BLOOD

william hill

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jueves, 31 de enero de 2013

TRINITY BLOOD

TRINITY BLOOD


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sábado, 26 de enero de 2013

CAIN


CAIN
Fredric Brown

En el pasillo, al nuevo guardián, el pelirrojo, no le gustaban aquellos gemidos ahogados;
no creía que fuera a gustarle aquel nuevo trabajo. Sin embargo, estaba de servicio,
como Joe, durante toda la noche. Joe señaló con un dedo.
- Ése es Kiessling. Mató a su hermano. ¿Leíste en los diarios el juicio? - dijo.
- Sí - contestó el pelirrojo -. ¿Qué hora es?
- Las tres - respondió Joe -. Aún faltan dos horas.
En el interior de la celda, Dana Kiessling yacía rígido en su catre, con la boca hundida
en el cojín que apenas lograba amortiguar los sonidos que él emitía. Se avergonzaba
de aquellos sonidos; quería ser valiente. ¿Por qué no lo conseguiría? Su vida había
sido un revoltijo tan espantoso. ¿Por qué no lograría el suficiente valor para estar
tranquilo durante aquellas pocas horas que le quedaban?
Era un cobarde y ahora, ya fuera de toda duda, se daba cuenta de ello. Pero el saberlo
no le ayudaba a luchar contra ello. ¿Estaría completamente deshecho mañana, se
preguntaba, en el último minuto de aquella mañana? ¿Tendrían que llevarlo a rastras,
gritando como una mujerzuela, empujándolo y sujetándolo a la silla de la que nunca
más volvería a levantarse?
Era horroroso imaginar todo eso, pero más horrible resultaba la visión de sí mismo,
sujeto ya a aquel invento mortífero, con la negra capucha sobre la cara, y luego el
espasmo de su cuerpo al sentir la corriente.
Deseó gritar sólo al pensar en todo aquello. Y dentro de unas pocas horas ya no sería
un mero pensamiento; sería un hecho, un hecho consumado. La corriente circulando
por su cuerpo, un cuerpo espasmódico, convulsivo. Se acordó de las patas de las ranas
en el laboratorio de química, del profesor que colocaba los dos cables, y de las súbitas
convulsiones del anca. La rana ya estaba muerta; no había sentido nada en absoluto,
pero sin embargo había dado aquellas sacudidas. Mas él estaría vivo cuando la
corriente pasase a su través.
¿Viviría después? Eso ya sería el horror de los horrores. Sabía, pues había leído las
descripciones de otras ejecuciones, que a veces resulta necesaria una segunda, o
incluso una tercera aplicación de la corriente. La primera no siempre lograba matar.
La electricidad no era predecible; había leído en alguna parte que un hombre, un
operario de la compañía eléctrica, había sufrido una serie de descargas de alta tensión,
descargas que habían llegado a carbonizar varias partes de su cuerpo, pero que sin
embargo sobrevivió.
Él también podría sobrevivir. Pero si así fuese, una segunda descarga, un segundo
paroxismo de dolor, de carbón, de fuego atravesando sus entrañas, atravesando cada
una de sus fibras. Y si ésta fallaba, una tercera. E infinitas, hasta que dictaminasen que
ya estaba muerto, hasta que la vida que había en él, la vida que era él, hubiera
desaparecido de su cuerpo.
Y después del dolor, la noche eterna de la muerte. También le asustaba esto; no quería
morir. Le daba miedo morir.
El miedo a esa nada indefinida le atenazó con tanta fuerza que tuvo que morder el
almohadón para no gritar. Siempre le había dado miedo la muerte. El miedo le había
acompañado desde niño, desde que supo lo que era la muerte. Había soñado con ello.
Y aquel miedo sólo había disminuido ligeramente mientras crecía. Y ahora volvía a él
con la misma intensidad que cuando tenía diez años y la muerte de un amigo con el que
cada día jugaba a la salida de la escuela había irrumpido en su mente haciéndole
comprender su propia condición de mortal. La pena por la muerte de su compañero era
sólo una bagatela en comparación con la idea: esto también puede ocurrirme a mi.
Aquella noche la había pasado llorando, igual como lo estaba haciendo esta noche;
había intentado luchar contra el pánico de la misma forma en que ahora lo estaba
intentando, y con igual suerte. Sin embargo, aquella noche sus padres le habían oído y
estuvieron consolándole. Claro que ellos habían pensado que la razón de aquellos
llantos era por la pérdida del amigo; habían confundido el miedo con la pena. Su madre
se había sentado al borde de la cama y le había cogido de una mano, lo que le había
ayudado a no sentirse solo. Pero esta noche se encontraba solo, completamente solo,
en la noche más terrorífica de todas. Para una persona que se había pasado la vida
temiendo la llegada de la muerte ¿no seria aquel el horror supremo, sabiendo que la
muerte llegaría con el alba?
Volvió a morder el almohadón y lo encontró húmedo y empapado. Se echó sobre sus
espaldas pero metiéndose el puño en la boca para no gritar.
Las ejecuciones eran increíblemente crueles, pensó. ¿Por qué no podría ser la ley tan
compasiva con el criminal como éste lo hubiera sido con su víctima? George no había
sufrido; ni siquiera había llegado a saber que iba a morir. Odiando como había odiado a
George, y aún le había concedido esa gracia. No había pasado ni un segundo siquiera,
ni una fracción de segundo, de miedo ni de conocimiento de lo que esperaba.
Mala suerte había tenido al ser atrapado por culpa de un maldito accidente de segunda
categoría, una mera cuestión de guardabarros abollados, sólo dos millas más allá de la
escena del crimen y mientras aún seguía con el coche robado. Ni siquiera había
ocurrido por su culpa... o quizás sí, ya que, desde luego, se había puesto nervioso. Pero
principalmente había sido culpa del otro conductor, queriéndole pasar en un cambio de
rasante y cerrándole bruscamente al ver aparecer aquel camión enfrente de ellos. De
todas formas tenía que reconocer que, de haber estado en su pleno juicio, habría
podido evitar el accidente pisando el freno a fondo y dejando que el otro se colocase
delante, en vez de querer acelerar para que no le pasase. El otro conductor había
pensado lo mismo que él y también había acelerado. Luego, para evitar el choque de
frente con el camión, se había lanzado contra él, incrustándole un guardabarros contra
la parte trasera de su coche y enganchando los parachoques de forma que se vieron
obligados a detenerse.
Desde luego, no había sido suya la culpa, pero un poco más de juicio por su parte quizá
lo hubiera evitado todo. Y luego el coche-patrulla viniendo tan rápidamente, y el policía
pidiéndoles sus carnets de conducir después de que él ya había dado un nombre falso...
Intentaba desesperadamente fijar su atención en aquella noche en lugar de hacerlo en
la mañana siguiente. Procuraba concentrarse en el juicio, parte del cual conservaba en
su memoria como si hubiera tenido lugar aquella misma tarde y otras partes, en cambio,
borrosas. Trataba con todas sus fuerzas de pensar en el pasado, en algo, en lo que
fuera, tanto si era malo como bueno, hiciera poco o mucho tiempo. Lo importante era
apartar de su pensamiento los horrores del futuro, el futuro que le esperaba dentro de
unas pocas horas.
Incluso en el asesinato que había cometido. ¿Se arrepentía de haberlo cometido? ¡Sí,
sí! Aunque la verdad sea dicha, tampoco sabía si su arrepentimiento era auténtico o si
se debía a las consecuencias que ya había tenido que sufrir y de las que aún tenían
que llegar: la silla, la silla eléctrica, las quemaduras, las chamuscaduras...
Apartó sus pensamientos hacia la imagen de George.
¿Por qué haría la gente tanta montaña del asesinato del propio hermano? ¿Por qué
juzgarían eso peor que la muerte de un extraño? Siendo así que él, George, era tan
diametralmente distinto que ya no podía llamársele siquiera hermano. Un déspota, un
asqueroso tiranuelo, siempre corrigiendo, siempre encontrándole faltas, exigiéndole
pequeñas cantidades de dinero que le debía, mezquino, terco, rencoroso, odioso.
Y sobre todo, o mejor dicho por debajo de todo, avaro. Con una brillante carrera, casa
propia y dos o tres mil dólares en el banco, ¿no había rehusado prestarle,
categóricamente, casi insultante, a él, a su hermano, aquellos miserables quinientos
dólares que él necesitaba para pagar las deudas que le habían caído encima sin
ninguna culpa por su parte, y para rehacer su vida por un nuevo camino? Había sido tan
terrible verse perseguido por todas partes, atormentado, azuzado...
Sólo por eso ya hubiera tenido motivos suficientes para matar a George. Sólo por esa
crueldad inconsciente, esa avaricia, y especialmente por decirle aún que era «para su
propio bien»; que haría más daño que beneficio el que le prestase dinero mientras no
«aprendiese a ordenar y organizar su propia vida». ¡Su propio hermano, y además su
hermano menor, hablándole de esta forma! Con un poco de pedantería, si es que podía
jactarse de algo; con el propio orgullo o snobismo del que no ha apostado un centavo
en las carreras en toda la vida, del que vigila cuanto bebe, del que se aparta de las
mujeres sólo porque las teme.
Y, naturalmente, eso era precisamente lo que le convertía en la clase de tipo que se
deja cazar más pronto o más tarde. Él, Dana, conocía a las mujeres y sabía cómo hay
que tratarlas; ésa era la razón por la que a sus treinta años aún estaba soltero. Quizás
le gustaban incluso demasiado y ésa era la razón por la que nunca había logrado
demasiado de sí mismo, pero al menos no había caído en las redes del matrimonio.
Cuando te gustan todas, no hay ninguna que te atrape.
Pero, ¡pobre tonto de George! Cada vez amasando más y más dinero y fama; hubiera
sido sólo cuestión de tiempo que, a sus veinte años, una mujer no le echase el lazo.
Y a pesar de todo esto... bueno, no pudo conseguir prestados ni cuatro chavos de
George, los cien o doscientos pavos que le hubieran permitido conseguir una pausa
durante unos días hasta que le llegase el golpe de suerte. Dios, cómo le había
molestado tener que suplicar a George por culpa de una cantidad tan pequeña, una
cantidad que tan poco significaba para un hombre que ganaba quince o veinte mil al
año y que era tan puritano que ni siquiera sabía cómo gastárselos si no era en su casa -
¿para qué necesitaba un soltero como él una casa? - que le había costado veinte mil
dólares, en su lujoso coche, en el sirviente que le cuidaba la casa, y en pinturas. Al
pollito le comenzaban a gustar ahora los cuadros, y había sido precisamente por culpa
de un cuadro por lo que le había matado.
Había tenido la osadía, la mismísima noche en que le había negado el préstamo de
quinientos dólares, de enseñarle una pintura por la que había pagado novecientos. Un
cuadro moderno con la firma de un francés y que a Dana le había parecido un plato de
sopa de guisantes. Y luego se había puesto a hablar de arte y de las delicadezas del
mundo, cuando él, Dana, hacía dos meses que no podía pagar el alquiler de su casa.
Era duro tener que pasar con sólo quinientos al año; y sin embargo, ¿no podía pasar él
con solo esta cantidad? ¿No había llegado a un punto en que con sólo quinientos tenía
suficiente para librarse de todas sus deudas y preocupaciones y comenzar una nueva
vida? Y aún tenía que soportar que la enseñasen unas pinturas - y vaya pinturas - que
su hermanito, su puerco e imbécil hermanito, el que no había querido prestarle el dinero
necesario para librarle de un mal paso, había comprado por novecientos dólares. Y
precisamente un cuadro. Ni siquiera un grabado; él mismo tenía algunos grabados en
su apartamento; era una tontería tener grabados, pero por lo menos no había pagado ni
la cuarta parte de novecientos dólares por todos ellos y un par de vistas de cacerías.
Sí, aquella noche fue cuando decidió matarlo.
Sabía que su hermano no había hecho testamento; y como sus padres habían muerto y
no había otros parientes más cercanos, resultaba que él era el único heredero. Digamos
treinta mil en el banco, una casa valorada en veinte mil más, diez mil del mobiliario, un
coche... Incluso después de pagar los derechos reales y el entierro, resultaba una
bonita suma caída del cielo. Quizá cincuenta mil. Al menos cuarenta mil estaban
asegurados. El sueldo de ocho años para un zoquete como él. ¿Qué podría hacer con
todo eso?
Sí, aquella noche fue cuando decidió matarlo. Se había tomado un mes entero para
estudiar hasta el más pequeño detalle, pues no tenía que sufrir el más mínimo resbalón,
ni la más leve sospecha que hiciera pensar a la policía que la muerte de George no
había sido producida por un accidente. Oh, había hecho un buen trabajo.
Y todo había ido sobre ruedas hasta que aquel maldito loco intentó adelantarle en pleno
cambio de rasante...
Y ahora, mañana, ¡no, hoy! ¿Cuánto le quedaba ya? ¿Una hora, dos, tres horas?
Seguro que faltaba una hora, por lo menos. Aún tenían que traerle el desayuno, aquel
desayuno en que le permitirían tomar lo que le apeteciera... ¡como si le fuera posible
poder comer! ¡Pero si un solo bocado de cualquier cosa le haría devolver! Y luego el
capellán intentando confortarle con sus palabras... como si con ello pudiera ayudarle en
algo. Luego vendría el barbero de la prisión para afeitarle la coronilla y la parte de su
pierna donde le conectarían el otro electrodo. Y luego las miradas curiosas de los
guardianes a través de los barrotes.
Los electrodos a través de los cuales la corriente carbonizante... Se escuchó a sí mismo
gritando y volvió a morderse el puño, y al ver que ni así conseguía apagar sus gritos,
volvió a hundir su rostro en el cojín para oír cómo sus gritos se convertían en sollozos
entrecortados.
Un cobarde, desde luego. Pero ¿por qué no iba a comportarse como un cobarde, si
realmente lo era? Aquellos hombres de las novelas que se dirigen hacia la silla o la
horca con toda tranquilidad no eran más que pura imaginación. Un buey no siente
miedo cuando lo conducen al matadero, pues no sabe qué es lo que le espera. Aquellos
hombres que caminan tranquilamente saben qué es lo que les espera, pero únicamente
como una abstracción; son incapaces de imaginárselo.
¿No sentiría cualquier hombre sensible, con imaginación, igual que él? Aquellos
guardianes del exterior - podía escuchar el débil murmullo de sus voces una y otra vez -
¿serían más valientes que él?
¿Cuánto quedaba? ¿Tres horas... dos? De todas formas, no mucho.
Y luego el pasillo, el camino hasta (¿llegaría por su propio pie?), la habitación, la silla. El
orinal caliente como le llamaban los presos. Uno de ellos incluso le había dicho:
- Amigo, te van a freír.
Freírle. Ni más ni menos que freírle, entre convulsiones espasmódicas, con la sangre
hirviendo en las venas; la sacudida, carbonizado, agonizando de dolor... El anca de
rana saltando en el laboratorio de química...
El almohadón volvía a estar entre sus dientes; pero a pesar de todo, gritaba. Luego,
cuando se le acababa el aire de los pulmones, se detenía, y el silencio aún resultaba
más terrorífico que sus propios gritos.
La muerte. Amigo, te van a freír. Y si la corriente no te mata la primera vez, te dan otra
sacudida, volviendo a sentir en tu cuerpo aquel relámpago, y luego una tercera vez, con
sacudidas horribles...
Y volvió a lanzar un alarido desgarrador.
- Joe, todo esto me revuelve el estómago - estaba diciendo en el pasillo, el guardián
pelirrojo, el novato, mientras pensaba que aquel trabajo no iba a gustarle. No le gustaría
en absoluto.
Joe, el otro guardián, sonrió.
- Ya te irás acostumbrando a ello - le dijo -. Cada noche hace lo mismo. Hace seis años
fue indultado... volviéndose loco y comenzando a gritar por causa del miedo a la silla.
Antes de que lo juzgaran. Sólo piensa que acaba de ser juzgado y sentenciado y que
cada noche es la última.
El pelirrojo sudaba.
- Seis años. Eso es... - dijo.
Pero Joe ya lo había estado contando.
- Cerca de mil doscientas noches, y cada una de ellas es la última. Desde luego, no sé
si fue mejor que lo indultasen.
El pelirrojo no dijo nada, pero comprendió que no iba a gustarle trabajar en un
manicomio.
FIN

viernes, 25 de enero de 2013

GUIA DEL AUTOESTOPISTA - GALACTICO , Douglas Adams




GUIA  DEL  AUTOESTOPISTA -
 GALACTICO
Douglas Adams


A Jonny Brock, Clare Gorst
y demás arlingtonianos,
por el té, la simpatía y el sofá


En los remotos e inexplorados confines del arcaico extremo occidental de la espiral de
la galaxia, brilla un pequeño y despreciable sol amarillento.
En su órbita, a una distancia aproximada de ciento cincuenta millones de kilómetros,
gira un pequeño planeta totalmente insignificante de color azul verdoso cuyos
pobladores, descendientes de los simios, son tan asombrosamente primitivos que aún
creen que los relojes de lectura directa son de muy buen gusto.
Este planeta tiene, o mejor dicho, tenía el problema siguiente: la mayoría de sus
habitantes eran infelices durante casi todo el tiempo. Muchas soluciones se sugirieron
para tal problema, pero la mayor parte de ellas se referían principalmente a los
movimientos de pequeños trozos de papel verde; cosa extraña, ya que los pequeños
trozos de papel verde no eran precisamente quienes se sentían infelices.
De manera que persistió el problema; muchos eran humildes y la mayoría se
consideraban miserables, incluso los que poseían relojes de lectura directa.
Cada vez eran más los que pensaban que, en primer lugar, habían cometido un gran
error al bajar de los árboles. Y algunos afirmaban que lo de los árboles había sido una
equivocación, y que nadie debería haber salido de los mares.
Y entonces, un jueves, casi dos mil años después de que clavaran a un hombre a un
madero por decir que, para variar, sería estupendo ser bueno con los demás, una
muchacha que se sentaba sola en un pequeño café de Rickmansworth comprendió de
pronto lo que había ido mal durante todo el tiempo, y descubrió el medio por el que el
mundo podría convertirse en un lugar tranquilo y feliz. Esta vez era cierto, daría
resultado y no habría que clavar a nadie a ningún sitio.
Lamentablemente, sin embargo, antes de que pudiera llamar por teléfono para
contárselo a alguien, ocurrió una catástrofe terrible y estúpida y la idea se perdió para
siempre.
Esta no es la historia de la muchacha.
Sino la de aquella catástrofe terrible y estúpida, y la de algunas de sus consecuencias.
También es la historia de un libro, titulado Guía del autoestopista galáctico; no se trata
de un libro terrestre, pues nunca se publicó en la Tierra y, hasta que ocurrió la terrible
catástrofe, ningún terrestre lo vio ni oyó hablar de él.
No obstante, es un libro absolutamente notable.
En realidad, probablemente se trate del libro más notable que jamás publicaran las
grandes compañías editoras de la Osa Menor, de las cuales tampoco ha oído hablar
terrestre alguno.
Y no sólo es un libro absolutamente notable, sino que también ha tenido un éxito
enorme: es más famoso que las Obras escogidas sobre el cuidado del hogar espacial,
más vendido que las Otras cincuenta y tres cosas que hacer en gravedad cero, y más
polémico que la trilogía de devastadora fuerza filosófica de Oolon Colluphid En qué se
equivocó Dios, Otros grandes errores de Dios y Pero ¿quién es ese tal Dios?
En muchas de las civilizaciones más tranquilas del margen oriental exterior de la
galaxia, la Guía del autoestopista ya ha sustituido a la gran Enciclopedia galáctica como
la fuente reconocida de todo el conocimiento y la sabiduría, porque si bien incurre en
muchas omisiones y contiene abundantes hechos de autenticidad dudosa, supera a la
segunda obra, más antigua y prosaica, en dos aspectos importantes.
En primer lugar, es un poco más barata; y luego, grabada en la portada con simpáticas
letras grandes, ostenta la leyenda:
NO SE ASUSTE.
Pero la historia de aquel jueves terrible y estúpido, la narración de sus consecuencias
extraordinarias y el relato de cómo tales consecuencias están indisolublemente
entrelazadas con ese libro notable, comienza de manera muy sencilla.
Empieza con una casa.

La casa se alzaba en un pequeño promontorio, justo en las afueras del pueblo. Estaba
sola y daba a una ancha extensión cultivable de la campiña occidental. No era una casa
admirable en sentido alguno; tenía unos treinta años de antigüedad, era achaparrada
más bien cuadrada, de ladrillo, con cuatro ventanas en la fachada delantera y de
tamaño y proporciones que conseguían ser bastante desagradables a la vista.
La única persona para quien la casa resultaba en cierto modo especial, era Arthur Dent,
y ello sólo porque daba la casualidad de que era el único que vivía en ella. La había
habitado durante tres años, desde que se mudó de Londres, donde se irritaba y se
ponía nervioso. También tenía unos treinta años; era alto y moreno, y nunca se sentía
enteramente a gusto consigo mismo. Lo que más solía preocuparle era el hecho de que
la gente le preguntara siempre por qué tenía un aspecto tan preocupado. Trabajaba en
la emisora local de radio, y solía decir a sus amigos que su actividad era mucho más
interesante de lo que ellos probablemente pensaban.
El miércoles por la noche había llovido mucho y el camino estaba húmedo y embarrado,
pero el jueves por la mañana había un sol claro y brillante que, según iba a resultar,
lucía sobre la casa de Arthur por última vez.
Aún no se le había comunicado a Arthur en forma debida que el ayuntamiento quería
derribarla para construir en su lugar una vía de circunvalación.
A las ocho de la mañana de aquel jueves, Arthur no se encontraba muy bien. Se
despertó con los ojos turbios, se levantó, deambuló agotado por la habitación, abrió una
ventana, vio un bulldozer, encontró las zapatillas y, dando un traspiés, se encaminó al
baño para lavarse.
Pasta de dientes en el cepillo: ya, a frotar.
Espejo para afeitarse: apuntaba al cielo. Lo acopló. Durante un momento el espejo
reflejó otro bulldozer por la ventana del baño. Convenientemente ajustado, reflejó la
encrespada barba de Arthur. Se afeitó, se lavó, se secó y, dando trompicones, se dirigió
a la cocina con idea de hallar algo agradable que llevarse a la boca.
Cafetera, enchufe, nevera, leche, café. Bostezo.
Por un momento, la palabra «bulldozer» vagó por su mente en busca de algo
relacionado con ella.
El bulldozer que se veía por la ventana de la cocina era muy grande.
Lo miró fijamente.
«Amarillo», pensó, y fue tambaleándose a su habitación para vestirse.
Al pasar por el baño se detuvo para beber un gran vaso de agua, y luego otro. Empezó
a sospechar que tenía resaca. ¿Por qué tenía resaca? ¿Había bebido la noche
anterior? Supuso que así debió ser. Atisbó un destello en el espejo de afeitarse.
«Amarillo», pensó, y siguió su camino vacilante hacia la habitación.
Se detuvo a reflexionar. La taberna, pensó. ¡Santo Dios, la taberna! Vagamente recordó
haberse enfadado por algo que parecía importante. Se lo estuvo explicando a la gente,
y más bien sospechó que se lo había contado con gran detalle: su recuerdo visual más
nítido era el de miradas vidriosas en las caras de los demás. Acababa de descubrir algo
sobre una nueva vía de circunvalación. Habían circulado rumores durante meses, pero
nadie parecía saber nada al respecto. Ridículo. Bebió un trago de agua.
Eso ya se arreglaría solo, concluyó; nadie quería una vía de circunvalación, y el
ayuntamiento no tenía en qué basar sus pretensiones. El asunto se arreglaría por sí
solo.
Pero qué espantosa resaca le había producido. Se miró en la luna del armario. Sacó la
lengua.
«Amarilla», pensó.
La palabra amarillo vagó por su mente en busca de algo relacionado con ella.
Quince segundos después había salido de la casa y estaba tumbado delante de un
enorme bulldozer amarillo que avanzaba por el sendero del jardín.
Mister L. Prosser era, como suele decirse, muy humano. En otras palabras, era un
organismo basado en el carbono, bípedo, y descendiente del mono. Más
concretamente, tenía cuarenta años, era gordo y despreciable y trabajaba para el
ayuntamiento de la localidad. Cosa bastante curiosa, aunque él lo ignoraba, era que
descendía por línea masculina directa de Gengis Kan, si bien las generaciones
intermedias y la mezcla de razas habían escamoteado sus genes de tal manera que no
poseía rasgos mongoloides visibles, y los únicos vestigios que aún conservaba mister L.
Prosser de su poderoso antepasado eran una pronunciada corpulencia en torno a la
barriga y cierta predilección hacia pequeños gorros de piel.
De ningún modo era un gran guerrero; en realidad, era un hombre nervioso y
preocupado. Aquel día estaba especialmente nervioso y preocupado porque había
topado con una dificultad grave en su trabajo, que consistía en quitar de en medio la
casa de Arthur Dent antes de que acabara el día.
- Vamos, mister Dent - dijo -, usted sabe que no puede ganar. No puede estar tumbado
delante del bulldozer de manera indefinida.
Intentó dar un brillo fiero a su mirada, pero sus ojos no le respondieron.
Arthur siguió tumbado en el suelo y le lanzó una réplica desconcertante.
- Bueno - dijo -; ya veremos quién se achata antes.
- Me temo que tendrá que aceptarlo - repuso mister Prosser, empuñando su gorro de
piel y colocándoselo del revés en la coronilla -. ¡Esa vía de circunvalación debe
construirse y se construirá!
- Es la primera noticia que tengo - afirmó Arthur -. ¿Por qué tiene que construirse?
Mister Prosser agitó el dedo durante un rato delante de Arthur; luego dejó de hacerlo y
lo retiró.
- ¿Qué quiere decir con eso de por qué tiene que construirse? - le preguntó a su vez -.
Se trata de una vía de circunvalación. Y hay que construir vías de circunvalación.
Las vías de circunvalación son artificios que permiten a ciertas personas pasar con
mucha rapidez de un punto A a un punto B, mientras que otras avanzan a mucha
velocidad desde el punto B al punto A. La gente que vive en un punto C, justo en medio
de los otros dos, suele preguntarse con frecuencia por la gran importancia que debe
tener el punto A para que tanta gente del punto B tengan tantas ganas de ir para allá, y
qué interés tan grande tiene el punto B para que tanta gente del punto A sienta tantos
deseos de acudir a él. A menudo ansían que las personas descubran de una vez para
siempre el lugar donde quieren quedarse.
Mister Prosser quería ir a un punto D. El punto D no estaba en ningún sitio en especial,
sólo se trataba de cualquier punto conveniente que se encontrara a mucha distancia de
los puntos A, B y C. Llegaría a tener una bonita casita de campo en el punto D, con
hachas encima de la puerta, y pasaría una agradable cantidad de tiempo en el punto E,
donde estaría la taberna más próxima al punto D. Su mujer, por supuesto, quería
rosales trepadores, pero él prefería hachas. No sabía por qué; sólo que le gustaban las
hachas. Se ruborizó profundamente ante las muecas burlonas de los conductores de los
bulldozers.
Empezó a apoyarse en un pie y luego en otro, pero estaba igualmente incómodo
descargando el peso en cualquiera de los dos. Estaba claro que alguien había sido
sumamente incompetente, y esperaba por lo más sagrado que no hubiera sido él.
- Tenía usted derecho a hacer sugerencias o a presentar objeciones a su debido
tiempo, ¿sabe? - dijo mister Prosser.
- ¿A su debido tiempo? - gritó Arthur -. ¡A su debido tiempo! La primera noticia que he
tenido fue ayer, cuando vino un obrero a mi casa. Le pregunté si venía a limpiar las
ventanas y me contestó que no, que venía a derribar mi casa. No me lo dijo
inmediatamente, desde luego. Claro que no. Primero me limpió un par de ventanas y
me cobró cinco libras. Luego me lo dijo.
- Pero mister Dent, los planos han estado expuestos en la oficina de planificación local
desde hace nueve meses.
- ¡Ah, claro! Ayer por la tarde, en cuanto me enteré, fui corriendo a verlos. No se ha
excedido usted precisamente en llamar la atención hacia ellos, ¿verdad que no? Me
refiero a decírselo realmente a alguien, o algo así.
- Pero los planos estaban a la vista...
- ¿A la vista? Si incluso tuve que bajar al sótano para verlos.
- Ahí está el departamento de exposición pública.
- Con una linterna.
- Bueno, probablemente se había ido la luz.
- Igual que en las escaleras.
- Pero bueno, encontró el aviso, ¿no?
- Sí - contestó Arthur -, lo encontré. - Estaba a la vista en el fondo de un archivador
cerrado con llave y colocado en un lavabo en desuso en cuya puerta había un letrero
que decía: Cuidado con el leopardo.
Por el cielo pasó una nube. Arrojó una sombra sobre Arthur Dent, que estaba tumbado
en el barro frío, apoyado en el codo. Arrojó otra sombra sobre la casa de Arthur Dent.
Mister Prosser frunció el ceño.
- No parece que sea una casa particularmente bonita - afirmó.
- Lo siento, pero da la casualidad de que a mí me gusta.
- Le gustará la vía de circunvalación.
- ¡Cállese ya! - exclamó Arthur Dent -. Cállese, márchese y llévese con usted su
condenada vía de circunvalación. No tiene en qué basar sus pretensiones, y usted lo
sabe.
Mister Prosser abrió y cerró la boca un par de veces mientras su imaginación se llenaba
por un momento de visiones inexplicables, pero horriblemente atractivas, de la casa de
Arthur Dent consumida por las llamas y del propio Arthur gritando y huyendo a la
carrera de las ruinas humeantes con al menos tres pesadas lanzas sobresaliendo en su
espalda. Mister Prosser se veía incomodado con frecuencia por imágenes parecidas,
que le ponían muy nervioso. Tartamudeó un momento, pero logró dominarse.
- Mister Dent - dijo.
- ¡Hola! ¿Sí? - dijo Arthur.
- Voy a proporcionarle cierta información objetiva. ¿Tiene usted alguna idea del daño
que sufriría ese bulldozer si yo permitiera que simplemente le pasara a usted por
encima?
- ¿Cuánto? - inquirió Arthur.
- Ninguno en absoluto - respondió mister Prosser, apartándose nervioso y frenético y
preguntándose por qué le invadían el cerebro mil jinetes greñudos que no dejaban de
aullar.
Por una coincidencia curiosa, ninguno en absoluto era exactamente el recelo que el
descendiente de los simios llamado Arthur Dent abrigaba de que uno de sus amigos
más íntimos no descendiera de un mono, sino que en realidad procediese de un
pequeño planeta próximo a Betelgeuse, y no de Guilford, como él afirmaba.
Eso jamás lo había sospechado Arthur Dent,
Su amigo había llegado por primera vez al planeta Tierra unos quince años antes, y
había trabajado mucho para adaptarse a la sociedad terrestre; y con cierto éxito, habría
que añadir. Por ejemplo, se había pasado esos quince años fingiendo ser un actor sin
trabajo, cosa bastante plausible.
Pero, por descuido, había cometido un error al quedarse un poco corto en sus
investigaciones preparatorias. La información que había obtenido le llevó a escoger el
nombre de «Ford Prefect» en la creencia de que era muy poco llamativo.
No era exageradamente alto, y sus facciones podían ser impresionantes pero no muy
atractivas. Tenía el pelo rojo y fuerte, y se lo peinaba hacia atrás desde las sienes.
Parecía que le habían estirado la piel desde la nariz hacia atrás. Había algo raro en su
aspecto, pero resultaba difícil determinar qué era. Quizá consistiese en que no parecía
parpadear con la frecuencia suficiente, y cuando le hablaban durante cierto tiempo, los
ojos de su interlocutor empezaban a lagrimear. O tal vez fuese que sonreía con muy
poca delicadeza y le daba a la gente la enervante impresión de que estaba a punto de
saltarles al cuello.
A la mayoría de los amigos que había hecho en la Tierra les parecía una persona
excéntrica, pero inofensiva; un bebedor turbulento con algunos hábitos extraños. Por
ejemplo, solía irrumpir sin que lo invitaran en fiestas universitarias, donde se
emborrachaba de mala manera y empezaba a burlarse de cualquier astrofísico que
pudiera encontrar hasta que lo echaban a la calle.
A veces se apoderaban de él extraños estados de ánimo; se quedaba distraído,
mirando al cielo como si estuviera hipnotizado, hasta que alguien le preguntaba qué
estaba haciendo. Entonces parecía sentirse culpable durante un momento; luego se
tranquilizaba y sonreía.
- Pues buscaba algún platillo volante - solía contestar en broma, y todo el mundo se
echaba a reír y le preguntaba qué clase de platillos volantes andaba buscando.
- ¡Verdes! - contestaba con una mueca perversa; lanzaba una carcajada estrepitosa y
luego arrancaba de pronto hacia el bar más próximo, donde invitaba a una ronda a todo
el mundo.
Esas noches solían acabar mal. Ford se ponía ciego de whisky, se acurrucaba en un
rincón con alguna chica y le explicaba con frases inconexas que en realidad no
importaba tanto el color de los platillos volantes.
A continuación, echaba a andar por la calle, tambaleándose y semi- paralítico,
preguntando a los policías con los que se cruzaba si conocían el camino de Betelgeuse.
Los policías solían decirle algo así:
- ¿No cree que ya va siendo hora de que se vaya a casa, señor?
- De eso se trata, quiero recogerme - respondía Ford de manera invariable en tales
ocasiones.
En realidad, lo que verdaderamente buscaba cuando miraba al cielo con aire distraído,
era cualquier clase de platillo volante. Decía que buscaba uno verde porque ése era
tradicionalmente el color de los exploradores comerciales de Betelgeuse.
Ford Prefect estaba desesperado porque no llegaba ningún platillo volante; quince años
era mucho tiempo para andar perdido en cualquier parte, especialmente en un sitio tan
sobrecogedoramente aburrido como la Tierra.
Ford ansiaba que pronto apareciese un platillo volante, pues sabía cómo hacer señales
para que bajaran y conseguir que lo llevaran. Conocía la manera de ver las Maravillas
del Universo por menos de treinta dólares altairianos al día.
En realidad, Ford Prefect era un investigador itinerante de ese libro absolutamente
notable, la Guía del autoestopista galáctico.
Los seres humanos se adaptan muy bien a todo, y a la hora del almuerzo había
arraigado una serena rutina en los alrededores de la casa de Arthur. Este interpretaba
el papel de rebozarse la espalda en el barro, solicitando de vez en cuando ver a su
abogado o a su madre, o pidiendo un buen libro, mister Prosser asumía la función de
atacar a Arthur con algunas maniobras nuevas, soltándole de cuando en cuando un
discurso sobre «el bien común», «la marcha del progreso», «ya sabe que una vez
derribaron mi casa», «nunca se debe mirar atrás» y otros camelos y amenazas; y el
quehacer de los conductores de los Bulldozer era sentarse en corro bebiendo café y
haciendo experimentos con las normas del sindicato para ver si podían sacar ventajas
económicas de la situación.
La Tierra se movía despacio en su trayectoria diurna.
El Sol empezaba a secar el barro sobre el que Arthur estaba tumbado.
Una sombra volvió a cruzar sobre él.
- Hola, Arthur - dijo la sombra.
Arthur levantó la vista y, guiñando los ojos para protegerse del sol, vio que Ford Prefect
estaba de pie a su lado.
- ¡Hola, Ford!, ¿cómo estás?
- Muy bien - contesto Ford -. Oye, ¿estás ocupado?
- ¡Que si estoy ocupado! - exclamó Arthur -. Bueno, ahí están todos esos Bulldozer, y
tengo que tumbarme delante de ellos porque si no derribarían mi casa; pero aparte de
eso... pues no especialmente, ¿por qué?
En Betelgeuse no conocen el sarcasmo. Y Ford Prefect no solía captarlo a menos que
se concentrara.
- Bien, ¿podemos hablar en algún sitio? - preguntó.
- ¿Cómo? - repuso Arthur Dent.
Durante unos segundos pareció que Ford le ignoraba, pues se quedó con la vista fija en
el cielo como un conejo que tratase de que lo atropellara un coche. Luego, de pronto,
se puso en cuclillas junto a Arthur.
- Tenemos que hablar - le dijo en tono apremiante.
- Muy bien - le contestó Arthur -, hablemos.
- Y beber - añadió Ford -. Es de importancia vital que hablemos y bebamos. Ahora
mismo. Vamos a la taberna del pueblo.
Volvió a mirar al cielo, nervioso, expectante.
- ¡Pero es que no entiendes! - gritó Arthur. Señaló a Prosser -. ¡Ese hombre quiere
derribar mi casa!
Ford le miró, perplejo.
- Bueno, puede hacerlo mientras tú no estás, ¿no? - sugirió.
- ¡Pero no quiero que lo haga!
- ¡Ah!
- Oye, Ford, ¿qué es lo que te pasa? - preguntó Arthur.
- Nada. No me pasa nada. Escúchame, tengo que decirte la cosa más importante que
hayas oído jamás. He de contártela ahora mismo, y debo hacerlo en el bar Horse and
Groom.
- Pero ¿por qué?
- Porque vas a necesitar una copa bien cargada.
Ford miró fijamente a Arthur, que se quedó asombrado al comprobar que su voluntad
comenzaba a debilitarse. No comprendía que ello era debido a un viejo juego tabernario
que Ford aprendió a jugar en los puertos del hiperespacio que abastecían a las zonas
mineras de madranita en el sistema estelar de Orión Beta.
Tal juego no se diferenciaba mucho del juego terrestre denominado «lucha india», y se
jugaba del modo siguiente:
Dos contrincantes se sentaban a cada extremo de una mesa con un vaso enfrente de
cada uno.
Entre ambos se colocaba una botella de aguardiente janx el que inmortalizó la antigua
canción minera de Orión: «¡Oh!, no me des más de ese añejo aguardiente janx / No, no
me des más de ese añejo aguardiente janx / Pues mi cabeza echará a volar, di lengua
mentirá, mis ojos arderán y me pondré a morir / No me pongas otra copa de ese
pecaminoso aguardiente añejo janx»).
Cada adversario concentraba su voluntad en la botella, tratando de inclinarla para echar
aguardiente en el vaso de su oponente, quien entonces tenía que beberlo.
La botella se llenaba de nuevo. El juego comenzaba otra vez. Y otra.
Una vez que se empezaba a perder, lo más probable es que se siguiera perdiendo,
porque uno de los efectos del aguardiente janx es el debilitamiento de las facultades
telequinésicas.
En cuanto se consumía una cantidad establecida de antemano, el perdedor debía pagar
una prenda, que normalmente era obscenamente biológica.
A Ford Prefect le gustaba perder.
Ford miraba fijamente a Arthur, quien empezó a pensar que, después de todo, tal vez
quisiera ir al Horse and Groom.
- ¿Y qué hay de mi casa...? - preguntó en tono quejumbroso.
Ford miró a mister Prosser, y de pronto se le ocurrió una idea atroz.
- ¿Quiere derribar tu casa?
- Sí, quiere construir...
- ¿Y no puede hacerlo porque estás tumbado delante de su bulldozer?
- Sí, y...
- Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo - afirmó Ford, y añadió gritando -:
¡Disculpe usted!
Mister Prosser que estaba discutiendo con un portavoz de los conductores de los
bulldozers sobre si Arthur Dent constituía o no un caso patológico y, en caso afirmativo,
cuánto deberían cobrar ellos) miró en torno suyo. Quedó sorprendido y se alarmó un
tanto al ver que Arthur tenía compañía.
- ¿Sí? ¡Hola! - contesto - ¿Ya ha entrado mister Dent en razón?
- ¿Podemos suponer, de momento - le respondió Ford -, que no lo ha hecho?
- ¿Y bien? - suspiró mister Prosser.
- ¿Y podemos suponer también - prosiguió Ford - que va a pasarse aquí todo el día?
- ¿Y qué?
- ¿Y que todos sus hombres van a quedarse aquí todo el día sin hacer nada?
- Pudiera ser, pudiera ser...
- Bueno, pues si en cualquier caso usted se ha resignado a no hacer nada, no necesita
realmente que Arthur esté aquí tumbado todo el tiempo, ¿verdad?
- ¿Cómo?
- No necesita - repitió pacientemente Ford - realmente que se quede aquí.
Mister Prosser lo pensó.
- Pues no; de esa manera... - dijo -, no lo necesito exactamente...
Prosser estaba preocupado. Pensó que uno de los dos no estaba muy en sus cabales.
- De manera que si usted se hace a la idea de que Arthur está realmente aquí - le
propuso Ford -, entonces él y yo podríamos marcharnos media hora a la taberna. ¿Qué
le parece?
Mister Prosser pensó que le parecía una absoluta majadería.
- Me parece muy razonable... - dijo en tono tranquilizador, preguntándose a quién
trataba de tranquilizar.
- Y si después quiere usted echarse un chispazo al coleto - le dijo Ford -, nosotros
podríamos sustituirle.
- Muchísimas gracias - repuso mister Prosser, que ya no sabía cómo seguir el juego -.
Muchísimas gracias, sí, es muy amable...
Frunció el ceño, sonrió, trató de hacer las dos cosas a la vez, no lo consiguió, agarró su
sombrero de piel y caprichosamente se lo colocó del revés en la coronilla. Sólo podía
suponer que había ganado.
- De modo que - prosiguió Ford Prefect - si hace el favor de acercarse y tumbarse en el
suelo...
- ¿Cómo? - inquirió mister Prosser.
- ¡Ah!, lo siento - se disculpó Ford -; tal vez no me haya explicado con la claridad
suficiente. Alguien tiene que tumbarse delante de los bulldozers, ¿no es así? Si no, no
habría nada que les impidiese derribar la casa de mister Dent ¿verdad?
- ¿Cómo? - repitió mister Prosser.
- Es muy sencillo - explicó Ford -. Mi cliente, mister Dent, afirma que se levantará del
barro con la única condición de que usted venga a ocupar su puesto.
- ¿Qué estás diciendo? - le preguntó Arthur, pero Ford le dio con el pie para que
guardara silencio.
- ¿Quiere usted - preguntó Prosser, deletreando para sí aquella idea nueva - que vaya a
tumbarme ahí...?
- Sí.
- ¿Delante del bulldozer?
- Sí.
- En el puesto de mister Dent.
- Sí.
- En el barro.
- En el barro, tal como dice usted.
En cuanto mister Prosser comprendió que, después de todo, iba a ser el verdadero
perdedor, fue como si se quitara un peso de los hombros: eso se parecía más a las
cosas del mundo que él conocía. Exhaló un suspiro.
- ¿A cambio de lo cual se llevará usted a mister Dent a la taberna?
- Eso es - dijo Ford -; eso es exactamente.
Mister Prosser dio unos pasos nerviosos hacia delante y se detuvo.
- ¿Prometido? - preguntó.
- Prometido - contesto Ford. Se volvió a Arthur.
- Vamos - le dijo -, levántate y deja que se tumbe este señor.
Arthur se puso en pie con la sensación de que estaba soñando.
Ford hizo una seña a Prosser que, con expresión triste y maneras torpes, se sentó en el
barro. Sintió que toda su vida era una especie de sueño, preguntándose a quién
pertenecería dicho sueño y si lo estaría pasando bien. El barro le envolvió el trasero y
los brazos y penetró en sus zapatos.
Ford le lanzó una mirada severa.
- Y nada de derribar a escondidas la casa de mister Dent mientras él está fuera,
¿entendido? - le dijo.
- Ni siquiera he empezado a especular - gruñó mister Prosser, tendiéndose de espaldas
- con la más mínima posibilidad de que esa idea se me pase por la cabeza.
Vio acercarse al representante sindical de los conductores de los bulldozers, dejó caer
la cabeza y cerró los ojos. Trataba de poner en orden sus pensamientos para demostrar
que él no constituía un caso patológico. Aunque no estaba muy seguro, porque le
parecía tener la cabeza llena de ruidos, de caballos, de humo y del hedor de la sangre.
Eso le ocurría siempre que se sentía confundido o desdichado, y nunca se lo había
podido explicar a sí mismo. En una alta dimensión de la que nada conocemos, el
poderoso Kan aulló de rabia, pero mister Prosser sólo se quejó y sufrió un leve temblor.
Empezó a sentir un escozor húmedo detrás de los párpados. Errores burocráticos,
hombres furiosos tendidos en el barro, desconocidos incomprensibles infligiendo
humillaciones inexplicables y un extraño ejército de jinetes que se reían de él dentro de
su cabeza... ¡vaya día!
- ¡Vaya día! Ford sabía que no importaba lo más mínimo que derribaran o no la casa de
Arthur.
Arthur seguía muy preocupado.
- Pero ¿podemos confiar en él? - preguntó.
- Yo confío en él hasta que la Tierra se acabe - le contestó Ford.
- ¿Ah, sí? - repuso Arthur -. ¿Y cuánto tardará eso?
- Unos doce minutos - sentenció Ford -. Vamos, necesito un trago.
Esto es lo que la Enciclopedia Galáctica dice respecto al alcohol. Afirma que es un
líquido incoloro y evaporable producido por la fermentación de azúcares, y asimismo
observa sus electos intoxicantes sobre ciertos organismos basados en el carbono.
La Guía del autoestopista galáctico también menciona el alcohol. Dice que la mejor
bebida que existe es el detonador gargárico pangaláctico.
Dice que el efecto producido por una copa de detonador gargárico pangaláctico es
como que le aplasten a uno los sesos con una raja de limón doblada alrededor de un
gran lingote de oro.
La Guía también indica en qué planetas se prepara el mejor detonador gargárico
pangaláctico, cuánto hay que pagar por una copa y qué organizaciones voluntarias
existen para ayudarle a uno a la rehabilitación posterior.
La Guía señala incluso la manera en que puede prepararse dicha bebida:
«Eche el contenido de una botella de aguardiente añejo Janx.
»Añada una medida de agua de los mares de Santraginus V. ¡Oh, el agua del mar de
Santraginus! iiiOh, el pescado de las aguas santragineas!!!
»Deje que se derritan en la mezcla debe estar bien helada o se perderá la bencina)
tres cubos de megaginebra arcturiana.
»Agregue cuatro litros de gas de las marismas falianas y deje que las burbujas penetren
en la mezcla, en memoria de todos los felices vagabundos que han muerto de placer en
las Marismas de Falia.
»En el dorso de una cuchara de plata vierta una medida de extracto de
Hierbahiperbuena de Qualactina, saturada de todos los fragantes olores de las oscuras
zonas qualactinas, levemente suaves y místicos.
»Añada el diente de un suntiger algoliano. Observe cómo se disuelve, lanzando el brillo
de los soles algolianos a lo más hondo del corazón de la bebida.
»Rocíela con Zamfuor.
»Añada una aceituna.
»Bébalo..., pero... con mucho cuidado...»
La Guía del autoestopista galáctico se vende mucho más que la Enciclopedia Galáctica.
- Seis pintas de cerveza amarga - pidió Ford Prefect al tabernero del Horse and Groom -
Y dése prisa, por favor, el mundo está a punto de acabarse.
El tabernero del Horse and Groom no se merecía esa forma de trato: era un anciano
digno. Se alzó las gafas sobre la nariz y parpadeó hacia Ford Prefect, que lo ignoró y
miró fijamente por la ventana, de modo que el tabernero observó a Arthur, quien se
encogió de hombros con expresión de impotencia y no dijo nada. Así que el tabernero

dijo:
- ¡Ah, sí! Hace buen tiempo para eso, señor.
Y empezó a tirar la cerveza. Volvió a intentarlo.
- Entonces, ¿va a ver el partido de esta tarde?
Ford se volvió para mirarle.
- No, no es posible - dijo, y volvió a mirar por la ventana.
- ¿Y eso se debe a una conclusión inevitable a la que ha llegado usted, señor? - inquirió
el tabernero -. ¿No tiene ni una posibilidad el Arsenal?
- No, no - contesto Ford -, es que el mundo está a punto de acabarse.
- Claro, señor - repuso el tabernero, mirando esta vez a Arthur por encima de las gafas -
ya lo ha dicho. Si eso ocurre, el Arsenal tendrá suerte y se salvará.
Ford volvió a mirarle con auténtica sorpresa.
- No, no se salvará - replicó frunciendo el entrecejo.
El tabernero respiró fuerte.
- Ahí tiene, señor, seis pintas - dijo.
Arthur le sonrió débilmente y volvió a encogerse de hombros.
Se dio la vuelta y lanzó una leve sonrisa a los demás clientes de la taberna por si
alguno de ellos había oído algo de lo que pasaba.
Ninguno de ellos se había enterado, y ninguno comprendió por qué les sonreía.
El hombre que se sentaba frente a la barra al lado de Ford miró a los dos hombres y
luego a las seis cervezas, hizo un rápido cálculo aritmético, llegó a una conclusión que
fue de su agrado y les sonrió con una mueca estúpida y esperanzada.
- Olvídelo, son nuestras - le dijo Ford, lanzándole una mirada que habría enviado de
nuevo a sus asuntos a un suntiger algoliano.
Ford dio un palmetazo en la barra con un billete de cinco libras.
- Quédese con el cambio - dijo.
- ¡Cómo! ¿De cinco libras? Gracias, señor.
- Le quedan diez minutos para gastarlo.
El tabernero, simplemente, decidió retirarse un rato.
- Ford - dijo Arthur -, ¿querrías decirme qué demonios pasa, por favor?
- Bebe - repuso Ford -, te quedan tres pintas.
- ¿Tres pintas? - dijo Arthur -. ¿A la hora del almuerzo?
El hombre que estaba al lado de Ford sonrió y meneó la cabeza de contento. Ford le
ignoró.
- El tiempo es una ilusión - dijo -. Y la hora de comer, más todavía.
- Un pensamiento muy profundo - dijo Arthur -. Deberías enviarlo al Reader's Digest.
Tiene una página para gente como tú.
- Bebe.
- ¿Y por qué tres pintas de repente?
La cerveza relaja los músculos; vas a necesitarlo.
- ¿Relaja los músculos?
- Relaja los músculos.
Arthur miró fijamente su cerveza.
- ¿Es que he hecho hoy algo malo? - dijo -, ¿o es que el mundo siempre ha sido así y
yo he estado demasiado metido en mí mismo para darme cuenta?
- De acuerdo - dijo Ford -. Trataré de explicártelo. ¿Cuánto tiempo hace que nos
conocemos?
- ¿Cuánto tiempo? - Arthur se puso a pensarlo -. Pues unos cinco años, quizá seis. En
su momento, la mayoría de ellos parecieron tener sentido.
- Muy bien - dijo Ford -. ¿Cómo reaccionarías si te dijera que después de todo no soy
de Guilford, sino de un planeta pequeño que está cerca de Betelgeuse?
Arthur se encogió de hombros con cierta indiferencia.
- No lo sé - contesto, bebiendo un trago de cerveza -. ¡Pero bueno! ¿Crees que eso que
dices es propio de ti?
Ford se rindió. En realidad no valía la pena molestarse de momento, ahora que se
acercaba el fin del mundo. Se limitó a decir:
- Bebe.
Y con un tono enteramente objetivo, añadió:
- El mundo está a punto de acabarse.
Arthur lanzó a los demás clientes otra sonrisa débil. Le miraron con el ceño fruncido. Un
hombre le hizo senas para que dejara de sonreírles y se dedicara a sus asuntos.
- Debe ser jueves - dijo Arthur para sí, inclinándose sobre la cerveza -. Nunca puedo
aguantar la resaca de los jueves.
Aquel jueves en particular, una cosa se movía silenciosamente por la ionosfera a
muchos kilómetros por encima de la superficie del planeta; varias cosas, en realidad,
unas cuantas docenas de enormes cosas en forma de gruesas rebanadas amarillas, tan
grandes como edificios de oficinas y silenciosas como pájaros. Planeaban con
desenvoltura, calentándose con los rayos electromagnéticos de la estrella Sol,
esperando su oportunidad, agrupándose, preparándose.
El planeta que tenían bajo ellos era casi absolutamente ajeno a su presencia, que era
precisamente lo que ellos pretendían por el momento. Las enormes cosas amarillas
pasaron inadvertidas por Goonhilly, sobrevolaron Cabo Cañaveral sin que las
detectaran; Woomera y Jodrell Bank las miraron sin verlas, lo que era una lástima
porque eso era exactamente lo que habían estado buscando durante todos aquellos
años.
El único sitio en el que se registró su paso fue en un pequeño aparato negro llamado
Subeta Sensomático, que se limitó a hacer un guiño silencioso. Estaba guardado en la
oscuridad, dentro de un bolso de cuero que Ford Prefect solía llevar colgado al cuello.
Efectivamente, el contenido del bolso de Ford Prefect era muy interesante, y a cualquier
físico terrestre se le habrían saltado los ojos de las órbitas sólo con verlo, razón por la
cual su dueño siempre lo ocultaba poniendo encima unos manoseados guiones de
obras que supuestamente estaba ensayando. Aparte del Subeta Sensomático y de los
guiones, tenía un Pulgar Electrónico: una varilla gruesa, corta y suave, de color negro,
provista en un extremo de dos interruptores planos y unos cuadrantes; también tenía un
aparato que parecía una calculadora electrónica más bien grande. Estaba equipada de
un centenar de diminutos botones planos y de una pantalla de unos diez centímetros
cuadrados en la que en un momento podía verse cualquier cara de su millón de
«páginas». Tenía un aspecto demencialmente complicado, y ésa era una de las
razones por las cuales estaba escrito en la cubierta de plástico que lo tapaba las
palabras NO SE ASUSTE con caracteres grandes y agradables. La otra razón consistía
en que tal aparato era el libro más notable que habían publicado las grandes compañías
editoras de Osa Menor: la Guía del Autoestopista galáctico. El motivo por el que se
publicó en forma de micro submesón electrónico, era porque, si se hubiera impreso
como un libro normal, un autoestopista interestelar habría necesitado varios edificios
grandes e incómodos para transportarlo.
Debajo del libro, Ford Prefect llevaba en el bolso unos biros, un cuaderno de notas y
una amplia toalla de baño de Marks y Spencer.
La Guía del autoestopista galáctico tiene varias cosas que decir respecto a las toallas.
Dice que una toalla es el objeto de mayor utilidad que puede poseer un autoestopista
interestelar. En parte, tiene un gran valor práctico: uno puede envolverse en ella para
calentarse mientras viaja por las lunas frías de jaglan Beta; se puede tumbar uno en ella
en las refulgentes playas de arena marmórea de Santraginus V, mientras aspira los
vapores del mar embriagador; se puede uno tapar con ella mientras duerme bajo las
estrellas que arrojan un brillo tan purpúreo sobre el desierto de Kakrafun; se puede usar
como vela en una balsa diminuta para navegar por el profundo y lento río Moth; mojada,
se puede emplear en la lucha cuerpo a cuerpo; envuelta alrededor de la cabeza, sirve
para protegerse de las emanaciones nocivas o para evitar la mirada de la Voraz Bestia
Bugblatter de Traal animal sorprendentemente estúpido, supone que si uno no puede
verlo, él tampoco lo ve a uno; es tonto como un cepillo, pero voraz, muy voraz); se
puede agitar la toalla en situaciones de peligro como señal de emergencia, y, por
supuesto, se puede secar uno con ella si es que aún está lo suficientemente limpia,
Y lo que es más importante: una toalla tiene un enorme valor psicológico. Por alguna
razón, si un estraj estraj: no autoestopista) descubre que un autoestopista lleva su
toalla consigo, automáticamente supondrá que también está en posesión de cepillo de
dientes, toallita para lavarse la cara, jabón, lata de galletas, frasca, brújula, mapa, rollo
de cordel, rociador contra los mosquitos, ropa de lluvia, traje espacial, etc. Además, el
estraj prestará con mucho gusto al autoestopista cualquiera de dichos artículos o una
docena más que el autoestopista haya «perdido» por accidente. Lo que el estraj
pensará, es que cualquier hombre que haga autoestop a todo lo largo y ancho de la
galaxia, pasando calamidades, divirtiéndose en los barrios bajos, luchando contra
adversidades tremendas, saliendo sano y salvo de todo ello, y sabiendo todavía dónde
está su toalla, es sin duda un hombre a tener en cuenta.
De ahí la frase que se ha incorporado a la jerga del autoestopismo: «Oye, ¿sass tú a
ese jupi Ford Prefect? Es un frud que de verdad sabe dónde está su toalla». Sass:
conocer, estar enterado de, saber, tener relaciones sexuales con; jupi: chico muy
sociable; frud: chico sorprendentemente sociabilísimo.)
Tranquilamente acomodado encima de la toalla en el bolso de Ford Prefect, el Subeta
Sensomático empezó a parpadear con mayor rapidez. A kilómetros por encima de la
superficie del planeta, los enormes algos amarillos comenzaron a desplegarse. En
Jodrell Bank alguien decidió que ya era hora de tomar una buena y relajante taza de té.
- ¿Llevas una toalla encima? - le preguntó de pronto Ford a Arthur.
Arthur, que hacía esfuerzos por terminar la tercera jarra de cerveza, levantó la vista
hacia Ford.
- ¡Cómo! Pues no.... ¿debería llevar una?
Había renunciado a sorprenderse, parecía que ya no tenía sentido.
Ford chasqueó la lengua, irritado. - Bebe - le apremió.
En aquel momento, un estrépito sordo y retumbante de algo que se hacía pedazos en el
exterior se oyó entre el suave murmullo de la taberna, el sonido del tocadiscos de
monedas y el ruido que el hombre que estaba al lado de Ford hacía al hipar sobre el
whisky al que finalmente le habían invitado.
Arthur se atragantó con la cerveza y se puso en pie de un salto.
- ¿Qué ha sido eso? - gritó.
- No te preocupes - le dijo Ford -, todavía no han empezado.
- Gracias a Dios - dijo Arthur, tranquilizándose.
- Probablemente sólo se trata de que están derribando tu casa - le informó Ford,
terminando su última jarra de cerveza.
- ¡Qué! - gritó Arthur.
De pronto se quebró el hechizo de Ford. Arthur lanzó alrededor una mirada furiosa y
corrió a la ventana.
- ¡Dios mío, la están tirando! ¡Están derribando mi casa! ¿Qué demonios estoy haciendo
en la taberna, Ford?
- A éstas alturas ya no importa - sentenció Ford -. Deja que se diviertan.
- ¿Que se diviertan? - gritó Arthur -. ¡Que se diviertan!
Se retiró de la ventana y rápidamente comprobó que hablaban de lo mismo.
- ¡Maldita sea su diversión! - aulló, y salió corriendo de la taberna agitando con furia una
jarra de cerveza medio vacía. Aquel día no hizo ningún amigo en la taberna.
- ¡Deteneos, vándalos! ¡Demoledores de casas! - gritó Arthur -. ¡Parad ya, visigodos
enloquecidas
Ford tuvo que ir tras él. Se volvió rápidamente hada el tabernero y le pidió cuatro
paquetes de cacahuetes.
- Ahí tiene, señor - le dijo el tabernero, arrojando los paquetes encima del mostrador -.
Son veinticinco peniques, si es tan amable.
Ford era muy amable; le dio al tabernero otro billete de cinco libras y le dijo que se
quedara con el cambio. El tabernero lo observó y luego miró a Ford. Tuvo un
estremecimiento súbito: por un instante experimentó una sensación que no entendió,
porque nadie en la Tierra la había experimentado antes. En momentos de tensión
grande, todos los organismos vivos emiten una minúscula señal subliminal. Tal señal se
limita a comunicar la sensación exacta y casi patética de la distancia a que dicho ser se
encuentra de su lugar de nacimiento. En la Tierra siempre es imposible estar a más de
veinticuatro mil kilómetros del lugar de nacimiento de uno, cosa que no representa
mucha distancia, de manera que dichas señales son demasiado pequeñas para que
puedan captarse. En aquel momento, Ford Prefect se encontraba bajo una tensión
grande, y había nacido a seiscientos años luz, en las proximidades de Betelgeuse.
El tabernero se tambaleó un poco, sacudido por una pasmosa e incomprensible
sensación de lejanía. No conocía su significado, pero miró a Ford Prefect con una
nueva impresión de respeto, casi con un temor reverente.
- ¿Lo dice en serio, señor? - preguntó con un murmullo apagado que tuvo el efecto de
silenciar la taberna -. ¿Cree usted que se va a acabar el mundo?
- Sí - contesto Ford.
- Pero... ¿esta tarde?
Ford se había recobrado. Se sentía de lo más frívolo.
- Sí - dijo alegremente -; en menos de dos minutos, según mis cálculos.
El tabernero no daba crédito a aquella conversación, y tampoco a la sensación que
acababa de experimentar.
- Entonces, ¿no hay nada que podamos hacer? - preguntó.
- No, nada - le contestó Ford guardándose los cacahuetes en el bolsillo.
En el silencio del bar alguien empezó a reírse con roncas carcajadas de lo estúpido que
se había vuelto todo el mundo.
El hombre que se sentaba al lado de Ford ya estaba como una cuba. Levantó la vista
hacia Ford, haciendo vísales con los ojos.
- Yo creía - dijo - que cuando se acercara el fin del mundo, tendríamos que tumbarnos,
ponernos una bolsa de papel en la cabeza O algo parecido.
- Si le apetece, sí - le dijo Ford.
- Eso es lo que nos decían en el ejército - informó el hombre, Y sus ojos iniciaron el
largo viaje hacia su vaso de whisky.
- ¿Nos ayudaría eso? - preguntó el tabernero.
- No - respondió Ford, sonriéndole amistosamente, y añadió -: Discúlpeme, tengo que
marcharme.
Se despidió saludando con la mano.
La taberna permaneció silenciosa un momento más y luego, de manera bastante
molesta, volvió a reírse el hombre de la ronca carcajada. La muchacha que había
arrastrado con él a la taberna había llegado a odiarle profundamente durante la última
hora, y para ella habría sido probablemente una gran satisfacción saber que dentro de
un minuto y medio su acompañante se convertiría súbitamente en un soplo de
hidrógeno, ozono y monóxido de carbono. Sin embargo, cuando llegara ese momento,
ella estaría demasiado ocupada evaporándose para darse cuenta.
El tabernero carraspeó. Se oyó decir:
- Pidan la última consumición, por favor.
Las enormes máquinas amarillas alzaron a descender en picado, aumentando la
velocidad.
Ford sabía que ya estaban allí. Esa no era la forma en que deseaba salir.
Arthur corría por el sendero y estaba muy cerca de su casa. No se dio cuenta del frío
que hacía, de repente, no reparó en el viento, no se percató del súbito e irracional
chaparrón. No observó nada aparte de los bulldozers oruga que trepaban por el montón
de escombros que había sido su cara.
- ¡Bárbaros! - gritó -. ¡Demandaré al ayuntamiento y le sacaré hasta el último céntimo!
¡Haré que os ahorquen, que os ahoguen y que os descuarticen! ¡Y que os flagelen! ¡Y
que os sumerjan en agua hirviente... hasta... hasta... hasta que no podáis más!
Ford corría muy de prisa detrás de el. Muy, muy de prisa.
- ¡Y luego lo volveré a hacer! - gritó Arthur -. ¡Y cuando haya terminado, recogeré todos
vuestros pedacitos y saltaré encima de ellos!
Arthur no se dio cuenta de que los hombres salían corriendo de los bulldozers; no
observó que mister Prosser miraba inquieto al cielo. Lo que veía mister Prosser era que
unas cosas enormes y de amarillas pasaban estridentemente entre las nubes. Unas
cosas amarillas, increíblemente enormes.
- ¡Y seguiré saltando sobre ellos - dijo Arthur - hasta que se me levanten ampollas o
imagine algo aún más desagradable, y luego...!
Arthur tropezó y cayó de bruces, rodó y acabó tendido de espaldas. Por fin comprendió
que pasaba algo. Su dedo índice se disparó hacia lo alto.
- Qué demonios es eso? - gritó.
Fuera lo que fuese, cruzó el espacio a toda velocidad con su monstruoso color amarillo,
rompiendo el cielo con un estruendo que paralizaba el ánimo, y se remontó en la lejanía
  

dejando que el aire abierto se cerrara a su paso con un estampido que sepultaba las
orejas en lo más profundo del cráneo.
Lo siguió otro que hizo exactamente lo mismo, sólo que con más ruido.
Es difícil decir exactamente lo que estaba haciendo en aquellos momentos la gente en
la superficie del planeta, porque realmente no lo sabían ellos mismos. Nada tenía
mucho sentido: entraban corriendo en las casas, salían aprisa de los edificios, gritaban
silenciosamente contra el ruido. En todo el mundo, las calles de las ciudades
reventaban de gente y los coches chocaban unos contra otros mientras el ruido caía
sobre ellos y luego retumbaba como la marejada por montañas y valles, desiertos y
océanos, pareciendo aplastar todo lo que tocaba.
Sólo un hombre quedó en pie contemplando el cielo; permanecía firme, con una
expresión de tremenda tristeza en los ojos y tapones de goma en los oídos. Sabía
exactamente lo que pasaba, y lo sabía desde que su Subeta Sensomático empezó a
parpadear en plena noche junto a su almohada y le despertó sobresaltado. Era lo que
había estado esperando durante todos aquellos años, pero cuando se sentó solo y a
oscuras en su pequeña habitación a descifrar la señal, le invadió un frío que le estrujó el
corazón. Pensó que de todas las razas de la galaxia que podían haber venido a saludar
cordialmente al planeta Tierra, tenían que ser precisamente los vogones.
Pero sabía lo que tenía que hacer. Cuando la nave vogona pasó rechinando por el
cielo, él abrió su bolso. Tiró un ejemplar de Joseph y el maravilloso abrigo de los
sueños en tecnicolor, tiró un ejemplar de Godspell: no los necesitaría en el sitio a donde
se dirigía. Todo estaba listo, tenía todo preparado.
Sabía dónde estaba su toalla.
Un silencio súbito sacudió la Tierra. Era peor que el ruido. Nada sucedió durante un rato.
Las enormes naves pendían ingrávidas en el espacio, por encima de todas las naciones
de la Tierra. Permanecían inmóviles, enormes, pesadas, firmes en el cielo: una
blasfemia contra la naturaleza. Mucha gente quedó inmediatamente conmocionada
mientras trataban de abarcar todo lo que se ofrecía ante su vista. Las naves colgaban
en el aire casi de la misma forma en que los ladrillos no lo harían.
Y nada sucedió, todavía.
Entonces hubo un susurro ligero, un murmullo dilatado y súbito que resonó en el
espacio abierto. Todos los aparatos de alta fidelidad del mundo, todas las radios, todas
las televisiones, todos los magnetófonos de cassette, todos los altavoces de frecuencias
bajas, todos los altavoces de frecuencias altas, todos los receptores de alcance medio
del mundo quedaron conectados sin más ceremonia.
Todas las latas, todos los cubos de basura, todas las ventanas, todos los coches, todas
las copas de vino, todas las láminas de metal oxidado quedaron activados como una
perfecta caja de resonancia.
Antes de que la Tierra desapareciera, se la invitaba a conocer lo último en cuanto a
reproducción del sonido, el circuito megafónico más grande que jamás se construyera.
Pero no había ningún concierto, ni música, ni fanfarria; sólo un simple mensaje.
- Habitantes de la Tierra, atención, por favor - dijo una voz, y era prodigioso. Un
maravilloso y perfecto sonido cuadrafónico con tan bajos niveles de distorsión que
podría hacer llorar al más pintado.
- Habla Prostetnic Vogon Jeltz, de la junta de Planificación del Hiperespacio Galáctico -
siguió anunciando la voz -. Como sin duda sabéis, los planes para el desarrollo de las
regiones remotas de la Galaxia exigen la construcción de una ruta directa hiperespacial
a través de vuestro sistema estelar, y, lamentablemente, vuestro planeta es uno de los
previstos para su demolición. El proceso durará algo menos de dos de vuestros minutos
terrestres. Gracias.
El amplificador de potencia se apagó.
La incomprensión y el terror se apoderó de los expectantes moradores de la Tierra. El
terror avanzó lentamente entre las apiñadas multitudes, como si fueran limaduras de
hierro en una tabla y entre ellas se moviera un imán. Volvió a surgir el pánico y la
desesperación por escapar, pero no había sitio a donde huir.
Al observarlo, los vogones volvieron a conectar el amplificador de potencia. Y la voz dijo:
- El fingir sorpresa no tiene sentido. Todos los planos y las órdenes de demolición han
estado expuestos en vuestro departamento de planificación local, en Alfa Centauro,
durante cincuenta de vuestros años terrestres, de modo que habéis tenido tiempo
suficiente para presentar cualquier queja formal, y ya es demasiado tarde para armar
alboroto.
El amplificador de potencia volvió a quedar en silencio y su eco vagó por toda la tierra.
Las enormes naves giraron lentamente en el cielo con moderada potencia. En el
costado inferior de cada una se abrió una escotilla: un cuadrado negro y vacío.
Para entonces, alguien había manipulado en alguna parte un radiotransmisor,
localizado una longitud de onda y emitido un mensaje de contestación a las naves
vogonas, para implorar por el planeta. Nadie oyó jamás lo que decía, sólo se escuchó la
respuesta. El amplificador de potencia volvió a funcionar. La voz parecía irritada. Dijo:
- Qué queréis decir con que nunca habéis estado en Alfa Centauro? ¡Por amor de Dios,
humanidad! ¿Sabéis que sólo está a cuatro años-luz? Lo siento, pero si no os tomáis la
molestia de interesaras en los asuntos locales, es cosa vuestra.
- ¡Activad los rayos de demolición!
De las escotillas manó luz.
- No sé - dijo la voz por el amplificador de potencia -, es un planeta indolente y molesto;
no le tengo ninguna simpatía.
Se apagó la voz.
Hubo un espantoso y horrible silencio.
Hubo un espantoso y horrible ruido.
Hubo un espantoso y horrible silencio.
La Flota Constructora Vogona se deslizó a través del negro vacío estrellado.
Muy lejos, en el lado contrario de la espiral de la galaxia, a quinientos años-luz de la
estrella Sol, Zaphod Beeblebrox, presidente del Gobierno Galáctico Imperial, iba a toda
velocidad por los mares de Damogran, mientras su lancha delta movida por iones
parpadeaba y destellaba bajo el sol del planeta.
Damogran el cálido; Damogran el remoto; Damogran el casi desconocido.
Damogran, hogar secreto del Corazón de Oro.
La lancha cruzaba las aguas con rapidez. Pasaría algún tiempo antes de que alcanzara
su destino, porque Damogran es un planeta de incómoda configuración. Sólo consiste
en islas desérticas de tamaño mediano y grande, separadas por brazos de mar de gran
belleza, pero monótonamente anchos.
La lancha siguió a toda velocidad.
Por su incomodidad topográfica Damogran siempre ha sido un planeta desierto. Debido
a eso, el Gobierno Imperial Galáctico eligió Damogran para el proyecto del Corazón de
oro, porque era un planeta desierto y el proyecto del Corazón de, Oro era muy secreto.
La lancha se deslizaba con un zumbido por el mar que dividía las islas principales del
único archipiélago de tamaño utilizable de todo el planeta. Zaphod Beeblebrox había
salido del diminuto puerto espacial de la Isla de Pascua el nombre era una coincidencia
que carecía enteramente de sentido; en lengua galáctica, pascua significa piso pequeño
y de color castaño claro) y se dirigía a la isla del Corazón de Oro, que por otra
coincidencia sin sentido se llamaba Francia.
Una de las consecuencias del proyecto del Corazón de Oro era todo un rosario de
coincidencias sin sentido.
Pero en modo alguno era una coincidencia que aquel día, el día de la culminación de
los trabajos, el gran día de la revelación, el día en que el Corazón de oro iba por fin a
presentarse ante la maravillada Galaxia, fuese también un gran día para Zaphod
Beeblebrox. Por consideración a aquel día era por lo que resolvió presentarse para la
Presidencia, decisión que había provocado oleadas de conmoción en toda la Galaxia
Imperial. ¿Zaphod Beeblebrox? ¿Presidente? ¿No será el Zaphod Beeblebrox...? ¿No
será para la Presidencia? Muchos lo habían visto como una prueba irrefutable de que
toda la creación conocida se había vuelto por fin rematadamente loca.
Zaphod sonrió y dio más velocidad a la lancha.
A Zaphod Beeblebrox, aventurero, ex hippy, juerguista ¿estafador?: muy posible),
maniático publicista de sí mismo, desastroso en sus relaciones personales, con
frecuencia se le consideraba perfectamente estúpido.
¿Presidente?

Nadie se había vuelto loco, al menos no hasta ese punto.
Sólo seis personas en toda la Galaxia comprendían el principio por el que se gobernaba
ésta, y sabían que una vez que Zaphod Beeblebrox había anunciado su intención de
presentarse, su candidatura constituía más o menos un fait accompli: era el sustento
ideal para la Presidencia.*
*El título completo del presidente es Presidente del Gobierno Galáctico Imperial.
Se mantiene el término Imperial, aunque ya sea un anacronismo. El emperador
hereditario está casi muerto, y lo ha estado durante siglos. En los últimos momentos del
coma final se le encerró en un campo de éxtasis, donde se conserva en un estado de
inmutabilidad perpetua. Hace mucho que han muerto todos sus herederos, lo que
significa que, a falta de una drástica conmoción política, el poder ha descendido
efectivamente un par de peldaños de la escalera jerárquica, y ahora parece ostentarlo
una corporación que solía obrar simplemente como consejera del Emperador: una
asamblea gubernamental electa, encabezada por un presidente elegido por tal
asamblea. En realidad, no reside en dicho lugar.
El presidente, en particular, es un títere: no ejerce poder real alguno. En apariencia, es
nombrado por el gobierno, pero las dotes que se le exige demostrar no son las de
mando, sino las del desafuero calculado con finura. Por tal motivo, la designación del
presidente siempre es polémica, pues tal cargo siempre requiere un carácter molesto
pero fascinante. El trabajo del presidente no es el ejercicio del poder, sino desviar la
atención de él. Según tales criterios, Zaphod Beeblebrox es uno de los presidentes con
más éxito que la Galaxia haya tenido jamás: ya ha pasado dos de sus diez años
presidenciales en la cárcel por estafa. Poquísima gente comprende que el presidente y
el gobierno no tengan prácticamente poder alguno, y entre esas pocas personas sólo
seis saben de dónde emana el máximo poder político. Y los demás creen en secreto
que el proceso último de tomar las decisiones lo lleva a cabo un ordenador. No pueden
estar más equivocados
Lo que no entendían en absoluto era por qué se presentaba.
Viró bruscamente, lanzando un remolino de agua hacia el sol.
Hoy era el día; llegaba el momento en que se darían cuenta de lo que Zaphod se traía
entre manos. Hoy se vería por qué Zaphod Beeblebrox se había presentado a la
presidencia. Hoy era también su bicentésimo cumpleaños, pero eso no era sino otra
coincidencia sin sentido.
Mientras pilotaba la lancha por los mares de Damogran sonreía tranquilamente para sí,
pensando en lo maravilloso y emocionante que iba a ser aquel día. Se relajó y extendió
perezosamente los dos brazos por el respaldo del asiento. Tomó el timón con el brazo
extra que hacía poco se había instalado justo debajo del derecho para mejorar en el
boxeo con esquíes.
- Oye - se decía a sí mismo mimosamente -, eres un tipo muy audaz.
Pero sus nervios cantaban una canción más estridente que el silbido de un perro.
La isla de Francia tenía unos treinta kilómetros de largo por siete y medio de ancho, era
arenosa y en forma de luna creciente. En realidad, parecía existir no tanto como una
isla por derecho propio sino en cuanto simple medio de definir la curva extensión de una
enorme bahía. Tal impresión se incrementaba por el hecho de que la línea interior de la
luna creciente estaba casi exclusivamente constituida por empinados farallones. Desde
la cima del desfiladero, el terreno descendía suavemente siete kilómetros y medio hacia
la costa opuesta.
En la cumbre de los riscos aguardaba un comité de recepción.
Se componía en su mayor parte de ingenieros e investigadores que habían construido
el Corazón de Oro; por lo general eran humanoides, pero aquí y allá había unos
cuantos atominarios reptiloides, un par de fisucturalistas octopódicos y un hooloovoo
un hooloovoo es un matiz superinteligente del color azul). Salvo el hooloovoo, todos
refulgían en sus multicolores batas ceremoniales de laboratorio: al hooloovoo se le
había refractado temporalmente en un prisma vertical. Todos sentían una emoción
inmensa y estaban muy animados. Entre todos habían alcanzado y superado los límites
de las leyes físicas, reconstruyendo la estructura fundamental de la materia, forzando,
doblegando y quebrantando las leyes de lo posible y de lo imposible; pero la emoción
más grande de todas parecía ser el encuentro con un hombre que llevaba una banda
anaranjada al cuello. Eso era lo que tradicionalmente llevaba el Presidente de la
Galaxia.) Quizá no les hubiera importado si hubiesen sabido exactamente cuánto poder
ejercía en realidad el Presidente de la Galaxia: ninguno en absoluto. Sólo seis personas
en toda la Galaxia sabían que la función del Presidente galáctico no consistía en ejercer
el poder, sino en desviar la atención de él.
Zaphod Beeblebrox era sorprendentemente bueno en su trabajo.
La multitud estaba anhelante, deslumbrada por el sol y la pericia del navegante,
mientras la lancha rápida del presidente doblaba el cabo y entraba en la bahía.
Destellaba y relucía al patinar sobre las aguas deslizándose por ellas con giros
dilatados.
Efectivamente, no necesitaba rozar el agua en absoluto, porque iba suspendida de un
nebuloso almohadón de átomos ionizados; pero sólo para causar impresión estaba
provista de aletas que podían arriarse para que surcaran en el agua. Cortaban el mar
lanzando por el aire cortinas de agua, profundas cuchilladas que oscilaban
caprichosamente y volvían a hundirse levantando negra espuma en la estela de la
lancha a medida que se adentraba velozmente en la bahía.
A Zaphod le encantaba causar impresión: era lo que sabía hacer mejor. Giró
bruscamente el timón, la lancha viró en redondo deslizándose como una guadaña bajo
la pared del farallón y se detuvo suavemente, meciéndose entre las olas.
Al cabo de unos segundos, corrió a cubierta y saludó sonriente a los tres mil millones de
personas. Los tres mil millones de personas no estaban realmente allí, sino que
contemplaban cada gesto suyo a través de los ojos de una pequeña cámara robot tri-D
que se movía obsequiosamente por el aire. Las payasadas del Presidente siempre
hacían sumamente popular al tri-D: para eso estaban.
Zaphod volvió a sonreír. Tres mil millones y seis personas no lo sabían, pero hoy se
produciría una travesura mayor de lo que nadie imaginaba.
La cámara robot se acercó para sacar un primer plano de la más popular de sus dos
cabezas; Zaphod volvió a saludar con la mano. Tenía un aspecto toscamente
humanoide, si se exceptuaba la segunda cabeza y el tercer brazo. Su pelo, rubio y
desgreñado, se disparaba en todas direcciones; sus ojos azules lanzaban un destello
absolutamente desconocido, y sus barbillas casi siempre estaban sin afeitar.
Un globo transparente de unos ocho metros de altura osciló cerca de su lancha,
moviéndose y meciéndose, refulgiendo bajo el sol brillante. En su interior flotaba un
amplio sofá semicircular guarnecido de magnífico cuero rojo; cuanto más se movía y se
mecía el globo, más quieto permanecía el sofá, firme como una roca tapizada. Todo
preparado, una vez más, con la intención de causar efecto.
Zaphod atravesó la pared del globo y se sentó cómodamente en el sofá. Extendió los
dos brazos por el respaldo y con el tercero se sacudió el polvo de las rodillas. Sus
cabezas se movían de un lado a otro, sonriendo; alzó los pies. En cualquier momento,
pensó, podría gritar.
Subía agua hirviente por debajo de la burbuja: manaba a borbollones. La burbuja se
agitaba en el aire, moviéndose y meciéndose en el chorro de agua. Subió y subió,
arrojando pilares de luz al farallón. El chorro siguió subiéndola y el agua caía nada más
tocarla, estrellándose en el mar a centenares de metros.
Zaphod sonrió, formándose una imagen mental de sí mismo.
Era un medio de transporte sumamente ridículo, pero también sumamente bonito.
El globo vaciló un momento en la cima del farallón, se inclinó sobre un repecho vallado,
descendió a una pequeña plataforma cóncava y se detuvo.
Entre aplausos ensordecedores, Zaphod Beeblebrox salió de la burbuja con su banda
anaranjada destellando a la luz.
Había llegado el Presidente de la Galaxia.
Esperó a que se apagara el aplauso y luego saludó con la mano alzada.
- ¡Hola! - dijo.
Una araña gubernamental se acercó furtivamente a él y trató de ponerle en las manos
una copia del discurso ya preparado. En aquel momento, las páginas tres a la siete de
la versión original flotaban empapadas en el mar de Damogran a unas cinco millas de la
bahía. Las páginas una y dos fueron rescatadas por un águila damograna de cresta
frondosa que ya se habían incorporado a una nueva y extraordinaria forma de nido que
el águila había inventado. En su mayor parte estaba construido con papier maché, y a
un aguilucho recién salido del cascarón le resultaba prácticamente imposible
abandonarlo. El águila damograna de cresta frondosa había oído hablar del concepto
de la supervivencia de las especies, pero no quería saber nada de él.
Zaphod Beeblebrox no iba a necesitar el discurso preparado, y rechazó amablemente el
que le ofrecía la araña.
- ¡Hola! - volvió a saludar.
Todo el mundo estaba radiante al verle, o por lo menos casi todo el mundo.
Distinguió a Trillian entre la multitud. Trillian era una chica con la que Zaphod había
ligado recientemente mientras hacía una visita de incógnito a un planeta, sólo para
divertirse. Era esbelta, humanoide, de piel morena y largos cabellos negros y rizados;
tenía unos labios carnosos, una naricilla extraña y unos ojos ridículamente castaños.
Con el pañuelo rojo anudado a la cabeza de aquella forma particular y la larga y
vaporosa túnica marrón, tenía una vaga apariencia de árabe. Por supuesto, en
Damogran nadie había oído hablar de los árabes, que hacía poco habían dejado de
existir e, incluso cuando existían, estaban a quinientos años-luz de aquel planeta.
Trillian no era nadie en particular, o al menos eso es lo que afirmaba Zaphod. Trillian se
limitaba a salir mucho con él y a decirle lo que pensaba de su persona,
- ¡Hola, cariño! - le dijo Zaphod.
Ella le lanzó una rápida sonrisa con los labios apretados y miró a otra parte. Luego
volvió la vista hacia él y le sonrió con más afecto, pero entonces Zaphod miraba a otra
cosa.
- ¡Hola! - dijo a un pequeño grupo de criaturas de la prensa que estaban situados en las
proximidades con esperanza de que dejara de decir ¡Hola! y empezara el discurso. Les
sonrió con especial insistencia porque sabía que dentro de unos momentos les daría
algo bueno que anotar.
Pero sus siguientes palabras no les sirvieron de mucho. Uno de los funcionarios del
comité estaba molesto y decidió que el Presidente no se encontraba evidentemente con
ánimos para leer el encantador discurso que se había escrito para él, y conectó el
interruptor del control remoto del aparato que llevaba en el bolsillo. Frente a ellos, una
enorme cúpula blanca que se proyectaba contra el cielo se rompió por la mitad, se abrió
y cayó lentamente al suelo.
Todo el mundo quedó boquiabierto, aunque sabían perfectamente lo que iba a pasar,
ya que lo habían preparado de aquella manera.
Bajo la cúpula surgió una enorme nave espacial, sin tapar, de unos ciento cincuenta
metros de largo y de forma semejante a una blanda zapatilla deportiva, absolutamente
blanca y sorprendentemente bonita. En su interior, oculta, había una cajita de oro que
contenía el aparato más prodigioso que se hubiera concebido jamás, un instrumento
que convertía en única a aquella nave en la historia de la Galaxia, una máquina que
había dado su nombre al vehículo espacial: el Corazón de Oro.
- ¡Caray! - exclamó Zaphod al ver el Corazón de Oro. No podía decir mucho más.
Lo volvió a repetir porque sabía que molestaría a la prensa.
- ¡Caray!
La multitud volvió la vista hacia él, expectante. Zaphod hizo un guiño a Trillian, que
enarcó las cejas y le miró con ojos muy abiertos. Sabía lo que Zaphod iba a decir, y
pensó que era un farolero tremendo.
- Es realmente maravilloso - dijo -. Es real y verdaderamente maravilloso. Es tan
maravillosamente maravilloso que me dan ganas de robarlo.
Una maravillosa frase presidencial absolutamente ajustada a los hechos. La multitud se
rió apreciativamente, los Periodistas apretaron jubilosos los botones de sus Subetas
Noticiasmáticos, y el Presidente sonrió.
Mientras sonreía, su corazón gritaba de manera insoportable, y entonces acarició la
pequeña bomba Paralisomática que guardaba tranquilamente en el bolsillo.
Al fin no pudo soportarlo más. Alzó las cabezas al cielo, dio un alarido en tercer tono
mayor, arrojó la bomba al suelo y echó a correr en línea recta, entre el mar de radiantes
sonrisas súbitamente paralizadas.
Prostetnic Vogon Jeltz no era agradable a la vista, ni siquiera para otros vogones. Su
nariz respingada se alzaba muy por encima de su pequeña frente de cochinillo. Su
elástica piel de color verde oscuro era lo bastante gruesa como para permitirle jugar a la
Política de administración pública de los vogones y hacerlo bien; y era lo
suficientemente impermeable como para que pudiera sobrevivir indefinidamente en el
mar hasta una profundidad de trescientos metros sin que ello le produjera efectos
nocivos.
No es que fuese alguna vez a nadar, por supuesto. Sus múltiples ocupaciones no se lo
permitían. Era así porque hacía billones de años, cuando los vogones salieron de los
primitivos mares estancados de Vogosfera y se tumbaron jadeantes y sin aliento en las
costas vírgenes del planeta..., cuando los primeros rayos del brillante y joven vogosol
los iluminaron aquella mañana, fue como si las fuerzas de la evolución los hubieran
abandonado allí mismo, volviéndoles la espalda disgustadas Y olvidándolos como a un
error repugnante y lamentable. No volvieron a evolucionar: no debieron haber
sobrevivido.
El hecho de que sobrevivieran es una especie de tributo a la obstinación, a la fuerte
voluntad, a la deformación cerebral de tales criaturas. ¿Evolución?, se dijeron a sí
mismos. ¿Quién la necesita? Y lo que la naturaleza se negó a hacer por ellos lo hicieron
por sí mismos hasta el momento en que pudieron rectificar las groseras inconveniencias
anatómicas por medio de la cirugía.
Entretanto, las fuerzas naturales del planeta Vogosfera habían hecho horas
extraordinarias para remediar su equivocación anterior. Produjeron escurridizos
cangrejos, centelleantes como gemas, que los vogones comían aplastándoles los
caparazones con mazos de hierro; altos árboles anhelosos, de esbeltez y colores
increíbles, que los vogones talaban y encendían para asar la carne de los cangrejos;
elegantes criaturas semejantes a gacelas, de pieles sedosas y ojos virginales, que los
vogones capturaban para sentarse sobre ellas. No servían como medio de transporte,
porque su columna vertebral se rompía al instante, pero los vogones se sentaban sobre
ellas de todos modos.
Así pasó el planeta Vogosfera los tristes milenios hasta que los vogones descubrieron
de repente los principios de los viajes interestelares. Al cabo de unos breves años
vogones, todos los habitantes del planeta habían emigrado al grupo de Megabrantis, el
eje político de la Galaxia, y ahora formaban el espinazo, enormemente poderoso, de la
Administración Pública de la Galaxia. Trataron de adquirir conocimientos, intentaron
alcanzar estilo y elegancia social, pero en muchos aspectos los vogones modernos se
diferenciaban poco de sus ancestros primitivos. Todos los años importaban veintisiete
mil escurridizos cangrejos centelleantes como gemas, y pasaban una noche feliz
emborrachándose y aplastándolos hasta hacerlos pedacitos con mazos de hierro.
Prostetnic Vogon Jeltz era un vogón de lo más típico, en el sentido de que era
absolutamente vil. Además, no le gustaban los autoestopistas.
En alguna parte de la pequeña cabina a oscuras, situada en lo más hondo de los
intestinos de la nave insignia de Prostetnic Vogon Jeltz, una cerilla minúscula destelló
nerviosamente. El dueño de la cerilla no era un vogón, pero conocía todo lo relativo a
los vogones y tenía razones para estar nervioso. Se llamaba Ford Prefect.*
* El nombre original de Ford Prefect sólo Puede Pronunciarse en un oscuro dialecto
betelgeusiano, Ya Prácticamente extinto desde el Gran Desastre del Hrung
Desintegrador de la Gal./Sid. del año , que arrasé todas las antiguas
comunidades praxibetelianas de Betelgeuse Siete. El padre de Ford fue el único
hombre del Planeta que sobrevivió al Gran Desastre Desintegrador, debido a una
coincidencia extraordinaria que él nunca pudo explicar de manera satisfactoria. Todo el
episodio está envuelto en un Profundo misterio; en realidad, nadie supo nunca qué era
un Hrung ni por qué había elegido estrellarse contra Betelgeuse Siete en particular. El
padre de Ford, que desechaba con un gesto magnánimo las nubes de sospecha que
inevitablemente le rodeaban, se fue a vivir a Betelgeuse Cinco, donde fue padre y tío de
Ford; en memoria de su raza ya extinta, lo bautizó en la antigua lengua Praxibeteliana.
Como Ford jamás aprendió a Pronunciar su nombre original, su padre terminó muriendo
de vergüenza, que en algunas partes de la Galaxia es una enfermedad incurable. Sus
compañeros de escuela le pusieron el sobrenombre de IX, que traducido de la lengua
de Betelgeuse Cinco significa: «Muchacho que no sabe explicar de manera satisfactoria
lo que es un Hrung, ni tampoco por qué decidió chocar contra Betelgeuse Siete».
Echó una ojeada a la cabina, pero no pudo ver mucho; aparecieron sombras extrañas Y
monstruosas que saltaban al débil resplandor de la llama, pero todo estaba tranquilo.
Dio las gracias en silencio a los dentrassis. Los dentrassis son una tribu indisciplinable
de gourmands, un grupo revoltoso pero simpático que los vogones habían contratado
recientemente como cocineros y camareros en sus largas flotas de carga, con la estricta
condición de que se ocuparan de sus propios asuntos.
Eso les convenía a los dentrassis, porque les encantaba el dinero vogón, que es la
moneda más fuerte del espacio, pero odiaban a los vogones. Sólo les gustaba ver una
clase de vogones: los vogones incomodados.
Por esa pequeña información era por lo que Ford Prefect no se había convertido en un
soplo de hidrógeno, ozono y monóxido de carbono.
Oyó un leve gruñido. A la luz de la cerilla vio una densa sombra que se removía
ligeramente en el suelo. Rápidamente apagó la cerilla, buscó algo en el bolsillo, lo
encontró y lo sacó. Lo abrió y lo sacudió. Se agachó en el suelo. La sombra volvió a
moverse.
- He comprado cacahuetes - anunció Ford Prefect.
Arthur Dent se movió y volvió a gruñir, murmurando en forma incoherente.
- Toma unos cuantos - le apremió Ford, agitando de nuevo el paquete -; si nunca has
pasado antes por un rayo de translación de la materia, probablemente habrás perdido
sal y proteínas. La cerveza que bebiste habrá almohadillado un poco tu organismo.
- Donnnddd... - masculló Arthur Dent. Abrió los ojos y dijo -: Está oscuro.
- Sí - convino Ford Prefect -. Está oscuro.
- No hay luz - dijo Arthur Dent -. Está oscuro, no hay luz.
Una de las cosas que a Ford Prefect le había costado más trabajo entender de los
humanos era su costumbre de repetir y manifestar continuamente lo que era a todas
luces muy evidente; como: Hace buen día, Es usted muy alto o ¡Válgame Dios!, parece
que te has caído a un pozo de treinta pies de profundidad, ¿estás bien? Al principio,
Ford elaboró una teoría para explicarse esa conducta extraña. Si los seres humanos no
dejan de hacer ejercicio con los labios, pensó, es probable que la boca se les quede
agarrotada. Tras unos meses de meditación y de observación, rechazó aquella teoría
en favor de una nueva. Sí no continúan haciendo ejercicio con los labios, pensó, su
cerebro empieza a funcionar. Al cabo de un tiempo la abandonó, considerando que era
embarazosamente cínica, y decidió que después de todo le gustaban mucho los seres
humanos, pero siempre le preocupó extremadamente la tremenda cantidad de cosas
que desconocían.
- Sí - convino con Arthur, dándole unos cacahuetes y preguntándole: - ¿Cómo te
encuentras?
- Como una academia militar - contestó Arthur - tengo partes que siguen desmayándose.
Ford lo miró desconcertado en la oscuridad.
- Si te preguntara dónde demonios estamos - le preguntó Arthur con voz débil -, ¿lo
lamentaría?
- Estarnos sanos y salvos - respondió Ford, levantándose.
- Pues muy bien - dijo Arthur.
- Nos hallamos en un pequeño departamento de la cocina de una de las naves
espaciales de la Flota Constructora Vogona - le informó Ford.
- ¡Ah! - comentó Arthur -, evidentemente se trata de una acepción un tanto extraña de la
expresión sanos y salvos, que yo desconocía.
Ford encendió otra cerilla con la idea de encontrar un interruptor de la luz. De nuevo
vislumbró sombras monstruosas que saltaban. Arthur se puso en pie con dificultad y se
abrazó aprensivamente. Formas repugnantes y extrañas parecían apiñarse a su
alrededor, el ambiente estaba cargado de olores húmedos que le entraban en los
pulmones tímidamente, sin identificarse, y un zumbido sordo e irritante le impedía
concentrarse.
- ¿Cómo hemos venido a parar aquí? - preguntó, estremeciéndose ligeramente.
- Hemos hecho autoestop - le contestó Ford.
- ¿Cómo dices? - exclamó Arthur -. ¿Quieres decirme que hemos puesto el pulgar y un
monstruo de ojos verdes de sabandija ha sacado la cabeza y ha dicho: ¡Hola, chicos!,
subid, os puedo llevar hasta la desviación de Basingstoke?
- Pues, bueno - dijo Ford -, el Pulgar es un aparato electrónico de señales subeta, la
desviación es la de la estrella Barnard, a seis años-luz de distancia; aparte de eso, es
más o menos exacto.
- ¿Y el monstruo de ojos verdes de sabandija?
- Es verde, sí.
- Muy bien - dijo Arthur -, ¿cuándo puedo irme a casa?
- No puedes - dijo Ford Prefect, encontrando el interruptor de la luz. Lo encendió,
advirtiendo a Arthur -: Tápate los ojos.
Incluso Ford se sorprendió.
- ¡Santo cielo! - exclamó Arthur -. ¿Así es el interior de un platillo volante?
Prostetnic Vogon Jeltz inclinó su desagradable cuerpo verde sobre el puente de mando.
Siempre sentía una vaga irritación tras demoler planetas habitados. Deseaba que
llegara alguien a decirle que había sido una equivocación, para que él pudiera gritarle y
sentirse mejor. Se dejó caer tan pesadamente como pudo sobre su sillón de mando con
la esperanza de que se rompiera y así tener algo por lo que enfadarse de verdad, pero
sólo dio una especie de crujido quejoso.
- ¡Márchate! - gritó al joven guardia vogón que acababa de entrar en el puente. El
guardia desapareció al instante, sintiéndose bastante aliviado. Se alegró de no ser él
quien le entregara el informe que acababan de recibir. El informe era una comunicación
oficial que hablaba de una maravillosa y nueva nave espacial, que en aquellos
momentos se presentaba en una base de investigación gubernamental en Damogran y
que en lo sucesivo haría innecesarias todas las rutas hiperespaciales directas.
Se abrió otra puerta, pero esta vez el capitán vogón no gritó porque era la puerta de las
cocinas donde los dentrassis le preparaban las viandas. Una comida sería recibida con
el mayor beneplácito.
Una enorme criatura peluda atravesó de un salto el umbral con la bandeja del almuerzo.
Sonreía como un maníaco.
Prostetnic Vogon Jeltz quedó encantado. Sabía que cuando un dentrassi parecía tan
contento, algo pasaba en alguna parte de la nave que a él le haría enfadarse mucho.
Ford y Arthur miraron a su alrededor.
- Bueno, ¿qué te parece? - inquirió Ford.
- ¿No es un poco sórdido?
Ford frunció el ceño ante los mugrientos colchones, las tazas sucias y las indefinibles
prendas interiores, extrañas y malolientes, que estaban desparramadas por la angost
cabina.
- Bueno, es una nave de trabajo, ¿comprendes? - explicó Ford -. Aquí es donde
duermen los dentrassis.
- Creí que habías dicho que se llamaban vogones o algo así.
- Sí - dijo Ford -, los vogones manejan la nave y los dentrassis son los cocineros; ellos
fueron quienes nos dejaron subir a bordo.
- Estoy algo confundido - dijo Arthur.
- Mira, echa una ojeada a esto - le dijo Ford.
Se sentó en un colchón y empezó a revolver en su bolso. Arthur tanteó nerviosamente
el colchón antes de sentarse; en realidad tenía muy pocos motivos para estar nervioso,
porque todos los colchones que se crían en los pantanos de Squornshellous Zeta se
matan y se secan perfectamente antes de entrar en servicio. Muy pocos han vuelto a la
vida.
Ford tendió el libro a Arthur.
- ¿Qué es esto? - preguntó Arthur.
- La Guía del autoestopista galáctico. Es una especie de libro electrónico. Te dice todo
lo que necesitas saber sobre cualquier cosa. Es su cometido.
Arthur le dio nerviosas vueltas en las manos.
- Me gusta la portada - comentó -. No se asuste. Es la primera cosa útil o inteligible que
me han dicho en todo el día.
- Voy a enseñarte cómo funciona - le dijo Ford. Se lo quitó de las manos a Arthur, que lo
sostenía como si fuera una alondra muerta dos semanas atrás, y lo sacó de la funda.
- Mira, se aprieta este botón, la pantalla se ilumina y te da el índice.
Se encendió una pantalla de siete centímetros y medio por diez y empezaron a
revolotear letras por su superficie.
- Que quieres saber cosas de los vogones, pues programas el nombre de este modo -
pulsó con los dedos unas teclas más -, y ahí lo tenemos.
En la pantalla destellaron en letras verdes las palabras Flotas Constructoras Vogonas.
Ford apretó un ancho botón rojo en la parte inferior de la pantalla y las palabras
empezaron a serpentear por su superficie. Al mismo tiempo, el libro comenzó a recitar
el artículo con voz tranquila y medida. Esto es lo que dijo el libro:
«Flotas Constructoras Vogonas. Esto es lo que tiene que hacer si quiere que le lleve un
vogón: olvidarlo. Son una de las razas más desagradables de la Galaxia; no son
realmente crueles, pero tienen mal carácter, son burocráticos, entrometidos e
insensibles. Ni siquiera moverían un dedo para salvar a su abuela de la Voraz Bestia
Bugblatter de Traal, a menos que recibieran órdenes firmadas por triplicado, acusaran
recibo, volvieran a enviarlas, hicieran averiguaciones, las perdieran, las encontrarán, las
sometieran a investigación pública, las perdieran de nuevo y finalmente las enterraran
bajo suave turba para luego aprovecharlas como papel para encender la chimenea.
»El mejor medio para que un vogón invite a una copa es meterle un dedo en la
garganta, y la mejor manera de hacerle enfadar es entregar a su abuela a la Voraz
Bestia Bugblatter de Traal para que se la coma.
»De ninguna manera deje que un vogón le lea poesía.»
Arthur pestañeó.
- Qué libro tan extraño. ¿Cómo hemos conseguido que nos lleven, entonces?
- Esa es la cuestión; está atrasado - dijo Ford, volviendo a guardar el libro dentro de su
funda -. Yo realizo la investigación de campo para la Nueva Edición Revisada, y una de
las cosas que tengo que incluir es que los vogones contratan ahora a cocineros
dentrassis, lo que nos da a nosotros una pequeña oportunidad bastante útil.
Una expresión de sufrimiento surgió en el rostro de Arthur.
- Pero ¿quiénes son los dentrassis? - preguntó.
- Unos tíos estupendos - contesto Ford -. Son los mejores cocineros y los que preparan
las mejores bebidas, y les importa un pito todo lo demás. Siempre ayudan a subir a
bordo a los autoestopistas, en parte porque les gusta la compañía, pero principalmente
porque eso les molesta a los vogones. Exactamente eso es lo que necesita saber un
pobre autoestopista que trata de ver las maravillas del Universo por menos de treinta
dólares altairianos al día. Y ése es mi trabajo. ¿Verdad que es divertido?
Arthur parecía perdido.
- Es maravilloso - dijo, frunciendo el ceño y mirando a otro colchón.
- Lamentablemente, me he quedado en la Tierra mucho más tiempo del que pretendía -
dijo Ford -. Fui por una semana y me quedé quince años.
- Pero ¿cómo fuiste a parar allí?
- Fácil, me llevó un pesado.
- ¿Un pesado?
- Sí.
- ¿Y qué es...?
- ¿Un pesado? Los pesados suelen ser niños ricos sin nada que hacer. Van por ahí,
buscando planetas que aún no hayan hecho contacto interestelar y les anuncian su
llegada.
- ¿Les anuncian su llegada? - Arthur empezó a sospechar que Ford disfrutaba
haciéndole la vida imposible.
- Sí - contesto Ford -, les anuncian su llegada. Buscan un lugar aislado donde no haya
mucha gente, aterrizan junto a algún pobrecillo inocente a quien nadie va a creer jamás,
y luego se pavonean delante de él llevando unas estúpidas antenas en la cabeza y
haciendo ¡bip!, ¡bip!, ¡bip! Realmente es algo muy infantil.
Ford se tumbó de espaldas en el colchón con las manos en la nuca y aspecto de estar
enojosamente contento consigo mismo.
- Ford - insistió Arthur -, no sé si te parecerá una pregunta tonta, pero ¿qué hago yo
aquí?
- Pues ya lo sabes - respondió Ford -. Te he rescatado de la Tierra.
- ¿Y qué le ha pasado a la Tierra?
- Pues que la han demolido.
- La han demolido - repitió monótonamente Arthur,
- Sí. Simplemente se ha evaporado en el espacio.
- Oye - le comentó Arthur -, estoy un poco preocupado por eso.
Ford frunció el ceño sin mirarle y pareció pensarlo.
- Sí, lo entiendo - dijo al fin.
- ¡Que lo entiendes! - gritó Arthur -. ¡Que lo entiendes!
Ford se puso en pie de un salto.
- ¡Mira el libro! - susurró con urgencia.
- ¿Cómo?
- No se asuste.
- ¡No estoy asustado!
- Sí, lo estás.
- Muy bien, estoy asustado, ¿qué otra cosa puedo hacer?
- Nada más que venir conmigo y pasarlo bien. La galaxia es un sitio divertido.
Necesitarás ponerte este pez en la oreja.
- ¿Cómo dices? - preguntó Arthur en un tono que consideró bastante cortés.
Ford sostenía una pequeña jarra de cristal en cuyo interior se veía moverse a un
pececito amarillo. Arthur miró a Ford con los ojos entornados. Deseó que hubiera algo
sencillo y familiar a lo que pudiera aferrarse. Podría sentirse a salvo si junto a la ropa
interior de los dentrassis, los montones de colchones de Squornshellous y el habitante
de Betelgeuse que sostenía un pececillo amarillo proponiéndole que se lo pusiera en el
oído, hubiese podido ver un simple paquetito de copos de avena. Pero era imposible, y
no se sentía a salvo.
Un ruido súbito y violento cayó sobre ellos desde alguna parte que Arthur no pudo
localizar. Quedó sin aliento, horrorizado ante lo que parecía un hombre que tratara de
hacer gárgaras mientras repelía a una manada de lobos.
- ¡Chisss! - exclamó Ford -. Escucha, puede ser importante.
- ¿Im... importante?
- Es el capitán vogón, que anuncia algo en el Tannoy.
- ¿Quieres decir que así es como hablan los vogones?
- iEscucha!
- ¡Pero yo no sé vogón!
- No es necesario. Sólo ponte el pez en el oído.
Con la rapidez del rayo, Ford llevó la mano a la oreja de Arthur, que tuvo la repugnante
y súbita sensación de que el pez se deslizaba por las profundidades de su sistema
auditivo. Durante un segundo jadeó horrorizado, escarbándose el oído; pero luego
quedó con los ojos en blanco, maravillado. Experimentaba el equivalente acústico de
mirar el perfil de dos rostros pintados de negro y ver de repente el dibujo de una
palmatoria blanca. O de mirar a un montón de puntos coloreados en un trozo de papel
que de pronto se resolvieran en el número seis y sospechar que el oculista le va a
cobrar a uno mucho dinero por unas gafas nuevas.
Sabía que seguía escuchando las gárgaras ululantes, sólo que ahora parecían en cierto
modo un inglés absolutamente correcto.
Esto es lo que oyó...
- Aú aú gárgara aú aú aú gárgara aú gárgara aú aú gárgara gárgara gárgara aú gárgara
gárgara gárgara aú srrl uuuurf debería divertirse. Repito el mensaje. Habla el capitán,
de manera que dejad lo que estéis haciendo y prestad atención. En primer lugar, en los
instrumentos veo que tenemos dos autoestopistas a bordo. ¡hola!, dondequiera que
estéis. Sólo quiero que quede absolutamente claro que no sois bienvenidos para nada.
He trabajado mucho para llegar a donde estoy ahora, y no me he convertido en capitán
de una nave constructora vogona sólo para hacer con ella servicio de taxi a un
cargamento de gorrones degenerados. He enviado a un grupo para buscaros, y en
cuanto os encuentren os echaré de la nave. Si tenéis mucha suerte quizás os lea
algunos poemas míos.
«En segundo lugar, estamos a punto de entrar en el hiperespacio de camino a la
Estrella Barnard. Al llegar nos quedaremos setenta y dos horas en el muelle para
aprovisionar, y nadie abandonará la nave durante ese tiempo. Repito, se cancelan
todos los permisos para bajar al planeta. Acabo de tener una desdichada aventura
amorosa y no veo por qué tenga que divertirse nadie. Fin del mensaje.»
Cesó el ruido.
Para su vergüenza, Arthur descubrió que estaba tirado en el suelo hecho un ovillo con
los brazos tapándose la cabeza. Sonrió débilmente.
- Un hombre encantador - dijo -. Ojalá tuviera yo una hija para prohibirle que se casara
con un...
- No lo necesitarías - le interrumpió Ford -. Los vogones tienen tanto atractivo sexual
como un accidente de carretera. No, no te muevas - dijo cuando Arthur empezó a
enderezarse -; será mejor que te prepares para el salto al hiperespacio. Es tan
desagradable como estar borracho.
- ¿Y qué tiene de desagradable el estar borracho?
- Pues que luego pides un vaso de agua.
Arthur se quedó pensándolo.
- Ford - le dijo.
- ¿Sí?
- ¿Qué está haciendo ese pez en mi oído?
- Traduce para ti. Es un pez Babel. Míralo en el libro, si quieres.
Le pasó la Guía del autoestopista galáctico y luego se hizo un ovillo, poniéndose en
posición fetal para prepararse para el salto.
En aquel momento, a Arthur se le abrió la tapa de los sesos.
Sus ojos se volvieron del revés. Los pies se le empezaron a salir por la grieta de la
cabeza.
La habitación se plegó en tomo a él, giró, dejó de existir y él se quedó resbalando en su
propio ombligo.
Entraban en el hiperespacio.
- El pez Babel - dijo en voz baja la Guía del autoestopista galáctico - es pequeño,
amarillo, parece una sanguijuela y es la criatura más rara del Universo. Se alimenta de
la energía de las ondas cerebrales que recibe no del que lo lleva, sino de los que están
a su alrededor. Absorbe todas las frecuencias mentales inconscientes de dicha energía
de las ondas cerebrales para nutrirse de ellas. Entonces, excreta en la mente del que lo
lleva una matriz telepática formada de la combinación de las frecuencias del
pensamiento consciente con señales nerviosas obtenidas de los centros del lenguaje
del cerebro que las ha suministrado. El resultado práctico de todo esto, es que si uno se
introduce un pez Babel en el oído, puede entender al instante todo lo que se diga en
cualquier lenguaje. Las formas lingüísticas que se oyen en realidad, descifran la matriz
de la onda cerebral introducida en la mente por el pez Babel.
»Pero es una coincidencia extrañamente improbable el hecho de que algo tan
impresionantemente útil pueda haber evolucionado por pura casualidad, y algunos
pensadores han decidido considerarlo como la prueba definitiva e irrefutable de la no
existencia de Dios.
»Su argumento es más o menos el siguiente: «Me niego a demostrar que existo», dice
Dios, «porque la demostración anula la fe, y sin fe no soy nada».
»«Pero», dice el hombre, «el pez Babel es una revelación brusca, ¿no es así? No
puede haber evolucionado al azar. Demuestra que Vos existís, y por lo tanto, según
Vuestros propios argumentos, Vos no. Quod erat demonstrandum».
»«¡Válgame Dios!», dice Dios, «no había pensado en eso», y súbitamente desaparece
en un soplo de lógica.
»«Bueno, eso era fácil», dice el hombre, que vuelve a hacer lo mismo para demostrar
que lo negro es blanco y resulta muerto al cruzar el siguiente paso cebra.
»La mayoría de los principales teólogos afirma que tal argumento es un montón de
patrañas, pero eso no impidió que Oolon Colluphid hiciese una pequeña fortuna al
utilizarlo como tema central de su libro Todo lo que le hace callar a Dios, que fue un
éxito de ventas.
»Entretanto, el pobre pez Babel, al derribar eficazmente todas las barreras de
comunicación entre las diferentes razas y culturas, ha producido más guerras y más
sangre que ninguna otra cosa en la historia de la creación.»
Arthur dejó escapar un gruñido sordo. Se horrorizó al descubrir que el salto al
hiperespacio no lo había matado. Ahora se encontraba a seis años-luz del lugar donde
habría estado la Tierra si no hubiese dejado de existir.
La Tierra.
Por su mente llena de náuseas vagaban estremecedoras visiones de la Tierra. Su
imaginación no tenía medios para asimilar la impresión de que el planeta ya no
existiera: era demasiado grande. Avivó sus sentimientos pensando que sus padres y su
hermana habían desaparecido. No reaccionó. Pensó en toda la gente a quien había
querido. No reaccionó. Entonces pensó en un absoluto desconocido que dos días antes
había estado detrás de él en la cola del supermercado, y sintió una súbita punzada: el
supermercado había desaparecido, junto con todos los que estaban en él. ¡La Columna
de Nelson había desaparecido! La Columna de Nelson había desaparecido, y no se
oiría ningún grito porque no había quedado nadie para darlo. De ahora en adelante, la
Columna de Nelson sólo existiría en su imaginación; en su cabeza, encerrada en
aquella húmeda y maloliente nave espacial forrada de acero. Le envolvió una oleada de
claustrofobia.
Inglaterra ya no existía. Eso lo comprendió; en cierto modo, lo entendió. Volvió a
intentarlo. Norteamérica ha desaparecido, pensó. No pudo hacerse a la idea. Decidió
empezar de nuevo por lo más pequeño. Nueva York ha desaparecido. No reaccionó. De
todas formas, nunca había creído que existiera de verdad. El dólar se ha hundido para
siempre, pensó. Experimentó un leve temblor. Todas las películas de Bogart han
desaparecido, se dijo para sí, y eso le produjo un efecto desagradable. McDonald's,
pensó. Ya no existen cosas como las hamburguesas de McDonald's.
Se desvaneció. Un segundo después, cuando volvió en sí, descubrió que lloraba por su
madre.
Se puso en pie de un salto violento.
- ¡Ford!
Ford levantó la vista del rincón donde estaba sentado y, dejando de canturrear en voz
baja, dijo:
- ¿Sí?
- Si eres un investigador de ese libro y has estado en la Tierra, debes haber recogido
datos sobre ella.
- Bueno, sí, pude ampliar un poco el artículo original.
- Entonces, déjame ver lo que dice esta edición; tengo que verlo.
- Sí, muy bien - se lo volvió a pasar.
Arthur lo sostuvo con fuerza, tratando de que le dejaran de temblar las manos. Pulsó el
registro de la página en cuestión. La pantalla destelló, y salieron rayas que se
resolvieron en una página impresa. Arthur la miré fijamente.
- ¡No hay artículo! - estalló.
Ford miró por encima del hombro.
- Sí, lo hay - dijo -; ahí, al fondo de la pantalla, justo debajo de Excéntrica Gallumbits, la
puta de tres tetas de Eroticón .
Arthur siguió el dedo de Ford y vio dónde señalaba. Por un momento siguió sin
comprender, luego su cerebro estuvo a punto de estallar.
- ¡Cómo! ¡Inofensiva! ¿Eso es todo lo que tiene que decir? ¡Inofensiva! ¡una palabra!
Ford se encogió de hombros.
- Bueno, hay cien mil millones de estrellas en la Galaxia, y los microprocesadores del
libro sólo tienen una capacidad limitada de espacio, y, desde luego, nadie sabía mucho
de la Tierra.
- ¡Por amor de Dios! Espero que hayas podido rectificarlo un poco.
- Pues claro, he podido transmitir al editor un artículo nuevo. Tendrá que reducirlo un
poco, pero de todos modos será una mejora.
- ¿Y qué dirá entonces? - le preguntó Arthur.
- Fundamentalmente inofensiva - admitió Ford, tosiendo con cierto embarazo.
- ¡Fundamentalmente inofensiva! - gritó Arthur.
- ¿Qué ha sido ese ruido? - susurró Ford.
- Era yo, que gritaba - gritó Arthur.
- ¡No! ¡Cállate! - exclamó Ford -. Creo que estamos en apuros.
- ¡Crees que estamos en apuros!
Al otro lado de la puerta se oían pasos de marcha.
- ¿Los dentrassis? - murmuró Arthur.
- No, son botas con suela de acero - dijo Ford.
Llamaron a la puerta con un golpe corto y seco.
- Entonces, ¿quiénes son? - preguntó Arthur
- Pues si tenemos suerte - contesto Ford -, sólo serán los vogones, que vendrán a
arrojamos al espacio.
- ¿Y si no tenemos suerte?
- Si no tenemos suerte - repuso sombríamente Ford -, el capitán quizá cumpla su
amenaza de leernos primero algunos poemas suyos...
La poesía vogona ocupa, por supuesto, el tercer lugar entre las peores del Universo. El
segundo corresponde a los azgoths de Kria. Mientras su principal poeta, Grunthos el
Flatulento, recitaba su poema «Oda a un bultito de masilla verde que me descubrí en el
sobaco una mañana de verano», cuatro de sus oyentes murieron de hemorragia
interna, y el presidente del Consejo Inhabilitador de las Artes de la Galdia Media se
salvó, perdiendo una pierna en la huida, Se dice que Grunthos quedó «decepcionado»
por la acogida que había tenido el poema, y estaba a punto de iniciar la lectura de su
poema épico en doce tomos titulado «Mis gorjeos de baño favoritos», cuando su propio
intestino grueso, en un desesperado esfuerzo por salvar la vida y la civilización, le saltó
derecho al cuello y le estranguló.
La peor de todas las poesías pereció junto con su creadora, Paula Nancy Millstone
Jennings, de Greenbridge, en Essex, Inglaterra, en la destrucción del planeta Tierra.
Prostetnic Vogon Jeltz esbozó una lentísima sonrisa. Lo hizo no tanto para causar
impresión como para recordar la secuencia de movimientos musculares. Había, lanzado
un tremendo grito terapéutico a sus prisioneros, y ahora se encontraba muy relajado y
dispuesto a cometer alguna pequeña crueldad.
Los prisioneros se sentaban en los sillones para la Apreciación de la Poesía: atados con
correas. Los vogones no se hacían ilusiones respecto a la acogida general que recibían
sus obras. Sus primeras incursiones en la composición formaban parte de luna
obstinada insistencia para que se les aceptara como una raza convenientemente culta y
civilizada, pero ahora lo único que les hacía persistir era un puro retorcimiento mental.
El sudor corría fríamente por la frente de Ford Prefect, deslizándose por los electrodos
fijados a sus sienes. Los electrodos estaban conectados a la batería de un equipo
electrónico, - intensificadores de imágenes, moduladores rítmicos, residualizadores
aliterativos y demás basura -, proyectado para intensificar la experiencia del poema y
garantizar que no se perdiera ni un solo matiz de la idea del poeta.
Arthur Dent temblaba en su asiento. No tenía ni idea de por qué estaba allí, pero sabía
que no le gustaba nada de lo que había pasado hasta el momento, y no creía que las
cosas fueran a cambiar.
El vogón empezó a leer un hediondo pasaje de su propia invención.
- ¡Oh!, irrinquieta gruflebugle... comenzó a relatar. Los espasmos empezaron a
atormentar el cuerpo de Ford: era peor de lo que había imaginado.

-...tus micturadones son para mí / Como plurnas manchigraznas sobre una plívida abeja.
- ¡Aaaaaaarggggghhhhhh! - exclamó Ford Prefect, torciendo la cabeza hacia atrás al
sentirse golpeado por oleadas de dolor. A su lado veía débilmente a Arthur, que se
bamboleaba reclinado en su asiento. Apretó los dientes.
- Groop, a ti te imploro - prosiguió el implacable vogón -, mi gándula bolarina.
Su voz se alzaba llegando a un tono horrible, estridente y apasionado.
- Y asperio me acolses con crujientes ligabujas, / O te rasgaré la verruguería con mi
bérgano, ¡espera y verás!
- ¡Nnnnnnnnnniiiiiiiuuuuuuuugggggghhhhh! - gritó Ford Prefect, sufriendo un espasmo
final cuando la ampliación electrónica del último verso le dio de lleno en las sienes.
Perdió el sentido.
Arthur se arrellanó en el asiento.
- Y ahora, terráqueos... - zumbó el vogón, que ignoraba que Ford Prefect procedía en
realidad de un planeta pequeño de las cercanías de Betelgeuse, aunque si lo hubiera
sabido no le habría importado -, os presento una elección sencilla. O morir en el vacío
del espacio, o... - hizo una pausa para producir un efecto melodramático - decirme qué
os ha parecido mi poema.
Se recostó en un enorme sillón de cuero con forma de murciélago y los contempló.
Volvió a sonreír como antes. seca por los Ford trataba de tomar aliento. Se pasó la
lengua ásperos labios y lanzó un quejido.
- En realidad, a mí me ha gustado mucho - manifestó Arthur en tono vivaz. Ford se
volvió hada él con la boca abierta. Era un enfoque que no se le había ocurrido.
El vogón enarcó sorprendido una ceja que le oscureció eficazmente la nariz, y por lo
tanto no era mala cosa.
- ¡Pero bueno...! - murmuró con perplejidad considerable.
- Pues sí - dijo Arthur -, creo que ciertas imágenes metafísicas tienen realmente una
eficacia singular.
Ford siguió con la vista fija en él, ordenando sus ideas con lentitud ante aquel concepto
totalmente nuevo. ¿Iban a salir de aquello por la cara?
- Sí, continúa... - le invitó el vogón.
- Pues..., y, hmm..., también hay interesantes ideas rítmicas - prosiguió Arthur -, que
parecen el contrapunto de..., hmm... hmm...
Titubeó.
Ford acudió rápidamente en su ayuda, sugiriendo:
-...el contrapunto del surrealismo de la metáfora fundamental de... hmm...
Titubeó a su vez, pero Arthur ya estaba listo de nuevo. -...la humanidad del...
- La vogonidad - le sopló Ford.
- ¡Ah, sí! La vogonidad, perdón, del alma piadosa del poeta - Arthur sintió que estaba en
la recta final -, que por medio de la estructura del verso procura sublimar esto,
trascender aquello y reconciliarse con las dicotomías fundamentales de lo otro distaba
alcanzando un crescendo triunfal, y uno se queda con una vívida y profunda intuición
de... de... hmm...
Y de pronto le abandonaron las ideas. Ford se apresuró a dar el coup de gráce:
- ¡De cualquiera que sea el tema de que trate el poema! - gritó; y con la comisura de la
boca, añadió -: Bien jugado, Arthur, eso ha estado muy bien.
El vogón los estudió. Por un momento se emocionó su exacerbado espíritu racial, pero
pensó que no: era un poquito demasiado tarde. Su voz adoptó el timbre de un gato que
arañara nailon pulido.
- De manera que afirmáis que escribo poesía porque bajo mi apariencia de maldad,
crueldad y dureza, en realidad deseo que me quieran - dijo. Hizo una pausa -. ¿Es así?
- Pues yo diría que sí - repuso Ford, lanzando una carcajada nerviosa -. ¿Acaso no
tenemos todos en lo más profundo, ya sabe... hmm...?
El vogón se puso en pie.
- Pues no, estáis completamente equivocados - afirmó -. Escribo poesía únicamente
para complacer a mi apariencia de maldad, crueldad y dureza. De todos modos, os voy
a echar de la nave. ¡Guardia! ¡Lleva a los prisioneros a la antecámara de compresión
número tres y échalos fuera!
- ¡Cómo! - gritó Ford.
Un guardia vogón, joven y corpulento, se acercó a ellos y les desató las correas con sus
enormes brazos gelatinosos.
- ¡No puede echarnos al espacio - gritó Ford -, estamos escribiendo un libro!
- ¡La resistencia es inútil! - gritó a su vez el guardia vogón. Era la primera frase que
había aprendido cuando se alistó al Cuerpo de Guardia vogón.
El capitán observó la escena con despreocupado regocijo y luego les dio la espalda.
Arthur miró a su alrededor con ojos enloquecidos.
- ¡No quiero morir todavía! - gritó -. ¡Aún me duele la cabeza, estaré de mal humor y no
lo disfrutaré!
El guardia los sujetó firmemente por el cuello, hizo una reverencia a la espalda de su
capitán, y los sacó del puente sin que dejaran de protestar. La puerta de acero se cerró
y el capitán quedó solo de nuevo. Canturreó en voz baja y se puso a reflexionar,
hojeando ligeramente su cuaderno de versos.
- Hmmm... - dijo -, el contrapunto del surrealismo de la metáfora fundamental... - lo
consideró durante un momento y luego cerró el libro con una sonrisa siniestra.
- La muerte es algo demasiado bueno para ellos - sentenció.
El largo corredor forrado de acero recogía el eco del débil forcejeo de los dos
humanoides, bien apretados bajo las elásticas axilas del vogón.
- Es magnífico - farfulló Ford -, realmente fantástico. ¡Suéltame, bestia!
El guardia vogón siguió arrastrándolos.
- No te preocupes - dijo Ford en tono nada esperanzador -. Ya se me ocurrirá algo.
- La resistencia es inútil! - chilló el guardia.
- No digas eso - tartamudeó Ford -. ¿Cómo se puede mantener una actitud mental
positiva sí dices cosas así?
- ¡Por Dios! - protestó Arthur -. Hablas de una actitud mental positiva, y ni siquiera han
demolido hoy tu planeta. Al despertarme esta mañana, pensé que iba a pasar el día
tranquilo y relajado, que leería un poco, cepillaría al perro... iAhora son más de las
cuatro de la tarde y están a punto de echarme de una nave espacial a seis años-luz de
las humeantes ruinas de la Tierra!
El vogón apretó su presa y Arthur dejó escapar gorgoritos y balbuceos.
- ¡De acuerdo - convino Ford -, pero deja de asustarte!
- ¿Quién ha dicho nada de asustarse? - replicó Arthur -. Esto no es más que una
conmoción cultural. Espera a que me acostumbre a la situación y comience a
orientarme. ¡Entonces empezaré a asustarme!
- Te estás poniendo histérico, Arthur. ¡Cierra el pico!
Ford hizo un esfuerzo desesperado por pensar, pero le interrumpió el guardia, que gritó
otra vez:
- ¡La resistencia es inútil!
- ¡Y tú también podrías callarte la boca! - le replicó Ford.
- ¡La resistencia es inútil!
- ¡Pero déjalo ya!
Ford torció la cabeza hasta que pudo mirar de frente al rostro de su captor. Se le ocurrió
una idea.
- ¿De veras te gustan estas cosas? - le preguntó de pronto.
El vogón se detuvo en seco y una expresión de enorme estupidez se deslizó poco a
poco por su cara.
- ¿Que si me gustan? - bramó. ¿Qué quieres decir?
- Lo que quiero decir - le explicó Ford -, es que si te llena de satisfacción el ir pisando
fuerte por ahí, dando gritos y echan do a la gente de naves espaciales...
El vogón miró fijamente al bajo techo de acero y sus cejas casi se montaron una encima
de otra. Se le aflojó la boca.
- Pues el horario es bueno...
- Tiene que serlo - convino Ford.
Arthur torció el cuello por completo para mirar a Ford.
- ¿Qué intentas hacer, Ford? - le preguntó con un murmullo de perplejidad.
- Sólo trato de interesarme en el mundo que me rodea, ¿conforme? - le contestó y
siguió diciéndole al vogón -: De modo que el horario es muy bueno...
El vogón bajó la vista hacia él mientras pensamientos perezosos giraban
tumultuosamente en sus lóbregas profundidades.
- Sí dijo -, pero ahora que lo mencionas, la mayor parte del tiempo resulta bastante
asqueroso. Salvo... - volvió a pensar, lo que exigía mirar al techo -, salvo algunos gritos
que me gustan mucho.
Se llenó de aire los pulmones y bramó:
- ¡La resistencia es...!
- Sí, claro - le interrumpió Ford a toda prisa -; eso lo haces muy bien, te lo aseguro. Pero
en su mayor parte es asqueroso - dijo con lentitud, dando tiempo a las palabras para
que llegasen a su objetivo -. Entonces, ¿por qué lo haces? ¿A qué se debe? ¿A las
chicas? ¿A la zurra? ¿Al machismo? ¿O simplemente crees que el acomodarse a ese
estúpido hastío presenta un desafío interesante?
Arthur miró desconcertado de un lado para otro.
- Hmm... - dijo el guardia -, hmm... hmm..., no sé. Creo que en realidad... me limito a
hacerlo. Mi tía me dijo que ser guardia de una nave espacial era una buena carrera para
un joven vogón; ya sabes, el uniforme, la cartuchera de la pistola de rayos paralizantes,
que se lleva muy baja, el estúpido hastío...
- Ahí tienes, Arthur - dijo Ford con aire del que llega a la conclusión de su argumento -,
y creías que tú tenías problemas.
Arthur pensó que sí los tenía. Aparte del asunto desagradable que le había ocurrido a
su planeta, el guardia vogón ya le había medio estrangulado, y no le gustaba mucho la
idea de que lo arrojaran al espacio.
- Procura entender su problema - insistió Ford -. Ahí tienes a este pobre muchacho,
cuyo trabajo de toda la vida consiste en andar pisando fuerte por ahí, echando a gente
de naves espaciales.
- Y dando gritos - añadió el guardia.
- Y dando gritos, claro - repitió Ford, y dio unos golpecitos al brazo gelatinoso que le
apretaba el cuello con simpática condescendencia -. ¡Y ni siquiera sabe por qué lo hace!
Arthur convino en que era muy triste. Lo expresó con un gestito débil, porque estaba
muy asfixiado para poder hablar.
El guardia lanzó unos profundos gruñidos de estupefacción.
- Pues ahora que lo dices, supongo...
- ¡Buen chico! - le animó Ford.
- De acuerdo - continuó con sus gruñidos -, ¿y qué remedio me queda?
- Pues - dijo Ford, animándose pero alargando las palabras - dejar de hacerlo, por
supuesto. Diles que ya no volverás a hacerlo más.
Pensó que debería añadir algo más, pero de momento parecía que el guardia tenía la
mente muy ocupada meditando sus palabras.
- Hhuuuuuummmmmmmmmmmmmmm... - dijo el guardia - hum..., pues eso no me
suena muy bien.
De pronto, Ford sintió que se le escapaba la oportunidad.
- Pero espera un momento - le apremió -, eso es sólo el principio, ¿comprendes?; la
cosa no es tan sencilla como crees...
Pero en ese momento el guardia volvió a afianzar su presa y continuó con su primitiva
intención de llevarlos a rastras a la esclusa neumática. Era evidente que estaba muy
afectado.
- No; creo que si os da lo mismo - les dijo -, será mejor que os meta en esa antecámara
de compresión y luego me vaya a dar otros cuantos gritos que tengo pendientes.
A Ford Prefect no le daba lo mismo en absoluto.
- ¡Pero venga.... oye! - dijo, menos animado y con menos lentitud.
- ¡Aahhhhgggggggnnnnnn! - dijo Arthur con una inflexión nada dará.
- Pero espera - insistió Ford -, ¡todavía tengo que hablar de la música, del arte y de
otras cosas! ¡Uuuuuffffff!
- ¡La resistencia es inútil - bramó el guardia, y luego añadió -: Mira, si sigo en esto,
dentro de un tiempo puede que me asciendan a Jefe de Gritos, y no suele haber
muchas plazas vacantes de agentes que no griten ni empujen a la gente, de manera
que, según me parece, será mejor que siga haciendo lo que sé.
Ya habían llegado a la esclusa neumática: una escotilla ancha y circular de acero
macizo, fuerte y pesada, abierta en el revestimiento interior de la nave. El guardia
manipuló un mando y la escotilla se abrió con suavidad.
- Pero muchas gracias por vuestro interés - les dijo el guardia vogón -. Adiós.
Arrojó a Ford y a Arthur por la escotilla a la pequeña cabina interior.
Arthur cayó jadeando al suelo. Ford se volvió tambaleante y arremetió inútilmente con el
hombro contra la escotilla que se cerraba de nuevo.
- ¡Pero oye - le gritó al guardia -, hay todo un mundo del que tú no sabes nada!
Escucha, ¿qué te parece esto?
Desesperado, recurrió a la única manifestación de cultura que le vino espontáneamente
a la cabeza: el primer acorde de la Quinta de Beethoven.
- ¡Da da da dum! ¿No despierta eso nada en ti?
- No contestó el guardia -, nada en absoluto. Pero se lo diré a mi tía.
Si después de eso añadió algo más, no se oyó. La escotilla se cerró completamente y
desaparecieron todos los ruidos salvo el leve y distante zumbido de los motores de la
nave.
Se encontraban en una cámara cilíndrica, brillante y pulida de unos dos metros de
ancho por tres de largo.
Ford miró a su alrededor, sofocado.
- Creí que era un tipo inteligente en potencia - dijo, desplomándose contra la pared
curva.
Arthur seguía tumbado en el suelo combado, en el mismo sitio donde había caído. No
levantó la vista. Sólo se quedó tumbado, jadeando.
- Ahora estamos atrapados, ¿verdad?
- Sí - admitió Ford -, estamos atrapados.
- ¿Y no se te ha ocurrido nada? Creí que habías dicho que ibas a pensar algo. Tal vez
lo hayas hecho y yo no me he dado cuenta.
- Claro que sí, se me ha ocurrido algo - jadeó Ford. Arthur lo miró, expectante.
- Pero desgraciadamente - prosiguió Ford -, tendríamos que estar al otro lado de esa
esclusa neumática.
Dio una patada a la escotilla por donde acá baban de entrar.
- Pero, ¿de verdad era una buena idea?
- Claro que sí, muy buena.
- ¿Y de qué se trataba?
- Pues todavía no había elaborado los detalles. Ahora ya no importa mucho, ¿verdad?
- Entonces..., hmm, ¿qué va a ocurrir ahora?
- Pues... hmmm, dentro de unos momentos se abrirá automáticamente esa escotilla de
enfrente, y supongo que saldremos disparados al espacio profundo y nos asfixiaremos.
Si nos llenamos de aire los pulmones, tal vez podamos durar treinta segundos... - dijo
Ford.
Se puso las manos a la espalda, enarcó las cejas y empezó a canturrear un antiguo
himno de batalla betelgeusiano. De pronto, a los ojos de Arthur, parecía tener un
aspecto muy extraño.- Así que ya está - dijo Arthur -, vamos a morir.
- Sí - admitió Ford -; a menos que, ¡no! ¡Espera un momento! De pronto se abalanzó por
la cámara hacia algo que estaba detrás de la línea de visión de Arthur -. ¿Qué es ese
interruptor?
- ¿Cuál? ¿Dónde? - gritó Arthur, dándose la vuelta.
- No, sólo estaba bromeando - confesó Ford -; al final, vamos a morir.
Volvió a desplomarse contra la pared y siguió con la melodía por donde la había
interrumpido.
- ¿Sabes una cosa? - le dijo Arthur -; en ocasiones como ésta, cuando estoy atrapado
en una escotilla neumática vogona con un habitante de Betelgeuse y a punto de morir
asfixiado en el espacio profundo, realmente desearía haber escuchado lo que me decía
mi madre cuando era joven.
- ¡Vaya! ¿Y qué te decía?
- No lo sé; no la escuchaba.
- Ya.
Ford siguió canturreando.
«Esto es horrible - pensaba Arthur para sí -, todo lo que queda soy yo y las palabras
Fundamentalmente inofensiva. Y dentro de unos segundos lo único que quedará será
Fundamentalmente inofensiva. Y ayer el planeta parecía ir tan bien...» Zumbó un motor.
Se oyó Un leve silbido que se convirtió en un rugido ensordecedor al penetrar el aire por
la escotilla exterior, que se abrió a un negro vacío salpicado de diminutos puntos
luminosos, increíblemente brillantes. Ford y Arthur salieron disparados al espacio
exterior como corchos de una pistola de juguete.
La Guía del autoestopista galáctico es un libro absolutamente notable. Se ha compilado
y recopilado bastantes veces a lo largo de muchos años bajo un cúmulo de direcciones
diferentes. Contiene contribuciones de incontables cantidades de viajeros e
investigadores.
La introducción empieza así:
«El espacio - dice - es grande. Muy grande. Usted simplemente se negará a creer lo
enorme, lo inmensa, lo pasmosamente grande que es. Quiero decir que quizá piense
que es como un largo paseo por la calle hasta la farmacia, pero eso no es nada
comparado con el espacio. Escuche...», y así sucesivamente.
Más adelante el estilo se asienta un poco, y el libro empieza a contar cosas que
realmente se necesita saber, como el hecho de que el planeta Bethselamin,
fabulosamente hermoso, está ahora tan preocupado por la erosión acumulada de diez
mil millones de turistas que lo visitan al año, que cualquier desproporción entre la
cantidad de alimento que se ingiere y la cantidad que se excreta mientras se está en el
planeta, se elimina quirúrgicamente del peso del cuerpo en el momento de la marcha
del visitante: de manera que siempre que uno vaya al lavabo, es muy importante que le
den un recibo.)
Pero, para ser justos, al enfrentarse con la simple enormidad de las distancias entre las
estrellas, han fallado inteligencias mejores que la del autor de la introducción de la
Guía. Hay quienes le invitan a uno a comparar por un momento un cacahuete en
Reading y una nuez pequeña en Johannesburgo, y otros conceptos vertiginosos.
La verdad pura y simple es que las distancias interestelares no caben en la imaginación
humana.
Incluso la luz, que viaja tan deprisa que a la mayoría de las razas les cuesta miles de
años comprender que se mueve, necesita tiempo para recorrer las estrellas. Tarda ocho
minutos en llegar desde la estrella Sol al lugar donde estaba la Tierra, y cuatro años
hasta el vecino estelar más cercano al Sol, Alfa Próxima.
Para que la luz llegue al otro lado de la galaxia, a Damogran, por ejemplo, se necesita
más tiempo: quinientos mil años.
El récord en recorrer esta distancia está por debajo de los cinco años, pero así no se ve
mucho por el camino.
La Guía del autoestopista galáctico dice que si uno se llena los pulmones de aire, puede
sobrevivir en el vacío absoluto del espacio unos treinta segundos. Sin embargo, añade
que, como el espacio es de tan pasmosa envergadura, las probabilidades de que a uno
lo recoja otra nave en esos treinta segundos son de doscientas sesenta y siete mil
setecientas nueve contra una.
Por una coincidencia asombrosa, ése también era el número de teléfono de un piso de
Islington donde Arthur asistió una vez a una fiesta magnífica en la que conoció a una
chica preciosa con quien no pudo ligar, pues ella se decidió por uno que acudió sin
invitación.
Como el planeta Tierra, el piso de Islington y el teléfono ya están demolidos, resulta
agradable pensar que en cierta pequeña medida todos quedan conmemorados por el
hecho de que Ford y Arthur fueron rescatados veintinueve segundos más tarde.
Un ordenador parloteaba alarmado consigo mismo al darse cuenta de que una escotilla
neumática se abrió y se cerró sola sin razón aparente.
En realidad, ello se debía a que la Razón había salido a comer.
Un agujero acababa de aparecer en la galaxia. Era exactamente una insignificancia que
duró un segundo, una nadería de veintitrés milímetros de ancho y de muchos millones
de años-luz de extremo a extremo.
Al cerrarse, montones de sombreros de papel y de globos de fiesta cayeron y se
esparcieron por el universo. Un equipo de analistas de mercado, de dos metros y
diecisiete centímetros de estatura, cayeron y murieron, en parte por asfixia y en parte
por la sorpresa.
Doscientos treinta y nueve mil huevos Poco fritos cayeron a su vez, materializándose en
un enorme montón tembloroso en la tierra de Poghril, que sufría el azote del hambre, en
el sistema de Pansel.
Toda la tribu de Poghril había muerto de hambre salvo el último de sus miembros, un
hombre que murió por envenenamiento de colesterol unas semanas más tarde.
La nada de un segundo por la cual se abrió el agujero, rebotó hacia atrás y hacia
delante en el tiempo de forma enteramente increíble. En alguna parte del pasado más
remoto, traumatizó seriamente a un pequeño y azaroso grupo de átomos que vagaban
por el estéril vacío del espacio, haciendo que se fundieran en unas figuras sumamente
improbables. Tales figuras aprendieron rápidamente a reproducirse a sí mismas eso
era lo más extraordinario de dichas figuras) y continuaron causando una confusión
enorme en todos los planetas por los que pasaban a la deriva. Así es como empezó la
vida en el Universo.
Cinco Torbellinos Contingentes provocaron violentos remolinos de sinrazón y vomitaron
una acera.
En la acera yacían Ford Prefect y Arthur Dent, jadeantes como peces medio muertos.
- Ahí lo tienes - masculló Ford, luchando por agarrarse con un dedo a la acera, que
viajaba a toda velocidad por el Tercer Tramo de lo Desconocido -, ya te dije que se me
ocurriría algo.
- Pues claro - comentó Arthur -, naturalmente.
- He tenido la brillante idea - explicó Ford - de encontrar a una nave que pasaba y hacer
que nos rescatara.
El auténtico universo se perdía bajo ellos, en un arco vertiginoso. Varios universos
fingidos pasaban rápidamente a su lado como cabras monteses. Estalló la luz original,
lanzando salpicaduras de espacio-tiempo como trocitos de crema de queso. El tiempo
floreció, la materia se contrajo. El más número primo se aglutinó en silencio en un
rincón y se ocultó para siempre.
- ¡Vamos, déjalo! - dijo Arthur -. Las probabilidades en contra eran astronómicas.
- No protestes. Ha dado resultado - le recordó Ford.
- ¿En qué clase de nave estamos? - preguntó Arthur mientras el abismo de la eternidad
se abría a sus pies.
- No lo sé - dijo Ford -, todavía no he abierto los ojos.
- Ni yo tampoco - dijo Arthur.
El Universo dio un salto, quedó paralizado, trepidó y se expandió en varias direcciones
inesperadas.
Arthur y Ford abrieron los ojos y miraron en torno con enorme sorpresa.
- ¡Santo Dios! - exclamó Arthur -. ¡Si parece la costa de Southend!
- Oye, me alegro de que digas eso - dijo Ford.
- ¿Por qué?
- Porque pensé que me estaba volviendo loco.
- A lo mejor lo estás. Quizá sólo hayas pensado que lo dije.
Ford consideró esa posibilidad.
- Bueno, ¿lo has dicho o no lo has dicho? - inquirió.
- Creo que sí - dijo Arthur.
- Pues tal vez nos estemos volviendo locos los dos.
- Sí - admitió Arthur -. Si lo pensamos bien, tenemos que estar locos para pensar que
eso es Southend.
- Bueno, ¿crees que es Southend?
- Claro que sí.
- Yo también.
- En ese caso, debemos estar locos.
- No es mal día para estarlo.
- Sí - dijo un loco que pasaba por allí.
- ¿Quién era ése? - preguntó Arthur.
- ¿Quién? ¿Ese hombre de las cinco cabezas y el matorral de saúco plagado de
arenques?
- Sí.
- No lo sé. Cualquiera.
- Ah.
Se sentaron los dos en la acera y con cierta inquietud observaron cómo unos niños
  

grandísimos brincaban pesadamente por la playa y miles de caballos salvajes cruzaban
horrísonos el cielo llevando repuestos de barandillas reforzadas a las Zonas Inciertas. -
¿Sabes una cosa? - dijo Arthur tosiendo ligeramente -; si esto es Southend, hay algo
muy raro...
- ¿Te refieres a que el mar está inmóvil como una roca y los edificios fluyen de un lado
para otro? - dijo Ford.
- Sí, a mí también me ha parecido raro. En realidad - prosiguió mientras el Southend se
partía con un enorme crujido en seis segmentos iguales que danzaron y giraron entre
ellos hasta aturdirse en corros lujuriantes y licenciosos, - pasa algo absolutamente
rarísimo.
Un rumor ululante y enloquecido de gaitas y violines pasó agostando el viento,
cosquillas calientes saltaron de la carretera a diez peniques la pieza, el cielo descargó
una tempestad de peces horrendos y Arthur y Ford decidieron darse a la fuga.
Se precipitaron entre densas murallas de sonido, montañas de ideas arcaicas, valles de
música ambiental, malas sesiones de zapatos, fútiles murciélagos y, súbitamente,
oyeron la voz de una muchacha.
Parecía una voz muy sensible, pero lo único que dijo, fue: - Dos elevado a cien mil
contra uno, y disminuyendo.
Y eso fue todo.
Ford resbaló en un rayo de luz y dio vueltas de un lado para otro tratando de encontrar
el origen de la voz, pero no pudo ver nada en lo que pudiera creer seriamente.
- ¿Qué era esa voz? - gritó Arthur.
- No lo sé - aulló Ford -, no lo sé. Parecía un cálculo de probabilidades.
- ¡Probabilidades! ¿Qué quieres decir?
- Probabilidades; ya sabes, como dos a uno, tres a uno, cinco contra cuatro. Ha dicho
dos elevado a cien mil contra uno. Eso es algo muy improbable, ¿sabes?
Una tina de cuatro millones de litros de natillas se puso verticalmente encima de ellos
sin aviso previo.
- Pero ¿qué quiere decir eso? - Chilló Arthur.
- ¿El qué, las natillas?
- ¡No, el cálculo de probabilidades!
- No lo sé. No sé nada de eso. Creo que estamos en una especie de nave.
- No puedo menos de suponer - dijo Arthur - que éste no es un departamento de
primera clase.
En la urdimbre del espacio-tiempo empezaron a surgir protuberancias. Feos y enormes
bultos.
- Auuuurrrgghhh... - exclamó Arthur al sentir que su cuerpo se ablandaba y se arqueaba
en direcciones insólitas -. El Southend parece que se está fundiendo.... las estrellas se
arremolinan..., ventarrones de polvo.... las piernas se me van con el crepúsculo.... y el
brazo izquierdo también se me sale. Se le ocurrió una idea aterradora y añadió:
¡Demonios!, ¿cómo voy a utilizar ahora mi reloj de lectura directa?
Miró desesperado a su alrededor, buscando a Ford.
- Ford - le dijo -, te estás convirtiendo en un pingüino. Déjalo.
De nuevo oyeron la voz.
- Dos elevado a setenta y cinco mil contra uno, y disminuyendo.
Ford chapoteó en su charca describiendo un círculo furioso.
- ¡Eh! ¿Quién es usted? - graznó como un pato -. ¿Dónde está? Dígame lo que pasa y
si hay algún medio de pararlo.
- Tranquilícese, por favor - dijo la voz en tono amable, como la azafata de un avión al
que sólo le queda un ala y uno de cuyos motores está incendiado -, están ustedes
completamente a salvo.
- ¡Pero no se trata de eso! - bramó Ford -. Sino de que ahora soy un pingüino
completamente a salvo, y de que mi compañero se está quedando rápidamente sin
extremidades.
- Está bien, ya las he recuperado - anunció Arthur.
- Dos elevado a cincuenta mil contra uno, y disminuyendo - dijo la voz.
- Reconozco - dijo Arthur - que son más largas de lo que me gustan, pero...
- ¿Hay algo - chilló Ford como un pájaro furioso - que crea que debe decirnos?
La voz carraspeo. Un petit tour gigantesco brincó en la lejanía.
- Bienvenidos a la nave espacial Corazón de Oro - dijo la voz.
Y la voz prosiguió:
- Por favor, no se alarmen por nada que oigan o vean a su alrededor. Seguramente
sentirán ciertos efectos nocivos al principio, pues han sido rescatados de una muerte
cierta a una escala de improbabilidad de dos elevado a doscientos setenta y seis mil
contra uno; y quizás más alta. Viajamos ahora a una escala de dos elevado a
veinticinco mil contra uno y disminuyendo, y recuperaremos la normalidad en cuanto
estemos seguros de lo que es normal. Gracias. Dos elevado a veinte mil contra uno y
disminuyendo.
Se calló la voz.
Ford y Arthur se encontraron en un pequeño cubículo luminoso de color rosa.
Ford estaba frenéticamente exaltado.
- ¡Arthur! - exclamó -. ¡Esto es fantástico! ¡Nos ha recogido una nave propulsada por la
Energía de la Improbabilidad infinita! ¡Es increíble! ¡Ya había oído rumores sobre eso!
¡Todos fueron desmentidos oficialmente, pero deben haberlo conseguido! ¡Han logrado
la Energía de la Improbabilidad! Arthur, esto es... ¿Arthur? ¿Qué ocurre?
Arthur se había echado contra la puerta del cubículo tratando de mantenerla cerrada,
pero no ajustaba bien. Pequeñas manitas peludas con los dedos manchados de tinta se
colaban por las grietas; débiles vocecitas parloteaban locamente.
Arthur alzó la vista.
- ¡Ford! - Exclamó -. Afuera hay un número infinito de monos que quieren hablarnos de
un guión de Hamlet que han elaborado ellos mismos.
La Energía de la Improbabilidad Infinita es un medio nuevo y maravilloso para recorrer
grandes distancias interestelares en una simple décima de segundo, sin tener que
andar a tontas y a locas por el hiperespacio.
Se descubrió por una afortunada casualidad, y el equipo de investigación damograno
del Gobierno Galáctico la convirtió en una forma manejable de propulsión.
Esta es, brevemente, la historia de su descubrimiento.
Desde luego se conocía bien el principio de generar pequeñas cantidades de
improbabilidad finita por el sencillo método de acoplar los circuitos lógicos de un cerebro
submesón Bambleweeny  a un vector atómico de navegación suspendido de un
potente generador de movimiento browniano digamos una buena taza de té caliente);
tales generadores solían emplearse para romper el hielo en las fiestas, haciendo que
todas las moléculas de la ropa interior de la anfitriona dieran un salto de treinta
centímetros hacia la izquierda, de acuerdo con la Teoría de la Indeterminación.
Muchos físicos respetables afirmaron que no lo tolerarían, en parte porque constituía
una degradación científica, pero principalmente porque no los invitaban a esa clase de
fiestas.
Otra cosa que no soportaban era el fracaso perpetuo con el que topaban en su intento
de construir una nave que generara el campo improbabilidad infinita necesario para
lanzar a una nave a las pasmosas distancias que los separaban de las estrellas más
lejanas, y al fin anunciaron malhumorados que semejante máquina era prácticamente
imposible.
Entonces, un día, un estudiante a quien se había encomendado que barriese el
laboratorio después de una reunión particularmente desafortunada, empezó a discurrir
de este modo:
«Si semejante máquina es una imposibilidad práctica - pensó para sí - entonces debe
existir lógicamente una improbabilidad finita. De manera que todo lo que tengo que
hacer para construirla es descubrir exactamente su improbabilidad, procesar esa cifra
en el generador de improbabilidad finita, darle una taza de té fresco y muy caliente... ¡y
conectarlo!»
Así lo hizo, y quedó bastante sorprendido al descubrir que había logrado crear de la
nada el tan ansiado y precioso generador de la Improbabilidad Infinita.
Aún se asombró más cuando, nada más concederle el Premio a la Extrema Inteligencia
del Instituto Galáctico fue linchado por una rabiosa multitud de físicos respetables qué
finalmente comprendieron que lo único que no toleraban realmente eran los sabihondos.
La cabina de control de Improbabilidad del Corazón de Oro era como la de una nave
absolutamente convencional, salvo que estaba enteramente limpia porque era nueva.
Todavía no se había quitado las fundas de plástico a algunos asientos de mando. La
cabina, blanca en su mayor parte, era apaisada y del tamaño de un restaurante
pequeño. En realidad no era enteramente oblonga: las dos largas paredes se desviaban
en una curva levemente paralela, y todos los ángulos y rincones de la cabina tenían una
forma rechoncha y provocativa. Lo cierto es que habría sido mucho más sencillo y
práctico construir la cabina como una estancia corriente, tridimensional y oblonga, pero
entonces los proyectistas se habrían sentido desgraciados. Tal como era, la cabina
tenía un aspecto atractivo y funcional, con amplias pantallas de vídeo colocadas sobre
los paneles de mando y dirección en la pared cóncava, y largas filas de cerebros
electrónicos empotrados en la pared convexa. Un robot se sentaba melancólico en un
rincón, con su lustrosa y reluciente cabeza de acero colgando flojamente entre sus
pulidas y brillantes rodillas. También era completamente nuevo, pero aunque estaba
magníficamente construido y bruñido, en cierto modo parecía como si las diversas
partes de su cuerpo más o menos humanoide no encajasen perfectamente. En realidad
ajustaban muy bien, pero algo sugería que podían haber encajado mejor.
Zaphod Beeblebrox se paseaba nerviosamente por la cabina, pasando la mano por los
aparatos relucientes y sonriendo con júbilo.
Trillian se inclinaba en su asiento sobre un amasijo de instrumentos, leyendo cifras. Su
voz llegaba a toda la nave a través del circuito Tannoy.
- Cinco contra uno y disminuyendo... decía -, cuatro contra uno y disminuyendo. -, tres a
uno. -, dos..., uno..., factor de probabilidad de uno a uno..., tenemos normalidad, repito:
tenemos normalidad. - Desconectó el micrófono, lo volvió a conectar con una leve
sonrisa y continuó: Todo aquello que no puedan resolver es, por consiguiente, asunto
suyo. Tranquilícense, por favor. Pronto enviaremos a buscarlos.
- ¿Quiénes son, Trillian? - dijo Zaphod con fastidio.
Trillian se volvió en su asiento giratorio y, mirándolo, se encogió de hombros.
- Sólo un par de tipos que, según parece, hemos recogido en el espacio exterior - dijo -.
Sección ZZ Plural Z. Alfa.
- Ya. Bueno, Trillian, ha sido una idea generosa, pero ¿crees realmente que ha sido
prudente en estas circunstancias? - se quejó Zaphod -. Me refiero a que estamos
huyendo y todo eso; en estos momentos debemos tener a media policía de la Galaxia
persiguiéndonos, y nos detenemos para recoger a unos autoestopistas. Muy bien, te
mereces diez puntos positivos por tu bondad, y varios millones de puntos negativos por
tu falta de prudencia, ¿de acuerdo?
Irritado, dio unos golpecitos en un panel de mando. Trillian movió la mano
discretamente antes de que golpeara algo importante. Por muchas cualidades que
pudiera encerrar el cerebro de Zaphod - arrojo, jactancia, orgullo -, era un inepto para la
mecánica y fácilmente podía mandar a la nave por los aires con un gesto desmedido.
Trillian había llegado a sospechar que la razón fundamental por la que había tenido una
vida tan agitada y próspera, era que jamás había comprendido verdaderamente el
significado de ninguno de sus actos.
- Zaphod - dijo pacientemente -, estaban flotando sin protección en el espacio exterior....
¿verdad que no desearías que hubiesen muerto?
- Pues ya sabes..., no. Así no, pero...
- ¿Así no? ¿Que no murieran así? ¿Pero...? - Trillian ladeó la cabeza.
- Bueno, quizá los hubieran recogido otros, después.
- Un segundo más tarde y habrían muerto.
- Ya, de manera que si te hubieras molestado en pensar un poco más, el problema
habría desaparecido.
- ¿Te habría gustado que los dejáramos morir?
- Pues ya sabes, no me habría gustado exactamente, pero...
- De todos modos - concluyó Trillian, volviendo a los mandos -, yo no los he recogido.
- ¿Qué quieres decir? ¿Quién lo ha hecho, entonces?
- La nave.
- ¿Qué?
- Los ha recogido la nave. Ella sola.
- ¿Cómo?
- Mientras estábamos con la Energía de la Improbabilidad.
- Pero eso es increíble.
- No, Zaphod; sólo muy, muy improbable.
- Ah, claro.
- Mira, Zaphod - le dijo Trillian, dándole palmaditas en el brazo -, no te preocupes por
los extraños. No creo que sean más que un simple par de muchachos. Enviaré al robot
para que los localice y les traiga aquí arriba. ¡Eh, Marvin!
En el rincón, la cabeza del robot se alzó bruscamente, bamboleándose de manera
imperceptible. Se puso en pie como si tuviera dos kilos y medio más de su peso normal,
y cruzó la estancia con lo que un observador neutral habría calificado de esfuerzo
heroico. Se detuvo delante de Trillian y pareció traspasarle el hombro izquierdo con la
mirada.
- Creo que deberías saber que me siento muy deprimido - dijo el robot. Su voz tenía un
tono sordo y desesperado.
- ¡Santo Dios! - murmuró Zaphod, desplomándose en un sillón.
- Bueno - dijo Trillian en tono animado y compasivo -, pues aquí tienes algo en qué
ocuparte para no pensar en esas cosas.
- No dará resultado - replicó Marvin con voz monótona -, tengo una inteligencia
excepcionalmente amplia.
- ¡Marvin! - le advirtió Trillian.
- De acuerdo - dijo Marvin -. ¿Qué quieres que haga?
- Baja al compartimento de entrada número dos y trae aquí, bajo vigilancia, a los dos
extraños.
Tras una pausa de un microsegundo y una micromodulación magníficamente calculada
de tono y timbre, algo que no podría considerarse insultante, Marvin logró transmitir su
absoluto desprecio y horror por todas las cosas humanas.
- ¿Sólo eso? - preguntó.
- Sí - contesto Trillian con firmeza.
- No me va a gustar - comentó Marvin.
Zaphod se levantó de un salto de su asiento.
- ¡Ella no te pide que te guste - gritó -, sino sólo que lo hagas! ¿Lo harás?
- De acuerdo - dijo Marvin con una voz semejante al tañido de una gran campana rajada
- Lo haré.
- Bien - replicó Zaphod -, estupendo..., gracias...
Marvin se volvió y levantó hacia él sus ojos encarnados, triangulares y planos.
- No os estaré decepcionando, ¿verdad? - preguntó en tono patético.
- No, Marvin, no - respondió alegremente Trillian -; está muy bien, de verdad...
- No me gustaría pensar que os estoy defraudando.
- No, no te preocupes por eso - respondió Trillian con el mismo tono ligero -; no tienes
más que actuar de manera natural y todo irá estupendamente.
- ¿Estás segura de que no te importa? - insistió Marvin.
- No, Marvin, no - aseguró Trillian con la misma cadencia -; está muy bien, de verdad....
no son más que cosas de la vida.
Hubo un destello en la mirada electrónica de Marvin.
- La vida - dijo -, no me hables de la vida.
Se volvió con aire de desesperación y salió como a rastras de la estancia. La puerta se
cerró tras él con un ruidito metálico y un murmullo de satisfacción.
- Me parece que no podré aguantar mucho más tiempo a ese robot, Zaphod - rezongó
Trillian.
La Enciclopedia Galáctica define a un robot como un aparato mecánico creado para
realizar el trabajo del hombre. El departamento comercial de la Compañía Cibernética
Sirius define a un robot como «Su amigo de plástico con quien le gustará estar».
La Guía del autoestopista galáctico define al departamento comercial de la Compañía
Cibernética Sirius como un «hatajo de pelmazos y estúpidos que serán los primeros en
ir al paredón cuando llegue la revolución»; hay una nota a pie de página al efecto, que
dice que los editores recibirán con agrado solicitudes de cualquiera que esté interesado
en ocupar el puesto de corresponsal en robótica.
Curiosamente, hay una edición de la Enciclopedia Galáctica que tuvo la buena fortuna
de caer en la urdimbre del tiempo a mil años en el futuro, y que define al departamento
comercial de la Compañía Cibernética Sirius como «un hatajo de pelmazos estúpidos
que fueron los primeros en ir al paredón cuando llegó la revolución».
El cubículo de color rosa había dejado de existir y los monos habían pasado a otra
dimensión mejor. Ford y Arthur se encontraban en la zona de embarque de la nave. Era
muy elegante.
- Me parece que esta nave es completamente nueva - dijo Ford.
- ¿Cómo lo sabes? - le preguntó Arthur -. ¿Tienes algún extraño aparato para medir la
edad del metal?
- No, me acabo de encontrar este folleto de venta en el suelo. Dice esas cosas de que
«el Universo puede ser suyo». ¡Ah! Mira, tenía razón.
Ford señaló una página y se la enseñó a Arthur.
- Dice: «Nuevo y sensacional descubrimiento en Física de la Improbabilidad. En cuanto
la energía de la nave alcance la Improbabilidad Infinita, pasará por todos los puntos del
Universo. Sea la envidia de los demás gobiernos importantes.» ¡Vaya!, es algo a gran
escala.
Ford leyó apasionadamente las especificaciones técnicas de la nave, jadeando de
asombro de cuando en cuando ante lo que leía: era evidente que la astrotecnología
galáctico había hecho grandes adelantos durante sus años de exilio.
Arthur escuchó durante un rato, pero como era incapaz de entender la mayor parte de
las palabras de Ford, empezó a dejar vagar la imaginación mientras pasaba los dedos
por el borde de una fila de incomprensibles cerebros electrónicos; alargó la mano y
pulsó un atractivo botón, ancho y rojo, de un panel que tenía cerca. El panel se iluminó
con las palabras: Por favor, no vuelva a pulsar este botón. Se estremeció.
- Escucha - le dijo Ford, que continuaba enfrascado en el folleto comercial -, dan mucha
importancia a la cibernética de la nave. Una nueva generación de robots y cerebros
electrónicos de la Compañía Cibernética Sirius, con la nueva característica APP.
- ¿Característica APP? - repitió Arthur -. ¿Qué es eso?
- Eso significa Auténticas Personalidades Populares.
- ¡Ah! - comentó Arthur -. Suena horriblemente mal.
- En efecto - dijo una voz a sus espaldas.
La voz tenía un tono bajo y desesperado, y venía acompañada de un ruido metálico.
Se volvieron y vieron encogido en el umbral a un execrable hombre de acero.
- ¿Qué? dijeron ellos dos.
- Horrible - prosiguió Marvin -, absolutamente. Horrible del todo. Ni siquiera lo
mencionéis. Mirad esta puerta - dijo al cruzarla. Los circuitos de ironía se incorporaron
al modulador de su voz mientras imitaba el estilo del folleto comercial -. Todas las
puertas de la nave poseen un carácter alegre y risueño. Tienen el gusto de abrirse para
ustedes, y se sienten satisfechas al volver a cerrarse con la conciencia del trabajo bien
hecho.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, comprobaron que efectivamente hizo un ruido
parecido a un suspiro de satisfacción.
- ¡Aahbmmmmmmmmmyammmmmmmmah! - dijo la puerta.
Marvin la miró con odio frío mientras sus circuitos lógicos parloteaban disgustados y
consideraban la idea de ejercer la violencia física contra ella. Otros circuitos terciaron
diciendo: ¿para qué molestarse? ¿Qué sentido tiene? No merece la pena interesarse
por nada. Otros circuitos se divertían analizando los componentes moleculares de la
puerta y de las células cerebrales del humanoide. Insistieron un poco midiendo el nivel
de las emanaciones de hidrógeno en el parsec cúbico de espacio circundante, y luego
se desconectaron aburridos. Una punzada de desesperación sacudió el cuerpo del
robot mientras se daba la vuelta.
- Vamos - dijo con voz monótona -. Me han ordenado que os lleve al puente. Aquí me
tenéis, con el cerebro del tamaño de un planeta y me piden que os lleve al puente.
¿Llamaríais a eso un trabajo satisfactorio? Pues yo no.
Se volvió y cruzó de nuevo la odiada puerta.
- Hmm..., disculpa - dijo Ford, siguiéndolo -. ¿A qué gobierno pertenece esta nave?
Marvin no le hizo caso.
- Mirad esa puerta - masculló -; está a punto de volver a abrirse. Lo sé por el intolerable
aire de satisfacción vanidosa que genera de repente.
Con un pequeño gemido para atraerse su simpatía, la puerta volvió a abrirse y Marvin la
cruzó con pasos pesados.
- Vamos - ordenó.
Los otros lo siguieron rápidamente y la puerta volvió a cerrarse con pequeños ruiditos
metálicos y zumbidos de contento.
- Hay que dar las gracias al departamento comercial de la Compañía Cibernética Sirius
- dijo Marvin, echando a andar, desolado, por el resplandeciente pasillo curvo que se
extendía ante ellos -. Vamos a construir robots con Auténticas Personalidades
Populares, dijeron. Así que lo probaron conmigo. Soy un prototipo de personalidad.
¿Verdad que podríais asegurarlo?
Ford y Arthur musitaron confusas negativas.
- Odio esa puerta - continuó Marvin -. No os estaré deprimiendo, ¿verdad?
- ¿Qué gobierno...? - empezó a decir Ford otra vez.
- No pertenece a ningún gobierno - le replicó el robot -; la han robado.
- ¿Robado?
- ¿Robado? - repitió Arthur. - ¿Quién la ha robado?
- Zaphod Beeblebrox.
Algo extraordinario le ocurrió a Ford en la cara. Al menos cinco expresiones singulares
y distintas de pasmo y sorpresa se le acumularon en confusa mezcolanza. Su pierna
izquierda, que se encontraba en el aire, pareció tener dificultades para volver a bajar al
suelo. Miró fijamente al robot y trató de contraer ciertos músculos escrotales.
- ¡Zaphod Beeblebrox...! - exclamó débilmente.
- Lo siento, ¿he dicho algo inconveniente? - dijo Marvin, que prosiguió su lento avance
con indiferencia -. Perdonad que respire, cosa que de todos modos jamás hago, así que
no sé por qué me molesto en decirlo. ¡Oh, Dios mío, qué deprimido estoy! Ahí tenemos
otra de esas puertas satisfechas de sí mismas. ¡La vida! Que no me hablen de la vida.
- Nadie la ha mencionado siquiera - murmuró Arthur, molesto -. ¿Te encuentras bien,
Ford?
Ford lo miró con fijeza y dijo:
- ¿Ese robot ha dicho Zaphod Beeblebrox?

Un estrépito de música gunk inundó la cabina del Corazón de Oro mientras Zaphod
buscaba en la radio subeta noticias de sí mismo. El aparato era bastante difícil de
utilizar. Durante años, las radios se habían manejado apretando botones y girando el
selector de sintonización; más tarde, cuando la tecnología se refinó, los mandos se
hicieron sensibles al contacto: sólo había que rozarlos con los dedos; ahora, todo lo que
había que hacer era mover la mano en torno a su estructura y esperar confiado. Desde
luego, evitaba un montón de esfuerzo muscular, pero era molesto porque le obligaba a
uno a quedarse quieto en su asiento si es que quería seguir escuchando el mismo
programa.
Zaphod movió una mano y el aparato volvió a cambiar de emisora. Más música
asquerosa, pero esta vez servía de fondo a un noticiario. Las noticias estaban muy
recortadas para que encajaran con el ritmo de la melodía.
-...escucha usted un noticiario en la onda subeta, que emite para toda la Galaxia
durante las veinticuatro horas - graznó una voz -, y dedicamos un gran saludo a todas
las formas de vida inteligente..., y a todos los que andéis por ahí, el secreto está en
salvar las dificultades todos juntos, muchachos. Y, desde luego, la gran noticia de esta
noche es el sensacional robo de la nave prototipo de la Energía de la Improbabilidad,
por obra nada menos que del Presidente Galáctico Zaphod Beeblebrox. Y la pregunta
que se hace todo el mundo es... ¿Ha perdido finalmente la cabeza el Gran Z?
Beeblebrox, el hombre que inventó el detonador gargárico pangaláctico, ex estafador,
descrito en una ocasión por Excéntrica Galtumbits como el mejor zambombazo después
de la Gran Explosión, y recientemente elegido por séptima vez como el Peor Vestido
Ser Consciente del Universo Conocido..., ¿tiene una respuesta esta vez? Hemos
preguntado a su especialista cerebral particular, Gag Halfrunt... - por un momento, la
música se arremolinó y decayó. Se escuchó otra voz, presumiblemente la de Halfrunt,
que dijo -: Puez Zaphod ez precizamente eze tipo, ¿zabe uzted? - pero no continuó
porque un lápiz eléctrico voló por la cabina y pasó por el espacio aéreo del mecanismo
de conexión de la radio.
Zaphod se volvió y lanzó una mirada feroz a Trillian, que había arrojado el lápiz.
- ¡Oye! - le dijo -. ¿Por qué has hecho eso?
Trillian daba golpecitos en una pantalla llena de cifras.
- Se me acaba de ocurrir algo dijo ella.
- ¡Ah, sí! ¿Y merece la pena interrumpir un boletín de noticias donde hablan de mí?
- Ya has oído bastantes cosas sobre tí mismo.
- Soy muy inseguro. Ya lo sabemos.
- ¿Podemos dejar a un lado tu vanidad por un momento? Esto es importante.
- Si hay algo más importante por ahí que mi vanidad, quiero atraparlo ahora mismo y
pegarle un tiro.
Zaphod volvió a lanzar una mirada fulminante a Trillian y luego se echó a reír.
- Escucha - le dijo ella -, hemos recogido a ese par de tipos...
- ¿Qué par de tipos?
- El par de tipos que hemos recogido.
- ¡Ah, sí! - dijo Zaphod -. El par de tipos que hemos recogido.
- Los recogimos en el sector ZZ Plural Z Alfa.
- ¿Sí? - dijo Zaphod, parpadeando.
- ¿Significa eso algo para ti? - le preguntó Trillian con voz queda.
- Mmmm - contesto Zaphod -, ZZ Plural Alfa. ¿ZZ Plural Alfa?
- ¿Y bien? - insistió Trillian.
- Pues... - dijo Zaphod -, ¿qué significa la Z?
- ¿Cuál de ellas?
- Cualquiera.
Una de las mayores dificultades que Trillian experimentaba en sus relaciones con
Zaphod consistía en saber cuándo fingía ser estúpido para pillar desprevenida a la
gente, cuándo pretendía serlo porque no quería molestarse en pensar y deseaba que
otro lo hiciera por él, cuándo simulaba ser atrozmente estúpido para ocultar el hecho de
que en realidad no entendía lo que pasaba, y cuándo era verdadera y auténticamente
estúpido. Tenía fama de ser asombrosamente inteligente, y estaba claro que lo era;
pero no siempre, lo que evidentemente le preocupaba, y por eso fingía. Prefería
confundir a la gente a que le despreciaran. Para Trillian eso era lo más estúpido, pero
ya no se molestaba en discutirlo.
Suspiró y puso un mapa estelar en la pantalla para facilitarle las cosas, cualesquiera
que fuesen las razones de Zaphod para abordarlas de aquella manera.
- Mira - señaló -, justo aquí.
- ¡Ah... sí! - exclamó Zaphod.
- ¿Y bien? - repitió Trillian.
- ¿Y bien, qué?
Parte del cerebro de Trillian gritó a otras partes de su cerebro.
Con mucha calma, dijo:
- Es el mismo sector en el que tú me recogiste.
Zaphod la miró y luego volvió la vista a la pantalla.
- Ah, sí - dijo -. Eso sí que es raro. Deberíamos haber atravesado directamente la
Nebulosa Cabeza de Caballo. ¿Cómo llegamos ahí? Porque eso no es ningún sitio.
Trillian pasó por alto la última frase.
- Energía de Improbabilidad - dijo pacientemente -. Tú mismo me lo has explicado.
Pasamos por todos los puntos del Universo, ya lo sabes.
- Sí, pero es una coincidencia extraña, ¿no?
- Sí.
- ¿Recoger a alguien en ese punto? ¿Entre todo el Universo para escoger? Es
demasiado... Quiero averiguarlo. ¡Ordenador!
El ordenador de a bordo de la Compañía Cibernética Sirius, que controlaba y penetraba
en todas las partículas de la nave, conectó los circuitos de comunicación.
- ¡Hola, tú! - dijo animadamente al tiempo que vomitaba una cinta diminuta de
teleimpresor para dejar constancia.
- ¡Hola, tú! - dijo la cinta de teleimpresor.
- ¡Santo Dios! - exclamó Zaphod. No había trabajado mucho tiempo con aquel
ordenador, pero había llegado a odiarlo.
El ordenador prosiguió, descarado y alegre, como si estuviera vendiendo detergente.
- Quiero que sepas que estoy aquí para resolver cualquier problema que tengas.
- Sí, sí - dijo Zaphod -. Mira, creo que sólo usaré un trozo de papel.
- Pues claro - dijo el ordenador al tiempo que tiraba el mensaje a la papelera -, entiendo.
Si alguna vez quieres...
- ¡Cierra el pico! - gritó Zaphod y, cogiendo un lápiz, se sentó junto a Trillian en la
consola.
- Muy bien, muy bien... - dijo el ordenador en tono dolido mientras desconectaba el
canal de fonación.
Zaphod y Trillian se inclinaron sobre las cifras que el analizador del vuelo de
Improbabilidad hacía destellar silenciosamente frente a ellos.
- ¿No podemos averiguar - preguntó Zaphod - cuál es, desde su punto de vista, la
Improbabilidad de su rescate?
- Sí, es una constante - dijo Trillian -: dos elevado a doscientos setenta y seis mil
setecientos nueve contra uno.
- Es alto. Son dos tipos con mucha suerte.
- Sí.
- Pero en relación con lo que hacíamos nosotros cuando la nave los recogió...
Trillian registró las cifras. Indicaban dos elevado a infinito menos uno contra uno un
número irracional que sólo tiene un significado convencional en Física de la
Improbabilidad).
- Es muy bajo - prosiguió Zaphod, emitiendo un leve silbido.
- Sí - convino Trillian, lanzando a Zaphod una mirada irónica.
- Es una enorme cantidad de Improbabilidad a tomar en cuenta. El balance general
debe indicar algo muy improbable, si se suma todo.
Zaphod garabateó unas sumas, las tachó y tiró el lápiz.
- Necesito ayuda, no me sale.
- ¿Entonces?
Zaphod entrechocó sus dos cabezas furiosamente y rechinó los dientes.
- De acuerdo - dijo -. ¡Ordenador!
Los circuitos de la voz volvieron a conectarse.
- ¡Vaya, hola! dijeron las cintas de teleimpresor -. Lo único que quiero es hacer que tu
jornada sea más amable, más amable y más amable...
- Sí, bueno, cierra el pico y averíguame algo.
- Pues claro - parloteó el ordenador -, quieres una previsión de probabilidades basada
en...
- Datos de improbabilidad, sí.
- Muy bien - continuó el ordenador -, es una idea un tanto interesante. ¿Te das cuenta
de que la vida de la mayoría de la gente está regida por números de teléfono?
Una expresión de sufrimiento se implantó en una de las caras de Zaphod y luego en la
otra.
- ¿Te has quedado bobo? - preguntó.
- No, pero tú sí te quedarás cuando te diga que...
Trillian se quedó sin aliento. Manipuló los botones de la pantalla del vuelo de
Improbabilidad.
- ¿Número de teléfono? - dijo -. ¿Ha dicho esa cosa número de teléfono?
Destellaron números en la pantalla.
El ordenador había hecho una educada pausa, pero ahora prosiguió:
- Lo que iba a decir es que...
- No te molestes, por favor - dijo Trillian.
- Oye, pero ¿qué es esto? - preguntó Zaphod.
- No lo sé - respondió Trillian -, pero esos dos extraños... vienen de camino al puente
con ese detestable robot. ¿Los vemos por un monitor de imagen?

Marvin caminaba pesadamente por el pasillo, sin dejar de lamentarse.
-... y luego, claro, tengo este horrible dolor en todos los diodos del lado izquierdo...
- ¡No! - repuso Arthur en tono tétrico, caminando a su lado -. ¿De veras?
- Sí, de veras - prosiguió Marvin -. He pedido que me los cambien, pero nadie me hace
caso.
- Me lo figuro.
Ford emitía vagos silbidos y canturreas, sin dejar de repetirse a sí mismo:
- Vaya, vaya, vaya, Zaphod Beeblebrox...
Marvin se detuvo de pronto y alzó una mano.
- Ya sabes lo que ha pasado, ¿verdad?
- No, ¿qué? - dijo Arthur, que no quería saberlo.
- Hemos llegado a otra puerta de ésas.
A un costado del pasillo había una puerta corredera. Marvin la miró con recelo.
- Bueno - dijo Ford, impaciente -, ¿pasamos?
- ¿Pasamos? - le imitó Marvin -. Sí, esta es la entrada al puente. Me han ordenado que
os lleve allí. No me extrañaría que fuese la exigencia más elevada que puedan hacer en
cuanto a capacidad intelectual.
Lentamente, con enorme desprecio, cruzó el umbral como un cazador que se acercara
cautelosamente a su presa. La puerta se abrió de pronto.
- Gracias - dijo ésta -, por hacer muy feliz a una sencilla puerta.
En lo más profundo del tórax de Marvin rechinaron algunos mecanismos.
- Es curioso - entonó lúgubremente -; cuando crees que la vida no puede ser más dura,
empeora de repente.
Se agachó para pasar y dejó a Ford y a Arthur mirándose el uno al otro y encogiéndose
de hombros. Al otro lado de la puerta, volvieron a oír la voz de Marvin.
- Supongo que querréis ver ahora a los extraños - dijo -. ¿Queréis que me siente en un
rincón y me oxide, o sólo que me caiga en pedazos aquí mismo?
- Sí, pero tráelos, ¿quieres, Marvin? - dijo otra voz. Arthur miró a Ford y se sorprendió al
verle reír.
- ¿Qué...?
- Chsss - dijo Ford -, vamos adentro.
Cruzó el umbral y entró en el puente.
Arthur lo siguió nervioso, y se sorprendió al ver a un hombre reclinado en un sillón con
los pies sobre una consola de mandos y hurgándose los dientes de la cabeza derecha
con la mano izquierda. La cabeza derecha parecía enteramente enfrascada en la tarea,
pero la izquierda sonreía con una mueca amplia, tranquila e indiferente. La serie de
cosas que Arthur no podía creer que estaba viendo era grande. Se le aflojó la
mandíbula y se quedó con la boca abierta durante un rato.
Aquel hombre extraño saludó a Ford con un gesto perezoso y, con una sorprendente
afectación de indiferencia, dijo:
- ¿Qué hay, Ford, cómo estás? Me alegro de que pudieras colarte.
A Ford no iban a ganarle en aplomo.
  

- Me alegro de verte, Zaphod - dijo, arrastrando las palabras -. Tienes buen aspecto, y
el brazo extra te sienta bien. Has robado una bonita nave.
Arthur lo miraba con los ojos en blanco.
- ¿Es que conoces a ese tipo? - le preguntó aturdido, señalando a Zaphod.
- ¡Que si lo conozco! - exclamó Ford -. Es...
Hizo una pausa y decidió hacer las presentaciones al revés.
- ¡Ah, Zaphod!, éste es un amigo mío, Arthur Dent. Lo salvé cuando su planeta saltó por
los aires.
- Muy bien - dijo Zaphod -. ¿Qué hay, Arthur? Me alegro de que te salvaras.
Su cabeza derecha se volvió con indiferencia, dijo «¿Qué hay?», y siguió con la tarea
de que le limpiaran los dientes.
- Arthur - continuó Ford -, éste es un medio Primo mío, Zaphod Bee...
- Nos conocemos - dijo Arthur en tono brusco.
Cuando uno va por la carretera por el carril de la izquierda y pasa perezosamente a
unos cuantos coches veloces sintiéndose muy contento consigo mismo, y entonces, por
accidente, cambia uno de cuarta a primera en vez de a tercera, haciendo que el motor
salte por la capota armando un lío bastante desagradable, se suele perder la serenidad
casi de la misma manera en que Ford Prefect la perdió al oír semejante afirmación.
- Hmmm.... ¿qué? - dijo.
- He dicho que nos conocemos.
Zaphod sufrió una brusca sacudida de sorpresa y se pinchó una encía.
- Oye..., hmmm, ¿nos conocemos? Oye.... hmmm...
Ford miró a Arthur con un destello de ira en los ojos. Ahora que sentía terreno familiar
bajo sus plantas, empezó a lamentar de pronto el haber cargado con aquel primitivo
ignorante que sabía tanto de los asuntos de la Galaxia como un mosquito de Ilford de la
vida en Pekín.
- ¿Qué quieres decir con que os conocéis? - inquirió -. Este es Zaphod Beeblebrox, de
Betelgeuse Cinco, ¿te enteras? y no un imbécil Martin Smith, de Croydon.
- Me trae sin cuidado - dijo Arthur en tono frío. - Nos conocemos, ¿verdad Zaphod
Beeblebrox?, ¿o debería decir... Phil?
- ¡Cómo! - gritó Ford.
- Tendrás que recordármelo - dijo Zaphod -. Tengo una horrible memoria para las
especies.
- Fue en una fiesta - prosiguió Arthur.
- ¿Sí?, pues lo dudo - repuso Zaphod.
- ¡Déjalo ya, Arthur! - le ordenó Ford. Pero Arthur no se desanimó.
- En una fiesta, hace seis meses. En la Tierra..., Inglaterra... Zaphod meneé la cabeza,
sonriendo con los labios apretados.
- En Londres - continuó Arthur -, en Islington.
- ¡Ah! - dijo Zaphod, sintiéndose culpable y dando un respingo - esa fiesta.
Aquello no le sonaba nada bien a Ford. Miró una y otra vez a Arthur y a Zaphod.
- ¿Cómo? - le dijo a Zaphod -. ¿No querrás decir que has estado en ese desgraciado
planetilla, igual que yo?
- No, claro que no - replicó animadamente Zaphod -. Quizá me haya dejado caer
brevemente por allí, ya sabes, de camino a alguna parte...
- ¡Pero yo me quedé quince años atascado allí!
- Pues te aseguro que yo no lo sabía.
- Pero ¿qué fuiste a hacer allí?
- A dar una vuelta, ya sabes.
- Se coló en una fiesta - dijo Arthur, temblando de ira -, en una fiesta de disfraces...
- Eso tenía que ser, ¿verdad? - apuntó Ford.
- En esa fiesta - insistió Arthur - había una chica..., pero bueno, eso ya no tiene
importancia. De cualquier modo, todo se ha esfumado...
- Me gustaría que dejaras de lamentarte por ese condenado planeta - dijo Ford
- ¿Quién era esa chica?
- Pues una chica. Está bien, de acuerdo, no me fue muy bien con ella. Estuve
intentándolo toda la tarde. ¡Es que era algo serio! Guapa, encantadora, de una
inteligencia apabullante...; al fin conseguí acapararla un poco y le estaba dando
conversación cuando apareció este amigo tuyo diciendo: Hola, encanto, ¿te está
aburriendo este tipo? Entonces, ¿por qué no hablas conmigo? Soy de otro planeta. No
volví a verla más.
- ¡Zaphod! - exclamó Ford.
- Sí - dijo Arthur, lanzándole una mirada iracunda y tratando de no sentirse ridículo -.
Sólo tenía dos brazos y una cabeza, y se hacía llamar Phil, pero...
- Pero debes admitir que realmente era de otro planeta - dijo Trillian, dejándose ver al
otro extremo del puente.
Dedicó a Arthur una agradable sonrisa que le cayó como una tonelada de ladrillos, y
luego volvió a atender a los mandos de la nave.
Hubo unos segundos de silencio, y luego, del confuso revoltijo que había en la mente
de Arthur, salieron unas palabras.
- ¡Tricia McMillan! - dijo -. ¿Qué estás haciendo aquí?
- Lo mismo que tú - respondió ella -. Me han recogido. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa
podía hacer con una licenciatura en Matemáticas y otra en Astrofísica? Era esto, o
volver los lunes a la cola del subsidio de paro.
- Infinito menos uno - parloteó el ordenador -, terminada la suma de Improbabilidad.
Zaphod lo miró; luego dirigió la vista a Ford, a Arthur y, finalmente, a Trillian.
- Trillian - dijo -, ¿va a ocurrir esta clase de cosas siempre que empleemos la Energía
de Improbabilidad?
- Me temo que es muy probable - respondió ella.
El Corazón de Oro prosiguió su viaje silencioso por la noche espacial, ahora con una
energía convencional de fotones. Sus cuatro tripulantes se sentían incómodos sabiendo
que no estaban reunidos por su propia voluntad ni por simple coincidencia, sino por una
curiosa perversión de la física, como si las relaciones entre la gente estuvieran sujetas a
las mismas leyes que regían la relación entre átomos y moléculas.
Cuando cayó la noche artificial de la nave, se sintieron contentos de retirarse a sus
cabinas para tratar de ordenar sus ideas.
Trillian no podía dormir. Se sentó en un sofá y contempló una jaula pequeña que
contenía sus únicos y últimos vínculos con la Tierra: dos ratones blancos que llevó
consigo tras lograr el permiso de Zaphod. Esperaba no volver a ver más el planeta, pero
se sintió inquieta al conocer las noticias de su destrucción. Le parecía remoto e irreal, y
no hallaba medio de recordarlo. Observó a los ratones corriendo por la jaula y pisando
furiosamente los pequeños peldaños de su rueda de plástico, hasta que ocuparon toda
su atención. De pronto se estremeció y volvió al puente, a vigilar las lucecitas y cifras
centelleantes que marcaban el avance de la nave a través del vacío. Tuvo deseos de
saber qué era lo que estaba tratando de no pensar.
Zaphod no podía dormir. El también deseaba saber qué era lo que él mismo no se
permitía pensar. Hasta donde podía recordar, tenía una vaga e insistente sensación de
no encontrarse allí. Durante la mayor parte del tiempo fue capaz de dejar a un lado
semejante idea y no preocuparse por ella, pero había vuelto a surgir por la súbita e
inexplicable llegada de Ford Prefect y Arthur Dent. En cierto modo, aquello parecía
obedecer a un plan que no comprendía.
Ford no podía dormir. Estaba demasiado entusiasmado por encontrarse nuevamente en
marcha. Habían terminado quince años de práctica reclusión, justo cuando estaba
empezando a abandonar toda esperanza. Merodear con Zaphod durante una
temporada prometía ser muy divertido, aunque había algo un tanto raro en su medio
primo que no podía determinar. El hecho de haberse convertido en Presidente de la
Galaxia era francamente sorprendente, igual que la forma de dejar el cargo. ¿Obedecía
aquello a algún motivo? Era inútil preguntárselo a Zaphod, pues él nunca parecía tener
una razón para ninguno de sus actos: había convertido lo insondable en una forma
artística. Abordaba todas las cosas de la vida con una mezcla de genio extraordinario y
de ingenua incompetencia que con frecuencia resultaba difícil distinguir.
Arthur dormía: estaba tremendamente cansado.
Hubo un golpecito en la puerta de Zaphod. Se abrió.
- ¿Zaphod...?
- ¿Sí?
La figura de Trillian se destacó en el óvalo de luz.
- Creo que acabamos de encontrar lo que estabas buscando.
- ¿Ah, sí?
Ford abandonó todo propósito de dormir. En un rincón de su cabina había un pequeño
ordenador con pantalla y teclado. Se sentó ante él durante un rato con intención de
redactar un artículo nuevo para la Guía sobre el tema de los vogones, pero no se le
ocurrió nada bastante mordaz, así que desistió. Se envolvió en una túnica y se fue a dar
un paseo hasta el puente.
Al entrar, se sorprendió al ver dos figuras, que parecían entusiasmadas, inclinadas
sobre los instrumentos.
- ¿Lo ves? La nave está a punto de entrar en órbita - decía Trillian -. Ahí hay un planeta.
En las coordenadas exactas que tú habías previsto.
Zaphod oyó un ruido y alzó la vista.
- ¡Ford! - susurró -. Ven acá y echa un vistazo a esto.
Ford se acercó y miró. Era una serie de cifras que titilaban en la pantalla.
- ¿Reconoces esas coordenadas galácticas? - le preguntó Zaphod.
- No.
- Te daré una pista. ¡Ordenador!
- ¡Hola, pandilla! - saludó con entusiasmo el ordenador -. Se está animando la tertulia,
¿verdad?
- Cierra el pico - le ordenó Zaphod - y muéstranos las pantallas.
Se apagó la luz del puente. Puntos luminosos recorrieron las consolas y reflejaron
cuatro pares de ojos que miraban fijamente las pantallas del monitor exterior.
No se veía absolutamente nada en ellas. - ¿Lo reconoces? - susurró Zaphod. Ford
frunció el ceño.
- Pues no - dijo.
- ¿Qué ves?
- Nada.
- ¿Lo reconoces?
- Pero ¿de qué hablas?
- Estamos en la Nebulosa Cabeza de Caballo. Una vasta nube negra.
- ¿Y querías que lo reconociese en una pantalla en blanco? - El interior de una
nebulosa negra es el único sitio de la Galaxia donde puede verse una pantalla negra.
- Muy bueno.
Zaphod se echó a reír. Era evidente que estaba muy entusiasmado por algo, casi de
manera infantil.
- ¡Eh, esto pasa de castaño oscuro, es verdaderamente extraordinario!
- ¿Qué tiene de maravilloso el estar atascados en una nube de polvo? - preguntó Ford.
- ¿Qué te figuras que se puede encontrar aquí? - le insistió Zaphod.
- Nada.
- ¿Ni estrellas? ¿Ni planetas?
- No.
- ¡Ordenador! - gritó Zaphod -. Gira el ángulo de visión uno - ochenta grados y no digas
nada!
Durante un momento pareció que no pasaba nada, luego apareció un punto luminoso y
brillante al extremo de la enorme pantalla. La atravesó una estrella roja del tamaño de
una bandeja pequeña, seguida velozmente por otra: un sistema binario. Entonces, una
enorme luna creciente se dibujó en una esquina de la imagen: un resplandor rojo que se
iba fundiendo en negro, el lado del planeta donde era de noche.
- ¡Lo encontré! - gritó Zaphod, dando un puñetazo en la consola -. ¡Lo encontré!
Ford lo miró fijamente, asombrado.
- ¿El qué? - preguntó.
- Ese... - dijo Zaphod -, es el planeta más increíble que jamás existió.
Cita de la Guía del autoestopista galáctico, página , sección . Artículo:
Magrathea)
Hace mucho, entre la niebla de los tiempos pasados, durante los grandes y gloriosos
días del antiguo Imperio Galáctico, la vida era turbulenta, rica y ampliamente libre de
impuestos.
Naves poderosas trenzaban su camino entre soles exóticos, buscando aventuras y
recompensas por las partes más recónditas del espacio galáctico. En aquella época, los
espíritus eran valientes, los premios eran altos, los hombres eran hombres de verdad,
las mujeres eran mujeres de verdad, y las pequeñas criaturas peludas de Alfa Centauro
eran verdaderas pequeñas criaturas peludas de Alfa Centauro. Y todos se atrevían a
enfrentarse con terrores desconocidos, a realizar hazañas importantes, a dividir
audazmente infinitivos que nadie bahía dividido antes; y así fue como se forjó el Imperio.
Desde luego, muchos hombres se hicieron sumamente ricos, pero eso era algo natural
de lo que no había que avergonzarse, porque nadie era verdaderamente pobre, al
menos nadie que valiera la pena mencionar. Y para todos los mercaderes más ricos y
prósperos, la vida se hizo bastante aburrida y mezquina y empezaron a imaginar que,
en consecuencia, la culpa era de los mundos en que se habían establecido; ninguno de
ellos era plenamente satisfactorio: o el clima no era lo bastante adecuado en la última
parte de la tarde, o el día duraba media hora de más, o el mar tenía precisamente el
matiz rosa incorrecto.
Y así se crearon las condiciones para una nueva y asombrosa industria especializada:
la construcción por encargo de planetas de lujo. La sede de tal industria era el planeta
Magrathea, donde ingenieros hiperespaciales aspiraban materia por agujeros blancos
del espacio para convertirla en planetas soñados: planetas de oro, planetas de platino,
planetas de goma blanda con muchos terremotos; todos encantadoramente construidos
para que cumplieran con las normas exactas que los hombres más ricos de la Galaxia
Pero tanto éxito tuvo esa aventura, que Magrathea pronto llegó a ser el planeta más rico
de todos los tiempos y el resto de la Galaxia quedó reducido a la pobreza más abyecta.
Y así se quebró la organización social, se derrumbó el Imperio y un largo y lóbrego
silencio cayó sobre mil millones de mundos hambrientos, únicamente turbado por el
garabateo de las plumas de los eruditos mientras trabajaban hasta entrada la noche en
pulcros tratados sobre el valor de la planificación en la política económica.
Magrathea desapareció, y su recuerdo pronto pasó a la oscuridad de la leyenda.
En estos tiempos ilustrados, por supuesto que nadie cree una palabra de ello.
Arthur se despertó por el ruido de la discusión y se dirigió al puente. Ford estaba
agitando los brazos.
- Estás loco, Zaphod - decía -. Magrathea es un mito, un cuento de hadas, es lo que los
padres cuentan por la noche a sus hijos si quieren que sean economistas cuando
crezcan, es...
- Y en su órbita es donde estamos en estos momentos - insistió Zaphod.
- Escucha, no sé dónde estarás tú en órbita, personalmente, pero esta nave...
- ¡Ordenador! - gritó Zaphod. - ¡Oh, no!
- ¡Hola, chicos! Soy Eddie, vuestro ordenador de a bordo, me siento muy animado y sé
que me lo voy a pasar muy bien con cualquier programa que penséis encomendarme.
Arthur miró inquisitivamente a Trillian, que le hizo señas de que se acercara, pero que
permaneciera callado.
- Ordenador - dijo Zaphod -, vuelve a indicarnos nuestra trayectoria actual.
- Será un auténtico placer, compadre - farfulló. - En estos momentos nos encontramos
en órbita a una altitud de cuatrocientos cincuenta kilómetros en tomo al legendario
planeta Magrathea.
- Eso no demuestra nada - arguyó Ford -. No me fiaría de este ordenador ni para saber
lo que peso.
- Claro que podría decírtelo - dijo el ordenador, entusiasmado, marcando más cinta de
teleimpresor -. Incluso podría averiguar qué problemas de personalidad tienes hasta
diez puntos decimales, si eso te sirviera de algo.
- Zaphod - dijo Trillian, interrumpiendo al ordenador -, en cualquier momento pasaremos
a la parte de ese planeta en que es de día..., sea el que sea.
- Oye, ¿qué quieres decir con eso? El planeta está donde yo dije que estaría, ¿no es
así?
- Sí, sé que ahí hay un planeta. Yo no discuto cuál sea, sólo que no distinguiría a
Magrathea de cualquier otro pedazo de roca inerte. Está amaneciendo, si es que
necesitas luz.
- De acuerdo, de acuerdo - murmuró Zaphod -, que por lo menos se regocijen nuestros
ojos. ¡Ordenador!
- ¡Hola, chicos! ¿Qué puedo hacer...?
- Limítate a cerrar el pico y vuelve a darnos una panorámica del planeta.
Las pantallas se llenaron de nuevo con una masa informe y oscura: el planeta giraba
bajo ellos.
Durante un momento lo observaron en silencio, pero Zaphod estaba impaciente y
nervioso.
- Estamos cruzando el lado de la noche... - dijo con un murmullo.
El planeta seguía girando.
- Tenemos la superficie del planeta a cuatrocientos cincuenta Kilómetros debajo de
nosotros... - prosiguió Zaphod.
Trataba de crear la sensación de que se hallaban ante un acontecimiento, ante lo que él
creía que era un gran momento. ¡Magrathea! Estaba resentido por la reacción escéptica
de Ford. ¡Magrathea!
- Dentro de unos segundos - continuó, lo veremos... ¡Allí!
El acontecimiento se produjo por sí solo. Incluso el más avezado vagabundo de las
estrellas no podía menos que estremecerse ante la visión espectacular de una aurora
del espacio, pero una aurora binaria es una de las maravillas de la Galaxia.
Un súbito punto de luz cegadora atravesó la extrema oscuridad. Aumentó gradualmente
y se extendió de lado formando un aspa fina y creciente; al cabo de unos segundos se
vieron dos soles, dos hornos de luz que tostaron con fuego blanco la línea del horizonte.
Bajo ellos, fieras lanzas de color surcaron la fina atmósfera.
- ¡Los fuegos de la aurora! - jadeó Zaphod -. ¡Los soles gemelos de Soulianis y Rahm...!
- O cualquier otra cosa - apostilló Ford en voz baja.
- ¡Soulianis y Rahm! - insistió Zaphod.
Los soles resplandecieron en la bóveda del espacio y una música sorda y lúgubre flotó
por el puente: Marvin canturreaba irónicamente porque odiaba mucho a los humanos.
Ford sintió una emoción profunda al contemplar el espectáculo luminoso, pero no era
más que el entusiasmo de hallarse ante un planeta nuevo y extraño; le bastaba con
verlo tal cual era. Le molestaba un poco que Zaphod hubiera impuesto en la escena una
fantasía ridícula para sacarle partido. Todo eso de Magrathea eran camelos para niños.
¿Es que no bastaba ver la belleza de un jardín, sin tener que creer por ello que estaba
habitado por las hadas?
A Arthur le parecía incomprensible todo eso de Magrathea. Se acercó a Trillian y le
preguntó lo que pasaba.
- Yo sólo sé lo que me ha dicho Zaphod - susurró Trillian -. Al parecer, Magrathea
una especie de leyenda antigua en la que nadie cree verdaderamente. Es algo parecido
a la Atlántida de la Tierra, salvo que los magratheanos construían planetas.
Arthur miró a las pantallas y parpadeó con la sensación de que echaba de menos algo
importante. De pronto comprendió lo que era.
- ¿Hay té en esta nave? - preguntó.
Más partes del planeta se desplegaban a sus ojos a medida que el Corazón de Oro
proseguía su órbita. Los soles se elevaban ahora en el cielo negro, había acabado la
pirotecnia de la aurora y la superficie del planeta parecía yerma y ominosa a la ordinaria
luz del día; era gris, polvorienta y de contornos vagos. Parecía muerta y fría como una
cripta. De cuando en cuando surgían rasgos prometedores en el horizonte lejano:
barrancas, quizá montañas o incluso ciudades. Pero a medida que se aproximaban, las
líneas se suavizaban desvaneciéndose en el anonimato, y nada dejaban traslucir. La
superficie del planeta estaba empañada por el tiempo, por el leve movimiento del tenue
aire estancado que la había envuelto a lo largo de los siglos.
No cabía duda de que era viejísimo.
Un momento de incertidumbre asaltó a Ford mientras veía moverse bajo ellos el paisaje
gris. Le inquietaba la inmensidad del tiempo, podía sentirlo como una presencia.
Carraspeó.
- Bueno, y aun suponiendo que sea...
- Lo es - le interrumpió Zaphod.
-...que no lo es - prosiguió Ford -, ¿qué quieres hacer en él, de todos modos? Ahí no
hay nada.
- En la superficie, no - dijo Zaphod.
- Muy bien, supongamos que hay algo. Me figuro que no estarás aquí sólo por su
arqueología industrial. ¿Qué es lo que buscas?
Una de las cabezas de Zaphod miró a un lado. La otra giró en la misma dirección para
ver qué estaba mirando la primera, pero ésta no miraba nada en particular.
- Pues he venido en parte por curiosidad - dijo Zaphod en tono frívolo -, y en parte por
sed de aventuras, pero principalmente creo que por fama y dinero...
Ford le lanzó una mirada virulenta. Le daba la muy sólida impresión de que Zaphod no
tenía la más mínima idea de por qué había ido allí.
- ¿Sabes una cosa? - dijo Trillian, estremeciéndose -, no me gusta nada el aspecto del
planeta
- ¡Bah! No hagas caso - le aconsejó Zaphod -. Con toda la riqueza del antiguo Imperio
Galáctico escondida en alguna parte, puede permitirse esa apariencia desaliñada.
Tonterías, pensó Ford. Aun suponiendo que fuese la sede de alguna civilización antigua
ya convertida en polvo, y dando por sentadas una serie de cosas sumamente
improbables, era imposible que allí se guardasen grandes tesoros y riquezas en
cualquier forma que siguiera teniendo valor. Se encogió de hombros.
- Creo que es un planeta muerto - dijo.
En la actualidad, la fatiga y la tensión nerviosa constituyen serios problemas sociales en
todas las partes de la galaxia, y para que tal situación no se agrave es por lo que se
revelarán de antemano los hechos siguientes:
El planeta en cuestión es efectivamente el legendario Magrathea.
El mortífero ataque con proyectiles teledirigidos que iba a desencadenarse a
continuación por un antiguo dispositivo automático de defensa, se resolverá
simplemente en la ruptura de tres tazas de café y de una jaula de ratones, en ciertas
magulladuras de alguien en el antebrazo, en la intempestiva creación y súbito
fallecimiento de un tiesto de petunias y de una ballena inocente.
Con el fin de preservar cierta sensación de misterio, aún no se harán revelaciones
concernientes a la persona que sufrió magulladuras en el antebrazo. Este hecho puede
convertirse con toda seguridad en tema de suspense porque no tiene importancia
alguna.
Tras comenzar el día de manera bastante agitada, Arthur empezaba a reunir los
fragmentos en que había quedado reducida su mente tras las conmociones de la
jornada anterior. Encontró una máquina Nutrimática que le proveyó de una taza de
Plástico llena de un líquido que era casi, pero no del todo, enteramente diferente del té.
La manera en que funcionaba era muy interesante. Cuando se apretaba el botón de
«Bebida», la máquina hacía un reconocimiento rápido, pero muy detallado, de los
gustos del sujeto, para luego realizar un análisis espectroscópico de su metabolismo y
enviar tenues señales experimentales a las zonas neurálgicas de los centros del gusto
del cerebro con el fin de averiguar lo que era de su agrado. Sin embargo, nadie sabía
exactamente por qué lo hacía, porque de modo invariable siempre suministraba una
taza de líquido que era casi, pero no del todo, enteramente distinto del té. La
Nutrimática se proyectó y fabricó en la Compañía Cibernética Sirius, cuyo departamento
de reclamaciones ocupa en estos momentos todas las grandes áreas de tierra más
importantes del sistema estelar de Sirius Tau.
Arthur bebió el líquido y lo encontró tonificante. Volvió a mirar a las pantallas y vio pasar
otros centenares de kilómetros de yermos grises. De pronto se le ocurrió hacer una
pregunta que le estaba preocupando.
- ¿No hay peligro?
- Magrathea está muerto desde hace cinco millones de años - dijo Zaphod -. Claro que
no hay peligro. A estas alturas, incluso los fantasmas deben haber sentado la cabeza y
tendrán familia.
En ese momento, un sonido extraño e inexplicable retembló por el puente: un ruido de
fanfarria lejana, un rumor sordo, agudo, inmaterial. Precedió a una voz igualmente
sorda, aguda e inmaterial.
- Se os saluda... - dijo la voz. Les hablaba alguien del planeta muerto.
- ¡Ordenador! - gritó Zaphod.
- ¡Hola, chicos!
- ¿Qué fotón es ése?
- Pues no es más que una cinta de unos cinco millones de años que han puesto para
nosotros.
- ¿Cómo? ¿Una grabación?
- ¡Chsss! - dijo Ford -. Sigue hablando.
La voz era vieja, cortés, casi encantadora, pero tenía un inequívoco matiz de amenaza.
- Este es un aviso grabado dijo -, pues me temo que en este momento no existamos
ninguno de nosotros. El Consejo comercial de Magrathea os agradece vuestra estimada
visita...
- ¡Una voz del antiguo Magrathea! - gritó Zaphod.
- Muy bien, muy bien - dijo Ford.
-...pero lamentamos - prosiguió la voz - que el planeta esté temporalmente retirado de
los negocios. Gracias. Si tenéis la bondad de dejar vuestro nombre y la dirección de un
planeta donde se os pueda localizar, decidlo cuando oigáis la señal.
Siguió un breve zumbido; luego, silencio.
- Quieren librarse de nosotros - dijo nerviosamente Trillian -. ¿Qué hacemos?
- No es más que una grabación - dijo Zaphod -. Seguimos adelante. ¿Entendido,
ordenador?
- Entendido - contesto el ordenador, dando a la nave un empuje veloz.
Esperaron.
Al cabo de un segundo más o menos, volvieron a oír la fanfarria, y luego la voz.
- Nos complace comunicaras que tan pronto como reanudemos el trabajo,
anunciaremos en todas las revistas de moda y suplementos en color cuándo podrán
nuestros clientes volver a elegir entre todo lo mejor de nuestra geografía
contemporánea. - La amenaza que había en la voz adoptó un matiz más cortante -.
Entretanto, agradecemos a nuestros clientes su amable interés, pidiéndoles que se
marchen. Ahora mismo.
Arthur volvió la cabeza para mirar las caras nerviosas de sus compañeros.
- Bueno, entonces creo que será mejor que nos vayamos, ¿no?
- ¡Chsss! - dijo Zaphod -. No hay absolutamente nada que temer.
- Entonces, ¿por qué está todo el mundo tan nervioso?
- ¡Sólo están interesados! - gritó Zaphod -. ¡Ordenador!, inicia un descenso en la
atmósfera y prepárate para aterrizar.
Esta vez, la fanfarria era bastante rutinaria y la voz claramente fría.
- Resulta muy grato - dijo - que vuestro entusiasmo por nuestro planeta permanezca

intacto, por lo que nos gustaría comunicaros que los proyectiles teledirigidos que en
estos momentos apuntan a vuestra nave forman parte de un servicio especial que
aplicamos a nuestros clientes más entusiastas, y que las olivas nucleares de que todos
están provistos no son, por supuesto, más que un detalle de cortesía. Esperamos que
sigáis siendo nuestros clientes en las vidas futuras... Gracias.
La voz se interrumpió bruscamente.
- ¡Oh! - dijo Trillian.
- Hmm - dijo Arthur.
- ¿Y bien? - dijo Ford.
- Pero ¿es que no os entra en la cabeza? - dijo Zaphod -. No es más que un mensaje
grabado. De hace millones de años. A nosotros no nos concierne, ¿entendido?
- ¿Qué me dices de los proyectiles teledirigidos? - preguntó tranquilamente Trillian.
- ¿Proyectiles? No me hagas reír.
Ford dio un golpecito a Zaphod en el hombro y señaló a la pantalla trasera. Detrás de
ellos, en la lejanía, dos dardos plateados ascendían por la atmósfera hacia la nave. Una
rápida ampliación de imagen los enfocó claramente: dos cohetes macizos y auténticos
que surcaban el cielo como un trueno. La rapidez de su aparición era pasmosa.
- Me parece que van a hacer lo posible para que nos concierna - dijo Ford.
Zaphod los miraba fijamente, asombrado.
- ¡Oye, esto es tremendo! - exclamó!. ¡Ahí abajo hay alguien que quiere matarnos!
- Tremendo - repitió Arthur.
- Pero ¿no comprendes lo que eso significa?
- Sí. Vamos a morir.
- Sí, pero aparte de eso.
- ¿Aparte de qué?
- ¡Significa que debemos haber encontrado algo!
- ¿Y cuándo podemos dejarlo?
Segundo a segundo, la imagen de los proyectiles crecía en la pantalla. Ya habían virado
y se dirigían en línea recta a su objetivo, de manera que lo único que ahora veían de
ellos eran las ojivas nucleares, con la cabeza por delante.
- Tengo curiosidad - dijo Trillian -, por saber qué vamos a hacer.
- Mantenernos tranquilos - le contestó Zaphod.
- ¿Eso es todo? - gritó Arthur.
- No, también vamos a... hmm..., ¡a realizar una operación evasiva! - dijo Zaphod con un
repentino acceso de pánico -. ¡Ordenador! ¿Qué operación evasiva podemos realizar?
- Hmm, me temo que ninguna, muchachos - dijo el ordenador.
-...o algo así..., hmm... - dijo Zaphod.
- Parece que hay algo que entorpece mis circuitos de dirección - explicó animadamente
el ordenador. Recibiremos el impacto a menos cuarenta y cinco segundos. Por favor,
llamadme Eddie, si eso os ayuda a tranquilizaras.
Zaphod trató de correr en varias direcciones igualmente decisivas al mismo tiempo.
- ¡Muy bien! - dijo. - Hmm..., tenemos que hacernos con el control manual de la nave.
- ¿Sabes manejarla? - le preguntó Ford en tono agradable.
- No, ¿Y tú?
- No.
- ¿Sabes tú, Trillian?
- No.
- Estupendo - dijo Zaphod, tranquilizándose. Lo haremos juntos.
- Yo tampoco sé - dijo Arthur, que pensaba que ya era hora de afirmarse.
- Me lo figuraba - dijo Zaphod -. Muy bien; ordenador, quiero pleno control manual de la
nave.
- Ya lo tienes - dijo el ordenador.
Se abrieron unos anchos pupitres llenos de paneles y de ellos surgieron filas de
consolas de mando, lanzando sobre los tripulantes una lluvia de trozos de la envoltura
de poliestireno dilatado y bolas de celofán arrugado: los controles nunca se habían
utilizado antes.
Zaphod los miró con ojos frenéticos.
- Muy bien, Ford - dijo -, dale todo hacia atrás y diez grados a estribor. O algo así...
- Buena suerte chicos - gorjeó el ordenador, impacto a menos treinta segundos...
Ford se precipitó de un salto ante los controles; sólo unos cuantos le decían algo, así
que los manipuló. La nave se estremeció y crujió mientras sus cohetes de propulsión a
chorro intentaban ir en todas direcciones al mismo tiempo. Soltó la mitad y la nave viró
en un estrecho arco volviendo por donde había venido, directamente hacia los
proyectiles que se acercaban.
Balones de aire almohadillaron las paredes en el preciso instante en que todos se
vieron arrojados contra ellas. Durante unos segundos, la fuerza de la inercia los aplastó,
dejándolos jadeantes, incapaces de moverse. Zaphod luchó por liberarse con furiosa
desesperación, y finalmente logró asestar una patada brutal a una palanca pequeña
que formaba parte del circuito de dirección.
La palanca se rompió. La nave giró bruscamente y salió disparada hacia arriba. Los
tripulantes se desperdigaron violentamente por la cabina. El ejemplar de Ford de la
Guía del autoestopista galáctico chocó contra otra sección de la consola de mandos,
con el doble resultado de que la guía empezó a explicar a cualquiera que quisiese oírla
la mejor forma de sacar de Antares glándulas de periquitos antereanos de contrabando
una glándula de periquito ensartada en un palillo es una exquisitez escandalosa pero
muy solicitada después de un cóctel, y con frecuencia las adquieren por fuertes sumas
de dinero unos idiotas riquísimos que quieren impresionar a otros riquísimos idiotas), y
de pronto cayó la nave del cielo como una piedra.
Desde luego, fue más o menos en ese momento cuando uno de los tripulantes sufrió
una magulladura desagradable en el brazo. Esto debe hacerse notar porque, como ya
se ha dicho, por lo demás escaparon completamente ilesos, y los mortíferos proyectiles
nucleares no llegaron a alcanzar la nave. La seguridad de la tripulación queda
absolutamente asegurada.
- Impacto a menos veinte segundos, chicos... - dijo el ordenador.
- ¡Entonces vuelve a conectar los puñeteros motores! - gritó Zaphod a voz en cuello.
- Pues claro, muchachos - dijo el ordenador. Con un tenue rugido los motores volvieron
a encenderse, la nave dejó de caer, se enderezó suavemente y se dirigió otra vez hada
los proyectiles.
El ordenador empezó a cantar.
- Cuando camines bajo la tormenta... - gimoteó con voz nasal -, lleva la cabeza alta...
Zaphod le gritó que cerrara el pico, pero su voz se perdió en el estruendo de su
inminente destrucción, que con toda razón consideraban inevitable.
- Y no... tengas miedo... de la oscuridad - canturreó Eddie con voz lastimera.
Al enderezarse, la nave quedó al revés, y como estaban tumbados en el techo, a sus
tripulantes les resultaba totalmente imposible manipular los circuitos de dirección.
- Al final de la tormenta... - cantó Eddie con voz suave.
Los dos proyectiles llenaron las pantallas al acercarse estruendosamente hacia la nave.
-...hay un cielo dorado...
Pero por una suerte extraordinaria aún no habían modificado del todo su trayectoria de
acuerdo con los caprichosos virajes de la nave, y pasaron justo por debajo de ella.
- Y la dulce canción plateada de la alondra... Impacto revisado dentro de quince
segundos, tíos... Camina contra el viento...
Los proyectiles chirriaron al virar en redondo y proseguir su persecución.
- Ya está - dijo Arthur al verlos -. Ahora sí que vamos a morir, ¿verdad?
- ¡Ojalá dejaras de decir eso - gritó Ford.
- Pero vamos a morir, ¿no?
- Sí.
- Camina bajo la lluvia... cantó Eddie.
A Arthur se le ocurrió una idea. Se puso en pie a duras penas.
- ¿Por qué no conecta alguien eso de la Energía de la Improbabilidad? - dijo -. Tal vez
podamos alcanzarla.
- ¿Te has vuelto loco? - dijo Zaphod -. Sin una programación adecuada podría pasar
cualquier cosa.
- ¡Y qué importa eso a estas alturas! - gritó Arthur.
- Aunque tus sueños se pierdan y se desvanezcan...
Arthur logró salir de una de las molduras provocativamente regordetas de la pared
curva, por el ángulo del techo.
- Camina, camina, con el corazón lleno de esperanza...
- ¿Sabe alguien por qué no puede Arthur conectar la Energía de la Improbabilidad? -
gritó Trillian.
- Y no caminarás solo... Impacto a menos cinco segundos; ha sido estupendo
conocemos, chicos, que Dios os bendiga... Nun... ca... camines... solo.
- ¡He dicho - gritó Trillian - que sí alguien sabe...
Lo que ocurrió a continuación fue una espantosa explosión de luz y sonido.
Y lo que ocurrió a continuación fue que el Corazón de Oro siguió su ruta con absoluta
normalidad y algunas modificaciones bastante atractivas en su interior. Era un poco
más amplia, y acabada con unos delicados matices de verde y azul pastel. En el medio,
entre un follaje de helechos y flores amarillas se alzaba una escalera de caracol, y junto
a ella había un pedestal de piedra que albergaba la terminal del ordenador principal.
Luces y espejos hábilmente desplegados creaban la ilusión de estar en un invernadero
que daba a una amplia extensión de jardines cuidados con esmero exquisito. En torno a
la zona periférico del invernadero había mesas con tablero de mármol y patas de hierro
forjado de bello e intrincado dibujo. Cuando se miraba a la superficie reluciente del
mármol, se veía la vaga forma de los instrumentos, y cuando se pasaba la mano por
encima los aparatos se materializaban al instante. Si se los miraba desde la posición
adecuada, los espejos parecían reflejar todos los datos precisos, aunque no estaba
nada claro de dónde provenían. Efectivamente, era muy bonito.
Acomodado en un sillón de mimbre, Zaphod Beeblebrox dijo:
- ¿Qué demonios ha pasado?
- Pues yo acabo de decir - dijo Arthur, que reposaba junto a un estanque pequeño lleno
de peces - que ahí hay un interruptor de esa Energía de Improbabilidad...
Señaló a donde estaba antes. Ahora había un tiesto con una planta.
- Pero, ¿dónde estamos? - dijo Ford, que estaba sentado en la escalera de caracol, con
un detonador gargárico pangaláctico bien frío en la mano.
- Exactamente donde estábamos, creo... - dijo Trillian, mientras los espejos les
mostraban súbitamente una imagen del marchito paisaje de Magrathea, que seguía
pasando velozmente bajo ellos.
Zaphod se puso en pie de un salto.
- Entonces, ¿qué ha pasado con los proyectiles atómicos? - preguntó.
En los espejos apareció una imagen nueva y pasmosa.
- Resultará - dijo Ford en tono de duda - que se han convertido en un tiesto de petunias
y en una ballena muy sorprendida...
- Con un Factor de Improbabilidad - terció Eddie, que no había cambiado en absoluto -
de ocho millones setecientos sesenta y siete mil ciento veintiocho contra uno.
Zaphod miró fijamente a Arthur.
- ¿Pensaste en eso, terráqueo? - le preguntó.
- Pues yo, lo único que hice fue... - dijo Arthur.
- Fue una idea excelente, ¿sabes? Conectar durante un segundo la Energía de
Improbabilidad sin activar primero las pantallas aislantes. Oye, muchacho, nos has
salvado la vida, ¿lo sabías?
- Pues, bueno - dijo Arthur -, en realidad no fue nada...
- ¿De veras? - dijo Zaphod -. Muy bien, entonces olvídalo. Bueno, ordenador, llévanos a
tierra.
- Pero...
- He dicho que lo olvides.
Otra cosa que se olvidó fue el hecho de que, contra toda probabilidad, se había creado
una ballena a varios Kilómetros por encima de la superficie de un planeta extraño.
Y como, naturalmente, ésa no es una situación sostenible para una ballena, la pobre
criatura inocente tuvo muy poco tiempo para acostumbrarse a su identidad de ballena
antes de perderla para siempre.
Esta es una relación completa de sus pensamientos desde el instante en que comenzó
su vida hasta el momento en que terminó.
«¡Ah...! ¿Qué pasa? - pensó.
»Hmm, discúlpeme, ¿quién soy yo?
»¿Hola?» ¿Por qué estoy aquí? ¿Cuál es el objeto de mi vida?
»¿Qué quiere decir quién soy yo?
»Tranquila, cálmate ya... ¡Oh, qué sensación tan interesante! ¿Verdad? Es una especie
de... bostezante, hormigueante sensación en mi... mi.... bueno, creo que será mejor
empezar a poner nombre a las cosas si quiero abrirme paso en lo que, por mor de lo
que llamaré un argumento, denominaré mundo, así que diremos en mi estómago.
»Bien. ¡Oooh, esto marcha muy bien! Pero ¿qué es ese ruido grandísimo y silbante que
me pasa por lo que de pronto voy a llamar la cabeza? Quizá lo pueda llamar... ¡viento!
¿Es un buen nombre? Servirá..., tal vez encuentre otro mejor más adelante, cuando
averigüe para qué sirve. Debe ser algo muy importante, porque desde luego parece
haber muchísimo. ¡Eh! ¿Qué es eso? Eso..., llamémoslo cola; sí, cola. ¡Eh! Puedo
sacudirla muy bien, ¿verdad? ¡Vaya! Uy! ¡Qué magnífica sensación! No parece servir
de mucho, pero ya descubriré más tarde lo que es. ¿Ya me he hecho alguna idea
coherente de las cosas?
»No.
»No importa porque, oye, es tan emocionante tener tanto que descubrir, tanto que
esperar, que casi me aturde la impaciencia.
»¿O el viento?
»¿Verdad que ahora hay muchísimo?
»¡Y de qué manera! ¡Eh! ¿Qué es eso que viene tan de prisa hacia mí? Muy deprisa.
Tan grande, tan plano y redondo que necesita un gran nombre sonoro, como... sueno...
ruedo... ¡suelo! ¡Eso es! Ese sí que es un buen nombre: ¡suelo!
»Me pregunto si se mostrará amistoso conmigo.»
Y el resto, tras un súbito golpe húmedo, fue silencio.
Curiosamente, lo único que pasó por la mente del tiesto de petunias mientras caía fue:
«¡Oh, no! Otra vez, no». Mucha gente ha imaginado que si supiéramos exactamente lo
que pensó el tiesto de petunias, conoceríamos mucho más de la naturaleza del universo
de lo que sabemos ahora.
- ¿Es que llevamos con nosotros a ese robot? - preguntó Ford, mirando con fastidio a
Marvin, que estaba sentado en una postura difícil y encogida en el rincón, debajo de
una palmera pequeña.
Zaphod apartó la vista de las pantallas de espejo, que ofrecían una vista panorámica
del yermo paisaje en que acababa de aterrizar el Corazón de Oro.
- ¡Ah! ¿El androide paranoico? - dijo -. Sí, lo llevamos con nosotros.
- ¿Y qué vamos a hacer con un robot maníaco-depresivo?
- Tú crees que tienes problemas - dijo Marvin como si se dirigiese a un ataúd recién
ocupado -, ¿qué harías si fueses un robot maníaco-depresivo? No, no te molestes en
responderme, soy cincuenta mil veces más inteligente que tú, y ni siquiera yo sé la
respuesta. Me da dolor de cabeza sólo de ponerme a pensar a tu altura.
Trillian apareció bruscamente por la puerta de su cabina.
- ¡Mi ratón blanco se ha escapado! - dijo.
Ninguna expresión de honda inquietud y preocupación llegó a surgir en ninguno de los
dos rostros de Zaphod.
- Que se vaya a hacer gárgaras tu ratón blanco - dijo.
Trillian le lanzó una mirada fulminante y volvió a desaparecer.
Es muy posible que su observación hubiese recibido mayor atención si hubiera existido
la conciencia general de que los seres humanos sólo eran la tercera forma de vida más
inteligente del planeta Tierra, en vez de como solían considerarla los observadores
más independientes) la segunda.
- Buenas tardes, muchachos.
La voz era extrañamente familiar, pero con un deje raro y diferente. Tenía un matiz
matriarcal. Se oyó cuando los tripulantes de la nave llegaron a la escotilla del
compartimiento estanco por la que saldrían a la superficie del planeta.
Se miraron unos a otros, confusos.
- Es el ordenador - explicó Zaphod -. He descubierto que tenía otra personalidad de
emergencia, y pensé que ésta tal vez daría mejor resultado.
- Y ahora vais a pasar vuestro primer día en un planeta nuevo y extraño - prosiguió
Eddie con su nueva voz -, así que quiero que os abriguéis bien y estéis calentitos, y que
no juguéis con ningún monstruo travieso de ojos saltones.
Zaphod dio unos golpecitos de impaciencia en la escotilla. - Lo siento dijo -, creo que
nos iría mejor con una regla de cálculo.
- ¡Muy bien! - saltó el ordenador -. ¿Quién ha dicho eso?
- ¿Quieres abrir la escotilla de salida, ordenador, por favor? - dijo Zaphod, tratando de
no enfadarse.
- No lo haré hasta que aparezca quien ha dicho eso - insistió el ordenador cerrando con
fuerza unas cuantas sinapsis.
- ¡Santo Dios! - musitó Ford, desplomándose súbitamente contra un mamparo y
empezando a contar hasta diez. Le desesperaba pensar que las formas conscientes de
vida olvidaran los números algún día. Los seres humanos sólo podían demostrar su
independencia de los ordenadores si se ponían a contar.
- Vamos - dijo Eddie con firmeza.
- Ordenador... - empezó a decir Zaphod.
- Estoy esperando - le interrumpió Eddie -. Puedo esperar todo el día si es necesario...
- Ordenador... - volvió a decir Zaphod, que estuvo tratando de pensar en algún
razonamiento sutil para hacer callar al ordenador, pero decidió que era mejor no
competir con él en su propio terreno -, si no abres la escotilla de salida ahora mismo,
desconectaré inmediatamente tus bancos de datos más importantes y volveré a
programarte con bastantes recortes, ¿has entendido?
Eddie se sobresaltó, hizo una pausa y lo pensó.
Ford seguía contando en voz baja. Eso es lo más agresivo que puede hacerse a un
computador, el equivalente de acercarse a un ser humano diciendo: sangre... sangre...
sangre... sangre...
- Veo que todos vamos a tener que cuidar un poco nuestras relaciones - dijo finalmente
Eddie en voz baja.
Y se abrió la escotilla.
Un viento helado se abalanzó sobre ellos; se abrigaron bien y bajaron por la rampa al
yermo polvoriento de Magrathea.
- Todo esto acabará en llanto, lo sé - gritó Eddie tras ellos, volviendo a cerrar la escotilla.
Pocos minutos después volvió a abrirla, en respuesta a una orden que le pilló
enteramente por sorpresa
Cinco figuras vagaban lentamente por el terreno marchito. Había zonas que eran de un
gris apagado, y otras de castaño sin brillo; el resto era menos interesante visualmente.
Parecía un marjal seco, ahora desprovisto de vegetación y cubierto con una capa de
polvo de casi tres centímetros de espesor. Hacía mucho frío.
Era evidente que Zaphod se sentía bastante deprimido por todo aquello. Echó a andar
por su cuenta y pronto se perdió de vista tras una suave elevación del terreno.
El viento le hacía daño a Arthur en los ojos y en los oídos; el tenue aire rancio se le
agarraba a la garganta. No obstante, lo que más daño le hacía eran sus pensamientos.
- Es fantástico... - dijo, y su propia voz le retumbó en los oídos. El sonido no se
transmitía bien en aquella atmósfera tenue.
- Si quieres mi opinión, es un agujero inmundo - dijo Ford -. Me divertiría más en una
cama de gatos.
Sentía una irritación creciente. Entre todos los planetas de los sistemas estelares de
toda la galaxia, muchos de ellos salvajes y exóticos, desbordantes de vida, le había
tocado aparecer en un montón de basura como aquél, después de quince años de
naufragio. Ni siquiera un puesto de salchichas a la vista. Se agachó y recogíó un frío
terrón de tierra, pero debajo no había nada por lo que valiera la pena recorrer miles de
años-luz.
- No - insistió Arthur -, no lo entiendes; ésta es la primera vez que pongo el pie en la
superficie de otro planeta... de un mundo enteramente extraño... ¡Lástima que haya
tanta basura!
Trillian apretó los brazos contra el cuerpo, se estremeció y frunció el ceño. Habría
jurado ver un movimiento leve e inesperado con el rabillo del ojo, pero cuando miró en
aquella dirección, lo único que distinguió fue la nave, inmóvil y silenciosa, a unos cien
metros detrás de ellos.
Unos segundos después sintió alivio al ver a Zaphod, de pie en lo alto del promontorio,
haciéndoles señas para que se acercaran.
Parecía alborotado, pero no oían claramente lo que les decía por causa del viento y de
la poca densidad de la atmósfera.
Al acercarse a la elevación del terreno, se dieron cuenta de que era circular: un cráter
de unos ciento cincuenta metros de diámetro. Por fuera del cráter, la pendiente estaba
salpicada de terrones rojos y negros. Se pararon a mirar uno. Estaba húmedo. Era
como de goma.
Horrorizados, comprendieron de pronto que era carne fresca de ballena.
En la cima, al borde del cráter, se reunieron con Zaphod.
- Mirad - dijo éste, señalando el cráter.
En el centro yacía el cadáver desgarrado de una ballena solitaria que no había vivido lo
suficiente para estar descontenta con su suerte. El silencio sólo se interrumpió por las
contracciones involuntarias de la garganta de Trillian.
 - Supongo que no tendrá sentido enterrarla - murmuró Arthur, que en seguida se
arrepintió de sus palabras.
- Vamos - ordenó Zaphod, empezando a bajar por el cráter.
- ¡Cómo! ¿Ahí abajo? - protestó Trillian con marcada aversión.
- Sí - dijo Zaphod -. Vamos, tengo que enseñaros algo.
- Ya lo vemos - dijo Trillian.
- Eso no - dijo Zaphod -; otra cosa. Venga.
Todos dudaron.
- Vamos - insistió Zaphod -. He descubierto un camino para entrar.
- ¿Para entrar? - dijo Arthur, horrorizado.
- ¡Al interior del planeta! Un pasaje subterráneo. Se abrió al chocar la ballena contra el
suelo, y por ahí es por donde tenemos que ir. Por donde no ha pisado un ser humano
durante estos cinco millones de años, hacia el mismo corazón del tiempo...
Marvin volvió a iniciar su canturreo irónico.
Zaphod le dio un puñetazo y se calló.
Con pequeños repeluznos de asco siguieron todos a Zaphod por la pendiente del cráter,
tratando con todas sus fuerzas de no mirar a su infortunada creadora.
- Se la odie o se la ignore - sentenció tristemente Marvin -, la vida no puede gustarle a
nadie.
El terreno se ahondaba por donde había penetrado la ballena, revelando una red de
galerías y pasadizos, obstruidos por cascotes y vísceras. Zaphod empezó a limpiar
escombros para abrir un camino, pero Marvin logró hacerlo con mayor rapidez. Un aire
húmedo emanó de sus cavidades oscuras, y cuando Zaphod encendió una linterna
nada se vio entre las tinieblas polvorientas.
- Según la leyenda - dijo -, los magratheanos pasaban en el subsuelo la mayor parte de
su vida.
- ¿Y por qué? - inquirió Arthur -. ¿Es que la superficie estaba muy contaminada o había
exceso de población?
- No, no lo creo - contesto Zaphod -. Creo que únicamente no les gustaba mucho.
- ¿Estás seguro de que sabes lo que vas a hacer? - preguntó Trillian, atisbando
nerviosamente en la oscuridad -. No sé si sabrás que ya nos han atacado una vez.
- Mira, niña, te prometo que la población viva de este planeta asciende a cero más
nosotros cuatro, así que venga, entremos ahí. Hmm, oye, terráqueo...
- Arthur - dijo Arthur.
- Sí, podrías quedarte con el robot y vigilar este extremo del pasaje, ¿de acuerdo?
- ¿Vigilar? - dijo Arthur -. ¿De qué? Acabas de decir que aquí no hay nadie.
- Sí, bueno, sólo por seguridad, ¿conforme? - dijo Zaphod.
- ¿Por seguridad de quién? ¿Tuya o mía?
- Buen muchacho. Venga, vamos.
Zaphod entró a gatas por el pasadizo, seguido de Trillian y de Ford.
  - Pues espero que lo paséis muy mal - se quejó Arthur.
- No te preocupes, así será - le aseguró Marvin.
Al cabo de unos segundos se perdieron de vista.
Arthur comenzó a pasear de mal humor, y luego decidió que el cementerio de una
ballena no era un lugar muy adecuado para pasear.
Zaphod caminaba rápidamente por el pasadizo, muy nervioso, pero tratando de
ocultarlo con pasos resueltos. Movió la linterna de un lado a otro. Las paredes estaban
recubiertas con azulejos oscuros, fríos al tacto, y el aire era sofocante y podrido.
- Mirad, ¿qué os había dicho? Un planeta deshabitado. Magrathea - dijo, siguiendo
entre la basura y los cascotes esparcidos por el suelo de baldosas.
Inevitablemente, Trillian recordó el metro de Londres, aunque era menos sórdido.
De cuando en cuando, los baldosines de la pared daban paso a amplios mosaicos:
sencillos dibujos angulosos en colores brillantes. Trillian se detuvo a observar uno de
ellos, pero no pudo descubrirle sentido alguno. Llamó a Zaphod.
- Oye, ¿tienes idea de qué son estos símbolos extraños?
- Creo que son símbolos extraños de alguna clase - contesto Zaphod, casi sin volver la
vista.
Trillian se encogió de hombros y apretó el paso.
De vez en cuando, a la izquierda o a la derecha había puertas que daban a
habitaciones pequeñas, y Ford descubrió que estaban llenas de ordenadores
abandonados. Entró con Zaphod para echar una mirada. Trillian los siguió.
- Mira - dijo Ford -, tú crees que esto es Magrathea...
- Sí - dijo Zaphod -, y hemos oído la voz, ¿no es así?
- Muy bien, admitiré el hecho de que esto sea Magrathea; de momento. Pero hasta
ahora no has dicho nada de cómo lo has localizado en medio de la Galaxia. Con toda
seguridad, no te limitaste a mirarlo en un atlas estelar.
- Investigué. En los archivos del Gobierno. Hice indagaciones y algunas conjeturas
acertadas. Fue fácil.
- ¿Y entonces robaste el Corazón de Oro para venir a buscarlo?
- Lo robé para buscar un montón de cosas.
- ¿Un montón de cosas? - repitió Ford, sorprendido -. ¿Como cuáles?
- No lo sé.
- ¿Cómo?
- No sé lo que estoy buscando.
- ¿Por qué no?
- Porque... porque..., porque si lo supiera, creo que no sería capaz de buscarlas.
- ¡Pero qué dices! ¿Estás loco?
- Es una posibilidad que no he desechado - dijo Zaphod en voz baja -. De mí mismo
sólo sé lo que mi inteligencia puede averiguar bajo condiciones normales. Y las
condiciones normales no son buenas.
Durante largo rato nadie dijo nada, mientras Ford miraba fijamente a Zaphod con un
espíritu súbitamente plagado de preocupaciones.
- Escucha, viejo amigo, si quieres... - empezó a decir finalmente Ford.
- No, espera... Voy a decirte una cosa - le interrumpió Zaphod -. Llevo una vida muy
espontánea. Se me ocurre la idea de hacer algo y, ¿por qué no?, la hago. Pienso en ser
Presidente de la Galaxia y resulta fácil. Decido robar la nave. Me lanzo a buscar
Magrathea, y da la casualidad de que lo encuentro. Sí, pienso en el mejor modo de
hacerlo, de acuerdo, pero siempre lo consigo. Es como tener una tarjeta de
galacticrédito que sigue teniendo validez aunque nunca envíes los cheques. Y luego,
siempre que me pongo a pensar en por qué hago algo y en cómo voy a hacerlo, siento
una fuerte inclinación a dejar de pensar en ello. Como ahora. Me cuesta mucho trabajo
hablar de esto.
Zaphod hizo una pausa. Hubo silencio durante un rato. Luego frunció el ceño y
prosiguió:
- Anoche volví a preocuparme. Por el hecho de que parte de mi mente no funcionaba en
su forma debida. Luego se me ocurrió que era como si alguien estuviese utilizando mi
inteligencia para producir ideas buenas, sin decírmelo a mí. Relacioné ambas cosas y
llegué a la conclusión de que tal vez ese alguien hubiera taponado a propósito una
parte de mi mente y ésa fuera la razón por la que no podía usarla. Me pregunté si
habría algún medio de comprobarlo.
»Me dirigí a la enfermería de la nave y me conecté a la pantalla encefalográfica. Me
apliqué pruebas proyectivas en ambas cabezas, todas las que me hicieron los
funcionarios médicos del Gobierno antes de ratificar mi candidatura a la Presidencia.
Dieron resultados negativos. Por lo menos, nada extraños. Mostraron que era
inteligente, imaginativo, irresponsable, indigno de confianza, extrovertido: nada nuevo.
Ninguna otra anomalía. Así que empecé a inventar más pruebas, enteramente al azar.
Nada. Luego traté de superponer los resultados de una cabeza sobre los de la otra. Y
nada. Finalmente me sentí un poco ridículo, porque lo achaqué a un simple ataque de
paranoia. Lo último que hice antes de dejarlo, fue tomar la imagen sobreimpuesta y
mirarla a través de un filtro verde. ¿Te acuerdas de que cuando era niño siempre me
mostraba supersticioso hacia el color verde? ¿De que quería ser piloto de una nave de
exploración comercial?» Ford asintió con la cabeza.
- Y allí estaba, tan claro como la luz del día - prosiguió Zaphod -. Toda una sección en
medio de los dos cerebros que sólo se relacionaban entre sí y con ninguna otra cosa a
su alrededor. Algún hijo de puta me había cauterizado todas las sinapsis y había
traumatizado electrónicamente dos trozos de cerebelo.
Ford lo miró estupefacto. Trillian había palidecido.
- ¿Te hizo eso alguien? - susurró Ford.
- Sí.
- Pero ¿tienes idea de quién fue? ¿O por qué?
- ¿Por qué? Sólo puedo adivinarlo. Pero sé quién fue el cabrán que lo hizo.
- ¿Lo sabes? ¿Cómo?
- Porque  las iniciales grabadas en las sinapsis cauterizadas. Las dejó allí para que yo
las viera.
- ¿Iniciales? ¿Grabadas a fuego en tu cerebro?
- Sí.
- ¡Por amor de Dios! ¿Y cuáles eran?
Zaphod volvió a mirarle en silencio durante un momento. Luego desvió la vista.
- Z. B. - dijo en voz baja.
En aquel instante, un postigo de acero se abatió bajo ellos y empezó a manar gas en la
estancia.
- Os lo contaré después - dijo ahogadamente Zaphod mientras los tres se desvanecían.
En la superficie de Magrathea, Arthur paseaba con aire malhumorado.
Muy atento, Ford le había dejado su ejemplar de la Guía del autoestopista galáctico
para que se entretuviera con ella. Apretó unos botones al azar.
La Guía del autoestopista galáctico es un libro de redacción muy desigual, y contiene
muchos pasajes que a sus redactores les pareció buena idea en su momento.
Uno de esos fragmentos con el que se topó Arthur) relata las hipotéticas experiencias
de un tal Veet Voojagig, un joven y tranquilo estudiante de la Universidad de
Maximegalón que llevaba una brillante carrera académica estudiando filología antigua,
ética generativa y la teoría de la onda armónica de la percepción histórica, y que luego,
tras una noche que pasó bebiendo detonadores gargáricos pangalácticos con Zaphod
Beeblebrox, se fue obsesionando cada vez más con el problema de lo que había
pasado con todos los otros que había comprado durante los últimos años.
A ello siguió un largo período de investigaciones laboriosas durante el cual visitó todos
los centros importantes de pérdidas de biros por toda la galaxia y que concluyó con una
pequeña y original teoría que, en su momento, prendió en la imaginación del público.
Decía que en alguna parte del cosmos, junto a todos los planetas habitados por
humanoides, reptiloides, ictioides, arboroides ambulantes y matices superinteligentes
del color azul, existía también un planeta enteramente poblado por seres biroides. Y
hacia él se dirigirían los biros desatendidos, deslizándose suavemente por agujeros de
gusanos en el espacio hacia un mundo donde eran conscientes de disfrutar de una
forma de vida exclusivamente biruide que respondía a altos estímulos biro-orientados y
que generalmente conducían al equivalente biroide de la buena vida.
En cuanto a teoría, pareció estupenda y simpática hasta que Veet Voojagig afirmó de
  

repente que había encontrado ese planeta y bahía trabajado como conductor de un
automóvil lujoso para una familia de vulgares retráctales verdes, que después lo
prendieron, lo encerraron, y después de que él escribiera un libro, finalmente lo
enviaron al exilio tributario, que es destino normalmente reservado para aquellos que se
deciden a hacer el ridículo en público.
Un día se envió una expedición a las coordenadas espaciales donde Voojagig había
afirmado que se encontraba su planeta, y solamente se descubrió un asteroide pequeño
habitado por un anciano solitario que declaró repetidas veces que nada era verdad,
aunque más tarde se averiguó que mentía.
Sin embargo, dos cuestiones siguieron sin aclararse: los misteriosos . dólares
altairianos que se depositaban anualmente en su cuenta bancaria de Brantisvogan, y,
por supuesto, el negocio de biros de segunda mano que tan rentable le resultaba a
Zaphod Beeblebrox.
Tras leer esto, Arthur dejó el libro.
El robot seguía sentado en el mismo sitio, completamente inerte.
Arthur se levantó y se acercó a la cima del cráter. Paseó por el borde. Contempló una
magnífica puesta de dos soles en el cielo de Magrathea.
Volvió a bajar al cráter. Despertó al robot, porque era mejor hablar con un robot
maníaco-depresivo que con nadie.
- Se está haciendo de noche - dijo -. Mira, robot, están saliendo las estrellas.
Desde las profundidades de una nebulosa oscura sólo pueden verse muy débilmente
unas pocas estrellas, pero allí se distinguían con claridad.
Obediente, el robot las miró y luego apartó los ojos.
- Lo sé - dijo -. Detestable, ¿verdad?
- ¡Pero ese crepúsculo! Nunca he visto nada igual ni en mis sueños más demenciales....
¡dos soles! Como montañas de fuego fundiéndose en el espacio.
- Lo he visto - dijo Marvin -, es una necedad.
- En nuestro planeta sólo teníamos un sol - insistió Arthur -, soy de un planeta llamado
Tierra, ¿sabes?
- Lo sé - dijo Marvin -, no paras de hablar de ello. Me suena horriblemente.
- ¡Oh, no!, era un sitio precioso.
- ¿Tenía océanos? - inquirió Marvin.
- Claro que sí - dijo Arthur, suspirando -, enormes y agitados océanos azules...
- No soporto los océanos - dijo Marvin.
- Dime, ¿te llevas bien con otros robots? - le preguntó Arthur.
- Los odio - respondió Marvin -. ¿Adónde vas?
Arthur no podía aguantar más. Volvió a levantarse.
- Me parece que voy a dar otro paseo - dijo.
- No te lo reprocho - repuso Marvin, contando quinientos noventa y siete mil millones de
ovejas antes de volver a dormirse un segundo después.
 Arthur se palmeó los brazos para estimularse la circulación y sentir un poco más de
entusiasmo por su tarea. Con pasos pesados, volvió a la pared del cráter.
Como la atmósfera era muy tenue y no había luna, la noche caía con mucha rapidez y
en aquellos momentos ya estaba muy oscuro. Debido a todo ello, Arthur prácticamente
chocó con el anciano antes de verlo.
Estaba en pie, de espaldas a Arthur, contemplando cómo los últimos destellos de luz
desaparecían en la negrura del horizonte. Era más bien alto, de edad avanzada y vestía
una larga túnica gris. Al volverse, su rostro era delgado y distinguido, Heno de inquietud
pero no severo; la clase de rostro en que uno confía alegremente. Pero aún no se había
girado, ni siquiera reaccionó al grito de sorpresa de Arthur.
Finalmente desaparecieron por completo los últimos rayos de Sol. Su rostro seguía
recibiendo luz de alguna parte, y cuando Arthur buscó su origen, vio que a unos metros
de distancia había una especie de embarcación: un aerodeslizador, supuso Arthur.
Derramaba un tenue haz luminoso a su alrededor.
El desconocido miró a Arthur; al parecer, con tristeza.
- Habéis escogido una noche fría para visitar nuestro planeta muerto - dijo.
- ¿Quién... es usted? - tartamudeó Arthur.
El anciano apartó la mirada. Una expresión de tristeza pareció cruzar de nuevo por su
rostro.
- Mi nombre no tiene importancia - dijo.
Parecía estar pensando en algo. Era evidente que no tenía mucha prisa por entablar
conversación. Arthur se sintió incómodo.
- Yo... humm..., me ha asustado usted... - dijo débilmente.
El desconocido volvió a mirar en torno suyo y enarcó levemente las cejas.
- ¿Hmmm? - dijo.
- He dicho que me ha asustado usted.
- No te alarmes, no te haré daño.
- ¡Pero usted nos ha disparado! - exclamó Arthur, frunciendo el ceño -. Había unos
proyectiles...
El anciano miró al hueco del cráter. El ligero destello que lanzaban los ojos de Marvin
arrojaban débiles sombras rojas sobre el gigantesco cadáver de la ballena.
El desconocido sonrió ligeramente.
- Es un dispositivo automático - dijo, dejando escapar un leve suspiro -. Ordenadores
antiguos colocados en las entrañas del planeta cuentan los oscuros milenios mientras
los siglos flotan pesadamente sobre sus polvorientos bancos de datos. Me parece que
de vez en cuando disparan al azar para mitigar la monotonía.
 - Lanzó una mirada grave a Arthur y añadió -: Soy un gran entusiasta del silencio,
¿sabes?
- ¡Ah...!, ¿de veras? - dijo Arthur, que empezaba a sentirse desconcertado ante los
modales curiosos y amables de aquel hombre.
- Pues sí - dijo el anciano, quien, simplemente, dejó de hablar otra vez.
- ¡Ah! Hmm - dijo Arthur, que tenía la extraña sensación de ser como un hombre a quien
sorprende cometiendo adulterio el marido de su pareja, que entra en la alcoba, se
cambia de pantalones, hace unos comentarios vagos sobre el tiempo y se vuelve a
marchar.
- Pareces incómodo - dijo el anciano con atento interés.
- Pues no... ; bueno, sí. Mire usted, en realidad no esperábamos encontrar a nadie por
aquí. Suponíamos que todos estaban muertos o algo así...
- ¿Muertos? - dijo el anciano -. ¡Santo cielo, no! Sólo estábamos dormidos.
- ¿Dormidos? - repitió incrédulamente Arthur.
- Sí, durante la recesión económica, ¿comprendes? - dijo el anciano, sin que al parecer
le importase si Arthur entendía o no una palabra de lo que le estaba diciendo.
- ¿Recesión económica?
- Sí, mira, hace cinco millones de años la economía galáctica se derrumbó, y en vista de
que los planetas de encargo constituían un artículo de lujo... - hizo una pausa y miró a
Arthur, preguntándole en tono solemne -: Sabes que construíamos planetas, ¿verdad?
- Pues sí - contesto Arthur -, en cierto modo me lo había figurado...
- Un oficio fascinante - dijo el anciano con una expresión de nostalgia en los ojos -;
hacer la línea de la costa siempre era mi parte favorita. Solía divertirme enormemente
dibujando los pequeños detalles de los fiordos... ; así que, de todos modos - añadió,
tratando de recobrar el hilo - llegó la recesión económica y decidimos que nos
ahorraríamos muchas molestias si nos limitáramos a dormir mientras durase. De
manera que programamos a los ordenadores para que nos despertaran cuanto
terminase del todo.
El anciano suprimió un bostezo muy leve y prosiguió:
- Los ordenadores tenían una señal conectada con los índices del mercado de valores
galáctico, para que reviviéramos cuando todo el mundo hubiera recuperado la
economía lo suficiente para poder contratar nuestros servicios, bastante caros.
Arthur, que era un lector habitual del Guardián, se sorprendió mucho al oír aquello.
- ¿Y no es una manera de comportarse bastante desagradable?
- ¿Lo es? - preguntó suavemente el anciano -. Lo siento, no estoy muy al corriente.
Señaló al cráter.
- ¿Es tuyo ese robot? - preguntó.
- No - dijo una voz tenue y metálica desde el cráter -. Soy mío.
- Si se le quiere llamar robot... - murmuró Arthur -. Más bien es una máquina electrónica
de resentimiento.
- Tráelo para acá - dijo el anciano. Arthur se sorprendió mucho al notar un repentino
énfasis de decisión en la voz del anciano. Llamó a Marvin, que trepó por la pendiente,
fingiendo una aparatosa cojera que no tenía.
- Pensándolo mejor - dijo el anciano -, déjalo ahí. Tú tienes que venir conmigo. Se están
preparando grandes cosas.
Se volvió hacia su nave que, aunque al parecer no se había emitido señal alguna,
empezó a avanzar suavemente hacia ellos entre la oscuridad.
Arthur miró a Marvin, que se dio la vuelta con la misma aparatosidad que antes y volvió
a bajar laboriosamente por el cráter murmurando para sí agrias naderías.
- Vamos - dijo el anciano -, vámonos ya o llegarás tarde.
- ¿Tarde? - dijo Arthur -. ¿Para qué?
- ¿Cómo te llamas, humano?
- Dent, Arthur Dent - dijo Arthur.
- Tarde, tanto como si fueras el extinto Dentarthurdent - dijo el anciano con voz firme -.
Es una especie de amenaza, ¿sabes?
Otra expresión de nostalgia surgió de sus ojos fatigados.
Arthur entornó los ojos.
- ¡Qué persona tan extraordinaria! - murmuró para sí.
- ¿Cómo has dicho? - preguntó el anciano.
- Nada, nada, lo siento - dijo Arthur, confundido -. Bueno, ¿adónde vamos?
- Entremos en mi aerodeslizador - dijo el anciano, indicando a Arthur que subiera a la
nave que se había detenido en silencio junto a ellos -. Vamos a descender a las
entrañas del planeta, donde en estos momentos nuestra raza revive de su sueño de
cinco millones de años. Magrathea despierta.
Arthur sufrió un escalofrío involuntario al sentarse junto al anciano. Lo extraño de todo
aquello, el movimiento silencioso y fluctuante de la nave al remontarse en el cielo
nocturno, le inquietó profundamente.
Miró al anciano, que tenía el rostro iluminado por el débil resplandor de las tenues luces
del cuadro de mandos.
- Disculpe - le dijo -, ¿cómo se llama usted, a todo esto?
- ¿Que cómo me llamo? - dijo el anciano, y la misma tristeza lejana volvió a su rostro.
Hizo una pausa y prosiguió: -
- Me llamo... Slartibarfast.
Arthur casi se atraganto.
- ¿Cómo ha dicho? - farfulló.
- Slartibarfast - repitió con calma el anciano.
- ¿Slartibarfast?
El anciano le miró con gravedad.
- Ya te dije que no tenía importancia - comentó.
El aerodeslizador siguió su camino en medio de la noche.
Es un hecho importante y conocido que las cosas no siempre son lo que parecen. Por
ejemplo, en el planeta Tierra el hombre siempre supuso que era más inteligente que los
delfines porque había producido muchas cosas - la rueda, Nueva York, las guerras,
etcétera -, mientras que los delfines lo único que habían hecho consistía en juguetear
en el agua y divertirse. Pero a la inversa, los delfines siempre creyeron que eran mucho
más inteligentes que el hombre, precisamente por las mismas razones.
Curiosamente, los delfines conocían desde tiempo atrás la inminente destrucción del
planeta Tierra, y realizaron muchos intentos para advertir del peligro a la humanidad;
pero la mayoría de sus comunicaciones se interpretaron mal, considerándose como
entretenidas tentativas de jugar al balón o de silbar para que les dieran golosinas, así
que finalmente desistieron y dejaron que la Tierra se las arreglara por sí sola, poco
antes de la llegada de los vogones. El último mensaje de los delfines se interpretó como
un intento sorprendente y complicado de realizar un doble salto mortal hacia atrás
pasando a través de un aro mientras silbaban el «Star Spangled Banner», pero en
realidad el mensaje era el siguiente:
Hasta luego, y gracias por los pescados.
Efectivamente, en el planeta sólo existía una especie más inteligente que los delfines, y
pasaba la mayor parte del tiempo en laboratorios de investigación conductista corriendo
en el interior de unas ruedas y llevando a cabo alarmantes, sutiles y elegantes
experimentos sobre el hombre. El hecho de que los humanos volvieran a interpretar mal
esa relación, correspondía enteramente a los planes de tales criaturas.
La pequeña nave se deslizaba silenciosa por la fría oscuridad: un fulgor suave y
solitario que surcaba la negra noche magratheana. Viajaba deprisa. El compañero de
Arthur parecía sumido en sus propios pensamientos, y cuando en un par de ocasiones
trató Arthur de entablar conversación, el anciano se limitó a contestar: preguntándole si
estaba cómodo, sin añadir nada más.
Arthur intentó calcular la velocidad a que viajaban, pero la oscuridad exterior era
absoluta y carecía de puntos de referencia. La sensación de movimiento era tan suave
y ligera, que casi estaba a punto de creer que no se movían en absoluto.
Entonces, un tenue destello de luz apareció en el horizonte y al cabo de unos segundos
aumentó tanto de tamaño, que Arthur comprendió que se dirigía hacia ellos a velocidad
colosal, y trató de averiguar qué clase de vehículo podría ser. Miró pero no pudo distinguir claramente su forma, y de pronto jadeó alarmado cuando el aerodeslizador se
inclinó abruptamente y se precipitó hacia abajo en una trayectoria que seguramente
acabaría en colisión. Su velocidad relativa parecía increíble, y Arthur apenas tuvo
tiempo de respirar antes de que todo terminara. Lo primero que percibió fue una
demencial mancha plateada que parecía rodearle. Volvió la cabeza con brusquedad y
vio un pequeño punto negro que desaparecía rápidamente tras ellos, a lo lejos, y tardó
varios segundos en comprender lo que había pasado.
Se habían introducido en un túnel excavado en el suelo. La velocidad colosal era la que
ellos llevaban en dirección al destello luminoso, que era un agujero inmóvil en el suelo,
la embocadura del túnel. La demencial mancha plateada era la pared circular del túnel
por donde iban disparados, al parecer, a varios centenares de kilómetros a la hora.
Aterrado, cerré los ojos.
Al cabo de un tiempo que no trató de calcular, sintió una leve disminución de la
velocidad, y un poco más tarde comprendió que iban deteniéndose suavemente, poco a
poco.
Volvió a abrir los ojos. Aún seguían en el túnel plateado, abriéndose paso, colándose,
entre una intrincada red de túneles convergentes. Finalmente se detuvieron en una
pequeña cámara de acero ondulado. Allí iban a parar varios túneles y, al otro extremo
de la cámara, Arthur vio un ancho círculo de luz suave e irritante. Era molesta porque
jugaba malas pasadas a los ojos, era imposible orientarse bien o decir cuán lejos o
cerca estaba. Arthur supuso equivocándose por completo) que sería ultravioleta.
Slartibarfast se dio la vuelta y miró a Arthur con sus graves ojos de anciano.
- Terráqueo - le dijo -, ya estamos en las profundidades de Magrathea.
- ¿Cómo sabía que soy terráqueo? - inquirió Arthur.
- Ya comprenderás estas cosas - respondió amablemente el anciano, que añadió con
una leve duda en la voz -: Al menos las verás con mayor claridad que en estos
momentos.
Y prosiguió:
- He de advertirte que la cámara a la que estamos a punto de entrar, no existe
literalmente en el interior de nuestro planeta. Es un poco... ancha. Vamos a cruzar una
puerta y a entrar en un vasto tramo de hiperespacio. Tal vez te inquiete.
Arthur hizo unos ruidos nerviosos.
Slartibarfast tocó un botón y, en un tono que no era muy tranquilizador, añadió:
- A mí me da escalofríos de temor. Agárrate bien.
El vehículo saltó hacia delante, justo por en medio del círculo luminoso, y Arthur tuvo
súbitamente una idea bastante clara de lo que era el infinito.
En realidad, no era el infinito. El infinito tiene un aspecto plano y sin interés. Si se mira
al cielo nocturno, se atisba el infinito: la distancia es incomprensible y, por tanto, carece
de sentido. La cámara en que emergió el aerodeslizador era cualquier cosa menos
infinita; sólo era extraordinariamente grande, tanto que daba una impresión mucho más
aproximada de infinito que el mismo infinito.
Arthur percibió que sus sentidos giraban y danzaban al viajar a la inmensa velocidad
que, según sabía, alcanzaba el areodeslizador; ascendían lentamente por el aire
dejando tras ellos la puerta por la que habían pasado como un alfilerazo en el débil
resplandor de la pared.
La pared.
La pared desafiaba la imaginación, la atraía y la derrotaba. Era tan pasmosamente larga
y alta, que su cima, fondo y costados se desvanecían más allá del alcance de la vista:
sólo la impresión de vértigo que daba era capaz de matar a un hombre.
Parecía absolutamente plana. Se hubiera necesitado el equipo de medición láser más
perfecto para descubrir que, a medida que subía, hasta el infinito al parecer, a medida
que caía vertiginosamente, y a medida que se extendía a cada lado, se iba haciendo
curva. Volvía a encontrarse a sí misma a trece segundos-luz. En otras palabras, la
pared formaba la parte interior de una esfera hueca con un diámetro de unos cuatro
millones y medio de kilómetros y anegada de una luz increíble.
- Bienvenido - dijo Slartibarfast mientras la manchita diminuta que formaba el
aerodeslizador, que ahora viajaba a tres veces la velocidad del sonido, avanzaba de
manera imperceptible en el espacio sobrecogedor -, bienvenido a la planta de nuestra
fábrica.
Arthur miró a su alrededor con una especie de horror maravillado. Colocados delante de
ellos, a una distancia que no podía juzgar ni adivinar siquiera, había una serie de
suspensiones curiosas, delicadas tracerías de metal y de luz colgaban junto a vagas
formas esféricas que flotaban en el espacio.
- Mira - dijo Slartibarfast -, aquí es donde hacemos la mayor parte de nuestros planetas.
- ¿Quiere decir - dijo Arthur, tratando de encontrar las palabras -, quiere decir que ya
van a empezar otra vez?
- ¡No, no! ¡Santo cielo, no! - exclamó el anciano -. No, la Galaxia todavía no es lo
suficientemente rica para mantenernos. No, nos han despertado para realizar
solamente un encargo extraordinario para unos... clientes muy especiales de otra
dimensión. Quizá te interese... allá, a lo lejos, frente a nosotros.
Arthur siguió la dirección del dedo del anciano hasta distinguir el armazón flotante que
señalaba. Efectivamente, era la única estructura que manifestaba indicios de actividad,
aunque se trataba más de una impresión subliminal que de algo palpable.
Sin embargo, en aquel momento un destello de luz formó un arco en la estructura y
mostró con claro relieve los contornos que se formaban en la oscura esfera interior.
Contornos que Arthur conocía, formas ásperas y apelmazadas que le resultaban tan
familiares corno la configuración de las palabras, que eran parte de los enseres de su
mente. Durante unos momentos permaneció en un silencio pasmado mientras las
imágenes se agolpaban en su cerebro y trataban de encontrar un sitio donde resolverse
y encontrar su sentido.
Parte de su mente le decía que sabía perfectamente lo que estaba buscando y lo que
representaban aquellas formas, y otra parte rechazaba con bastante sensatez la
admisión de semejante idea, negándose a seguir pensando en tal sentido.
Volvió a surgir el destello, y esta vez no cabía duda.
- La Tierra... - musitó Arthur.
- Bueno, en realidad es la Tierra número Dos - dijo alegremente Slartibarfast -. Estamos
haciendo una reproducción de nuestra cianocopia original.
Hubo una pausa.
- ¿Está tratando de decirme - inquirió Arthur con voz lenta y controlada - que ustedes...
hicieron originalmente la Tierra?
- Claro que sí - dijo Slartibarfast -. ¿Has ido alguna vez a un sitio que... me parece que
se llamaba Noruega?
- No - contesto Arthur -, no he ido nunca.
- Qué lástima - comentó Slartibarfast -, eso fue obra mía. Ganó un premio, ¿sabes?
¡Qué costas tan encantadoras y arrugadas! Lo sentí mucho al enterarme de su
destrucción.
- ¡Que lo sintió!
- Sí. Cinco minutos después no me habría importado tanto. Fue un error espantoso.
- ¡Cómo! - exclamó Arthur.
- Los ratones se pusieron furiosos.
- ¡Que los ratones se pusieron furiosos!
- Pues sí - dijo el anciano con voz suave.
- Y me figuro que lo mismo se pondrían los perros, los gatos y los ornitorrincos, pero...
- ¡Ah!, pero ellos no habían pagado para verlo, ¿verdad?
- Mire - dijo Arthur -, ¿no le ahorraría un montón de tiempo si me diera por vencido y me
volviese loco ahora mismo?
Durante un rato el aerodeslizador voló en medio de un silencio embarazoso. Luego, el
anciano trató pacientemente de dar una explicación.
- Terráqueo, el planeta en el que vivías fue encargado, pagado y gobernado por
ratones. Quedó destruido cinco minutos antes de alcanzarse el propósito para el cual se
proyectó, y ahora tenemos que construir otro.
Arthur sólo se quedó con una palabra.
- ¿Ratones? - dijo.
- Efectivamente, terráqueo.
- Lo siento, escuche.... ¿estamos hablando de las pequeñas criaturas peludas que
tienen una fijación con el queso y ante los cuales las mujeres se subían gritando encima
de las mesas en las comedias televisivas a principios de los sesenta?
Slartibarfast tosió cortésmente.
- Terráqueo - dijo -, resulta un poco difícil seguir tu manera de hablar. Recuerda que he
estado dormido en el interior de este planeta de Magrathea durante cinco millones de
años y no sé mucho de esas comedias televisivas de los primeros sesenta de que me
hablas. Mira, esas criaturas que tú llamas ratones, no son enteramente lo que parecen.
No son más que la proyección en nuestra dimensión de seres pandimensionales
sumamente hiperinteligentes. Todo eso del queso y de los gritos no es más que una
fachada.
El anciano hizo una pausa y, con una mueca simpática, prosiguió:
- Me temo que han hecho experimentos con vosotros.
Arthur pensó aquello durante un segundo, y luego se le iluminó el rostro.
- ¡Ah, no! - dijo -. Ya veo el origen del malentendido. No, mire usted, lo que pasó es que
nosotros hacíamos experimentos con ellos. Con frecuencia se les utilizaba en
investigaciones conductistas, Pavlov y todas esas cosas. De manera que lo que pasó
fue que a los ratones se les presentaba todo tipo de pruebas, aprendían a tocar
campanillas y a correr por laberintos y cosas así, para luego analizar todas las
características del proceso de aprendizaje. Por la observación de su conducta, nosotros
aprendíamos todo tipo de cosas sobre la nuestra...
La voz de Arthur se apagó.
- Es de admirar... - dijo Slartibarfast - semejante sutileza.
- ¿Cómo? - dijo Arthur.
- Qué cosa mejor para ocultar su verdadera naturaleza, para guiar mejor vuestras ideas:
correr de pronto por el lado erróneo de un laberinto, comer el trozo equivocado de
queso, caer repentinamente muertos de mixomatosis...; si eso se calcula
adecuadamente, el efecto acumulativo es enorme.
Hizo una pausa para causar efecto.
- Mira, terráqueo, son seres pandimensionales realmente listos y especialmente
hiperinteligentes. Vuestro planeta y vuestra gente han formado la matriz de un
ordenador orgánico que realizaba un programa de investigación de diez millones de
años... Permite que te cuente toda la historia. Llevará un poco de tiempo.
- El tiempo - dijo débilmente Arthur - no suele ser uno de mis problemas.
Desde luego, existen muchos problemas relacionados con la vida, entre los cuales
algunos de los más famosos son: ¿Por qué nacemos? ¿Por qué morimos? ¿Por qué
queremos pasar la mayor parte de la existencia llevando relojes de lectura directa?
Hace muchísimos millones de anos, una raza de seres pandimensionales
hiperinteligentes cuya manifestación física en su propio universo pandimensional no es
diferente a la nuestra) quedó tan harta de la continua discusión sobre el sentido de la
vida, que interrumpieron su pasatiempo preferido de criquet ultrabrockiano un curioso
 juego que incluía golpear a la gente de improviso, sin razón aparente alguna, y luego
salir corriendo) y decidieron sentarse a resolver sus problemas de una vez para siempre.
Con ese fin construyeron un ordenador estupendo que era tan sumamente inteligente,
que incluso antes de que se conectaran sus bancos de datos empezó por Pienso, luego
existo, y llegó hasta inferir la existencia del pudin de arroz y del impuesto sobre la renta
antes de que alguien lograra desconectarlo.
Era del tamaño de una ciudad pequeña.
Su consola principal estaba instalada en un despacho de dirección de un modelo
especial, montada sobre un enorme escritorio de la ultracaoba más fina con el tablero
tapizado de lujoso cuero ultrarrojo. La alfombra oscura era discretamente suntuosa;
había plantas exóticas y elegantes grabados de los programadores principales del
ordenador y de sus familias generosamente desplegados por la habitación, y ventanas
magníficas daban a un patio público bordeado de árboles.
El día de la Gran Conexión, dos programadores sobriamente vestidos llegaron con sus
portafolios y se les hizo pasar discretamente al despacho. Eran conscientes de que
aquel día representaban a toda su raza en su momento más álgido, pero se condujeron
con calma y tranquilidad, se sentaron deferentemente al escritorio, abrieron los
portafolios y sacaron sus libretas de notas encuadernadas en cuero.
Se llamaban Lunkwill y Fook.
Durante unos momentos siguieron sentados en un silencio respetuoso, y luego, tras
intercambiar una tranquila mirada con Fook, Lunkwill se inclinó hacia delante y tocó un
pequeño panel negro.
Un zumbido de lo más tenue indicó que el enorme ordenador había entrado en total
actividad. Tras una pausa, les hablo con una voz resonante y profunda.
- ¿Cuál es esa gran tarea para la cual yo, Pensamiento Profundo, el segundo ordenador
más grande del Universo del Tiempo, he sido creado? - les dijo.
Lunkwill y Fook se miraron sorprendidos.
- Tu tarea, Ordenador... - empezó a decir Fook.
- No, espera un momento, eso no está bien - dijo Lunkwill inquieto -. Hemos proyectado
expresamente este ordenador para que sea el primero de todos, y no nos
conformaremos con el segundo. Pensamiento Profundo - se dirigió al ordenador -, ¿no
eres tal como te proyectamos, el más grande, el más potente ordenador de todos los
tiempos?
- Me he descrito como el segundo más grande - entonó Pensamiento Profundo -, y eso
es lo que soy.
Los dos programadores cruzaron otra mirada de preocupación. Lunkwill carraspeo.
- Debe haber algún error - dijo -. ¿No eres más grande que el ordenador Milliard
Gargantusabio de Maximégalon, que puede contar todos los átomos de una estrella en
un milisegundo?
- ¿Nfilliard Gargantusabio? - dijo Pensamiento Profundo con abierto desdén -. Un
simple ábaco; ni lo menciones.
- ¿Y acaso no eres - le dijo Fook, inclinándose ansiosamente hacia delante - mejor
analista que el Pensador de la Estrella Googlepex en la Séptima Galaxia de la Luz y del
Ingenio, que puede calcular la trayectoria de cada partícula de polvo de una tormenta
de arena de cinco semanas de Dangrabad Beta?
- ¿Una tormenta de arena de cinco semanas? - dijo altivamente Pensamiento Profundo
-. ¿Y me preguntas eso a mí, que he examinado hasta los vectores de los átomos de la
Gran Explosión? No me molestéis con cosas de calculadora de bolsillo.
Durante un rato, los dos programadores guardaron un incómodo silencio. Luego,
Lunkwill volvió a inclinarse hacia delante y dijo:
- Pero ¿es que no eres un argumentista más temible que el gran Polemista Neutrón
Omnicognaticio Hiperbólico de Ciceronicus , el Mágico e Infatigable?
El gran Polemista Neutrón Omnicognaticio Hiperbólico - dijo Pensamiento Profundo,
alargando las erres - podría dejar sin patas a un megaburro arcturiano a base de charla,
pero sólo yo podría persuadirle para que se fuera después a dar un paseo.
- Entonces, ¿cuál es el problema? - le preguntó Fook.
- No hay ningún problema - afirmó Pensamiento Profundo con tono magnífico y
resonante -. Sencillamente, soy el segundo ordenador más grande del Universo del
Espacio y del Tiempo.
- Pero... ¿el segundo? - insistió Lunkwill -. ¿Por qué afirmas ser el segundo? Seguro
que no pensarás en el Multicorticoide Perpicutrón Titán Muller, ¿verdad? O en el
Ponderamático. O en el...
Luces desdeñosas salpicaron la consola del ordenador.
- Yo no gasto ni una sola unidad de pensamiento en esos papanatas cibernéticos! -
tronó -. ¡Yo sólo hablo del ordenador que me sucederá!
Fook estaba perdiendo la paciencia. Apartó a un lado la libreta de notas y murmuró:
- Me parece que la cosa se está poniendo innecesariamente mesiánica.
- Tú no sabes nada del tiempo futuro - sentenció Pensamiento Profundo -, pero con mi
prolífico sistema de circuitos Yo puedo navegar por las infinitas corrientes de las
probabilidades futuras y ver que un día llegará un ordenador cuyos parámetros de
funcionamiento no soy digno de calcular, pero que en definitiva será mi destino
proyectar.
Fook exhaló un hondo suspiro y miró a Lunkwill. - ¿Podemos proseguir y hacerle la
pregunta? - inquirió.
Lunkwill le hizo serías de que esperara.
- ¿De qué ordenador hablas? - preguntó.
- No hablaré más de él por el momento - dijo Pensamiento Profundo -. Y ahora,
decidme qué otra cosa queréis de mis funciones.
Los programadores se miraron y se encogieron de hombros. Fook se dominó y habló.
- ¡Oh, ordenador Pensamiento Profundo! La tarea para la que te hemos proyectado es
la siguiente: Queremos que nos digas... - hizo una pausa - ¡la Respuesta!
- ¿La Respuesta? - repitió Pensamiento Profundo -. ¿La Respuesta a qué?
- ¡A la Vida! - le apremió Fook.
- ¡Al Universo! - exclamó Lunkwill.
- ¡A Todo! - dijeron ambos a coro.
Pensamiento Profundo hizo una breve pausa para reflexionar.
- Difícil - dijo al fin.
- Pero, ¿puedes darla?
- Sí - dijo Pensamiento Profundo -, puedo darla.
De nuevo se produjo una pausa significativa.
- ¿Existe la respuesta? - inquirió Fook, jadeando de emoción.
- ¿Una respuesta sencilla? - añadió Lunkwill.
- Sí - respondió Pensamiento Profundo -. A la Vida, al Universo y a Todo. Hay una
respuesta. Pero - añadió - tengo que pensarla.
Un alboroto repentino destruyó la emoción del momento: la puerta se abrió de golpe y
dos hombres furiosos, que llevaban las túnicas de azul desteñido y las bandas de la
Universidad de Cruxwan, irrumpieron en la habitación, apartando a empujones a los
ineficaces lacayos que trataban de impedirles el paso.
- ¡Exigimos admisión! - gritó el más joven de los intrusos, dando un codazo en la
garganta a una secretaria guapa Y joven.
- ¡Vamos! ¡No podéis dejarnos fuera! - gritó el de más edad, echando a empujones por
la puerta a un programador subalterno.
- ¡Exigimos que no podéis dejarnos fuera! - chilló el más joven, aunque ya estaba dentro
de la habitación y no se hacían más intentos de detenerlo.
- ¿Quiénes sois? - preguntó Lunkwill irritado, levantándose de su asiento -. ¿Qué
queréis?
- ¡Yo soy Majikthise! - anunció el de más edad.
- ¡Y yo exijo que soy Vroomfondel! - gritó el más joven.
- Vale - dijo Majikthise volviéndose hada Vroomfondel con furia y explicándole -: No es
necesario que exijas eso.
- ¡De acuerdo! - aulló Vroomfondel, dando un puñetazo en un escritorio -. ¡Soy
Vroomfondel, y eso tío es una exigencia, sino un hecho incontrovertible! ¡Lo que
nosotros exigimos son hechos incontrovertibles!
- ¡No, no es eso! - exclamó airadamente Majikthise -. ¡Eso es precisamente lo que no
exigimos!
- ¡No exigimos hechos incontrovertibles! - gritó Vroomfondel, sin casi detenerse a tomar
aliento -. ¡Lo que exigimos es una total ausencia de hechos incontrovertibles! ¡Exijo que
yo sea o no sea Vroomfondel!
- Pero ¿qué demonios sois vosotros? - exclamó Fook, ofendido.
- Nosotros - anunció Majikthise somos filósofos.
  - Aunque quizá no lo seamos - añadió Vroomfondel, moviendo un dedo en señal de
advertencia a los programadores.
- Sí, lo somos - insistió Majikthise -. Estamos precisamente aquí en representación de la
Unión Amalgamada de Filósofos, Sabios, Luminarias y Otras Personas Pensantes, ¡y
queremos que se desconecte esa máquina ahora mismo!
- ¿Cuál es el problema? - inquirió Lunkwill.
- Te diré cuál es el problema, compañero - dijo Majikthise - ¡demarcación, ése es el
problema!
- ¡Exigimos - gritó Vroomfondel - que la demarcación pueda o no pueda ser el problema!
- Dejad que las máquinas sigan haciendo sumas - advirtió Majikthise -, y nosotros nos
ocuparemos de las verdades eternas, muchas gracias. Si queréis comprobar vuestra
situación legal, hacedlo, compañeros. Según la ley, la Búsqueda de la Verdad Ultima
es, con toda claridad, la prerrogativa inalienable de los obreros pensadores. Si cualquier
máquina puñetera va y la encuentra, nosotros nos quedamos inmediatamente sin
trabajo, ¿verdad? ¿Qué sentido tiene que nosotros nos quedemos levantados casi toda
la noche discutiendo la existencia de Dios, si esa máquina se pone a funcionar y os da
su puñetero número de teléfono a la mañana siguiente?
- ¡Eso es - aulló Vroomfondel -, exigimos áreas rígidamente definidas de duda y de
incertidumbre!
De pronto, una voz atronadora retumbó por la habitación.
- ¿Podría hacer yo una observación a esa cuestión? - inquirió Pensamiento Profundo.
- ¡Iremos a la huelga! - gritó Vroomfondel.
- ¡Eso es! - convino Majikthise -. ¡Tendréis que véroslas con una huelga nacional de
Filósofos!
El zumbido que había en la habitación se incremento repentinamente cuando varias
unidades auxiliares de los tonos graves, montadas en altavoces sobriamente labrados y
barnizados, entra ron en funcionamiento por toda la habitación para dar más potencia a
la voz de Pensamiento Profundo.
- Lo único que quería decir - bramó el ordenador - es que en estos momentos mis
circuitos están irrevocablemente ocupados en calcular la respuesta a la Pregunta Ultima
de la Vida, del Universo y de Todo - hizo una pausa y se cercioró de que todos le
atendían antes de proseguir en voz más baja -: Pero tardaré un poco en desarrollar el
programa.
Fook miró impaciente su reloj.
- ¿Cuánto? - preguntó.
- Siete millones y medio de años - contesto Pensamiento Profundo.
Lunkwill y Fook se miraron y parpadearon.
- ¡Siete millones y medio de años...! - gritaron a coro.
- Sí - exclamó Pensamiento Profundo -, he dicho que tenía que pensarlo, ¿no es así? Y
me parece que desarrollar un programa semejante puede crear una enorme cantidad de
 publicidad popular para toda el área de la filosofía en general. Todo el mundo elaborará
sus propias teorías acerca de cuál será la respuesta que al fin daré, ¿y quién mejor que
vosotros para capitalizar el mercado de los medios de comunicación? Mientras sigáis en
desacuerdo violento entre vosotros y os destrocéis mutuamente en periódicos
sensacionalistas, y en la medida en que dispongáis de agentes inteligentes, podréis
continuar viviendo del cuento hasta que os muráis. ¿Qué os parece?
Los dos filósofos lo miraron boquiabiertos.
- ¡Caray! - exclamó Majikthise -. ¡Eso es lo que yo llamo pensar! Oye, Vroomfondel,
¿por qué no hemos pensado nunca en eso?
- No lo sé - respondió Vroomfondel con un susurro reverente -, creo que nuestros
cerebros deben estar sobreenterados, Majikthise.
Y diciendo esto, dieron media vuelta, salieron de la habitación y adoptaron un tren de
vida que superó sus sueños más ambiciosos.
- Sí, es algo muy provechoso - comentó Arthur, después de que Slartibarfast le contara
los puntos más sobresalientes de esta historia -, pero no entiendo qué tiene que ver
todo eso con la Tierra, los ratones y lo demás.
- Esta no es más que la mitad de la historia, terráqueo - le advirtió el anciano -. Si
quieres saber lo que ocurrió siete millones y medio de años después, en el gran día de
la Respuesta, permíteme invitarte a mi despacho, donde podrás observar por ti mismo
los acontecimientos en nuestras grabaciones en Sensocine. Es decir, si no quieres dar
un paseo rápido por la superficie de la Nueva Tierra. Me temo que está a medio
terminar; aún no hemos acabado de enterrar en la corteza los esqueletos de los
dinosaurios artificiales, y luego tenemos que poner los períodos Terciario y Cuaternario
de la Era Cenozoica, y...
- No, gracias - dijo Arthur -, no sería lo mismo.
- No, no sería igual - convino Slartibarfast, virando en redondo el aerodeslizador y
poniendo rumbo de nuevo hacia la pasmosa pared.
El despacho de Slartibarfast era un revoltijo absoluto, como los resultados de una
explosión en una biblioteca pública. Cuando entraron, el anciano frunció el ceño.
- Una desgracia tremenda - explicó -; saltó un diodo en uno de los ordenadores de
mantenimiento vital. Cuando tratamos de revivir a nuestro personal de limpieza,
descubrimos que habían estado muertos desde hacía casi treinta mil años. ¿Quién va a
 retirar los cadáveres?, eso es lo que quiero saber. Oye, ¿por qué no te sientas ahí y
dejas que te conecte?
Hizo serías a Arthur para que se sentara en un sillón que parecía hecho del costillar de
un estegosaurio.
- Está hecho del costillar de un estegosaurio - explicó el anciano mientras iba de un lado
para otro acarreando instrumentos y recogiendo trocitos de alambre de debajo de
tambaleantes montones de papel.
- Toma - le dijo a Arthur, pasándole un par de alambres pelados en los extremos.
En el momento en que Arthur los cogió, un pájaro voló derecho hacia él.
Se encontró suspendido en el aire y completamente invisible a sí mismo. Bajo él vio la
plaza de una ciudad bordeada de árboles, y en torno a ella, hasta donde abarcaba su
mirada, había blancos edificios de cemento de amplia y elegante estructura, pero algo
dañados por el paso del tiempo: muchos estaban agrietados y manchados de lluvia. Sin
embargo, brillaba el sol, una brisa fresca danzaba ligeramente entre los árboles, y la
extraña sensación de que todos los edificios estuvieran canturreando se debía,
probablemente, al hecho de que la plaza y las calles de alrededor bullían de gente
animada y alegre. En algún sitio tocaba una orquesta, banderas de brillantes colores
ondeaban con la brisa.y el espíritu de carnaval flotaba en el aire.
Arthur se sintió muy solo colgado en el aire por encima de todo aquello sin siquiera
tener un cuerpo que albergara su nombre, pero antes de que tuviera tiempo de pensar
en ello, una voz resonó en la plaza llamando la atención de todo el mundo.
Un hombre, de pie sobre un estrado vivamente engalanado delante de un edificio que
dominaba la plaza, se dirigía a la multitud a través de un Tannoy.
- ¡Oh, gentes que esperáis a la sombra de Pensamiento Profundo! - gritó -. ¡Honorables
descendientes de Vroomfondel y de Majikthise, los Sabios más Grandes y Realmente
Interesantes que el Universo ha conocido jamás.... el Tiempo de Espera ha terminado!
La multitud estalló en vítores desenfrenados. Tremolaron banderas y gallardetes; se
oyeron silbidos agudos. Las calles más estrechas parecían ciempiés vueltos de
espaldas y agitando frenéticamente las patas en el aire.
- ¡Nuestra raza ha esperado siete millones y medio de años este Gran Día Optimista e
Iluminador! - gritó el dirigente de los vítores -. ¡El Día de la Respuesta!
La extática multitud rompió en hurras.
- Nunca más - gritó el hombre, nunca más volveremos a levantarnos por la mañana
preguntándonos: ¿Quién soy? ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Tiene alguna importancia,
cósmicamente hablando, si no me levanto para ir a trabajar? ¡Porque hoy, finalmente,
conoceremos, de una vez por todas, la lisa y llana respuesta a todos esos problemillas
inoportunos de la Vida, del Universo y de Todo!
Cuando la multitud aclamaba una vez más, Arthur se encontró deslizándose por el aire
y bajando hacia una de las magníficas ventanas del primer piso del edificio que se
levantaba detrás del estrado donde el orador se dirigía a la multitud.
Sufrió un momento de pánico al pasar por la ventana, pero lo olvidó un par de segundos
después al descubrir que, al parecer, había atravesado el cristal sin tocarlo.
Ninguno de los que estaban en la habitación notó su curiosa aparición, lo que no es de
extrañar si se piensa que no estaba allí. Comenzó a comprender que toda aquella
experiencia no era más que una proyección grabada que dejaba por los suelos a una
película de setenta milímetros y seis pistas.
La habitación se parecía bastante a la descripción de Slartibarfast. La habían cuidado
bien durante siete millones y medio de años, y cada cien años la habían limpiado con
regularidad. El escritorio de ultracaoba estaba un poco gastado en los bordes, la
alfombra ya estaba un poco desvaída, pero el ancho terminal del ordenador
descansaba con brillante magnificencia en la tapicería de cuero de la mesa, tan
reluciente como si se hubiera construido el día anterior.
Dos hombres severamente vestidos se sentaban con gravedad ante la terminal,
esperando.
- Casi ha llegado la hora - dijo uno de ellos, y Arthur se sorprendió al ver que una
palabra se materializaba en aire, justo al lado del cuello de aquel hombre. Era la palabra
LOONQUAWL, y destelló un par de veces antes de disiparse de nuevo. Antes de que
Arthur pudiera asimilarlo, el otro hombre habló y la palabra PHOUCHG apareció junto a
su garganta.
- Hace setenta y cinco mil generaciones, nuestros antepasados pusieron en marcha
este programa - dijo el segundo hombre -, y en todo ese tiempo nosotros seremos los
primeros en oír las palabras del ordenador.
- Es una perspectiva pavorosa, Phouchg - convino el primer hombre, y Arthur se dio
cuenta de repente que estaba viendo una película con subtítulos.
- ¡Somos nosotros quienes oiremos - dijo Phouchg - la respuesta a la gran pregunta de
la vida!
- ¡Chsss! - dijo Loonquawl con un suave gesto -. ¡Creo que Pensamiento Profundo se
dispone a hablar!
Hubo un expectante momento de pausa mientras los paneles de la parte delantera de la
consola empezaban a despertarse lentamente. Comenzaron a encenderse y a
apagarse luces de prueba que pronto funcionaron de modo continuo. Un canturreo leve
y suave se oyó por el canal de comunicación.
- Buenos días - dijo al fin Pensamiento Profundo.
- Hmmm... Buenos días, Pensamiento Profundo - dijo nerviosamente Loonquawl -,
¿tienes... hmmm, es decir...
- ¿Una respuesta que daros? - le interrumpió Pensamiento Profundo en tono
majestuoso -. Sí, la tengo.
Los dos hombres temblaron de expectación. Su espera no había sido en vano.
- ¿De veras existe? - jadeó Phouchg.
- Existe de veras - le confirmó Pensamiento Profundo.
- ¿A todo? ¿A la gran pregunta de la Vida, del Universo y de Todo?
- Sí.
Los dos hombres estaban listos para aquel momento, se habían preparado durante toda
la vida; se les escogió al nacer para que presenciaran la respuesta, pero aun así
jadeaban y se retorcían como criaturas nerviosas.
- ¿Y estás dispuesto a dárnosla? - le apremió Loonquawl.
- Lo estoy.
- ¿Ahora mismo?
. Ahora mismo - contesto Pensamiento Profundo.
Ambos se pasaron la lengua por los labios secos.
- Aunque no creo - añadió Pensamiento Profundo - que vaya a gustaros.
- ¡No importa! - exclamó Phouchg -. ¡Tenemos que saberla! ¡Ahora mismo!
- ¿Ahora mismo? - inquirió Pensamiento Profundo.
- ¡Sí! Ahora mismo...
- Muy bien - dijo el ordenador, volviendo a guardar silencio.
- ¡Del Universo...! - exclamó Loonquawl. Los dos hombres se agitaron inquietos. La
tensión era insoportable.
- ¡Y de Todo...!
- En serio, no os va a gustar - observó Pensamiento Profundo.
- ¡Dínosla!
- De acuerdo - dijo Pensamiento Profundo -. La Respuesta a la Gran Pregunta...
- ¡Sí...!
- de la Vida, del Universo y de Todo... - dijo Pensamiento Profundo.
- ¡Sí...!
- Es - dijo Pensamiento Profundo, haciendo una pausa.
- ¡Sí!
- Es...
- iii ¿Sí...?!!!
- Cuarenta y dos - dijo Pensamiento Profundo, con calma y majestad infinitas.
Pasó largo tiempo antes de que hablara alguien.
Con el rabillo del ojo, Phouchg veía los expectantes rostros de la gente que aguardaba
en la plaza.
- Nos van a linchar, ¿verdad? - susurró.
- Era una misión difícil - dijo Pensamiento Profundo con voz suave.
- ¡Cuarenta y dos! - chilló Loonquawl -. ¿Eso es todo lo que tienes que decirnos
después de siete millones y medio de años de trabajo?
  - Lo he comprobado con mucho cuidado - manifestó el ordenador -, y ésa es
exactamente la respuesta. Para ser franco con vosotros, creo que el problema consiste
en que nunca habéis sabido realmente cuál es la pregunta.
- ¡Pero se trata de la Gran Pregunta! ¡La Cuestión Ultima de la Vida, del Universo y de
Todo! - aulló Loonquawl.
- Sí - convino Pensamiento Profundo, con el aire del que soporta bien a los estúpidos -,
pero ¿cuál es realmente?
Un lento silencio lleno de estupor fue apoderándose de los dos hombres, que se
miraron mutuamente tras apartar la vista del ordenador.
- Pues ya lo sabes, de Todo..., Todo... - sugirió débilmente Phouchg.
- ¡Exactamente! - sentenció Pensamiento Profundo -. De manera que, en cuanto sepáis
cuál es realmente la pregunta, sabréis cuál es la respuesta.
- ¡Qué tremendo! - murmuró Phouchg, tirando a un lado su cuaderno de notas y
limpiándose una lágrima diminuta.
- De acuerdo, de acuerdo - dijo Loonquawl -. Mira, ¿no puedes decirnos la pregunta?
- ¿La Cuestión Ultima?
- Sí.
- ¿De la Vida, del Universo y de Todo?
- ¡Sí!
Pensamiento Profundo meditó un momento.
- Difícil - comentó.
- Pero, ¿puedes decírnosla? - gritó Loonquawl.
Pensamiento Profundo meditó sobre ello otro largo momento.
- No - dijo al fin con voz firme.
Los dos hombres se derrumbaron desesperados en sus asientos.
- Pero os diré quién puede hacerlo - dijo Pensamiento Profundo.
Ambos levantaron bruscamente la vista.
- ¿Quién? ¡Dínoslo!
De pronto, Arthur empezó a sentir que su cráneo, en apariencia inexistente, empezaba
a hormiguear mientras él se movía despacio, pero de modo inexorable, hacia la
consola, aunque sólo se trataba, según imaginó, de un dramático zoom realizado por
quienquiera que hubiese filmado el acontecimiento.
- No hablo sino del ordenador que me sucederá - entonó Pensamiento Profundo,
mientras su voz recobraba sus acostumbrados tonos declamatorios -. Un ordenador
cuyos parámetros funcionales no soy digno de calcular; y sin embargo yo lo proyectaré
para vosotros. Un ordenador que podrá calcular la Pregunta de la Respuesta Ultima, un
ordenador de tan infinita y sutil complejidad, que la misma vida orgánica formará parte
de su matriz funcional. ¡Y hasta vosotros adoptaréis formas nuevas para introduciros en
el ordenador y conducir su programa de diez mirones de años! ¡Sí! Os proyectaré ese
ordenador. Y también le daré un nombre. Se llamará... la Tierra.
Phouchg miró boquiabierto a Pensamiento Profundo.
- ¡Qué nombre tan insípido! - comentó, y grandes incisiones aparecieron a todo lo largo
de su cuerpo. De pronto, Loonquawl sufrió unos cortes horrendos procedentes de
ninguna parte. La consola del ordenador se llenó de manchas y de grietas, las paredes
oscilaron y se derrumbaron y la habitación se precipitó hacia arriba, contra el techo...
Slartibarfast estaba de pie frente a Arthur, sosteniendo los dos alambres.
- Fin de la cinta - explicó.
- iZaphod! i Despierta!
- ¿Eemmmmmhhhheerrrrr?
- Venga, vamos, despierta.
- Déjame hacer una cosa que se me da bien, ¿quieres? - murmuró Zaphod, dándole la
espalda a quien le hablaba y volviéndose a dormir.
- ¿Quieres que te dé una patada? - le dijo Ford.
- ¿Y eso te causaría mucho placer? - replicó débilmente Zaphod.
- No.
- A mí tampoco. Así que no tendría sentido. Deja de fastidiarme - Zaphod se hizo un
ovillo.
- Ha recibido doble dosis de gas - dijo Trillian, mirándolo -: dos tragos.
- Y dejad de hablar - dijo Zaphod -, ya resulta bastante difícil tratar de dormir. ¿Qué
pasa con el suelo? Está todo duro y frío.
- Es oro - le explicó Ford.
Con un pasmoso movimiento de ballet, Zaphod se puso en pie y empezó a otear el
horizonte, porque hasta aquella línea se extendía el suelo áureo en todas direcciones,
macizo y de una suavidad perfecta. Relucía como..., es imposible decir cómo relucía
porque en el Universo nada existe que reluzca exactamente como un planeta de oro
macizo.
- ¿Quién ha puesto ahí todo eso? - gritó Zaphod, con los ojos en blanco.
- No te excites - le aconsejó Ford -. Sólo es un catálogo.
- ¿Un qué?
- Un catálogo - le explicó Trillian -, una ilusión.
- ¿Cómo podéis decir eso? - gritó Zaphod, cayendo a gatas y mirando fijamente al suelo.
Lo golpeó y lo raspó. Era muy sólido y muy suave y ligero, podía hacerle marcas con las
uñas. Era muy rubio y brillante, y cuando respiró sobre él, su aliento se evaporó de esa
manera tan extraña y especial en que el aliento se evapora sobre el oro macizo.
- Trillian y yo hace rato que recuperamos el sentido - le dijo Ford -. Gritamos y chillamos
hasta que vino alguien, y luego seguimos gritando y chillando hasta que nos trajeron
 comida y nos introdujeron en el catálogo de planetas para tenernos ocupados hasta que
estuvieran preparados para atendernos. Todo esto es una grabación en Sensocine.
Zaphod lo miró con rencor.
- ¡Mierda! - exclamó -. ¿Y me despiertas de mi sueño perfecto para mostrarme el de
otro?
Se sentó resoplando.
- ¿Qué es esa serie de valles de allá? - preguntó.
- El contraste - le explicó Ford -. Lo hemos visto.
- No te hemos despertado antes - le dijo Trillian -. El último planeta estaba lleno de
peces hasta la rodilla.
- ¿Peces?
- A cierta gente le gustan las cosas más raras.
- Y antes de eso - terció Ford - tuvimos platino. Un poco soso. Pero pensamos que te
gustaría ver éste.
Hacia donde mirasen, mares luminosos destellaban con una sólida llamarada.
- Muy bonito - comentó Zaphod con aire petulante.
En el cielo apareció un enorme número verde de catálogo. Osciló y cambió, y cuando
volvieron a mirar, el panorama también era diferente.
- ¡Uf! - dijeron a coro.
El mar era púrpura. La playa en la que se encontraban se componía de guijarros
amarillos y verdes: gemas tremendamente preciosas, podría asegurarse. A lo lejos, las
crestas rojas de las montañas eran suaves y onduladas, Más cerca, se levantaba una
mesa de playa con un escarolado parasol malva y borlas plateadas.
En el cielo apareció un letrero enorme que sustituía al número de catálogo: Decía:
Cualesquiera que sean tus gustos, Magrathea puede complacerte. No somos orgullosos.
Y quinientas mujeres completamente desnudas cayeron del cielo en paracaídas.
Al cabo de un momento la escena se desvaneció, dejándolos en una pradera primaveral
llena de vacas.
- ¡Uf! - exclamó Zaphod -. ¡Mis cerebros!
- ¿Quieres hablar de ello? - le dijo Ford.
- Sí, muy bien - aceptó Zaphod, y los tres se sentaron ignorando las escenas que
surgían y se disipaban a su alrededor.
- Esto es lo que me figuro - empezó a decir Zaphod -. Sea lo que sea lo que le ha
ocurrido a mi mente, lo he conseguido. Y lo he logrado de un modo que no podrían
detectar las pantallas de prueba del Gobierno. Y yo no debía saber nada al respecto.
Qué locura, ¿verdad?
Los otros dos asintieron con la cabeza.
- De manera que me pregunto: ¿qué es tan secreto para que yo no pueda decirle a
nadie que lo sé, ni siquiera al Gobierno Galáctico, ni a mí mismo? La respuesta es: no
lo sé. Es evidente. Pero he relacionado unas cuantas cosas y empiezo a adivinar.
¿Cuándo decidí presentarme a la Presidencia? Poco después de la muerte del
presidente Yooden Vranx. ¿Te acuerdas de Yooden, Ford?
- Sí - dijo Ford -, aquel sujeto que conocimos de muchachos, el capitán arcturiano.
Tenía gracia. Nos dio castañas cuando asaltaste su megavión. Decía que eras el chico
más impresionante que había conocido.
- ¿Qué es todo eso? - preguntó Trillian.
- Historia antigua - le contestó Ford -, de cuando éramos muchachos en Betelgeuse.
Los megaviones arcturianos llevaban la mayor parte de su voluminosa carga entre el
Centro Galáctico y las regiones periféricas. Los exploradores comerciales de
Betelgeuse descubrían los mercados y los arcturianos los abastecían. Había muchas
dificultades con los piratas del espacio antes de que los aniquilaran en las guerras
Dordellis, y los megaviones tenían que dotarse de los escudos defensivos más
fantásticos conocidos por la ciencia galáctica. Eran naves enormes, realmente
descomunales. Cuando entraban en la órbita de un planeta eclipsaban al sol.
»Un día, el joven Zaphod decidió atacar uno con una scooter de tres propulsores a
chorro proyectada para trabajar en la estratosfera. No era más que un crío. Le dije que
lo olvidara, que era el asunto más descabellado que había oído jamás. Yo lo acompañé
en la expedición, porque había apostado un buen dinero a que no lo haría, y no quería
que volviese con pruebas amañadas. ¿Y qué ocurrió? Subimos a su tripropulsor, que él
había preparado convirtiéndolo en algo completamente distinto, recorrimos tres parsecs
en cosa de semanas, entramos todavía no sé cómo en un megavión, avanzamos hacia
el puente blandiendo pistolas de juguete y pedimos castañas. No he visto cosa más
absurda. Perdí un año de dinero para gastos. ¿Y para qué? Para castañas.»
- El capitán era un tipo realmente impresionante, Yooden Vranx - dijo Zaphod -. Nos dio
comida, alcohol, género de las partes más extrañas de la Galaxia, y montones de
castañas, por supuesto, y nos lo pasamos increíblemente bien. Luego nos
teletransportó. Al ala de máxima seguridad de la cárcel estatal de Betelgeuse. Era un
tipo excelente. Llegó a ser Presidente de la Galaxia.
Zaphod hizo una pausa.
En aquellos momentos, la escena que les envolvía se llenó de oscuridad. Una niebla
negra se levantaba a su alrededor y unas formas pesadas se movían furtivamente entre
las sombras. De cuando en cuando rasgaban el aire los ruidos que unos seres ilusorios
hacían al matar a otros seres ilusorios. Es probable que a bastante gente le hubiera
gustado esa clase de cosas hasta el punto de encargarlas por una suma de dinero.
- Ford - dijo Zaphod en voz baja.
- Justo antes de morir, Yooden vino a verme.
- ¿Cómo? Nunca me lo has dicho.
- No.
- ¿Qué te dijo? ¿Para qué fue a verte?
- Me contó lo del Corazón de Oro. La idea de que yo lo robara se le ocurrió a él
- ¿A él?
- Sí - dijo Zaphod -, y la única posibilidad de robarlo era en la ceremonia de botadura.
Ford lo miró un momento, boquiabierto de asombro, y luego soltó una estrepitosa
carcajada.
- ¿Quieres decirme que te presentaste a la Presidencia de la Galaxia sólo para robar
esa nave?
- Eso es - admitió Zaphod, con la especie de sonrisa que hace que a mucha gente se la
encierre en una habitación de paredes acolchadas.
- Pero ¿por qué? - le preguntó Ford -. ¿Por qué era tan importante poseerla?
- No lo sé - respondió Zaphod -, creo que si supiera conscientemente por qué era tan
importante y para qué la necesitaba, se habría proyectado en las pantallas de las
pruebas cerebrales y no las habría pasado. Creo que Yooden me contó un montón de
cosas que aún siguen bloqueadas.
- De modo que crees que te hiciste un lío en tu propio cerebro como resultado de la
conversación que Yooden mantuvo contigo...
- Tenía una endiablada capacidad de convicción.
- Sí, pero Zaphod, viejo amigo, es preciso que cuides de ti mismo, ¿sabes?
Zaphod se encogió de hombros.
- ¿No tienes ninguna idea de las razones de todo esto? - le preguntó Ford.
Zaphod lo pensó mucho y pareció sentir dudas.
- No - dijo al fin -, me parece que no voy a permitirme descubrir ninguno de mis
secretos. Sin embargo - añadió, tras pensarlo un poco más -, lo comprendo. No
confiaría en mí mismo ni para escupir a una rata.
Un momento después, el último planeta del catálogo desapareció bajo sus plantas y el
mundo real volvió a aparecer.
Estaban sentados en una lujosa sala de espera llena de mesas con tablero de cristal y
premios de proyectos.
Un magratheano de gran talla estaba en pie delante de ellos.
- Los ratones os verán ahora - les dijo.

- Así que ahí lo tienes - dijo Slartibarfast, haciendo un intento débil y superficial de
ordenar el asombroso revoltijo de su despacho. Cogió una hoja de papel de un montón,
pero luego no se le ocurrió ningún otro sitio para ponerla, de manera que volvió a
depositarla encima del montón original, que se derrumbó en seguida -. Pensamiento
Profundo proyectó la Tierra, nosotros la construimos y vosotros la habitasteis.
- Y los vogones llegaron y la destruyeron cinco minutos antes de que concluyera el
programa - añadió Arthur, no sin amargura.
- Sí - dijo el anciano, haciendo una pausa para mirar desalentado por la habitación -.
Diez millones de años de planificación y de trabajo echados a perder como si nada.
Diez millones de años, terráqueo... ¿Te imaginas un período de tiempo semejante? En
ese tiempo, una civilización galáctica podría desarrollarse cinco veces a partir de un
simple gusano. Echados a perder.
Hizo una pausa.
- Bueno, para ti eso es burocracia - añadió.
- Mire usted - dijo Arthur con aire pensativo -, todo esto explica un montón de cosas.
Durante toda mi vida he tenido la sensación extraña e inexplicable de que en el mundo
estaba pasando algo importante, incluso siniestro, y que nadie iba a decirme de qué se
trataba.
- No - dijo el anciano -, eso no es más que paranoia absolutamente normal. Todo el
mundo la tiene en el Universo.
- ¿Todo el mundo? - repitió Arthur -. ¡pues si todo el mundo la tiene, quizá posea algún
sentido! Tal vez en algún sitio, fuera del Universo que conocemos...
- Quizá. ¿A quién le importa? - dijo Slartibarfast antes de que Arthur se emocionara
demasiado, y prosiguió -: Tal vez esté viejo y cansado, pero siempre he pensado que
las posibilidades de descubrir lo que realmente pasa son tan absurdamente remotas,
que lo único que puede hacerse es decir: olvídalo y manténte ocupado. Fíjate en mí: yo
proyecto líneas costeras. Me dieron un premio por Noruega.
Revolvió entre un montón de despojos y sacó un gran bloque de perspex y un modelo
de Noruega montado sobre él.
- ¿Qué sentido tiene esto? - prosiguió -. No se me ocurre ninguno. Toda la vida he
estado haciendo fiordos. Durante un momento pasajero se pusieron de moda y me
dieron un premio importante.
Se encogió de hombros, le dio vueltas en las manos y lo tiró descuidadamente a un
lado, pero con el suficiente tiento para que cayera en un sitio blando.
- En la Tierra de recambio que estamos construyendo me han encomendado Africa, y la
estoy haciendo con muchos fiordos, porque me gustan y soy lo bastante anticuado para
pensar que dan un delicioso toque barroco a un continente. Y me dicen que no es lo
bastante ecuatorial. ¡Ecuatorial! - emitió una ronca carcajada -. ¿Qué importa eso?
Desde luego, la ciencia ha logrado cosas maravillosas, pero yo preferiría, con mucho,
ser feliz a tener razón.
- ¿Y lo es?
- No. Ahí reside todo el fracaso, por supuesto.
- Lástima - dijo Arthur con simpatía -. De otro modo, parecía una buena forma de vida.
Una pequeña luz blanca destelló en un punto de la pared.
- Vamos - dijo Slartibarfast -, tienes que ver a los ratones. Tu llegada al planeta ha
causado una expectación considerable. Según tengo entendido, la han saludado como
el tercer acontecimiento más improbable de la historia del Universo.
- ¿Cuáles fueron los dos primeros?
- Bueno, probablemente no fueron más que coincidencias - dijo con indiferencia
Slartibarfast. Abrió la puerta y esperó a que Arthur lo siguiera.
Arthur miró alrededor una vez más, y luego inspeccionó su apariencia, la ropa sudada y
desaliñada con la que se había tumbado en el barro el jueves por la mañana.
- Parece que tengo tremendas dificultades con mi forma de vida - murmuró para sí.
- ¿Cómo dices? - le preguntó suavemente el anciano.
- Nada, nada - contesto Arthur -, sólo era una broma.
Desde luego, es bien sabido que unas palabras dichas a la ligera pueden costar más de
una vida, pero no siempre se aprecia el problema en toda su envergadura.
Por ejemplo, en el mismo momento en que Arthur dijo «Parece que tengo tremendas
dificultades con mi forma de vida», un extraño agujero se abrió en el tejido del continuo
espaciotiempo y llevó sus palabras a un pasado muy remoto, por las extensiones casi
infinitas del espacio, hasta una Galaxia lejana donde seres extraños y guerreros
estaban al borde de una formidable batalla interestelar.
Los dos dirigentes rivales se reunían por última vez.
Un silencio temeroso cayó sobre la mesa de conferencias cuando el jefe de los
vl'hurgos, resplandeciente con sus enjoyados pantalones cortos de batalla, de color
negro, miró fijamente al dirigente g'gugvuntt, sentado en cuclillas frente a él entre una
nube de fragantes vapores verdes, y, con un millón de bruñidos cruceros estelares,
provistos de armas horribles y dispuestos a desencadenar la muerte eléctrica a su sola
voz de mando, exigió a la vil criatura que retirara lo que había dicho de su madre.
La criatura se removió entre sus vapores tórridos y malsanos, y en aquel preciso
momento las palabras Parece que tengo tremendas dificultades con mi forma de vida
flotaron por la mesa de conferencias.
Lamentablemente, en la lengua vl'hurga aquél era el insulto más terrible que pudiera
imaginarse, y no quedó otro remedio que librar una guerra horrible durante siglos.
Al cabo de unos miles de años, después de que su Galaxia quedara diezmada, se
comprendió que todo el asunto había sido un lamentable error, y las dos flotas
contendientes arreglaron las pocas diferencias que aún tenían con el fin de lanzar un
ataque conjunto contra nuestra propia Galaxia, a la que ahora se consideraba sin
sombra de duda como el origen del comentario ofensivo.
Durante miles de años más, las poderosas naves surcaron la vacía desolación del
espacio y, finalmente, se lanzaron contra el primer planeta con el que se cruzaron - dió
la casualidad de que era la Tierra -, donde debido a un tremendo error de bulto, toda la
flota de guerra fue accidentalmente tragada por un perro pequeño.
 Aquellos que estudian la compleja interrelación de causa y efecto en la historia del
Universo, dicen que esa clase de cosas ocurren a todas horas, pero que somos
incapaces de prevenirlas.
- Cosas de la vida - dicen.
Al cabo de un corto viaje en el aerodeslizador, Arthur y el anciano de Magrathea
llegaron a una puerta. Salieron del vehículo y entraron a una sala de espera llena de
mesas con tableros de cristal y premios de perspex. Casi en seguida se encendió una
luz encima de la puerta del otro extremo de la habitación, y pasaron.
- ¡Arthur! ¡Estás sano y salvo! - gritó una voz.
- ¿Lo estoy? - dijo Arthur, bastante sorprendido -. Estupendo.
La iluminación era más bien débil y tardó un momento en ver a Ford, a Trillian y a
Zaphod sentados en torno a una amplía mesa muy bien provista con platos exóticos,
extrañas carnes dulces y frutas raras. Tenían los carrillos llenos.
- ¿Qué os ha sucedido? - les preguntó Arthur.
- Pues nuestros anfitriones - dijo Zaphod, atacando una buena ración de tejido muscular
a la plancha - nos han lanzado gases, nos han dado muchas sorpresas, se han portado
de manera misteriosa y ahora nos han ofrecido una espléndida comida para
resarcirnos. Toma - añadió, sacando de una fuente un trozo de carne maloliente -, come
un poco de chuleta de rino vegano. Es deliciosa, si da la casualidad de que te gustan
estas cosas.
- ¿Anfitriones? - dijo Arthur -. ¿Qué anfitriones? Yo no veo ninguno...
- Bienvenido al almuerzo, criatura terráquea - dijo una voz suave.
Arthur miró en derredor y dio un grito súbito.
- ¡Uf! - exclamó -. ¡Hay ratones encima de la mesa!
Hubo un silencio embarazoso y todo el mundo miró fijamente a Arthur.
El estaba distraído, contemplando dos ratones blancos aposentados encima de la
mesa, en algo parecido a vasos de whisky. Percibió el silencio y miró a todos.
- ¡Oh! - exclamó al darse cuenta -. Lo siento, no estaba completamente preparado
para...
- Permite que te presente - dijo Trillian -. Arthur, éste es el ratón Benjy.
- ¡Hola! - dijo uno de los ratones. Sus bigotes rozaron un panel, que por lo visto era
sensible al tacto, en la parte interna de lo que semejaba un vaso de whisky, y el
vehículo se movió un poco hacia delante.
- Y éste es el ratón Frankie.
- Encantado de conocerte - dijo el otro ratón, haciendo lo mismo.
Arthur se quedó boquiabierto.
- Pero no son...
- Sí - dijo Trillian -, son los ratones que me llevé de la Tierra.
Le miró a los ojos y Arthur creyó percibir una levísima expresión de resignación.
  - ¿Me pasas esa fuente de megaburro arcturiano a la parrilla? - le pidió ella.
Slartibarfast tosió cortésmente.
- Humm, discúlpeme - dijo.
- Sí, gracias, Slartibarfast - dijo bruscamente el ratón Benjy -; puedes ¡rte.
- ¿Cómo? ¡Ah..., sí! Muy bien - dijo el anciano, un tanto desconcertado -. Entonces voy
a seguir con algunos de mis fiordos.
- Mira, en realidad no será necesario - dijo el ratón Frankie -. Es muy probable que ya
no necesitemos la nueva Tierra. - Hizo girar sus ojillos rosados -. Ahora hemos
encontrado a un nativo que estuvo en ese planeta segundos antes de su destrucción.
- ¡Qué! - gritó Slartibarfast, estupefacto -. ¡No lo dirá en serio! ¡Tengo preparados mil
glaciares, listos para extenderlos por toda Africa!
- En ese caso - dijo Frankie en tono agrio -, tal vez puedas tomarte unas breves
vacaciones y marcharte a esquiar antes de desmantelarlos.
- ¡Irme a esquiar! - gritó el anciano -. ¡Esos glaciares son obras de arte! ¡Tienen unos
contornos elegantemente esculpidos! ¡Altas cumbres de hielo, hondas y majestuosas
cañadas! iEsquiar sobre ese noble arte sería un sacrilegio!
- Gracias, Slartibarfast - dijo Benjy en tono firme -. Eso es todo.
- Sí, señor - repuso fríamente el anciano -, muchas gracias. Bueno, adiós, terráqueo - le
dijo a Arthur -, espero que se arregle tu forma de vida.
Con una breve inclinación de cabeza al resto del grupo, se dio la vuelta y salió
tristemente de la habitación.
Arthur le siguió con la mirada, sin saber qué decir.
- Y ahora - dijo el ratón Benjy -, al asunto.
Ford y Zaphod chocaron las copas.
- ¡Por el asunto! Exclamaron.
- ¿Cómo decís? - dijo Benjy.
- Lo siento, creí que estaba proponiendo un brindis - dijo Ford, mirando a un lado.
Los dos ratones dieron vueltas impacientes en sus vehículos de vidrio. Finalmente, se
tranquilizaron y Benjy se adelantó, dirigiéndose a Arthur.
- Y ahora, criatura terráquea - le dijo -, la situación en que nos encontramos es la
siguiente: como ya sabes, hemos estado más o menos rigiendo tu planeta durante los
últimos diez millones de años con el fin de hallar esa detestable cosa llamada Pregunta
Ultima.
- ¿Por qué? - preguntó bruscamente Arthur.
- No; ya hemos pensado en ésa - terció Frankie -, pero no encaja con la respuesta.
¿Por qué?: Cuarenta y dos..., como ves, no cuadra.
- No - dijo Arthur -, me refiero a por qué lo habéis estado rigiendo.
- Ya entiendo - dijo Frankie -. Pues para ser crudamente francos, creo que al final sólo
era por costumbre. Y el problema es más o menos éste: estamos hasta las narices de
todo el asunto, y la perspectiva de volver a empezar por culpa de esos puñeteros
vogones, me pone los pelos de punta, ¿comprendes lo que quiero decir? Fue una
verdadera suerte que Benjy y yo termináramos nuestro trabajo correspondiente y
saliéramos pronto del planeta para tomarnos unas breves vacaciones; desde entonces
nos las hemos arreglado para volver a Magrathea mediante los buenos oficios de tus
amigos.
- Magrathea es un medio de acceso a nuestra propia dimensión - agregó Benjy.
- Desde entonces - continuó su murino compañero -, nos han ofrecido un contrato
enormemente ventajoso en nuestra propia dimensión para realizar el espectáculo de
entrevistas D y una gira de conferencias, y nos sentimos muy inclinados a aceptarlo. -
Yo lo aceptaría, ¿y tú, Ford? - se apresuró a decir Zaphod.
- Pues claro - dijo Ford -, yo lo firmaría con sumo placer.
- Pero hemos de tener un producto, ¿comprendes? - dijo Frankie -; me refiero a que,
desde un punto de vista ideal, de una forma o de otra seguimos necesitando la
Pregunta Ultima.
Zaphod se inclinó hacia Arthur y le dijo:
- Mira, si se quedan ahí sentados en el estudio con aire de estar muy tranquilos y se
limitan a decir que conocen la Respuesta a la pregunta de la Vida, del Universo y de
Todo, para luego admitir que en realidad es Cuarenta y dos, es probable que el
espectáculo se quede bastante corto. Faltarán detalles, ¿comprendes?
- Debemos tener algo que suene bien - dijo Benjy.
- ¡Algo que suene bien! - exclamó Arthur -. ¿Una Pregunta última que suene bien?
¿Expresada por un par de ratones?
Los ratones se encresparon.
- Bueno, yo digo que sí al idealismo, sí a ja dignidad de la investigación pura, sí a la
búsqueda de la verdad en todas sus formas, pero me temo que se llega a un punto en
que se empieza a sospechar que si existe una verdad auténtica, es que toda la infinitud
multidimensional del Universo está regida, casi sin lugar a dudas, por un hatajo de
locos. Y si hay que elegir entre pasarse otros diez millones de años averiguándolo, y
coger el dinero y salir corriendo, a mí me vendría bien hacer ejercicio - dijo Frankie.
- Pero... - empezó a decir Arthur, desesperado.
- Oye, terráqueo - le interrumpió Zaphod -, ¿quieres entenderlo? Eres un producto de la
última generación de la matriz de ese ordenador, ¿verdad?, y estabas en tu planeta en
el preciso momento de su destrucción, ¿no es así?
- Humm...
- De manera que tu cerebro formaba parte orgánica de la penúltima configuración del
programa del ordenador - concluyó Ford con bastante lucidez, según le pareció.
- ¿De acuerdo? - preguntó Zaphod.
- Pues... - dijo Arthur en tono de duda. No tenía conciencia de haber formado parte
orgánica de nada. Siempre había considerado que ése era uno de sus problemas.
- En otras palabras - dijo Benjy, acercándose a Arthur en su curioso y pequeño vehículo
-, hay muchas probabilidades de que la estructura de la pregunta esté codificada en la
configuración de tu cerebro; así que te lo queremos comprar.
- ¿El qué, la pregunta? - preguntó Arthur.
- Sí - dijeron Ford y Trillian.
- Por un montón de dinero - sugirió Zaphod.
- No, no - repuso Frankie -, lo que queremos comprar es el cerebro.
- iCómo!
- Bueno, ¿quién iba a echarlo de menos? - añadió Benjy.
- Creía que podíais leer su cerebro por medios electrónicos - protestó Ford.
- Ah, sí - dijo Frankie -, pero primero tenemos que sacarlo. Tenemos que prepararlo.
- Que tratarlo - añadió Benjy. - Que cortarlo en cubitos.
- Gracias - gritó Arthur, derribando la silla y retrocediendo horrorizado hacia la puerta.
- Siempre se puede volver a poner - explicó Benjy en tono razonable -, si tú crees que
es importante.
- Sí, un cerebro electrónico - dijo Frankie -; uno sencillo sería suficiente.
- ¡Uno sencillo! - gimió Arthur.
- Sí - dijo Zaphod, sonriendo de pronto con una mueca perversa -, sólo tendrías que
programarlo para decir: ¿Qué?, No comprendo y ¿Dónde está el té? Nadie notaría la
diferencia.
- ¿Cómo? - gritó Arthur, retrocediendo aún más.
- ¿Entiendes lo que quiero decir? - le preguntó Zaphod, aullando de dolor por algo que
le hizo Trillian en aquel momento.
- Yo notaría la diferencia - afirmó Arthur.
- No, no la notarías - le dijo el ratón Frankie -; te programaríamos para que no la notaras.
Ford se dirigió hacia la puerta.
- Escuchad, queridos amigos ratones - dijo -; me parece que no hay trato.
- A mí me parece que sí - dijeron los ratones a coro, y todo el encanto de sus vocecitas
aflautadas se desvaneció en un instante. Con un débil gemido sus dos vehículos de
cristal se elevaron por encima de la mesa y surcaron el aire hacia Arthur, que siguió
dando tropezones hacia atrás hasta quedar arrinconado y sintiéndose incapaz de
solucionar aquel problema ni de pensar en nada.
Trillian lo tomó desesperadamente del brazo y trató de arrastrarlo hacia la puerta, que
Ford y Zaphod intentaban abrir con esfuerzo, pero Arthur era un peso fuerte, parecía
hipnotizado por los roedores que se abalanzaban por el aire hacia él.
Trillian le dio un grito, pero él siguió con la boca abierta.
De otro empujón, Ford y Zaphod lograron abrir la puerta. Al otro lado había una cuadrilla
de hombres bastante feos que, según supusieron, eran los tipos duros de Magrathea.
No sólo ellos eran feos; el equipo médico que llevaban distaba mucho de ser bonito.
Arremetieron contra ellos.
De ese modo, Arthur estaba a punto de que le abrieran la cabeza, Trillian no podía
  

ayudarle y Ford y Zaphod se encontraban en un tris de ser atacados por varios bribones
bastante más fuertes y mejor armados que ellos.
Con todo, tuvieron la suerte extraordinaria de que en aquel preciso momento todas las
alarmas del planeta empezaron a sonar con un estruendo ensordecedor.
- ¡Emergencia! ¡Emergencia! - proclamaron ruidosamente los altavoces por todo
Magrathea -. Una nave enemiga ha aterrizado en el planeta. Intrusos armados en la
sección A. ¡Posiciones defensivas, posiciones defensivas!
Los dos ratones agitaban irritados los hocicos entre los fragmentos de sus vehículos de
vidrio, que se habían roto contra el lo.
- ¡Condenación! - murmuró el ratón Fankie -. ¡Todo este alboroto por un kilo de cerebro
terráqueo!
Empezó a moverse de un lado para otro, mientras sus ojos rosados echaban chispas y
se le erizaban los pelos blancos por la electricidad estática.
- Lo único que podemos hacer ahora - le dijo Benjy, agachándose y mesándose
reflexivamente los bigotes - es tratar de inventarnos una pregunta que tenga visos de
credibilidad.
- Es difícil - comentó Frankie. Pensó -. ¿Qué te parece: Que es una cosa amarilla y
peligrosa?
- No, no es buena - dijo Benjy tras considerarlo un momento -. No cuadra con la
respuesta.
Guardaron silencio durante unos segundos.
- Muy bien - dijo Benjy -. ¿Qué resultado se obtiene al multiplicar seis por siete?
- No, no, eso es muy literal, demasiado objetivo - alegó Frankie -. No confirmaría el
interés de los apostadores.
Volvieron a pensar.
- Tengo una idea - dijo Frankie al cabo de un momento -. ¿Cuántos caminos debe
recorrer un hombre?
- ¡Ah! - exclamó Benjy -. ¡Eso parece prometedor! - Repasó un poco la frase y afirmó -:
¡Sí, es excelente! Parece tener mucho significado sin que en realidad obligue a decir
nada en absoluto. ¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre? Cuarenta y dos.
¡Excelente, excelente! Eso los confundirá. ¡Frankie, muchacho, estamos salvados!
Con la emoción, ejecutaron una danza retozona.
Cerca de ellos, en el suelo, yacían varios hombres bastante feos a quienes habían
golpeado en la cabeza con pesados premios de proyectos.
A casi un kilómetro de distancia, cuatro figuras corrían por un pasillo buscando una
salida. Dieron a una amplia sala de ordenadores. Miraron frenéticamente en derredor.
- ¿Por qué camino te parece, Zaphod? - preguntó Ford.
- Así, a bulto, diría que por allí - dijo Zaphod, echando a correr hacia la derecha, entre
una fila de ordenadores y la pared. Cuando los demás empezaron a seguirle, se vio
frenado en seco por un rayo de energía que restalló en el aire a unos centímetros
delante de él, achicharrando un trozo de la pared contigua.
- Muy bien, Beeblebrox - se oyó por un altavoz -, detente ahí mismo. Te estamos
apuntando.
- ¡Polis! - siseó Zaphod, empezando a dar vueltas en cuclillas -. ¿Tienes alguna
preferencia, Ford?
- Muy bien, por aquí - dijo Ford, y los cuatro echaron a correr por un pasillo entre dos
filas de ordenadores.
Al final del pasillo apareció una figura, armada hasta los dientes y vestida con un traje
espacial, que les apuntaba con una temible pistola Mat-O-Mata.
- ¡No queremos dispararte, Beeblebrox! - gritó el hombre. - ¡Me parece estupendo! -
replicó Zaphod, precipitándose por un claro entre dos unidades de proceso de datos.
Los demás torcieron bruscamente tras él.
- Son dos - dijo Trillian -. Estamos atrapados.
Se agacharon en un rincón entre la pared y un ordenador grande.
Contuvieron la respiración y esperaron.
De pronto, el aire estalló con rayos de energía cuando los dos policías abrieron fuego a
la vez contra ellos.
- Oye, nos están disparando - dijo Arthur, agachándose y haciéndose un ovillo -. Creí
que habían dicho que no lo harían.
- Sí, yo también lo creía - convino Ford.
Zaphod asomó peligrosamente una cabeza.
- ¡Eh! - gritó - ¡Creí que habías dicho que no ibais a dispararnos!
Volvió a agacharse.
Esperaron.
- ¡No es fácil ser policía! - le replicó una voz al cabo de un momento.
- ¿Qué ha dicho? - susurró Ford, asombrado.
- Ha dicho que no es fácil ser policía.
- Bueno, eso es asunto suyo, ¿no?
- Eso me parece a mí.
- ¡Eh, escuchad! - gritó Ford -. ¡Me parece que ya tenemos bastantes contrariedades
con que nos disparéis, de modo que si dejáis de imponernos vuestros propios
problemas, creo que a todos nos resultará más fácil arreglar las cosas!
Hubo otra pausa y luego volvió a oírse el altavoz.
- ¡Escucha un momento, muchacho! - dijo la voz -. ¡No estáis tratando con unos
pistoleros baratos, estúpidos y retrasados mentales, con poca frente, ojillos de cerdito y
sin conversación; somos un par de tipos inteligentes y cuidadosos que probablemente
os caeríamos simpáticos si nos conocierais socialmente! ¡Yo no voy por ahí disparando
por las buenas a la gente para luego alardear de ello en miserables bares de vigilantes
del espacio, como algunos policías que conozco! ¡Yo voy por ahí disparando por las
buenas a la gente, y luego me paso las horas lamentándome delante de mi novia!
- ¡Y yo escribo novelas! - terció el otro policía -. ¡Pero todavía no me han publicado
ninguna, así que será mejor que os lo advierta: estoy de maaaaal humor!
- ¿Quiénes son esos tipos? - preguntó Ford, con los ojos medio fuera de las órbitas.
- No lo sé - dijo Zaphod -, me parece que me gustaba más cuando disparaban.
- De manera que, o venís sin armar jaleo - volvió a gritar uno de los policías -, u os
hacemos salir a base de descargas.
- ¿Qué preferís vosotros? - gritó Ford.
Un microsegundo después, el aire empezó a hervir otra vez a su alrededor, cuando los
rayos de las Mat-O-Mata empezaron a dar en el ordenador que tenían delante.
Durante varios segundos las ráfagas continuaron con insoportable intensidad.
Cuando se interrumpieron, hubo unos segundos de silencio casi absoluto mientras se
apagaban los ecos.
- ¿Seguís ahí? - gritó uno de los policías.
- Sí - respondieron ellos.
- No nos ha gustado nada hacer eso - dijo el otro policía.
- Ya nos hemos dado cuenta - gritó Ford.
- ¡Escucha una cosa, Beeblebrox, y será mejor que atiendas bien!
- ¿Por qué? - gritó Zaphod.
- ¡Porque es algo muy sensato, muy interesante y muy humano! - gritó el policía -.
Veamos: ¡o bien os entregáis todos ahora mismo, dejando que os golpeemos un poco,
aunque no mucho, desde luego, porque somos firmemente contrarios a la violencia
innecesaria, o hacemos volar este planeta y posiblemente uno o dos más con que nos
crucemos al marchamos!
- ¡Pero eso es una locura! - gritó Trillian -. ¡No haríais una cosa así!
- ¡Claro que lo haríamos! - gritó el policía, y le preguntó a su compañero -: ¿verdad?
- ¡Pues claro que lo haríamos, sin duda! - respondió el otro.
- Pero ¿por qué? - preguntó Trillian.
- ¡Porque hay cosas que deben hacerse aunque se sea un policía liberal e ilustrado que
lo sepa todo acerca de la sensibilidad y esas cosas!
- Yo, simplemente, no creo a esos tipos - murmuró Ford, meneando la cabeza.
- ¿Volvemos a dispararles un poco? - le preguntó un policía al otro.
- Sí, ¿por qué no?
Volvieron a soltar otra andanada eléctrica.
El ruido y el calor eran absolutamente fantásticos. Poco a poco, el ordenador empezaba
a desintegrarse. La parte delantera casi se había fundido, y gruesos arroyuelos de
metal derretido corrían hacia donde estaban agazapados los fugitivos. Se retiraron unpoco más y aguardaron el final.
Pero el final nunca llegó, al menos entonces.
La andanada se cortó bruscamente, y el súbito silencio que siguió quedó realzado por
un par de gorgoteos sofocados y sendos golpes secos.
Los cuatro se miraron mutuamente.
- ¿Qué ha pasado? - dijo Arthur.
- Han parado - le contestó Zaphod, encogiéndose de hombros.
- ¿Por qué?
- No lo sé. ¿Quieres ir a preguntárselo?
- No.
Esperaron.
- ¡Eh! - gritó Ford.
No respondieron.
- ¡Qué raro!
- A lo mejor es una trampa.
- No son lo bastante inteligentes.
- ¿Qué fueron esos golpes secos?
- No sé.
Aguardaron unos segundos más.
- Muy bien - dijo Ford -, voy a echar una ojeada. Miró a los demás.
- ¿Es que nadie va a decir: No, tú no puedes ir, deja que vaya en tu lugar?
Todos los demás menearon la cabeza.
- Bueno, vale - dijo, poniéndose en pie. Durante un momento no pasó nada.
Luego, al cabo de un segundo o así, siguió sin pasar nada.
Ford atisbó entre la espesa humareda que se elevaba del ordenador en llamas.
Con cautela, salió al descubierto. Siguió sin pasar nada.
Entre el humo, vio a unos veinte metros el cuerpo vestido con un traje espacial de uno
de los policías. Estaba tendido en el suelo, en un montón arrugado. A veinte metros, en
dirección contraria, yacía el segundo hombre. No había nadie más a la vista.
Eso le pareció sumamente raro a Ford.
Lenta, nerviosamente, se acercó al primero. Al aproximarse, el cuerpo inmóvil ofrecía
un aspecto tranquilizador, y quieto e indiferente estaba cuando llegó a su lado y puso el
pie sobre la pistola Mat-O-Mata, que aún colgaba de sus dedos inertes.
Se agachó y la recogió, sin encontrar resistencia.
Era evidente que el policía estaba muerto.
Un rápido examen demostró que procedía de Blagulon Kappa: era un ser orgánico que
respiraba metano y cuya supervivencia en la tenue atmósfera de oxígeno de Magrathea
dependía del traje espacial.
El pequeño ordenador del mecanismo de mantenimiento vital que llevaba en la mochila
parecía haber estallado de improviso.
Ford husmeó en su interior con asombro considerable. Aquellos diminutos ordenadores
de traje solían estar alimentados por el ordenador principal de la nave, con el que
estaban directamente conectados por medio del subeta. Semejante mecanismo era a
prueba de fallos en toda circunstancia, a menos que algo fracasara totalmente en la
retroacción, cosa que no se conocía.
Se acercó deprisa hacia el otro cuerpo y descubrió que le había ocurrido exactamente
el mismo accidente inconcebible, probablemente al mismo tiempo.
Llamó a los demás para que lo vieran. Llegaron y compartieron su asombro, pero no su
curiosidad.
- Salgamos a escape de este agujero - dijo Zaphod -. Si lo que creo que busco está
aquí, no lo quiero.
Cogió la segunda pistola Mat-O-Mata, arrasó un ordenador contable, absolutamente
inofensivo, y salió precipitadamente al pasillo, seguido de los demás. Casi destruyó un
aerodeslizador que los esperaba a unos metros de distancia.
El aerodeslizador estaba vacío, pero Arthur lo reconoció: era el de Slartibarfast.
Había una nota para él sujeta a una parte de sus escasos instrumentos de conducción.
En la nota había trazada una flecha que apuntaba a uno de los mandos.
Decía: Probablemente, éste es el mejor botón para apretar.
El aerodeslizador los impulsó a velocidades que excedían de R por los túneles de
acero que llevaban a la pasmosa superficie del planeta, ahora sumida en otro lóbrego
crepúsculo matinal. Una horrible luz grisácea petrificaba la tierra.
R es una medida de velocidad, considerada como razonable para viajar y compatible
con la salud, con el bienestar mental y con un retraso no mayor de unos cinco minutos.
Por tanto, es una figura casi infinitamente variable según las circunstancias, ya que los
dos primeros factores no sólo varían con la velocidad considerada como absoluta, sino
también con el conocimiento del tercer factor. A menos que se maneje con tranquilidad,
tal ecuación puede producir considerable tensión, úlceras e incluso la muerte.
R no es una velocidad fija, pero sí muy alta.
El aerodeslizador surcó el espacio a R y aún más, dejando a sus ocupantes cerca del
Corazón de Oro, que estaba severamente Plantado en la superficie helada como un
hueso calcinado, y luego se precipitó en la dirección por donde los había traído,
probablemente para ocuparse de importantes asuntos particulares.
  Entraron los cuatro a la nave, tiritando.
Junto a ella, había otra.
Era la nave patrulla de Blagulon Kappa, bulbosa y con forma de tiburón, de color verde
pizarra y apagado; tenía escritos unos caracteres negros, de varios tamaños y diversas
cotas de hostilidad. La leyenda informaba a todo aquel que se tomara la molestia de
leerla de la procedencia de la nave, de a qué sección de la policía estaba asignada y de
adónde debían acoplarse los repuestos de energía.
En cierto modo parecía anormalmente oscura y silenciosa, hasta para una nave cuyos
dos tripulantes yacían asfixiados en aquel momento en una habitación llena de humo a
varios Kilómetros por debajo del suelo. Era una de esas cosas extrañas que resultan
imposibles de explicar o definir, pero que pueden notarse cuando una nave está
completamente muerta.
Ford lo notó y lo encontró de lo más misterioso: una nave y dos policías habían muerto
de forma espontánea. Según su experiencia, el Universo no actuaba de aquel modo.
Los demás también lo notaron, pero sintieron con mayor fuerza el frío intenso y
corrieron al Corazón de Oro padeciendo de un ataque agudo de falta de curiosidad.
Ford se quedó a examinar la nave de Blagulon. Al acercarse, casi tropezó con un
cuerpo de acero que yacía inerte en el polvo frío.
- ¡Marvin! - exclamó -. ¿Qué estás haciendo?
- No te sientas en la obligación de reparar en mí, por favor - se oyó una voz monótona y
apagada.
- Pero ¿cómo estás, hombre de metal? - inquirió Ford.
- Muy deprimido.
- ¿Qué te pasa?
- No lo sé - dijo Marvin -. Es algo nuevo para mí.
- Pero ¿por qué estás tumbado de bruces en el polvo? - le preguntó Ford, tiritando y
poniéndose en cuclillas junto a él.
- Es una manera muy eficaz de sentirse desgraciado - dijo Marvin -. No finjas que
quieres charlar conmigo, sé que me odias.
- No, no te odio.
- Sí, me odias, como todo el mundo. Eso forma parte de la configuración del Universo.
Sólo tengo que hablar con alguien y en seguida empieza a odiarme. Hasta los robots
me odian. Si te limitas a ignorarme, creo que me marcharé.
Se puso en pie de un salto y miró resueltamente en dirección contraria.
- Esa nave me odiaba - dijo en tono desdeñoso, señalando a la nave de la policía.
- ¿Esa nave? - dijo Ford, súbitamente alborotado -. ¿Qué le ha pasado? ¿sabes?
- Me odiaba porque le hablé.
- ¡Que le hablaste! - exclamó Ford -. ¿Qué quieres decir con eso de que le hablaste?
- Algo muy simple. Me aburría mucho y me sentía muy deprimido, así que me acerqué y
me conecté a la toma externa del ordenador. Hablé un buen rato con él y le expliqué mi
 opinión sobre el Universo - dijo Marvin.
- ¿Y qué pasó? - insistió Ford.
- Se suicidó - dijo Marvin, echando a andar con aire majestuoso hacia el Corazón de
Oro.
Aquella noche, mientras el Corazón de Oro procuraba poner varios años luz entre su
propio casco y la Nebulosa Cabeza de Caballo, Zaphod holgazaneaba bajo la pequeña
palmera del puente tratando de ponerse en forma el cerebro con enormes detonadores
gargáricos pangalácticos; Ford y Trillian estaban sentados en un rincón hablando de la
vida y de los problemas que suscita; y Arthur se llevó a la cama el ejemplar de Ford de
la Guía del autoestopista galáctico. Pensó que, como iba a vivir por allí, sería mejor
aprender algo al respecto.
Se topó con un artículo que decía:
«La historia de todas las civilizaciones importantes de la galaxia tiende a pasar por tres
etapas diferentes y reconocibles, las de Supervivencia, Indagación y Refinamiento,
también conocidas por las fases del Cómo, del Por qué y del Dónde.
»Por ejemplo, la primera fase se caracteriza por la pregunta: ¿Cómo podemos comer?;
la segunda, por la pregunta: ¿Por qué comemos?; y la tercera, por la pregunta: ¿Dónde
vamos a almorzar?»
No siguió adelante porque el intercomunicador de la nave se puso en funcionamiento.
- ¡Hola, terráqueo! ¿Tienes hambre, muchacho? - dijo la voz de Zaphod.
- Pues..., bueno, sí. Me apetece picar un poco - dijo Arthur.
- De acuerdo, chico, aguanta firme - le dijo Zaphod -. Tomaremos un bocado en el
restaurante del Fin del Mundo.
FIN

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