1. LLAMADA DE CANAAN
—¡Algo pasa en Arroyo Tularoosa!
Un aviso capaz de hacer que un escalofrío recorriese la espalda de cualquiera que se hubiese criado en esa remota comarca perdida, llamada Canaan, que se halla entre Tularoosa y el Río Negro..., capaz de hacerle volver corriendo a esa región bordeada de pantanos desde cualquier lugar al que le hubiese llegado el aviso.
Fue sólo un murmullo surgido de los labios marchitos de una vieja negra arrugada, que se desvaneció entre la multitud antes de que pudiese cogerla del brazo; pero fue suficiente. No era necesario buscar confirmación alguna; no había necesidad de inquirir por qué misteriosos medios, conocidos sólo de los negros, le había llegado el mensaje. No había necesidad de preguntar qué fuerzas oscuras se habían puesto en acción para hacer que aquellos labios le hiciesen tal revelación a un hombre del Río Negro. Era suficiente con que el aviso hubiese sido transmitido..., y entendido.
¿Entendido? ¿Cómo le era posible a cualquier hombre del Río Negro dejar de entender esa advertencia? No podía tener sino un solo significado: que los viejos odios hervían de nuevo en las profundas junglas de las tierras pantanosas, que las sombras oscuras se deslizaban a través de los cipreses y que la muerte estaba de nuevo dispuesta a salir y cobrar su presa desde la negra y misteriosa aldea que yace soñolienta en la costa festoneada de musgos de la taciturna Tularoosa.
Apenas una hora después, Nueva Orleans iba quedando más y más atrás a cada vuelta de la ruidosa rueda de paletas del barco. Para cada hombre nacido en Canaan hay siempre un lazo invisible que le arrastra de vuelta, esté donde esté, cuando su tierra natal se encuentra amenazada por la sombra tenebrosa que, durante más de medio siglo, ha permanecido al acecho en sus cubiles de la jungla.
Las embarcaciones más veloces que tenía a mi alcance me parecieron de una enloquecedora lentitud durante la carrera por el gran río, primero, y por la más estrecha y turbulenta corriente después. Ardía dé impaciencia cuando desembarqué en el muelle de Sharpsville, con los últimos diecisiete kilómetros de mi viaje aún por recorrer. Había pasado ya la medianoche, pero me apresuré hacia la cuadra donde, por obra de una tradición que tenía medio siglo de antigüedad, hay siempre un caballo Buckner, ya sea de día o de noche.
Mientras un adormilado muchacho negro ajustaba las cinchas, me volví hacia el propietario del establo, Joe Lafely, que permanecía quieto, observándonos y bostezando, sosteniendo en alto una linterna.
—¿Corren rumores de que hay problemas en Tularoosa? Palideció bajo la luz de la linterna.
—No lo sé. He oído hablar de algo así. Pero los de Canaan siempre mantenéis la boca cerrada. Nadie de fuera sabe lo que ocurre ahí dentro...
La noche engulló su linterna y su voz tartamudeante a medida que yo me dirigía hacia el oeste siguiendo el sendero.
La roja luna se escondió entre los negros pinos. A lo lejos, en los bosques, los búhos ululaban y, en algún lugar, un sabueso aullaba su vieja desazón hacia la noche. Crucé el arroyo de la Cabeza del Negro bajo la oscuridad que precede al amanecer, un trazo de resplandeciente negrura encuadrada por muros de sólidas sombras. Los cascos de mi caballo chapotearon en el agua poco profunda y resonaron sobre las húmedas piedras, un ruido sorprendentemente fuerte en medio del silencio y la calma nocturnas. Más allá del arroyo de la Cabeza del Negro empezaba la comarca que los hombres llamaban Canaan.
Penetrando en el mismo pantano, unos kilómetros al norte, que da a luz al Tularoosa, el Cabeza del Negro fluye luego hacia el sur para reunirse con el Río Negro a unos cuantos kilómetros al oeste de Sharpsville, en tanto que el Tularoosa corre hacia el oeste para encontrarse con el mismo río un poco más arriba. El curso del Río Negro va del noroeste al sudeste; de modo que esas tres corrientes forman el gran triángulo irregular conocido como Canaan.
En Canaan vivían los hijos y las hijas de los pioneros blancos de la frontera que colonizaron por primera vez la comarca, y los hijos y las hijas de sus esclavos. Joe Lafely estaba en lo cierto; éramos una estirpe aislada y de pocas palabras, nos bastábamos a nosotros mismos, estábamos orgullosos de nuestro aislamiento e independencia.
Más allá de Cabeza del Negro los bosques se hacían más frondosos y el sendero se estrechaba, serpenteando a través de pinares sin dueño, rotos de vez en cuando por grupos de robles y cipreses. No había sonido alguno salvo el suave clop clop de los cascos sobre el polvo y el crujir de la silla de montar. Entonces, alguien rió roncamente entre las sombras.
Me erguí en la silla y atisbo entre los árboles. La luna se había ocultado y el alba estaba aún por llegar, mas un débil resplandor temblaba entre los árboles y a su luz distinguí una borrosa figura bajo las ramas llenas de musgo. Mi mano buscó instintivamente la empuñadura de una de las pistolas de duelo que llevaba, y la acción desencadenó otra carcajada, ronca y musical, burlona pero seductora. Distinguí un rostro moreno, un par de ojos centelleantes, una blanca dentadura exhibida en una sonrisa insolente.
—¿Quién diablos eres? —pregunté.
—¿Qué haces cabalgando a estas horas, Kirby Buckner?
Una sarcástica risa parecía burbujear en su voz. El acento era extraño y nada familiar; había en él un débil matiz negro, pero era tan rico y sensual como el curvilíneo cuerpo de su poseedora. En la lustrosa mata de su tenebrosa cabellera una gran flor blanca destellaba pálidamente en la oscuridad.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté—. Estás a mucha distancia de cualquier cabaña de negros. Y no te conozco.
—Llegué a Canaan después de que te marchases —respondió ella—. Mi cabaña está en el Tularoosa, pero me he perdido. Y mi pobre hermano se ha hecho daño en la pierna y no puede andar.
—¿Dónde está tu hermano? —pregunté, inquieto. Su perfecto inglés me resultaba turbador, acostumbrado como estaba al dialecto de los negros.
—Lejos, en los bosques..., ¡muy lejos! —contestó, al tiempo que señalaba hacia las negras profundidades con un movimiento ondulante de su flexible cuerpo más que con un gesto de la mano, sonriendo atrevidamente al hacerlo.
Sabía que no había ningún hermano herido, y ella sabía que yo lo sabía, y se reía de mí. Pero en mi interior se alzaba un extraño torbellino de emociones enfrentadas. Nunca antes le había prestado atención a ninguna negra o mulata. Pero esta muchacha cuarterona 1 era distinta de todas las que había visto. Sus rasgos eran tan regulares como los de una mujer blanca, y no hablaba como una mujerzuela cualquiera. Y, con todo, tenía algo de bárbaro, tanto en la clara seducción de su sonrisa como en el brillo de sus ojos y la desvergonzada pose de su voluptuoso cuerpo. Cada gesto y cada uno de sus movimientos la apartaban del comportamiento normal de las mujeres; su belleza indómita no estaba sometida a ley alguna, estaba hecha más para enloquecer que para calmar, para hacer que un hombre se volviese ciego e inconsciente, para despertar en él todas las pasiones desenfrenadas que ha heredado de sus simiescos antepasados.
A duras penas si puedo recordar cómo desmonté y até las riendas de mi caballo. La sangre me latía sofocantemente en los pómulos mientras la miraba, lleno de sospechas y fascinado al mismo tiempo.
—¿Cómo conoces mi nombre? ¿Quién eres?
Con una provocativa carcajada me tomó la mano y me hizo penetrar más en las sombras. Fascinado por las luces que brillaban en sus oscuros ojos, apenas fui consciente de lo que hacía.
—¿Quién no conoce a Kirby Buckner? —rió ella—. Toda la gente de Canaan, blanca o negra, habla de ti. ¡Ven! ¡Mi pobre hermano está ansioso por verte! —Y rió, maliciosa y triunfante.
Ese descaro sin disimulo alguno fue el que me devolvió la cordura. Su cínica burla rompió el encanto casi hipnótico en el que había caído.
Me paré en seco, apartándole la mano, gruñendo:
—¿En qué juego del demonio andas metida, mujerzuela?
Instantáneamente, la sonriente sirena se convirtió en un gato de la jungla enloquecido por la sangre. En sus ojos ardieron llamas asesinas, sus rojos labios se contorsionaron en un rugido y ella retrocedió de un salto, lanzando un agudo alarido. El ruido de unos pies desnudos lanzados a la carrera respondió a su llamada. La primera y débil luz del amanecer penetró por entre las ramas, revelando a mis atacantes, tres flacos y gigantes negros. Vi destellar el blanco de sus ojos, el brillo de sus dentaduras, el reflejo del acero desnudo en sus manos.
Mi primera bala le atravesó el cráneo al más alto de los tres, haciéndole caer muerto en plena carrera. Mi segunda pistola emitió un chasquido..., de algún modo, el percutor sólo había rozado el cartucho. La arrojé a un rostro negro y mientras éste caía, medio aturdido, desenvainé mi cuchillo bowie y me enfrenté al otro. Paré su golpe y mi respuesta le desgarró los músculos del vientre. Gritó como una pantera de los pantanos y trató salvajemente de aferrar la muñeca con que yo sostenía el cuchillo, pero le golpeé en la boca con el puño izquierdo y sentí sus labios partirse y sus dientes hacerse pedazos bajo el impacto mientras él retrocedía tambaleante, su cuchillo moviéndose a ciegas. Antes de que pudiese recobrar el equilibrio, ya me había lanzado sobre él y, con el cuchillo, le alcancé bajo las costillas. Lanzó un gemido y resbaló en un charco de su propia sangre, cayendo al suelo.
Giré en redondo, buscando al otro. Estaba poniéndose en pie, la sangre corriéndole por la cara y el cuello. Mientras saltaba hacia él, lanzó un grito de pánico y se sumergió ruidosamente entre los matorrales. La muchacha había desaparecido.
1 . Mestizos que sólo poseen una cuarta parte de sangre negra. (N. del T.)
2. EL FORASTERO EN TULAROOSA
El curioso resplandor a cuya luz había visto por primera vez a la muchacha cuarterona se había esfumado. En mi confusión, lo había olvidado. Pero mientras me abría paso a tientas hacia el sendero, no malgasté el tiempo en vanas conjeturas sobre su origen. El misterio había llegado a los pinares y la luz fantasmagórica que planeaba sobre los árboles formaba parte de esa atmósfera.
Mi caballo resoplaba y tiraba de las riendas, asustado por el olor de la sangre que impregnaba el pesado aire cargado de humedad. Unos cascos resonaron por el camino, un amasijo de figuras bajo la creciente claridad. Unas voces me interpelaron.
—¿Quién va? ¡Avanza y di quién eres antes de que disparemos!
—¡Calma, Esaú! —exclamé—. Soy yo..., ¡Kirby Buckner!
—¡Truenos, Kirby Buckner! —dijo secamente Esaú McBride, bajando su pistola. Las figuras altas y enérgicas de los otros jinetes se alzaban detrás suyo—. Oímos un tiro —dijo McBride—. Estábamos patrullando los caminos alrededor de Grimesville como lo hemos estado haciendo cada noche desde hace ya una semana..., desde que mataron a Ridge Jackson.
—¿Quién mató a Ridge Jackson?
—Los negros del pantano. Eso es todo lo que sabemos. Ridge salió de los bosques una madrugada y llamó a la puerta del capitán Sorley. El capitán dice que tenía el mismo color que las cenizas. A gritos, le dijo al capitán que le dejase entrar, por el amor de Dios, que tenía algo espantoso que contarle. Bien, el capitán se dispuso a abrir la puerta pero antes de que hubiese podido bajar las escaleras oyó un jaleo espantoso fuera, entre los perros, y a un hombre gritando, al que reconoció como Ridge. Y cuando llegó a la puerta, no había nada salvo un perro muerto tendido en el patio con la cabeza aplastada, y todos los demás perros estaban como locos. Luego encontraron a Ridge entre los pinos, a unos centenares de metros de la casa. Por el modo en que el terreno había sido removido y la maleza arrancada, le habían arrastrado hasta allí cuatro o cinco hombres. Puede que se acabasen cansando de llevarle. Fuese como fuese, le dejaron la cabeza hecha puré y lo abandonaron allí.
—¡Que me condenen! —musité—. Bien, hay un par de negros tendidos entre la maleza, quiero ver si tú les conoces, yo no.
Un instante después nos hallábamos en el pequeño claro, perfectamente iluminado ya por la creciente claridad del amanecer. Una forma negra yacía retorcida sobre las revueltas agujas de pino, la cabeza en un charco de sangre y sesos. Había grandes manchas de sangre en el suelo y en los arbustos al otro extremo del pequeño claro, pero el negro herido había desaparecido.
McBride hizo girar el despojo con la bota.
—Uno de los negros que vinieron con Saúl Stark —murmuró.
—¿Quién diablos es ése? —inquirí.
—El negro más extraño que ha venido aquí desde que tú bajaste la última vez por el río. Dice que viene de Carolina del Sur. Vive en esa vieja cabaña, en el Cuello..., ya sabes, la choza donde solían vivir los negros del coronel Reynolds.
—Esaú, supón que me acompañas a caballo hasta Grimesville
—dije—, y me cuentas todo sobre este asunto mientras viajamos. Los demás podríais explorar los alrededores y ver si podéis encontrar a un negro herido entre la maleza.
No tuvieron objeción alguna a ello; los Buckner siempre han sido considerados de modo táctico como líderes en Canaan, y el ofrecer tales sugerencias me resultaba natural. Nadie le da órdenes a los blancos en Canaan.
—Supuse que aparecerías pronto —dijo McBride mientras cabalgábamos por el cada vez más iluminado sendero—. Normalmente te las arreglas para estar al tanto de lo que sucede en Canaan.
—¿Qué está sucediendo? —pregunté—. No estoy enterado de nada. Una vieja negra, en Nueva Orleans, me dijo algo acerca de que había problemas. Naturalmente, volví a casa lo más rápido que pude. Tres negros desconocidos me tienden una emboscada... —sentía una curiosa reluctancia a mencionar lo de la mujer—. Y ahora tú me dices que alguien ha matado a Ridge Jackson. ¿Qué significa todo esto?
—Los negros del pantano mataron a Ridge para cerrarle la boca —proclamó McBride—. Ésa es la única explicación razonable. Debían pisarle los talones cuando llamó a la puerta del capitán Sorley. Ridge había trabajado la mayor parte de su vida para el capitán Sorley; le tenía mucho aprecio al viejo. En los pantanos se está cociendo algo diabólico, y Ridge quería advertir al capitán. Eso es lo que yo me imagino.
—¿Advertirle acerca de qué?
—No lo sabemos —confesó McBride—. Por eso todos tenemos los nervios de punta. Debe tratarse de una rebelión.
Esa palabra era suficiente para helarle de miedo el corazón a cualquiera que viviese en Canaan. Los negros se habían rebelado en 1845, y el rojo terror de esa rebelión no había sido olvidado, ni las tres revueltas menores que la precedieron, cuando los esclavos se amotinaron esparciendo el incendio y la muerte desde Tularoosa hasta las orillas del Río Negro. El miedo a una rebelión negra acechaba eternamente en las profundidades de esa comarca remota y olvidada; hasta los mismos niños se empapaban de él en sus cunas.
—¿Qué te hace pensar que podría tratarse de una rebelión? —pregunté.
—Para empezar, todos los negros han abandonado los campos. Tienen algo que hacer en Goshen. No he visto un negro en Grimesville en toda la semana. Los negros de la ciudad se han largado.
En Canaan seguíamos distinguiendo a los negros de un modo que había nacido en los días anteriores a la guerra. «Negros de ciudad» son los descendientes de los criados domésticos de los viejos tiempos, y la mayoría viven en o cerca de Grimesville. No hay muchos, comparados con la masa de los «negros de los pantanos», que viven en pequeñas granjas a lo largo de los arroyos y junto a los pantanos, o en la aldea negra de Goshen, junto al Tularoosa. Son los descendientes de los braceros de los viejos tiempos y, sin que les haya tocado la delgada capa de civilización que refino la naturaleza de los criados domésticos, siguen siendo tan primitivos como sus antepasados africanos.
—¿Adonde se han ido los negros de la ciudad? —pregunté.
—Nadie lo sabe. Se desvanecieron hace una semana. Probablemente se esconden a lo largo del Río Negro. Si vencemos, volverán. Si no, se refugiarán en Sharpsville.
Tal despreocupación me pareció un poco aterradora, como si la rebelión fuese ya una cosa segura.
—Bueno, ¿qué has hecho? —pregunté.
—No hay mucho que podamos hacer —confesó—. Los negros no han actuado abiertamente, aparte de matar a Ridge Jackson; y no podemos probar quién lo hizo, o el motivo.
»Lo único que han hecho ha sido esfumarse. Pero eso es muy sospechoso. No podemos evitar el pensar que Saúl Stark está detrás de todo esto.
—¿Quién es ese tipo? —pregunté.
—Ya te he contado todo lo que sé. Obtuvo el permiso para instalarse en esa vieja cabaña abandonada del Cuello; un diablo negro y enorme que habla el inglés mucho mejor de lo que me gusta oírlo hablar a un negro. Pero parecía bastante respetuoso. Había con él tres o cuatro muchachotes de Carolina del Sur, y una mulata de la que no sabemos si es su hija, hermana, mujer o qué. Sólo ha estado una vez en Grimesville y, unas cuantas semanas después de que llegase a Canaan, los negros empezaron a portarse de un modo extraño. Algunos de los muchachos querían llegarse a caballo hasta Goshen y pegar unos cuantos tiros, pero eso es actuar a ciegas.
Sabía que pensaba en una historia espantosa que nos habían contado nuestros abuelos sobre cómo una expedición punitiva de Grimesville había caído en una emboscada y sido degollada entre los densos bosques que ocultaban Goshe, convertida luego en un punto de cita para los esclavos fugitivos, mientras que otra banda con las manos ensangrentadas devastaba Grimesville, dejada indefensa por la temeraria incursión.
—Coger a Saúl Stark podría tener ocupados a todos los hombres —dijo McBride—. Y no nos atrevemos a dejar desprotegida la ciudad. Pero pronto tendremos que hacerlo. Vaya, ¿qué es esto?
Habíamos salido de lo árboles y estábamos entrando en la aldea de Grimesville, el centro comunitario de la población blanca de Canaan. No era una población ostentosa. Cabañas de troncos, limpias y encaladas, eran suficientes. Pequeñas viviendas rodeaban las grandes y anticuadas mansiones que cobijaban a la tosca aristocracia de aquella democracia perdida entre los bosques. Todas las familias de «plantadores» vivían «en la ciudad». «El campo» lo ocupaban sus aparceros y los pequeños granjeros independientes, tanto blancos como negros.
Junto al lugar donde el sendero emergía serpenteando del espeso bosque se alzaba una pequeña cabaña de troncos. De ella salían voces, con acentos amenazadores, y luego emergió una figura alta y desgarbada, rifle en mano, que se quedó en el quicio de la puerta.
—¡Hola, Esaú! —saludó el hombre—. ¡Por todos los santos, si ése es Kirby Buckner! Me alegro de verte, Kirby.
—¿Qué pasa, Dick? —preguntó McBride.
—Tengo a un negro ahí dentro, y estoy intentando hacerle hablar. Bill Reynolds le vio escurriéndose junto a la ciudad de día, y le pescó.
—¿Quién es?
—Tope Sorley. John Willoughsby se ha ido a buscar una víbora negra.
Con un juramento en voz baja salté de mi caballo y entré en la cabaña, seguido de McBride. Media docena de hombres con botas y pistoleras se apiñaban rodeando a una figura patética que se encogía sobre un camastro viejo y roto. Tope Sorley (sus antepasados habían adoptado el nombre de la familia de sus propietarios, en los días de los esclavos) era un espectáculo penoso en esos momentos. Tenía la piel cenicienta, los dientes le castañeteaban de modo espasmódico y sus ojos parecían intentar desaparecer en el interior de su cráneo.
—¡Aquí está Kirby! —exclamó uno de los hombres cuando me abrí paso a través del grupo—. ¡Apuesto que él hará hablar a este idiota!
—¡Ya viene John con la víbora negra! —gritó alguien, y un estremecimiento recorrió el cuerpo tembloroso de Tope Sorley.
Aparté la empuñadura del feo látigo que me habían puesto ansiosamente en la mano.
—Tope —dije—, trabajaste en una de las granjas de mi padre durante años. ¿Acaso algún Buckner te ha tratado alguna vez de modo injusto?
—No señor —fue la débil respuesta.
—Entonces, ¿de qué tienes miedo? ¿Por qué no hablas? Algo está pasando en los pantanos. Tú lo sabes, y quiero que nos digas la razón de que los negros de ciudad se hayan marchado, de que hayan matado a Ridge Jackson y que los negros de los pantanos estén actuando tan misteriosamente.
—¡Y qué diabluras está cociendo ese maldito Saúl Stark en Tularoosa! —gritó uno de los hombres.
Tope pareció encogerse aún más ante la mención de Stark.
—No me atrevo —se estremeció—. ¡M'echaría al pantano!
—¿Quién? —pregunté—. ¿Stark? ¿Stark es un brujo? Tope hundió la cabeza entre sus manos y no contestó. Le puse la mano en el hombro.
—Tope —dije—, sabes que si hablas te protegeremos. Si no hablas, no te creas que Stark te tratará mucho peor de lo que lo harán estos hombres. Ahora, suéltalo, ¿qué está sucediendo?
Alzó hacia mí unos ojos llenos de desesperación.
—Tienen que dejar que me quede aquí —dijo tembloroso—. Y vigilarme, y darme dinero pa'largarme cuando s'aya acabado el problema.
—Haremos todo eso —accedí al instante—. A partir de ahora te puedes quedar en esta cabaña hasta que estés listo para irte a Nueva Orleans o a donde quieras ir.
Cedió, derrumbándose, y las palabras fueron cayendo de sus lívidos labios.
—Saúl Stark es un brujo. Ha venido aquí porque esto se halla lejos de tó. Quiere matar a tos los blancos de Canaan...
Del grupo se alzó un gruñido, como el que surge involuntariamente de la garganta de la jauría de lobos que husmea el peligro.
—Quiere haserse rey de Canaan. 'Ta mañana me mandó a espiar, a ver si el señó Kirby había escapado. Mandó hombres para que le cogieran en el camino, po que sabe qu'el señó Kirby volvía a Canaan. Los negros llevan semanas hasiendo vudú en Tularoosa. Ridge Jackson se lo iba a decir al capitán Sorley; así que los negros de Stark le siguieron y le mataron. Eso puso loco a Stark. No quería matar a Ridge; lo quería poner en el pantano con Tunk Bixby y los otros.
—¿De qué estás hablando? —pregunté.
Lejos, en los bosques, se alzó un extraño y agudo griterío, como el de un pájaro. Mas no había pájaro alguno en Canaan que hubiese gritado así antes. Tope lanzó un grito como de respuesta, y se encogió tembloroso. Se hundió en el catre, realmente paralizado de miedo.
—¡Eso es una señal! —dije yo con brusquedad—. Algunos de vosotros, salid a mirar.
Media docena de hombres se apresuraron a seguir mi sugerencia y yo volví a la tarea de hacer que Tope continuase con sus revelaciones. Era inútil. Algún temor horripilante le había sellado los labios. Yacía temblando como un animal herido, y ni siquiera pareció oír mis preguntas. Nadie sugirió el uso de la víbora negra. Cualquiera podía ver que el negro estaba paralizado por el terror.
Finalmente, los que habían salido a investigar volvieron con las manos vacías. No habían visto a nadie y la espesa alfombra de agujas de pino no mostraba huella alguna. Los hombres me contemplaron expectantes. Como hijo del coronel Buckner, el liderazgo era algo que se esperaba de mí.
—¿Qué hacemos, Kirby? —preguntó McBride—. Breckinridge y los otros acaban de llegar. No pudieron encontrar el negro al que heriste.
—Había otro negro al que golpeé con una pistola —dije—. Puede que volviera y le ayudase. —Seguía sin poderme decidir a hablar de la muchacha mulata—. Dejad a Tope solo, puede que se le pase el susto dentro de un rato. Mejor que haya un guardia todo el tiempo en la cabaña. Los negros del pantano podrían intentar hacerle lo mismo que a Ridge Jackson. Será mejor que hagas explorar los senderos alrededor del pueblo, Esaú; puede que haya algunos de ellos escondiéndose en los bosques.
—Lo haré. Supongo que ahora querrás ir a casa y ver a los tuyos.
—Sí. Y quiero cambiar estos juguetes por un par de cuarenta y cuatros. Entonces saldré a caballo y les diré a los del campo que vengan a Grimesville. Si esto va a ser una rebelión, no sabemos cuándo empezará.
—¡No irás solo! —protestó McBride.
—No me pasará nada —respondí con impaciencia—. Puede que al final todo esto no sea nada, pero es mejor actuar como si lo fuera. Por eso voy a visitar a la gente del campo. No, no quiero que nadie vaya conmigo. Si los negros enloquecen lo bastante como para atacar el pueblo, vais a necesitar a cada uno de los hombres que hay. Pero si puedo acercarme a algunos negros del pantano y hablar con ellos, creo que no habrá ningún ataque.
—No lograrás verles ni el pelo —predijo McBride.
3. SOMBRAS SOBRE CANAAN
El mediodía no había llegado aún cuando salí al galope del pueblo, en dirección oeste, siguiendo el viejo camino. Los frondosos bosques me engulleron rápidamente. Densas murallas de pinos desfilaban conmigo a cada lado, abriendo ocasionalmente paso a campos circundados con frágiles alambradas, con las cabañas de troncos de los aparceros o los propietarios no muy lejos, y con sus habituales camadas de criaturas de rubia cabeza y flacos sabuesos.
Algunas de las cabañas estaban vacías. Los ocupantes, si eran blancos, se habían marchado ya a Grimesville; si eran negros se habían ido a los pantanos, o habían huido hacia el oculto refugio de los negros de la ciudad, según cual fuese su partido. En cualquier caso, el abandono de sus viviendas estaba lleno de siniestras sugerencias.
Un tenso silencio pendía sobre los pinares, roto sólo por la llamada ocasional de un labrador, más parecida a un gemido que a otra cosa. Mi avance no era muy rápido, pues de vez en cuando abandonaba la ruta principal para avisar a alguna cabaña solitaria medio escondida junto a la orilla de uno de los abundantes riachuelos cubiertos de espesura. La mayoría de esas granjas se hallaban al sur del camino; las haciendas de los blancos no se extendían demasiado hacia el norte, pues en esa dirección se hallaba el arroyo Tularoosa con sus ciénagas cubiertas de jungla que tendían hacia el sur isletas semejantes a dedos.
El aviso era breve; no había necesidad de discutir o dar muchas explicaciones. Desde la silla de montar, exclamaba: «Id a la ciudad; en Tularoosa se preparan problemas.» Los rostros palidecían y la gente abandonaba lo que estuviese haciendo: los hombres para tomar sus armas y arrancar a las muías del arado, enganchándolas a las carretas; las mujeres para envolver en fardos las pertenencias más necesarias y hacer que los niños dejasen sus juegos. Mientras cabalgaba oí sonar en los arroyos la llamada de los cuernos, diciendo a los hombres que volviesen de los campos lejanos..., sonando como no habían sonado en toda una generación, una advertencia y un desafío que yo sabía llegaba a los oídos de quienes pudiesen estar a la escucha en las riberas de las ciénagas. Detrás mío la comarca se iba vaciando, fluyendo en corrientes delgadas pero constantes hacia Grimesville.
El sol colgaba ya entre las ramas superiores de los pinos cuando llegué a la cabaña de los Richardson, la cabaña «blanca» situada más al occidente de toda Canaan. Más allá se encontraba el Cuello, el ángulo formado por la unión del Tularoosa con el Río Negro, una extensión semejante a la jungla ocupada solamente por dispersas chozas de negros.
La señora Richardson me llamó, llena de ansiedad, desde el porche de la cabaña.
—¡Vaya, señor Kirby, me alegro de verle otra vez por Canaan! Llevamos toda la tarde oyendo los cuernos, señor Kirby. ¿Qué significan? No..., no será...
—Será mejor que usted y Joe reúnan a los niños y vayan prestos a Grimesville —contesté—. Aún no ha pasado nada y puede que nada pase, pero es mejor asegurarse. Todo el mundo se va.
—¡Nos iremos ahora mismo! —dijo ella, con un jadeo, palideciendo en tanto que se quitaba el delantal—. Buen Dios, señor Kirby, ¿cree que nos cortarán el paso antes de que podamos llegar a la ciudad?
Sacudí la cabeza.
—Si atacan, lo harán de noche. Sencillamente, estamos tomando precauciones. Probablemente, no pasará nada.
—Apuesto a que se equivoca —profetizó ella, moviéndose de aquí para allá con desesperada impaciencia—. Hace ya una semana que oigo tocar un tambor que viene de la cabaña de Saúl Stark. Los tambores sonaron también en la Gran Rebelión. Mi papá me lo contó un montón de veces. Los negros despellejaron vivos a su hermano. Los cuernos sonaban por los arroyos, y los tambores sonaban más alto de lo que podían sonar los cuernos. Nos acompañará usted, ¿verdad, señor Kirby?
—No; voy a explorar el camino un poco más.
—No vaya demasiado lejos, puede que se tropiece con el viejo Saúl Stark y sus diablos. ¡Dios! ¿Dónde está ese hombre? ¡Joe! ¡Joe!
Mientras me alejaba al galope por el sendero, su aguda voz me siguió, agudizada cada vez más por el miedo.
Más allá de la granja de los Richardson los pinos cedían el paso a los robles. La maleza se hacía más escasa. Un olor a vegetación podrida impregnaba la ocasional brisa. De vez en cuando divisaba una choza de negros, medio escondida por los árboles, pero siempre estaba silenciosa y abandonada. Cabañas de negros vacías significaban solamente una cosa: los negros se estaban reuniendo en Goshen, algunos kilómetros al este del Tularoosa; y, del mismo modo, esa reunión sólo podía tener un significado.
Mi meta era la choza de Saúl Stark. Había adoptado esa decisión, cuando escuché el incoherente relato de Tope Sorley. No podía haber duda de que la figura dominante en esta telaraña de misterios era la de Saúl Stark. Con él pretendía tratar. Que pudiera estar arriesgando mi vida era algo que todo hombre debe aceptar cuando asume la responsabilidad del liderazgo.
El sol penetraba con sus rayos oblicuos por las ramas inferiores de los cipreses cuando llegué hasta ella: una cabaña de troncos con el telón de fondo de una lúgubre jungla tropical. Unos pasos más allá empezaba el pantano inhabitable en el que el Tularoosa vaciaba su oscura corriente en el Río Negro. Un pestilente olor a corrupción se cernía en la atmósfera; el musgo gris colgaba como barbas de los árboles y las lianas venenosas se retorcían en fétidos amasijos.
—¡Stark! —dije—. ¡Saúl Stark! ¡Sal!
No hubo respuesta. Un silencio primigenio colgaba sobre el pequeño claro. Desmonté, até mi caballo y me aproximé hasta la tosca y resistente puerta. Quizás esta cabaña ocultaba la clave del misterio de Saúl Stark; al menos, contenía indudablemente los utensilios y la parafernalia de su ruidoso arte. De pronto, la débil brisa cesó por completo. El silencio se hizo tan profundo que era casi como un golpe físico. Hice una pausa, sobresaltado; era como si algún instinto interno me hubiese gritado una urgente advertencia.
Mientras permanecía inmóvil, cada fibra de mi ser se estremecía en respuesta a ese aviso subconsciente; algún oscuro y recóndito instinto percibía el peligro, al igual que un hombre percibe la presencia de una serpiente de cascabel en la oscuridad, o a la pantera de los pantanos que se agazapa entre los arbustos. Saqué una pistola, barriendo los árboles y la maleza, mas no vi sombra alguna ni movimiento que traicionase la emboscada que temía. Pero mi instinto no se equivocaba; lo que notaba no me acechaba entre los bosques; estaba dentro de la cabaña..., esperando. Intentando librarme de esa sensación, e irritado por un vago recuerdo medio formado que seguía cosquilleándome en lo más hondo de la mente, avancé de nuevo. Y de nuevo me detuve en seco, con un pie sobre el pequeño escalón, y una mano medio adelantada para abrir la puerta. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo, una sensación como la que sacude al hombre al que el destello de un rayo le ha revelado el negro abismo en el que otro paso dado a ciegas le habría precipitado. Por primera vez en mi vida supe lo que significaba el miedo; supe qué negro horror acechaba en esa lúgubre cabaña bajo los cipreses de los que colgaba el musgo..., un horror contra el que cada instinto primitivo de los que formaban mi herencia lanzaba gritos de pánico.
Y ese insistente recuerdo medio formado despertó de pronto. Era el recuerdo de una historia acerca de cómo los hombres del vudú dejan protegidas sus chozas durante su ausencia por un poderoso espíritu ju-ju para que le cause la locura y la muerte al intruso. Los hombres blancos dicen que tales muertes son fruto del miedo supersticioso y la sugestión hipnótica. Pero en ese instante comprendí la sensación que me invadía de un peligro al acecho; entendí el horror que alentaba como una niebla invisible procedente de esa choza maldita. Percibía la realidad del ju-ju, de la cual las grotescas imágenes de madera que los hombres del vudú colocan en sus chozas son meramente un símbolo.
Saúl Stark se había ido; mas había dejado una Presencia para que guardase su choza.
Retrocedí, el sudor perlándome el dorso de las manos. Ni por una bolsa llena de oro habría echado una mirada a través de esas ventanas atrancadas o habría tocado esa puerta a la que no le habían echado el cerrojo. La pistola colgaba de mi mano, inútil, bien lo sabía yo, contra la Cosa que había en esa cabaña. No podía saber lo que era, pero sabía que era alguna bestial entidad sin alma sacada de los negros pantanos mediante los encantos del vudú. El hombre y los animales de la naturaleza no son los únicos seres conscientes que moran en el planeta. Hay Cosas invisibles..., negros espíritus de los profundos pantanos y el fango de los lechos fluviales... Los negros los conocen...
Mi caballo temblaba como una hoja y se me apretó como buscando la seguridad a través del contacto físico. Monté y le azucé con las riendas, combatiendo el aterrorizado impulso de picar espuelas y lanzarme locamente por el sendero.
Lancé un involuntario suspiro de alivio cuando el sombrío claro quedó detrás de mí y se perdió de vista. No se me ocurrió calificarme de loco y estúpido apenas me hallé a distancia de la cabaña. Demasiado vivida tenía la experiencia en mi mente. No era la cobardía lo que me había hecho huir de aquella choza vacía; era el instinto natural de la autoconservación, el mismo que le impide a una ardilla entrar en el cubil de una serpiente cascabel.
Mi caballo resopló y se encabritó violentamente. Antes de saber lo que me había causado tal sobresalto, ya tenía en la mano la pistola. Nuevamente, una risa musical y profunda se burló de mí.
Se apoyaba contra un tronco retorcido, las manos cruzadas detrás de su esbelta cabeza, haciendo resaltar insolentemente su sensual figura. La luz diurna no disminuía su bárbara fascinación; si acaso, el brillo del sol poniente la enaltecía.
—¿Por qué no entraste en la cabaña ju-ju, Kirby Buckner? —se mofó ella, bajando los brazos y apartándose con insolencia del árbol.
Estaba vestida como nunca había visto vestirse a una mujer del pantano, o a cualquier otra mujer. En los pies llevaba sandalias de piel de serpiente, decoradas con diminutas conchas nunca vistas en este continente. Una corta falda de seda de un escarlata llameante moldeaba sus rotundas caderas, y un ancho cinturón de cuentas la sujetaba. Al moverse hacía entrechocar bárbaros brazaletes y tobilleras, pesados adornos de oro toscamente labrado a mano que eran tan africanos como su complicado peinado. No llevaba nada más y sobre su seno, entre la curva de sus pechos, distinguí las líneas borrosas de los tatuajes sobre su piel morena.
Se plantó ante mí, sonriente, no atrayéndome sino burlándose de mí. Una victoriosa malicia ardía en sus oscuros ojos; sus rojos labios se curvaban con una cruel alegría. Al mirarla hallé que era fácil creer las historias que había oído sobre torturas y mutilaciones infligidas por las mujeres de razas salvajes sobre enemigos heridos. Me resultaba totalmente extraña, incluso en este entorno primitivo; necesitaba un telón de fondo aún más hosco y bestial, el telón de fondo de la jungla humeante, los pestilentes y negros pantanos, los fuegos feroces y los banquetes de los caníbales, y los sangrientos altares de los dioses de los abismos tribales.
—¡Kirby Buckner! —Parecía acariciar las sílabas con su roja lengua, pero hasta la misma entonación era un insulto obsceno—. ¿Por qué no entraste en la cabaña de Saúl Stark? ¡No estaba cerrada! ¿Temías acaso lo que en ella pudiese haber? ¿Acaso tenías miedo de salir de ella con el cabello blanco como el de un anciano, y los labios babeantes de un imbécil?
—¿Qué hay en esa choza? —pregunté.
Ella rió y chasqueó los dedos con un gesto peculiar.
—Uno de los que salen como la negra niebla rezuma de la noche cuando Saúl Stark golpea el tambor ju-ju y, aullando, pronuncia la negra invocación a los dioses que se arrastran sobre sus vientres en el pantano.
—¿Qué hace ahí? Los negros estaban tranquilos hasta que llegó. Sus rojos labios se curvaron desdeñosos.
—¿Esos perros negros? Son sus esclavos. Si le desobedecen, les mata, o les mete en el pantano. Durante largo tiempo hemos buscado un lugar para dar principio a nuestro gobierno. Hemos escogido Canaan. Los blancos debéis marcharos. Y, dado que sabemos que a los blancos nunca se les echa de su tierra, tenemos que mataros a todos.
Me tocó el turno de lanzar una hosca carcajada.
—Ya lo intentaron, en el cuarenta y cinco.
—Entonces no tenían a Saúl Stark para guiarles —respondió ella.
—Bien, ¿supongamos que vencen? ¿Crees que ese sería el final? Vendrían otros blancos a Canaan y los matarían a todos.
—Tendrían que cruzar el agua —respondió ella—. Podemos defender los ríos y los arroyos. Saúl Stark tendrá muchos servidores en los pantanos para hacer lo que él les pida. Será el rey de la Canaan negra. Nadie podrá cruzar las aguas para marchar en su contra. Gobernará a su tribu, al igual que sus padres gobernaron las suyas en la Vieja Tierra.
—¡Loco como una cabra! —musité. Luego, la curiosidad me impulsó a preguntar—: ¿Quién diablos es ese tonto? ¿Qué relación tienes con él?
—Es el hijo de un cazador de brujas del Congo, y el mayor sacerdote vudú que ha salido de la Vieja Tierra —respondió ella, riéndose nuevamente de mí—. ¿Yo? Ya aprenderás quién soy yo, esta noche, en el pantano, en la Casa de Damballah.
—¿Sí? —gruñí yo—. ¿Qué va a impedirme que te lleve conmigo a Grimesville? Sabes la respuesta de algunas preguntas que me gustaría hacerte.
Su risa era como la herida de un látigo de terciopelo.
—¿Tú, llevarme a la aldea de los blancos? Ni la muerte ni el infierno podrían apartarme esta noche de la Danza de la Calavera, en la Casa de Damballah. Ya eres mi prisionero. —Lanzó una risa despectiva cuando yo me sobresalté y escruté con la mirada las sombras que me rodeaban—. Nadie se esconde ahí. Estoy sola, y tú eres el hombre más fuerte de toda Canaan. Hasta Saúl Stark te tiene miedo, pues me envió con tres hombres para que te matase antes de que pudieses llegar al pueblo. Y, con todo, eres mi prisionero. No he de hacer sino esto —curvó con desprecio un dedo—, y me seguirás hacia las hogueras de Damballah y los cuchillos de los torturadores.
Me reí de ella, pero mi risa sonaba falsa. No podía negar el increíble magnetismo de la morena hechicera; me fascinaba y me empujaba, atrayéndome hacia ella, minando mi fuerza de voluntad. No podía dejar de reconocerlo, al igual que no había podido dejar de reconocer el peligro en la choza ju-ju.
Mi inquietud le resultaba muy clara, pues en sus ojos destelló una mirada de blasfemo triunfo.
—Los negros son todos estúpidos, menos Saúl Stark —rió ella—. Los blancos son estúpidos también. Soy hija de un hombre blanco que vivió en la choza de un rey negro y tomó por compañera a una de sus hijas. Conozco la fuerza de los blancos, y sus debilidades. La noche anterior, cuando te encontré en los bosques, fracasé, ¡pero ahora no puedo fracasar! —Un triunfo salvaje latía en su voz—. Te he atado a mí por la sangre que hay en tus venas. El cuchillo del hombre que mataste te arañó la mano... ¡Siete gotas de sangre que cayeron sobre las agujas de pino me han entregado tu alma! Tomé esa sangre, y Saúl Stark me entregó al hombre que se escapó. Saúl Stark odia a los cobardes. Con su corazón aún caliente y tembloroso, Kirby Buckner, y siete gotas de tu sangre, en lo más hondo de los pantanos he creado una magia que nadie, excepto la Novia de Damballah, puede hacer. ¡Ya sientes su impulso! ¡Oh, eres fuerte! El hombre con el que luchaste a cuchillo murió una hora después. Pero no puedes luchar conmigo. Tu sangre hace de ti mi esclavo. Te he puesto bajo un conjuro.
¡Por todos los cielos, no eran simples locuras lo que decía! Hipnotismo, magia, llamadlo como queráis, sentía su ataque en mi cerebro y mi voluntad..., un ciego e insensato impulso que parecía precipitarme contra mis deseos hasta el borde de algún abismo innombrable.
—¡He fabricado un conjuro al que no te puedes resistir! —gritó—. ¡Cuando te llame, vendrás! Me seguirás hasta lo más hondo de los pantanos. Verás la Danza de la Calavera y cuando contemples el destino de un pobre idiota que intentó traicionar a Saúl Stark..., que soñó poder resistir la Llamada de Damballah cuando ésta llegó. Esta noche irá al pantano, con Tunk Bixby y los otros cuatro estúpidos que se opusieron a Saúl Stark. Verás todo eso. Entonces sabrás y entenderás tu propio destino. Y también tú irás entonces al pantano, ¡a una oscuridad y un silencio tan profundos como la oscuridad de la noche de África! Pero antes de que la oscuridad te trague, habrá cuchillos aguzados y pequeñas hogueras... ¡Oh, gritarás pidiendo la muerte, incluso la muerte que está más allá de la muerte!
Con un grito ahogado desenfundé de golpe una pistola y apunté de lleno a su seno. Estaba amartillada y mi dedo se hallaba en el gatillo. A esa distancia no podía fallar. Pero ella clavó la vista en el negro cañón y se rió..., se rió..., se rió, con salvajes estallidos que me helaron la sangre en las venas.
¡Y allí me quedé, como una estatua, apuntando con una pistola que era incapaz de disparar! Una temible parálisis se había apoderado de mí. Sabía, con gélida certeza, que mi vida despendía de que apretase ese gatillo, pero no podía curvar el dedo... No, aunque cada uno de los músculos de mi cuerpo se estremeciese con el esfuerzo y pegajosas cuentas de sudor me perlasen el rostro.
Entonces, dejó de reír y permaneció inmóvil, mirándome de un modo indescriptiblemente siniestro.
—No puedes dispararme, Kirby Buckner —dijo con calma—. He esclavizado tu alma. No puedes entender mi poder, pero se ha apoderado de ti. Tal es el Encanto de la Novia de Damballah..., la sangre que he mezclado con las aguas místicas de África, arrastrando a la sangre de tus venas. Esta noche acudirás a mí, en la Casa de Damballah.
—¡Mientes! —Mi voz era un crujido antinatural que surgía de unos labios resecos—. Tú, diablesa, me has hipnotizado para que no pueda apretar este gatillo. Pero no puedes arrastrarme a través de los pantanos hacia ti.
—Eres tú quien miente —me replicó ella tranquilamente—. Sabes que mientes. Cabalga de regreso a Grimesville o adonde quieras, Kirby Buckner. Pero cuando se ponga el sol y las negras sombras salgan arrastrándose de los pantanos, me verás, haciéndote señas, y me seguirás. Largo tiempo he planeado tu perdición, Kirby Buckner, desde la primera vez que oí a los blancos de Canaan hablar de ti. Fui yo quien mandó, a través del río, la orden que te trajo de regreso a Canaan. Ni siquiera Saúl Stark sabe los planes que tengo para ti.
»A1 amanecer, Grimesville arderá en llamas, y las cabezas de los blancos serán arrojadas a sus calles repletas de sangre. Mas ésta es la Noche de Damballah, y los dioses negros verán cómo se les da el sacrificio de un blanco. Escondido entre los árboles, presenciarás la Danza de la Calavera..., y, luego, yo te llamaré... ¡Para que avances y mueras! Y ahora, ¡vete, estúpido! Corre tan lejos y tan deprisa como quieras. Cuando llegue el crepúsculo, estés donde estés, ¡tus pasos se volverán hacia la Casa de Damballah!
Y, con el salto de una pantera, ella desapareció entre los espesos matorrales y, al esfumarse, la extraña parálisis me abandonó. Con un juramento entrecortado me lancé ciegamente tras de ella, pero lo único que llegó hasta mí fue el eco fugitivo de una risa burlona.
Luego, lleno de pánico, desaté mi caballo y, picando espuelas, me lancé por el sendero. La razón y la lógica se habían desvanecido momentáneamente de mi cerebro, dejándome presa de un miedo ciego y primitivo. Me había enfrentado a una brujería que estaba más allá de mi poder resistirla. Había sentido mi voluntad dominada por el magnetismo de los ojos de una mulata. Y ahora, sólo un impulso me dominaba..., un salvaje deseo de cubrir tanta distancia como me fuese posible antes de que el sol, ya bajo, se hundiese más allá del horizonte y las negras sombras llegaran reptando desde los pantanos.
Y, con todo, sabía que no podía escapar al espantoso espectro que me amenazaba. Era como el hombre que huye en una pesadilla, intentando escapar de un fantasma monstruoso que no se distanciaba de mí pese a mi desesperada rapidez.
No había llegado a la cabaña de los Richardson cuando por encima del estruendo de mi huida oí unos cascos delante mío y, un instante después, al rebasar un recodo del camino, casi atropellé a un hombre alto y flaco que montaba un caballo igualmente escuálido.
Lanzó un grito y retrocedió mientras yo frenaba mi caballo hasta casi hacerlo encabritar, apuntando con mi pistola a su pecho.
—¡Cuidado, Kirby! ¡Soy yo..., Jim Braxton! ¡Santo Dios, parece que hubieses visto un fantasma! ¿Quién te persigue?
—¿Adonde vas? —pregunté yo, bajando mi pistola.
—Te estaba buscando. Los chicos empezaron a preocuparse porque tardabas y no habías vuelto con los refugiados. Dije que yo saldría a buscarte. La señora Richardson dijo que fuiste a caballo hacia el Cuello. ¿Dónde infiernos has estado metido?
—He ido hasta la cabaña de Saúl Stark.
—Te arriesgaste mucho. ¿Qué descubriste allí?
El simple hecho de ver a otro hombre blanco había tenido cierto efecto tranquilizador sobre mis nervios. Abrí la boca para empezar a narrar mi aventura y me quedé atónito al oírme decir, en vez de lo que deseaba, esto:
—Nada. No estaba ahí.
—Hace un rato me pareció oír una pistola —repuso él, lanzándome una aguda mirada de soslayo.
—La disparé a una serpiente cabeza de cobre —respondí, y sentí un escalofrío.
La reticencia que sentía a hablar de la mulata era algo que no obedecía a mi voluntad; me era tan imposible hablar de ella como me lo había sido apretar el gatillo de la pistola con la que la apuntaba. Y soy incapaz de describir el horror que me invadió al darme cuenta de ello. Aterrado, comprendí que los conjuros que temían los negros no eran embustes; había demonios con forma humana que eran capaces de esclavizar la voluntad y los pensamientos de los hombres.
Braxton me estaba mirando de un modo extraño.
—Tenemos suerte de que los bosques no estén llenos de serpientes negras —dijo—. Tope Sorley se ha escapado.
—¿Qué quieres decir? —Mediante un gran esfuerzo logré recuperarme.
—Exactamente eso. Tom Breckinridge estaba con él en la cabaña. Tope no había dicho ni palabra desde que tú hablaste con él. Se había quedado tendido en ese camastro, temblando. Entonces se empezó a oír una especie de griterío allá, en los bosques, y Tom se acercó a la puerta con su rifle, pero no pudo ver nada. Bueno, pues cuando estaba allí le dieron un golpe en la cabeza desde atrás y, mientras caía, vio a Tope, ese negro loco, saltando por encima de él y saliendo a toda prisa hacia los bosques. Tom le disparó, pero falló. Bien, ¿qué sacas en claro de todo eso?
—¡La Llamada de Damballah! —musité, el cuerpo cubierto de un sudor frío—. ¡Dios! ¡Pobre diablo!
—¿Eh? ¿Qué es eso?
—¡Por el amor de Dios, no nos quedemos aquí hablando! ¡El sol se pondrá muy pronto!
Devorado por la impaciencia, espoleé mi montura y la lancé al galope por el sendero. Braxton me siguió, lógicamente asombrado. Con un esfuerzo terrorífico, logré serenarme un poco. ¡Qué increíblemente fantástico, Kirby Buckner estremeciéndose presa de un terror irracional! Era algo tan ajeno a todo mi ser que no me maravillaba que Jim Braxton fuese incapaz de entender lo que me trastornaba de tal modo.
—Tope no se marchó por propia voluntad —dije—. Esa llamada era una orden que no podía resistir. Hipnosis, magia negra, vudú, llámalo como quieras; Saúl Stark posee algún poder maléfico que esclaviza la voluntad de los hombres. Los negros están reunidos en algún lugar del pantano para alguna especie de diabólica ceremonia vudú, la cual tengo razones para creer culminará con el asesinato de Tope Sorley. Tenemos que llegar a Grimesville, si podemos. Espero un ataque al amanecer.
Braxton parecía muy pálido bajo la luz que se iba debilitando. No me preguntó de dónde había sacado toda esa información.
—Cuando vengan, los recibiremos; pero será una matanza.
No le repliqué. Tenía los ojos clavados con salvaje intensidad en el sol poniente y, a medida que se iba deslizando hasta ocultarse detrás de los árboles, me estremecía un gélido temor. En vano me dije a mí mismo que ningún poder oculto era capaz de arrastrarme contra mi propia voluntad. Si ella había sido capaz de hacerme obedecer, ¿por qué no me había obligado a acompañarla en el claro de la choza ju-ju? Un lúgubre murmullo pareció decirme que no estaba haciendo sino jugar conmigo, al igual que un gato permite que un ratón huya para así saltar de nuevo sobre él.
—Kirby, ¿qué te sucede? —A duras penas si oí la voz ansiosa de Braxton—. Estás sudando y tiemblas como si tuvieras las fiebres. ¿Qué... eh, por qué te paras?
No había tirado conscientemente de las riendas, pero mi caballo se detuvo y se quedó inmóvil, temblando y piafando, ante el inicio de un estrecho camino que se apartaba en ángulo recto del sendero que estábamos siguiendo..., un camino que llevaba hacia el norte.
—¡Escucha! —dije con un siseo lleno de tensión.
—¿Qué es? —Braxton sacó una pistola.
El breve crepúsculo de los pinares se estaba convirtiendo en noche cerrada.
—¿No oyes? —musité—. ¡Tambores! ¡Suenan tambores en Goshen!
—No oigo nada —farfulló intranquilo—. Si en Goshen estuvieran sonando tambores a esta distancia no podrías oírlos.
—¡Mira ahí!
Mi grito, agudo y repentino, le hizo sobresaltarse. Estaba señalando hacia el camino en tinieblas, hacia la figura que se alzaba entre la oscuridad a menos de cien metros de distancia. Allí la vi, entre las tinieblas, pude distinguir el brillo de sus extraños ojos, la burlona sonrisa que había en sus labios rojos.
—¡La ramera mulata de Saúl Stark! —dije, frenético, manoteando mi pistolera—. ¡Por Dios, hombre, debes de estar ciego! ¿No la ves?
—¡No veo a nadie! —susurró él, lívido—. ¿De qué estás hablando, Kirby?
Con los ojos llameantes, disparé hacia el sendero, y volví a disparar, y aún otra vez más. Esta vez no había parálisis alguna haciendo presa en mi brazo. Pero el rostro sonriente seguía mofándose de mí desde las sombras. Un brazo delgado y curvilíneo se alzó y un dedo me hizo una seña imperiosa; y un instante después ella se había esfumado y yo espoleaba a mi caballo por el angosto camino, sordo y mudo, con una sensación parecida a la del que se halla atrapado en una negra marea y es arrastrado por ella, precipitándose a un destino que estaba más allá de mi entendimiento.
Tenuemente, oí los gritos ansiosos de Braxton y luego él se colocó a mi lado entre un estruendo de cascos, y cogió mis riendas, haciendo encabritarse a mi montura. Recuerdo que le golpeé con el tambor de mi pistola, sin darme cuenta de lo que hacía. Todos los negros ríos de África crecían espumeantes dentro de mi conciencia, rugiendo hasta convertirse en un torrente que me arrastraba para engullirme en el océano de mi perdición.
—Kirby, ¿estás loco? ¡Ese camino lleva a Goshen! Meneé la cabeza, como mareado. La espuma de las aguas torrenciales remolineaba en mi cerebro, y la voz sonaba muy lejos.
—¡Retrocede! ¡Cabalga hasta Grimesville! Yo voy a Goshen.
—¡Kirby, estás loco!
—Loco o cuerdo, esta noche iré a Goshen —respondí apagadamente. Era plenamente consciente de todo. Sabía lo que estaba diciendo, y lo que hacía. Comprendía la increíble estupidez de mis acciones, y también mi incapacidad para ayudarme a mí mismo. Una hebra de cordura me impulsaba a ocultarle la terrible verdad a mi compañero, a ofrecerle una explicación racional de mi locura—. Saúl Stark se halla en Goshen. Es el responsable de todos estos problemas. Voy a matarle. Eso detendrá la revuelta antes de que empiece.
Él temblaba como un hombre dominado por la fiebre. . —Entonces, voy contigo.
—Tú debes seguir hasta Grimesville y avisar a la gente —insistí yo, aferrándome a la cordura aunque sintiendo que un poderoso impulso empezaba a dominarme, el impulso irresistible de moverme..., de cabalgar hacia la dirección adonde me sentía tan horriblemente atraído.
—Ya estarán en guardia —dijo él, tozudo—. No necesitan que les avise. Me voy contigo. No sé qué es lo que te sucede, pero no pienso dejar que mueras en mitad de estos bosques negros.
No discutí. No podía. Los ciegos ríos me arrastraban..., adelante..., adelante... ¡adelante! Y en el' sendero, a la tenue claridad del anochecer, distinguí una esbelta figura, vi el fugitivo destello de unos ojos inhumanos, la curva de un dedo que me hacía señas... Y me puse en marcha, galopando por el sendero, y oí detrás de mí el batir de los cascos del caballo de Braxton.
4. LOS MORADORES DEL PANTANO
Cayó la noche y la luna brillaba entre los árboles, roja como la sangre detrás de las negras ramas. Los caballos eran cada vez más difíciles de dominar.
—Son más listos que nosotros, Kirby —musitó Braxton.
—Una pantera, quizá —repliqué como ausente, explorando con la vista las tinieblas del camino que se abría ante nosotros.
—No, no es una pantera. Cuanto más nos acercamos a Goshen, peor se ponen. Y cada vez que el camino se acerca a un arroyo, se asustan y relinchan.
El sendero aún no había cruzado ninguno de los estrechos y fangosos arroyuelos que atraviesan en zigzag esa parte de Canaan, pero varias veces serpenteaba tan cerca de uno de ellos que distinguíamos el negro trazo del agua brillando entre las sombras de los espesos matorrales. Y cada vez, recordé, los caballos daban muestras de miedo.
Pero a duras penas lo había notado, luchando con el espantoso impulso que me conducía. Recordad que yo no era como un hombre en trance hipnótico. Estaba despierto, totalmente consciente. Incluso el aturdimiento en el cual me había parecido oír el rugido de los negros ríos había desaparecido, dejándome clara la mente y lúcidas las ideas. Y en eso radicaba el horror más infernal: que comprendía clara e hirientemente mi locura, pero era incapaz de combatirla. Me daba vivida cuenta de que cabalgaba hacia la tortura y la muerte, y que conducía a un fiel amigo al mismo destino. Pero seguía adelante. Mis esfuerzos para romper el hechizo que me dominaba casi me volvían loco, pero yo seguía adelante. No puedo explicar lo que me dominaba más de lo que puedo explicar la razón de que una viruta de acero sea atraída por un imán. Era un negro poder que se hallaba más allá del círculo de lo que conoce el hombre blanco; alguna fuerza básica, elemental, de la cual el simple hipnotismo no es apenas sino migajas desparramadas al azar. Una fuerza más allá de mi control me atraía hacia Goshen, y aún más allá; no puedo explicar más, al igual que el conejo sería incapaz de explicar la razón de que los ojos de la serpiente que se balancea ante él le atraigan a sus fauces.
No estábamos lejos de Goshen cuando el caballo de Braxton le derribó, y el mío empezó a relinchar y dar corvetas.
—¡No se acercarán más! —jadeó Braxton, luchando con las riendas. Desmonté enrollando las riendas en el pomo de la silla.
—¡Jim, por el amor de Dios, retrocede! Seguiré a pie.
Le oí lanzar algo que era mitad blasfemia mitad gemido y, un momento después, su caballo galopaba detrás del mío y él me seguía a pie. La idea de que debiese compartir mi destino me enfermaba, pero no podía disuadirle; y por delante de mí una figura esbelta bailaba entre las sombras, atrayéndome hacia adelante..., adelante..., adelante...
No malgasté más balas en aquella forma burlona. Braxton no podía verla, y yo sabía que era parte de mi hechizo, que no era ninguna mujer real de carne y sangre, sino un fuego fatuo surgido del infierno, para burlarse de mí y llevarme, a través de la noche, hacia una muerte espantosa. Un «enviado», así es como las gentes de Oriente, más sabias que nosotros, llaman a una criatura como esa.
Braxton lanzaba miradas nerviosas hacia los negros muros de bosque que nos rodeaban y yo sabía que la piel se le erizaba al pensar en escopetas con los cañones aserrados que disparaban repentinamente contra nosotros desde las sombras. Mas no era la emboscada del plomo o el acero la que yo temía al emerger en el claro iluminado por la luz lunar que cobijaba las cabañas de Goshen.
Dos hileras de cabañas hechas de troncos se alineaban a lo largo de la polvorienta calle. Una de ellas le daba la espalda a la orilla del arroyo Tularoosa. Los negros tejados casi ocultaban las oscuras aguas. Nada se movía bajo la claridad lunar. No había luces, ningún humo se alzaba perezoso de las chimeneas hechas de palos unidos con arcilla. Bien podríamos haber estado en una ciudad muerta, abandonada y olvidada.
—¡Es una trampa! —siseó Braxton, los ojos convertidos en ranuras centelleantes. Se inclinó hacia adelante como una pantera al acecho, una pistola en cada mano—. ¡Nos están esperando en las chozas!
Lanzó un juramento, pero cuando yo empecé a recorrer la calle él me siguió. No lancé llamada alguna hacia las cabañas silenciosas. Sabía que Goshen estaba abandonada. Sentía su vacío. Y, con todo, había una sensación contradictoria, como la de unos ojos que, clavados en nosotros, nos espiasen. No intenté reconciliar entre sí convicciones tan opuestas.
—Se han ido —musitó Braxton, lleno de nerviosismo—. No puedo olerles. Siempre soy capaz de oler a los negros, si es que hay muchos, o si están cerca. ¿Supones que se han ido para atacar Grimesville?
—No —murmuré yo—. Están en la Casa de Damballah.
Me lanzó una rápida mirada de soslayo.
—A unas tres millas al oeste de aquí hay una lengua de tierra que penetra en el Tularoosa. Mi abuelo solía hablar de ella. Allí era donde los negros celebraban sus orgías paganas en los tiempos de la esclavitud. Kirby..., no irás a...
—¡Escucha! —Me limpié el sudor frío del rostro—. ¡Escucha!
A través de las negras extensiones del bosque, el débil latido de un tambor susurraba sobre el viento que se deslizaba entre las aguas sombrías del Tularoosa.
Braxton se estremeció.
—Está bien, son ellos. Pero Kirby, por el amor de Dios... ¡Cuidado!
Saltó con un juramento hacia las casas en la orilla del arroyuelo. Le seguí justo a tiempo de ver fugazmente una forma negra y de torpes movimientos que se escabullía o caía por la ladera de la orilla al agua. Braxton alzó su larga pistola y luego volvió a bajarla con una ahogada maldición. Un leve chapoteo en el agua nos avisó de la desaparición de la criatura. La reluciente superficie negra se arrugó con una leve ondulación concéntrica.
—¿Qué era eso? —pregunté.
—¡Un negro a cuatro patas! —maldijo Braxton. Tenía el rostro extrañamente pálido bajo la luz de la luna. ¡Estaba agazapado entre las cabañas de ahí, vigilándonos!
—Tiene que haber sido un caimán —¡Qué misterio es la mente humana! Yo, la ciega víctima de una fuerza que estaba más allá de la cordura y la lógica, pretendía reducir el hecho a la cordura y la lógica—. Un negro tendría que haber salido a respirar.
—Nadó por debajo del agua y salió entre los cañaverales, allí donde no pudiésemos verle —mantuvo Braxton—. Ahora irá a advertir a Saúl Stark.
—¡No importa! —De nuevo sentía el latido en mis pómulos, el rugido de las aguas espumeantes que se alzaba irresistiblemente en mi cerebro—. Iré..., cruzando el pantano. ¡Por última vez, retrocede!
—¡No! ¡Cuerdo o loco, voy contigo!
El tambor sonaba de modo irregular, haciéndose más claro a medida que avanzábamos. Luchando, nos abrimos paso a través de la espesa jungla; las lianas entrelazadas nos hacían tropezar; nuestras botas se hundían en el fangoso suelo. Estábamos entrando en el borde exterior del pantano que se hacía cada vez más hondo e inextricable hasta culminar en el amasijo inhabitable donde el Tularoosa afluía en el Río Negro, a kilómetros de distancia hacia el oeste.
La luna no se había ocultado aún, pero bajo las ramas entrelazadas y sus colgaduras musgosas, las sombras eran muy negras. Nos internamos en el primer arroyo que debíamos cruzar, una de las muchas corrientes fangosas que afluyen al Tularoosa. El agua nos llegaba tan sólo hasta los muslos, el suelo cubierto de algas era bastante firme. Con el pie, noté un hundimiento del terreno y advertí a Braxton:
—Ten cuidado con los agujeros, mantente detrás de mí.
Su respuesta fue ininteligible. Respiraba con pesadez, siguiéndome muy de cerca. Cuando llegaba a la orilla y me agarraba a las embarradas raíces que sobresalían de ella para ayudarme a subir, el agua se agitó con violencia a mis espaldas. Braxton lanzó un grito incoherente y se lanzó a la orilla, estando a punto de hacerme caer. Me volví en redondo, pistola en mano, pero no vi más que las negras aguas hirviendo y remolineando, después de que él las hubiese cruzado a la carrera.
—¿Qué diablos pasa, Jim?
—¡Algo me agarró! —dijo jadeante—. Algo que salió del agujero. Conseguí soltarme y salté a la orilla. ¡Kirby, te digo que algo nos sigue! Algo que nada por debajo del agua.
—Puede que fuese el negro que viste. Esta gente de los pantanos nada como peces. Puede que nadase por debajo del agua para tratar de ahogarte.
Él meneó la cabeza, la vista clavada en las negras aguas y con la pistola en mano.
— Olía como un negro, y por lo poco que vi de él parecía un negro. Pero cuando me tocó no era humano.
—Bueno, entonces era un caimán —musité distraídamente mientras me daba la vuelta.
Como cada vez que me detenía, aunque fuese sólo un instante, el rugido de ríos perentorios e impetuosos hacía estremecerse los cimientos de mi razón.
Me siguió chapoteando sin hacer más comentarios. Charcos de agua fangosa nos sumergían hasta los tobillos, y las raíces musgosas de los cipreses nos hacían tropezar constantemente. Ante nosotros se divisaba ya otro arroyo, más caudaloso, y Braxton me cogió por el brazo.
—¡No lo hagas, Kirby! —boqueó—. ¡Si nos metemos en esas aguas, seguro que nos coge!
—¿Qué es lo que va a cogernos?
—No lo sé. Lo que se metió en el agua desde esa orilla, en Goshen. La misma cosa que me cogió en ese arroyo de ahí atrás. Kirby, retrocedamos.
—¿Volver atrás? —reí, presa de una amarga agonía—. ¡Quiera Dios que pudiese!
Tengo que seguir. O Saúl Stark o yo tenemos que morir antes del alba.
Se lamió los resecos labios y musitó:
—Entonces, sigue; estoy contigo, ya nos metamos en el infierno o en el cielo. —Guardó nuevamente su pistola en la funda y sacó de su bota un cuchillo largo y bien afilado—. ¡Adelante!
Descendí la empinada orilla y entré chapoteando en el agua que me llegó hasta las caderas. Las ramas de los cipreses se inclinaban formando una lúgubre bóveda festoneada de musgo por encima del arroyo. El agua era tan negra como la medianoche. Braxton era una figura confusa que luchaba por seguirme. Logré llegar hasta el primer repecho de la orilla opuesta y allí me detuve un instante, con el agua hasta las rodillas, para volverme y mirarle.
Entonces, todo sucedió al mismo tiempo. Vi cómo Braxton se detenía de pronto, mirando algo que se hallaba detrás de mí, en la orilla. Lanzó un grito, desenfundó bruscamente y disparó, en el mismo instante en que yo me volvía. Bajo el fogonazo del arma distinguí fugazmente una forma delgada que caía hacia atrás, un rostro moreno demoníacamente contorsionado. Luego, en la ceguera momentánea que siguió al fogonazo, oí gritar a Jim Braxton.
La vista y la mente se me aclararon a tiempo de mostrarme un repentino remolino en el agua fangosa, un objeto negro y redondeado que salía a la superficie a espaldas de Jim..., y entonces Braxton lanzó un grito ahogado y desapareció bajo las aguas pataleando y agitándose frenéticamente. Con un alarido incoherente, de un salto me lancé al arroyo, tropecé y caí de rodillas, sumergiéndome casi por completo. Mientras luchaba por ponerme en pie, vi la cabeza de Braxton, ahora chorreando sangre, emerger por un instante a la superficie, y me lancé hacia ella. Se hundió y en su lugar surgió otra cabeza, negra y sombría. Le lancé una feroz cuchillada, y mi cuchillo no cortó más que las vacías aguas mientras la criatura se hundía, desapareciendo de mi vista.
Me tambaleé a causa de la fuerza malgastada en el golpe y, cuando logré enderezarme, el agua me rodeaba sin una sola ondulación en la superficie. Llamé a Jim en voz alta, pero no hubo respuesta alguna. Entonces el pánico dejó caer sobre mí su fría mano, y avancé chapoteando hasta la orilla, sudando y estremeciéndome. Me detuve con el agua llegándome apenas hasta las rodillas y aguardé, no sabía el qué. Finalmente, a no mucha distancia, distinguí en el arroyo una figura confusa que yacía en las aguas poco profundas más cercanas a la orilla.
Vadeé el arroyo hasta llegar a ella, cruzando el fango que parecía querer retenerme y las lianas entrelazadas. Era Jim Braxton, y estaba muerto. Lo que le había matado no era la herida en la cabeza. Probablemente, había golpeado una roca sumergida cuando fue arrastrado hacia el fondo. Mas en su garganta aparecían las negras marcas de los dedos que le habían estrangulado. Al verlas, un horror innombrable emergió lentamente de ese negro pantano y yo sentí su pegajoso abrazo en mi alma; pues jamás dedos humanos habían dejado una marca tal.
Había visto surgir de las aguas una cabeza, una cabeza que parecía la de un negro, aunque en la oscuridad no había podido distinguir los rasgos. Pero jamás hombre alguno, negro o blanco, había poseído dedos como los que le habían arrebatado la vida a Jim Braxton. A lo lejos, el tambor parecía gruñir burlonamente.
Arrastré el cuerpo hasta subirlo a la orilla y allí lo dejé. No podía esperar más, pues la locura hervía de nuevo en mi mente, impulsándome como con espuelas. Pero, cuando trepaba por la orilla, encontré sangre en los arbustos, y lo que aquello implicaba me hizo estremecer.
Recordé la figura que había visto tambalearse bajo el fogonazo de la pistola de Braxton. Ella estaba ahí, esperándome en la orilla, pues... ¡No una ilusión espectral, sino la mujer en persona, en carne y hueso! Braxton le había disparado y la había herido. Mas la herida no podía haber sido mortal, pues no había cadáver alguno entre la maleza, y la terrible hipnosis que me arrastraba hacia adelante no se había debilitado. Aturdido, me pregunté si las armas del hombre podían matarla.
La luna se había ocultado. La luz de las estrellas apenas lograba penetrar las ramas que se entrelazaban. Ya no había más arroyos en mi camino, sólo pequeños arroyuelos a través de los que me lancé sudando, lleno de premura. Con todo, no esperaba ser atacado. Por dos veces, el que moraba en las profundidades había pasado de largo junto a mí para atacar a mi compañero. Lleno de un gélido desespero, supe que se me reservaba un destino más espantoso. Cada arroyuelo que cruzaba podía ocultar al monstruo que había matado a Jim Braxton. Todos los arroyos estaban conectados entre sí formando una telaraña de vías acuáticas. Podía seguirme fácilmente. Pero el horror que me producía tal idea era menor que el del magnetismo nacido de la jungla que acechaba en los ojos de la hechicera.
Y mientras avanzaba dando tumbos por entre la espesura, oí ante mí el rugido del tambor, cada vez más y más alto, mofándose diabólicamente. Luego una voz humana se mezcló con su murmullo, en un prolongado grito de horror y agonía que hizo estremecerse en simpatía cada una de las células de mi cuerpo. Riachuelos de sudor me corrían por la pegajosa y fría piel; pronto mi propia voz se alzaría así bajo una tortura innombrable. Pero seguí adelante, mis pies moviéndose como autómatas separados de mi cuerpo, motivados por una voluntad que no era la mía.
El tambor sonó más alto y un fuego empezó a brillar entre los negros árboles. Finalmente, agazapado entre los matorrales, miré más allá de la negra extensión de agua que me separaba de una escena salida de una pesadilla. El detenerme allí fue algo tan involuntario como lo había sido el resto de mis actos. Sabía vagamente que el escenario del horror había sido dispuesto, pero el momento de mi entrada en él no había llegado aún. Cuando ese momento hubiese llegado, sería llamado.
Una pequeña isla cubierta de arbolado y conectada a la costa que se hallaba frente a mí por una estrecha lengua de tierra dividía el negro arroyo. En su extremo inferior el arroyo se dividía en una multitud de canales que se abrían paso entre masas de vegetación, troncos putrefactos y cubiertos de musgo, grupos de árboles cubiertos de lianas entrelazadas. Justo enfrente de mi refugio, la costa de la isla dejaba entrar profundamente un brazo de aguas negras y profundas. Árboles cubiertos de musgo amurallaban un pequeño claro, ocultando parcialmente una cabaña. Entre ésta y la costa ardía una hoguera que lanzaba hacia las alturas extrañas llamas verdosas que se convulsionaban como lenguas de serpiente. Decenas de negros estaban acuclillados bajo las sombras del ramaje. Cuando el fuego verde iluminaba sus rostros les daba el aspecto de cadáveres ahogados.
En el centro del claro se alzaba un negro gigantesco, una imponente estatua de mármol negro. Vestía unos harapientos pantalones pero en la cabeza llevaba una diadema de oro labrado con una gran piedra roja, y sus pies estaban calzados con bárbaras sandalias. Sus rasgos reflejaban una titánica vitalidad en nada inferior a la de su cuerpo colosal. Mas todo en él pertenecía a la raza negra: su nariz achatada, sus labios gruesos, su piel de ébano. Sabía que estaba viendo a Saúl Stark, el hechicero.
Él contemplaba algo que había delante suyo, en la arena, algo oscuro e informe que gemía débilmente. Por fin, alzando la cabeza, lanzó a través de las negras aguas una invocación que resonó como un trueno. De los negros que permanecían bajo los árboles llegó una temblorosa respuesta, como el viento que gime a través de las ramas a medianoche. Tanto la invocación como la respuesta pertenecían a una lengua desconocida..., un lenguaje gutural y primitivo.
Lanzó de nuevo su llamada, esta vez como un alarido curiosamente agudo. Un suspiro tembloroso pareció estremecer a los negros. Todos los ojos estaban clavados en las tenebrosas aguas. Y, de pronto, un objeto se alzó lentamente de las profundidades. Me sentí estremecer. Parecía la cabeza de un negro. Uno tras otro, objetos similares se alzaron hasta que cinco cabezas asomaron por encima de las negras aguas ensombrecidas por los cipreses. Podrían haber sido cinco negros sumergidos totalmente excepto sus cabezas..., mas yo sabía que no era así. Aquí había algo diabólico. Su silencio, su inmovilidad, su aspecto entero eran antinaturales. Desde los árboles llegó el histérico sollozo de las mujeres, y alguien pronunció un nombre, gimoteando.
Entonces Saúl Stark levantó las manos y, silenciosamente, las cinco cabezas desaparecieron. Como el murmullo de un fantasma, me pareció oír la voz de la bruja africana: ¡Les mete en el pantano!
La voz de Stark sonó sobre las aguas:
—Y ahora, para asegurar el conjuro, ¡la Danza de la Calavera!
¿Qué había dicho la bruja?
¡Escondido entre los árboles presenciarás la Danza de la Calavera!
De nuevo sonó el retumbante rugido del tambor. Los negros acuclillados empezaron a balancearse, entonando un cántico sin palabras. Saúl Stark caminaba lentamente alrededor de la figura que yacía sobre la arena, tejiendo con los brazos dibujos indescifrables. De pronto, giró en redondo encarándose hacia el otro extremo del claro. Mediante algún truco de prestidigitación, ahora había en su mano un cráneo humano, que arrojó sobre la arena mojada delante del cuerpo.
—¡Novia de Damballah! —retumbó su voz—. ¡El sacrificio espera!
Hubo una pausa expectante; el cántico cesó. Todos los ojos estaban fijos en el extremo opuesto del claro. Stark permanecía en pie, aguardando, y le vi fruncir el ceño, como sorprendido. Entonces mientras abría la boca para repetir su llamada, una bárbara figura emergió de entre las sombras.
Al verla, un estremecimiento helado me recorrió. Por un momento permaneció inmóvil, la luz de la hoguera centelleando sobre sus adornos de oro, la cabeza colgándole sobre el pecho. Reinó un tenso silencio y vi que Saúl Stark la miraba fijamente. De algún modo inexplicable, ella parecía lejos de todo, allí en pie, como si nada le importase y se hubiese marchado a otro lugar, la cabeza extrañamente torcida.
Entonces, como si hiciese un esfuerzo por enderezarse, empezó a moverse con un ritmo espasmódico y, finalmente, empezó a describir los remolineantes laberintos de una danza que ya era vieja cuando el océano barrió a los negros reyes de la Atlántida. No puedo describirla. Era lo bestial y lo demoníaco en movimiento, ordenado en el convulso torbellino de unas posturas y unos gestos que habrían asombrado hasta a una bailarina de los faraones. Y aquella calavera maldita bailaba con ella; chasqueando y resonando sobre la arena, saltando y girando como una cosa viva al mismo ritmo que ella saltaba y se movía.
Pero había algo que no iba bien. Podía sentirlo. Sus brazos colgaban fláccidamente, su cabeza se inclinaba sin fuerza. Las piernas le flaqueaban, doblándose, haciendo que su baile pareciese carente de ritmo, como el de un borracho. De entre los negros surgió un murmullo, y el asombro se perfiló en los oscuros rasgos de Saúl Stark. Pues el dominio
de un hechicero pende de un caballo. Cualquier minúscula variación de la fórmula o el ritual puede romper toda la telaraña de su encantamiento.
En cuanto a mí, sentía que el sudor se me helaba en la piel a medida que observaba la espantosa danza. Los grilletes invisibles que me ataban a aquella diablesa y a sus giros me ahogaban, parecían a punto de aplastarme. Sabía que ella se aproximaba a un clímax, en el cual me llamaría para que saliese de mi escondite, para que vadease las negras aguas hasta llegar a la Casa de Damballah y a mi condenación.
De pronto, se detuvo, dejando de girar y, cuando lo hizo, alzándose de puntillas, se encaró hacia el lugar donde yo me ocultaba, y supe que podía verme tan claramente como si me hubiese hallado al descubierto; de algún modo, supe también que sólo ella conocía mi presencia. Me sentí tambalear al borde del abismo. Ella alzó la cabeza y vi la llama de sus ojos, incluso a esa distancia. Tenía el rostro encendido por una horrible victoria. Alzó lentamente la mano y sentí que mis miembros empezaban a moverse espasmódicamente en respuesta a ese terrible magnetismo. Abrió la boca...
Pero de esa boca abierta sólo surgió un gorgoteo ahogado y, de repente, los labios se le tiñeron de un rojo carmesí. Y, de pronto, sin ninguna advertencia previa, se le doblaron las rodillas y cayó de bruces en la arena.
Y también yo caí con ella, hundiéndome en el suelo fangoso. Algo ardió en mi cerebro como una rociada de fuego. Y luego me encontré agazapado entre los árboles, débil y tembloroso, pero con tal sentimiento de libertad y tal ligereza en los miembros como jamás soñé que un hombre pudiese llegar a experimentar. El negro hechizo que me tenía prisionero se había roto; el sucio íncubo había desaparecido de mi alma. Era como si la luz hubiese logrado abrirse paso en una noche más negra que la medianoche africana.
Al caer la muchacha, un griterío salvaje se alzó de entre los negros y éstos se levantaron de un salto, temblando, al borde del pánico. Vi el blanco de sus ojos desorbitados, el destello de sus dientes a la luz de la hoguera. Saúl Stark había manipulado sus naturalezas primitivas hasta llevarlas a una cima de locura, pretendiendo desviar ese frenesí, en el momento adecuado, convirtiéndolo en la furia de la batalla. Podía, con idéntica facilidad, convertirse en la histeria del terror. Stark empezó a gritarles con firmeza.
Pero justo entonces la muchacha, en una última convulsión, rodó sobre la arena mojada y la luz del fuego mostró un agujero redondo entre sus pechos, del que aún brotaba el líquido escarlata. La bala de Jim Braxton había encontrado su blanco.
Desde el primer momento había sentido que no era totalmente humana; algún negro espíritu de la jungla la dominaba, proporcionándole la abismal vitalidad infrahumana que la convertía en lo que era. Había dicho que ni la muerte ni el infierno podrían apartarla de la Danza de la Calavera. Y, con un tiro en el corazón, agonizante, había cruzado el pantano desde el arroyo donde había recibido su herida mortal hasta la Casa de Damballah. Y la Danza de la Calavera había sido su danza de la muerte.
Tan aturdido como el condenado al que acaban de indultar, al principio apenas entendí el significado de la escena que se desarrollaba ante mí.
Los negros habían enloquecido. En la muerte de la hechicera, inexplicable para ellos, vieron un temible portento. No tenían modo de saber que ya se estaba muriendo cuando entró en el claro. Para ellos, su profetisa, su sacerdotisa, había sido fulminada ante los ojos por una muerte invisible. Esta magia era más negra que la brujería de Saúl Stark... Y, obviamente, les era hostil.
Fue como una estampida de enloquecido ganado. Aullando, gritando, desgarrándose entre sí, se precipitaron a través de los árboles en dirección a la lengua de tierra y la costa que había más allá. Saúl Stark permaneció totalmente inmóvil, sin prestarles atención alguna, la vista clavada en la mulata, muerta al fin. Y, de pronto, volví en mí, y con mi humanidad nuevamente despierta me llegó la fría furia y la sed de matar. Desenfundé una pistola y, apuntando bajo la incierta claridad, apreté el gatillo. Sólo un chasquido me respondió. La pólvora de las pistolas se había mojado.
Saúl Stark alzó la cabeza y se lamió los labios. Los sonidos de lucha se desvanecieron en la lejanía y él permaneció, solo, en el claro. Sus ojos giraban locamente hacia los negros bosques que le rodeaban. Se inclinó, agarró el objeto con forma de hombre que yacía sobre la arena y lo llevó a rastras hasta la cabaña. Cuando desapareció de mi vista me dirigí hacia la isla, vadeando los angostos canales del extremo inferior. Casi había llegado a la costa cuando una masa de madera a la deriva cedió bajo mis pies y me hundí en un profundo agujero.
Al instante, el agua remolineó a mi alrededor, y una cabeza surgió a mi lado; un rostro que distinguí borrosamente se hallaba muy cerca del mío..., el rostro de un negro..., el rostro de Tunk Bixby. Pero ahora no era humano, era tan inexpresivo y carente de alma como el de un siluro; era el rostro de un ser que ya no era un hombre, y que ya no era consciente de su origen humano.
Dedos contrahechos y cubiertos de fango resbaladizo me aferraron el cuello, y yo hundí mi cuchillo en aquella boca entreabierta. Los rasgos se borraron bajo una oleada de sangre; muda, la cosa desapareció y yo me icé a la orilla, entre los matorrales.
Stark había salido a la carrera de su cabaña, una pistola en la mano. Lanzaba miradas salvajes a su alrededor, alarmado por el ruido que había escuchado, pero yo sabía que no podía verme. Su piel cenicienta brillaba a causa del sudor. Él, que había dominado mediante el miedo, se veía ahora dominado por el miedo. Temía a la mano desconocida que había matado a su amante; temía a los negros que le habían abandonado; temía el pantano abisal que le había dado cobijo, y a las monstruosidades que había creado. Lanzó una extraña llamada en la que temblaba una nota de pánico. Cuando sólo cuatro cabezas hendieron las aguas llamó de nuevo, pero fue en vano.
Pero las cuatro cabezas empezaron a moverse hacia la costa y el hombre que permanecía de pie en ella. Disparó contra ellas. No hicieron esfuerzo alguno para evitar las balas. Siguieron avanzando, hundiéndose una a una. Antes de que la última cabeza se desvaneciese, Stark había disparado seis veces. Los disparos ahogaron el ruido de mi aproximación. Estaba casi detrás de él cuando, al fin, se volvió.
Sé que me reconoció; lo vi en su cara y, con el reconocimiento, vi también cómo le invadía el miedo al saber que tenía que vérselas con un ser humano. Con un grito, me lanzó a la cara su pistola descargada y saltó sobre mí levantando un cuchillo.
Le esquivé, paré su acometida y contraataqué con un tajo que le hirió profundamente en las costillas. Me cogió la muñeca y yo aferré la suya y así permanecimos, luchando, pecho contra pecho. A la luz de las estrellas sus ojos parecían los de un perro rabioso, y sus músculos eran como cables de acero.
Dejé caer mi tacón sobre su pie descalzo, aplastándole el empeine. Lanzó un aullido y perdió el equilibrio, y yo logré liberar de un tirón la mano con la que sostenía el cuchillo y le herí en el vientre. Saltó un chorro de sangre y él me arrastró en su caída. Logré librarme y me puse en pie, en el mismo instante en que él se medio incorporaba, apoyándose en el codo, y me tiraba el cuchillo. Pasó zumbando junto a mi oreja y yo le pateé el pecho. Sus costillas cedieron bajo mi pie. Me arrodillé, viéndolo todo a través de la niebla rojiza del ansia de matar, le eché la cabeza hacia atrás y le corté el cuello de oreja a oreja.
Había una bolsa de pólvora seca en su cinturón, así que antes de alejarme recargué mis pistolas. Luego, entré en la choza con una antorcha. Y allí entendí cuál era el destino que la hechicera mulata me había reservado. Tope Sorley yacía gimiendo sobre un camastro. La transmutación que debía hacer de él uno de los semihumanos habitantes del agua, carentes de mente y alma, no estaba aún completa, pero su mente ya se había extraviado. Algunos de los cambios físicos ya habían sido realizados... No tengo deseo alguno de saber a través de qué hechicería carente de dios y surgida de algún negro abismo africano. Su cuerpo se había alargado y redondeado, las piernas se le habían encogido; los pies se habían achatado y ensanchado, los dedos eran horriblemente largos, y palmeados. Su cuello era varios centímetros más largo de lo que hubiese debido ser. Los rasgos no se habían alterado, pero la expresión no era más humana que la de un gran pez. Y ahí, de no ser por la lealtad de Jim Braxton, habría estado tendido Kirby Buckner. Apoyé el cañón de mi pistola sobre la cabeza de Tope, en espantosa misericordia, y apreté el gatillo.
Así acabó la pesadilla, y no voy a prolongar más la horrible historia. Los blancos de Canaan jamás llegaron a encontrar nada en la isla excepto los cuerpos de Saúl Stark y la mulata. Hasta el día de hoy creen que un negro del pantano mató a Jim Braxton, después de que éste hubiese matado a la mulata, y que yo destruí la incipiente rebelión matando a Saúl Stark. Eso es lo que dejo que crean. Nunca sabrán qué formas esconde el agua negra del Tularoosa. Ese es un secreto que comparto con los negros cabizbajos y acosados por el miedo de Goshen, y del que ni ellos ni yo hemos hablado jamás.