Edgar Allan Poe
Ligeia
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Y allí se encuentra la voluntad, que no fenece. ¿Quién conoce
los misterios de la voluntad y su vigor? Pues Dios es una gran
voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su
atención. El hombre no se rinde a los ángeles, ni por entero a
la muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil
voluntad.
JOSETH GLANVILL
Ligeia
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Y allí se encuentra la voluntad, que no fenece. ¿Quién conoce
los misterios de la voluntad y su vigor? Pues Dios es una gran
voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su
atención. El hombre no se rinde a los ángeles, ni por entero a
la muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil
voluntad.
JOSETH GLANVILL
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No puedo, por mi alma, recordar ahora cómo, cuándo, ni exactamente dónde trabe por primera vez
conocimiento con lady Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces, y mi memoria es débil porque
ha sufrido mucho. O quizá no puedo ahora recordar aquellos extremos porque, en verdad, el carácter de mi
amada, su raro saber, la singular aunque plácida clase de su belleza, y la conmovedora y dominante
elocuencia de su hondo lenguaje musical se han abierto camino en mi corazón con paso tan constante y
cautelosamente progresivo, que ha sido inadvertido y desconocido. Creo, sin embargo, que la encontré por
vez primera, y luego con mayor frecuencia, en una vieja y ruinosa ciudad cercana al Rin. De seguro, le he
oído hablar de su familia. Está fuera de duda que provenía de una fecha muy remota. ¡Ligeia, Ligeia!
Sumido en estudios que por su naturaleza se adaptan más que cua1esquiera otros a amortiguar las
impresiones del mundo exterior, me bastó este dulce nombre -Ligeia- para evocar ante mis ojos, en mi
fantasía, la imagen de la que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, ese recuerdo centellea, sobre mi, que
no he sabido nunca el apellido paterno de la que fue mi amiga y mi prometida, que llagó a ser mi
compañera de estudios y al fin, la esposa de mi corazón. ¿Fue aquello una orden mimosa por parte de mi
Ligeia? ¿O fue una prueba de la fuerza de mi afecto lo que me llevó a no hacer investigaciones sobre ese
punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una vehemente y romántica ofrenda sobre el altar de la más
apasionada devoción? Si sólo recuerdo el hecho de un modo confuso, ¿cómo asombrarse de que haya
olvidado tan por completo las circunstancias que le originaron o le acompañaron? Y en realidad, si alguna
vez el espíritu que llaman novelesco, si alguna vez la brumosa y alada Ashtophet del idólatra Egipto,
preside, según dicen los matrimonios fatídicamente adversos, con toda seguridad presidió el mío.
Hay un tema dilecto, empero, sobre el cual no falla mi memoria. Es este la persona de Ligeia. Era de alta
estatura, algo delgada, e incluso en los últimos días muy demacrada. 1ntentaria yo en vano describir la
majestad, la tranquila soltura de su porte o la incomprensible ligereza y flexibilidad de su paso. Llegaba y
partía como una sombra. No me daba cuenta jamás de su entrada en mi cuarto de estudio, salvo por la
amada música de su apagada y dulce voz, cuando posaba ella su marmórea mano sobre mi hombro. En
cuanto a la belleza de su faz, ninguna doncella la ha igualado nunca. Era el esplendor de un sueño de opio,
una visión aérea y encantadora, más ardorosamente divina que las fantasías que revuelan alrededor de las
almas dormidas de las hijas de Delos. Con todo, sus rasgos no poseían ese modelado regular que nos han
enseñado falsamente a reverenciar con las obras clásicas del paganismo. "No hay belleza exquisita -dice
Bacon, lord Verulam-, hablando con certidumbre de todas las formas y genera de bellaza, sin algo extraño
en la proporción." No obstante, aunque yo veía que los rasgos de Ligeia no poseían una regularidad clásica,
aunque notaba que su belleza era realmente "exquisita", y sentía que había en ella mucho de "extraño", me
esforzaba en vano por descubrir la irregularidad y por perseguir los indicios de mi propia percepción de "lo
extraño". Examinaba el contorno de la frente alta y pálida -una frente irreprochable: ¡cuán fría es, en
verdad, esta palabra cuando se aplica a una majestad tan divina!-, la piel que competía con el más puro
marfil, la amplitud imponente, la serenidad, la graciosa prominencia de las regiones que dominaban las
sienes; y luego aquella cabellera de un color negro como plumaje de cuervo, brillante, profusa,
naturalmente rizada, y que demostraba toda la potencia del epíteto homérico, "¡jacintina!". Miraba yo las
líneas delicadas de la nariz, y en ninguna parte más que en los graciosos medallones hebraicos había
contemplado una perfección semejante. Era la misma tersura de superficie, la misma tendencia casi
imperceptible a lo aguileño, las mismas aletas curvadas con armonía que revelaban un espíritu libre.
Contemplaba yo la dulce boca. Encerraba el triunfo de todas las cosas celestiales: la curva magnifica del
labio superior, un poco corto, el aire suave y voluptuosamente reposado del interior, los hoyuelos que se
marcaban y el color que hablaba, los dientes reflejando en una especie de relámpago cada rayo de luz
bendita que caía sobre ellos en sus sonrisas serenas y plácidas, pero siempre radiantes y triunfadoras.
Analizaba la forma del mentón, y allí también encontraba la gracia, la anchura, la dulzura, la majestad, la
plenitud y la espiritualidad griegas, ese contorno que el dios Apolo reveló sólo en sueños a Cleómenes, el
hijo del ateniense. Y luego miraba yo los grandes ojos de Ligeia.
Para los ojos no encuentro modelos, en la más remota antigüedad. Acaso era en aquellos ojos de mi amada
donde residía el secreto al que lord Verulam alude. Eran, creo yo, más grandes que los ojos ordinarios de
nuestra propia raza. Más grandes que los ojos de la gacela de la tribu del valle de Nourjahad. Aun así, a
ratos era -en los momentos de intensa excitación- cuando esa particularidad se hacia más notablemente
impresionante en Ligeia. En tales momentos su belleza era -al menos, así parecía quizá a mi imaginación
inflamada- la belleza de las fabulosas huríes de los turcos. Las pupilas eran del negro más brillante y
bordeadas de pestañas de azabache muy largas; sus cejas, de un dibujo ligeramente irregular, tenían ese
mismo tono. Sin embargo, lo extraño que encontraba yo en los ojos era independiente de su forma, de su
color y de su brillo, y debía atribuirse, en suma, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido, puro sonido, vasta
latitud en que se atri nchera nuestra ignorancia de lo espiritual! ¡La expresión de los ojos de Ligeia!
¡Cuántas largas horas he meditado en ello; cuántas veces, durante una noche entera de verano, me he
esforzado en sondearlo! ¿Qué era aquello, aquel lago más profundo que el pozo de Demócrito que vacía en
el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era aquello? Se adueñaba de mi la pasión de descubrirlo.
¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Habían llegado a ser para
mi las estrellas gemelas de Leda, y era yo para ellas el más devoto de los astrólogos.
No existe hecho, entre las muchas incomprensibles anomalías de la ciencia psicológica, que sea más
sobrecogedoramente emocionante que el hecho -nunca señalado, según creo, en las escuelas- de que, en
nuestros esfuerzos por traer a la memoria una cosa olvidada desde hace largo tiempo, nos encontremos con
frecuencia al borde mismo del recuerdo, sin ser al fin capaces de recordar. Y así, ¡cuántas veces, en mi
ardiente análisis de los ojos de Ligeia, he sentido acercarse el conocimiento pleno de su expresión! ¡Lo he
sentido acercarse, y a pesar de ello, no lo he poseído del todo, y por último, ha desaparecido con absoluto!
Y (¡extraño, oh, el más extraño de todos los misterios!) he encontrado en los objetos más vulgares del
mundo una serie de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de
Ligeia pasó por mi espíritu y quedó allí como en un altar, extraje de varios seres del mundo material una
sensación análoga a la que se difundía sobre mi, en mi, bajo la influencia de sus grandes y luminosas
pupilas. Por otra parte, no soy menos incapaz de definir aquel sentimiento, de analizarlo o incluso de tener
una clara percepción de el. Lo he reconocido, repito, algunas veces en el aspecto de una viña crecida
deprisa, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de una corriente de agua
presurosa. Lo he encontrado en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en las miradas de
algunas personas de edad desusada. Hay en el cielo una o dos estrellas (en particular, una estrella de sexta
magnitud, doble y cambiante, que se puede encontrar junto a la gran estrella de la Lira) que, vistas con
telescopio, me han producido un sentimiento análogo. Me he sentido henchido de él con los sonidos de
ciertos instrumentos de cuerda, y a menudo en algunos pasajes de libros. Entre otros innumerables
ejemplos, recuerdo muy bien algo en un volumen de Joseph Glanvill que (tal vez sea simplemente por su
exquisito arcaísmo, ¿quién podría decirlo?) no ha dejado nunca de inspirarme el mismo sentimiento: "Y allí
se encuentra la voluntad que no fenece. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad, y su vigor? Pues Dios
es una gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su atención. El hombre no se rinde a
los ángeles ni por entero a la muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil voluntad."
Durante el transcurso de los años, y por una sucesiva reflexión, he logrado trazar, en efecto, alguna remota
relación entre ese pasaje del moralista inglés y una parte del carácter de Ligeia. Una intensidad de
pensamiento, de acción, de palabra era quizá el resultado, o por lo menos, el indicio de una gigantesca
volición que, durante nuestras largas relaciones, hubiese podido dar otras y más inmediatas pruebas de su
existencia. De todas las mujeres que he conocido, ella, la tranquila al exterior, la siempre plácida Ligeia,
era la presa más desgarrada por los tumultuosos buitres de la cruel pasión. Y no podía yo evaluar aquella
pasión, sino por la milagrosa expansión de aquellos ojos que me deleitaban y me espantaban al mismo
tiempo, por la melodía casi mágica, por la modulación, la claridad y la placidez de su voz muy profunda, y
por la fiera energía (que hacia el doble de efectivo el contraste con su manera de pronunciar) de las
vehementes palabras que prefería ella habitualmente.
He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, tal como no lo he conocido nunca en una mujer. Sabia a
fondo las lenguas clásicas, y hasta donde podía apreciarlo mi propio conocimiento, los dialectos modernos
europeos, en los cuales no la he sorprendido nunca en falta. Bien mirado, sobre cualquier tema de la
erudición académica tan alabada, sólo por ser más abstrusa, ¿he sorprendido en falta nunca a Ligeia? ¡Cuán
singularmente, cuán emocionantemente, había impresionado mi atención en este último periodo sólo aquel
rasgo en el carácter de mi esposa! He dicho que su cultura superaba la de toda mujer que he conocido; pero
¿dónde está el ho mbre que haya atravesado con éxito todo el amplio campo de las ciencias morales, físicas
y matemáticas? No vi entonces lo que ahora percibo con claridad; que los conocimientos de Ligeia eran
gigantescos, pasmosos; por mi parte, me daba la suficiente cuenta de su infinita superioridad para
resignarme, con la confianza de un colegial, a dejarme guiar por ella a través del mundo caótico de las
investigaciones metafísicas, del que me ocupé con ardor durante los primeros años de nuestro matrimonio.
¡Con qué vasto triunfo, con qué vivas delicias, con qué esperanza etérea la sentía inclinada sobre mi en
medio de estudios tan poco explorados, tan poco conocidos. Y veía ensancharse en lenta graduación aquella
deliciosa perspectiva ante mi, aquella larga avenida, espléndida y virgen, a lo largo de la cual debía yo
alcanzar al cabo la meta de una sabiduría harto divinamente preciosa para no estar prohibida!
Por eso, ¡Con qué angustioso pesar vi, después de algunos años, mis esperanzas tan bien fundadas abrir las
alas juntas y volar lejos! Sin Ligeia, era yo nada más que un niño a tientas en la noche. Sólo su presencia,
sus lecturas podían hacer vivamente luminosos los múltiples misterios dcl trascendentalismo en el cual
estábamos sumidos. Privado del radiante esplendor de sus ojos, toda aquella literatura aligera y dorada,
volviase insulsa, de una plúmbea tristeza. Y ahora aquellos ojos iluminaban cada vez con menos frecuencia
las páginas que yo estudiaba al detalle. Ligeia cayó enferma. Los ardientes ojos refulgieron con un brillo
demasiado glorioso; los pálidos dedos tomaron el tono de la cera, y las azules venas de su ancha frente
latieron impetuosamente vibrantes en la más dulce emoción. Vi que debía ella morir, y luche desesperado
en espíritu contra el horrendo Azrael. Y los esfuerzos de aquella apasionada esposa fueron, con asombro
mío, aún más enérgicos que los míos. Había mucho en su firme naturaleza que me impresionaba y hacia
creer que para ella llegaría la muerte sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar
una idea de la ferocidad de resistencia que ella mostró en su lucha con la Sombra. Gemía yo de angustia
ante aquel deplorable espectáculo. Hubiese querido calmarla, hubiera querido razonar; pero en la intensidad
de su salvaje deseo de vivir -de vivir; sólo de vivir-, todo consuelo y iodo razonamiento habrían sido el
colmo de la locura. Sin embargo, hasta el último instante, en medio de las torturas y de las convulsiones de
su firme espíritu, no flaqueó la placidez exterior de su conducta. Su voz se tornaba más dulce -más
profunda-, ¡pero yo no quería insistir en el vehemente sentido de aquellas palabras proferidas con tanta
calma! Mi cerebro daba vueltas cuando prestaba oído a aquella melodía sobrehumana y a aquellas
arrogantes aspiraciones que la Humanidad no había conocido nunca antes.
No podía dudar de que me amaba, y érame fácil saber que en un pecho como el suyo el amor no debía de
reinar como una pasión ordinaria. Pero sólo con la muerte comprendí toda la fuerza de su afecto. Durante
largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mi su corazón rebosante, cuya devoción más que
apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo podía yo merecer la beatitud de tales confesiones? ¿Como podía
yo merecer estar condenado hasta el punto de que mi amada me fuese arrebatada con la hora de mayor
felicidad? Pero no puedo extenderme sobre este tema. Diré únicamente que en la entrega más que femenina
de Ligeia a un amor, ¡ay!, no merecido, otorgado a un hombre indigno de él, reconocí por fin el principio
de su ardiente, de su vehemente y serio deseo de vivir aquélla vida que huía ahora con tal rapidez. Y es ese
ardor desordenado, esa vehemencia en su deseo de vivir -sólo de vivir-, lo que no tengo vigor para
describir, lo que me siento por completo incapaz de expresar.
A una hora avanzada de la noche en que ella murió, me llamó perentoriamente a su lado, y me hizo repetir
ciertos versos compuestos por ella pocos días antes. La obedecí. Son los siguientes:
¡Mirad! ¡Esta es noche de gala
después de los postreros años tristes!
Una multitud de ángeles alígeros, ornados
de velos, y anegados en lágrimas,
siéntase en un teatro, para ver
un drama de miedos y esperanzas,
mientras la orquesta exhala, a ratos,
la música de los astros.
Mimos, a semejanza del Altísimo,
murmuran y rezongan quedamente,
volando de un lado para otro;
meros muñecos que van y vienen
a la orden de grandes seres informes
que trasladan la escena aquí y allá,
¡sacudiendo con sus alas de cóndor
el Dolor invisible!
¡Qué abigarrado drama! ¡Oh, sin duda,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma, sin cesar acosado,
por un gentío que apresarle no puede,
en un circulo que gira eternamente
sobre si propio y en el mismo sitio;
¡mucha Locura, más Pecado aún
y el Horror, son alma de la trama!
Pero mirad: ¡entre la chusma mímica
una forma rastrera se entremete!
¡Una cosa roja de sangre que llega retorciéndose
de la soledad escénica¡
¡Se retuerce y retuerce! Con jadeos mortales
los mimos son ahora su pasto,
los serafines lloran viendo los dientes del gusano
chorrear sangre humana.
¡Fuera, fuera todas las luces!
Y sobre cada forma trémula,
el telón cual paño fúnebre,
baja con tempestuoso ímpetu...
Los ángeles, pálidos todos, lívidos,
se levantan, descúbranse, afirma
que la obra es la tragedia Hombre,
y su héroe, el Gusano triunfante.
-¡Oh Dios mío! -gritó casi Ligeia, alzándose de puntillas y extendiendo sus brazos hacia lo alto con un
movimiento espasmódico, cuando acabé de recitar estos versos-. ¡Oh Dios mío! ¡Oh Padre Divino!
¿Sucederán estas cosas irremisiblemente? ¿No será nunca vencido ese conquistador? ¿NO somos nosotros
una parte y una parcela de Ti? ¿Quien conoce los misterios de la voluntad y su vigor? El hombre no se
rinde a los ángeles ni a la muerte por completo, salvo por la flaqueza de su débil voluntad.
Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer sus blancos brazos con resignación, y volvió
solemnemente a su lecho de muerte. Y cuando exhalaba sus postreros suspiros se mezcló a ellos desde sus
labios un murmullo confuso. Agucé el oído y distinguí de nuevo las terminantes palabras del pasaje de
Glanvill: "El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo por la flaqueza de su débil
voluntad."
Ella murió: y yo, pulverizado por el dolor, no pude soportar más tiempo la solitaria desolación de mi casa
en la sombría y ruinosa ciudad junto al Rin. No carecía yo de eso que el mundo llama riqueza. Ligeia me
había aportado más; mucho más de lo que corresponde comúnmente a la suerte de los mortales. Por eso,
después de unos meses perdidos en vagabundeos sin objeto, adquirí y me encerré en una especie de retiro,
una abadía cuyo nombre no diré, en una de las regiones más selváticas y menos frecuentadas de la bella
Inglaterra.
La sombría y triste grandeza del edificio, el aspecto casi salvaje de la posesión, los melancólicos y
venerables recuerdos que con ella se relacionaban, estaban, en verdad, al unísono con el sentimiento de
total abandono que me había desterrado a aquella distante y solitaria región del país. Sin embargo, aunque
dejando a la parte exterior de la abadía su carácter primitivo y la verdeante vetustez que tapizaba sus muros,
me dediqué con una perversidad infantil, y quizá con la débil esperanza de aliviar mis penas; a desplegar
por dentro magnificencias más que regias. Desde la infancia sentía yo una gran inclinación por tales
locuras, y ahora volvían a mi como en una chochez del dolor. (Ay, siento que se hubiera podido descubrir
un comienzo de locura en aquellos suntuosos y fantásticos cortinajes, en aquellas solemnes esculturas
egipcias, en aquellas cornisas y muebles raros, en los ¡extravagantes ejemplares de aquellos tapices
granjeados de oro! Me había convertido en un esclavo forzado de las ataduras del opio, y todos mis trabajos
y mis planes habían tomado el color de mis sueños. Pero no me detendré en detallar aquellos absurdos.
Hablaré sólo de aquella estancia maldita para siempre, donde en un momento de enajenación mental
conduje al altar y tomé por esposa -como sucesora de la inolvidable Ligeia- a lady Róvena Trevanion de
Tremaine, de rubios cabellos y ojos azules.
No hay una sola parte de la arquitectura y del decorado de aquella estancia nupcial que no aparezca ahora
visible ante mi. ¿Dónde tenia la cabeza la altiva familia de la prometida para permitir, impulsada por la sed
de oro, a una joven tan querida que franqueara el umbral de una estancia adornada así? Ya he dicho que
recuerdo minuciosamente los detalles de aquella estancia, aunque olvide tantas otras cosas de aquel extraño
periodo; y el caso es que no había, en aquel lujo fantástico, sistema que pudiera imponerse a la memoria.
La habitación estaba situada en una alta torre de aquella abadía, construida como un castillo; era de forma
pentagonal y muy espaciosa. Todo el lado sur del pentágono estaba ocupado por una sola ventana -una
inmensa superficie hecha de una luna entera de Venecia, de un tono oscuro-, de modo que los rayos del sol
o de la luna que la atravesaban, proyectaban sobre los objetos interiores una luz lúgubre. Por encima de
aquella enorme ventana se extendía el enrejado de una añosa parra que trepaba por los muros macizos de la
torre. El techo, de roble que parecía negro, era excesivamente alto, abovedado y curiosamente labrado con
las más extrañas y grotescas muestras de un estilo semigótico y semidruidico. En la parte central más
escondida de aquella melancólica bóveda colgaba, a modo de lámpara de una sola cadena de oro con largos
anillos, un gran incensario del mismo metal, de estilo árabe, y con muchos calados caprichosos, a través de
los cuales corrían y se retorcían con la vitalidad de una serpiente una serie continua de luces policromas.
Unas otomanas y algunos candelabros dorados, de forma oriental, se hallaban diseminados alrededor; y
estaba también el lecho -el lecho nupcial- de estilo indio, bajo y labrado en recio ébano, coronado por un
dosel parecido a un paño fúnebre. En cada uno de los ángulos de la estancia se alzaba un gigantesco
sarcófago de granito negro, copiado de las tumbas de los reyes frente a Luxor, con su antigua tapa cubierta
toda de relieves inmemoriales. Pero era en el tapizado de la estancia, ¡ay!, donde se desplegaba la mayor
fantasía. Los muros, altísimos -de una altura gigantesca, más allá de toda proporción-, estaban tendidos de
arriba abajo de un tapiz de aspecto pesado y macizo, tapiz hecho de la misma materia que la alfombra del
suelo, y de la que se veía en las otomanas, en el lecho de ébano, en el dosel de éste y con las suntuosas
cortinas que ocultaban parcialmente la ventana. Aquella materia era un tejido de oro de los más ricos.
Estaba moteado, en espacios irregulares, de figuras arabescas, de un pie de diámetro, aproximadamente,
que hacían resaltar sobre el fondo sus dibujos de un negro de azabache. Pero aquellas figuras no
participaban del verdadero carácter del arabesco más que cuando se las examinaba desde un solo punto de
vista. Por un procedimiento hoy muy corriente, y cuyos indicios se encuentran en la más remota
antigüedad, estaban hechas de manera que cambiaban de aspecto. Para quien entrase en la estancia,
tomaban la apariencia de simples monstruosidades; pero, cuando se avanzaba después, aquella apariencia
desaparecía gradualmente, y paso a paso el visitante, variando de sitio en la habitación, se veía rodeado de
una procesión continua de formas espantosas, como las nacidas de la superstición de los normandos o como
las que se alzan en los sueños pecadores de los frailes. El efecto fantasmagórico aumentaba en gran parte
por la introducción artificial de una fuerte corriente de aire detrás de los tapices, que daba al conjunto una
horrenda e inquietante animación.
Tal era la mansión, tal era la estancia nupcial en donde pasé, con la dama de Tremaine, las horas impías del
primer mes de nuestro casamiento, y las pasé con una leve inquietud. Que mi esposa temiese las furiosas
extravagancias de mi carácter, que me huyese y me amase apenas, no podía yo dejar de notarlo; pero
aquello casi me complacía. La odiaba con un odio más propio del demonio que del hombre. Mi memoria se
volvía (¡oh, con que intensidad de dolor!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la bella, la sepultada. Gozaba
recordando su pureza, su sabiduría, su elevada y etérea naturaleza, su apasionado e idólatra amor. Ahora mi
espíritu ardía plena y libremente con una llama más ardiente que la suya propia. Con la excitación de mis
sueños de opio (pues estaba apresado de ordinario por las cadenas de la droga), gritaba su nombre con el
silencio de la noche, o durante el día en los retiros escondidos de los valles, como si con la energía salvaje,
la pasión solemne, el ardor devorador de mi ansia por la desaparecida, pudiese yo volverla a los caminos de
esta tierra que había ella abandonado -¡ah!, ¿era posible?- para siempre.
A principios del segundo mes de matrimonio, lady Róvena fue atacada de una dolencia repentina, de la que
se repuso lentamente. La fiebre que la consumía hacia sus noches penosas, y en la inquietud de un
semisopor, hablaba de ruidos y de movimientos que se producían con un lado y en otro de la torre, y que
atribuía yo al trastorno de su imaginación o acaso a las influencias fantasmagóricas de la propia estancia.
Al cabo entró en convalecencia, y por último, se restableció. Aun así, no había transcurrido más que un
breve periodo de tiempo, cuando un segundo y más violento ataque la volvió a llevar al lecho del dolor, y
de aquel ataque no se restableció nunca del todo su constitución, que había sido siempre débil. Su dolencia
tuvo desde esa época un carácter alarmante y unas recaídas más alarmantes aún que desafiaban toda ciencia
y los denodados es fuerzos de sus médicos. A medida que se agravaba aquel mal crónico, que desde
entonces, sin duda, se había apoderado por demás de su constitución para ser factible que lo arrancasen
medios humanos, no pude impedirme de observar una imitación nerviosa creciente y una excitabilidad en
su temperamento por las causas más triviales de miedo. Volvió ella a hablar, y ahora, con mayor frecuencia
e insistencia, de ruidos -de ligeros ruidos- y de movimientos insólitos en los tapices, a los que había ya
aludido.
Una noche, hacia fines de septiembre, me llamó la atención sobre aquel tema angustioso en un tono más
desusado que de costumbre. Acababa ella de despertarse de un sueño inquieto, y había yo espiado, con un
sentimiento medio de ansiedad, medio de vago terror, las muecas de su demacrado rostro. Hallábame
sentado junto al lecho de ébano en una de las otomanas indias. Se incorporó ella a medias y habló en un
excitado murmullo de ruidos que entonces oía, pero que yo no podía oír, y de movimientos que entonces
veía, aunque yo no los percibiese. El viento corría veloz por detrás de los tapices, y me dediqué a
demostrarle (lo cual debo confesar que no podía yo creerlo del todo) que aquellos rumores apenas
articulados y aquellos cambios casi imperceptibles en las figuras de la pared eran tan sólo los efectos
naturales de la corriente de aire habitual. Pero una palidez mortal que se difundió por su cara probó que mis
esfuerzos por tranquilizarla eran inútiles. Pareció desmayarse, y no tenia yo cerca criados a quienes llamar.
Recordé el sitio donde estaba colocada una botella de un vino suave, recetado por los médicos, y crucé,
presuroso, por la estancia para cogerla. Pero al pasar bajo la luz del incensario, dos detalles de una
naturaleza impresionante atrajeron mi atención. Había yo sentido algo palpable, aunque invisible, que
pasaba cerca de mi persona, y vi sobre el tapiz de oro, en el centro mismo de la viva luz que proyectaba el
innecesario, una sombra, una débil e indefinida sombra de angelical aspecto, tal como se puede imaginar la
sombra de una forma. Pero como estaba yo vivamente excitado por una dosis excesiva de opio, no concedí
más que una leve importancia a aquellas cosas ni hablé de ellas a Róvena. Encontré el vino, crucé de nuevo
la habitación y llené un vaso que acerqué a los labios de mi desmayada mujer. Entretanto, se había repuesto
en parte, y cogió ella misma el vaso, mientras me dejaba yo caer sobre una otomana cerca del lecho, con los
ojos fijos en su persona. Fue entonces cuando oí claramente un ligero rumor de pasos sobre la alfombra
Junto al lecho, y un segundo después, cuando Róvena hacia ademán de alzar el vino hasta sus labios, vi o
pude haber soñado que veía caer dentro del vaso, como de alguna fuente invisible que estuviera en el aire
de la estancia, tres o cuatro anchas gotas de un liquido brillante color rubí. Si yo lo vi, Róvena no lo vio.
Bebió el vino sin vacilar, y me guarde bien de hablarle de aquel incidente que tenia yo que considerar,
después de todo, como sugerido por una imaginación sobreexcitada a la que hacían morbosamente activa el
terror de mi mujer, el opio y la hora.
A pesar de todo, no pude ocultar a mi propia percepción que, inmediatamente después de la caída de las
gotas color rubí, un rápido cambio -pero a un estado peor- tuvo lugar en la enfermedad de mi esposa; de tal
modo, que a la tercera noche, las manos de sus servidores la preparaban para la tumba, y la cuarta estaba yo
sentado solo, ante el cuerpo de ella envuelto en un sudario, en aquella fantástica estancia que la había
recibido como a mi esposa. Extrañas visiones, engendradas por el opio, revoloteaban como sombras ante
mi. Miraba con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la estancia, las figuras cambiantes de los
tapices y las luces serpentinas y policromas del incensario, sobre mi cabeza. Mis ojos cayeron entonces,
cuando intentaba recordar los incidentes de la noche anterior, en aquel sitio, bajo la claridad del incensario,
donde había yo visto las huellas ligeras de la sombra. Sin embargo, ya no estaba allí, y respirando con gran
alivio, volví la mirada a la pálida y rígida figura tendida sobre el lecho. Entonces se precipitaron sobre mi
los mil recuerdos de Ligeia, y luego refluyó hada mi corazón con la violenta turbulencia de un oleaje todo
aquel indecible dolor con que la había contemplado amortajada. La noche iba pasando, y siempre con el
pecho henchido de amargos pensamientos de ella, de mi solo y único amor, permanecí con los ojos fijos en
el cuerpo de Róvena.
Seria medianoche o tal vez más temprano, pues no había tenido yo en cuenta el tiempo, cuando un sollozo
quedo, ligero, pero muy claro, me despertó, sobresaltado, de mi ensueño. Sentí que venia del lecho de
ébano, el lecho de muerte. Escuché con la angustia de un terror supersticioso, pero no se repitió aquel
ruido. Forcé mi vista para descubrir un movimiento cualquiera en el cadáver, pero no se oyó nada. Con
todo, no podía haberme equivocado. Había yo oído el ruido, siquiera ligero, y mi alma estaba muy despierta
en mi. Mantuve resuelta y tenazmente concentrada mi atención sobre el cuerpo. Pasaron varios minutos
antes de que ocurriese algún incidente que proyectase luz sobre el misterio. Por último resultó evidente que
una coloración leve y muy débil, apenas perceptible, teñía de rosa y se difundía por las mejillas y por las
sutiles venas de sus párpados. Aniquilado por una especie de terror y de horror indecibles, para los cuales
no posee el lenguaje humano una expresión lo suficientemente enérgica, sentí que mi corazón se paralizaba
y que mis miembros se ponían rígidos sobre mi asiento. No obstante, el sentimiento del deber me devolvió,
por último, el dominio de mi mismo. No podía dudar ya por más tiempo que habíamos efectuado
prematuros preparativos fúnebres, ya que Róvena vivía aún. Era necesario realizar desde luego alguna
tentativa; pero la torre estaba completamente separada del ala de la abadía ocupada por la servidumbre, no
había cerca ningún criado al que pudiera llamar ni tenia yo manera de pedir auxilio, como no abandonase la
estancia durante unos minutos, a lo cual no podía arriesgarme. Luché, pues, solo, haciendo esfuerzos por
reanimar aquel espíritu todavía en suspenso. A la postre, en un breve lapso de tiempo, hubo una recaída
evidente; desapareció el color de los párpados y de las mejillas, dejando una palidez más que marmórea; los
labios se apretaron con doble fuerza y se contrajeron con la expresión lívida de la muerte; una frialdad y
una viscosidad repulsiva cubrieron en seguida la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez cadavérica
sobrevino al punto. Me deje caer, trémulo, sobre el canapé del que había sido arrancado tan de súbito, y me
abandoné de nuevo, trasoñando, a mis apasionadas visiones de Ligeia.
Una hora transcurrió así, cuando (¿seria posible?) percibí por segunda vez un ruido vago que venia de la
parte del lecho. Escuché, en el colmo del horror. El ruido se repitió; era un suspiro. Precipitándome hacia el
cadáver, vi -vi con toda claridad- un temblor sobre los labios. Un minuto después se abrieron, descubriendo
una brillante hilera de dientes perlinos. El asombro luchó entonces en mi pecho con el profundo terror que
hasta ahora lo había dominado. Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se extraviaba, y gracias
únicamente a un violento esfuerzo, recobré al fin valor para cumplir la tarea que el deber volvía a
imponerme. Había ahora un color cálido sobre la frente, sobre las mejillas y sobre la garganta; un calor
perceptible invadía todo el cuerpo, e incluso el corazón tenia un leve latido. Mi mujer vivía. Con un ardor
redoblado, me dediqué a la tarea de resucitarla; froté y golpeé las sienes y las manos, y utilicé todos los
procedimientos que me sugirieron la experiencia y numerosas lecturas médicas. Pero fue en vano. De
repente el color desapareció, cesaron los latidos, los labios volvieron a adquirir la expresión de la muerte, y
un instante después, el cuerpo entero recobró su frialdad de hielo, aquel tono lívido, su intensa rigidez, su
contorno hundido, y todas las horrendas peculiaridades de lo que ha permanecido durante varios días en la
tumba.
Y me sumí otra vez en las visiones de Ligeia, y otra vez (¿cómo asombrarse de que me estremezca mientras
escribo?), otra vez llegó a mis oídos un sollozo sofocado desde el lecho de ébano. Pero (¿para qué detallar
con minuciosidad los horrores indecibles de aquella noche? ¿Para qué detenerme en relatar ahora cómo,
una vez tras otra, casi hasta que despuntó el alba, el horrible drama de la resurrección se repitió; cómo cada
aterradora recaída se transformaba tan sólo en una muerte más rígida y más irremediable, cómo cada
angustia tomaba el aspecto de una lucha con un adversario invisible, y cómo ahora cada lucha era seguida
por no sé qué extraña alteración en la apariencia dcl cadáver? Me apresuraré a terminar.
La mayor parte de la espantosa noche había pasado, y la que estaba muerta se movió de nuevo, al presente
con más vigor que nunca, aunque despertándose de una disolución más aterradora y más totalmente
irreparable que ninguna. Había yo, desde hacia largo rato, y interrumpido la lucha y el movimiento y
permanecía sentado rígido sobre la otomana, presa impotente de un torbellino de violentas emociones, de
las cuales la menos terrible quizá, la menos aniquilante, constituía un supremo espanto. El cadáver, repito,
se movía, y al presente con más vigor que antes. Los colores de la vida se difundían con una inusitada
energía por la cara, se distendían los miembros, y salvo que los párpados seguían apretados fuertemente, y
que los vendajes y los tapices comunicaban aun a la figura su carácter sepulcral, habría yo soñado que
Róvena se libertaba por completo de las cadenas de la Muerte. Pero si no acepté esta idea por entero, desde
entonces no pude ya dudar por más tiempo, cuando, levantándose del lecho, vacilante, con débiles pasos, a
la manera de una persona aturdida por un sueño, la forma que estaba amortajada avanzó osada y
palpablemente hasta el centro de la estancia.
No temblé, no me moví, pues una multitud de fantasías indecibles, relacionadas con el aire, la estatura, el
porte de la figura, se precipitaron velozmente en mi cerebro, me paralizaron, me petrificaron. No me movía,
sino que contemplaba con fijeza la aparición. Había en mis pensamientos un desorden loco, un tumulto
inaplacable. ¿podía ser de veras la Róvena viva quien estaba frente a mi? ¿podía ser de veras Róvena en
absoluto, la de los cabellos rubios y los ojos azules, lady Róvena Trevanion de Tremaine? ¿Por qué, si, por
qué lo dudaba yo? El vendaje apretaba mucho la boca; pero ¿entonces podía no ser aquella la boca
respirante de lady de Tremaine? Y las mejillas eran las mejillas rosadas como en el mediodía de su vida; si,
aquéllas eran de veras las lindas mejillas de lady de Tremaine, viva. Y el mentón, con sus hoyuelos de
salud, ¿podían no ser los suyos? Pero ¿había ella crecido desde su enfermedad? ¿Qué inexpresable
demencia se apoderó de mi ante este pensamiento? ¡De un salto estuve a sus pies! Evitando mi contacto,
sacudió ella su cabeza, aflojó la tiesa mortaja en que estaba envuelta, y entonces se desbordó por el aire
agitado de la estancia una masa enorme de largos y despeinados cabellos; ¡eran más negros que las alas del
cuervo de medianoche! Y entonces, la figura que se alzaba ante mi abrió lentamente los ojos.
-¡Por fin los veo! -grité con fuerza-. ¿Cómo podía yo nunca haberme equivocado? ¡Estos son los grandes,
los negros, los ardientes ojos, de mi amor perdido, de lady, de Lady Ligeia!.
No puedo, por mi alma, recordar ahora cómo, cuándo, ni exactamente dónde trabe por primera vez
conocimiento con lady Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces, y mi memoria es débil porque
ha sufrido mucho. O quizá no puedo ahora recordar aquellos extremos porque, en verdad, el carácter de mi
amada, su raro saber, la singular aunque plácida clase de su belleza, y la conmovedora y dominante
elocuencia de su hondo lenguaje musical se han abierto camino en mi corazón con paso tan constante y
cautelosamente progresivo, que ha sido inadvertido y desconocido. Creo, sin embargo, que la encontré por
vez primera, y luego con mayor frecuencia, en una vieja y ruinosa ciudad cercana al Rin. De seguro, le he
oído hablar de su familia. Está fuera de duda que provenía de una fecha muy remota. ¡Ligeia, Ligeia!
Sumido en estudios que por su naturaleza se adaptan más que cua1esquiera otros a amortiguar las
impresiones del mundo exterior, me bastó este dulce nombre -Ligeia- para evocar ante mis ojos, en mi
fantasía, la imagen de la que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, ese recuerdo centellea, sobre mi, que
no he sabido nunca el apellido paterno de la que fue mi amiga y mi prometida, que llagó a ser mi
compañera de estudios y al fin, la esposa de mi corazón. ¿Fue aquello una orden mimosa por parte de mi
Ligeia? ¿O fue una prueba de la fuerza de mi afecto lo que me llevó a no hacer investigaciones sobre ese
punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una vehemente y romántica ofrenda sobre el altar de la más
apasionada devoción? Si sólo recuerdo el hecho de un modo confuso, ¿cómo asombrarse de que haya
olvidado tan por completo las circunstancias que le originaron o le acompañaron? Y en realidad, si alguna
vez el espíritu que llaman novelesco, si alguna vez la brumosa y alada Ashtophet del idólatra Egipto,
preside, según dicen los matrimonios fatídicamente adversos, con toda seguridad presidió el mío.
Hay un tema dilecto, empero, sobre el cual no falla mi memoria. Es este la persona de Ligeia. Era de alta
estatura, algo delgada, e incluso en los últimos días muy demacrada. 1ntentaria yo en vano describir la
majestad, la tranquila soltura de su porte o la incomprensible ligereza y flexibilidad de su paso. Llegaba y
partía como una sombra. No me daba cuenta jamás de su entrada en mi cuarto de estudio, salvo por la
amada música de su apagada y dulce voz, cuando posaba ella su marmórea mano sobre mi hombro. En
cuanto a la belleza de su faz, ninguna doncella la ha igualado nunca. Era el esplendor de un sueño de opio,
una visión aérea y encantadora, más ardorosamente divina que las fantasías que revuelan alrededor de las
almas dormidas de las hijas de Delos. Con todo, sus rasgos no poseían ese modelado regular que nos han
enseñado falsamente a reverenciar con las obras clásicas del paganismo. "No hay belleza exquisita -dice
Bacon, lord Verulam-, hablando con certidumbre de todas las formas y genera de bellaza, sin algo extraño
en la proporción." No obstante, aunque yo veía que los rasgos de Ligeia no poseían una regularidad clásica,
aunque notaba que su belleza era realmente "exquisita", y sentía que había en ella mucho de "extraño", me
esforzaba en vano por descubrir la irregularidad y por perseguir los indicios de mi propia percepción de "lo
extraño". Examinaba el contorno de la frente alta y pálida -una frente irreprochable: ¡cuán fría es, en
verdad, esta palabra cuando se aplica a una majestad tan divina!-, la piel que competía con el más puro
marfil, la amplitud imponente, la serenidad, la graciosa prominencia de las regiones que dominaban las
sienes; y luego aquella cabellera de un color negro como plumaje de cuervo, brillante, profusa,
naturalmente rizada, y que demostraba toda la potencia del epíteto homérico, "¡jacintina!". Miraba yo las
líneas delicadas de la nariz, y en ninguna parte más que en los graciosos medallones hebraicos había
contemplado una perfección semejante. Era la misma tersura de superficie, la misma tendencia casi
imperceptible a lo aguileño, las mismas aletas curvadas con armonía que revelaban un espíritu libre.
Contemplaba yo la dulce boca. Encerraba el triunfo de todas las cosas celestiales: la curva magnifica del
labio superior, un poco corto, el aire suave y voluptuosamente reposado del interior, los hoyuelos que se
marcaban y el color que hablaba, los dientes reflejando en una especie de relámpago cada rayo de luz
bendita que caía sobre ellos en sus sonrisas serenas y plácidas, pero siempre radiantes y triunfadoras.
Analizaba la forma del mentón, y allí también encontraba la gracia, la anchura, la dulzura, la majestad, la
plenitud y la espiritualidad griegas, ese contorno que el dios Apolo reveló sólo en sueños a Cleómenes, el
hijo del ateniense. Y luego miraba yo los grandes ojos de Ligeia.
Para los ojos no encuentro modelos, en la más remota antigüedad. Acaso era en aquellos ojos de mi amada
donde residía el secreto al que lord Verulam alude. Eran, creo yo, más grandes que los ojos ordinarios de
nuestra propia raza. Más grandes que los ojos de la gacela de la tribu del valle de Nourjahad. Aun así, a
ratos era -en los momentos de intensa excitación- cuando esa particularidad se hacia más notablemente
impresionante en Ligeia. En tales momentos su belleza era -al menos, así parecía quizá a mi imaginación
inflamada- la belleza de las fabulosas huríes de los turcos. Las pupilas eran del negro más brillante y
bordeadas de pestañas de azabache muy largas; sus cejas, de un dibujo ligeramente irregular, tenían ese
mismo tono. Sin embargo, lo extraño que encontraba yo en los ojos era independiente de su forma, de su
color y de su brillo, y debía atribuirse, en suma, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido, puro sonido, vasta
latitud en que se atri nchera nuestra ignorancia de lo espiritual! ¡La expresión de los ojos de Ligeia!
¡Cuántas largas horas he meditado en ello; cuántas veces, durante una noche entera de verano, me he
esforzado en sondearlo! ¿Qué era aquello, aquel lago más profundo que el pozo de Demócrito que vacía en
el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era aquello? Se adueñaba de mi la pasión de descubrirlo.
¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Habían llegado a ser para
mi las estrellas gemelas de Leda, y era yo para ellas el más devoto de los astrólogos.
No existe hecho, entre las muchas incomprensibles anomalías de la ciencia psicológica, que sea más
sobrecogedoramente emocionante que el hecho -nunca señalado, según creo, en las escuelas- de que, en
nuestros esfuerzos por traer a la memoria una cosa olvidada desde hace largo tiempo, nos encontremos con
frecuencia al borde mismo del recuerdo, sin ser al fin capaces de recordar. Y así, ¡cuántas veces, en mi
ardiente análisis de los ojos de Ligeia, he sentido acercarse el conocimiento pleno de su expresión! ¡Lo he
sentido acercarse, y a pesar de ello, no lo he poseído del todo, y por último, ha desaparecido con absoluto!
Y (¡extraño, oh, el más extraño de todos los misterios!) he encontrado en los objetos más vulgares del
mundo una serie de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de
Ligeia pasó por mi espíritu y quedó allí como en un altar, extraje de varios seres del mundo material una
sensación análoga a la que se difundía sobre mi, en mi, bajo la influencia de sus grandes y luminosas
pupilas. Por otra parte, no soy menos incapaz de definir aquel sentimiento, de analizarlo o incluso de tener
una clara percepción de el. Lo he reconocido, repito, algunas veces en el aspecto de una viña crecida
deprisa, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de una corriente de agua
presurosa. Lo he encontrado en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en las miradas de
algunas personas de edad desusada. Hay en el cielo una o dos estrellas (en particular, una estrella de sexta
magnitud, doble y cambiante, que se puede encontrar junto a la gran estrella de la Lira) que, vistas con
telescopio, me han producido un sentimiento análogo. Me he sentido henchido de él con los sonidos de
ciertos instrumentos de cuerda, y a menudo en algunos pasajes de libros. Entre otros innumerables
ejemplos, recuerdo muy bien algo en un volumen de Joseph Glanvill que (tal vez sea simplemente por su
exquisito arcaísmo, ¿quién podría decirlo?) no ha dejado nunca de inspirarme el mismo sentimiento: "Y allí
se encuentra la voluntad que no fenece. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad, y su vigor? Pues Dios
es una gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su atención. El hombre no se rinde a
los ángeles ni por entero a la muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil voluntad."
Durante el transcurso de los años, y por una sucesiva reflexión, he logrado trazar, en efecto, alguna remota
relación entre ese pasaje del moralista inglés y una parte del carácter de Ligeia. Una intensidad de
pensamiento, de acción, de palabra era quizá el resultado, o por lo menos, el indicio de una gigantesca
volición que, durante nuestras largas relaciones, hubiese podido dar otras y más inmediatas pruebas de su
existencia. De todas las mujeres que he conocido, ella, la tranquila al exterior, la siempre plácida Ligeia,
era la presa más desgarrada por los tumultuosos buitres de la cruel pasión. Y no podía yo evaluar aquella
pasión, sino por la milagrosa expansión de aquellos ojos que me deleitaban y me espantaban al mismo
tiempo, por la melodía casi mágica, por la modulación, la claridad y la placidez de su voz muy profunda, y
por la fiera energía (que hacia el doble de efectivo el contraste con su manera de pronunciar) de las
vehementes palabras que prefería ella habitualmente.
He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, tal como no lo he conocido nunca en una mujer. Sabia a
fondo las lenguas clásicas, y hasta donde podía apreciarlo mi propio conocimiento, los dialectos modernos
europeos, en los cuales no la he sorprendido nunca en falta. Bien mirado, sobre cualquier tema de la
erudición académica tan alabada, sólo por ser más abstrusa, ¿he sorprendido en falta nunca a Ligeia? ¡Cuán
singularmente, cuán emocionantemente, había impresionado mi atención en este último periodo sólo aquel
rasgo en el carácter de mi esposa! He dicho que su cultura superaba la de toda mujer que he conocido; pero
¿dónde está el ho mbre que haya atravesado con éxito todo el amplio campo de las ciencias morales, físicas
y matemáticas? No vi entonces lo que ahora percibo con claridad; que los conocimientos de Ligeia eran
gigantescos, pasmosos; por mi parte, me daba la suficiente cuenta de su infinita superioridad para
resignarme, con la confianza de un colegial, a dejarme guiar por ella a través del mundo caótico de las
investigaciones metafísicas, del que me ocupé con ardor durante los primeros años de nuestro matrimonio.
¡Con qué vasto triunfo, con qué vivas delicias, con qué esperanza etérea la sentía inclinada sobre mi en
medio de estudios tan poco explorados, tan poco conocidos. Y veía ensancharse en lenta graduación aquella
deliciosa perspectiva ante mi, aquella larga avenida, espléndida y virgen, a lo largo de la cual debía yo
alcanzar al cabo la meta de una sabiduría harto divinamente preciosa para no estar prohibida!
Por eso, ¡Con qué angustioso pesar vi, después de algunos años, mis esperanzas tan bien fundadas abrir las
alas juntas y volar lejos! Sin Ligeia, era yo nada más que un niño a tientas en la noche. Sólo su presencia,
sus lecturas podían hacer vivamente luminosos los múltiples misterios dcl trascendentalismo en el cual
estábamos sumidos. Privado del radiante esplendor de sus ojos, toda aquella literatura aligera y dorada,
volviase insulsa, de una plúmbea tristeza. Y ahora aquellos ojos iluminaban cada vez con menos frecuencia
las páginas que yo estudiaba al detalle. Ligeia cayó enferma. Los ardientes ojos refulgieron con un brillo
demasiado glorioso; los pálidos dedos tomaron el tono de la cera, y las azules venas de su ancha frente
latieron impetuosamente vibrantes en la más dulce emoción. Vi que debía ella morir, y luche desesperado
en espíritu contra el horrendo Azrael. Y los esfuerzos de aquella apasionada esposa fueron, con asombro
mío, aún más enérgicos que los míos. Había mucho en su firme naturaleza que me impresionaba y hacia
creer que para ella llegaría la muerte sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar
una idea de la ferocidad de resistencia que ella mostró en su lucha con la Sombra. Gemía yo de angustia
ante aquel deplorable espectáculo. Hubiese querido calmarla, hubiera querido razonar; pero en la intensidad
de su salvaje deseo de vivir -de vivir; sólo de vivir-, todo consuelo y iodo razonamiento habrían sido el
colmo de la locura. Sin embargo, hasta el último instante, en medio de las torturas y de las convulsiones de
su firme espíritu, no flaqueó la placidez exterior de su conducta. Su voz se tornaba más dulce -más
profunda-, ¡pero yo no quería insistir en el vehemente sentido de aquellas palabras proferidas con tanta
calma! Mi cerebro daba vueltas cuando prestaba oído a aquella melodía sobrehumana y a aquellas
arrogantes aspiraciones que la Humanidad no había conocido nunca antes.
No podía dudar de que me amaba, y érame fácil saber que en un pecho como el suyo el amor no debía de
reinar como una pasión ordinaria. Pero sólo con la muerte comprendí toda la fuerza de su afecto. Durante
largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mi su corazón rebosante, cuya devoción más que
apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo podía yo merecer la beatitud de tales confesiones? ¿Como podía
yo merecer estar condenado hasta el punto de que mi amada me fuese arrebatada con la hora de mayor
felicidad? Pero no puedo extenderme sobre este tema. Diré únicamente que en la entrega más que femenina
de Ligeia a un amor, ¡ay!, no merecido, otorgado a un hombre indigno de él, reconocí por fin el principio
de su ardiente, de su vehemente y serio deseo de vivir aquélla vida que huía ahora con tal rapidez. Y es ese
ardor desordenado, esa vehemencia en su deseo de vivir -sólo de vivir-, lo que no tengo vigor para
describir, lo que me siento por completo incapaz de expresar.
A una hora avanzada de la noche en que ella murió, me llamó perentoriamente a su lado, y me hizo repetir
ciertos versos compuestos por ella pocos días antes. La obedecí. Son los siguientes:
¡Mirad! ¡Esta es noche de gala
después de los postreros años tristes!
Una multitud de ángeles alígeros, ornados
de velos, y anegados en lágrimas,
siéntase en un teatro, para ver
un drama de miedos y esperanzas,
mientras la orquesta exhala, a ratos,
la música de los astros.
Mimos, a semejanza del Altísimo,
murmuran y rezongan quedamente,
volando de un lado para otro;
meros muñecos que van y vienen
a la orden de grandes seres informes
que trasladan la escena aquí y allá,
¡sacudiendo con sus alas de cóndor
el Dolor invisible!
¡Qué abigarrado drama! ¡Oh, sin duda,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma, sin cesar acosado,
por un gentío que apresarle no puede,
en un circulo que gira eternamente
sobre si propio y en el mismo sitio;
¡mucha Locura, más Pecado aún
y el Horror, son alma de la trama!
Pero mirad: ¡entre la chusma mímica
una forma rastrera se entremete!
¡Una cosa roja de sangre que llega retorciéndose
de la soledad escénica¡
¡Se retuerce y retuerce! Con jadeos mortales
los mimos son ahora su pasto,
los serafines lloran viendo los dientes del gusano
chorrear sangre humana.
¡Fuera, fuera todas las luces!
Y sobre cada forma trémula,
el telón cual paño fúnebre,
baja con tempestuoso ímpetu...
Los ángeles, pálidos todos, lívidos,
se levantan, descúbranse, afirma
que la obra es la tragedia Hombre,
y su héroe, el Gusano triunfante.
-¡Oh Dios mío! -gritó casi Ligeia, alzándose de puntillas y extendiendo sus brazos hacia lo alto con un
movimiento espasmódico, cuando acabé de recitar estos versos-. ¡Oh Dios mío! ¡Oh Padre Divino!
¿Sucederán estas cosas irremisiblemente? ¿No será nunca vencido ese conquistador? ¿NO somos nosotros
una parte y una parcela de Ti? ¿Quien conoce los misterios de la voluntad y su vigor? El hombre no se
rinde a los ángeles ni a la muerte por completo, salvo por la flaqueza de su débil voluntad.
Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer sus blancos brazos con resignación, y volvió
solemnemente a su lecho de muerte. Y cuando exhalaba sus postreros suspiros se mezcló a ellos desde sus
labios un murmullo confuso. Agucé el oído y distinguí de nuevo las terminantes palabras del pasaje de
Glanvill: "El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo por la flaqueza de su débil
voluntad."
Ella murió: y yo, pulverizado por el dolor, no pude soportar más tiempo la solitaria desolación de mi casa
en la sombría y ruinosa ciudad junto al Rin. No carecía yo de eso que el mundo llama riqueza. Ligeia me
había aportado más; mucho más de lo que corresponde comúnmente a la suerte de los mortales. Por eso,
después de unos meses perdidos en vagabundeos sin objeto, adquirí y me encerré en una especie de retiro,
una abadía cuyo nombre no diré, en una de las regiones más selváticas y menos frecuentadas de la bella
Inglaterra.
La sombría y triste grandeza del edificio, el aspecto casi salvaje de la posesión, los melancólicos y
venerables recuerdos que con ella se relacionaban, estaban, en verdad, al unísono con el sentimiento de
total abandono que me había desterrado a aquella distante y solitaria región del país. Sin embargo, aunque
dejando a la parte exterior de la abadía su carácter primitivo y la verdeante vetustez que tapizaba sus muros,
me dediqué con una perversidad infantil, y quizá con la débil esperanza de aliviar mis penas; a desplegar
por dentro magnificencias más que regias. Desde la infancia sentía yo una gran inclinación por tales
locuras, y ahora volvían a mi como en una chochez del dolor. (Ay, siento que se hubiera podido descubrir
un comienzo de locura en aquellos suntuosos y fantásticos cortinajes, en aquellas solemnes esculturas
egipcias, en aquellas cornisas y muebles raros, en los ¡extravagantes ejemplares de aquellos tapices
granjeados de oro! Me había convertido en un esclavo forzado de las ataduras del opio, y todos mis trabajos
y mis planes habían tomado el color de mis sueños. Pero no me detendré en detallar aquellos absurdos.
Hablaré sólo de aquella estancia maldita para siempre, donde en un momento de enajenación mental
conduje al altar y tomé por esposa -como sucesora de la inolvidable Ligeia- a lady Róvena Trevanion de
Tremaine, de rubios cabellos y ojos azules.
No hay una sola parte de la arquitectura y del decorado de aquella estancia nupcial que no aparezca ahora
visible ante mi. ¿Dónde tenia la cabeza la altiva familia de la prometida para permitir, impulsada por la sed
de oro, a una joven tan querida que franqueara el umbral de una estancia adornada así? Ya he dicho que
recuerdo minuciosamente los detalles de aquella estancia, aunque olvide tantas otras cosas de aquel extraño
periodo; y el caso es que no había, en aquel lujo fantástico, sistema que pudiera imponerse a la memoria.
La habitación estaba situada en una alta torre de aquella abadía, construida como un castillo; era de forma
pentagonal y muy espaciosa. Todo el lado sur del pentágono estaba ocupado por una sola ventana -una
inmensa superficie hecha de una luna entera de Venecia, de un tono oscuro-, de modo que los rayos del sol
o de la luna que la atravesaban, proyectaban sobre los objetos interiores una luz lúgubre. Por encima de
aquella enorme ventana se extendía el enrejado de una añosa parra que trepaba por los muros macizos de la
torre. El techo, de roble que parecía negro, era excesivamente alto, abovedado y curiosamente labrado con
las más extrañas y grotescas muestras de un estilo semigótico y semidruidico. En la parte central más
escondida de aquella melancólica bóveda colgaba, a modo de lámpara de una sola cadena de oro con largos
anillos, un gran incensario del mismo metal, de estilo árabe, y con muchos calados caprichosos, a través de
los cuales corrían y se retorcían con la vitalidad de una serpiente una serie continua de luces policromas.
Unas otomanas y algunos candelabros dorados, de forma oriental, se hallaban diseminados alrededor; y
estaba también el lecho -el lecho nupcial- de estilo indio, bajo y labrado en recio ébano, coronado por un
dosel parecido a un paño fúnebre. En cada uno de los ángulos de la estancia se alzaba un gigantesco
sarcófago de granito negro, copiado de las tumbas de los reyes frente a Luxor, con su antigua tapa cubierta
toda de relieves inmemoriales. Pero era en el tapizado de la estancia, ¡ay!, donde se desplegaba la mayor
fantasía. Los muros, altísimos -de una altura gigantesca, más allá de toda proporción-, estaban tendidos de
arriba abajo de un tapiz de aspecto pesado y macizo, tapiz hecho de la misma materia que la alfombra del
suelo, y de la que se veía en las otomanas, en el lecho de ébano, en el dosel de éste y con las suntuosas
cortinas que ocultaban parcialmente la ventana. Aquella materia era un tejido de oro de los más ricos.
Estaba moteado, en espacios irregulares, de figuras arabescas, de un pie de diámetro, aproximadamente,
que hacían resaltar sobre el fondo sus dibujos de un negro de azabache. Pero aquellas figuras no
participaban del verdadero carácter del arabesco más que cuando se las examinaba desde un solo punto de
vista. Por un procedimiento hoy muy corriente, y cuyos indicios se encuentran en la más remota
antigüedad, estaban hechas de manera que cambiaban de aspecto. Para quien entrase en la estancia,
tomaban la apariencia de simples monstruosidades; pero, cuando se avanzaba después, aquella apariencia
desaparecía gradualmente, y paso a paso el visitante, variando de sitio en la habitación, se veía rodeado de
una procesión continua de formas espantosas, como las nacidas de la superstición de los normandos o como
las que se alzan en los sueños pecadores de los frailes. El efecto fantasmagórico aumentaba en gran parte
por la introducción artificial de una fuerte corriente de aire detrás de los tapices, que daba al conjunto una
horrenda e inquietante animación.
Tal era la mansión, tal era la estancia nupcial en donde pasé, con la dama de Tremaine, las horas impías del
primer mes de nuestro casamiento, y las pasé con una leve inquietud. Que mi esposa temiese las furiosas
extravagancias de mi carácter, que me huyese y me amase apenas, no podía yo dejar de notarlo; pero
aquello casi me complacía. La odiaba con un odio más propio del demonio que del hombre. Mi memoria se
volvía (¡oh, con que intensidad de dolor!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la bella, la sepultada. Gozaba
recordando su pureza, su sabiduría, su elevada y etérea naturaleza, su apasionado e idólatra amor. Ahora mi
espíritu ardía plena y libremente con una llama más ardiente que la suya propia. Con la excitación de mis
sueños de opio (pues estaba apresado de ordinario por las cadenas de la droga), gritaba su nombre con el
silencio de la noche, o durante el día en los retiros escondidos de los valles, como si con la energía salvaje,
la pasión solemne, el ardor devorador de mi ansia por la desaparecida, pudiese yo volverla a los caminos de
esta tierra que había ella abandonado -¡ah!, ¿era posible?- para siempre.
A principios del segundo mes de matrimonio, lady Róvena fue atacada de una dolencia repentina, de la que
se repuso lentamente. La fiebre que la consumía hacia sus noches penosas, y en la inquietud de un
semisopor, hablaba de ruidos y de movimientos que se producían con un lado y en otro de la torre, y que
atribuía yo al trastorno de su imaginación o acaso a las influencias fantasmagóricas de la propia estancia.
Al cabo entró en convalecencia, y por último, se restableció. Aun así, no había transcurrido más que un
breve periodo de tiempo, cuando un segundo y más violento ataque la volvió a llevar al lecho del dolor, y
de aquel ataque no se restableció nunca del todo su constitución, que había sido siempre débil. Su dolencia
tuvo desde esa época un carácter alarmante y unas recaídas más alarmantes aún que desafiaban toda ciencia
y los denodados es fuerzos de sus médicos. A medida que se agravaba aquel mal crónico, que desde
entonces, sin duda, se había apoderado por demás de su constitución para ser factible que lo arrancasen
medios humanos, no pude impedirme de observar una imitación nerviosa creciente y una excitabilidad en
su temperamento por las causas más triviales de miedo. Volvió ella a hablar, y ahora, con mayor frecuencia
e insistencia, de ruidos -de ligeros ruidos- y de movimientos insólitos en los tapices, a los que había ya
aludido.
Una noche, hacia fines de septiembre, me llamó la atención sobre aquel tema angustioso en un tono más
desusado que de costumbre. Acababa ella de despertarse de un sueño inquieto, y había yo espiado, con un
sentimiento medio de ansiedad, medio de vago terror, las muecas de su demacrado rostro. Hallábame
sentado junto al lecho de ébano en una de las otomanas indias. Se incorporó ella a medias y habló en un
excitado murmullo de ruidos que entonces oía, pero que yo no podía oír, y de movimientos que entonces
veía, aunque yo no los percibiese. El viento corría veloz por detrás de los tapices, y me dediqué a
demostrarle (lo cual debo confesar que no podía yo creerlo del todo) que aquellos rumores apenas
articulados y aquellos cambios casi imperceptibles en las figuras de la pared eran tan sólo los efectos
naturales de la corriente de aire habitual. Pero una palidez mortal que se difundió por su cara probó que mis
esfuerzos por tranquilizarla eran inútiles. Pareció desmayarse, y no tenia yo cerca criados a quienes llamar.
Recordé el sitio donde estaba colocada una botella de un vino suave, recetado por los médicos, y crucé,
presuroso, por la estancia para cogerla. Pero al pasar bajo la luz del incensario, dos detalles de una
naturaleza impresionante atrajeron mi atención. Había yo sentido algo palpable, aunque invisible, que
pasaba cerca de mi persona, y vi sobre el tapiz de oro, en el centro mismo de la viva luz que proyectaba el
innecesario, una sombra, una débil e indefinida sombra de angelical aspecto, tal como se puede imaginar la
sombra de una forma. Pero como estaba yo vivamente excitado por una dosis excesiva de opio, no concedí
más que una leve importancia a aquellas cosas ni hablé de ellas a Róvena. Encontré el vino, crucé de nuevo
la habitación y llené un vaso que acerqué a los labios de mi desmayada mujer. Entretanto, se había repuesto
en parte, y cogió ella misma el vaso, mientras me dejaba yo caer sobre una otomana cerca del lecho, con los
ojos fijos en su persona. Fue entonces cuando oí claramente un ligero rumor de pasos sobre la alfombra
Junto al lecho, y un segundo después, cuando Róvena hacia ademán de alzar el vino hasta sus labios, vi o
pude haber soñado que veía caer dentro del vaso, como de alguna fuente invisible que estuviera en el aire
de la estancia, tres o cuatro anchas gotas de un liquido brillante color rubí. Si yo lo vi, Róvena no lo vio.
Bebió el vino sin vacilar, y me guarde bien de hablarle de aquel incidente que tenia yo que considerar,
después de todo, como sugerido por una imaginación sobreexcitada a la que hacían morbosamente activa el
terror de mi mujer, el opio y la hora.
A pesar de todo, no pude ocultar a mi propia percepción que, inmediatamente después de la caída de las
gotas color rubí, un rápido cambio -pero a un estado peor- tuvo lugar en la enfermedad de mi esposa; de tal
modo, que a la tercera noche, las manos de sus servidores la preparaban para la tumba, y la cuarta estaba yo
sentado solo, ante el cuerpo de ella envuelto en un sudario, en aquella fantástica estancia que la había
recibido como a mi esposa. Extrañas visiones, engendradas por el opio, revoloteaban como sombras ante
mi. Miraba con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la estancia, las figuras cambiantes de los
tapices y las luces serpentinas y policromas del incensario, sobre mi cabeza. Mis ojos cayeron entonces,
cuando intentaba recordar los incidentes de la noche anterior, en aquel sitio, bajo la claridad del incensario,
donde había yo visto las huellas ligeras de la sombra. Sin embargo, ya no estaba allí, y respirando con gran
alivio, volví la mirada a la pálida y rígida figura tendida sobre el lecho. Entonces se precipitaron sobre mi
los mil recuerdos de Ligeia, y luego refluyó hada mi corazón con la violenta turbulencia de un oleaje todo
aquel indecible dolor con que la había contemplado amortajada. La noche iba pasando, y siempre con el
pecho henchido de amargos pensamientos de ella, de mi solo y único amor, permanecí con los ojos fijos en
el cuerpo de Róvena.
Seria medianoche o tal vez más temprano, pues no había tenido yo en cuenta el tiempo, cuando un sollozo
quedo, ligero, pero muy claro, me despertó, sobresaltado, de mi ensueño. Sentí que venia del lecho de
ébano, el lecho de muerte. Escuché con la angustia de un terror supersticioso, pero no se repitió aquel
ruido. Forcé mi vista para descubrir un movimiento cualquiera en el cadáver, pero no se oyó nada. Con
todo, no podía haberme equivocado. Había yo oído el ruido, siquiera ligero, y mi alma estaba muy despierta
en mi. Mantuve resuelta y tenazmente concentrada mi atención sobre el cuerpo. Pasaron varios minutos
antes de que ocurriese algún incidente que proyectase luz sobre el misterio. Por último resultó evidente que
una coloración leve y muy débil, apenas perceptible, teñía de rosa y se difundía por las mejillas y por las
sutiles venas de sus párpados. Aniquilado por una especie de terror y de horror indecibles, para los cuales
no posee el lenguaje humano una expresión lo suficientemente enérgica, sentí que mi corazón se paralizaba
y que mis miembros se ponían rígidos sobre mi asiento. No obstante, el sentimiento del deber me devolvió,
por último, el dominio de mi mismo. No podía dudar ya por más tiempo que habíamos efectuado
prematuros preparativos fúnebres, ya que Róvena vivía aún. Era necesario realizar desde luego alguna
tentativa; pero la torre estaba completamente separada del ala de la abadía ocupada por la servidumbre, no
había cerca ningún criado al que pudiera llamar ni tenia yo manera de pedir auxilio, como no abandonase la
estancia durante unos minutos, a lo cual no podía arriesgarme. Luché, pues, solo, haciendo esfuerzos por
reanimar aquel espíritu todavía en suspenso. A la postre, en un breve lapso de tiempo, hubo una recaída
evidente; desapareció el color de los párpados y de las mejillas, dejando una palidez más que marmórea; los
labios se apretaron con doble fuerza y se contrajeron con la expresión lívida de la muerte; una frialdad y
una viscosidad repulsiva cubrieron en seguida la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez cadavérica
sobrevino al punto. Me deje caer, trémulo, sobre el canapé del que había sido arrancado tan de súbito, y me
abandoné de nuevo, trasoñando, a mis apasionadas visiones de Ligeia.
Una hora transcurrió así, cuando (¿seria posible?) percibí por segunda vez un ruido vago que venia de la
parte del lecho. Escuché, en el colmo del horror. El ruido se repitió; era un suspiro. Precipitándome hacia el
cadáver, vi -vi con toda claridad- un temblor sobre los labios. Un minuto después se abrieron, descubriendo
una brillante hilera de dientes perlinos. El asombro luchó entonces en mi pecho con el profundo terror que
hasta ahora lo había dominado. Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se extraviaba, y gracias
únicamente a un violento esfuerzo, recobré al fin valor para cumplir la tarea que el deber volvía a
imponerme. Había ahora un color cálido sobre la frente, sobre las mejillas y sobre la garganta; un calor
perceptible invadía todo el cuerpo, e incluso el corazón tenia un leve latido. Mi mujer vivía. Con un ardor
redoblado, me dediqué a la tarea de resucitarla; froté y golpeé las sienes y las manos, y utilicé todos los
procedimientos que me sugirieron la experiencia y numerosas lecturas médicas. Pero fue en vano. De
repente el color desapareció, cesaron los latidos, los labios volvieron a adquirir la expresión de la muerte, y
un instante después, el cuerpo entero recobró su frialdad de hielo, aquel tono lívido, su intensa rigidez, su
contorno hundido, y todas las horrendas peculiaridades de lo que ha permanecido durante varios días en la
tumba.
Y me sumí otra vez en las visiones de Ligeia, y otra vez (¿cómo asombrarse de que me estremezca mientras
escribo?), otra vez llegó a mis oídos un sollozo sofocado desde el lecho de ébano. Pero (¿para qué detallar
con minuciosidad los horrores indecibles de aquella noche? ¿Para qué detenerme en relatar ahora cómo,
una vez tras otra, casi hasta que despuntó el alba, el horrible drama de la resurrección se repitió; cómo cada
aterradora recaída se transformaba tan sólo en una muerte más rígida y más irremediable, cómo cada
angustia tomaba el aspecto de una lucha con un adversario invisible, y cómo ahora cada lucha era seguida
por no sé qué extraña alteración en la apariencia dcl cadáver? Me apresuraré a terminar.
La mayor parte de la espantosa noche había pasado, y la que estaba muerta se movió de nuevo, al presente
con más vigor que nunca, aunque despertándose de una disolución más aterradora y más totalmente
irreparable que ninguna. Había yo, desde hacia largo rato, y interrumpido la lucha y el movimiento y
permanecía sentado rígido sobre la otomana, presa impotente de un torbellino de violentas emociones, de
las cuales la menos terrible quizá, la menos aniquilante, constituía un supremo espanto. El cadáver, repito,
se movía, y al presente con más vigor que antes. Los colores de la vida se difundían con una inusitada
energía por la cara, se distendían los miembros, y salvo que los párpados seguían apretados fuertemente, y
que los vendajes y los tapices comunicaban aun a la figura su carácter sepulcral, habría yo soñado que
Róvena se libertaba por completo de las cadenas de la Muerte. Pero si no acepté esta idea por entero, desde
entonces no pude ya dudar por más tiempo, cuando, levantándose del lecho, vacilante, con débiles pasos, a
la manera de una persona aturdida por un sueño, la forma que estaba amortajada avanzó osada y
palpablemente hasta el centro de la estancia.
No temblé, no me moví, pues una multitud de fantasías indecibles, relacionadas con el aire, la estatura, el
porte de la figura, se precipitaron velozmente en mi cerebro, me paralizaron, me petrificaron. No me movía,
sino que contemplaba con fijeza la aparición. Había en mis pensamientos un desorden loco, un tumulto
inaplacable. ¿podía ser de veras la Róvena viva quien estaba frente a mi? ¿podía ser de veras Róvena en
absoluto, la de los cabellos rubios y los ojos azules, lady Róvena Trevanion de Tremaine? ¿Por qué, si, por
qué lo dudaba yo? El vendaje apretaba mucho la boca; pero ¿entonces podía no ser aquella la boca
respirante de lady de Tremaine? Y las mejillas eran las mejillas rosadas como en el mediodía de su vida; si,
aquéllas eran de veras las lindas mejillas de lady de Tremaine, viva. Y el mentón, con sus hoyuelos de
salud, ¿podían no ser los suyos? Pero ¿había ella crecido desde su enfermedad? ¿Qué inexpresable
demencia se apoderó de mi ante este pensamiento? ¡De un salto estuve a sus pies! Evitando mi contacto,
sacudió ella su cabeza, aflojó la tiesa mortaja en que estaba envuelta, y entonces se desbordó por el aire
agitado de la estancia una masa enorme de largos y despeinados cabellos; ¡eran más negros que las alas del
cuervo de medianoche! Y entonces, la figura que se alzaba ante mi abrió lentamente los ojos.
-¡Por fin los veo! -grité con fuerza-. ¿Cómo podía yo nunca haberme equivocado? ¡Estos son los grandes,
los negros, los ardientes ojos, de mi amor perdido, de lady, de Lady Ligeia!.
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