EN ESTADO LATENTE
EN ESTADO LATENTEA. E. Van Vogt
Vieja era la isla. Hasta la cosa que yacía en el canal exterior, expuesta al rudo ir y venir
del mar abierto, nunca había adivinado, cuando se hallaba viva, millones de millones de
años atrás, que aquí se encontraba un trecho protuberante que databa de una
remotísima edad geológica.
La isla medía aproximadamente tres millas de largo y, en su punto más ancho, media
milla de costa a costa. Allí donde se hallaba una laguna azulada asumía una forma
nítidamente serpenteante. Los escuetos y largos arrecifes salientes, donde se
remansaban las espumas de las olas, se extendían hasta la punta de la isla. Hubiérase
dicho que, con aquella morfología, la naturaleza intentaba trazar la figura de un hombre
gigantesco con la cintura doblada, tratando de tocarse los pies sin lograrlo.
A través del canal formado por esa brecha, entre los pies y las manos del gigante, batía
el oleaje del mar.
El mar se oponía al canal. Con interminable paciencia se afanaba por derruir la muralla
de rocas, y el tumulto del mar era un sonido especial, una mezcla de todo aquello que
resultaba estridente y desmañado en la eterna querella entre la resistente tierra y el
transgresor oleaje.
Precisamente donde rompía el oleaje yacía Iilah, muerto ahora casi para siempre,
olvidado por el tiempo y el universo.
A principios de 1941 llegaron barcos japoneses y navegaron por el peligroso estrecho
hasta desembocar en las aguas de la laguna. Desde la cubierta de uno de los barcos,
un par de ojos curiosos pasó con algún detenimiento por aquella cosa que emergía de
los arrecifes rompeolas. Pero el dueño de aquellos ojos servía a un gobierno que
miraba mal las empresas de carácter extramilitar. De modo que el ingeniero Taku Onilo
se limitó a anotar en su informe que: «A la entrada de este canal yace una forma sólida
hecha de una sustancia reluciente, aparentemente mineral, de cerca de cuatrocientos
pies de largo y noventa pies de ancho».
Los hombrecitos amarillos construyeron sus tanques subterráneos de gasolina y de
petróleo y emproaron hacia el levante. Las olas iban y venían, iban y venían. Los días y
los años transcurrieron, y la mano del tiempo se hizo pesada. Las lluvias estacionales
cayeron más o menos cuando debían caer y arrasaron las improntas dejadas por el
hombre. Brotó la vegetación allí donde las máquinas hubieron removido la tierra. La
guerra concluyó, los tanques subterráneos se hundieron un poco dentro de sus lechos
de tierra y se produjeron fisuras en algunos de los principales oleoductos. Poco a poco
sobrevinieron las consiguientes filtraciones y durante años una oleaginosa capa
verdeamarilla añadió un lustre diferente a las aguas de la laguna.
En las extensiones del atolón de Bikini, a cientos de millas de distancia, primero un
estallido, después otro, y gradualmente se contaminaron de radioactividad las aguas
aledañas a la isla. El primer desplazamiento de aquella potente energía alcanzó la isla
en el otoño de 1946.
Dos años después, un acucioso archivero de Tokio, hurgando en los documentos de la
marina imperial japonesa, informó sobre la existencia de aquellos tanques de petróleo.
A su debido tiempo -1950- el cazatorpedero Coulson inició su rutinario recorrido de
exploración.
El tiempo de la pesadilla había llegado.
El teniente Keith Maynard atisbaba la isla con aire sombrío a través de sus binoculares.
Se hallaba predispuesto a descubrir alguna anomalía, pero esperaba más bien
encontrarse con una perturbadora y monótona uniformidad, no con algo que fuera
radicalmente dispar.
- La misma maleza de siempre - masculló - y un espinazo semimontañoso semejante a
una armadura que se extiende a todo lo largo de la isla, los árboles...
Después de esta última palabra se quedó callado.
Un ancho derrotero había sido desbrozado a través de las palmas en la cercana costa.
Las palmas no habían sido derribadas recientemente, sino aplanadas por completo en
el fondo de un surco semejante a un barranco donde ya crecían la hierba y pequeños
arbustos. El surco, que parecía medir unos cien pies de ancho, conducía cuesta arriba
desde la playa a la ladera de una colina, hasta donde descansaba una empinadísima
piedra medio enterrada cerca de la cima.
Perplejo, Maynard bajó la vista hacia las fotos japonesas de la isla. De repente se volvió
hacia su segundo, el teniente Gerson.
- ¡Dios mío! - exclamó Maynard -. ¿Cómo habrá llegado hasta allá arriba esa piedra? No
aparece en la fotografía.
Lamentó haber dicho aquellas palabras no bien salieron de su boca. Gerson lo miró,
con aquella leve hostilidad que le era característica, encogió los hombros y dijo:
- Quizá no sea ésta la isla que buscamos.
Maynard no contestó. Consideraba a Gerson un tipo extraño. Poseía una de esas
lenguas que rezumaban ironía.
- Yo diría que pesa alrededor de dos millones de toneladas. Los japoneses
probablemente la arrastraron hasta allá para desconcertamos.
Maynard permaneció callado. Le molestaba haberse permitido emitir aquel comentario.
En especial porque, por un instante, de hecho había pensado en los japoneses en
relación con aquella piedra. La suposición respecto de su peso, que enseguida le
pareció bastante certera, puso término a sus más descarriadas especulaciones. Si los
japoneses pudieran trasladar una piedra de dos millones de toneladas de peso, la
guerra la habrían ganado ellos. Aún así, la cuestión era harto curiosa y merecía ser
investigada más adelante.
Navegaron por el canal sin sufrir percances. Era más ancho y más profundo de lo que
había inferido Maynard de los informes japoneses, y esto contribuía a viabilizar la
misión que los traía acá. Ingirieron el almuerzo anclados en la laguna. Maynard reparó
en la capa oleaginosa que cubría las aguas de la laguna y cursó órdenes a la tripulación
a los efectos de no tirar fósforos al agua. Después de una breve consulta con los demás
oficiales, determinó que incendiarían el petróleo tan pronto hubieran cumplido la misión
que los retenía allí y salieran de la laguna.
Sobre la una y media de la tarde, fueron bajados los botes de remo y Maynard y sus
hombres pisaron tierra sin pérdida de tiempo. En una hora, con la ayuda de los planos
japoneses transcritos, dieron con los cuatro tanques enterrados. Demoró algo más
estimar las dimensiones de los tanques y descubrir que tres de ellos se hallaban vacíos.
Sólo el más pequeño, que contenía carburante de alto octanaje, había permanecido
herméticamente sellado y todavía se hallaba lleno. Su valor ascendía a diecisiete mil
dólares. Consiguientemente, no merecía la atención de los grandes tanqueros de la
marina que surcaban aquellas aguas en busca de materiales bélicos extraviados de
fabricación japonesa o norteamericana. Maynard presumía que una barcaza no tardaría
en ser enviada para llevarse el carburante, pero aquello no era de su incumbencia.
A pesar de la rapidez con que había efectuado su faena del día, Maynard trepó a
cubierta cansadamente cuando comenzaba a anochecer. Tal vez su paso revelara
cierto agotamiento físico, ya que Gerson alzó demasiado la voz para preguntarle:
- ¿Se siente agotado, mi teniente?
Maynard se enderezó. Fue esa pregunta lo que lo movió a no dejar para la mañana
siguiente la exploración de la piedra. Poco después de la comida, pidió voluntarios para
ir con él a tierra. Era noche cerrada cuando el bote de remos, con siete hombres a
bordo además del primer contramaestre Yewell y él, atracó en la playa arenosa a corta
distancia de las crecidas palmeras. La partida se encaminó tierra adentro.
No había luna en el cielo y las estrellas se encontraban desperdigadas entre las nubes
residuales de la recién transcurrida estación lluviosa. Caminaron por el anchísimo surco
donde los árboles habían sido literalmente arados dentro de la tierra. A la pálida luz de
las linternas, el espectáculo de los numerosos árboles, incinerados y aplanados a un
nivel parejo con la tierra circundante, se veía antinatural.
Maynard oyó a uno de los hombres murmurar:
- Debe de haber sido obra de algún tifón fenomenal.
No sólo un tifón, meditó Maynard, sino también un fuego voraz seguido de un viento
monstruoso, tan monstruoso que... Sus reflexiones quedaron truncas. No podía
imaginar una tormenta con fuerza suficiente para empujar cuesta arriba sobre la ladera
de una colina de un cuarto de milla de extensión y a cuatrocientos pies sobre el nivel del
mar, una piedra de dos millones de toneladas de peso. A una distancia cercana la
piedra no parecía ser más que granito natural. Tocada por la luz de las linternas,
destellaban sus innumerables estrías coloradas. Maynard condujo a la partida en su
derredor, y su vastedad le abrumaba el ánimo mientras trepaba hasta la cúspide de la
colina y luego alzaba la vista sobre aquellas murallas centelleantes parecidas a
farallones que se perdían en lo alto. La parte superior, aunque firmemente hundida en la
tierra, se elevaba por lo menos cincuenta pies sobre su cabeza.
La noche se había tornado desagradablemente cálida. Maynard sudaba de pies a
cabeza. Durante un momento, así maltrecho como estaba, derivó placer de la
convicción de que cumplía con su deber bajo ingratas circunstancias. Estaba enhiesto,
dubitativo, sombríamente saboreando el intenso y primitivo silencio de la noche.
- Tomen algunas muestras aquí y allá - dijo por fin -. Esas estrías coloradas parecen ser
interesantes.
Unos segundos después, uno de los hombres emitió un aullido de tan intenso dolor que
pareció desgarrar la envolvente negrura de la noche.
De inmediato se encendieron las linternas. Descubrieron al marino Hicks retorciéndose
de dolor en el suelo. A la esplendente luz de las linternas, la muñeca del hombre se
veía carbonizada, humeante. La mano había sido enteramente consumida por una
potente combustión.
Había tocado a Iilah.
Maynard le administró morfina al infeliz, a quien el dolor martirizaba más allá de todo
aguante humano. Se le trasladó enseguida al barco y, por medio de la radio, un cirujano
de la base ilustró paso a paso la operación que se le hizo. Se determinó que en un
avión hospital viniera a buscar al paciente. Lo más probable es que el accidente
provocara cierta perplejidad en el cuartel general, puesto que se solicitó información
adicional acerca de la piedra «quemante». A la mañana siguiente los que estaban
radicados allá llamaban a la piedra el «meteorito».
Maynard, que no acostumbraba poner en entredicho las opiniones de sus superiores, se
molestó cuando supo que aquella mole era definida así, y señaló que ese «meteorito»
pesaba dos millones de toneladas y que descansaba sobre la superficie de la isla.
- Mandaré al segundo jefe de máquinas a tomarle la temperatura - dijo.
Un termómetro procedente de la sala de máquinas del barco indicaba que la
temperatura exterior de la roca ascendía a unos ochocientos y pico de grados
Fahrenheit. Lo que aquello implicaba constituía un interrogante que anonadaba a
Maynard.
- Sí contestó Maynard -, hemos estado registrando leves reacciones radioactivas de las
aguas adyacentes, pero nada más. Y no nos parece que esto sea grave. De todos
modos vamos a retiramos de la laguna enseguida y a aguardar el arribo de los barcos
donde vienen los científicos.
Pálido y estremecido, puso término a aquella conversación. Una partida de nueve
hombres, de la que él formaba parte, se había aproximado a unos metros de la roca,
adentrándose en la zona de peligro mortal. De hecho, hasta el Coulson, surto a media
milla de distancia del paraje donde se erguía la roca, se encontraba en peligro.
Pero las hojas doradas del electroscopio se proyectaban tiesamente en el aire y el
contador Geiger-Mueller cloqueaba sólo cuando se sumergía en el agua y, aún así, sólo
a espaciados intervalos. Reanimado, Maynard bajó a ver al marino Hicks. El lesionado
dormía intranquilamente, pero no había muerto, lo que era una buena señal. El avión
hospital llegó con un médico a bordo para atender a Hicks. El médico no perdió tiempo
en hacerle un conteo globular a toda la tripulación del Coulson. Acto continuo, subió a
cubierta y se presentó a Maynard.
- No puede ser lo que hemos sospechado - dijo el joven y animoso médico -. Todos se
hallan bien, incluso Hicks, si descontamos la lesión en la mano. Se abrasó con
demasiada rapidez, si se tiene en cuenta que la superficie con que hizo contacto es de
una temperatura de ochocientos grados Fahrenheit.
- Creo que de algún modo la mano quedó aprisionada - dijo Maynard, estremeciéndose
un tanto al revivir mentalmente el accidente de Hicks, movido por un inconsciente
impulso masoquista.
- Así que aquélla es la piedra - dijo el doctor Clason -. ¿Cómo habrá podido plantarse
allá arriba?
Aún permanecían allí parados cuando, cinco minutos después, un repentino y
escalofriante griterío que procedía de la bodega del barco aportó una nota discordante
en medio de la completa quietud que reinaba de un confín a otro de la pequeña isla de
la extensa laguna.
Algo se agitó dentro de Iilah que lo hizo recapacitar. Se trataba de una cosa que él
había tenido la intención de hacer. No podía recordar qué cosa era.
Ese fue el primer pensamiento verdadero que tuvo y databa de fines de 1946, cuando
sintió el impacto de una energía exterior. Y aquello lo hizo volver a la vida, saberse vivo.
El fluido llegado de fuera se avivó pero luego decayó. Era anormalmente, abismalmente
laxo. La superficie del planeta que él había conocido palpitaba con las menguantes pero
poderosas energías de un mundo que aún estaba por enfriarse y dejar atrás su
condición solar. Fue con lentitud que Iilah vino a comprender hasta qué punto era
calamitoso para él aquel medio circundante. Al principio se mostró inclinado a
encerrarse en sí mismo, a duras penas vivo para interesarse en lo que le era ajeno.
Se obligó a sí mismo a hacerse un tanto más consciente de su medio circundante.
Mediante su visión radar contemplaba un mundo extraño. Ocupaba una estrecha
meseta en lo alto de una montaña. La desolación de aquellos contornos iba más allá del
alcance de su memoria. No existía siquiera un destello ni la presión del fuego atómico.
Ni tan siquiera una burbuja de piedra incandescente; ni el formidable torbellino de una
energía catapultada hacia el cielo por algún vasto estallido interno.
Nunca pensó que lo que veía fuera una isla rodeada por un océano en apariencia
ilimitado. Había visto la tierra bajo el agua del mismo modo que sobre el agua. Su
visión, basada como estaba en ondas ultra-ultracortas, no podía discernir el agua. Se
dio cuenta que se hallaba en un viejo y moribundo planeta, donde hacía tiempo que se
había extinguido la vida. Solo, y en trance de extinguirse él mismo sobre aquel olvidado
planeta: no era otro su dilema. Si tan sólo pudiera encontrar la fuente de la energía que
lo había revivido.
Guiado por una simple intuición lógica comenzó a bajar la montaña en la dirección de
donde parecía venir la corriente de energía atómica. De algún modo, se encontró
debajo de ella y tuvo que alzarse de nuevo hasta una atalaya cercana. Una vez
emprendido el ascenso, se dirigió hacia la cumbre, hasta la cual le resultaba más fácil
llegar, movido por el propósito de ver lo que quedaba al otro lado de la montaña.
A medida que se propulsaba fuera de las aguas no sentidas ni vistas de la laguna, dos
fenómenos diametralmente opuestos lo afectaron. Perdió todo contacto con la corriente
atómica transmitida por las aguas. Y, simultáneamente, las aguas cesaron de inhibir la
actividad de los neutrones y deutones de su cuerpo. Su vida adquirió una acrecentada
actividad. Quedó abolida la tendencia a asfixiarse lentamente. Su gran mole se convirtió
en una pila autoabastecedora, capaz de perpetuarse más allá del tiempo normal de vida
radioactiva de los elementos que la integraban, pero aún así se hallaba a un nivel de
actividad incalculablemente por debajo del que era normal en él. Otra vez, Iilah pensó:
«Había algo que yo debía hacer».
Se produjo una acrecentada afluencia de electrones a través de una veintena de células
gigantes mientras Iilah se esforzaba por recordar. La afluencia disminuyó gradualmente
ante la infructuosidad del esfuerzo. El leve incremento de su energía vital trajo
aparejado una mayor y más exacta comprensión de su estado. Oleadas tras oleadas de
sutilísima potencia radar afluían de la Luna, a Marte, a todos los planetas del sistema
solar; y los ecos que regresaban a él eran examinados con la alarmada acuciosidad que
le impartía la certeza de que allá también se encontraban cuerpos muertos.
Se hallaba atrapado en los confines de un sistema inanimado, prisionero hasta tanto el
inexorable agotamiento de su estructura material le hiciera una vez más entrar en
maridaje con la árida masa del planeta sobre el cual se hallaba varado. Sólo ahora
comprendió que había estado muerto. No recordaba exactamente cómo le había
acontecido aquello, a menos que pudiera explicarlo la explosiva, violenta, anuladora
sustancia que lanzara eructos a su alrededor, que lo enterrara y le sofocara sus
procesos vitales. La química atómica inherente a aquella sustancia debió de haberse
vuelto inocua con el tiempo y de ser ya incapaz de crearle impedimentos a él. Pero para
entonces ya Iilah había dejado de existir.
Ahora se encontraba con vida nuevamente, pero con tan débil vida que sólo le restaba
esperar el fin. Iilah esperó.
En 1950 vio al cazatorpedero flotar hacia él a través del cielo. Mucho antes de que
disminuyeran la marcha y se detuviera justamente debajo de él, había descubierto que
se trataba de una forma de vida no emparentada a la suya. Producía un desvaído calor
interno, y, a través de sus paredes exteriores, Iilah podía ver los vagos destellos de más
de un fuego.
Durante todo aquel primer día, Iilah esperó a que el ente se percatara de él. Pero ni una
sola oleada de Vida emanó de su seno. Y, no obstante, el ente flotaba en el cielo por
encima de la estrecha meseta, cosa que constituía un imposible fenómeno, una
desconocida experiencia. Para Iilah, que no podía percibir el agua, ni tan siquiera
imaginar el aire, cuyas ultrasondas pasaban a través de los seres humanos como si
éstos no existieran, aquella reacción sólo podía significar una cosa: allí se hallaba una
forma de vida extraña a él, que se había adaptado al mundo muerto en su derredor.
Poco a poco Iilah fue excitándose. Aquello podría moverse libremente sobre la
superficie del planeta. De ese modo a Iilah le sería dado descubrir cualquier foco
residual de energía atómica. Su problema estribaba en comunicarse con aquello.
El sol se hallaba en el cenit de otro día cuando Iilah realizó los primeros intentos de
comunicarse con el cazatorpedero. Había apuntado al opaco fuego anidado en la sala
de máquinas, puesto que allí era -de acuerdo con la lógica de Iilah- donde debía de
encontrarse la inteligencia del ente extranjero.
Los treinta y cuatro hombres que perecieron dentro y fuera del recinto de la sala de
máquinas y del cuarto de calderas del Coulson fueron inhumados no lejos de la orilla de
la laguna. Sus camaradas sobrevivientes esperaban permanecer en la proximidad de
las sepulturas hasta que el barco evacuado cesara de despedir peligrosas energías
radioactivas. Al séptimo día del arribo del Coulson, cuando los aviones de transporte
lanzaban sobre la isla equipo científico y personal, tres de los hombres se enfermaron y
el conteo globular que se hizo reveló una sensible y ominosa disminución de los
glóbulos rojos. Aunque no había recibido órdenes al respecto, Maynard se alarmó Y
dispuso que toda la tripulación fuera enviada a Hawaii para ser sometida a observación
médica.
Dejó a los oficiales en libertad de escoger, pero le aconsejó segundo oficial de
máquinas, al primer oficial de tiro y a varios alféreces, todos los cuales habían
intervenido en el traslado de los muertos a cubierta, que no vacilaran en irse en los
primeros aviones. Aunque a todos ellos se les ordenó abandonar la isla, algunos
miembros de la tripulación solicitaron permiso para permanecer allí. Y después de ser
sometidos a un minucioso interrogatorio por Gerson, a una docena de estos hombres,
gracias a que pudieron probar que no habían estado cerca del área contaminada, les
fue concedido permiso para quedarse.
Maynard hubiera preferido que el propio Gerson se marchara, pero no pudo tener esa
satisfacción. Entre los oficiales del Coulson que no se hallaban a bordo cuando ocurrió
el siniestro, se contaban los tenientes Gerson, Lausson y Haury -los dos últimos eran
oficiales de tiro-, y los alféreces McPelty, Roberts y Manchioff, todos los cuales
permanecieron en la isla. Dos de los tripulantes de más alta graduación, de clase, que
decidieron quedarse, fueron el jefe de aprovisionamientos, Jenkins, y el primer
contramaestre, Yewell.
El grupo de sobrevivientes del Coulson que permaneció en la isla fue relegado. En
varias ocasiones se le pidió que mudara sus tiendas de campaña donde éstas no
significaran un estorbo para el diario trajín del personal científico recién llegado a la isla.
Al fin, cuando resultó evidente que el grupo del Coulson sería abrumado una vez más
por la premiosa convivencia con los civiles, Maynard, enojado, ordenó el traslado de sus
tiendas de campaña mucho más allá de donde ahora se levantaban sobre la playa, a un
terreno contiguo a la costa, cubierto de suave césped y no tan poblado de palmas.
A medida que transcurría el tiempo y no recibía órdenes respecto de cómo habérselas
con aquella situación -puesto que, entre todos los oficiales, él era el de mayor rango-
Maynard primero se sintió confundido, y luego disgustado. En uno de los periódicos
norteamericanos que comenzaron a aparecer en la isla junto con la llegada de los
científicos, de los bull-dozers y las mezcladoras de cemento, leyó en una de las páginas
interiores un artículo de un columnista que le aportó los primeros indicios acerca de
cómo era juzgada la situación. De acuerdo con el columnista, había habido una disputa
entre altos mandamases de la Marina y los miembros civiles de la Comisión de Energía
Atómica acerca del control de las investigaciones. A resultas de ello, se determinó que
la Marina se mantuviera «al margen» de lo que acontecía en la isla.
Maynard leyó la versión que deba el columnista lleno de contradictorios sentimientos,
pero al fin cayó en cuenta de que, si aquel era el orden de cosas existentes, sobre él
había recaído el papel de máxima autoridad de la Marina en la isla. La verificación de
este hecho lo instaba a sentirse llevado de la mano por la suerte a ascender al rango de
almirante, dado el caso de que supiera desempeñarse como era debido. Qué era lo que
debía de hacer para proceder atinadamente, fuera de vigilar con ojo avizor cuanto
sucedía a su alrededor, constituía a todas luces para él un atormentador enigma.
No podía conciliar el sueño. Se pasaba los días en ir y venir, tan desembarazadamente
como le era posible hacerlo, entre aquel creciente ejército de científicos, y sus
ayudantes, acampado allí. De noche contaba con varios escondrijos desde los cuales
podía otear las brillantes luces del campamento enclavado en la playa.
Era un fabuloso oasis de luz en medio de la hermética y vasta oscuridad de las noches
del Pacífico. A lo largo de una milla entera, una retahíla de luces se extendía cerca de
las susurrantes aguas. Iluminaban, al par que reflejaban, la silueta de los largos,
gruesos y combados murallones como de cemento que se alzaban fantasmalmente a
partir del borde de las colinas. Se trataba de edificaciones que se levantaban para
tender un cordón sanitario alrededor de la piedra. Siempre, a medianoche, los bulldozers
cesaban su rugir y las mezcladoras de cemento rodantes descargaban sus
últimos trasiegas y se precipitaban sobre la carretera provisional hacia el silencio.
Aquella intrincada red de operaciones quedaba sumida en un sueño intranquilo. Por lo
general, aguardaba el advenimiento de aquella inactividad con la dolorosa paciencia de
quien se ha extremado en el cumplimiento del deber. Sobre la una de la madrugada,
Maynard se dirigía a la cama y el sueño no tardaba en rendirlo también a él.
Aquel secreto pasatiempo tuvo su recompensa. Maynard fue el único hombre del
campamento que vio a la piedra subir hasta la cúspide de la colina.
Fue un suceso estupendo. La hora era cerca de la una menos cuarto de la madrugada y
Maynard estaba a punto de irse a acostar cuando oyó el sonido, semejante a un camión
descargando grava. Por un instante, sólo atinó a relacionar aquel fragor con su
escondrijo.
Creyó que su nocturno espiar iba a ser descubierto. Pero acto continuo la piedra se dejó
ver recortada contra el luminoso esplendor creado por las luces de la playa.
El rugir que ahora se escuchaba era el de las barreras de cemento viniéndose abajo
ante aquella incontenible locomoción. Cincuenta, sesenta, luego noventa pies de la
piedra-monstruo se irguieron cuesta arriba sobre la colina; se deslizó la mole con
titánica fuerza hasta ganar la cumbre y al fin se detuvo.
Por espacio de dos meses, Iilah había observado los buques de carga atravesar el
canal. Y no dejaba de preguntarse por qué todos se mantenían a idéntico nivel sobre la
superficie del agua. Pero lo que era aún más interesante, sin embargo, es que de modo
invariable aquellos entes extranjeros hojeaban la isla hasta llegar a un punto donde
desaparecían detrás de un alto promontorio que marcaba el comienzo de la costa
oriental. En todos los casos, después de mantenerse ocultos durante unos días,
reaparecían y atravesaban otra vez el canal para luego ser tragados por el cielo lejano.
Durante meses, Iilah vio de pasada naves con alas, más pequeñas que las otras pero
mucho más rápidas, que se lanzaban de picada desde lo alto del cielo y desaparecían
tras la cresta de la colina al oriente. Siempre al oriente. Su curiosidad aumentó
enormemente pero era remiso a malgastar energías. Por último, vino a reparar en un
velo de luminosidad nocturna que alumbraba en la oscuridad la parte del cielo hacia el
oriente. Iilah echó a andar los mecanismos más activos de su extremo inferior que
hacían posible en él la locomoción y pudo trepar los setenta y tantos pies que lo
separaban del pináculo de la colina. Pero aquella acción le pesó no bien la hubo
realizado.
Uno de los barcos estaba anclado a poca distancia de la orilla de la playa. El velo de luz
que bañaba la estribación oriental de la loma no parecía tener origen. Mientras Iilah
observaba, veintenas de camiones y bulldozers corrían a su alrededor. Unos cuantos de
ellos se le aproximaron bastante. Lo que se proponían o lo que estaban haciendo era
un enigma para Iilah. Dirigió unas cuantas ondas de pensamientos a varios objetos pero
sin obtener respuesta de ellas.
Se dio por vencido creyendo haber pifiado.
A la mañana siguiente la piedra todavía descansaba sobre la cima de la loma, posada
en un lugar desde donde, con aquellas esporádicas descargas de energía que lanzaba
de modo tan fortuito, amenazaba por igual todo el territorio insular. Maynard oyó la
primera versión de los daños causados por Iilah de labios de Jenkins, el jefe de
aprovisionamientos: nueve muertos, siete choferes de camión y dos de bull-dozers, una
docena de hombres con quemaduras de primer grado y la destrucción del fruto de dos
meses de trabajo.
Una conferencia de los científicos de la isla parecía estarse desarrollando, ya que poco
después de mediodía, bull-dozers y camiones cargados de equipo comenzaron a
desfilar a lo largo del campamento naval. Un marino, que fue enviado a averiguar a qué
se debía todo aquel trajinar, informó que los científicos se estaban mudando para el
extremo bajo de la isla.
Poco antes de oscurecer se verificó un trascendente suceso. El Director del Proyecto,
en unión de cuatro científicos con cargos ejecutivos, se presentó en la zona alambrada
del campamento de la Marina y pidió hablar con Maynard. Era un grupo afable y
sonriente. Todos le tendieron la mano a Maynard, que a su vez les presentó a Gerson,
cuya presencia allí en ese momento no dejaba de ocasionarle cierta desazón que, por
supuesto, él sabía disimular con entera urbanidad. La delegación de científicos
enseguida pasó a plantear el asunto que motivaba su visita.
- Como usted sabe - dijo el director -, el Coulson sólo está parcialmente contaminado de
radioactividad. La torreta de popa ha permanecido incontaminado. Por consiguiente,
queremos que usted coopere con nosotros ordenando que se abra fuego contra la
piedra hasta convertirla en pedazos.
De primer intento, Maynard no sabía qué responder, tan atónito lo había dejado la
petición. Pero aquella perplejidad sólo le duró un instante. Ni entonces ni días después
de haber escuchado la petición, discrepó del parecer de los científicos. No dudaba que
la piedra debía de ser despedazada para destruir de una vez por todas su peligrosidad.
Rehusó la petición que se le hacía, y en adelante persistió en su negativa. Pero tuvieron
que transcurrir tres días para que se le ocurriera una razón valedera.
- No bastan, señores - les dijo -, las precauciones que ustedes han tomado. No creo
que ustedes estén a verdadero resguardo de la piedra por haber acampado al otro
extremo de la isla. Si ella estalla probablemente nadie en la isla escaparía con vida.
Desde luego, si a mis manos llegara una orden procedente de arriba contentiva de lo
que ustedes me piden...
Con todo propósito dejó inconclusa la oración, y dedujo de sus alargados semblantes
que un sinnúmero de radiogramas debía de estar yendo y viniendo entre ellos y el
organismo central del que formaban parte. Durante el cuarto día, un rotativo de
Kwajalein citó en parte la declaración de un alto oficial de la Marina radicado en
Washington: «...decisiones de ese carácter sólo son de la competencia del comandante
naval que se encuentra en la isla». También hizo saber el oficial de Washington que si
una petición debidamente dirigida era hecha, la Marina tendría a bien despachar a uno
de sus expertos atómicos a la isla.
A Maynard le era evidente que estaba manejando la situación a la exacta medida de los
deseos de sus superiores. Sólo que, cuando aún no había acabado de leer la
información, el inconfundible ladrido de uno de los cañones de cinco pulgadas del
cazatorpedero que, de todas las armas, es la que posee la más aguda detonación,
desgarró inesperadamente el silencio reinante.
Tambaleándose, Maynard se puso en pie. Se encaminó a la más cercana altura. Antes
de llegar a ella una segunda detonación se dejó oír del otro lado de la laguna, y una vez
más un tronante estallido resonó en la proximidad de la piedra. Maynard ascendió a su
miradero y a través de sus binoculares vio como a una docena de hombres moviéndose
de aquí para allá sobre el puente de popa alrededor de la torreta. Experimentó una más
viva contrariedad que la que ya albergaba hacia el director del grupo de los científicos.
Ipso facto resolvió ordenar la detención de todos los hombres que en una forma o en
otra fueran culpables de la comisión de aquel acto, bajo la acusación de hacer uso
inicuo y peligroso de las facultades inherentes a sus cargos.
Reflexionó de pasada en lo triste que sería ver desafiada algún día la autoridad de las
fuerzas armadas debido a diferencias surgidas entre tales o cuales organismos del
Estado, como si en el fondo no se tratara más que de una lucha por el poder. Aguardó
el tercer disparo y entonces descendió la colina apresuradamente hacia el
campamento. Rápidas órdenes impartidas a marinos y oficiales dieron por resultado
que ocho de estos hombres asumieran posiciones a lo largo de la costa de la isla,
donde les era dado avistar cualquier bote que quisiera tocar tierra. Con el resto de la
partida, Maynard se encaminó hacia la más próxima embarcación de la Marina para
hacerse a la mar. Se vio obligado a tomar la ruta más larga hacia el Coulson: una ruta
que lo llevaba por uno de los extremos de la isla. Era indudable que, desde el comienzo
de la aventura, no faltó la comunicación radial entre quienes habían hecho uso del
cañón blindado del barco para disparar contra la roca y sus cómplices de la isla, puesto
que, cuando Maynard y sus subalternos atracaron a un costado del barco desierto,
podía divisarse a lo lejos una lancha de motor, parecida a la que ellos ocupaban, que se
daba a la fuga con hombres culpables a bordo.
Maynard vaciló. ¿Debía de darle caza a la lancha prófuga? Un cuidadoso escrutinio de
la piedra le hizo concluir que aparentemente no había sido agrietada. El fracaso de los
disparos lo puso de buen humor, pero también le aconsejó cautela. No le convenía que
a oídos de sus superiores llegara que él se había mostrado impotente en lo que se
refería a evitar el ilícito abordamiento del cazatorpedero.
Aún rumiaba aquel descuido cuando Iilah se puso en marcha cuesta abajo rumbo al
Coulson.
Iilah vio el primer flamígero resoplido que salió de la boca de los cañones del barco. Y
después, durante el curso de un brevísimo instante, se percató de un objeto que
centelleaba hacia él. En los inmemoriales, harto inmemoriales tiempos, había
desarrollado defensa contra objetos expelidos hacia él. Por lo que ahora,
automáticamente, se había puesto en tensión para asimilar aquel impacto. El objeto, en
lugar de limitarse a golpearlo duramente, estalló sobre su superficie con estupendo
efecto. Su revestimiento protector se resquebrajó. La conclusión resultante emborronó y
distorsionó el fluido de todas las láminas electrónicas de su gran mole.
Al momento, los tubos estabilizadores de operación automática generaron impulsos
rectificadores. La materia interior de abrasadora temperatura de la cual estaba
compuesta la mayor parte de su cuerpo, cuyo estado oscilaba entre la fluidez y la
rigidez, registró una más alta temperatura al par que su estado se fluidificaba en mucha
mayor proporción. El debilitamiento causado por la tremenda concusión facilitó la
natural unión de un líquido, rápidamente endurecido a resultas de enormes presiones.
Superada la crisis, Iilah meditó en lo que había sucedido. ¿Acaso había sido aquello un
intento de comunicación?
La posibilidad lo entusiasmó. En lugar de cerrar la brecha de su pared exterior,
endureció el material contiguo a ella para así poner coto a sus pérdidas de radiación.
Aguardó. De nuevo le era destinado otro objeto expelido. De nuevo el potente impacto
sobre su superficie.
Después de una docena de impactos, cada uno de los cuales hubo dejado su
catastrófica huella sobre su revestimiento protector, Iilah se contraía por dentro lleno de
dudas. Si acaso se trataba de mensajes, él no podía recibirlos ni entenderlos. De mala
gana, comenzó a engendrar las reacciones químicas que sellaban su barrera
protectora. Superior a la rapidez con que él podía sellar sus lesiones, nuevos objetos
expelidos que le causaban nuevas lesiones hacían blanco en su mole.
Y con todo no creyó que hubiera sido objeto de un ataque. En toda su existencia
anterior jamás había sido acometido de aquella forma. Iilah no podía recordar cuáles
habían sido los métodos empleados contra él en el pasado. Pero ciertamente ninguno
de éstos había poseído un carácter tan netamente molecular.
Fue con renuencia que llegó a convencerse de que se trataba de un ataque, pero no se
encolerizó. En él los reflejos defensivos eran lógicos, no emocionales. Estudió el
cazatorpedero y le pareció que su propósito debía de ser el de ahuyentarlo. También
vendría a ser necesario ahuyentar todo ente que se le aproximara. Era hora de que
echara de donde estaban a todos los escurridizos objetos que había visto cuando
hiciera el recorrido hasta la cumbre de la colina.
Iilah echó a andar colina abajo.
El ente que flotaba sobre la ondulada llanura había puesto término a su flamígero
exudación. En tanto Iilah se acercaba al ente, la única señal de vida de que dio
muestras la aportó un pequeño objeto que se separó de el velozmente.
Iilah siguió de largo hasta internarse en el agua. Aquello le produjo un shock. Casi había
olvidado que bajo aquella desolada montaña existía un nivel que le era perjudicial.
Cuanto más descendente el nivel, tanto más afectadas quedaban sus energías vitales.
Iilah vaciló. Pero a continuación siguió sumergiéndose en el elemento líquido,
consciente de haber logrado entrar en posesión de la fuerza que le permitiría prevalecer
a todo trance sobre aquella presión tan negativa.
El cazatorpedero abrió fuego contra él. Los proyectiles, disparados casi a boca de jarro,
hendían hondamente el peñasco de noventa pies que Iilah semejaba ante su enemigo.
Cuando aquella mole rocosa chocó contra el navío, el fuego se acalló. (Maynard y sus
hombres, al no poder ya continuar defendiendo el Coulson, se dejaron caer en la lancha
a estribor y arrancaron al máximo de velocidad.)
Iilah empujaba la embarcación. Los dolores que le acarreaban aquellos desmesurados
golpes equivalían a los que todo ser viviente sufre cuando se halla en trance de parcial
disolución. A duras penas pudo recobrarse su cuerpo. Ahora empujaba con ira, odio y
espanto. En pocos minutos convirtió aquella torpe estructura en un indescriptible
amasijo, estrellándola contra los macizos y filosos arrecifes de la costa. Más allá se
erguía el escarpado declive de la montaña.
Algo imprevisto sucedió. Abatido contra los arrecifes, el ente comenzó a estremecerse y
a experimentar sacudidas, como atenaceado por alguna fuerza destructora en su
interior. Se derrumbó sobre un costado y permaneció en esa posición a semejanza de
un ser biológico herido, palpitando y desintegrándose.
Era un asombroso espectáculo. Iilah emergió del agua, y reemprendió el ascenso de la
montaña. Salvó el pináculo sin detenerse y descendió sobre la estribación opuesta de la
montaña hasta meterse otra vez en el mar, donde un buque de carga se disponía a
zarpar. El buque dobló el promontorio, se deslizó grácilmente fuera de las aguas del
canal, y bojeó a lo largo de la penumbrosa hondonada que se ocultaba más allá de los
lejanos rompientes. Siguió apartándose de la costa y después de recorrer varias millas
disminuyó la marcha y se detuvo.
A Iilah le hubiera gustado seguirle dando caza, pero estaba circunscrito a moverse en
tierra. De suerte que, no bien se hubo detenido el buque, Iilah se volvió para dirigirse
hacia donde los pequeños objetos se daban a la precipitada confusamente. No reparó
en los hombres que se arrojaban en los bajíos cerca de la costa, desde donde,
creyéndose a buen recaudo del peligro, atestiguaban la destrucción de su equipo. Iilah
dejó tras de sí una estela de destrozados y llameantes vehículos. Los pocos choferes
de vehículos que se aventuraron a salvar sus unidades fueron convertidos en
manchones de sangre y carne dispersos en el interior y en la superficie del metal de sus
máquinas.
Cundió el pánico y el desconcierto. Iilah se movía a una velocidad de cerca de ocho
millas por hora. Trescientos diecisiete hombres fueron víctimas de diversas trampas
individuales en que habían caído y perecieron aplastados por un monstruo que ignoraba
por completo que existieran los seres humanos. Cada hombre debió haberse creído
objeto de la persecución de Iilah.
Luego, Iilah ascendió al picacho más próximo y escudriñó el cielo para descubrir la
presencia de nuevos transgresores. Sólo el buque de carga era visible, la sombra de
una amenaza a cuatro millas de distancia mar afuera.
La oscuridad se cernió sobre la isla lentamente. Maynard caminaba con cautela por
entre la hierba con la linterna encendida a la altura de las caderas, hollando un terreno
sumamente escarpado. A cada rato preguntaba en voz alta: «¿Hay alguien por aquí?».
Llevaba horas dedicado a aquella tarea. La búsqueda de los sobrevivientes se había
iniciado a la caída de la tarde. Cuando reunían una partida de sobrevivientes era metida
en la lancha de motor que había servido a Maynard y a sus hombres para escapar del
Coulson y, a través del canal, era conducida hasta donde esperaba el buque de carga.
Las órdenes fueron transmitidas por radio. Se les daba cuarenta y ocho horas para
evacuar la isla, al cabo de cuyo plazo un avión piloteado por control remoto dejaría caer
su carga sobre la piedra.
Maynard se representó a sí mismo caminando por esta isla habitada por monstruos,
continuamente sometida al asedio de la noche. Y la escalofriante emoción que
experimentó lo colmó de raro placer, de jubiloso terror. Se sintió como se había sentido
cuando su barco estaba entre los barcos que cañoneaban una isla dominada por los
japoneses. Había estado triste hasta que de repente se vio a sí mismo en la playa,
blanco de los cañonazos disparados por las naves de su país. Se torturaba
imaginándose abandonado en la playa, extraviado en la isla por algún capricho del azar
y no echaba de menos su presencia en el buque de carga.
Un gemido proveniente de la oscuridad casi total puso término a aquella repentina y
macabra obsesión. A la luz de la linterna, Maynard distinguió con dificultad un rostro
familiar. El hombre había sido abatido por un árbol caído. Al tiempo que Gerson, su
segundo, se adelantó y le administró morfina, Maynard se inclinó más sobre el herido y
lo miró con fijeza y con ansiedad.
Era uno de los científicos de renombre mundial despachados a la isla. Desde el
desastre, la mayoría de los mensajes transmitidos a la isla no cesaban de invocar su
nombre. No existía una sola entidad científica en el mundo que estuviera dispuesta a
dar su visto bueno al proyecto de la Marina de bombardear la piedra hasta no conocer
su opinión.
- Señor - le dijo Maynard -, ¿qué cree usted acerca de...?
Pero dejó la pregunta en el aire. En vez, se dio a recapacitar en que las autoridades
navales ya habían ordenado el lanzamiento de la bomba atómica, luego de la decisión
del gobierno de dejar a la elección de dichas autoridades lo que competía hacerse.
El científico se agitó.
- Maynard - dijo con la voz rota -, hay algo raro con relación a esa piedra caminante.
Opóngase a que la...
Los dolores que padecía tomaron vidriosos sus ojos. Movía los labios pero no tenía
fuerzas para seguir hablando.
Había que aprovechar ese momento para interrogarle. Dentro de unos instantes la
inyección de morfina que le administraba Gerson lo sumiría en profundo letargo, y quién
sabe cuánto tiempo sería mantenido así mediante sucesivas dosis. Pasado aquel
momento sería demasiado tarde. Y el momento pasó.
- Esa inyección lo librará del dolor - dijo Gerson, levantándose del suelo.
Se volvió a los marinos que cargaban las camillas.
- Hacen falta dos hombres aquí para trasladar a este herido al barco. Traten de cargarlo
con el mayor cuidado posible, que está narcotizado.
Maynard caminó a la zaga de la camilla sin emitir palabra. Sentía que le habían
ahorrado la necesidad de tomar una decisión, que él nada tenía que ver con la decisión
de las autoridades navales.
La noche se hacía interminable. Al fin asomaron las cenicientas luces del alba. Poco
después de ponerse el sol, un chubasco tropical rugió a través de la isla y se precipitó
en dirección este. El cielo se coloreó de un vivo y esplendente azul y el ilimitado mar
circundante se sumió en una calma chicha.
De la inconmensurable bóveda azul salió el avión sin piloto que se dirigía a la isla con
su apocalíptico carga. Proyectaba una sombra que se movía a gran velocidad sobre el
espejeante océano.
Mucho antes de que pudiera verlo, Iilah presintió la carga que llevaba. Su proximidad
provocó estremecimientos en el interior de su mole. Expectantes, sus tubos electrónicos
comenzaron a funcionar activamente a crecientes intervalos. Durante corto rato, Iilah
pensó que se trataba de un ejemplar de su propio género que se acercaba.
A medida que se reducía la distancia entre ellos, Iilah se puso a transmitirle cautelosos
pensamientos al avión. En el pasado, varios aviones a los cuales él había transmitido
sus ondas de pensamientos, de pronto se retorcieron en pleno vuelo, como carentes de
control, y al fin cayeron y se estrellaron contra la tierra. Pero éste de ahora ni siquiera
se desvió de su ruta. Cuando se hallaba perpendicularmente encima de Iilah dejó caer
un objeto de gran tamaño que progresaba en perezosas volteretas hacia el lugar exacto
donde él se hallaba. Su estallido se había fijado para cuando estuviera a cien pies sobre
el blanco. En todos los aspectos, el estallido fue un éxito cabal.
Tan pronto hubieron transcurrido los difuminadores efectos de tan vasta cantidad de
nueva energía liberada, Iilah, que sólo ahora venía a cobrar conciencia de sí mismo,
pensó asombrado: «Pero si precisamente era esto lo que yo estaba tratando de
recordar. Si es esto lo que yo debo hacer».
Ahora le extrañaba que se hubiera olvidado. Había sido despachado en el curso de una
guerra interastral, guerra que por lo visto aún proseguía. Iilah había sido trasladado al
planeta donde se hallaba, a despecho de las enormes dificultades interpuestas, pero al
instante de ser depositado aquí, agentes enemigos consiguieron dar con él. Puesto que
su misión no tenía secretos para ellos, sabían cómo era preciso proceder con él. Pero
ahora Iilah se aprestaba a cumplir su misión.
Tomó la lectura del sol y de los planetas comprendidos dentro del alcance de sus
señales de radar. Entonces dio comienzo a un organizado proceso que terminaría por
disolver todos los mecanismos protectores que albergaba. Concentró dentro de sí toda
su fuerza de presión para el asalto final. Para lograr la plena efectividad de su cometido
era menester que a la hora cero todos los elementos vitales de Iilah quedasen aunados
en un solo haz inextricable.
El estallido que sacó de su órbita a la Tierra fue registrado en todos los sismógrafos del
globo. Sin embargo, algún tiempo pasaría antes de que los astrónomos descubrieran
que la Tierra estaba cayendo hacia el Sol. Y ningún hombre viviría para ver al Sol
estallar y convertirse en una brillante nova, abrasando todos sus planetas antes de
volver nuevamente, gradualmente, a ser la insignificante y opaca estrella clase G que
había sido una vez.
Por más que Iilah hubiera sabido que no se trataba de la misma guerra que ardiera diez
mil millones de siglos atrás, no habría podido sino hacer lo que hizo.
Los robots que son bombas atómicas no están dotados de la facultad de actuar
libremente.
FIN