en unos almiares.
Yo quise ampararme en la Dubois, y pasar la noche a su lado, pero me pareció
que ella tenía la intención de dedicarla a una cosa distinta a preservar mi
virtud de los ataques que yo temía. La rodearon tres, y la abominable criatura
se entregó a los tres al mismo tiempo. El cuarto se acercó a mí, era el jefe.
––Hermosa Thérése ––me dijo––, confío en que no me negaras por lo
menos el placer de pasar la noche a tu lado. ––Y como se dio cuenta de mi
extraordinaria repugnancia, añadió––: No temas, charlaremos, y no haré nada en
contra de tu voluntad. Pero, Thérèse ––continuó
abrazándome––, ¿no es una gran insensatez tu pretensión de mantenerte pura con
nosotros? Aunque llegáramos a consentirlo, ¿cómo compaginarlo con los
intereses de la banda? Es inútil que te lo ocultemos, querida niña, pero hemos
pensado que, cuando vivamos en las ciudades, cazaremos a nuestras víctimas con
las trampas de tus encantos.
––Pues bien, señor ––contesté––,
ya que está claro que preferiré
la muerte a esos horrores, ¿para qué puedo serviros?, ¿por qué os oponéis a mi
huida?
––Claro que nos oponemos a eso, ángel mío ––contestó
«Corazón-de-Hierro»––, tienes que servir a nuestros intereses o a nuestros
placeres. Tus desgracias te impo nen ese yugo, debes sufrirlo. Pero ya sabes, Thérèse, que no hay nada en el mundo que no tenga remedio. Atiéndeme, pues, y
decide tú misma tu suerte: accede a vivir conmigo, querida, consiente en
pertenecerme y te evitaré el triste papel que tienes adjudicado.
––¡Yo, señor! ––exclamé––,
¡convertirme en la querida de
un...!
––Pronuncia la palabra, Thérèse, pronúnciala, de un
bribón, ¿no es cierto? Lo confieso, pero no puedo ofrecerte otros títulos. Ya
puedes imaginarte que nosotros no nos casamos. El himeneo es un sacramento, Thérèse, y puesto que sentimos igual desprecio por todos, jamás nos acercamos a
ninguno. Sin embargo, razona un poco: en la inevitable necesidad en que te
hallas de perder lo que tanto quieres, ¿no es mejor sacrificarlo a un solo
hombre, que se convertirá a partir de entonces en tu apoyo y tu protector, que
prostituirse a todos?
––Pero ¿cómo es posible ––contesté–– que no haya
otra solución?
––Porque estás en nuestras manos, Thérèse, y la razón del más fuerte siempre es la mejor, como dijo hace tiempo
La Fontaine. A decir verdad ––prosiguió rápidamente––, ¿no
es una ridícula extravagancia conceder, como tú haces, tanto valor a la más
banal de las cosas? ¿Cómo puede ser una muchacha tan necia como para creer que
la virtud depende de una mayor o menor amplitud en una de las partes de su
cuerpo? ¿Eh? ¿Qué puede importar a los hombres o a Dios que esta parte esté
intacta o ajada? Y te digo más: si la intención de la naturaleza es que cada
individuo cumpla aquí abajo las funciones para las que ha sido formado, y la
única razón de existir de las mujeres es servir de goce a los hombres, resistir
de ese modo a la función que te ha encomendado es insultarla abiertamente. Es
querer ser una criatura inútil para el mundo y, por consiguiente, despreciable.
Esta quimérica castidad, que desde tu infancia han cometido la absurdidad de
presentártela como una virtud y que, muy lejos de ser útil a la naturaleza y a
la sociedad, ultrajaba visiblemente a ambas, no es más que una testarudez
reprensible de la que una persona tan inteligente como tú no debiera sentirse
culpable. Pero no importa y sigue escuchándome, querida muchacha, porque voy a
demostrarte el deseo que tengo de complacerte y de respetar tu debilidad. No
tocaré, Thérèse, ese fantasma cuya posesión tanto te deleita.
Una muchacha tiene más de un favor que conceder, y Venus puede ser celebrada en
ella en más de un templo. Me contentaré con el más mediocre. Ya sabes, querida,
que al lado de los altares de Cipris, hay un antro oscuro donde acuden a
aislarse los Amores para seducirnos con mayor energía; ese será el altar donde
quemaré el incienso. Allí no hay el menor inconveniente. Si los embarazos te
asustan, Thérèse, de esa manera no pueden producirse: tu bonito
talle no se deformará jamás. Y las primicias que te resultan tan dulces se conservarán
sin quebranto, y sea cual sea el uso que de ellas quieras hacer, podrás
ofrecerlas puras. Nada puede traicionar a una muchacha desde ese punto de
vista, por rudos y múltiples que sean los ataques. Así que la abeja ha libado
el jugo, el cáliz de la rosa se cierra, y nadie es capaz de imaginar que alguna
vez haya podido entreabrirse. Hay muchachas que han disfrutado diez años de
esta manera, e incluso con varios hombres, y no por ello han dejado de casarse
después y pasado por intactas. ¡Cuántos padres, cuántos hermanos, han abusado
así de sus hijas o de sus hermanas, sin que ellas se hayan vuelto menos dignas
de sacrificar después su himeneo! ¡A cuántos confesores también no ha servido
esta misma ruta para solazarse, sin que los padres tuvieran la menor idea! En
una palabra, es el asilo del misterio, donde se encadena a los Amores con los
vínculos de la prudencia... ¿Tengo que decirte más, Thérèse? Aunque este templo sea el más secreto, también es el más voluptuoso.
Ahí sólo se encuentra lo necesario para la felicidad, y la vasta comodidad de
su vecino está muy lejos de valer los excitantes atractivos de un local que se
alcanza con esfuerzo, y en el que te alojas con trabajo. Hasta las mujeres
ganan con ello, y aquellas a las que la razón obliga a conocer este tipo de
placeres, jamás lamentarán los otros. Pruébalo, Thérèse, pruébalo, y los dos estaremos contentos.
––¡Oh, señor! ––contesté––,
no tengo ninguna experiencia
sobre ese terreno, pero he oído decir que el extravío que preconizáis, señor,
ultraja a las mujeres de una manera aún más sensible... ofende más gravemente
la naturaleza. La mano del cielo se venga en este mundo, y Sodoma puede servir
de ejemplo.
––¡Qué inocencia, querida, qué chiquillada! ––prosiguió el
libertino––. ¿Quién te ha enseñado estas cosas? Préstame un poco más de
atención, Thérèse, y te haré cambiar de idea. La pérdida de la
semilla destinada a propagar la especie humana, hija mía, es el único crimen
posible. En este caso, si esta semilla ha sido metida en nuestro cuerpo con el
único fin de la propagación, acepto que desviarla sea una ofensa. Pero si queda
demostrado que al colocar esta semilla en nuestros riñones, la naturaleza está
muy lejos de haber tenido el objetivo de emplearla por entero en la
propagación, ¿qué más da, en este caso, Thérèse, que se pierda en un
lugar o en otro? El hombre que entonces la desvía no ocasiona mayor daño que
la naturaleza, que tampoco la emplea. Ahora bien, estas pérdidas de la
naturaleza que a nosotros sólo nos corresponde imitar, ¿acaso no se producen en
muchísimos casos? En principio, la posibilidad de hacerlas es una primera
prueba de que no la ofenden en absoluto. Estaría en contra de todas las leyes
de la equidad y de la profunda sabiduría, que le reconocemos en todo, que permitiera
lo que la ofende. En segundo lugar, estas pérdidas son ejecutadas cien y hasta
cien millones de veces todos los días por ella misma. Las poluciones nocturnas,
la inutilidad de la semilla en la época de los embarazos de la mujer, ¿no son
pérdidas autorizadas por sus leyes? Las cuales nos demuestran que,
indiferente al destino de este licor al que cometemos la estupidez de conceder
tanta importancia, nos permite malgastarlo con la misma despreocupación con que
ella la practica todos los días; que tolera la propagación, pero siempre que
la propagación entre en sus cálculos; que sí quiere que nos multipliquemos,
pero que, no ganando más en este acto que en su contrario, la elección que
nosotros hagamos le es indiferente; que, dejándonos dueños de crear, de no
crear o de destruir, no la contentaremos ni la ofenderemos en mayor medida
adoptando, ante una u otra opción, la que más nos convenga; y que la que
elijamos, al no ser más que el resultado de su poder y de su acción sobre
nosotros, es mucho más probable que le guste que susceptible de ofenderle. Ah,
puedes creer, Thérèse, que la naturaleza se inquieta muy poco ante
esos misterios a los que nosotros cometemos la extravagancia de consagrarles
un culto. Sea cual sea el templo en el que se sacrifica, si permite que el
incienso arda en él, es que el homenaje no la ofende. El mal uso o las pérdidas
de la semilla que sirve para la reproducción, la extinción de esta semilla
cuando ha germinado, el aniquilamiento de este germen incluso mucho tiempo
después de su formación, todo eso, Thérèse, son crímenes imaginarios
que no interesan para nada a la naturaleza, y de los que se ríe como de todas
nuestras instituciones que, con frecuencia, la ultrajan en lugar de servirla.
«Corazón-de-Hierro» se excitaba al exponer sus pérfidas máximas, y no
tardé en verle en el estado que tanto me había asustado la víspera. Quiso, para
dar más peso a la lección, juntar inmediatamente la práctica al precepto; y sus
manos, pese a mis resistencias, se perdían hacia el altar por donde el traidor
quería penetrar... ¿Tendré que confesároslo, señora? Pues bien, obcecada por
las seducciones de aquel malvado; contenta, al ceder un poco, de salvar lo que
parecía más esencial; sin pensar ni en las inconsecuencias de sus sofismas, ni
en lo que yo misma iba a arriesgar, ya que aquel deshonesto hombre, poseedor de
unas medidas gigantescas, ni siquiera tenía la posibilidad de visitar una mujer
en el lugar más permitido, y llevado por su maldad natural, no tenía
seguramente otro objetivo que el de lisiarme; con los ojos fascinados por todo
eso, digo, estaba a punto de abandonarme y, por virtud, convertirme en
criminal; mis resistencias se debilitaban; ya dueño del trono, el insolente
vencedor sólo se ocupaba de instalarse en él, cuando en el camino real se oyó
el rumor de un carruaje. «Corazón-de-Hierro» abandona al instante sus placeres
por sus deberes, reúne a sus gentes y vuela hacia nuevos crímenes. Poco después
oímos unos gritos, y los malvados, ensangrentados, regresan triunfantes y
cargados de trofeos.
Huyamos rápidamente ––dijo «Corazón-de-Hierro»––, hemos matado a tres
hombres, los cadáveres están en el camino y ya no hay seguridad para nosotros.
Reparten el botín. «Corazón-de-Hierro» quiere que yo tenga mi parte.
Ascendía a veinte luises, y me fuerzan a tomarlos. Yo me estremezco
ante la obligación de conservar ese dinero; sin embargo, nos acucian, todos se
preparan y partimos.
Al día siguiente nos encontrábamos a resguardo en el bosque de Chantilly. Durante la
cena, contaron lo que les había valido su última operación, y evaluando sólo
en doscientos luises la totalidad de la presa, uno de ellos dijo:
––¡A decir verdad, no valía la pena cometer tres asesinatos por una
suma tan pequeña!
––Calma, amigos míos ––contestó la Dubois––. No era por la cantidad por lo que
yo misma os he exhortado a no perdonar a esos viajeros, sino sólo por nuestra
seguridad. Son las leyes las culpables de estos crímenes, no nosotros:
mientras ajusticien tanto a los ladrones como a los asesinos, jamás se
cometerán robos sin asesinatos. Como los dos delitos se castigan en igual
medida, ¿por qué negarse al segundo si puede encubrir el primero? ¿De dónde
sacáis además ––prosiguió esta horrible criatura–– que doscientos luises no valgan tres asesinatos? Siempre hay que calcular las cosas por la
relación que guardan con nuestros intereses. La pérdida de la vida de cada uno
de los seres sacrificados tiene un valor nulo en relación con nosotros.
Probablemente no daríamos ni un óbolo para que esos individuos siguieran vivos
o en la tumba; por consiguiente, si el interés más mínimo se nos ofrece con uno
de los casos, debemos sin ningún remordimiento decidirlo preferentemente a
nuestro favor; pues, ante una cosa totalmente indiferente, debemos, si somos
prudentes y podemos permitírnoslo, inclinarla claramente del lado que nos
resulte ventajoso, pasando por alto todo lo que en ella pueda perder el
adversario, porque no hay ninguna proporción razonable entre lo que nos afecta
y lo que afecta a los demás. Lo primero lo sentimos físicamente, lo segundo
sólo moralmente, y las sensaciones morales son engañosas mientras que la verdad
sólo está en las sensaciones físicas. Así, no sólo doscientos luises compensan los tres asesinatos, sino que treinta sueldos también los habrían
compensado, pues los treinta sueldos nos habrían procurado una satisfacción
que, aunque pequeña, debe de todos modos afectarnos mucho más vivamente de lo
que puedan hacerlo los tres asesinatos, que para nosotros no son nada, y de
cuya lesión sólo nos llega un rasguño. La debilidad de nuestras voces, la
ausencia de reflexión, los malditos prejuicios en los que se nos ha educado,
los vanos terrores de la religión o de las leyes, eso es lo que frena a los
necios en la carrera del crimen, lo que les impide ir a lo grande. Pero todo individuo dotado de
fuerza y de vigor, provisto de un espíritu enérgicamente organizado, que se
prefiere, como es debido, a los demás, sabrá sopesar sus intereses en la
balanza de los propios, burlarse de Dios y de los hombres, desafiar la muerte y
despreciar las leyes; y totalmente convencido de que sólo a él debe referirlo
todo, sentirá que el número más amplio imaginable de lesiones ajenas, que no le
duelen fisicamente en absoluto, no puede ser comparado con el
más leve de los goces comprados con este conjunto increíble de fechorías. El
placer le halaga, está en su interior: el efecto del crimen no le afecta, está
fuera de él. Ahora bien, yo os pregunto ¿qué hombre razonable no preferirá lo
que lo deleita a lo que le es extraño, y no accederá a cometer esta cosa
extraña que no le produce ninguna molestia, para granjearse aquella que lo
conmueve agradablemente?
––¡Oh, señora! ––dije a la Dubois, pidiéndole permiso para responder a
sus execrables sofismas––, ¿no os dais cuenta de que vuestra condena está
escrita en lo que se os acaba de escapar? Sólo a un ser tan poderoso como para
no tener que temer nada de los demás podrían convenir semejantes principios,
pero nosotros, señores, perpetuamente en el temor y la humillación, nosotros,
proscritos de todas las gentes honradas, condenados por todas las leyes,
¿debemos admitir estos sistemas que sólo pueden afilar contra nosotros la
espada que cuelga sobre nuestras cabezas? Si no nos encontráramos en esta
triste posición, si estuviéramos en el centro de la sociedad... si nos
halláramos, en fin, donde deberíamos hallarnos, sin nuestra mala conducta y sin
nuestras desdichas, ¿no creéis que tales máximas podrían resultarnos más
convenientes? ¿Cómo queréis que no perezca aquel que, por un ciego egoísmo, pretende
luchar a solas contra los intereses de los demás? ¿Acaso la sociedad no está
autorizada a no soportar jamás en su seno al que se manifiesta en contra de
ella? Y el individuo que se aísla, ¿puede luchar contra todos?, ¿puede
vanagloriarse de vivir feliz y tranquilo si, por no aceptar el pacto social, no
consiente en ceder una pequeña ––parte de su felicidad para
garantizar la restante? La sociedad sólo se sostiene mediante intercambios
perpetuos de favores, que son los vínculos que la cimentan; aquel que, en
lugar de esos favores, sólo ofrezca crímenes, deberá ser temido a partir de
entonces, y será necesariamente atacado, si es el más fuerte, y sacrificado por
el primero al que ofenda, si es el más débil; pero destruido en cualquier caso
por la poderosa razón que obliga al hombre a asegurar su reposo y a dañar a los
que quieren turbarlo. Esta es la razón que hace casi imposible la duración de
las asociaciones criminales: al oponer únicamente unas puntas aceradas a los intereses
de los demás, todos deben reunirse sin demora para mellar su aguijón. Incluso
entre nosotros, señora, me atrevo a añadir, ¿cómo os vanagloriaréis de mantener
la concordia cuando aconsejáis a cada uno que atienda únicamente sus propios
intereses? ¿Podréis a partir de entonces objetar algo justo a aquel de
nosotros que quiera apuñalar a los demás, y que lo haga, para hacerse sólo él
con la parte de sus compañeros? ¡Ay! ¡Qué mejor elogio de la virtud que la
prueba de su necesidad, incluso en una sociedad criminal... que la certidumbre
de que esa sociedad no se sostendría ni un momento sin la virtud!
––Eso que argumentas, Thérèse, sí que son sofismas
terció «Corazón-de-Hierro»––, y no lo que había dicho la Dubois. No es en
absoluto la virtud lo que sostiene nuestras asociaciones criminales: es el
interés, el egoísmo. Así que es totalmente falso ese elogio de la virtud que
has deducido de una hipótesis quimérica. En absoluto es por virtud por lo que,
creyéndome, como supongo, el más fuerte de la banda, no apuñalo a mis camaradas
para arrebatarles su parte; es, más bien, porque, encontrándome solo, me
privaría de los medios que espero de su ayuda para asegurarme la fortuna. Este
motivo es, igualmente, el único que retiene su brazo en contra de mí. Ahora bien,
como ves, Thérèse, este motivo sólo es egoísta y no tiene la mas
ligera apariencia de virtud. Dices que quien quiere luchar a solas contra los
intereses de la sociedad tiene que dar por supuesto que perecerá. ¿No perecerá
con mucha mayor seguridad si sólo tiene para existir su miseria y el abandono
de los demás? Lo que llamamos interés de la sociedad no es otra cosa que la
suma de los intereses particulares reunidos, pero sólo cediendo este interés
particular se puede coincidir y colaborar con los intereses generales. Ahora
bien, ¿qué quieres que ceda el que no tiene nada? Si lo hace, no me negaras que
su error ha sido mucho mayor al dar infinitamente más de lo que recibe, y en
tal caso la desigualdad de la transacción debe impedir que la cumpla. Atrapado
en esta situación, lo mejor que puede hacer ese hombre ¿no es alejarse de esta
sociedad injusta para conceder los derechos a una sociedad diferente que,
situada en la misma posición que él, tenga interés en combatir, con la reunión
de sus pequeños poderes, el poder más amplio que quería obligar al desdichado a
ceder lo poco que tenía para no recibir nada de los demás? Pero de ahí nacerá,
me dirás, un estado de guerra perpetuo. ¡De acuerdo! ¿Acaso no es el de la
naturaleza? ¿El único que nos conviene realmente? Todos los hombres nacieron
aislados, envidiosos, crueles y déspotas, deseosos de tenerlo todo y no ceder
nada, y luchando incesantemente por mantener tanto su ambición como sus derechos.
Llegó el legislador y dijo: «Dejad de enfrentaros así; al ceder un poco de uno
y otro lado, renacerá la tranquilidad». Yo no censuro en absoluto la existencia
de este pacto, pero sostengo que hay dos tipos de individuos que jamás
debieron someterse a él: aquellos que, sintiéndose más fuertes, no tenían necesidad
de ceder nada para ser felices, y aquellos que, siendo los más débiles, tenían
que ceder infinitamente más de lo que se les otorgaba. Y el caso es que la
sociedad sólo está compuesta de seres débiles y de seres fuertes. Ahora bien,
si el pacto tuvo que disgustar a los fuertes y a los débiles, estaba claro que
no convenía a la sociedad, y el estado de guerra, que existía antes, debía
resultar infinitamente preferible, ya que dejaba a cada cual el libre
ejercicio de sus fuerzas y de su ingenio, de los que se veían privados por el
pacto injusto de una sociedad, que siempre quitaba demasiado a uno y jamás
concedía suficiente a otro. Así que el ser realmente sensato es aquel que, con
el riesgo de reanudar el estado de guerra que reinaba antes del pacto, se
revuelve irrevocablemente contra él, lo viola cuanto puede, convencido de que
lo que obtendrá de estas lesiones siempre será superior a lo que podrá perder,
si es el más débil, pues también lo era respetando el pacto: puede convertirse
en el más fuerte violándolo y, si las leyes lo devuelven a la clase de la que
ha querido escapar, el mal menor es perder la vida, que representa una desdicha
infinitamente menor que la de vivir en el oprobio y la miseria. Esas son, pues,
las dos alternativas para nosotros: o el crimen que nos hace felices, o el
cadalso que nos impide ser desgraciados. Pregunto si cabe titubear, hermosa Thérèse. ¿Descubrirá tu inteligencia un razonamiento capaz de rebatir éste?
––¡Oh, señor! ––contesté
con la vehemencia que da tener
la razón––, hay mil, pero, por otra parte, ¿debe ser esta vida el único
objetivo del hombre? ¿Es algo más que un pasaje del que cada uno de los
peldaños que recorre debe, si es razonable, conducirle a la felicidad eterna,
premio garantizado de la virtud? Supongo con vos (lo que, sin embargo, es raro
y choca con todas las luces de la razón, pero no importa), os concedo por un
instante que el crimen pueda hacer feliz en este mundo al malvado que se
abandona a él: ¿imagináis que la justicia de Dios no espera a este hombre
deshonesto en el otro mundo para vengar lo que ha hecho en éste?... Ay, no
creáis lo contrario, señor, no lo creáis ––añadí sollozando––, es el único
consuelo del infortunado, no se lo arrebatéis; cuando los hombres nos
abandonan, ¿quién nos vengará si no es Dios?
––¿Quién? Nadie, Thérèse,
nadie en absoluto. No es de
ningún modo necesario que el infortunio sea vengado. Tú te ufanas de ello
porque lo deseas, esta idea te consuela, pero no por ello es menos falsa. Más
aún, es esencial que el infortunado sufra; su humillación y sus dolores figuran
entre las leyes de la naturaleza, y su existencia es útil al plan general,
tanto como la de la prosperidad de quien lo aplasta. Esta es la verdad, que
debe sofocar el remordimiento tanto en el alma del tirano como en la del
malhechor. Que no se coarte, que se entregue ciegamente a cuantas maldades se
le ocurran: la voz de la naturaleza sólo le sugiere esta idea, el único modo
posible con que ella nos convierte en agentes de sus leyes. Cuando sus
inspiraciones secretas nos predisponen al mal, es porque el mal le es
necesario, lo quiere, lo exige, porque no siendo la suma de crímenes completa
ni suficiente para las leyes del equilibrio, las únicas que la gobiernan,
exige un mayor número de éstos para el complemento de la balanza. Por
consiguiente, que no se asuste ni se detenga aquel cuya alma se sienta
inclinada al mal; que lo cometa sin temor, en el momento en que ha sentido su
impulso: sólo resistiéndosele ofendería a la naturaleza. Pero abandonemos por
un instante la moral, ya que prefieres la teología. Debes saber pues, joven
inocente, que la religión en la que te amparas, no siendo más que la relación
del hombre con Dios, culto que la criatura creyó deber rendir a su creador,
quedó aniquilada en cuanto la propia existencia de tal creador fue demostrada
como quimérica. Los primeros hombres, asustados por unos fenómenos que los
impresionaron, tuvieron que creer necesariamente que un ser sublime y
desconocido por ellos había dirigido su marcha y su influencia. Es propio de
la debilidad suponer o temer la fuerza. La mente del hombre, todavía demasiado
infantil para buscar y para encontrar en el seno de la naturaleza las leyes del
movimiento, único resorte de todo el mecanismo que le asombraba, creyó más simple
suponer un motor a esta naturaleza que verla motora de sí misma, y sin pensar
que le costaría un esfuerzo mucho mayor edificar y definir este amo gigantesco
que buscar en el estudio de la naturaleza la causa de lo que le sorprendía,
admitió el ser soberano y le dedicó sus cultos. A partir de ese momento, cada
nación los compuso análogos a sus costumbres, a sus conocimientos y a su clima.
No tardaron en haber en la Tierra tantas religiones como pueblos, tantos
dioses como familias. Sin embargo, debajo de todos esos ídolos era fácil
reconocer al fantasma absurdo, fruto primero de la ceguera humana. Lo vestían
de diferente manera, pero siempre era lo mismo. Ahora bien, dime, Thérèse: porque unos imbéciles construyan disparates sobre la erección de una indigna
quimera y sobre la manera de servirla, ¿hay que deducir que el hombre sensato
deba renunciar a la dicha segura y presente de su vida? ¿Debe, como el perro de
Esopo, abandonar el hueso a cambio de su sombra, y renunciar a sus placeres
reales a cambio de unas ilusiones? No, Thérèse, no, Dios no existe:
la naturaleza se basta a sí misma. No tiene ninguna necesidad de autor. Este
supuesto autor no es más que una descomposición de sus propias fuerzas, más
que lo que en la escuela llamamos una petición de principios. Un Dios supone
una creación, o sea un instante en el que no hubo nada, o bien un instante en
el que todo estuvo en el caos. Si uno u otro de esos estados era un mal, ¿por
qué tu Dios lo dejaba subsistir? Si era un bien, ¿por qué lo cambia? Ahora
bien, si es inútil, ¿puede ser poderoso? Y si no es poderoso, ¿puede ser Dios?
Si la naturaleza se mueve a sí misma, ¿de qué sirve el motor? Y si el motor
actúa sobre la materia moviéndola, ¿cómo no es materia él mismo? ¿Puedes
concebir el efecto del espíritu sobre la materia, y la materia recibiendo el
movimiento de un espíritu que carece en sí mismo de movimiento? Examina por un
instante, con frialdad, todas las cualidades ridículas y contradictorias con
que los fabricantes de esta execrable quimera se han visto obligados a
revestirla, y comprobaras que se destruyen y anulan mutuamente; admitirás que
este fantasma deificado, nacido del temor de unos y de la ignorancia de
todos, no es mas que una simpleza escandalosa, que no merece de nosotros ni un
instante de fe ni un minuto de examen; una miserable extravagancia que repugna
a la mente, que escandaliza el corazón, y que sólo emergió de las tinieblas
para volver a hundirse en ellas para siempre jamás.
»Así pues, no te inquietes, Thérèse, con la esperanza o
el temor de un mundo futuro, fruto de estas primeras mentiras, y deja sobre
todo de considerarlos como frenos para nosotros. Débiles porciones de una
materia vil y bruta, cuando muramos, es decir, en la reunión de los elementos
que nos componen con los elementos de la masa general, aniquilados para
siempre cualquiera que haya sido nuestro comportamiento, pasaremos durante un
instante por el crisol de la naturaleza para resurgir bajo otras formas, y eso
sin que haya más prerrogativas para el que ha incensado de manera insensata la
virtud como para el que se ha entregado a los más vergonzosos excesos, porque
no hay nada que ofenda a la naturaleza, y todos los hombres igualmente salidos
de su seno, que han actuado durante su vida a partir de sus impulsos,
encontrarán después de su existencia el mismo final y la misma suerte.
Me disponía a seguir contestando a estas espantosas blasfemias cuando
el rumor de un jinete se hizo oír cerca de nosotros. «¡A las armas!», exclamó
«Corazón-de-Hierro», más deseoso de poner en práctica sus sistemas que de
consolidar sus fundamentos. Vuelan... y al cabo de un instante traen a un
infortunado viajero al bosquecillo donde se hallaba nuestro campamento.
Interrogado acerca del motivo que le llevaba a viajar solo y tan de
madrugada por un camino aislado, y acerca de su edad y profesión, el caballero
respondió que se llamaba Saint-Florent, uno de los primeros negociantes de Lyon, que tenía treinta
y seis años, y regresaba de Flandes por unos asuntos relacionados con su
comercio; llevaba poco dinero encima pero sí muchos pagarés. Añadió que su
lacayo le había abandonado la víspera, y que, para evitar el calor, viajaba de
noche con la intención de llegar aquel mismo día a París, donde tomaría un
nuevo criado y concluiría una parte de sus negocios; si, además, seguía un
camino solitario, continuó, era porque, según creía, se había dormido sobre su
caballo y se había extraviado. Y dicho eso, pide la vida, ofreciendo a cambio
todo lo que poseía. Examinaron su cartera y contaron su dinero: la presa no
podía ser mejor. Saint-Florent llevaba cerca de medio millón pagable a su
presentación en la capital, unas cuantas joyas y alrededor de cien luises.
––Amigo ––le dijo «Corazón-de-Hierro», acercándole la punta de la
pistola a las narices––, comprenderéis que después de un robo semejante no
podemos dejaros en vida.
––¡Oh, señor! ––exclamé
arrojándome a los pies de aquel
malvado––, os lo imploro, no me hagáis presenciar, el día de mi incorporación
a la banda, el horrible espectáculo de la muerte de este desdichado. Dejadle
con vida, no me neguéis el primer favor que os pido.
Y, recurriendo inmediatamente a una astucia bastante singular, a fin
de legitimar el interés que parecía sentir por aquel hombre, añadí
calurosamente:
––El apellido que acaba de pronunciar el caballero me lleva a creer
que es un deudo bastante próximo. No os asombréis, señor ––añadí dirigiéndome
al viajero––, de encontrar una pariente en esta situación. Ya os lo explicaré
más adelante. Por esta razón ––seguí implorando de nuevo a nuestro jefe––, por
esta razón, señor, concededme la vida de este miserable. Agradeceré este favor
con la entrega mas absoluta a todo lo que pueda servir vuestros intereses.
––Ya sabes con qué condiciones puedo concederte el favor que me pides,
Thérèse ––me contestó «Corazón-de-Hierro»––, ya
sabes lo que exijo de ti...
––Bien, señor, lo haré todo ––exclamé interponiéndome
entre aquel desdichado y nuestro jefe, siempre dispuesto a degollarlo...––. Sí,
lo haré todo, señor, lo haré todo, salvadle.
––Dejadlo con vida ––dijo «Corazón-de Hierro»––, pero que se enrole
con nosotros. Esta última cláusula es indispensable. No puedo hacer nada sin
ella, mis camaradas se opondrían.
El sorprendido comerciante no entendía nada del parentesco que yo
establecía, pero, al ver salvada la vida si aceptaba sus proposiciones, creyó
que no debía titu bear ni un instante. Le dejaron descansar y, como nuestra
gente sólo quería abandonar aquel lugar de día, «Corazón-de-Hierro» me dijo:
––Thérèse, recojo tu promesa, pero como esta noche estoy agotado descansa
tranquila al lado de la Dubois. Te llamaré cuando se haga de día, y si
titubeas, la vida de este bellaco me vengará de tu artimaña.
––Dormid, señor, dormid ––contesté––, y creed que
ésta, a la que habéis colmado de agradecimiento, no tiene más deseo que el de
cumplir.
Nada más lejos de mis intenciones, pero si alguna vez creí permitido
el fingimiento era exactamente en esta ocasión. Nuestros bribones, llenos de
una confianza excesiva, siguen bebiendo y se duermen, dejándome en plena
libertad al lado de la Dubois que, borracha como los demás, no tardó en cerrar
igualmente los ojos.
Aprovechando entonces con vivacidad el primer momento del sueño de los
malvados que nos rodeaban, le dije al joven lionés:
––Señor, la más horrible de las catástrofes me ha arrojado a pesar mío
entre estos ladrones. Los detesto tanto como al instante fatal que me trajo a
su banda. La verdad es que no tengo el honor de ser pariente vuestra. He
utilizado esta treta para salvaros y escapar con vos, si os parece bien, de
estos miserables. El momento es propicio ––proseguí––, huyamos. Veo vuestra
cartera, recojámosla; renunciemos al dinero en metálico, está en sus bolsillos
y no conseguiríamos recuperarlo sin peligro. Vayámonos, señor, vayámonos. Ya
veis lo que hago por vos, me entrego a vuestras manos, tened piedad de mi
suerte. No seáis, sobre todo, más cruel que esta gente. Dignaos a respetar mi
honor, os lo confío, pues es mi único tesoro. Dejádmelo, ellos no me lo han
arrebatado.
Me costaría trabajo describir el supuesto agradecimiento de
Saint––Florent. No sabía qué términos emplear para demostrármelo, pero no
teníamos tiempo de hablar: se trataba de huir. Me apodero diestramente de la
cartera, se la doy y, franqueando rápidamente el bosquecillo y abandonando el
caballo, por miedo a que el ruido que habría hecho despertara a nuestras
gentes, nos dirigimos, con diligencia, al sendero que debía sacarnos del
bosque. Tuvimos la suerte de salir de él cuando amanecía, y sin que nadie nos
siguiera. Llegamos antes de las diez de la mañana a Luzarches, y allí, al
abrigo de cualquier temor, sólo pensamos en descansar.
Hay momentos en la vida en que te consideras muy rico sin tener, no
obstante, nada de qué vivir: era el caso de Saint-Florent. Llevaba quinientos
mil francos en su cartera, y ni un escudo en su faltriquera. Esta reflexión le
detuvo antes de entrar en la posada...
––Tranquilícese, señor ––le dije al ver su apuro––, los ladrones que
abandono no me han dejado sin dinero. Ahí tenéis veinte luises, tomadlos, por favor, utilizadlos y dad el resto a los pobres. Por nada
en el mundo querría yo conservar un oro adquirido mediante asesinatos.
Saint––Florent, que fingía delicadeza, pero que estaba muy lejos de tener la
que yo le suponía, no quiso en absoluto tomar lo que le ofrecí. Me preguntó qué
proyectos
tenía, me dijo que se obligaba a cumplirlos, y que no deseaba otra cosa que
quedar en paz conmigo.
––Os debo la fortuna y la vida, Thérèse ––añadió besándome
las manos––. ¿Qué mejor puedo hacer que ofreceros la una y la otra? Aceptadlas,
os lo ruego, y permitid que el Dios del himeneo estreche los nudos de la
amistad.
No sé bien si por presentimiento o simple frialdad, yo estaba tan
lejos de creer que lo que había hecho por aquel joven pudiera provocar tales
sentimientos por su parte, que le dejé leer en mi semblante el rechazo que no
me atrevía a expresar. Lo entendió, no insistió más, y se limitó a preguntarme
únicamente qué podía hacer por mí.
––Señor ––le dije––, si realmente mi actuación no carece de méritos a
vuestros ojos, os pido por toda recompensa que me llevéis con vos a Lyon, y que allí me
coloquéis en alguna casa honesta, donde mi pudor ya no tenga que sufrir.
––Es lo mejor que podríais hacer ––contestó Saint-Florent––, y nadie
mas capacitado que yo para prestaros ese servicio: tengo veinte parientes en
esa ciudad.
Y el joven comerciante me rogó entonces que le contara las razones que
me llevaban a alejarme de París, donde le había dicho que había nacido. Lo hice
con tanta confianza como ingenuidad.
––Bien, si sólo es eso ––dijo el joven––, podré seros útil antes de
llegar a Lyon. No
temáis nada, Thérèse, vuestro caso estará olvidado. Ya nadie os
buscará, y menos que en ningún lugar, seguramente, en el asilo donde voy a colocaros.
Tengo una pariente cerca de Bondy, vive en una campiña encantadora de los alrededores.
Estoy seguro de que sentirá un gran placer de teneros a su lado; mañana os la
presento.
Llena de agradecimiento a mi vez, acepto un proyecto que tanto me conviene.
Descansamos el resto del día en Luzarches, y al día siguiente nos proponemos
llegar a Bondy, que sólo está a seis leguas de allí. ––Hace buen tiempo ––me
dijo Saint-Florent––. Si os parece, Thérèse, nos dirigiremos a
pie al castillo de mi pariente. Le contaremos nuestra aventura, y creo que esta
manera imprevista de llegar despertará su interés hacia vos.
Muy alejada de sospechar las intenciones de aquel monstruo y de
imaginar que me ofrecía aún menos seguridad que la infame compañía que
abandonaba, lo acepto todo sin temor, sin ninguna repugnancia. Almorzamos y
comemos juntos. No se opone en absoluto a que para la noche tome una habitación
separada de la suya, y después de haber dejado pasar el mayor calor, segura por
lo que dice de que bastan cuatro o cinco horas para llegar a casa de su
pariente, abandonamos Luzarches y nos dirigimos a pie a Bondy.
Alrededor de las cinco de la tarde entramos en el bosque.
Saint––Florent todavía no se había descubierto ni por un instante: siempre la
misma honestidad, siempre el mismo deseo de demostrarme su agradecimiento. De
haber estado con mi padre, no me habría creído más segura. Las sombras de la
noche comenzaban a esparcir por el bosque aquella especie de horror religioso
que hace nacer simultáneamente el temor en las almas tímidas y el proyecto del
crimen en los corazones feroces. Sólo caminábamos por senderos, y yo delante.
Me vuelvo para preguntar a Saint––Florent si realmente hay que seguir esos
caminos apartados, si por casualidad no se ha extraviado, si cree, en fin, que
falta mucho para llegar.
––Ya hemos llegado, puta ––me contestó aquel malvado, arrojándome al
suelo de un bastonazo en la cabeza que me priva del conocimiento...
¡Oh, señora!, yo no sé lo que dijo ni lo que hizo aquel hombre; pero
el estado en que me encontré me obligó a saber hasta qué punto había sido su
víctima. Cuando recuperé el sentido era totalmente de noche; estaba al pie de
un árbol, al margen de todos los caminos, magullada, ensangrentada...
deshonrada, señora. Esta era la recompensa por cuanto acababa de hacer por
aquel desalmado; y, llevando la infamia al máximo, el malvado, después de haber
hecho conmigo todo lo que había querido, después de haber abusado de todas las
maneras, hasta de aquella que más ultraja la naturaleza, se había llevado mi
bolsa... aquel mismo dinero que yo le había ofrecido tan generosamente. Había
desgarrado mis ropas, la mayoría estaban hechas girones a mi lado, iba casi
desnuda, y con varias partes de mi cuerpo ámoratadas. Podéis imaginaros mi situación:
rodeada de tinieblas, sin recursos, sin honor, sin esperanza, expuesta a todos
los peligros. Quise terminar con mis días: si me hubieran ofrecido un arma, la
habría empuñado y abreviado esta desdichada vida, que sólo me ofrecía
calamidades.
«¡Qué monstruo! ¿Qué le habré hecho yo», me decía, «para merecer por
su parte un trato tan cruel? Le salvo la vida, le devuelvo su fortuna, ¡me
arrebata lo que más quiero! ¡Hasta un animal salvaje hubiera sido menos cruel!
¡Oh hombre, así eres cuando sólo atiendes a tus pasiones! Los tigres en el
fondo de los desiertos más salvajes se horrorizarían de tus fechorías.»
Unos minutos de abatimiento siguieron a mis primeros impulsos de
dolor; mis ojos, anegados en lágrimas, se elevaron maquinalmente al cielo; mi
corazón se lanzó a los pies del Maestro que lo habita... Aquella bóveda pura y
brillante... el silencio imponente de la noche... el terror que helaba mis
sentidos... aquella imagen de la naturaleza en paz, comparada con la
alteración de mi alma extraviada, todo esparce en mí un tenebroso horror del
que no tarda en nacer la necesidad de rezar. Me precipito a las rodillas de
ese Dios poderoso, negado por los impíos, esperanza del pobre y del afligido.
––Ser santo y majestuoso ––exclamé entre lágrimas––,
tú que te dignas llenar en este momento terrible mi alma de una alegría
celestial, que, sin duda, me has impedido atentar contra mis días, oh, mi
protector y guía, aspiro a tus bondades, imploro tu clemencia: contempla mi
miseria y mis tormentos, mi resignación y mis deseos. ¡Dios omnipotente! Tú
sabes que soy inocente y débil, que he sido traicionada y maltratada; he
querido hacer el bien a ejemplo tuyo, y tu voluntad me castiga. ¡Que se cumpla,
oh, Dios mío! Amo todos sus sagrados efectos, los respeto y ceso de quejarme;
pero si aquí en la tierra sólo debo encontrar abrojos, ¿será ofenderte, oh, mi
soberano Maestro, suplicar que tu poder me llame hacia ti, para rezarte sin
turbación, para adorarte lejos de esos hombres perversos que, ¡ay de mí!, sólo
me han hecho conocer males, y cuyas manos sanguinarias y pérfidas hunden a
placer mis tristes días en el torrente de las lágrimas y en el abismo de los
dolores?
La oración es el más dulce consuelo del desdichado; se siente más
fuerte cuando ha cumplido con este deber. Me alzo llena de valor, recojo los
harapos que el malvado me ha dejado, y me introduzco en un bosquecillo para
pasar la noche con menos riesgo. La seguridad en que me hallaba, la
satisfacción que acababa de saborear acercándome a mi Dios, todo ello contribuyó
a hacerme reposar unas cuantas horas, y el sol ya estaba alto cuando mis ojos
se volvieron a abrir: el instante del despertar es espantoso para los
infortunados; la imaginación, refrescada por las dulzuras del sueño, se ocupa con
mucha mayor rapidez y más lúgubremente de los males cuyo recuerdo le han hecho
perder unos instantes de un reposo engañoso.
«Bien», me dije entonces examinándome, «ies cierto, por tanto, que
existen criaturas humanas a las que la naturaleza rebaja a la misma condición
que las bestias feroces! Oculta en mi reducto, huyendo como ellas de los
hombres, ¿qué diferencia existe ahora entre ellas y yo? ¿Vale la pena nacer
para una suerte tan lastimera?...» Y mis lágrimas corrieron en abundancia mientras
formulaba estas tristes reflexiones; acababa de terminarlas cuando oigo un
ruido a mi alrededor; poco a poco, distingo a dos hombres. Presto atención:
––Ven, querido amigo ––dice uno de ellos––. Aquí estaremos a las mil
maravillas. La cruel y fatal presencia de una tía que aborrezco no me impedirá
saborear un momento contigo esos placeres que me resultan tan dulces.
Se acercan, se colocan tan enfrente de mí que ninguna de sus frases,
ninguno de sus movimientos, puede escapárseme, y veo... ¡Santo cielo, señora!
––dijo Thérèse interrumpiéndose––, ¡cómo es posible que la
suerte me haya colocado siempre en situaciones tan críticas, que resulte tan
difícil a la virtud escuchar su relato como al pudor hacerlo! Aquel crimen
horrible que ultraja tanto la naturaleza como las convenciones sociales,
aquella fechoría, en una palabra, sobre la cual la mano de Dios ha caído tantas
veces, legitimada por «Corazón-de-Hierro», propuesta por él a la desdichada Thérèse, consumada sobre ella involuntariamente por el verdugo que acaba de
inmolarla, aquella execración repugnante en fin, ¡la vi practicar bajo mis ojos
con todas las desviaciones impuras, todos los episodios espantosos, que puede
introducir en ella la depravación más exquisita! Uno de los hombres, el que se
ofrecía, tenía veinticuatro años de edad, suficientemente bien vestido como
para hacer pensar en la elevación de su rango, y el otro, más o menos de su
misma edad, parecía uno de sus criados. El acto fue escandaloso y prolongado.
Con las manos apoyadas en la cresta de un pequeño montículo frente al
bosquecillo donde yo me hallaba, el joven amo exponía desnudo a su compañero
de libertinaje el impío altar del sacrificio, y éste, lleno de ardor ante el
espectáculo, acariciaba a su ídolo, a punto de inmolarlo con un puñal mucho más
espantoso y mucho más gigantesco que aquel con el que yo había sido amenazada
por el jefe de los bandidos de Bondy; pero el joven amo, en absoluto temeroso,
parece desafiar impunemente la espada que se le presenta; la provoca, la
excita, la cubre de besos, se apodera de ella, se la introduce él mismo, se
deleita absorbiéndola. Entusiasmado por sus criminales caricias, el infame se
debate bajo ella y parece lamentar que no sea aún más imponente; desafía sus
golpes, los previene, los rechaza... Dos tiernos y legítimos esposos se
acariciarían con menos ardor... Sus bocas se juntan, sus suspiros se confunden,
sus lenguas se entrelazan, y los veo a los dos, ebrios de lujuria, encontrar en
el centro de las delicias el complemento de sus pérfidos horrores. El homenaje
se renueva, y, para encender de nuevo el incienso, todo es válido para el que
lo exige; besos, manoseos, masturbaciones, refinamientos del más insigne
libertinaje, todo se utiliza para devolver las fuerzas que se apagan, y con
ello consigue reanimarlas por cinco veces consecutivas, pero sin que ninguno
de los dos cambiara de papel. El joven amo fue siempre mujer, y aunque se
pudiera descubrir en él la posibilidad de ser hombre a su vez, ni siquiera tuvo
la apariencia de concebir por un instante tal deseo. Si bien visitó el otro
altar semejante a aquel donde se sacrificaba en él, fue en favor del otro
ídolo, y jamás ningún ataque tuvo el aire de amenazarlo.
¡Qué largo se me hizo el tiempo! No me atrevía a moverme, por miedo a
que me descubrieran. Finalmente, los criminales actores de esta indecente esce
na, ahítos sin duda, se levantaron para volver al camino que debía conducirlos
a su casa cuando el amo se acerca al bosquecillo que me protege; mi gorro me
traiciona... Lo ve...
––Jasmín ––dice a su criado––, nos han descubierto... Una joven ha
visto nuestros secretos... Acércate, saquemos de ahí a esa buscona, y
averigüemos qué hace aquí.
Les ahorré la molestia de sacarme de mi refugio abandonándolo
inmediatamente yo misma y, cayendo a sus pies, exclamé, extendiendo los brazos
hacia ellos:
––Oh, señores, dignaos a compadeceros de una desdichada cuya suerte
es más lamentable de lo que suponéis. Existen pocos reveses capaces de igualar
los míos; que la situación en que me habéis encontrado no os despierte ninguna
sospecha sobre mí. Es consecuencia de mi miseria, mucho más que de mis
errores. Lejos de aumentar los males que me abruman, dignaos a disminuirlos facilitándome los medios de escapar de las calamidades que
me persiguen.
El corazón del conde de Bressac (así se llamaba el joven), en cuyas
manos caí, con un gran fondo de maldad y de libertinaje en la mente, no estaba
dotado precisamente de una gran dosis de conmiseración. Por desgracia es muy
común ver cómo el libertinaje ahoga la piedad en el hombre y habitualmente sólo
sirve para endurecerlo: sea porque la mayor parte de sus extravíos necesita la
apatía del alma, sea porque la violenta sacudida que esta pasión imprime a la
masa de los nervios disminuye la fuerza de su acción, la verdad es que un libertino
rara vez es un hombre sensible. Pero a esta dureza, natural en la clase de
personas cuyo carácter esbozo, se unía además en el señor de Bressac una
repugnancia tan inveterada por nuestro sexo, un odio tan fuerte por todo lo que
lo caracterizaba, que era muy difícil que yo consiguiera introducir en su alma
los sentimientos con los que quería conmoverla.
––Tórtola del bosque ––me dijo el conde con dureza––, si buscas
víctimas, has elegido mal: ni mi amigo ni yo sacrificamos jamás en el templo
impuro de tu sexo. Si es limosna lo que pides, busca personas que amen las
buenas obras, nosotros jamás las hacemos de ese tipo... Pero habla, miserable,
¿has visto lo que ha ocurrido entre el señor y yo?
––Os he visto charlar sobre la hierba ––contesté––, nada más, señor, os lo aseguro.
––Por tu bien, quiero creerlo ––dijo el joven conde––. Si imaginara
que podías haber visto otra cosa, jamás saldrías de este matorral... Jasmín,
es pronto, tenemos tiempo de escuchar las aventuras de esta joven, y después
veremos lo que hay que hacer.
Se sientan, me ordenan que me coloque cerca de ellos, y ahí les relato
con ingenuidad todas las desdichas que me abruman desde que estoy en el mundo.
––Vamos, Jasmín ––dice el señor de Bressac levantándose cuando hube
terminado––, seamos justos por una vez. Si la equitativa Temis ha condenado a
esta criatara, no toleremos que los deseos de la diosa se vean tan cruelmente
frustrados. Hagamos sufrir a la delincuente la condena de muerte en que había
incurrido. Este homicidio, muy lejos de ser un crimen, será una reparación del
orden moral. Ya que a veces tenemos la desgracia de alterarlo, restablezcámoslo
valerosamente por lo menos cuando se presenta la ocasión...
Y los crueles, arrebatándome de mi sitio, me arrastran hacia el bosque,
riéndose de mis lloros y de mis gritos.
––Atémosla por los cuatro miembros a cuatro árboles que formen un
extenso cuadrado ––dice Bressac, desnudándome.
Luego, con sus corbatas, sus pañuelos y sus ligas, confeccionan unas
cuerdas con las que me atan al instante como han previsto, esto es en la más
cruel y más dolorosa actitud que quepa imaginar. Imposible explicar lo que
sufrí; me parecía que me arrancaban los miembros, y que mi estómago, que estaba
en el aire, dirigido por su peso hacia el suelo, tuviera que entreabrirse a
cada instante. El sudor caía de mi frente, yo sólo existía por la violencia de
mi dolor; si éste hubiera dejado de comprimirme los nervios, me habría invadido
una angustia mortal. Los desalmados se divirtieron con esta posición, me
contemplaban y aplaudían.
––Ya basta ––dijo finalmente Bressac––, permito que por una vez le
baste con el miedo. Thérèse ––prosiguió mientras me desataba y ordenaba
que me vistiera––, sé discreta y síguenos: si quieres unirte a mí, no tendrás
ocasión de arrepentirte. Mi tía necesita una segunda doncella, voy a creerme tu
relato y presentarte a ella. Le responderé de tu conducta, pero si abusas de
mis bondades, si traicionas mi confianza, o no te sometes a mis propósitos,
mira estos cuatro árboles, Thérèse,
fijate en el terreno que
limitan, y que debía servirte de sepulcro. Recuerda que este funesto lugar
sólo está a una legua del castillo donde te llevo y que, a la más ligera falta,
volverás aquí al instante.
Olvido de inmediato mis desgracias, me arrojo a las rodillas del
conde, le prometo, entre lágrimas, un buen comportamiento, pero, tan insensible
a mi alegría como a mi dolor, Bressac añade:
––Vámonos, tu comportamiento hablará por ti, sólo de él dependerá tu
suerte.
Nos vamos. Jasmín y su amo hablan en voz baja, yo los sigo
humildemente sin decir palabra. En algo menos de una hora llegamos al castillo
de la señora marquesa de Bressac, cuya magnificencia y multitud de lacayos me
hacen suponer que cualquier puesto que tenga en esta casa será, sin duda, más
ventajoso para mí que el de gobernanta del señor Du Harpin. Me hacen esperar en una antecocina,
donde Jasmín me ofrece amablemente cuanto puede reconfortarme. El joven conde
entra en los aposentos de su tía, la avisa, y él mismo viene a buscarme media
hora después para presentarme a la marquesa.
La señora de Bressac era una mujer de cuarenta y seis años, todavía
muy hermosa, y que me pareció honesta y sensible, aunque introdujera una cierta
severidad en sus normas y en su conversación. Viuda desde hacía dos años del
tío del joven conde, que se había casado con ella sin mayor fortuna que el
bello apellido que le daba, de ella dependían todos los bienes que podía
esperar el señor de Bressac, pues lo que había recibido de su padre apenas
servía para pagar sus placeres. La señora de Bressac le pasaba una pensión considerable,
pero aun así insuficiente: nada hay tan caro como las voluptuosidades del
conde; es posible que se paguen menos que las otras, pero se multiplican mucho
mas. En aquella casa había cincuenta mil escudos de renta, y todos debían ser
para el señor de Bressac. Jamas habían podido convencerle a hacer algo; todo lo
que le apartaba de su libertinaje le resultaba tan insoportable que no podía
aceptar la sujección. La marquesa habitaba aquella propiedad tres meses al año,
y pasaba el resto del tiempo en París; y los tres meses que exigía que su
sobrino estuviera con ella eran una especie de suplicio para un hombre que
aborrecía a su tía y que consideraba como perdidos todos los momentos que pasaba
alejado de una ciudad que significaba para él el centro de sus placeres.
El joven conde me ordenó que contara a la marquesa las cosas que yo
le había relatado, y una vez hube terminado la señora de Bressac me dijo:
––Tu candor y tu ingenuidad no me permiten dudar de que dices la
verdad. No pediré más informaciones sobre ti que la de saber si eres realmente
la hija del hombre que me indicas. Si es así, yo he conocido a tu padre, y será
para mí una razón de más para interesarme por tu persona. En cuanto al caso de
Du Harpin,
me encargo de resolverlo en dos visitas a casa del canciller, amigo mío desde
hace siglos. Es el hombre más íntegro que existe en el mundo; basta con demostrarle
tu inocencia para anular todo lo que se ha hecho en tu contra. Pero piénsatelo
bien, Thérèse. Todo lo que te prometo en este momento sólo
es a cambio de una conducta intachable; de modo que los efectos del
agradecimiento que exijo se volverán siempre en tu favor.
Me arrojé a los pies de la marquesa, le aseguré que quedaría
satisfecha de mí; me hizo levantar con bondad y me confió inmediatamente el
puesto de segunda camarera a su servicio.
Al cabo de tres días, llegaron las informaciones pedidas a París por
la señora de Bressac; eran tal como yo podía desear. La marquesa me elogió por
no haberla engañado, y todas las sombras de desgracias se desvanecieron
finalmente de mi espíritu para ser sustituidas únicamente por la esperanza de
los más dulces consuelos que cabía esperar. Sin embargo, no estaba escrito en
el cielo que la pobre Thérèse
tuviera que ser feliz alguna
vez, y si unos pocos momentos de paz nacían fortuitamente para ella era sólo
para hacerle más amargos los de horror que debían seguirlos.
Apenas llegamos a París la señora de Bressac se apresuró a intervenir
en mi favor. El primer presidente quiso verme y escuchó con interés el relato
de mis infortunios; las calumnias de Du Harpin fueron reconocidas aunque en vano
quisieron castigarlo: Du Harpin, que había organizado un negocio de billetes falsos con el que
arruinaba a tres o cuatro familias, y ganaba él cerca de dos millones, acababa
de irse a Inglaterra. Respecto al incendio de las prisiones de París, se convencieron
de que, si bien yo me había aprovechado de este acontecimiento, no había
participado para nada en él, y mi caso fue sobreseído, sin que los magistrados
que se ocupaban de él creyeran tener que emplear más formalidades, según me
explicaron. No supe nada más y me contenté con lo que me dijeron: no tardaréis
en comprobar hasta qué punto me equivoqué.
Es fácil imaginar cómo semejantes favores me obligaban a la señora de
Bressac. Aunque no hubiera tenido conmigo, además, todo tipo de bondades, ¿cómo
no iban a unirme semejantes acciones para siempre a una tan preciosa
protectora? Muy lejos, sin embargo, de la intención del conde encadenarme tan
íntimamente a su tía... Pero ha llegado el momento de describiros a ese
monstruo.
El señor de Bressac unía a los encantos de la juventud el más
seductor de los rostros; si su talle o sus facciones tenían algunos defectos,
era porque se parecían en exceso al desenfado y la blandura propia de las
mujeres. Parecía que prestándole los atributos de aquel sexo, la naturaleza le
hubiera inspirado también sus gustos... ¡Qué alma, sin embargo, rodeaba estos
atractivos femeninos! Aparecían en ella todos los vicios que caracterizan la
de los desalmados: jamás nadie llevó tan lejos la maldad, la venganza, la
crueldad, el ateísmo, el desenfreno, el menosprecio de todos los deberes, y
principalmente de aquellos con los que la naturaleza parece deleitarnos.
Además de todas sus culpas, el señor de Bressac contaba fundamentalmente con la
de detestar a su tía. La marquesa hacía cuanto podía por encaminar a su
sobrino por los senderos de la virtud: puede que utilizara para ello un rigor
excesivo. Resultaba de ahí que el conde, más excitado por los efectos mismos
de esta severidad, se entregaba a sus gustos aún con mayor ímpetu, y
la pobre marquesa sólo obtenía de sus insistencias un odio más encarnizado.
––No te creas ––me decía muy frecuentemente el conde–– que por su
natural mi tía interviene en todo lo que te concierne, Thérèse. Si yo no la acuciara en todo momento, ella apenas se acordaría de las
atenciones que te ha prometido. Presume ante ti de todos sus pasos, mientras
que en realidad son obra mía. Sí, Thérèse, sí, sólo a mí debes
agradecimiento, y el que exijo de ti debe parecerte tanto más desinteresado
cuando, por muy bella que seas, sabes muy bien que no son tus favores lo que
pretendo. No, Thérèse, los servicios que espero de ti son muy
diferentes, y cuando estés totalmente convencida de lo que he hecho para tu
tranquilidad, confío en que encontraré en tu alma lo que tengo derecho a
esperar.
Estos discursos me parecían tan oscuros que no sabía qué respuesta
darles. La daba, sin embargo, por si acaso, y tal vez con excesiva facilidad.
¿Tengo que confesároslo? ¡Ay de mí, sí! Disimularos mis culpas sería engañar
vuestra confianza y responder mal al interés que mis desdichas os han
inspirado. Sabed pues, señora, la única falta voluntaria que puedo
reprocharme... ¿Digo una falta? Una locura, una extravagancia... como no hubo
jamás otra, pero por lo menos no es un crimen, es un simple error, que sólo me
ha castigado a mí, y del que parece que la mano justiciera del cielo se ha
servido para sumirme en el abismo que se abrió poco después bajo mis pasos.
Cualesquiera que fueren los indignos comportamientos que el conde de Bressac
tuvo conmigo el primer día que lo conocí, me había sido imposible verlo, sin
embargo, sin sentirme atraída hacia él por un invencible sentimiento de ternura
que nada había podido vencer. Pese a todas las reflexiones sobre su crueldad,
sobre su alejamiento de las mujeres, sobre la depravación de sus gustos, sobre
las distancias morales que nos separaban, nada del mundo conseguía apagar
esta pasión naciente, y si el conde me hubiera pedido mi vida, se la habría
sacrificado mil veces. Estaba lejos de sospechar mis sentimientos... Estaba
lejos, el ingrato, de descubrir la causa de las lágrimas que derramaba todos
los días; pero le resultaba imposible, no obstante, ignorar el deseo que
sentía de ir al encuentro de cualquier cosa que pudiera gustarle. Era imposible
que no entreviera mis deferencias; demasiado ciegas, sin duda, llegaban al
punto de servir a sus errores, en la medida que podía permitírmelo la decencia,
y de disimularlos siempre ante su tía. En cierta manera, esta conducta me
había granjeado su confianza, y todo lo que venía de él me era tan precioso y
estaba tan ciega respecto a lo poco que me ofrecía su corazón que a veces tuve
la debilidad de creer que yo no le era indiferente. ¡Pero el exceso de sus
desórdenes no tardaba en desengañarme! Eran tales que llegaban a alterar su
salud. A veces me tomaba la libertad de comentarle los inconvenientes de su
conducta; él me escuchaba sin molestarse y acababa por decirme que nadie se
corregía de su vicio predilecto.
––¡Ah, Thérèse! ––exclamó un día, entusiasmado––, ¡si
conocieras los encantos de esta fantasía, y pudieras entender la dulce ilusión
de ser únicamente una mujer! ¡Increíble extravío de la mente! ¡Aborrecer ese
sexo y querer imitarlo! ¡Ah, qué dulce es conseguirlo, Thérèse! ¡Qué delicioso ser la puta de todos los que te desean y llevando a ese
punto, al último extremo, el delirio y la prostitución, ser sucesivamente en el
mismo día la querida de un mozo de cuerda, de un marqués, de un lacayo, de un
fraile, ser sucesivamente por ellos amado, acariciado, deseado, amenazado,
golpeado, a veces victorioso en sus brazos, y, otras, víctima a sus pies,
enterneciéndolos con caricias, reanimándolos con excesos...! ¡Oh, no, no! Tú
no entiendes, Thérèse, lo que significa este placer para una cabeza
organizada como la mía... Pero, dejando a un lado la moral, ¡si te imaginaras
las sensaciones físicas de ese divino gusto! Es imposible resistirlo... Es un
cosquilleo tan vivo, unas titilaciones voluptuosas tan excitantes... pierdes la
cabeza... te vuelves loco... Mil besos a cual más tierno no exaltan con
suficiente ardor la ebriedad en que nos sumerge un compañero... Estrechado por
sus brazos, con las bocas pegadas, nos gustaría que toda nuestra existencia
pudiera incorporarse a la suya; nos gustaría formar con él un único ser; si nos
atrevemos a quejarnos, es de ser olvidados; nos gustaría que, más robusto que
Hércules, nos ensanchara, nos penetrara; que esta preciosa simiente, arrojada
ardiendo en el fondo de nuestras entrañas, consiguiera, con su calor y su
fuerza, hacer brotar la nuestra en sus manos... No te imagines, Thérèse, que estamos hechos como los demás hombres: se trata de una
construcción totalmente diferente, y el cielo al crearnos adornó los altares en
donde nuestros enamorados sacrifican con la membrana cosquillosa que tapiza en
vosotros el templo de Venus. Somos, sin duda, tan mujeres como vosotras lo sois
en el santuario de la generación; y no dejamos de sentir ni uno de vuestros
placeres, no hay ni uno del que no sepamos disfrutar; pero tenemos, además, los
propios, y esta reunión voluptuosa es lo que nos convierte en los hombres de
la Tierra más sensibles a la voluptuosidad, los mejor creados para sentirla.
Esta hechicera reunión es la que hace imposible la rectificación de nuestros
gustos, lo que nos convertiría en unos entusiastas y en unos frenéticos si se
cometiera la estupidez de castigarnos... ¡lo que nos hace adorar, hasta la
tumba finalmente, al dios encantador que nos encadena!
Así se expresaba el conde, preconizando sus desmanes. Yo intentaba
hablarle del ser al que se lo debía todo, y de los pesares que semejantes
extravíos provocaban en su respetable tía, pero sólo descubría en él despecho y
malhumor, y sobre todo impaciencia por ver tanto tiempo, en tales manos, unas
riquezas que, según decía, debían pertenecerle. Sólo veía en él el odio más
inveterado contra una mujer tan honesta, la rebelión más clara contra todos
los sentimientos de la naturaleza. ¡,Será cierto, pues, que cuando se ha
llegado a transgredir tan formalmente en los propios gustos el sagrado instinto
de esta ley, la consecuencia necesaria de este primer crimen en una espantosa
inclinación a cometer después todos los demás?
A veces me servía de los medios de la religión; casi siempre consolada
por ella, intentaba hacer llegar sus dulzuras al alma de aquel perverso,
prácticamente segura de atraerle con sus lazos si conseguía hacerle compartir
sus atractivos. Pero el conde no me dejó emplear largo tiempo esas armas.
Enemigo declarado de nuestros más santos misterios, crítico obstinado de la
pureza de nuestros dogmas, antagonista indignado de la existencia de un Ser
Supremo, el señor de Bressac, en lugar de dejarse convertir por mí, intentó
más bien corromperme.
––Todas las religiones parten de un principio falso, Thérèse ––me decía––. Todas suponen como necesario el culto de un Ser creador,
pero este creador no existió jamás. Recuerda en eso los sensatos preceptos de
aquel «Corazón-de-Hierro» que, según me contaste, había trabajado como yo tu
mente. Nada más justo que los principios de ese hombre, y el envilecimiento en
que se comete la tontería de mantenerle no le quita el derecho de razonar
bien.
»Si todo lo que produce la naturaleza es el resultado de las leyes que
la dominan; si su acción y su reacción perpetuas suponen el movimiento
necesario para su existencia, ¿en qué queda el soberano dueño que le atribuyen
gratuitamente los necios? Eso es lo que te decía tu sabio maestro, querida
muchacha. Así pues, ¿qué son las religiones, a partir de ahí, sino el freno con
que la tiranía del más fuerte quiso someter al más débil? Imbuido de este
designio, se atrevió a decir al que pretendía dominar que un Dios forjaba los
grilletes con que la crueldad lo rodeaba; y éste, embrutecido por su miseria,
creyó indistintamente todo lo que el otro quiso. ¿Pueden las religiones,
nacidas de estas artimañas, merecer algún respeto? ¿Existe una sola, Thérèse, que no lleve el emblema de la impostura y de la estupidez? ¿Qué veo en
todas? Unos misterios que hacen estremecer la razón, unos dogmas que insultan
la naturaleza, y unas ceremonias grotescas que sólo inspiran mofa y repugnancia.
Pero si, entre todas ellas, hay una que merezca más especialmente nuestro
desprecio y nuestro odio, Thérèse,
¿no es esta ley bárbara del cristianismo
en la que los dos hemos nacido? ¿Existe otra más odiosa?... ¿Alguna que asquee
más el corazón y el entendimiento?
»¿Cómo unos hombres razonables pueden seguir creyendo en las palabras
oscuras, en los supuestos milagros del vil inventor de este culto espantoso?
¿Existió alguna vez un farsante que mereciera más indignación pública? ¡Quién
es ese judío leproso que, nacido de una puta y de un soldado, en el más
miserable rincón del universo, se atreve a presentarse como la voz de aquel
que, según se dice, ha creado el mundo! Estarás de acuerdo conmigo, Thérése, en
que para unas pretensiones tan elevadas hacía falta, por lo menos, algunos
títulos. ¿Cuáles son los de tu ridículo embajador? ¿Qué hará para demostrar su
misión? ¿La tierra cambiará de aspecto; las plagas que la afligen
desaparecerán; el sol la iluminará noche y día? ¿Los vicios dejarán de mancharla?
¿Veremos reinar finalmente la felicidad?... Nada de eso, el enviado de Dios se
anuncia al universo con juegos de manos, brincos y calambures;* el Ministro del
cielo se presenta a manifestar su grandeza en la respetable compañía de
braceros, de artesanos y de rameras; emborrachándose con unos y acostándose con
las otras el amigo de un Dios, Dios también él, decide someter a sus leyes al
pecador empedernido; inventando para sus farsas todo lo que puede satisfacer su
lujuria o su glotonería así es como el bribón demuestra su misión. En cualquier
caso, tiene suerte; se unen al farsante unos cuantos satélites mediocres; se
forma una secta; los dogmas de esta canalla consiguen seducir a unos cuantos
judíos: esclavos del poder romano, debían abrazar con júbilo una religión que,
liberándolos de sus grilletes, sólo los doblegaba al freno religioso. Adivinan
sus motivos, desvelan su indocilidad; detienen a los sediciosos; perece su
jefe, pero de una muerte excesivamente suave, sin duda, para su tipo de
crimen, y por una imperdonable falta de reflexión dejan dispersar a los
discípulos de ese patán, en lugar de degollarlos con él. El fanatismo se
apodera de las mentes, las mujeres gritan, los locos se agitan, los imbéciles
creen, y ya tenemos al más despreciable de los seres, al más torpe de los
bribones, al más grosero impostor que jamás haya existido, convertido en Dios,
en hijo de Dios, igual a su padre. ¡Todas sus fantasías consagradas, todas sus
palabras convertidas en dogmas, y sus simplezas en misterios! ¡El seno de su
fabuloso Padre se abre para recibirle, y el Creador, antes único, se convierte
en triple para complacer a ese hijo digno de su grandeza! ¿Pero se conformará
ese santo Dios con tanto? No, nada de eso, su celeste poder se prestará a favores
mucho mayores. Por la voluntad de un sacerdote, o sea, de un truhán cubierto de
mentiras y de crímenes, ese gran Dios creador de todo lo que vemos se humillará
hasta el punto de descender diez o doce millones de veces cada mañana a un
pedazo de harina amasada que, debiendo ser engullido por los fieles, se
transmutará inmediatamente en el fondo de sus entrañas en sus más viles
excrementos, y eso para la satisfacción de su tierno hijo, odioso inventor de
tan monstruosa impiedad, en una cena tabernaria. Pero como lo dijo, así tiene
que cumplirse. Dijo: «Este pan que veis será mi carne y como tal la comeréis.
Ahora bien, como yo soy Dios, os comeréis a Dios, con lo cual el Creador del
cielo y de la Tierra se convertirá, porque yo lo he dicho, en la materia más
vil que pueda desprenderse del cuerpo del hombre, y el hombre se comerá a Dios,
porque Dios es bueno y es omnipotente». Aunque parezca imposible, estas
estupideces se propagan; se atribuye su extensión a su verdad, a su grandeza, a
su sublimidad, al poder de quien las introduce, mientras que las causas más
simples redoblan su fuerza, y el crédito adquirido por el error sólo encontró a
truhanes por una parte y a imbéciles por otra. Esta infame religión llega
finalmente al trono, y un emperador débil, cruel, ignorante y fanático
revistiéndola con el estandarte real, mancha con ella los dos extremos de la
Tierra. Sin embargo, Thérèse,
¿qué peso pueden tener estas
razones para una mente analítica y filosófica? ¿Puede ver el sabio otra cosa en
este revoltijo de fábulas espantosas que el fruto de la impostura de unos
cuantos hombres y la falsa credulidad de muchos más? Si Dios hubiera querido
que tuviéramos alguna religión, y fuera realmente poderoso, o, en otras
palabras, si fuera realmente un Dios, ¿nos hubiera participado sus órdenes a
través de medios tan absurdos?, ¿nos hubiera mostrado cómo había que servirle
a través de la voz de un despreciable bandido? Si es supremo, si es poderoso,
si es justo, si es bueno, ¿querrá ese Dios del que me hablas enseñarme a servirle
y conocerle a través de enigmas y de farsas? Motor soberano de los astros y del
corazón de los hombres, ¿no puede instruirnos sirviéndose de los primeros o
convencernos grabándose en el segundo? Que acuñe un día en trazos de fuego, en
el centro del Sol, la ley que puede complacerle y desee imponernos; al leerla y
contemplarla a un tiempo, todos los hombres de un extremo al otro del
universo, serán culpables si entonces no la siguen. Pero indicar únicamente sus
deseos en un rincón ignorado de Asia; elegir como seguidor al pueblo más
trapacero y más visionario; por sustituto, al más vil artesano, al más absurdo
y pillo; embrollar hasta tal punto la doctrina que se hace imposible comprenderla;
insuflar su conocimiento a un pequeño número de individuos; mantener a los
restantes en el error, y castigarlos por haber permanecido en él... ¡No, Thérèse, no, no! Tantas atrocidades no pueden guiarnos; preferiría mil veces
morir antes que creerlas. Cuando el ateísmo necesite mártires, que los designe
y mi sangre estará dispuesta. Detestemos esos horrores, Thérèse; que los improperios más duros cimenten el desprecio que merecen...
Apenas comenzaba yo a abrir los ojos y ya detestaba estas groseras fantasías;
juré entonces que las pisotearía y me prometí no volver jamás a ellas. Imítame,
si quieres ser feliz; detesta, abjura y profana al igual que yo tanto el objeto
odioso de este culto horrible como el propio culto, creado para una quimera,
hecho, como ellas, para ser envilecido por todo lo que pretende alcanzar la
sabiduría.
* El marqués de Bièvre jamás llegó a hacer ninguno que valiera el del
Nazareno a su discípulo: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra alzaré mi Iglesia».
¡Y que se nos venga a decir ahora que los calambures son de nuestro siglo! (N.
del A.)
––¡Oh, señor! ––contesté
llorando––, privaríais a una
desdichada de su más dulce esperanza si marchitarais en su corazón esta
religión que la consuela. Firmemente encariñada con lo que enseña y
absolutamente convencida de que los ataques que recibe sólo son consecuencia
del libertinaje y de las pasiones, ¿podría sacrificar a unas blasfemias y a
unos sofismas que me horrorizan, la más querida idea de mi espíritu, el más
dulce alimento de mi corazón?
Añadí mil razonamientos a éstos, que sólo provocaban la hilaridad del
conde; de este modo sus capciosos principios alimentado por una elocuencia más
viril, apoyados en lecturas que afortunadamente yo jamás había hecho, atacaban
cada día todos los míos, pero sin quebrantarlos. La señora de Bressac, llena
de virtud y de piedad, no ignoraba que su sobrino defendía sus extravíos con
todas las paradojas de moda. A menudo se quejaba de ello conmigo, y, como se
dignaba juzgarme algo más sensata que sus restantes doncellas, le gustaba
confiarme sus penas.
No había, sin embargo, límites a las malas acciones de su sobrino. El
conde había llegado al punto de no ocultar nada. No sólo había rodeado a su tía
de toda la peligrosa chusma que utilizaba para sus placeres, sino que había
llevado su osadía hasta el punto de decirle delante de mí que, si seguía
contrariando sus gustos, la convencería de los encantos que contenían
entregándose a ellos ante sus propios ojos.
Esta conducta me horrorizaba y afligía. Intentaba encontrar en ella
motivos para sofocar en mi alma la desdichada pasión que la hacía arder, pero
¿es el amor un mal del que pueda sanarse? Todo lo que intentaba oponerle sólo
servía para atizar más vivamente su llama, y el pérfido conde jamás me parecía
tan amable como cuando reunía ante mí todo lo que debía empujarme a odiarle.
Ya llevaba cuatro años en aquella casa, siempre perseguida por los
mismos pesares y siempre consolada por las mismas dulzuras, cuando aquel hombre
abominable, creyéndose al fin seguro de mí, osó desvelarme sus infames
intenciones. Vivíamos entonces en el campo, y yo estaba a solas con la
condesa: su primera doncella había pedido permiso para seguir en París durante
el verano, por unos asuntos de su marido. Una noche, poco después de que me
retirara, mientras me refrescaba en un balcón de mi habitación sin decidirme,
a causa del extremo calor, a acostarme, de repente el conde llama a la puerta
y me ruega que le deje charlar conmigo. ¡Ay de mí! Todos los instantes que me
concedía el cruel autor de mis males me parecían demasiado preciosos para que
me atreviera a rechazar uno solo; entra, cierra con cuidado la puerta, y
sentándose en un sillón a mi lado me dijo con un cierto embarazo:
––Atiéndeme, Thérèse...
tengo que contarte unas cosas de
la mayor importancia. Júrame que jamás revelarás nada.
––¡Oh, señor! ––contesté––,
¿podéis creerme capaz de abusar
de vuestra confianza?
––Tú no sabes el peligro que correría si acabaras por demostrarme que
me había equivocado al concedértela... ––La peor de todas mis penas sería
haberla perdido, no necesito mayores amenazas...
––Pues bien, Thérèse,
he condenado mi tía a muerte...
y pienso utilizar tu mano para ello.
––¡Mi mano! ––exclamé
retrocediendo horrorizada...¡Pero,
señor!, ¿cómo habéis podido concebir semejante proyecto?... No, no, disponed de
mi vida si la queréis, pero no imaginéis jamás que obtendréis de mí el horror
que me proponéis.
––Atiende, Thérèse ––me dijo el conde, tranquilizándome––,
estaba seguro de tu reticencia, pero como eres inteligente estoy convencido de
poder vencerla, de demostrarte que este crimen, que te parece tan enorme, sólo
es en el fondo una cosa muy sencilla.
»Dos desmanes se ofrecen aquí, Thérèse, a tus ojos poco filosóficos: la destrucción de una
criatura que se nos asemeja, y el mal que aumenta esta destrucción, cuando esta
criatura está próxima a nosotros. Respecto al crimen de la destrucción de un
semejante, tenlo por seguro, querida muchacha, es puramente quimérico. El poder
de destruir no se le ha concedido al hombre; posee, como máximo, el de variar las
formas, pero no el de aniquilarlas. Ahora bien, cualquier forma es equivalente
a los ojos de la naturaleza; nada se
pierde en el crisol inmenso donde se ejecutan esas variaciones. Todas las
porciones de materia que caen de él resurgen incesantemente bajo otras figuras
y, sean cuales fueren nuestros procedimientos sobre eso, ninguno la ultraja
sin duda, ninguno es capaz de ofenderla. Nuestras destrucciones reavivan su
poder; mantienen su energía, pero ninguna la atenúa, no es contrariada por
ninguna. ¿Qué importa a su mano siempre creadora que esta masa de carne que
compone hoy un individuo bípedo se reproduzca mañana bajo la forma de mil
insectos diferentes? ¿Nos atreveremos a afirmar que la construcción de un
animal con dos pies le cuesta más que la de un gusanillo, y que siente por
aquél un mayor interés? Si, por consiguiente, el grado de adhesión, o más bien
de indiferencia, es el mismo, ¿qué puede importarle que la espada de un hombre
convierta a otro hombre en mosca o en hierba? Cuando me hayan convencido de la
sublimidad de nuestra especie, cuando me hayan demostrado que es tan importante
para la naturaleza que, necesariamente, sus leyes se irritan ante esta
transmutación, podré creer entonces que el homicidio es un crimen; pero cuando
el estudio más profundo me ha demostrado que todo lo que vegeta en este globo,
la más imperfecta de las obras de la naturaleza, tiene un precio equivalente a
sus ojos, jamás admitiré que el
cambio de uno de esos seres en mil otros pueda alterar en nada sus designios.
Entonces me digo: todos los hombres, todos los animales, todas las plantas
crecen, se alimentan, se destruyen, se reproducen por los mismos medios, y no
reciben jamás una muerte real sino una simple variación en lo que las modifica.
Todos, digo, los que aparecen hoy bajo una forma y unos años después bajo otra,
pueden, al capricho del ser que quiere moverlos, cambiar mil y mil veces en un
día, sin que una sola ley de la naturaleza se vea afectada un solo instante.
¿Qué digo? Sin que este transmutador haya hecho otra cosa que un bien, ya que
al descomponer unos individuos cuyas bases vuelven a ser necesarias para la
naturaleza, no hace más que devolverle mediante esta acción, impropiamente
calificada de criminal, la energía creadora de la que le priva necesariamente
aquel que, por una estúpida indiferencia, no se atreve a emprender jamás
ninguna alteración. Ay, Thérèse,
sólo el orgullo del hombre
convirtió el homicidio en crimen. Esta vana criatura, imaginándose la más
sublime del globo, creyéndose la más esencial, partió de este falso principio
para asegurar que la acción que la destruyera sólo podía ser infame; pero su
vanidad y su demencia no cambia en nada las leyes de la naturaleza. No existe
ningún ser que no sienta en el fondo de su corazón el deseo más vehemente de
deshacerse que aquellos que lo estorban, o de cuya muerte puede sacar algún
provecho; y del deseo al hecho, ¿supones tú, Thérèse, que la diferencia es muy grande? Ahora bien, si estas impresiones nos
vienen de la naturaleza, ¿es presumible que la irriten? ¿Podría inspirarnos
algo que la degradara? ¡Ah!, tranquilízate, querida niña, nosotros no sentimos
nada que no le sirva; todos los impulsos que despierta en nosotros son las
voces de sus leyes; las pasiones del hombre son los medios que utiliza para
alcanzar sus designios. ¿Necesita individuos? Nos inspira el amor, y por tanto
la procreación. ¿Precisa destrucciones? Coloca en nuestros corazones la venganza, la avaricia, la lujuria, la ambición, y de ahí los homicidios. Pero
siempre ha trabajado en su favor, y nos hemos convertido, sin darnos cuenta, en
los crédulos agentes de sus caprichos.
»¡Ah, no, no, Thérèse,
no! La naturaleza no abandona
en nuestras manos la posibilidad de unos crímenes que turbarían su economía.
¿Es sensato que el más dé bil pueda realmente ofender al más fuerte? ¿Qué somos
respecto a ella? ¿Es posible que, al crearnos, haya depositado en nosotros
algo capaz de perjudicarla? ¿Esta imbécil suposición puede avenirse con la
manera sublime y segura con que la vemos alcanzar sus fines? Si el homicidio
no fuera, ay, una de las acciones del hombre que mejor satisface sus
intenciones, ¿permitiría que se realizara? ¿Imitarla puede perjudicarla?
¿Puede ofenderse por ver que el hombre hace a su semejante lo que ella misma le
hace todos los días? Ya que está demostrado que sólo puede reproducirse
mediante destrucciones, ¿no es actuar de acuerdo con sus miras multiplicarlas
incesantemente? En ese sentido, el hombre que se entregue a ello con el mayor
ardor será incontestablemente el que mejor la servirá, ya que será aquel que
más cooperará con los designios que ella manifiesta en todos los instantes. La
primera y más hermosa cualidad de la naturaleza es el movimiento que la agita
incesantemente, pero este movimiento no es más que una serie perpetua de
crímenes, sólo mediante crímenes lo conserva. Así pues, el ser que más se le
parezca y, por consiguiente, el ser más perfecto, será necesariamente aquel
cuya agitación más activa será la causa de muchos crímenes, mientras que,
repito, el ser inactivo o indolente, es decir, el ser virtuoso, debe de ser
para ella, sin duda, el menos perfecto ya que sólo tiende a la apatía, a la
tranquilidad, que volvería a sumir incesantemente todo en el caos, si llegara a
predominar. Es preciso que el equilibrio se mantenga; sólo los crímenes pueden
conseguirlo. Por consiguiente, los crímenes sirven a la naturaleza. Si la
sirven, si los exige, si los desea, ¿pueden ofenderla? ¿Y quién puede sentirse
ofendido, si ella no lo está?
»En este caso la criatura que destruyo es mi tía... Pero, oh, Thérèse, ¡cuán frívolos son esos vínculos a los ojos de un filósofo! Permíteme
que ni te hable de ellos, de lo fútiles que son. Estas despreciables cadenas,
fruto de nuestras leyes y de nuestras instituciones políticas, ¿pueden
significar algo a los ojos de la naturaleza?
»Así que deja ahí tus prejuicios, Thérèse, y sírveme: habrás hecho tu fortuna.
––¡Oh, señor! ––contesté
completamente horrorizada al
conde de Bressac––, esta indiferencia que suponéis a la naturaleza sólo obedece
a los sofismas de vuestra mente. Dignaos más bien a atender a vuestro corazón,
y oiréis como condenará todos los falsos razonamientos del libertinaje. Este
corazón, a cuyo tribunal os remito, ¿no es, pues, el santuario donde la
naturaleza que ultrajáis quiere que se la escuche y se la respete? Si imprime
en él el más fuerte horror por el crimen que preparáis, ¿no admitiréis que es
condenable? Sé que ahora os ciegan las pasiones, pero tan pronto como se
acallen, ¿hasta qué punto os desgarrarán los remordimientos? Cuanto mayor sea
vuestra sensibilidad, más os atormentará su aguijón... ¡Oh, señor! Conservad y
respetad los días de nuestra preciosa y tierna amiga; no la sacrifiquéis, ¡la
desesperación os haría perecer! Cada día, a cada instante, veríais ante
vuestros ojos a la tía querida que vuestro ciego furor habría sepultado en la
tumba; oiríais cómo su voz quejumbrosa sigue pronunciando los dulces nombres
que alegraban vuestra infancia; se os aparecería en vuestras vigilias y os
atormentaría en vuestros sueños; abriría con sus dedos ensangrentados las heridas
con que la habríais desgarrado; ni un instante dichoso, a partir de entonces,
luciría para vos en la Tierra; todos vuestros placeres quedarían manchados,
todas vuestras ideas se turbarían; una mano celeste, cuyo poder desconocéis,
vengaría los días que habríais destruido, envenenando todos los vuestros; y sin
haber disfrutado de vuestras fechorías, pereceríais del mortal remordimiento
de haberos atrevido a realizarlas.
Yo lloraba mientras pronunciaba estas palabras, arrodillada a los pies del conde. Le conjuraba, por todo lo que para
él podía haber de más sagrado, a olvidar ese extravío infame que juraba ocultar
toda mi vida... Pero yo no conocía al hombre con el que estaba tratando; no
sabía hasta qué punto las pasiones reforzaban el crimen en su alma perversa. El
conde se levantó fríamente.
––Veo perfectamente que me he equivocado, Thérése ––me dijo––. Quizá
me siento más molesto por ti que por mí. Da igual, ya encontraré otros medios y
tú habrás perdido mucho sin que tu ama haya ganado nada.
Esta amenaza cambió todas mis ideas: al no aceptar el crimen que me
proponía, yo arriesgaba mucho por mi cuenta mientras mi señora perecía
infaliblemente; consintiendo la complicidad, me ponía a cubierto de las iras
del conde, y salvaba probablemente a su tía. Esta reflexión, obra de un
instante, me decidió a aceptarlo todo. Pero como un cambio tan repentino habría
podido parecer sospechoso, tardé un tiempo en mostrar mi derrota: obligué al
conde a repetir más de una vez sus sofismas, y adopté poco a poco la actitud de
no saber ya qué responderles. Bressac me creyó vencida, legitimé mi debilidad
con la fuerza de su arte y al final me rendí. El conde se arroja a mis brazos.
¡Cómo me habría colmado de satisfacción este gesto si hubiera tenido otra
causa!... ¿Qué digo? Ya era demasiado tarde: su horrible comportamiento, sus
bárbaros proyectos, habían aniquilado todos los sentimientos que mi débil
corazón osaba concebir, y sólo veía en él a un monstruo...
––Tú eres la primera mujer que abrazo ––me dijo el conde––, y, a decir
verdad, con toda mi alma... Eres deliciosa, hija mía. ¡Al fin un rayo de
sabiduría ha penetrado en tu mente! ¡Cómo es posible que esta encantadora
cabeza haya permanecido tanto tiempo en las tinieblas!
Y después nos pusimos de acuerdo respecto a los hechos. En más o menos
dos o tres días, de acuerdo con las facilidades que yo encontrara, debía
disolver una bolsita de veneno, que me entregó Bressac, en la taza de chocolate
que la señora tenía por costumbre tomar cada mañana. El conde me cubría de
todas las consecuencias, y me entregaba un contrato de dos mil escudos de
renta el mismo día de la ejecución. Me firmó estas promesas sin especificar lo
que debía llevarme a disfrutarlas, y nos separamos.
Ocurrió mientras tanto algo harto singular, muy apropiado para
desvelaros el alma atroz del monstruo con el que yo trataba, para que yo
interrumpa un mi nuto, contándooslo, el relato que sin duda esperáis del
desenlace de la aventura en la que me había metido.
Dos días después de nuestro pacto criminal, el conde supo que un tío,
sobre cuya sucesión no contaba en absoluto, acababa de dejarle ochenta mil
libras de renta... ¡Oh, cielos!, me dije al enterarme de la noticia, ¡así es
como la justicia celestial castiga la conspiración de fechorías! Y
arrepintiéndome inmediatamente de esta blasfemia hacia la Providencia, me
arrodillo, pido perdón, y me congratulo de que este inesperado acontecimiento
pueda cambiar por lo menos los proyectos del conde... ¡Cuál era mi error!
––¡Oh, mi querida Thérèse!
––me dijo acudiendo aquella
misma noche a mi habitación––. ¡Cómo llueven sobre mí las prosperidades! Ya te
lo he dicho más de una vez: la idea de un crimen, o su ejecución, es el medio
más seguro de atraer la felicidad. Así les ocurre, por lo menos, a los
malvados.
––¿Cómo, señor? ––contesté––.
Esta fortuna con la que no
contabais ¿no os decide a esperar pacientemente la muerte que queríais
precipitar?
––¿Esperar? ––replicó bruscamente el conde––, no esperaría ni dos
minutos, Thérèse. ¿No te das cuenta de que tengo veintiocho
años, y a mi edad es duro esperar?... No, que esto no cambie en nada nuestros
proyectos, por favor, y dame el consuelo de verlo todo terminado antes de que
volvamos a París... Mañana, pasado mañana a más tardar... Ya estoy impaciente
por darte un cuarto de tus rentas... por entregarte el acta que te las
garantiza...
Hice cuanto pude por disimular el terror que me inspiraba aquel
ensañamiento, y reanudé mis reflexiones de la víspera, convencidísima de que,
si no ejecutaba el crimen horrible que me habían encargado, el conde no
tardaría en darse cuenta de que le engañaba, y de que, si advertía a la señora
de Bressac, fuera cual fuere la decisión que le hiciera tomar la revelación de
ese proyecto, el joven conde, viéndose siempre engañado, adoptaría
inmediatamente unos medios más seguros que, haciendo perecer igualmente a la
tía, me exponían a toda la venganza del sobrino. Me restaba la vía de la
justicia, pero nada en el mundo habría podido resolverme a tomarla. Así que me
decidí a avisar a la marquesa; de todas las opciones posibles, es la que me
pareció mejor y como tal la adopté.
––Señora ––dije al día siguiente de mi última entrevista con el
conde––, tengo que revelaros algo de la mayor importancia, pero, por mucho que
eso pueda interesaros, estoy decidida al silencio si no me dais, antes, vuestra
palabra de honor de no demostrar ningún resentimiento a vuestro señor sobrino
por lo que tiene la audacia de proyectar... Actuaréis, señora, y tomaréis las
medidas que os parezca, pero no diréis palabra. Dignaos a prometérmelo, o me
callo.
La señora de Bressac, que creyó que sólo se trataba de alguna de las
extravagancias habituales de su sobrino, se comprometió con el juramento que yo
le exigía, y se lo revelé todo. La desdichada mujer se fundió en lágrimas al
enterarse de esta infamia.
––¡Monstruo! ––exclamó––. ¡,Qué he hecho yo si no procurar siempre su
bien? Si he pretendido prevenir sus vicios, o corregirlos, ¿qué otro motivo que
su felicidad podía obligarme a esta severidad?... Y esta herencia que acaba de
recibir, ¡,acaso no se la debe a mis cuidados? ¡Ah, Thérèse, Thérèse, demuéstrame la realidad de este proyecto!... Haz que no pueda dudar de
él. Necesito todo lo que pueda acabar de apagar en mí los sentimientos que mi
corazón ciego todavía se atreve a conservar hacia este monstruo...
Y entonces le mostré la bolsa de veneno; era difícil presentarle una
demostración mejor. La marquesa quiso hacer pruebas. Hicimos tragar una pequeña
dosis a un perro que encerramos, y murió al cabo de dos horas con unas
espantosas convulsiones. La señora de Bressac, que ya no podía dudar, se
decidió. Me ordenó que le entregara el resto del veneno, y escribió inmediatamente
a través de un correo al duque de Sonzeval, pariente suyo, que se presentara en
secreto al ministro y que le comunicara la atrocidad de un sobrino del que
estaba en vísperas de convertirse en víctima; que se proveyera de una carta de
encarcelamiento; y que corriera a sus tierras para liberarla lo antes posible
del malvado que conspiraba tan cruelmente contra sus días.
Pero el abominable crimen debía consumarse; fue preciso que, por un
inconcebible permiso del cielo, la virtud cediera a los esfuerzos de la maldad.
El animal sobre el que habíamos efectuado la prueba nos acusó ante el conde. Lo
oyó aullar y, sabiendo que ese perro era querido por su tía, preguntó qué le
habían hecho. Aquellos a quienes se dirigió, que lo ignoraban todo, no le
contestaron con claridad. A partir de ese momento, concibió sospechas; no dijo
nada, pero yo le vi turbado. Comuniqué su estado a la marquesa, ella aún se
inquietó más, sin poder pensar, de todos modos, en otra cosa que en adelantar
la marcha del correo, y en que ocultara aún mejor, si cabía, el objeto de su
misión. Contó a su sobrino que lo enviaba en diligencia a París para rogar al
duque de Sonzeval que se ocupara inmediatamente de la sucesión del tío del que
acababa de heredar, porque si nadie aparecía eran de temer unos procesos.
Añadió que pedía al duque que viniera él mismo a rendir cuentas de todo, para
que ella se decidiera a irse en compañía de su sobrino, si el caso lo exigía.
El conde, demasiado buen fisonomista para no descubrir el malestar en el rostro
de su tía y no observar un poco de confusión en el mío, lo aceptó todo y se
puso en guardia. Bajo el pretexto de un paseo, se aleja del castillo y espera
al correo en un lugar por el que tenía que pasar inevitablemente. Aquel hombre,
mucho más suyo que de su tía, no pone ninguna dificultad en entregarle sus
misivas, y Bressac, convencido de lo que llama sin duda mi traición, da cien luises al correo con la orden de no regresar jamás a casa de la tía. Vuelve
al castillo, con la rabia en el corazón; sin embargo, se contiene. Me
encuentra, me habla como de costumbre, me pregunta si será para mañana, me hace
notar que es esencial que se produzca antes de que llegue el duque, y después
se acuesta con un aire tranquilo y sin demostrar nada. Yo no supe nada
entonces, me engañó por completo. Si el espantoso crimen se consumó, como el
conde me contó después, lo cometió él sin duda, pero ignoro cómo. Formulé
muchas conjeturas, ¿de qué serviría comunicároslas? Pasemos más bien a la cruel
manera con que fui castigada por no haber querido encargarme de él. Al día
siguiente de la detención del correo, la señora tomó su chocolate como de
costumbre, se levantó, pasó al tocador, me pareció nerviosa y se sentó a la
mesa. Así que desaparece, el conde me aborda y, con la mayor de las flemas, me
dice:
––Thérèse, he descubierto un medio más seguro del que te había propuesto para
llevar a cabo nuestros proyectos, pero exige detalles y no me atrevo a ir tan
a menudo a tu habitación. Dirígete a las cinco en punto al extremo del parque, te
recogeré y daremos un paseo por el bosque, durante el cual te lo contaré todo.
Le confieso, señora, que sea permiso de la Providencia, sea exceso de
candor o sea ceguera, nada me anunció la espantosa desgracia que me esperaba.
Yo me creía tan segura del secreto y de las disposiciones de la marquesa, que
jamás imaginé que el conde hubiera podido descubrirlas. Sin embargo, me sentía
alterada.
«El perjurio es virtud cuando se promete el crimen», ha dicho uno de
nuestros poetas trágicos, pero el perjurio siempre es odioso para el alma
delicada y sensible que se ve obligada a recurrir a él. Mi papel me alteraba.
En cualquier caso, acudí a la cita. El conde no tarda en aparecer,
llega a mí con un aire despreocupado y jovial, y caminamos por el bosque sin
hacer otra cosa que reír y ~bromear, como solía hacer conmigo. Cuando yo quería llevar la
conversación al tema que le había hecho pedir nuestro encuentro, me decía
siempre que esperara, que temía que nos estuvieran observando, y que todavía no
estábamos en lugar seguro. Sin darme cuenta, llegamos a los cuatro árboles
donde había sido tan cruelmente amarrada. Al volver a ver aquel lugar, me
estremecí; se ofreció entonces ante mis miradas todo el horror de mi destino, y
podéis suponer como aumentó mi espanto cuando vi la preparación de aquel lugar
fatal. De uno de los árboles colgaban unas cuerdas; tres monstruosos dogos
ingleses estaban atados a los otros tres, y parecían estar esperándome para
entregarse a la necesidad de comer que anunciaban sus fauces espumeantes y
abiertas. Uno de los favoritos del conde los guardaba.
Entonces, el pérfido, utilizando conmigo los más groseros epítetos,
me dijo:
––Bribona, ¿reconoces el matorral del que te saqué como una fiera
salvaje para devolverte a la vida que habías merecido perder?... ¿Reconoces los
árboles donde amenacé con devolverte si alguna vez me obligabas a arrepentirme
de mis bondades? ¿Por qué aceptaste los servicios que te pedía contra mi tía si
tenías la intención de traicionarme, y cómo has imaginado servir a la virtud
arriesgando la libertad de aquel a quien debías la felicidad? Situada
necesariamente entre esos dos crímenes, ¿por qué has elegido el más
abominable?
––¡Ay de mí! ¿No he elegido el que lo era menos?
––Tenías que negarte ––continuó el furioso conde, cogiéndome por un
brazo y zarandeándome con violencia––, sí, sin duda, negarte y no aceptar para
traicionarme.
Entonces el señor de Bressac me contó todo lo que había hecho para
sorprender las misivas de la señora, y cómo había nacido la sospecha que le
había llevado a desviarlas.
––¡.Qué has conseguido con tu falsedad, criatura indigna?
––prosiguió––. Has arriesgado tus días sin conservar los de mi tía. El golpe
está dado. Mi regreso al castillo me ofrecerá sus frutos. Pero es preciso que
perezcas, es preciso que aprendas, antes de expirar, que el camino de la
virtud no siempre es el más seguro, y que existen circunstancias en el mundo en
las que la complicidad con un crimen es preferible a su delación.
Y sin darme tiempo a contestar, sin demostrar la menor piedad por el
cruel estado en que me hallaba, me arrastra hacia el árbol que me estaba
destinado y donde aguardaba su favorito.
––Ahí tienes ––le dijo–– a la que ha querido envenenar a mi tía, y
que quizás ya ha cometido el horrible crimen, pese a mis esfuerzos por
prevenirla. Sin duda habría hecho mejor en entregarla en manos de la justicia,
pero allí habría perdido su vida, y yo quiero dejársela para que sufra más
tiempo.
Entonces los dos malvados se apoderan de mí y me desnudan en un instante.
––¡Qué hermosas nalgas! ––decía el conde con un tono de la más cruel
ironía y manipulándolas con brutalidad––. ¡Qué soberbias carnes!... ¡Un
excelente almuerzo para mis dogos!
Cuando ya no llevo encima ninguna ropa, me atan al árbol con una
cuerda que rodea mi cintura, dejándome los brazos libres para que pueda
defenderme lo mejor posible; y por la distancia que dejan a la cuerda puedo
avanzar y retroceder unos seis pies. Una vez ahí, el conde, muy excitado, acude
a observar mi actitud. Gira a mi alrededor. Por la ruda manera con que me toca,
parece que sus manos asesinas quisieran competir con la rabia de los colmillos
acerados de sus perros.
––¡Vamos! ––le dice a su ayudante––, suelta a los animales, ya es
hora.
Les desencadenan, el conde los excita, los tres se arrojan sobre mi
desdichado cuerpo. Diríase que se lo reparten para que ninguna de sus partes
quede exenta de sus furiosos asaltos. Por mucho que los rechace, me desgarran
cada vez con mayor furia, y a lo largo de esta escena horrible, Bressac, el
indigno Bressac, como si mis tormentos hubieran encendido su pérfida lujuria...
¡infame!, se ofrecía, examinándome, a las criminales caricias de su favorito.
––Ya basta ––dijo, al cabo de unos minutos––, ata a los perros y
abandona esta desgraciada a su mala suerte. ––¡Bien, Thérèse! ––me dijo en voz baja, rompiendo mis ataduras––. Como ves, a veces la
virtud cuesta muy cara. ¡,Crees que dos mil escudos de pensión no eran mejor
que los mordiscos que ahora te cubren?
Pero en el horrible estado en que me encuentro, apenas puedo oírle. Me
arrojo a los pies del árbol y estoy a punto de perder el conocimiento.
––Soy muy bueno al salvarte la vida ––dice el traidor, al que mis
males irritan––, vigila por lo menos el uso que harás de este favor...
Después me ordena que me levante, que recoja mis ropas y que abandone
cuanto antes el lugar. Como la sangre mana de todas partes, a fin de que mi
vestido, el único que me queda, no se manche, arranco hierba para refrescarme y
después secarme, mientras Bressac se pasea de un lado a otro, mucho más ocupado
en sus ideas que en mí.
La hinchazón de mis carnes, la sangre que sigue manando, los
espantosos dolores que soporto, hacen que me resulte casi imposible la
operación de vestirme, sin que en ningún momento el deshonesto hombre que acaba
de situarme en tan cruel estado... él, por el que antes yo habría sacrificado
mi vida, se dignara concederme la menor señal de conmiseración. Así que estuve
preparada, me dijo:
––Ve donde quieras. Debe quedarte dinero, no te lo quito, pero procura
no volver a aparecer por ninguna de mis casas, tanto en la ciudad como en el
campo. Hay dos poderosas razones en contra. En primer lugar, conviene que sepas
que el proceso que creías terminado no lo está. Se te ha dicho que había sido
sobreseído, te han engañado. El decreto sigue vigente. Te dejaban en esta
situación para ver cómo te portabas. En segundo lugar, aparecerás públicamente
como la asesina de la marquesa. Si sigue en vida, haré que se vaya con esta
idea a la tumba, y lo sabrá toda la casa. Así que te enfrentas a dos procesos
en lugar de uno, y en lugar de un vil usurero tendrás como adversario a un hombre
rico y poderoso, decidido a perseguirte hasta el infierno, si abusas de la vida
que su piedad te ha concedido.
––Pero, señor ––contesté––,
cualesquiera que sean vuestros
rigores hacia mí, no temáis nada de mis pasos. He creído que debía actuar
contra vos cuando se tra taba de la vida de vuestra tía, jamás emprenderé nada
cuando sólo se trate de la desdichada Thérèse. Adiós, señor,
¡ojalá vuestros crímenes os hagan tan feliz como tormentos me ocasionan
vuestras crueldades! Y sea cual sea la suerte que me depare el cielo, en tanto
que quiera conservar mis deplorables días sólo los utilizaré en rezar por vos.
El conde alzó la cabeza. No le quedaba más remedio que mirarme ante
estas palabras, y como me vio vacilante y cubierta de lágrimas, por el temor de
con moverse sin duda, el cruel se alejó y ya no volví a verle. Totalmente
entregada a mi dolor, me dejé caer al pie del árbol, y allí, dándoles el más
libre curso, hice resonar el bosque con mis gemidos. Abracé la tierra con mi
desdichado cuerpo, y regué la hierba con mis lágrimas.
––¡Oh, Dios mío! ––exclamé––,
vos lo habéis querido; estaba
escrito en vuestros eternos decretos que el inocente fuera la presa del
culpable. Disponed de mí, Señor, todavía estoy muy lejos de los males que
habéis sufrido por nosotros. ¡Ojalá los que yo soporto adorándoos me hagan
digna un día de las recompensas que prometéis al débil, cuando os tiene por objeto
en sus tribulaciones y os glorifica en sus penas!
Caía la noche. Se me hacía imposible proseguir; apenas podía
sostenerme. Dirigí la mirada al matorral donde me había acostado cuatro años
antes; como pude me arrastré hasta él y, colocándome en el mismo lugar,
atormentada por mis heridas todavía sangrantes, abrumada por los males de mi
espíritu y por las penas de mi corazón, pasé la noche más cruel que quepa imaginar.
Como el vigor de mi edad y de mi temperamento me habían devuelto un
poco de fuerza al apuntar el día, demasiado asustada por la vecindad de aquel
cruel cas tillo, me alejé rápidamente de él. Abandoné el bosque y, decidida a
ocupar, al riesgo que fuera, la primera habitación que encontrara, entré en la
aldea de Saint-Marcel, a unas cinco leguas de París. Pregunté por la casa del
cirujano y me la indicaron. Le rogué que curara mis heridas y le conté que, al
escapar por una historia de amor de la casa de mi madre en París, había sido
asaltada de noche por unos bandidos en el bosque que, para vengarse de las
resistencias que había opuesto a sus deseos, me habían hecho tratar así por sus
perros.
Rodin, así se llamaba aquel artista, me examinó con la mayor atención
y no descubrió nada peligroso en mis llagas. Me dijo que habría garantizado devolverme
en menos de quince días tan fresca como antes de mi aventura si hubiera llegado
a su casa en el mismo instante; pero la noche y la angustia habían emponzoñado
las heridas y tardaría un mes en restablecerme. Rodin me alojó en su casa, me
dio todos los cuidados posibles, y al día treinta ya no quedaba en mi cuerpo
ningún vestigio de las crueldades del señor de Bressac.
Tan pronto como el estado en que me hallaba me permitió tomar aire, mi
primera preocupación fue intentar encontrar en la aldea una joven
suficientemente hábil e inteligente para ir al castillo de la marquesa para
informarme de todas las novedades ocurridas desde mi marcha. La curiosidad no
era el verdadero motivo que me impulsaba a este paso. Esta curiosidad, probablemente
peligrosa, habría estado con toda seguridad muy fuera de lugar; pero todo lo
que había ganado con la marquesa seguía en mi habitación, apenas llevaba seis luises encima, y poseía más de cuarenta en el castillo. No me imaginaba que
el conde fuera tan cruel como para negarme lo que me pertenecía tan
legítimamente. Persuadida de que pasado el primer furor, no querría cometer
conmigo semejante injusticia, escribí una carta lo más conmovedora posible. Le
oculté cuidadosamente el lugar donde vivía, y le supliqué que me enviara mis
ropas junto con el escaso dinero que tenía en mi habitación. Una campesina de
veinticinco años, despierta e inteligente, se encargó de mi carta, y me
prometió informarse bajo mano para comunicarme a su vuelta los diferentes
temas cuyo esclarecimiento le dejé ver que me resultaba necesario. Le
recomendé, por encima de todo, que ocultara el nombre del lugar donde me
hallaba, que no hablara de mí para nada, y que dijera que había recibido la
carta de un hombre que la traía de más allá de quince leguas. Jeannette se fue, y, veinticuatro horas después, me trajo la respuesta. Todavía
existe, aquí está, señora, pero permitidme contaros, antes de leérosla, lo que
había ocurrido en casa del conde desde mi ausencia.
La marquesa de Bressac había caído gravemente enferma el mismo día de
mi desaparición del castillo, y murió dos días después en medio de unos dolores
y unas convulsiones espantosas. Acudieron los parientes, y el sobrino, que
parecía sumido en la mayor desolación, pretendió que su tía había sido
envenenada por una camarera que se había evadido aquel mismo día. La estaban
buscando, y tenían la intención de dar muerte a esa desdichada si la
encontraban. Por otra parte, gracias a esta sucesión, el conde acabó siendo
mucho más rico de lo que había creído. La caja fuerte, la cartera y las joyas
de la condesa, objetos todos ellos de los que no se tenía conocimiento, ponían
a su sobrino, al margen de las rentas, en posesión de mas de seiscientos mil
francos. En medio de su afectado dolor, al joven le costaba mucho esfuerzo, se
decía, ocultar su alegría, y los parientes, convocados para la exhumación del
cuerpo exigida por el conde, después de haber deplorado la suerte de la
desdichada marquesa, y jurado vengarla si la culpable caía en sus manos, lo dejaron
en la plena y tranquila posesión de su maldad. El propio señor de Bressac habló
con Jeannette y le formuló varias preguntas, pero como la
joven había contestado con tanta franqueza y firmeza, finalmente se decidió a
darle su respuesta sin acuciarla más.
––Aquí tenéis esta carta fatal ––dijo Thérèse entregándola a la señora de Lorsange––, sí, ahí la tenéis, señora, a
veces mi corazón sigue necesitándola, y la conservaré hasta mi muerte. Si
podéis, leedla sin estremeceros.
La señora de Lorsange, después de recoger la nota de manos de nuestra
bella aventurera, leyó en ella las palabras siguientes:
«La desalmada que ha envenenado a mi tía tiene la osadía de atreverse
a escribirme después de su execrable delito. Lo mejor que hace es ocultarme su
retiro; puede estar segura de que lo pasará mal si la descubrimos. ¿Qué se
atreve a reclamar? ¿Cómo habla de dinero? El que haya podido dejar equivale a
los robos que ha cometido, tanto durante su estancia en la casa como al
consumar su último crimen. Que evite un segundo envío semejante a éste, pues se
le comunica que se arrestaría a su portador hasta que el lugar que encubre a la
culpable fuera conocido por la justicia».
––Proseguid, querida niña ––dijo la señora de Lorsange devolviendo la
nota a Thérèse––, son actitudes que horrorizan. Nadar en oro, y
negar a una desdichada que no ha querido cometer un crimen lo que ha ganado
legítimamente, es una infamia gratuita que carece de parangón.
––¡Ay, señora! ––continuó Thérèse, retomando el hilo
de su historia––, pasé dos días llorando con esta malaventurada carta. Gemí
mucho más por el comportamiento horrible que demostraba que por los
rechazos que contenía. ¡Así que era culpable!, exclamé, ¡denunciada por
segunda vez a la justicia por haber sabido respetar en exceso sus leyes! De
acuerdo, no me arrepiento: por muchas cosas que puedan ocurrirme, jamás
conoceré los remordimientos mientras mi alma siga pura y no haya cometido otro
mal que el de haber atendido en exceso los sentimientos equitativos y virtuosos
que jamás me abandonarán.
Me resulta imposible creer, sin embargo, que las investigaciones de
que me hablaba el conde fueran reales. Eran tan poco verosímiles, resultaba tan
peligroso para él hacerme aparecer ante la justicia que supuse que, en el fondo
de sí mismo, él debía estar mucho más asustado de verme que yo temblorosa por
sus amenazas. Estas reflexiones me decidieron a seguir donde estaba, e incluso
a instalarme allí si era posible, hasta que mis fondos crecieran y me
permitieran alejarme. Comuniqué mi proyecto a Rodin, que lo aprobó, y hasta me
propuso que permaneciera en su casa; pero antes de contaros la decisión que
tomé, es necesario daros una idea de ese hombre y de su entorno.
Rodin era un hombre de cuarenta años, moreno, de cejas espesas, mirada
viva, apariencia vigorosa y saludable, pero al mismo tiempo libertina. Muy por
encima de su estado, y poseyendo de diez a doce mil libras de rentas, Rodin
sólo ejercía el arte de la cirugía por gusto. Tenía una preciosa casa en
Saint––Marcel que sólo ocupaba, habiendo perdido a su mujer desde hacía unos
años, con dos jóvenes para servirle y su hija. Esta joven, llamada Rosalie, acababa de cumplir catorce años; reunía todos los encantos más
atractivos: un talle de ninfa, una cara redonda, fresca, extraordinariamente
animada, de rasgos amables y pícaros, la más bonita boca posible, unos grandes
ojos negros, llenos de expresión y de sentimiento, unos cabellos castaños que
caían hasta su cintura, la piel de un resplandor... de una finura increíbles;
además, los más bellos senos del mundo; aparte de la inteligencia, vivacidad, y
una de las almas más bellas que haya podido crear la naturaleza. En cuanto a
las compañeras con las que debía servir en esta casa, eran dos campesinas, de
las que una hacía de gobernanta y la otra de cocinera. La que desempeñaba el
primer cometido podía tener veinticinco años, la otra tenía dieciocho o
veinte, y ambas eran extraordinariamente bonitas; esta elección despertó mis
sospechas sobre el deseo que manifestó Rodin de conservarme. ¿Qué necesidad
tiene de una tercera doncella, me decía, y por qué las quiere bonitas?
Seguramente, continuaba, en todo eso hay algo poco conforme con las costumbres
regulares de las que no quiero apartarme jamás; examinémoslo.
Rogué, en consecuencia, al señor Rodin que me dejara seguir
recuperándome una semana más en su casa, asegurándole que antes del final de
este período le daría mi respuesta sobre lo que me quería proponer.
Aproveché este intervalo para relacionarme más estrechamente con Rosalie, decidida a no establecerme en casa de su padre mientras hubiera algo
en ella que pudiera molestarme. Examinándolo todo con esta intención, descubrí
al siguiente día que aquel hombre tenía un arreglo que a partir de entonces me
inspiró furiosas sospechas sobre su conducta.
El señor Rodin tenía en su casa una pensión de niños de ambos sexos;
había obtenido ese privilegio en vida de su mujer y no creyeron que debían
privarle de él cuando la había perdido. Los pupilos del señor Rodin eran poco
numerosos, pero escogidos; eran en total catorce muchachas y catorce muchachos.
Jamás los admitía con menos de doce años, y siempre eran despedidos a los
dieciséis. Nada tan lindo como los adolescentes que admitía Rodin. Si se le
presentaba alguno que tuviera algunos defectos corporales, o fuera feo, tenía
el arte de rechazarlo con veinte pretextos, siempre teñidos de sofismas a los
que nadie podía responder. Así, o el número de sus pensionistas no estaba
completo, o lo que había era siempre encantador. Los niños no comían en su
casa, pero iban a ella dos veces al día, de siete a once por la mañana y de
cuatro a ocho por la tarde. Si hasta entonces todavía no había visto todo este
pequeño alboroto era porque, llegada a casa de ese hombre durante las
vacaciones, los escolares estaban fuera; reaparecieron en el momento de mi
convalecencia.
El propio Rodin se ocupaba de la enseñanza; su gobernanta se encargaba
de la de las muchachas, a la que él pasaba así que había terminado la
instrucción de los muchachos. Enseñaba a los jóvenes alumnos a escribir,
aritmética, un poco de historia, dibujo, música, y no utilizaba para todo eso
otros maestros que él.
Manifesté en primer lugar mi asombro a Rosalie de que, ejerciendo su padre la función de cirujano, pudiera al mismo
tiempo desempeñar la de maestro de escue la. Le dije que me parecía extraño
que, pudiendo vivir acomodadamente sin practicar ninguna de las dos profesiones,
se tomara el trabajo de consagrarse a ellas. Rosalie, con la que ya me entendía muy bien, se rió de mi reflexión; la manera
como ella acogió lo que le decía me inspiró aún más curiosidad, y le supliqué
que se confiara enteramente conmigo.
––Escucha, Thérèse ––me dijo la encantadora muchacha con todo
el candor de su edad y toda la ingenuidad de su amable carácter––, escucha, te
lo contaré todo, veo que eres una joven honesta... incapaz de traicionar el
secreto que voy a confiarte. Muy probablemente, querida amiga, mi padre puede
prescindir de todo esto, y que ejerza los dos oficios que tú le ves hacer se explica
por dos motivos que voy a revelarte. Practica la cirugía por gusto, por el mero
placer de realizar en su arte nuevos descubrimientos. Ha hecho tantos, ha
publicado sobre su especialidad unas obras tan apreciadas, que pasa
generalmente por ser el hombre más hábil que existe ahora en Francia. Ha
trabajado veinte años en París, y se ha retirado al campo por voluntad propia.
El verdadero cirujano de Saint––Marcel es un tal Rombeau, que él ha tomado bajo su protección, y al que asocia a sus experiencias.
¿Quieres saber ahora, Thérèse,
lo que le lleva a tener
pensionistas?... El libertinaje, hija mía, sólo el libertinaje, pasión que él
lleva al máximo. Mi padre encuentra en sus escolares de ambos sexos unos
objetos que la dependencia somete a sus inclinaciones, y él se aprovecha...
Pero ven... sígueme ––me dijo Rosalie––, hoy viernes es precisamente uno de
los tres días de la semana en que castiga a los que han cometido faltas. En ese
tipo de castigo es donde mi padre encuentra sus placeres. Sígueme, te digo, y
verás lo que hace. Se puede observar todo desde el cuarto de aseo de mi
habitación, contiguo al de sus maniobras. Vayamos allí sin hacer ruido, y
procura sobre todo no decir jamás una palabra, tanto de lo que te he contado
como de lo que verás.
Era demasiado importante para mí conocer las costumbres del nuevo
personaje que me ofrecía un asilo para que descuidase nada de lo que podía
desvelármelas. Sigo los pasos de Rosalie, me coloca al lado
de un tabique bastante mal hecho que deja, entre los tablones que lo forman,
varias rendijas que bastan para distinguir todo lo que ocurre en la habitación
vecina.
Apenas nos hemos apostado entra Rodin, trayendo consigo a una muchacha
de catorce años, blanca y bonita como el Amor. La pobre criatura hecha un mar
de lágrimas, desgraciadamente al corriente de lo que la espera, acompaña
gimiendo a su duro maestro, y se arroja a sus pies, implora su perdón, pero
Rodin, inflexible, enciende en su propia severidad las primeras chispas de su
placer que ya brotan de su corazón a través de sus feroces miradas...
––¡Oh, no, no! ––exclama
él–– ¡No, no! Son ya demasiadas
veces lo mismo, Julie. Me arrepiento de mis bondades, sólo han servido para sumirte en nuevas
faltas, pero ¿la gravedad de ésta podría dejarme utilizar la clemencia, en el
supuesto de que lo quisiera?... ¡Darle una nota a un muchacho al entrar en
clase!
––¡Señor, le prometo que no!
––¡Cómo! Yo lo he visto, lo he visto. No te creas nada ––me dijo en
este momento Rosalie––, son faltas que él
inventa para apoyar sus pretextos. Esta pequeña es un ángel y, como se le
resiste, la trata con dureza.
Y mientras tanto, Rodin, muy nervioso, coge las manos de la muchacha,
las sube hasta atarlas a la argolla de una columna colocada en el centro de la
cámara de castigo. Julie está indefensa... sólo... su hermosa cabeza lánguidamente vuelta hacia
su verdugo, los soberbios cabellos en desorden, y unas lágrimas que inundan el
más bello rostro del mundo... el más dulce... el más interesante. Rodin
contempla esta escena y se excita. Coloca una venda sobre los ojos que le
imploran. Julie ya no ve nada Rodin, más a sus anchas, desprende los velos del pudor,
la camisa arremangada bajo el corsé sube hasta la mitad de las caderas...
¡Cuánta blancura, cuántas bellezas! Son rosas deshojadas sobre lirios por las
propias manos de las Gracias. ¿Quién será, pues, tan duro como para condenar al
tormento unos encantos tan frescos... tan excitantes? ¿Qué monstruo puede
buscar el placer en el seno de las lágrimas y del dolor? Rodin la mira... su
mirada extraviada le recorre de arriba abajo, sus manos se atreven a profanar
las flores que sus crueldades marchitarán. Totalmente de frente, no puede escapársenos
ningún gesto. A veces el libertino entreabre y otras oculta los lindos encantos
que le fascinan; nos los ofrece bajo todas sus formas, pero sólo se limita a
eso. Aunque el auténtico templo del amor esté a su alcance, Rodin, fiel a su
culto, no le dirige ni una sola mirada, teme incluso su aparición. Si la
actitud lo expone, él lo encubre. La más leve digresión turbaría su homenaje,
no quiere que nada lo distraiga... Al fin su furor supera los límites, lo
expresa primeramente con insultos, colma de amenazas y de frases soeces a la
pobrecita desdichada, temblorosa bajo los golpes con que se ve a punto de ser
desgarrada. Rodin ya está fuera de sí, coge un puñado de varas de una cuba,
donde adquieren, en el vinagre que las empapa, mayor humedad y penetración...
Vamos ––dice acercándose a su víctima––, prepárate, hay que sufrir...
Y el cruel, dejando caer con un brazo vigoroso los haces a plomo sobre
todas las partes que se le ofrecen, comienza por asestar veinticinco vergajazos
que no tar dan en colorear de bermellón el tierno rosicler de esa piel tan
fresca.
Julie grita... unos gritos tan agudos que desgarraban
mi alma... las lágrimas manan bajo su vendas y caen como perlas sobre sus
hermosas mejillas. Rodin aún se enfurece más... Lleva sus manos a las partes
maltratadas, las toca, las aprieta, parece prepararlas para nuevos asaltos. No
tardan en seguir a los primeros, Rodin comienza de nuevo, no asesta un solo
golpe que no vaya precedido de un insulto, de una amenaza o de un reproche...
aparece la sangre... Rodin se extasía; se deleita contemplando las pruebas
palpables de su ferocidad. Ya no puede contenerse, el estado más indecente
manifiesta su llama; ya no teme descubrirse del todo. Julie
no puede verle... Por un
instante se acerca a la brecha, le gustaría encaramarse sobre ella como un vencedor,
pero no se atreve. Recomenzando nuevas tiranías, Rodin fustiga con toda su
fuerza. Acaba por entreabrir a fuerza de cintarazos el asilo de las gracias y
de la voluptuosidad... Está totalmente fuera de sí; su borrachera ha llegado
al punto de impedirle el uso de la razón: jura, blasfema, vocifera, nada escapa
a sus bárbaros golpes, todo cuanto se ve es tratado con el mismo rigor; pero
el malvado consigue dominarse, percibe la imposibilidad de ir más lejos sin el
peligro de perder unas fuerzas que le son necesarias para nuevas operaciones.
––Vístete ––le dice a Julie, desatándola y vistiéndose también él––. Si
vuelves a repetirlo, piensa que no te escaparás con tan poco.
Devuelta Julie a su clase, Rodin va a la de los muchachos. Trae consigo
inmediatamente un joven escolar de quince años, hermoso como el día. Rodin lo
regaña; más cómodo con él sin duda, lo mima, lo besa mientras le sermonea:
––Mereces ser castigado ––le dice––, y lo serás...
Después de estas palabras, supera con el niño todos los límites del
pudor. Pero aquí todo le interesa, no se excluye nada, lo velos se alzan, todo
se palpa indistintamente. Rodin amenaza, acaricia, besa, insulta. Sus dedos
impíos intentan hacer nacer en el muchacho los sentimientos de voluptuosidad
que también le exige.
––Vaya ––le dice el sátiro, al contemplar su éxito––, te veo en el
estado que te había prohibido... Apuesto a que con dos sacudidas mas me lo
echarás todo encima...
Harto seguro de las titilaciones que produce, el libertino se acerca
para recoger el homenaje, y su boca es el templo ofrecido al dulce incienso.
Sus manos provocan los chorros, los atrae, los devora, él mismo está a punto de
estallar, pero quiere llegar al final.
––¡Ah! Voy a castigarte por esta tontería ––dice levantándose.
Inmoviliza las dos manos del joven y se ofrece por entero el altar
donde quiere sacrificar su furor. Lo entreabre, sus besos lo recorren, su
lengua se hunde y se pierde en él. Rodin, ebrio de amor y de ferocidad, mezcla
ambas expresiones y sentimientos...
––¡Ah!, briboncillo ––exclama––, tengo que
vengarme de la ilusión que me procuras.
Enarbola las varas. Rodin fustiga; más excitado sin duda que con la
vestal, sus golpes se tornan mucho más fuertes y mucho más numerosos; el niño
llora, Rodin se extasía, pero nuevos placeres le reclaman, suelta al niño y
vuela hacia otros sacrificios. Una chiquilla de trece años sucede al muchacho,
y a ésa otro escolar, seguido de una muchacha. Rodin azota a nueve, cinco
muchachos y cuatro muchachas; el último es un chiquillo de catorce años, con
una cara deliciosa: Rodin quiere disfrutar de él, el escolar se defiende;
extraviado por la lujuria, lo azota, y el malvado, que ya está fuera de sí,
lanza los chorros espumosos de su llama sobre las partes maltratadas de su
joven alumno, lo moja de las caderas a los talones: nuestro corrector, furioso
por no haber tenido la fuerza suficiente para contenerse por lo menos hasta el
final, suelta al niño de mala gana, y lo devuelve a la clase asegurándole que
no le pasará nada. Eso fue lo que escuché y las escenas que me sorprendieron.
––¡Oh, cielos! ––le dije a Rosalie cuando las espantosas
escenas terminaron––, ¿cómo puede entregarse a semejantes excesos? ¿Cómo puede
deleitarse con los tormentos que inflige?
––Aún no lo sabes todo ––me contesta Rosalie––; escucha ––me dice regresando conmigo a su habitación––, lo qué has
visto puede hacerte entender que, cuando mi padre halla algunas facilidades en
sus jóvenes alumnos, lleva sus horrores mucho más lejos. Abusa de las jóvenes
de la misma manera que de los muchachos ––de aquella criminal manera, me dio a
entender Rosalie, que yo misma había pensado llegar a ser víctima con el jefe
de los bandidos, en cuyas manos había caído después de mi evasión de la Conciergerie, y con la que había sido manchada por el
negociante de Lyon––. Con ello ––prosiguió la joven––, las jóvenes no quedan deshonradas,
ningún embarazo a temer, y nada les impide encontrar esposo; no hay año que no
corrompa así a todos los muchachos, y por lo menos a la mitad de las restantes
criaturas. De las catorce muchachas que has visto, ocho ya han sido marchitadas
de esta manera, y ha disfrutado de nueve muchachos; las dos mujeres que le
sirven son sometidas a los mismos horrores... Oh, Thérèse ––añadió Rosalie precipitándose a mis brazos––, oh, querida
amiga, yo también, también a mí me ha seducido desde mi tierna infancia; apenas
tenía once años cuando ya era su víctima... lo era, ¡ay de mí!, sin poder
defenderme...
––Pero, señorita ––le interrumpí, asustada...––, ¿y la religión? Os
quedaba por lo menos este camino... ¿No podíais consultar con un director y
confesárselo todo?
––¡Ah! ¿No sabes, pues, que a medida que nos pervierte, sofoca en
nosotros todas las semillas de la religión, y nos prohibe todas sus
prácticas?... Y además, ¿qué podía hacer yo? Casi no me ha instruido. Lo poco
que me ha contado sobre esas materias sólo ha sido por el temor de que mi
ignorancia traicionara su impiedad. Pero jamás me he confesado, nunca he hecho
mi primera comunión; sabe ridiculizar tan bien todas estas cosas, absorber en
nosotros hasta las menores ideas, que aleja para siempre de sus deberes a las
que ha sobornado; o, si se ven obligadas a cumplirlos a causa de su familia,
es con una tibieza y una indiferencia tan totales que no teme nada de su
indiscreción. Pero convéncete, Thérèse, convéncete con tus
propios ojos ––prosigue empujándome rápidamente al retrete de donde salíamos––
ven, esa habitación en la que castiga a los escolares es la misma en la que
disfruta de nosotras; ya ha terminado la clase, es la hora en que, excitado por
los preliminares, vendrá a desquitarse de la presión que le impone a veces su
prudencia. Regresa al lugar donde estabas, querida amiga, y tus ojos lo
descubrirán todo.
Por escasa curiosidad que sintiera por esos nuevos horrores, era mejor
para mí, sin embargo, ocultarme en ese retrete que dejarme sorprender con Rosalie durante las clases. Rodin infaliblemente habría concebido sospechas.
Así que me siento. Apenas he entrado, aparece Rodin con su hija. La conduce al
lugar donde ha estado antes, y acuden también las dos doncellas. Allí, el
impúdico Rodin, libre ya de medidas que guardar, se entrega a sus anchas y sin
el menor velo a todas las irregularidades de su desenfreno. Las dos campesinas,
completamente desnudas, son azotadas con todas las fuerzas. Mientras actúa
sobre una, la otra se lo devuelve, y, en el intervalo, abruma con las más
sucias caricias, las más desenfrenadas, las más asquerosas, el mismo altar que
Rosalie, subida a un sillón, le presenta un poco
inclinada. Le llega finalmente el turno a esa desdichada: Rodin la ata al poste
como a sus escolares, y mientras que una tras otra, y a veces las dos juntas,
sus doncellas le desgarran a él, él azota a su hija y la golpea desde la mitad
de los riñones hasta el final de los muslos, extasiándose de placer. Su
agitación es extrema, aúlla, blasfema, flagela; apenas sus varas se graban en
algún lugar, sus labios se pegan a él. Y el interior del altar, y la boca de
la víctima... todo, excepto la parte delantera, todo es devorado a chupetones.
Pronto, sin variar de posición, limitándose a situárselo más fácil, Rodin
penetra en el asilo estrecho de los placeres; y el mismo trono, durante ese
tiempo, es ofrecido a sus besos por su gobernanta, mientras la otra muchacha le
azota con todas sus fuerzas. Rodin está en la gloria, atraviesa, desgarra, mil
besos a cual más cálido expresan su ardor sobre lo que se ofrece a su lujuria:
la bomba estalla, y el embriagado libertino se atreve a saborear los más dulces
placeres en el seno del incesto y de la infamia.
Tras esto se marchó a comer: después de tales hazañas, necesitaba
reponerse. Por la tarde continuaba tanto la clase como la corrección. De
haberlo deseado, podía contemplar las nuevas escenas, pero fueron suficientes
para convencerme y decidir mi respuesta a las ofertas de aquel malvado. La
época en que debía dársela se aproximaba. Dos días después de estos acontecimientos,
él mismo vino a pedírmela a mi habitación. Me sorprendió en la cama. El
pretexto de ver si quedaba alguna huella de mis heridas le ofreció, sin que yo
pudiera oponerme, el derecho de examinarme desnuda, y como llevaba haciéndolo
por lo menos dos veces al día desde hacía un mes, sin que yo hubiera notado en
él nada que pudiera herir mi pudor, no creí que debiera resistirme. Pero, esta
vez, Rodin tenía otras intenciones: cuando ha llegado al objeto de su culto,
pasa uno de sus muslos alrededor de mi cintura, y lo aprieta tanto que me
encuentro, por decirlo de algún modo, indefensa.
––Thérèse ––me dice entonces paseando sus manos de modo como para despojarme de
toda duda––, ya estás restablecida, querida, ahora puedes demostrarme la gra
titud que veo que rebosa tú corazón. La manera es fácil, sólo necesito esto
––prosiguió el traidor inmovilizándome con todas las fuerzas de que
disponía...––. Sí, sólo esto, esta es mi recompensa, nunca exijo otra cosa de
las mujeres... Pero ––prosiguió–– es de los más hermosos que he visto en mi
vida... ¡Qué redondeces!... i
qué elasticidad!... ¡qué piel
tan fina!... ¡Oh, qué ganas tengo de disfrutarlo!...
Al decir eso, Rodin, verosímilmente ya dispuesto a la ejecución de sus
proyectos, se ve obligado a soltarme un momento para acabar de realizarlos. Yo
aprovecho la libertad que me concede, y, soltándome de sus brazos, le digo:
––Señor, le ruego que se convenza de que no hay nada en el mundo que
pueda obligarme a los horrores que parecéis desear. Estoy de acuerdo en que os
debo agradecimiento, pero no lo satisfaré al precio de un crimen. Soy pobre y
muy desdichada, sin duda; pero no importa, ahí tenéis el escaso dinero que
poseo ––continué ofreciéndole mi miserable bolsa––, tomad el que consideréis
oportuno, y dejadme abandonar esta casa, por favor, ya que estoy en condiciones
de hacerlo.
Rodin, sorprendido de una resistencia que no esperaba en una joven
desprovista de recursos, y que, según una injusticia común en los hombres,
suponía desho nesta por el solo hecho de que se hallaba en la miseria, Rodin,
digo, me mira con atención:
––Thérèse ––continúa al cabo de un instante––, es bastante inoportuno que te
hagas la vestal conmigo... Creo que tenía derecho a algunas complacencias por
tu parte. No importa, conserva tu dinero, pero no me abandones. Me satisface
mucho tener a una joven decente en mi casa, ¡las que me rodean lo son tan
poco!... Ya que si en este caso te muestras tan virtuosa, confío en que lo
serás también en todos. Mis intereses coincidirán, mi hija te quiere, acaba de
suplicarme hace sólo un momento que te pidiera que no nos abandonaras.
Quédate, pues, con nosotros, te invito a ello.
––Señor ––le contesté––, no sería feliz. Las dos mujeres que os sirven
aspiran a todos los sentimientos que vos queráis concederles. Me verían con
celos, y tarde o temprano me vería obligada a abandonaros. ––No te preocupes
––me contestó Rodin––, no temas ninguno de los efectos de los celos de estas
mujeres. Yo sabré mantenerlas en su sitio guardando el tuyo, y sólo tú poseerás
mi confianza sin que ello te procure ningún riesgo. Pero para seguir siendo
digna de ella, es bueno que sepas que la primera cualidad que exijo de ti, Thérèse, es una discreción a toda prueba. Aquí ocurren muchas cosas, muchas que
contrariarán tus principios virtuosos. Hay que verlo todo, hija mía, oírlo
todo, y jamás decir nada... Quédate conmigo, Thérèse. Quédate, hija mía. Recibiré con alegría que no te marches. En medio
de los muchos vicios a que me arrastran un temperamento fogoso, una mente
desenfrenada y un corazón muy inclinado al vicio, tendré por lo menos el
consuelo de contar con un ser virtuoso cerca de mí, y en cuyo seno me arrojaré
como a los pies de un dios, cuando esté ahíto de mis excesos...
«¡Oh, cielos!», pensé en aquel momento, «así que la virtud es
necesaria, indispensable para el hombre, ¡ya que el propio vicioso se siente
obligado a tranquilizarse con ella, y utilizarla como amparo!» Recordando a continuación
las peticiones que me había hecho Rosalie de que no la
abandonara, y creyendo descubrir en Rodin algunos buenos principios, me
comprometí decididamente a seguir en su casa.
––Thérèse ––me dijo Rodin al cabo de unos días––, voy a colocarte al lado de mi
hija. Así, no tendrás que mezclarte con mis otras dos doncellas, y te doy trescientas
libras de sueldo.
Una colocación semejante era una especie de fortuna en mi situación.
Inflamada por el deseo de devolver a Rosalie al bien,
y tal vez a su mismo padre, si adquiría algún poder sobre él, no me arrepentí
en absoluto de lo que acababa de hacer... Después de hacerme vestir, Rodin me
llevó al instante ante su hija, anunciándole que me entregaba a ella. Rosalie me recibió con exaltadas muestras de júbilo, y me instalé
inmediatamente.
No pasaron ocho días sin que comenzara a trabajar en las conversiones
que deseaba, pero el empecinamiento de Rodin rompía todas mis medidas.
––No creas ––contestaba a mis sabios consejos–– que la especie de
homenaje que he rendido a la virtud en tu persona sea una prueba de que la
aprecio, ni de que la prefiero al vicio. Si así lo supusieras, Thérèse, te equivocarías. Aquellos que, a partir de lo que he hecho contigo,
sostuvieran por esa actitud la importancia o la necesidad de la virtud, caerían
en un gran error, y me molestaría mucho que tú creyeras que esta es mi manera
de pensar. La caseta que me sirve de amparo en la caza cuando los rayos
ardientes del sol se clavan a plomo en mi persona, no es ciertamente un
monumento útil, su necesidad sólo es circunstancial. Yo me expongo a una
especie de peligro, encuentro algo que me proteje de él, lo utilizo, pero ¿es
por ello menos inútil?, ¿puede ser menos despreciable? En una sociedad totalmente
viciosa, la virtud no serviría de nada. Como las nuestras no son así, es
absolutamente preciso burlarla, o utilizarla, a fin de tener menos que temer de
los que la siguen. Si nadie la adoptara, se volvería inútil. Así que no me
equivoco cuando sostengo que su necesidad sólo depende de la opinión o de las
circunstancias. La virtud no es una cosa de un valor incontestable, sólo es una
manera de comportarse, que varía según los climas y que, por consiguiente, no
tiene nada de real: eso basta para entender su futilidad. Sólo lo constante es
realmente bueno; lo que cambia perpetuamente no puede aspirar al carácter de
bondad. He ahí por qué se ha puesto la inmutabilidad en el rango de las perfecciones
de lo Eterno. Pero la virtud está totalmente privada de esta característica:
no existen dos pueblos en la superficie del globo que sean virtuosos de la
misma manera. Así que la virtud no tiene nada de real, nada de intrínsecamente
bueno, y no merece para nada nuestro culto. Hay que utilizarla como un apoyo,
adoptar astutamente la del país en que se vive, a fin de que los que la
practican por gusto, o deben reverenciarla por su condición, nos dejen
tranquilos, y a fin de que esta virtud, respetada donde vivís, nos proteja, por
su preponderancia como convención social
de los atentados de quienes profesan el vicio. Pero repito una vez más que todo
eso es circunstancial, y nada de ello asigna un mérito real a la virtud. Virtud
que, por otra parte, resulta imposible para determinados hombres. Ahora bien,
¿cómo me convencerás de que una virtud que combate o que contraría las pasiones
puede hallarse en la naturaleza? Y si no está ahí, ¿cómo puede ser buena?
Serán, sin duda, los hombres movidos por los vicios opuestos a esas virtudes
los preferibles, ya que serán los únicos modos... las únicas maneras de ser que
se adecuarán mejor a su fisico
o a sus órganos; existirán,
pues, según esta hipótesis, unos vicios muy útiles. No obstante, ¿cómo lo será
la virtud si me demuestras que pueden serlo sus contrarios? Te han argumentado
en contra de eso que la virtud es útil para los demás, y, en ese sentido, es
buena; pues si se da por supuesto que sólo se hace lo que es bueno para los
demás, yo, a mi vez, sólo recibiré de ellos el bien. Este razonamiento es un
sofisma; a cambio del poco bien que recibo de los demás, debido a que practican
la virtud, con la obligación de practicarla a mi vez me creo un millón de
sacrificios que no compensan en absoluto. De modo que, al recibir menos de lo
que doy, hago un mal negocio; sufro más de las privaciones que soporto por ser
virtuoso que bienes recibo de los que lo son; al no ser en absoluto equitativo
el acuerdo, no debo someterme a él, y convencido, siendo virtuoso, de no hacer
a los demás tanto bien como pesares recibiré obligándome a serlo, ¿no será
mejor que renuncie a procurarles una dicha que debe costarme tanto mal? Resta
ahora el daño que puedo hacer a los demás siendo vicioso, y el mal que a mi
vez recibiré si todo el mundo se me asemeja. Estoy de acuerdo en que al admitir
una total circulación de los vicios, corro seguramente un peligro; pero el
pesar provocado por lo que arriesgo está compensado por el placer de lo que
hago arriesgar a los demás; con lo que ya tenemos la igualdad restablecida, a
partir de entonces todo el mundo es más o menos igualmente feliz: cosa que no
ocurre, y no podría ocurrir, en una sociedad en la que unos son buenos y los
otros malos, porque esta mezcla crea trampas perpetuas que no existen en el
otro caso. En la sociedad mezclada, todos los intereses son diversos: ahí está
la fuente de una infinidad de desdichas. En la otra asociación, todos los intereses
son iguales, cada individuo que la compone está dotado de los mismos gustos, de
las mismas inclinaciones, todos caminan hacia el mismo objetivo, todos son
dichosos. Pero, os dicen los necios, «el mal no nos hace felices». No, cuando
se ha convenido ensalzar el bien; pero despreciad, envileced lo que llamáis el
bien, y sólo reverenciaréis lo que cometíais la necedad de llamar el mal.
Todos los hombres sentirán placer en cometerlo, no porque esté permitido (eso
sería a veces una razón para disminuir su atractivo), sino porque las leyes ya
no lo castigarán, y disminuyen, por el temor que inspiran, el placer con que la
naturaleza ha dotado al crimen.
»Imagino una sociedad en la que se convenga que el incesto (supongamos
este delito entre otros muchos), que el incesto, digo, sea un crimen: los que
se entre guen a él serán desdichados, porque la opinión, las leyes, el culto,
todo acudirá a condenar sus placeres; y los que deseen cometer este mal, y no
se atrevan por culpa de esos frenos, serán igualmente desdichados. Así que la
ley que proscriba el incesto, sólo habrá ocasionado infortunados. Que en la
sociedad vecina el incesto no sea en absoluto un crimen, los que no lo deseen
no serán desdichados, y los que lo deseen serán dichosos. Así que la sociedad
que haya permitido esta acción será más conveniente para los hombres que la que
la haya convertido en crimen. Ocurre lo mismo con todas las restantes acciones
torpemente consideradas como criminales: observándolas bajo este punto de
vista, creáis una multitud de desdichados; permitiéndolas, nadie se queja; pues
el que ama una acción determinada se entrega a ella en paz, y aquel a quien no
le interesa, o permanece en una especie de indiferencia que no es nada
dolorosa, o se compensa de la lesión que ha podido recibir por la multitud de
otras lesiones con que carga a su vez a aquellos de los que ha tenido queja.
Por consiguiente todo el mundo, en una sociedad criminal, se siente o muy
feliz, o en un estado de despreocupación que no tiene nada de penoso; así que
no hay nada bueno, nada respetable, nada adecuado para causar la felicidad en
lo que se denomina la virtud. Que los que la sigan no se enorgullezcan, por
tanto, de esta especie de homenaje que el tipo de constitución de nuestras
sociedades nos obliga a tributarle: es un asunto meramente circunstancial y
convencional; pero, en realidad, este culto es quimérico, y la virtud que lo
alcanza un instante no es por ello más hermosa.
Tal era la lógica infernal de las desdichadas pasiones de Rodin, pero Rosalie, más dulce y mucho menos corrompida, Rosalie, que detestaba los horrores a que era sometida, se entregaba más
dócilmente a mis opiniones. Yo deseaba ardorosamente hacerle cumplir sus
primeros deberes religiosos; para ello habría debido confiarme a algún
sacerdote, y Rodin no quería ninguno en su casa; le horrorizaban tanto como el
culto que profesaban: por nada en el mundo habría soportado a alguno cerca de
su hija; y acompañar a esta joven a un director era igualmente imposible: Rodin
jamás dejaba salir a Rosalie sin compañía. Hubo que esperar, pues, a que
se presentara alguna ocasión; y, mientras llegaba, yo instruía a la joven.
Enseñándole a saborear las virtudes, le descubría las de la religión, le
desvelaba sus santos dogmas y sus sublimes misterios: juntaba de tal modo esos
dos sentimientos en su joven corazón que los hacía indispensables para la dicha
de su vida.
––Señorita ––le decía un día recogiendo las lágrimas de su compunción––, ¿puede
el hombre cegarse hasta el punto de creer que no está destinado a un fin mejor?
¿No basta con que haya sido dotado del poder y de la facultad de conocer a su
Dios para convencerse de que este favor sólo le ha sido concedido para cumplir
los deberes que le impone? Ahora bien, ¿cuál puede ser la base del culto debido
al Eterno, si no es la virtud de la que él mismo es el ejemplo? ¿Puede el
Creador de tantas maravillas tener otras leyes que el bien? Y nuestros corazones
¿pueden complacerle si el bien no es su elemento? Me parece que con las almas
sensibles no cabría utilizar otros motivos de amor hacia este Ser supremo que
los que inspira la gratitud. ¿No es un favor habernos hecho disfrutar de las
bellezas de este universo, y no le debemos alguna gratitud por tal beneficio?
Pero una razón aún más poderosa establece y verifica la cadena universal de
nuestros deberes; ¿por qué nos negaríamos a cumplir los que exige su ley, si
son los mismos que consolidan nuestra dicha con los hombres? ¿No es dulce
sentir que nos hacemos dignos del Ser supremo sólo con ejercer las virtudes que
deben realizar nuestro contento en la Tierra, y los medios que nos hacen dignos
de vivir con nuestros semejantes son los mismos que nos dan después de esta
vida la seguridad de renacer al lado del trono de Dios? ¡Ah, Rosalie, cómo se ciegan los que quieren arrebatarnos esta esperanza!
Engañados, seducidos por sus miserables pasiones, prefieren negar las virtudes
eternas que abandonar lo que puede hacerles dignos de ellas. Prefieren decir:
«Nos engañan», que confesar que se engañan ellos mismos. La idea de las
pérdidas que deparan turbaría sus indignas voluptuosidades; ¿les parece menos
espantoso aniquilar la esperanza del cielo que privarse de lo que debe
ganársela? Pero cuando estas tiránicas pasiones se debilitan en ellos, cuando
el velo se desgarra, cuando ya nada contraste en su corazón corrompido
aquella voz imperiosa de Dios que su delirio desconocía, ¡cómo debe ser, oh, Rosalie, el cruel retorno a ellos mismos! ¡Y cómo el remordimiento que lo acompaña
debe hacerles pagar caro el instante de error que los cegaba! Ese es el estado
en el que hay que juzgar al hombre para regular su propia conducta: no es ni en
la ebriedad, ni en el arrebato de una fiebre ardiente donde debemos creer lo
que dice, sino cuando su razón apaciguada, gozando de toda su energía, busca la
verdad, la adivina y la ve. Entonces deseamos por noso
tros mismos al Ser santo antes desconocido; le imploramos, nos
consuela; le rezamos, nos escucha. ¿Eh? ¿Por qué negaría entonces, por qué
desconocería, ese objeto tan necesario para la felicidad? ¿Por qué preferiría
decir con el hombre extraviado: «No hay Dios», cuando el corazón del hombre
razonable me ofrece, en cualquier instante, las pruebas de la existencia de ese
Ser divino? ¿No es mejor, pues, soñar con los locos que pensar justamente con
los cuerdos? Todo se desprende, en cualquier caso, de este primer principio: en
tanto que existe un Dios, ese Dios merece un culto, y la base principal de ese
culto es incontestablemente la virtud.
De estas primeras verdades, yo deducía fácilmente las demás, y Rosalie, deísta, no tardó en ser cristiana. Pero ¿qué medio, repito, para
añadir un poco de prác tica a la moral? Rosalie, obligada a obedecer
a su padre, ya no podía hacerlo sin mostrar repugnancia, y, con un hombre como
Rodin, ¿no podía ser eso peligroso? Era intratable; ninguno de mis
razonamientos se sostenía contra él, pero, si bien yo no conseguía convencerle,
por lo menos no me quebrantaba.
Sin embargo, una escuela semejante, unos peligros tan permanentes y
tan reales, me hicieron temblar por Rosalie, hasta el punto que
no me creí nada culpable comprometiéndola a escapar de esa casa perversa. Me
parecía que existía un menor daño en arrancarla del seno de su incestuoso padre
que en dejarla al arbitrio de todos los riesgos que podía correr. Ya había
abordado ligeramente esta materia, y puede que no estuviera muy lejos de
conseguirlo cuando, de repente, Rosalie desapareció de la casa, sin que me
fuera posible saber su paradero. Interrogué a las mujeres de la casa, o al
propio Rodin; y me aseguraron que había ido a pasar el verano a casa de una
parienta, a diez leguas de allí. Me informé en la vecindad, donde primero se
asombraron ante semejante pregunta hecha por alguien de la casa, y luego me
contestaron lo mismo que Rodin y sus criadas: la habían visto, la habían
abrazado la víspera, el mismo día de su partida; y en todas partes recibía las
mismas respuestas. Cuando preguntaba a Rodin por qué me había sido ocultada
esta partida, por qué no había seguido a mi ama, me aseguraba que la única
razón había sido evitar una escena dolorosa para ambas, y que seguramente no
tardaría en ver a la que amaba. Tuve que conformarme con estas respuestas, pero
convencerme era más difícil. ¿Era presumible que Rosalie, Rosalie que me quería tanto, hubiera consentido en abandonarme sin decirme una
palabra? Y, a partir de lo que yo sabía del carácter de Rodin, ¿no había que
temer por la suerte de la desdichada? Así que decidí ponerlo todo en práctica
para saber qué había sido de ella, y para conseguirlo todos los medios me
parecieron buenos.
Desde la mañana siguiente, hallándome sola en casa, recorro
cuidadosamente todos los rincones; creo escuchar unos gemidos en el fondo de
una bodega muy oscura... Me acerco, una pila de madera parece ocultar una
puerta estrecha y hundida; avanzo apartando todos los obstáculos... se oyen
nuevos sonidos; creo descubrir la voz... Pongo mayor atención... ya no dudo.
––¡Thérèse! ––escucho finalmente––, oh, Thérèse, ¿eres tú?
––Sí, mi querida y tierna amiga... ––exclamo, reconociendo la voz de Rosalie––, sí, soy Thérèse que el cielo envía a ayudarte...
Y mis múltiples preguntas apenas dejan a la cautivadora joven el
tiempo de contestarme. Me entero finalmente de que unas horas antes de su
desaparición, Rombeau, el amigo, el colega de Rodin, la había examinado
desnuda, y que había recibido de su padre la orden de prestarse, con ese
Rambeau, a los mismos horrores que Rodin exigía cada día de ella; que se había
resistido, pero que Rodin, furioso, la había agarrado y presentado él mismo a
los desbordados ataques de su colega; que, después, los dos amigos habían
hablado largo rato en voz baja, dejándola siempre desnuda, y apareciendo a
intervalos a examinarla de nuevo, a disfrutarla siempre de la misma manera
criminal, o maltratarla de cien maneras diferentes; que definitivamente,
después de cuatro o cinco horas de esta sesión, Rodin le había dicho que la enviaría
al campo a casa de una de sus parientas; pero que era preciso irse inmediatamente
y sin hablar con Thérèse, por unas razones que le explicaría al día
siguiente en ese lugar, donde no tardaría en acompañarla. Había dado a
entender a Rosalie que se trataba de una boda para ella, y que
por esa razón su amigo Rambeau la había examinado, a fin de ver si estaba
capacitada para ser madre. Rosalie
había partido efectivamente
acompañada de una anciana; había cruzado la aldea y se había despedido de
pasada de varios conocidos; pero al echarse la noche, su guía la había devuelto
a la casa de su padre donde había entrado a medianoche. Rodin, que la
esperaba, la había agarrado, le había tapado la boca con la mano y, sin decir
palabra, la había enterrado en esta bodega; allí, por otra parte, la habían
alimentado y tratado bastante bien.
––Me temo lo peor ––añadió la pobre muchacha––; el comportamiento de
mi padre conmigo desde hace un tiempo, sus discursos, lo que ha precedido al
examen de Rambeau, todo, Thérèse,
demuestra que esos monstruos
quieren utilizarme para algunas de sus experiencias, y terminarán con tu pobre
Rosalie.
Tras de las lágrimas que corrieron abundantemente por mis ojos,
pregunté a la pobre muchacha si sabía dónde guardaban la llave de la bodega: lo
ignoraba, pero no creía, sin embargo, que tuvieran la costumbre de llevársela.
La busqué por todas partes; fue inútil; y llegó la hora de reaparecer sin que
yo pudiera dar a la querida niña más ayuda que unos consuelos, algunas
esperanzas, y lágrimas. Me hizo jurar que volvería al día siguiente; se lo
prometí, asegurándole incluso que si, por aquel entonces, no había descubierto
nada satisfactorio en lo que la concernía, abandonaría inmediatamente la casa,
presentaría una denuncia, y la sustraería, al precio que fuera, a la suerte
horrible que la amenazaba.
Subo; Rombeau cenaba aquella noche con Rodin. Decidida a
todo para esclarecer la suerte de mi ama, me oculto cerca de la habitación
donde se hallaban los dos amigos, y su conversación basta para convencerme del
proyecto horrible que les ocupa a ambos.
––Jamás ––dijo Rodin–– la anatomía llegará a su último grado de
perfección sin que se realice el examen de los vasos de una niña de catorce o
quince años, expirada de una muerte cruel. Sólo de esta contracción podemos
obtener un análisis completo de una parte tan interesante.
––Ocurre lo mismo ––prosiguió Rombeau–– con la membrana
que asegura la virginidad; es absolutamente necesaria una muchacha para este
examen. ¿Qué se observa en la edad de la pubertad? Nada; las menstruaciones
desgarran el himen, y todas las investigaciones son inexactas. Tu hija es
exactamente lo que necesitamos; aunque tenga quince años, todavía no ha tenido
las primeras reglas; el modo en que hemos gozado de ella no acarrea ningún daño
a esta membrana, y la trataremos con toda comodidad. Me encanta que al fin te
hayas decidido.
––Así es ––replicó Rodin––; es odioso que unas fútiles consideraciones
detengan el progreso de las ciencias. ¿Se dejaron los grandes hombres cautivar
por tan despreciables cadenas? Y cuando Miguel Angel quiso pintar un Cristo al natural, ¿se
torturó la conciencia por crucificar a un joven, y copiarlo en sus angustias?
Pero cuando se trata de los progresos de nuestro arte, ¡de qué gran necesidad
deben ser estos mismos medios! ¡Y cómo puede haber el menor mal en
permitírselos! Un individuo sacrificado para salvar a un millón; ¿podemos
vacilar a este precio? El homicidio tratado por las leyes no tiene nada en
común con el que vamos a cometer, y acaso el objetivo de estas leyes, que se
consideran tan sabias, ¿no es el sacrificio de uno para salvar a mil?
––Es la única manera de instruirse ––dijo Rombeau––, y en los hospitales, donde yo he trabajado toda mi juventud, he visto
hacer mil experiencias semejantes. A causa de los vínculos que te encadenan a
esta criatura, confieso que temía que te echaras atrás.
––¡Cómo! ¡,Porque es mi hija? ¡Menudo motivo! ––exclamó Rodin––. ¡,Qué
rango imaginas, pues, que este título debe tener en mi corazón? La contemplo como
un poco de semen fructificado con el mismo origen y más o menos el mismo peso
que aquel que me gusta perder en mis placeres. Jamás he hecho más caso de uno
que de otro. Somos dueños de recuperar lo que hemos dado; jamás el derecho de
disponer de sus hijos ha sido negado por ningún pueblo de la Tierra. Los
persas, los medas, los armenios, los griegos lo disfrutaban en toda su
amplitud. Las leyes de Licurgo, el modelo de los legisladores, no sólo dejaban
a los padres todos los derechos sobre sus hijos, sino que condenaban incluso a
muerte a aquellos que los padres no querían alimentar, o a los que estaban mal
conformados. Una gran parte de los salvajes matan a sus hijos al poco de nacer.
Casi todas las mujeres de Asia, de Africa y de América abortan sin que nadie las
censure; Cook descubrió
esta costumbre en todas las islas de los mares del Sur. Rómulo permitió el
infanticidio; la ley de las Doce Tablas también lo toleró y, hasta Constantino,
los romanos exponían o mataban impunemente a sus criaturas. Aristóteles
aconseja este supuesto crimen; la secta de los estoicos lo consideraba
elogiable; todavía es muy practicado en China. Cada día se encuentran en las
calles sobre los canales de Pekín más de diez mil individuos inmolados o abandonados por sus
padres, y sea cual sea la edad del hijo, en este sabio imperio, un padre, para
librarse de él, sólo necesita ponerlo en manos de un juez. Según las leyes de
los partos, se mataba al hijo, a la hija o al hermano, incluso en la edad
núbil; César encontró esta costumbre generalizada entre los galos; varios
pasajes del Pentateuco demuestran que estaba permitido matar a los hijos en el
pueblo de Dios; y el propio Dios, en suma, se lo exigió a Abraham. Durante mucho
tiempo se creyó, afirma un famoso moderno, que la prosperidad de los imperios
dependía de la esclavitud de los hijos; esta opinión tenía como base los
principios de la más sana razón. ¡Sería un contrasentido que un monarca se
sintiera autorizado a sacrificar veinte o treinta mil súbditos suyos en un solo
día por su propia causa, y un padre no pueda, cuando lo estime conveniente,
convertirse en dueño de la vida de sus hijos! ¡Qué absurdo! ¡Qué inconsecuencia
y qué debilidad en los que están atados a semejantes cadenas! La autoridad del
padre sobre sus hijos, la única real, la única que ha servido de base a todas
las demás, nos es dictada por la voz de la misma naturaleza, y el estudio
profundo de sus operaciones nos ofrece en todos los instantes ejemplos de ello.
El zar Pedro no dudaba en absoluto de este derecho; lo utilizó, y dirigió una
declaración pública a todas las jerarquías de su imperio por la que decía que,
de acuerdo con las leyes divinas y humanas, un padre tenía el derecho total y
absoluto de condenar a muerte a sus hijos, sin apelación ni consulta con
nadie. Sólo en nuestra bárbara Francia una falsa y ridícula piedad creyó tener
que arrumbar este derecho. No ––prosiguió Rodin acaloradamente––, no, amigo
mío, jamás entenderé que un padre que quiso dar la vida no sea libre de dar la
muerte. El valor ridículo que concedemos a esta vida es lo que nos hace
disparatar el tipo de acción que lleva a un hombre a librarse de su semejante.
Creyendo que la existencia es el mayor de los bienes, imaginamos estúpidamente
que es un crimen sustraerlo a los que la disfrutan; pero el cese de esta
existencia, o por lo menos lo que le sigue, no es un mal, de la misma manera
que la vida no es un bien; o mejor dicho si nada muere, si nada se destruye, si
nada se pierde en la naturaleza, si todas las partes descompuestas de cualquier
cuerpo sólo esperan la disolución para reaparecer inmediatamente bajo nuevas
formas, ¿qué indiferencia no habrá en la acción del homicidio, y cómo se osará
considerarla mal? Aunque sólo se debiera a mi sola fantasía, lo vería como algo
de lo más simple: con mucha mayor razón cuando se hace necesaria para un arte
tan útil a los hombres...
Cuando puede ofrecer luces tan grandes, ya no es un mal, amigo mío, ya
no es una fechoría, es la mejor, la más sabia, la más útil de las acciones, y
sólo en negársela podría existir un crimen.
––¡Ah! ––dijo Rombeau,
lleno de entusiasmo por tan
horribles máximas––, estoy de acuerdo contigo, querido mío. Me encanta tu
sensatez, pero me asombra tu indiferencia, te creía enamorado.
––¡Yo! ¿Prendado de una joven?... Vamos, Rombeau, suponía que me conocías mejor; me sirvo de esas criaturas cuando no
tengo nada mejor; la extrema inclina ción que siento por los placeres del tipo
que tú me ves saborear me hace apreciar todos los templos donde este tipo de incienso
puede ofrecerse, y para multiplicarlos asimilo a veces una joven a un hermoso
muchacho; pero por poco que uno de esos individuos hembras haya
desgraciadamente alimentado demasiado tiempo mi ilusión, experimento una fuerte
repugnancia, y sólo conozco un medio de satisfacerla deliciosamente... Ya me
entiendes, Rombeau; Chilperico, el más voluptuoso de los reyes de
Francia, pensaba lo mismo. Decía claramente que en último término se podía
utilizar una mujer, pero con la expresa condición de exterminarla una vez se
hubiera gozado de ella.* Desde hace cinco años esta putita sirve a mis
placeres: ya es hora de que pague el cese de mi ebriedad con el de su
existencia.
* Ved una obrita titulada Los jesuitas de buen humor. (N. del A.)
La cena terminaba; por las actitudes de aquellos dos elementos, por
sus frases, por sus actos, por sus preparativos, por su estado, en fin, que
bordeaba el delirio, vi perfectamente que no había un instante que perder, y
que el momento de la destrucción de la desdichada Rosalie estaba fijado para aquella misma noche. Corro a la bodega, decidida a
morir o a liberarla.
––Oh, querida amiga ––exclamé––, no podemos
entretenernos ni un minuto... ¡esos monstruos!... es para esta noche... están
a punto de llegar...
Y diciendo eso, hago los más violentos esfuerzos por derribar la
puerta. Uno de mis empujones hace caer algo, acerco la mano, es la llave, la
recojo, me apresuro a abrir... abrazo a Rosalie, la urjo a escapar,
le digo que me siga, se precipita... ¡Santo cielo! estaba escrito que la virtud
debía sucumbir, y que los sentimientos de la más tierna compasión serían
duramente castigados... Rodin y Rombeau, informados por la
gobernanta, aparecen repentinamente; el primero cogió a su hija en el momento
en que franqueó el umbral de la puerta, más allá de la cual sólo le faltaban
unos pasos para hallar la libertad.
––¿Dónde vas, desgraciada? ––exclama Rodin deteniéndola,
mientras Rombeau se apodera de mí...–– ¡Vaya, vaya! ––prosigue
mirándome––, ¡esta bribona es la que favorecía tu huida! Thérèse, éste es el resultado de tus grandes principios virtuosos... ¡arrebatar
una hija a su padre!
––Sin duda ––contesté
con firmeza––, y seguiré haciéndolo
mientras ese padre sea tan bárbaro como para conspirar contra los días de su
hija.
––¡Ah, ah!, espionaje y seducción ––continuó Rodin––; ¡los vicios más
peligrosos en una criada! Subamos, subamos, hay que juzgar ese caso.
Rosalie y yo, arrastradas por los dos malvados, subimos a los aposentos; las
puertas se cierran. La desdichada hija de Rodin es atada a las columnas de una
cama, y toda la rabia de esos dementes se dirige contra mí; me veo abrumada por
las más duras invectivas, y se dictan las más horribles sentencias; se trata
nada menos que de diseccionarme en vida, para examinar los latidos de mi
corazón, y realizar sobre esta parte unas observaciones impracticables sobre un
cadáver. Mientras tanto me desnudan, y me convierto en la víctima de los
manoseos más impúdicos.
––En primer lugar ––dice Rombeau––, soy de la opinión
de atacar fuertemente la fortaleza que tus buenas acciones respetaron... ¡Es
soberbia!, admira la suavidad, la blancura de esas dos medias lunas que impiden
la entrada: no hubo jamás virgen más fresca.
––¡Virgen! Casi lo es ––dice Rodin––. Sólo una vez, a pesar suyo, la
violaron, y a partir de entonces nada. Cédeme el lugar un instante...
Y el cruel introduce el homenaje de esas caricias duras y feroces que
degradan al ídolo en lugar de honrarlo. Si allí hubiera habido varas, habría
sido cruel mente tratada. Las mencionaron, pero no las encontraron, se
contentaron con lo que la mano es capaz de hacer; me dejaron en carne viva...
cuanto más me defendía, más me sujetaban; y al ver, no obstante, que iban a
decidirse por cosas más serias, me arrojé a los pies de mis verdugos, les
ofrecí mi vida, y les pedí el honor.
––Pero si ya no eres virgen ––dijo Rombeau––, ¿qué importa? No serás culpable de nada, vamos a violarte como ya lo
has sido, y por tanto ni el menor pecadillo sobre tu conciencia; te lo habrán
arrebatado todo por la fuerza...
Y el infame, consolándome de tan cruel manera, ya me colocaba sobre un
canapé.
––No ––dijo Rodin frenando la efervescencia de su compadre de quien yo
estaba a punto de convertirme en víctima––, no, no perdamos nuestras fuerzas
con esta criatura, piensa que no podemos dejar para otro momento las
operaciones proyectadas sobre Rosalie, y necesitamos
nuestro vigor para realizarlas: castiguemos de otro modo a esta desdichada.
––Diciendo esto, Rodin pone un hierro al fuego––. Sí ––prosigue––, castiguémosla
mil veces más que si arrebatáramos su vida, marquémosla, manchémosla: este
envilecimiento, unido a todas las cicatrices que tiene en el cuerpo, la llevará
a la horca o a morir de hambre; por lo menos sufrirá hasta entonces, y nuestra
venganza por más prolongada será más deliciosa.
Rombeau me coge, y el abominable Rodin me aplica debajo del hombro el hierro
candente con que se señala a los ladrones.
––Y ahora que esta puta se atreva a que la vean ––prosigue el
monstruo––, que se atreva, y mostrando esta letra ignominiosa, legitimaré
suficientemente los motivos que me han llevado a despedirla con tanto secreto
y prontitud.
Me vendan, me visten, me tonifican con unas gotas de licor, y,
aprovechando la oscuridad de la noche, los dos amigos me conducen al linde del
bosque y allí me abandonan cruelmente, después de haberme mostrado una vez más
el peligro de una recriminación, si me atrevo a realizarla en el estado de
envilecimiento en que me hallo.
Cualquier otra persona se habría preocupado muy poco de esta amenaza;
dado que me era posible demostrar que el tratamiento que acababa de sufrir no
era obra de ningún tribunal, ¿qué podía temer? Pero mi debilidad, mi timidez
natural, el miedo a mis infortunios de París y del castillo de Bressac, todo
ello me aturdió y me asustó; sólo pensé en huir, mucho más afectada por el
dolor de abandonar a una víctima inocente en manos de esos dos depravados
dispuestos sin duda a inmolarla, que herida por mis propios males. Más
horrorizada, más afligida que físicamente maltratada, me puse en marcha a
partir de aquel mismo instante; pero, al no orientarme y no preguntar nada, no
hice sino girar alrededor de París, y al cuarto día de mi viaje sólo me
encontraba en Lieursaint. Sabiendo que ese camino podía llevarme a las provincias
meridionales, decidí entonces seguirlo y alcanzar así, cuando pudiera, esas
tierras lejanas, imaginándome que la paz y el reposo tan cruelmente negados en
mi patria me esperaban quizás en el extremo de Francia. ¡Error fatal! ¡Cuántos
infortunios me quedaban todavía por sufrir!
Por muchas penas que hubiera soportado hasta entonces, conservaba por
lo menos mi inocencia. Víctima únicamente de los atentados de vacíos
monstruos, prácticamente podía seguir creyéndome dentro de la clase de las
jóvenes honradas. En realidad, sólo había sido realmente mancillada por una
violación cometida cinco años atrás, cuyas huellas se habían cerrado... Una
violación consumada en un instante en que mis sentidos abotargados ni siquiera
me habían permitido sentirla. ¡.Qué más podía reprocharme? Nada, ay, nada sin
duda, y mi corazón era puro; eso me enorgullecía en exceso, mi presunción tenía
que ser castigada, y los ultrajes que me esperaban serían tales que pronto ya
no me sería posible, por poco que participara en ellos, albergar en el fondo de
mi corazón los mismos motivos de consuelo.
Esta vez llevaba toda mi fortuna encima: unos cien escudos, suma
resultante de lo que había salvado de casa de Bressac y de lo que había ganado
en la de Ro din. En el colmo de mi infortunio, seguía sintiéndome contenta de
que no me hubieran arrebatado esos recursos; me congratulaba de que con la
frugalidad, la templanza y la economía a las que estaba acostumbrada, con ese
dinero me mantendría por lo menos hasta que me hallara en situación de
conseguir alguna nueva colocación. La abominación que acababan de cometer conmigo
no se veía; imaginaba que podría disimularla siempre y que esta mancha no me
impediría ganarme la vida. Tenía veintidós años, buena salud, una cara que,
para mi desdicha, sólo recibía elogios; unas virtudes que, aunque siempre me
hubieran perjudicado, seguían consolándome, como acabo de deciros, y me hacían
confiar en que al fin el cielo les concedería si no recompensa, por lo menos
alguna interrupción a los males que me habían procurado. Llena de esperanza y
de coraje, seguí mi camino hasta Sens, donde descansé unos
días. En una semana me repuse por entero; tal vez podría encontrar una
colocación en esa ciudad, pero imbuida de la necesidad de alejarme, reanudé la
marcha con la intención de buscar fortuna en. el Delfinesado; había oído hablar
mucho de esa tierra, me imaginaba encontrar en ella la felicidad. Veremos cómo
lo conseguí.
En ninguna circunstancia de mi vida, me habían abandonado los
sentimientos religiosos. Despreciando los vanos sofismas de los incrédulos,
creyéndolos todos emanados del libertinaje mucho más que de una firme
persuasión, les oponía mi conciencia y mi corazón, y en ambos encontré todo lo
que necesitaba para responder a ellos. Forzada a menudo por mis desdichas a
descuidar mis deberes piadosos, reparaba esos errores tan pronto como
encontraba la ocasión.
Salí de Auxerre el 7 de agosto, jamás olvidaré la fecha;
cuando había recorrido unas dos leguas, y el calor comenzaba a incomodarme,
subí a una pequeña prominencia cubierta de un bosquecillo, poco alejada del
camino, con la intención de refrescarme y dormitar un par de horas, con menos
gasto que en una posada y mayor seguridad que en el camino real; me instalé al
pie de una encina, y después de un almuerzo frugal, me entrego a las dulzuras
del sueño. Lo había disfrutado largo rato con tranquilidad, cuando al
reabrirse mis ojos me complazco en contemplar el paisaje que se presenta a mí
en la lontananza. En medio de un bosque, que se extendía a la derecha, creí ver
a unas tres o cuatro leguas de mí un pequeño campanario que se alzaba
modestamente en el aire... «¡Amable soledad», me dije, «cómo envidio tu morada!
Debes de ser el asilo de algunas dulces y virtuosas reclusas que sólo se
ocupan de Dios... de sus deberes; o de algunos santos eremitas consagrados
únicamente a la religión... Alejados de esta sociedad perniciosa en la que el
crimen vigilando incesantemente en torno de la inocencia la degrada y la
aniquila... ¡Ah!, estoy segura de que todas las virtudes deben habitar ahí, y
cuando los crímenes del hombre las exilian de la superficie de la Tierra, allí,
en ese retiro solitario, es donde van a sepultarse en el seno de unos seres
afortunados que las miman y las cultivan día a día.»
Estaba ensimismada en estas reflexiones, cuando una joven de mi edad,
que pastoreaba unos corderos en la planicie, se ofreció de repente a mi vista;
la interrogo sobre aquella morada, me dice que lo que veo es un convento de
benedictinos, ocupado por cuatro solitarios cuya religión, continencia y
sobriedad nada iguala. «Una vez por año», me dice la joven, «hay una peregrinación
a una Virgen milagrosa, de la que las personas piadosas obtienen cuanto
quieren.» Singularmente conmovida por el deseo de ir cuanto antes a implorar
algunas ayudas a los pies de esta santa Madre de Dios, le pregunto a la joven
si ella quiere acompañarme a rezar; me contesta que le es imposible porque su
madre la espera, pero que el camino es fácil. Me lo indica, me asegura que el
superior de aquella casa, el más respetable y el más santo de los hombres, me
recibirá maravillosamente bien, y me ofrecerá todas las ayudas que pueda
necesitar.
––Se llama padre Severino
––continuó la joven––; es
italiano, pariente próximo del Papa que le colma de favores; es dulce, honesto,
servicial, de cincuenta y cinco años de edad, de los que ha pasado más de dos
tercios en Francia... Estaréis contenta, señorita ––prosiguió la pastora––; os
edificaréis en esa santa soledad, y volveréis de ella mejor que nunca.
Inflamando aún más ese relato mi celo, me resultó imposible resistir
el violento deseo que sentía de visitar aquella santa iglesia y reparar allí
con algunos actos piadosos las negligencias de que era culpable. Por mucha
necesidad que tuviera yo misma de caridades, le di un escudo a la joven, y me
puse en camino de Santa María de los Bosques: así se llamaba el convento al que
dirigía mis pasos.
Tan pronto como hube descendido a la llanura, ya no divisé el
campanario; sólo tenía para guiarme el bosque, y comencé entonces a creer que
la lejanía de la que había olvidado de informarme era muy diferente al cálculo
que había hecho de ella; pero nada me desanima, llego al límite del bosque, y
viendo que todavía queda bastante luz, decido sumirme en él, imaginando siempre
que conseguiría llegar al convento antes de la noche. Sin embargo ninguna traza
humana se presenta ante mis ojos... Ni una casa, y por todo camino un sendero
poco hollado que seguía al azar. Había ya recorrido por lo menos cinco leguas
y todavía no veía nada delante de mí, cuando, habiendo cesado el astro de iluminar
por completo el universo, me pareció escuchar el tañido de una campana...
Atiendo, camino hacia el ruido, me apresuro; el sendero se ensancha un poco,
descubro al fin unos setos e, inmediatamente después, el convento. Nada tan
agreste como aquella soledad, sin ninguna vivienda en la vecindad, la más
próxima a seis leguas, y unos bosques inmensos rodeaban la casa por todos
lados; estaba situada en una hondonada, había tenido que descender mucho para
alcanzarla, y ésa era la razón que me había hecho perder de vista el campanario,
una vez llegué a la llanura. La cabaña de un jardinero se levantaba junto a
los muros del convento; allí había que dirigirse antes de entrar. Pregunto a
esa especie de portero si me permite hablar con el superior; se informa de qué
quiero de él; le explico que un deber religioso me atrae a ese piadoso retiro,
que me sentiría muy consolada de todos los esfuerzos realizados para llegar
allí si pudiera arrojarme un instante a los pies de la milagrosa Virgen y de
los santos eclesiásticos en cuya casa se conserva la divina imagen. El
jardinero llama, y entra en el convento; pero como es tarde y los padres
cenaban, tarda algún tiempo en regresar. Reaparece al fin con uno de los
religiosos:
––Señorita ––me dice––, ahí tiene al padre Clément, ecónomo de la casa;
viene a comprobar si lo que desea merece interrumpir al superior.
Clément, cuyo nombre no se ajustaba de ningún modo a su rostro, era un hombre
de cuarenta y ocho años, de una gordura inmensa y una estatura gigantesca, la
mirada sombría y feroz, que sólo se expresaba con palabras duras y voz ronca,
una verdadera cara de sátiro, el exterior de un tirano; me eché a temblar...
Entonces, sin que me fuera imposible impedirlo, el recuerdo de mis antiguos
infortunios se ofreció en rasgos ensangrentados a mi memoria turbada...
––¿Qué deseas? ––me dice el monje, con cara de pocos amigos––. ¿Te
parece que éstas son horas de acudir a una iglesia con ese aire de aventurera
que presentas?
––Santo varón ––digo prosternándome––, he creído que siempre era hora
de presentarse en la casa de Dios; vengo de muy lejos para llegar a ella, llena
de fervor y de devoción, quiero confesarme si es posible, y cuando el interior
de mi conciencia os sea conocido, veréis si soy digna o no de prosternarme ante
los pies de la santa Imagen.
––Pero no es hora de confesarse ––dice el monje suavizándose––;
¿dónde pasarás la noche? No tenemos hospicio... hubiera sido mejor que
vinieras por la mañana.
Le cuento entonces los motivos que lo habían impedido, y, sin
contestarme, Clément se fue a referirlo al superior. Unos minutos
después, se abre la iglesia; el propio padre Severino sale a mi encuentro frente a la cabaña del jardinero, y me invita a
entrar con 61 en el templo.
El padre Severino, del que conviene daros una idea
inmediatamente, era un hombre de cincuenta y cinco años, tal como me habían
dicho, pero con una hermosa fisonomía, el aspecto todavía lozano, de complexión
vigorosa, membrudo como Hércules, y todo ello sin dureza; una especie de
elegancia y de blandura reinaba en su conjunto, y permitía ver que había
debido poseer, en su juventud, todos los atractivos que forman un buen mozo.
Tenía los ojos más hermosos del mundo, nobleza en las facciones, y el tono más
honesto, gracioso y educado. Un cierto acento agradable que no alteraba ninguna
de sus palabras permitía reconocer, sin embargo, su patria, y confieso que
todas las gracias externas de ese religioso me repusieron un poco del miedo que
me había ocasionado el otro.
––Querida hija ––me dijo graciosamente––, aunque la hora no sea
adecuada, y no tengamos la costumbre de recibir tan tarde, oiré sin embargo tu
confesión, y pensaremos después en los medios de hacerte pasar la noche
decentemente, hasta el momento en que mañana puedas saludar a la santa Imagen
que te ha traído hasta aquí.
Entramos en la iglesia, las puertas se cierran, se enciende una
lámpara cerca del confesonario. Severino me dice que me
coloque; se sienta y me invita a confiarme a él con total seguridad.
Absolutamente tranquila con un hombre que me parecía tan dulce,
después de haberme arrodillado, no le oculto nada. Le confieso todas mis
faltas; le comu nico todos mis infortunios; le muestro incluso la marca vergonzosa
con que me ha señalado el bárbaro Rodin. Severino lo escucha todo con
la mayor atención, me hace incluso repetir algunos detalles con aire de piedad
y de interés; pero, sin embargo, algunos gestos y algunas palabras lo
traicionaron: ¡ay de mí!, sólo después me di cuenta; cuando me sentí más
tranquila respecto a este acontecimiento, me resultó imposible no recordar que
el monje se había permitido repetidas veces unos gestos que demostraban que la
pasión tenía mucho que ver en las preguntas que me hacía, y que esas preguntas
no sólo se detenían con complacencia en los detalles obscenos, sino que se
demoraban incluso con afectación sobre los cinco puntos siguientes:
Primero, si era cierto que yo era huérfana y nacida en París. Segundo,
si era verdad que no tenía parientes, ni amigos, ni protección, ni nadie a
quien pudiera escri bir. Tercero, si sólo había confiado a la pastora que me
había hablado del convento la intención que tenía de ir allí, y si no había
acordado con ella reencontrarme a la vuelta. Cuarto, si era cierto que no había
visto a nadie después de mi violación, y si estaba segura de que el hombre que
había abusado de mí lo había hecho tanto del lado que la naturaleza condena
como del que permite. Quinto, si creía que no había sido seguida, y que nadie
me había visto entrar en el convento.
Después de haber contestado a esas preguntas, con el aire más modesto,
más sincero y más ingenuo, el monje, levantándose y cogiéndome de la mano, me
dijo:
––¡Bien! Ven, hija mía, te proporcionaré la dulce satisfacción de comulgar
mañana a los pies de la Imagen que acabas de visitar: comencemos por proveer
tus primeras necesidades.
Y me lleva al fondo de la iglesia...
––¡Cómo! ––le dije entonces con una especie de inquietud que me
dominaba a pesar mío...
–– ¡Cómo, padre! ¿En el interior del templo?
––¿Dónde si no, encantadora peregrina? ––me respondió el monje,
introduciéndome en la sacristía...–– ¡Acaso tienes miedo de pasar la noche con
cuatro santos eremitas!... Oh, ya verás cómo encontraremos los medios de
distraerte, querido ángel; y aunque no te procuremos grandes placeres, por lo
menos servirás a los nuestros en muy amplia medida.
Estas palabras me sobresaltan; un sudor frío se apodera de mí, me
tambaleo; era de noche, ninguna luz guía nuestros pasos, mi imaginación
horrorizada me hace ver el espectro de la muerte moviendo su guadaña sobre mi
cabeza; mis rodillas flaquean... En este instante el lenguaje del monje cambia
de repente, me sostiene, insultándome:
––Puta ––me dice––, hay que seguir; no intentes aquí ni quejas ni
resistencias, todo sería inútil.
Las crueles palabras me devuelven las fuerzas, siento que estoy
perdida si desfallezco; me levanto...
––¡Ay, cielos! ––digo al traidor––, ¡tendré que ser de nuevo la
víctima de mis buenos sentimientos, será de nuevo castigado como un crimen mi
deseo de acercarme a lo que la religión tiene de más respetable!...
Seguimos caminando, y nos metemos por pasillos oscuros de los que nada
puede hacerme conocer la situación ni las salidas. Yo precedía al padre Severino; su respiración era profunda, no paraba de hablar; parecía borracho;
de cuando en cuando, me paraba con el brazo izquierdo enlazado en torno a mi
cuerpo, mientras su mano derecha, deslizándose por detrás debajo de mis
faldas, recorría con impudor esa parte deshonesta–– que, asimilándonos a los
hombres, es el único objeto de los homenajes de aquellos que prefieren ese sexo
en sus vergonzosos placeres. En varias ocasiones la boca del libertino se
atreve incluso a recorrer esos lugares, hasta su reducto más secreto; después
reanudamos la marcha. Aparece una escalera; al cabo de treinta o cuarenta
escalones, se abre una puerta, unos reflejos de luz golpean mis ojos, entramos
en una sala fascinante y magníficamente iluminada; allí veo tres monjes y
cuatro muchachas en torno a una mesa servida por otras cuatro mujeres
completamente desnudas: el espectáculo me hace temblar. Severino me empuja, y entro en la sala con él.
––Señores ––dice al entrar––, permitid que os presente un auténtico
fenómeno. Aquí tenéis una Lucrecia que lleva a la vez sobre sus hombros la
marca de las mujeres de mala vida, y en la conciencia todo el candor y toda la
ingenuidad de una virgen... Una sola violación, amigos míos, y de eso hace
seis años; de modo que es casi una vestal... a decir verdad, como tal os la
entrego... y, además, de las más hermosas... i Oh! Clément, ¡cómo te perderás en esas bellas masas!... ¡qué elasticidad, amigo
mío!, ¡qué encarnación!
––¡Ah!, ¡s...! ––dice Clément, medio borracho,
levantándose y avanzando hacia mí––; el encuentro es agradable, y quiero
examinar los hechos.
Os dejaré el menor tiempo posible en suspenso sobre mi situación,
señora, dijo Thérèse, pero la necesidad en que estoy de describir
las nuevas personas con las que me encuentro me obliga a cortar por un instante
el hilo del relato. Ya conocéis al padre Severino, y sospecháis sus
gustos; ¡ay!, su depravación en esa materia era tal que jamás había saboreado
otros placeres; y ¡qué inconsecuencia, sin embargo, en las operaciones de la
naturaleza, ya que junto a la extravagante fantasía de elegir únicamente los
senderos, ese monstruo estaba dotado de facultades tan gigantescas que hasta
las rutas más holladas le hubieran parecido demasiado estrechas!
Ya os dibujé antes el esbozo de Clément. Sumad, al exterior
que he descrito, la ferocidad, la provocación, la trapacería más peligrosa, la
intemperancia en todos los puntos, el ingenio satírico y mordaz, el corazón
corrompido, los gustos crueles de Rodin con sus escolares, ningún sentimiento,
ninguna delicadeza, ni pizca de religión, un temperamento tan gastado que desde
hacía cinco años era incapaz de buscar otros placeres que aquellos que le
aconsejaba la barbarie, y tendréis la más completa imagen de ese depravado.
Antonin, el tercer actor de las detestables orgías, tenía cuarenta
años; pequeño, flaco, muy vigoroso, tan temiblemente dotado como Severino y casi tan malvado como Clément; entusiasta de los
placeres de su colega, pero por lo menos entregándose a ellos con una intención
menos feroz; pues si Clément,
al utilizar la extravagante
manía, sólo tenía el objetivo de vejar y de tiranizar a una mujer, sin poder
disfrutar de ella de otra manera, Antonin, usándolo con deleite en toda la
pureza de la naturaleza, sólo ponía en práctica el episodio flagelante para
dar a la que honraba con sus favores más fogosidad y más energía. El uno, en
una palabra, era brutal por gusto, y el otro por refinamiento.
Jérôme, el más anciano de los cuatro solitarios, también era el más
desenfrenado; todos los gustos, todas las pasiones, todas las desviaciones más
monstruosas, se daban cita en el alma de ese fraile; juntaba a los caprichos
de los demás el de gustarle recibir en su cuerpo lo que sus compañeros
distribuían a las mujeres, y si azotaba (cosa que ocurría frecuentemente) era
siempre a condición de ser tratado, a su vez, de igual manera; por otra parte,
todos los templos de Venus le resultaban semejantes, pero como sus fuerzas
comenzaban a flaquear, prefería de todos modos, desde hacía unos años, aquel
que, sin exigir nada del agente, dejaba al otro la tarea de despertar las
sensaciones y producir el éxtasis. La boca era su templo favorito y, mientras
se entregaba a sus placeres predilectos, una segunda mujer se ocupaba de
excitarlo con ayuda de las varas. El _carácter de ese hombre era, además, tan
hipócrita y tan malvado como el de los otros, y fuera cual fuese el aspecto que
el vicio podía mostrar estaba seguro de encontrar seguidores y templos en esa
infernal casa. Lo entenderéis más fácilmente, señora, cuando os explique cómo
estaba montada. Se habían reunido unos fondos prodigiosos para dotar a la orden
con ese retiro obsceno que contaba con más de cien años de antigüedad, y que
estaba siempre ocupado por los cuatro religiosos más ricos, más prominentes de
la orden, los de mejor cuna, y de un libertinaje harto importante como para
exigir ser sepultados en ese oscuro refugio, del que jamás salía el secreto,
como veréis después de las explicaciones que restan por daros. Volvamos a los
retratos.
Las ocho mujeres que se hallaban entonces en la cena eran tan dispares
por la edad que me resultaría imposible haceros un retrato de conjunto; me veo
necesariamente obligada a unos cuantos detalles. Esta singularidad me asombró.
Las describiré por el orden de su juventud.
La más joven de las mujeres tenía apenas diez años: una carita
agraciada, bonitos rasgos, el aire humillado de su suerte, triste y asustada.
La segunda tenía quince años: la misma turbación en el semblante, el
aire del pudor envilecido, pero una cara encantadora, y en su conjunto muy
seductora.
La tercera tenía veinte años: digna de un pintor, rubia, los más
bellos cabellos del mundo, de finas facciones, regulares y dulces; parecía la
más domesticada.
La cuarta tenía treinta años: era una de las más bellas mujeres que
jamás había visto; adornada con el candor, la honestidad, la decencia en el
porte, y todas las virtudes de un alma dulce.
La quinta era una mujer de treinta y seis años, preñada de tres
meses; morena, muy vivaracha, con hermosos ojos, pero que había perdido, por
lo que me pareció, cualquier remordimiento, cualquier decencia, cualquier
comedimiento.
La sexta era de la misma edad: gruesa como una torre, alta en
proporción, con bellos rasgos, un auténtico coloso cuyas formas estaban
degradadas por la gordura. Como estaba desnuda cuando la vi, distinguí fácilmente
que no había una sola parte de su enorme cuerpo que no mostrara la huella de la
brutalidad de los depravados cuyos placeres le hacía servir su mala estrella.
La séptima y la octava eran dos bellísimas mujeres de unos cuarenta
años.
Prosigamos ahora la historia de mi llegada a aquel impuro lugar.
Como ya os he dicho, entre todos avanzaron hacia mí; Clément es el más atrevido y su infecta boca no tarda en pegarse a la mía; me
aparto con horror, pero me dan a entender que todas mis resistencias no son más
que remilgos inútiles, y que lo mejor que puedo hacer es imitar a mis
compañeras.
––Ya puedes imaginar ––me dice el padre Severino–– que no serviría de
nada intentar resistirte en el retiro inabordable en que te hallas. Dices que
has pasado muchas desgracias; para una joven virtuosa faltaba, sin embargo, la
mayor de todas ellas en la lista de tus infortunios. ¿No era ya hora de que esa
altiva virtud naufragara?, ¿es posible seguir siendo casi virgen a los veintidós
años? Aquí tienes compañeras que, como tú, quisieron resistirse al entrar y
que, como tú harás prudentemente, acabaron por someterse cuando vieron que su
defensa sólo podía llevarlas a malos tratos. Pues es bueno decírtelo, Thérèse ––continuó el superior, mostrándome disciplinas, varas, férulas,
azotes, cuerdas y otras mil variedades de instrumentos de tortura...––. Sí, es
bueno que lo sepas: eso es lo que utilizamos con las muchachas rebeldes; tú misma
comprobarás si merece la pena que te convenzamos de ello. Por otra parte, ¿qué
reclamarías aquí? ¿La equidad?, no la conocemos; ¿la humanidad?, nuestro único
placer es violar sus leyes; ¿la religión?, no existe para nosotros, nuestro
desprecio por ella aumenta debido a que la conocemos más; ¿parientes...
amigos... jueces? No hay nada de todo eso en este lugar, querida muchacha; sólo
encontrarás aquí el egoísmo, la crueldad, el desenfreno, y la impiedad más
argumentada. De modo que tu única salida es la sumisión más absoluta; dirige
tus miradas al asilo impenetrable en que te encuentras, jamás ningún mortal
apareció por estos lugares; aunque el convento fuera tomado, registrado,
quemado, nadie descubriría este retiro: es un pabellón aislado, enterrado,
rodeado por todas partes por seis muros de un increíble espesor, y tú estás en
él, hija mía, en medio de cuatro libertinos que seguramente no tienen ganas de
perdonarte nada y a los que tus ruegos, tus lágrimas, tus palabras, tus
genuflexiones o tus gritos sólo conseguirán excitar más. ¿A quién recurrirás,
por consiguiente? ¿Será a ese Dios al que acabas de implorar con tanto celo, y
que, para recompensarte de tu fervor, te precipita aún con mayor decisión en la
trampa? ¿A ese Dios quimérico al que nosotros mismos ofendemos aquí cada día
insultando sus vanas leyes?... Date cuenta de una vez, Thérèse, de que no existe ningún poder, sea cual sea la naturaleza que quieras
suponerle, que pueda conseguir arrancarte de nuestras manos, y no existe, ni en
el orden de las cosas posibles ni en el de los milagros, ningún tipo de medio
que pueda conseguirte conservar por más tiempo esta virtud de la que te
sientes tan orgullosa; que pueda, en fin, impedir que te conviertas en todos
los sentidos, y de todas las maneras, en víctima propiciatoria de los excesos
libidinosos a los que los cuatro vamos a abandonarnos contigo... Así que
desnúdate, puta, ofrece tu cuerpo a nuestras lujurias, que sea mancillado al
instante, o los tratos mas crueles te demostrarán los riesgos en que incurre
una miserable como tú al desobedecernos.
Sentía que este discurso... esta orden terrible me dejaba sin
recursos; pero ¿no me habría convertido en culpable si no intentara lo que me
sugería mi corazón, y aun permitía mi estado? Así que me arrojo a los pies del
padre Severino, utilizo toda la elocuencia de un alma
desesperada, para suplicarle que no abuse de mi situación. Los lloros más
amargos acaban por inundar sus rodillas, y me atrevo a intentar con ese hombre
cuanto imagino de más fuerte, cuanto creo más patético... ¿De qué servía todo
ello, Dios mío? ¿Acaso podía yo ignorar que las lágrimas son un incentivo más
a los ojos del libertino?, ¿podía dudar de que todo lo que hiciera para
conmover a esos bárbaros no conseguiría más que excitarlos?...
––Atrápala... ––dice Severino enfurecido––,
apodérate de ella, Clément, que se desnude en un minuto, y que aprenda
que entre personas como nosotros la compasión no sirve para sofocar la
naturaleza.
Clément echa espumarajos; mis . resistencias lo habían enardecido; me atrapa
con un movimiento seco y nervioso; salpicando sus frases y sus gestos con espan
tosas blasfemias, en un minuto hace saltar mis ropas. ––Hermosa criatura ––dice
el superior paseando sus dedos por mis caderas––; ¡que me aplaste Dios si jamás
he visto otra mejor hecha! Amigos ––prosigue el monje––, pongamos orden en
nuestras acciones; ya conocéis nuestras fórmulas de acogida, que las sufra
todas, sin la menor excepción. Y que mientras tanto las otras ocho mujeres se
coloquen alrededor de nosotros, para prevenir las necesidades, o para
excitarlas.
Inmediatamente forman un círculo, me sitúan en el centro, y allí,
durante más de dos horas, soy examinada, valorada, manoseada por los cuatro
frailes, recibiendo sucesivamente de cada uno de ellos elogios o críticas.
––Me permitiréis, señora, ––dijo sonrojándose nuestra bella
prisionera––, ocultaros una parte de los detalles obscenos de la odiosa
ceremonia. Que vuestra imaginación suponga todo lo que el desenfreno puede
dictar en tal caso a unos malvados; que los vea pasar sucesivamente de mis
compañeras a mí, comparar, relacionar, confrontar, discurrir, y sólo obtendrá
verosímilmente una débil imagen de lo que realizaron en estas primeras orgías,
muy suaves, sin duda, en comparación con todos los horrores que no tardaría en
experimentar.
––Vamos ––dice Severino
cuyos deseos prodigiosamente
exaltados ya no pueden contenerse, y que en este horrible estado parece un
tigre dispuesto a devorar a su víctima––, que cada uno de nosotros la someta a
su placer favorito.
Y el infame, colocándose en un canapé en la actitud propicia para sus
execrables proyectos, haciéndome sostener por dos de sus frailes, intenta
solazarse conmigo de aquella manera criminal y perversa que sólo nos hace
semejarnos al sexo que no poseemos degradando el propio. Pero, o ese impúdico
está demasiado vigorosamente dotado, o la naturaleza se rebela en mí ante la
mera sospecha de esos placeres: no consigue vencer los obstáculos; tan pronto
como se presenta, es inmediatamente rechazado... Abre, empuja, desgarra, todos
sus esfuerzos son inútiles; el furor de ese monstruo se dirige contra el altar
que sus deseos no pueden alcanzar; lo golpea, lo pellizca, lo muerde. Nuevas
posibilidades nacen del seno de tales brutalidades; las carnes reblandecidas
ceden, el sendero se entreabre, el ariete penetra. Yo lanzo unos gritos
espantosos. La masa entera no tarda en ser engullida, y la culebra, arrojando
inmediatamente un veneno que le arrebata las fuerzas, cede finalmente, llorando
de rabia, a los movimientos que yo hago para soltarme. En toda mi vida no había
sufrido tanto.
Se adelanta Clément;
está armado con varas; sus
pérfidas intenciones estallan en sus ojos:
––Me toca a mí ––le dice a Severino––, me toca a mí
vengaros, padre mío; me toca a mí corregir a esta pécora por resistirse a
vuestros placeres.
No necesita que nadie me sostenga; uno de sus brazos me rodea y me
aprieta contra una de sus rodillas, de manera que, presionando mi vientre,
pone mas al descubierto lo que servirá a sus caprichos. Al principio tantea
sus golpes, parece que sólo tenga la intención de prepararse; pronto,
inflamado de lujuria, el depravado golpea con todas sus fuerzas: nada queda a
salvo de su ferocidad; de la mitad de las caderas hasta las pantorrillas, todo
es recorrido por el traidor; atreviéndose a mezclar el amor con esos crueles
momentos, su boca se pega a la mía y quiere absorber los suspiros que los
dolores me arrancan... Mis lágrimas corren, las devora, sucesivamente besa y
amenaza, pero sigue golpeando; mientras actúa, una de las mujeres le excita;
arrodillada delante de él, lo trabaja diferentemente con cada una de sus manos,
y cuanto más lo consigue, con más violencia me llegan sus golpes. Estoy a punto
de ser desgarrada cuando nada anuncia todavía el final de mis males: de nada
sirve que se prodigue por todas partes. El final que yo espero sólo dependerá
de su delirio. Una nueva crueldad lo determina: mi pecho está a la merced de
ese hombre brutal, le excita, hunde en él sus dientes, el antropófago lo
muerde: este exceso provoca la crisis, el incienso se escapa. Unos gritos
espantosos y unas terribles blasfemias han señalado su arrebato, y el
fatigado monje me abandona a Jérôme.
No seré más peligroso para tu virtud que Clément ––me dice el libertino acariciando el altar ensangrentado donde acaba
de sacrificar el otro fraile––, pero quiero besar esos surcos; si yo también
soy capaz de entreabrirlos, les debo algún honor. Quiero aún más ––prosigue;
hundiendo uno de sus dedos en el lugar donde se había metido Severino––, quiero que la gallina ponga, y quiero devorar su huevo... ¿Está
ahí?... ¡Sí, pardiez!... ¡Oh, hija mía, qué delicado es!...
Su boca sustituye los dedos... Me explican lo que tengo que hacer, lo
hago con asco. En la situación en que me encuentro, ¡ay de mí, no me está
permitido negarme! El indigno está contento... traga, y después, haciéndome
arrodillar delante de él, se pega a mí en esa posición; su ignominiosa pasión
se satisface en un lugar que me impide cualquier protesta. Mientras actúa así,
la mujer gorda lo azota, y otra, situada a la altura de su boca, cumple el
mismo deber al que yo he acabado de ser sometida.
No basta ––dice el infame––, quiero que cada una de mis manos...
siempre nos quedamos cortos...
Las dos jóvenes más bonitas se acercan, obedecen: estos son los
excesos a que la saciedad ha conducido a Jérôme. En cualquier caso,
las impurezas le llenan de felicidad, y mi boca, al cabo de media hora, recibe
finalmente, con una repugnancia que os será fácil adivinar, el asqueroso
homenaje de aquel hombre depravado.
Aparece Antonin.
––Vamos a ver ––dice–– esta virtud tan pura; estropeada por un solo
asalto, ya no debe notarse.
Sus armas están en ristre, se serviría gustosamente de los
procedimientos de Clément. Ya os he dicho que la fustigación activa le
gusta tanto como al otro monje, pero como está apresurado le parece suficiente
el estado en que me ha dejado su compañero. Me examina, disfruta, y dejándome
en la postura que todos ellos prefieren, manosea un instante las dos medias
lunas que impiden la entrada. Zarandea furiosamente los pórticos del templo, no
tarda en llegar al santuario: el asalto, aunque tan violento como el de Severino, realizado en un sendero menos estrecho, no es sin embargo tan rudo de
soportar. El vigoroso atleta coge mis dos caderas, y supliendo los movimientos
que yo no puedo hacer me sacude contra su cuerpo con vigor; diríase, por los
esfuerzos redoblados de ese Hércules, que, no contento con ser dueño de la
plaza, quiere reducirla a polvo. Unos ataques tan terribles, y tan nuevos para
mí, me hacen sucumbir; pero, sin inquietarse por mis penas, el cruel vencedor
sólo piensa en aumentar sus placeres; todo le circunda, todo le excita, todo
contribuye a sus voluptuosidades. Frente a él, subida a mis caderas, la joven
de quince años, con las piernas abiertas, ofrece a su boca el mismo altar en el
que realiza su sacrificio conmigo, sorbe gustosamente el precioso jugo de la
naturaleza cuya emisión acaba ésta de conceder a la chiquilla. Una de las
viejas, arrodillada delante de las caderas de mi vencedor, las mueve, y
avivando sus deseos con su lengua impura, consigue su éxtasis, mientras que
para calentarse aún más el libertino excita a una mujer con cada una de sus
manos. No hay uno de sus sentidos que no sea provocado, ni uno que no contribuya
a la perfección de su delirio; lo alcanza, pero mi constante horror por todas
sus infamias me impide compartirlo... Lo consigue solo, sus gestos, sus gritos,
todo lo anuncia, y me siento inundada, a pesar mío, por las pruebas de una
llama que sólo contribuyo a encender en una sexta parte. Me desplomo finalmente
sobre el trono donde acabo de ser inmolada, sintiendo únicamente mi existencia
a través del dolor y de las lágrimas... de la desesperación y de los
remordimientos...
Entonces el padre Severino
ordena a las mujeres que me den
de comer, pero muy lejos de prestarme a estas atenciones, un acceso de furiosa
pena asalta mi alma. Yo, que ponía toda mi gloria, toda mi felicidad, en mi
virtud, yo, que me consolaba de todos los males de la fortuna, con tal de ser
siempre decente, no puedo soportar la horrible idea de verme tan cruelmente
mancillada por aquellos de quienes debía esperar el máximo socorro y consuelo:
mis lágrimas manan en abundancia y mis gritos hacen resonar la bóveda. Ruedo
por los suelos, me golpeo los pechos, me meso los cabellos, invoco a mis
verdugos, y les suplico que me den muerte... ¿Creeréis, señora, que tan
espantoso espectáculo sólo consigue excitarlos más?
––¡Ah! ––dice Severino––,
nunca he disfrutado de una
escena más hermosa. Ved, amigos míos, en qué estado me pone; es increíble lo
que consiguen de mí los dolores femeninos.
––Sigamos con ella ––dice Clément––, y para enseñarle
a gritar de este modo que, en este segundo asalto, la bribona sea tratada con
mayor crueldad.
Dicho y hecho; Severino
toma la iniciativa pero, por
mucho que dijera, sus deseos necesitaban un grado de excitación superior, y,
sólo después de haber utilizado los crueles medios de Clément, consiguió reunir las fuerzas necesarias para la realización de su
nuevo crimen. ¡Qué exceso de ferocidad, Dios mío! ¡Cómo era posible que esos
monstruos la llevaran al punto de elegir el instante de una crisis de dolor
moral por la violencia que sentía para hacerme sufrir otro dolor fisico tan bárbaro!
––Sería injusto que no utilizara como principal con esta novicia lo
que tanto nos sirve como accesorio ––dice Clément comenzando a actuar––, y os aseguro que no la trataré mejor que
vosotros.
––Un momento ––dice Antonin al superior al que veía a punto de cogerme
de nuevo––; mientras vuestro celo va a exhalarse en las partes traseras de esta
hermosa joven, me parece que yo puedo incensar al Dios opuesto; la pondremos
entre los dos.
Me colocan de tal manera que todavía puedo ofrecer la boca a Jérôme; se lo exigen. Clément
se coloca en mis manos; me veo
obligada a masturbarlo. Todas las sacerdotisas rodean el espantoso grupo. Cada
una de ellas presta a los actores lo que sabe que más debe enardecerlo. Sin
embargo, yo soporto todo; el peso entero recae exclusivamente sobre mí. Severino da la señal, los tres restantes no tardan en seguirle, y ya me tenéis,
por segunda vez, indignamente mancillada por las pruebas de la repugnante
lujuria de unos indignos bribones.
––Es más que suficiente para un primer día ––dice el superior––; ahora
hay que demostrarle que sus compañeras no son mejor tratadas que ella.
Me suben a un sillón elevado, y, desde allí, me veo obligada a
presenciar los nuevos horrores con los que terminan las orgías.
Los frailes forman un pasillo; todas las hermanas desfilan delante, y
reciben un azote de cada uno de ellos; después son obligadas a excitar sus
verdugos con la boca mientras éstos las atormentan y las insultan.
La más niña, la de diez años, se coloca sobre el canapé, y cada
religioso acude a hacerle sufrir el suplicio que prefiera; a su lado se pone la
joven de quince años, con la que aquel que acaba de infligir el castigo debe
disfrutar inmediatamente a su capricho; hace de comodín: la mas vieja debe
acompañar al fraile que actúa, a fin de servirle, bien en esta operación, bien
en el acto que debe concluirla. Severino sólo utiliza la
mano para golpear a la que se le ofrece, y corre a englutirse en el santuario
que le deleita y que le presenta la que han colocado a su lado; armada con un
manojo de ortigas, la vieja le devuelve lo que acaba de hacer; del interior de
esas dolorosas titilaciones nace la ebriedad del libertino... Preguntado si se
consideraría cruel, aducirá que no ha hecho nada que él mismo no haya
previamente soportado.
Clément pellizca levemente las carnes de la chiquilla: el goce ofrecido al
lado le resulta prohibido, pero le tratan como él ha tratado; y deja a los pies
del ídolo el incienso que ya no tiene fuerzas para arrojar dentro del
santuario.
Antonin se divierte magullando fuertemente las partes carnosas del
cuerpo de su víctima; excitado por los saltos que da, se abalanza a la parte
ofrecida a sus placeres predilectos. Es, a su vez, magullado y golpeado, y su
ebriedad es el fruto de los tormentos.
El viejo Jérôme sólo se sirve de sus dientes, pero cada
mordisco deja una huella de la que la sangre mana inmediatamente; después de
una docena, el comodín le presenta la boca; satisface en ella su furia,
mientras que él mismo es mordido con idéntica fuerza.
Los monjes beben y recuperan las fuerzas.
La mujer de treinta y seis años, preñada de tres meses, tal como os he
contado, es encaramada sobre un pedestal de ocho pies de altura, en el que sólo
puede colocar una pierna, viéndose obligada a tener la otra suspendida en el
aire; a su alrededor hay unos colchones rellenos de espinos, de acebos, de
abrojos, de tres pies de espesor; y se le ha dado una vara flexible para sostenerse.
Es fácil ver, por una parte, el esfuerzo que pone en no caer, y, por otra, la
imposibilidad de mantener el equilibrio: esta alternativa divierte a los
frailes. Alineados los cuatro a su alrededor, cada uno de ellos tiene una o dos
mujeres que los excitan de maneras diversas durante el espectáculo. Por muy
embarazada que esté, la desdichada permanece en esa actitud durante un cuarto
de hora; al fin le fallan las fuerzas, cae sobre los espinos, y nuestros
malvados, borrachos de lujuria, ofrecerán por última vez sobre su cuerpo el
abominable homenaje de su ferocidad... Luego se retiran.
El superior me confia
a manos de aquella mujer, de
treinta años de edad, de la que ya os he hablado: la llamaban Omphale. Le
habían asignado el cometido de instruirme y de instalarme en mi nuevo
domicilio, pero aquella primera noche no vi ni escuché nada. Anonadada y desesperada, sólo quería reposar un poco. Descubrí en la
habitación adonde me destinaba a otras mujeres que no estuvieron en la cena;
dejé para el día siguiente el examen de todos esos nuevos cuerpos, y sólo me ocupé
de buscar un poco de descanso. Omphale me dejó tranquila, y se acostó en su
cama. Así que estoy en la mía, todo el horror de mi suerte se presenta aún más
vivamente ante mí; no acababa de creerme todas las abominaciones que había
sufrido, ni aquellas de las que había sido testigo. ¡Ay de mí!, si alguna vez
mi imaginación se había extraviado por esos placeres, yo los creía castos como
el Dios que los inspiraba, ofrecidos por la naturaleza para
servir de consuelo a los humanos, los suponía nacidos del amor y de la
delicadeza. Estaba muy lejos de creer que el hombre, a ejemplo de los animales
feroces, sólo pudiera disfrutar haciendo temblar a su compañera... Después,
volviendo sobre la fatalidad de mi suerte... «¡Oh, justo cielo!», me decía, «¡así que ahora es
absolutamente cierto que ningún acto virtuoso emanará de mi corazón sin que
vaya inmediatamente seguido de un dolor! ¿Y qué daño hacía yo, Dios santo,
deseando cumplimentar en este convento algunos deberes religiosos? ¿He ofendido
al cielo por querer rezar? ¡Incomprensibles designios de la Providencia,
dignaos», proseguí, «mostraros a mis ojos si no queréis que me rebele contra
vosotros!» Unas amargas lágrimas siguieron a estas reflexiones, y todavía
estaba inundada por ellas cuando se hizo de día; entonces Omphale se acercó a
mi cama.
––Querida compañera ––me dijo––, vengo a exhortarte que tengas valor.
Yo lloré como tú los primeros días, y ahora me he acostumbrado. Tú te
acostumbrarás como yo he hecho. Los comienzos son terribles. No es únicamente
la necesidad de satisfacer las pasiones de esos depravados lo que constituye el
suplicio de nuestra vida, es la pérdida de nuestra libertad, la manera cruel
con que se nos trata en esta espantosa casa.
Los infelices se consuelan al ver a otros a su lado. Por agudos que
fueran mis dolores, los mitigué un instante, para rogar a mi
compañera que me informara de los males que debía esperar.
––Un momento ––me dijo mi maestra––, levántate, comencemos por
recorrer nuestro retiro, contempla a las nuevas compañeras, y después
hablaremos.
Obedeciendo los consejos de Omphale, vi que estaba en una cámara muy
grande en la que había ocho camitas de indiana bastante limpias; al lado de
cada cama había un cuarto de aseo, pero todas las ventanas que iluminaban tanto
los cuartos como la cámara distaban dos metros del suelo y estaban provistos
de barrotes por dentro y por fuera. En el centro de la cámara principal había
una gran mesa clavada en el suelo, para comer o para trabajar; tres puertas más
forradas de hierro cerraban la cámara; ninguna cerradura a nuestro lado,
cerrojos enormes al otro.
––¿Esta es nuestra prisión? ––le dije a Omphale.
––¡Sí, querida mía! ––me contestó––; es nuestra única vivienda; las
ocho mujeres restantes tienen cerca de aquí una cámara semejante, y sólo nos
comunicamos cuando les place a los monjes reunirnos.
Entré en el cuarto de aseo que me estaba destinado; ocupaba unos tres
metros cuadrados; la luz procedía, como en la otra habitación, de una ventana
altísima y totalmente recubierta de hierro. Los únicos muebles eran un bidé, un
lavabo y un retrete. Salí; mis compañeras, impacientes por verme, me rodearon;
eran siete: yo hacía la octava. Omphale, que vivía en la otra cámara, sólo
estaba en ésta para instruirme; se quedaría allí si yo lo quería, y una de las
de esta cámara la sustituiría en la suya; exigí este arreglo, y así se hizo.
Pero antes de pasar al relato de Omphale, me parece esencial describiros las
siete nuevas compañeras que me deparaba la suerte; lo haré por orden de edad, como
en el caso de las primeras.
La más joven tenía doce años, una fisonomía muy viva y muy graciosa,
los más hermosos cabellos y la boca más bonita.
La segunda tenía dieciséis años; era una de las rubias más hermosas
que nunca había visto, unas facciones realmente deliciosas, y todas las
gracias, toda la gentileza de su edad, mezcladas con una especie de expresión,
fruto de su tristeza, que la hacía aún mil veces más bella.
La tercera tenía veintitrés años; muy bonita, pero un exceso de
descaro y de impudor degradaba, en mi opinión, los encantos con que la había
dotado la naturaleza.
La cuarta tenía veintiséis años; estaba moldeada como una Venus; con
unas formas, sin embargo, un tanto exageradas; una blancura deslumbrante; la
fiso nomía dulce, franca y risueña, hermosos ojos, la boca un poco grande, pero con una dentadura admirable, y
soberbios cabellos rubios.
La quinta tenía treinta y dos años; estaba preñada de cuatro meses, un
rostro ovalado, un poco triste, con grandes ojos llenos de expresión, muy pálida,
una salud delicada, una voz tierna, y escasa lozanía; libertina por
naturaleza: se agotaba, me dijeron, a sí misma.
La sexta tenía treinta y tres años; una mujer alta, bien plantada, el
rostro más hermoso del mundo, bellas carnes.
La séptima tenía treinta y ocho años; un auténtico modelo de estatura
y de belleza; era la decana de mi cámara; Omphale me previno de su
maldad, y principalmente del gusto que sentía por las mujeres.
––Ceder es la auténtica manera de gustarle ––me dijo mi compañera––;
resistírsele es concitar sobre la propia cabeza todos los males que pueden
afligirnos en esta casa. Ya verás qué haces.
Omphale pidió a Ursule,
que así se llamaba la decana, permiso para instruirme; Ursule le consintió con la
condición de que fuera a besarla. Me acerqué a ella: su lengua impura quiso
reunirse con la mía, mientras sus dedos se empeñaban en provocar unas
sensaciones que estaba muy lejos de conseguir. A pesar mío, sin embargo, tuve
que prestarme a todo, y cuando creyó haber vencido, me despidió a mi cuarto de
aseo, donde Omphale me habló de la siguiente manera:
––Todas las mujeres que viste ayer, querida Thérèse, y las que acabas de ver, se dividen en cuatro clases de cuatro mujeres
cada una de ellas. La primera es llamada la clase de la infancia: abarca las
mujeres desde la más tierna edad hasta los dieciséis años; las distingue un
traje blanco.
»La segunda clase, cuyo color es el verde, se llama la clase de la
juventud; comprende las mujeres de dieciséis a veinte años.
»La tercera clase es la edad del juicio; viste de azul; va de los
veintiuno a los treinta; es en la que estamos nosotras dos.
»La cuarta clase, vestida de castaño dorado, está destinada a la edad
madura; la forman todas las que pasan de los treinta años.
»Estas mujeres o bien se mezclan indistintamente en las cenas de los
reverendos padres, o aparecen allí por clases: todo depende del capricho de los
frailes, pero, al margen de las cenas, están mezcladas en las dos cámaras, como
puedes juzgar por las que ocupan la nuestra.
»La instrucción que tengo que darte, me dijo Omphale, se resume en
cuatro capítulos principales: en el primero trataremos de lo que se refiere a
la casa; en el segundo, pondremos lo que concierne al comportamiento de las
mujeres, sus castigos, su nutrición, etcétera, etcétera; el tercer capítulo te
instruirá acerca de la organización de los placeres de los monjes, de la manera
como las mujeres lo ejecutan; el cuarto te expondrá la historia de las bajas y
de los cambios.
»No te describiré en absoluto, Thérèse, los alrededores de
esta horrible casa, los conoces tan bien como yo; te hablaré sólo del interior; me lo han mostrado a fin de
que pueda dar su imagen a las recién llegadas, de cuya educación me encargo, y
quitarles mediante esta descripción cualquier deseo de evadirse. Ayer, Severino te explicó una parte: no te engañó en absoluto, querida mía. La
iglesia y el pabellón contiguo forman lo que es propiamente el convento; pero
tú ignoras cómo está situado el cuerpo de edificio que habitamos, cómo se llega
a él; es así. En el fondo de la sacristía, detrás del altar, hay una puerta
oculta en el revestimiento de madera que se abre mediante un resorte; esa
puerta es la entrada de un estrecho pasillo, tan oscuro como largo, con unas
sinuosidades que tu terror al entrar te impidieron, sin duda, descubrir; al
principio ese pasillo desciende, porque es preciso que pase debajo de un foso
de diez metros de profundidad, luego sube a lo largo de la anchura del foso, y
sólo queda a seis pies debajo del suelo; así es como llega a los subterráneos
de nuestro pabellón, alejado del otro aproximadamente un cuarto de legua. Seis
espesos recintos impiden que sea posible descubrir el alojamiento, incluso para
alguien encaramado al campanario de la iglesia; la razón de eso es muy sencilla:
el pabellón es muy bajo, no alcanza los ocho metros, y los recintos, compuestos
unos de murallas, otros de seto vivo muy espeso, tienen cada uno de ellos más
de quince de altura: desde cualquier lugar que se mire, esta parte sólo puede
ser tomada, por tanto, como un bosquecillo, pero jamás como una vivienda; tal
como acabo de decir, la salida del oscuro pasillo que te he mencionado se
efectúa por una trampilla que da a los subterráneos, y de la que es imposible
que te acuerdes por el estado en que debías estar al cruzarla. Este pabellón,
querida mía, se compone en conjunto de unos subterráneos, una planta baja, un
entresuelo y un primer piso; la parte superior es una bóveda muy espesa
cubierta por una cubeta de plomo llena de tierra, en la que están plantados
unos arbustos siempre verdes que, combinando con los setos que nos rodean,
confieren al conjunto un aspecto de macizo aún más real. El subterráneo consta
de una gran sala en el centro y ocho gabinetes alrededor, dos de los cuales sirven
de calabozos para las mujeres que han merecido tal castigo, y los seis
restantes de bodegas; encima se encuentran la sala de las cenas, las cocinas,
las antecocinas, y dos gabinetes donde van los frailes cuando quieren aislar
sus placeres y saborearlos con nosotras, al margen de las miradas de sus
compañeros. El entresuelo se compone de ocho cámaras, cuatro de las cuales disponen
de un cuarto de baño; son las celdas donde duermen los monjes, y donde nos
introducen cuando su lubricidad nos destina a compartir sus camas; las otras
cuatro son las de los hermanos legos, uno de los cuales es nuestro carcelero,
el segundo el criado de los frailes, el tercero el cirujano, que tiene en su
celda cuanto se necesita para las necesidades urgentes, y el cuarto el cocinero;
estos cuatro hermanos son sordomudos; así que dificilmente esperarás de ellos,
como ves, consuelo o ayuda; además, jamás se paran con nosotras, y nos está
prohibidísimo hablarles. La parte superior del entresuelo forma los dos
serrallos; absolutamente idénticos entre sí; son, como ves, una gran cámara en
la que hay ocho cuartos de aseo. Así que imagina, querida hija, en el supuesto
de que rompiéramos las rejas de nuestras ventanas, y bajáramos por ellas,
todavía estaríamos lejos de poder escapar, ya que restarían por franquear cinco
setos vivos, una gruesa muralla y un amplio foso: si llegáramos a vencer estos
obstáculos, ¿dónde daríamos entonces? En el patio del convento que,
cuidadosamente cerrado, no nos ofrecería tampoco en un primer momento una salida
muy segura. Confieso que otro medio de evasión, menos peligroso quizá,
consistiría en encontrar en los subterráneos la boca del pasillo que conduce a
él; pero ¿cómo llegar a esos subterráneos, perpetuamente encerradas como
estamos? E incluso
en el caso de que halláramos esa abertura, lleva a un rincón perdido,
desconocido por nosotras y protegido asimismo por rejas cuya llave sólo tienen
ellos. Y si pese a todo llegáramos a vencer todos estos inconvenientes y
alcanzáramos el pasadizo, no por ello el camino sería más seguro para nosotras;
está lleno de trampas que sólo ellos conocen, y en las que quedarían inevitablemente
atrapadas las personas que quisieran recorrerlo sin ellos. Así pues, hay que
renunciar a la evasión, es imposible, Thérèse; cree que si fuera
practicable, hace mucho tiempo que yo habría abandonado este detestable lugar,
pero no se puede. Los que están aquí sólo salen con la muerte; y de ahí nace la
impudicia, la crueldad y la tiranía con que nos tratan esos malvados; nada les
inflama, nada les excita más la imaginación que la impunidad que les promete
este inabordable retiro; seguros de no tener más testigos de sus excesos que
las mismas víctimas que los satisfacen, convencidísimos de que sus extravíos
jamás serán revelados, los llevan a los más odiosos extremos; liberados del
freno de las leyes, después de haber roto los de la religión y desconocer los
del remordimiento, no hay atrocidad que no se permitan, y en esta apatía
criminal sus abominables pasiones se sienten tan voluptuosamente estimuladas
que nada les excita tanto, dicen, como la soledad y el silencio, como la
debilidad de una parte y la impunidad de la otra. Los frailes se acuestan
regularmente todas las noches en este pabellón, se dirigen a él a las cinco de
la tarde, y regresan al convento a la mañana siguiente a eso de las nueve, a
excepción de uno que, por turno, pasa aquí el día: se le llama el regente de
guardia. Pronto veremos su función. En cuanto a los cuatro hermanos, no se
mueven jamás; tenemos en cada cámara un timbre que comunica con la celda del
carcelero; sólo la decana tiene derecho a apretarlo, pero cuando lo
hace debido a sus necesidades, o a las nuestras, acude al instante. Los propios
padres traen al regresar cada día las provisiones necesarias, y las entregan al
cocinero que las utiliza de acuerdo con sus órdenes; en los subterráneos hay un
manantial, y abundancia de vinos de todo tipo en las bodegas.
»Pasemos al segundo capítulo, que se refiere al comportamiento de las
mujeres, a su alimento, a su castigo.
»Nuestro número es siempre el mismo; se toman las disposiciones
necesarias para que siempre seamos dieciséis: ocho en cada cámara; y, como ves,
siempre con el uniforme de nuestra clase. No acabará el día sin que te den los
hábitos de aquella en la que tú ingresas; pasamos todo el día en una bata del
color que nos corresponde; de noche, en levita del mismo color, peinadas lo
mejor que podemos. La decana de la cámara tiene todo el poder sobre
nosotras, desobedecerla es un crimen; está encargada de la tarea de
inspeccionarnos antes de que nos dirijamos a las orgías, y si algo no está en
el estado deseado, ella y nosotras somos castigadas. Podemos cometer varios
tipos de faltas. Cada una de ellas tiene su castigo especial cuya tarifa se
exhibe en las dos cámaras; el regente de día, el que viene, como te explicaré
inmediatamente, a darnos órdenes, designar las mujeres de la cena, visitar
nuestras habitaciones, y recibir las quejas de la decana, este fraile, digo, es el que reparte de noche el castigo que cada una
ha merecido. He aquí el inventario de los castigos al lado de las culpas que
nos los procuran.
»No levantarse por la mañana a la hora debida: treinta latigazos (pues
casi siempre nos castigan con este suplicio; era bastante lógico que un episodio
de los placeres de esos libertinos se convirtiera en su corrección predilecta);
ofrecer, bien por error, bien por cualquier otra causa posible, una parte del
cuerpo, en el acto de los placeres, distinta a la que deseaban: cincuenta latigazos;
ir mal vestida, o mal peinada: veinte latigazos; no haber avisado de que se
tiene la regla: sesenta latigazos; el día en que el cirujano ha comprobado tu
preñez: cien latigazos; negligencia, imposibilidad, o rechazo en las
proposiciones lujuriosas: doscientos latigazos. ¡Y cuántas veces su infernal
maldad nos atrapa en falta sobre eso, sin que nosotras tengamos el más mínimo
yerro! ¡Cuántas veces uno de ellos pide de repente lo que sabe perfectamente
que se acaba de conceder a otro, y que no se puede repetir inmediatamente! No
por ello hay que dejar de sufrir el castigo; jamás son escuchadas nuestras
protestas, o nuestras quejas; hay que obedecer o aceptar el castigo. Faltas de
conducta en la cámara o desobediencia a la decana: sesenta latigazos; la apariencia de lloros, de pena, de remordimiento,
la sospecha misma del más mínimo retorno a la religión: doscientos latizagos.
Si un monje te elige para saborear contigo la última crisis del placer y él no
puede alcanzarla, sea falta suya, cosa que es muy común, o tuya: al acto,
trescientos latigazos. La más mínima apariencia de repugnancia a las
proposiciones de los monjes, sean de la naturaleza que sean: doscientos
latizagos; un intento de evasión, una revuelta: nueve días de calabozo,
completamente desnuda, y trescientos latigazos por día; murmuraciones, malos
consejos, malas conversaciones entre nosotras, así que son descubiertos: trescientos
latigazos; proyectos de suicidio, negativa a alimentarse como es debido:
doscientos latigazos; faltar al respeto a los frailes: ciento ochenta
latigazos. Esos son nuestros únicos delitos, por el resto podemos hacer lo que
queramos, acostarnos juntas, pelearnos, pegarnos, llegar a los últimos excesos
de la ebriedad y de la gula, jurar, blasfemar: todo eso da igual, nada se nos
dice por esas faltas; sólo somos reprendidas por las que acabo de mencionarte,
pero las decanas pueden evitarnos muchos de esos inconvenientes, si quieren.
Desgraciadamente, esta protección sólo se compra con unas complacencias a
menudo más molestas que las penas por ellas garantizadas; las de ambas salas
tienen los mismos gustos, y sólo concediéndoles favores se consigue controlarlas.
Si se les niegan, multiplican sin motivo la suma de tus errores, y los monjes a
los que servimos, lloviendo sobre mojado, lejos de reprocharles su injusticia,
las estimulan incesantemente a repetirla; ellas mismas están sometidas a todas
estas reglas, y además muy severamente castigadas, si se las sospecha indulgentes.
No es que estos libertinos necesiten todo eso para torturarnos, pero les
resulta muy cómodo dotarse de pretextos; este aire de naturalidad presta
encantos a su voluptuosidad, y la incrementa. Al entrar aquí cada una de
nosotras tiene una pequeña provisión de ropa; nos dan media docena de cada
cosa, y nos la renuevan cada año, pero hay que entregar lo que nosotras
traemos; no se nos permite conservar nada. Las quejas de los cuatro legos de
que te he hablado son atendidas como las de la decana; basta su simple delación para que se nos castigue; pero por lo menos
no nos piden nada, y no son tan temibles como las decanas, muy exigentes y muy
peligrosas cuando el capricho o la venganza dirige sus comportamientos.
Nuestro alimento es muy bueno y siempre muy abundante; si de ello no obtuvieran
unas dosis de voluptuosidad, es posible que este tema no funcionara tan bien,
pero como sus sucios desenfrenos ganan con ello, no descuidan nada para atiborrarnos
de comida: los que prefieren azotamos, nos tienen más rollizas, más gordas, y
los que, como te decía Jerôme ayer, prefieren ver poner la gallina, están
seguros, mediante una alimentación abundante, de una mayor cantidad de huevos.
En consecuencia, nos sirven cuatro veces al día; para desayunar, entre las
nueve y las diez, nos dan siempre un ave con arroz, frutas frescas o compotas,
té, café o chocolate; a la una se nos sirve el almuerzo; cada mesa de ocho es
servida de igual manera: un sabroso potaje, cuatro entrantes, un asado y cuatro
dulces; postres en cualquier estación. A las cinco y media, se sirve la merienda:
pasteles o frutas; la cena es sin duda excelente, si es la de los monjes; si no
asistimos a ella, como entonces sólo somos cuatro por cámara, se nos sirve a la
vez tres platos de asado y cuatro postres; tenemos cada una de nosotras una
botella de vino blanco, otra de tinto, y media botella de licor al día; las que
no beben son libres de dárselo a las demás; las hay entre nosotras muy glotonas
que beben enormemente, que se emborrachan, y todo eso sin que nadie las riña;
las hay también a las que estas cuatro comidas no bastan; no tienen más que
llamar, y se les trae inmediatamente lo que piden.
»Las decanas obligan a comer en las comidas, y si se persistiera en no
querer hacerlo, por el motivo que fuera, a la tercera vez serás severamente
castigada. La cena de los monjes se compone de tres platos de asado, de seis
entrantes seguidos por una pieza fría y ocho postres, fruta, tres tipos de
vinos, café y licores. A veces, nos sentamos las ocho a la mesa con ellos;
otras obligan a cuatro de nosotras a servirles, y cenamos después; ocurre
también de vez en cuando que sólo toman cuatro mujeres para cenar; en tal
caso, suelen ser clases enteras, y cuando somos ocho, siempre hay dos de cada
clase. Inútil decirte que jamás nos visita nadie; ningún extraño, bajo ningún
pretexto, entra en este pabellón. Si caemos enfermas, nos cuida el único lego
cirujano, y si morimos, es sin ninguna ayuda religiosa; nos arrojan a uno de
los espacios formados por los setos, y eso es todo; pero por una insigne
crueldad, si la enfermedad llega a ser demasiado grave, o se teme el contagio,
no esperan a que muramos para enterrarnos; se nos llevan y nos colocan donde te
he dicho, todavía en vida; desde los dieciocho años estoy aquí, he visto más de
diez ejemplos de esta insigne ferocidad; dicen a eso que es mejor perder una
que arriesgar dieciséis; que, además, la pérdida de una mujer es tan leve, tan
fácilmente reparable, que no hay por qué lamentarla.
»Pasemos a la satisfacción de los placeres de los frailes y a todo lo
que se refiere a esta parte.
»Aquí nos levantamos a las nueve en punto de la mañana, en cualquier
estación; nos acostamos más o menos tarde, según la cena de los monjes. Apenas
nos hemos levantado, viene a visitarnos el regente de día, se sienta en un gran
sillón, y allí, cada una de nosotras está obligada a colocarse delante de él
con las faldas arremangadas por el lado que prefiere; toca, besa, examina, y
cuando todas han cumplido este deber, designa a las que deben asistir a la
cena; les ordena el estado en que deben encontrarse, recoge las quejas por
parte de la decana, y se imponen los castigos. Rara vez sale sin
una escena de lujuria en la que utiliza habitualmente a las ocho. La decana dirige estos actos libidinosos, y por nuestra parte reina la más total
sumisión. Antes del desayuno, ocurre con frecuencia que uno de los reverendos
padres reclama en su cama a una de nosotras; el hermano carcelero trae un papel
con el nombre de la que quiere; aunque el regente de día la ocupara entonces,
no tiene derecho a retenerla, se va, y regresa cuando la despiden. Acabada esta
primera ceremonia, desayunamos; desde ese momento hasta la noche, ya no tenemos
nada que hacer; pero a las siete en verano y a las seis en invierno, vienen a
buscar a las que han sido designadas; el propio hermano carcelero las conduce,
y, después de la cena, las que no han sido retenidas por la noche vuelven al
serrallo. Con frecuencia no queda ninguna, y envían a buscar para la noche a
otras nuevas; y se las avisa igualmente, con varias horas de antelación, del
traje con que deben presentarse; a veces sólo se acuesta la mujer de retén.
––La mujer de retén ––la interrumpí––, ¿qué es este nuevo cargo?
––Ahora te lo digo ––me contestó mi narradora––. Todos los primeros de
mes, cada fraile adopta una mujer que durante este período debe servirle tanto
de criada como de comodín a sus indignos deseos; sólo están exceptuadas las
decanas, debido al deber de su cámara. No pueden cambiarlas a lo largo del mes,
ni retenerlas dos meses seguidos; nada tan cruel ni tan duro como las tareas de
ese servicio, y no sé cómo te acostumbrarás a él. Así que suenan las cinco de
la tarde, la mujer de retén baja al lado del monje que sirve, y ya no le
abandona hasta la mañana siguiente, a la hora en que él pasa al convento. Ella
lo recupera a su vuelta; estas pocas horas las utiliza en comer y en descansar,
pues tiene que velar las noches que pasa al lado de su amo; te lo repito, esta
desdichada está ahí para servir de comodín a todos los caprichos que se le
pueden ocurrir al libertino: bofetones, azotes, insultos, placeres, tiene que
soportarlo todo; debe pasar de pie la noche en la habitación de su dueño y
siempre dispuesta a ofrecerse a las pasiones que puedan agitar al tirano; pero
la más cruel, la más ignominiosa de estas servidumbres, es la terrible
obligación que tiene de presentar su boca o su pecho a una u otra necesidad de
ese monstruo; no utiliza jamás ningún otro recipiente: tiene que recibirlo
todo, y la más leve repugnancia es castigada inmediatamente con los tormentos
más bárbaros. En todas las escenas de lujuria, son esas mujeres las que ayudan
a los placeres, las que los cuidan y limpian todo lo que ha podido ser
manchado: ¿un monje lo ha sido al acabar de gozar de una mujer? A la boca de
la siguiente le corresponde reparar este desorden. ¿Quiere ser excitado? Es
tarea de esta desdichada; lo acompaña a todos los lugares, lo viste, lo
desnuda, le sirve, en una palabra, en todos sus instantes, siempre lo hace
mal, y siempre la pegan; en las cenas, su lugar está, o detrás de la silla de
su amo, o, como un perro, a sus pies, debajo de la mesa, o de rodillas, entre
sus muslos, excitándole con la boca; a veces le sirve de asiento o de
candelabro; otras veces estarán las cuatro alrededor de la mesa, en las
actitudes más lujuriosas, pero al mismo tiempo más incómodas. Si pierden el
equilibrio, corren el peligro de caer sobre unas espinas puestas cerca de allí,
o de partirse un miembro, o incluso de matarse, cosa de la que ya hay algún
ejemplo; y durante ese tiempo los malvados se divierten, se propasan, se
embriagan a placer de comida, de vino, de lujuria y de crueldad.
––¡Oh, cielo santo! ––––dije a mi compañera estremeciéndome
horrorizada––. ¡Cómo es posible llegar a tales excesos! ¡Qué infierno!
––Escucha, Thérèse, escucha, criatura, estás lejos todavía de
saberlo todo ––dijo Omphale––. El estado de preñez, reverenciado en el mundo,
es una reprobación segura entre esos infames, no evita los castigos, ni las
guardias; es, por el contrario, un vehículo para las penas, las humillaciones,
los pesares. ¡Cuántas veces a fuerza de golpes hacen abortar a aquellas cuyo
fruto no están decididos a recoger! Y si lo recogen, es para disfrutar de él:
lo que ahora te digo debe bastarte para pensar en evitar este estado el mayor tiempo
posible.
––Pero ¿se puede hacer?
––Sin duda, hay unas esponjas... Pero si Antonin las descubre, no hay
modo de escapar a su indignación; lo más seguro es sofocar la impresión de la
naturaleza desarmando la imaginación y, con semejantes malvados, eso no es
difícil.
»Por otra parte ––prosiguió mi maestra––, aquí hay relaciones y
parentescos que tú no imaginas, y que es bueno explicarte, pero esto al entrar
en el cuarto capí tulo, o sea el de nuestras reclutas, nuestras bajas y nuestros
cambios, voy a iniciarlo para incluir en él este pequeño detalle.
»No ignoras, Thérèse,
que los cuatro monjes que forman
este convento están a la cabeza de la orden, los cuatro son de familias
distinguidas, y los cuatro muy ricos por cuenta propia. Al margen de los fondos
considerables puestos por la orden de los benedictinos para el mantenimiento
de este voluptuoso retiro, al que todos tienen la esperanza de llegar algún
día, los que están aquí añaden además a esos fondos una parte considerable de
sus bienes; ambas cosas reunidas alcanzan a más de cien mil escudos por año,
que sólo sirven para el reclutamiento o los gastos de la casa. Cuentan con doce
mujeres de absoluta confianza, encargadas únicamente de la tarea de
entregarles cada mes una persona, entre los doce y los treinta años, ni por
debajo, ni por encima. La persona debe estar carente de cualquier defecto y
dotada de las máximas cualidades posibles, pero principalmente de un origen
distinguido. Estos secuestros, bien pagados, y siempre realizados muy lejos de
aquí, no provocan ningún inconveniente; jamás he visto que surgieran quejas.
Sus extremas precauciones les ponen al cubierto de todo; no aspiran en absoluto
a las primicias; una joven ya seducida, o una mujer casada, les gusta
igualmente; pero es preciso que el rapto se haya producido, que sea comprobado;
esta circunstancia les excita; quieren estar seguros de que sus crímenes
cuestan lágrimas; devolverían a una joven que se entregara a ellos
voluntariamente; si tú no te hubieras defendido prodigiosamente, si no
hubieran descubierto un fondo real de virtud en ti, y por consiguiente la
certeza de un crimen, no te hubieran conservado ni veinticuatro horas. Así,
pues, todo lo que hay aquí, Thérése, es de la mejor cuna; ahí donde me ves,
querida amiga, yo soy la hija única del conde de ***, secuestrada en París a
la edad de doce años, y destinada a poseer un día cien mil escudos de dote; fui
arrebatada de los brazos de mi gobernanta que me devolvía a solas en un coche,
de una finca de mi padre a la abadía de Panthémont, en donde era educada; mi
gobernanta desapareció; verosímilmente estaba comprada; me trajeron aquí en
diligencia. Todas las demás están en el mismo caso. La muchacha de veinte años
pertenece a unas de las familias más distinguidas del Poitou.
La de dieciséis es hija del
barón de ***, uno de los más grandes señores de la Lorena; condes, duques y marqueses
son los padres de la de veintitrés, de la de doce y de la de treinta y dos; ni
una, en suma, que no pueda reclamar los títulos más importantes, y ni una que
no sea tratada con la más extrema ignominia. Pero estos infames no se contentan
con tamaños horrores; han querido deshonrar el seno mismo de su propia familia.
La joven de veintiséis, una de las más bellas sin duda, es la sobrina de Clément, y la de treinta y seis es la sobrina de Jérôme.
»En cuanto una nueva joven llega a esta cloaca impura, en cuanto está
sustraída para siempre del universo, dan de baja inmediatamente a otra, y ahí
está, querida muchacha, ahí está el complemento de nuestros dolores; el más
cruel de nuestros males es ignorar lo que nos ocurre, en estas terribles e
inquietantes bajas. Es absolutamente imposible decir lo que pasa al abandonar
estos lugares. Tenemos todas las pruebas que nuestra soledad nos permite
adquirir de que las mujeres dadas de baja por los monjes no reaparecen jamás;
ellos mismos nos previenen, no nos ocultan que este retiro es nuestra tumba;
pero ¿nos asesinan? ¡Justo cielo!, ¿el homicidio, el más execrable de los
crímenes sería, pues, para ellos, como para aquel célebre mariscal de Retz,*
una especie de placer cuya crueldad, exaltando su pérfida imaginación,
consigue sumir sus sentidos en la más viva ebriedad? Acostumbrados a disfrutar
únicamente con el dolor, a deleitarse sólo con los tormentos y los suplicios,
¿es posible que se extravíen hasta el punto de creer que redoblándolos, que
mejorando la primera causa del delirio, tuvieran inevitablemente que hacerlo
más perfecto, y entonces, tan sin principios como sin fe, tan sin modales como
sin virtudes, los tunantes, abusando de las desdichas en que sus primeros
desmanes nos sumieron, se solacen con unos segundos que nos arrancan la vida?
No sé... Si se les pregunta sobre ello, balbucean y a veces dicen que no y a
veces que sí; lo que hay de seguro es que ninguna de las que han salido, por
muchas promesas que nos hayan hecho de denunciar a estas personas y de
contribuir a nuestra liberación, ninguna, repito, ha cumplido su palabra... Una
vez más, ¿acallan nuestras denuncias, o nos colocan fuera de la situación de
hacerlas? Cuando preguntamos a las que llegan noticias de las que nos han
abandonado, jamás saben nada. ¿Qué les ocurre, pues, a estas desdichadas? Eso
es lo que nos atormenta, Thérése, ahí está la fatal incertidumbre que amarga
nuestros días. Llevo dieciocho años en esta casa, he visto salir de ella más
de doscientas mujeres... ¿Dónde están? ¿Por qué todas han jurado ayudarnos y
ninguna ha mantenido su palabra?
* Ved la Historia de Bretaña, por
mosén Lobineau. (N. del A.)
»Nada, además, justifica nuestra jubilación; la edad, el cambio de
facciones, todo da igual, el capricho es su única regla. Hoy despedirán a las
que acariciaron ayer; y conservarán durante diez años a aquellas de las que
están más hartos; ésta es la historia de la decana de
nuestra sala; lleva doce años en la casa, la siguen celebrando, y he visto,
para mantenerla, despedir a criaturas de quince años cuya belleza habría puesto
celosas a las Gracias. La que se fue, hace ocho días, no tenía dieciséis años
cumplidos: hermosa como la propia Venus, sólo llevaban un año disfrutando de
ella, pero quedó preñada, y ya te he dicho, Thérése, en esta casa es una gran
culpa. El mes pasado, despidieron a una de diecisiete
años. Hace un año, a una de veinte, preñada de ocho meses; y últimamente a otra
en el instante en que sentía los primeros dolores del parto. No te imagines que
el comportamiento tenga alguna importancia: las he visto que se adelantaban a
sus deseos, y que se iban al cabo de seis meses; y a otras, malhumoradas y
embusteras, las conservaban un gran número de años. Así que es inútil
recomendar a las recién llegadas un tipo cualquiera de conducta; la fantasía
de estos monstruos rompe todos los frenos y se convierte en la única ley de
sus actos.
»Cuando debes ser despedida, te avisan por la mañana, nunca antes, el
regente del día aparece a las nueve como de costumbre, y supongo que te dice:
"Omphale, el convento te despide, vendré a buscarte por la noche".
Después prosigue su tarea. Pero en el examen ya no te ofreces a él, luego sale;
la despedida abraza a sus compañeras, les promete mil y mil veces que las
ayudará, que presentará una denuncia, que contará lo que ocurre; suena la hora,
aparece el fraile, la mujer se va, y ya no se vuelve a oír hablar más de ella.
Sin embargo, la cena se celebra como de costumbre, las únicas observaciones
que hemos hecho esos días es que los monjes llegan rara vez a los últimos episodios
del placer, diríase que se cuidan, sin embargo beben mucho más, a veces hasta
la ebriedad; nos despiden mucho antes, no se queda ninguna mujer para
acostarse, y las muchachas de retén se retiran al serrallo.
––Bueno, bueno ––le dije a mi compañera––, si nadie os ha ayudado es
porque sólo habéis tratado con criaturas débiles, intimidadas, o con niñas que
no se han atrevido a nada por vosotras. Yo no tengo miedo de que nos maten, por
lo menos no lo creo, es imposible que unos seres razonables puedan llevar el
crimen hasta este punto... Sé muy bien que... Después de todo lo que he visto,
quizá no debiera justificar a los hombres como lo hago, pero es imposible,
querida, que puedan realizar unos horrores cuya misma idea es inconcebible.
¡Oh!, querida compañera ––continué
con calor––, ¿quieres hacer
conmigo esta promesa a la que juro no faltar?... ¿Quieres?
––Sí.
––¡Pues bien! Te juro por lo más sagrado, por el Dios que me anima y
al que únicamente adoro..., te prometo que o moriré en el empeño, o destruiré
a estos infames; ¿me prometes tú otro tanto?
––¿Lo dudas? ––me contestó Omphale––, pero puedes estar segura de la
inutilidad de tus promesas. Otras más indignadas que tú, más firmes, mejor
preparadas, ami gas perfectas, en una palabra, que habrían dado su sangre por
nosotras, han faltado a los mismos juramentos. Permíteme pues, querida Thérèse, permite a mi cruel experiencia que considere los nuestros como
inútiles, y que no cuente con ellos.
––¿Y los monjes ––dije a mi compañera–– también cambian, llegan a
menudo otros nuevos?
––No ––me contestó––. Hace diez años que Antonin está aquí, Clément lleva dieciocho viviendo, Jérôme está aquí desde hace
treinta, y Severino desde hace veinticinco. Este superior, nacido
en Italia, es pariente próximo del Papa, con el que mantiene muy buenas relaciones,
y sólo desde que él está aquí los supuestos milagros de la Virgen aseguran la
reputación del convento e impiden a los maldicientes examinar desde demasiado
cerca lo que ocurre aquí; pero la casa ya estaba montada como la ves, cuando él
llegó. Hace más de cien años que subsiste igual y todos los superiores que han
venido han conservado un orden tan ventajoso para sus placeres. Severino, el hombre más libertino de su siglo, se hizo instalar aquí para
llevar una vida acorde con sus gustos. Su intención es mantener los privilegios
secretos de esta abadía todo el tiempo que pueda. Pertenecemos a la diócesis de
Auxerre, pero lo sepa el obispo o no, jamás lo vemos
aparecer, jamás pone los pies en el convento. En general, aquí viene muy poca
gente, salvo en época de la fiesta, que es la de la Virgen de agosto. Por lo
que dicen los monjes, en esta casa no aparecen diez personas por año; sin
embargo, es verosímil que cuando se presentan algunos extraños, el superior se
preocupe de recibirlos bien; los impresiona con sus apariencias de religión y
de austeridad, se van contentos, elogiando el monasterio, y la impunidad de
estos malvados se apuntala así sobre la buena fe del pueblo y la credulidad de
los devotos.
Omphale acababa de terminar su instrucción, cuando sonaron las nueve.
La decana no tardó en llamarnos, y llegó, en efecto, el
regente de día. Era Antonin, y nos colocamos en fila según la costumbre. Arrojó
una breve mirada sobre el conjunto, nos contó, y después se sentó; entonces
fuimos una tras otra a arremangar nuestras faldas delante de él, de un lado por
encima del ombligo, del otro hasta la mitad de la cintura. Antonin recibió este
homenaje con la indiferencia de la saciedad, no se alteró; después, mirándome,
me preguntó cómo me sentía en la aventura. Al verme contestar con unas
lágrimas, dijo riendo:
––Se acostumbrará; no hay casa en Francia donde se forme mejor a las
jóvenes que en ésta.
Tomó la lista de las culpables de manos de la decana, y, después, dirigiéndose de nuevo a mí, me hizo estremecer. Cada
gesto, cada movimiento con que parecía que debía someterme a esos libertinos,
era para mí como una sentencia de muerte. Antonin me ordena que me siente en el
borde de una cama, y, en esta posición, dice a la decana que
venga a desnudar mi garganta y levantar mis faldas hasta debajo de mi seno; él
mismo abre mis piernas al máximo, se sienta delante de este panorama, una de
mis compañeras se coloca sobre mí en la misma postura, de modo que es el altar
de la generación lo que se ofrece a Antonin en lugar de mi cara, y si disfruta,
tendrá estos encantos a la altura de su boca. Una tercera joven, arrodillada
delante de él, le excita con la mano, y una cuarta, totalmente desnuda, le
señala con los dedos, encima de mi cuerpo, donde debe pegarme. Insensiblemente
esta joven me masturba a mí, y lo que ella me hace, Antonin, con cada una de
sus manos, lo hace igualmente a derecha
e izquierda a las otras dos jóvenes. Imposible imaginar los
disparates, los discursos obscenos con que se excita el depravado; alcanza
finalmente el estado que desea, le conducen a mí. Pero todas le siguen, todas
intentan inflamarle mientras se dispone a gozar, dejando totalmente al desnudo
sus partes posteriores. Omphale, que se apodera de ellas, no omite nada para
excitarlas: frotes, besos, masturbaciones, lo hace todo. Antonin encendido se
precipita sobre mí...
––Quiero preñarla de golpe ––dice enfurecido.
Estos extravíos determinan lo fisico. Antonin, cuya
costumbre era prorrumpir en gritos terribles en este último instante de su
ebriedad, los lanza espantosos: todas lo rodean, todas le sirven, todas
colaboran en incrementar su éxtasis, y el libertino lo alcanza en medio de los
episodios más extravagantes de la lujuria y de la depravación.
Este tipo de grupos se producía con frecuencia; era una regla que
cuando un monje disfrutara del modo que fuera, todas las jóvenes lo rodearan, a
fin de abarcar sus sentidos por todas partes, y de que la voluptuosidad
pudiera, si se me permite expresarme así, penetrar más seguramente en él por
todos sus poros.
Antonin salió, trajeron el desayuno; mis compañeras me obligaron a
comer, yo lo hice para no disgustarlas. Apenas habíamos terminado cuando el
superior entró: al vernos todavía a la mesa, nos dispensó de las ceremonias
que debían ser para él las mismas que acabábamos de ejecutar para Antonin.
––Hay que pensar en vestirla ––dijo al verme.
Al mismo tiempo, abre un armario y arroja sobre mi cama varios trajes
del color indicado para mi clase y unos cuantos montones de ropa blanca.
––Pruébate todo eso ––me dijo––, y entrégame lo que te pertenece.
Le obedezco, pero, imaginando lo que iba a ocurrir, había apartado
prudentemente mi dinero durante la noche y lo había ocultado en mis cabellos. A
cada pieza de ropa que me saco, las ardientes miradas de Severino se dirigen al
atractivo descubierto, y sus manos no tardan en pasearse por él. Al fin, medio
desnuda, el fraile me coge, me coloca en la posición útil para sus placeres, o
sea exactamente opuesta a la que acaba de colocarme Antonin; quiero pedirle
gracia, pero viendo ya el furor en sus ojos, pienso que es más segura la
obediencia; me paro, lo rodean, sólo ve a su alrededor el altar obsceno que le
deleita; sus manos lo aprietan, su boca se pega a él, sus miradas lo devoran...
llega al colmo del placer.
––Si os parece bien, señora ––dijo la bella Thérèse––, voy a limitarme a explicaros aquí la historia resumida del primer mes
que pasé en ese convento, o sea las anécdotas principales de ese período; el
resto sería una repetición. La monotonía de aquella estancia la arrojaría
sobre mis relatos, e inmediatamente después debo pasar, según creo, al
acontecimiento que al fin me sacó de aquella impura cloaca.
Aquel primer día no estaba en la cena, se habían limitado a nombrarme
para pasar la noche con el padre Clément; siguiendo la
costumbre, me dirigí a su celda instantes antes de que él regresara, y el
hermano carcelero me condujo y me encerró allí.
Llega, tan excitado por el vino como por la lujuria, seguido de la
joven de veintiséis años que tenía entonces de retén a su lado. Sabedora de lo
que tengo que hacer, me arrodillo así que le oigo. Se me acerca, me contempla
en esta humillación, me ordena después que me levante y que lo bese en la boca;
saborea ese beso varios minutos y le da toda la expresión... toda la expresión
que pueda imaginarse. Durante ese tiempo, Armande (era el nombre de la que le servía) me desnudaba minuciosamente,
cuando la parte inferior de los riñones, por la que había comenzado, queda al
descubierto, se apresura a darme la vuelta y a exponer a su tío el lado
predilecto de sus gustos. Clément
lo examina, lo toca, luego,
sentándose en un sillón, me ordena que me acerque para dárselo a besar; Armande está ante sus rodillas, le excita con la boca, Clément coloca la suya en el santuario del templo que le ofrezco, y su lengua
se pierde en el sendero que halla en el centro; sus manos apretaban los mismos
altares en Armande, pero, como las ropas que la joven conservaba
le molestaban, le ordena que se las quite, lo que hizo inmediatamente, y la
dócil criatura recuperó al lado de su tío una posición en la cual, excitándolo
únicamente con la mano, estaba más al alcance de la de Clément. El monje impuro, siempre ocupado conmigo, me ordena entonces que de en
su boca libre curso a las ventosidades que pudieran llenar mis entrañas; esta
fantasía me pareció repugnante, pero aún estaba lejos de conocer todas las
irregularidades del desenfreno: obedezco y me resiento inmediatamente del
efecto de esta intemperancia. El monje, más excitado, se vuelve más ardiente,
muerde súbitamente en seis lugares los globos de carne que le presento; lanzo
un grito y doy un salto, se levanta, se me acerca, con la cólera en los ojos, y
me pregunta si sé lo que he arriesgado estorbándole: le doy mil excusas, me
agarra por el corsé que todavía llevaba en el pecho y lo arranca, junto con mi
camisa, en menos tiempo del que tardo en contarlo... Agarra mi pecho con
ferocidad, y lo aprieta a la vez que me insulta; Armande le desnuda, y ya estamos los tres desnudos. Por un instante, se ocupa
de Armande; le asesta con la mano unas furiosas
bofetadas; la besa en la boca, le muerde la lengua y los labios, ella grita, a
veces el dolor arranca de los ojos de la joven unas lágrimas involuntarias; la
hace subir a una silla y exige de ella la misma acción que ha deseado conmigo. Armande le satisface, yo le masturbo con una mano; durante esta lujuria, le
azoto ligeramente con la otra, muerde igualmente a Armande, pero ella se contiene y no se atreve a moverse. Sin embargo, los
dientes del monstruo aparecen grabados en las carnes de la hermosa joven. Se
ven en varios lugares; volviéndose después bruscamente me dijo:
––Thérèse, vas a sufrir cruelmente ––no necesitaba decirlo, su mirada lo
anunciaba en exceso––; te azotaré por todas partes, sin exceptuar nada.
Y al decir
eso, había vuelto a agarrar mi pecho que manoseaba con brutalidad; frotaba los
pezones con las puntas de sus dedos y me producía unos dolores muy vivos. Yo no
me atrevía a decirle nada por miedo a irritarle aún más, pero el sudor cubría
mi frente, y mis ojos, a pesar mío, se cubrían de lágrimas. Me gira, me obliga
a arrodillarme en el borde de una silla, con las manos sosteniendo el respaldo,
sin soltarlo ni un minuto, bajo las penas más graves. Viéndome al fin así,
perfectamente a su alcance, ordena a Armande que le traiga unas varas,
ella le ofrece un fino y largo puñado; Clément las coge, y
ordenándome que no me mueva, comienza con una veintena de golpes en los
hombros y en la parte superior de los riñones; me deja un instante, va a coger
a Armande y la coloca a seis pies de mí, también de
rodillas, en el borde de una silla. Nos dice que nos azotará a las dos juntas,
y que la primera de las dos que soltará la silla, lanzará un grito, o derramará
una lágrima será inmediatamente sometida por él al suplicio que le parezca.
Propina a Armande el mismo número de golpes que acaba de darme
a mí, y exactamente en los mismos sitios; me toma de nuevo, besa todo lo que
acaba de herir, y alzando sus varas me dice:
––Pórtate bien, tunanta, serás tratada como la peor de las miserables.
Con estas palabras recibo cincuenta golpes, pero que sólo van,
exclusivamente, de la mitad de la espalda hasta la parte inferior de los
riñones. Corre hacia mi compañera y la trata igual; no decíamos palabra; sólo
se oían unos gemidos sordos y contenidos, y teníamos la suficiente fuerza para
contener las lágrimas. Por mucho que estuvieran muy inflamadas las pasiones del
fraile, no se percibía todavía, sin embargo, ninguna señal; a intervalos se
masturbaba fuertemente sin que nada se levantara. Acercándose a mí, observa por
unos minutos los dos globos de carne todavía intactos y que iban a soportar a
su vez el suplicio, los manosea, no puede dejar de entreabrirlos, de
cosquillearlos, de besarlos mil veces más.
––Vamos ––dice––, valor...
Una granizada de golpes cae: al instante sobre esas masas y las
magulla hasta los muslos. Extremadamente animado por los saltos, sobresaltos,
rechinamientos, con torsiones que el dolor me arranca, examinándolos y
cogiéndolos con deleite, se precipita a expresar, sobre mi boca que besa con
ardor, las sensaciones que le agitan...
––Esta muchacha me gusta ––exclama––, ¡jamás había
fustigado a ninguna que me diera tanto placer!
Y retorna a la sobrina, a la que trata con idéntica barbarie. Quedaba
la parte inferior, desde la superior de los muslos hasta las pantorrillas, y
golpea ambas cosas con el mismo ardor.
––¡Vamos! ––sigue diciendo, dándome la vuelta––. Cambiemos de mano y
visitemos esto.
Me da una veintena de golpes, desde el centro del vientre hasta la
parte inferior de los muslos, y después, obligándome a separarlos, golpeó
rudamente el interior del antro que yo le abría con mi actitud.
––Ahí está ––dijo–– el pájaro que voy a desplumar. Como algunos
azotes, pese a las precauciones que tomaba, habían penetrado muy adentro, no
pude retener mis gritos.
––¡Ja, ja! ––dijo riendo el malvado––. He descubierto el lugar
sensible; pronto, pronto, lo visitaremos con más detenimiento.
Mientras tanto, su sobrina es colocada en la misma postura y tratada
de la misma manera; la golpea igualmente en los lugares más delicados del
cuerpo de una mujer; pero sea por costumbre, sea por valor, sea por el miedo de
recibir tratamientos más rudos, tiene la fuerza de contenerse, y sólo se le
descubren algunos estremecimientos y algunas contorsiones involuntarias. Se
veía, sin embargo, un cierto cambio en el estado fisico del
libertino, y aunque las cosas tuvieran todavía muy poca consistencia, a fuerza
de sacudidas la anunciaban incesantemente.
––Arrodíllate ––me dijo el monje––, voy a azotarte en el pecho.
––¿En el pecho, padre?
––Sí, en esas dos masas lúbricas que sólo azotadas me excitan.
Y las apretaba, las comprimía violentamente mientras hablaba.
––¡Oh, padre! Esta parte es muy delicada, me mataréis.
––¡,Qué importa, con tal de satisfacerme?
Y me asesta cinco o seis golpes que afortunadamente detengo con las
manos. Al verlo, las ata a mi espalda; sólo dispongo de las expresiones de mi
rostro y de mis lágrimas para implorar gracia, ya que me había ordenado
duramente que me callara. Así que intenté enternecerlo... pero en vano. Suelta
fuertemente una docena de golpes sobre mis dos senos a los que ya nada protege;
los espantosos cintarazos imprimen inmediatamente unos trazos de sangre; el
dolor me arrancaba unas lágrimas que caían sobre las huellas de la rabia de
aquel monstruo, y las hacían, decía, mil veces más atractivas todavía... Las
besaba, las devoraba, y volvía de cuando en cuando a mi boca, a mis ojos
inundados por los lloros, que chupaba con la misma lubricidad.
Armande se presenta, le ata las manos, ofrece un seno de alabastro y de la más
hermosa redondez; Clément hace como si lo besara, pero en realidad lo
muerde... Y después golpea, y las bellas carnes tan blancas y tan rollizas, no
tardan en ofrecer a los ojos de su verdugo más que heridas y surcos
ensangrentados.
––Un momento ––dijo el fraile enfurecido––, quiero fustigar a un
tiempo el más hermoso de los traseros y el más dulce de los senos.
Me pone de rodillas, y colocando a Armande delante de mí, le hace abrir las piernas, de manera que mi boca se
halla a la altura de su bajo vientre, y mi pecho entre sus muslos, debajo de su
trasero. Con ello, el monje tiene lo que quiere al alcance de la mano, tiene
bajo el mismo punto de vista las nalgas de Armande y mis pechos; golpea unas y otros con encarnizamiento, pero mi
compañera, para protegerme de unos golpes que son mucho más peligrosos para mí
que para ella, tiene la amabilidad de agacharse y así protegerme, recibiendo
ella misma unos azotes que sin duda me hubieran herido. Clément descubre la artimaña y cambia de posición.
No conseguirás nada ––dijo encolerizado––, y si hoy quiero perdonarle
esa parte, sólo será para maltratarle otra por lo menos tan delicada.
Al levantarme, vi que tantas infamias no habían sido inútiles: el
libertino se encontraba en el más brillante de los estados, pero no por ello
menos furioso. Cambia de arma, abre un armario que contiene varias disciplinas,
saca una con puntas de hierro que me hace estremecer.
––Mira, Thérèse ––me dice mostrándomela––, ya verás lo delicioso
que es azotar con eso... ya lo notarás, ya lo notarás, bribona, pero de momento
prefiero utilizar éste...
Era de cuerdecillas anudadas en doce cabos; al final de cada uno había
un nudo más fuerte que los demás y del grosor de un hueso de ciruela.
––¡Venga, el galope...!, ¡el galope! ––le dijo a su sobrina.
Esta, que sabía de qué se trataba, se pone inmediatamente de cuatro
patas, con la grupa lo más elevada posible, y me dice que la imite: lo hago. Clément cabalga sobre mis riñones, con la cabeza del lado de mi grupa; Armande, ofreciendo la suya, está frente a él: el malvado, viéndonos a ambas
perfectamente a su alcance, lanza unos golpes furiosos sobre los encantos que
le ofrecemos; pero como, en esta postura, abrimos al máximo la delicada parte que
diferencia nuestro sexo del de los hombres, el bárbaro dirige allí sus golpes,
las ramas largas y flexibles del látigo que utiliza penetran en el interior con
mucha mayor facilidad que las varillas, y dejan allí las huellas profundas de
su rabia. Golpea alternativamente a una y a otra: tan buen jinete como intrépido fustigador, .
cambia varias veces de montura: estamos agotadas, y las titilaciones de dolor
alcanzan tal violencia que ya casi no es posible soportarlas.
––¡Levantaos! ––nos dice entonces recuperando las varas––, sí,
levantaos y temedme.
Sus ojos brillan, saca espuma por la boca. Igualmente amenazadas en
todo el cuerpo, lo esquivamos..., corremos como locas por toda la habitación,
nos sigue, golpeando indistintamente a cualquiera de las dos. El malvado nos
llena de sangre; al final nos arrincona a ambas entre la cama y la pared. Los
golpes aumentan: la desdichada Armande recibe uno en el
pecho que la hace tambalearse: este último horror determina el éxtasis, y
mientras mi espalda recibe sus efectos crueles, mis riñones se inundan con las
pruebas de un delirio cuyos resultados son tan peligrosos.
––Acostémonos ––me dice al fin Clément––. Puede que haya
sido demasiado para ti, Thérèse,
y ciertamente no suficiente para
mí. Jamás me canso de esta manía, aunque sólo sea una imagen imperfecta de lo
que quisiera realmente hacer. ¡Ah!, querida, no sabes hasta dónde nos lleva
:esta depravación, la ebriedad en que nos sume, la violenta conmoción que
provoca, por el fluido eléctrico, la excitación producida por el dolor sobre el
objeto que sirve nuestras pasiones. ¡Cómo me estimulan sus males! El deseo de
aumentarlos..., ahí está el escollo de esta fantasía, ya lo sé, pero ¿este escollo
es temible para quien se mofa de todo?
Aunque la mente de Clément
siguiera entusiasmada, al ver
sus sentidos algo más apaciguados, me atreví, contestando a lo que acababa de
decir, a reprocharle la depravación de sus gustos; y creo que la manera como
ese libertino los justificó merece tener un espacio en las confesiones que
exigís de mí.
––La cosa, sin duda, más ridícula del mundo, mi querida Thérèse ––me dijo Clément––,
es querer discutir sobre los
gustos del hombre, contrariarlos, censurarlos o castigarlos, si no encajan en
las leyes del país en que se vive, o en sus convenciones sociales. ¡Y qué! ¡Los
hombres jamás entenderán que no hay ningún tipo de gusto, por extravagante, por
criminal incluso que quepa suponerlo, que no dependa del tipo de estructura que
hemos recibido de la naturaleza! Dicho eso, me pregunto con qué derecho un
hombre se atreverá a exigir a otro que cambie sus gustos o que los adecue al
orden social. ¿Con qué derecho incluso las leyes, que sólo están hechas para la
felicidad del hombre, se atreverán a sancionar a quien no puede corregirse, o
que sólo lo conseguiría a expensas de esa felicidad que deben conservarle las
leyes? Incluso en el caso de que deseara cambiar de gustos, ¿podría hacerlo?
¡,Está en nuestra mano modificarnos? ¿Podemos ser otra cosa de lo que somos?
¿Se lo exigirías a un hombre contrahecho, y esta inconformidad de nuestros
gustos es algo diferente respecto a la moral de lo que es respecto al fisico la imperfección del hombre contrahecho?
»Te concedo que entremos en detalles. La inteligencia que te
reconozco, Thérèse, te pone en situación de entenderlos. Veo que
dos irregularidades te han sor prendido entre nosotros. Te maravillas de la
sensación estimulante experimentada por algunos de nuestros compañeros por
cosas vulgarmente reconocidas como fétidas o impuras, y también te extraña que
nuestras facultades voluptuosas puedan ser estimuladas por unas acciones que,
en tu opinión, sólo llevan el emblema de la crueldad. Analicemos ambos gustos,
e intentemos, si es posible, convencerte de que no hay nada mas sencillo en el
mundo que los placeres que provocan.
»Tú pretendes que es extraño que unas cosas sucias y crapulosas puedan
producir en nuestros sentidos la excitación esencial para el complemento de su
delirio; pero antes de asombrarse por ello, querida Thérèse, hay que entender que los objetos no tienen más valor ante nuestros
ojos que el que les da nuestra imaginación. Así que es muy posible, a partir de
esta verdad constante, que no sólo las cosas más extravagantes, sino incluso
las más viles y más horribles, puedan afectarnos muy sensiblemente. La
imaginación del hombre es una facultad de su mente a la que, mediante el órgano
de los sentidos, van a pintarse y modificarse los objetos, para formar a
continuación sus pensamientos, debido a la primera impresión de estos objetos.
Pero esta imaginación, resultante ella misma del tipo de organización de que
está dotado el hombre, sólo adopta los objetos recibidos de tal o cual manera,
y sólo crea a continuación los pensamientos a partir de los efectos producidos
por el choque de los objetos percibidos. Una comparación facilitará ante tus
ojos lo que te expongo. ¿Has visto, Thérèse, espejos de formas
diferentes? Unos disminuyen los objetos, otros los aumentan. Los hay que los
vuelven espantosos, y otros que les prestan encantos. ¿Te imaginas ahora que si
cada uno de esos espejos uniera la facultad creadora a la facultad objetiva
ofrecería, de un mismo hombre que se contemplara en él, retratos totalmente
diferentes? ¿Y estos retratos responderían a la manera como ha percibido el
objeto? Si a las dos facultades que acabamos de atribuir a este espejo,
uniéramos ahora la de la sensibilidad, ¿no tendría hacia este hombre, visto
por él de tal o cual manera, el tipo de sentimiento que le fuera posible concebir
para la clase de ser que habría descubierto? El espejo que lo hubiera visto
bello, lo amaría; el que lo hubiera visto espantoso, lo odiaría. Y, sin
embargo, se trataría siempre del mismo individuo.
»Así es la imaginación del hombre, Thérèse; el mismo objeto se representa para ella bajo tantas formas como
diferentes modos posee, y es a partir del efecto recibido por esta imaginación
del objeto, sea cual fuere, que se decide a amarlo o a odiarlo. Si el choque
del objeto percibido le sorprende de manera agradable, lo ama, lo prefiere, aunque
ese objeto no contenga en sí ningún atractivo real; y si dicho objeto, aunque
de un valor seguro a los ojos de otro, sólo ha afectado la imaginación a que
nos referimos de manera desagradable, se alejará de él, porque cualquiera de
nuestros sentimientos se forma y se realiza debido al producto de los
diferentes objetos sobre la imaginación. Nada sorprendente, a partir de ahí,
que lo que gusta vivamente a unos pueda disgustar a otros, e, inversamente, que
la cosa más extravagante encuentre, sin embargo, partidarios... El hombre
contrahecho también encuentra unos espejos que lo hacen bello.
»Ahora bien, si admitimos que el goce de los sentidos depende siempre
de la imaginación, y está regulado siempre por la imaginación, ya no habrá que
sorprenderse de las numerosas variaciones que la imaginación sugerirá en tales
goces, de la infinita variedad de gustos y de pasiones diferentes que parirán
las diferentes desviaciones de esta imaginación. Dichos gustos, aunque
lujuriosos, no deberán sorprender más que los de tipo sencillo; no hay ninguna
razón para considerar una fantasía de mesa menos extraordinaria que una
fantasía de cama; y en uno u otro género, no es más asombroso idolatrar una
cosa que la generalidad de los hombres considera detestable de lo que lo es
amar otra generalmente reconocida como buena. La unanimidad demuestra la
conformidad en los órganos, pero nada en favor de la cosa amada. Las tres
cuartas partes del universo pueden considerar delicioso el aroma de una rosa,
sin que eso pueda servir de prueba, ni para condenar a la cuarta parte que
podría considerarlo malo, ni para demostrar que ese aroma sea realmente agradable.
»Así pues, si existen seres en el mundo cuyos gustos chocan con todos
los prejuicios admitidos, no sólo no hay que asombrarse en absoluto de ellos,
no sólo no hay que sermonearlos, ni castigarlos; sino que hay que servirlos,
contentarlos, aniquilar todos los frenos que los estorban, y darles, si se
quiere ser justo, todos los medios de satisfacerse sin peligro; porque ha
dependido tan poco de ellos tener este gusto extravagante como ha dependido de
ti ser inteligente o estúpido, estar bien hecho o ser jorobado. En el seno de
la madre se fabrican los órganos que deben hacernos susceptibles de tal o cual
fantasía; los primeros objetos descubiertos, las primeras conversaciones oídas
acaban de determinar el resorte: se forman los gustos, y ya nada en el mundo
puede destruirlos. Por mucho que se empeñe la educación, no cambia nada, y el
que debe ser un malvado lo es con tanta seguridad, por buena que sea la
educación que se le haya dado, como corre con toda seguridad hacia la virtud
aquel cuyos órganos se encuentran dispuestos para el bien, aunque el maestro
haya fallado. Ambos han actuado de acuerdo con su estructura, de acuerdo con
las impresiones que habían recibido de la naturaleza, y el primero es tan poco
digno de castigo como el segundo de recompensa.
»Lo más singular es que, en tanto que sólo se trata de cosas fútiles,
no nos asombramos de la diferencia de gustos, pero así que se trata de la
lujuria, he aquí que todo se alborota. Las mujeres siempre preocupadas de sus
derechos, las mujeres, a las que su debilidad y su escaso valor obligan a no
perder nada, se estremecen a cada instante de que se les quite algo, y si desgraciadamente
se ponen en práctica en el goce unos procedimientos que chocan su culto, lo
llaman crímenes dignos del cadalso. Y, sin embargo, ¡qué injusticia! ¿El placer
de los sentidos debe hacer mejor a un hombre que los restantes placeres de la
vida? En pocas palabras, ¿el templo de la generación debe fijar mejor nuestras
inclinaciones, despertar con mayor seguridad nuestros deseos, que la parte del
cuerpo, o más contraria o más alejada de él, que la emanación de ese cuerpo, o
más fétida o más repugnante? ¡Me parece que no tiene por qué parecer más
asombroso ver a un hombre practicar la singularidad en los placeres del
libertinaje de lo que debe serlo verle utilizarla en las otras funciones de la
vida! Una vez más, en ambos casos su singularidad es el resultado de sus
órganos: ¿es culpa suya que lo que os afecta sea nulo para él, o que sólo se
conmueva con lo que os repugna? ¿Qué hombre no reformaría al instante sus
gustos, sus afectos, sus inclinaciones en el plano general, y no le gustaría
ser como todo el mundo en lugar de singularizarse, si fuera dueño de hacerlo?
Pretender castigar a un hombre semejante es la más estúpida y la más bárbara de
las intolerancias; no es mas culpable hacia la sociedad, sean cuales fueren sus
extravíos, de lo que lo es, como acabo de decir, aquel que llegó al mundo
tuerto o tullido. Y es tan injusto castigar o burlarse de éste como afligir al
otro o reírse de él. El hombre dotado de gustos singulares es un enfermo; es,
si lo prefieres, una mujer con humores histéricos. ¿Se te ha ocurrido jamás la
idea de castigar o contrariar a ninguno de los dos? Seamos igualmente justos
con el hombre cuyos caprichos nos sorprenden; absolutamente semejante al
enfermo o a la histérica, es como ellos digno de compasión y no de censura.
Esta es, en el plano moral, la excusa de las personas de que tratamos; sin
duda, en el plano fisico, la encontraríamos con idéntica facilidad, y
cuando la anatomía se perfeccione se demostrará fácilmente, a través de ella,
la relación de la estructura del hombre con los gustos que la habrán afectado.
Pedantes, verdugos, carceleros, legisladores, canalla tonsurada, ¿qué haréis
cuando lleguemos a ese punto? ¿En qué se convertirán vuestras leyes, vuestra
moral, vuestra religión, vuestras horcas, vuestro paraíso, vuestros dioses,
vuestro infierno, cuando se demuestre que tal o cual curso de licores, tal
suerte de fibras, tal grado de acritud en la sangre o en los humores animales
bastan para convertir a un hombre en el objeto de vuestros castigos o de vuestras
recompensas? Prosigamos: ¿los gustos crueles te asombran?
¿Cuál es el objetivo del hombre que disfruta? ¿No es el de dar a sus
sentidos toda la excitación de que son capaces, a fin de llegar mejor y más
cálidamente, por medio de ello, a la última crisis... crisis preciosa que
caracteriza el placer de bueno o de malo, según la mayor o menor actividad con
que se ha alcanzado esta crisis? Ahora bien, ¿no es un sofisma insostenible
atreverse a afirmar que es necesario para mejorarla que sea compartida por la
mujer? ¿Acaso no es evidente que la mujer no puede compartir nada con nosotros
sin arrebatárnoslo, y que todo lo que ella roba debe ser necesariamente a
nuestras expensas? Y me pregunto entonces, ¿qué necesidad hay de que una mujer
goce cuando nosotros gozamos? ¿Existe en esta actitud otro sentimiento que el
halago que recibe el orgullo? ¿Y no se obtiene de una manera mucho más
estimulante la. percepción de este sentimiento orgulloso obligando, al
contrario, con dureza a esta mujer a dejar de gozar, a fin de hacernos gozar, a
fin de que nada le impida ocuparse de nuestro goce? ¿La tiranía no halaga el
orgullo de una manera mucho más viva que las buenas obras? En una palabra, ¿el
que impone no es el amo con mucha mayor seguridad que el que comparte? Pero
¿cómo se le pudo ocurrir a un hombre razonable que la delicadeza tuviera algún
valor en materia de placer? Es absurdo querer defender que sea necesaria; jamás
añade nada al placer de los sentidos: digo más, lo perjudica. Amar es una cosa
muy diferente a disfrutar; la prueba está en que se ama todos los días sin
disfrutar, y con mayor frecuencia aún se disfruta sin amar. Toda la delicadeza
que mezclemos a las voluptuosidades de que hablamos sólo puede darse al goce de
la mujer a expensas del goce del hombre, y mientras éste se procura por hacer
gozar, seguramente no goza, o su goce sólo es intelectual, o sea quimérico y
muy inferior al de los sentidos. No, Thérèse, no, no cesaré de
repetirlo, es completamente inútil que un goce sea compartido para ser vivo;
y para que este tipo de placer sea tan excitante como puede llegar a ser, es,
por el contrario, muy esencial que el hombre sólo goce a expensas de la mujer,
que tome de ella (sea cual fuere la sensación que ella experimente) todo
cuanto pueda incrementar la voluptuosidad que él quiere disfrutar, sin la más
leve consideración a los efectos que pueda provocar en la mujer, pues estas
consideraciones le turbarán: o querrá que la mujer comparta, y entonces él ya
no goza, o temerá que ella sufra, y ya le tenemos alterado. Si el egoísmo es
la primera ley de la naturaleza, es muy probablemente en los placeres de la
lubricidad más que en cualquier otro lugar que esta celeste madre desea que sea
nuestro único móvil. Es una desdicha despreciable que, para el incremento de la
voluptuosidad del hombre, tenga que descuidar o turbar la de la mujer, pues si
bien esta turbación le hace ganar algo, lo que pierde el objeto que le sirve no
le afecta en nada. Debe resultarle indiferente que este objeto sea feliz o
desdichado, con tal de que le resulte deleitable; no existe realmente ningún
tipo de relación entre este objeto y él. Sería, pues, una locura ocuparse de
las sensaciones de este objeto a expensas de las propias; absolutamente imbécil
si, para modificar estas sensaciones ajenas, renuncia al mejoramiento de las
propias. Dicho eso, si el individuo de que hablamos está desdichadamente
estructurado de manera que sólo se conmueve si produce, en el objeto que le
sirve, sensaciones dolorosas, confesarás que debe entregarse a ellas sin
remordimientos, ya que está ahí para disfrutar, prescindiendo de todo lo que
pueda resultar para ese objeto... Insistiremos sobre este punto: sigamos
avanzando por orden.
»Así pues, los placeres aislados tienen atractivos, pueden tener más
que todos los restantes. ¡Vaya!, si no fuera así, ¿cómo gozarían tantos
ancianos, tantas personas o contrahechas o llenas de defectos? Están más que
seguras de que no son amadas; más que convencidas de que es imposible que se
comparta lo que ellos sienten: ¿sienten por ello menor voluptuosidad? ¿Desean
únicamente la ilusión? Totalmente egoístas en sus placeres, sólo les ves
ocupados en tomar, sacrificarlo todo para recibir, sin sospechar jamás, en el
objeto que les sirve, otras propiedades que las pasivas. Así que no es en
absoluto necesario dar placer para recibirlo; y, por tanto, la situación feliz
o desgraciada de la víctima de nuestro desenfreno es completamente indiferente
para la satisfacción de nuestros sentidos. No tiene ninguna importancia el
estado en que pueda hallarse su corazón y su mente; da igual que a este objeto
le guste o le horrorice lo que le hacéis, puede amarte o detestarte: todas
estas consideraciones son inútiles en tanto que sólo se trata de los sentidos.
Estoy de acuerdo en que las mujeres pueden establecer unas máximas contrarias;
pero las mujeres, que sólo son las máquinas de la voluptuosidad, que sólo deben
de ser sus comodines, son recusables siempre que sea preciso establecer un
sistema real sobre este tipo de placer. ¡,Existe un solo hombre razonable que
esté deseoso de hacer compartir su goce a las prostitutas? ¿Y no existen, en
cambio, millones de hombres que reciben grandes placeres de estas criaturas?
Son otros tantos individuos persuadidos de lo que digo, que lo ponen en
práctica, sin dudarlo, y que censuran ridículamente a aquellos que legitiman
sus acciones por buenos principios, porque el universo está lleno de estatuas
en movimiento que van, vienen, actúan, comen, digieren, sin enterarse jamás de
nada.
»Una vez demostrado que los placeres aislados son tan deliciosos como
los otros, y probablemente mucho más, es mucho más sencillo entonces, por
consiguiente, que este goce, tomado independientemente del objeto que nos
sirve, no sólo esté muy alejado de lo que pueda gustarle, sino que sea incluso
contrario a sus placeres. Voy más lejos: puede llegar a ser un dolor impuesto,
una vejación, un suplicio, sin que eso tenga nada de extraordinario, sin que de
ahí resulte otra cosa que un incremento de placer mucho más seguro para el déspota
que atormenta o veja. Intentemos demostrarlo.
»La emoción de la voluptuosidad sobre nuestra alma no es más que una
especie de vibración producida por medio de unas sacudidas que la imaginación
inflamada por el recuerdo de un objeto lúbrico hace experimentar a nuestros
sentidos, bien a través de la presencia de este objeto, o bien, y aún mejor,
por la irritación que siente este objeto en el género que nos conmueve más
fuertemente. Así pues, nuestra voluptuosidad, ese cosquilleo inefable que nos
extravía, que nos transporta al punto más elevado de felicidad que pueda
alcanzar el hombre, sólo se encenderá siempre por dos causas: ya descubriendo
real o ficticiamente en el objeto que nos sirve el tipo de belleza que más nos
halaga, ya viendo experimentar a este objeto la más fuerte sensación posible.
Ahora bien, no hay ningún tipo de sensación más viva que la del dolor; sus
impresiones son seguras, jamás engañan como las del placer, perpetuamente
interpretadas por las mujeres y casi nunca sentidas. ¡Cuánto amor propio, por
otra parte, cuánta juventud, fuerza, salud hace falta para estar seguro de
producir en una mujer esta dudosa y poco satisfactoria impresión de placer! La
de dolor, por el contrario, no exige nada: cuantos más defectos tenga un
hombre, cuanto más viejo y menos seductor sea mejor la conseguirá. Respecto al
objetivo, será alcanzado con mucha mayor seguridad, ya que hemos establecido
que no le afecta, quiero decir que jamás se excitan mejor los sentidos que
cuando se ha producido en el objeto que nos sirve la mayor impresión posible,
no importa por qué camino. Así pues, quien haga nacer en una mujer la impresión
más tumultuosa, quien altere al máximo toda la estructura de esta mujer, habrá
conseguido decididamente asegurarse la mayor dosis posible de voluptuosidad,
porque el choque resultante de las impresiones de los demás sobre nosotros,
que debe estar en proporción con la impresión producida, será necesariamente
más activo si la impresión de los demás ha sido penosa que si ha sido suave y
blanda. Y, a partir de ahí, el egoísta voluptuoso que está persuadido de que
sus placeres sólo serán vivos en la medida que sean enteros, impondrá, pues,
cuando sea su dueño, la más fuerte dosis posible de dolor al objeto que le
sirve, absolutamente seguro de que la voluptuosidad que obtendrá estará en proporción
con la más viva impresión que habrá producido.
––Estos sistemas son espantosos, padre ––le dije a Clément––, llevan a unos gustos crueles, a unos gustos horribles.
––¿Y qué importa? ––contestó el bárbaro––. Una vez más, ¡,somos los
dueños de nuestros gustos? ¿No debemos ceder al dominio de los que hemos
recibido de la naturaleza de igual manera que la orgullosa cabeza del roble se
dobla bajo la tempestad que la azota? Si la naturaleza se sintiera ofendida por
esos gustos, no nos los inspiraría; es imposible que podamos recibir de ella un
sentimiento hecho para ultrajarla, y, en esta extrema certidumbre, podemos
entregarnos a nuestras pasiones, del tipo que sean, por mucha violencia que
puedan contener, segurísimos de que todos los inconvenientes que provoca su
choque no son más que unos designios de la naturaleza de los que somos los
órganos involuntarios. ¿Y qué nos importan las consecuencias de estas
pasiones? Cuando queremos deleitarnos con una acción cualquiera, nadie piensa
en las consecuencias.
No os hablo de las consecuencias ––le interrumpí bruscamente––, se
trata de la cosa en sí. Seguramente si sois el más fuerte, y por unos atroces
principios de crueldad sólo os gusta disfrutar a través del dolor, con la
intención de aumentar vuestras sensaciones, llegaréis insensiblemente a
producirlas sobre el objeto que os sirve con un grado de violencia capaz de
arrebatarle la vida.
––De acuerdo; eso significa que por unos gustos concedidos por la
naturaleza yo habré servido sus designios porque ella, que siempre opera sus
creaciones a través de destrucciones, sólo me inspira la idea de éstas últimas
cuando necesita las primeras. Significa que de una porción de materia oblonga habré
formado tres o cuatro mil redondas o cuadradas. ¡Oh, Thérèse! ¡,Eso son crímenes? ¿Se puede denominar así lo que sirve a la
naturaleza? ¿El hombre tiene la potestad de cometer crímenes? Y cuando,
prefiriendo su felicidad a la de los demás, derriba o destruye todo lo que
encuentra a su paso, ¿ha hecho otra cosa que servir a la naturaleza cuyas
primeras y más seguras inspiraciones le dictan ser feliz, sin que importe a
expensas de quien? El sistema del amor al prójimo es una quimera que debemos al
cristianismo y no a la naturaleza; el secuaz del Nazareno, atormentado,
desdichado y por consiguiente en un estado de debilidad que debía hacerle
reclamar la tolerancia y la humanidad, tuvo que establecer necesariamente esta
relación fabulosa entre un ser y otro: preservaba su vida consiguiendo que
triunfara. Pero el filósofo no admite estas relaciones gigantescas; ve y considera
sólo a sí mismo en el universo, y sólo a sí mismo lo refiere todo. Si perdona
o acaricia un instante a los demás, sólo es en relación con el provecho que
cree sacar de ello. ¿No los necesita, predomina con su fuerza? Entonces abjura
para siempre jamás de esos bonitos sistemas de humanidad y de beneficencia a
los cuales sólo se sometía por política. Ya no teme quedarse con todo, hacerse
con todo lo que le rodea, y pese a lo que puedan costar a los demás sus goces,
los satisface sin examen ni remordimientos.
––¡Pero el hombre de quien habláis es un monstruo!
––El hombre de quien hablo es el de la naturaleza.
––¡Es un animal feroz!
––Bien, el tigre o el leopardo de los que este hombre es, si te
parece, la imagen, ¿no han sido como él creados por la naturaleza y creados
para cumplir las intenciones de la naturaleza? El lobo que devora al cordero
cumple los proyectos de esta madre común, de la misma manera que el malhechor
que destruye el objeto de su venganza o de su lubricidad.
––¡Oh! Por mucho que digáis, padre, jamás admitiré esta lubricidad
destructiva.
––Porque temes convertirte en objeto de ella: eso es egoísmo.
Cambiemos de papel y la concebirás; pregunta al cordero, tampoco querrá que el
lobo pueda devorarlo; pregunta al lobo para qué sirve el cordero: «Para alimentarme»,
contestará. Unos lobos que comen corderos, unos corderos devorados por los
lobos, el fuerte que sacrifica al débil, el débil víctima del fuerte, así es la
naturaleza, así son sus opiniones, así sus planes: una acción y una reacción
perpetuas, una multitud de vicios y de virtudes, un perfecto equilibrio, en una
palabra, resultante de la igualdad del bien y del mal en la Tierra; equilibrio
esencial para el mantenimiento de los astros, de la vegetación, y sin el cual
todo sería inmediatamente destruido. Oh, Thérèse, la naturaleza se sentiría muy sorprendida si pudiera por un instante
razonar con nosotros, y le dijéramos que esos crímenes que la sirven, que esos
desmanes que exige y que ella nos inspira, están castigados por unas leyes que
se nos asegura que son la imagen de las suyas. Imbéciles, nos contestaría,
duerme, bebe, come y comete sin miedo tales crímenes cuando te parezca: todas
tus supuestas infamias me complacen, y las quiero, ya que te las inspiro. ¡A
ti te corresponde decidir lo que me irrita, o lo que me deleita! Entérate de
que no hay nada en ti que no me pertenezca, nada que yo no haya colocado ahí
por unas razones que no te conviene conocer; que la más abominable de tus
acciones sólo es, al igual que la más virtuosa de otra persona, una de las
maneras de servirme. Así que no te contengas, búrlate de tus leyes, de tus
convenciones sociales y de tus dioses; atiéndeme sólo a mí, y convéncete de que
si existe un crimen que me afecta, es la oposición que pusieras con tu resistencia
o tus sofismas a lo que te inspiro.
––¡Oh, santo cielo! ––exclamé––, hacéis que me
estremezca. Si no hubiera crímenes contra la naturaleza, ¿de dónde procedería
la invencible repugnancia que experimentamos por ciertos delitos?
––Esta repugnancia no está dictada por la naturaleza ––replicó
vivamente el malvado––; no tiene otra fuente que la falta de costumbre. ¿Acaso
no ocurre lo mismo con determinados manjares? Aunque sean excelentes, ¿no nos
repugnan sólo por la falta de costumbre? ¿Nos atreveremos a decir, a partir de
ahí, que esos manjares no son buenos? Intentemos dominarnos, y no tardaremos
en apreciar su sabor. Nos repugnan los medicamentos, aunque, sin embargo, nos
resulten saludables. Acostumbrémonos también al mal, y no tardaremos en
encontrarle sólo encantos. Esta repugnancia momentánea es más una astucia, una
coquetería de la naturaleza, que una advertencia de que la cosa la ultraja:
así nos prepara a los placeres del triunfo; con ello aumenta los de la acción
misma. Hay más, Thérèse, hay más: cuanto más espantosa nos parece una
acción, cuanto más contraría nuestros hábitos y nuestras costumbres, cuantos
más frenos rompe, cuanto más sorprende nuestras convenciones sociales, cuanto
más hiere lo que creemos ser las leyes de la naturaleza, más útil es, por el
contrario, a esta misma naturaleza. Siempre recupera los derechos que le
arrebata sin cesar la virtud con los crímenes. Si el crimen es liviano, y
difiere, por tanto, menos de la virtud, restablecerá mas lentamente el equilibrio
indispensable para la naturaleza; pero cuanto mas capital sea, más iguala los
pesos, más ataca el dominio de la virtud, que sin ello lo destruiría todo. Que
cese, pues, de asustarse el que medita una fechoría, o el que acaba de
cometerla: cuanta más amplitud tenga su crimen, mejor habrá servido a la
naturaleza.
Estos espantosos sistemas me hicieron pensar inmediatamente en los
sentimientos de Omphale sobre la manera de cómo saldríamos de aquella terrible
casa. Así que fue a partir de entonces cuando adopté los proyectos que me
veréis ejecutar a continuación. De todos modos, para acabar de aclararme, no
pude dejar de seguir planteando algunas preguntas al padre Clément.
––Por lo menos ––le dije–– no seguís manteniendo eternamente a las
desdichadas víctimas de vuestras pasiones. Cuando os cansáis de ellas, ¿las
despedís?
––Seguro, Thérèse ––me contestó el monje––, tú sólo has entrado
en esta casa para salir de ella, cuando los cuatro nos pongamos de acuerdo en
concederte el retiro. Lo tendrás sin duda.
––¿Pero no teméis ––continué––
que mujeres más jóvenes y menos
discretas puedan revelar a voces lo que ocurre aquí?
––Es imposible.
––¿Imposible?
––Por completo.
––¿Podríais explicármelo?
––No, ahí está nuestro secreto; pero todo cuanto puedo asegurarte es
que, discreta o no, te será absolutamente imposible, cuando estés fuera de
aquí, decir una sola palabra sobre lo que ocurre. De modo que ya ves, Thérèse, no te recomiendo ninguna discreción; una política forzosa no encadena
en absoluto mis deseos...
Y, con estas palabras, el fraile se durmió. A partir de ese instante
ya me resultó imposible dejar de ver que las medidas mas violentas se tomaban
con las des dichadas despedidas y que la terrible seguridad de que se
vanagloriaba sólo era el fruto de su muerte. Me afiancé más que nunca en mi
decisión; no tardaremos en ver el efecto.
Así que Clément se durmió, Armande se acercó a mí.
––No tardará en despertarse enfurecido ––me dijo––; la naturaleza sólo
adormece sus sentidos para otorgarles, después de un poco de reposo, una
energía mucho mayor; una escena más, y quedaremos tranquilas hasta mañana.
––Pero ––le dije a mi compañera–– ¿tú no duermes unos instantes?
––¿Puedo hacerlo? ––me contestó Armande––, si no velara de
pie alrededor de su cama, y mi negligencia fuera descubierta, sería capaz de
apuñalarme.
––¡Cielos! ––exclamé––. ¡Cómo! Incluso durmiendo, ¿este malvado quiere
que lo que le rodea siga sufriendo?
––Sí ––me contestó mi compañera––, la barbarie de esta idea es lo que
le proporciona el furioso despertar que vas a ver. En eso es como aquellos
escritores perversos cuya corrupción es tan peligrosa, tan activa, que sólo
tienen por objetivo, al imprimir sus espantosos sistemas, extender más allá de
su vida la suma de sus crímenes. Ya no pueden cometer más, pero sus malditos
escritos harán cometerlos, y esta dulce idea que se llevan a la tumba les
consuela de la obligación en que les pone la muerte de renunciar al mal.
––¡Qué monstruos! ––exclamé.
Armande, que era una criatura muy dulce, me besó derramando unas cuantas
lágrimas, y después comenzó a pasear alrededor de la cama de aquel desalmado.
En efecto, al cabo de dos horas el monje se despertó con una
prodigiosa agitación, y me tomó con tanta fuerza que creí que iba a ahogarme.
Su respiración era viva y jadeante, sus ojos brillaban, pronunciaba sin parar
palabras que no eran más que blasfemias o invectivas libertinas. Llama a Armande, le pide las varas, y vuelve a fustigarnos a las dos, pero de una
manera aún mas vigorosa de como lo había hecho antes de dormirse. Tenía el
aspecto de querer terminar conmigo; yo lanzo unos agudos gritos; para abreviar
mis penas, Armande le excita violentamente, él se extravía, y el
monstruo, al fin determinado por las más violentas sensaciones, pierde con los
chorros abrasadores de su semen tanto su ardor como sus deseos.
El resto de la noche todo fue tranquilo. Al levantarse, el monje se
contentó con tocarnos y examinamos a las dos; y como se iba a decir su misa,
regresamos al serrallo. A la decana se le antojó desearme
en el estado de inflamación en que suponía que yo debía hallarme; anonadada
como estaba, ¿podía defenderme? Hizo lo que quiso, lo suficiente para
convencerme de que hasta una mujer, en semejante escuela, perdiendo inmediatamente
toda la delicadeza y todo el pudor de su sexo, sólo podía volverse, a ejemplo
de sus tiranos, obscena o cruel.
Dos noches después, me acosté con Jérôme; no os describiré sus horrores, fueron aún más espantosos. ¡Qué
escuela, Dios mío! Finalmente, al cabo de una semana, pasé por todos. Entonces
Omphale me preguntó si no era cierto que Clément era el más temible de todos.
––¡Ay! ––contesté––,
en medio de una multitud de
horrores y de porquerías que tanto repugnan y tanto indignan, es muy difícil
que me pronuncie sobre el mas odioso de estos malvados. Estoy harta de todos, y
quisiera ya verme fuera, sea cual sea el destino que me espera.
––Es posible que no tarden en satisfacerte ––me contestó mi
compañera––. Estamos cerca de la época de la fiesta: rara vez se produce esta
circunstancia sin pro porcionarles víctimas. O seducen a unas jóvenes a través
del confesonario, o, si pueden, las secuestran. Unas cuantas nuevas reclutas
que siempre suponen otros tantos despidos...
La famosa fiesta llegó... ¿Podéis creer, señora, a qué monstruosa
impiedad se entregaron los monjes para este acontecimiento? Pensaron que un
milagro visible au mentaría el brillo de su reputación; en consecuencia
revistieron a Florette, la más joven de las mujeres, con todos los
ornamentos de la Virgen; y por medio de unos cordones que no se veían la ataron
a la pared de la hornacina, y le ordenaron que, de repente, alzara los brazos
compungida hacia el cielo cuando se elevara la hostia. Como esta criaturita
estaba amenazada con los peores castigos si pronunciaba la más mínima palabra,
o interpretaba mal su papel, lo hizo a las mil maravillas, y el simulacro tuvo
todo el éxito que cabía esperar. El pueblo proclamó el milagro, dejó ricas
ofrendas a la Virgen, y se fue más convencido que nunca de la eficacia de las
gracias de la madre celestial. Nuestros libertinos quisieron, para redoblar sus
impiedades, que Florette apareciera en las orgías de la noche con las
mismas ropas que le habían proporcionado tantos homenajes, y cada uno de ellos
inflamó sus odiosos deseos al someterla, bajo este disfraz, a la irregularidad
de sus caprichos. Excitados por este primer crimen, los sacrílegos no se contentaron
con él: hacen desnudar a la niña, la acuestan boca abajo sobre una gran mesa,
encienden unos velones, colocan la imagen de nuestro Salvador en medio del lomo
de la joven y se atreven a consumar sobre sus nalgas el más tremendo de
nuestros misterios. Yo me desvanecí ante este espectáculo horrible, me fue
imposible soportarlo. Severino,
al verme en ese estado, dice
que para domarme era preciso que yo sirviera de altar a mi vez. Se apoderan de
mí; me colocan en el mismo lugar que Florette; el sacrificio se
consuma, y la hostia... ese símbolo sagrado de nuestra augusta religión... Severino se apodera de ella, la hunde en el local obsceno de sus placeres
sodomitas..., la oprime injuriosamente..., la aprieta ignominiosamente bajo
los golpes redoblados de su dardo monstruoso, ¡y arroja, blasfemando, sobre el
cuerpo mismo de su Salvador, los chorros impuros del torrente de su lubricidad!
Me retiraron inmóvil de sus manos; tuvieron que transportarme a mi
habitación donde lloré ocho días consecutivos el horrible crimen para el que
había servido a pesar mío. Este recuerdo sigue destrozando mi alma, no puedo
pensar en ello sin estremecerme... Para mí la religión es el efecto del
sentimiento; todo lo que la ofende, o la ultraja, hace brotar la sangre de mi corazón.
La época de la renovación mensual estaba a punto de llegar, cuando Severino entra una mañana, a eso de las nueve, en nuestra habitación. Parecía
muy excitado; una especie de extravío se dibujaba en sus ojos. Nos examina, nos
coloca sucesivamente en su posición predilecta, y se detiene especialmente en
Omphale. Permanece varios minutos contemplándola en esta posición, se excita
sordamente, besa lo que se le presenta, hace ver que está en estado de
consumar, y no consuma nada. Después la hace levantar, dirige sobre ella unas
miradas en las que se dibujan la rabia y la maldad; luego, soltándole un
vigoroso puntapié en el bajo vientre, la manda a veinte pasos de distancia.
––La sociedad te despide, ramera ––le dijo––; está harta de ti.
Prepárate para la entrada de la noche, yo mismo vendré a buscarte.
Y sale. Así que se ha ido, Omphale se levanta; se arroja llorando a
mis brazos.
––¡Ya ves! ––me dijo––. Por la infamia, por la crueldad de los
preliminares, ¿puedes no imaginarte todavía los finales? ¡Qué será de mí, Dios
mío!
––Cálmate ––le dije a la desdichada––, ahora estoy decidida a todo.
Sólo aguardo la oportunidad, y es posible que se presente antes de lo que
crees. Divulgaré estos horrores; y si es cierto que su comportamiento es tan
cruel como tenemos motivo para pensar, intenta ganar un poco de tiempo, y te
arrancaré de sus manos.
En el caso de que Omphale quedara en libertad, juró también que me
ayudaría, y lloramos las dos. La jornada pasó sin novedades; a eso de las
cinco, subió el propio Severino.
––Vamos ––le dijo bruscamente a Omphale––, ¿estás preparada?
––Sí, padre ––contestó ella sollozando––; permitidme que abrace a mis
compañeras.
––Es inútil ––dijo el monje––, no tenemos tiempo para una escena de
llantos. Nos esperan, vayámonos. Entonces ella preguntó si tenía que llevarse
su ropa. ––No ––dijo el superior––, ¿acaso no es todo de la casa? Ya no
necesitarás nada de eso.
Rectificando después, como alguien que ha hablado demasiado:
––Esta ropa te será inútil, ya encargarás a medida otra que te sentará
mejor. Limítate, pues, únicamente a lo que llevas encima.
Le pregunté al monje si quería permitirme acompañar a Omphale sólo
hasta la puerta de la casa... Me contestó con una mirada que me hizo
retroceder de terror... Omphale sale, arroja sobre nosotras una mirada llena de
inquietud y de lágrimas, y así que se ha ido, me precipito desesperada sobre
mi cama.
Habituadas a estos acontecimientos, o cegadas respecto a sus
consecuencias, mis compañeras se emocionaron menos que yo, y el superior
regresó al cabo de una hora: venía a buscar las de la cena. Yo formaba parte de
ellas; sólo debía haber cuatro mujeres, la joven de doce años, la de dieciséis,
la de veintitrés y yo. Todo se desarrolló más o menos como los otros días;
observé únicamente que las mujeres de guardia no estaban, que los monjes se
hablaron con frecuencia al oído, que bebieron mucho, que se limitaron a excitar
violentamente sus deseos, sin permitirse jamás consumarlos, y que nos
despidieron a una hora muy temprana, sin quedarse con ninguna para dormir...
¿Qué deducciones extraer de estas observaciones? Las hice porque en semejantes
circunstancias te fijas en todo, pero ¿qué augurar de ahí? ¡Ah!, era tal mi
perplejidad que no se presentaba ninguna idea a mi mente sin que fuera
inmediatamente rebatida por otra; acordándome de las frases de Clément estaba autorizada a temerlo todo; y luego, la esperanza... esa
engañosa esperanza que nos consuela, que nos ciega y que de ese modo nos hace
casi tanto bien como daño, finalmente llegaba la esperanza para
tranquilizarme... ¡Esos horrores quedaban tan lejos de mí que me resultaba
imposible suponerlos! Me acosté en este terrible estado; persuadida a veces de
que Omphale no faltaría al juramento; convencida al instante siguiente de que los
crueles procedimientos que adoptarían con ella le quitarían cualquier
capacidad de sernos útil. Y esa fue mi última opinión cuando vi terminar el
tercer día sin haber oído hablar todavía de nada.
Al cuarto día volví a estar entre las de la cena; eran numerosas y
selectas. Aquel día estaban allí las ocho mujeres más hermosas; me habían hecho
el honor de incluirme entre ellas. También estaban las mujeres de retén. Nada
más entrar vimos a nuestra nueva compañera.
––Aquí tenéis a la que la sociedad destina como sustituta de Omphale,
señoritas ––nos dijo Severino.
Y diciendo eso, arrancó del busto de la joven las mantillas y las
gasas que lo cubrían, y vimos a una joven de quince años, con la más agradable
y más delicada de las caras: alzó graciosamente sus bellos ojos sobre cada una
de nosotras; aún seguían húmedos de lágrimas, pero con expresión más viva; su
talle era flexible y ligero, su piel de una blancura deslumbrante, los más
hermosos cabellos del mundo, y algo tan seductor en su conjunto que era imposible
verla sin sentirse inmediatamente atraído hacia ella. Se llamaba Octavie; no tardamos en saber que era hija de excelente familia, nacida en
París y saliendo del convento para casarse con el conde de ***: había. sido
raptada en su carruaje con dos gobernantas y tres lacayos; ignoraba qué había
sido de su séquito; la habían tomado sola a la entrada de la noche, y, después
de haberle vendado los ojos, la habían llevado donde la veíamos sin que le
hubiera resultado posible saber nada más.
Nadie le había dicho todavía una palabra. Nuestros cuatro libertinos,
un instante en éxtasis ante tantos encantos, sólo tuvieron fuerza para
admirarlos. El imperio de la belleza obliga al respeto; a pesar de su corazón,
el malvado más corrompido le rinde una especie de culto que jamás infringe sin
remordimientos; pero unos monstruos como los que tratábamos languidecen poco
debajo de tales frenos.
Vamos, bella criatura ––dijo el superior atrayéndola con impudor hacia
el sillón en el que se hallaba sentado––, vamos, muéstranos si el resto de tus
encantos responde a los que la naturaleza ha colocado con tanta abundancia en
tu fisonomía.
Y como la hermosa muchacha se turbaba y se sonrojaba, e intentaba
alejarse, Severino, agarrándola bruscamente por el cuerpo, le
dijo:
––Comprende, mi pequeña e ingenua Agnès, que
lo que quiero decirte es que te desnudes inmediatamente. Y el libertino, con
estas palabras, le mete una mano debajo de las faldas sosteniéndola con la
otra; se acerca Clément, arremanga hasta encima de los riñones las
ropas de Octavie, y expone, con este gesto, los atractivos más
dulces y más apetitosos que sea posible ver; Severino, que toca, pero que no ve, se agacha para mirar, y ya los tenemos a los
cuatro de acuerdo en que jamás han visto nada tan hermoso. Sin embargo, la
modesta Octavie, poco acostumbrada a semejantes ultrajes,
derrama lágrimas y se defiende:
––Desnudémosla, desnudémosla dice Antonin––, es imposible ver algo
semejante.
Ayuda a Severino, y al instante los encantos de la joven
aparecen ante nuestros ojos, sin velo. Jamás hubo sin duda una piel más blanca,
jamás unas formas tan afortunadas... ¡Dios, qué crimen!... ¡Tanta belleza,
tanta frescura, tanta inocencia y tanta delicadeza tenían que convertirse en la
presa de aquellos bárbaros! Octavie,
avergonzada, no sabe dónde
escapar para ocultar sus encantos, por doquier sólo encuentra unos ojos que los
devoran, unas manos brutales que los manosean; se forma un corro alrededor de
ella, y, al igual que yo había hecho, lo recorre en todos los sentidos. El
brutal Antonin no tiene la fuerza de resistir; un cruel atentado decide el
homenaje, y el incienso humea a los pies del dios. Jérôme la
compara con nuestra joven compañera de dieciséis años, la más bonita del
serrallo sin duda; y empareja los dos altares de su culto.
––¡Ah! ¡Cuánta blancura y cuánta gracia! ––dice, tocando a Octavie––. ¡Pero cuánta gentileza y frescura hay también en éste! A decir verdad
––prosigue el fraile al rojo vivo––, estoy indeciso.
Después, apretando su boca sobre los atractivos que sus ojos comparan, exclamó:
––Octavie, tú tendrás la manzana; sólo depende de ti, dame el precioso fruto de
este árbol adorado por mi corazón... ¡Oh!, sí, sí, dádmelo una de las dos, y
aseguro para siempre el premio de la belleza a la que me haya servido antes.
Severino ve que ya es hora de pensar en cosas más serias: absolutamente incapaz
de esperar, se apodera de la infortunada, y la coloca de acuerdo con sus
deseos. Sin confiar todavía demasiado en sus capacidades, reclama la ayuda de Clément. Octavie llora y nadie la escucha; el fuego reluce en
las miradas del impúdico monje, señor de la plaza, diríase que sólo examina las
entradas para atacar con mayor seguridad; no utiliza ningún truco, ningún
preparativo; ¿se cogerían las rosas con tanto gusto, si se apartaran las
espinas? Por enorme que sea la desproporción entre la conquista y el asaltante,
éste emprende inmediatamente el combate; un grito desgarrador anuncia la
victoria, pero nada enternece al enemigo. Cuanta más gracia implora la cautiva,
con mayor fuerza la empuja, y por mucho que la desdichada se debata, no tarda
en ser sacrificada.
––Jamás hubo laurel más difícil ––dice Severino al retirarse––; por vez primera en mi vida he llegado a pensar que
zozobraría cerca del puerto... ¡Ah, qué angosto y qué caluroso! Es el Ganímedes
de los dioses.
––Tengo que devolverla al sexo que tú acabas de manchar ––dijo
Antonin, cogiéndola por allí, y sin dejar que se levantara––. Hay más de una
brecha en la muralla.
Y acercándose con fiereza, en un instante llega al santuario. Se
escuchan nuevos gritos.
––¡Dios sea loado! ––dijo el libertino––. Habría dudado de mi éxito
sin los gemidos de la víctima, pero mi triunfo está asegurado, pues veo sangre
y lágrimas.
––A decir verdad ––dijo Clément, adelantándose con
las varas en la mano––, yo tampoco alteraré esta dulce posición, favorece en
demasía mis deseos.
La mujer de retén de Jérôme y la de treinta años
sostenían a Octavie: Clément mira, toca; la joven asustada le implora y
no le enternece.
––¡Oh, amigos míos! ––dice el monje exaltado––. ¡,Cómo no fustigar a
la colegiala que nos muestra un culo tan hermoso?
El aire comenzó a sonar inmediatamente con los silbidos de las varas
y el sordo ruido de sus azotes sobre las bellas carnes; se mezclan a ellos los
gritos de Octa vie y les responden las blasfemias del monje;
¡qué escena para esos libertinos entregados, en medio de todas nosotras, a mil
obscenidades! Aplauden, le animan: mientras tanto la piel de Octavie cambia de color, los tintes del rosicler más vivo se juntan con el resplandor
de los lirios; pero lo que tal vez divertiría un instante al Amor, si la
moderación dirigiera el sacrificio, se vuelve a fuerza de rigor en un crimen
espantoso contra sus leyes. Ya nada detiene al pérfido monje; cuanto más se queja
la joven alumna, más estalla la severidad del regente; desde la mitad de los
riñones hasta la parte baja de los muslos, todo es tratado con idéntica
severidad, y al fin sobre los vestigios sangrantes de sus placeres el pérfido
apaga sus fuegos.
––Yo seré menos salvaje que todo eso ––dijo Jérôme agarrando
a la bella, y pegándose a sus labios de coral––. Este es el templo donde voy a
sacrificar... y en esta boca encantadora...
Me callo... Es el reptil impuro ajando una rosa, mi comparación os lo
dice todo.
El resto de la velada fue semejante a todo lo que ya sabéis, de no ser
que la belleza, la edad conmovedora de la joven, excitando aún más a esos
malvados, redoblaron todas sus infamias, y la saciedad mucho más que la
conmiseración, llevando a la desdichada a su cámara, le devolvió al menos por
unas pocas horas la calma que necesitaba.
Yo habría deseado poder consolarla esa primera noche, pero obligada a
pasarla con Severino, era yo, por el contrario, la que se hallaba
en el caso de sentir gran necesidad de ayuda. Había tenido la desgracia, no de
gustar, la palabra no sería adecuada, sino de excitar más vivamente que
cualquier otra los infames deseos de este sodomita; ahora me deseaba casi todas
las noches. Agotado por ésta, sintió necesidad de experimentos: temiendo sin
duda no haberme hecho todavía suficiente daño con la espantosa espada de que
estaba dotado, imaginó esta vez perforarme con uno de esos artefactos de
religiosas que la decencia no me permite nombrar y que era de un grosor
desmesurado. Hubo que prestarse a todo. El mismo hacía penetrar el arma en su
querido templo; a fuerza de empujones entró muy adentro; grito: el monje se
divierte; después de unas cuantas idas y venidas, retira de golpe y con
violencia el instrumento y se engulle él mismo en la sima que acaba de entreabrir...
¡Vaya capricho! ¿No es exactamente lo contrario de todo lo que los hombres
pueden desear? Pero ¡,quién puede definir el alma de un libertino? Hace mucho
que sabemos que allí está el enigma de la naturaleza: todavía no nos ha dado
la clave.
A la mañana, encontrándose algo más fresco, quiso probar otro
suplicio. Me mostró una máquina mucho más gruesa todavía: estaba hueca y
provista de un émbolo que despedía el agua con una fuerza increíble por una
abertura que daba al chorro más de tres pulgadas de circunferencia. Este
enorme instrumento tenía nueve de perímetro por doce de largo. Severino lo hizo llenar de agua muy caliente y quiso hundírmelo por delante.
Horrorizada ante semejante proyecto, me arrojo a sus rodillas para pedirle
gracia, pero él se halla en una de esas malditas situaciones en las que la
piedad ya no se atiende, y en las que las pasiones, mucho más elocuentes,
ponen en su lugar, sofocándola, una crueldad muchas veces peligrosa. El fraile
me amenaza con toda su cólera si no me presto; debo obedecer. La pérfida
máquina penetra dos tercios, y el desgarro que me produce unido a su extremo
calor, están a punto de desmayarme. Durante ese tiempo, el superior, sin cesar
de insultar las partes que ofende, se hace masturbar por su doncella. Después
de un cuarto de hora de este frote que me lacera, suelta el émbolo que arroja
el agua hirviente a lo más profundo de la matriz... Me desvanezco. Severino se extasiaba... Había alcanzado un delirio por lo menos igual a mi
dolor.
––Eso no es nada ––dijo el traidor, cuando hube recuperado los
sentidos––, aquí a veces tratamos estos encantos con mucha mayor dureza... Una
ensalada de espinas, ¡diantre!, con su pimienta, con su vinagre, hundida
dentro con la punta de un cuchillo, eso es lo que les conviene para remozarlos.
A la primera falta que cometas, te condeno a ello–– dijo el malvado manoseando
una vez más el único objeto de su culto.
Pero dos o tres homenajes, después de los excesos de la víspera, le
habían dejado para el arrastre: me despidió.
Al regresar, encontré a mi nueva compañera hecha un mar de lágrimas;
hice cuanto pude por calmarla, pero no es fácil entender rápidamente un cambio
de situación tan espantoso. Esta joven poseía, además, un gran fondo de religión,
de virtud y de sensibilidad, con lo que su estado le parecía aún más terrible.
Omphale tenía razón al decirme que la veteranía no influía en nada en los
despidos; que dictados simplemente por la fantasía de los monjes, o por su
temor de algunas pesquisas posteriores, cabía sufrirlo tanto al cabo de ocho
días como al cabo de veinte años. Octavie sólo llevaba cuatro
meses con nosotras, cuando Jéróme vino a anunciarle su partida, aunque fuera él
quien más había gozado de ella durante su estancia en el convento, y hubiera
podido quererla y desearla más. La pobre niña se fue, haciéndonos las mismas
promesas que Omphale; tampoco ella las cumplió.
A partir de entonces, sólo me ocupé del proyecto que había concebido
desde la partida de Omphale; decidida a todo por escapar de esa guarida
salvaje, nada me asustó para conseguirlo. ¿Qué podía temer llevando a cabo mi
intención? La muerte. ¿Y de qué estaba segura permaneciendo? De la muerte. Y si
lo conseguía, me salvaba. Así que no había nada que discutir, pero necesitaba,
antes de esta empresa, que los funestos ejemplos del vicio recompensado se
reprodujeran una vez más bajo mis ojos; estaba escrito en el gran libro de los
destinos, en ese libro oscuro que ningún mortal alcanza a comprender, estaba
grabado en él, digo, que todos aquellos que me habían atormentado, humillado,
esclavizado, pagaran incesantemente ante mis miradas el precio de sus
fechorías, como si la Providencia se empeñara en mostrarme la inutilidad de la
virtud... Funestas lecciones que, sin embargo, no me corrigieron, y que,
aunque tuviera que seguir escapando de la espada colgada sobre mi cabeza, no me
impedirían seguir siendo siempre la esclava de esta divinidad de mi corazón.
Una mañana, sin que lo esperáramos, Antonin apareció en nuestra
habitación y nos anunció que el reverendo padre Severino, pariente y protegido del Papa, acababa de ser nombrado por Su
Santidad general de la orden de los benedictinos. Y al día siguiente, en
efecto, el religioso partió sin vernos: esperaban, nos dijeron, otro muy
superior en los excesos a todos los que se quedaban; nuevos motivos para
acelerar mis gestiones.
El día después de la marcha de Severino, los monjes se
habían decidido a licenciar a otra de mis compañeras; elegí para mi evasión el
mismo día en que vinieron a anunciar la baja de aquella miserable, a fin de que
los monjes más ocupados se fijaran menos en mí.
Estábamos al comienzo de la primavera; la longitud de las noches
todavía favorecía en algo mis diligencias. Llevaba dos meses preparándolas sin
que nadie se lo imaginara; serraba poco a poco, con una mediocre tijera que
había encontrado, las rejas de mi cuarto de aseo; mi cabeza ya pasaba
fácilmente por ellas, y, con la ropa de cama que me daban, había trenzado una
cuerda más que suficiente para salvar los siete u ocho metros de altura que
Omphale me había dicho que tenía el edificio. Cuando se llevaron mis ropas,
había tenido la precaución, como ya os dije, de apartar mi pequeña fortuna que
ascendía a cerca de seis luises,
y siempre la había ocultado
cuidadosamente. La escondí en el pelo y, como casi toda nuestra cámara estaba
en la cena aquella noche, a solas con una de mis compañeras que se acostó así
que las otras hubieron bajado, entré en el cuarto de aseo; allí, destapando el
agujero que había tenido el cuidado de cubrir todos los días, até mi cuerda a
uno de los barrotes que estaba intacto, y, dejándome deslizar por ese medio, no
tardé en tocar el suelo. No era eso lo que más me preocupaba: los seis recintos
de muros o de setos vivos, de que me había hablado mi compañera, me inquietaban
mucho más.
Una vez allí, descubrí que cada espacio o avenida circular dejado
entre uno y otro seto no tenía más de ocho pies de anchura, y esta proximidad
permitía ima ginar a primera vista que todo lo que se hallaba en este lado sólo
era un macizo boscoso. La noche era muy oscura; al contornear la primera
avenida circular para investigar si encontraría una abertura en el seto, pasé
por debajo de la sala de las cenas. Ya no estaban allí; mi inquietud aumentó;
proseguí, sin embargo, mis investigaciones. Llegué así a la altura de la
ventana de la gran sala subterránea que se hallaba debajo de la de las orgías
ordinarias. Descubrí en ella mucha luz, fui lo bastante atrevida como para
acercarme; por mi situación, tenía que agacharme. Mi desdichada compañera
estaba tendida sobre un caballete, los cabellos sueltos y destinada sin duda a
algún espantoso suplicio en el que encontraría, como libertad, el eterno fin de
sus desgracias... Me estremecí, pero lo que mis miradas acabaron de descubrir
aún me asombró más: Omphale, o no lo sabía todo, o había callado algo; descubrí
en ese subterráneo cuatro jóvenes desnudas, que me parecieron muy hermosas y
muy jóvenes, y que sin duda no eran de las nuestras. Así que en este horrible
asilo había más víctimas de la lubricidad de esos monstruos... otras desdichadas
desconocidas por nosotras... Me apresuré a huir, y seguí girando hasta llegar
al lado opuesto del subterráneo: no habiendo encontrado todavía la brecha,
decidí hacer una. Sin que nadie se hubiera dado cuenta, me había provisto de un
largo cuchillo: trabajé. Pese a mis guantes, mis manos no tardaron en quedar
desgarradas, pero nada me detuvo. El seto tenía más de dos pies de espesor, lo
entreabrí, y ya estaba en la segunda avenida. Allí me sorprendió notar bajo mis
pies una tierra blanda y flexible en la que me hundía hasta el tobillo: cuanto
más avanzaba por el tupido bosquecillo, más profunda era la oscuridad. Curiosa
por saber a qué obedecía el cambio del suelo, lo toco con mis manos... ¡Oh,
santo cielo! ¡Cojo la cabeza de un cadáver! ¡Dios mío!, pensé asustada, es aquí
sin duda, como me habían dicho, el cementerio donde esos verdugos arrojan a sus
víctimas; ¡casi ni se toman la molestia de cubrirlas de tierra!... ¡Puede que
este cráneo sea el de mi querida Omphale, o el de la desdichada Octavie, tan hermosa, tan dulce, tan buena, y que sólo ha aparecido en la
tierra como las rosas de las que sus encantos era la imagen! ¡Yo misma, ay,
aquel hubiera sido mi lugar! ¡Por qué no sufrir mi suerte! ¡,Qué ganaría en ir
a buscar nuevos reveses? ¡,Acaso no he cometido ya suficientes males? ¿No me he
convertido en el motivo de un número más que suficiente de crímenes? ¡Ah, cumplamos
mi destino! ¡Oh, tierra, ábrete para engullirme! ¡Cuando alguien se halla tan
desamparada, tan pobre, tan abandonada como yo, por qué hay que tomarse tantos
trabajos para seguir vegetando unos instantes más entre los monstruos!... Pero
no, debo vengar la virtud aherrojada... Ella lo espera de mi valor... No nos
dejemos abatir... sigamos: es esencial que el universo se libre de unos
malvados tan peligrosos como éstos. ¿Debo temer perder a tres o cuatro hombres
a cambio de salvar a millones de individuos que su política o su ferocidad
sacrifica?
Atravieso, pues, el seto en que me encuentro; era más espeso que el
anterior; a medida que iba avanzando eran más impenetrables. Consigo, sin
embargo, aguje rearlo, y más allá un suelo firme... ya nada que me anunciara
los mismos horrores que acababa de encontrar. Alcanzo de ese modo el borde del
foso sin haber descubierto la muralla que me había anunciado Omphale;
seguramente no existía, y es verosímil que los monjes hablaran de ella para
aterrorizarnos aún más. Menos encerrada más allá del séxtuplo recinto, diferenciaba
mejor los objetos: la iglesia y el cuerpo de un edificio que tenía adosado se
ofrecieron inmediatamente a mis miradas. El foso bordeaba uno y otro. Evité
intentar franquearlo por este lado; recorrí los bordes, y viéndome al fin
ante uno de los senderos del bosque, decidí cruzarlo por allí e introducirme
por ese sendero una vez que hubiera pasado al otro lado. El foso era muy profundo,
pero, para mi suerte, estaba seco. Como el revestimiento era de ladrillo, no
había ningún medio de deslizarme por él, así que me arrojé. Un poco aturdida
por la caída, tardé unos instantes en levantarme... Prosigo, alcanzo el otro
lado sin obstáculo, pero ¿cómo trepar por él? A fuerza de buscar un lugar
accesible, encuentro al final uno donde unos cuantos ladrillos rotos me
permitían a la vez la facilidad de servirme de los otros como escalones y la de
hundir, para sostenerme, la punta de mi pie en el suelo. Ya estaba casi en la
cima, cuando, desmoronándose todo bajo mi peso, caigo al foso debajo de los escombros
que había arrastrado. Me creí muerta. Aquella caída, realizada
involuntariamente, había sido más ruda que la anterior. Además, estaba
enteramente recubierta de los materiales que me habían seguido; algunos de
ellos me habían golpeado la cabeza, me sentía totalmente fracasada... «¡Oh,
Dios mío!», me dije desesperada; «no sigamos; quedémonos aquí; es una
advertencia del cielo; no quiere que siga: mis ideas me engañan sin duda; es
posible que el mal sea útil en la Tierra, y cuando la mano de Dios lo desea,
¡quizás es un error oponerse a él!» Pero, prontamente rebelada contra un
sistema demasiado desdichado fruto de la corrupción que me había rodeado, me
libero de los escombros que me cubren, y encontrando mayor facilidad en subir
por la brecha que acabo de hacer, a causa de los nuevos agujeros que se han
formado en ella, lo intento una vez más, me animo, me hallo en un instante en
la cima. Todo eso me había alejado del sendero que había descubierto, pero
habiéndome fijado bien en él, lo alcanzo de nuevo y escapo a la carrera. Antes
del final del día, ya me hallaba fuera del bosque, y a no tardar sobre aquel
montículo desde el cual, seis meses atrás, para mi desdicha, había divisado el
terrible convento. Descanso allí unos minutos, estaba empapada; mi primera
preocupación es arrojarme de rodillas y de nuevo pedir perdón a Dios por las
faltas involuntarias que había cometido en aquel odioso receptáculo del crimen
y de la impureza; lágrimas de pesar no tardaron en manar de mis ojos. «¡Ay!»,
me dije «¡yo era mucho menos criminal cuando abandoné, el pasado año, este
mismo sendero, guiada por un principio de devoción tan funestamente burlado!
¡Oh, Dios, en qué estado puedo contemplarme ahora!» Levemente calmadas estas
funestas reflexiones por el placer de verme libre, proseguí mi camino hacia Dijon, imaginando que
sólo en esa capital mis denuncias podían ser legítimamente admitidas...
Aquí la señora de Lorsange quiso obligar a Thérèse a recuperar el aliento, por lo menos durante unos minutos; lo
necesitaba; el calor que ponía en su narración, las llagas que esos funestos
relatos volvían a abrir en su alma, todo, en fin, la obligaba a unos cuantos
momentos de tregua. El señor de Corville hizo traer unos refrescos, y al cabo
de un poco de reposo, nuestra heroína prosiguió, como veremos a continuación,
el detalle de sus deplorables aventuras.
Segunda parte
Estaba en mi segundo día, absolutamente tranquila respecto a los
temores que había sentido al principio de ser perseguida; hacía un calor
extraordinario, y siguiendo mi costumbre ahorrativa, me había alejado del
camino para encontrar una sombra donde pudiera efectuar una ligera comida que
me permitiera aguardar la noche. Un bosquecillo a la derecha del camino, en
medio del cual serpenteaba un límpido arroyuelo, me pareció adecuado para
refrescarme. Tranquilizada por el agua pura y fresca, alimentada con un poco de
pan, la espalda apoyada en un árbol, dejaba circular por mis venas un aire puro
y sereno que me descansaba, y calmaba mis sentidos. Allí, meditaba sobre
aquella fatalidad casi sin parangón que, pese a las espinas que me rodeaban en
la carrera de la virtud, me llevaba siempre, sea como fuere, al culto de esa
divinidad, y a unos actos de amor y de resignación hacia el Ser Supremo del que
emana, y del cual es la imagen. Una especie de entusiasmo acababa de
apoderarse de mí: «¡Ay!», me decía, «ese buen Dios al que adoro no me abandona,
ya que en ese mismo instante acabo de encontrar los medios para reparar mis
fuerzas. ¿Acaso no le debo a El este favor? ¿Y no existen en la Tierra seres a
los que se les niega? Así que no soy totalmente desgraciada, ya que los hay que
todavía son más de compadecer que yo... ¡Ah! ¿Acaso no lo soy mucho menos que
las desdichadas a las que dejo en esa guarida del vicio de la que la bondad de
Dios me ha hecho salir como por una especie de milagro? ... ». Y llena de
gratitud, me había prosternado; contemplando el sol como la obra mas hermosa de la divinidad,
como la que mejor manifiesta su grandeza, arrancaba de la sublimidad de ese
astro nuevos motivos de oraciones y de acciones de gracias, cuando de repente
me siento agarrada por dos hombres que, después de cubrirme la cabeza para
impedirme ver y gritar, me atan como a una criminal y me arrastran sin decir
palabra.
Caminamos así cerca de dos horas sin que me sea posible ver qué camino
emprendemos, cuando uno de mis guías, oyéndome respirar con esfuerzo, propone a
su camarada liberarme del velo que me oprime la cabeza; él lo permite, respiro
y descubro finalmente que estamos en medio de un bosque donde seguimos un
camino bastante ancho, aunque poco frecuentado. Mil funestas ideas se presentan
entonces a mi mente, temo que se han apoderado de mí los agentes de aquellos
indignos frailes... temo que me devuelven a su odioso convento.
––¡Ah! ––le digo a uno de mis guías––, señor, ¿puedo suplicaros que me
digáis dónde me lleváis? ¡.Puedo preguntaros qué pretendéis hacer conmigo?
––Cálmate, hija mía ––me dice el hombre––, y no te asustes por las
precauciones que nos vemos obligados a tomar. Te llevamos hacia un buen amo.
Gra ves problemas le obligan a buscar camareras para su esposa sólo con este
aparatoso misterio, pero estarás bien allí.
––¡Ay, señores! ––contesté––,
si estáis procurando mi
felicidad, es inútil que me forcéis: soy una pobre huérfana, muy digna de
compasión, sin duda. No pido más que un empleo: si me lo dais, ¡,por qué teméis
que pueda escapar?
––Tiene razón ––dice uno de los guías––, dejémosla más cómoda,
atémosle solamente las manos.
Lo hacen, y prosigue la caminata. Al verme tranquila, responden
incluso a mis preguntas, y acabo por enterarme de que el amo al que me destinan
se llama el conde de Gernande, nacido en París, pero propietario de
considerables bienes en esta comarca, y con más de quinientas mil libras de
renta, que come a solas, me dice uno de los guías.
––¿A solas?
––Sí, es un hombre solitario, un filósofo; jamás ve a nadie. A cambio,
es uno de los mayores glotones de Europa; no existe otro en el mundo que sea
capaz de competir con él. Es inútil que te lo cuente, ya lo verás.
––Pero ¿qué significan estas precauciones, señor?
––Te lo cuento. Nuestro amo tiene la desgracia de tener una mujer que
se ha vuelto loca. Hay que vigilarla, no sale jamás de su habitación, nadie
quiere servirla. Por mucho que te lo hubiéramos propuesto, si hubieras sabido
algo, jamás habrías aceptado. Nos vemos obligados a secuestrar jóvenes a la
fuerza para ejercer este funesto empleo.
––¡Cómo! ¡,Estaré cautiva al lado de esa dama?
––A decir verdad, sí, por eso te tenemos así, pero estarás bien...
tranquilízate, perfectamente bien. Salvo esa molestia, no te faltará nada.
––¡Ah,
justo cielo! ¡Qué opresión!
––Vamos, vamos, criatura, valor, un día saldrás y con una fortuna
encima.
Mi guía no había terminado sus palabras, cuando descubrimos el
castillo. Era un soberbio y vasto edificio en medio del bosque, pero le
faltaba mucho a ese gran edificio para estar tan poblado como su tamaño
permitía. Sólo vi un poco de movimiento, un poco de afluencia en torno de las
colinas situadas en unos porches, en la mitad del cuerpo del edificio. Todo el
resto estaba tan solitario como la situación del castillo: nadie se fijó en
nosotros cuando entramos; uno de mis guías se fue a las cocinas, y el otro me
presentó al conde. Estaba en el fondo de un vasto y soberbio aposento, envuelto
en un batín de satén de las Indias, echado en una otomana, y tenía a su lado
dos jóvenes tan indecentemente, o, mejor dicho, tan ridículamente vestidos,
peinados con tanta elegancia y tanto arte, que al principio los tomé por
muchachas; un examen más detenido me hizo finalmente reconocerlos como dos
muchachos, uno de los cuales podía tener quince años, y el otro dieciséis. Me
pareció que tenían un rostro encantador, pero en tal estado de blandura y de
abandono, que al principio creí que estaban enfermos.
––Aquí tenéis a una joven, monseñor ––dijo mi guía––. Nos parece que
os conviene: es dulce, honrada, y sólo pide colocarse. Confiamos en que os
contentará.
––Está bien ––dijo el conde, sin mirarme apenas––. Al retirarte,
cierra la puerta, Saint-Louis,
y di que nadie entre si no
llamo.
Después el conde se levantó y se acercó a examinarme. Mientras él me
observa, yo puedo describiroslo: la singularidad del retrato merece por un
instante vues tras miradas. El señor de Gemande era entonces un hombre de
cincuenta años, de unos seis pies de altura, y una obesidad monstruosa. Nada
más terrible que su rostro, la longitud de su nariz, la espesa oscuridad de sus
cejas, sus ojos negros y malvados, su gran boca casi desdentada, su frente
tenebrosa y desnuda, el sonido de su voz terrible y ronca, sus enormes brazos y
manos; todo contribuye a hacer de él un individuo gigantesco, cuya cercanía
inspira más miedo que seguridad. No tardaremos en ver si la moral y los actos
de esta especie de centauro respondían a su terrible caricatura. Después de un
examen de lo más brusco y de lo más insolente, el conde me preguntó mi edad.
Y añadió a esta primera pregunta otras sobre mi persona. Le puse al
corriente de todo lo que me concernía. Ni siquiera olvidé la deshonra que
había recibido de Rodin; y cuando le hube descrito mi miseria, cuando le hube
demostrado que la desdicha me había perseguido constantemente, el malvado me
dijo con dureza:
––¡Tanto mejor, tanto mejor! Así serás más flexible aquí. Es un
minúsculo inconveniente que la desdicha persiga a esta raza abyecta del pueblo
que la naturaleza condena a arrastrarse cerca de nosotros por el mismo suelo:
así es más activa y menos insolente, cumple mejor sus deberes hacia nosotros.
––Pero, señor, ya os he contado mi cuna, no es en absoluto abyecta.
––Sí, sí, ya me conozco la historia. Siempre se hace uno pasar por
mucho cuando no es nada, o está en la miseria. Es preciso que las ilusiones del
orgullo acudan a consolar de los embates de la fortuna; luego nos toca a
nosotros creernos lo que nos parezca de esas cunas abatidas por los golpes de
la suerte. Por otra parte, todo eso me da igual: te he encontrado al aire
libre, y más o menos vestida como una sirvienta. De modo que así te tomo, si te
parece bien. Sin embargo ––prosiguió con dureza aquel hombre––, sólo de ti
depende ser feliz; ten paciencia, discreción, y en unos pocos años te despediré
de aquí en situación de prescindir de servir.
Entonces cogió mis dos brazos, y arremangándome las mangas hasta el
codo, los examinó con atención preguntándome cuántas veces me habían sangrado.
––Dos veces, señor ––le contesté, bastante sorprendida por esa
pregunta; y le cité las épocas, refiriéndole las circunstancias de mi vida en
que eso había ocurrido.
Apoya sus dedos sobre las venas como cuando se quiere hincharlas para
realizar esa operación, y cuando alcanzan el punto que él desea, les aplica la
boca chu pándolas. A partir de entonces, ya no dudé de que el libertinaje
estaba relacionado con las prácticas de ese mal hombre, y los tormentos de la
inquietud se despertaron en mi corazón.
––Tengo que saber cómo estás hecha ––prosiguió el conde, mirándome con
un aire que me hizo temblar––. Para el puesto que vas a ocupar, es preciso que
no tengas ningún defecto. Así que muéstrame cómo eres.
Me defendí; pero el conde, entregando a la cólera todos los músculos
de su terrible rostro, me anuncia duramente que me aconseja que no me haga la
mojigata con él, porque dispone de medios seguros para convencer a las
mujeres.
––Lo que me has contado ––me dijo–– no anuncia una virtud muy elevada.
Así que tus resistencias quedarían tan fuera de lugar como ridículas.
Con esas palabras, hace un signo a sus muchachos, que, acercándoseme
inmediatamente, se ocupan de desnudarme. Con unos individuos tan débiles, tan
des madejados como los que me rodean, la defensa no es seguramente difícil;
pero ¿de qué serviría? El antropófago que me los enviaba me habría
pulverizado, de haber querido, de un puñetazo. Así que comprendí que tenía que
ceder. Me desnudan en un instante. Tan pronto como acaban, descubro que provoco
las risas de los dos Ganímedes.
––Amigo mío ––le decía el más joven al otro––, ¡no está mal una
joven!... ¡Pero qué lástima que ahí esté vacía!
––¡Oh! ––decía el otro––, no hay nada tan infame como ese vacío. No
tocaría a una mujer ni que me fuera la fortuna en ello.
Y mientras mi parte delantera era tan ridiculizada por sus sarcasmos,
el conde, íntimo partidario del trasero (¡ay!, desdichadamente como todos los
libertinos), examinaba el mío con la mayor atención. Lo manipulaba duramente,
lo manoseaba con fuerza; y, pellizcando unos trozos de carne con sus cinco
dedos, los reblandecía hasta magullarlos. Después me ordenó caminar unos
pasos, y volver hacia él a reculones, a fin de no perder la perspectiva que se
le ofrecía. Cuando llegué a su lado, me hizo agachar, levantar, apretar, abrir.
A menudo se arrodillaba ante esta parte que era la única que le interesaba. La
besaba en varios lugares diferentes, a veces incluso en el orificio más
secreto; pero todos estos besos eran del tipo de la succión, no daba ni uno que
no tuviera esta acción por objetivo: era como si mamara de cada una de las
partes donde se posaban sus labios. Fue durante este examen cuando me preguntó
muchos detalles sobre lo que me habían hecho en el convento de Santa María de
los Bosques, y sin darme cuenta de que lo excitaba doblemente con esos relatos,
tuve el candor de hacérselos todos con ingenuidad. Hizo acercar a uno de los
jóvenes y, colocándolo a mi lado, soltó el nudo corredizo de un gran lazo de
cinta rosa que sostenía un calzón de gasa blanca, y dejó al descubierto todos
los encantos velados por esa prenda. Después de unas suaves caricias en el
mismo altar donde el conde sacrificaba conmigo, cambió de repente de objeto y
comenzó a chupar al muchacho en la parte que caracterizaba su sexo. No dejaba
de tocarme: fuera costumbre en el joven, fuera habilidad por parte del sátiro,
en muy pocos minutos, la naturaleza vencida derramó en la boca de uno lo que
salía del miembro del otro. Así es como ese libertino agotaba a los
desdichados niños que tenía consigo, cuyo nombre no tardaremos en conocer; así
es como los debilitaba, y ésta era la causa del estado de languidez en que los
había encontrado. Veamos ahora qué hacía para poner a las mujeres en el mismo
estado, y cuál era la auténtica razón del retiro en que tenía a la suya.
El homenaje que me había rendido el conde había sido largo, pero sin
la menor infidelidad al templo que había elegido para sí: ni sus manos, ni sus
besos, ni sus deseos se apartaron de él un solo instante. Después de haber
igualmente chupado al otro joven, y haber recogido y devorado de la misma
manera su semen, me dijo, llevándome a un gabinete vecino, sin dejarme recoger
mis ropas.
––Ven, voy a mostrarte de qué se trata.
No conseguí disimular mi turbación, fue espantoso; pero no había
manera de hacer cambiar la cara a mi suerte, tenía que beber hasta la hez el
cáliz que me habían ofrecido.
Otros dos jóvenes de dieciséis años, no menos bellos ni exhaustos que
los dos primeros que habíamos dejado en el salón, tejían un tapiz en aquel
gabinete. Se levantaron cuando entramos.
Narcisse ––le dijo el conde a uno de ellos––, ésta es la nueva camarera de la
condesa. Tengo que probarla, dame mis lancetas.
Narcisse abre un armario, y saca inmediatamente de él todo lo necesario para
sangrar. Dejo que vos misma penséis cómo me puse. Mi verdugo vio mi apuro, y se
limitó a reírse.
––Colócala, Zéphire ––dijo el señor de Gernande al otro joven.
Y aquel niño, al acercarse a mí, me dijo sonriendo: No tenga miedo,
señorita, eso sólo puede hacerle bien. Póngase así.
Se trataba de estar ligeramente apoyada sobre las rodillas, en el
borde de un taburete colocado en el centro de la habitación, con los brazos
atados por dos cintas colgadas del techo.
Así que estoy colocada, el conde se me acerca, con la lanceta en la
mano. Apenas respiraba, sus ojos soltaban chispas, su rostro daba miedo. Venda
mis dos brazos, y en menos de un abrir y cerrar de ojos pincha los dos. Tan
pronto como ve la sangre, lanza un grito acompañado de dos o tres blasfemias.
Se sienta a seis pies, frente a mí. El ligero ropaje que le cubre no tarda en
abrirse: Zéphire se arrodilla entre sus piernas, le chupa; y Narcisse, con los dos pies sobre el sillón de su amo, le presenta para mamar el
mismo objeto que él ofrece a chupar al otro. Gernande agarraba los riñones de
Zéphire, lo abrazaba, lo apretaba contra sí, pero lo abandonaba de vez en
cuando para arrojarme unas miradas encendidas. Mientras tanto mi sangre manaba
a grandes chorros y caía sobre dos cuencos blancos colocados debajo de mis
brazos. No tardé en debilitarme.
––¡Señor, señor! ––exclamé––,
tened piedad de mí, me mareo...
Y me tambaleé; retenida por las cintas, no pude caer; pero como mis
brazos se movían y mi cabeza flotaba sobre mis hombros, mi cara se inundó de
sangre. El conde estaba en plena ebriedad... Sin embargo, no presencié el final
de la operación, me desmayé antes de que llegara a buen fin; ¿es posible que
sólo pudiera alcanzarlo viéndome en este estado, es posible que su éxtasis
supremo dependiera de este cuadro de muerte? Sea como fuere, cuando recuperé el
sentido, me encontré en una cama excelente y con dos viejas a mi lado. Así que
me vieron con los ojos abiertos, me ofrecieron un caldo, y cada tres horas,
durante dos días, sabrosas sopas. En aquel momento, el señor de Gernande me
hizo decir que me levantara y que fuera a hablarle al mismo salón donde me
había recibido al llegar. Me acompañaron allí: seguía estando un poco débil,
pero por lo demás bastante bien; llegué.
––Thérèse ––me dijo el conde, haciéndome sentar––, repetiré muy pocas veces
pruebas semejantes contigo; tu persona me es útil para otros menesteres; pero
era esencial que te hiciera conocer mis gustos y la manera como acabarás un día
en esta casa, si me traicionas, si desgraciadamente te dejas sobornar por la
mujer a cuyo lado voy a colocarte.
»Esta mujer es la mía, Thérése, y este título es sin duda el más
funesto que pueda tener, ya que le obliga a prestarse a la pasión extravagante
de la que tú acabas de ser víctima. No imagines que la trato así por venganza,
por desprecio, o por algún sentimiento de odio: es simplemente la historia de
las pasiones. Nada iguala el placer que experimento al derramar su sangre...
cuando mana me siento embriagado; jamás he disfrutado de ninguna mujer de otra
manera. Hace tres años que me casé con ella y exactamente cada cuatro días
sufre el tratamiento que tú has experimentado. Su gran juventud (sólo tiene
veinte años) y los cuidados especiales que se le dan, todo eso la sostiene; y
como se la repara en la misma medida de lo que se la obliga a perder, se va
manteniendo bastante bien. Con una sujeccion semejante, ya puedes darte cuenta
de que no puedo dejarla salir, ni dejar que nadie la vea. Así que la hago pasar
por loca, y su madre, la única pariente que le queda, que vive en su castillo
a seis leguas de aquí, está tan convencida de ello que ni siquiera se atreve a
venir a verla. La condesa implora con mucha frecuencia su perdón, no hay nada
que no haga por enternecerme; pero jamás lo conseguirá. Mi lujuria ha decretado
su arresto, es invariable, seguirá así mientras pueda: nada le faltará en toda
su vida, y como me gusta agotarla, la aguantaré lo más posible; cuando ya no
pueda aguantar, ¡mala suerte! Es la cuarta, pronto tendré una quinta, nada me
inquieta tan poco como la suerte de una mujer; ¡hay tantas en el mundo, y es
tan agradable cambiarlas!
»En cualquier caso, Thérèse, tu trabajo es cuidarla:
pierde regularmente dos paletas de sangre cada cuatro días, ahora ya no se
desmaya; la costumbre le confiere fuerzas, su agotamiento dura veinticuatro
horas, está bien los tres días restantes. Pero puedes entender fácilmente que
esta vida le disgusta; no hay nada que no haga por librarse de ella, nada que
no emprenda para conseguir comunicar su auténtica situación a su madre. Ya ha
seducido a dos de sus camareras, pero sus maniobras fueron descubiertas con el
tiempo suficiente para impedir que triunfaran: ella ha sido la causa de la pérdida
de las dos desdichadas, ahora se arrepiente de ello, y, aceptando la
invariabilidad de su suerte, ha tomado una decisión, y promete no volver a
intentar seducir las personas de las que la rodearé. Pero este secreto, lo que
puede ocurrir si me traicionan, todo eso, Thérèse, me obliga a colocar a su lado a personas secuestradas como tú lo has
sido, a fin de evitar con ello las persecuciones. No habiéndote quitado a
nadie, no teniendo que responder de ti a nadie, estoy más capacitado para
castigarte, si lo mereces, de una manera que, aunque te arrebate la vida, no
me pueda suponer pesquisas ni ningún tipo de sospechas. A partir de este
momento, ya no existes en el mundo, dado que puedes desaparecer de él por el más
ligero acto de mi voluntad: esta es tu suerte, hija mía, ya ves; afortunada si
te portas bien, muerta si intentas traicionarme. En cualquier otro caso, te
pediría una respuesta: en la situación en que te encuentras no tengo ninguna
necesidad de hacerlo; estás en mi poder, tienes que obedecerme, Thérèse... Pasemos a ver a mi mujer.
Sin nada que objetar a un discurso tan preciso, seguí a mi amo.
Cruzamos una larga galería, tan sombría y tan solitaria como el resto del
castillo; se abre una puerta, entramos en una antecámara en la que reconozco a
las dos viejas que me atendieron durante mi desfallecimiento. Se levantaron y
nos introdujeron en un soberbio aposento donde encontramos a la desdichada
condesa bordando en un bastidor sobre una tumbona; se levantó cuando vio a su
marido.
––Sentaos ––le dijo el conde––, os permito que me escuchéis así. Aquí
está, al fin, una camarera que os he encontrado, señora ––prosiguió––. Confío
en que os acor daréis de la suerte que habéis hecho correr a las otras, y que
no intentaréis sumir a ésta en las mismas desdichas.
––Eso sería inútil ––dije entonces, llena de deseos de servir a esa
infortunada, y queriendo disimular mis intenciones––; sí, señora, me atrevo a
asegurarlo delan te de vos, sería inútil, no diréis una sola palabra sin que yo
la comunique inmediatamente a vuestro señor esposo, y tened por seguro que no
arriesgaré mi vida por serviros.
––No intentaré nada que pueda colocaros en esa situación, señorita
––dijo la pobre mujer, que todavía no entendía los motivos que me hacían hablar
así––; estad tranquila: sólo pido vuestros cuidados.
––Serán enteramente para vos, señora ––contesté––, pero nada más.
Y el conde, encantado conmigo, me estrechó la mano diciéndome al oído:
––Bien, Thérèse, has hecho tu fortuna si te portas como dices.
Después el conde me mostró mi habitación, contigua a la de la
condesa, y me hizo observar que el conjunto de este apartamento, cerrado por
unas puertas excelentes y rodeado de dobles rejas en todas sus aberturas, no
dejaba ninguna esperanza de evasión.
––Aquí hay una terraza ––prosiguió el señor de Gernande,
acompañándome a un pequeño jardín que estaba a la altura del apartamento––,
pero no creo que su altura te dé ganas de medir sus muros. La condesa puede
venir a respirar el aire fresco siempre que quiera, tú la acompañaras... Adiós.
Regresé al lado de mi dueña, y como en un principio las dos nos
examinamos sin hablar, en este primer instante la estudié lo bastante bien como
para poder describirla.
La señora de Gernande, con diecinueve años y medio de edad, poseía el
mas bello talle, el más noble y más majestuoso que había podido ver; ni uno de
sus gestos, ni uno de sus ademanes que no fuera una gracia, ni una de sus
miradas que no fuera un sentimiento. Sus ojos eran de la más bella negrura:
aunque fuera rubia, nada igualaba su expresión; pero una especie de languidez,
consecuencia de sus infortunios, que suavizaba su resplandor, los hacía mil
veces más interesantes; tenía la piel muy blanca, y los más hermosos cabellos,
la boca muy pequeña, demasiado quizá, me hubiera sorprendido un poco que le
hubieran encontrado este defecto: era una bonita rosa todavía poco crecida,
pero los dientes de una frescura... ¡los labios de un rosicler!... diríase que
el Amor la había coloreado con matices robados a la diosa de las flores. Su
nariz era aquilina, estrecha, ceñida por arriba, y coronada por dos cejas de
ébano; la barbilla perfectamente bonita, un rostro, en una palabra, bellamente
ovalado, en cuyo conjunto reinaba una especie de encanto, de ingenuidad, de candor,
que habrían hecho tomar esa cara encantadora, más por la de un ángel que por la
fisonomía de una mortal. Sus brazos, su seno, su trasero eran de un esplendor...
de una redondez capaz de servir de modelo a los artistas; un vello suave y
negro cubría el monte de Venus, sostenido por dos muslos torneados; y, cosa que
me sorprendió, pese a la ligereza del talle de la condesa, pese a sus
desdichas, nada alteraba su lozanía: sus nalgas redondas y rollizas eran tan
carnosas, tan abundantes, tan firmes como si su cintura hubiera sido más
marcada y ella hubiera vivido siempre en el seno de la felicidad. Mostraba, sin
embargo, sobre todo ello espantosas marcas del libertinaje de su esposo, pero,
lo repito, nada alterado... la imagen de un bello lirio donde la abeja ha
dejado algunas manchas. A tantos dones, la señora de Gemande sumaba un
carácter dulce, una mente novelesca y tierna, ¡un corazón de una
sensibilidad!... Instruida, con talento... un arte innato para la seducción, a
la que sólo su infame esposo era capaz de resistir, un sonido de voz encantador
y mucha piedad. Así era la desdichada esposa del conde de Gernande, así era la
criatura angelical contra la que había conspirado; parecía que cuantas más
cosas inspiraba, más encendía su ferocidad, y que la abundancia de dones que
había recibido de la naturaleza sólo servía de motivos suplementarios para
las crueldades de aquel malvado.
––¿Qué día fuisteis sangrada, señora? ––le dije, a fin de mostrarle
que estaba al corriente de todo.
––Hace tres días ––me dijo––, y me toca mañana...
––A continuación, con un suspiro––: Sí, mañana... señorita, mañana...
seréis testigo de esa bonita escena.
––¿Y la señora no se debilita?
––¡Oh, cielos! Aún no he cumplido veinte años, y estoy segura de que
no se está más débil a los setenta. Pero me consuela saber que eso terminará;
es absolu tamente imposible que viva mucho tiempo así: iré a reunirme con mi
padre, iré a buscar en los brazos del Ser Supremo un reposo que los hombres me
han negado tan cruelmente en la Tierra.
Estas palabras me rasgaron el corazón; queriendo mantener mi
personaje, disimulé mi turbación, pero, en el fondo de mí misma, me prometí a
partir de entonces perder mil veces la vida, si era preciso, a cambio de
arrebatar del infortunio a esta desdichada víctima de los excesos de un
monstruo.
Era el momento de la cena de la condesa. Las dos viejas vinieron a
avisarme de que la hiciera pasar a su gabinete: se lo dije. Ella estaba
acostumbrada a todo aquello, salió inmediatamente, y las dos viejas, ayudadas
por los dos lacayos que me habían detenido, sirvieron una comida suntuosa en
una mesa donde mi cubierto estaba colocado en frente del de mi dueña. Los
lacayos se retiraron, y las dos viejas me avisaron de que ellas no se moverían
de la antecámara a fin de estar a disposición de recibir las órdenes de la
señora sobre todo lo que ella pudiera desear. Advertí a la condesa, se sentó, y
me invitó a hacer lo mismo con un aire de amistad y de afabilidad que acabó de
conquistarme el alma. Sobre la mesa había por lo menos veinte platos.
––A este respecto, ya veis que me cuidan, señorita ––me dijo.
––Sí, señora ––contesté––,
y sé que la voluntad del señor
conde es que no os falte nada.
––¡Oh, sí! Pero como los motivos de estas atenciones son tan crueles,
me conmueven poco.
La señora de Gernande agotada, y vivamente estimulada por la
naturaleza a unas constantes reparaciones, comió mucho. Quiso unas perdices y
un ánade de Rouen que le sirvieron inmediatamente. Después de la comida, fue a tomar el
aire en la terraza, pero cogida de mi mano: le hubiera sido imposible dar diez
pasos sin esta ayuda. Fue en ese momento cuando me enseñó todas las partes de
su cuerpo que acabo de describiros; me mostró sus brazos, estaban llenos de
cicatrices.
––¡Ah!, no acaba ahí ––me dijo––, no hay una sola parte de mi
desdichada persona de la que no le guste ver correr la sangre.
Y me mostró sus pies, su cuello, la parte inferior de su seno y otras
zonas carnosas igualmente cubiertas de cicatrices. El primer día me limité a
algunas protestas suaves, y nos acostamos.
El siguiente era el día fatal de la condesa. El señor de Gernande, que
sólo realizada esta operación al final de su cena, terminada siempre antes que
su mujer, me hizo decir que me sentara a la mesa con él; allí fue, señora,
donde vi operar a aquel ogro de una manera tan terrible que, pese a estar
viéndolo, me costó esfuerzo creerlo. Cuatro lacayos, entre los que estaban los
dos que me habían conducido al castillo, servían la asombrosa comida. Merece
ser detallada: voy a hacerlo sin exagerar; seguramente no habían añadido nada
para mí. Así que lo que vi era la historia de todos los días.
Sirvieron dos sopas, una de pasta al azafrán, y la otra de cangrejos
con caldo de jamón; en medio un solomillo de buey a la inglesa, ocho
entremeses, cinco grandes entrantes, cinco disfrazados y más ligeros, una
cabeza de jabalí en medio de ocho platos de asados, a los que siguieron dos
servicios de dulces, y dieciséis platos de frutas; helados, seis tipos de vino,
cuatro clases de licores, y café. El señor de Gernande probó todos los platos,
y algunos los vació por completo; bebió doce botellas de vino, cuatro de
Borgoña, con los primeros platos, y cuatro de champagne en
el asado; el tokai, el mulseau, el hermitage y el madeira fueron consumidos con la fruta.
Terminó con dos botellas de licores de las Islas y diez tazas de café.
Tan fresco al levantarse como si acabara de despertarse, el señor de
Gernande me dijo:
––Vamos a sangrar a tu ama; te pido que me digas si lo hago tan bien
con ella como contigo.
Dos muchachos a los que todavía no había visto, de la misma edad que
los anteriores, nos esperaban a la puerta de los aposentos de la condesa: fue
allí donde el conde me contó que tenía doce que le cambiaban cada año. Estos me
parecieron aún más lindos que ninguno de los que había visto anteriormente:
estaban menos exhaustos que los demás; entramos... Todas las ceremonias que
aquí voy a detallaros, eran las que exigía el conde: se respetaban
regularmente todos los días, y lo máximo que se cambiaba era el local de las
sangrías.
La condesa, envuelta simplemente en una tela de muselina flotante, se
arrodilló así que el conde entró. ––¿Estáis preparada? ––le preguntó su esposo.
––A todo, señor ––contestó humildemente––: sabéis perfectamente que
soy vuestra víctima, y que no tenéis más que mandar.
Entonces el señor de Gernande me dijo que desnudara a su mujer y que
se la trajera. Por mucha repugnancia que yo sintiera ante todos estos horrores,
ya sabéis señora, que no tenía otra opción que la más total resignación. Vedme
siempre, os lo suplico, como una esclava en todo lo que os he contado y en todo
lo que me queda por referiros: sólo me prestaba a ello cuando no podía hacer
otra cosa, pero no actuaba de buena gana en nada de todo ello.
Así que despojé a mi ama de su túnica y la conduje desnuda al lado de
su esposo, ya instalado en un gran sillón: al corriente del ceremonial, ella se
subió al sillón, y ella misma le presentó a besar aquella parte favorita que
tanto había celebrado en mí, y que me parecía interesarle igualmente en todos
los seres y en todos los sexos.
––Abrase pues, señora ––le dijo brutalmente el conde...
Y celebró largo tiempo lo que deseaba ver haciéndole tomar
sucesivamente diferentes posiciones. Entreabría, cerraba; con la punta del
dedo, o con la lengua, cosquilleaba el estrecho orificio; y otras veces,
arrastrado por la ferocidad de sus pasiones, cogía un pellizco de carne, lo
apretaba y lo arañaba. Así que había producido una leve herida, su boca se
posaba inmediatamente sobre ella. Durante estos crueles preliminares, yo aguantaba
a su desdichada víctima, y los dos garzones completamente desnudos se
relevaban a su lado; sucesivamente de rodillas entre sus piernas, utilizaban
las bocas para excitarlo. Fue entonces cuando vi, no sin una asombrosa
sorpresa, que aquel gigante, aquella especie de monstruo, cuyo mero aspecto
bastaba para echarse a temblar, apenas era, sin embargo, un hombre: la más
menuda, la más ligera excrecencia de carne, o, para que la comparación sea más
exacta, lo que se le vería a un niño de tres años, era lo máximo que se
descubría en aquel individuo tan enorme y tan corpulento, por otra parte, en
todo; pero no por ello sus sensaciones eran menos vivas, y cada vibración de placer
significaba para él un ataque de espasmo. Después de esta primera sesión, se
tendió sobre el canapé, y quiso que su mujer, a caballo sobre él, mantuviera el
trasero sobre su cara, mientras que con su boca le devolvería, por medio de la
succión, los mismos ultrajes que acababa de recibir de los jóvenes Ganímedes,
los cuales eran excitados, a derecha e izquierda, con sus manos; las mías
trabajaban durante ese rato en su trasero: lo cosquilleaba, lo masturbaba en
todos los sentidos. Como esta actitud, proseguida durante más de un cuarto de
hora, no producía ningún efecto, hubo que cambiarla; por orden del conde,
tendí a la condesa sobre una tumbona, acostada de espaldas, con los muslos
abiertos al máximo. La visión de lo que se entreabría colocó al conde en una
especie de rabia; mira... sus miradas despiden fuego, blasfema; se precipita
como un loco furioso sobre su mujer, la pincha con su lanceta en cinco o seis
lugares del cuerpo, pero todas estas heridas eran superficiales, apenas dejaban
escapar una o dos gotas de sangre. Estas primeras crueldades cesaron finalmente
para ser sustituidas por otras. El conde se tranquiliza, deja respirar un
instante a su mujer; y ocupándose de sus dos favoritos, los obligaba a chuparse
mutuamente, o bien los colocaba de tal modo que a la vez que él chupaba a uno,
el otro le chupaba a él, y el que le chupaba volvía con su boca a prestar el
mismo servicio al que era chupado: el conde recibía mucho, pero no daba nada.
Su saciedad y su impotencia eran tales que ni los mayores esfuerzos conseguían
sacarle de su embotamiento: parecía sentir unas titilaciones muy violentas,
pero no se manifestaba nada; a veces me ordenaba que yo misma chupara a sus
miñones y que corriera inmediatamente a devolver a su boca el incienso que
recogiera. Al fin los arroja a los dos sobre la desdichada condesa. Los jóvenes
se acercan, la insultan, llevan su insolencia hasta golpearla, y abofetearla,
y cuanto más la molestan, más elogiados y aplaudidos son por el conde.
Gernande estaba entonces ocupado conmigo; yo me colocaba frente a él,
con mis riñones a la altura de su cara, y él rendía homenaje a su dios, pero no
me hizo daño; no sé por qué tampoco atormentó a sus Ganímedes: sólo se metía
con la condesa. Es posible que el honor de pertenecerle fuera un título para
ser maltratada por él; es posible que sólo le impulsaran a la crueldad los
vínculos que conferían fuerza a sus ultrajes. Cabe suponerlo todo en semejantes
cabezas, y apostar casi siempre a que lo que les parezca un crimen mayor será
lo que más los excite. Al fin nos coloca a sus jóvenes y a mí a los lados de su
mujer, entremezclados los unos con los otros: aquí un hombre, allí una mujer, y
los cuatro ofreciéndole el trasero; los examina primero de frente, un poco
distante, después se acerca, toca, compara, acaricia; los jóvenes y yo no
teníamos que sufrir nada, pero cada vez que llegaba a su mujer, la molestaba,
la vejaba de una u otra manera. La escena cambia de nuevo: hace colocar a la
condesa boca abajo sobre un canapé, y tomando sucesivamente a cada uno de los
jóvenes, él mismo los introduce en el estrecho camino ofrecido por la posición
de la señora de Gernande: les permite calentarse, pero el sacrificio sólo debe
consumarse en su boca; los chupa igualmente a medida que sale. Mientras el uno
actúa, se hace chupar por el otro, y su lengua se pierde en el trono de
voluptuosidad que le presenta el agente. Este acto es largo, el conde se
enfada, se levanta, y quiere que yo sustituya a la condesa; le suplico
insistentemente que no me lo exija, no hay manera. Coloca a su mujer de
espaldas a lo largo del canapé, me hace pegarme a ella, con los riñones vueltos
hacia él, y allí ordena a sus muchachos que me sondeen por el camino prohibido:
me los presenta, sólo se introducen guiados por sus manos; es preciso entonces
que yo excite a la condesa con mis dedos, y que la bese en la boca. Para él, su
ofrenda es la misma; como cada uno de sus miñones sólo puede actuar mostrándole
uno de los más dulces objetos de su culto, lo aprovecha lo mejor que puede, y
al igual que con la condesa hace que el que me perfora, después de unas
cuantas idas y venidas, acuda a derramar en su boca el incienso encendido por
mí. Cuando los jóvenes han terminado, se pega a mis riñones y parece querer
sustituirlos.
––¡Esfuerzos superfluos! ––exclama––... ¡No es eso lo
que necesito!... ¡Acción!... ¡Acción!... Por lamentable que parezca mi
estado... ya no aguanto más... ¡Vamos, condesa, vuestros brazos!
La cogió entonces con ferocidad, la coloca como había hecho conmigo, los
brazos colgados del techo por dos cintas negras: yo estoy encargada de
colocarle las vendas; examina las ataduras: viéndolas poco apretadas, las
aprieta más, a fin, dice, de que la sangre salga con mayor fuerza; pulsa las
venas, y pincha las dos casi al mismo tiempo. La sangre salta muy lejos: él se
extasía; y colocándose de nuevo de frente, mientras que los dos manantiales
manan, me hace arrodillarme entre sus piernas, a fin de que le chupe; él hace
lo mismo a cada uno de sus queridos, sucesivamente, sin apartar la mirada de
los chorros de sangre que lo excitan. Por mi parte, convencida de que el
instante en que la crisis que espera se produzca significará el cese de los
tormentos de la condesa, pongo todo mi esfuerzo en precipitar esa crisis, y me
vuelvo, como veis, señora, ramera por beneficencia y libertina por virtud. Al
fin llega el desenlace tan esperado, del que yo no conocía ni sus peligros ni
su violencia; la última vez que se había producido, estaba desvanecida... ¡Oh,
señora! ¡Qué extravío! Gernande llevaba cerca de diez minutos en pleno
delirio, debatiéndose como un hombre enfermo de epilepsia, y lanzando unos
gritos que se oirían a una legua de distancia; sus juramentos eran excesivos,
y golpeando todo lo que le rodeaba, desplegaba unos esfuerzos terribles. Los
dos miñones caen patas arriba; quiere arrojarse sobre su mujer, le retengo;
acabo de chupársela: la necesidad que siente de mí hace que me respete; al fin
lo devuelvo a la razón, desprendiéndole de aquel fluido encendido, cuyo calor, cuyo
espesor, y sobre todo cuya abundancia, le ponen en tal estado de frenesí, que
yo creía que iba a expirar; siete u ocho cucharas apenas habrían bastado para
contener la dosis, y el potaje más espeso describiría mal su consistencia; con
todo ello nada de erección, la apariencia misma del agotamiento: son unas
contradicciones que explicarán los médicos mejor que yo. El conde comía en
exceso, y sólo se desahogaba cada vez que sangraba a su mujer, o sea cada
cuatro días. ¿Estaba ahí la causa del fenómeno? Lo ignoro, y no atreviéndome a
explicar lo que no entiendo, me limitaré a referir lo que vi.
Mientras tanto corro hacia la condesa, restaño su sangre, la desato y
la coloco sobre un canapé en un gran estado de debilidad; pero el conde, sin
preocuparse, sin dignarse arrojar ni una mirada sobre la desdichada víctima de
su rabia, sale bruscamente con sus miñones, dejándome ordenarlo todo como yo
quiera. Esta es la fatal indiferencia que caracteriza, mejor que cualquier otra
cosa, el alma de un auténtico libertino: ¿sólo está arrastrado por la fogosidad
de sus pasiones? El remordimiento se dibujará en su rostro, cuando vea en
estado de calma los funestos efectos del delirio; ¿su alma está enteramente
corrompida? Semejantes consecuencias no le horrorizarán en absoluto: las
contemplará sin pena y sin pesar, quizás incluso todavía con alguna emoción por
las infames voluptuosidades que las produjeron.
Hice acostar a la señora de Gernande. Por lo que ella me dijo, esta
vez había perdido mucho más que de costumbre; pero se le prodigaron tantos
cuidados y tantos reconstituyentes que, al cabo de dos días, ya no lo parecía.
Aquella misma noche, así que ya no tuve nada que hacer al lado de la condesa,
Gernande me comunicó que fuera a hablar con él. Cenaba; yo tenía que servir
aquella cena consumida por él con aún mayor intemperancia que el almuerzo;
cuatro de sus miñones se sentaban a su mesa, y allí, regularmente todas las
noches, el libertino bebía hasta emborracharse: pero veinte botellas de los
más excelentes vinos apenas bastaban para conseguirlo, y más de una vez le vi
vaciar treinta. Sostenido por sus favoritos, el libertino se acostaba luego
cada noche en la cama con dos de ellos. Pero él no daba nada por su parte, y
todo ello no eran más que vehículos que le preparaban para la gran escena.
Mientras tanto, yo había descubierto el secreto de agradar de manera
increíble a aquel hombre: confesaba espontáneamente que pocas mujeres le habían
gustado tanto. Con ello adquirí derecho a su confianza, de la que sólo me aproveché
para servir a mi ama.
Una mañana que Gernande me había hecho ir a su gabinete para
comunicarme unos nuevos proyectos de libertinaje, después de haberle escuchado
y aplaudido calurosamente, quise, viéndole bastante tranquilo, intentar
enternecerle sobre la suerte de su desdichada esposa:
––¿Es posible, señor ––le dije––, que podáis tratar a una mujer de
esta manera, independientemente de todos sus vínculos con vos? Dignaos pensar
en las gracias conmovedoras de su sexo.
––¡Oh, Thérèse! ––me contestó el conde––. Sé inteligente.
¿Cómo puedes utilizar como razones para calmarme las que precisamente más me
excitan? Atiéndeme, querida muchacha ––prosiguió haciéndome sentar a su
lado––, sean cuales sean los insultos que me oirás proferir contra tu sexo, no
te acalores. Dame razones, y si son buenas, me rendiré a ellas.
»¿Con qué derecho, por favor, pretendes, Thérèse, que un marido esté obligado a procurar la felicidad de su mujer? ¿Y
qué títulos se atreve a alegar esa mujer para exigirlo de su marido? La
necesidad de hacerse recíprocamente felices sólo puede existir legalmente
entre dos seres igualmente dotados de la facultad de hacerse daño, y por
consiguiente entre dos seres de idéntica fuerza. Una asociación semejante sólo
puede producirse si se establece inmediatamente el pacto entre esos dos seres
de comportarse entre sí de modo que el uso de sus respectivas fuerzas no pueda
dañar a ninguno de los dos; pero es imposible que exista esta convención entre
el ser fuerte y el ser débil. ¿Con qué derecho exigirá el último que el otro le
trate con miramientos? ¿Y por qué imbecilidad se comprometería el primero a
hacerlo? Puedo consentir en no utilizar mis fuerzas contra aquel que es capaz
de hacérseme temible con las suyas; pero ¿por qué motivo debilitaría sus
efectos con el ser cuya naturaleza me sirve? Tú me contestarás: ¿por piedad?
Ese sentimiento sólo es compatible con el ser que se me asemeja, y como es
egoísta su efecto sólo se produce con la condición tácita de que el individuo
que me inspirará conmiseración también la sienta respecto a mí: pero si yo lo
domino constantemente con mi superioridad, al serme inútil su conmiseración,
jamás debo, por poseerla, consentir en ningún sacrificio. ¿No sería un engaño
sentir piedad del pollo que degüellan para mi cena? Un individuo tan inferior a
mí, privado de cualquier relación conmigo, jamás puede inspirarme ningún
sentimiento. Pues bien, las relaciones de la esposa con el marido no tienen una
consecuencia diferente que la del pollo conmigo; ambos son unos animales
familiares que hay que utilizar, que hay que emplear para el uso indicado por
la naturaleza, sin diferenciarlos en lo más mínimo. Vaya, me pregunto que si
la intención de la naturaleza fuera la de que vuestro sexo hubiera sido creado
para la dicha del nuestro, y viceversa, ¿habría cometido, esta naturaleza
ciega, tantas inepcias en la construcción de uno y otro sexo?, ¿les habría
conferido mutuamente unos errores tan graves de los que debían resultar
indefectiblemente el alejamiento y la antipatía mutuas? Sin ir a buscar unos
ejemplos más lejos, con la conformación que tú me conoces, dime, por favor, Thérèse, ¿a qué mujer podría yo hacer feliz, y, a la inversa, qué hombre podrá
encontrar dulce el goce de una mujer, si no está dotado de las gigantescas
proporciones necesarias para contentarla? ¿Serán, en tu opinión, las cualidades
morales las que la compensarán de los defectos fisicos? ¿Y qué ser razonable,
conociendo una mujer a fondo, no exclamará con Eurípides: «Aquel de los dioses
que ha puesto la mujer en el mundo, puede vanagloriarse de haber producido la
peor de todas las criaturas, y la más molesta para el hombre?». Si, por
consiguiente, está demostrado que los dos sexos no se convienen mutuamente en
absoluto, y que no existe querella fundada, por parte de uno, que no convenga
inmediatamente al otro, es falso, pues, a partir de ahí, que la naturaleza los
haya creado para su felicidad recíproca. Puede haberles permitido el deseo de
juntarse para concurrir al objetivo de la propagación, pero en absoluto el de
unirse con la intención de que el uno procure la felicidad del otro. Así, pues,
no teniendo el más débil ningún título a reclamar para obtener la piedad del
más fuerte, y no pudiendo ya oponerle que puede hallar su felicidad en él, no
tiene otra opción que la sumisión; y como, pese a la dificultad de esta
felicidad mutua, está en la esencia de los individuos de uno y otro sexo
trabajar en procurársela, el más débil debe reunir sobre él, mediante esta
sumisión, la única dosis de felicidad que le sea dable recoger, y el más fuerte
debe trabajar en la propia, por la vía de opresión que le plazca emplear, ya
que está demostrado que la única dicha de la fuerza reside en el ejercicio de
las facultades del fuerte, es decir en la más completa opresión. Así, esa
felicidad que los dos sexos no pueden encontrar conjuntamente, la encontrarán,
el uno con su obediencia ciega, el otro con la más absoluta energía de su
dominación. ¡Qué!, si no estuviera en la intención de la naturaleza que uno de
los sexos tiranizara al otro, ¿acaso no los habría creado de fuerza igual? Al
hacer a uno de ellos inferior al otro en todos los puntos, ¿no ha indicado de
manera suficiente que su voluntad era que el más fuerte utilizara los derechos
que ella le daba? Cuanto más extiende éste su autoridad, más desdichada hace,
con ello, a la mujer unida a su suerte, y mejor ejecuta así los designios de la
naturaleza. No es a partir de las quejas del ser débil que hay que juzgar el
procedimiento; en tal caso los juicios sólo podrían ser viciosos, ya que sólo
tomaríais, al hacerlos, las ideas del débil: hay que juzgar la acción por el
poder del fuerte, por la amplitud que ha dado a su poder, y cuando los efectos
de esta fuerza recaen sobre una mujer, examinar entonces lo que es una mujer,
la manera como este ser despreciable ha sido vista, tanto en la antigüedad como
en nuestros días, por las tres cuartas partes de los pueblos de la Tierra.
»Ahora bien, ¿qué veo al proceder con sangre fría a este examen? Una
criatura enclenque, siempre inferior al hombre, infinitamente menos hermosa que
él, menos ingeniosa, menos buena, constituida de una manera asquerosa,
enteramente opuesta a lo que puede gustar al hombre, a lo que debe
deleitarle..., un ser malsano las tres cuartas partes de su vida, incapaz de
satisfacer a su esposo todo el tiempo en que la naturaleza le obliga al
embarazo, de un humor agrio, desabrido, imperioso; tirana, si se le conceden
unos derechos, baja y rastrera si se la cautiva; pero siempre falsa, siempre
malvada, siempre peligrosa; una criatura tan perversa en fin, que fue muy
seriamente discutido durante varias sesiones del concilio de Mâcon, si este individuo extravagante, tan diferente del hombre como del
hombre lo es el simio de la selva, podía pretender al título de criatura
humana, y se debía razonablemente concedérselo. Pero ¿fue esto un error del
siglo, y la mujer había sido mejor vista en los que lo precedieron? ¿Los
persas, los medas, los babilonios, los griegos, los romanos honraban a este
sexo odioso que hoy nos atrevemos a convertir en nuestro ídolo? ¡Ay!, lo veo
oprimido en todas partes, en todas partes alejado rigurosamente de la administración,
en todas partes despreciado, envilecido, encerrado; en una palabra, tratadas
en todas partes las mujeres como unas bestias que se utilizaban en el instante
necesario, y que se encierran acto seguido en el redil. Si me detengo un
momento en Roma, oigo al sabio Catón gritarme desde el seno de la antigua capital
del mundo: "Si los hombres estuvieran sin mujeres, seguirían conversando
con los dioses". Escucho a un senador romano comenzar su arenga con estas
palabras: "Señores, si nos fuera posible vivir sin mujeres, entonces
conoceríamos la auténtica felicidad". Oigo a los poetas cantar en los
teatros de Grecia: "¡Oh, Júpiter! ¿Qué razón pudo obligarte a crear
mujeres? ¿No podías dar el ser a los humanos por unos caminos mejores y más
cuerdos, por unos medios, en una palabra, que nos hubieran evitado el azote de
las mujeres?". Veo a estos mismos pueblos, los griegos, sentir por ese
sexo tal desprecio que se precisan leyes para obligar a un espartano a la
propagación, y que una de las penas de estas sabias repúblicas es obligar al
malhechor a vestirse de mujer, es decir, a disfrazarse del ser más vil y más despreciado
que conocen.
»Sin seguir buscando ejemplos en unos siglos tan alejados de nosotros,
¿con qué mirada este desgraciado sexo es visto todavía ahora en la superficie
del globo? ¿Cómo es tratado? Lo veo, encerrado en toda Asia, servir allí de
esclavo a los bárbaros caprichos de un déspota que lo molesta, lo atormenta, y
se ríe de sus dolores. En América, veo unos pueblos naturalmente humanos, los
esquimales, practicar entre los hombres todos los actos posibles de
beneficencia, y tratar a las mujeres con toda la dureza imaginable; las veo
humilladas, prostituidas a los extranjeros en una parte del universo, servir
de moneda en otra. En Africa, mucho más envilecidas sin duda, las veo
ejerciendo la función de bestias de carga, trabajar la tierra, sembrarla y
servir a sus maridos de rodillas. ¿Seguiré al capitán Cook
en sus nuevos descubrimientos?
¿La encantadora isla de Otaïti, donde el embarazo es un crimen que vale a veces
la muerte a la madre, y casi siempre al hijo, me ofrecerá unas mujeres más dichosas?
En otras islas descubiertas por ese mismo marino, las veo golpeadas y vejadas
por sus propios hijos, y al propio marido juntarse a su familia para
atormentarla con mayor rigor.
»i Oh, Thérèse!, no te asombres en absoluto de todo eso, no te
sorprendas más del derecho absoluto que tuvieron, en todos los tiempos, los
esposos sobre sus mu jeres: cuanto más próximos están los pueblos a la naturaleza,
mejor siguen sus leyes; la mujer no puede tener con su marido otras relaciones
que las del esclavo con su dueño; carece decididamente de ningún derecho para
pretender a títulos más queridos. No hay que confundir con unos derechos
algunos ridículos abusos que, degradando nuestro sexo, enaltecieron por un instante
el vuestro: hay que buscar la causa de estos abusos, proclamarla, y retornar
más constantemente después a los sabios consejos de la razón. Y ahí tienes, Thérèse, la causa del respeto momentáneo que obtuvo tiempo atrás tu sexo, y que
sigue engañando, sin que se den cuenta, a los que prolongan este respeto.
»Antaño en las Galias, o sea en la única parte del mundo que no
trataba del todo a las mujeres como esclavas, ellas tenían el hábito de
profetizar, de decir la buena ventura: el pueblo se imaginó que triunfaban en
este oficio gracias al comercio íntimo que sostenían sin duda con los dioses; a
partir de ahí fueron, por decirlo de algún modo, asociadas al sacerdocio, y
disfrutaron de una parte de la consideración dedicada a los sacerdotes.
La Caballería se estableció en Francia sobre estos prejuicios, y
considerándolos favorables a su espíritu, los adoptó; pero ocurrió con esto
como con todo: las causas se apagaron y los efectos se mantuvieron; la Caballería
desapareció, y los prejuicios que había alimentado se incrementaron. El
antiguo respeto concedido a unos títulos quiméricos no pudo ni siquiera
aniquilarse, cuando se disipó lo que sustentaba estos títulos: dejamos de
respetar a las brujas, pero se veneró a las rameras, y lo que es peor,
seguimos degollándonos por ellas. Que semejantes banalidades cesen de influir
sobre la mente de los filósofos, y, devolviendo las mujeres a su auténtico
lugar, vean únicamente en ellas, tal como indica la naturaleza, tal como
admiten los pueblos más sabios, unos individuos creados para sus placeres, sometidos
a sus caprichos, cuya debilidad y maldad sólo deben merecer de ellos el
desprecio.
»Pero no únicamente, Thérèse, todos los pueblos
de la tierra disfrutaron de los derechos más amplios sobre sus mujeres, ocurrió
incluso que las condenaban a muerte así que venían al mundo, conservando únicamente
el pequeño número necesario para la reproducción de la especie. Los árabes,
conocidos con el nombre de koreihs, enterraban a sus hijas a partir de la edad
de siete años, en una montaña cerca de La Meca, porque un sexo tan vil les
parecía, decía, indigno de ver el día. En el serrallo del rey de Aquem, por la
mera sospecha de infidelidad, por la más ligera desobediencia en el servicio
de las voluptuosidades del príncipe, o tan pronto como inspiran repugnancia,
los más espantosos suplicios les sirven al instante de castigo. En las orillas
del Ganges, están
obligadas a inmolarse ellas mismas sobre las cenizas de sus esposos, como
inútiles al mundo, así que sus amos ya no pueden disfrutar de ellas. En otras
partes se las expulsa como animales salvajes, y es un honor matar muchas de
ellas; en Egipto, se las inmola a los dioses; en Formosa, se las pisotea si
quedan embarazadas. Las leyes germanas sólo condenaban a diez escudos de multa
a quien mataba a una mujer ajena, a nada si era la propia o una cortesana. En
todas partes, repito, en una palabra, en todas partes, veo las mujeres
humilladas, maltratadas, por doquier sacrificadas a la superstición de los
sacerdotes, a la barbarie de los esposos o a los caprichos de los libertinos.
Y porque yo tenga la desdicha de vivir en un pueblo todavía lo bastante grosero
como para no atreverse a abolir el más ridículo de los prejuicios, ¿me privaré
de los derechos que la naturaleza me concede sobre ese sexo?, ¿renunciaré a todos
los placeres que nacen de esos derechos?... No, no, Thérèse, eso no es justo: ocultaré mi conducta, ya que es necesario, pero me
desquitaré en silencio, en el retiro en que me exilio, de las cadenas absurdas
a que me condena la legislación, y allí trataré a mi mujer como autoriza el
derecho en todos los códigos del universo, en mi corazón y en la naturaleza.
––¡Oh, señor! ––le dije––, vuestra conversión es imposible.
––Por consiguiente no te aconsejo que la emprendas, Thérèse ––me contestó Gernande––: el árbol es demasiado viejo para ser
doblegado; a mis años es posi ble dar unos cuantos pasos más en el camino del
mal, pero ni uno solo en el del bien. Mis principios y mis gustos hicieron mi
felicidad desde mi infancia, fueron siempre la única base de mi comportamiento
y de mis acciones: tal vez vaya más lejos, percibo que es posible,
pero retroceder, no; siento demasiado horror por los prejuicios de los hombres,
odio con excesiva sinceridad su civilización, sus virtudes y sus dioses, para
sacrificarles jamás mis inclinaciones.
A partir de este momento vi perfectamente que no tenía otra posición
que tomar, tanto para escapar de esta casa como para liberar a la condesa, que
utilizar la astucia y ponerme de acuerdo con ella.
Al cabo de un año de estar a su lado, yo le había dejado leer en
demasía en mi corazón como para que ella no se convenciera del deseo que yo
sentía de ser virla, y como para que no adivinara lo que en un principio me
había hecho actuar de manera diferente. Me abrí más, ella se entregó: acordamos
nuestros planes. Se trataba de informar a su madre, de abrirle los ojos sobre
las infamias del conde. La señora de Gemande no tenía la menor duda de que esta
dama infortunada correría inmediatamente a romper las cadenas de su hija; pero
cómo conseguirlo, ¡estábamos tan bien encerradas, tan vigiladas! Acostumbrada
a salvar muros, medí con la mirada los de la terraza: apenas tenían treinta
pies; ninguna valla apareció ante mis ojos; creo que una vez al pie de esas
murallas, nos hallábamos en los caminos del bosque; pero como la condesa había
llegado de noche a su apartamento, y jamás había salido de él, no pudo
confirmar mis ideas. Me decidí a intentar la escalada. La señora de Gernande
escribió a su madre la carta más idónea del mundo para enternecerla y
decidirla a acudir en ayuda de una hija tan desdichada; yo metí la carta en mi
seno, abracé a la querida y cautivadora mujer, y ayudada después por nuestras
sábanas, así que se hizo de noche, me dejé deslizar a la parte inferior de esa
fortaleza. ¡Qué fue de mí, oh, cielos, cuando descubrí que faltaba mucho para
que estuviera fuera del recinto! Sólo me hallaba en el parque, y en un parque
rodeado de muros cuya visión me había sido ocultada por el espesor de los
árboles y por su cantidad: esos muros tenían más de cuarenta pies de altura,
completamente sembrados de cristales en la cresta, y de un espesor
prodigioso... ¿Qué sería de mí? El día estaba a punto de aparecer: ¿qué
pensarían de mí al verme en un lugar en el que sólo podía estar con el proyecto
seguro de una evasión? ¿Podía escapar al furor del conde? ¿Qué probabilidad
había de que aquel ogro no se abrevara con mi sangre para castigarme por una
falta semejante? Regresar era imposible, la condesa había retirado las sábanas;
llamar a las puertas, significaba traicionarse aún con mayor seguridad: poco
faltó entonces para que no perdiera la cabeza por completo y no cediera con
violencia a los efectos de la desesperación. Si había descubierto alguna
compasión en el alma del conde, es posible que la esperanza me hubiera
engañado por un instante, pero un tirano, un bárbaro, un hombre que detestaba
a las mujeres y que, decía, llevaba mucho tiempo buscando la ocasión de inmolar
una, haciéndole perder su sangre, gota a gota, para ver cuántas horas podría
vivir así... Era indudable que yo iba a servir para la prueba. Sin saber, pues,
qué hacer conmigo, descubriendo peligros en todas partes, me arrojé a los pies
de un árbol, decidida a esperar mi suerte, y resignándome en silencio a las
voluntades del Eterno... Llega al fin el día: ¡santo cielo!, el primer objeto
que se presenta ante mí... es el propio conde: había hecho un calor terrible
durante la noche; había salido para tomar el aire. Cree engañarse, cree ver un
espectro, retrocede: rara vez es el valor la virtud de los traidores. Me
levanto temblorosa, me precipito a sus rodillas.
––¿Qué haces ahí, Thérèse?
––me dice.
––¡Oh, señor, castigadme! ––contesté––, soy culpable,
y no tengo nada que decir.
Desgraciadamente había olvidado, en mi turbación, romper la carta de
la condesa: se lo imagina, me la pide, quiero negarme; pero Gernande, viendo
asomar la carta fatal por el pañuelo de mi seno, la coge, la devora, y me
ordena que le siga.
Regresamos al castillo por una escalera oculta que daba debajo de los
porches; todavía reinaba en él el mayor de los silencios; después de unos cuantos
rodeos, el conde abre un calabozo y me arroja a él.
––Joven imprudente ––me dijo entonces––, ya te había prevenido de que
el crimen que acabas de cometer se castigaba aquí con la muerte: prepárate,
pues, a sufrir el castigo en que has querido incurrir. Mañana, al levantarme
de la mesa, vendré a despedirte.
Me precipito de nuevo a sus rodillas, pero cogiéndome por los
cabellos, me arrastra por el suelo, me obliga a dar así dos o tres vueltas a
mi prisión, y acaba por arrojarme contra las paredes como para aplastarme.
––Merecerías que te abriera ahora mismo las cuatro venas ––dijo al
cerrar la puerta––, y si demoro tu suplicio, puedes estar bien segura de que
sólo es para hacerlo más horrible.
Está fuera, y yo en la más violenta agitación. No os describo la noche
que pasé; los tormentos de la imaginación unidos a los males fisicos que las
primeras cruel dades de aquel monstruo acababan de hacerme padecer, la convirtieron
en una de las más espantosas de mi vida. No es posible imaginar las angustias
de un desdichado que espera su suplicio en cualquier momento, a quien se le ha
arrebatado la esperanza, y que no sabe si el minuto que respira será el último
de sus días. Inseguro acerca de su suplicio, se lo imagina de mil maneras a
cual más horrible; el más mínimo ruido que escucha le parece ser el de sus
verdugos; su sangre se detiene, su corazón se apaga, y la espada que terminará
con sus días es menos cruel que esos funestos instantes en que la muerte le
amenaza.
Es muy probable que el conde comenzara por vengarse de su mujer; el
acontecimiento que me salvó os convencerá de ello como a mí: ya llevaba treinta
y seis horas en la crisis que acabo de describiros sin que me hubiera llegado
la menor ayuda, cuando se abrió mi puerta y apareció el conde; estaba solo, el
furor brillaba en sus ojos.
––Ya debes imaginarte ––me dijo–– el tipo de muerte que sufrirás: es
preciso que tu sangre perversa mane con todo detalle; serás sangrada tres veces
por día, quiero ver cuanto tiempo podrás vivir de esta manera. Es una
experiencia que ardía en deseos de hacer, ya lo sabes, te agradezco que me
ofrezcas los medios.
Y el monstruo, sin ocuparse de momento de más pasiones que de su
venganza, me hace tender un brazo, me pincha, y venda la herida después de dos
paletas de sangre. Apenas había terminado, cuando se oyen unos gritos.
––¡Señor!... ¡señor! ––le dijo al aparecer una de las viejas que nos
servían––, venid cuanto antes, la señora se muere, quiere hablar con vos antes
de entregar su alma.
Y la vieja regresa corriendo al lado de su ama.
Por acostumbrado que esté al crimen, es raro que la noticia de su
cumplimiento no asuste al que acaba de cometerlo. Este terror venga a la virtud:
es el instante en que recupera sus derechos. Gemande sale desorientado, se
olvida de cerrar las puertas. Me aprovecho de la circunstancia, por más
debilitada que esté por un ayuno de más de cuarenta horas y por una sangría: me
precipito fuera de mi calabozo, todo está abierto, atravieso los patios, y ya
estoy en el bosque sin que nadie me haya descubierto. «Adelante», me dije, «adelante
con valor; si el fuerte desprecia al débil, existe un Dios poderoso que protege
a éste y que no le abandona jamás.» Pletórica con estas ideas, avanzo con
ardor, y antes de que la noche se cierre, me encuentro en una choza a cuatro
leguas del castillo. Me restaba un poco de dinero, me hice cuidar lo mejor que
pude: unas pocas horas me restablecieron. Salí de allí al arrancar el día, y
habiéndome hecho indicar el camino, y renunciando a todos los proyectos de
denuncias, tanto antiguas como nuevas, me encaminé hacia Lyon
adonde llegué al octavo día, muy
débil, muy enferma, pero afortunadamente sin ser perseguida. Allí sólo pensé en
restablecerme antes de llegar a Grenoble, donde siempre
había pensado que me aguardaba la felicidad.
Un día que hojeaba por casualidad una gaceta extranjera, ¡cuál no sería mi sorpresa al
reconocer una vez mas en ella el crimen coronado, y descubrir en lo más alto a
uno de los principales autores de mis males! Rodin, aquel cirujano de
Saint––Marcel, aquel infame que me había castigado tan cruelmente por haber
querido evitarle el asesinato de su hija, acababa, decía el diario, de ser
nombrado primer cirujano de la emperatriz de Rusia, con unos emolumentos
considerables. «¡Que sea afortunado el malvado», me dije, «que lo sea, ya que
así lo quiere la Providencia! Y tú, desdichada criatura, sufre, sufre sin
quejarte, ya que está dicho que las tribulaciones y las penas deben ser el
espantoso patrimonio de la virtud; no importa, jamás me cansaré de ella.»
No habían terminado todavía para mí esos ejemplos sorprendentes del
triunfo de los vicios, ejemplos tan descorazonadores para la virtud, y la prosperidad
del personaje que estaba a punto de reencontrar tenía que contrariarme y
sorprenderme más que cualquier otra, sin duda, ya que era uno de los hombres de
los que había recibido los más sangrantes ultrajes. Sólo me ocupaba ya de mi
partida, cuando recibí una noche un billete que me fue entregado por un lacayo
vestido de gris, absolutamente desconocido por mí; al entregármelo, me dijo
que su amo le había encarecido que obtuviera sin falta una respuesta mía. El
billete decía así:
«Un hombre que tiene algunas deudas con vos, que cree haberos
reconocido en la plaza de Bellecour, arde en deseos de veros y reparar su
conducta: apresuraos a encontrarle; tiene cosas que deciros, que tal vez le absolverán
de lo que os debe».
El billete no iba firmado, y el lacayo no daba mayores explicaciones.
Después de comunicarle que estaba decidida a no responder nada si no sabía
quién era su amo, me dijo:
––Es el señor de Saint––Florent, señorita. Tuvo el honor de conoceros
hace tiempo en los alrededores de París. Según dice, le prestasteis unos
servicios de los que arde en deseos de compensaros. Ahora está a la cabeza del
comercio de esta ciudad, y disfruta a la vez de una consideración y de un
patrimonio que le ponen en la situación de demostraros su gratitud. Os espera.
No tardé en tomar una decisión. Si este hombre no tenía buenas
intenciones conmigo, me decía, ¿sería verosímil que me escribiera, que me
hablara de esta manera? Siente remordimientos por sus infamias anteriores,
recuerda con espanto haberme arrancado lo que yo más quería, y haberme
reducido, por el encadenamiento de sus horrores, al más cruel estado en que
pueda hallarse una mujer... Sí, sí, no hay duda, son remordimientos, sería
culpable hacia el Ser supremo si no me prestara a aplacarlos. ¿Me hallo en
situación, además, de rechazar la ayuda que se presenta? ¿No debo más bien
apresurarme a coger todo lo que se me ofrece para consolarme? Este hombre
quiere verme en su mansión: su fortuna debe rodearle de personas delante de las
cuales se respetará demasiado para atreverse a faltarme una vez más, y en el
estado en que me hallo, ¡Dios mío!, ¡,puedo inspirarle otra cosa que
conmiseración? Aseguré, pues, al lacayo de Saint––Florent que a las once de la
mañana del día siguiente tendría el placer de ir a saludar a su amo, que lo
felicitaba por los favores que había recibido de la Fortuna, que estaba muy
lejos de haberme tratado a mí como a él.
Regresé a la posada, pero tan preocupada por lo que quería contarme
aquel hombre que no pegué ojo en toda la noche. Llego finalmente a la dirección
indicada: una mansión soberbia, una multitud de lacayos, las miradas
humillantes de esta rica canalla sobre el infortunio que desprecia, todo ello
se impone y estoy a punto de retirarme, cuando el mismo lacayo que me había
hablado la víspera me aborda y me conduce, tranquilizándome, a un suntuoso
gabinete donde reconozco perfectamente a mi verdugo, aunque entonces con
cuarenta y cinco años de edad, y cerca de nueve sin haberlo visto. No se
levanta en absoluto, pero ordena que nos dejen solos, y me indica con un gesto
que vaya a sentarme en una silla al lado del vasto sillón que lo
contiene.
––He querido volverte a ver, hija mía ––dijo, con el tono humillante
de la superioridad––, no porque crea tener grandes deudas contigo, ni porque
una molesta reminiscencia me obligue a unas reparaciones de las cuales me creo
por encima; sino porque recuerdo que en el escaso tiempo en que nos conocimos,
me demostraste tu inteligencia: la necesitarás para lo que voy a proponerte,
y si aceptas, la necesidad que entonces tendré de ti te permitirá encontrar en
mi fortuna los recursos que te son necesarios, y que en vano podrías contar sin
eso.
Quise contestar con algunos reproches a la frivolidad de este
comienzo; Saint––Florent me impuso silencio. ––Dejemos a un lado lo ocurrido
––me dijo––, es la historia de las pasiones, y mis principios me llevan a creer
que ningún freno debe detener su fogosidad; cuando hablan, hay que servirlas,
ésa es mi ley. Cuando los ladrones con los que estabas me atraparon, ¿me viste
quejarme de mi suerte? Consolarse y actuar astutamente, si se es el más débil,
disfrutar de todos sus derechos si se es el más fuerte, ése es mi sistema. Tú
eras joven y bonita, Thérèse,
nos hallábamos en el fondo de un
bosque, no hay voluptuosidad en el mundo que inflame mis sentidos como la
violación de una virgen: lo eras, te violé; es posible que hubiera hecho algo
peor, si lo que intentaba no hubiera tenido éxito, y tú me hubieras puesto
resistencia. Pero te robé, te dejé sin recursos en plena noche, en un camino
peligroso; dos motivos provocaron este nuevo delito: necesitaba dinero, no lo
tenía; en cuanto a la otra razón que pudo llevarme a esta actitud, te la
explicaría inútilmente, Thérèse,
y no la entenderías. Sólo los
seres que conocen el corazón del hombre, que han estudiado sus dobleces, que
han desenredado los rincones más impenetrables de este dédalo oscuro, podrían
explicarte esta especie de extravío.
––¡Cómo, señor!, os había ofrecido dinero... acababa de haceros un
favor... ser pagada por todo lo que había hecho por vos con una traición tan
negra... ¿decís que es algo que puede entenderse, que puede justificarse?
––¡Pues sí, Thérèse,
pues sí! La prueba de que es
algo que puede justificarse es que al acabar de robarte, de maltratarte...
(porque te pegué, Thérèse), ¡pues bien!, a veinte pasos de allí, pensando
en el estado en que te dejaba, reencontré inmediatamente en esas ideas fuerzas
para nuevos ultrajes, que, sin eso, tal vez jamás hubiera hecho. Tú sólo
habías perdido una de tus primicias... ya me iba, retrocedí, y te hice perder
la otra... ¡Así que es cierto que en determinadas almas la voluptuosidad puede
nacer en el seno del crimen! ¿Qué digo? Lo cierto es que sólo el crimen la
despierta y determina, y que no existe una sola voluptuosidad en el mundo que
no inflame y que no mejore...
––¡Oh, señor, qué horror!
––¿Acaso no podía cometer otro mayor?... Estuve a punto, te lo
confieso; pero estaba convencido de que ibas a quedar reducida a los últimos
extremos: esta idea me satisfizo, te abandoné. Dejemos eso, Thérèse, y pasemos al objeto que me ha hecho desear verte.
»Este gusto increíble que siento por las dos virginidades de una
jovencita no me ha abandonado en absoluto, Thérèse ––continuó Saint––Florent ; ocurre con esto como con todos las
restantes extravíos del libertinaje: cuanto más envejeces, más fuerza
adquieren; de los antiguos delitos nacen nuevos deseos, y nuevos crímenes de
estos deseos. Todo eso carecería de importancia, querida, si lo que se utiliza
para satisfacerlo no fuera en sí mismo muy culpable. Pero como la necesidad del
mal es el primer móvil de nuestros caprichos, cuanto más criminal es lo que nos
empuja, más excitados nos sentimos. Una vez ahí, sólo deploramos la mediocridad
de los medios: cuanto más se extiende su atrocidad, más excitante se vuelve
nuestra voluptuosidad, y más nos hundimos así en el cenagal sin el más leve
deseo de salir de él.
»Es mi historia, Thérèse;
cada día, mis sacrificios precisan dos jovencitas.
¿He disfrutado?, no sólo no vuelvo a ver los objetos, sino que se hace incluso
esencial para la absoluta satisfacción de mis fantasías que estos objetos
salgan inmediatamente de la ciudad: saborearía mal los placeres del día
siguiente si imaginara que las víctimas de la víspera siguen respirando el
mismo aire que yo. El medio de liberarme de ellas es fácil. ¿Lo creerías,
Thérése? Son mis excesos los que llenan el Languedoc y la Provenza de la multitud de objetos de libertinaje que encierra
su seno:* una hora después de que estas jovencitas me hayan servido, unos
emisarios de confianza las embarcan y las venden a las alcahuetas de Nîmes, de Montpellier, de Toulouse, de Aix y de Marsella. Este comercio, en el que llevo dos tercios del
beneficio, me compensa ampliamente de lo que los sujetos me cuestan, y así
satisfago dos de mis más queridas pasiones, la lujuria y la codicia. Pero los
descubrimientos y las seducciones me dan trabajo; además, la clase de sujetos
es extremadamente importante para mi lubricidad: quiero que todas ellas
procedan de estos asilos de la miseria en los que la necesidad de vivir y la
imposibilidad de conseguirlo, absorbiendo el valor, el orgullo y la delicadeza,
enervando finalmente el alma, determina, en la esperanza de una subsistencia
indispensable, a todo lo que parece tener que asegurarla. Hurgo
despiadadamente en todos estos reductos: no puedes imaginar lo que me dan. Voy
más lejos, Thérèse: la actividad, la industria, un poco de
bienestar, enfrentándose a mis sobornos, me arrebatarían una gran parte de los
sujetos; yo opongo a estos escollos el crédito de que disfruto en esta ciudad,
provoco unas oscilaciones en el comercio, o unas carestías en los víveres,
que, multiplicando las clases de pobreza, quitándole por una parte los medios
de trabajo, y dificultándole por otra los de la vida, aumentan en proporción
igual la suma de los sujetos que la miseria me entrega. La astucia es
conocida, Thérèse: estas escaseces de leña, de trigo y de otros
comestibles, que han estremecido a París durante tantos años, no tenían otro
objetivo que los que me animan; la avaricia, el libertinaje, estas son las
pasiones que, desde el seno de los dorados artesonados, tienden una maraña de
redes hasta el humilde techo del pobre. Pero, por mucha habilidad que ponga en
práctica para apretar por un lado, si mis manos diestras no arrancan
rápidamente del otro, me quedo sin nada que llevarme a la boca, y la máquina
funciona tan mal como si yo no agotara mi imaginación en recursos y mi crédito
en operaciones. Así que necesito una mujer lista, joven, inteligente, que,
habiendo pasado ella misma por los espinosos senderos de la miseria, conozca
mejor que nadie los medios de seducir a las que transitan por ellos; una mujer
cuya mirada penetrante adivine la adversidad en sus géneros más tenebrosos, y
cuya mente sobornadora decida a las víctimas a escapar de la opresión por los
medios que yo presento; una mujer inteligente finalmente, tan carente de
escrúpulos como de piedad, que no descuide nada para triunfar, ni siquiera
cortar los escasos recursos que, apoyando todavía la esperanza de estas
infortunadas, les impide decidirse. Yo tenía una excelente, y segura: acaba de
morir. Es imposible imaginar hasta donde llevaba esta inteligente criatura su
desvergüenza; no solamente aislaba a esas miserables hasta el punto de
obligarlas a acudir a implorarlas de rodillas, sino que si esos medios no
aparecían con suficiente rapidez para acelerar su caída, la malvada no
vacilaba en robarlas. Era un tesoro: yo sólo necesito dos sujetos por día,
ella me hubiera dado diez, de haberlos querido. Se deducía de ahí que yo tenía
las mejores opciones, y que la superabundancia de materia prima de mis
operaciones me compensaba de la mano de obra. A esa mujer hay que sustituir,
querida; tendrás cuatro a tus órdenes, y dos mil escudos de emolumentos: ya te
lo he dicho, contesta, Thérèse,
y sobre todo que unas quimeras
no te impidan aceptar tu dicha cuando el azar y mi mano te la ofrecen.
* Que no se tome esto por una fábula: este desdichado personaje ha
existido en el mismo Lyon. Lo que se cuenta aquí de sus maniobras es exacto: ha costado el honor
de quince o veinte mil pequeñas desdichadas: terminada su operación, las
embarcaban sobre el Ródano, y las ciudades que se mencionan han sido durante
treinta años pobladas de objetos de excesos por las víctimas de este malvado.
En este episodio, sólo hay de novelesco el nombre. (N. del A.)
––¡Oh, señor! ––dije a aquel hombre deshonesto, estremeciéndome ante
sus discursos––, ¿cómo es posible que podáis concebir tales voluptuosidades, y
que os atre váis a proponerme servirlas? ¡Qué horrores acabáis de hacerme oír!
Hombre cruel, bastaría con que fuerais desdichado sólo dos días y veríais como
estos sistemas de inhumanidad no tardarían en aniquilarse en vuestro corazón:
la prosperidad es lo que os ciega y os endurece; os aburrís con el espectáculo
de los males de los que os creéis al amparo, y como confiáis en no sentirlos
jamás, os suponéis en el derecho de infligirlos; ¡ojalá jamás me llegue la
felicidad si es capaz de corromperme hasta este punto! ¡Oh, cielo santo! ¡No
contentarse con abusar del infortunio! ¡Llevar la audacia y la ferocidad hasta
incrementarlo, hasta prolongarlo, por la única satisfacción de vuestros deseos!
¡Qué crueldad, señor! Los animales más feroces no nos dan ejemplos de una
barbarie semejante.
––Te equivocas, Thérèse,
no hay astucias que el lobo no
invente para atraer al cordero a sus trampas: estas tretas están en la
naturaleza, y la beneficencia no cuen ta entre ellas; sólo es una
característica de la debilidad preconizada por el esclavo para enternecer a su
amo y predisponerle a una mayor dulzura. Sólo se anuncia en el hombre en dos
casos: si es el más débil, o si teme serlo. La prueba de que esta supuesta
virtud no existe en la naturaleza es que es ignorada por el hombre más próximo
a ella. El salvaje, despreciándola, mata sin piedad a su semejante, bien por
venganza, bien por avidez... ¿Acaso no respetaría esa virtud si estuviera
inscrita en su corazón? Pero jamás apareció, jamás se encontrará allí donde los
hombres sean iguales. La civilización, al depurar a los individuos, al
distinguir los rangos, al ofrecer un pobre a los ojos de un rico, al hacer
temer a éste una variación de estado que podía precipitarle en la nada del
otro, colocó inmediatamente en su mente el deseo de aliviar al infortunado para
ser aliviado a su vez, en el caso de que perdiera sus riquezas. Entonces nació
la beneficencia, fruto de la civilización y del temor: así pues, sólo es una
virtud circunstancial, pero no, en absoluto, un sentimiento de la naturaleza
que jamás emplazó en nosotros otro deseo que el de satisfacernos, al precio que
fuera. Sólo confundiendo así todos los sentimientos, y sin analizar jamás
nada, podemos cegarnos sobre todo y privarnos de todos los goces.
––¡Ah, señor! ––le interrumpí acaloradamente––. ¿Puede haber alguno
más dulce que el de aliviar el infortunio? Dejemos a un lado el horror de
sufrirlo uno mismo: ¿existe una satisfacción más grande que la de complacer?...
Disfrutar de las lágrimas de la gratitud, compartir el bienestar que se acaba
de esparcir entre unos desdichados que, semejantes a vos, carecían sin embargo
de las cosas que para vos son vuestras primeras necesidades, oírles entonar vuestros
elogios y llamaros padre, reinstaurar la serenidad sobre unas frentes
oscurecidas por el desfallecimiento, por el abandono y por la desesperación.
No, señor, ninguna voluptuosidad en el mundo puede igualarla: es la de la
propia divinidad, y la dicha que promete a quienes la hayan servido en la
tierra sólo será la de ver o de hacer dichosos en el cielo. Todas las virtudes
nacen de ésa, señor; se es mejor padre, mejor hijo, mejor esposo, cuando se conoce
el encanto de aliviar el infortunio. Al igual que los rayos del sol, diríase
que la presencia del hombre caritativo esparce, en todo lo que lo rodea, la
fertilidad, la dulzura y la alegría; y el milagro de la naturaleza, a partir de
este foco de la luz celeste, es el alma honesta, delicada y sensible cuya
felicidad suprema es trabajar en favor de la de los demás.
––¡Cuentos, Thérèse!
Los placeres del hombre están en
relación con el tipo de órganos que ha recibido de la naturaleza; los del
individuo débil, y por consiguiente de todas las mujeres, deben llevar a unas
voluptuosidades morales, más excitantes, para tales seres, que las que sólo
influirían sobre un fisico totalmente desprovisto de energía: ocurre lo
contrario con las almas fuertes, que, mucho mejor complacidas con los choques
vigorosos impresos sobre lo que las rodea de lo que lo estarían por las
impresiones delicadas percibidas por esos mismos seres que existen a su
alrededor, prefieren inevitablemente, a partir de esta constitución, lo que
afecta a los demás en sentido doloroso a lo que sólo los conmovería de una
manera más dulce. Esta es la única diferencia entre las personas crueles y las
personas bondadosas; unas y otras están dotadas de sensibilidad, pero cada
cual a su manera. Yo no niego que existan goces en ambas clases, pero sostengo,
al igual que, sin duda, muchos filósofos, que los del individuo constituido de
la manera más vigorosa serán incontestablemente más vivos que todos los de su
adversario; y una vez establecidos estos sistemas, puede y debe encontrarse un
tipo de hombres que encuentre tanto placer en todo lo que inspira la crueldad
como los otros lo saborean en la beneficencia. Pero estos serán unos placeres
suaves, y los otros unos placeres muy vivos: los primeros serán los más
seguros, los más auténticos sin duda, ya que caracterizan las inclinaciones de
todos los hombres todavía en la cuna de la naturaleza, y de los mismos niños,
antes de que hayan conocido el dominio de la civilización; los otros sólo serán
el efecto de esta civilización, y por tanto unas voluptuosidades engañosas y
sin ninguna finura. Por otra parte, hija mía, como estamos aquí menos para
filosofar que para consolidar una determinación, sé tan amable como para darme
tu última palabra... ¿Aceptas, o no, el encargo que te propongo?
––Con toda seguridad lo rechazo, señor ––respondí levantándome––...
Soy muy pobre... ¡oh, sí, muy pobre, señor!; pero, más rica por los sentimientos de mi
corazón que por todos los dones de la Fortuna, jamas sacrificaré los primeros
para poseer los otros: sabré morir en la indigencia, pero no traicionaré la
virtud.
––Vete ––me dijo fríamente aquel hombre detestable––, y sobre todo
que no tenga que temer indiscreciones tuyas: no tardarías en ir a dar a un
lugar donde ya no tendría que temerlas.
Nada estimula tanto la virtud como los temores del vicio: mucho menos
tímida de lo que habría supuesto, me atreví, prometiéndole que no tendría nada
que temer de mí, a recordarle el robo que me había hecho en el bosque de Bondy,
y contarle que, en la circunstancia en que me hallaba, ese dinero me resultaba
indispensable. Entonces el monstruo me contestó duramente que sólo de mí
dependía ganarlo, y que me negaba a ello.
––No, señor ––contesté
con firmez os lo repito, moriré
mil veces antes que salvar mis días a este precio.
Y yo ––dijo Saint––Florent no hay nada que no prefiriera a la pena de
dar mi dinero sin que se lo ganen: pese al rechazo que has tenido la insolencia
de darme, quiero pasar todavía un cuarto de hora contigo. Vamos, pues, al
tocador, y unos instantes de obediencia pondrán tus fondos en una mejor
situación.
––Tengo tan pocas ganas de servir a vuestros excesos en un sentido
como en otro, señor ––repliqué altivamente––: no es caridad lo que os pido,
hombre cruel; no, no os concedo este goce; sólo reclamo lo que se me debe, lo
que me robasteis de la más cruel de las maneras... Quédatelo, cruel, quédatelo,
si te parece: contempla sin compasión mis lágrimas; escucha sin conmoverte, si
eres capaz, los tristes acentos de la necesidad, pero recuerda que si cometes
esta nueva infamia, habré comprado, al precio que vale, el derecho de despreciarte
para siempre.
Furioso, Saint––Florent me ordenó que saliera, y pude leer en su
horrible cara que, sin las confidencias que me había hecho, y cuya propagación
temía, tal vez hu biera pagado con algunas brutalidades de su parte el
atrevimiento de haberle hablado demasiado sinceramente... Salí. En aquel mismo
instante llevaban al libertino una de las desdichadas víctimas de su sórdida
crápula. Una de aquellas mujeres, cuya horrible condición me proponía
compartir, le traía una pobre chiquilla de unos nueve años, con todos los
atributos del infortunio y de la languidez... «¡Oh, cielos!» pensé al verlo, «¡cómo es posible
que semejantes objetos puedan inspirar otros sentimientos que la piedad!
¡Infeliz el ser depravado que pueda sospechar unos placeres en un seno
consumido por la necesidad; que quiera recoger besos de una boca reseca por el
hambre, y que sólo se abre para maldecirlo!»
Corrieron mis lágrimas: hubiera querido arrebatar esta víctima al
tigre que la esperaba, pero no me atreví. ¿Habría podido? Regresé rápidamente a
mi posada, tan humillada por un infortunio que me suscitaban tales
proposiciones como rebelada contra la opulencia que se atrevía a hacerlas.
Salí de Lyon al día siguiente para
tomar el camino del Delfinesado, imbuida siempre de la loca esperanza de que un
poco de dicha me aguardaba en esta provincia. Así que estuve a dos leguas de Lyon, a pie como de
costumbre, con un par de camisas y unos cuantos pañuelos en mis bolsillos, me
encontré con una anciana que me abordó con aire de dolor y que me imploró una
limosna. Lejos de la dureza de la que tan crueles ejemplos acababa de recibir,
sin conocer otra dicha en el mundo que la de complacer a un desdichado, saqué
al instante mi bolsa con la intención de sacar de ella un escudo y dárselo a
esta mujer; pero la indigna criatura, mucho más rápida que yo, aunque en un
primer momento la hubiera juzgado vieja y sin fuerzas, salta ágilmente sobre mi
bolsa, se apodera de ella, me derriba de un vigoroso puñetazo en el estómago,
y sólo reaparece a mis ojos a cien pasos de allí, rodeada de cuatro tunantes
que me amenazan si me atrevo a avanzar.
«¡Dios mío!», exclamo con amargura, «¡así que es imposible que mi alma
se abra a algún sentimiento virtuoso sin que yo sea al instante castigada con
los más severos castigos!» En ese momento fatal me abandonó todo mi valor:
todavía hoy pido muy sinceramente perdón al cielo; pero la desesperación me
cegó. Me sentí tentada de abandonar una carrera en la que se ofrecían tantas
espinas: se presentaban dos opciones, la de juntarme con los bribones que
acababan de robarme, o la de retroceder a Lyon para aceptar allí la proposición de
Saint-Florent. Dios me concedió la gracia de no sucumbir, y aunque la
esperanza que encendió de nuevo en mí fuera engañosa, ya que me seguían
esperando tantas adversidades, le agradezco, sin embargo, que me hubiera
apoyado: la fatal estrella que me condujo, aunque inocente, al cadalso, no me
valdrá más que la muerte; otras opciones me hubiesen valido la infamia y la primera
es mucho menos cruel que las restantes.
Sigo dirigiendo mis pasos hacia la ciudad de Vienne, decidida, para llegar a Grenoble, a vender allí lo
que me quedaba. Caminaba entristecida, cuando, a un cuarto de legua de esa
ciudad, descubro en la llanura, a la derecha del camino, dos jinetes que
maltrataban a un hombre a los pies de sus caballos, y que, después de haberlo
dejado como muerto, escaparon a galope tendido; este espantoso espectáculo me
enterneció hasta las lágrimas. «¡Ay!», me dije, «he aquí un hombre más digno de
lástima que yo; a mí me queda por lo menos la salud y la fuerza, puedo ganarme
la vida, y si este desdichado no es rico, ¿qué será de él?»
Por mucho que hubiera debido precaverme de los impulsos de la
conmiseración, por funesta que resultara para mí entregarme a ellos, no pude
vencer el extremo deseo que experimentaba de acercarme a ese hombre y de
prodigarle mis auxilios. Corro hacia él, respira gracias a mis cuidados un poco
de aguardiente que llevaba conmigo: abre finalmente los ojos, y sus primeras
palabras son de agradecimiento; todavía más deseosa de serle útil, desgarro una
de mis camisas para vendar sus heridas y restañar su sangre: sacrifico por este
desgraciado una de las pocas pertenencias que me quedan. Cumplidos estos
primeros cuidados, le hago beber un poco de vino; el infortunado ha recuperado
por completo el sentido; lo observo y le conozco mejor. Aunque fuera a pie, y
con un equipaje bastante ligero, no parecía sin embargo de pobre condición,
tenía algunos objetos de valor, unas sortijas, un reloj, unas cajas, aunque
todo ello muy estropeado por su aventura. Me pregunta, así que puede hablar,
quién es el ángel benefactor que le aporta esta ayuda, y qué puede hacer por
demostrarle su gratitud. Poseyendo todavía la simplicidad de creer que un alma
encadenada por el reconocimiento debería ser mía sin rodeos, creo poder
disfrutar con seguridad del dulce placer de hacer compartir mis lágrimas a
quien acaba de derramarlas en mis brazos: le pongo al corriente de mis
desdichas, las escucha con interés, y cuando he llegado a la última catástrofe
que acaba de sucederme, cuyo relato le permite ver el estado de miseria en que
me hallo, exclama:
––¡Qué feliz soy de poder por lo menos agradecer cuanto acabáis de
hacer por mí! Me llamo Roland
––prosigue el aventurero––,
poseo un castillo muy hermoso en la montaña, a unas quince leguas de aquí, os
invito a seguirme; y para que esta propuesta no alarme vuestra
delicadeza, voy a contaros inmediatamente en qué me seréis útil. Yo soy
soltero, pero tengo una hermana a la que amo apasionadamente, que se ha
entregado a mi soledad, y que la comparte conmigo: necesito alguien para
servirla; acabamos de perder a la que desempeñaba este empleo, os ofrezco su
puesto.
Di las gracias a mi protector, y me tomé la libertad de preguntarle
por qué eventualidad un hombre como él se exponía a viajar sin séquito, y, tal
como acababa de ocurrirle, a ser molestado por unos malandrines.
––Un poco cargado de peso, aunque joven y vigoroso, hace varios años
––me dijo Roland–– que tengo la costumbre de viajar de mi casa a
Vienne de esta manera. Con ello mejoran mi salud y
mi bolsa: no es que esté en la obligación de vigilar mis gastos, porque soy
rico; no tardaréis en ver la prueba, si me hacéis el favor de venir a mi casa;
pero el ahorro jamás estropea nada. En cuanto a los dos hombres que acaban de
ofenderme, son dos gentilhombres del cantón, a los que gané cien luises la pasada semana, en una casa de juego de Vienne; me conformo con su palabra, hoy los encuentro, les pido lo que me
deben, y así es como me tratan.
Yo deploraba con ese hombre la doble desgracia de que era víctima,
cuando me propuso continuar el viaje: ––Gracias a vuestros cuidados,
me siento algo mejor ––me dijo Roland––; la noche se
acerca, lleguemos a una posada que debe estar a dos leguas de aquí. Mediante
los caballos que allí tomaremos mañana, podremos llegar a mi casa por la
noche.
Absolutamente decidida a aprovechar unos auxilios que el cielo parecía
enviarme, ayudo a Roland a ponerse en marcha, le sostengo durante el
camino, y encontramos efectivamente a dos leguas de allí la posada que había
indicado. Allí cenamos correctamente los dos juntos; después de la comida, Roland me confía a la dueña de la posada, y de mañana, montando dos mulas de
alquiler que escoltaba el criado de la posada, cruzamos la frontera del
Delfinesado, encaminándonos siempre hacia las montañas. Como la tirada era demasiado
larga para hacerla en un día, nos detuvimos en Virieu, donde recibí los mismos
cuidados y las mismas consideraciones de mi amo, y al día siguiente proseguimos
nuestra marcha siempre en la misma dirección. A las cuatro de la tarde,
llegamos al pie de las montañas: allí, haciéndose el camino casi
impracticable, Roland recomendó al mulero que no se separara de mí
por miedo a un accidente y penetramos en las gargantas. No hicimos más que dar
vueltas, subir y bajar durante más de cuatro leguas, y hasta tal punto habíamos
abandonado cualquier morada y cualquier camino hollado, que me creí al final
del universo. A mi pesar, una cierta inquietud se apoderó de mí; Roland no pudo dejar de notarla, pero no decía palabra, y su silencio aún me
asustaba más. Al fin divisamos un castillo encaramado en la cresta de una
montaña, al borde de un precipio espantoso, en el que parecía a punto de
desplomarse: ningún camino parecía llevar a él; el que seguíamos, utilizado
únicamente por las cabras, totalmente lleno de guijarros, llegaba sin embargo a
esa terrorífica guarida, que se parecía más a un asilo de ladrones que a la
morada de personas virtuosas.
––Ahí está mi casa ––me dijo Roland, así que creyó que el
castillo había tropezado con mis miradas.
Y cuando yo le expliqué mi asombro por verle habitar una soledad
semejante, me constestó con brusquedad:
––Es lo que me conviene.
Esta respuesta reduplicó mis temores: nada escapa en la desdicha; una
palabra, una inflexión más o menos acusada en aquellos de quienes dependemos,
sofoca o reanima la esperanza. Pero como ya no podía tomar una opción
diferente, me contuve. A fuerza de dar vueltas, la antigua mansión apareció de
repente ante nosotros: a lo máximo nos separaba de ella un cuarto de legua. Roland se apeó de su mula, y, diciéndome que hiciera otro tanto, devolvió las
dos al criado, le pagó y le ordenó que se volviera. Este nuevo gesto aún me
inquietó más; Roland se dio cuenta.
––¿Qué os pasa, Thérèse?
––me dijo, mientras nos
encaminábamos a su casa––. No os halláis fuera de Francia; este castillo está
en las fronteras del Delfmesado, depende de Grenoble.
––De acuerdo, señor ––contesté––; pero ¿cómo se
os ha ocurrido estableceros en un sitio tan peligroso?
––Es que los que lo habitan no son personas muy honradas ––dijo Roland––; es muy posible que no te sientas edificada por su conducta.
––¡Ah, señor! ––le dije temblando––. Me hacéis estremecer, ¿adónde me
estáis llevando?
––Te llevo a servir unos monederos falsos de los que soy el jefe ––me
dijo Roland, cogiéndome del brazo y haciéndome cruzar a la
fuerza un pequeño puente levadizo que se bajó a nuestra llegada y se alzó
inmediatamente después––. ¿Ves este pozo? ––prosiguió así que hubimos entrado,
mostrándome una grande y profunda gruta situada en el fondo del patio, donde
cuatro mujeres desnudas y encadenadas hacían mover una rueda––; ahí tienes a
tus compañeras, y ahí tienes tu trabajo, gracias a que trabajarás diariamente diez
horas en hacer girar esta rueda, y satisfarás al igual que esas mujeres todos
los caprichos a los que me complazca someterte, se te darán seis onzas de pan
negro y un plato de habas por día. En cuanto a tu libertad, renuncia a ella;
no la tendrás jamás. Cuando mueras agotada, serás arrojada al agujero que ves
al lado del pozo, con otras sesenta u ochenta bribonas de tu ralea que allí te
esperan, y sustituida por una nueva.
––¡Oh, Dios todopoderoso! ––exclamé, arrojándome a los
pies de Roland––. Dignaos recordar, señor, que os he salvado la
vida; que, conmovido un instante por el agradecimiento, parecisteis ofrecerme
la dicha, y que compensáis mis servicios precipitándome a un eterno abismo de
males. ¿Es justo lo que estáis haciendo, y el remordimiento no acude ya a
vengarme en el fondo de vuestro corazón?
––¿Qué entiendes, dime, por este sentimiento de agradecimiento con el
que imaginas haberme cautivado? ––dijo Roland––. Razona mejor,
pobre criatura; ¿qué hiciste cuando acudiste en mi ayuda? Entre la posibilidad
de proseguir tu camino y la de acercarte a mí, ¿no elegiste la última como un
gesto inspirado por tu corazón? Te entregabas, pues, a un goce. ¿Por qué
diablos pretendes que yo estoy obligado a recompensarte por los placeres que
te concedes? ¿Y cómo se te ocurrió jamás que un hombre que, como yo, nada en el
oro y en la opulencia, se dignara rebajarse a deber algo a una miserable de tu
ralea? Aunque me hubieras devuelto la vida, yo no te debería nada, ya que sólo
has actuado por y para ti: is trabajar, esclava, a trabajar! Descubre que
la civilización, incluso alterando los principios de la naturaleza, no le
arrebata, sin embargo, sus derechos. Creó en su origen unos seres fuertes y
unos seres débiles, con la intención de que éstos estuvieran siempre
subordinados a los otros. La astucia y la inteligencia del hombre variaron la posición de los individuos, y ya no fue la fuerza fisica la que determinó los rangos, sino la del oro; el hombre más rico se
convirtió en el más fuerte, y el más pobre en el más débil. Pese a los cambios
de los motivos que sustentaban el poder, la prioridad del fuerte siempre estuvo
en las leyes de la naturaleza, a la que le daba igual que la cadena que
cautivaba al débil fuera sostenida por el más rico o por el más vigoroso, y que
aplastara al más débil o al más pobre. Pero, Thérèse, la naturaleza desconoce estos gestos de gratitud con los que tú
quieres crearme unas obligaciones; jamás constó entre sus leyes que el placer a
que uno se entregaba complaciendo a otro, se convirtiera en un motivo para el
que recibía de relajar sus derechos respecto al primero. ¿Ves en los animales,
que nos sirven de ejemplo, estos sentimientos que tú reclamas? Cuando yo te
domino por mis riquezas o por mi fuerza, Les natural que te abandone mis
derechos, bien porque has disfrutado complaciéndome, o bien porque, siendo
desafortunada, has imaginado que ganarías algo con tu actitud? Aunque el
servicio fuera prestado de igual a igual, jamás el orgullo de un alma elevada
se dejará inclinar por la gratitud; ¿no queda para siempre humillado el que
recibe?, ¿y la humillación que experimenta no compensa suficientemente al
bienhechor que, sólo por ello, se sitúa encima del otro? ¿No es un goce para el
orgullo elevarse por encima de su semejante? ¿Necesita todavía más el que
complace? Y si el complacimiento, humillando a quien lo recibe, se convierte
en un fardo para él, ¿con qué derecho obligarlo a conservarlo? ¿Por qué tengo
yo que consentir en dejarme humillar cada vez que me encuentran las miradas del
que me ha complacido? Así pues, la ingratitud, en lugar de ser un vicio, es la
virtud de las almas altivas, con tanta seguridad como la gratitud es la de las
almas débiles: que me complazcan tanto como quieran, si alguien descubre en
ello un placer, pero que no exijan nada de mí.
Después de estas palabras, a las que Roland no
me dio tiempo de contestar, obedeciendo sus órdenes dos
criados se apoderan de mí, me desnudan, y me encadenan con mis
compañeras, a las que me veo obligada a ayudar inmediatamente, sin que ni
siquiera se me permita descansar de la extenuante marcha que acabo de hacer. Roland se me acerca entonces, me manosea brutalmente en todas las partes que
el pudor impide nombrar, me abruma con sarcasmos e impertinencias respecto a
la marca infamante e inmerecida que Rodin había grabado sobre mí, y armándose
después con un vergajo que estaba siempre ahí me propina veinte vergajazos en
el trasero.
––Así es como serás tratada, bribona ––me dijo––, cuando faltes a tu
deber. No te hago esto por ninguna falta que ya hayas cometido, sino sólo para
mostrarte cómo me comporto con las que las cometen.
Lanzo unos gritos estridentes debatiéndome bajo mis grilletes; mis
contorsiones, mis aullidos, mis lágrimas, las crueles expresiones de mi dolor
sólo sirven de diversión a mi verdugo...
––¡Ah!, ya verás lo que te espera, buscona ––dijo Roland––. Tus penas
no han hecho sino comenzar, y quiero que conozcas hasta los más bárbaros
refinamientos de la desdicha.
Me deja.
Seis oscuros reductos, situados debajo de una gruta alrededor del
vasto pozo, y que se cerraban como calabozos, nos servían de retiro durante la
noche. Como ésta llegó poco después de que yo estuviera en la funesta cadena,
vinieron a soltarme, igual que a mis compañeras, y nos encerraron después de
darnos la ración de agua, de habas y de pan que había mencionado Roland.
Apenas estuve sola, me abandoné a mis anchas al horror de mi
situación. ¿Es posible, me decía, que existan hombres tan duros como para
sofocar en su interior el sentimiento de la gratitud?... Una virtud a la que
yo me entregaría con tanto placer, si alguna vez un alma honrada me colocara en
el caso de sentirla, ¿es posible, pues, que sea ignorada por algunos seres, y
quienes la sofocan con tanta inhumanidad pueden ser otra cosa que unos
monstruos?
Estaba sumida en esas reflexiones, cuando de repente oigo abrir la
puerta de mi calabozo: es Roland.
El malvado viene a acabar de
ultrajarme utilizándome para sus odiosos caprichos: ya podéis suponer, señora,
que debían ser tan feroces como sus actitudes, y que para un hombre semejante
los placeres del amor mostraban necesariamente los tintes de su odioso
carácter. Pero ¿cómo abusar de vuestra paciencia para contaros nuevos horrores?
¿Acaso ya no he manchado en exceso vuestra imaginación con infames relatos?
¿Debo atreverme a más?
––Sí, Thérèse ––dijo el señor de Corville––, sí, exigimos
de ti estos detalles, tú los enmascaras con una decencia que lima todo su
horror, y sólo queda lo que es útil para quien quiera conocer al hombre. Nadie
imagina lo útiles que son estas descripciones para el desarrollo del
espíritu. Es posible que sigamos siendo tan ignorantes en esta ciencia por el
estúpido pudor de quienes quisieron escribir sobre estas materias. Encadenados
por absurdos temores, sólo nos hablan de unas puerilidades conocidas por todos
los necios, y no se atreven, llevando una mano osada al corazón humano, a
ofrecer ante nuestros ojos sus gigantescos extravíos.
––Bien, señor, voy a obedeceros ––continuó Thérèse conmovida––, y comportándome como ya he hecho, intentaré ofrecer mis
esbozos bajo los colores menos repugnantes.
Roland, a quien tengo que comenzar por describiros, era un hombre pequeño,
rechoncho, de treinta y cinco años de edad, de un vigor incomprensible, velludo
como un oso, el aspecto sombrío, la mirada feroz, muy moreno, de facciones
viriles, una nariz larga, la barba hasta los ojos, cejas negras y espesas, y
esa parte que diferencia a los hombres de nuestro sexo de una tal longitud y
de un grosor tan desmesurado, que no sólo jamás nada semejante se había
ofrecido a mis ojos, sino que incluso era absolutamente cierto que jamás la
naturaleza había. creado nada tan prodigioso: mis dos manos apenas podían
abrazarlo, y su longitud era la de mi antebrazo. A ese fisico, Roland sumaba todos los
vicios que pueden ser los frutos de un temperamento fogoso, de mucha
imaginación, y de una opulencia siempre excesivamente considerable para no
haberle sumido en grandes defectos. Roland consumía su fortuna;
su padre, que la había comenzado, le había dejado muy rico, con lo cual ese
joven ya había vivido mucho: hastiado de los placeres normales, ya sólo
recurría a los horrores; sólo ellos conseguían devolverle unos deseos
extenuados por un exceso de goces; todas las mujeres que le servían estaban
entregadas a sus excesos secretos, y para satisfacer los placeres algo menos
deshonestos en los que el libertino pudiera encontrar la sal del crimen que le
deleitaba más que nada, Roland
tenía su propia hermana como
querida, y era con ella que acababa de apagar las pasiones que encendía a
nuestro lado.
Estaba casi desnudo cuando entró; su rostro, muy inflamado, mostraba a
un tiempo pruebas de la gula intemperante a la que acababa de entregarse, y de
la abominable lujuria que le dominaba. Me mira un instante con unos ojos que
me hacen estremecer.
––Quítate la ropa ––me dijo, arrancándome él mismo la que había
recuperado para cubrirme durante la noche––... sí, quítate todo eso y sígueme.
Antes te he hecho sentir lo que arriesgabas dándote a la pereza; pero si te
entraran ganas de traicionarnos, como el crimen sería mucho mayor, el castigo
debería ser proporcional. Así pues, ven a ver de qué tipo sería.
Yo me hallaba en un estado difícil de describir, pero Roland, sin dar a mi ánimo el tiempo de estallar, me coge inmediatamente del
brazo y me arrastra. Me conducía con la mano derecha; con la izquierda sostenía
una pequeña linterna que nos iluminaba débilmente. Después de varias vueltas
nos hallamos a la puerta de una bodega; la abre, y haciéndome pasar en primer
lugar, me dice que baje mientras él cierra esta primera cerca; obedezco. A unos
cien peldaños hallamos una segunda, que se abre y cierra de la misma manera;
pero después de ésta, ya no había escalera: sólo un pequeño camino tallado en
la roca, lleno de sinuosidades, y cuya pendiente era extremadamente
pronunciada. Roland no decía palabra, su silencio aún me
horrorizaba más. Nos iluminaba con su linterna. Así viajamos cerca de un cuarto
de hora. El estado en que me encontraba me hacía sufrir aún más vivamente la
horrible humedad de aquellos subterráneos. Al final habíamos bajado tanto, que
no temo exagerar afirmando que el lugar al que llegamos debía estar a más de
ochocientos pies en las entrañas de la tierra. A derecha e izquierda del
sendero que recorríamos había varios nichos, en los que vi unos cofres que
contenían las riquezas de aquellos malhechores. Al final se presenta una
última puerta de bronce, y estuve a punto de quedarme patidifusa al descubrir
el espantoso local al que me conducía aquel indecente; viéndome vacilar, me
empuja con rudeza, y así entro, sin quererlo, en aquel espantoso sepulcro. Imaginaos,
señora, un panteón redondo, de veinticinco pies de diámetro, cuyos muros
tapizados de negro sólo estaban decorados por los más lúgubres objetos,
esqueletos de todo tipo de tamaños, osamentas en forma de aspa, cráneos, haces
de varas y de látigos, sables, puñales, pistolas: ésos eran los horrores que
se veían en los muros que iluminaba una lámpara de tres mechas, colgada de una
de las esquinas de la bóveda. De la cimbra partía una larga soga que caía a
tres o cuatro metros del suelo en medio de aquel calabozo, y que, como no tardaréis
en ver, sólo estaba ahí para servir espantosas maniobras. A la derecha había un
ataúd que entreabría el espectro de la Muerte armado con una guadaña amenazadora;
tenía al lado un reclinatorio; y encima se veía un crucifijo, colocado entre
dos velones negros. A la izquierda, la efigie en cera de una mujer desnuda, tan
natural que durante largo rato me confundió: estaba atada a una cruz por la
parte delantera, de modo que se veían fácilmente todas sus partes posteriores,
cruelmente magulladas; la sangre parecía manar de varias heridas y correr a lo
largo de sus muslos; mostraba la más bella cabellera del mundo, su hermosa
cabeza estaba vuelta hacia nosotros y parecía implorar su merced: se
distinguían todas las contorsiones del dolor grabarías en su bello rostro, y
hasta las lágrimas que lo inundaban. Ante el aspecto de la terrible imagen,
estuve a punto de desmayarme por segunda vez; el fondo del panteón estaba
ocupado por un amplio sofá negro, desde el cual se abrían a las miradas todas
las atrocidades de aquel lúgubre lugar.
––Aquí es donde perecerás, Thérèse ––me dijo Roland––, si alguna vez concibes la fatal idea de abandonar mi casa. Sí, aquí
es donde yo mismo vendré a matarte, donde te haré sentir las angustias de la
muerte mediante todo lo más duro que me resulte posible inventar.
Al pronunciar esta amenaza, Roland se excitó; su
agitación y su desorden le asemejaban al tigre dispuesto a devorar su presa:
fue entonces cuando descubrió el temible miembro de que estaba dotado; me lo
hizo tocar y me preguntó si había visto algo semejante. ––Tal como es, puta
––me dijo enfurecido––, te lo meteré, sin embargo, por la parte más estrecha de
tu cuerpo, aunque tenga que partirte en dos. Mi hermana, mucho más joven que tú,
lo sostiene en ese mismo lugar. Yo jamás disfruto de otra manera de las
mujeres: así que también tendré que perforarte.
Y para no dejarme dudas sobre el local a que se refería, introdujo en
él tres dedos armados con uñas muy largas, diciéndome:
––Sí, ahí, Thérèse, ahí hundiré inmediatamente ese miembro que te
espanta. Penetrará en toda su longitud, te desgarrará, te ensangrentará, y yo
me sentiré lleno de ebriedad.
Echaba espumarajos de la boca al decir estas palabras, mezcladas con
juramentos y blasfemias odiosas. La mano con la que rozaba el templo que
parecía querer atacar se extravió entonces por todas las partes contiguas, las arañaba.
Me hizo lo mismo en el pecho, lo magulló de tal manera que durante quince días
sufrí unos dolores horribles. Después me colocó en el borde del sofá, frotó con
alcohol aquel musgo con que la naturaleza adornó el altar donde nuestra
especie se regenera. Le prendió fuego y lo quemó. Sus dedos agarraron la
excrecencia de carne que corona ese mismo altar, la restregó con dureza; desde
allí, metió sus dedos en el interior, y sus uñas irritaban la membrana que lo
tapiza. Ya sin poder contenerse, me dijo que puesto que me tenía en su guarida,
era mejor que ya no me saliera de ella, que eso le evitaría el esfuerzo de bajarme
de nuevo. Me arrojé a sus rodillas, me atreví a recordarle una vez más los
servicios que yo le había prestado... Descubrí que le excitaba aún más al
volver a hablarle de unos derechos que yo suponía a su piedad; me dijo que me
callara, derribándome sobre las baldosas de un rodillazo asestado con todas sus
fuerzas en el hueco de mi estómago.
––¡Vamos! ––me dijo, levantándome por los cabellos––, ¡vamos!
Prepárate; es seguro que voy a inmolarte...
––¡Ay, señor!
––No, no, tienes que morir. No quiero oírte reprocharme más tus
miserables favores; no me gusta deber nada a nadie, son los demás quienes deben
depender por completo de mí... Morirás, te digo, métete en este ataúd, que yo
vea si cabes en él.
Me lleva allí, me encierra, luego sale del panteón, y finge que me
deja allí. Jamás me había creído tan cerca de la muerte. ¡Ay!, no tardaría en
verla, sin embargo, bajo un aspecto todavía más real. Roland regresa,
me saca del ataúd.
––Estarás muy bien ahí dentro ––me dice––; diríase que está hecho a tu
medida; pero dejarte acabar ahí tranquilamente, sería una muerte demasiado
hermosa. Voy a hacerte sentir otra diferente que no deja de tener también sus
dulzuras. ¡Vamos!, implora a tu Dios, ramera, ruégale que acuda a vengarte, si
realmente tiene poder...
Me arrojo sobre el reclinatorio y mientras en voz alta abro mi corazón
al Eterno, Roland incrementa sobre las partes traseras que le
expongo sus vejaciones y sus suplicios de una manera aún más cruel. Con todas
sus fuerzas flagela estas partes con unas disciplinas armadas con puntas de
acero, cada uno de cuyos azotes hacía saltar mi sangre hasta la bóveda.
––¡Así que tu Dios no te ayuda! ––proseguía blasfemando––. Permite
sufrir a la virtud infortunada, la abandona en manos de la maldad. ¡Ah! ¡Qué
Dios, Thérèse, qué clase de Dios es ese Dios! Ven ––me dijo
a continuación––, ven, ramera, ya has rezado bastante ––y al mismo tiempo me
coloca sobre el estómago, en el borde del sofá que estaba al fondo del
gabinete––; ya te lo he dicho, Thérèse, ¡tienes que morir!
Se apodera de mis brazos, los ata sobre mis riñones, luego pasa
alrededor de mi cuello un cordón de seda negra cuyos dos extremos, siempre
sostenidos por él, pueden, apretándolos a su voluntad, comprimir mi respiración
y mandarme al otro mundo en el mayor o menor tiempo que se le antoje.
––Este tormento es más dulce de lo que te crees, Thérèse ––me dijo Roland––; sólo sentirás la muerte en medio de inefables
sensaciones de placer. La compresión que esta cuerda efectuará sobre la masa de
tus nervios encenderá los órganos de la voluptuosidad. Es un efecto seguro. Si
todas las personas condenadas a este suplicio supieran en qué ebriedad hace
morir, menos asustados de este castigo que de sus crímenes, los cometerían
con mayor frecuencia y con mucha mayor seguridad. Esta deliciosa operación, Thérèse, al comprimir también el local donde voy a
introducirme ––añade acercándose a una ruta criminal, tan digna de semejante
malvado––, doblará también mis placeres.
Pero inútilmente intenta abrirla; por más que prepare los accesos,
demasiado monstruosamente proporcionado para conseguirlo, sus intentos son
siempre rechazados. Entonces es cuando su furor supera los límites; sus uñas,
sus manos, sus pies sirven para vengarle de las resistencias que le opone la
naturaleza. Se acerca de nuevo, la espada encendida resbala por los bordes del
canal vecino, y del vigor del empujón penetra en él cerca de la mitad; yo
lanzo un grito. Roland, furioso por el error, se retira con rabia, y
en esta ocasión golpea la otra puerta con tanto vigor que el dardo humedecido
se sume en ella desgarrándome. Roland aprovecha los éxitos
de este primer empujón; sus esfuerzos se hacen más violentos; gana terreno; a
medida que avanza, el cordón fatal que me ha pasado alrededor del cuello se
estrecha, yo lanzo unos aullidos espantosos; el feroz Roland, a quien le divierten, me anima a aumentarlos, demasiado seguro de su
insuficiencia, demasiado dueño de detenerlos cuando quiera; se excita con sus
sonidos agudos. Sin embargo, la ebriedad está a punto de apoderarse de él, las
compresiones del cordón se modulan según los grados de su placer; poco a poco
mi voz se apaga; los apretones se hacen entonces tan vivos que mis sentidos
flaquean sin perder por ello la sensibilidad; rudamente zarandeada por el enorme
miembro con que Roland desgarra mis entrañas, pese al espantoso
estado en que me encuentro, me siento inundada por los chorros de su lujuria;
todavía oigo los gritos que lanza al derramarlos. Le sucede un instante de
estupor, no sé lo que me pasa, pero pronto mis ojos vuelven a abrirse a la luz,
me siento libre, despejada, y mis órganos parecen renacer.
––Así me gusta, Thérèse
––me dice mi verdugo––. Apuesto
a que, si quieres ser sincera, sólo has sentido placer.
––¡Horror,
señor, repugnancia, angustia y
desesperación!
––Me engañas, conozco los efectos que acabas de sentir; pero me da
igual cuáles hayan sido. Me imagino que ya debes conocerme bastante como para
estar bien segura de que, en lo que hago contigo, tu voluptuosidad me preocupa
infinitamente menos que la mía, y la voluptuosidad que busco ha sido tan
intensa, que voy a seguir con ella un rato más. Sólo de ti, ahora, Thérèse ––me dijo el insigne libertino––, sólo de ti dependerá tu vida.
Pasa entonces alrededor de mi cuello la cuerda que colgaba del techo;
una vez fuertemente fijada, ata al taburete sobre el que yo ponía los pies y
que me había levantado hasta allí, un cordel cuyo cabo sostiene, y se coloca en
un sillón frente a mí. Yo tengo en las manos una afilada podadera que debo
utilizar para cortar la cuerda en el momento en que, mediante el cordel que él
empuña, tire del taburete debajo de mis pies.
Ya lo ves, Thérèse ––me dijo entonces––, si tú fallas, yo no
fallaré. Así que no me equivoco al decirte que tu vida depende de ti.
Se excita; llega el momento de su ebriedad en que debe tirar del
taburete cuya desaparición me deja colgada del techo. Hace cuanto puede por
disimular ese instan te; estaría encantado si yo careciera de maña; pero por
mucho que haga, lo adivino, la violencia de su éxtasis lo traiciona, le veo
realizar el fatal movimiento, el taburete se escapa, yo corto la cuerda y
caigo al suelo, totalmente suelta; allí, aunque a más de doce pies de él; ¿lo
creeríais, señora?, siento mi cuerpo inundado por las pruebas de su delirio y
de su frenesí.
Otra en mi lugar, aprovechando el arma que tenía en las manos, se
hubiera sin duda arrojado sobre aquel monstruo; pero ¿de qué me habría valido
ese rasgo de valor? Sin contar con las llaves de aquellos subterráneos,
ignorando sus vericuetos, moriría antes de conseguir salir de ellos; además Roland iba armado; así que me levanté, dejando el arma en el suelo, para que
él no concibiera sobre mí la más ligera sospecha; no la tuvo; había saboreado
el placer en toda su amplitud, y contento de mi dulzura, de mi resignación,
mucho más quizá que de mi destreza, me indicó que saliera, y subimos.
Al día siguiente, examiné mejor a mis compañeras. Las cuatro mujeres
tenían de veinticinco a treinta años; aunque embrutecidas por la miseria y
deformadas por el exceso de trabajo, conservaban todavía algunos restos de
belleza; sus talles eran bellos, y la más joven, llamada Suzanne, con unos ojos encantadores, conservaba una bellísima cabellera; Roland la había tomado en Lyon, había conseguido sus primicias, y después de
haberla arrebatado a su familia, bajo los juramentos de desposarla, la había
traído a aquel espantoso castillo. Llevaba allí tres años, y, aún más que sus
compañeras, era el objeto de las ferocidades del monstruo: a fuerza de vergajazos,
sus nalgas se habían vuelto tan callosas y duras como una piel de vaca secada
al sol; tenía un cáncer en el seno izquierdo y un absceso en la matriz que le
causaba unos dolores increíbles. Todo eso era la obra del pérfido Roland; cada uno de aquellos horrores era el fruto de sus lubricidades.
Fue ella quien me contó que Roland estaba en vísperas
de irse a Venecia, si las sumas considerables que acababa de hacer llegar
últimamente a España le reportaban las letras de cambio que esperaba para
Italia, porque jamás quiso transportar su oro al otro lado de las montañas; no
lo enviaba nunca: hacía llegar sus monedas falsas a un país diferente de aquel
donde se proponía habitar; de ese modo, poseedor únicamente en el lugar donde
quería establecerse de los papeles de otro reino, sus bribonadas jamás podían
descubrirse. Pero todo podía fallar en un instante, y el retiro que meditaba
dependía absolutamente de esta última negociación, en la que había
comprometido la mayor parte de sus tesoros. Si Cádiz aceptaba sus piastras, sus
cequíes, sus luises falsos, y le mandaba a cambio de ello unas
letras sobre Venecia, Roland viviría feliz el resto de su vida; si el
fraude era descubierto, bastaba un solo día para poner patas arriba el endeble
edificio de su fortuna.
––¡Ay! ––dije al enterarme de esos detalles––, por una vez la
Providencia será justa, no permitirá el éxito de un monstruo semejante, y todas
nosotras seremos vengadas...
¡Dios mío! ¡Cómo podía razonar así a partir de la experiencia que
había adquirido!
Al mediodía, nos daban dos horas de reposo que aprovechábamos para ir,
siempre por separado, a respirar y comer en nuestras habitaciones; a las dos,
nos ataban de nuevo y nos hacían trabajar hasta la noche, sin que jamás se nos
permitiera entrar en el castillo. Si íbamos desnudas, no sólo era a causa del
calor, sino más aún a fin de poder recibir mejor los vergajazos que de vez en
cuando venía a asestarnos nuestro feroz amo. En invierno, nos daban un pantalón
y un chaleco tan ajustados a la piel, que no por ello nuestros cuerpos quedaban
menos expuestos a los golpes de un malvado cuyo único placer consistía en
torturarnos.
Pasaron ocho días sin que viera a Roland; al noveno, se presentó en el trabajo, y pretendiendo que Suzanne y yo girábamos la rueda con excesiva laxitud, nos repar tió treinta
vergajazos a cada una, desde la mitad de los riñones hasta las pantorrillas.
A la medianoche de aquel mismo día, el malvado vino a visitarme a mi
calabozo, y excitándose con el espectáculo de sus crueldades, introdujo de
nuevo su terrible porra en el antro tenebroso que yo le exponía por la postura
en que me tenía examinando los vestigios de su rabia. Cuando sus pasiones
quedaron satisfechas, quise aprovechar el instante de calma para suplicarle
que cambiara mi suerte. ¡Ay! Yo ignoraba que si en tales almas el momento del
delirio hace aún más activa la inclinación que sienten por la crueldad, no por
ello la calma les devuelve en mayor medida a las dulces virtudes del hombre
honesto; es un fuego más o menos avivado por los alimentos con que se le
alimenta, pero que debajo de la ceniza no para de arder.
––¿Y con qué derecho pretendes que alivie tus cadenas? ––me contestó Roland––. ¿Se debe a las fantasías que se me antoja pasar contigo? ¿Acaso me
pros terno a tus pies para pedirte unos favores por cuya concesión tú puedas
implorar algunas compensaciones? Yo no te pido nada, lo tomo, y no veo por qué,
dado que utilizo un derecho sobre ti, deba resultar de ahí que tenga que
abstenerme de un segundo. No existe el más mínimo amor en mi acción: el amor es
un sentimiento caballeresco al que soberanamente desprecio, y cuyas influencias
jamás conoció mi corazón. Me sirvo de una mujer por necesidad, de la misma
manera que para una necesidad diferente nos servimos de un recipiente redondo y
hueco, pero sin conceder jamás a ese individuo, que mi dinero y mi autoridad
someten a mis deseos, ni estima ni ternura; debiendo únicamente lo que me quito
de mí mismo, y sin exigir otra cosa de él que la sumisión, no puedo estar
obligado a partir de ahí a concederle ninguna gratitud. Pregunto a los que
quisieran obligarme a ello si un ladrón que arrebata la bolsa a un hombre en un
bosque, porque es más fuerte que él, debe algún reconocimiento a ese hombre por
el mal que acaba de ocasionarle. Ocurre lo mismo con el ultraje hecho a una
mujer: puede ser un motivo para hacerle un segundo, pero jamás una razón
suficiente para otorgarle compensaciones.
––¡Oh, señor! ––le dije––. ¿Hasta qué punto lleváis vuestra maldad?
––Hasta la última fase ––me contestó Roland––: no existe un único extravío en el mundo a que no me haya entregado, ni
un crimen que no haya cometido, así como tampoco ninguno que mis principios no
excusen o legitimen. He sentido incesantemente por el mal una especie de
atracción que siempre redundaba en beneficio de mi voluptuosidad; el crimen
enciende mi lujuria; cuanto más espantoso es, más me excita; disfruto
cometiéndolo del mismo tipo de placer que la gente normal saborea únicamente en
la lubricidad, y me he encontrado cien veces, pensando en el crimen, entregándome
a él, o acabando de cometerlo, completamente en el mismo estado en que se está
al lado de una hermosa mujer desnuda; excitaba mis sentidos de la misma manera,
y lo cometía para inflamarme, al igual que uno se acerca a un bello objeto con
las intenciones de la impudicia.
––¡Oh, señor!, lo que decís es espantoso, pero he visto ejemplos de
ello.
––Hay mil, Thérèse. No debemos imaginar que sea la belleza de una
mujer lo que más excita la mente de un libertino: es más bien el tipo de crimen
a que han vinculado las leyes su posesión. La prueba está en que, cuanto más
criminal es esa posesión, más excitados nos sentimos. El hombre que disfruta de
una mujer que roba a su marido, de una hija que arrebata a sus padres, se
siente mucho más complacido sin duda que el marido que disfruta de su mujer; y
cuanto más respetables parecen los vínculos que rompe, más aumenta la
voluptuosidad. Si es su madre, si es su hermana, si es su hija, añade nuevos
atractivos a los placeres experimentados. ¿Alguien ha saboreado todo eso?
Quisiéramos que los diques aumentaran aún para encontrar más dificultades y
más atractivos en salvarlas. Ahora bien, si el crimen sazona un goce, es
posible también que, separado de él, él mismo sea goce; así pues, existirá
entonces un goce seguro exclusivamente en el crimen. Pues es imposible que lo
que resulta picante, no lo contenga en sí, y en gran cantidad. Por lo que
supongo que el rapto de una joven para uno mismo proporcionará un placer muy
vivo, pero el rapto por cuenta ajena dará todo el placer con que el goce de esa
joven se veía mejorado por el rapto. El rapto de un reloj, de una bolsa, lo
darán igualmente, y si he habituado mis sentidos a sentirse conmovidos por una
cierta voluptuosidad por el rapto de una joven, en tanto que rapto, este mismo
placer y esta misma voluptuosidad aparecerán en el rapto del reloj, en el de la
bolsa, etc. Y eso es lo que explica la fantasía de tantas personas honradas
que roban sin necesitarlo. Nada más simple, a partir de ahí, tanto que se
saborean los mayores placeres en todo lo que sea criminal como que se
conviertan, por todo lo que cabe imaginar, los goces simples en lo más
criminales posible. Comportándose así, no se hace más que añadir a este goce la
dosis de picante que le faltaba y que era indispensable para la perfección de
la felicidad. Ya sé que tales sistemas llevan muy lejos, y es posible incluso
que dentro de poco te lo demuestre, Thérèse, pero ¿qué importa
con tal de que se disfrute? ¿Hay, por ejemplo, querida joven, algo más simple y
mas natural que verme gozar de ti? Pero tú te opones, me pides que no lo haga;
diríase que por las obligaciones que tengo contigo tuviera que concederte lo
que exiges. Sin embargo, no me rindo a nada, no escucho nada, rompo todos los
nudos que cautivan a los necios, te someto a mis deseos, y convierto el más
simple y más monótono de los goces en otro realmente delicioso. Sométete, pues,
Thérèse, sométete; y, si alguna vez regresas a este
mundo bajo el carácter del más fuerte, abusa de tus derechos, y conocerás el
más vivo y picante de todos los placeres.
Después de decir estas palabras Roland salió, y me dejó en
unas reflexiones que, como podéis imaginar, no eran nada favorables para él.
Ya llevaba seis meses en esa casa, sirviendo de cuando en cuando los
insignes excesos de aquel malvado, cuando una noche le vi entrar en mi
habitación con Suzanne.
––Acompáñame, Thérèse
––me dijo––, me parece que ya
hace mucho que no te he hecho bajar al panteón que tanto te asustaba. Seguidme
las dos, pero no con fiéis en subir. Es absolutamente necesario que allí se
quede una; ya veremos sobre cuál caerá la suerte. Me levanto, dirijo unos ojos
alarmados sobre mi compañera, veo que las lágrimas ruedan de los suyos...
salimos.
Tan pronto como nos encerramos en el subterráneo, Roland nos examina a las dos con miradas feroces. Se complacía en repetirnos
nuestra sentencia y en con vencernos a ambas de que allí se quedaría con toda
seguridad una de las dos.
––Vamos ––dijo sentándose y haciéndonos permanecer de pie delante de
él––, ocupaos cada una de vosotras sucesivamente del desencantamiento de este
tullido, y ay de la que consiga devolverle su energía.
––Es una injusticia ––dijo Suzanne––; la que mejor os
excite debe ser la que obtenga el perdón.
––En absoluto ––dijo Roland––; así que quede
demostrado quién es la que me inflama mejor, se afirma que es la misma cuya
muerte me proporcionará más placer... y a mí sólo me interesa el placer. Por
otra parte, si concediera el perdón a la que me excite antes, lo intentaríais
una y otra con tal ardor que es posible que sumierais mis sentidos en el
éxtasis antes de que el sacrificio fuera consumado, y no debe ser así.
––Es querer el mal por el mal, señor ––le dije a Roland––. El complemento de vuestro éxtasis es lo único que debéis desear, y si
lo conseguís sin crimen, ¿por qué queréis cometerlo?
––Porque sólo así lo alcanzaré de manera deliciosa, y porque jamás
desciendo a esta bodega si no es para cometer uno. Sé perfectamente bien que lo
conseguiría sin eso, pero lo quiero para conseguirlo.
Y, durante este diálogo, habiéndome elegido para comenzar, lo excito
por delante con una mano, con la otra por detrás, mientras él toca a su
capricho todas las partes de mi cuerpo que se le ofrecen a través de mi
desnudez.
––Todavía falta mucho, Thérèse ––me dijo tocándome
las nalgas–– para que estas hermosas carnes estén en el mismo estado de
callosidad y de mortificación que las de Suzanne. Aunque abrasáramos
las de esta querida joven, seguro que no lo notaría; pero tú, Thérèse, pero tú.... son todavía rosas que abrazan lirios: ya lo conseguiremos,
ya lo conseguiremos.
No podéis imaginaros, señora, cómo me tranquilizó esta amenaza: sin
duda Roland no se daba cuenta, al hacerla, de la
tranquilidad que esparcía en mí, pero ¿acaso no quedaba claro que, si
proyectaba someterme a nuevas crueldades, no tenía ganas todavía de inmolarme?
Ya os he dicho, señora, que todo afecta en la desgracia, y a partir de entonces
me sentí aliviada. ¡Otro incremento de dicha! Yo no conseguía nada, y aquella
masa enorme, blandamente replegada debajo de sí misma, resistía a todas mis
sacudidas. Suzanne, en la misma posición, era manoseada en los
mismos lugares; pero como sus carnes estaban mucho más endurecidas; Roland la trataba aún con menos consideraciones, pese a que Suzanne fuera más joven.
––Estoy convencido ––decía nuestro perseguidor–– de que ni los látigos
más terribles conseguirían ahora arrancar una gota de sangre de ese culo.
Nos hizo agachar a las dos, y alcanzando con nuestra posición
inclinada los cuatro caminos del placer, su lengua coleó en los dos más
estrechos, y el malvado escupió en los otros. Nos cogió por delante, nos hizo
arrodillarnos entre sus muslos, de modo que nuestros pechos se hallaran a la
altura de lo que le excitábamos.
––¡Oh!, en lo que se refiere al pecho ––dijo Roland–– Suzanne te
gana. Jamás tuviste unas tetas tan hermosas. ¡Mira, fljate lo dotada que está!
Y diciendo eso, apretaba el seno de aquella desdichada hasta
magullarlo entre sus dedos. Entonces ya no era yo quien lo excitaba, Suzanne me había sustituido. Apenas se encontró en sus manos cuando el dardo,
saliendo del carcaj, ya amenazaba vivamente todo lo que lo rodeaba.
––Suzanne ––dijo Roland––, un éxito terrible... Me temo, Suzanne, que es tu sentencia ––proseguía aquel hombre feroz pellizcándole y
arañándole los pezones.
En cuanto a los míos, sólo los chupaba y mordisqueaba. Coloca
finalmente a Suzanne de rodillas en el borde del sofá. Le hace
agachar la cabeza, y disfruta de ella en esta posición, de la espantosa manera
que le es natural: reavivada por nuevos dolores, Suzanne se debate, y Roland,
que sólo quiere escaramuzas,
satisfecho con algunas correrías, viene a refugiarse en mí en el mismo templo
donde ha sacrificado en el de mi compañera, a la que no cesa de vejar y de
maltratar durante todo ese rato.
––Es una buscona que me excita cruelmente ––me dijo––; no sé lo que me
gustaría hacerle.
––¡Oh, señor, tened piedad de ella! ––le dije––. Es imposible que sus
dolores sean más intensos.
––¡Oh, claro que sí! ––dijo el malvado––. Se podría... ¡Ah!, si yo
tuviera aquí al famoso emperador Kie, uno de los peores malvados que la China
haya visto en el trono,* está claro que haríamos algo más. Entre su mujer y él,
inmolando cada día sus víctimas, se dice que los dos las hacían vivir
veinticuatro horas en las más crueles angustias de la muerte, y en tal estado
de dolor que en todo momento estaban dispuestas a entregar el alma sin llegar
a conseguirlo, gracias a los cuidados crueles de esos monstruos que,
haciéndolas flotar de ayudas en tormentos, sólo les recordaban este minuto a
la luz para ofrecerles la muerte en el siguiente... Yo soy demasido suave, Thérèse, no sé nada de todo eso, sólo soy un colegial.
* El emperador chino Kie tenía una mujer tan
cruel y tan disoluta como él; no les costaba nada derramar sangre, y por su
exclusivo placer, hacían correr todos los días raudales; tenían, en el interior
de su palacio, un gabinete secreto donde las víctimas eran inmoladas bajo sus ojos mientras ellos gozaban. Théo, uno
de los sucesores de ese príncipe, tuvo como él una mujer muy cruel; habían
inventado una columna de bronce que ponían al rojo vivo, y a la que ataban a
las infortunadas bajo sus ojos: «La princesa, cuenta el historiador de quien
sacamos estas líneas, se divertía infinitamente con las contorsiones y los
gritos de las tristes víctimas; no estaba contenta si su marido no le ofrecía
frecuentemente este espectáculo». (Hist.
des Conj., tomo VII, página 43.) (N. del
A.)
Roland se
retira sin concluir el sacrificio, y me hace casi tanto daño con esta
precipitada retirada como el que había hecho al introducirse. Se arroja a los
brazos de Suzanne, y, sumando el sarcasmo al ultraje, le dijo:
––¡Amable criatura, con qué delicia recuerdo los primeros instantes
de nuestra unión! ¡Jamás mujer alguna me dio placeres más intensos; jamás amé a
nadie como
a ti!... Abracémonos, Suzanne, vamos a separarnos,
por mucho tiempo quizá.
––Monstruo ––le dijo mi compañera rechazándole horrorizada–– aléjate;
no sumes a los tormentos que me inflinjes la desesperación de oír tus horribles
palabras. Tigre, satisfaz tu rabia, pero respeta por lo menos mis desdichas.
Roland la
tomó, la acostó sobre el sofá, con los
muslos muy abiertos, y el taller de la generación absolutamente a su
alcance.
––Templo de mis antiguos placeres ––exclamó el infame––, tú que me
procuraste algunos tan dulces cuando recogí tus primeras rosas, es preciso que
te haga también mis adioses...
¡Malvado! Introdujo sus uñas, y revolviéndolas durante varios minutos
en el interior, a lo largo de los cuales Suzanne lanzaba los gritos
más agudos, las retiró cubiertas de sangre. Saciado por esos horrores, y
notando que ya no le era posible contenerse, me dijo:
––Vamos, Thérèse, vamos, querida muchacha, acabemos todo esto
con una pequeña escena del juego de cortar la cuerda.*
Este juego, que ha sido descrito
anteriormente, era muy utilizado por los celtas de los que descendemos (vease
la Histoire des Celtes, del Sr. Peloutier); casi todos
esos extravíos de excesos, estas pasiones singulares del libertinaje, en parte
descritas en este libro, y que hoy provocan ridículamente la atención de las
leyes, era antes o unos juegos de nuestros antepasados que valían mas que
nosotros, o unas costumbres legales, o unas ceremonias religiosas: ahora las
convertimos en crímenes. ¡En cuántas ceremonias piadosas de los paganos se
utilizaba la fustigación! Varios pueblos utilizaban estos mismos tormentos o
pasiones para instalar a sus guerreros, eso se llamaba Huscanaver (véanse las ceremonias religiosas de todos los pueblos de
la tierra). Estas bromas, cuyo inconveniente puede ser como máximo la muerte de
una ramera, ¡son ahora crímenes capitales! ¡Vivan los progresos de la
civilización! ¡Cómo cooperan a la felicidad del hombre, y cuánto más
afortunados somos que nuestros abuelos! (N.
del A.)
Ese era el nombre de la funesta broma que ya os he descrito, la
primera vez que os hablé de la bodega de Roland. Me subo al trípode,
el malvado me ata la cuerda al cuello, se coloca frente a mí; Suzanne, aunque en un estado espantoso, le excita con sus manos; al cabo de un
instante, él tira del taburete sobre el que se posan mis pies, pero armada con
la podadera, corto inmediatamente la cuerda y caigo al suelo sin el menor daño.
––Bien, bien ––dijo Roland––, ahora te toca a
ti, Suzanne. Todo está dicho, y te perdono si te salvas
con la misma destreza.
Suzanne se coloca en mi lugar. ¡Oh, señora!, permitid que pase por alto los
pormenores de esa espantosa escena... La desdichada ya no volvió.
––Salgamos, Thérèse ––me dijo Roland––; sólo volverás aquí cuando sea tu turno.
––Cuando queráis, señor, cuando queráis ––contesté––. Prefiero la muerte a la vida espantosa que me dais. ¿Acaso puede
resultarnos valiosa la vida a unas desdichadas como nosotras?...
Y Roland me encerró en mi calabozo. Al día siguiente
mis compañeras me preguntaron qué había pasado con Suzanne. Se lo conté. No se asombraron; todas esperaban la misma suerte, y
todas, siguiendo mi ejemplo, viendo en ello el fin de sus males, la deseaban
con urgencia.
Así pasaron dos años, Roland en sus excesos habituales,
yo en la horrible perspectiva de una muerte cruel, cuando finalmente se divulgó
por el castillo la noticia de que no sólo los deseos de nuestro amo habían sido
satisfechos, no sólo recibía con destino a Venecia la inmensa cantidad de
pagarés que había deseado, sino que le pedían otros seis millones más de falsas
monedas cuyos fondos le harían llegar a su voluntad a Italia. Era imposible
que el malvado gozara de una suerte mayor; se iba con más de dos millones de
renta, sin contar las esperanzas que podía concebir. Este era el nuevo ejemplo
que me ofrecía la Providencia, la nueva manera con la que quería convencerme
una vez más de que la prosperidad sólo correspondía al crimen y el infortunio a
la virtud.
Así estaban las cosas cuando Roland vino a buscarme para
bajar por tercera vez a la bodega. Me estremecí al recordar las amenazas que
me había hecho la última vez que habíamos ido allí.
––Tranquilízate ––me dijo––, no tienes nada que temer, se trata de
algo que sólo me concierne a mí... una voluptuosidad especial de la que quiero
disfrutar y que no te hará correr ningún riesgo.
Le sigo. Así que ha cerrado todas las puertas, Roland me
dice:
––Thérèse, en toda la casa sólo me atrevo a confiar en ti para este asunto.
Necesitaba una mujer muy honrada... Confieso que sólo te he encontrado a ti, a
quien prefiero antes incluso que a mi hermana...
Llena de sorpresa, le ruego que se explique.
––Escúchame ––me dice––; mi fortuna está hecha, pero por muchos
favores que haya recibido de la suerte, ésta puede abandonarme de un momento a
otro. Es posible que me espíen, es posible que se apoderen de mí en el traslado
que voy a hacer de mis riquezas, y, si esta desgracia se produce, lo que me
espera, Thérèse, es la soga; el mismo placer que me encanta
hacer saborear a las mujeres me servirá de castigo. Estoy convencido, en la
medida en que es posible estarlo, de que esta muerte es infinitamente más dulce
que cruel; pero, como las mujeres a las que he hecho experimentar las primeras
angustias jamás han querido ser sinceras conmigo, quiero conocer la sensación
sobre mi propia persona. Quiero saber, por mi propia experiencia, si es o no
cierto que esta compresión determina, en el que la experimenta, el nervio
erector de la eyaculación. Una vez convencido de que esta muerte no es más que
un juego, la afrontaré con mucho mayor valor, pues no es el final de mi existencia
lo que me asusta: mis principios están basados en eso, y absolutamente
convencido de que la materia sólo puede convertirse en materia, temo tan poco
el infierno como espero el paraíso; pero sí me asustan los tormentos de una
muerte cruel; no me gustaría sufrir al morir: probémoslo pues. Tú harás conmigo
todo lo que he hecho contigo; voy a desnudarme; subiré al taburete, atarás la
cuerda, me excitaré un momento, luego, así que veas que las cosas adquieren una
cierta consistencia, retirarás el taburete, y quedaré colgado. Me dejarás así
hasta que veas o la emisión de mi semen o los síntomas del dolor. En el segundo
caso, me soltarás inmediatamente; en el otro, dejarás actuar la naturaleza, y
no me soltarás hasta después. Ya ves, Thérèse, voy a poner mi vida
en tus manos: tu libertad, tu fortuna, será el precio de tu buen comportamiento.
––¡Ah, señor! ––le contesté––, qué proposición tan extravagante.
––No, Thérèse, te lo exijo ––replicó desnudándose––, pero
pórtate bien. ¡Ya ves qué prueba te doy de mi confianza y de mi estima!
¿De qué hubiera servido titubear? ¿Acaso no era mi dueño? Por otra
parte, me parecía que el daño que me disponía a hacer sería inmediatamente
compensado por el extremo cuidado que pondría en preservarle la vida. Yo iba a
ser la dueña de su vida, pero pese a cualesquiera que fueran sus intenciones
respecto a mí, con toda seguridad sólo serviría para devolvérsela.
Nos preparamos: Roland
se calienta con algunas de sus
caricias normales; sube al taburete, yo lo ato; quiere que durante ese tiempo
lo insulte, le reproche todos los horrores de su vida: lo hago. Su dardo no
tarda en amenazar el cielo... él mismo me indica que retire el taburete...,
obedezco. Creedme, señora, nada más cierto que lo que había imaginado Roland: en su rostro sólo se dibujaron unos síntomas de placer, y casi al
mismo instante unos chorros rápidos de semen se lanzaron a la bóveda. Cuando
todo está esparcido, sin que yo haya ayudado en nada, corro a soltarlo, cae
desvanecido, pero a fuerza de cuidados consigo que pronto recupere el sentido.
––¡Oh, Thérèse! ––me dijo al volver a abrir los ojos––, no
puedes imaginarte qué sensaciones; están por encima de todo lo que se pueda
decir: que hagan ahora con migo lo que quieran, desafío la espada de Temis. Me
creerás aún más culpable hacia la gratitud, Thérèse ––me dijo Roland atándome las manos a la espalda––, pero qué
quieres, querida mía, a mi edad nadie se corrige... Querida criatura, acabas de
devolverme a la vida, y jamás he conspirado tan fuertemente contra la tuya; lamentaste
la suerte de Suzanne, pues bien, voy a reunirte con ella; voy a
sepultarte viva en la bodega donde ella expiró.
No os describiré mi estado, señora, podéis imaginarlo. Por más que
llore, por más que gima, ya no me escucha. Roland abre
el panteón fatal, hace descender una lámpara, a fin de que yo pueda divisar
mejor la multitud de cadáveres que lo llenan, pasa después una cuerda por
debajo de mis brazos, atados, como ya os he dicho, a mi espalda, y mediante
esta cuerda me baja a veinte pies del fondo del panteón y a unos treinta de
donde él estaba: en esta posición sufría horriblemente, era como si me
arrancaran los brazos. ¡Qué espanto se apoderaba de mí, y qué perspectiva se me
ofrecía! ¡Trozos de cadáveres en medio de los cuales acabaría mis días y cuyo
olor ya me infectaba! Roland amarra la cuerda a un bastón fijado a través
del agujero y, después, armado con un cuchillo, oigo que se excita.
Vamos, Thérèse ––me dice––, encomienda tu alma a Dios, el
instante de mi delirio coincidirá con aquel en que te arrojaré a este sepulcro,
donde te sumiré en el eterno abismo que te espera. ¡Ah, ah... Thérèse, ah...! Y noté mi cabeza cubierta de las pruebas de
su éxtasis sin que, afortunadamente, hubiera cortado la cuerda: me saca de
allí.
––¡Bien! ––me dice––, ¿has sentido miedo?
––¡Oh, señor!
––Así es como morirás, Thérèse, tenlo por seguro, y
me encanta acostumbrarte a ello.
Subimos... ¿Tenía que quejarme, tenía que alegrarme? ¡Vaya recompensa
por lo que acababa de hacer por él! Pero ¿podía hacer otra cosa el monstruo?
¿Acaso no podía arrebatarme la vida? ¡Oh, qué hombre!
Roland preparó
al fin su marcha. Vino a verme la víspera a medianoche; me arrojo a sus pies,
le conjuro con las más vivas instancias que me devuelva la liber tad y que le
añada el mínimo dinero necesario para llevarme a Grenoble.
––¡A Grenoble! Claro que no, Thérèse, nos denunciarías.
––¡Bien, señor! ––le dije regando sus rodillas con mis lágrimas––, os juro que
jamás iré allí, y para que os convenzáis, dignaos a llevarme con vos a
Venecia; es posible que allí encuentre unos corazones menos duros que en mi patria,
y una vez que os hayáis decidido a llevarme allí, os juro por lo más santo que
hay en el mundo que jamás volveré a importunaros.
––No te daré ni una ayuda ni un céntimo ––me contestó duramente aquel
insigne tunante––; todo lo que atañe a la piedad, a la conmiseración, a la
gratitud, queda tan lejos de mi corazón que, aunque fuera tres veces más rico
de lo que soy, nadie me vería dar un escudo a un pobre: el espectáculo del
infortunio me excita, me divierte, y cuando no puedo hacer el mal por mí mismo,
disfruto deliciosamente del que comete la mano de la suerte. Sobre ese punto
tengo unos principios de los que no me apartaré, Thérèse; el pobre está en el orden de la naturaleza: al crear a los hombres con
fuerzas dispares, ésta nos ha convencido del deseo que tenía de que esta
desigualdad se mantuviera, incluso en los cambios que nuestra civilización
aportara a sus leyes; aliviar al individuo es aniquilar el orden establecido;
es oponerse al de la naturaleza, es invertir el equilibiro que es la base de
sus más sublimes acuerdos; es contribuir a una igualdad peligrosa para la
sociedad; es estimular la indolencia y la holgazanería; es enseñar al pobre a
robar al rico, cuando a éste se le antoje rehusar su ayuda. Y ello a través de
la costumbre en que esas ayudas habrán puesto al pobre de obtenerlas sin
trabajo.
––¡Oh, señor, qué duros son estos principios! ¿Hablaríais de igual
manera si no hubierais sido siempre rico?
––Es posible,Thérèse; cada cual tiene su manera de ver las cosas; ésta
es la mía, y no la cambiaré. Nos quejamos de los mendigos en Francia: si
quisiéramos, pronto no quedaría ni uno; bastaría con ahorcar a siete u ocho mil
para que esta infame calaña no tardara en desaparecer. El cuerpo político debe
tener sobre eso las mismas reglas que el cuerpo fisico. ¿Un hombre devorado por los parásitos los dejaría subsistir sobre él
por conmiseración? ¿Acaso no arrancamos en nuestros jardines la planta
parásita que daña al vegetal útil? ¿Por qué, en este caso, querer actuar de
manera diferente?
––Pero la religión ––exclamé––,
señor, la beneficencia, la
humanidad...
––Son los escollos de todo lo que aspira a la felicidad ––dijo Roland––. Si yo he consolidado la mía, sólo es sobre los escombros de todos
estos infames prejuicios del hombre; sólo es burlándome de las leyes divinas y
humanas; sólo es sacrificando al débil siempre que lo encontraba en mi camino;
sólo abusando de la buena fe pública; sólo arruinando al pobre y robando al
rico, he alcanzado el escarpado templo de la divinidad que incensaba. ¡,Por
qué no me imitaste? El estrecho sendero de ese templo se ofrecía tanto a mis
ojos como a los tuyos. Las quiméricas virtudes que tú le has preferido ¿te han
consolado de tus sacrificios? Ya no tienes tiempo, desdichada, ya no tienes
tiempo, llora sobre tus faltas, sufre e intenta encontrar, si es que puedes, en
el seno de los fantasmas que reverencias, lo que el culto que tú les has dado
te ha hecho perder.
Con estas palabras, el cruel Roland se precipita sobre mí
y me veo obligada a servir una vez más a las indignas voluptuosidades de un
monstruo que aborre cía con tanta razón; esta vez creía que iba a estrangularme.
Cuando su pasión quedó satisfecha, tomó el vergajo y me asestó más de cien
latigazos por todo el cuerpo, asegurándome que tenía mucha suerte de que no
dispusiera de tiempo para ir más lejos.
Al día siguiente, antes de irse, aquel desdichado nos ofreció una
nueva escena de crueldad y de barbarie, como ninguna de las que brindan los
anales de los Andrónico, de los Nerón, de los Tiberio y de los Venceslao. Todo
el mundo en el castillo creía que la hermana de Roland se
iría con él: la había hecho vestir en consecuencia, pero en el momento de subir
al caballo, la lleva hacia nosotras.
––Ese es tu lugar, vil criatura ––le dijo, ordenándole que se
desnudara––. Quiero que mis camaradas se acuerden de mí dejándoles en prenda
la mujer de la que me creían más enamorado; pero como aquí sólo se precisan un
número determinado, ya que voy a emprender un camino peligroso en el que tal
vez mis armas me resulten útiles, tengo que probar mis pistolas sobre una de
esas busconas.
Al decir esto, amartilla una de sus armas, la acerca al pecho de cada
una de nosotras y, regresando finalmente a su hermana, dijo, abrasándole los
sesos:
––¡Vete, puta, vete a contarle al diablo que Roland, el más rico de los malvados de la Tierra, es el que desaha con mayor
insolencia tanto la mano del cielo como la suya!
La infortunada, que no expiró inmediatamente, se debatió largo rato
bajo sus grilletes: horrible espectáculo que el infame contempló con sangre
fría y del que se apartó para alejarse definitivamente de nosotras.
Todo cambió al día siguiente de la marcha de Roland. Su sucesor, hombre dulce y razonable, nos hizo soltar al instante.
––Este no es trabajo para un sexo débil y delicado ––nos dijo con
bondad––; es cosa de animales hacer funcionar esta máquina. El oficio que
tenemos es bastante criminal sin necesidad de ofender aún más al Ser supremo
con unas atrocidades gratuitas.
Nos instaló en el castillo, y me colocó, sin exigir nada de mí, en
posesión de las tareas que realizaba la hermana de Roland. Las restantes mujeres fueron ocupadas en la talla de piezas de
moneda, tarea mucho menos fatigante sin duda y de la que, sin embargo, se veían
recompensadas, al igual que yo, con buenas habitaciones y una excelente
nutrición.
Al cabo de dos meses, Dalville, sucesor de Roland, nos informó de la feliz llegada de su colega a Venecia: ya estaba
instalado, había hecho su fortuna, disfrutaba de todo el descanso y de toda la
felicidad que había podido desear. La suerte del que le sustituía no fue ni con
mucho la misma. El desdichado Dalville era honesto en su profesión: y eso
bastaba para que no tardaran en aplastarlo.
Un día que todo estaba tranquilo en el castillo, pues bajo las leyes
de aquel buen amo, el trabajo, aunque criminal, se efectuaba, sin embargo, con
alegría, las puertas fueron reventadas, los fosos escalados y la casa, antes de
que nuestra gente pudiera pensar en su defensa, se llenó con más de sesenta jinetes
de la gendarmería. Hubo que rendirse; no cabía hacer otra cosa. Nos
encadenaron como animales; nos ataron sobre unos caballos y nos llevaron a Grenoble. «¡Oh, santo cielo!», me dije al entrar allí, «será,
pues, el cadalso mi suerte en esta ciudad en la que había cometido la locura de
creer que la felicidad debía nacer para mí... ¡Oh, presentimientos humanos, qué engañosos
sois!»
El proceso de los monederos falsos no tardó en ser sentenciado; todos
fueron condenados a la horca. Cuando vieron la marca que yo llevaba, casi ni se
toma ron el esfuerzo de interrogarme, y ya iba a ser tratada como los demás,
cuando finalmente intenté conseguir alguna compasión del magistrado famoso,
honra de aquel tribunal, juez íntegro, ciudadano querido, filósofo iluminado,
cuya sabiduría y cuya beneficiencia grabarán para siempre su célebre nombre en
letras de oro en el templo de Temis. Me escuchó; convencido de mi buena fe y de
la verdad de mis desdichas, se dignó poner en mi proceso algo más de atención
que sus colegas... Oh, gran hombre, te debo mi homenaje, la gratitud de una
infortunada no será nada onerosa para ti, y el tributo que te ofrezco, dando a
conocer tu corazón, será siempre el más dulce goce del suyo.
El señor S*** se convirtió en mi propio abogado; mis protestas fueron
atendidas, y su viril elocuencia iluminó las mentes. Las declaraciones
generales de los monede ros falsos que iban a ejecutar acabaron por apoyar el
celo del que quería interesarse por mí: fui declarada seducida, inocente,
plenamente liberada de acusación, con una total libertad de hacer lo que se me
antojara. Mi protector sumó a estos servicios el de conseguirme una colecta que
me valió más de cincuenta luises;
al fin veía brillar ante mis
ojos la aurora de la felicidad; al fin mis presentimientos parecían cumplirse,
y me creía al término de mis males cuando le agradó a la Providencia
convencerme de que todavía me hallaba muy lejos de ello.
Al salir de la cárcel, me había alojado en una posada delante del
puente del Isère, al lado de los arrabales, donde me habían
asegurado que viviría honestamente. Mi intención, de acuerdo con el consejo del
señor S***, era permanecer allí un tiempo para intentar colocarme en la ciudad,
o regresar a Lyon, si no lo conseguía, con las cartas de recomendación que el señor S***
tenía la bondad de ofrecerme. En esta posada comía en lo que se llama la mesa
redonda, cuando al segundo día descubrí que era extremadamente observada por
una gruesa señora muy bien vestida, que se hacía dar el título de baronesa: a
fuerza de examinarla a mi vez, creí reconocerla y nos dirigimos
simultáneamente una hacia la otra, como dos personas que se han conocido, pero
que no pueden recordar dónde.
Al fin, la baronesa, llevándome aparte, me dijo:
––Thérèse, ¿me equivoco? ¿No sois la que salvé hace diez años de la Conciergerie, y no reconocéis a la Dubois?
Poco contenta con este descubrimiento, contesté, sin embargo, con
cortesía, pues estaba tratando con la mujer más inteligente y más astuta que
existió en Francia: no hubo manera de escapársele. La Dubois me colmó de
amabilidades, me dijo que se había interesado por mi suerte como toda la
ciudad, pero que si hubiera sabido que se trataba de mí, no habría habido
ningún tipo de gestiones que no hubiera hecho ante los magistrados, varios de
los cuales, según pretendía, eran amigos suyos. Débil como de costumbre, me
dejé llevar a la habitación de esa mujer y le conté mis desdichas.
––Querida amiga ––me dijo, abrazándome una vez más––, si he deseado
verte con mayor intimidad es para contarte que disfruto de una gran fortuna, y
que cuanto tengo está a tu servicio; mira ––me dijo, abriéndome unos joyeros
llenos de oro y de diamantes––, ahí están los frutos de mi ingenio; si hubiera
incensado la virtud como tú, a estas alturas estaría encerrada o ahorcada.
––Oh, señora ––le dije––, si sólo debéis todo eso a unos crímenes, la
Providencia, que siempre acaba por ser justa, no os lo dejará disfrutar largo
tiempo.
––Estás en un error ––me dijo la Dubois––, no te creas que la
Providencia favorece siempre la virtud; que un breve instante de prosperidad no
te ciegue hasta este punto. Para el mantenimiento de las leyes de la Providencia
tanto da que Pablo siga el mal, como que Pedro se entregue al bien; la
naturaleza necesita una suma igual de uno y de otro, y una mayor práctica del
crimen que de la virtud es la cosa del mundo que le resulta más indiferente.
Escucha, Thérèse, escúchame con un poco de atención ––prosiguió
esa corruptora, sentándose y haciéndome poner a su lado––; tú eres inteligente,
hija mía, y me gustaría convencerte de una vez.
»No es la opción que el hombre hace de la virtud lo que le permite
encontrar la felicidad, querida muchacha, pues la virtud sólo es, al igual que
el vicio, una de las maneras de comportarse en el mundo; así pues, no se trata
de seguir la una más que la otra; se trata de caminar siempre por el camino
principal; el que se aparta de él siempre se equivoca. En un mundo enteramente
virtuoso, yo te aconsejaría la virtud, porque al estar las recompensas
vinculadas a ella, allí reside infaliblemente la felicidad; en un mundo
totalmente corrompido, siempre te aconsejaré el vicio. El que no sigue el
camino de los demás perece inevitablemente; choca con todo lo que encuentra, y
como es el más débil, es absolutamente inevitable que no resista. Las leyes
quieren restablecer el orden y encaminar los hombres a la virtud, pero es en
vano; demasiado prevaricadoras para conseguirlo, demasiado insuficientes para
alcanzarlo, los apartarán un instante del camino hollado, pero jamás llegarán a
hacerlos abandonar. Cuando el interés general de los hombres les llevará a la
corrupción, el que no quiera corromperse con ellos luchará, pues, en contra
del interés general; ahora bien, ¿qué felicidad puede esperar aquel que
contraría perpetuamente el interés de los demás? Me dirás que es el vicio lo
que contraría el interés de los hombres. Te lo concedería en un mundo
compuesto de una parte igual de buenos y de malvados, porque entonces el
interés de unos choca visiblemente con el de los otros. Pero eso no es así en
una sociedad totalmente corrompida; mis vicios, entonces, al ofender únicamente
al vicioso, determinan en él otros vicios que le compensan, y los dos nos
sentimos dichosos. La vibración se hace general; es una multitud de choques. y
de lesiones mutuas en las que cada cual, recuperando inmediatamente lo que
acaba de perder, se encuentra incesantemente en una posición dichosa. El vicio
sólo es peligroso para la virtud que, débil y tímida, jamás se atreve a
emprender nada; pero cuando ya no exista en la Tierra, cuando su fastidioso
reinado haya concluido, el vicio entonces, ofendiendo únicamente al vicioso,
hará aflorar otros vicios, pero ya no alterará las virtudes. ¿Cómo no ibas a
fracasar mil veces en tu vida, Thérèse, adoptando continuamente
a contrapelo el camino contrario al que seguía todo el mundo? Si te hubieras
entregado al torrente, habrías encontrado, como yo, un puerto. Aquel que quiere
remontar un río ¿recorrerá en un mismo día tanto camino como el que lo desciende?
Me hablas siempre de la Providencia; pues bien, ¿quién te demuestra que esta
Providencia prefiere el orden y, por consiguiente, la virtud? ¿No te ofrece
ejemplos incesantes de sus injusticias e irregularidades? Enviando a los hombres
la guerra, la peste y el hambre, habiendo creado un universo vicioso en su
totalidad, ¿manifiesta ante tus ojos su extremo amor por el bien?, ¿por qué
quieres que los individuos viciosos le disgusten si ella misma sólo actúa a
través de vicios, cuando todo es vicio y corrupción en sus obras, todo crimen
y desorden en sus voluntades? Pero ¿de dónde provienen, además, esos impulsos
que nos arrastran al mal? ¿No es su mano la que nos los ofrece? ¿Hay una sola
de nuestras sensaciones que no provenga de ella? ¿Uno solo de nuestros deseos
que no sea obra suya? ¿Es razonable, por tanto, decir que nos permitiría o nos
daría inclinaciones hacia algo que le perjudicaría, o que le resultaría inútil?
Así pues, si los vicios le sirven, ¿por qué querríamos nosotros resistirnos?
¿Con qué derecho nos empeñaríamos en destruirlos? ¿Y a santo de qué
sofocaríamos su voz? Un poco más de filosofía en el mundo no tardaría en
ponerlo todo en orden, y haría ver a los magistrados y a los legisladores que
los crímenes que censuran y castigan con tanto rigor tienen a veces un grado
de utilidad mucho mayor que esas virtudes que predican sin practicarlas ellos
mismos y sin recompensarlas jamás.
––Pero aunque yo fuera lo bastante débil, señora ––contesté––, para abrazar vuestros espantosos sistemas, ¿cómo conseguiríais sofocar
el remordimiento que harían nacer a cada instante en mi corazón?
––El remordimiento es una quimera ––me dice la Dubois––; sólo es, mi
querida Thérèse, el murmullo imbécil de un alma bastante
tímida como para no atreverse a aniquilarlo.
––¿Aniquilarlo? ¿Es posible?
––Nada más fácil. Sólo nos arrepentimos de lo que no solemos hacer;
repite con frecuencia lo que te ocasiona remordimientos y no tardarás en apagar
los; enfréntales la llama de las pasiones, las poderosas leyes del interés, y
no tardarás en disiparlos. El remordimiento no demuestra el crimen, denota
únicamente un alma fácil de subyugar; si llega una orden absurda que te prohibe
salir al instante de esta habitación, tú no saldrás de ella sin remordimientos,
por muy claro que esté que no haces, sin embargo, ningún mal en salir de ella.
Así pues, no es cierto que sólo el crimen provoca remordimientos.
Convenciéndose de la nulidad de los crímenes, de lo necesarios que son respecto
al orden general de la naturaleza, sería posible, por tanto, vencer con tanta
facilidad el remordimiento que se sentiría después de haberlos cometido como
podrías tú sofocar el que nacería de tu salida de esta habitación después de la
orden ilegal que habrías recibido de permanecer en ella. Es necesario comenzar
por un análisis exacto de todo lo que los hombres denominan crimen para
convencerse de que sólo caracterizan así la infracción de sus leyes y de sus
costumbres nacionales; lo que se denomina crimen en Francia, deja de serlo a
doscientas leguas de allí; no existe ninguna acción que sea real y
universalmente considerada como crimen en toda la Tierra; ninguna que, viciosa
o criminal aquí, no sea loable y virtuosa a algunas millas de aquí; todo es
cuestión de opinión y de geografia,
y es absurdo, por tanto, querer
limitarse a practicar unas virtudes que son crímenes en otro lugar, y escapar
de unos crímenes que son acciones excelentes bajo otro clima. Ahora te pregunto
si puedes, después de estas reflexiones, conservar todavía remordimientos por
haber cometido, por placer o por interés, un crimen en Francia que es una
virtud en la China; si debo sentirme muy desdichada, molestarme
prodigiosamente, por practicar en Francia unas acciones que me harían quemar en
el Siam. Ahora bien, si el remordimiento sólo existe en razón de la
prohibición, si sólo nace de los restos del freno y en absoluto de la acción
cometida, ¿es un gesto muy sabio dejarlo subsistir en sí? ¿No es estúpido no
sofocarlo inmediatamente? Si nos acostumbramos a considerar como indiferente
la acción que tiende a provocar remordimientos; si la juzgamos así gracias al
estudio reflexivo de los hábitos y costumbres de todas las naciones de la
Tierra; y, como consecuencia de este esfuerzo, repetimos esta acción, sea cual
sea, con la mayor frecuencia posible; o, mejor aún, la realizamos con mayor
fuerza que la que tratamos, a fin de acostumbrarnos mejor a ella, el hábito y
la razón no tardarán en destruir el remordimiento; no tardarán en aniquilar
ese movimiento tenebroso, fruto exclusivo de la ignorancia y de la educación.
Sentiremos a partir de entonces que nada es un crimen real, arrepentirse, una
estupidez, y una pusilanimidad no atreverse a hacer todo lo que pueda sernos
útil o agradable, sean cuales sean los diques que haya que abatir para
conseguirlo. Tengo cuarenta y cinco años, Thérèse; cometí mi primer crimen a los catorce años. Aquél me liberó de todos
los lazos que me estorbaban; a partir de entonces no he cesado de correr en pos
de la fortuna por un camino que estuvo sembrado de crímenes; no hay ni uno que
no haya cometido, o hecho cometer... y jamás he conocido el remordimiento. Sea
como fuere, llego al final, dos o tres golpes afortunados más y salto, del
estado de mediocridad en que debía acabar mis días, a más de cincuenta mil
libras de renta. Te lo repito, querida, jamás en esta ruta afortunadamente
recorrida el remordimiento me ha hecho sentir sus espinas; un espantoso revés
me sumiría al instante de la cima al abismo, no lo lamentaría, me quejaría de
los hombres o de mi torpeza, pero siempre quedaría en paz con mi conciencia.
––De acuerdo, señora ––contesté––, pero razonemos
un instante a partir de vuestros mismos principios; ¿con qué derecho pretendéis
exigir que mi conciencia sea tan firme como la vuestra, cuando no ha estado
acostumbrada desde la infancia a vencer los mismos prejuicios? ¿A título de
qué exigís que mi mente, que no está organizada como la vuestra, pueda adoptar
los mismos sistemas? Admitís que existe una suma de bien y de mal en la
naturaleza, y que se precisa, por consiguiente, una cierta cantidad de seres
que practican el bien, y otra que se entregan al mal. Así pues, la opción que
yo tomo está en la naturaleza; y ¿de dónde exigiríais a partir de ahí que yo me
apartara de las reglas que prescribe? Encontráis, me decís, la dicha en el
camino que recorréis: ¡bien!, señora, ¿por qué yo no puedo encontrarla
igualmente en el que yo sigo? No creáis por otra parte que la vigilancia de las
leyes deje en reposo largo tiempo al que las infringe; acabáis de ver un
ejemplo clamoroso de ello: de los quince bribones con los que yo vivía, uno se
salva, catorce perecen ignominiosamente...
––¿Y eso es lo que tú llamas una desgracia? ––continuó la Dubois––.
Pero ¿qué significa esta ignominia para el que ya no tiene principios? Cuando
se ha superado todo, cuando el honor sólo es para nosotros un prejuicio, la
reputación, algo indiferente, la religión, una quimera, la muerte, un
aniquilamiento total, ¿no es lo mismo perecer en un cadalso que en la cama? En
el mundo hay dos tipos de malvados, Thérèse: aquel a quien una
fortuna poderosa, un crédito prodigioso, pone al amparo de este fin trágico, y
aquel que no lo evitará si lo atrapan. Este último, nacido sin bienes, debe
tener un único deseo, si es inteligente: llegar a rico al precio que sea. Si lo
consigue, tiene lo que ha querido, debe estar contento; si es ajusticiado, ¿qué
lamentará, ya que no tiene nada que perder? Así pues, las leyes son nulas a los
malvados, puesto que no alcanzan al que es poderoso, y es imposible que las
tema el miserable, ya que su espada es su único recurso.
––¿Y creéis ––continué––
que la Justicia celestial no
espera en el otro mundo al que el crimen no ha atemorizado en éste?
––Creo ––replicó la peligrosa mujer–– que si existiera un Dios, habría
menos mal en la Tierra; creo que si este mal existe, o estos desórdenes han
sido ordenados por ese Dios, y se trata entonces de un ser bárbaro, o es
incapaz de impedirlos: a partir de ese momento, se trata de un dios débil, y en
ambos casos de un ser abominable, un ser cuya cólera debo desafiar y cuyas
leyes despreciar. Ay, Thérèse.
¿No es mejor el ateísmo que uno
u otro de ambos extremos? Ese es mi sistema, querida muchacha, lo sigo desde la
infancia, y seguramente no renunciaré a él en toda la vida.
––Me hacéis estremecer, señora ––dije levantándome––, perdonad que no
pueda seguir escuchando ni vuestros sofismas ni vuestras blasfemias.
––Un momento, Thérèse
––dijo la Dubois, reteniéndome––,
si no puedo vencer tu razón, que cautive por lo menos tu corazón. Te necesito,
no me niegues tu ayuda; ahí tienes mil luises, te pertenecerán así
que el golpe esté dado.
Escuchando aquí únicamente mi inclinación a hacer el bien, pregunté
inmediatamente a la Dubois de qué se trataba, a fin de prevenir, si podía, el
crimen que se disponía a cometer.
––Es lo siguiente ––me dijo––: ¿te has fijado en el joven negociante
de Lyon que
lleva cuatro o cinco días comiendo aquí?
––¿Quién? ¿Dubreuil?
––Exactamente.
––¿Y qué?
––Está enamorado de ti, me lo ha contado en secreto; tu aire modesto y
dulce le gusta infinitamente, ama tu candor y le encanta tu virtud. Este amante
novelesco tiene ochocientos mil francos en oro o en papel moneda en un
cofrecito al lado de su cama. Déjame hacer creer a este hombre que tú consientes
en escucharle: que eso sea cierto o no, ¿qué te importa? Yo le animaré a
proponerte un paseo fuera de la ciudad, le convenceré de que su historia
contigo progresará durante ese paseo; tú le entretienes, le mantienes alejado
el mayor tiempo posible, intervalo durante el cual yo le robaré, sin llegar a
escapar; sus pertenencias ya estarán en Turín, y yo seguiré todavía en Grenoble. Emplearemos toda la astucia posible en disuadirle de que se fije en
nosotras, aparentaremos ayudarle en sus pesquisas; mientras tanto anunciaré mi
marcha, a él no le asombrará nada; tú me seguirás, y los mil luises te serán entregados al tocar las tierras del Piamonte.
––Acepto, señora ––le dije a la Dubois, absolutamente decidida a
avisar a Dubreuil del robo que querían hacerle––; pero ¿os dais cuenta ––añadí
para engañar mejor
a la malvada–– que si Dubreuil está enamorado de mí, puedo,
avisándole, o entregándome a él, sacar mucho más de lo que me ofrecéis por
traicionarle?
––¡Bravo! ––me dijo la Dubois––, eso es lo que yo llamo
una buena alumna. Empiezo a creer que el cielo te ha dado más arte que a mí
para el crimen. Bien ––prosiguió ella escribiendo––, ahí tienes mi billete de
veinte mil escudos: atrévete a negarte ahora.
––Me guardaré mucho, señora ––dije recogiendo el billete––, pero
atribuid únicamente a mi desdichado estado y a mi debilidad el error que cometo
en rendirme a vuestras seducciones.
––Yo quería rendir un homenaje a tu inteligencia ––me dijo la
Dubois––, si prefieres que acuse de ello a tu desdicha, haré lo que quieras.
Sírveme siempre, y estarás contenta.
Todo se arregló; a partir de aquella misma noche, yo comencé a poner
mejor cara a Dubreuil, y descubrí efectivamente que sentía alguna predilección
por mí.
Nada más molesto que mi situación: sin duda estaba muy lejos de
prestarme al crimen propuesto, aunque me hubieran ofrecido una cantidad diez
mil veces mayor de oro; pero denunciar a aquella mujer era penoso para mí; me
repugnaba extremadamente exponer a morir a una criatura a la que diez años antes
había debido mi libertad. Habría querido encontrar el medio de impedir el
crimen sin provocar su castigo, y con cualquier otra que no una consumada
malvada como la Dubois, lo habría conseguido. Eso fue, pues, lo que decidí,
ignorando que las sordas maniobras de aquella horrible mujer no sólo
derrumbarían todo el edificio de mis honestos proyectos, sino que me
castigarían incluso por haberlo concebido.
En el día prescrito para el proyectado paseo, la Dubois nos invitó a
los dos a cenar en su habitación; aceptamos, y terminada la cena, Dubreuil y yo
bajamos para ocupar el carruaje que nos habían preparado; como la Dubois no nos
acompañó, me encontré a solas con Dubreuil un instante antes de partir.
––Señor ––le dije apresuradamente––, escuchadme con atención; no
digáis nada, y sobre todo cumplid rigurosamente lo que voy a aconsejaros:
¿tenéis algún amigo seguro en esta posada?
––Sí, tengo un joven socio con el que puedo contar como si fuera yo
mismo.
––Bien, señor, id inmediatamente a ordenarle que no abandone vuestra
habitación ni un minuto mientras nosotros estemos de paseo.
––Pero yo tengo la llave de esa habitación. ¿Qué significa este
exceso de precaución?
––Es más esencial de lo que creéis, señor: tomadla, os lo ruego, o no
salgo con vos. La mujer con la que hemos cenado es una malvada: organiza la
excursión que vamos a hacer juntos para robaros con mayor comodidad durante ese
tiempo. Apresuraos, señor, nos está observando, es peligrosa. Entregad la llave
a vuestro amigo; que se instale en vuestra habitación, y que no se mueva hasta
que nosotros no hayamos vuelto. Os explicaré todo el resto así que estemos en
el coche.
Dubreuil me hace caso, me estrecha la mano para darme las gracias,
corre a dar las órdenes relativas al aviso que recibe, y regresa. Salimos,
durante el camino le relato toda la aventura, le cuento las mías, y le informo
acerca de las desdichadas circunstancias de mi vida que me han hecho conocer a
una mujer semejante. Aquel joven honrado y sensible me demuestra el más vivo
agradecimiento por el servicio que quiero prestarle; se interesa por mis
infortunios, y me propone suavizarlos con el don de su mano.
––Me siento demasiado feliz de poder reparar los errores que la
Fortuna ha cometido con vos, señorita ––me dice––; yo soy mi propio dueño, no
dependo de nadie. Me voy a Ginebra para una inversión considerable de unas
cantidades que vuestros buenos consejos me salvan, así que vendréis conmigo. Al
llegar allí me convertiré en vuestro esposo, y sólo apareceréis en Lyon bajo este título, o
si lo preferís, señorita, si sentís alguna desconfianza, sólo en mi propia
patria os daré mi apellido.
Tal ofrecimiento me halagaba demasiado para que me atreviera a
rechazarlo; pero tampoco me convenía aceptarlo sin hacer escuchar a Dubreuil
todo lo que podría hacerle arrepentirse; me agradeció mi delicadeza, y me urgió
con mayor insistencia... ¡Qué infeliz criatura era yo! ¡Era preciso que la
dicha sólo se me ofreciera para llenarme más vivamente de pena al no poderla
aprovechar jamás! ¡Era preciso que ninguna virtud pudiera nacer en mi corazón
sin ocasionarme tormentos!
Nuestra conversación ya nos había llevado a dos leguas de la ciudad, y
nos disponíamos a bajar para disfrutar de la frescura de unas alamedas al
borde del Isère, por las que teníamos la intención de pasear,
cuando de repente Dubreuil me dice que se sentía muy mal... Baja, y le
sorprenden unos espantosos vómitos; le hago subir inmediatamente al coche, y
regresamos apresuradamente a la ciudad. Dubreuil está tan mal que hay que
llevarle a su habitación; su estado sorprende a su socio al que encontramos
allí, y que, siguiendo sus órdenes, no había salido de ella. Llega un médico.
¡Cielos, Dubreuil está envenenado! Así que me entero de la fatal noticia, corro
al apartamento de la Dubois. ¡La infame había desaparecido! Entro en mi
habitación, el armario ha sido forzado, el poco dinero y las ropas que poseo
desaparecidos. Me aseguran que la Dubois emprendió hace tres horas el viaje a
Turín. No había ninguna duda de que era la autora de esta multitud de crímenes:
se había presentado en el cuarto de Dubreuil; irritada por encontrar gente, se
había vengado conmigo, y había envenenado a Dubreuil, cenando, para que, a la
vuelta, si hubiera conseguido robarle, aquel desdichado joven, más preocupado por
su vida que por perseguir a la que robaba su fortuna, la dejara escapar con
seguridad, y yo pudiera resultar más sospechosa que ella en vista de que el
accidente de su muerte ocurría en mis brazos. Nada nos probó sus combinaciones,
pero ¿cabía imaginar que fueran otras?
Vuelvo corriendo a ver a Dubreuil: no me dejan aproximarme; protesto
por esta negativa, me cuentan la causa. El desdichado expira, y ya sólo se
ocupa de Dios. Sin embargo, me ha exculpado; yo soy inocente, asegura; prohibe
expresamente que me persigan; muere. Apenas ha cerrado los ojos, su socio se
apresura a darme la noticia, rogándome que esté tranquila. ¡Ay! ¿Podía estarlo?
¿Podía no llorar amargamente la muerte de un hombre que se había ofrecido tan
generosamente a sacarme del infortunio? ¿Podía dejar de deplorar un robo que
me devolvía a la miseria, de la que acababa de salir? «¡Espantosa criatura!»,
exclamé; «si es ahí donde conducen tus principios, ¿hay que sorprenderse de que
los aborrezcamos, y las personas honradas los castiguen?» Pero yo razonaba en
tanto que parte lesionada, y la Dubois, que sólo veía su dicha y su interés en
lo que había hecho, sacaba sin duda otras conclusiones.
Se lo confié todo al socio de Dubreuil, que se apellidaba Valbois,
tanto lo que habían urdido contra su amigo como lo que me había ocurrido a mí
misma. Se compadeció de mí, lamentó muy sinceramente las desgracias de
Dubreuil y censuró el exceso de delicadeza que me había impedido ir a denunciar
el caso tan pronto como me hube enterado de los proyectos de la Dubois.
Decidimos que aquel monstruo, que sólo necesitaba cuatro horas para ponerse en
país seguro, llegaría allí antes de que nosotros avisáramos para hacerla
perseguir; que nos costaría mucho dinero; que el dueño de la posada, vivamente
comprometido en la denuncia que hiciéramos, y defendiéndose con violencia,
acabaría tal vez por aplastarme a mí, a mí... que sólo parecía respirar en Grenoble como escapada del cadalso. Estas razones me convencieron y me
asustaron tanto que decidí abandonar esta ciudad sin despedirme del señor S***,
mi protector. El amigo de Dubreuil aprobó esta decisión; no me ocultó que si
toda esta aventura se desvelaba, las declaraciones que se vería obligado a
hacer me comprometerían, fueran cuales fuesen sus precauciones, tanto a causa
de mi intimidad con la Dubois como por mi último paseo con su amigo; que me
aconsejaba, por consiguiente, a partir de ahí, que me fuera inmediatamente sin
ver a nadie, convencida de que por su parte jamás actuaría en contra de mí,
pues me creía inocente, y sólo culpable de mostrar debilidad en todo lo que
acababa de ocurrir.
Al pensar en las opiniones de Valbois admití que eran buenas, en la
medida en que estaba tan convencido de que yo tenía un aspecto culpable, como
seguro de que no lo era; que lo único que hablaba en mi favor, la recomendación
hecha a Dubreuil en el instante del paseo, mal explicada, se me había dicho,
por él en el momento de su muerte, no llegaría a ser una prueba tan triunfante
como para que yo contara con ella; con lo cual me decidí prontamente. Se lo
comuniqué a Valbois.
––Me gustaría ––me dijo–– que mi amigo me hubiera encargado algunas
disposiciones favorables para vos, las cumpliría con el mayor placer, me
gustaría también que me hubiera dicho que era a vos a quien debía el consejo
de vigilar su habitación; pero no ha hecho nada de todo eso. Así que me veo
obligado a limitarme a la mera ejecución de sus órdenes. Las desgracias que habéis
sufrido por él me decidirían, si pudiera, a hacer algo por mi cuenta, señorita,
pero comienzo el comercio, soy joven, mi fortuna es limitada, estoy obligado a
rendir al instante las cuentas de Dubreuil a su familia; permitidme, pues, que
me ciña al único pequeño servicio que os ruego que aceptéis: aquí tenéis cinco luises, y allí una honrada comerciante de Chalon––sur––Saône, mi patria. Esta regresa allí tras haber parado veinticuatro horas en Lyon donde la reclaman
algunos asuntos; os pongo en sus manos. Señora Bertrand ––continuó Valbois, llevándome hacia esta mujer––, ésta es la joven
de la que os hablé; os la recomiendo, desea colocarse. Os ruego con la misma
insistencia que si se tratara de mi propia hermana que os toméis todas las
molestias posibles para encontrarle en nuestra ciudad algo que convenga a su
persona, a su nacimiento y educación; para que hasta entonces no le suponga
ningún gasto, yo os responderé de todo la primera vez que nos veamos. Adiós,
señorita ––prosiguió Valbois pidiéndome permiso para abrazarme––; la señora Bertrand parte mañana al despuntar el día; seguidla, y que algo más de
felicidad pueda acompañaros en una ciudad donde tal vez tenga la satisfacción
de volveros a ver pronto.
La honradez de ese joven, que básicamente no me debía nada, me hizo
derramar lágrimas. Los buenos tratos son muy dulces cuando se lleva tanto
tiempo experimentando otros odiosos. Acepté sus dones jurándole que trabajaría
hasta estar en situación de podérselos devolver algún día. «¡Ay!», pensé al retirarme,
«aunque la práctica de una nueva virtud acaba de precipitarme en el infortunio,
por lo menos, por primera vez en mi vida, la esperanza de un consuelo se ofrece
en ese abismo espantoso de males, donde la virtud sigue precipitándome.»
Era pronto: la necesidad de respirar me hizo bajar al muelle del Isère, con la intención de pasear por él unos instantes; y, como ocurre casi
siempre en tales casos, mis reflexiones me llevaron muy lejos. Encontrándome
en un lugar aislado, me senté allí para pensar con mayor comodidad. Mientras
tanto llegó la noche sin que yo pensara en retirarme, cuando de repente me
sentí agarrada por tres hombres. Uno me coloca la mano en la boca, y los otros
dos me arrojan precipitadamente a un carruaje, suben a él conmigo, y hendimos
los aires durante tres horas largas, sin que ninguno de esos bandidos se
dignara a decirme una sola palabra ni contestar a ninguna de mis preguntas. Las
cortinas están bajadas, no veía nada. El carruaje llega cerca de una casa, se
abren las puertas para recibirlo, y se cierran inmediatamente. Mis guías me
arrastran, me hacen atravesar así estancias sombrías, y me dejan finalmente en
una, cerca de la cual hay una habitación en la que descubro luz.
––Quédate ahí ––me dijo uno de mis raptores retirándose con sus
compañeros––, no tardarás en ver a conocidos tuyos.
Y desaparecen, cerrando con cuidado todas las puertas. Casi al mismo
tiempo, la de la habitación en la que percibía la claridad se abre, y veo salir
de ella, con una vela en la mano... ¡oh, señora!, adivinad quién podía ser... ¡la
Dubois!... la Dubois en persona, aquel monstruo espantoso, devorado sin duda
por el más ardiente deseo de venganza.
––Ven, encantadora joven ––me dijo arrogantemente––, ven a recibir la
recompensa de las virtudes a que te has entregado a mi costa... ––Y
estrechándome la mano con cólera––: ¡Ah, malvada! ¡Te enseñaré a
traicionarme!
––No, no señora ––le dije precipitadamente––, no, yo no os he
traicionado en absoluto. Informaos, no he hecho la menor denuncia que pueda
preocuparos, no he dicho la mas mínima palabra que pueda comprometeros.
––Pero ¿acaso no te has opuesto al crimen que preparaba? ¿No lo has
impedido, indigna criatura? Es preciso que recibas tu castigo...
Y como ya entrábamos, no tuvo tiempo de decir más. La estancia donde
me hacían pasar era tan suntuosa como magníficamente iluminada. Al fondo,
sobre una otomana, había un hombre con una bata de tafetán flotante, de unos
cuarenta años, y al que no tardaré en describiros.
––Monseñor ––dijo la Dubois presentándome a él––, aquí tenéis a la
joven que queríais, aquella por la que se interesa todo Grenoble... la famosa Thérèse, en una palabra, condenada a ser colgada con
los monederos falsos, liberada después a causa de su inocencia y de su virtud.
Admitid mi habilidad en serviros, monseñor; hace cuatro días me hablasteis del
extremo deseo que teníais de inmolarla a vuestras pasiones; y hoy os la entrego.
Es posible que la prefiráis a la bonita pensionista del convento de las
benedictinas de Lyon, que también habéis deseado, y que nos llegará dentro de un instante:
aquélla tiene su virtud fisica
y moral, ésta sólo tiene la de
los sentimientos; pero forma parte de su existencia, y no encontraréis en
parte alguna una criatura más llena de candor y de honestidad. Una y otra son
vuestras, monseñor: o las despedís a las dos esta noche, o a una hoy, y a la
otra mañana. En cuanto a mí, os abandono: las bondades que tenéis conmigo me
han obligado a comunicaros mi aventura de Grenoble. ¡Un hombre muerto, monseñor, un hombre muerto! Tengo que escapar.
––¡Ah, no, no, encantadora mujer! ––exclamó el señor de la casa––, no,
quédate y no temas nada cuando yo te protejo: tú eres el alma de mis placeres;
sólo tú posees el arte de satisfacerlos y de excitarlos, y cuanto más aumentas tus crímenes
más se excita mi cabeza por ti... Pero esta Thérèse es bonita... ––Y dirigiéndose a mí––: ¿Qué edad tienes, hija mía?
––Veintiséis años, monseñor ––contesté––, y muchas
penas.
––Sí, penas, desgracias; ya lo sé, es lo que me divierte, es lo que
he querido. Vamos a poner orden en todo eso, terminaremos con todas tus
desdichas; te aseguro que dentro de veinticuatro horas ya no serás desdichada...
––Y con espantosas carcajadas, agregó––: ¿No es verdad, Dubois, que tengo un
medio seguro para terminar con los infortunios de una joven?
––Sin duda ––dijo aquella odiosa criatura––; y si Thérèse no fuera amiga mía no os la habría traído; pero es justo que la
recompense por lo que ha hecho por mí.
Nunca imaginaríais, monseñor, cuán útil me ha sido esta querida
criatura en mi última empresa de Grenoble. Vos os habéis
dignado encargaros de mi gratitud, y os ruego que me hagáis quedar bien.
La oscuridad de aquellas frases, las que la Dubois me había dirigido
al entrar, la clase de hombre con que trataba, la joven que anunciaban, todo
llenó al instante mi imaginación de una turbación que sería difícil describiros.
Un sudor frío se desprende de mis poros, y estoy a punto de desmayarme: ése es
el momento en que el comportamiento de aquel hombre acaba finalmente por
iluminarme. Me llama, comienza por dos o tres besos en los que nuestras bocas
se ven obligadas a unirse: atrae mi lengua, la chupa, y mete la suya en el
fondo de mi garganta para absorber hasta mi respiración. Me hace inclinar la
cabeza sobre mi pecho, y alzando mis cabellos, observa atentamente la nuca de
mi cuello.
––¡Oh, es delicioso! ––exclama, apretando
fuertemente esta parte––. Jamás he visto nada tan bien unido: será delicioso
separarlo.
Esta última frase despejó todas mis dudas: comprobé claramente que me
encontraba una vez más con uno de esos libertinos de pasiones crueles, cuyas
voluptuosidades predilectas consisten en disfrutar de los dolores o de la
muerte de las desdichadas víctimas que les buscan a base de dinero, y que
corría el peligro de perder la vida.
En aquel instante llaman a la puerta; sale la Dubois y trae
inmediatamente a la joven lionesa de la que acababa de hablar.
Intentaré esbozaros ahora los dos nuevos personajes con los que me
veréis. El monseñor, de quien jamás supe el nombre ni la condición, era, como
ya os he dicho, un hombre de cuarenta años, fino, delgado, pero vigorosamente
formado; unos músculos casi siempre hinchados, elevándose sobre sus brazos
cubiertos de un pelo áspero y negro, anunciaban en él la fuerza y la salud;
tenía el rostro encendido, los ojos pequeños, negros y malvados, una dentadura
hermosa, y la inteligencia
en todas sus facciones; su talle esbelto por encima de lo mediocre, y el
aguijón del amor, que tuve excesivas ocasiones de ver y de sentir, unía a la
longitud de un pie más de ocho pulgadas de circunferencia. Este instrumento,
seco, nervioso, siempre espumeante, y sobre el que se veían gruesas venas que
lo hacían todavía más temible, se mantuvo en ristre durante las cinco o seis
horas que duró esta sesión, sin descender un solo minuto. Yo no había encontrado
nunca un hombre tan peludo: se parecía a los faunos que nos pinta la fábula.
Sus manos secas y duras terminaban con unos dedos que tenían la fuerza de un
torno; en cuanto a su carácter, me pareció duro, brusco, cruel, su inteligencia
propensa a un tipo de sarcasmos y de bromas propicios a incrementar los males
que estaba segura que había que esperar de un hombre semejante.
Eulalie era el nombre de la joven lionesa. Bastaba verla para
adivinar su origen y su virtud: era hija de una de las mejores casas de la
ciudad donde las sicarias de la Dubois la habían secuestrado, bajo el pretexto
de reunirla con un amante que ella idolatraba; poseía, junto con un candor y
una ingenuidad encantadores, una de las más deliciosas fisonomías que puedan
imaginarse. Eulalie, con apenas dieciséis años, tenía una auténtica cara de
virgen; su inocencia y su pudor embellecían a porfla sus facciones: tenía
escaso color, pero eso la hacía aún más seductora; y el resplandor de sus
bellos ojos negros devolvía a su
bonita cara todo el fuego del que esa palidez parecía privarla en un principio;
su boca, un poco grande, estaba dotada de los más bellos dientes; su seno, ya
muy formado, parecía aún más blanco que su tez; parecía formada para ser
pintada, pero no a expensas de la gordura; sus formas eran redondeadas y
abundantes, todas sus carnes firmes, dulces y rollizas. La Dubois pretendió que
era imposible ver un culo más bonito: poco conocedora de esta parte, me
permitiréis que no me manifieste. Un vello suave sombreaba su parte delantera;
unos cabellos rubios, soberbios, flotando sobre todos estos encantos, los
hacían aún más excitantes; y para completar su obra maestra, la naturaleza, que
parecía complacerse en formarla, la había dotado del carácter más dulce y más
amable. ¡Tierna y delicada flor, destinada a embellecer por un instante la
tierra para ser inmediatamente marchitada!
––¡Oh, señora! ––le dijo a la Dubois al reconocerla––, ¡así es como me
habéis engañado!... i Santo cielo! ¿Dónde me habéis conducido?
––Ahora lo verás, hija mía ––le dijo el señor de la casa atrayéndola
bruscamente hacia él y comenzando ya con sus besos, mientras una de mis manos
le masturbaba por orden suya.
Eulafe quiso defenderse, pero la Dubois, empujándola sobre el
libertino, le quitó toda posibilidad de escapar. La sesión fue larga; cuanto
más fresca era la flor, más le gustaba al impuro abejorro libarla. A sus multiplicados
chupetones siguió el examen del cuello; y noté que al palparlo el miembro que
yo excitaba adquiría aún mayor energía.
––Bien ––dijo monseñor––, son dos víctimas que me colmarán de gusto:
serás bien pagada, Dubois, porque me has servido bien. Pasemos a mi tocador:
síguenos, querida mujer, síguenos ––prosiguió mientras nos condujo––; te irás
esta noche, pero te necesito para la velada.
La Dubois se resigna, y pasamos al gabinete de los placeres de aquel
disoluto, donde nos hace desnudarnos a todas.
¡Oh, señora!, no comenzaré a describiros las infamias
de las que fui a la vez testigo y víctima. Los placeres de aquel monstruo eran
los de un verdugo. Sus únicas voluptuosidades consistían en cortar cabezas. Mi
desdichada compañera... ¡Oh, no, señora...! ¡Oh, no!, no me exijáis que
termine... Yo iba a tener la misma suerte; estimulado por la Dubois, aquel
monstruo se disponía a hacer mi suplicio más horrible todavía, cuando una
necesidad común de reparar sus fuerzas les obliga a instalarse en la mesa...
¡Qué exceso! Pero ¿debo lamentarlo, ya que me salvó la vida? Ahítos de vino y
de comida, ambos cayeron borrachos como cubas sobre los restos de su cena. Tan
pronto como los veo así, me precipito sobre unas enaguas y una manteleta que la
Dubois acababa de quitarse para estar aún más inmodesta a los ojos de su patrón, tomo una vela, me precipito a la escalera:
aquella casa desprovista de criados no ofrece nada que se oponga a mi evasión,
encuentro a uno, le digo con aire aterrorizado que corra hacia su amo que se
muere, y alcanzo la puerta sin encontrar más resistencia. Ignoraba los caminos,
no me habían dejado verlos, tomo el primero que se me ofrece... Es el de Grenoble; todo nos sirve cuando la Fortuna se digna a sonreírnos un momento; en
la posada seguían acostados, me introduzco secretamente en ella y me dirijo
apresuradamente a la habitación de Valbois. Llamo, Valbois se despierta y casi
no me reconoce en el estado en que me hallo; me pregunta qué me pasa; le cuento
los horrores de los que acabo de ser a un tiempo víctima y testigo.
––Podéis hacer detener a la Dubois ––le digo––, no está lejos de aquí,
es posible que pueda indicaros el camino... ¡Desgraciada! Independientemente
de todos sus crímenes, ha vuelto a robarme mis ropas y los cinco luises que me disteis.
––¡Oh, Thérèse! ––me dijo Valbois––, sois sin duda la mujer
más desdichada que hay en el mundo, pero fijaros, sin embargo, honesta
criatura, en como, en medio de los males que os abruman, una mano celestial os
mantiene. Que esto sea para vos un motivo suplementario para ser siempre
virtuosa, jamás las buenas acciones carecen de recompensa. No persigamos a la
Dubois, mis razones para dejarla en paz son las mismas que os exponía ayer.
Reparemos únicamente el mal que os ha hecho. Aquí tenéis, en primer lugar, el
dinero que os ha robado.
Una hora después una costurera me trajo dos trajes completos y ropa
interior.
––Pero hay que irse, Thérèse ––me dijo Valbois––,
hay que irse hoy mismo. La Bertrand
cuenta con ello. Le he rogado
que se retrasara unas horas por vos, así que acompañadla.
––¡Oh, virtuoso joven! ––exclamé, cayendo en los
brazos de mi bienhechor––. ¡Ojalá el cielo os devuelva algún día todos los
bienes que me ofrecéis!
Vamos, Thérèse ––me contestó Valbois abrazándome––, yo ya
disfruto de la dicha que me deseáis, puesto que la vuestra es obra mía...
Adiós.
Así es como abandoné Grenoble, señora, y si bien
no encontré en esa ciudad toda la felicidad que yo había supuesto, en ninguna
como en ella descubrí tantas personas honradas reunidas para lamentar o calmar
mis males.
Mi guía y yo íbamos en una pequeña carreta cubierta tirada por un
caballo al que dirigíamos desde el fondo del carruaje. Allí estaban las
mercancías de la se ñora Bertrand,
y una chiquilla de quince meses
a la que todavía amamantaba, y por la que, para mi desdicha, no tardé en sentir
un afecto tan grande como el que podía darle la que la había parido.
La tal Bertrand era, por otra parte, una mujer bastante
mala, suspicaz, charlatana, chismosa aburrida y necia. Bajábamos regularmente
cada noche sus pertenencias a la posada, y dormíamos en la misma habitación.
Hasta Lyon, todo
fue muy bien, pero durante los tres días que aquella mujer necesitaba para sus
negocios, tuve en esa ciudad un encuentro que estaba muy lejos de esperar.
Me paseaba una tarde por el muelle del Ródano con una de las camareras
de la posada a la que había pedido que me acompañara, cuando descubrí de
repente al reverendo padre Antonin de Santa María de los Bosques, superior
ahora de la casa de su orden situada en esa ciudad. Aquel fraile me aborda, y
después de haberme agriamente reprochado en voz baja mi huida, y de haberme
dado a entender que corría grandes peligros de ser atrapada, si lo comunicaba
al convento de Borgoña, añadió, ablandándose, que no diría nada si quería
seguirle en aquel mismo instante con la joven que me acompañaba, y que le
parecía interesante. Luego, haciendo en voz alta la misma proposición a esa
criatura, el monstruo dijo:
––Os pagaremos bien a las dos. En nuestra casa somos diez, y os
prometo por lo menos un luis de cada uno, si vuestra complacencia carece
de límites.
Ante estas frases, me sonrojé prodigiosamente. Por un momento, intento
hacer creer al fraile que se equivoca: al no conseguirlo, hago gestos para
contenerlo, pero nada impresiona a aquel insolente, y sus solicitaciones van
siendo cada vez más cálidas. Al fin, tras nuestros rechazos reiterados de
seguirle, se limita a pedirnos insistentemente nuestra dirección. Para liberarme
de él, le doy una falsa. La escribe en su cartera, y nos abandona asegurándonos
que no tardará en vernos.
Al regresar a la posada, expliqué como pude la historia de esta
desdichada relación a la joven que me acompañaba; pero sea que lo que le dije
no la satisfa ciera, sea que tal vez estuviera muy enfadada por un acto
virtuoso por mi parte que la privaba de una aventura en la que habría ganado
tanto, se fue de la lengua. Tuve harta ocasión de darme cuenta de ello por los
comentarios de la Bertrand, con motivo de la desdichada catástrofe que
pronto voy a contaros. Sin embargo, el fraile no apareció, y nos fuimos.
Por salir tarde de Lyon, aquel primer día tuvimos que dormir en
Villefranche, y allí fue, señora, donde me ocurrió la terrible desgracia que
hoy me hace apa recer ante vos como una criminal, sin que lo haya sido más en
esta funesta circunstancia de mi vida que en ninguna de todas aquellas en que
me habéis visto tan injustamente vapuleada por los golpes de la suerte, y sin
que otra cosa me haya conducido al abismo que la bondad de mi corazón y la
maldad de los hombres.
Llegadas a las seis de la tarde a Villefranche, nos habíamos
apresurado a cenar y a acostarnos, a fin de emprender una marcha más prolongada
el día siguien te; no hacía ni dos horas que reposábamos cuando fuimos
despertadas por una humareda espantosa; persuadidas de que el fuego no estaba
lejos, nos levantamos apresuradamente. ¡Santo cielo!, los progresos del incendio
ya eran más que terroríficos, abrimos semidesnudas nuestra puerta y sólo oímos
a nuestro alrededor el estruendo de las paredes que se desploman, el ruido de
las vigas que se parten, y los gritos espantosos de los que caen en las llamas.
Envueltas por esas llamas devoradoras, ya no sabemos adónde huir; para escapar
a su violencia, nos precipitamos en su foco, y nos vemos inmediatamente
confundidas con la multitud de desdichados que buscan, como nosotras, su salvación
en la huida. Descubro entonces que mi guía, más preocupada de sí misma que de
su hija, ni siquiera ha pensado en salvarla de la muerte; sin avisarla, corro a
nuestra habitación a través de las llamas que me asaltan y me queman en varios
lugares; cojo a la pobre criaturita; me precipito a devolvérsela a su madre,
apoyándome en una viga medio consumida: me falla el pie, mi primer gesto es
adelantar las manos; este impulso de la naturaleza me fuerza a soltar el
precioso fardo que sostengo... Se me escapa, y la desdichada niña cae al fuego
bajo los ojos de su madre. En ese instante me cogen también a mí... me
arrastran; demasiado conmovida para distinguir nada, ignoro si son ayudas o
peligros lo que me rodea, pero para mi desgracia no tardo en averiguarlo
cuando, arrojada a un silla de posta, me encuentro al lado de la Dubois que,
colocándome una pistola en la sien, me amenaza con abrasarme los sesos si
pronuncio una palabra...
––¡Ah, malvada! ––me dice––, te tengo en mis manos, y esta vez no te
escaparás.
––¡Oh, señora, vos aquí! ––exclamé.
––Todo lo que acaba de ocurrir es obra mía ––me contestó aquel
monstruo––; con un incendio te salvé los días, y con un incendio los perderás.
De haber hecho falta, te habría perseguido hasta los infiernos, para apoderarme
de ti. Monseñor se puso furioso cuando se enteró de tu evasión; yo cobro
doscientos luises por cada joven que le procuro, y no solamente
no quiso pagarme a Eulalie, sino que me amenazó con toda su cólera si no te
devolvía. Te descubrí y te perdí por dos horas en Lyon. Ayer, llegué a la posada una hora después que
tú, le prendí fuego a través de unos adláteres que siempre tengo contratados;
quería abrasarte o apoderarme de ti; te he tenido, te conduzco a una casa que
tu huida ha precipitado en la turbación y en la inquietud, y te devuelvo a ella
para ser tratada de cruel manera. Monseñor ha jurado que no habría suplicios
bastante espantosos para ti, y no bajaremos del carruaje hasta que estemos en
su casa. ¡Pues bien, Thérèse!
¿Qué piensas ahora de la virtud?
––¡Oh, señora! Que muchas veces es la presa del crimen; que es
dichosa cuando triunfa; pero que en el cielo debe ser el único objeto de las
recompensas de Dios, si las maldades del hombre consiguen aplastarla en la
Tierra.
––No pasarás mucho tiempo sin saber, Thérèse, si existe realmente un Dios que castigue o que recompense las
acciones de los hombres... Ah, si en la nada eterna donde vas a entrar
inmediatamente te permitiera pensar, ¡cómo lamentarías los sacrificios
infructuosos que tu testadurez te ha obligado a ofrendar a unos fantasmas que
no te han pagado con otra cosa que con desgracias!... Thérèse, todavía estás a tiempo, ¿quieres ser mi cómplice? Te salvo, es más
fuerte que yo verte naufragar incesantemente en los peligrosos caminos de la
virtud. ¡Cómo! ¿Todavía no has sido suficientemente castigada por tu bondad y
tus falsos principios? ¿Qué infortunios necesitas, pues, para corregirte? ¿Qué
ejemplos te son necesarios para convencerte de que el partido que tomas es el
peor de todos, y que, tal como te he dicho cien veces, sólo cabe esperar
reveses cuando, tomando a la multitud a contracorriente, pretendes ser la única
virtuosa en una sociedad totalmente corrompida? Das por supuesto un Dios
vengador: desengáñate, Thérèse,
desengáñate, el Dios que te
forjas sólo es una quimera cuya necia existencia sólo apareció en la cabeza de
los dementes; es un fantasma inventado por la maldad de los hombres, que no
tiene más objetivo que engañarlos, o armarlos a los unos contra los otros. El
servicio más importante que se habría podido prestarles hubiera sido degollar
inmediatamente al primer impostor que se ocupó de hablarles de Dios. ¡Cuánta
sangre habría evitado en el universo un solo homicidio! Vamos, vamos, Thérèse, la naturaleza siempre atenta, siempre activa, no tiene ninguna
necesidad de un dueño para dirigirla. Y si este dueño existiera efectivamente,
después de todos los defectos con que ha llenado sus obras, ¿merecería de
nosotros otra cosa que desprecio e insultos? ¡Ah, si tu Dios existe, Thérèse, cómo lo odio, cómo lo aborrezco! Sí, si su existencia fuera real, lo
confieso, el único placer de irritar perpetuamente al que se revistiera de ella
sería la más preciosa compensación de la necesidad en que me hallaría entonces
de prestarle algún crédito... Una vez más, Thérèse, ¿quieres ser mi cómplice? Se presenta un golpe soberbio, con valor lo
ejecutaremos; te salvo la vida si colaboras. El señor a cuya casa vamos, y al
que conoces, se aísla en la casa de campo donde realiza sus orgías; lo exige su
especial índole; un solo criado vive con él, cuando la visita para sus
placeres: el hombre que corre delante de esta silla, tú y yo, querida muchacha,
somos tres contra dos. Cuando ese libertino esté en el ardor de sus
voluptuosidades, yo me apoderaré del sable con que quita la vida de sus
víctimas, tú le retendrás, le mataremos, y mi hombre mientras tanto acogotará
a su criado. En esa casa hay dinero oculto; más de ochocientos mil francos, Thérèse, estoy segura, el golpe vale la pena... Elige, sensata criatura, elige:
la muerte, o servirme. Si me traicionas, si le comunicas mi proyecto, te
acusaré a ti sola, y no tengas la menor duda de que me creerá por la confianza
que siempre tuvo conmigo... Piénsalo bien antes de contestarme; ese hombre es
un malvado: así pues, asesinándole, no hacemos si no ayudar a las leyes cuyo
rigor ha merecido. No hay día, Thérèse, en que ese
depravado no asesine a una joven: ¿es, pues, ultrajar la virtud castigar al
crimen? ¿Y la proposición que te hago alarmará una vez más tus esquivos
principios?
––No lo dudéis, señora ––contesté––, no es con la
intención de corregir el crimen que me proponéis esta acción, es con el
exclusivo motivo de cometer vos misma otro. Así que sólo puede haber un gran
mal en hacer lo que decís, y ninguna apariencia de legitimidad. Pero hay más:
aunque sólo tuvierais el proyecto de vengar a la humanidad de los horrores de
ese hombre, haríais mal en hacerlo así, esta tarea no os incumbe: las leyes
están hechas para castigar a los culpables, dejémoslas actuar, el Ser supremo
no ha confiado su espada a nuestras débiles manos. Sólo nos serviríamos de
ella para ultrajarlas.
––¡Pues bien! Morirás, indigna criatura ––replicó la Dubois
enfurecida––, morirás. No sueñes con escapar a tu suerte.
––Qué me importa ––contesté
con tranquilidad––, me liberaré
de todos mis males. No hay nada en la muerte que me asuste, es el último sueño
de la vida, es el reposo del desdichado...
Y como, ante estas palabras, aquel animal feroz se arrojó contra mí,
creí que iba a estrangularme; me dio varios golpes en el seno, pero me soltó,
sin embargo, en cuanto grité, por el temor de que el postillón me escuchara.
Mientras tanto avanzábamos con gran rapidez; el hombre que corría
delante hacía preparar nuestros caballos, y no nos parábamos en ninguna posta.
En el momento de los relevos, la Dubois cogía su arma y me la apretaba contra
el corazón... ¿Qué podía hacer? A decir verdad, mi debilidad y mi situación me
abatían hasta el punto de preferir la muerte a los esfuerzos por escapar de
ella.
Estábamos a punto de entrar en el Delfimesado, cuando seis hombres a
caballo, galopando a rienda suelta detrás de nuestro carruaje, lo alcanzaron y,
sable en mano, obligaron a nuestro postillón a detenerse. A treinta pasos del
camino había una choza donde esos jinetes, que no tardamos en reconocer como
de la gendarmería, ordenan al postillón que conduzca el carruaje. Cuando está
allí, nos hacen bajar, y todos entramos en casa del campesino. La Dubois, con
un descaro inimaginable en una mujer cubierta de crímenes, y que está
detenida, preguntó con altanería a esos caballeros si la conocían, y con qué
derecho utilizaban esos modales con una mujer de su rango.
––No tenemos el honor de conoceros, señora ––dijo el oficial––; pero
estamos convencidos de que lleváis en el coche a una desdichada que prendió
fuego ayer a la principal posada de Villefranche. ––Después, examinándome––:
Coincide con su descripción, señora, no nos equivocamos; tened la bondad de
entregárnosla y de contarnos cómo una persona tan respetable como parecéis ser
ha podido encargarse de semejante mujer.
––Es una historia de lo más simple ––contestó la Dubois, aún más
insolente––, y no pretendo ocultárosla, ni tomar partido por esta joven, si es
cierto que es culpable del espantoso crimen que referís. Ayer, yo me alojaba
como ella en esa posada de Villefranche, salí en medio de la confusión, y
cuando subía al coche esta joven se precipitó hacia mí implorando mi compasión,
diciéndome que acababa de perderlo todo en aquel incendio y que me suplicaba
que la llevara conmigo hasta Lyon donde confiaba en colocarse. Atendiendo mucho
menos a mi razón que a mi corazón, asentí a sus demandas; una vez en mi silla,
se ofreció a servirme; de nuevo imprudentemente, consentí a ello, y la llevaba
al Delfinesado donde están mis bienes y mi familia. Sin duda es una lección,
ahora reconozco todos los inconvenientes de la piedad; me corregiré. Aquí la
tenéis, señores, aquí la tenéis; ¡Dios me libre de interesarme por un monstruo
semejante! La abandono a la severidad de las leyes, y os suplico que ocultéis
cuidadosamente la desgracia que tuve de creerla un instante.
Quise defenderme, quise denunciar a la verdadera culpable; mis
discursos fueron tratados de recriminaciones calumniosas de las que la Dubois
sólo se defen día con una sonrisa despectiva. ¡Oh, funestos ejemplos de la
miseria y de la prevención, de la riqueza y de la insolencia! ¿Era posible que
una mujer que se hacía llamar la señora baronesa de Fulconis, que exhibía el
lujo, que se atribuía tierras y una familia, cabía que una mujer semejante
pudiera resultar culpable de un crimen en el que no parecía tener el más
pequeño interés? Por el contrario, ¡,acaso todo no me condenaba a mí? Yo
carecía de protección, era pobre, resultaba evidente que era culpable.
El oficial me leyó las denuncias de la Bertrand. Era ella quien me había acusado; yo había incendiado la posada para
robarla con mayor comodidad; había arroja do su hija al fuego, para que la
desesperación en que este suceso iba a sumirla, cegándola sobre el resto, no le
permitiera ver mis maniobras: yo era además, había añadido la Bertrand, una mujer de mala vida, escapada de la horca en Grenoble, y de la que ella se había neciamente encargado por un exceso de
complacencia hacia un joven de su pueblo, mi amante sin duda. Públicamente y
en pleno día había acosado a unos frailes en Lyon: en una palabra, no había nada que esa indigna criatura no hubiera aprovechado para perderme, nada que la calumnia
agriada por la desesperación no hubiera inventado para envilecerme. A petición
de aquella mujer, habían realizado un examen jurídico en el lugar de los
hechos. El fuego había comenzado en un henil donde varias personas habían
declarado que yo había entrado la noche de aquel día funesto, y eso era cierto.
Buscando un excusado mal señalado por la sirvienta a la que me dirigí, había
entrado en aquel desván, sin encontrar el lugar deseado, y había permanecido
allí el tiempo suficiente para hacer sospechar aquello de lo que me acusaban, o
para ofrecer por lo menos probabilidades; y, como sabemos, esto son pruebas en
este siglo. Así que por mas que me defendiera, el oficial sólo me respondió
estrechando los grilletes.
––Pero, señor ––dije antes aún de dejarme encadenar––, si hubiera robado
a mi compañera de viaje en Villefranche, el dinero debería estar en mi poder:
que se me registre.
Esta ingenua defensa sólo provocó risas; me aseguraron que yo no
estaba sola, que era seguro que tenía unos cómplices a los que había entregado
las cantida des robadas, al escapar. Entonces la malvada Dubois, que conocía la
marca que yo había tenido la desdicha de recibir tiempo atrás en casa de Rodin,
fingió por un instante la conmiseración.
––Señor ––le dijo al oficial––, se cometen cada día tantos errores
sobre todas esas cosas que me perdonaréis la idea que se me ocurre: si esta
joven es culpable del acto de que la acusan, a buen seguro no es su primer
delito; no se llega en un día a fechorías de esta naturaleza. Examine a esta
joven, señor, se lo ruego... si por casualidad encontrara sobre su desdichado
cuerpo... pero si nada la acusa, permitidme que la defienda y la proteja.
El oficial aceptó la comprobación... estaba a punto de realizarse...
––Un momento, señor ––dije, oponiéndome a ello––; esta investigación
es inútil. La señora sabe perfectamente que yo llevo esta espantosa marca; sabe
perfectamente también qué infortunio la ocasionó: este subterfugio por su
parte es un acrecentamiento de horrores que se desvelarán, así como todo el
resto, en el mismo templo de Temis. Conducidme allí, señores: aquí tenéis mis
manos, cubridlas de cadenas; sólo el crimen se sonroja de llevarlas, a la
virtud desgraciadamente la hacen gemir, y no la horrorizan.
––En.verdad, no habría creído ––dijo la Dubois–– que mi idea tuviera
tanto éxito; pero como esta criatura agradece mis bondades hacia su persona
con insidiosas acusaciones, me ofrezco a regresar con ella, si es preciso.
––Esta iniciativa es totalmente inútil, señora baronesa ––dijo el oficial––,
nuestras pesquisas sólo tienen a esta joven por objeto: sus confesiones, la
marca que la mancilla, todo la condena. Sólo la necesitamos a ella, y os pedimos
mil excusas por haberos molestado tanto tiempo. Fui inmediatamente encadenada,
arrojada a la grupa trasera de uno de esos jinetes, y la Dubois se fue acabando
de insultarme con el don de unos cuantos escudos dejados por conmiseración a
mis guardianes para ayudar a mi situación en la triste morada que iba a habitar
en espera de mi instalación.
¡Oh, virtud!» exclamé, cuando me vi en esa espantosa humillación,
«ipodías recibir un insulto mas sensible! ¡Era posible que el crimen osara
afrontarte y vencerte con tanta insolencia e impunidad!»
Pronto llegamos a Lyon; me precipitaron desde mi llegada en el
calabozo de los criminales, y allí fui inscrita como incendiaria, mujer de
mala vida, infanticida y ladrona.
En la posada había habido siete personas abrasadas; yo misma había
pensado estarlo; había querido salvar una niña; iba a perecer: pero aquella que
era la causa de este horror escapaba a la vigilancia de las leyes, a la
justicia del cielo; triunfaba, se preparaba para nuevos crímenes, mientras que,
inocente y desdichada, yo no tenía más perspectiva que el deshonor, la mancilla
y la muerte.
Acostumbrada desde hacía tanto tiempo a la calumnia, a la injusticia
y al infortunio, habituada desde mi infancia a no entregarme a un sentimiento
virtuoso si no era asegurada de encontrar en él espinas, mi dolor fue más
estúpido que desgarrador, y lloré menos de lo que habría creído. Sin embargo,
como es natural para la criatura que sufre buscar todos los medios posibles de
salir del abismo en que le ha sumido su infortunio, pensé en el padre Antonin;
por muy mediocre ayuda que esperara de él, no me negué al deseo de verlo: pregunté
por él, apareció. No le habían dicho qué persona le deseaba; simuló no
reconocerme; entonces le dije al guardián que era efectivamente posible que no
se acordara de mí, ya que sólo había dirigido mi conciencia siendo yo muy
joven, pero que por esta razón pedía una conversación secreta con él. Ambos
consintieron. Así que me quedé a solas con aquel religioso, me arrojé a sus
rodillas, las regué con mis lágrimas, suplicándole que me salvara de la cruel
situación en que estaba; le demostré mi inocencia; no le oculté que las frases
inconvenientes que me había dirigido unos días antes habían indispuesto contra
mí a la persona a la que había sido recomendada, y que ahora resultaba ser mi
acusadora. El fraile me escuchó muy atentamente.
––Thérèse ––me dijo a continuación––, no te enfades como de costumbre, cuando
transgreden tus malditos prejuicios. Ya ves adónde te han llevado, y ahora
puedes convencerte fácilmente de que es cien veces mejor ser tunanta y feliz
que buena e infortunada. Tu caso tiene muy mal cariz, querida hija, es inútil
ocultártelo: esta Dubois de la que me hablas, que tiene el mayor de los
intereses en tu pérdida, colaborará seguramente en ella bajo mano; la Bertrand continuará; todas las apariencias te acusan, y en nuestros días bastan
las apariencias para ser condenado a la muerte. Así que eres una mujer perdida,
eso está claro. Un único medio puede salvarte; yo tengo buenas relaciones con
el intendente, y tiene mucha influencia sobre los jueces de esta ciudad; le
diré que eres mi sobrina, y te reclamaré a este título: anulará todo el
proceso; pediré que te devuelvan a mi familia; te haré secuestrar, pero será
para encerrarte en nuestro convento del que no saldrás en toda tu vida... y
allí, no te lo oculto, Thérèse,
esclava sumisa de mis caprichos,
los satisfarás todos sin mayor reflexión; te entregarás también a los de mis
compañeros: en una palabra, serás mía como la más sumisa de las víctimas... Ya
me oyes: la tarea es ruda; ya sabes cuáles son las pasiones de los libertinos
de nuestra clase: decídete pues, y no demores tu respuesta.
––Váyase, padre ––contesté
horrorizada––, váyase, sois un
monstruo al atreveros a abusar tan cruelmente de mi situación para colocarme
entre la muerte y la infa mia. Sabré morir si es preciso, pero será por lo
menos sin remordimientos.
––¡Como quieras! ––me dijo aquel hombre cruel retirándose––; jamás he
sabido forzar a la gente a ser feliz... La virtud te ha funcionado tan bien
hasta ahora, Thérèse, que tienes razón en incensar sus altares... Adiós:
procura sobre todo no llamarme otra vez.
Salía; pero un impulso superior a mis fuerzas me empuja a sus
rodillas.
––Tigre ––exclamé llorando––, abre tu corazón de roca a mis
espantosos males, y no me impongas para acabar con ellos unas condiciones más
espantosas para mí que la muerte...
La violencia de mis gestos había hecho desaparecer los velos que
cubrían mi seno; estaba desnudo, mis cabellos flotaban en desorden sobre él,
inundado por mis lágrimas. Inspiro, de este modo, deseos a aquel hombre deshonesto...
deseos que quiere satisfacer al instante. Se atreve a mostrarme hasta qué
punto mi estado los excita; se atreve a concebir esos placeres en medio de las
cadenas que me rodean, debajo de la espada que me espera para herirme... Yo
estaba arrodillada... me derriba, se precipita conmigo sobre la miserable paja
que me sirve de lecho. Quiero gritar, hunde con rabia un pañuelo en mi boca;
ata mis brazos: dueño de mí, el infame me examina por todas partes... todo se convierte en la presa de sus miradas, de sus manoseos y de sus pérfidas
caricias; satisface finalmente sus deseos.
––Escucha ––me dice soltándome y recomponiéndose––, tú no quieres que
yo te sea útil, ¡allá tú!, te dejo. Ni te ayudaré ni perjudicaré, pero si se te
ocurre decir una sola palabra de lo que acaba de ocurrir, acusándote de los
crímenes mas enormes te quito al instante cualquier medio de poder defenderte:
piénsalo bien antes de hablar. Me creen dueño de tu confesión... ya me
entiendes: se nos permite revelarlo todo cuando se trata de un criminal.
Entiende bien la intención de lo que voy a decir al guardián, o acabo de
aplastarte en un instante.
Llama, aparece el carcelero:
––Señor ––le dijo aquel traidor––, esta buena mujer se confunde, ha
querido hablar de un padre Antonin que está en Burdeos. Yo no la conozco de
nada ni la he visto nunca: me ha rogado que oyera su confesión, lo he hecho, me
despido de los dos, y estaré siempre dispuesto a volver si se considera
importante mi ministerio.
Antonin sale después de decir esas palabras, y me deja tan confundida
por su astucia como indignada por su insolencia y su libertinaje.
Sea como fuere, mi estado era demasiado horrible como para no hacer
uso de todo; volví a acordarme del señor de Saint––Florent. Me resultaba
imposible creer que ese hombre pudiera malquererme por el comportamiento que
yo había tenido con él; en otro tiempo le había prestado un servicio bastante
importante, me había tratado de una manera harto cruel como para imaginar que
no se negaría a reparar sus errores conmigo en una circunstancia tan esencial
ni a reconocer por lo menos, en la medida de sus posibilidades, lo de honesto
que yo había hecho por él. El fuego de las pasiones podía haberle cegado en las
dos épocas en que yo le había conocido, pero en este caso ningún sentimiento,
en mi opinión, debía impedirle ayudarme... ¿Me renovaría sus últimas
proposiciones? ¡,Pondría las ayudas que yo iba a exigir de él al precio de los
espantosos servicios que me había explicado? ¡Pues bien!, aceptaría, y una vez
libre, ya encontraría la manera de escapar al tipo de vida abominable al que
habría tenido la bajeza de comprometerme. Imbuida por estas reflexiones, le
escribo, le relato mis desdichas, le suplico que venga a verme. Pero yo no
había pensado suficientemente sobre el alma de este hombre, cuando había
sospechado que la beneficencia era capaz de penetrar en ella; no me había
acordado suficientemente de sus máximas horribles, o, llevándome siempre mi
desdichada debilidad a juzgar a los demás a partir de mi corazón, había
supuesto intempestivamente que ese hombre debía comportarse conmigo como sin
duda yo lo habría hecho con él.
Llega; y como yo había pedido verle a solas, le dejan en libertad en
mi habitación. Me había sido fácil ver, por las señales de respeto que se le
habían prodigado, cuál era su preponderancia en Lyon.
––¡Cómo! ¡,Eres tú? ––me dijo arrojando sobre mí una mirada llena de
desprecio––, la letra me había confundido; la creía de una mujer más honesta
que tú, y a la que habría ayudado con todo mi corazón. Pero ¡.qué quieres que
haga por una imbécil de tu clase? Conque eres culpable de cien crímenes a cuál
más espantoso, y cuando se te propone un medio de ganarte honestamente la
vida, ¿lo rechazas testarudamente? Jamás nadie llevó la estupidez tan lejos.
––¡Oh, señor! ––exclamé––,
yo no soy culpable.
––¡,Qué hace falta, pues, para serlo? ––replicó agriamente aquel
hombre duro––. La primera vez en mi vida que te veo es en medio de una banda de
ladrones que quieren asesinarme; ahora, en las prisiones de esta ciudad,
acusada de tres o cuatro nuevos crímenes, y, según se dice, llevando sobre tus
hombros la marca garantizada de los antiguos. Si a eso le llamas ser honrada,
cuéntame lo que hace falta para no serlo.
––¡Santo cielo, señor! ––contesté––. ¡,Cómo podéis
reprocharme la época de mi vida en que os conocí? ¿No me tocaría más bien a mí
haceros sonrojar? Bien sabéis, señor, que yo estaba a la fuerza con
los bandidos que os asaltaron; querían arrebataros la vida, yo os la salvé,
facilitando vuestra evasión y escapándonos los dos. ¿Qué hicisteis vos, hombre
cruel, para agradecerme este favor? ¿Es posible que podáis recordarlo sin
horror? Quisisteis asesinarme; me aturdisteis con golpes espantosos y,
aprovechando el estado en que me habíais dejado, me arrancasteis lo que yo
tenía de más querido; con un refinamiento inigualable en crueldad, me robasteis
el poco dinero que poseía, ¡como si hubierais deseado que la humillación y la
miseria acabaran de aplastar a vuestra víctima! Lo conseguisteis, bárbaro; sin
duda vuestros éxitos son totales; vos me habéis sumido en la desgracia, vos
habéis entreabierto el abismo donde no he cesado de caer desde aquel desdichado
instante. De todos modos, lo olvido todo, señor, sí, todo se borra en mi
memoria, os pido incluso perdón por atreverme a reprochároslo, pero ¿podríais
ocultaros que me debéis algunas compensaciones, alguna gratitud por vuestra
parte? ¡Ah! Dignaos no cerrar a ella vuestro corazón cuando el velo de la
muerte se extiende sobre mis tristes días; no es a ella a quien temo, sino a
la ignominia; salvadme del horror de morir como una criminal: todo lo que exijo
de vos se limita a esta única gracia, no me la neguéis, y el cielo y mi corazón
os recompensarán por ello algún día.
Estaba inundada en lágrimas, arrodillada ante aquel hombre feroz, y
lejos de leer en su rostro el efecto que yo debía esperar de las conmociones
con que contaba sacudir su alma, sólo distinguía en él una alteración de
músculos causada por este tipo de lujuria cuyo germen es la crueldad.
Saint––Florent estaba sentado delante de mí; sus ojos negros y malvados me
miraban de una manera espantosa, y veía que su mano realizaba unos toqueteos
que demostraban que el estado en que yo le ponía estaba muy lejos de ser el de
la piedad. De todos modos, disimuló y, levantándose, me dijo:
––Escucha, todo tu proceso está aquí en manos del señor de Cardoville;
no necesito decirte el puesto que ocupa; te basta con saber que sólo de él
depende tu suerte. Es íntimo amigo mío desde la infancia, voy a hablarle; si
accede a determinados acuerdos, vendrán a buscarte al caer la noche, a fin de
que te vea en su casa o en la mía. En el secreto de un interrogatorio semejante,
le será mucho mas fácil volverlo todo en tu favor de lo que podría hacer aquí.
Si se consigue esta gracia, justificate cuando le veas, demuéstrale tu inocencia
de una manera que le persuada; es todo lo que puedo hacer por ti. Adiós,
mantente preparada para cualquier acontecimiento, y sobre todo no me hagas dar
pasos en falso.
Saint-Florent salió. Nada igualaba mi perplejidad; había tan poca
concordancia entre las frases de aquel hombre, el carácter que yo le conocía, y
su comporta miento actual, que temí una nueva trampa; pero dignaos juzgarme,
señora: ¿podía titubear en la cruel posición en que me hallaba?, ¿no debía
agarrar apresuradamente cuanto tuviera la apariencia de una ayuda? Así que me
decidí a seguir a los que vinieran a buscarme: si tenía que prostituirme, me
defendería lo mejor posible; ¿que me llevaban a la muerte? ¡Bienvenida!: por
lo menos, no sería ignominiosa, y me liberaría de todos los males. Suenan las
ocho, aparece el carcelero; tiemblo.
––Sígueme; vengo de parte de los señores de Saint-Florent y de
Cardoville; procura aprovechar, como es debido, el favor que el cielo te
ofrece. Aquí tenemos a muchos que desearían una gracia semejante y que jamas la
conseguirán.
Me arreglo lo mejor que puedo, sigo al carcelero que me entrega en
manos de dos grandes truhanes cuyo feroz aspecto reduplica mi miedo. No dicen
una sola palabra: el simón avanza, y bajamos en una vasta mansión que
reconozco inmediatamente como la de Saint-Florent. La soledad en que todo
parece estar no hace más que incrementar mi temor. Mientras tanto, mis guías me
cogen del brazo, y subimos al cuarto piso, a unos pequeños aposentos que me
parecieron tan decorados como misteriosos. A medida que avanzábamos, todas las
puertas se cerraban detrás de nosotros, y así llegamos a un salón en el que no
descubrí ninguna ventana: allí se encontraban Saint––Florent y el hombre que
me dijo ser el señor de Cardoville, de quien dependía mi caso. Este personaje
grueso y rechoncho, con una cara sombría y feroz, podía tener unos cincuenta
años. Aunque estuviera en bata, era fácil ver que era un magistrado. Todo él
desprendía un gran aspecto de severidad; me impresionó. ¡Cruel injusticia de
la Providencia, es posible, por tanto, que el crimen asuste a la virtud! Los
dos hombres que me habían traído, y que distinguía mejor a la luz de las velas
que iluminaban aquella habitación, no tenían más de veinticinco o treinta años.
El primero, que se llamaba La Rose, era un buen mozo moreno, con las proporciones
de un Hércules: me pareció el mayor; el menor tenía unos rasgos más afeminados,
unos bellísimos cabellos castaños y unos enormes ojos negros; medía por lo
menos cinco pies y seis pulgadas, digno de un pintor, y la piel más hermosa del
mundo: le llamaban Julien. A Saint––Florent, ya lo conocéis: tanta
rudeza en las facciones como en el carácter, y sin embargo no era mal parecido.
––¿Todo está cerrado? ––dijo Saint-Florent a Julien.
––Sí, señor ––contestó el joven––: por orden vuestra hemos dado
permiso a vuestros hombres, y el portero, que es el único que vigila, sabe que
no tiene que abrir a nadie.
Estas pocas palabras me pusieron al corriente de todo, me estremecí;
pero ¿qué podía hacer con cuatro hombres delante de mí?
––Sentaos ahí, amigos míos ––dijo Cardoville, besando a los dos
jóvenes––. Os utilizaremos cuando sea necesario.
––Thérèse ––dijo entonces Saint-Florent mostrándome a Cardoville––, éste es tu
juez, el hombre del que dependes. Hemos razonado sobre tu caso, pero parece que
tus crímenes son de tal índole que el arreglo es muy difícil.
––Tiene cuarenta y dos testigos en contra ––dijo Cardoville sentado
sobre las rodillas de Julien,
besándolo en la boca, y
permitiendo a sus dedos los manoseos más inmodestos sobre el joven––; ¡hace
mucho tiempo que no hemos condenado a muerte a nadie cuyos crímenes estén
mejor comprobados!
––¿Yo, crímenes comprobados?
––Comprobados o no ––dijo Cardoville levantándose y acercándose
descaradamente a hablarme bajo la nariz––, serás quemada, p..., si con una
entera resigna ción, con una obediencia ciega, no te prestas inmediatamente a
todo lo que queramos exigir de ti.
––Más horrores ––exclamé––;
¡de acuerdo! ¡Sólo cediendo a
las infamias podrá triunfar la inocencia de las trampas que le tienden los
malvados!
––Eso es natural ––replicó Saint-Florent ; es preciso que el más débil
ceda a los deseos del más fuerte, y si no que sea víctima de su maldad: ésta es
tu historia, Thérèse, obedece pues.
Y al mismo tiempo el libertino me arremangó ágilmente las faldas. Yo
retrocedí, lo rechacé con horror, pero mi gesto me hizo caer en los brazos de
Cardoville que, aprisionando mis manos, me expuso indefensa, a partir de aquel
momento, a los atentados de su compañero... Cortaron los lazos de mis faldas,
desgarraron mi corsé, mi chal, mi camisa, y en un instante me hallé bajo las
miradas de aquellos monstruos tan desnuda como si acabara de llegar al mundo.
––¿Resistencia? ––se decían entre sí mientras procedían a
desnudarme––... ¿Resistencia?... ¿Esta ramera cree que puede resistírsenos?
Y no había prenda de ropa arrancada que no fuera seguida de algunos
golpes.
Así que estuve en el estado que querían, sentados los dos en unos
sillones cimbrados y que, al juntarse, encerraban, en el espacio vacío, al
desdichado individuo colocado allí, me examinaron a sus anchas: mientras uno
observaba la parte delantera, el otro escrutaba el trasero; después se
cambiaban una y otra vez. Así fui inspeccionada, manoseada, besada durante más
de media hora, sin que a lo largo de este examen olvidaran ningún episodio
lúbrico, y, a juzgar por los prelimînares, creí ver que los dos tenían más o
menos las mismas fantasías.
––¡Qué! ––dijo Saint––Florent a su amigo––. ¿No te había dicho que
tenía un hermoso culo?
––¡Sí, pardiez! Su trasero es sublime ––dijo el magistrado mientras
lo besaba––. He visto muy pocos lomos tan bien torneados. ¡Qué duro, qué
fresco!... ¿Cómo es posible con una vida tan agobiada?
––Es que jamás se ha entregado por voluntad propia. Ya te lo he
dicho, ¡nada tan divertido como las aventuras de esta joven! Para poseerla
siempre han te nido que violarla (y entonces hunde sus cinco dedos juntos en el
peristilo del templo del Amor), pero la han poseído... es una lástima, porque
es excesivamente ancho para mí. Acostumbrado a las primicias, jamás podría
conformarme con eso.
A continuación, dándome la vuelta, realizó la misma ceremonia con mi
trasero, al que encontró el mismo inconveniente.
––¡Bien! ––dijo Cardoville––, ya sabes el secreto. ––Así la utilizaré
––contestó Saint––Florent––, y tú, que no necesitas el mismo recurso, tú, que
te contentas con una actividad ficticia que, por dolorosa que resulte para una
mujer, perfecciona, sin embargo, en amplia medida el goce, confio en que la
poseerás después de mí. ––Eso está bien ––dijo Cardoville––, mientras te miro,
me ocuparé de esos preludios que tanto endulzan mi voluptuosidad: haré de mujer
con Julien y La Rose, mientras tu masculinizarás a Thérèse, y supongo que lo uno vale por lo otro.
––Mil veces mejor sin duda; ¡estoy tan harto de las mujeres!...
¿Supones que me sería posible gozar de esas rameras sin los episodios que nos
aguijonean tanto a los dos?
Habiéndome mostrado con estas palabras que el estado de los dos
impúdicos exigía placeres más sólidos, se levantaron y me hicieron poner de pie
sobre un amplio sillón, con los codos apoyados en el respaldo del asiento, las
rodillas sobre los brazos, y todo el trasero totalmente inclinado hacia ellos.
Tan pronto como me coloqué así se quitaron los calzones, se arremangaron la
camisa, y quedaron así, a excepción de los zapatos, totalmente desnudos de
cintura abajo; se mostraron en ese estado a mis ojos, se pasearon una y otra
vez delante de mí intentando enseñar su culo, y afirmando que lo que yo podía
ofrecerles era algo muy diferente. Los dos estaban efectivamente hechos como
mujeres en esta parte: Cardoville, sobre todo, ofrecía su blancura y su corte,
su elegancia y su gordura. Se masturbaron un instante delante de mí, pero sin
eyaculación. Cardoville parecía normal, pero Saint-Florent era un monstruo. Me
estremecí cuando pensé que éste era el dardo que me había inmolado. ¡Oh, cielo
santo! ¿Cómo un hombre de estas dimensiones necesitaba primicias? ¿Lo que
dirigía tales fantasías podía ser otra cosa que la ferocidad? ¡Pero qué nuevas
armas iban, ay, a presentárseme! Julien y La Rose, a quienes todo eso
excitaba claramente, avanzan con la pica en la mano... ¡Oh, señora! Nunca nada
semejante había manchado todavía mi vista, y pese a cuales hayan sido mis
descripciones anteriores esto superaba todo lo que yo haya podido describir,
de la misma manera que el águila imperiosa domina sobre la paloma. Los dos
disolutos no tardaron en apoderarse de aquellos dardos amenazadores; los
acarician, los masturban, se los acercan a la boca, y el combate se vuelve de
pronto más serio. SaintFlorent se agacha sobre el sillón en que me encuentro,
de modo que mis nalgas abiertas se hallan exactamente a la altura de su boca;
las besa, su lengua se introduce en uno y otro templo. Cardoville goza de él,
ofreciéndose a su vez a los placeres de La Rose cuyo espantoso miembro se engulle
inmediatamente en el reducto que le presentan, Julien, colocado debajo de Saint––Florent, lo excita con su boca agarrando sus
caderas, y acompasándolas a las sacudidas de Cardoville que, tratando a su
amigo a golpes, no le abandona sin que el incienso haya humedecido el
santuario. Nada igualaba los delirios de Cardoville una vez que la crisis se
apoderaba de sus sentidos: abandonándose con blandura al que le sirve de
esposo, pero empujando con fuerza al individuo que le sirve de mujer, el
insigne libertino, con unos estertores semejantes a los de un hombre que
agoniza, pronunciaba entonces unas blasfemias espantosas. Saint––Florent, por
su parte, se contuvo, y el cuadro se descompuso sin que él hubiera aportado
nada.
––En verdad ––dijo Cardoville a su amigo––, me sigues dando tanto placer
como cuando sólo tenías quince años... No cabe duda ––prosiguió volviéndose y
besan do a La Rose–– de que este guapo mozo sabe excitarme bien... ¿No me has encontrado
hoy muy ancho, querido ángel?... ¿Creerás, Saint––Florent, que es la trigésimo
sexta vez que lo hago hoy?... A la fuerza tenía que salir. Para ti, querido
amigo ––continuó ese hombre abominable colocándose en la boca de Julien, con la nariz pegada a mi trasero y el suyo ofrecido a SaintFlorent––,
para ti la treinta y siete.
Saint-Florent disfrutó de Cardoville, La Rose disfrutó de Saint––Florent, y éste, al cabo
de una breve carrera, quema con su amigo el mismo incienso que había recibido.
Si bien el éxtasis de Saint––Florent era más concentrado, no por ello era
menos vivo, menos ruidoso, menos criminal que el de Cardoville; uno exclamaba a
gritos todo lo que se le ocurría, el otro contenía sus arrebatos sin que por
ello fueran menos activos; seleccionaba sus palabras, pero con ello eran aún
más sucias y más impuras: en una palabra, el extravío y la rabia parecían ser
las características del delirio del primero; la maldad y la ferocidad se
encontraban descritas en el otro.
––Vamos, Thérèse, reanímanos ––dijo Cardoville––; ya ves que
las antorchas están apagadas, hay que encenderlas de nuevo.
Mientras Julien se disponía a disfrutar de Cardoville, y La Rose de Saint––Florent,
los dos libertinos, agachados sobre mí, debían alternativamente colocar en mi
boca sus dardos embotados; cuando yo se lo chupaba a uno, tenía que sacudir y
masturbar con mis manos al otro, después con el licor espiritoso que me habían
dado debía humedecer el miembro mismo y todas las partes contiguas; pero no
debía limitarme únicamente a chupar, era preciso que mi lengua girara en torno
a los glandes, y que mis dientes los mordisquearan al mismo tiempo que mis
labios los apretaban. Mientras tanto nuestros dos pacientes eran vigorosamente
sacudidos; Julien y La Rose se alternaban, a fin de multiplicar las
sensaciones producidas por la frecuencia de las entradas y de las salidas.
Cuando dos o tres homenajes se hubieron finalmente derramado en aquellos
templos impuros, descubrí alguna consistencia: Cardoville, aunque de mayor
edad, fue el primero en anunciarla; una bofetada con toda la fuerza de sus
manos en una de mis tetas fue la recompensa. Saint––Florent le siguió de cerca;
una de mis orejas casi arrancada fue el premio de mis esfuerzos. Se repusieron,
y poco después me advirtieron de que me preparara a ser tratada como me merecía.
A partir del espantoso lenguaje de los libertinos, vi claramente que las
vejaciones iban a caer sobre mí. Implorarles en el estado en que acababan de
ponerse uno y otro sólo habría servido para excitarlos más: así que me
colocaron, desnuda como estaba, en medio de un círculo que formaron los cuatro
sentados alrededor de mí. Yo estaba obligada a pasar delante de cada uno de
ellos y recibir la penitencia que se le antojara ordenarme; los jóvenes no
fueron más compasivos que los viejos, pero Cardoville se distinguió sobre todo
por unas bromas refinadas a las que Saint––Florent, pese a lo cruel que era, le
costó acercarse.
Un poco de reposo siguió a tan crueles orgías; me dejaron respirar por
unos instantes; yo estaba molida pero, cosa que me sorprendió, curaron mis
heridas en menos tiempo del que habían empleado en hacerlas; no quedó de ellas
ni la más mínima huella. Las lubricidades continuaron.
Había instantes en que todos esos cuerpos parecían formar sólo uno, y
en los que Saint-Florent, amante y querida, recibía con abundancia lo que el
impotente Cardoville sólo prestaba con parsimonia. Al momento siguiente, sin
actuar ya, pero ofreciéndose en todas las posiciones, tanto su boca como su
culo servían de altares a espantosos homenajes. Cardoville no puede soportar
tantos cuadros libertinos. Viendo a su amigo completamente en
ristre, acude a ofrecerse a su lujuria: Saint-Florent disfruta de él; yo afilo
las flechas, las acerco a los lugares donde deben hundirse, y mis nalgas
expuestas sirven de perspectiva a la lubricidad de unos, y de comodín a la
crueldad de los otros. Al fin nuestros dos libertinos, remansados por el
esfuerzo que tienen que reparar, salen de allí sin ninguna pérdida, y en un
estado que me asusta más que nunca.
Vamos, La Rose ––dijo Saint––Florent––, coge a esta bribona y estréchamela.
Yo no comprendía esta expresión: una cruel experiencia me descubrió
pronto su sentido. La Rose me cogió, me coloca las caderas sobre un banquillo que no tiene ni un
pie de diámetro; allí, sin otro punto de apoyo, mis piernas caen de un lado, y
mi cabeza y mis brazos del otro. Fijan mis cuatro miembros en el suelo con la
mayor separación posible; el verdugo que debe estrechar los accesos se arma con
una larga aguja en cuya punta hay un hilo encerado, y sin preocuparse por la
sangre que derramará, ni por los dolores que me ocasionará, el monstruo,
frente a los dos amigos divertidos por ese espectáculo, cierra, mediante una
costura, la entrada del templo del Amor. Así que ha terminado, me da la
vuelta, mi vientre se apoya en el banquillo; mis miembros cuelgan, los fijan de
igual manera, y el indecente altar de Sodoma se atranca del mismo modo. No os
menciono mis dolores, señora, tendréis que imaginároslos; estuve a punto de
desmayarme.
––Así es como las quiero ––dijo Saint––Florent, cuando me hubieron
colocado de nuevo sobre las caderas y vio claramente a su alcance la fortaleza
que quería invadir––. Acostumbrado a recoger únicamente primicias, ¿cómo sin
esta ceremonia podría yo recibir algún placer de esta criatura?
Saint-Florent tenía la más violenta de las erecciones, le almohazaban
para prolongarla; se adelanta, con la pica en la mano; bajo sus miradas, para
excitarlo aún más, Julien disfruta de Cardoville; Saint––Florent me
ataca: inflamado por las resistencias que encuentra, empuja con un vigor
increíble; los hilos se rompen, los tormentos del infierno no igualan los míos;
cuanto más vivos son mis dolores, más excitantes parecen los placeres de mi
perseguidor. Todo cede finalmente a sus esfuerzos, me siento desgarrada, el
reluciente dardo ha tocado fondo, pero Saint-Florent, que quiere ahorrar su
fuerzas, se limita a alcanzarlo; me dan la vuelta, idénticos obstáculos; el
cruel los observa masturbándose, y sus feroces manos maltratan los alrededores
para hallarse en mejor estado de atacar la plaza. Se presenta allí, la
pequeñez natural del local hace mucho' más vivos los ataques, mi temible
vencedor no tarda en romper todos los frenos; estoy ensangrentada; pero ¿qué le
importa al triunfador? Dos vigorosos golpes de riñones le sitúan en el
santuario, y el malvado consuma allí un espantoso sacrificio cuyos dolores no
habría podido soportar ni un instante más.
––¡Para mí! ––dice Cardoville, haciéndome soltar––, yo no coseré a
esta querida muchacha pero voy a colocarla en un lecho de campaña que le
devolverá todo el calor y toda la elasticidad que su temperamento o su virtud
nos niega.
La Rose saca inmediatamente de un gran armario una cruz diagonal de una madera
muy espinosa. Encima de allí es donde quiere que me coloque el insigne
disoluto; pero ¿con qué procedimiento mejorará su cruel goce? Antes de atarme,
el propio Cardoville introduce en mi trasero una bola plateada del grosor de un
huevo; la hunde en él a fuerza de pomada; desaparece. Así que está en mi
cuerpo, la noto hincharse, y volverse ardiente; sin atender mis protestas, soy
fuertemente agarrotada sobre aquel agudo caballete. Cardoville me penetra
pegándose a mí; aprieta mi espalda, mis riñones y mis nalgas contra las púas
que lo sostienen. Julien se coloca también allí. Obligada a soportar
el peso de los dos cuerpos, y sin tener más apoyo que esos malditos nudos que
me dislocan, podéis imaginaros fácilmente mis dolores; cuanto más rechazo a
los que me aprietan, más me empujan sobre las rugosidades que me laceran.
Mientras tanto, la terrible bola, que ha subido hasta mis entrañas, las crispa,
las abrasa y las desgarra. Lanzo unos gritos tremendos: no hay expresiones en
el mundo que puedan describir lo que siento. Sin embargo, mi verdugo disfruta;
su boca, pegada a la mía, parece respirar mi dolor para incrementar sus
placeres: es imposible imaginar su ebriedad, pero, a ejemplo de su amigo, notando
sus fuerzas a punto de dispersarse, quiere llegar a sentirlo todo antes de que
le abandonen. Me dan la vuelta, la bola que me han hecho devolver producirá en
la vagina el mismo incendio que encendió en los lugares que abandona;
desciende, arde en el fondo de la matriz: vuelven a atarme sobre el vientre a
la pérfida cruz, y unas partes mucho más delicadas se irritarán con los nudos
que las reciben. Cardoville penetra por el sendero prohibido; lo perfora
mientras los demás disfrutan de igual manera de él. El delirio se apodera
finalmente de mi perseguidor, sus espantosos gritos anuncian el cumplimiento
de su crimen; estoy inundada, me sueltan
––Vamos, amigos míos ––dice Cardoville a los dos jóvenes––, apoderaos
de esta ramera, y gozad de ella a vuestro antojo; es vuestra, os la dejamos.
Los dos libertinos se apoderan de mí. Mientras uno disfruta de la
parte delantera el otro se hunde en el trasero; cambian de sitio una y otra
vez; estoy aún más desgarrada por su prodigioso tamaño de lo que lo he estado
por el rompimiento de las barricadas artificiales de Saint-Florent; y él y
Cardoville se divierten con esos jóvenes mientras ellos se ocupan de mí.
Saint-Florent sodomiza a La Rose que me trata de la misma manera, y
Cardoville hace otro tanto con Julien que se excita conmigo
en un lugar más decente. Soy el centro de esas abominables orgías, soy su punto
fijo y su resorte; cada uno de ellos por cuatro veces, La Rose y Julien han rendido su culto a mis altares, mientras que Cardoville y
Saint––Florent, menos vigorosos o más exhaustos, se contentan con un sacrificio
en los de mis amantes. Es el último, ya era hora, estaba a punto de
desvanecerme.
––Mi compañero te ha hecho mucho daño, Thérèse ––me dice Julien––, y yo voy a repararlo todo.
Provisto de un frasco de esencia, me frota repetidas veces. Las
huellas de las atrocidades de mis verdugos se desvanecen, pero nada apacigua
mis dolores; jamás los sentí tan intensos.
––Con el arte que tenemos en hacer desaparecer los vestigios de
nuestras crueldades, las que quieran denunciarnos no lo tendrán nada fácil,
¿no es verdad, Thé rèse? ––me dice Cardoville––. ¿Qué pruebas ofrecerían
de sus acusaciones?
––¡Oh! ––dice Saint––Florent , la encantadora Thérèse no está para denuncias; en vísperas de ser ella misma inmolada, son
oraciones lo que debemos esperar de ella, y no acusaciones.
––Que no haga ni lo uno ni lo otro ––replicó Cardoville––; nos
inculparía sin ser atendida: la consideración y la preponderancia que tenemos
en esta ciudad no permitirían que se prestara atención a unas denuncias que
siempre llegarían a nosotros. Y de las que en todo momento seríamos los dueños.
Eso haría su suplicio más cruel y más largo. Thérèse debe sentir que nos hemos divertido con su persona por la razón
natural y simple que lleva a la fuerza a abusar de la debilidad; debe sentir
que no puede escapar a su juicio; que éste debe ser sufrido; que lo sufrirá:
que sería inútil que divulgara su salida de la prisión esta noche: no la
creerían; el carcelero, totalmente de nuestra parte, la desmentiría
inmediatamente. Así pues, es necesario que esta hermosa y dulce muchacha, tan
imbuida de la grandeza de la Providencia, le ofrezca en paz todo lo que acaba
de sufrir y todo lo que todavía le espera; serán otras tantas expiaciones a los
espantosos crímenes que la entregan a las leyes. Viste tus ropas, Thérèse, todavía no es de día, los dos hombres que te han traído te devolverán
a tu cárcel.
Quise decir una palabra, quise arrojarme a las rodillas de aquellos
ogros, bien para suavizarlos, bien para pedirles la muerte. Pero me arrastraron
y me arrojaron a un simón donde mis dos guías se encierran conmigo; así que
estuvieron allí unos infames deseos los inflaman una vez más.
––Aguántamela ––dijo Julien a La Rose––, quiero
sodomizarla; nunca he visto un trasero en el que me sintiera tan
voluptuosamente comprimido; te prestaré el mismo servicio.
El proyecto se realiza, por mucho que yo intente defenderme, Julien triunfa, y con espantosos dolores sufro esta nueva embestida: el
grosor excesivo del asaltante, el desgarramiento de estas partes, los fuegos
con que aquella maldita bola ha devorado mis intestinos, todo contribuye a
hacerme sentir unos dolores renovados por La Rose tan pronto como su camarada ha terminado. Así
que, antes de llegar, fui una vez más víctima del libertinaje criminal de los
dos indignos lacayos. Finalmente entramos. El carcelero nos recibió; estaba
solo, todavía era de noche, nadie me vio entrar.
––Acuéstate, Thérèse
––me dijo, devolviéndome a mi
calabozo––, y si alguna vez quisieras decir a alguien que esta noche has salido
de la cárcel, recuerda que te des mentiré, y que esta inútil acusación no te
resolverá ningún problema...
¡Y yo había lamentado abandonar este mundo!», me dije en cuanto me
encontré sola. ¡Temía abandonar un universo formado por tales monstruos! ¡Ah!
Que la mano de Dios me arranque de él en este mismo instante, de la manera que
mejor le parezca: no me quejaré. El único consuelo que le puede restar al
infortunado nacido entre tantas bestias feroces es la esperanza de
abandonarlas cuanto antes.
A la mañana siguiente, no oí hablar de nada, y decidida a abandonarme
a la Providencia, vegeté sin querer tomar ningún alimento. El día después,
Cardoville se presentó a interrogarme; no pude dejar de estremecerme al ver
con qué sangre fría aquel bribón venía a ejercer la justicia, él, el más
malvado de los hombres, él que, en contra de todos los derechos de esa justicia
de la que se revestía, acababa de abusar tan cruelmente de mi inocencia y de mi
infortunio.
Por mucho que defendiera mi causa, el arte de aquel hombre deshonesto
convirtió en crímenes todas mis defensas. Cuando, según aquel juez inicuo,
todos los cargos de mi proceso quedaron bien probados, tuvo la impudicia de
preguntarme si conocía en Lyon a un rico particular llamado señor de
Saint-Florent; contesté que sí lo conocía.
––Bien ––dijo Cardoville––, no necesito más: este señor de
Saint-Florent, que confiesas conocer, también te conoce perfectamente; ha
declarado que te vio en una banda de ladrones donde fuiste la primera en
robarle su dinero y su cartera. Tus camaradas querían salvarle la vida, tú les
aconsejaste que se la quitaran; de todos modos consiguió huir. Ese mismo señor
de Saint-Florent añade que, unos años después, te reconoció en Lyon y te permitió ir a
saludarle a su casa a instancias tuyas, a cambio de tu palabra de una excelente
conducta actual, y que allí, mientras te sermoneaba, mientras te estimulaba a
persistir por el buen camino, llevaste la insolencia y el crimen hasta elegir
estos instantes de beneficencia suya para robarle un reloj y cien luises que había dejado sobre la chimenea...
Y Cardoville, aprovechando el despecho y la cólera a que me llevaban
unas calumnias tan atroces, ordenó al escribano que escribiera que yo admitía
estas acusaciones con mi silencio y con las impresiones de mi rostro.
Me precipito al suelo, hago resonar la bóveda con mis gritos, golpeo
mi cabeza contra las losas, con la intención de encontrar allí una muerte más
cercana, y no hallando expresiones para mi rabia:
––¡Malvado! ––exclamé––. ¡Apelo al Dios justo que me vengará de tus
crímenes, descubrirá la inocencia, te hará arrepentirte del indigno abuso que
cometes de tu autoridad!
Cardoville llama; dice al carcelero que se me lleve, dado que, turbada
por mi desesperación y mis remordimientos, no estoy en situación de seguir el
interrogatorio; pero que, además, ha terminado ya que he confesado todos mis
crímenes. ¡Y el malvado sale tranquilamente! ¡Y un relámpago no lo fulmina del
todo!...
El caso avanzó velozmente, guiado por el odio, la venganza y la
lujuria; fui rápidamente condenada y conducida a París para la confirmación de
mi sentencia. ¡En este camino fatal, y convertida, aunque inocente, en la peor
de los criminales, es cuando las reflexiones más amargas y más dolorosas
acabaron de desgarrar mi corazón! «¡Bajo qué astro fatal debo haber nacido»,
me decía, «para que me sea imposible concebir un solo sentimiento honesto que
no me suma inmediatamente en un océano de infortunios! ¡Y cómo es posible que
esta Providencia iluminada cuya justicia me complazco en adorar, castigándome
por mis virtudes, me presente al mismo tiempo en la cumbre a los que me
aplastaban con sus crímenes!»
Un usurero, en mi infancia, quiere impulsarme a cometer un robo; me
niego: se enriquece. Caigo en una banda de ladrones, escapo de ella junto con
un hombre al que salvo la vida: como recompensa, me viola. Llego a casa de un
señor disoluto que me hace devorar por sus perros, por no haber querido
envenenar a su tía. Paso, de allí, a casa de un cirujano incestuoso y homicida
a quien intento evitar una acción horrible: el verdugo me marca como a una
criminal; sus fechorías se consuman sin duda: él triunfa en todo, y yo estoy
obligada a mendigar mi pan. Quiero acercarme a los sacramentos, quiero
implorar con fervor al Ser supremo del que recibo, pese a todo, tantos males;
el augusto tribunal donde espero purificarme en uno de nuestros más santos
misterios se convierte en el teatro ensangrentado de mi ignominia: el monstruo
que abusa de mí y que me manosea se eleva a los más altos honores de su orden,
y yo recaigo en el abismo espantoso de la miseria. Intento salvar a una mujer
del furor de su marido: el cruel quiere hacerme morir derramando mi sangre
gota a gota. Quiero ayudar a un pobre: me roba. Ofrezco ayuda a un hombre
desmayado: el ingrato me hace dar vueltas a una rueda como una bestia, y me
ahorca para deleitarse; los favores de la suerte le rodean, y yo estoy a punto
de morir en el cadalso por haber trabajado a la fuerza en su casa. Una mujer
indigna quiere seducirme para una nueva fechoría: pierdo por segunda vez los
escasos bienes que poseo, por salvar los tesoros de su víctima. Un hombre
sensible quiere compensarme de todos mis males con el ofrecimiento de su mano:
expira en mis brazos antes de poder hacerlo. Me arriesgo en un incendio para
arrebatar de las llamas a una niña que no me pertenece: la madre de esta niña
me acusa y me incoa un proceso criminal. Caigo en las manos de mi más mortal
enemiga, que quiere llevarme a la fuerza a casa de un hombre cuya pasión
consiste en cortar cabezas: si evito la espada de aquel malvado, es para recaer
bajo la de Temis. Imploro la protección de un hombre al que he salvado la fortuna
y la vida; me atrevo a esperar de él alguna gratitud; me atrae a su casa, me
somete a horrores, convoca allí al juez inicuo del que depende mi caso; los
dos abusan de mí, los dos me ultrajan, los dos aceleran mi pérdida: la fortuna
los colma de favores, y yo corro a la muerte.
Eso es lo que los hombres me han hecho sentir, eso es lo que me ha
enseñado su peligroso trato; ¿es sorprendente que mi alma agriada por la
desdicha, asqueada de ultrajes y de injusticias, sólo aspire a romper sus
lazos?
––Mil excusas, señora ––dijo aquella joven infortunada concluyendo
aquí sus aventuras––; mil perdones por haber manchado vuestra mente con tantas
obscenidades, por haber abusado durante tanto tiempo, en una palabra, de
vuestra paciencia. Es posible que haya ofendido al cielo con unos relatos
impuros, haya renovado mis heridas, haya turbado vuestro reposo. Adiós, señora,
adiós; el astro se alza, mis guardianes me llaman, dejadme correr a mi suerte,
ya no la temo, acortará mis tormentos. Este último instante del hombre sólo es
terrible para el ser afortunado cuyos días han transcurrido sin nubes; pero la
desdichada criatura que sólo ha respirado el veneno de las víboras, cuyos pasos
tambaleantes sólo han pisado espinos, que sólo ha visto la antorcha del día
como el viajero extraviado ve temblando los surcos del rayo; aquella a quien
sus crueles reveses han arrebatado padres, amigos, fortuna, protección y
ayuda; aquella que ya sólo tiene en el mundo lágrimas para abrevarse y
tribulaciones para alimentarse; aquélla, digo, ve avanzar la muerte sin
temerla, la desea incluso como un puerto seguro en el que renacerá la
tranquilidad para ella, en el seno de un Dios demasiado justo para permitir
que la inocencia, envilecida en la Tierra, no encuentre en otro mundo la
compensación de tantos males.
El honesto señor de Corville no había podido oír esta historia sin
sentirse profundamente conmovido; en cuanto a la señora de Lorsange en quien,
como hemos dicho, los monstruosos errores de su juventud no habían apagado en
absoluto la sensibilidad, estaba a punto de desmayarse.
––Señorita ––le dijo a Justine––,
es difícil oíros sin sentir por
vos el más vivo interés; pero, ¡,tengo que confesarlo?, un sentimiento
inexplicable, mucho más tierno del que describo, me arrastra invenciblemente
hacia vos y convierte vuestros males en míos propios. Me habéis disfrazado
vuestro nombre, me habéis ocultado vuestro nacimiento; os conjuro a que
confeséis vuestro secreto; no os imaginéis que sea una vana curiosidad lo que
me lleva a hablaros así... ¡Gran Dios! ¿Es posible lo que sospecho?... ¡Oh, Thérèse! ¿Y si fuerais Justine?...
¿Y si fuerais mi hermana?
––¡Justine! Señora, ¡vaya nombre! ––Tendría ahora vuestra edad...
––¡Juliette! ¿Te estoy oyendo a ti? ––dijo la desdichada prisionera arrojándose a
los brazos de la señora de Lorsange...–– i Tú... mi
hermana!... ¡Ah, moriré mucho menos infeliz, ya que, al menos, he podido
abrazarte una vez más!...
Y las dos hermanas, estrechamente abrazadas, ya sólo escuchaban sus
sollozos, ya sólo se expresaban a través de las lágrimas.
El señor de Corville no pudo retener las suyas; sintiendo que se le
hace imposible no sentir por este caso el mayor interés, pasa a otra
habitación, escribe al can ciller, describe con trazos encendidos el horror de
la suerte de la pobre Justine
a la que seguiremos llamando Thérèse; se hace fiador de su inocencia, pide que hasta el esclarecimiento del
proceso, la supuesta culpable no tenga otra prisión que su castillo, y se
compromete a devolverla a la primera orden de aquel jefe soberano de la
justicia; se da a conocer a los dos guardianes de Thérèse, les confía su carta, les responde de la prisionera; es obedecido, Thérèse le es entregada; un carruaje avanza.
––Acercaos, criatura harto desdichada ––dijo entonces el señor de
Corville a la interesante hermana de la señora de Lorsange––, acercaos, todo
cambiará para vos. No podrá decirse que vuestras virtudes quedan siempre sin
recompensa, y que la hermosa alma que habéis recibido de la naturaleza sólo
encuentra siempre el cautiverio: seguidnos, ahora sólo dependéis de mí...
Y el señor de Corville explica en pocas palabras lo que acaba de
hacer.
Hombre respetable y amado dijo la señora de Lorsange arrojándose a
las rodillas de su amante––, este es el rasgo más hermoso que habéis tenido en
todos vues tros días; a quien conoce realmente el corazón del hombre y el
espíritu de la ley le corresponde vengar la ¡no––
cencia oprimida. Ahí tenéis, señor, ahí tenéis a vuestra prisionera:
ve, Thérèse, ve, corre, vuela al instante a arrojarte a
los pies de este protector equitativo que no te abandonará como los demás. ¡Oh,
señor, si me resultaban queridos los lazos del amor con vos, cuanto más lo serán
ahora, reforzados por la más tierna estimación!...
Y las dos mujeres abrazaban sucesivamente las rodillas de un amigo
tan generoso y las regaban con sus lágrimas.
Llegaron en pocas horas al castillo: allí, el señor de Corville y la
señora de Lorsange se ocuparon ambos a porfía de hacer pasar a Thérèse del exceso de la desdicha al colmo del bienestar. La alimentaban con
deleite de los manjares más suculentos; la acostaban en los mejores lechos,
querían que mandara en su casa, ponían en ello, en suma, toda la delicadeza que
cabía esperar de dos almas sensibles. Consiguieron curarla en pocos días, la
bañaron, la vistieron, la embellecieron; era el ídolo de los dos amantes,
competían en ver cual de los dos le ––haría olvidar cuanto antes sus
desgracias. Mediante algunos cuidados, un excelente cirujano se encargó de
hacer desaparecer aquella marca ignominiosa, fruto cruel de la maldad de
Rodin. Todo respondía a las atenciones de los bienhechores de Thérèse: las huellas del infortunio ya se borraban de la frente de la amable
joven; las Gracias ya restablecían en ella su dominio. A los colores lívidos de
sus mejillas de alabastro sucedían las rosas de su edad, marchitas por tantos
pesares. La risa, borrada de sus labios desde hacía tantos años, reapareció en
ellos finalmente bajo el ala de los placeres. Las mejores noticias acababan de
llegar de la Corte; el señor de Corville había puesto toda Francia en
movimiento, había reavivado el celo del señor S***, que se había unido a él
para describir las desdichas de Thérèse y para devolverle
una tranquilidad a la que era tan acreedora. Llegaron finalmente las cartas del
Rey que purgaban a Thérèse de todos los procesos injustamente incoados
contra ella, le devolvían el título de honesta ciudadana, imponían para siempre
silencio a todos los tribunales del reino donde se había intentado difamarla, y
le concedían mil escudos de pensión a cuenta del oro requisado en el taller de
los monederos falsos del Delfmesado. Tuvieron la intención de apoderarse de
Cardoville y de Saint––Florent; pero obedeciendo a la fatalidad de la estrella
relacionada con todos los perseguidores de Thérèse, uno, Cardoville, acababa de ser nombrado, antes de que sus crímenes
fueran conocidos, a la intendencia de ***, el otro a la intendencia general del
comercio de las Colonias; cada uno de ellos estaba ya en su destino, las
órdenes sólo encontraron familias poderosas que no tardaron en buscar los
medios para calmar la tempestad, y tranquilos en el seno de la fortuna, las
fechorías de esos monstruos fueron pronto olvidadas.*
En lo que se refiere a Thérèse, así que se enteró
de tantas cosas agradables para ella, poco faltó para que expirara de alegría,
derramó varios días consecutivos unas lágrimas muy dulces, en el seno de sus
protectores, cuando de repente su humor cambió, sin que fuera posible adivinar
la causa. Se volvió sombría, inquieta, ensimismada; a veces lloraba en medio
de sus amigos, sin que ni ella misma pudiera explicar la causa de sus penas.
* En cuanto a los frailes de Santa María de
los Bosques, la supresión de las órdenes religiosas descubrirá los crímenes
atroces de esta horrible calaña. (N. del
A.)
––No he nacido para tanta felicidad ––le decía a la señora de
Lorsange––... Oh, querida hermana, es imposible que dure mucho tiempo.
Por más que le aseguraran que todas sus historias habían terminado y
que ya no debía sentir más inquietud, nada conseguía calmarla; diríase que
esta triste criatura, únicamente destinada a la desdicha, y sintiendo la mano
del infortunio siempre colgada sobre su cabeza, previera ya los últimos golpes
que iban a aplastarla.
El señor de Corville seguía viviendo en el campo; estaban a fines del
verano, planeaban un paseo que la proximidad de una espantosa tormenta parecía
poder estorbar; el exceso de calor había obligado a dejarlo todo abierto. El
relámpago brilla, el granizo cae, los vientos silban, el fuego del cielo agita
las nubes, las sacude de una manera terrible; parecía que la naturaleza,
aburrida de sus obras, estuviera dispuesta a mezclar todos los elementos para
obligarlos a unas formas nuevas. La señora de Lorsange, asustada, suplica a su
hermana que lo cierre todo, lo más rápidamente posible; Thérèse, apresurada en calmar a su hermana, corre hacia las ventanas que ya se
rompen; quiere luchar por un minuto contra el viento que la rechaza: al
instante el resplandor del rayo la derriba en el centro del salón.
La señora de Lorsánge lanza un grito espantoso y se desmaya; el señor
de Corville pide ayuda; los cuidados se dividen, devuelven a la señora de
Lorsange a la luz, pero la desdichada Thérèse está herida de
manera que ni la menor esperanza puede subsistir para ella; el rayo había
entrado por el seno derecho; después de haber consumido su pecho y su cara,
había salido por el centro del vientre. La visión de aquella miserable criatura
infundía horror: el señor de Corville ordena que se la lleven...
––No ––dijo la señora de Lorsange levantándose con la mayor calma––;
no, dejadla bajo mis miradas, señor; necesito contemplarla para afirmarme en las
decisiones que acabo de tomar. Escuchadme, Corville, y no os enfrentéis sobre
todo a la decisión que tomo, a unos proyectos de los que nada en el mundo
podría distraerme ahora. Las increíbles desdichas que experimentó esta
infortunada, aunque siempre haya respetado sus deberes, tienen algo de
demasiado extraordinario como para no abrirme los ojos sobre mí misma; no os imaginéis que me ciego con los falsos
resplandores de felicidad que hemos visto disfrutar, en el transcurso de las
aventuras de Thérèse, a los malvados que la han hollado. Estos
caprichos del cielo son unos enigmas que no nos corresponde a nosotros
desvelar, pero que jamás deben seducirnos. ¡Oh, amigo mío! la prosperidad del crimen sólo es
una prueba a la que la Providencia quiere someter la virtud; es como el rayo
cuyos fuegos falaces sólo embellecen un instante la atmósfera para precipitar
en los abismos de la muerte al desdichado que han deslumbrado. Aquí tenemos el ejemplo bajo nuestros ojos; las increíbles calamidades, los reveses
terroríficos e ininterrumpidos de esta encantadora joven, son una advertencia
que el Eterno me da para escuchar la voz de mis remordimientos y arrojarme al
fin en sus brazos. ¿Qué castigo debo yo temer de él, yo, a quien el
libertinaje, la irreligiosidad y el abandono de todos los principios han
señalado cada instante de la vida? ¿Qué es lo que debo esperar, cuando así ha
sido tratada aquella que no tuvo en todos sus días un solo error verdadero que
reprocharse? Separémonos, Corville, ya es hora; ninguna cadena nos ata,
olvidadme, y considerad oportuno que vaya con un arrepentimiento eterno a
abjurar a los pies del Ser Supremo de las infamias con que me he manchado.
Este espantoso golpe era necesario para mi conversión en esta vida, lo era
para la dicha que me atrevo a esperar en la otra. Adiós, señor; la última
señal que espero de vuestra amistad es no hacer ningún tipo de pesquisas para
saber qué ha sido de mí. ¡Oh, Corville!, os aguardo en un mundo mejor,
vuestras virtudes deben conduciros a él; ojalá las maceraciones en las que voy
a pasar para expiar mis crímenes, los desdichados años que me quedan, puedan
permitirme volver a veros un día.
La señora de Lorsange abandona inmediatamente la casa; toma algún
dinero consigo, se precipita a un carruaje, abandona al señor de Corville el
resto de sus bienes señalándole unos legados piadosos, y vuela a París, donde
entra en las carmelitas, de las que al cabo de muy pocos años se convierte en
ejemplo y edificación, tanto por su elevada piedad como por la sabiduría de
su mente y la regularidad de sus costumbres.
El señor de Corville, digno de obtener los mejores empleos de su
patria, los consiguió, y sólo fue honrado con ellos para hacer a la vez la
dicha de los pueblos, la gloria de su amo, al que sirvió bien, aunque ministro, y la fortuna de sus
amigos.
¡Oh, vosotros, que derramasteis lágrimas sobre las desdichas de la
virtud; vosotros, que compadecisteis a la infortunada Justine; perdonando los lápices, quizás un poco fuertes que nos hemos visto
obligados a emplear, ojalá podáis sacar, al menos, de esta historia el mismo
fruto que la señora de Lorsange! ¡Ojalá os convenzáis con ella de que la
auténtica felicidad sólo está en el seno de la virtud, y que si, con unas
intenciones que no nos corresponde a nosotros profundizar, Dios permite que sea
perseguida en la Tierra, es para compensarla en el cielo con las más halagüeñas
recompensas!