EL MIEDO
Guy De Maupassant
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Volvimos a subir a cubierta después de la cena. Ante nosotros, el
Mediterráneo no tenía el más mínimo temblor sobre toda su superficie, a la que
una gran luna tranquila daba reflejos. El ancho barco se deslizaba, echando al cielo,
que parecía estar sembrado de estrellas, una gran serpiente de humo negro; detrás
de nosotros, el agua blanquísima, agitada por el paso rápido del pesado buque,
golpeada por la hélice, espumaba, removía tantas claridades que parecía luz de
luna burbujeando.
Ahí estábamos, unos seis u ocho, silenciosos, llenos de admiración, la vista
vuelta hacia la lejana África, adonde nos dirigíamos. De pronto el comandante, que
fumaba un puro en medio de nosotros, retomó la conversación de la cena.
—Sí, aquel día tuve miedo. Mi navío se quedó seis horas con esa roca en el
vientre, golpeado por el mar. Afortunadamente, por la tarde nos recogió un barco
carbonero inglés que nos había visto.
Entonces un hombre alto con el rostro quemado, de aspecto serio, uno de esos
hombres que uno imagina que han cruzado largos países desconocidos, en medio
de peligros incesantes, y cuyos ojos tranquilos parecen conservar, en su
profundidad, algo de los países extraños que han visto; uno de esos hombres que
uno adivina empapado en el valor, habló por primera vez:
—Usted dice, comandante, que tuvo miedo; no le creo en absoluto. Usted se
equivoca en la palabra y en la sensación que experimentó. Un hombre enérgico
nunca tiene miedo ante un peligro apremiante. Está emocionado, agitado, ansioso;
pero el miedo es otra cosa.
El comandante prosiguió, riéndose:
—¡Caray ! Le vuelvo a decir que yo tuve miedo.
Entonces el hombre de tez morena dijo con una voz lenta :
—¡Permítame explicarme ! El miedo (y hasta los hombres más intrépidos
pueden tener miedo) es algo espantoso, una sensación atroz, como una
descomposición del alma, un espasmo horroroso del pensamiento y del corazón,
cuyo mero recuerdo provoca estremecimientos de angustia. Pero cuando se es
valiente, esto no ocurre ni ante un ataque, ni ante la muerte inevitable, ni ante
todas las formas conocidas de peligro: ocurre en ciertas circunstancias anormales,
bajo ciertas influencias misteriosas frente a riesgos vagos. El verdadero miedo es
como una reminiscencia de los terrores fantásticos de antaño. Un hombre que cree
en los fantasmas y se imagina ver un espectro en la noche debe de experimentar el
miedo en todo su espantoso horror. Yo adiviné lo que es el miedo en pleno día,
hace unos diez años. Lo experimenté, el pasado invierno, una noche de diciembre.
Y, sin embargo, he pasado por muchas vicisitudes, muchas aventuras que parecían
mortales. He luchado a menudo. Unos ladrones me dieron por muerto. Fui
condenado, como sublevado, a la horca en América y arrojado al mar desde la
cubierta de un buque frente a la costa de China. Todas las veces creí estar perdido
e inmediatamente me resignaba, sin enternecimiento e incluso sin
arrepentimientos. Pero el miedo no es eso.
Lo presentí en África. Y, sin embargo, es hijo del Norte; el sol lo disipa como
una niebla. Fíjense en esto, señores. Entre los orientales, la visa no vale nada; se
resignan en seguida; las noches están claras y vacías de las sombrías
preocupaciones que atormentan los cerebros en los países fríos. En Oriente, donde
se puede conocer el pánico, se ignora el miedo. Pues bien, esto es lo que me ocurrió
en esa tierra de África:
Atravesaba las grandes dunas al sur de Uargla. Es éste uno de los países más
extraños del mundo. Conocerán la arena unida, la arena recta de las interminables
playas del Océano. ¡Pues bien! Figúrense al mismísimo Océano convertido en
arena en medio de un huracán; imaginen una silenciosa tormenta de inmóviles olas
de polvo amarillo. Olas altas como montañas, olas desiguales, diferentes,
totalmente levantadas como aluviones desenfrenados, pero más grandes aún, y
estriadas como el moaré. Sobre ese mar furioso, mudo y sin movimiento, el sol
devorador del sur derrama su llama implacable y directa. Hay que escalar aquellas
láminas de ceniza de oro, volver a bajar, escalar de nuevo, escalar sin cesar, sin
descanso y sin sombra. Los caballos jadean, se hunden hasta las rodillas y resbalan
al bajar la otra vertiente de las sorprendentes colinas.
Íbamos dos amigos seguidos por ocho espahíes y cuatro camellos con sus
camelleros. Ya no hablábamos, rendidos por el calor, el cansancio, y resecos de sed
como aquel desierto ardiente. De pronto uno de aquellos hombres dio como un
grito; todos se detuvieron; permanecimos inmóviles, sorprendidos por un
inexplicable fenómeno conocido por los viajeros en aquellas regiones perdidas.
En algún lugar, cerca de nosotros, en una dirección indeterminada, redoblaba
un tambor, el misterioso tambor de las dunas; sonaba con claridad, unas veces más
vibrante, otras debilitado, deteniéndose, e iniciando de nuevo su redoble
fantástico.
Los árabes, espantados, se miraban; uno dijo, en su idioma: "La muerte está
sobre nosotros." Y entonces, de pronto, mi compañero, mi amigo, casi mi hermano,
se cayó de cabeza del caballo, fulminado por una insolación.
Y durante dos horas, mientras intentaba en vano salvarle, aquel tambor
inalcanzable me llenaba el oído con su ruido monótono, intermitente e
incomprensible; y sentía deslizarse por mis huesos el miedo, el verdadero miedo,
el odioso miedo, frente al cadáver amado, en ese agujero incendiado por el sol
entre cuatro montes de arena, mientras el eco desconocido nos arrojaba, a
doscientas leguas de cualquier pueblo francés, el redoble rápido del tambor.
Aquel día entendí lo que era tener miedo; y lo supe aún mejor en otra
ocasión...
El comandante interrumpió al narrador:
—Perdone, señor, pero ¿aquel tambor? ¿Qué era?
El viajero contestó:
—No lo sé. Nadie lo sabe. Los oficiales, a menudo sorprendidos por ese ruido
singular, lo suelen atribuir al eco aumentado, multiplicado, desmesuradamente
inflado por las ondulaciones de las dunas, de una lluvia de granos de arena
arrastrados por el viento al chocar con una mata de hierbas secas; ya que siempre
se ha comprobado que el fenómeno se produce cerca de pequeñas plantas
quemadas por el sol, y duras como el pergamino. Aquel tambor no sería más que
una especie de espejismo del sonido. Eso es todo. Pero no lo supe hasta más tarde.
Sigo con mi segunda emoción.
Ocurrió el invierno pasado, en un bosque del noreste de Francia. El cielo
estaba tan oscuro que la noche llegó dos horas antes. Tenía como guía a un
campesino que andaba a mi lado, por un pequeñísimo camino, bajo una bóveda de
abetos a los que el viento desenfrenado arrancaba aullidos. Entre las copas veía
correr nubes desconcertadas, nubes enloquecidas que parecían huir ante un
espanto. A veces, bajo una inmensa ráfaga, todo el bosque se inclinaba en el mismo
sentido con un gemido de sufrimiento; y me invadía el frío, a pesar de mi paso
ligero y mi ropa pesada. Teníamos que cenar y dormir en la casa de un
guardabosque, cuya morada ya no quedaba muy lejos. Iba allí para cazar.
A veces mi guía levantaba los ojos y murmuraba: "¡Qué tiempo tan triste!"
Luego me habló de la gente a cuya casa llegábamos. El padre había matado a un
cazador furtivo dos años antes y, desde entonces, parecía sombrío, como
atormentado por un recuerdo. Sus dos hijos, ya casados, vivían con él.
La noche era profunda. No veía nada delante de mí, ni a mi alrededor, y las
ramas de los árboles chocaban entre sí llenando la noche de un incesante rumor.
Finalmente vi una luz y en seguida mi compañero llamó a una puerta. Nos
contestaron los gritos agudos de unas mujeres. Después una voz de hombre, una
voz sofocada, preguntó: "¿Quién es?" Mi guía dio su nombre. Entramos. Fue un
cuadro inolvidable.
Un hombre viejo de pelo blanco y mirada loca, con la escopeta cargada en la
mano, nos esperaba de pie en mitad de la cocina mientras dos mozarrones,
armados con hachas, vigilaban la puerta. Distinguí en los rincones oscuros a dos
mujeres arrodilladas, con el rostro escondido contra la pared. Nos presentamos. El
viejo volvió a poner su arma contra la pared y mandó que se preparara mi
habitación; luego, como las mujeres no se movían, me dijo bruscamente:
—Verá usted, señor; esta noche, hace dos años, maté a un hombre. El año
pasado volvió para buscarme. Le espero otra vez esta noche—. Y añadió con un
tono que me hizo sonreír: —Por eso no estamos tranquilos.
Le tranquilicé como pude, feliz por haber venido precisamente aquella noche,
y asistir al espectáculo de ese terror supersticioso. Conté varias historias y conseguí
tranquilizarles a casi todos.
Cerca del fuego, un viejo perro, bigotudo y casi ciego, uno de esos perros que
se parecen a gente que conocemos, dormía el morro entre las patas. Fuera, la
tormenta encarnizada azotaba la pequeña casa y, a través de un estrecho cristal,
una especie de mirilla situada cerca de la puerta, veía de pronto todo un
desbarajuste de árboles empujados violentamente por el viento a la luz de grandes
relámpagos.
Notaba perfectamente que, a pesar de mis esfuerzos, un terror profundo se
había apoderado de aquella gente, y cada vez que dejaba de hablar, todos los oídos
escuchaban a lo lejos. Cansado de presenciar aquellos temores estúpidos, iba a
pedir acostarme, cuando el viejo guarda de pronto saltó de su silla, cogió de nuevo
su escopeta, mientras tartamudeaba con una voz enloquecida:
—¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Le oigo!
Las dos mujeres volvieron a caerse de rodillas en los rincones, escondiendo el
rostro; y los hijos volvieron a coger sus hachas. Iba a intentar tranquilizarles otra
vez, cuando el perro dormido se despertó de pronto y, levantando la cabeza,
tendiendo el cuello, mirando hacia el fuego con sus ojos casi apagados, dio uno de
esos lúgubres aullidos que hacen estremecerse a los viajeros, de noche, en el
campo. Todos los ojos se volvieron hacia él; ahora permanecía inmóvil, tieso sobre
las patas, como atormentado por una visión; se echó de nuevo a aullar hacia algo
invisible, desconocido, sin duda horroroso, ya que todo el pelo se le ponía de
punta. El guarda, lívido, gritó: —¡Lo huele! ¡Lo huele! Estaba ahí cuando lo maté—
y las dos mujeres enloquecidas se echaron a gritar con el perro.
A mi pesar, un gran escalofrío me corrió entre los hombros. El ver al animal
en aquel lugar, a aquella hora, en medio de aquella gente enloquecida, resultaba
espantoso. Entonces, durante una hora, el perro aulló sin moverse; aulló como
preso de angustia en un sueño; y el miedo, el espantoso miedo entró en mí; ¿el
miedo a qué? ¿Lo sabré yo? Era el miedo, y punto. Permanecíamos inmóviles,
lívidos, en espera de un acontecimiento horroroso, aguzando el oído, el corazón
latiendo, descompuestos al menor ruido. Y el perro se puso a dar vueltas alrededor
del cuarto, oliendo las paredes y siempre gimiendo. ¡Aquel animal nos volvía
locos! Entonces el campesino que me había guiado, se abalanzó sobre él, en una
especie de paroxismo de terror furioso, y abriendo una puerta que daba a un
pequeño patio, echó al animal afuera. Éste se calló en seguida, y nos quedamos
sumidos en un silencio aún más terrorífico. Y de pronto todos a la par tuvimos una
especie de sobresalto: un ser se deslizaba contra la pared, en el exterior, hacia el
bosque; luego pasó junto a la puerta, que pareció palpar, con una mano vacilante;
no volvimos a oír nada más durante dos minutos que nos convirtieron en
insensatos; luego volvió, siempre rozando la pared; y raspó ligeramente, como lo
haría un niño con la uña; y de pronto una cabeza apareció contra el cristal de la
mirilla, una cabeza blanca con ojos luminosos como los de una fiera. Y un sonido
salió de su boca, un sonido indistinto, un murmullo quejumbroso. Entonces un
estruendo formidable estalló en la cocina. El viejo guarda había disparado.
Inmediatamente sus hijos se precipitaron, taparon la mirilla levantando la gran
mesa que sujetaron con el aparador. Y les juro que al oír el estrépito del disparo
que no me esperaba tuve tal angustia en el corazón, el alma y el cuerpo, que me
sentí desfallecer y a punto de morir de miedo.
Nos quedamos ahí hasta la aurora, incapaces de movernos, de decir una
palabra, crispados en un enloquecimiento inefable. No nos atrevimos a desatrancar
la salida hasta no ver, por la hendidura de un sobradillo, un fino rayo de día.
Al pie del muro, junto a la puerta, yacía el viejo perro, con el hocico
destrozado por una bala. Había salido del patio escarbando un agujero bajo una
empalizada.
El hombre de rostro moreno se calló; luego añadió:
—Aquella noche no corrí ningún peligro, pero preferiría volver a vivir todas
las horas en las que me enfrenté con los peligros más terribles, antes que el minuto
único del disparo sobre la cabeza barbuda de la mirilla.
(23 de octubre de 1882)