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domingo, 28 de marzo de 2010

LOS MITOS DE CTHULHU -- VARIOS AUTORES -- EL REGRESO DEL BRUJO


EL REGRESO DEL BRUJO

Clark Ashton Smith

(Título original: The Return of the Sorcerer)

Clark Ashton Smith (1893-1961) nació en Auburn, California, y además de producir una extensa obra narrativa, fue poeta, pintor y escultor de marcada orientación fantástica.

El regreso del brujo, un pequeño clásico a menudo incluido en antologías de cuentos fantásticos y terroríficos, es uno de los más estremecedores relatos sobre magia negra jamás escritos, y aunque su conexión con los Mitos es un tanto indirecta, su inclusión en la presente antología está más que justificada, como comprobará el lector inmediatamente.


Me encontraba sin trabajo desde hacía varios meses, y mis ahorros estaban peligrosamente próximos al agotamiento. Así que me llevé una gran alegría al recibir respuesta favorable de John Carnby, invitándome a que presentara mis informes personalmente. Carnby había puesto un anuncio pidiendo un secretario, especificando que los interesados debían enviar previamente una relación de sus aptitudes por carta, y yo había escrito solicitando la plaza.

Carnby, evidentemente, era un intelectual solitario que sentía aversión a tomar contacto con una larga lista de desconocidos y había elegido el modo de eliminar de antemano, si no a todos los descartables, por lo menos a gran número de ellos. Había especificado los requisitos de manera exhaustiva y escueta, y éstos eran de naturaleza tal que excluían aun a las personas normalmente bien instruidas. Entre otras cosas se necesitaba conocer el árabe, y por fortuna yo poseía cierto dominio de esta rara lengua.

Encontré su casa, de cuya situación tenía una vaga idea, al final de una avenida de las afueras de Oakland. Era una casa grande de dos plantas, a la sombra de añosos robles, oscurecida por una frondosa y exuberante piedra, entre setos de ligustro sin podar y una maleza que lo había ido invadiendo todo durante muchos años. Estaba separada de sus vecinos, a un lado por un solar vacío y cubierto de hierba, y al otro por una maraña de parras y árboles que rodeaban las negras ruinas de una mansión quemada.

Aparte de su aspecto de prolongado abandono, había algo lúgubre y triste en el lugar; algo inherente a la silueta de la casa, a las furtivas y oscuras ventanas, a los mismos perfiles deformados de los robles y a la extrañamente invasora maleza. De algún modo, mi entusiasmo menguó un tanto al entrar en el terreno y avanzar por un camino sin limpiar, hasta la puerta principal.

Cuando me encontré en presencia de John Carnby, mi júbilo disminuyó aún más; no habría podido dar una razón concreta de este escalofrío premonitorio, de la oscura, lúgubre sensación de alarma que experimenté, y del precipitado hundimiento de mi alegría. Puede que influyera en mí, tanto como el hombre mismo, la oscura biblioteca en que me recibió: una estancia cuyas sombras mohosas jamás podrían ser disipadas por el sol o las luces de una lámpara. Efectivamente, debía de ser esto; pues John Carnby era casi exactamente la clase de persona que yo me había imaginado.

Tenía todo el aspecto de un sabio solitario que ha dedicado pacientes años a algún tema de investigación erudita. Era delgado y encorvado, con la frente abultada y una mata de pelo gris; y la palidez de la biblioteca se reflejaba en sus mejillas cavernosas y bien afeitadas. Pero junto a esto, denotaba un medroso encogimiento que indicaba algo más que la timidez normal de una persona de vida retirada, y una incesante aprensión que se delataba en cada mirada de sus ojos febriles y ojerosos, en cada movimiento de sus huesudas manos. Con toda probabilidad, su salud se había visto gravemente deteriorada por el exceso de trabajo, y no pude por menos de preguntarme cuál sería la naturaleza de los estudios que le habían convertido en una temblorosa ruina. Sin embargo, tenía algo —quizá la anchura de sus hombros inclinados, y el decidido perfil aguileño de su rostro— que daba la impresión de haber gozado en otro tiempo de gran fuerza y un vigor no enteramente agotados.

Su voz fue inesperadamente profunda y sonora.

—Creo que se quedará usted, señor Ogden —dijo, tras unas cuantas preguntas formularias, casi todas relativas a mis conocimientos lingüísticos, y en particular a mi dominio del árabe—. Sus obligaciones no serán muy pesadas; pero necesito a alguien que esté disponible en cualquier momento en que yo lo necesite. Así que deberá vivir conmigo. Puedo darle una habitación cómoda, y le garantizo que mis guisos no le envenenarán. Trabajo a menudo de noche; espero que no le resulte demasiado enojosa la irregularidad del horario.

Sin duda debería haber experimentado una inmensa alegría ante la seguridad de que el puesto de secretario iba a ser para mí. Pero en vez de eso, sentí una confusa, irracional renuencia, y una vaga advertencia de maldad al darle las gracias a John Carnby y decirle que estaba dispuesto a trasladarme a su casa cuando él deseara.

Parecía muy complacido; y por un momento desapareció el extraño recelo de su actitud.

—Véngase en seguida... esta misma tarde, si puede —dijo—. Me alegraré mucho de tenerle aquí, y cuanto antes mejor. He estado viviendo completamente solo durante algún tiempo, y debo confesar que la soledad está empezando a cansarme. Además, me he ido retrasando en mis trabajos por falta de la ayuda adecuada. Mi hermano vivía conmigo y solía ayudarme, pero ha emprendido un largo viaje.

Volví a mi alojamiento en el pueblo, pagué la cuenta con los últimos dólares que me quedaban, recogí mis cosas, y menos de una hora después estaba de nuevo en casa de mi patrón. Me asignó una habitación del segundo piso, la cual, aunque polvorienta y sin ventilación, era más que lujosa en comparación con el cuartucho que la falta de dinero me había obligado a ocupar durante algún tiempo. Luego me llevó a su estudio, que estaba también en el piso de arriba, al final del rellano. Allí, me explicó, era donde llevaría a cabo la mayor parte de mi futura tarea. Apenas pude contener una exclamación de sorpresa al contemplar el interior del aposento. Era muy semejante a lo que yo imaginaba que podría ser la madriguera de algún brujo. Había mesas esparcidas con arcaicos instrumentos de dudoso uso, cartas astrológicas, cráneos y alambiques y vasijas de cristal, incensarios como los de las iglesias católicas, y volúmenes encuadernados en piel carcomida con cierres manchados de verdín. En un rincón se alzaba el esqueleto de un gran simio; en otro, un esqueleto humano; y del techo colgaba un cocodrilo disecado.

Había estanterías repletas de libros, y tras una mirada superficial a los títulos me di cuenta de que constituían una colección particularmente amplia de obras antiguas y modernas sobre demonología y artes negras. Había algunos cuadros y grabados horripilantes en las paredes, alusivos a temas parecidos; y toda la atmósfera de la habitación exhalaba una mezcolanza de supersticiones semiolvidadas. Normalmente, habría sonreído al encontrarme ante semejantes cosas; pero de alguna manera, en esta casa solitaria, junto al neurótico Carnby, me fue difícil reprimir un verdadero estremecimiento.

Sobre una de las mesas, contrastando diametralmente con esta mezcla de medievalismo y satanismo, había una máquina de escribir, rodeada de montones de desordenadas hojas manuscritas. En un extremo de la habitación había una alcoba pequeña aislada por una cortina, con una cama en la que dormía Carnby. En el extremo opuesto, entre el esqueleto humano y el de simio, descubrí un armario cerrado, pegado a la pared.

Carnby había notado mi sorpresa, y me miró con una expresión aguda, analítica, que me fue imposible interpretar. Empezó a hablar en tono explicativo.

—He escrito una historia del demonismo y la hechicería —declaró—. Es un campo fascinante al que siempre han dado de lado. Ahora voy a preparar una monografía en la que trato de relacionar las prácticas mágicas y el culto al demonio de todas las épocas y pueblos. Su trabajo, al menos durante un tiempo, consistirá en pasar a máquina y ordenar las extensas notas preliminares que he redactado, y ayudarme a extraer otras citas y ordenar la correspondencia. Sus conocimientos del árabe me serán inestimables; para ciertos datos esenciales, dependo de un ejemplar del Necronomicón en su texto árabe original. Tengo motivos para pensar que hay ciertas omisiones y errores en la versión latina de Olaus Wormius.

Yo había oído hablar de este raro y casi fabuloso libro, pero jamás lo había visto. Se decía que en él se contenían los últimos secretos del saber maligno y prohibido; y que además, el texto original, escrito por el árabe loco Abdul Alhazred, era una rareza inconseguible. Me pregunté cómo habría llegado a parar a manos de Carnby.

—Le mostraré el libro después de cenar —prosiguió Carnby—. Seguramente podrá desentrañar uno o dos pasajes que me han tenido desorientado durante mucho tiempo.

La cena, preparada y servida por mi propio patrón, supuso un feliz cambio en los menús de restaurante barato a los que estaba habituado. Carnby parecía haber perdido casi todo su nerviosismo. Era muy locuaz y hasta empezó a dar muestras de cierta jovialidad de intelectual después de compartir una botella de suave sauterne. No obstante, sin motivo aparente, me sentía turbado por recelos y presentimientos cuyo verdadero origen no podía analizar ni averiguar.

Regresamos al estudio, y Carnby sacó de un cajón que tenía cerrado con llave el volumen del que había hablado. Era enormemente viejo; tenía unas cubiertas de ébano adornadas con arabescos de plata y estaba rotulado con un rojo brillante. Cuando abrí sus páginas amarillentas me hice atrás con un gesto involuntario, debido al olor que emanó de él: un olor semejante al de la descomposición física, como si el libro hubiese estado entre cadáveres, en algún cementerio olvidado, y le hubiese afectado la corrupción.

Los ojos de Carnby centellearon con una luz febril al coger de mis manos el viejo manuscrito y abrirlo por en medio. Señaló un pasaje con su flaco dedo.

—Dígame qué dice aquí —pidió con un susurro tenso, excitado.

Descifré el párrafo, lentamente, con cierta dificultad, y escribí una versión inglesa aproximada con el lápiz que Carnby me ofreció. Luego, a petición suya, lo leí en voz alta:

—«Es sabido verdaderamente por muy pocos, pero es un hecho comprobable, que la voluntad de un hechicero muerto tiene poder sobre su propio cuerpo y puede levantarlo de la tumba y hacerle ejecutar luego cualquier acción que no haya cumplido en vida. Y tales resurrecciones sirven invariablemente para llevar a cabo acciones malévolas y en perjuicio de los demás. Muy prontamente puede el cadáver ser animado, si todos sus miembros se han conservado intactos; y no obstante, hay casos en que la superior voluntad del brujo ha levantado los miembros separados de un cuerpo cortado en muchos trozos, haciendo que cumplieran su fin, tanto separadamente como en transitoria reunión. Pero en todos los casos, después de haberse cumplido la acción, el cuerpo vuelve a su anterior estado.»

Naturalmente, esto era una sarta de incoherencias de lo más absurda. Probablemente, fue la expresión extraña, obsesionada con que escuchaba mi patrón, más que este detestable pasaje del Necronomicón, lo que me produjo un escalofrío y me hizo estremecer violentamente cuando, hacia el final de mi lectura, oí el roce indescriptible de alguien o algo que se escabullía en el rellano de fuera. Pero al terminar el párrafo y alzar la vista hacia Carnby, me quedé aún más impresionado, ante la expresión de rigidez y estupor que había asumido su semblante: parecía que acababa de ver el espectro de un condenado. De algún modo, tuve la sensación de que estaba atento a aquel ruido singular del pasillo, más que a mi traducción de Abdul Alhazred.

—La casa está llena de ratas —explicó, al captar mi mirada inquisitiva—. Nunca he podido librarme de ellas, a pesar de todos mis esfuerzos.

El ruido, que aún seguía, era semejante al que podía producir una rata al arrastrar algún objeto por el suelo. Pareció acercarse, venir hacia la puerta de la habitación de Carnby; luego, tras una pausa, comenzó de nuevo y se alejó; la turbación de mi patrón era manifiesta. Escuchó con temerosa atención y pareció seguir el avance del ruido con un terror que iba en aumento conforme se acercaba, y disminuía visiblemente al retirarse.

—Estoy muy nervioso —dijo—. He trabajado demasiado últimamente, y éste es el resultado. Hasta un pequeño ruido me trastorna.

El ruido se había alejado ahora hacia algún rincón de la casa. Cacnby pareció recobrarse ligeramente.

—¿Le importaría volver a leerme su traducción? —pidió—. Quiero seguirla muy atentamente, palabra por palabra.

Obedecí. El escuchó con la misma expresión preocupada de antes, y esta vez no nos vino a interrumpir ningún ruido del rellano. El rostro de Carnby se puso más pálido aún, como si la última gota de sangre le hubiera abandonado, cuando leí las frases finales; y el fuego de sus ojos cavernosos se asemejó a una fosforescencia en el fondo de una cripta.

—Es un pasaje de lo más notable —comentó—. Tenía mis dudas sobre su significado, dado mi escaso conocimiento del árabe; sabía que este párrafo estaba completamente suprimido en la traducción latina de Olaus Wormius. Gracias por su buena traducción. Me lo ha aclarado totalmente.

Su tono fue seco y formulario, como si se contuviese y pugnara por reprimir un mundo de inimaginables pensamientos y emociones. De algún modo, sentía que Carnby estaba más nervioso y trastornado que antes, y también que mi lectura del Necronomicón había contribuido de alguna misteriosa manera a que aumentara su turbación. Su expresión era lívida y abstraída, concentrada, como si su mente estuviese absorta en algún asunto desagradable y prohibido.

Sin embargo, tras recobrarse, me pidió que le tradujese otro pasaje. Este resultó ser una rara fórmula mágica para exorcizar a los muertos, con un ritual que implicaba el uso de exóticos bálsamos de Arabia y el correcto recitado de lo menos un centenar de nombres de gules y demonios. Lo transcribí todo para Carnby, y él lo estudió durante largo rato con una ansiedad que me pareció muy distinta de la preocupación científica.

—Esto también falta en Olaus Wormius —observó, y tras leerlo por dos veces dobló el papel cuidadosamente y lo guardó en el mismo cajón donde tenía el Necronomicón.

Esa noche fue de las más extrañas que he pasado jamás. Mientras permanecimos sentados discutiendo hora tras hora las versiones de este impío volumen, me fui dando cuenta más y más claramente de que mi patrón estaba mortalmente asustado por algo; temía estar solo y me retenía a su lado más que nada por esa razón. Parecía estar constantemente esperando y escuchando con penosa, torturada expectación, y veía que tenía sólo una conciencia maquinal de cuanto decíamos él y yo. Entre los inquietantes objetos de la habitación, en aquella atmósfera de maldad solapada, de horror inconfesable, la parte racional de mi mente empezaba a sucumbir lentamente ante una recrudescencia de oscuros terrores ancestrales. Aunque en mis momentos normales he despreciado siempre tales cosas, estaba dispuesto ahora a creer en los más disparatados desvarios de la fantasía supersticiosa. Indudablemente, merced a una especie de contagio mental, había captado el terror oculto que Carnby padecía.

Sin embargo, el hombre no admitió los verdaderos sentimientos que evidenciaba su actitud, sino que habló repetidamente de una afección nerviosa. Más de una vez, durante nuestra conversación, trató de darme a entender que su interés por lo preternatural y lo satánico era enteramente intelectual, que al igual que yo, no creía en tales cosas. Sin embargo, me di cuenta de que sus explicaciones eran falsas; que estaba imbuido y obsesionado por una auténtica fe en todo aquello que pretendía considerar con científica objetividad, y que evidentemente había caído víctima de algún horror imaginario relacionado con sus investigaciones ocultistas. Pero mi intuición no me permitió dar con la clave de la naturaleza de este horror.

No se repitieron los ruidos que habían alarmado tanto a mi patrón. Estuvimos allí hasta después de las doce ocupados en el texto del árabe loco abierto ante nosotros. Por último, Carnby pareció darse cuenta de lo avanzado de la hora.

—Me temo que le he retenido demasiado —dijo excusándose—. Debe irse a dormir. Soy un egoísta; he olvidado que estas horas no son habituales para los demás como para mí.

Rechacé formalmente su autorreproche como exigía la cortesía, le di las buenas noches y me dirigí a mi habitación con una enorme sensación de alivio. Me pareció como si hubiese dejado detrás de mí, en la habitación de Carnby, todo el sombrío temor y la opresión a que había estado sometido.

En el largo corredor sólo ardía una luz. Estaba cerca de la puerta de Carnby; mi puerta, en el extremo, cerca del arranque de la escalera, se hallaba sumida en completa oscuridad. Al alargar la mano para coger el picaporte, oí un ruido detrás de mí; volví la cabeza y vi un bulto confuso que saltó del rellano al último escalón, desapareciendo de mi vista. Me quedé horriblemente sobresaltado; pues aunque fue una visión fugaz y vaga, me pareció un cuerpo demasiado pálido para que fuese una rata; por otra parte, su silueta no sugería la de ningún animal. No habría podido asegurar qué era, pero su aspecto me pareció indeciblemente monstruoso. Las piernas me temblaban violentamente, y más arriba oí golpes extraños, como el rodar de un objeto y el caer de escalón en escalón. El ruido se repitió a intervalos regulares, y finalmente cesó.

Aun cuando la seguridad del alma y el cuerpo hubiesen dependido de ello, no habría podido volver a la escalera; no habría podido acercarme a los escalones de arriba para averiguar la causa de los poco naturales golpes. Cualquier otro, quizá, habría ido. Yo, en cambio, tras permanecer un momento petrificado, entré en mi habitación, cerré la puerta y me metí en la cama con un torbellino de dudas irresueltas y presa de un equívoco terror. Dejé la vela encendida, y permanecí despierto durante horas, esperando de un momento a otro la repetición de ese abominable ruido. Pero la casa estaba en silencio como un depósito de cadáveres, y no oí nada. Por último, a pesar de mis previsiones en sentido contrario, me quedé dormido, y no me desperté sino después de muchas horas de sueño pesado y reparador.

Eran las diez, como indicaba mi reloj. Me pregunté si mi patrón me habría dejado que durmiese deliberadamente, o no se había levantado tampoco. Me vestí y bajé, descubriendo que me esperaba ante la mesa del desayuno. Estaba más pálido y tembloroso que el día anterior, como si hubiese dormido mal.

—Espero que las ratas no le hayan molestado demasiado —observó, tras un saludo preliminar—. Verdaderamente, hay que hacer algo con ellas.

—No me han molestado en absoluto —contesté. En cierto modo, me fue completamente imposible aludir al extraño y ambiguo ser que había visto y oído retirarse la noche anterior. Evidentemente, me había equivocado; era indudable que no había sido sino una rata, en definitiva, que arrastraba algo escaleras abajo. Traté de olvidar la cadencia espantosa del ruido y la fugaz visión de la inconcebible silueta en la oscuridad.

Mi patrón me miró con suma atención, como si quisiese penetrar en lo más recóndito de mi espíritu. El desayuno transcurrió lúgubremente. Y el día que siguió no fue menos triste. Carnby se recluyó hasta mediada la tarde y me dejó que campara por mis respetos en la bien surtida pero convencional biblioteca de abajo. No se me ocurría qué podía hacer Carnby a solas en su habitación; pero más de una vez me pareció oír las débiles y monótonas entonaciones de una voz solemne. Mil ideas alarmantes y presentimientos desagradables invadieron mi cerebro. Cada vez más, la atmósfera de esta casa me envolvía y ahogaba con su misterio infecto y ponzoñoso; en todas partes percibía la invisible asechanza de íncubos malévolos.

Casi sentí alivio cuando mi patrón me llamó a su estudio. Al entrar, noté el aire impregnado de un olor pungente y aromático, y me llegaron las volutas evanescentes de un vapor azulenco, como de gomas y esencias orientales ardiendo en incensarios de iglesia. La alfombrilla de Ispahan había sido corrida de su sitio, junto a la pared, al centro de la habitación, pero no bastaba para cubrir una señal redonda de color violáceo semejante al dibujo de un círculo mágico en el suelo. Indudablemente, Carnby había estado ejecutando alguna especie de conjuro; y me vino al pensamiento la pavorosa fórmula que había traducido.

Sin embargo, no dio ninguna explicación de lo que había estado haciendo. Su actitud había cambiado notablemente y tenía más aplomo y confianza que el día anterior. De un modo casi profesional, depositó ante mí un mazo de hojas manuscritas que quería que pasase a máquina. El tecleo de la máquina me ayudó un poco a disipar las malignas aprensiones que me asediaban, y casi pude sonreír ante la recherche y terrible información contenida en las notas de mi patrón, casi todas relativas a fórmulas para la adquisición de poderes ilícitos. Pero no obstante, por debajo de mi confianza, había una vaga, amplia inquietud.

Llegó la noche; y después de cenar regresamos otra vez al estudio. Había ahora una tensión en la actitud de Carnby, como si aguardase ansiosamente el resultado de algún experimento secreto. Seguí con mi trabajo; pero me contagió un poco su emoción, y una y otra vez me sorprendía a mí mismo en una actitud de forzada atención.

Finalmente, por encima del tecleo de la máquina, oí el extraño caminar vacilante en el rellano. Carnby lo oyó también, y su expresión de confianza se esfumó completamente, siendo sustituida por la de deplorable terror.

El ruido se fue acercando, seguido de un roce apagado de arrastrar algo; luego se oyeron más ruidos, como titubeos y carreritas, de las más diversas calidades, pero igualmente imposibles de identificar. Al parecer, el rellano estaba atestado, como si todo un ejército de ratas tirara de alguna carroña y se la llevase como botín. Y no obstante, ningún roedor ni manada de roedores podía haber producido tales ruidos ni habría podido arrastrar nada tan pesado como el objeto que venía detrás. Había algo en la naturaleza de estos ruidos, algo sin nombre ni definición, que hizo que me subiera un lento escalofrío por el espinazo.

—¡Dios mío! ¿Qué es todo este estrépito? —exclamé.

—¡Las ratas! ¡Le digo que son las ratas! —la voz de Carnby fue un alarido histérico.

Un momento más tarde, sonó una inequívoca llamada a la puerta, muy cerca del suelo. Al mismo tiempo, oí un sonoro topetazo en el armario cerrado del otro extremo de la habitación. Carnby había permanecido de pie, pero ahora se hundió sin fuerzas en una silla. Su semblante estaba ceniciento, y tenía la expresión contraída por un pavor casi demencial.

La duda y tensión pesadillescas se hicieron insufribles; corrí a la puerta y la abrí de golpe a pesar de la frenética oposición de mi patrón. Yo no tenía idea de lo que me iba a encontrar al otro lado del umbral, en el oscuro rellano.

Cuando miré y vi la cosa que estuve a punto de pisar, mi sensación fue de estupor y de auténtica náusea. Era una mano humana que había sido cortada por la muñeca; una mano huesuda, azulenca, como la de un cadáver de una semana, con tierra vegetal en los dedos y bajo las largas uñas. ¡El infame miembro se había movido! ¡Se había retirado para evitarme, y se arrastraba por el pasillo a la manera de un cangrejo! Y siguiéndola con la mirada, vi que había otras cosas más allá, una de las cuales identifiqué como un pie humano y otra como un antebrazo. No me atreví a mirar lo demás. Todo se alejaba lenta, horriblemente, en macabra procesión, y no puedo describir la forma en que se movía. La vitalidad individual de cada sección era horrible hasta más allá de lo soportable. Era una vitalidad que estaba más allá de la vida; sin embargo, el aire estaba cargado de corrupción, de carroña. Aparté los ojos, retrocedí a la habitación de Carnby y cerré tras de mí con mano temblorosa. Carnby estaba a mi lado con la llave, que hizo girar en la cerradura con dedos torpes, tan débiles como los de un anciano.

—¿Los ha visto? —preguntó con un susurro seco, quebrado.

—¡En nombre de Dios!, ¿qué significa todo eso? —grité.

Carnby volvió a su silla, tambaleándose por la flojedad. Sus facciones parecían consumidas por algún horror interior que le devoraba, y se estremecía visiblemente como por un interminable escalofrío. Me senté en una silla junto a él y entonces comenzó a contarme entre tartamudeos su increíble confesión, medio incoherente, haciendo muecas, y muchas interrupciones y pausas:

—Es más fuerte que yo... incluso muerto, incluso con el cuerpo desmembrado por el bisturí y el serrucho de cirujano que he utilizado. Yo creía que no podría regresar después de eso... después de haberle enterrado a trozos en una docena de sitios diferentes, en el sótano, bajo los arbustos, al pie de las hiedras. Pero el Necronomicón tiene razón... y Helman Carnby lo sabía. Me lo advirtió antes de matarle, me dijo que podía volver, aun en esas condiciones.

»Pero no le creí. Odiaba a Helman, y él me odiaba a mí también. El había alcanzado un poder y un conocimiento superiores, y los Oscuros le protegían más que a mí. Por eso maté a mi hermano gemelo, hermano además en el culto de Satanás y de Aquellos que existían aun antes que Satanás. Habíamos estudiado juntos durante muchos años. Habíamos celebrado misas negras juntos y éramos asistidos por los mismos demonios familiares. Pero Helman Carnby había ahondado en lo oculto, en lo prohibido, hasta unos niveles que me fue imposible seguir. Le temía, y llegó un momento en que no pude soportar más su superioridad.

»Hace más de una semana... hace diez días, cometí el crimen. Pero Helman, o alguna parte de él, ha regresado noche tras noche... ¡Dios! ¡Sus malditas manos se arrastran por el suelo! ¡Sus pies, sus brazos, los trozos de sus piernas, suben las escaleras de algún modo abominable para perseguirme!... ¡Cristo! Su torso espantoso, sanguinolento, yace a la espera. Se lo aseguro, sus manos han venido incluso de día a llamar y tantear a mi puerta... y hasta he tropezado con sus brazos en la oscuridad.

»¡Oh, Dios! Me volveré loco con todos estos terrores. Pero él quiere atormentarme, quiere torturarme hasta que mi cerebro sucumba. Por eso me persigue, despedazado de esta manera. Podría acabar conmigo cuando quisiese, con el poder demoníaco que posee. Podría reunir sus miembros separados y su cuerpo y matarme como le maté a él.

»¡Cuán cuidadosamente enterré sus trozos, con qué infinita previsión! ¡Y qué inútil ha sido! Enterré el serrucho, también, en el rincón más apartado del jardín, lo más lejos posible de sus manos perversas y ansiosas. Pero su cabeza no la enterré con los demás trozos: la guardé en ese armario del fondo de la habitación. A veces la oigo moverse dentro, como la ha oído usted hace un rato... Pero él no necesita la cabeza, su voluntad está en otra parte, y puede actuar inteligentemente a través de todos sus miembros.

»Naturalmente, cerré todas las puertas y ventanas por la noche, cuando descubrí que iba a volver... Pero fue inútil. Y he tratado de exorcizarlo con los conjuros adecuados; con todos los que conozco. Hoy he probado esa eficacísima fórmula del Necronomicón que usted ha traducido para mí. Le he contratado para que me la tradujera. Además, no podía ya soportar por más tiempo el estar solo, y pensé que sería una ayuda tener a alguien más en la casa. Esa fórmula era mi última esperanza. Creía que le detendría; se trata del conjuro más antiguo y terrible. Pero, como ha visto, no sirve...

Su voz se apagó en un murmullo entrecortado, y se quedó mirando ante sí con ojos ciegos, insoportables, en los que sorprendí la llama incipiente de la locura. No pude decir nada; la confesión que acababa de hacerme era indeciblemente atroz. La tremenda impresión moral y el horror preternatural me habían dejado casi estupefacto. Mis sentidos quedaron anulados; y hasta que no empecé a recobrarme, no sentí que me invadía irresistiblemente una oleada de aversión por el hombre que tenía junto a mí.

Me puse de pie. La casa había quedado cada vez más silenciosa, como si el ejército horripilante y macabro se hubiese retirado ahora a sus diversas sepulturas. Carnby había dejado la llave en la cerradura, así que me dirigí a la puerta y la hice girar rápidamente.

—¿Se va? No se marche —suplicó Carnby con una voz temblorosa de alarma, al verme con la mano en el picaporte.

—Sí, me marcho —dije fríamente—. Renuncio a mi puesto ahora mismo; voy a recoger mis cosas y marcharme de aquí lo antes posible.

Abrí la puerta y salí, negándome a escuchar los argumentos y súplicas y protestas que había empezado a murmurar. Por esta vez, preferí afrontar cualquier cosa que acechase en el oscuro pasillo, por horrenda y terrible que fuese, a soportar por más tiempo la compañía de John Carnby.

El rellano estaba vacío; me estremecí de repulsión ante el recuerdo de lo que había visto, y eché a correr hacia mi habitación. Creo que habría gritado, de haber notado el más leve movimiento en las sombras.

Empecé a hacer la maleta con un sentimiento de la más frenética urgencia y premura. Me parecía que no podría escapar inmediatamente de esta casa de secretos abominables, en cuya atmósfera reinaba una asfixiante amenaza. Con las prisas me equivocaba, tropezaba con las sillas y el cerebro y los dedos se me acorchaban y paralizaban de miedo.

Casi había terminado mi tarea, cuando oí un ruido de pasos lentos y regulares que subían las escaleras. Sabía que no era Carnby, pues se había encerrado con llave inmediatamente después de salir yo de su habitación, y estaba seguro de que nada habría podido hacerle salir. En cualquier caso, difícilmente habría podido bajar sin que yo le hubiese oído.

Los pasos llegaron al rellano y pasaron por delante de mi puerta con la misma mortal repetición, inexorable como el movimiento de una máquina. Efectivamente, no eran los pasos nerviosos y furtivos de John Carnby.

¿Quién podía ser, entonces? Se me heló la sangre en las venas; no me atreví a concluir el razonamiento que se suscitó en mi mente.

Los pasos se detuvieron; yo sabía que habían llegado a la puerta de la habitación de Carnby. Siguió una pausa en la que apenas me fue posible respirar; a continuación, oí un estrépito espantoso de madera destrozada, y, más fuerte aún, el penetrante alarido de un hombre en el más extremo grado de terror.

Me sentí inmovilizado, como si una invisible mano de hierro me sujetase; y no tengo idea de cuánto tiempo esperé y escuché. El grito se había apagado en un repentino silencio; y no oí nada ahora, salvo un apagado, singular, periódico ruido que mi cerebro se negó a identificar.

No fue mi propia decisión, sino otra voluntad más fuerte que la mía, la que me movió finalmente y me impulsó a ir al estudio de Carnby. Sentí la presencia de esa voluntad como una fuerza irresistible, sobrehumana: como un poder demoníaco, un maligno hipnotismo.

La puerta del estudio había sido hundida, y colgaba de una bisagra. Estaba astillada como por un impacto superior al de una fuerza mortal. Aún ardía una luz en la estancia, y el abominable ruido que oía cesó al aproximarme al umbral. Fue seguido de una quietud malévola y absoluta.

Me detuve nuevamente, incapaz de dar un paso más. Pero esta vez fue algo muy distinto del infernal e irresistible magnetismo lo que me petrificó las piernas y me detuvo ante el umbral. Miré hacia la habitación —el rectángulo de la puerta estaba iluminado por una luz invisible desde donde yo estaba—, y vi a un lado la alfombrilla oriental, y la horrenda silueta de una sombra monstruosa e inmóvil que se proyectaba fuera de ella, en el suelo. Enorme, alargada y contrahecha, la sombra parecía proyectada por los brazos y el torso de un hombre desnudo e inclinado hacia adelante, con una sierra de cirujano en la mano. Su monstruosidad consistía en que, si bien los hombros, pecho, abdomen y brazos se distinguían perfectamente, la sombra carecía de cabeza, y parecía terminar bruscamente en un cuello cercenado. Era imposible, según su postura, que la cabeza quedara oculta por el escorzo.

Me quedé expectante, incapaz de entrar ni de retirarme. La sangre se me había escapado del corazón en una especie de oleada fría, y pensé que se me había helado el cerebro. Hubo una interminable pausa de horror, y luego, en un lugar oculto de la habitación de Carnby, en el armario cerrado, sonó un estallido espantoso y violento, de madera astillada y chirriar de bisagras, seguido del topetazo lúgubre y siniestro de un objeto desconocido al golpear el suelo.

Otra vez reinó el silencio; un silencio de concentrada Maldad, por encima de su triunfo abominable. La sombra no se había movido. Su actitud era de horrenda contemplación, con la sierra todavía en su mano serena, como si examinase su obra ejecutada.

Transcurrió otro intervalo, y luego, súbitamente, presencié la espantosa e inexplicable desintegración de la sombra, que pareció fragmentarse fácil y suavemente en múltiples sombras diferentes, antes de desaparecer de la vista. No sé describir en qué forma, ni especificar en qué trozos tuvo lugar esta singular fragmentación, esta división múltiple. Al mismo tiempo, oí el apagado chocar de una herramienta metálica sobre la alfombrilla persa, y un sonido producido, no por la caída de un cuerpo, sino de muchos.

Una vez más reinó el silencio, un silencio como de algún cementerio nocturno, cuando los sepultureros y los gules han concluido ya su macabra tarea y quedan solos los muertos.

Atraído por un fatal mesmerismo, guiado como un sonámbulo por un demonio invisible, entré en la habitación. Yo sabía, con una presciencia abominable, cuál era el espectáculo que me aguardaba al otro lado del umbral: el doble montón de trozos humanos; unos, frescos y sanguinolentos, otros ya azules y putrefactos y manchados de tierra, en horrenda confusión sobre la alfombra.

Del montón sobresalían una sierra de cirujano y un bisturí enrojecidos; y cerca, entre la alfombra y el armario abierto con la puerta destrozada, yacía una cabeza humana de cara a los restos y en postura erecta, en el mismo estado de corrupción incipiente que el cuerpo al que pertenecía; pero juro que vi borrarse una malévola mueca de gozo de su semblante cuando entré. Aun bajo los signos de corrupción, mostraba un evidente parecido con el de John Carnby, y no podía pertenecer sino a un hermano gemelo de éste.

Imposible describir aquí las horribles deducciones que obnubilaban mi cerebro como una nube negra y viscosa. El horror que contemplé —y el horror aún mayor que supuse— habrían hecho palidecer a las más inmundas enormidades del infierno en sus helados abismos. Sólo una cosa pudo servir de consuelo y misericordia: aquella fuerza me obligó a contemplar la intolerable escena unos instantes nada más. Luego, de repente, sentí que algo se retiraba de la habitación; el maligno encanto se había roto, la irresistible voluntad que me había tenido cautivo se había ido. Me había dejado ahora, a la vez que abandonaba el cadáver desmembrado de Helman Carnby. Me sentí libre de marcharme; y salí apresuradamente de la horrible cámara, y eché a correr temerariamente por la casa, hasta salir a la oscuridad exterior de la noche.


LOS MITOS DE CTHULHU -- VARIOS AUTORES -- LA LLAMADA DE THULHU

LA LLAMADA DE CTHULHU



H. P. Lovecraft



(Título original: The Call of Cthulhu)



Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), maestro indiscutible de la literatura macabra y figura central de los Mitos, nació y pasó la mayor parte de su vida en Providence, Rhode Island. Solitario y enfermizo desde su juventud, se orientó hacia la lectura, la astronomía y, evidentemente, la literatura fantástica, creando a su alrededor un círculo de admiradores y seguidores literarios que consitituirían algo menos que una secta, pero algo más que un mero grupo de autores y lectores con gustos comunes.


Si el ciclo de relatos escritos por Lovecraft y sus continuadores se denomina precisamente los Mitos de Cthulhu y no de otra forma, se debe en gran medida a la siguiente narración, que se puede considerar la iniciadora del ciclo, puesto que en ella se perfilan definitivamente los parámetros que presidirían el desarrollo de la narrativa lovecraftiana. Nada más adecuado, por tanto, que iniciar esta antología con La llamada de Cthulhu.




I.El horror en arcilla



Lo más piadoso del mundo, creo, es la incapacidad de la mente humana para relacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de negros mares de infinitud, y no estamos hechos para emprender largos viajes. Las ciencias, esforzándose cada una en su propia dirección, nos han causado hasta ahora poco daño; pero algún día el ensamblaje de todos los conocimientos disociados abrirá tan terribles perspectivas de la realidad y de nuestra espantosa situación en ella, que o bien enloqueceremos ante tal revelación, o bien huiremos de esta luz mortal y buscaremos la paz y la seguridad en una nueva edad de tinieblas.


Los teósofos han sospechado la tremenda magnitud del ciclo cósmico del que nuestro mundo y el género humano constituyen efímeros incidentes. Han insinuado extrañas pervivencias en términos que helarían la sangre, si no quedaran enmascaradas por un optimismo complaciente. Pero no es de ellos de quienes me llegó la fugaz visión de evos prohibidos que me hace estremecer cuando me vuelve a la memoria y enloquecer cuando sueño con ella. Esa visión, como todas las visiones de la verdad, surgió como un relámpago al encajar accidentalmente las piezas separadas, en este caso, un artículo de un periódico atrasado y las notas de un profesor ya fallecido. Espero que nadie más llegue a encajar estas piezas; ciertamente, si vivo, no facilitaré jamás intencionadamente un eslabón a tan horrible cadena. Creo que el profesor también trató de guardar silencio respecto de la parte que él sabía, y que habría destruido sus notas de no sobrevenirle súbitamente la muerte.


Empecé a enterarme del asunto en el invierno de 1926-27, con la muerte de mi tío abuelo George Gammell Angell, profesor honorario de lenguas semíticas de la Universidad de Brown, Providence, Rhode Island. El profesor Angell era ampliamente conocido como una autoridad en epigrafía, y había sido consultado frecuentemente por directores de prominentes museos; así que muchos recordarán su fallecimiento a los noventa y dos años. Localmente, el interés aumentó debido a la oscura causa de su muerte. El profesor murió cuando regresaba del barco de Newport; se derrumbó súbitamente, como declaró un testigo, tras recibir un empujón de un marinero negro que surgió de una de esas casuchas oscuras y extrañas de la empinada cuesta que constituye un atajo desde el muelle a la casa del difunto en Williams Street. Los médicos no pudieron descubrir ninguna causa visible, aunque concluyeron, después de una perpleja deliberación, que la causa del desenlace debió de ser un oscuro fallo del corazón provocado por el rápido ascenso de una cuesta tan pronunciada para un hombre de tantos años. En aquel entonces no encontré ninguna razón para disentir del dictamen, pero recientemente me inclino a dudarlo... y más que a dudarlo.


Como heredero y testamentario de mi tío abuelo, pues murió viudo y sin hijos, era natural que revisase yo sus papeles con cierto detenimiento; así que con ese motivo me llevé toda la serie de archivos y cajas a mi casa de Boston. Gran cantidad del material que he logrado ordenar lo publicará más adelante la Sociedad Americana de Arqueología; pero había una caja que me pareció enigmática por demás y no me sentía decidido a enseñarla a nadie. Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero personal que el profesor llevaba siempre en el bolsillo. Entonces, efectivamente, logré abrirla; pero fue para encontrarme tan sólo con un obstáculo aún más grande y hermético. Pues ¿qué podían significar el extraño bajorrelieve en arcilla y las notas y apuntes y recortes del periódico que contenía? ¿Se había vuelto mi tío crédulo de las más superficiales imposturas? Decidí buscar al excéntrico escultor que ocasionó esta supuesta turbación de la paz espiritual del anciano.


El bajorrelieve era un tosco rectángulo de unos dos centímetros de espesor, y una superficie de doce por quince centímetros, de origen moderno evidentemente. Sus dibujos, no obstante, no eran modernos ni mucho menos, tanto por su atmósfera como por lo que sugerían; pues, aunque los desvaríos del cubismo y del futurismo son muchos y extravagantes, no suelen reproducir esa misteriosa regularidad que encierra la escritura prehistórica. Y ciertamente, escritura parecía aquella serie de trazos; aunque mi memoria, pese a estar muy familiarizada con los papeles y colecciones de mi tío, no lograba identificar en ningún sentido aquel tipo de escritura en particular, ni descubrir su más remoto parentesco.


Sobre estos supuestos jeroglíficos había una figura de evidente carácter representativo, aunque su ejecución impresionista impedía hacerse una idea sobre su naturaleza. Parecía una especie de monstruo, o símbolo representativo de un monstruo, de una forma que sólo una imaginación enferma podría concebir. Si digo que a mi imaginación algo extravagante le sugirió imágenes de un pulpo, un dragón y una caricatura humana, no sería infiel a la naturaleza del diseño. Una cabeza pulposa, tentaculada, coronaba un cuerpo grotesco y escamoso, dotado de unas alas rudimentarias; pero era el contorno general lo que lo hacía más estremecedor. Detrás de la figura, un vago bosquejo de arquitectura ciclópea servía de fondo.


El escrito que acompañaba a esta rareza, aparte del montón de recortes de periódico, estaba redactado con la más reciente letra del profesor Angell, sin la menor pretensión literaria. El principal documento, al parecer, era el que llevaba por título «EL CULTO DE CTHULHU», escrito cuidadosamente en caracteres de imprenta para evitar la lectura errónea de palabra tan insólita. Dicho manucristo estaba dividido en dos secciones; la primera se titulaba: «1925. Sueño y obra ejecutada en sueños, de H. A. Wilcox; Thomas St., 7; Providence, R. L.»; y la segunda: «Informe del Inspector John R. Legrasse; Bienville St., 121; Nueva Orleáns, La., a la A. A. Mtg., 1928. Notas sobre la misma, y declaración del profesor Webb». Los demás escritos eran todos anotaciones breves; algunas, referencias a extraños sueños de distintas personas; otras, citas de libros teosóficos y revistas (en particular, La Atlántida y la Lemuria perdida, de W. Scott-Elliott), y el resto, comentarios sobre pasajes de textos mitológicos y antropológicos como La rama dorada, de Frazer y El culto de las brujas en la Europa occidental, de Margaret Murray. Los recortes de periódicos aludían ampliamente al desencadenamiento de una extremada enfermedad mental y accesos de locura o manía colectiva en la primavera de 1925.


La primera mitad del manucristo principal relataba una historia muy curiosa. Parece ser que el 1 de marzo de 1925, un joven delgado, moreno y de aspecto neurótico y excitado había ido a visitar al profesor Angell, con el singular bajorrelieve de arcilla, entonces excesivamente húmedo y fresco. Su tarjeta ostentaba el nombre de Henry Anthony Wilcox, y mi tío le había reconocido como el hijo más joven de una excelente familia ligeramente conocida suya, el cual había estudiado recientemente escultura en la Escuela de Bellas Artes de Rhode Island y había vivido solo en la Residencia Fleur-de-Lys, próxima a dicha institución. Wilcox era un joven precoz de reconocido genio pero de gran excentricidad, y había llamado la atención desde niño por las extrañas historias y singulares sueños que acostumbraba relatar. Decía de sí mismo que era «físicamente hipersensible», pero la gente seria de la antigua ciudad comercial le tenía simplemente por «raro». No relacionándose nunca mucho con sus semejantes, se había ido alejando gradualmente de la visibilidad social, y ahora sólo era conocido de un reducido grupo de estetas de otras ciudades. El Círculo Artístico de Providence, deseoso de preservar su conservadurismo, lo había considerado un caso perdido.


En esta visita, decía el manucristo del profesor, el escultor recabó precipitadamente los conocimientos arqueológicos de su anfitrión para que identificase los jeroglíficos del bajorrelieve. Hablaba en un tono altisonante y pomposo que delataba afectación y le enajenaba toda simpatía; y mi tío le contestó con cierta sequedad, pues el evidente frescor de la tablita presuponía cualquier cosa menos que se relacionara con la arqueología. La respuesta del joven Wilcox, que impresionó a mi tío hasta el punto de recordarla después y consignarla al pie de la letra, fue de una naturaleza tan fantásticamente poética, que debió simbolizar su conversación entera, y que más tarde he observado como característicamente suya. Dijo:


—Es reciente, en efecto, pues la hice anoche mientras soñaba extrañas ciudades; y los sueños son más antiguos que la taciturna Tiro, la contemplativa Esfinge o la ajardinada Babilonia.


Y entonces comenzó a relatar esa peregrina historia que, súbitamente, brotó de su memoria dormida, acaparando febrilmente el interés de mi tío. Había habido un ligero temblor de tierra la noche antes, el más fuerte que se había notado en Nueva Inglaterra desde hacía años, y la imaginación de Wilcox se había visto hondamente afectada. Una vez en la cama, había tenido un sueño sin precedentes sobre ciudades ciclópeas de gigantescos sillares y monolitos que se erguían hasta el cielo, que rezumaban un limo verdoso e irradiaban un aura siniestra de latente horror. Los muros y pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y desde algún lugar indeterminado de la parte inferior había brotado una voz que no era voz, sino una sensación caótica que sólo la fantasía podía transmutar en sonido, pero que él intentó traducir en una impronunciable confusión de letras: Cthulhu fhtagn.


Este galimatías fue la clave del recuerdo que excitó y turbó al profesor Angell. Interrogó al escultor con minuciosidad científica y examinó casi con frenética intensidad el bajorrelieve en el que el joven se había sorprendido a sí mismo trabajando, muerto de frío y en pijama, cuando, paulatinamente, se despertó desconcertado. Mi tío atribuyó a su avanzada edad, dijo después Wilcox, su lentitud en reconocer los jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas parecieron sin sentido a su visitante, en especial las que pretendían relacionarle con cultos o sociedades extrañas; y Wilcox no logró comprender las repetidas promesas de silencio que le ofreció a cambio de que admitiese su afiliación a alguna sociedad religiosa mística o pagana de ámbito mundial. Cuando el profesor Angell se convenció de que el escultor ignoraba por completo todo culto o sistema de ciencia críptica, asedió a su visitante con peticiones de que le tuviese al corriente sobre sus nuevos sueños. Su petición produjo cierto fruto, pues a partir de la primera entrevista, el manucristo registraba diarias visitas del joven, durante las cuales le contaba fragmentos espantosos de nocturnas fantasías cuyo contenido se relacionaba siempre con algún terrible escenario ciclópeo de oscura y rezumante piedra, con una voz o llamada subterránea que gritaba monótonamente en forma de enigmáticos impulsos sensitivos imposibles de describir. Los dos sonidos más frecuentemente repetidos son los que podrían transcribirse por las palabras Cthulhu y R'lyeh.


El 23 de marzo, proseguía el manucristo, Wilcox dejó de acudir; y al preguntar por él en la residencia, el profesor se enteró de que le había dado una oscura especie de fiebre y había regresado a casa de su familia en Waterman Street. Había empezado a gritar por la noche, despertando a varios otros artistas que vivían en el edificio, y desde entonces alternaba su estado entre períodos de inconsciencia y de delirio. Mi tío telefoneó inmediatamente a la familia, y a partir de entonces siguió el caso de cerca, acudiendo frecuentemente al despacho del doctor Tobey de Thayer Street, el médico que le atendía. La mente febril del joven repetía con insistencia, al parecer, cosas extrañas, y el médico se estremecía cada vez que hablaba de ellas. No sólo repetía lo que había soñado al principio, sino que aludía a un ser gigantesco que tenía «millas de estatura» y caminaba o avanzaba pesadamente. En ningún momento describió a este ser completamente, pero por las palabras frenéticas que el doctor Tobey recordaba, el profesor se convenció de que debía ser la misma criatura monstruosa que había tratado de representar en su escultura. Cada vez que el joven aludía a este ser, añadió el doctor, era invariablemente preludio de una recaída en el letargo. Su temperatura, cosa rara, no era muy superior a la normal; pero su estado parecía deberse más a una fiebre violenta que a un trastorno mental.


El 2 de abril, a eso de las tres de la tarde, cesaron súbitamente todos los síntomas de enfermedad en Wilcox. Se incorporó en la cama, asombrado de encontrarse en su casa, completamente ignorante de cuanto le había sucedido en sueños o en la realidad desde la noche del 22 de marzo. Declarado sano por el médico, regresó a su residencia a los tres días; pero ya no le sirvió de ninguna ayuda al profesor Angell. Con su recuperación desaparecieron todos sus sueños extraños, y tras una semana de anotar observaciones triviales sobre visiones completamente ordinarias, mi tío dejó de consignar sus nocturnas figuraciones.


Aquí terminaba la primera parte del manuscrito, pero las alusiones a ciertas notas dispersas me dieron mucho que pensar... tanto, que sólo el arraigado escepticismo que entonces constituía mi filosofía puede explicar mi persistente desconfianza con respecto al artista. Las notas a que me refiero describían los sueños de diversas personas durante el mismo período en que el joven Wilcox había tenido sus extrañas visiones. Mi tío, al parecer, había iniciado rápidamente una dilatada encuesta entre casi todos los amigos a quienes podía interrogar sin pecar de indiscreto, pidiéndoles que le contasen sus sueños y le facilitasen los detalles de cualquier visión excepcional que hubiesen tenido anteriormente. La información recibida era muy variada; pero, en definitiva, debió de recibir más respuestas de las que un hombre corriente habría podido manejar sin ayuda de un secretario. No conservó la correspondencia original, pero sus notas constituían una síntesis de lo más completa y significativa. Las gentes corrientes y hombres de negocios —la tradicional «sal de la tierra» de Nueva Inglaterra— dieron un resultado casi completamente negativo, aunque aparecieron casos, dispersos aquí y allá, de inquietantes aunque imprecisas impresiones nocturnas, siempre entre el 23 de marzo y el 2 de abril, período del delirio del joven Wilcox. Los hombres de ciencia no se sintieron muy afectados, si bien cuatro de los casos describían vagas visiones de extraños paisajes, y uno de ellos atribuía el miedo a algo anormal.


Fue de los artistas y poetas de quienes recibió las respuestas más interesantes, y comprendo el pánico que se habría desencadenado, de haber podido ellos mismos comparar notas. Dado que no existían las cartas originales, deduje que el compilador les había hecho preguntas específicas, o había dirigido la correspondencia con el fin de corroborar lo que personalmente había decidido ver. Esa es la razón por la que seguí convencido de que Wilcox, conocedor de los viejos documentos de mi tío, había estado embaucando al viejo científico. Estas respuestas de los artistas contaban una historia turbadora. Del 28 de febrero al 2 de abril, muchos tuvieron sueños muy extraños, que alcanzaron su máxima intensidad durante el período de delirio del escultor. Una cuarta parte narraban escenas y sonidos parecidos a los descritos por Wilcox; y algunos confesaron haber experimentado un gran miedo ante un ser abominable. Un caso, que las notas describían con énfasis, resultaba particularmente triste. El sujeto, un arquitecto muy conocido con afición a la teosofía y al ocultismo, se volvió repentinamente loco el día que el joven Wilcox sufrió el ataque, y murió unos meses más tarde, gritando incesantemente que le salvaran de cierta criatura escapada del infierno. De haber dejado mi tío la referencia nominal de estos casos, en vez de reducirlos a números, habría intentado yo alguna comprobación; de este modo, en cambio, sólo pude seguir la pista de unos cuantos. Todos, sin embargo, corroboraron plenamente las notas. Me he preguntado a menudo si todos aquellos a quienes el profesor había interrogado se sentirían tan intrigados como éstos. Bien está que no hayan llegado a saber jamás la explicación.


Los recortes de prensa, como he dicho ya, referían los casos de pánico, manía y excentricidad durante dicho período. El profesor Angell debió de emplear una oficina de recortes, pues el número de extractos era enorme, y además procedían de todas las partes del mundo. Uno hablaba de un suicidio en Londres durante la noche, en que un hombre se había levantado de la cama y arrojado por la ventana, luego de lanzar un grito espantoso. Otro era una carta incoherente dirigida a un periódico sudamericano, en la que un fanático auguraba un espantoso futuro por las visiones que había tenido. Otro era un despacho procedente de California que relataba que una colonia de teósofos empezó a vestirse en masa con ropas blancas para cierto «glorioso acontecimiento» que nunca llegaba, mientras que otras noticias de la India hablaban cautelosamente de una grave agitación entre los nativos que había tenido lugar a finales de marzo. Las orgías del vudú se habían multiplicado en Haití, y las agencias africanas de noticias hablaban de murmullos presagiosos. Los oficiales americanos con destino en Filipinas habían observado la inquietud de algunas tribus en este mismo tiempo, y algunos policías neoyorquinos habían sido atropellados por orientales histéricos la noche del 22 al 23 de marzo. En el oeste de Irlanda también corrían rumores insensatos, y un pintor llamado Ardois-Bonnot colgó un blasfemo Paisaje onírico en el Salón de Primavera de París, en 1926. Por otra parte, fueron tan numerosos los disturbios registrados en los manicomios que sólo un milagro pudo impedir que el cuerpo médico advirtiese extraños paralelismos y extrajese confusas conclusiones. En suma, se trataba de una escalofriante colección de noticias; y aún hoy, no comprendo qué sequedad racionalista me impulsó a desecharlas. Pero estaba convencido de que el joven Wilcox había tenido noticia de unos casos anteriores citados por el profesor.




II. El relato del inspector Legrasse



Los casos anteriores que movieron a mi tío a dar tanta importancia al sueño y el bajorrelieve del escultor constituían el tema de la segunda parte de su largo manuscrito. Al parecer, el profesor Angell había visto anteriormente la infernal silueta de la anónima monstruosidad, había estudiado los desconocidos jeroglíficos y había oído los siniestros vocablos que podrían traducirse por la palabra Cthulhu, encontrándolo todo tan horriblemente relacionado que no es extraño que acosara al joven Wilcox con preguntas y precisiones de fechas.


Esta experiencia anterior había tenido lugar diecisiete años antes, en 1908, cuando la Sociedad Americana de Arqueología celebró su congreso anual en Saint Louis. El profesor Angell, debido a su autoridad y sus méritos, había desempeñado un destacado papel en todas las deliberaciones, viéndose abordado por varios extranjeros que aprovecharon su ofrecimiento para aclarar las preguntas y problemas que le quisieran formular.


El jefe de este grupo de extranjeros, que se convirtió pronto en centro de atención de todo el congreso, era un hombre de aspecto ordinario y edad mediana, que había venido de Nueva Orleáns en busca de cierta información que no había podido conseguir de fuentes locales. Se llamaba John Raymond Legrasse, y era inspector de policía. Con él traía el objeto motivo de su viaje: una estatuilla de piedra, de aspecto grotesco y repulsivo, aparentemente muy antigua, cuyo origen no acertaba a determinar.


Esto no significa que el inspector Legrasse tuviera el más mínimo interés por la arqueología. Al contrario, su deseo de saber se debía a consideraciones puramente profesionales. La estatuilla, ídolo, fetiche o lo que fuera, había sido confiscada unos meses antes en los pantanos boscosos del sur de Nueva Orleáns, durante una incursión para disolver una supuesta sesión de vudú; y tan extraños y horribles eran los ritos relacionados con ella, que la policía no pudo por menos de comprender que acababan de dar con un oscuro culto totalmente desconocido para ellos e infinitamente más diabólico que los más tenebrosos ritos de los círculos de vudú africanos. No pudieron averiguar nada sobre su origen, aparte de las disparatadas e increíbles historias arrancadas por la fuerza a los miembros capturados; de ahí los deseos de la policía de acudir a algún arqueólogo que pudiese ayudarles a identificar el espantoso símbolo, y por él seguir la pista del culto hasta su fuente.


El inspector Legrasse no se esperaba la impresión que su ofrecimiento causó. La aparición del objeto bastó para provocar en los científicos una tensa excitación, e inmediatamente se congregaron en torno a la estatuilla para contemplar la pequeña figura cuya rareza y auténticamente abismal antigüedad hacían vislumbrar perspectivas insospechadas y arcaicas. No aparentaba pertenecer este objeto terrible a ninguna escuela escultórica conocida, aunque parecían haberse inscrito los siglos y hasta los milenios en la oscura y verdosa superficie de su piedra.


La figura, que finalmente pasó de mano en mano para ser examinada cuidadosa y detenidamente, tenía unos veinte centímetros de altura, y estaba artísticamente labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente antropomorfos, aunque con cabeza de octópodo, y cuyo rostro era una masa de palpos, un cuerpo de aspecto gomoso y cubierto de escamas, garras prodigiosas en las extremidades traseras y delanteras, y unas alas estrechas en la espalda. Este ser, que parecía dotado de una perversidad espantosa y antinatural, evidenciaba una pesada corpulencia, y descansaba sobre un bloque rectangular o pedestal, cubierto de caracteres indescifrables. Las puntas de las alas rozaban el borde posterior del bloque, la figura ocupaba el centro, mientras que las largas y curvadas garras de las cuatro patas plegadas llegaban al borde delantero y colgaban una cuarta de la altura del pedestal. Tenía la cabeza de cefalópodo inclinada hacia adelante, de suerte que los extremos de los tentáculos faciales rozaban el dorso de las enormes zarpas posadas sobre las rodillas levantadas. La impresión general que producía era de vida anormal y del más penetrante pavor, dado su origen obsolutamente desconocido. Su inmensa, espantosa e incalculable edad era innegable; sin embargo, no parecía tener relación con ningún tipo conocido de arte perteneciente a los albores de la civilización... ni, desde luego, con ningún otro tiempo.


Totalmente diverso e ignorado, su mismo material era un misterio; aquella piedra jabonosa, verdinegra, con sus doradas o iridiscentes manchas y estrías, resultaba desconocida para la geología y la mineralogía. Los caracteres de la base eran igualmente desconcertantes, y ninguno de los miembros del congreso, a pesar de que constituían una representación de expertos de medio mundo y cada uno era una autoridad en este campo, pudo aportar la más ligera idea del parentesco lingüístico. Tanto la figurilla como el material pertenecían a algo tremendamente remoto y distinto de la humanidad tal como la conocemos; a algo que sugería de manera estremecedora viejos e impíos ciclos de vida, en los que no participaban nuestro mundo y nuestras concepciones.


Y sin embargo, mientras algunos de los miembros movían la cabeza y confesaban su impotencia ante el problema del inspector, un hombre de la reunión confesó que tanto la monstruosa figura como la escritura le resultaban vagamente familiares, y a continuación contó con cierta timidez un extraño incidente que conocía. Esta persona era el fallecido William Channing Webb, profesor de antropología de una Universidad de Princeton y explorador de no poca reputación.


El profesor Webb había participado, cuarenta y ocho años antes, en una expedición a Groenlandia e Islandia, en busca de inscripciones rúnicas que no pudo descubrir; y estando en la costa occidental de Groenlandia, se habían tropezado con una extraña y degenerada tribu de esquimales cuya religión, una rara forma de culto al diablo, les había hecho estremecer por sus deliberadas ansias de sangre y su repulsión. Era una fe poco conocida por los demás esquimales, a la que aludían con un escalofrío, y decían que provenía de edades inconcebiblemente remotas, aun anteriores a los comienzos del mundo. Además de los ritos innominados y los sacrificios humanos, había ciertos rituales transmitidos hereditariamente que se dirigían a un demonio supremo y más antiguo o tornasuk; el profesor Webb había tomado cuidadosa nota de la expresión fonética de un anciano angekok o sacerdote-hechicero, y transcribió los sonidos lo mejor que pudo en caracteres latinos. Pero ahora lo más importante era el fetiche que adoraba ese culto, alrededor del cual danzaban sus adeptos cuando la aurora boreal se derramaba por encima de los acantilados de hielo. Era, declaró el profesor, un bajorrelieve de piedra, formado por una figura horrenda y una especie de escritura críptica. Y por lo que él podía decir, guardaba un rudimentario paralelo con los rasgos esenciales de la bestial criatura que ahora constituía el centro de atención de toda la asamblea.


Estos datos, acogidos con asombro y duda por los miembros allí reunidos, parecieron excitar al inspector Legrasse, quien empezó inmediatamente a asediar al profesor con preguntas. Dado que había copiado una invocación ritual de los adoradores de los pantanos que sus hombres habían arrestado, suplicó al profesor que tratase de recordar lo mejor que pudiese las palabras de los esquimales diabolistas. A continuación siguió una exhaustiva comparación de detalles, y un silencio espantoso cuando el detective y el científico coincidieron en la virtual identidad de frases en dos rituales demoníacos separados por una distancia de tantos mundos. Lo que en definitiva habían entonado los hechiceros esquimales y los sacerdotes de los pantanos de Louisiana a sus ídolos era algo muy parecido a esto —deducidas las separaciones entre vocablos de las tradicionales pausas en la frase al cantar en voz alta:


Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.


Legrasse había tenido más suerte que el profesor Webb, pues algunos de sus prisioneros le habían revelado la significación de esas palabras. La frase decía más o menos así:


«En su morada de R'lyeh, Cthulhu muerto aguarda soñando.»


Y a continuación, respondiendo a una insistente petición general, relató lo más detalladamente que pudo su experiencia con los adoradores de los pantanos; y contó una historia a la que, ahora me doy cuenta, mi tío debió de conceder suma importancia. Tenía cierta semejanza con los sueños más absurdos y disparatados de los teósofos y mixtificadores, y revelaba un asombroso grado de imaginación cósmica, jamás sospechada en una sociedad de parias y de mestizos.


El 1 de noviembre de 1907, la policía de Nueva Orleáns había recibido una llamada de los pantanos y la región situada al sur de la laguna. Los colonos, gentes primitivas en su mayoría, pero afables descendientes de los hombres de Lafitte, se sentían presa de un insuperable terror a causa de algo desconocido que les había sorprendido en la noche. Al parecer era un rito vudú, pero de una naturaleza más terrible que los conocidos hasta entonces por ellos. Y desde que empezó el incesante batir del tam-tam en el corazón de los negros bosques donde ningún habitante se aventuraba, habían desaparecido algunas mujeres y niños. Se oían gritos enloquecedores y alaridos demenciales, cánticos estremecedores e infernales llamas que crepitaban inquietas; y, añadió el aterrado mensajero, la gente no podía resistirlo más.


Así que, atardecido ya, había salido un cuerpo de policías en dos furgonetas y un automóvil, guiados por un colono tembloroso. Cuando el camino se hizo intransitable, dejaron los vehículos y avanzaron durante varios kilómetros chapoteando en silencio a través de los terribles bosques de cipreses donde nunca penetraba la luz del día. Las raíces retorcidas y el nudoso musgo español obstruían el paso, y de cuando en cuando, algún montón de piedras húmedas o los fragmentos de un muro en ruinas hacían más intensa la opresiva sensación que cada árbol deformado y cada islote fangoso contribuía a crear. Finalmente, surgió ante ellos el poblado de colonos, una miserable agrupación de cabañas; y los histéricos habitantes salieron presurosos y se apiñaron alrededor de las balanceantes linternas. El apagado batir de los tam-tam se oía ahora en la lejanía; y a intervalos prolongados se escuchaba un alarido aterrador, cuando el viento soplaba en dirección hacia ellos. Un resplandor rojizo parecía filtrarse a través de la pálida maleza, más allá de las interminables avenidas de la negrura del bosque. A pesar de la repugnancia a quedarse solos otra vez, los colonos se negaron a dar un paso más hacia el escenario del impío culto, de modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve hombres se sumergieron sin nadie que les guiase en las negras arcadas de horror que ninguno de ellos había hollado jamás.


La región en que ahora penetraba la policía tenía tradicionalmente una fama maligna, y en su mayor parte estaba inexplorada por el nombre blanco. Había leyendas sobre un lago secreto jamás contemplado por ojos humanos, en el que habitaba un inmenso ser informe, blancuzco, semejante a un pólipo y de ojos refulgentes; y decían los colonos en voz baja que había demonios con alas de murciélago que surgían volando de las cavernas para adorarlo a medianoche. Afirmaban que estaba allí antes que D'Iberville, antes que La Salle, antes que los indios, y antes incluso que las saludables bestias y aves de los bosques. Era una pesadilla, y verlo significaba la muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres, y eso bastaba para mantenerles alejados. La actual orgía vudú se desarrollaba, efectivamente, en los límites de esta zona execrable, pero aun así el paraje era bastante malo, y quizá fuera eso, más que los espantosos gritos e incidentes, lo que había aterrorizado a los colonos.


Sólo la poesía o la locura podían hacer justicia a los ruidos que oyeron los hombres de Legrasse al abrirse paso a través de las negras ciénagas hacia el rojo resplandor y los apagados sones del tam-tam. Hay calidades vocales que son propias de los hombres y calidades vocales características de los animales; y nada hay más terrible que oír una de ellas cuando su fuente se halla en la otra. La furia animal y la licencia orgiástica se elevaban a unas alturas demoníacas con aullidos y graznidos extáticos que se desgarraban y reverberaban a través de esos bosques tenebrosos como tempestades de pestilencia surgidas de los abismos del infierno. De cuando en cuando cesaban los gritos incoherentes y se elevaba un coro de voces entonando la horrenda fórmula ritual:


Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.


Finalmente, los hombres llegaron a un lugar donde los árboles eran más raros, y vieron de repente ante sí el espectáculo. Cuatro de ellos se tambalearon, uno se desmayó y dos prorrumpieron en gritos frenéticos que afortunadamente apagó la demente cacofonía. Legrasse roció con agua el rostro del hombre desmayado; luego se quedaron todos contemplando el espectáculo hipnotizados de horror.


En un claro natural del pantano había una isla cubierta de yerba de quizá un acre de extensión, vacía de árboles y relativamente seca. En ella saltaba y se contorsionaba la más indescriptible horda de humana deformidad que nadie, a no ser un Sime o un Angarola, sería capaz de plasmar. Despojados de toda indumentaria, aquella horda híbrida bramaba, rugía y se contorsionaba alrededor de una hoguera monstruosa de forma circular; en su centro, al rasgarse de cuando en cuando la cortina de las llamas, se veía un gran monolito de granito de unos dos metros y medio de altura; en la parte superior, desproporcionadamente pequeña, descansaba la maléfica estatuilla. En diez cadalsos erigidos en espacios regulares formando círculo en torno a las llamas, colgaban, cabeza abajo, los cuerpos desfigurados de los desdichados colonos que habían desaparecido. Dentro de este círculo, los adoradores saltaban y rugían, girando en masa de izquierda a derecha en una interminable bacanal, entre el círculo de cuerpos y el círculo de fuego. Puede que fuera sólo producto de la imaginación, y puede que fuese sólo el eco lo que indujo a uno de los hombres, un español excitable, a creer que había oído respuestas antifonales del ritual desde algún punto lejano, no iluminado, más al interior del bosque de antigua leyenda y horror. Este hombre, José D. Gálvez, a quien fui a ver e interrogar más tarde, era exageradamente imaginativo. Efectivamente, llegó incluso a insinuar que había oído el batir de unas alas enormes, y que vio el brillo de unos ojos fulgurantes y un bulto blancuzco y montañoso, más allá de los lejanos árboles... pero supongo que habría oído demasiados rumores supersticiosos de los nativos.


De hecho, la horrorizada pausa de los hombres fue de corta duración. El deber era ante todo; y aunque debía de haber cerca de un centenar de celebrantes mestizos, los policías sacaron sus armas y se internaron decididamente en la repulsiva baraúnda. Durante cinco minutos, el tumulto que se produjo fue indescriptible. Hubo golpes, disparos y carreras; pero al final Legrasse pudo contar unos cuarenta y siete prisioneros, a los que obligó a vestirse apresuradamente y formar fila entre sus policías. Cinco de los celebrantes murieron, y otros dos, heridos de gravedad, fueron transportados en improvisadas parihuelas por sus camaradas prisioneros. La imagen del monolito, naturalmente, fue retirada cuidadosamente y confiscada por Legrasse.


Examinados en el cuartel de la policía, tras un viaje agotador, todos los prisioneros resultaron ser de muy baja condición, mestizos y mentalmente trastornados. La mayoría eran marineros, entre ellos negros y mulatos, casi todos originarios de las Islas Occidentales, o portugueses procedentes de las islas de Cabo Verde, que daban cierto matiz vudú a este culto heterogéneo. Pero, tras las primeras preguntas, se puso de manifiesto que dicho culto era infinitamente más antiguo que el fetichismo negro. A pesar de ser ignorantes y degradadas, estas criaturas sostenían con sorprendente coherencia la idea central de su repugnante culto.


Adoraban, dijeron, a los Grandes Primordiales, que eran muy anteriores a la aparición del hombre y habían llegado al joven mundo desde el cielo. Estos Primordiales se habían retirado ahora al interior de la tierra y bajo el mar, pero sus cuerpos muertos revelaron secretos al primer hombre, mediante sueños, y éste instauró un culto que jamás había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros dijeron que siempre había existido y siempre existiría, ocultándose en alejados yermos y parajes retirados de todo el mundo hasta el tiempo en que el gran sacerdote Cthulhu saliese de su tenebrosa morada en la poderosa ciudad sumergida de R'lyeh y sometiese a la Tierra una vez más a su poder. Algún día vendría, cuando los astros fueran favorables; y el culto secreto estaría siempre allí, dispuesto a liberarlo.


Entretanto, nada más podían decir. Se trataba de un secreto que ni aun la tortura les podría arrancar. La humanidad no era la única clase de seres con conciencia sobre la Tierra, pues había formas que surgían de las tinieblas para visitar a los pocos fieles. Pero éstas no eran los Grandes Primordiales. Ningún ser humano había visto jamás a los Primordiales. El ídolo esculpido representaba al gran Cthulhu, aunque nadie podía decir si los demás eran o no semejantes a él. Nadie era capaz de descifrar ahora la antigua escritura, si bien se transmitían cosas oralmente. El cántico ritual no era el secreto; éste no se expresaba jamás en voz alta. El cántico significaba sólo esto: «En su morada de R'lyeh, Cthulhu muerto aguarda soñando.»


Sólo dos de los prisioneros fueron declarados mentalmente sanos y se les ahorcó; los demás fueron trasladados a diversas instituciones. Todos negaron haber participado en los homicidios rituales, y afirmaron que las muertes habían sido perpetradas por los Alas-Negras, que habían venido desde su inmemorial refugio en el bosque encantado. Pero no hubo manera de sacar en claro una descripción coherente de estos misteriosos aliados. Lo que la policía pudo averiguar se debió mayormente a un mestizo casi centenario llamado Castro, el cual pretendía haber tocado extraños puertos en sus viajes y haber hablado con los inmortales dirigentes del culto en las montañas de China.


El viejo Castro recordaba fragmentos de una espantosa leyenda que haría palidecer las lucubraciones de los teósofos y presentaban al hombre y el mundo como algo reciente y efímero. Hubo milenios en que la Tierra estuvo gobernada por otros Seres que habitaron en inmensas ciudades. Sus vestigios, le habían contado los chinos inmortales, se encontraban aún en forma de piedras ciclópeas en las islas del Pacífico. Habían muerto miles y miles de años antes de la aparición del hombre en la Tierra, pero había artes que podían hacerlos revivir, cuando los astros volvieran a la correcta posición en el ciclo de la eternidad. Habían venido, efectivamente, de las estrellas, y habían traído sus imágenes con Ellos.


Estos Primordiales, prosiguió Castro, no estaban hechos de carne y hueso. Tenían forma —¿no lo probaba acaso esta imagen de silueta estrellada?—, pero esta forma no era material. Cuando los astros se hallaban en la posición correcta, Ellos podían precipitarse de mundo en mundo a través del firmamento; pero cuando los astros estaban en posición adversa, no podían vivir. Pero aunque ya no viviesen, tampoco morían definitivamente. Reposaban en las moradas de piedra de la gran ciudad de R'lyeh, protegidos por los sortilegios del poderoso Cthulhu, y aguardaban una gloriosa resurrección, el día en que los astros y la Tierra estuviesen una vez más preparados para Ellos. Pero aun entonces, alguna fuerza del exterior debía ayudarles a liberar sus cuerpos. Los encantamientos que les conservaban intactos les impedían asimismo realizar el movimiento inicial, y sólo podían reposar despiertos en la oscuridad y pensar, mientras transcurrían incontables millones de años. Todos Ellos sabían qué ocurría entretanto en el universo, pues su lenguaje era telepático. Aun ahora hablaban en sus tumbas. Cuando, después de infinitos caos, aparecieron los primeros hombres, los Grandes Primordiales hablaron a los más sensibles modulando sus sueños; pues sólo así podía llegar su lenguaje a las mentes orgánicas de los mamíferos.


Luego, prosiguió Castro en voz baja, esos primeros hombres instituyeron un culto en torno a pequeños ídolos que los Primordiales les mostraron: ídolos traídos en edades lejanas desde las oscuras estrellas. Ese culto no moriría jamás, hasta que las estrellas volvieran a su correcta posición y los sacerdotes secretos sacaran al gran Cthulhu de Su tumba para revivir a sus vasallos y recobrar su dominio sobre la Tierra. Sería fácil conocer la llegada de ese momento, pues entonces la humanidad se parecería a los Primordiales: será libre y salvaje y estará más allá del bien y del mal, arrojará a un lado las leyes y la moral, y todos los hombres gritarán y matarán y se refocilarán jubilosos. Entonces los Primordiales liberados les enseñarán nuevas formas de gritar y matar y refocilarse y regocijarse, y toda la Tierra arderá en el holocausto del éxtasis y la libertad. Entretanto, el culto, ejecutado mediante ritos apropiados, debe mantener vivo el recuerdo de esas antiguas formas y evocar la profecía de su retorno.


En otros tiempos, algunos escogidos habían hablado en sueños con los Primordiales que descansaban en sus tumbas; pero luego algo había ocurrido. La gran ciudad de piedra de R'lyeh, con sus monolitos y sepulcros, se había hundido bajo las olas; y las aguas profundas, henchidas de un misterio primitivo, impenetrable incluso para el pensamiento, habían interrumpido la espectral comunicación. Pero no había muerto el recuerdo, y los altos sacerdotes decían que la ciudad surgiría otra vez, cuando los astros fuesen favorables. Entonces saldrían los negros espíritus de la tierra, mohosos y sombríos, y propagarían los rumores recogidos en las cavernas de los olvidados fondos de los mares. Pero de esto último no se atrevió a hablar mucho el viejo Castro. Calló repentinamente, y no hubo medio de persuasión ni de astucia que lograra sonsacarle nada más al respecto. También se negó a dar detalles sobre el tamaño de los Primordiales. En cuanto al culto, dijo que creía que su centro se encontraba en la inexplorada región central de los desiertos de Arabia, donde Irem, la Ciudad de los Pilares, sueña oculta e intacta. No tenía relación alguna con el culto de las brujas en Europa, y era prácticamente desconocido fuera del círculo de sus adeptos. Ningún libro aludía realmente a él, aunque los chinos inmortales decían que en el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred subyacía un sentido oculto que los iniciados podían interpretar a su criterio, especialmente el discutidísimo dístico:



Que no está muerto lo que puede yacer eternamente,


Y con los evos extraños aun la muerte puede morir.



Legrasse, hondamente impresionado y no poco confundido, había tratado sin éxito de averiguar la filiación histórica del culto. Parecía ser que Castro había dicho la verdad al afirmar que era totalmente secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron arrojar ninguna luz sobre dicho culto ni sobre la imagen, y ahora el detective había acudido a las personalidades más competentes del país, y se encontraba nada menos que con la historia de Groenlandia del profesor Webb.


El febril interés que despertó en la asamblea la historia de Legrasse, corroborada por la estatuilla, tuvo algún eco en la correspondencia que luego intercambiaron los congresistas; en la publicación oficial de la sociedad, en cambio, se citó meramente de pasada. La prudencia es el primer cuidado de quienes están acostumbrados a enfrentarse con el charlatanismo y la impostura. Legrasse dejó la imagen durante un tiempo al profesor Webb, pero a la muerte de éste volvió a sus manos, y sigue en su posesión, donde la he visto no hace mucho. Es algo verdaderamente terrible, y se parece de manera inequívoca a la escultura que modeló en sueños el joven Wilcox.


No me cabía la menor duda de que mi tío se excitó ante la historia del escultor; ¿qué pensamientos debieron venirle, sabiendo lo que Legrasse había averiguado de ese culto, al contarle un joven sensible que había soñado no sólo la figura y los exactos jeroglíficos de la imagen encontrada en el pantano y de la tableta de Groenlandia, sino que además había oído en sus sueños tres palabras de la fórmula que pronunciaban tanto los diabolistas esquimales como los mestizos de Louisiana? Evidentemente, era natural que el profesor Angell iniciara una investigación minuciosa; aunque yo sospechaba, personalmente, que el joven Wilcox había oído hablar del culto y había inventado una serie de sueños para acrecentar el misterio a costa de mi tío. Los relatos de los demás sueños y los recortes coleccionados por el profesor constituían una sólida corroboración de la historia del joven; pero mi acendrado racionalismo y la extravagancia de todo este asunto me llevaron a adoptar lo que me pareció la conclusión más palmaria. Así que, después de estudiar con atención el manuscrito y cotejar las notas teosóficas y antropológicas con el informe de Legrasse, hice un viaje a Providence para ver al escultor y decirle lo que pensaba de él por haber embaucado tan descaradamente a un sabio de tan avanzada edad.


Wilcox vivía aún solo en la Residencia Fleur-de-lys de Thomas Street, horrenda imitación victoriana de la arquitectura bretona del siglo xvii, con su fachada de estuco en medio de amables casas coloniales y a la sombra del más fino campanario georgiano que pudiera verse en América. Le encontré trabajando en sus habitaciones, e inmediatamente descubrí, por las obras que tenía allí, que su genio era profundo y auténtico. Creo que dentro de un tiempo figurará entre los grandes decadentes, pues ha logrado plasmar en barro y en mármol esas pesadillas y fantasías que Arthur Machen evoca en su prosa y Clark Ashton Smith ha hecho visibles en verso y en pintura.


Moreno, endeble y de aspecto algo descuidado, se volvió lánguidamente al llamar yo y me preguntó qué deseaba sin levantarse de su silla. Cuando le dije quién era, manifestó cierto interés; pues mi tío había despertado su curiosidad al estudiar sus extraños sueños, aunque nunca había explicado la razón de su estudio. Yo no le aclaré demasiado el asunto, y traté de sonsacarle con tacto.


Me bastó poco tiempo para convencerme de su absoluta sinceridad, pues me habló de los sueños de un modo que nadie podría tergiversar. Tanto los sueños como su residuo subconsciente habían influido en su arte hondamente, y me enseñó una morbosa escultura cuyos contornos casi me hicieron estremecer por su oscura potencia sugestiva. No recordaba él si había visto el original de esta criatura, a no ser en su propio bajorrelieve que modelara en sueños, pero sus perfiles habían surgido insensiblemente bajo sus manos. Era sin duda la forma gigantesca que tanto le atormentara en su delirio. Seguidamente, aclaró que él no sabía en verdad nada del misterioso culto, aparte de lo que las incansables preguntas de mi tío le habían permitido inferir; y nuevamente me esforcé en averiguar de qué manera pudo haber recibido las horribles impresiones.


Habló de sus sueños de un modo extrañamente poético, haciéndome ver con terrible intensidad la húmeda ciudad ciclópea de piedras verdosas y cubiertas de limo, cuya geometría, dijo extrañamente, era totalmente errónea, y oír con aterrada expectación la incesante, semimental llamada que surgía de la tierra: Cthulhu fhtagn, Cthulhu fhtagn.


Estas palabras formaban parte de aquel espantoso ritual que hablaba del sueño vigil de Cthulhu muerto en la cripta de piedra de R'lyeh, y me sentí hondamente impresionado, a pesar de mis convicciones racionales. Wilcox, estoy seguro, había oído hablar del culto de alguna manera casual, y lo había debido olvidar poco después, en medio de la masa de sus igualmente inquietantes lecturas y figuraciones. Más tarde, en virtud de su acusada impresionabilidad, debió de encontrar la expresión subconsciente en sus sueños, en el bajorrelieve y en la terrible estatua que ahora tenía yo delante; de modo que su impostura había sido involuntaria. El joven era a la vez un poco afectado y descortés, la clase de carácter que nunca me ha gustado; pero ahora estaba dispuesto a admitir su genio y su honestidad. Me despedí amistosamente de él, y le deseé todos los éxitos a su prometedor talento.


El asunto del culto seguía fascinándome, y a veces me imaginaba a mí mismo alcanzando fama mundial al averiguar sus orígenes y relaciones. Visité Nueva Orleáns, hablé con Legrasse y otros sobre aquella antigua redada, vi la espantosa imagen y hasta interrogué a los mestizos prisioneros que aún vivían. El viejo Castro, desgraciadamente, había fallecido hacía unos años. Lo que escuché entonces de viva voz, aunque en realidad no fue más que una confirmación de lo que mi tío había escrito, excitó de nuevo mi interés; pues sentí la seguridad de que me hallaba sobre la pista de una auténtica, secreta y antigua religión cuyo descubrimiento me convertiría en un antropólogo de renombre. Mi actitud era todavía absolutamente materialista, como aún quisiera que lo fuese, y deseché con la más inexplicable perversidad mental la coincidencia de las transcripciones de sueños con los extraños recortes coleccionados por el profesor Angell.


Una cosa empecé entonces a sospechar, y ahora temo saber, y es que la muerte de mi tío no fue ni mucho menos natural. Se cayó en un estrecho callejón que ascendía del barrio marinero donde pululan los mestizos extranjeros, tras un empujón sin importancia de un marinero negro. No olvidaba yo la mezcla de sangre y las ocupaciones marineras de los miembros del culto de Louisiana, y no me hubiera sorprendido averiguar la existencia de métodos secretos y agujas envenenadas hace tiempo conocidas, y tan crueles como los misteriosos ritos. Legrasse y sus hombres, es cierto, no han sido molestados; pero en Noruega ha muerto cierto marinero que había visto ciertas cosas. ¿No podría ser que hubiesen llegado a oídos siniestros las averiguaciones de mi tío, tras haber recogido la información del escultor? Creo que el profesor Angell murió porque sabía demasiado, o porque probablemente estaba a punto de sacar a la luz demasiadas cosas. Ahora falta ver si voy a correr yo esa misma suerte, pues he llegado demasiado lejos.




III. La locura del mar



Si alguna vez el cielo desea concederme un don, que sea el total olvido del descubrimiento que hice casualmente al fijarse mis ojos en determinado trozo de periódico que cubría un estante. Era un ejemplar atrasado del australiano Sydney Bulletin, del 18 de abril de 1925, y no tenía nada que llamase mi atención en mi rutina diaria. Incluso había escapado a la agencia de recortes que en esas fechas andaba recogiendo ávidamente material para mi tío.


Yo había abandonado casi por completo mis investigaciones sobre lo que el profesor Angell llamaba el «Culto de Cthulhu», y había ido a visitar a un científico amigo de Paterson, en Nueva Jersey, conservador de un museo local y mineralogista de renombre. Al examinar un día los ejemplares de reserva, amontonados en desorden en los estantes de una estancia de la parte trasera del museo, me fijé en una extraña fotografía que traía una de las hojas de periódico extendidas debajo de las piedras. Era el Sydney Bulletin al que me he referido, pues mi amigo estaba suscrito a la prensa de todos los países imaginables; era una fotografía en sepia de una espantosa imagen de piedra, casi idéntica a la que Legrasse había encontrado en el pantano.


Despejé ansiosamente la hoja de su precioso contenido, leí el artículo con toda atención, y me sentí decepcionado ante su brevedad. Lo que sugería, sin embargo, era sumamente significativo para mi poco animada investigación; lo recorté con cuidado, dispuesto a ocuparme de él inmediatamente. Decía lo siguiente:



MISTERIOSO HALLAZGO DE UN BUQUE ABANDONADO EN ALTA MAR



El Vigilant llega a puerto remolcando un yate armado de Nueva Zelanda. Un superviviente y un muerto encontrados a bordo. Historia de una desesperada batalla con muertes en alta mar. El marinero rescatado se niega a dar detalles de tan extraña experiencia. Misterioso ídolo encontrado en su posesión. Se inician las investigaciones.


El carguero Vigilant de la compañía Morrison, procedente de Valparaíso, ha atracado esta mañana en los muelles de Darling Harbour trayendo a remolque, desmantelado y con graves averías, pero fuertemente armado, el yate de vapor Alert de Dunedin, N. Z., al que avistó el 12 de abril en 34° 21' latitud sur, 152° 17' longitud oeste, con un superviviente y un muerto a bordo.


El Vigilant había zarpado de Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de abril se vio obligado a desviarse considerablemente hacia el sur, debido a fuertes temporales que provocaban olas excepcionalmente grandes. El 12 de abril avistó el buque a la deriva; al principio parecía abandonado, pero luego descubrieron a bordo a un superviviente en estado de delirio y a un hombre que evidentemente llevaba muerto más de una semana.


El superviviente tenía apretado en sus manos un horrible ídolo de piedra de origen desconocido, de unos treinta centímetros de alto, cuya procedencia tiene confundidas a las autoridades de la Universidad de Sidney, de la Royal Society y del Museo de College Street, y que el superviviente declaró haber encontrado en la cabina del yate, en una pequeña hornacina.


Este hombre, tras recobrar el sentido, contó una historia de lo más extraña de piratería y de muertes. Se trata de un noruego llamado Gustaf Johansen, de cierta cultura, el cual iba de segundo piloto en la goleta de dos palos Emma de Auckland, que había zarpado con destino a El Callao el 20 de febrero, con una dotación de once hombres.


La Emma, dijo, se demoró y se desvió considerablemente hacia el sur en su rumbo por un gran temporal del 1 de marzo, y el 22 de ese mismo mes se cruzó con el Alert en 49° 51' latitud sur, 128° 34' longitud oeste, tripulado por un grupo de polinesios y mestizos mal encarados y extraños. El capitán Collins se negó a obedecer la orden de virar en redondo, y la extraña tripulación abrió fuego contra la goleta sin previo aviso con un cañón enormemente pesado que formaba parte del armamento del yate.


Los hombres de la Emma opusieron resistencia, dijo el superviviente, y aunque la goleta comenzó a hundirse al ser alcanzada por los disparos por debajo de la línea de flotación, se las arreglaron para acercarse al enemigo para abordarlo, entablando lucha en la cubierta del yate, viéndose obligados a matar a todos sus tripulantes, pese a su número ligeramente superior, por su repugnante aunque torpe manera de luchar.


Tres hombres de la Emma, incluidos el capitán Collins y el primer piloto Green, murieron; los ocho restantes, bajo el mando del segundo piloto Johansen, siguieron navegando en el yate capturado, reanudando su rumbo original para ver si había alguna razón por la que les habían ordenado virar en redondo.


Al día siguiente desembarcaron en un islote, aunque éste no figuraba en sus cartas; allí murieron seis de los hombres, aunque Johansen se muestra extrañamente reservado acerca de esta parte del relato; sólo dice que se cayeron por una quebrada.


Más tarde, él y un compañero subieron a bordo del yate y trataron de gobernarlo, pero el temporal les barloventeó el 2 de abril.


Desde ese día hasta el 12 de abril en que fue rescatado, recuerda poco, y ni siquiera sabe cuándo murió William Briden, su compañero. La muerte de Briden no revela otra causa aparente que la excitación o las privaciones.


Los cables recibidos de Dunedin informan que el Alert era muy conocido allí como barco mercante, y que tenía mala fama. Su tripulación la componía un extraño grupo de mestizos cuyas frecuentes reuniones y excursiones nocturnas a los bosques habían despertado no poca curiosidad; tras la tormenta y los temblores de tierra del 1 de marzo, se echó a la mar apresuradamente.


Nuestro corresponsal en Aukland afirma que la Emma y su tripulación gozaban de una excelente reputación, y describe a Johansen como un hombre serio y digno de toda estima.


El almirantazgo iniciará una investigación sobre todo este asunto, y presionará a Johansen para que sea más explícito de lo que ha sido hasta ahora.



Esto era todo, además de la fotografía de la infernal imagen; pero ¡qué cantidad de ideas suscitó en mi mente! Aquí tenía datos preciosísimos sobre el culto de Cthulhu que probaban que contaba con extraños seguidores tanto en el mar como en tierra. ¿Qué motivo impulsaría a la híbrida tripulación a ordenar a la Emma que diese media vuelta, mientras ellos navegaban con su ídolo espantoso? ¿Cuál era la desconocida isla en la que murieron seis de los tripulantes de la Emma, y sobre la que tan reservado se mostraba el piloto Johansen? ¿Qué habría averiguado ya el almirantazgo, y qué se sabía del repulsivo culto en Dunedin? Y lo más sorprendente, ¿qué profunda y natural relación de datos era ésta, que daba una maligna y ya innegable significación a los diversos sucesos meticulosamente consignados por mi tío?


El 1 de marzo —28 de febrero, según el huso horario internacional—, tuvieron lugar el temporal y el terremoto. El Alert y su repulsiva tripulación habían zarpado precipitadamente de Dunedin como si hubiesen sido llamados imperiosamente, y en otra parte de la Tierra, los poetas y los artistas habían empezado a soñar una extraña ciudad ciclópea, mientras un joven escultor modelaba en sueños la forma terrible de Cthulhu. El 23 de marzo, la tripulación de la goleta Emma desembarcó en una isla desconocida, dejando en ella seis hombres muertos; y en esa misma fecha, los sueños de los hombres de acusada sensibilidad adquirieron una mayor intensidad y se vieron atormentados por el temor de la malévola persecución de un monstruo gigantesco, al tiempo que un arquitecto enloquecía y un escultor era presa del delirio. ¿Y qué pensar de esta tormenta del 2 de abril, fecha en que todos los sueños sobre la húmeda ciudad cesaron, y Wilcox quedó libre de la esclavitud de la extraña fiebre? ¿Qué, de aquellas alusiones del viejo Castro sobre los sumergidos, estelares Primordiales, y sobre su reino venidero, su culto fiel y su dominio de los sueños? ¿Acaso vacilaba yo en el borde de un abismo de horrores cósmicos, insoportables para las fuerzas humanas? Si era así, entonces se trataba de horrores mentales tan sólo, pues de algún modo, el 2 de abril quedó paralizada la monstruosa amenaza que había empezado a asediar el espíritu de los hombres.


Aquella noche, tras un día de enviar precipitados cablegramas y de hacer preparativos, me despedí de mi anfitrión y cogí el tren para San Francisco. Menos de un mes después estaba en Dunedin, donde, no obstante, me encontré con que se sabía bien poco de los extraños miembros del culto que habían vivido en las viejas tabernas portuarias. La escoria es demasiado frecuente en los barrios marineros para mencionarla especialmente; pero corría el rumor de que estos mestizos por los que yo preguntaba habían realizado una incursión hacia el interior, durante la cual se había escuchado el lejano percutir de unos tambores y se había visto un resplandor rojo en las lejanas colinas.


En Aukland me enteré de que Johansen había regresado de Sidney con el pelo blanco, tras un interrogatorio poco convincente, y que poco después vendió la casa que tenía en West Street y embarcó con su esposa regresando a su vieja casa en Oslo. De su tremenda experiencia no contó a sus amigos más que lo que ya había dicho a los oficiales del Almirantazgo, y todo lo que ellos pudieron hacer fue facilitarme su dirección en Oslo.


Después de eso fui a Sidney y hablé infructuosamente con los marineros y los miembros del tribunal del Vicealmirantazgo. Vi el Alert en el Circular Quay de la bahía de Sidney, pero su casco no me dijo nada. La imagen acurrucada con su cabeza de pulpo, cuerpo de dragón, alas escamosas y jeroglíficos en el pedestal, se conservaba en el Museo de Hyde Park; y yo la examiné larga y minuciosamente, y me pareció un objeto exquisitamente labrado, con el mismo profundo misterio, la misma terrible antigüedad y la misma rareza de material que había observado en el pequeño ejemplar de Legrasse. Los geólogos, me dijo el conservador, la consideraban un enigma monstruoso, y juraban que no existía en el mundo roca parecida. Entonces recordé con un escalofrío lo que el viejo Castro le había contado a Legrasse sobre los Primordiales : «Vinieron de las estrellas, y trajeron sus imágenes con Ellos.»


Profundamente turbado ante un impacto de esta naturaleza, decidí visitar al piloto Johansen en Oslo. Embarqué para Londres, y a continuación volví a embarcar rumbo a la capital noruega; y un día de otoño pisé tierra en los cuidados muelles al cobijo del Egeberg.


La casa de Johansen, descubrí, se hallaba situada en la Ciudad Vieja del rey Harold Haardrada, que conservó el nombre de Oslo durante los siglos en que la ciudad más grande se disfrazara con el nombre de Cristianía. Hice un breve viaje en taxi, y llamé, con el corazón palpitante, a la puerta de un cuidado y antiguo edificio de enjalbegada fachada. Una mujer de rostro triste y vestida de negro respondió a mi llamada, y me informó en un inglés vacilante que Gustaf Johansen había fallecido.


No había sobrevivido mucho tiempo a su regreso, dijo su esposa, pues su experiencia en el mar en 1925 le había quebrantado. No le había confiado a ella más que lo que había dicho públicamente, pero había dejado un largo manuscrito —sobre «asuntos técnicos», decía él—, escrito en inglés, evidentemente con el propósito de salvaguardarla del peligro de una lectura casual. Cuando paseaba por un callejón próximo a la dársena de Gothenberg, le cayó encima un paquete de viejos periódicos desde la ventana de un ático y le derribó. Dos marineros indios le ayudaron inmediatamente a ponerse de pie, pero antes de que pudiese llegar la ambulancia había muerto. Los médicos no encontraron una causa adecuada que justificase su muerte, y la atribuyeron a una deficiencia del corazón y a su debilidad.


Entonces sentí en mis entrañas la mordedura de ese terror tenebroso que ya nunca me abandonará hasta que muera yo también, «accidentalmente» o como sea. Tras de convencer a la viuda de que mi relación con los «asuntos técnicos» de su marido era suficiente como para autorizarme el acceso a su manuscrito, me llevé el documento y comencé a leerlo en el barco que me llevaba de regreso a Londres.


Era una historia simple, desordenada; un diario redactado de memoria en el que trataba de consignar día a día aquel viaje espantoso. No me es posible transcribirlo textualmente, a causa de su oscuridad y sus redundancias, pero haré un resumen para mostrar por qué el sonido del agua contra los costados del barco se me hizo tan insoportable hasta el punto de tener que taponarme los oídos con algodones.


Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo, aun cuando había visto la ciudad y el monstruo, pero yo no volveré a dormir en paz mientras recuerde los horrores que acechan constantemente detrás de la vida, en el tiempo y el espacio, y las impías blasfemias venidas de las más antiguas estrellas, que sueñan bajo el mar, conocidas y favorecidas por un culto de pesadilla, deseoso de liberarlas sobre nuestro planeta tan pronto como un temblor de tierra haga surgir nuevamente su monstruosa ciudad de piedra al sol y a la luz.


El viaje de Johansen había empezado exactamente como había declarado él al Vicealmirantazgo. La goleta Emma había zarpado de Aukland con lastre el 20 de febrero, y había sentido toda la fuerza del temporal originado por el terremoto que debió de sacar del fondo del mar los horrores que invadieron los sueños de los hombres. Recuperado el gobierno, el barco proseguía con normalidad, cuando le salió al encuentro el Alert el 22 de marzo, y comprendí el sentimiento del piloto cuando tuvo que describir el bombardeo y hundimiento de su nave. Hablaba de los atezados adoradores del demonio que tripulaban el Alert con significativo horror. Había en ellos algo abominable que hacía que su exterminio pareciese casi un deber, y Johansen manifiesta una auténtica sorpresa ante la acusación de crueldad lanzada contra su grupo durante el curso de la encuesta judicial. Luego, llenos de curiosidad, una vez el yate capturado bajo el mando de Johansen, los hombres vieron un gran pilar que surgía del mar, y en 47° 9' latitud sur, 126° 43' longitud oeste, avistaron una costa, mezcla de negro barro, légamo, y ciclópea albañilería cubierta de algas que no podía ser sino la materialización del supremo terror del mundo: la pesadillesca ciudad-cadáver de R'lyeh, construida hace innumerables evos antes del comienzo de la historia por las inmensas y horrendas entidades que descendieron de las oscuras estrellas. Allí, yacían el gran Cthulhu y sus hordas, ocultos en criptas verdosas y cubiertas de légamo, desde donde enviaban, después de un número incalculable de ciclos, los pensamientos que infundían miedo a los sueños de quienes poseían una naturaleza sensible, y llamaban imperiosamente a sus fieles para que acudiesen en peregrinaje de liberación y restauración. Johansen no llegó a sospechar todo esto, ¡pero bien sabe Dios que había visto bastante!


Creo que sólo emergió de las aguas una simple cima de montaña, la horrenda ciudadela que corona el monolito en donde está enterrado el gran Cthulhu. Cuando pienso en las dimensiones de lo que puede estar latente allí abajo, casi me dan ganas de quitarme inmediatamente la vida. Johansen y sus hombres estaban aterrados ante el poder cósmico de esta chorreante Babilonia habitada por demonios, y debieron de adivinar que no pertenecía a un planeta normal. El terror ante las increíbles proporciones de los bloques de verdosa piedra, ante la vertiginosa altura del gran monolito labrado y ante la turbadora identidad de las colosales estatuas y bajorrelieves con la extraña imagen encontrada en la hornacina del Albert, se hace patéticamente visible en cada línea de la aterrada descripción del piloto.


Sin tener idea de futurismo, Johansen llevó a cabo algo muy semejante al hablar de la ciudad; pues en lugar de describir una construcción concreta o un edificio cualquiera, hace hincapié sólo en las impresiones generales de inmensos ángulos y superficies de piedra... superficies demasiado grandes para que puedan corresponder a seres normales o propios de esta tierra, e impíos con sus horribles imágenes y jeroglíficos. Menciono su referencia a los ángulos porque sugieren algo que Wilcox me había contado de sus horribles sueños. Había dicho que la geometría del lugar soñado por él era anormal, no euclidiana, y de repugnantes esferas y dimensiones distintas de las nuestras. Ahora, un marinero profano sentía lo mismo al contemplar la terrible realidad.


Johansen y sus hombres desembarcaron en un plano sesgado y cubierto de limo de esta monstruosa acrópolis, y subieron gateando por la resbaladiza superficie de los titánicos bloques que de ningún modo podían haber sido una escalera para hombres mortales. El mismo sol del cielo parecía deformado al atravesar los polarizadores miasmas que emanaban de esta perversión empapada de mar, y trenzaba la amenaza y la incertidumbre que acechaban de soslayo en aquellos ángulos locamente esquivos de roca tallada, en los que una segunda mirada descubría una concavidad donde antes había visto una convexidad.


Un terror indeterminado se apoderó de todos los exploradores, antes de llegar a ver otra cosa que rocas y limo y algas. Por sí mismo, cada uno habría echado a correr, de no haber temido la burla de los demás; así que muy poco convencidos, buscaron —en vano, como quedó demostrado— algún recuerdo que llevarse.


El portugués Rodríguez trepó hasta el pie del monolito y gritó que había encontrado algo. Los demás le siguieron, y miraron curiosos la inmensa puerta labrada con el ahora familiar bajorrelieve del dragón-cefalópodo. Era, dice Johansen, como una gran puerta de granero; y les pareció puerta por los adornos del dintel, umbral y jambas, aunque no pudieron determinar si estaba horizontal como una trampa o inclinada como la puerta exterior de una bodega. Como Wilcox había dicho, la geometría de este lugar era totalmente errónea. Uno no podía estar seguro de que el mar y el suelo fuesen horizontales, de aquí que la relativa posición de todo lo demás pareciese fantasmalmente variable.


Briden empujó la piedra en varios lugares sin resultado. Luego Donovan la palpó delicadamente en los bordes, presionando cada punto separadamente. Subió muy despacio por la grotesca piedra esculpida —o sea, puede decirse que subía si es que la piedra no estaba, en definitiva, horizontal—, y los hombres se preguntaban cómo una puerta, por grande que fuese, podía serlo tanto. En ese momento, el descomunal panel empezó a ceder hacia el interior, girando sobre el quicio de arriba, y vieron que la piedra estaba contrapesada.


Donovan se deslizó o subió de algún modo hacia abajo o a lo largo de la jamba y se unió a sus compañeros, y todos contemplaron el extraño retroceso de la monstruosa puerta esculpida. En esta fantasía de distorsión prismática, la piedra se movía de manera anormal, diagonalmente, de modo que parecía transgredir todas las leyes de la materia y la perspectiva.


La abertura dejó ver una oscuridad casi material. Esta negrura era efectivamente una cualidad positiva, pues oscurecía la parte de las paredes interiores que debían ser visibles, y de hecho, brotó como el humo liberado de su milenario encierro, oscureciendo visiblemente el sol al esparcirse en aleteos membranosos por el contraído y curvado cielo. El hedor que se elevó de las recién abiertas profundidades se hizo intolerable; por último, a Hawkins le pareció oír un ruido nauseabundo, cenagoso, en el interior. Prestaron todos atención, y aún escuchaban, cuando surgió la monstruosidad, baboseando y tanteando, constriñó su verde inmensidad gelatinosa en la entrada, y se irguió en el aire mefítico de esa ciudad de locura.


La letra del pobre Johansen se vuelve nerviosa al hablar de esto. De los seis hombres que no llegaron jamás al barco, cree que dos perecieron de miedo en ese instante fatal. No es posible describir a ese Ser; no hay lenguaje que pueda transcribir semejante abismo de locura inmemorial, semejante transgresión de las leyes de la materia, la fuerza y el orden cósmico. Era una montaña lo que caminaba bamboleante. ¡Dios! ¿Qué tiene de extraño que en la Tierra se volviese loco un gran arquitecto, y que el pobre Wilcox delirase de fiebre en aquel instante telepático? La Entidad de los ídolos, la viscosa criatura de las estrellas, había despertado para reclamar lo que era suyo. Las estrellas estaban en conjunción otra vez, y lo que un culto intemporal no había conseguido intencionalmente, un grupo de inocentes marineros lo había hecho por casualidad. Después de millones de años, el gran Cthulhu era libre otra vez, y estaba sediento de goce.


Tres hombres fueron barridos por las blandas zarpas antes de que nadie tuviese tiempo de volverse. Dios les dé eterno descanso, si es que hay descanso en el universo. Eran Donovan, Guerrero y Angstrom. Parker resbaló mientras los otros tres echaban a correr frenéticamente por el interminable paisaje de roca verdosa en dirección al barco, y Johansen jura que se sintió ábsorbido hacia arriba por un ángulo rocoso que no debía haber estado allí, un ángulo que era agudo, pero que se comportó como si fuese obtuso. Así que sólo Brinden y Johansen llegaron al bote, y bogaron desesperadamente hasta el Alert, mientras la montañosa monstruosidad se dejaba deslizar por el limo de las piedras y vacilaba en el borde del agua.


La caldera no había perdido presión, a pesar de que todos los hombres habían saltado a tierra, y tras unos momentos de afanoso correr entre engranajes y mecanismos, pusieron al Alert en movimiento. Lentamente, en medio de los horrores distorsionados de aquel escenario indescriptible, comenzó el barco a agitar sus aguas letales; entretanto, sobre las rocas de esa costa sepulcral, ajena a este mundo, el titánico Ser de las estrellas baboseaba y farfullaba como Polifemo maldiciendo el barco fugitivo de Ulises. Luego, más audaz que los cíclopes, el gran Cthulhu se deslizó vigorosamente en el agua y comenzó a perseguirlo dando enormes zarpazos de cósmica potencia que levantaban grandes olas. Briden miró hacia atrás y enloqueció, y no paró de soltar carcajadas, hasta que la muerte le sorprendió en el camarote, mientras Johansen deambulaba delirando por la cubierta.


Pero Johansen no se había rendido todavía. Sabiendo que el monstruo alcanzaría indefectiblemente al Alert antes de que la caldera tuviese toda la presión, decidió probar una posibilidad desesperada; dio toda la potencia a la máquina, subió veloz a cubierta y giró la rueda del timón todo lo que daba de sí. Se produjo un fuerte remolino en las pestilentes aguas y, mientras aumentaba la presión, el valeroso noruego enfiló la proa de su embarcación contra el gelatinoso Ser que le perseguía, y que se elevaba por encima de la turbia espuma como la popa de un galeón diabólico. Su espantosa cabeza de cefalópodo de tentáculos contorsionantes llegaba casi hasta el bauprés del porfiado yate, pero Johansen siguió implacablemente.


Hubo un estallido como si se reventase una vejiga, manó una fangosa suciedad como cuando se rasga el cuerpo de un promotio, un hedor equivalente a un millar de tumbas abiertas, y se oyó un rugido que el cronista no tuvo el valor de consignar en un manuscrito. Por un instante, el barco quedó envuelto en una nube verdosa, acre, cegadora, y luego sólo hubo una ponzoñosa efervescencia a popa, donde —¡Dios del cielo!— la dispersa plasticidad de aquella abominable criatura estelar se recomponía nebulosamente y recobraba su horrenda forma original, mientras se agrandaba la distancia, a medida que el Alert ganaba velocidad al aumentar la presión.


Eso fue todo. Después, Johansen se limitó a meditar sobre el ídolo de la cabina y a procurar un poco de alimento para sí y para el maníaco que tenía a su lado. No trató de gobernar la nave; pues después de su audaz maniobra, había perdido como una parte de su alma. Luego sobrevino la tormenta del 2 de abril, y un cúmulo de nubes ofuscaron aún más su conciencia. Se apoderó de él una sensación de vértigo espectral, de que giraba en un torbellino que descendía hacia líquidos abismos de infinitud, era arrastrado vertiginosamente por la cola de un cometa fugaz y sacudido histéricamente de los abismos marinos a la luna, y de la luna a los abismos marinos, azuzado por el coro de carcajadas de los antiguos dioses y de los verdosos y burlescos trasgos del Tártaro, de alas de murciélago.


De más allá del sueño le llegó el rescate: el Vigilant, el tribunal del Vicealmirantazgo, las calles de Dunedin y el largo viaje de regreso a su casa natal junto al Egeberg. Nada podía contar: todos pensarían que se había vuelto loco. Escribiría cuanto sabía antes de que le sobreviniese la muerte, pero su esposa no debía saber nada. La muerte sería una bendición que le borraría esos recuerdos.


Éste es el documento que leí, y ahora lo he guardado en la caja de hojalata junto al bajorrelieve y los papeles del profesor Angell. Guardaré también mi relato, esta prueba de mi propia cordura, en donde he unido lo que espero no se vuelva a unir jamás. He considerado todo lo que en el universo puede haber de horroroso, y aun los cielos de la primavera y las flores del verano me parecerán ponzoñosos. Pero no creo que mi vida sea muy larga. Tal como desapareció mi tío, tal como ha desaparecido el pobre Johansen, así moriré yo. Sé demasiado, y el culto sigue vivo aún.


Cthulhu vive aún, también, supongo, en ese refugio de piedra que le ha protegido desde que el Sol era joven. Su ciudad maldita se ha sumergido otra vez, pues el Vigilant cruzó por su demarcación después de la tormenta de abril; pero sus ministros en la Tierra rugen y se contorsionan y matan en torno a los monolitos coronados por el ídolo, en los parajes solitarios. Ha debido quedar encerrado en su trampa y hundirse en los negros abismos; si no, el mundo gritaría ahora de horror. ¿Quién conoce el final? Lo que ha emergido puede sumergirse, y lo que se hundió puede volver a emerger. La abominación aguarda y sueña en las profundidades, y sobre las vacilantes ciudades de los hombres fluctúa la destrucción. Llegará un tiempo..., ¡pero no debo ni puedo pensarlo! Pido que, si no sobrevivo a este manuscrito, mis albaceas eviten cometer imprudencias, e impidan que caiga en manos de nadie.


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