LA CASA DEL HACHA
Robert Bloch
Daisy y yo estábamos disfrutando de una de nuestras habituales trifulcas. Había empezado por lo de la póliza del seguro, pero luego derivó a los tópicos de siempre. Cada uno sabía perfectamente dónde le apretaba el zapato al otro.
-¿Por qué no sales a buscar un empleo, como los otros hombres, en vez de quedarte todo el día en casa aporreando una máquina de escribir?
-Sabías que era escritor cuando nos casamos. Si tantos deseos tenías de que tu marido tuviera un empleo, podías haberte casado con aquel estúpido tendero que te hacía la rosca. Hubieras tenido dónde pasar el día; haciendo prácticas de cirugía, descuartizando gallinas.
-¡Oh! No necesitas mostrarte tan sarcástico. Al menos, George hubiera procurado que no me faltara nada.
-No, diversión no te hubiese faltado, desde luego. A mí me ha hecho mondar de risa siempre, desde que le conocí.
-Eso es lo peor que tienes: tu actitud superior. Te crees mejor que los demás. Nos estamos muriendo prácticamente de hambre, y compras un automóvil nuevo a plazos, sólo para mostrárselo a tus amigos. Y encima, me aseguras por una fuerte suma, para dártelas de que proteges a tu familia. Ojalá me hubiera casado con George... Al menos, traería a casa un poco de gallina para comer cuando hubiera terminado su trabajo. ¿De qué esperas que viva, de papel carbón usado y de cintas de máquina inservibles?
-Bueno, ¿qué diablos puedo hacer si el género no se vende? Creí que lo solucionaría todo con aquel contrato, pero fracasó. Siempre estás con lo mismo: ¡Dinero! ¡Dinero! ¿Quién te has creído que soy? ¿La gallina de los huevos de oro?
-De oro, no sé; pero huevos has puesto muchos con esas últimas historias que has enviado.
-Eres muy graciosa. Pero ya empiezo a cansarme de tus chistes de comedia barata, Daisy.
-Sí, ya me he dado cuenta. Quieres cambiar de pareja y de baile, supongo. Tal vez ahora le haya llegado el turno a esa Jeanne Corey. ¡Oh! Ya me di cuenta de que mosconeabas a su alrededor aquella noche, en casa de Ed. La mirabas con ojos de ternero degollado.
-Escucha, te prohibo que nombres a Jeanne.
-¡Oh! Y supones que voy a obedecerte, ¿verdad? Tu esposa no debe tomar el nombre de tu amiguita en vano. Bueno, querido, siempre he sabido que actuabas con rapidez, pero no creía que la cosa hubiese llegado tan lejos. ¿Le has dicho ya que era tu musa?
-Maldita sea, Daisy... ¿Por qué tienes que darle vueltas siempre a todo lo que digo...?
-¿Por qué no la aseguras a ella, también? Seguro de bigamia... Probablemente, podrías conseguir una póliza extendida por Brigham Young.
-¡Oh! Cállate de una vez, ¿quieres? Bonita manera de empezar a celebrar nuestro aniversario.
-¿Aniversario?
-Estamos a dieciocho de mayo, ¿no?
-¿Dieciocho de mayo...?
-Sí. Toma, ponte esto.
-¡Oh, querido! Es un collar...
-Sí, es un collar.
-¿Y lo has comprado para mí... con todas esas facturas sin pagar, y...?
-Eso no importa. Y deja ya de hacerme arrumacos.
-Es tan maravilloso, querido... ¡Toma!
-Basta ya, Daisy. ¿Te das cuenta de lo que acabas de hacer? Me has hecho olvidar dónde habíamos quedado en nuestra discusión.
-¡Nuestro aniversario! Y pensar que lo había olvidado...
-Bueno, yo no lo olvidé. Daisy...
-¿Sí?
-He estado pensando... es decir, bueno, en el fondo soy un sentimental, y me preguntaba si te gustaría que diéramos un paseo en automóvil por la Prentiss Road.
-¿Quieres decir como el día que nos... fugamos?
-Hum hum.
-Desde luego, querido. Me gustaría muchísimo. ¡Oh, amor mío! ¿Dónde compraste este collar?
Eso fue lo que pasó. Una más de nuestras trifulcas diarias. Aunque hoy, no sé por qué, tenía la sensación de que ambos nos habíamos excedido. Llevábamos peleando así meses enteros. Ignoro el motivo. No me atrevería a calificarlo de «incompatibilidad». Pero yo estaba arruinado y Daisy no hacía más que gruñir.
Sin embargo, me sentía mucho mejor cuando saqué mi violín para interpretar el Corazones y Flores. Aniversario, collar, repetición de la luna de miel... Había encontrado un sistema para mantener callada a Daisy sin meterle un trapo en la boca.
Daisy era sentimentalmente feliz, y yo me felicitaba a mí mismo, cuando subimos al automóvil y nos dirigimos hacia la Prentiss Road. Teníamos todavía un montón de cosas que decirnos el uno al otro, pero su repetición hubiera resultado sencillamente fastidiosa. Cuando Daisy estaba de buen humor, hablaba en tono melindroso... lo cual me sacaba de mis casillas, por considerarlo impropio de una mujer hecha y derecha.
Pero, durante algún tiempo, los dos fuimos felices. Empecé a decirme a mí mismo que todo era como en los viejos tiempos; éramos realmente la misma pareja de chiquillos en plena fuga. Daisy se había despedido «por las buenas» del salón de belleza, y yo acababa de vender una serie de relatos. Nos dirigíamos a Valos, para casarnos. El mismo tiempo primaveral, la misma carretera, y Daisy apretándose contra mí del mismo modo.
Pero, no era lo mismo. Daisy no era ya una chiquilla; no había arrugas en su rostro, pero su voz se había hecho estridente. No había engordado, pero se había vuelto quisquillosa. Yo también era distinto. Aquellos primeros relatos que había vendido para la radio me habían hecho concebir falsas esperanzas; empecé a alternar con los personajes, y eso cuesta dinero. flítimamente no había podido colocar ningún guión, y las deudas fueron acumulándose, y cada vez que trataba de hacer algo, allí estaba Daisy moliéndome a preguntas fastidiosas. ¿Por qué teníamos que comprar un nuevo automóvil? ¿Por qué teníamos que pagar tanto alquiler? ¿Por qué aquella póliza de seguros? ¿Por qué me había comprado tres trajes?
De modo que le compré un collar y cerró la boca. Pura lógica femenina.
Bueno, hoy me olvidaría de todo. Olvidaría las cuentas sin pagar, olvidaría las preguntas fastidiosas de Daisy, olvidaría a Jeanne... aunque esto último iba a ser más difícil. Jeanne era callada, tenía una pequeña renta y opinaba que hablar melindrosamente era una estupidez...
Llegamos a la Prentiss Road y tomamos la ruta que habíamos seguido el día de nuestra fuga. Daisy era feliz, sin duda alguna. Habíamos preparado un ligero equipaje, y, sin mencionarlo, los dos sabíamos que pararíamos en el hotel de Valos, tal como habíamos hecho tres años antes, cuando nos casamos.
Tres años de insoportable y fastidiosa monotonía...
Pero no iba a pensar en eso. Era preferible pensar en los dorados rizos de Daisy brillando al sol de la tarde; pensar en las hermosas colinas verdes idem de idem. Estábamos en primavera, la primavera de hacía tres años, y ante nosotros se extendía toda una vida... una vida de felicidad.
De modo que continuamos alegremente eL viaje. Daisy señalaba los postes indicadores y yo asentía, o gruñía, o decía «Uh-uh», y pensaba que llevábamos cuatro horas en la carretera, y que pronto se nos echaría la noche encima, y que deseaba apearme y estirar las piernas, y además...
Allí estaba. No podía dejar de ver la pancarta. Y en el caso improbable de que me hubiera pasado por alto, allí estaba Daisy, gritándome al oído:
-¡Oh, querido! Mira...
¿PUEDE USTED RESISTIRLO?
LA CASA DEL TERROR
Visite una auténtica casa encantada
Y en tipos más pequeños, debajo, aparecían otros reclamos:
«¡Visite la Mansión Kluva! ¡Visite la Cámara Encantada! ¡Vea el Hacha utilizada por el Asesino Loco! HAGA REGRESAR A LA MUERTE. Visite la CASA DEL TERROR. Atracción única en su género. Sólo por 25 centavos».
Desde luego, no leí todo eso mientras conducía a 60 millas por hora. Detuve el automóvil, y mientras Daisy leía contemplé el amplio y destartalado edificio. Tenía el mismo aspecto de otros edificios ante los cuales habíamos pasado; casas ocupadas por «swamis» hindúes, «médiums» y «profesores de yoga». Todos dedicados a explotar la credulidad de los turistas. Pero aquí había un tipo con una pequeña novedad. Ofrecía algo distinto. Eso fue lo que pensé.
Pero Daisy pensó algo más, evidentemente.
-¡Oh, querido! Vamos a entrar.
-¿Cómo?
-Estoy envarada de tanto automóvil, y, además, es probable que vendan perros calientes o algo para comer. Estoy hambrienta.
Bueno. Aquélla era Daisy. Daisy, la sádica. Daisy, la fanática de las películas de terror. No me dejé engañar por su tono indiferente. Conocía perfectamente los gustos y las aficiones de mi esposa. Era una adicta incondicional a las páginas de sucesos de los periódicos. Poco después de nuestra boda, se soltó el pelo y empezó a leerme en voz alta las informaciones acerca de los más horribles crímenes a la hora del desayuno. Empezó a dejar semanarios de sucesos por toda la casa. No tardó en arrastrarme a los cines donde proyectaban películas de terror. Otra de sus fastidiosas costumbres: yo podía cerrar los ojos en cualquier momento y evocar el zumbido de su voz, temblorosa de excitación, mientras leía las últimas noticias acerca del descuartizador de Cleveland o del Asesino del Hacha.
Evidentemente, nada era demasiado espeluznante para sus gustos. Aquí había un destartalado edificio que en su época de mayor esplendor pudo haber sido utilizado como establo; y, sin embargo, ella tenía que entrar, respondiendo al reclamo de la sucia pancarta. «La Casa Encantada». Tal vez nuestro matrimonio no hubiera fracasado si me hubiese dedicado a vagar por la casa con un antifaz negro, ronroneando como Bela Lugosi y acariciando a Daisy con un hacha.
Traté de transmitir algo de lo que estaba pensando por medio del tono con que repliqué: «¡Vaya una ocurrencia!», pero era una batalla perdida. Daisy tenía ya una mano en la portezuela del automóvil. En su rostro había una sonrisa... la sonrisa que asomaba a sus labios cuando escuchaba las noticias acerca de un asesinato; una sonrisa que me recordaba, desagradablemente, la expresión de un gato hambriento mientras juega con un ratón. La sonrisa de Daisy, la sádica.
Pero, ¡al diablo con todo! Ésta era una segunda luna de miel, y no era el momento más adecuado para estropear las cosas, precisamente cuando me sentía tan predispuesto a olvidar los detalles desagradables. Mataríamos media hora aquí, y luego al hotel.
-¡Vamos!
Cuando me apeé, Daisy estaba ya a medio camino del porche. Cerré las portezuelas del automóvil, me metí las llaves en el bolsillo y me reuní con Daisy ante la sucia puerta. Se estaba levantando una húmeda niebla, y las nubes tapaban la puesta de sol. Daisy llamó de un modo que revelaba su excitación. La puerta se abrió lentamente, después de una larga pausa, como correspondía a una casa encantada. A continuación tenía que aparecer un rostro siniestro, sonriendo diabólicamente a través de una boca desdentada. Era lo que Daisy estaba esperando, por lo menos.
Pero se encontró ante el rostro de W. C. Fields.
Bueno, no del todo. La nariz era más pequeña, y no tan roja. Las mejillas eran más flacas, también. Pero el traje a cuadros, la mirada bizqueante, las quijadas y, por encima de todo, la voz, encajaban perfectamente.
-¡Ah! Pasen, pasen. Bienvenidos a la Mansión Kluva, amigos míos, bienvenidos. -Nos apuntó con su puro-. Veinticinco centavos, por favor. Gracias.
Estábamos en un oscuro vestíbulo. Era realmente oscuro, y olía a moho, pero yo sabía que la casa no tenía más moradores furtivos que las cucarachas. Nuestro cómico amigo pronunciaría un bonito discurso, tratando de impresionarme; pero la única impresionada, probablemente, sería Daisy.
-Es un poco tarde -dijo nuestro anfitrión-, pero creo que podré enseñarles la casa. No hace ni un cuarto de hora que se ha marchado un grupo de San Diego... un grupo muy numeroso. Han venido aquí sólo para ver la Mansión Kluva, de modo que puedo asegurarles que han invertido bien su dinero.
De acuerdo, amigo, déjate de monsergas y empieza de una vez. Pon en marcha tus cadáveres, dale a Daisy un buen susto, y vámonos de aquí.
-¿Qué hay de encantado en esta casa, y cómo vino a parar usted aquí? -preguntó Daisy.
Una de aquellas preguntas originales que siempre estaba formulando. Daisy era así de brillante. Una caja llena de sorpresas.
-Mucha gente me pregunta eso, y me complace enormemente explicárselo. Esta casa fue construida por Ivan Kluva -no sé si usted se acordará de él-, un director cinematográfico que llegó aquí alrededor de 1923, en la época del cine mudo, poco después de que De Mille empezara a hacerse popular con sus películas de masas. Kluva era un hombre «épico»; se había ganado una excelente reputación en Europa, de modo que le dieron un contrato. Escogió este lugar para instalarse aquí con su esposa. En la colonia cinematográfica no quedan muchas personas que recuerden al viejo Ivan Kluva; en realidad, nunca llegó a dirigir una película.
»Lo primero que hizo fue mezclarse con un grupo de adictos a un culto diabólico. Tengan en cuenta que eso sucedió hace muchos años. En aquella época, Hollywood albergaba a tipos de todas clases. Alcohólicos -entonces regía la Ley Seca-, cocainómanos, adoradores del diablo... Kluva se unió a estos últimos.
»Supongo que estaba un poco chiflado. Porque una noche, después de una reunión que tuvo lugar aquí, asesinó a su esposa. En la habitación de arriba había instalado una especie de altar. Colocó a su esposa sobre aquel altar, y le cortó la cabeza con un hacha. Luego desapareció. La policía se presentó un par de días después. Encontraron el cadáver decapitado de la esposa, desde luego, pero nunca consiguieron localizar a Kluva. Tal vez se tiró por el acantilado que hay detrás de la casa. Tal vez -he oído algunos rumores- asesinó a su esposa como un sacrificio para poder desaparecer. Algunos de los miembros del culto fueron detenidos, y explicaron un montón de historias acerca de la adoración de cosas o de seres que recompensaban a aquellos que les ofrecían sacrificios humanos; recompensas tales como desaparecer de la tierra. ¡Oh! Estaban locos de remate, supongo, pero la policía encontró una estatua detrás del altar que no les gustó lo más mínimo y que nunca mostraron a nadie, y quemaron un montón de libros y de cosas que encontraron aquí. Y terminaron con la práctica de aquel culto en California.
Como escritor, me he dedicado siempre al género cómico. Pero, mientras escuchaba el relato de nuestro amigo, estaba pensando que, si me decidiera a cambiar de género literario, podría improvisar una historia mucho mejor que la de aquel pájaro, a pesar de la posibilidad de mejorarla que le brindaba la práctica diaria. Era tan poco original, tan poco convincente... El peor de los relatos de «suspense».
A no ser...
Se me ocurrió repentinamente. Quizá la historia era cierta. Tal vez ésa era la solución. Después de todo, no contenía ningún elemento sobrenatural. Un ruso chiflado, adorador del diablo, que asesinaba a su esposa con un hacha. La cosa sucede de cuando en cuando; la psicopatología está llena de casos semejantes. ¿Y por qué no? Nuestro cómico amigo se limitó a comprar la casa después del asesinato, y se dedicó a explotar la leyenda.
Evidentemente, mi sospecha era acertada, ya que el viejo cicerone estaba diciendo:
-Y así, amigos míos, la Mansión Kluva quedó desierta y deshabitada. Es decir, deshabitada del todo, no. Quedó el fantasma. Sí, el fantasma de Mrs. Kluva... la Dama Vestida de Blanco.
¡Vaya! Siempre tenía que haber una Dama Vestida de Blanco. ¿Por qué no de rosa, o de verde, para cambiar? La Dama Vestida de Blanco: sonaba como un encabezamiento burlesco. Lo mismo que nuestro cicerone. Estaba tratando de empujar su voz hacia su mantecoso estómago, para hacerla más impresionante.
-Todas las noches, el fantasma de Mrs. Kluva aparece en el pasillo que conduce a la cámara del asesinato. La herida de su cuello brilla a la luz de la luna mientras apoya de nuevo la cabeza en el altar manchado de sangre, vuelve a recibir el golpe fatal y, con un lamento de dolor, se desvanece en el aire.
-¡Oooooh! -dijo Daisy.
-La casa permaneció desierta durante muchos años. Pero, de cuando en cuando, entraba en ella algún vagabundo para pasar la noche. Pasaba aquí la noche... una sola noche... Porque a la mañana siguiente era encontrado sobre el altar, con el cuello cercenado por el hacha asesina.
Daisy estaba gozando lo indecible; tenía la boca abierta, y sus ojos brillaban casi tanto como la herida del cuello de Mrs. Kluva a la luz de la luna.
-Al cabo de algún tiempo, nadie se acercó por aquí; incluso los vagabundos rehuían el lugar. La casa fue sacada a subasta, pero nadie quiso comprarla. Entonces la alquilé. Sabía que la historia atraería a la gente, y ante todo soy un hombre de negocios.
Gracias por decírmelo, amigo. Te había tomado por un farsante.
-Y, ahora, ¿quieren ver la cámara del Crimen? Síganme, por favor. Por aquí... hay que subir esta escalera. Lo he conservado todo tal como estaba, y estoy convencido de que les interesará...
Daisy se agarró fuertemente a mi brazo.
-¡Oooooh, cariño! ¿No estás emocionado?
No me gusta que me llamen «cariño». Y la idea de que Daisy pudiera encontrar algo «emocionante» en esta ridícula farsa me producía náuseas. Por un instante, me sentí capaz de asesinarla. Tal vez Kluva tenía sus buenos motivos para hacer lo que hizo.
Los peldaños crujían, y las polvorientas ventanas permitían el paso de una fúnebre claridad. En el exterior parecía haberse levantado un fuerte viento, y la casa se estremecía a su contacto, gimiendo lastimeramente.
A mi lado, Daisy se estremeció también. En el cine, se dedicaba a retorcer los botones de mi chaqueta cuando el monstruo entraba en la habitación donde dormía la heroína. Estaba como ahora: histéricamente nerviosa.
Yo estaba tan excitado como un arenque disecado en una casa de empeño.
Habíamos llegado al rellano superior. W. C. abrió una puerta que daba a aquel rellano y entró en la habitación. Unos instantes después reapareció con un candelabro en la mano y nos invitó a pasar. Bueno, esto era un poco mejor. Demostraba cierta imaginación, por lo menos. La vela que ardía en el candelabro era de mucho efecto en medio de la oscuridad que nos rodeaba por todas partes; proyectaba extrañas sombras sobre las paredes.
-Aquí estamos -susurró nuestro cicerone.
Y aquí estábamos.
Soy un hombre más bien positivista, poco imaginativo. Cuando Orson Welles gime en la radio, bajo a la cafetería para escuchar los últimos discos de jazz. Pero cuando entré en aquella habitación, supe que allí, al menos, no había nada de farsa. La atmósfera estaba impregnada del olor a crimen. Las sombras se deslizaban sobre un dominio de muerte. Era una habitación fría, fría como un osario. Y la luz de la vela cayó sobre la enorme cama del rincón, para moverse después hacia el centro de la estancia y cubrir una monstruosa mole. El altar de la muerte.
Detrás del altar, en la pared, había una especie de nicho, y casi pude imaginar una estatua colocada allí. ¿Qué clase de estatua? Un murciélago negro, boca abajo y crucificado. Los adoradores del diablo utilizaban eso, ¿no es cierto? ¿O era otra clase de ídolo, más horrible? La policía lo había destruido. Pero el altar seguía allí, y a la mortecina luz de la vela vi las manchas.
Daisy se acercó más a mí: estaba temblando.
La cámara de Kluva; un hombre con un hacha, tendiendo a una mujer sobre el altar; la locura en sus ojos, y un hacha en sus manos...
-Aquí, la noche del doce de enero de mil novecientos veinticuatro, Ivan Kluva asesinó a su esposa con...
El hombre gordo estaba junto a la puerta, recitando su letanía. Pero, ahora, yo le escuchaba con la mayor atención. En esta habitación, aquellas palabras eran reales. No eran ya un cuento para asustar a los ingenuos; aquí en la oscuridad tenían un significado. Un hombre y su esposa, y asesinato. Muerte no es más que una palabra que se lee en los periódicos. Pero algún día se convierte en real; espantosamente real. Asesinato es una palabra, también. Es el poder de muerte, y a veces hay hombres que ejercen ese poder, como dioses paganos. Los hombres que matan son como dioses paganos. Quitan la vida. Hay algo cómicamente impúdico en la idea. Un tiro disparado en plena borrachera, una bayoneta hundida en la locura de la guerra, un accidente, un choque de automóviles... esas cosas forman parte de la vida. Pero un hombre, cualquier hombre, que viva con la idea de la Muerte; que piense y planee un asesinato a sangre fría, premeditado...
Sentarse a cenar, enfrente de su esposa, y decir: «Las doce. Te quedan cinco horas más de vida, querida. Cinco horas más. Nadie lo sabe. Tus amigos no lo saben. Ni siquiera tú lo sabes. Nadie lo sabe... excepto yo. Yo, y la Muerte. Yo soy la Muerte. Sí, yo soy la Muerte para ti. Yo anularé tu cuerpo y tu cerebro, seré tu dueño y señor. Naciste, has vivido, sólo para este supremo instante; el instante en que decidiré tu destino. Sólo existes para que pueda matarte.»
Sí, era impúdico. Y luego, este altar, y un hacha.
«Vamos arriba, querida.» Y sus pensamientos, sonriendo detrás de las palabras. Y subir la oscura escalera hacia la oscura habitación, donde esperaban el altar y el hacha.
Me pregunté si Kluva odiaba a su esposa. No, supongo que no. Si la historia era cierta, la había sacrificado con un propósito. Era la persona más adecuada, la que tenía más a mano para el sacrificio...
Lo que me inspiraba aquellos pensamientos era la habitación, no la historia. Podía sentirle a él en la habitación, y podía sentirla a ella.
Sí, eso era lo más curioso. Ahora podía sentirla a ella. No como un ser, no como una presencia tangible, sino como una fuerza. Una fuerza inquieta. Algo que se movió detrás de mí antes de que volviera la cabeza. Algo en el altar manchado de sangre. Un espíritu encadenado.
«Aquí fue donde morí. En un momento determinado estaba viva, sin sospechar nada, y un momento después me encontraba entre las garras de la Muerte. El hacha cayó sobre mi cuello, tan lleno de vida, y lo cercenó. Ahora, espero. Espero a otros, ya que sólo me queda la venganza. No soy una persona, ni un espíritu. Soy simplemente una fuerza: una fuerza creada mientras sentía que la vida se me escapaba por el cuello. En aquel momento experimenté una sola sensación con todo mi ser moribundo; una sensación de odio absoluto, cósmico. Odio a la repentina injusticia de lo que me había sucedido. La fuerza nació al producirse mi muerte; es lo único que queda de mí. Odio. Ahora espero, y a veces tengo una oportunidad para dejar escapar el odio. Matando a otro puedo sentir que el odio crece, se hace fuerte. Y por un breve instante vuelvo a sentirme real, viva. Sólo abandonándome a mi negro odio puedo sobrevivir en la muerte. Y por eso acecho; acecho aquí, en esta habitación. Permanece demasiado tiempo en ella, y regresaré. Aquí, en la oscuridad, buscaré tu cuello, y la hoja de acero caerá, y yo gustaré de nuevo el éxtasis de la realidad...»
El viejo cicerone continuaba con su historia, pero yo no podía oírle, sumergido en mis pensamientos. Luego, repentinamente, el viejo empuñó algo; algo así como una sombra rígida contra la luz de la vela.
Era un hacha.
Oí que Daisy exclamaba «¡Oooooh!» a mi lado. Alzando la mirada, contemplé los dos espejos azules de terror que eran sus ojos. Yo había pensado mucho, y podía imaginar cuáles habían sido sus pensamientos. El viejo seguía blandiendo el hacha, aquel hacha con la hoja enmohecida, y llegó un momento en que no pude mirar más que el mellado filo del hacha. No pude oír, ni mirar, ni pensar en otra cosa; allí estaba el hacha, el símbolo de la Muerte. Allí estaba el verdadero quid de la historia; no en el hombre ni en la mujer, sino en la delgada línea de aquel filo. Aquel filo era la Muerte. Aquel filo decidía el destino de los seres vivientes. No había nada en el mundo más poderoso que aquel filo. Ningún cerebro, ningún poder, ningún amor, ningún odio podía oponérsele.
Aparté los ojos de la mano del hombre y miré a Daisy. Y Daisy vio que la miraba y en su rostro apareció la expresión de una atormentada Medusa.
Inmediatamente, se desplomó.
La cogí en brazos. El viejo nos miró con una expresión de sincera sorpresa.
-Mi esposa se ha desmayado -dije.
Se limitó a parpadear. Y un momento después me pareció observar que su expresión de asombro se había trocado en otra de complacencia. Supongo que atribuyó el desmayo al realismo que había sabido dar a su relato.
Bueno, aquello cambiaba todos los planes. No podía llevarme a Daisy a Valos en aquel estado.
-¿Hay algún lugar donde pueda tenderse un rato? -pregunté-. No, en esta habitación, no.
-El dormitorio de mi esposa está abajo, en el vestíbulo -sugirió el viejo.
El dormitorio de su esposa, ¿eh? Y el muy farsante había dicho que, en cuanto oscurecía, no quedaba nadie en la casa...
Pero no era el momento más adecuado para echárselo en cara. Llevé a Daisy a la habitación del vestíbulo, froté sus muñecas.
-¿Quiere que avise a mi esposa para que cuide de ella? -me preguntó solícitamente el viejo.
-No, no vale la pena. Yo la atenderé. Le sucede a menudo, ¿sabe? Algo de histerismo... En cuanto haya descansado un poco, se le pasará.
El viejo salió de la habitación y yo me quedé allí sentado, refunfuñando. ¡Malditas mujeres! Tenía que sucederle esto, precisamente ahora... Pero ya era demasiado tarde para las lamentaciones. Decidí dejarla dormir un rato.
Salí de la habitación y avancé a oscuras por el pasillo que conducía a la parte trasera de la casa y por el cual había visto desaparecer al viejo. Súbitamente, me detuve; me había parecido oír un sonido familiar: en efecto, estaba lloviendo. Las gotas de la lluvia repiqueteaban sobre el tejado. Uno de los típicos chaparrones de la Costa del Oeste.
Bueno, esto completaba el cuadro. Un fondo excelente para un melodrama. Durante los últimos tres años había visto muchas películas de terror, y el escenario era siempre el mismo.
Una joven pareja atrapada por una tormenta en una casa encantada. El misterioso inquilino. La habitación encantada. La heroína desmayada e indefensa en el dormitorio. Entra Boris Karloff envuelto en tres libras de vendas. «¡Grrrrr!», dice Boris. «¡Eeeeeeeeh!», dice la heroína. «¿Qué sucede?», grita el inspector Toozefuddy desde arriba. Y luego una caza salvaje. «¡Bang! ¡Bang!» Y Boris Karloff cae muerto. El héroe besa a la heroína. Fin.
Era mejor tomarlo a broma... aunque yo sabía que era inútil. Sabía que estaba jugando al escondite con mis pensamientos. Algo oscuro y frío se estaba enroscando en mi cerebro, y yo estaba tratando inútilmente de expulsarlo de allí. Algo relacionado con Ivan Kluva, y su esposa, y la habitación encantada, y el hacha. Supongamos que hubiera un fantasma, y Daisy estaba en el dormitorio, sola, y...
-¿Huevos con jamón?
-¿Qué diablos..?
Era el viejo. Me había oído llegar y había salido a mi encuentro.
-Por aquí... El tiempo se ha puesto malo. Mientras la señora descansa, puede usted comer algo con mi esposa y conmigo.
Entramos en la cocina. La esposa del viejo era tal como me la había imaginado; una mujer delgada, de unos cuarenta y cinco años, de aspecto resignado. La cocina era un lugar cómodo; se notaba en ella la mano de la mujer. Empecé a sentir un poco más de respeto hacia el viejo: su esposa era una excelente cocinera.
La lluvia seguía cayendo. Recordé algo acerca de lo agradable que resulta el interior de una habitación iluminada en medio de un tormenta. Íntima. Mrs. Keenan -el viejo se había presentado a sí mismo como Homer Keenan- sugirió que podía llevarle un poco de coñac a Daisy. Dije que prefería dejarla descansar un poco más, pero Keenan irguió las orejas -y la nariz- al oír mencionar el coñac, y dijo que no nos sentaría mal un traguito. El traguito se repitió varias veces. El licor ayudaba a ahuyentar aquella idea oscura y fría. Aunque no del todo. Seguía importunándome. De modo que estimulé a Homer Keenan para que hablara. Es preferible apechugar con una fastidiosa conversación, a tener que soportar una idea fastidiosa.
«De modo que cuando fracasó aquel negocio en Tia, lié los bártulos y me marché. Andábamos de feria en feria. Pero las mujeres son todas igual, y la mía se empeñó en establecerse en algún lugar fijo. Quería tener un hogar. Bueno, conocía a ese Feingerber desde hacía muchos años, y me facilitó esta casa. Desde luego, no toda la historia es cierta. Hubo un Ivan Kluva que asesinó a su esposa en esta casa. El altar y el hacha son también auténticos. Obtuve un permiso de las autoridades para conservarlos. Como una especie de museo. Pero lo del fantasma es mentira. Sin embargo, es lo que atrae a más gente. Algunos sábados y domingos, tenemos visitantes todo el día, sin parar. Vivimos aquí... ¿Vamos a echar otro traguito? Este coñac reconforta. Pone fuego en la sangre. Como le iba diciendo...»
Fuego. Fuego en la sangre. ¿Por qué había dicho que lo del fantasma era una mentira? Cuando entré en aquella habitación, olí a asesinato. Pensé lo que él había pensado. Y luego supe lo que había pensado ella. Su odio estaba en aquella habitación; y, si no era un fantasma, ¿qué otra cosa podía ser? Todo ello unido con la idea negra que se enroscaba en mi cerebro; aquella maldita idea negra, mezclada con el hacha y con el odio y con la pobre Daisy tendida en el dormitorio, indefensa. Fuego en mi cabeza. Aunque no el suficiente. Todavía podía pensar en Daisy, y de repente algo ciego se agarró a mí, y yo me asusté y empecé a temblar, y no pude esperar. Pensando en ella, sola en medio de la tormenta, cerca de la habitación del crimen, y en el altar, y en el hacha... supe que tenía que acudir junto a Daisy. No podía soportar la horrible sospecha.
Me puse en pie, murmurando algo acerca de echarle una mirada a mi esposa, y corrí hacia el dormitorio. Estaba temblando, temblando, hasta que llegué a su lado y vi lo apaciblemente que estaba tendida en la cama. Su sueño era tranquilo. Incluso sonreía. No sabía nada. No temía a los fantasmas ni a las hachas. Al mirarla, experimenté una sensación de ridículo, pero me quedé contemplándola largo tiempo, hasta que recuperé el dominio de mi mismo...
Cuando me dirigía a la cocina, me di cuenta de que el coñac había producido su efecto y me sentí borracho. La idea se había alejado de mi cerebro definitivamente, y estaba empezando a notar un gran alivio.
Keenan había vuelto a llenar mi vaso, y cuando me tragué su contenido volvió a llenarlo.
Empecé a hablar. Me sentía ligero, expansivo. Hablé de mi vida; de mi carrera, tal como se encontraba en aquellos momentos; de mi romance con Daisy, incluso. El coñac, desde luego.
Antes de que pudiera darme cuenta, me encontré haciendo una Confesión Sincera de todo. De cómo estaban las cosas entre Daisy y yo. De nuestras estúpidas trifulcas. De su incomprensión. De su susceptibilidad acerca de cosas como nuestro automóvil, y la póliza del seguro, y Jeanne Corey. Yo estaba lo suficientemente ebrio como para mostrarme mezquino. Me mofé de sus costumbres. Luego empecé a hablar de nuestro viaje, y de mis planes para una segunda luna de miel, y sólo el instinto hizo que me callara antes de mostrarme realmente repulsivo.
Keenan adoptó una actitud de hombre que está de vuelta de todo, pero finalmente se calentó lo bastante como para mencionar unos cuantos defectos de su esposa. Lo que le conté acerca de la afición de Daisy a las cosas macabras, le empujó a reprender a su esposa por su pusilanimidad. La acusó de que, a pesar de saber que la historia era una farsa, se negaba a subir al piso cuando se hacía de noche... como si el fantasma fuese real. Y no sólo al piso: no se atrevía a andar sola por la casa.
Mrs. Keenan lo negó. Sí, posiblemente se sentía algo impresionada ante la idea de entrar en aquella habitación. Pero lo de andar por la casa...
-¿De veras? ¿Por qué no lo demuestras? Mejor ocasión que ésta... Es casi medianoche. ¿Por qué no vas a llevarle una taza de café a esa pobre señora enferma?
Keenan parecía el padre de Caperucita Roja, sugiriéndole que fuera a visitar a su abuelita.
-No se moleste -dije-. La lluvia está amainando. Voy a buscar a Daisy y continuaremos nuestro camino. Vamos a Valos, ¿sabe?
-Creen que tengo miedo, ¿eh? -Mrs. Keenan estaba llenando ya una taza de café-. Esos hombres, murmurando siempre de sus esposas... ¡Ya les enseñaré yo!
Colocó la taza en un plato, irguió desdeñosamente la espalda al pasar por delante de Keenan y desapareció en el pasillo.
Recuperé de golpe la sobriedad.
-Keenan -susurré.
-¿Qué pasa?
-Keenan, tenemos que detenerla.
-¿Por qué?
-¿Ha andado usted por la casa de noche?
-Bueno, tanto como andar por la casa... No tengo necesidad de hacerlo, y, además, suelo acostarme temprano. Hoy ha sido una excepción.
-Entonces, ¿cómo sabe que la historia no es cierta?
Yo hablaba con rapidez. Con demasiada rapidez.
-¿Cómo?
-Tal vez haya un fantasma.
-¡Tonterías!
-Keenan, le aseguro que sentí algo allí. Usted está tan acostumbrado al lugar, que no se da cuenta. Pero yo lo sentí. El odio de una mujer, Keenan. ¡El odio de una mujer!
Le cogí por el brazo y traté de levantarle de la silla, de empujarle hacia el pasillo. Tenía que detener a su esposa como fuera. Yo estaba asustado.
-Esta casa está llena de amenazas. -Rápidamente, le expliqué mis pensamientos acerca de la mujer muerta: al morir, su odio había adquirido forma material, una forma capaz de empuñar el hacha asesina y de dejarla caer...-. ¡Detenga a su esposa, Keenan! -grité-. ¡Deténgala!
-¿Y qué me dice de la suya? -se mofó Keenan-. Además -continuó, ebriamente-, voy a decirle algo que nunca lo he dicho a nadie. Todo es mentira.
Me guiñó un ojo. Yo seguía empujándole hacia el pasillo.
-Todo es mentira. Lo del fantasma... y lo otro. Nunca hubo aquí un Ivan Kluva. Lo del asesinato es mentira, también. El altar es una piedra que yo puse allí, y el hacha es la que utilizo para partir leña. Ni asesinato, ni fantasma, ni nada. Todo es mentira, pero yo gano dinero.
-¡Vamos! -grité; la idea negra volvió a mi cerebro, y traté de arrastrar a Keenan hacia el pasillo, sabiendo que era demasiado tarde, pero que aún me quedaba algo por hacer...
Y en aquel preciso instante, ella gritó.
La oí perfectamente. Había salido corriendo de la habitación que daba al vestíbulo. Inmediatamente volvió a gritar, pero el grito se convirtió en un ronco estertor. Salí al pasillo. La oscuridad era absoluta, pero allí, al fondo, se recortaba la silueta de Mrs. Keenan. Una silueta que fue empequeñeciéndose, hasta confundirse con las sombras que cubrían el suelo.
Keenan salió de la cocina, sosteniendo con una mano temblorosa la lámpara de petróleo, y avanzó por el pasillo tambaleándose. En aquel momento tenía que haber dado media vuelta y echado a correr, pero la idea negra enroscada a mi cerebro me lo impidió. Seguí a Keenan, y mientras él contemplaba con expresión de incredulidad el cadáver de su esposa caído en el suelo, volví a repetir mi confesión.
-La odiaba... la odiaba terriblemente... usted no puede comprender hasta qué punto van acumulándose los pequeños detalles, hasta convertirse en una montaña infranqueable... La odiaba, y, además, estaba Jeanne, esperando... y el seguro... si lo hubiera hecho en Valos nadie lo habría sabido nunca... lo de aquí fue accidental, pero mucho mejor.
-No hay ningún fantasma -murmuró Keenan. No había oído nada de lo que yo había dicho-. No hay ningún fantasma.
Me incliné sobre el cadáver y contemplé el profundo tajo que había en su garganta.
-La idea se me ocurrió cuando vi el hacha y Daisy se desmayó. Podía emborracharle a usted, sacar a Daisy de aquí, y usted no se hubiera enterado nunca...
-¿Quién asesinó a mi esposa? -murmuró Keenan-. No hay ningún fantasma... No hay ningún fantasma... ¿Quién ha asesinado a mi esposa?
Pensé de nuevo en mi teoría del odio de una mujer sobreviviendo a la muerte y existiendo, a partir de entonces, con la exclusiva e imperiosa necesidad de matar. Pensé en aquel odio, adquiriendo forma material, empuñando un hacha y dejándola caer sobre el cuello de Mrs.Keenan...
Luego alcé la mirada hacia Homer Keenan, mientras los extraños sonidos que llenaban mi cerebro se hacían más intensos, obligándome a hablar.
-Ahora hay un fantasma -murmuré-. Verá, la segunda vez que vine a ver a Daisy, la asesiné con este hacha...