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domingo, 7 de septiembre de 2008

LOCURA - REALIDAD -- DUENDES -- RAFAEL LOPEZ RIVERA

LOCURA - REALIDAD -- DUENDES -- RAFAEL LOPEZ RIVERA


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Duendes
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El relato
El presente relato es una historia de intriga ubicada en un entorno rural. El personaje se ve
envuelto en las situaciones confusas que le proporciona su mente enferma, debatiéndose
internamente entre sus momentos de lucidez y de locura.

Sipnosis
La aparición de un trastorno mental conduce al joven Daniel a la soledad y aislamiento. Su
infierno interior transcurre a caballo entre la fantasía y la realidad. Sus momentos de locura
distorsionaran los acontecimientos a su alrededor, dando lugar a situaciones de peligro y
confusión.


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1. La libertad
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Hospital Frenopático Regional
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El doctor Sánchez estaba sentado en su despacho meditando, sobre las contradicciones y
las situaciones absurdas que se presentan en la vida y en las que se ve obligado a tomar
parte. Ésta era una de ellas.
Encima de su mesa tenía el expediente de Daniel Aguirre, un paciente joven de unos
veintiocho años afectado de esquizofrenia con alucinaciones visuales y agravado por una
manía persecutoria que le producía episodios de agresividad y ansiedad.
La circunstancia que causó su estado era un fenómeno que comenzaba a ser común en
los últimos tiempos. Daniel era un joven alocado, un tanto inconsciente, tal y como
correspondía a su edad y, según el informe de ingreso, en una noche de fiesta hasta el
amanecer, cometió la tremenda temeridad de ingerir una alta cantidad de alcohol tras
haber tomado un par de pastillas de una droga sintética de diseño. De los testimonios
aportados por sus amigos, se desprende que tomó la famosa “popeye”, una anfetamina
que proporciona mecha hasta que el cuerpo se quema.
Como consecuencia del cóctel festivo tuvo que ser ingresado de urgencia en el hospital
comarcal. Llegó en un estado comatoso que duró tres días. El equilibrio químico de su
cerebro se vio descompensado y una de las secuelas permanentes, producto de ello, fue
la esquizofrenia.
Según parece, por parte de la familia de su madre, existió algún caso lejano con síntomas
de demencia y que tal vez fuese esquizofrenia. Esto para Daniel, en cualquier caso, sólo
podía indicar una cierta predisposición a padecer trastornos mentales pero no se puede
considerar como un dato relevante a tener en cuenta en su historial médico ni era un
indicador que le identificara como un sujeto de riesgo.
Tras ser dado de alta y mientras se recuperaba de sus problemas físicos, hicieron acto de
presencia los primeros síntomas de la enfermedad: el aislamiento, la parquedad de
palabras, los estados de ansiedad y agresividad, las voces, etc.
Los padres de Daniel eran gente sencilla, de campo, con poco nivel cultural, con una visión
muy simple del mundo y la vida. Al comienzo del problema pensaron que se trataba de una
rebeldía juvenil acarreada por la dependencia de los padres, los medicamentos, su estado
físico y moral.
La familia aprendió a convivir con ello pero cuando Daniel se negó a seguir la disciplina
de la medicación fue empeorando paulatinamente, la convivencia se fue degradando
hasta el punto en que ésta se hizo insoportable.
Entonces, por vergüenza, ocultaron el problema a la vista de los demás. Cuando quisieron
reaccionar, ya era demasiado tarde, ellos habían perdido el control y no manejaban las
riendas de sus vidas.
A partir de este momento, los maltratos y agresiones de Daniel hacia sus padres eran
continuados, los veía como a extraños, como a enemigos. Les echaba la culpa de las
cosas más absurdas y la emprendía a golpes con ellos sin justificación alguna. Lo único
que podían hacer sus padres era protegerse y evitar que él mismo se lesionase.
A veces, después de uno de estos episodios violentos, volvía arrepentido llorando
pidiendo perdón alegando que no sabía lo que hacía, que la próxima vez no iba a hacer
caso de las voces. Otras veces, reaccionaba como si no hubiese ocurrido nada, como si
se realizara un vacío en su memoria y este acontecimiento hubiese sido arrancado de su
vida cayendo en el olvido.
Debido a la corpulencia del muchacho, éste se convertía en un sujeto muy peligroso y
difícil de controlar durante sus estados de agresividad. Este hecho y la escalada de
violencia de los episodios de crisis fueron los que motivaron a sus padres a solicitar el
internamiento en el hospital para que recibiese el tratamiento psiquiátrico adecuado.
En el pueblo, en las montañas donde ellos viven, no existen instituciones ni profesionales
que se puedan hacer cargo de casos como el de su hijo.
Daniel durante su reclusión, en sus momentos de lucidez, entró en contacto con la
asociación de voluntarios que acudían al centro a ayudar en las labores de asistencia y
atención a los enfermos. Esto le dio la oportunidad de exponer su caso y dar a conocer la
injusticia que se había cometido encerrándolo. A través de ellos formuló una denuncia
contra sus padres por recluirlo ilegalmente y privarle de libertad. Como consecuencia de
esta denuncia, se produjo una revisión de su caso y de la orden por la cual fue llevado al
centro.
El informe y la evaluación médica fueron positivas y favorables hacia Daniel, debido a que
cuando tomaba la medicación con regularidad, las crisis eran espaciadas y su
agresividad desaparecía, pasando a ser una persona más o menos normal. Por otro lado,
aún cuando las agresiones y las palizas fueron continuas, sus padres nunca interpusieron
una denuncia de maltratos contra su hijo por miedo a que lo ingresaran en una cárcel. La
inexistencia de hechos denunciados con anterioridad, desde el punto de vista legal,
decantó el dictamen a favor del muchacho.
Ahora el problema moral se lo encontraba el doctor Sánchez. Él sabía positivamente que
el muchacho no continuaría tomando su medicación con regularidad y, tarde o temprano,
todo volvería a ser como al principio, un individuo peligroso, impredecible y sin control de
sí mismo durante las crisis.
Sobre la mesa estaba la orden judicial por la cual, el juez ordenaba la inmediata liberación
de Daniel y su baja del centro. Por muy contraria que fuera la opinión del doctor hacia la
resolución, éste no tenía potestad para contravenir el mandato judicial.
En días pasados, cuando tuvo conocimiento de la resolución, informó a la familia de los
peligros y el riesgo que existía. Daniel estaba resentido con ellos, no los había perdonado
y podían ser el foco al que fuera dirigida su agresividad. Esto era algo que había quedado
patente en las sesiones de terapia y seguimiento del muchacho. Por ello el doctor
aconsejó encarecidamente a los padres, que se mantuviesen a distancia de él. No quería
cargar sobre su conciencia con ninguna tragedia familiar protagonizaba por el enfermo.
Esa era su forma de lavarse las manos y desentenderse de este escabroso asunto.
-¡Pom!. ¡Pom! -sonaron unos golpes en la puerta del despacho.
-¿Se puede?.
-Adelante Daniel, pasa por favor.
-Hola doctor. ¿A qué se debe el cambio de escenario?. ¿Ahora atiende a los pacientes
en su despacho en lugar de la consulta?.
-Supongo que te imaginas por qué te he mandado llamar.
-Hoy no es día de visita, me ha llamado a su despacho y no a la consulta, por lo que
deduzco que no se trata de una entrevista rutinaria, en ese caso sólo puede tratarse de la
resolución sobre mi reclusión ilegal –razonó con aplomo Daniel.
-Efectivamente se trata de eso. El juez después de examinar los informes ha
dictaminado que debes ser puesto en libertad inmediatamente. No obstante, con
independencia de lo que digan estos informes, yo tengo una serie de recomendaciones
que hacerte.
-Y… ¿Cuáles son esas, doctor?. Que lleve una vida sana, que no haga excesos con el
alcohol, nada de drogas, dormir mucho y descansar –dijo el muchacho con cierto aire de
ironía.
-Todo eso y una más, que te tomes la medicación a rajatabla. Si abandonas la
medicación empeoraras, volverán las crisis y será necesario recluirte de nuevo.
-Para eso doctor, sería necesario que demostrasen que estoy loco.
-Daniel, loco del todo no estás pero digamos que te encuentras en una situación de
equilibrio inestable. Al más mínimo abandono o alteración de tu régimen de fármacos
puedes perder la cordura.
-Eso no es lo que dicen los informes sobre mí.
-A los burócratas y a sus “médicos expertos” los habrás podido engañar pero a mí no.
Yo estoy todos los días aquí contigo y sé que es lo que llevas dentro. Te dejan salir porque
ahora estas estable y no posees antecedentes, eso se lo tienes que agradecer a tus
padres que te aguantaron con resignación y jamás te denunciaron. Pero no nos
engañemos, tú y yo sabemos que es de lo que estamos hablando.
-Perdón doctor, ¿a qué viene ahora hablar de todo esto?. ¿No estará usted grabando
la conversación?.
-No seas chiquillo. ¿Qué piensas tú que es esto?. ¡Un parque de atracciones!. Tengo
los archivadores llenos de casos más interesantes que el tuyo. Casos de gente que
necesitan ayuda y que no tienen una oportunidad como tú de intentar controlar su
enfermedad y reconducir su vida. ¿Qué te hace pensar que eres más importante que
ellos?. Veo que estoy perdiendo el tiempo y saliva tratando de hablar contigo
-Bueno, tanto si está grabando la conversación como si no, yo lo que quiero dejar bien
claro es que eso de la agresividad y todo lo que se dice de mí lo sabrá usted porque yo,
como bien sabe, tras una crisis no recuerdo nada y durante las mismas, no soy dueño de
mis actos.
-Déjate de pamplinadas, dime que no eres consciente de los maltratos que has
proporcionado a tu familia, de su sufrimiento, de su desgracia.
-No.
-¡Qué cínico llegas a ser!. Si por mí fuera, todavía te quedarías durante una buena
temporada en el pabellón.
-Bueno…, por suerte para mí, el juez opina lo contrario que usted.
-Tengo otra cosa más que decirte. Después de hablar con tus padres sobre tu libertad y
de ser bastante franco en lo relativo a lo que pienso sobre ti, como es lógico, ellos tienen
miedo. No es aconsejable que vivan bajo el mismo techo que tú y por ahora debéis
mantener las distancias. Para evitar los problemas del reencuentro, me han dado las llaves
de la casa de las afueras del pueblo para que te las entregue y vivas en ella. No quieren
verte ni saber nada de ti. Cada final de mes, te ingresarán una cantidad de dinero en tu
cuenta corriente para que puedas vivir sin trabajar y para tus medicamentos.
-¡Vaya!. ¡Las ratas abandonan el barco que se hunde y lo dejan a la deriva!.
-No tienes derecho a emitir ese juicio sobre tus padres. Ellos han hecho todo lo que
podían hacer por ti. Ahora eres tú quién debe comenzar a cuidarse. Por otro lado, yo les
aconsejé que se mantuvieran a distancia. En mi opinión no estás todavía estable y
acarrearás alguna desgracia.
-Gracias doctor por sus palabras de aliento –ironizó Daniel.
-Lo último que pienso hacer es mentirte, no tengo ninguna necesidad de ello. Si no
tomas la medicación, recaerás de nuevo. Las voces y las alucinaciones volverán y con
ellas todos los demás problemas.
-Y… ¿Qué espera usted de mí?. ¡Yo quiero vivir, quiero sentir!. No estoy dispuesto
vagar sedado por la vida.
-No tiene caso que continuemos con esta conversación. Eres lo suficientemente
mayorcito como para considerar y asumir las consecuencias de tus actos. Aquí tienes la
baja en el centro, ya puedes recoger tus cosas y marcharte cuando quieras. Ojalá no
vuelva a verte entrando por la puerta del hospital.
-No sé si tomarme eso como un cumplido –dijo el muchacho levantándose de la silla.
-Espera, toma este frasco, es tu medicación para una semana. Este es un papel para tu
medico, en él se detalla tu diagnostico y la medicación a seguir. Lo que hagas a partir de
aquí es asunto tuyo, si quieres ir al médico vas y si no es tu decisión.
El doctor sacó un sobre cerrado del cajón de su escritorio y se lo entregó a Daniel.
-Este dinero me lo dieron tus padres para que te costeases el viaje de vuelta y tuvieses
algo hasta que fueras al banco.
-¿Supongo que tengo que darle las gracias doctor?.
-No, es mi obligación.
-Hasta pronto doctor Sánchez.
-Hasta nunca.
El doctor tomó la orden judicial, firmó los papeles y los añadió al expediente. Sus
responsabilidades en ese momento finalizaban, él no podía hacer nada más en este caso.
Daniel Aguirre era un caso más, como los otros muchos que tenía todavía que atender en
aquel centro de desquiciados.
Daniel se dirigió a su celda en el pabellón dos del ala Este. Mientras caminaba a paso
cansino iba pensado en lo que dejaba atrás.
En sus desplazamientos por las instalaciones, los internos siempre iban escoltados a
distancia por un celador dispuesto a machacarlos a golpes a la más mínima provocación.
La disciplina y obediencia en el centro era algo que no permitían a nadie saltárselas por
muy loco o chiflado que estuviese el individuo.
El lenguaje de los golpes es universal y casi todos los internos son capaces de entenderlo.
En el caso que no fuese así, para facilitar las labores de integración del enfermo, existían
medios alternativos tales como: los sedantes, el electroshock, las mangueras de agua fría
y las cámaras acolchadas de aislamiento. Todo un despliegue de medios a disposición
de los celadores y enfermeros.
Durante su estancia en el hospital, había pasado por diferentes estados emocionales en lo
referente a sus padres. Al comienzo de su internamiento, no entendía por qué era recluido
y los odiaba por lo que le estaban haciendo. Poco a poco, este odio fue dando paso a una
indiferencia hacia ellos y ahora, después de todos estos meses de reclusión y tras haber
obtenido la libertad, sólo sentía desprecio por haber intentado deshacerse de él de una
forma tan vil y traicionera. Si a él le hubiesen hecho entender la situación, posiblemente y
de una forma voluntaria se habría sometido a terapias individuales y de grupo que, con
toda seguridad le habrían ayudado y hubiese evitado su internamiento. En estos
momentos se encontraba desarraigado, solo y sin familia.
En los últimos cinco meses el centro fue su hogar y los locos su familia. Bueno, más bien
era su circo particular que actuaba para él en una monótona y rutinaria función diaria.
Daniel sólo tenía que levantarse por la mañana, tomar las pastillas y observar, sobre todo
observar. Algunos de estos chiflados podían llegar a ser peligrosos y a veces hasta
divertidos aunque la repetición hastiaba.
Día tras día, daba comienzo la función circense. Pedro con su historia de declaración de
cordura: …”¡Yo no estoy loco!. Todo es una maniobra de mi cuñada que es una bruja y una
manipuladora. Por eso, cuando le quise prender fuego gritaba desesperada. ¿Sabes que
las brujas no resucitan si son quemadas?. Ésta era la verdadera razón de sus gritos. ¡Esa
vez casi lo consigo!. ¿Tú? …¿Tú sabes de hechizos y brujería?. ¡Eh!. ¿Sabes?”..…
Luis “el corremillas”, con sus ojos inexpresivos, babeando todo el tiempo, medio
catatónico, deambulando por la sala arrastrando los pies en su marcha interminable. Un
pie detrás del otro, una única dirección, un mismo recorrido describiendo círculos en el
centro de la sala. Un solo propósito, andar, andar, sin ningún tipo de interrupción, ni
siquiera para hacer sus necesidades fisiológicas.
Asenjo con su manía de poner las sillas orientadas en las esquinas de las mesas. Qué
nadie las cambiara de posición porque le sobrevenía una crisis de histeria.
Ramírez “el vegetal”, con sus pantalones eternamente mojados, los pañales no sirven de
nada si no se cambian periódicamente, cosa que no ocurría aquí. A Ramírez los suyos
terminaban por llenarse de orina hasta que la humedad rebosaba y se extendía
paulatinamente. Lo peor era el desagradable tufo que desprendía, olor a viejo, olor a
dejadez.
El otro Pedro, que emprendía a correr alrededor de las salas y por los pasillos,
asomándose a las ventanas persiguiendo al sol en el atardecer en un infructuoso intento
por verlo siempre brillar y que éste no se ocultara definitivamente. Decía que la noche era
el reino de las sombras malignas, que como no había sol, no existía nada que atase a las
sombras con los cuerpos y entonces estas quedaban liberadas para sembrar el terror por
doquier.
Éste era el espectáculo diario con el que se encontraba Daniel. Fue interesante la primera
semana pero después acababa aburriendo. A veces era necesario introducir algún
elemento perturbador para que ocurriese algo. Él de vez en cuando lo hacía para
entretenerse un poco, así pues, en alguna ocasión; Daniel subió las sillas encima de la
mesa para ver a Asenjo en su delirio, o provocó a Pedro, bajándole las persianas o lo
encerraba a oscuras en una habitación, o entorpecía la marcha de Luis para ver como se
desorientaba y se ponía histérico hasta que quedaba el camino libre y podía continuar con
su avance. Todo esto daba pequeños alicientes a la función.
Con el que no se podía jugar era con el otro Pedro ”el inquisidor”. Éste no era de fiar,
acabaría quemando a alguien. Sólo necesitaba el convencimiento que ese alguien
practicaba brujería y, tarde o temprano, aparecería algún idiota que le diría que sí conocía
cosas de brujería. Entonces, haría todo lo posible por quemarlo vivo bajo su mirada
hipnotizada, como la de un niño cuando ve por primera vez las chispas saltar desde las
llamas danzarinas de una fogata.
El doctor después de observar el comportamiento de Daniel, lo catalogó como un
individuo cruel por hacer este tipo de travesuras a sus compañeros. El aburrimiento en
aquel lugar era mortal, era necesario crear estímulos, esto jamás lo entendería el doctor.
Éste terminaba su jornada laboral y se marchaba a casa. Mientras, él se quedaba allí
rodeado de locos con un nuevo turno de celadores y enfermeros.
Daniel estaba convencido que no pertenecía a este grupo, desentonaba allí. No era un
lugar para él. Aún recordaba el primer día que llegó al pabellón. La primera noche
escuchando los alaridos de esta pandilla de locos. Ser el nuevo y saberse vigilado por los
ojos inquietos de aquellas mentes desequilibradas no era la mejor forma de conciliar el
sueño. Tardó unos días en habituarse a los gritos y los alaridos nocturnos, pero al final
siempre se consigue, sólo tenía que olvidarse de ellos y sumergirse en sus propios
pensamientos. Los días pasaban más deprisa si de vez en cuando hacía esto.
Aquellos individuos sí que estaban verdaderamente locos. Él sólo escuchaba voces y, de
vez en cuando, tenía alguna alucinación, pero esto eran cosas de la imaginación y nada
más.
Lo que peor llevaba era los ataques de ira y furia. Esto era inevitable y la razón muy
simple: nadie hacía las cosas como él quería, tanta contrariedad se iba acumulando y al
final estallaba.
Aquí en el hospital las cosas eran diferentes, si se sentía enfadado sólo tenía que mover
las sillas o bajar las persianas para reírse un poco. Aunque no todo era bueno, también
existían cosas malas, como por ejemplo: cuando él tenía ganas de dormir, era la hora de
levantarse, cuando quería abstraerse y pensar en sus cosas, alguien venía a molestarle o
empezaba a armar escándalo en la sala, cuando quería ver la televisión o no era la hora o
bien el programa no le gustaba y no podía cambiarlo, todo un cúmulo de despropósitos
para evitar que su estancia fuese confortable allí.
Aún después de todos los inconvenientes, aquello era tolerable, las pastillas también
contribuían a hacer más llevadera la reclusión. Los medicamentos eran muy fuertes y
algunos días los pasaba medio flotando en una nube de algodón perdiendo totalmente la
noción del paso del tiempo y de lo que acontecía a su alrededor. Sólo le reducían las
dosis los días que había consultas con el doctor. Seguro que era para que estuviese
despejado y fresco para responder a las preguntas. Esta táctica la utilizaban los
cuidadores para pasar la jornada tranquila y no tener grandes sobresaltos.
Inmerso en estos pensamientos, Daniel llegó a su celda. No había muchos objetos que
recoger, sólo algunas cosas de aseo y nada más.
Sus ropas de “ciudadano”, el mundo se dividía en locos y ciudadanos, estaban en una
bolsa de plástico encima de la cama.
Se duchó y vistió bajo el control visual del cuidador omnipresente. En el momento de
vestirse, pudo apreciar lo inútil de la acción de ducharse puesto que le entregaron sus
ropas de ciudadano sin siquiera haberlas lavado. Estas poseían un fuerte olor a rancio y
humedad como consecuencia de haber sido guardadas sucias y no estar en un lugar
aireado. La camisa estaba muy arrugada y había adquirido el olor de los calcetines que
fueron envueltos dentro de ella a la hora de guardarlos. El pantalón vaquero era lo único
que no se vio afectado por el paso del tiempo.
Él ingresó drogado y dormido en el centro, por lo que no recordaba que ocurrió cuando
llegó allí. Posiblemente, le quitaron la ropa nada más llegar y la metieron en aquella bolsa
de plástico, con toda seguridad habrá permanecido olvidada en algún estante hasta el día
de hoy.
Cuando terminó se lo hizo saber al celador y éste lo condujo hacia la salida. Era una
escena tétrica, siguiendo a aquel individuo de blanco inmaculado que resaltaba sobre el
color amarillo crema de las paredes del establecimiento, las cuales poseían por única
decoración una gruesa línea amarilla oscura dibujada a media altura de las paredes y una
negra a ras de suelo. ¡Una decoración ambiental poco acogedora!.
El centro fue diseñado principalmente como un lugar de reclusión y no como un espacio
para la rehabilitación y la cura de los enfermos. Las instalaciones estaban descuidadas y
el personal del centro era escaso, poco profesional y sin interés por los internos. Todo
aquello venía motivado por la escasez de fondos que el Estado destinaba a este tipo de
instituciones. La mayoría del presupuesto gubernamental para establecimientos iba
destinado a las instalaciones penitenciarias; como si en la mente de los políticos existiera
el convencimiento que algún día era más probable que ellos fueran a parar a una cárcel
antes que a un loquero. De ahí venía el empeño por mejorar el nivel de las prisiones
dejando de lado a los frenopáticos.
Tras superar un par de controles, sin recibir ni una sonrisa ni un adiós, ante Daniel se abría
la puerta principal que daba paso a la libertad. Siempre pensó que cuando saliera por
aquella puerta daría saltos de alegría por abandonar el centro. Estaba decepcionado
consigo mismo porque aquello no estaba sucediendo así.
¿Dónde radicaba el problema?. Tal vez fue el enterarse que sus padres no querían saber
más de él o, la preocupación expresada por el doctor con el convencimiento que tarde o
temprano recaería de nuevo, el miedo a la libertad e independencia o, en el peor de los
casos, se había acostumbrado a vivir rodeado de locos y lo echaba de menos. ¡Vete a
saber cual era la respuesta correcta!. El caso era que no tenía ganas de saltar ni la alegría
le embriagaba. Dio un profundo y lento suspiro de resignación e incomprensión. Comenzó
a andar y preguntó a un par de transeúntes cuál era la dirección correcta a tomar para ir al
centro de la ciudad. Se encontraba un poco desorientado y no conseguía ubicarse por sí
solo en aquel laberinto de calles. Una vez orientado, se dirigió hacia la estación de
autocares.
Por el camino se detuvo en un quiosco de revistas, compró una novela barata para leer y
entretenerse durante el trayecto hacia el pueblo. Aunque en el fondo, el verdadero motivo
no era ése, sino que la había adquirido para tener una excusa con la que no verse
obligado a entablar conversación con el pasajero que le tocase en el asiento de al lado.
La libertad era una sensación extraña. Poder caminar sin que hubiese nadie
controlándole, tomar sus propias decisiones, qué hacer, dónde ir. El reloj vuelve a formar
parte de su vida, tener que pensar en el ahora y en el después. Era agradable tener la
mente ocupada pensando en estas cosas sin escuchar las voces inquisidoras que le
torturaban minuto a minuto desde el interior de su mente.
Ahora era un ciudadano y estaba integrado con la gente que discurría por la calle. Nadie le
conocía ni él conocía a nadie. ¡Qué bonito era aquello de volver a ser anónimo!.
Daniel aprovechó su larga caminata para satisfacer la curiosidad de sus ojos maltratados
durante tanto tiempo con la visión lúgubre de las paredes del centro, su triste monotonía y
la presencia de los fornidos y corpulentos celadores. Hacía tiempo que no saboreaba el
placer de mirar los escaparates de las tiendas y contemplarlos vagamente.
Era placentero observar a toda aquella gente a su alrededor, tener que esperar a la luz del
semáforo para seguir caminando, oír el ruido de fondo del tráfico, chocarse y cruzarse con
los transeúntes. Estas son las pequeñas cosas que le hacían sentirse vivo
_
2. El regreso
_
Llegó a la estación de autocares y compró un billete de un trayecto que pasaba por la
carretera de Mazarto. La parada en la carretera quedaba a unos cuatro kilómetros de
Villaquinta, su pueblo.
El autocar saldría al cabo de una hora y media por lo que disponía de tiempo para
despertar los sentidos entumecidos. Entró en el bar de la estación de autocares y comió
un bocadillo de chorizo acompañado de una gran cerveza fría, rematando todo esto con un
aromático y sabroso café expreso. Estos eran los pequeños placeres de la vida que sólo
estaban al alcance de los ciudadanos.
Se acercó la hora de embarcar, no había mucha gente en la cola del autocar. En diez
minutos partiría el autocar y, si no venía un aluvión de pasajeros durante ese tiempo, el
autocar iría prácticamente vacío. Esto era una suerte para él, ya que con toda seguridad
podría viajar solo sin tener que aguantar a un compañero pesado, curioso o charlatán. De
esta forma hasta podría tener la oportunidad de echar un sueñecito. Comenzaba a estar
cansado, no estaba acostumbrado a tanta actividad en un solo día. Además, cuando
llegase a su parada, tras dos horas y media de viaje en autocar, todavía le quedaba una
caminata de unos cinco kilómetros hasta llegar a la casa de campo en la cual iba a residir.
La casa se encontraba a las afueras del pueblo, un poco apartada, a unos tres kilómetros
en dirección al bosque.
El suave ronroneo y mecido del autocar así como el bocadillo y la cerveza que había
ingerido, contribuyeron a que rápidamente se quedara dormido dando ligeras cabezadas
en el asiento del autocar.
Unos desafortunados baches en medio de la carretera comarcal interrumpieron el sueño
de Daniel. De una forma disimulada se desperezó estirando rígidamente los miembros de
su cuerpo acompañado de un insonoro bostezo. Todavía faltaba bastante para llegar a su
destino, abrió la novela que había comprado y comenzó a leerla sin prisas, saboreándola,
tras los meses de reclusión, hoy era el día de saborear todo despacio. La novela era de
aventuras y la compró porque le llamó la atención su título “Kuemetek”, tan raro como todo
lo que le estaba ocurriendo a él.
Llevaba una hora leyendo cuando decidió descansar un poco la vista. Si leía mucho rato
en el autocar, acabaría mareándose. Se puso a pensar en lo que le había acontecido
durante el día e inmediatamente le vino a la memoria la conversación mantenida con el
doctor por la mañana y la preocupación de éste acerca de su agresividad.
Él no compartía con el doctor dicha preocupación ya que los arrebatos de ira hacía tiempo
que no aparecían, por otro lado, las travesuras hechas en el manicomio no eran por
agresividad, tal y como decía el doctor, sino por aburrimiento y hastío. Prueba de ello era
que en la novela que estaba leyendo existía un pasaje sangriento en el cual describía el
sacrificio de un prisionero y, sin embargo, ante esta escena sanguinolenta, él no había
disfrutado en especial de la lectura de la misma ni tampoco le entraron ganas de emularla
ni nada parecido. Su reacción fue muy normal y nada intensa. No terminaba de
comprender la preocupación del doctor y la manía de éste por catalogarlo como un
individuo agresivo y peligroso.
Es cierto que durante el periodo que estuvo internado tomó las pastillas religiosamente y a
las horas marcadas, pero estas no servían para curar sino que su única utilidad era tenerlo
adormilado y no dar mucho trabajo a los celadores del centro. Estas pastillas sólo lo
mantenían en un halo de atontamiento. Estar medio sedado para el resto de su vida no es
un panorama que le agrade a nadie y menos a él. Siempre había gozado de una mente
rápida, ágil y perspicaz. No se tenía por un superdotado pero, para el nivel de inteligencia
que existía a su alrededor, él siempre había podido presumir de estar en el círculo de los
considerados como muy inteligentes.
Se negaba a vivir drogado. No concebía su vida así e iba a hacer un verdadero esfuerzo
por tratar de controlar sus impulsos sin necesidad de los fármacos, en el caso que viera
que empeoraba, podía utilizar el bote de pastillas que le proporcionó el doctor para iniciar
el tratamiento y después ir al médico para que le recetase más. Aquellos fármacos eran
muy fuertes y no se vendían sin prescripción médica.
Era difícil renunciar a aquello, qué maravilloso era sentir las sensaciones tal y como son,
apreciar los olores, los ruidos, pensar con claridad y rapidez, cómo alguien podía pedirle
que renunciara a todo aquello simplemente por unas sospechas, por una posibilidad. No
era justo, no estaba dispuesto a permitirlo.
El autocar fue reduciendo la marcha poco a poco e hizo una parada para recoger a más
pasajeros, se iba acercando a su destino, en menos media hora aproximadamente habrá
llegado. En la parada subió una mujer mayor con una bolsa de la compra y, un par de
muchachas jóvenes en edad de ir al instituto.
Cuando las chicas pasaron al lado de él, una de ellas le dirigió una mirada de sorpresa y
asombro. A Daniel le llamó la atención aquello pero no recordaba conocer a esta chica,
sin embargo, ella le miró como si lo conociese de algo, posiblemente fuera la hermana
menor de alguno de sus colegas o le hubiese visto en alguna de las fiestas de los pueblos
de alrededor.
Las chicas se sentaron dos filas por detrás de él, en su mismo lado. Cómo se encontraba
aburrido y cansado de leer, prestó atención a la conversación de las muchachas. Estas
precisamente estaban hablando acerca de él.
-¿Sabes quién es ése? –le preguntaba una de las chicas a la otra.
-¿Quién?.
-Ése, el que está sentado delante –dijo la muchacha señalando a Daniel.
-No, ¿quién es?.
-Es aquel chico, al que le pegó el subidón tan fuerte con las “popeye” hace cosa de un
año. ¿Recuerdas?.
-¡Anda ya!. Aquel chaval acabó majareta. Si lo metieron en un loquero no hace mucho
porque se dedicaba a pegar puñaladas a la gente.
-¡Anda que no eres tú exagerada!.
-Bueno, el caso es que algo haría cuando se lo llevaron al loquero.
-¡A lo mejor se ha escapado!.
-¡Siii claro!. Ahora dejan a los locos escaparse y vagar por ahí tranquilamente.
-¡Pssst!. ¡Que nos va a oír!.
En ese momento Daniel giro la cabeza y les dedicó una mirada de reojo.
-Da igual que nos oiga. No seas tonta, no es ése.
-¿Qué te apuestas a que se baja en la siguiente parada?. Él vivía en Villaquinta.
-¡A que no!. Venga, ¿va la apuesta?. La que pierda le cede el móvil a la otra durante la
próxima semana.
-Eso no es justo, tú nunca tienes crédito.
-¡Bueno vale!. Le cede el móvil a la otra con un crédito mínimo de mil pesetas. ¿Vale?.
-¡Vale! –contestó la otra muchacha aceptando la apuesta.
Después de mantener esta pequeña conversación las muchachas se quedaron calladas.
Daniel disimuladamente lo escuchó todo. Era la primera vez que oída de boca de un
extraño su propia historia.
Así era como lo veían los demás, como a alguien que, como consecuencia de las drogas,
se volvió chiflado y ahora estaba ingresado.
Con la etiqueta de loco no le iba a resultar fácil integrase en la vida cotidiana del pueblo.
Por otro lado, si sus padres le proporcionaban el dinero, no tenía ningún especial interés
en integrarse socialmente y tener que empezar a trabajar. Por lo pronto, durante una buena
temporada intentaría disfrutar de las mieles de la “mala fama” que le precedía y vivir un
tiempo a costa de los padres.
Continuó leyendo la novela para matar el tiempo hasta llegar a la parada. De vez en
cuando levantaba la mirada para observar el paisaje a través de la ventanilla, cada vez le
era más familiar.
Las formaciones rocosas del fondo indicaban que estaba cerca de su destino. Ellas
habían estado siempre presentes en su vida. Desde que tenía uso de razón recordaba
aquellas montañas aunque vistas desde un ángulo un poco diferente. Ellas representaban
la seguridad del hogar. Ahora todos le habían abandonado, su única familia era solamente
él y nadie más. Tendría que aprender por el momento a vivir recluido en esta soledad.
Éste era un giro brusco con relación a su pasado reciente, cambiando los gritos y los
alaridos nocturnos de los dementes por el canto de los grillos y los ladridos lejanos de los
perros. Tal vez sería una buena idea tener un perro, seguro que sería más fiel que aquella
familia suya que lo había abandonado.
Bueno, al menos, sus padres tuvieron la decencia de proporcionarle casa y manutención.
¡Ya veríamos cuando terminaría todo esto!. Seguro que duraría mientras continuasen los
remordimientos en sus conciencias.
Daniel movió la cabeza para extraer estos pensamientos. Volvió de nuevo su atención a la
carretera, acababan de pasar por “la cola de lagartija”, un tramo de carretera lleno de
pequeñas curvas muy cerradas que obligan a los conductores a ir muy despacio. En un
par de curvas vendría la larga recta y era allí donde debía apearse del autocar.
Se levantó de su asiento despacio asegurándose de no ser derribado por los vaivenes del
vehículo. Tomó su bolsa del estante, guardó la novela y se dirigió hacia el conductor. Al
llegar a la altura de éste, el conductor le hizo una seña a Daniel dándole a entender que
sabía que tenía que parar en aquel lugar. El autocar frenó hasta detenerse por completo y
los pistones neumáticos sonaron al abrir las puertas. Daniel, justo antes de comenzar a
descender por los peldaños, dirigió la mirada hacia las chicas. Estás estaban
observándolo sin perder detalle. Él las miró fijamente, tiró un beso al aire en dirección
hacia ellas a la vez que describía un movimiento horizontal con el pulgar de la mano
derecha a la altura de la garganta haciendo una clara alusión al gesto de degollamiento.
Las muchachas quedaron petrificadas. Mientras, él bajaba sonriente del autocar.
El autocar arrancó de nuevo y las muchachas miraban hacia el exterior aterrorizadas, no
podían apartar la mirada. Él por su parte, se despidió de ellas con un ligero movimiento de
muñeca.
-¡Esas se han meado de miedo!. Esta noche tendrán pesadillas soñando conmigo –se
regocijó Daniel con una sonrisa maliciosa en su rostro-. ¡Que malo soy!. Lo tienen bien
merecido por chismosas y por decir que yo estoy loco. Así aprenderán a no hablar de los
extraños a sus espaldas.
Tras realizar esta chiquillada, su mente volvió de nuevo a la conversación mantenida con el
doctor por la mañana, a lo peor el doctor llevaba razón afirmando que él era cruel, pero no
era cierto. Cruel es aquel que no le importa ocasionar sufrimiento a los demás y, desde su
punto de vista, él sólo se consideraba travieso. Le gustaba gastar bromas inocentes como
ésta de las muchachas del autocar, pero no causaba daño alguno a nadie.
Comenzó a andar despacio por la carretera que comunicaba con su pueblo. No sería
necesario llegar hasta él, a mitad del camino tomaría un sendero que le conduciría hasta la
casa.
El calor se dejaba sentir en el ambiente, la brisa era inexistente, el aire caliente
permanecía estático y deformaba las imágenes a ras del asfalto. Ahora caía en la cuenta
de lo cómodo que había viajado en el autocar con el aire acondicionado, era una pena que
el vehículo no lo dejase al pie de su casa.
Anduvo casi dos kilómetros y nadie se cruzó en su camino en ninguna dirección. A esta
hora de la tarde los niños estaban todavía en los colegios aunque no tardarían mucho en
salir, las mamás pegadas a los televisores viendo la telenovela de moda apurando los
últimos momentos de tranquilidad sin los críos, los abuelos durmiendo la siesta y los
papás posiblemente estuviesen trabajando.
Abandonó la carretera para tomar el sendero. Desde allí podía ver parte de las viviendas
del pueblo. Su imagen se presentaba como una mancha compacta de color blanco
moteada de rectángulos oscuros, líneas rectas delimitando las construcciones y los
tejados aportando un toque de color oscuro que contrastaba con el fondo azul claro que
formaba el cielo.
Avanzaba por el sendero cuando pensó que tal vez, no hubiese comida en la casa. Dio
media vuelta y se dirigió hacia el pueblo. En la carretera fue adelantado por un muchacho
en bicicleta. Éste se giró fugazmente un par de veces para mirarle.
-Creo que me ha reconocido -pensó Daniel-. A estas horas todo el pueblo ya debería
saber que el chiflado ha vuelto.
Era curiosa la situación, antes sólo era un habitante más, de repente, se convirtió en una
celebridad, en todo un personaje. ¡Era el chiflado de los contornos!. No hay pueblo que se
precie que no tenga su propio loco.
Daniel estaba imaginando el revuelo que se debió haber armado en el pueblo cuando un
buen día llegó la ambulancia del manicomio con un par de fuertes enfermeros, el doctor y
acompañados por una pareja de la policía local con el propósito de capturarlo y llevarlo
hasta el hospital.
De este episodio él recuerda bien poco, más bien nada. Tuvo conocimiento de lo
acontecido durante la vista con el juez. En la misma se explicó que en el café con leche del
desayuno le suministraron una fuerte dosis de algún tipo de droga y cayó rendido en un
sueño profundo. Entonces, estas personas lo condujeron al hospital comarcal tal y como
se reflejaba en el mandamiento judicial. Luego, cuando despertó ya estaba en el hospital,
le habían despojado de sus ropas de ciudadano y era un interno más. Recuerda que
estuvo un buen rato aturdido con un fuerte dolor de cabeza a modo de resaca, con la boca
pastosa, tumbado allí en la cama, sujeto por las correas de seguridad sin saber si lo que
sucedía era real o una maldita pesadilla. El tiempo se encargó de mostrar la cara de la
cruda realidad, fue llevado allí para deshacerse de él.
Estaba llegando a la entrada del pueblo cuando fue rebasado por un autocar escolar.
Suerte que el supermercado estaba a la entrada del pueblo y no tenía que llegar a la plaza,
allí estarían todas las mamás congregadas esperando a que sus retoños descendieran
del autocar. No tenía ganas de ser la atracción del día.
Por otro lado, cuanto más tiempo permaneciese en el pueblo, más probable era que se
encontrase con sus padres. Si él estaba viviendo en la casa de campo, sus padres debían
estar en la casa del pueblo. No es que los odiase, pero no quería verlos. Le abandonaron
cuando más los necesitaba y no quería representar el papel de un falso reencuentro y de
rencores olvidados. Él no había olvidado lo ocurrido ni los había perdonado todavía.
Entró en el supermercado, nadie se percató de su presencia. Tomó un carro y deambuló
por las estanterías en busca de unas cuantas latas de conserva, huevos, aceite, pan y
unas cervezas. Haciendo cola para pagar fue reconocido por la cajera.
-Hola Dani. ¿Ya has vuelto?
-Sí, de nuevo aquí.
-¿Vas a quedarte mucho tiempo?.
-No lo sé supongo que hasta que me canse o me encierren de nuevo.
-Por cierto…, ¿Cómo estás de lo tuyo?.
-Bueno, como ve me han soltado. ¡No debo de estar muy mal!.
-Mira es el hijo de la Teresa -se oyó a espaldas suyas.
Daniel se giró con mirada inquisidora. Las dos mujeres callaron de inmediato e hicieron
todo lo posible por disimular, pero sin obtener éxito en su empeño.
-Por lo que veo, este pueblo sigue lleno de cotillas –continuó Daniel con su
conversación.
-No te asombres, eres la noticia del día. Y posiblemente el acontecimiento del mes.
-Sí, ya lo he comenzado a notar.
-¿Estás aquí en el pueblo con tus padres?.
-No, me han desterrado a la casa de campo. Supongo que ha sido para que las
chismosas duerman tranquilas sin miedo a que las apuñalen por la noche –Daniel dijo
esto malintencionadamente girándose a la vez para mirar a las mujeres que habían
cuchicheado a espaldas suya y utilizando un tono un poco alto para asegurarse que le oían
desde atrás.
-¡No digas tonterías! –le recriminó la cajera-. Oyendo cosas como esas me entran
escalofríos.
-Escalofríos me entran a mí de ver lo hipócrita que es la gente en este pueblo, están
todos llenos de prejuicios.
-Estoy de acuerdo contigo, pero si sigues diciendo cosas como esas acabarás mal.
¿Qué crees que van a decir esas chismosas en cuanto tú salgas de aquí?.
-Ni lo sé ni me importa.
-¡Pues deberías!. Ellas difundirán por todo el pueblo el chisme diciendo que tú has
amenazado con acuchillar a las mujeres por la noche.
-¡Yo no he dicho eso!.
-¿Y a quién le importa lo que tú hayas dicho?. Al final, todos las creerán a ellas, el rumor
se extenderá y entonces no tendrá remedio.
-Creo que tiene razón –asintió Daniel, dándose cuenta de la imprudencia cometida-.
Debo intentar ser un poco más prudente con las tonterías que digo, al menos por algún
tiempo.
-Así me gusta. Veo que eres capaz de entrar en razón. Bueno..., si ves a tu madre,
salúdala de mi parte.
Daniel confirmó perezosamente con un movimiento de cabeza. Más por inercia que por
convencimiento.
-Muy bien, ya está todo, son 1963 pesetas.
Tras pagar la cuenta, Daniel se despidió de la cajera y salió del supermercado cargado
con las bolsas. Para abandonar el pueblo tomó un trayecto alternativo a través de unas
calles estrechas e intrincadas. Quería desaparecer de la vista de la gente. Para su gusto,
hoy había sido demasiado popular en el pueblo.
Para llegar a la casa tuvo que cruzar por un pequeño tramo de bosque. Era agradable
sentir el frescor producido por las sombras de los árboles.
Aunque había comprado pocas cosas, estas junto con las que trajo del hospital hacían que
su carga fuera pesada. Las tiras de las asas de la bolsa de plástico se clavaban en sus
dedos y, de vez en cuando, debía parar un poco para permitir que la sangre circulara de
nuevo hasta las blancas y frías yemas. En estas pausas, lo que más le agradaba era sentir
el sosiego y la tranquilidad que desprendía la naturaleza. Aquel paraje era un remanso de
paz, totalmente yuxtapuesto al bullicio y efervescencia de la ciudad.
Por fin llegó hasta la casa la cual, para su sorpresa, no estaba cerrada. La puerta de
entrada se encontraba entornada y ligeramente apalancada con una silla desde fuera.
Abrió la puerta y no olía a humedad, alguien había tenido cuidado de airear la casa antes
que él llegara. Se dirigió a la cocina para dejar su carga. Cuando abrió el refrigerador
pudo comprobar que estaba lleno de comida y bebida. Había de todo en la cocina, hasta
pan del día. De haberlo sabido antes, el viaje hasta el pueblo se lo hubiese ahorrado y el
dinero también.
Según parecía, desde la barrera, sus padres continuaban cuidando de él, pero que no
pensaran ellos que con estas atenciones conseguirían que los perdonara tan fácilmente.
Era muy fuerte lo que ocurrió como para olvidarlo así como así, sin más. Él no estaba
dispuesto a perdonarlos por el momento.
Se dispuso a ver la televisión y se sentía raro. Eso de tener el mando a distancia viendo la
programación que le diera la gana, cambiando de canales sin prohibiciones de ningún
tipo, sin desagradables compañeros al lado, era una sensación placentera, sólo valorada
por quien en alguna ocasión se hubiese visto obligado a soportar una situación de
reclusión como la suya. ¡Libertad!. ¡Preciada libertad!.
Fue a la cocina, tomó una cerveza y volvió a tumbarse en el sofá, saboreándola poco a
poco, sorbo a sorbo, despacio para que durase.
Más tarde cenó un poco y se marchó a descansar. Estaba cansado y le apetecía dormir
pero no paraba de dar vueltas en la cama, de izquierda a derecha y de nuevo hacia el otro
lado. Era una cama demasiado grande para él. En los últimos meses su lecho había sido
mucho más reducido, estando compuesto por un simple camastro frío y duro con un viejo
colchón. En esta cama le sobraba espacio lo mirases por donde lo miraras.
Mientras intentaba infructuosamente conciliar el sueño, hizo un repaso rápido a todo lo
acontecido durante al día. Le preocupaba los comentarios que había escuchado sobre él
en el autocar y los cuchicheos en el supermercado. Estaba marcado, ahora era el loco del
pueblo. Esto no le dejaba dormir, o tal vez fuera que echaba de menos los gritos y alaridos
nocturnos de sus dementes compañeros.
Hum... ¡Claro!. Ya sabía que era lo que no le permitía dormir. ¡Las malditas pastillas!. No
se podía abandonar un tratamiento de este tipo de golpe porque, como es lógico,
inmediatamente sobreviene el síndrome de abstinencia. Ésa era la razón de su
desasosiego y ansiedad, esto era lo que no le permitía conciliar el sueño. Era de suponer
que éste fue el verdadero motivo por el cual el doctor le proporcionó las pastillas. Debía
tomar la medicación aunque ello fuera en contra de su determinación a prescindir de los
fármacos. El “mono” podía llegar a ser muy fuerte, ahora era consciente de ello. Así
pues..., comenzaría tomando la mitad de la dosis diaria. Lo estrictamente suficiente como
para intentar superar el síndrome sin sufrir sus estragos y procurando abandonar
gradualmente, poco a poco sin brusquedad, la dependencia provocada por estos
fármacos.
Después de tomar media pastilla y en medio de sus pensamientos acabó durmiéndose. A
mitad de la noche, se despertó sobresaltado, sudoroso y un poco desorientado pero
enseguida volvió a dormirse. Realizó demasiado ejercicio durante el día y, al no estar
acostumbrado a ello, acabó derrotado por el cansancio, pero su mente continuaba
trabajando, proporcionándole nuevas imágenes y pensamientos. Aun cuando dormía, su
cabeza no descansaba.
_
3. El duende
_
Un mes después
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Daniel se levantó por la mañana, tomó un tazón de café con leche y galletas para
desayunar. Preparó su zurrón con un poco de queso, chorizo, pan y vino, todo lo necesario
para hacer una parada a media mañana y reponer fuerzas.
No le gustaba estar encerrado en la casa, le obligaba a pensar y le traía malos recuerdos
de su internamiento en el hospital. Además, con la soledad y la vida ociosa que llevaba, se
le venían encima las paredes de la vivienda. Para evitar esto, salía todas las mañanas a
hacer su caminata, de esta forma cuando llegaba la noche no tenía problemas para
conciliar el sueño. Esto se convirtió en su rutina diaria. Era una de las mejores formas que
conocía de matar el tiempo y mientras el buen clima acompañase así iba a hacerlo.
Las voces hacían un par de semanas que habían vuelto, aunque no con la intensidad de
antes pero cada vez su presencia era más continuada. Caminar por el bosque y los
prados le ayudaba a ahuyentar a las voces y a olvidarse durante un rato de ellas, lo
importante era mantener la mente ocupada. Lo peor llegaba por la noche.
Salió de la casa en dirección al bosque para, tras atravesarlo, alcanzar los prados de la
llanura en donde podía caminar y caminar sin que nadie le molestase y viendo venir a
cualquier extraño que se acercara desde lejos, proporcionándole siempre la oportunidad
de evitarlo si quería. De esta forma no se veía obligado a cruzarse o detenerse con nadie
si no le venía en gana.
Avanzaba con paso lento pero continuado. No tenía ni prisa ni destino, le quedaban
muchas horas de caminata todavía. Mientras se dirigía al bosque, desde el claro, vio
como se alejaba por la carretera el autocar con los escolares en dirección a Mazarto. En
Villaquinta no existían suficientes niños como para mantener una escuela local. Todos los
niños recibían sus clases en el pueblo vecino, que tenía mayor número de habitantes que
el suyo y era un pueblo de los de mayor tamaño en la comarca.
La verdad era que allí las oportunidades para los jóvenes más bien escaseaban. El trabajo
en el campo estaba muy mecanizado y no era necesaria tanta mano de obra. Muchos de
los jóvenes vivían todavía en el pueblo simplemente por tradición y para estar cerca de sus
padres, los cuales cuidaban de los niños pequeños mientras las parejas jóvenes por la
mañana partían para trabajar hacia otras localidades más populosas.
Si el autocar escolar iba en estos momentos por la carretera, debía de ser
aproximadamente las ocho y media de la mañana. Hoy la caminata había comenzado bien
temprano. Todavía se podía sentir en el ambiente el frescor que había dejado la noche.
Las hierbas y los matojos estaban salpicados por ramilletes de gotas frías depositadas
por el relente y producían pequeños destellos reflejando los rayos del sol.
Se internó en el bosque fresco y húmedo. Si hubiese sido alguien aficionado a la
recolección de setas, aquel hubiera sido el lugar y momento apropiado para ello. Para su
desgracia le encantaban las setas, pero nunca fue capaz de distinguir entre las especies
comestibles y las tóxicas así que mejor dejaba esta afición a los verdaderamente
entendidos en el tema y no corría riesgos innecesarios, para setas, ya estaban los
champiñones que eran totalmente inofensivos, inocuos y comestibles.
A mitad del sendero se desvió para internarse en el bosque.
Se arrimó a un grueso tronco y orinó fuera de la vista de los posibles curiosos. Era un acto
que se convirtió en rutina. Posiblemente fuese un acto nacido de su inconsciente primitivo
como la costumbre de los grandes felinos de delimitar y marcar su territorio por medio de
la orina.
Un poco más adelante se abría un pequeño claro despejado de árboles. Daniel se dirigió
allí y encontró un cepo para pájaros con una víctima entre sus fauces. Abrió la trampa y
tomó el cuerpo sin vida del pajarillo. Lo depositó al lado en el suelo. Aún cuando le había
dado el sol de la mañana, el cadáver estaba frío y húmedo del relente de la noche. Su
cuello se fracturó por la violencia del cierre del cepo, sus patitas como alambres
permanecían tiesas y rígidas.
Sacó un poco de miga de pan de su zurrón e hizo una pequeña bola girando la miga entre
las yemas de los dedos. Colocó la bola en el apéndice del cepo y volvió a montar el
mecanismo. Cuidadosamente lo cubrió todo con un poco de broza dejando de nuevo
preparada la trampa en espera de otra incauta víctima.
Tomó el cuerpo inerte del pajarillo y fue hasta el límite del claro. Sacó la navaja del zurrón y
escarbó un pequeño hoyo dando entierro al animal.
Cuando terminó esta operación, se quedó unos minutos allí agachado y pensativo. Una
solitaria lágrima discurrió cruzando su mejilla. Tras permanecer unos instantes inmóvil y
meditabundo, se secó la lágrima con el dorso de la mano y volvió de nuevo al sendero del
bosque.
Continuó andando durante un par de horas más. De vez en cuando hacía un alto para
descansar un poco e impregnase de la monotonía y belleza del paisaje. No se cansaba de
observar día tras día los mismos campos, senderos, colinas y sembrados.
Prácticamente podría hacer el recorrido de memoria desde su casa, al igual que hacen los
corredores de motocicletas cuando aprenden el trazado de un circuito y mentalmente
ensayan la carrera.
Pero la gracia de todo este paseo estribaba en que le permitía mantener su mente vacía
de voces, haciéndola trabajar en otras cosas. Además, le proporcionaba el cansancio
físico necesario para conciliar el sueño por las noches.
Continuando con su trayecto, llegó hasta una gran encina solitaria que proporcionaba una
amplia y fresca sombra. El sol comenzaba a picar y era hora de tomar un bocado.
Siempre se paraba en este lugar para comer y dormitar un poco.
Desde este punto elevado y privilegiado se contemplaba un bello paisaje rural de campos
y pastos digno de la foto de una postal. Únicamente desentonaba la carretera de Mazarto
que observada desde esta atalaya, presentaba una larga recta que moría en las curvas de
“la cola de lagartija”. Estas al igual que los meandros de un río, retorcían el camino de
asfalto obligando a los conductores a atravesarlas muy lentamente, por peligro a
precipitarse en uno de sus pequeños barrancos ya que las protecciones de esta carretera
eran muy pobres, frágiles y pésimas. Más bien estaban concebidas para cubrir el
expediente que no para ser realmente útiles, apenas si eran unos pequeños postes
metálicos a modo de balizas indicadoras con unos metros de chapa ondulada en la parte
más intrincada y peligrosa.
Después de regocijarse por unos instantes con la contemplación del paisaje, Daniel se
sentó bajo la encina, abrió el zurrón, sacó la botella de vino y comenzó a comer para
apaciguar el apetito generado por la caminata. Comía con ansia, con pocos
refinamientos, al estilo campesino, cortando con una pequeña navaja el queso y el chorizo,
el pan con la mano o a bocados porque no era fresco del día y parecía que estuviese
engomado. Daniel acompañada generosamente este parco almuerzo con tragos de vino
tomados directamente desde la botella. Tenía sed y, aun cuando el vino no contribuía en
gran medida a apaciguarla, le ayudaba a echar una cabezadita después del opíparo
almuerzo.
Así lo hizo. Después de comer le invadió un agradable sopor acompañado por una ligera
embriaguez producida por el vino. Cerró los ojos y apoyado contra el tronco de la encina,
durmió un poco.
Normalmente este sueñecito no solía durar más de media hora y, en muchas ocasiones se
despertaba con mal cuerpo. Tenía comprobado que ello dependía de la cantidad de vino
que hubiese ingerido durante el almuerzo aunque con la rutina diaria ya estaba
encontrando el punto óptimo de equilibrio para beber la cantidad de vino justa y suficiente
para mantenerse dentro de un hilo de embriaguez y evitar las molestias posteriores.
Un ligero olor a tabaco le ayudo a salir de su sueño. Había pasado casi una hora y el
descanso llegaba a su fin. Se desperezó sentado en el suelo y un gran bostezo llenó sus
ojos de lágrimas. ¡Ufff!. ¡Qué bien había dormido!.
-Hombre, parece que nuestra bella durmiente se acaba de despertar –se escuchó a su
espalda.
-Buenos días Mateo. ¿Hace mucho que estás aquí? –dijo Daniel girándose y
entablando conversación con el visitante.
-No que va. Acabo de llegar. Llevo el tiempo justo de encender una pipa.
-Me alegra verte de nuevo.
-¿Por qué?.
-Es obvio, ¿no crees?. Después de un encuentro contigo, cuando llegue a casa, voy a
tenerlo todo recogido, las faenas hechas y la despensa repleta.
-Bueno...., es mi contribución a nuestra amistad. Tú me hablas, me cuentas cosas
sobre el comportamiento de los humanos, sobre ti, como piensas y esas cosas y, yo en
compensación, te alivio de tus cargas mundanas. Volviendo de nuevo a tu respuesta,
permíteme decirte que no me ha gustado mucho.
-¿Por qué no?. Tú preguntas y yo te contesto con la mayor sinceridad posible, esas son
las reglas del juego. ¿A qué viene ahora lo de quejarse?.
-La verdad es que me hubiese gustado mucho más que hubieras contestado que te
alegrabas de verme porque te agrada mi compañía y por la conversación más que por lo
otro.
-¡Hombre, hombre!. Por eso también –se apresuró a contestar Daniel.
-No intentes arreglarlo ahora que ya te has cubierto de gloria.
-Hoy he enterrado otro pajarillo –dijo Daniel cambiando bruscamente del tema.
-Todavía sigues con eso, yo pensaba que lo habías dejado, así quedamos el otro día.
-Que yo sepa no quedamos en nada, tú lo comentaste y yo no contesté, por lo que no
me comprometí a nada.
-¿Por qué lo sigues haciendo?. ¿Segar una vida no te parece despiadado?.
-No. Me hace llorar y después me siento bien.
-Cada día matamos miles de animales para nuestra alimentación: cerdos, gallinas,
terneras. Sin embargo, nadie tiene cargo de conciencia. ¿Por qué lloras tú por un
pajarillo?.
-Porque él puede volar, no está prisionero. Representa la libertad.
-¿Te gustaría ser pájaro?.
-Sí, seguro que ellos no tienen voces dentro de su cabeza que les atormenten.
-¿Qué te dicen las voces?.
-Que estoy solo, que la envidia es la única culpable de mi situación, que necesito dar un
escarmiento para que me dejen en paz.
-¿Quién te envidia?.
-Todos, lo veo en su mirada. Hasta tú mismo, que vienes aquí para saber cómo soy,
para conocerme mejor y llegar a ser como yo. Por eso me rechazan.
-¿Te rechazan?.
-¡Sí!. Una de estas noches pasadas, amparándose en la oscuridad, se acercaron hasta
la casa y tiraron piedras en el tejado. Hasta me han roto un vidrio de una ventana. ¡Quieren
asustarme!. ¡Quieren que me vaya!. No soportan verme sin ser como yo, les recuerdo lo
fracasados que son.
-¿No crees que pueden ser travesuras de unos chavalotes?. Todos, en algún momento
de nuestra vida, hemos tenido que hacer alguna valentonada como: entrar en una casa
abandonada, saltar la valla del cementerio, hacer espiritismo, en fin, esas cosas que
hacen los chavales para demostrar que son mayores.
-¡No lo creo!. Estoy seguro que quieren matarme, quieren echarme de aquí. Aunque no
podrán conmigo. ¡Los cazaré uno a uno!.
-¿Crees que volverán más noches a tirar piedras?.
-¡Seguro!. ¡Durante el fin de semana!.
-¡Ves!. Más motivo aún para darme la razón y pensar que se trata de una simple
gamberrada.
-¿Por qué no sueltas al perro y que se encargue él de ahuyentarlos?.
-Te refieres a ese maldito traidor. No quiero saber nada de él. Cuando vuelva a casa le
espera una buena bronca. ¡Espérate a que lo enganche!. Entonces, le enseñare quién
manda aquí.
-¿Qué ha hecho el pobre perro? –preguntó el visitante con curiosidad.
-Nada, precisamente por eso, no ha hecho nada. Se pasa todo el día de pingoneo por
ahí en lugar de estar conmigo haciéndome compañía. Para eso le doy de comer cada día,
para que esté conmigo. Le tengo preparada una buena cuerda. Ya se la encontrará
cuando vuelva.
-¡Pobre animal!. ¿No te da pena?. Quieres castigarlo por querer ser libre como tú.
-No, yo no soy libre. Estoy prisionero en mi casa, en estos parajes. Es una cárcel de
cristal. Soy preso de mi mente y de los prejuicios de la gente. Estoy siendo castigado
pero.... ¡Ya lo pagarán ya!.
-¿Quiénes?.
-¡Todos los culpables! –reafirmó Daniel añadiendo un ligero tinte de enojo.
-Dime quienes. Seguro que habrá algunos más culpables que otros.
-¡A ti no te importa!. O acaso..., ellos son también tus amigos. ¿Los piensas proteger
de mí?.
-Nadie necesita protegerse de ti, ni tú de nadie -comentó el visitante.
-¡Ya lárgate!. No quiero hablar más contigo.
-¡Eres un humano muy raro!.
-¡Ja!. ¡Yo raro!. Mírate tú al espejo, vestido de verde con esa barba ridícula sin bigote,
barrigudo y viejo. Además... ¿Desde cuándo los duendes son calvos y no tienen la nariz y
las orejas puntiagudas?.
-Soy como tú imaginas que debo ser y nada más.
-Si eso es así..., a mí me gustaría que fueses una chica escultural, con buenas curvas y
que sirvieras para algo más que para hablar.
-No puedo, soy como soy. Como tú me has imaginado.
-Si sales de mi mente... ¿Cómo es que no sabes lo que dicen las voces?.
-Dentro de tu mente conviven diferentes versiones de ti mismo. Yo soy una de ellas,
pero sólo tú puedes elegir cual ha de sobrevivir.
-No tengo ganas de escuchar monsergas. La próxima vez que aparezcas cíñete más a
mis gustos personales.
-No creo que pueda complacerte.
-¡Bah!. ¡Lárgate!. Me estás agobiando.
-Ya me marcho, pero si algún día no aparezco más, no te extrañes.
-No te preocupes que no seré yo quién te llame de nuevo.
El visitante se puso en pie sin mediar más palabra y se marchó andando fumando su pipa
sin prisas y sin volver la mirada atrás.
Daniel lo contempló durante unos instantes, no malgastó mucho tiempo en ello. Se
incorporó y sacudió la tierra de los pantalones. Era hora de iniciar el camino de vuelta al
hogar antes que el sol apretara más y el calor se convirtiera en un agobiante compañero.
Recogió las cosas, se colgó el zurrón y emprendió el regreso tomando el camino de vuelta
en una dirección opuesta a la que tomó el visitante.
La vuelta siempre se hacía más pesada y dada a la reflexión.
Estaba cansado de pensar. Su mente no tenía descanso. A veces daba vueltas y más
vueltas a temas absurdos que ni iban con él ni le afectaban. En otras ocasiones, llegaba a
conclusiones irreales, absurdas y sin sentido.
Demasiada actividad dentro su cerebro, no se puede tener sosiego ni descanso con
tantas voces hablándole. Le gustaría ser un televisor para pegar un tirón al cable de
corriente eléctrica y quedarse desconectado, o un animal para vivir holgazánamente sin
ningún tipo de responsabilidades ni obligaciones.
Hablando de animales... ¿Qué habrá sido de Busti?. Cuando vuelva a casa será
necesario enseñarle quién manda aquí, pero... ¿Cómo se le enseña a un perro quien
manda?. Si le pego no volverá, si no le doy de comer, se quedará vagabundeando en el
basurero del pueblo buscando comida.
Tal vez lo mejor fuera no hacer nada y al menos dar la oportunidad al perro de ser libre
para poder ir de un sitio a otro y poder disfrutar de la vida. No obstante, hay que reñirle un
poco sino nunca aprenderá y siempre actuará a su libre albedrío.
El mismo camino de ida, el mismo camino de vuelta. Sólo un ángulo de visión diferente de
las cosas. Los árboles, las rocas, los senderos, eran los mismos, en un sentido y en el
otro. Al igual que no existe una moneda sin un anverso y un reverso, en la vida ocurre lo
mismo y todo depende del lado por el cual te toque ver las cosas.
-Y... ¿Qué me importa a mí todo esto? –pensó-. Ya vuelvo a llenarme la cabeza de
chorradas. ¡Como si yo fuera a solucionar los problemas del mundo!.
Daniel continuó con su caminata de vuelta, sin dar oportunidad a su mente a reflexionar
sobre ningún tema más, se limitaba a disfrutar simplemente de la visión del paisaje.
De nuevo atravesó el bosque con su frescor, ahora más preciado tras tener el sol picando
en la nuca obligando a que una pequeña capa de sudor perlara su frente, sin que existiese
la más leve brizna de brisa que le refrescase.
Aproximándose a las cercanías de su casa, escuchó ruido de roces de hojas y ramas
entre los arbustos. Se giró rápidamente con el objetivo de identificar la causa del sonido.
El intento fue infructuoso. Permaneció quieto, inmóvil con los oídos alerta en busca del
más mínimo sonido procedente de los matorrales. Por un instante, todo permaneció
estático, inerte.
¡Otra vez de nuevo!. Puede que se tratase de algún animal salvaje o un jabalí –pensó
rápidamente intentando dar una explicación coherente a aquel sonido-. Estos animales
suelen ser muy asustadizos, pero si te los encuentras de frente, tienden a embestir y eso
nunca era bueno.
Se agachó, tomó una piedra del suelo y quedó en posición defensiva a la espera que
apareciese el animal.
-¡Busti!. ¡Maldito perro! –exclamó con alivio cuando vio aparecer al causante del ruido.
El animal conocedor del carácter imprevisible de su amo, se alejó inmediatamente de él
por precaución. Daniel le lanzó la piedra, más por el susto que le había propinado que por
otra cosa.
-¡Chucho asqueroso!. ¡Qué susto me has pegado!.
El perro continuaba siendo cauteloso, se mantenía a una distancia prudencial,
dirigiéndose hacia la casa pero conservando la distancia con relación a Daniel.
Éste llamó al animal haciéndole señas con la mano para que se acercara. Busti lo hizo
muy lentamente, cuando faltaban cuatro o cinco metros, se acercó al trote, no había
peligro, su amo estaba de buen humor.
Daniel acarició cariñosamente al perro rascándole el lomo y la cabeza.
-¿Dónde te has metido?. ¿Qué?. ¿Buscando una compañera para pasar un buen
rato?. ¡Estás hecho un buen golfo!.
Tras el reencuentro, perro y hombre juntos caminaron hacia la casa.
Al llegar a la explanada que precede a la entrada, Daniel tomó al perro del collar y
literalmente lo arrastró hasta un poste del cual, a un metro de altura, pendía una cuerda de
unos cinco o seis metros de longitud. Allí ató al animal.
-¡Te vas a quedar una buena temporada aquí!. Tienes que aprender a no desaparecer
cada vez que a ti te dé la gana.
Busti contemplaba tímidamente a Daniel bajo una mirada de estupidez canina. No
entendía la reacción de su amo. Hasta hacía unos instantes parecía cariñoso y atento con
él. De repente lo arrastraba y lo ataba. En esta situación, por experiencia, sabía que lo
mejor era callar y no protestar, no fuese que al ladrar, su dueño se cebara a golpes con él.
¡Los humanos son caprichosos y muy difíciles de entender!.
El muchacho entró en la casa, todo estaba en orden y limpio, el duende había cumplido
como siempre. Durante el encuentro de hoy lo despidió con malos aires, por eso
albergaba la duda de si habría realizado las faenas de la casa. No obstante, demostró ser
de palabra, no dejó de cumplir con su parte del trato.
Recordando un poco la conversación mantenida, le asaltada una duda, Mateos afirmó que
él era producto de su mente, por otro lado era éste quién arreglaba la casa, en definitiva
era el mismo quién hacía todo aquello. Algún día tendría que intentarlo por sí solo sin la
mediación del duende, así se ahorraría los interrogatorios inquisidores a los que le
sometía. Estaba cansado de dar respuestas. Él hacía las cosas así porque sí y no se
sentía cómodo teniendo que ofrecer explicaciones a nadie sobre su proceder y
comportamiento.
Daniel estaba en casa sin nada que hacer y sin interés por nada, le daba pereza todo,
sólo restaba echar de comer al perro encender la estufa de leña, dejar que pasase el
tiempo y esperar que apareciesen las voces, como cada noche desde hacía unos cuantos
días.
Esta noche no dejaría que el perro entrase en la casa para hacerle compañía tumbado en
el suelo al lado de las llamas del fuego, tal y como había venido haciendo en el pasado.
Acallaría las voces bebiendo solo. El perro permanecería fuera, era bueno que pasase un
poco de frío y de esta forma, aprendiera a apreciar la compañía de Daniel. Aunque en
realidad, esta decisión le afectaba poco al perro, el cual había permanecido varias noches
al raso durante el tiempo que permaneció fuera y estaba acostumbrado a las
inclemencias. Busti llevaba un rato tirado en el suelo sin ánimo ni tan siquiera para
pestañear, debía reponer fuerzas tras la escapada y el deambular de los días anteriores.
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4. Los apedreadores
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Sábado noche
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Daniel había pasado los últimos días sumido en la monotonía que se autoimpuso: por la
mañana la caminata, por la tarde cualquier cosa menos pensar y por la noche, a la
aparición de las voces, ahogarlas bajo los vapores del alcohol etílico y cuando los
síntomas de embriaguez se hacían más que evidentes afectando al cerebro y a la
coordinación del cuerpo, entonces y sólo entonces, era el momento de acostarse.
En esta lánguida situación aparecía una tendencia obsesiva, retrograda, que empujaba
sin ofrecer remedio a falsear, a enmascarar la realidad.
La obsesión por entender, zambulléndose en razonamientos incomprensibles, voces
emergentes, recuerdos anteriores de una vida mejor y feliz, hacían que Daniel entrara en
un círculo vicioso de autocompasión
El muchacho había dejado de ser consciente que sus hábitos para conciliar el sueño
estaban creando una dependencia alcohólica muy fuerte. Esto hace días que dejó de
importarle así como otras muchas cosas. La dejadez en el cuidado personal comenzaba a
hacer acto de presencia.
Por las tardes, no tenía nada especial que hacer por lo que las dedicó a merodear por los
alrededores de la casa dentro del radio de acción de los lanzadores de piedras. Quería
conocer el terreno palmo a palmo, era necesario para moverse en la oscuridad. Él tenía la
completa seguridad que este fin de semana volverían para lanzarle piedras de nuevo a su
casa. En esta ocasión las cosas serían diferentes, él estaría allí esperándoles y les daría
una lección que no olvidarían jamás. Contaba con el elemento sorpresa.
Conocía todos los recovecos, los claros y los puntos desde los cuales era más probable
que le tiraran las piedras. La verdad era que no existían muchos lugares desde donde
hacerlo. Para regocijo suyo, por la parte de atrás, existía una vegetación tupida formada
por arbustos medianos, perfectos para preparar una encerrona.
Estaba disfrutando con sólo imaginar lo que podía ser el momento en el cual, él
apareciese a la espalda de aquellos individuos dando alaridos y gritos, avanzando hacia
ellos, propinándoles un susto de muerte y a ser posible, algún que otro palo. ¡La gente no
escarmienta si no es a base de palos!.
Siempre podrás olvidar una fecha, un recuerdo, un acontecimiento, una cara, pero lo que
no se olvida nunca son los palos que te han dado y la cara de quién te los dio. ¡Los palos
no se olvidan nunca, siempre dejan huella!.
Había especulado con la posibilidad de atacarlos con una pequeña carabina de aire que
disparaba perdigones, hacía años que no tiraba al blanco. Al final desechó la idea, no le
terminó de convencer, sería mucho más efectivo y excitante un ataque frontal cara a cara,
un contacto cuerpo a cuerpo.
Busti continuaba castigado atado al poste, esa noche lo soltaría para que anduviese
alrededor de la casa. ¡Cuanta más confusión mejor!.
Los apedreadores probablemente aparecerían al filo de la media noche o tal vez un poco
pasada dicha hora. Ésta iba a ser una noche luminosa, la luna se encontraba en cuarto
creciente muy avanzado, posiblemente en un par de días más sería luna llena, eso añadía
más emoción a las cosas aunque las complicaba. Una negra oscuridad hubiese sido una
mejor aliada para emboscar que no la luminosidad de una luna llena. No obstante, también
es bueno ver por donde se anda por la noche cuando no se lleva ningún tipo de
iluminación.
Lo tenía todo previsto dentro de su cabeza, si de algo disponía era de tiempo para
especular, preparar y cavilar. En la ocasión anterior, antes de la llegada de la lluvia de
piedras, le pareció escuchar el sonido de unas motos circulando por el camino del
bosque. Posiblemente fuesen los apedreadores aunque no tenía la plena seguridad. La
primera vez le pilló totalmente de sorpresa y dormido, cuando se percató de qué era lo
que estaba ocurriendo y salió fuera para hacerles frente, ya había terminado todo.
En su inspección del terreno encontró un claro despejado cerca de la linde del bosque, en
medio de los árboles. Allí se encontraban marcadas huellas de neumáticos de
motocicletas de montaña y colillas en el suelo. Éste podía ser el punto de encuentro de sus
agresores para desde allí, aproximarse a pie hasta la casa y apedrearla.
Desconocía si esta suposición podía ser cierta, pero en el caso que lo fuese, había
preparado dos botellines de agua, de los de plástico, llenos de pintura que encontró en la
casa en unas latas viejas. La pintura estaba descompuesta y un poco densa pero siempre
se le podría sacar partido de una forma u otra.
Hurgando entre los trastos viejos encontró también un trozo de una manguera de butano
de aproximadamente un metro de longitud. Este material era resistente, ligero y flexible a
la vez, cualidades perfectas para el uso que le iba a dar.
La tarde fue consumiéndose y se acercaba la hora. Hacía rato que terminó de cenar. La
espera se estaba haciendo eterna. Las voces ya habían comenzado a hablarle, a decirle
cuánto le envidiaban los demás, que tenía que dar una lección a los intrusos, que debía
matarlos para que todo el mundo supiera que él estaba por encima de todos ellos, que
nos les tenía miedo. Él intentaba no hacerles caso. Le gustaba pensar que eran como
cuando tienes puesta la televisión en un canal que está emitiendo un programa que no te
interesa pero que continuaba en la pantalla con el único propósito de hacerte compañía y
no dejarte sentirte solo.
El mensaje de las voces siempre era el mismo. Estaba harto, no quería escucharlas pero
no podía dejar de hacerlo, procedían de su interior. Esta velada era diferente, debía
soportar las voces, no se podía emborrachar como cada noche, hoy tenía que ir de caza.
Faltaba un rato para la media noche. Salió fuera a despejarse y aprovecharía para soltar a
Busti y que éste merodeara por los alrededores, siempre podría ladrar si detectaba que
alguien se acercaba a la casa.
-¡Ufff!. ¡Ha refrescado un poco! –exclamó al sentir como el frío iba calando poco a poco
en su cuerpo.
Comenzaba a dudar de si no hubiese sido mejor idea quedarse en casa calentito, pegar
unos cuantos lingotazos de whisky y a dormir. Al fin y al cabo, en el supuesto que viniesen,
qué iban a hacer los intrusos, romper un par de vidrios y alguna teja. ¡Qué le importaba a él
eso!.
-¡No!. ¡No!. ¡Qué ideas tan absurdas eran aquellas! –reaccionó bruscamente
rompiendo el hilo de su argumentación interna-. Debía dar un escarmiento a aquellos
cabrones, para que sirviera de ejemplo a todos en el pueblo.
Daniel fue a desatar a Busti, éste al ver al muchacho acercarse, se arrinconó y tomó una
actitud sumisa por miedo a las posibles reacciones de su amo. El animal al sentirse libre,
raudo se alejó de la casa en dirección opuesta al bosque, todo lo contrario de lo que
esperaba Daniel que hiciese el perro.
-¡Maldito chucho!. ¿Adónde vas?. ¡Ya te ajustaré las cuentas cuando vuelvas!.
El animal hizo caso omiso de las protestas de su dueño y continuó su camino. A lo peor, el
castigo de estar tanto tiempo atado al poste fue la gota que colmó la paciencia del perro.
De lo que no cabía duda es que no estaba en el ánimo del animal el volver por aquella
casa por el momento.
-Como siempre, me las tendré que apañar solo –pensó Daniel-. ¡No sé de qué me
extraño, siempre es así!.
La espera se hacía eterna, el tiempo pasaba lentamente. Cada minuto se estiraba como
un chicle. Un ligero cosquilleo apareció en la boca del estómago indicando el grado la
ansiedad del momento.
La noche estaba clara y despejada, no habían nubes en el cielo, una luminosidad especial
envolvía el ambiente. Se sentó en el murillo de la entrada de la casa a contemplar las
estrellas. Entre ellas reconoció algún que otro grupo pero siempre fue muy malo para los
nombres e identificando formaciones. Sólo recordaba el más común de todos, el de la
“Vía Láctea”, éste se refería a la franja más espesa de estrellas, allí donde aparecen más
juntas formando una banda estrecha llena de puntos blancos que cruza la bóveda del
firmamento de un extremo a otro sobre el fondo negro de la noche. Siempre le había
hecho gracia este nombre porque de pequeño utilizó una regla mnemotécnica para
acordarse de ello. Asoció mentalmente la imagen de un ordeñador de leche que recibía
una coz de una vaca y, como consecuencia de ello, éste veía muchas estrellas en ese
momento en el cielo. De ahí la asociación entre Vía Láctea y esta franja del firmamento
plagada de estrellas. Para el resto de las formaciones como las osas, el carro, el escultor,
el sextante y las demás nunca fue capaz de identificarlas claramente. Ni siquiera supo
localizar Sirio, que dicen que es la estrella más brillante del firmamento y que a veces se
puede ver durante el día. Serían los demás, claro está, porque lo que era él, nunca tuvo
éxito en estas cosas.
Al rato de estar observando las estrellas, se percató de la presencia de los molestos e
irritantes mosquitos. Estos se estaban cebando en sus brazos produciéndole, al menos,
tres ronchas. Entró en la casa, se puso una cazadora ligera para evitar a los incordiantes
insectos y los posibles arañazos de los arbustos cuando estuviese en mitad del bosque.
Ya que tenía puesta la cazadora, tomó la manguera de butano, los dos botellines llenos de
pintura y emprendió el camino hacia el claro tranquilamente. Todavía no se había
escuchado a las motos aproximándose. Él debía llegar al claro y estar allí antes que ellos,
agazapado, escondido, esperando a que los intrusos llegasen. No tenía prisa, sabía con
certeza que las máquinas invertirían más tiempo en recorrer el trayecto desde pueblo que
el que él necesitaba para llegar y esconderse.
La excitación crecía por momentos, era como cuando alguien se está aproximando a un
lugar sabiendo que va a pillar a otra persona haciendo algo indebido, disfrutando de
antemano imaginándose la situación, saboreando el momento de sorpresa y confusión
que esto iba a generar, dándole posteriormente un susto de muerte.
Una sensación pastosa inundaba su boca dejando un gusto ligeramente amargo. Conocía
ese sabor, era la adrenalina que estaba siendo acumulada en su cuerpo poco a poco, es
el mismo que te deja la saliva espumosa cuando te llena la boca tras haber mordido con
rabia una protección dental durante una larga sesión de descargas de electroshock.
Por otro lado, lo bueno que tiene la adrenalina es que, a los hombres, hace que les salgan
pelos en el pecho, lo malo, es que estos mismos pelos se pierden a su vez en la cabeza.
El ritmo cardiaco se le aceleró. Puede que esto simplemente fuese porque estaba
andando pero, en esta ocasión era diferente, cuando él andaba no notaba la presencia del
corazón y ahora percibía su bombeo en las venas de su cuello, latido tras latido.
-¡Qué susto les voy a dar a estos cabrones! –pensaba Daniel mientras se aproximaba
a su destino en mitad de la noche.
Antes de cruzar el límite de bosque y adentrarse entre los matorrales, echó un vistazo atrás
hacia la casa, todo se veía aparentemente normal, como si sus moradores estuviesen
plácidamente dormidos. La puesta en escena era perfecta.
Cruzó el claro y se situó en el otro lado, de esta forma los intrusos quedarían entre Daniel y
la casa. Buscó un lugar desde el cual pudiese ver venir las luces de las motos sin que
estas llegasen a alumbrarle y lo descubrieran.
Llevaba largo rato esperando y ya no parecía que esa gente fuera a venir. Comenzaba a
desilusionarse. Las voces hacía rato que le estaban diciendo que fuese al pueblo a
buscarlos pero, él sabía que la búsqueda sería inútil. ¡No conocía quienes eran!.
Miró la hora con ayuda del reflejo de la luna que se proyectaba en la base de la esfera del
reloj. ¡Era la una pasada!. Empezaba a sentir frío en las rodillas. Estaba a punto de perder
las esperanzas y retornar a la casa cuando escuchó un leve zumbido creciente producido
por unas motos que se iban aproximando desde lejos.
-¡Ya vienen!. ¡Ya era hora!. ¡Comenzaba a pensar que no vendrían!.
Por el ruido daba la impresión que eran más de dos. Tal vez los apedreadores fueran
demasiado numerosos como para enfrentarse él solo contra todos ellos. No le importaba
mucho, al fin y al cabo, no les tenía miedo.
Menuda ironía sería si ahora resultase que terminaba siendo el cazador cazado. Habría
sido absurdo estar varios días expectante con la llegada de este acontecimiento para
finalizar siendo la víctima. Una leve sonrisa apareció en el rostro de Daniel. El destino
suele ser caprichoso y gasta bromas muy pesadas. Por otro lado, si se miraba desde el
punto de vista de los que venían, esto era lo que les iba a ocurrir a ellos.
El primer haz de luz hizo aparición en el claro, todavía muy tenue por la distancia. No
obstante, se acercaba con rapidez. Por el sonido ronco que se iba percibiendo, se
apreciaba que esta moto de montaña era de las grandes, de las de gran cilindrada.
Tras esta máquina, a una distancia considerable, venían otras dos más pequeñas con su
rugir agudo. Los conductores estaban exigiéndoles un sobreesfuerzo en la marcha para
estar a la altura de la grande.
En la primera moto llegaron dos personas que se apearon y tras quitarse el casco
prendieron unos cigarrillos mientras esperaban. Cuando estos encendieron el mechero,
Daniel puedo apreciar que se trataba de unos adolescentes gracias a la tenue luz
generada por la llama. Los reflejos en sus brillantes y lisos rostros barbilampiños
delataban su juventud.
Llegaron las otras dos motos con sólo una persona en cada una de ellas. Los recién
llegados pararon las máquinas y se apearon.
-¿Cómo es que habéis tardado tanto? –preguntó uno de los muchachos que
esperaban.
-Ha sido culpa de éste. Va cebollón perdido y casi se sale del camino.
-¡No ha sido eso!. He pillado una piedra. La moto me ha dado un bote raro y he tenido
que hacer un quiebro –se excusaba de forma poco convincente el aludido.
-¿Quién tiene la priva?. ¡Estoy seco!.
No se sabe de dónde apareció entre sus manos un botellón de mezcla de refresco de cola
y alguna bebida alcohólica. Posiblemente se tratase de ron. Este combinado estaba muy
de moda entre los muchachos del pueblo y, además, era muy asequible de precio porque
el ron no era muy caro.
Bebieron directamente de la botella pasándosela de unos a otros.
-¡Aggg!. ¡Cómo os habéis pasado!. Esto conforme baja, quema.
-¿Cuál es la apuesta hoy?.
-El que consiga romper la bombilla de la puerta de entrada, queda libre de pagar una
ronda de priva. ¿Qué?. ¿Hace la apuesta? –planteó como reto uno de los muchachos.
-¿Y por qué no una ventana?. ¡Es más fácil!.
-Precisamente por eso no. Es más fácil y, además, ya lo hicimos la otra vez. Hay que
arriesgar más. El riesgo siempre es más excitante.
Daniel agazapado, protegido por los matorrales del bosque y envuelto en el manto oscuro
de las sombras de la noche, escuchaba atentamente la conversación. Una sonrisa de
satisfacción se le dibujó al mismo tiempo en el rostro. Él sabía que en esta ocasión iba a
haber marcha para todos ellos. Sus agresores no calcularon bien el riesgo para esta
velada y lo iban a pagar. Esta vez sería mucho más excitante de lo que sus agresores
habían previsto y de asegurar eso se iba a encargar él personalmente.
-¡Esperad un momento que meo!.
-¡Venga date prisa!. Siempre pasa lo mismo, en el mejor momento, te entra ganas
mear o de jiñar. ¡Eres un acojonado!
El muchacho se puso a orinar justo al lado de Daniel. Si éste hubiese querido habría
podido tocarlo. Tanto era así que si en ese momento el muchacho se hubiese girado un
poco para continuar hablando con sus amigos, le habría mojado.
-No es el momento de comenzar la fiesta todavía –pensó pacientemente Daniel.
La ansiedad y la impaciencia le inducía a la precipitación, a buscar el enfrentamiento cara
a cara pero esto, sin contar con el elemento sorpresa, tenía todas las de perder, ellos
poseían la superioridad numérica. Esta noche debía darles un escarmiento de verdad, que
no lo olvidasen durante mucho tiempo. Eso sólo lo conseguiría haciendo algo más drástico
que un simple susto.
Cuando aquel chaval terminó de orinar, todo el grupo dio media vuelta y se dirigieron en
silencio hacia las proximidades de la casa para comenzar con la diversión.
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5. ¡A por ellos!
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Daniel esperó un poco hasta estar seguro que no le podían ver. Tenía la boca seca, un
nudo en la garganta y una sensación nerviosa no dejaba de atenazarle el estómago. Se
dirigió a la moto más grande e intentó abrir el tapón del depósito de combustible.
Palpando con las yemas, notó una especie de ranura en el centro de la tapa. Una mirada a
contraluz aprovechando el reflejo de la luna le confirmó sus sospechas y lo que el tacto de
sus dedos le estaba informando.
-¡Mierda! –exclamó entre dientes-. El tapón tiene cerradura, será imposible abrirlo.
Ante este contratiempo no desistió en su empeño por dañar. Vertió parte de la pintura de
uno de los botellines sobre la máquina y en el interior de los cascos que estaban colgados
en los manillares de las motos.
En las motos pequeñas tuvo más suerte, sus tapones apenas ofrecieron resistencia. No
disponían de cerradura ni de ningún tipo de cierre, se trataba sólo de unos tapones de
goma que se abrían simplemente realizando un medio giro de muñeca.
Colocó los botellines de pintura boca abajo en la abertura de los depósitos para que se
vertiera todo el contenido. La pintura era espesa, le costaba un poco fluir y vaciarse.
Desde las motos, oía las voces y risas de los apedreadores mientras estos tiraban
piedras sobre su hogar. Debía darse prisa si los quería sorprender, pronto terminarían.
Retiró los botellines a medio vaciar, ya no disponía de más tiempo. Puso los tapones en
los depósitos de combustible y listo.
-¡A por ellos! –pensó Daniel dándose a sí mismo el pistoletazo de salida.
Avanzaba rápido pero sigiloso, sin hacer ruido, no debía perder el elemento sorpresa.
Unas tremendas ganas de orinar se apoderaron de él. ¡Eran los nervios!. En unos
instantes llegó a su destino. En estos momentos se encontraba justo detrás de ellos a sus
espaldas.
Parecía que aquellos adolescentes se lo estaban pasando muy bien. Era el momento de
cortarles la diversión. Agarró la manguera con fuerza, respiró profundamente y se lanzó
con el brazo en alto hacia ellos.
-¡Ahhh! –el grito de guerra de Daniel sonó desgarrador en mitad de la noche.
Los chavales se giraron aturdidos. ¿Qué era lo que estaba pasando?. El muchacho del
extremo comenzó a recibir una lluvia de golpes. Sólo atinaba a ponerse los brazos
cruzados enfrente del rostro para protegerse. No disponía de tiempo para pensar ni para
comprender que era lo que estaba ocurriendo. Únicamente existía una necesidad
inmediata, la de protegerse de los golpes.
Daniel envuelto en un frenesí de furia, no paraba de dar manguerazos a diestro y siniestro.
Mientras el primer muchacho se encontraba acorralado, los otros tres aprovecharon y
corrieron hacia las máquinas en una huida desorganizada y atropellada. Uno de ellos
tropezó, cayó y lanzó un terrible grito:
-¡Ay!. ¡Mi brazo!. ¡Ayudadme!. ¡No me dejéis solo!. ¡Me he roto el brazo!. ¡No puedo
moverlo!. ¡Ay!. ¡Ay!.
Los otros dos compañeros aunque escucharon el llamamiento del herido, no le hicieron
caso, continuaron corriendo hacia las motos, prevalecía el instinto de supervivencia ante el
compañerismo y el socorro hacia el colega caído.
-¡Quitadme a este cabrón de encima! –gritaba el muchacho que seguía acorralado.
En su desesperación, el agredido consiguió zafarse por unos instantes y correr hacia las
máquinas. Continuó recibiendo golpes en la espalda durante la persecución, pero no
debía parar de correr, cada vez tenía más cerca las motos, a sus colegas y con ellos su
salvación.
Los dos muchachos que llegaron primero a las máquinas se colocaron el casco. Al
ponérselo notaron que estaba mojado por dentro pero no era el momento de detenerse
para averiguar qué era aquello. ¡Había que actuar!. Arrancaron sus pequeñas motos y se
dirigieron directamente hacia Daniel, enfocándole con las luces al rostro, intentado
deslumbrarle para dificultar su visión.
Cuando llegaron a la altura del agresor, las dos máquinas comenzaron a revolotear a su
alrededor. Con la ayuda recién llegada, el muchacho que huía se deshizo de su
perseguidor. El otro chico herido consiguió a su vez incorporarse y llegar hasta la moto
parada sin que fuese visto por Daniel. Para subirse en la máquina tuvo que ser ayudado
por su compañero.
El brazo roto producía un efecto espeluznante, ponerlo metido dentro de la cazadora de
piel, bien colocado para evitar que se moviese durante el trayecto de vuelta, subir al herido
en la moto teniendo que soportar durante todo este tiempo sus sollozos, gritos y alaridos,
no era tarea fácil. El accidentado no se encontraba en condiciones para conducir así que
tuvo que viajar de paquete y ser su compañero el que se hiciese cargo del manejo de la
máquina. La moto estaba pringosa y resbaladiza, alguien le había echado alguna
porquería encima.
Daniel continuaba propinando manguerazos a las otras dos motos y a sus conductores. La
rapidez de movimientos que les proporcionaban las máquinas, la destreza de los
conductores en las maniobras y la acción combinada de ambos, hicieron más difícil el
trabajo del agresor. Aquellos muchachos recibieron unos cuantos golpes por parte del
atacante. Con esta artimaña supieron cubrir a los otros dos colegas menos afortunados.
-¡Venga!. ¡Vamos fuera de aquí!. ¡Dejad a ese cabrón solo! –se escuchó desde la
tercera moto que acababa en esos momentos de arrancar.
El grupo huyó veloz en dirección al pueblo dejando atrás al atacante sin víctimas sobre las
que cebarse.
-¡No huyáis!. ¡Volver aquí! –les gritaba Daniel-. ¡Cobardes de mierda!.
Se quedó allí plantado, jadeante, observando la huida de los apedreadores. Sentía el calor
interno provocado por el ejercicio y como comenzaba a aflorar una fina película de sudor
por su piel.
-¡Joder!. ¡Ha estado bien! –se vanagloriaba tras el esfuerzo-. Si llegan a marcharse
más rápido, se les habría quedado los ojos pegados en la nuca.
Se escuchaba el rugir de las motos y cómo estas se iban alejando paulatinamente. De
repente se oyó unos petardeos procedentes de las motos pequeñas y como estas se
paraban. Sólo quedó, como un murmullo de fondo, el solitario sonido ronco de la moto de
mayor cilindrada alejándose hacia el pueblo.
-¡Ajá!. ¡La pintura ha surtido efecto!. ¡Je! ¡Je!. ¡Esos cabrones se han tenido que parar!.
¡A por ellos!.
Sin pérdida de tiempo y tras haber disfrutado de este ínfimo instante de descanso y
satisfacción, comenzó a correr en dirección a las motos. Se aproximaba rápidamente
hacia su objetivo. En medio del ruido provocado por sus pisadas al correr, podía escuchar
los vanos intentos de los muchachos por arrancar las motos. El sonido del pedal de
arranque se escuchaba una y otra vez. ¡Clonck!. ¡Clonck!. Sin que las máquinas
consiguiesen ponerse en marcha. ¡Ya eran suyos!.
Cuando llegó más o menos a la altura en la cual debían estar las motos, no había nadie.
¡Habían desaparecido como por arte de magia!. Estaba seguro que las máquinas no
consiguieron arrancar, no existía dudas sobre esto. Se pararon y no prosiguieron con su
camino, al menos una o dos de ellas debían estar allí con toda seguridad. Así era con total
certeza.
Esto significaba que alguien se encontraba oculto en los alrededores, agazapado entre la
maleza, amparado por la oscuridad, observándole con miedo, temeroso de ser
descubierto. Posiblemente habrían escuchado sus pisadas cuando corría aproximándose
hacia ellos. Ahora la noche jugaba a favor de los perseguidos.
-¡Sé que estáis ahí!. ¡Yo no tengo prisa, ya saldréis! –les gritó desde el camino.
Daniel no tenía ningún interés en adentrase en el bosque a oscuras sin conocer
exactamente dónde se encontraban sus víctimas. No era que tuviera miedo pero la
precaución siempre era una buena aliada en estos casos. Se sentó en el filo del camino a
la espera que apareciesen sus enemigos o algún sonido inoportuno delatara su posición.
Permaneció atento a cualquier ruido que le pudiera proporcionar una pista de dónde se
encontraban los fugitivos, pero el intento fue vano.
Todo el esfuerzo y ejercicio anterior dio paso a un momento de descanso. Inactivo,
sentado, no dejaba de sudar, tenía los cabellos de la nuca mojados y si no comenzaba a
moverse pronto un poco, acabaría enfriándose. No obstante, no estaba dispuesto a
marcharse y liberar a sus presas de la presión tan fácilmente.
Allí sentado, con la compañía de la quietud y el silencio de la noche, se imaginaba la
sensación de agobio y miedo que debían estar sintiendo sus perseguidos. Esto junto con
la juventud de los muchachos, su inexperiencia, la decepción producida por unas
máquinas que no arrancan y el número de palos recibidos, haría que esta noche fuera
inolvidable para todos ellos por muchos años que viviesen en sus vidas.
Al rato de estar esperando, escuchó a lo lejos las pisadas de, al menos, dos muchachos
que se alejaban corriendo. Demasiado lejos para darles caza, se le habían escapado por
esta vez. Bueno, no importaba demasiado, el objetivo estaba conseguido, por otro lado, él
se encontraba demasiado cansado y tras disfrutar del merecido receso, no le quedaban
ganas de continuar con la persecución. ¡Al menos les dio un buen susto y un escarmiento!.
Miró el reloj, eran las dos y cuarto de la madrugada. ¡Hora de recogerse!. Todavía con la
manguera en mano, Daniel se retiró hacia la casa.
Mientras volvía, en la soledad del trayecto iba recapacitando sobre lo acontecido y cayó
en la cuenta que las voces se habían silenciado hacía rato. Tal vez sólo necesitaba un
poco de acción, miedo y adrenalina para hacerlas callar.
Cuando llegó a la casa, comprobó con júbilo y satisfacción que la bombilla de la puerta
todavía continuaba entera y alumbrando la entrada. Se había cumplido el dicho del
cazador cazado. Aquellos muchachos tardarían mucho en volver por allí o tal vez no, puede
que su acción hubiese sido demasiado desproporcionada. Estaba bien que les propinara
unos cuantos palos, lo que ya no era tan lícito era que hubiese averiado las motos. En el
peor de los casos podrían volver para vengarse. Era difícil que las cosas quedasen como
hasta ahora. Bueno, no importa, estaría esperándolos.
-¡Que se jodan!. ¡Ellos me rompieron primero mi vidrio! –se autojustificó.
Con estos pensamientos entró en la casa y se fue derecho a dormir, era muy tarde y
quería acostarse ya. Mañana sería un nuevo día.
Al día siguiente Daniel se levantó muy tarde. El sueño fue totalmente reparador y
reconfortante. Además, no tenía aquella sensación de resaca que se había convertido en
lo últimos tiempos en la molesta y permanente compañera en sus despertares matutinos.
Preparó su zurrón y salió a caminar como cada mañana pero hoy, con al menos, un par de
horas de retraso con respecto a su horario habitual. Nada más entrar en el bosque, en las
cercanías todavía de su casa, al volver en una de las curvas del camino, se encontró con
un grupo numeroso de jóvenes, cinco o seis, mayores que los de la noche anterior. Iban
armados con palos, una cadena y algún que otro tubo de hierro.
Daniel nada más verlos se sobresaltó poniéndose a la defensiva. Aquello no podía
presagiar nada bueno.
El grupo al divisarle, comenzó a acelerar el paso en su dirección:
-¡Ahí está ese cerdo!. ¡Qué no se nos escape! –dijo alguien.
Al escuchar esto Daniel, hecho a correr en dirección a la casa. Oía a sus perseguidores
detrás de él y de vez en cuando, alguna que otra piedra que pasaba silbando al lado suyo.
Las piedras comenzaron a hacer blanco en su espalda y las piernas.
De repente, una de estas piedras le alcanzó de lleno en la cabeza derribándolo. Inmóvil,
caído en el suelo, aturdido, escuchó cómo se aproximaban sus perseguidores hasta él.
Sentía la humedad caliente de la sangre manando de la herida, empapando su cabello y
sufriendo la dureza del suelo que lo había acogido con contundencia. La herida no le dolía
pero notaba el palpitar de sus latidos en la zona craneal de la brecha. El impacto había
sido muy fuerte.
Cerró los ojos para hacerse el inconsciente y despistar a sus agresores, pero la realidad
fue que se desvaneció.
Uno de los agresores llegó hasta el cuerpo caído y comenzó a propinarle patadas en el
pecho y el estómago. Inmediatamente llegó el resto del grupo y agarraron a este individuo
apartándole del cuerpo inerte.
-¿Pero tú estás loco o qué?. ¿Te lo quieres cargar?. ¿No ves que está inconsciente? –
dijo uno de los muchachos intentando hacer un llamamiento a la cordura.
-¿Qué quieres que haga?. ¿Qué lo deje todo en una simple pedrada?. ¡Este tío le ha
roto el brazo a mi hermano!.
-Si nos ponemos así, también ha llenado de pintura la moto y el pelo del mío –contestó
otro de los individuos.
-Y... ¿Qué vamos a hacer para que aprenda la lección este maldito chiflado?.
-¿Rompámosle todos los cristales de la casa? –propuso un miembro del grupo.
-¡Vale! –asintieron al unísono.
El grupo se dirigió hacia la casa propinando golpes y puntapiés a todo lo que se ponía a
su alcance en un claro afán destructor.
Daniel envuelto en una seminconsciencia escuchaba el ruido de los vidrios al romperse y
las voces de júbilo que daban sus agresores pero era incapaz de moverse, ni tan siquiera
de mirar hacia la casa. Se encontraba sumido en un estado de total aturdimiento.
Pasó mucho rato hasta que volvió plenamente en sí. La sangre había parado de manar y
comenzaba a secarse. Todo el lado izquierdo del pelo y parte de la ropa estaban
manchados. Le dolía terriblemente la herida y las costillas. Su zurrón había desaparecido,
con toda seguridad se lo llevaron aquellos individuos.
Fue incorporándose lentamente, todavía titubeante, consiguió mantenerse erguido. Se
tambaleaba un poco al andar y continuaba algo mareado. En estas penosas condiciones
se dirigió hacia la casa.
Cuando llegó hasta ella, la visión de todos los vidrios de las ventanas rotos lo asumió en
un estado de decepción. Sus agresores habían sido mucho más crueles y contundentes
que él. Debía aprender la lección. La próxima vez debía ser mucho más duro y ejemplar a
la hora de propinar un escarmiento. ¡Éste era su castigo por no haberlo hecho bien la
noche anterior!.
Entró en la casa como un autómata con la mirada pérdida, derrumbado, no prestando
atención, dejando de hacer las cosas más cotidianas y lógicas tales como: cerrar la
puerta, quitarse el abrigo, ir a limpiarse la sangre seca y curar la herida. En lugar de ello,
se sentó en el suelo de cuclillas, respaldado contra el sofá, rodeando las piernas con los
brazos, con la barbilla apoyada en las rodillas, teniendo por visión la blanca y lisa pared
que se encontraba a un metro y medio de distancia de él.
Estuvo un rato inmóvil mirando fijamente aquel fondo blanco, casi sin pestañear, como los
niños cuando los castigan en el colegio y los colocan de cara a la pared. ¿Qué era lo que
en esos momentos estaba pasando por su cabeza?.
-¡Uhhh!. ¡Duele, duele!.... Me duele la herida cuando el corazón palpita.... Me gustaría
tener una prima Pepita que juegue, salte y ría.... Duele, duele la herida cuando ríe mi prima
Pepita.... Salta chiquita cuando ríe Pepita.... Duele Pepita cuando juegues niñita.
Daniel comenzó a balancear la cabeza hacia delante y atrás en un movimiento lento y
rítmico ligeramente acompañado por el cuerpo. Movía los labios de una forma
imperceptible tarareando algo tan bajo que era imposible de escuchar. Un estribillo se
repetía en su mente sin parar:
-Salta chiquita cuando ríe nenita. Duele Pepita cuando juegues niñita.
-Salta chiquita cuando ríe nenita. Duele Pepita cuando juegues niñita.
Una y otra vez incesantemente. La rutina le consolaba, le aislaba, le apartaba del dolor y
de las voces, le transportaba a otro mundo, otro espacio y tiempo en lo más profundo de
su mente.
-Salta chiquita cuando ríe nenita. Duele Pepita cuando juegues niñita.
-Salta chiquita cuando ríe nenita. Duele Pepita cuando juegues niñita.
Una y otra vez. Rutina obsesiva, disco rayado, ciclo sin fin, una y otra vez el mismo
estribillo.
_
6. Los intrusos
_
Domingo al atardecer
_
Un vehículo se aproximó hasta la casa de Daniel proveniente del camino del pueblo. Una
chica joven se bajó del vehículo y comenzó a mirar por los alrededores. Al no ver a nadie
fuera y la puerta de entrada entreabierta, se encaminó hacia la vivienda.
-Hola... ¿Hay alguien?.
La muchacha abrió la puerta despacio, con cautela.
-¡Hola!. ¿Puede alguien escucharme?.
La chica sólo recibió el silencio por respuesta. Continuó con su avance por el interior de la
casa, atenta a cualquier movimiento o ruido. De repente se encontró con el muchacho. El
sobresaltó fue mayúsculo obligándola a retroceder un paso a causa del respingo que dio
provocado éste, sin duda, por la impresión y la sorpresa de la espeluznante visión que
tenía enfrente de ella.
-¡Ostras!. ¡Ostras!. ¡Qué susto me he llevado!.
Se aproximó con extrema precaución. Daniel continuaba con su rutina de balanceo y
canturreo. La muchacha se acercó lentamente a él intentando entablar una conversación.
-¡Eh!. Hola. Yo ….
Inmediatamente se dio cuenta que algo no iba bien. Aquel chico tenía la mirada perdida.
Movió la palma de la mano enfrente de sus ojos intentando captar la atención. Sus intentos
fueron vanos. Daniel continuaba encerrado en su mundo emitiendo su ininteligible canción.
La chica dio media vuelta y salió a paso rápido de la casa. Una vez fuera comenzó a hacer
señas con los brazos hacia el bosque llamando a alguien.
-¡Carlos!. ¡Carlos!. ¡Ven corre!.
La figura de un hombre apareció entre los arbustos. Pertenecía a un chico delgado, alto,
con aspecto dejado y descuidado. El muchacho se acercó a la casa corriendo, lleno de
curiosidad.
-¿Qué pasa Ana?. ¿No hay nadie?.
-No te preocupes, no hay peligro. ¡No te imaginas lo que he encontrado!. Este tío está
ido. Es lo que nos dijo el cojo, está pirado.
-¿Cómo?. ¿Está aquí?. ¿Lo has visto?
-Sí ven, sígueme. Está allí sentado en el suelo –señaló la muchacha con el dedo.
-¿Este tío se ha metido un chute o qué? –dijo el muchacho achuchando a Daniel con el
pie.
-No lo sé, está así desde que lo he visto –contestó la chica.
-Mejor, esto facilita las cosas. Vete al coche y trae la cuerda que hay en el maletero.
La muchacha fue hasta el vehículo mientras su compañero inspeccionaba los cajones del
mueble del comedor en busca de dinero y objetos de valor sin dejar de controlar a Daniel
con el rabillo del ojo. El cojo le había advertido que este tío estaba mal de la cabeza y no
quería llevarse sorpresas.
Cuando volvió la chica del coche, tomaron la cuerda y comenzaron a atar las muñecas del
muchacho. Éste impasible, continuaba con su balanceo canturreando su mantra interno.
-¿Has visto cuánta sangre seca? –preguntó Ana un poco sobresaltada-. ¿Cómo se
habrá hecho esta herida?.
-¡Y yo que sé tía!. Se abriría la cabeza con un golpe. ¡Vete a saber!. Supongo que
cuando dicen que alguien está loco es por que hace cosas así.
-Este tío me da un poco de pena. ¿A ti no? –preguntó Ana con curiosidad.
-No seas tonta, míralo de esta forma: si este tío hubiese estado bien, nosotros le
habríamos tenido que pegar un golpe, o pincharle, o amenazarlo para poderlo atar. ¡Todo
ese trabajo nos lo hemos ahorrado! –argumentaba Carlos.
-¿No te remueve la conciencia?.
-Oye tía, estás muy rara últimamente. Te estás volviendo muy pija. Antes no tenías
tantos remilgos, te arrimabas a cualquier tío que te pudiese proporcionar un chute. ¡No me
digas que a estas alturas la conciencia no te va a dejar dormir!.
-No, no es eso… Es que…. –titubeaba la chica.
-¡Qué nada, venga!. Yo sé lo que tú necesitas para olvidarte de la conciencia y la
vergüenza –le dijo el chico abalanzándose cariñosamente a la muchacha-. ¡Vamos Anita
no te hagas ahora la estrecha!.
-¡Déjame en paz sobón!. Vamos a buscar el dinero y a marcharnos cuanto antes de
aquí. No me gusta nada esto de la sangre y lo del tío loco éste.
-¿Por qué no vas a la cocina y pillas algo de comer?. Tengo hambre. Yo mientras
buscaré algo en los cajones –propuso Carlos.
-Bueno, pero… Vigila y no pierdas de vista a este tío, por favor, me da mucho yuyu
todo esto. No me fío del loco.
-¡Qué miedica te has vuelto tía!. Tranquila nena que estás conmigo y no te pasará nada.
La muchacha fue en busca de la cocina mientras Carlos comenzó registrando los bolsillos
de Daniel. Allí encontró la cartera pero apenas había dinero, sólo una tarjeta de crédito. Si
no conseguía el código secreto, aquella tarjeta serviría únicamente para pagar en las
máquinas automáticas del parking, los peajes de la autopista y en pocos sitios más. En
cualquier caso no se arriesgaría a usarla donde pidiesen la identificación. No quería dejar
abierta la posibilidad de ser pillado. Cuando se cansase de utilizar la tarjeta siempre le
quedaba el recurso de venderla en el mercado negro.
-¡Eh tú!. ¡Zumbado!. ¿Cuál es el número de la tarjeta? –preguntó Carlos zarandeando a
Daniel.
Éste continuaba haciendo caso omiso. Carlos le propinó un puñetazo en las costillas. El
muchacho se tambaleó pero ni siquiera se inmutó.
-Ya me lo contarás tío, no tengo ninguna prisa. Dispongo de todo el tiempo del mundo.
El intruso continuó con el registro de los cajones. Sólo encontraba cosas sin valor, papeles
y nada más. Fue en busca de los dormitorios a la planta de arriba, allí posiblemente se
encontrarían las joyas de oro. La gente suele guardar estas cosas en alguna cajita o un
joyero hortera depositado encima de la peinadora. Subió las escaleras dando grandes
zancadas, sin preocuparse ni lo más mínimo por Daniel. Ése estaba en otra órbita.
Ana volvió desde la cocina con una botella de vino y embutidos que encontró en el
refrigerador.
-¡Carlos!. ¡Carlos!. ¿Dónde estás?.
Miro alrededor y allí sólo estaba Daniel con su movimiento de balanceo inmutable. Su
muda y perdida presencia ponía nerviosa e inquietaba a la muchacha.
-¡Será imbécil el tío!. Me ha dejado sola con el zumbado y eso que se lo he advertido
antes. ¡Carlos!. ¿Dónde estás? –gritó la chica.
-Estoy aquí arriba en los dormitorios –contestó una voz procedente de la planta
superior.
Ana depositó las cosas en la mesa y subió deprisa hacia los dormitorios.
-¿No te había dicho que no me dejaras sola con el loco ése?.
-¡Bah!. No pasa nada, ese tío está ajilindrado. Si tuviese ganas de mear se lo haría
encima. Por cierto… Ahora que estamos aquí… ¿Por qué no nos pegamos un revolcón?
–propuso rodeándola con los brazos.
-¡Qué pesado eres!. ¡Yo lo que quiero es marcharme de esta casa lo antes posible!.
¿Qué tengo que hacer para que entiendas eso?. Después ya haremos todo lo que tú
quieras. ¡Oye!. ¿Te has fijado que están casi todos los vidrios de la casa rotos?.
-Sí. Han sido rotos desde fuera. ¿Ves?. Los fragmentos de los vidrios han caído dentro
de la habitación, eso quiere decir que los han roto desde fuera. Mira aquí hay una piedra.
-Sí, sí, ya veo –contestó la muchacha indiferente sin fijarse en los detalles que estaba
describiendo Carlos-. ¡Encuentra algo de una vez y vámonos de aquí!.
-¡Pues lo tenemos crudo!. Todavía no he visto nada. Si no encontramos pasta u oro,
nos llevamos la tele y el radio-cassete, yo creo que los podemos pasar.
-¡No seas ridículo!. ¿Qué quieres?. ¿Montar un rastrillo el domingo y venderlos? –
comentó la Ana en tono sarcástico-. Son trastos muy viejos, nadie va a dar nada por ellos.
-Da igual pero ya que tenemos el coche aquí podríamos aprovechar. ¿Digo yo? –
propuso Carlos.
-Bueno, haz lo que quieras pero hazlo pronto.
-Ana, mira tú en el otro dormitorio.
-De eso nada, yo me quedo aquí contigo y vamos buscando juntitos.
Recorrieron toda la planta superior. Registraron hasta el último rincón en el cual pudiese
haber escondido dinero o alguna joya. No hallaron nada, todos sus esfuerzos fueron
infructuosos. Tan sólo había una cartilla de una cuenta corriente y nada más.
Decepcionados por los malos resultados de su búsqueda, bajaron al comedor. Era difícil
que aquí encontraran algo más. El mueble del comedor ya había sido registrado
anteriormente por Carlos y tampoco había obtenido mejores resultados. En aquella casa
no había pasta.
Se dejaron caer en el sofá de golpe, desanimados por los paupérrimos beneficios que
iban a obtener de todo esto. De repente, Carlos se levantó llevado por la frustración y se
dirigió hacia Daniel. Sentado como estaba, lo tomó por la pechera y comenzó a sacudirlo
con violencia.
-¡Eh tú!. ¡Tarado!. ¿Me vas a decir dónde guardas la pasta o te lo tengo que sacar a
base de golpes?. ¿Respóndeme?. ¡Te estoy hablando!.
De un brusco giro lo tiró hacia el suelo. Furioso por la pasividad de Daniel, arremetió a
patadas contra él. El muchacho en el suelo con las manos atadas apenas si hacía nada
para evitar la lluvia de golpes. Era como golpear a un saco de boxeo, no devolvía el golpe,
no reaccionaba.
Ana totalmente horrorizada por la escena, tomó a Carlos y lo apartó con fuerza de Daniel.
-¡Deja al tío ya!. ¡No ves que está ido!.
-¡Nosotros sí que estamos locos por hacer caso al maldito cojo!. ¡Aquí no hay nada! –
gritó Carlos con furia en un intento de mitigar su frustración y enfado.
-Bueno cariño, no te pases ahora de vueltas –dijo Ana tratando de calmarlo-. Yo voy un
momento a la cocina, traigo un poco de pan, comemos y nos largamos de aquí.
La chica volvió de la cocina con el pan en la mano y se sentó en el sofá con su compañero.
-Carlos, pásame el cuchillo.
-¿Qué cuchillo?.
-El que traje antes.
-¡Tú alucinas tía!. Aquí no hay ningún cuchillo.
-Mira debajo de la mesa a ver si se ha caído, estoy segura que lo traje antes junto con
el embutido.
-Aquí no hay nada.
-¿Y debajo del sofá?.
-Venga tía, paso de tirarme al suelo a buscar un maldito cuchillo. Levanta el pandero,
vete a la cocina y tráete otro cuchillo. De paso, mira si hay alguna birra por ahí, yo no
quiero vino.
-Estoy segura que traje un cuchillo. ¿No lo tendrá ése? –sugirió Ana con evidente
preocupación señalando a Daniel-. ¡Sólo con pensarlo me pongo enferma!. Carlos, tengo
miedo.
-¡Ja! ¡Ja!. ¡Miquimiques!. Eso tiene arreglo, pequeña.
Seguidamente el muchacho se levantó, tomó a Daniel por la parte de atrás del cuello de la
cazadora, lo arrastró hasta uno de los cuartos que daban al comedor y cerró la puerta.
-¿Ves que fácil?. ¡Ya no hay loco a la vista!.
La muchacha volvió de la cocina con el cuchillo y una cerveza en la mano. Ella prefería
beber vino. Carlos tenía un hambre atroz, no había comido nada durante todo el día.
-Después de esto, tranquilamente nos metemos un chute, un revolcón y nos vamos.
-Mira, yo después del susto de ver al tío éste y de lo del cuchillo, prefiero que nos
marchemos cuanto antes de aquí. Pienso que es lo mejor. No sea que nos pillen. Luego en
el coche hacemos todo lo que tú quieras –propuso la muchacha-. Además, está
anocheciendo y podemos parar el coche en cualquier rinconcito tranquilo, ya me
entiendes...
-¡Vale!. ¡Cómo tú digas!. Pero lo del cuchillo es una tontería que se te ha metido a ti en
la cabeza. Seguro que ha caído debajo del sofá.
-Sí... Bueno, ya no sólo es eso. ¡Es todo!. No estoy tranquila aquí.
-Pero si tan nerviosa te pones, me termino la birra y nos piramos.
-Sí, sí, por favor.
-¡Hum!. ¡Espera!. Antes de irnos, tengo todavía que preguntarle al tarado por el número
secreto de la cartilla y el de la tarjeta de crédito. A lo mejor no hemos perdido el tiempo y
podemos sacar algo de pasta.
De repente, una mano agarró el pelo de la chica por detrás pegándole un fuerte tirón,
haciendo que su cabeza quedase apoyada contra el respaldo del sofá. A la vez, otra mano
empuñando un cuchillo mantenía la punta de la hoja apretada contra su cuello.
-Si mueves un pelo le rajo la garganta –amenazó Daniel.
Carlos se quedó pálido por la sorpresa, era lo último que hubiese esperado en ese
momento.
-¡Maldito cabrón!. ¡Suéltala o te juro que te mataré!. –gritó Carlos con rabia
-Muévete y me la cargo. ¡Va en serio!. Pon los brazos hacia delante con las muñecas
juntas. ¡Obedece! –gritó Daniel apretando un poco más el cuchillo contra el cuello de la
muchacha.
Ana no se atrevía ni a pestañear, el terror quedaba reflejado en su rostro. Lo que más
había temido, estaba ocurriendo en esos momentos. El loco se había despertado y estaba
allí amenazándolos de muerte.
Daniel soltó el pelo de la chica sin dejar de presionar con la hoja del cuchillo en el cuello.
Sacó del bolsillo de la cazadora una cinta adhesiva ancha de tela plástica y se la tiró a
Ana en el regazo.
-Remángate -le ordenó a Carlos-. Y tú, quítale el reloj y encíntale los brazos desde las
muñecas hasta los codos.
La chica obedeció sin pestañear, torpemente y con los ojos vidriosos a punto de llorar,
comenzó a encintar los brazos de su compañero quedando estos juntos e inmovilizados.
Carlos miraba fijamente a su agresor, la furia se vislumbraba en el brillo de sus ojos. Si las
miradas fuesen puñales que pudiesen herir, Daniel en esos momentos estaría
descuartizado.
La muchacha terminó de hacer su trabajo. No podía cortar la resistente cinta, aunque lo
intentó hasta con los dientes. Daniel en un movimiento ágil y rápido pegó un pequeño
corte en la cinta y rápidamente devolvió el cuchillo de nuevo a su posición amenazante en
el cuello de la muchacha.
-¡Ya está!. ¡Ahora tú levántate! –ordenó a Carlos-. Toma esa silla, gírala hacia aquí y
siéntate.
El muchacho obedeció de mala gana. Daniel pegó un tirón de pelo a Ana.
-¡Vamos muévete!. ¡Levanta! –le gritó a la muchacha sin dejar de intimidarla.
Ésta tras quejarse y llevarse las manos al pelo por el tirón. Se levantó del sofá y le
acompañó hasta situarse detrás de la silla de su compañero.
-Pon la cinta cruzada por el cuello y el travesaño de arriba del respaldo de la silla. Que
quede todo bien fuerte que te estoy vigilando.
La chica comenzó a encintar el cuello de su compañero contra la silla.
-¡Más fuerte te he dicho!.
-¡Ya lo hago!. Si le apreto más se va a ahogar –protestó la muchacha.
Un brillo especial en los ojos de Daniel delataba que estaba disfrutando contemplando la
humillación de sus enemigos. De nuevo tenía él el control y el poder. Era una sensación
que no dejaba de fascinarle. Sentirse todopoderoso, que nada ni nadie pudiera hacer algo
contra él, poseer en sus manos el destino de los demás, no importarle el resto del mundo,
ni sus normas, ni sus consecuencias. Sólo él y lo que le rodeaba. ¡Eso era poder!.
Ana terminó de amarrar a Carlos. Ahora le tocaba el turno a ella. Daniel le encintó los
brazos juntos e hizo que la muchacha se sentara en otra silla, a la cual la encintó por el
cuello al igual que a su compañero.
La chica no hizo nada por reaccionar, lo daba todo por perdido y cualquier cosa que
pudiese hacer para evitar su destino no era una buena idea en estos momentos.
Daniel arrastró la silla y la colocó respaldo contra respaldo con la silla de Carlos. Tomó de
nuevo la cinta y dio con ella dos vueltas alrededor de los cuellos de la pareja quedando
unidos.
-¡Ya sois una sola pieza! –dijo Daniel sonriente y satisfecho de su trabajo-. No podéis
escapar.
Carlos podía escuchar los sollozos de Ana a la vez que le atormentaba un tremendo
sentimiento de culpabilidad acompañado por la rabia generada por su propia impotencia
ante la situación.
-¿Qué va a pasar ahora?. Nadie sabe que estamos aquí. ¿Qué va a ser de nosotros? –
se lamentaba con pesadumbre la muchacha.
-El cojo sabía que íbamos a venir. ¿Verdad?.
-¡Ése es más acojonado que tú! –exclamó la chica con rabia-. ¡Yo me quiero ir de
aquí!.
Daniel se había marchado momentos antes y ahora volvía de la despensa con una botella
de whisky barato, un vaso y una cinta de música en la mano que tomó de encima del
mueble del comedor.
-¡Habéis tenido suerte!. Está la botella casi llena. Vamos a poder tener una buena fiesta
todos juntos.
Retiró el tapón de la botella y pegó un corte en la parte de arriba para quitar la válvula
antirrelleno.
Colocó la cinta y encendió el viejo equipo. Una música extraña, generada con
instrumentos de cuerda comenzó a sonar inundando todo el espacio. Los cantos que
acompañaban a la música eran ininteligibles, una especie de sonido gutural que poseía
una cadencia obsesiva.
Los intrusos no lo sabían, pero se trataba de música tuvaniana procedente de una región
oriental de Siberia, en concreto de la república mongólica de Tuva, de ahí su nombre.
Daniel compró esta música por casualidad en una muestra sobre la antigua Unión
Soviética. Se podía encontrar de todo en aquella exposición: trapos, gorros, uniformes,
medallas, insignias, bebidas típicas, música folklórica y todo lo más variopinto de la
URSS.
Un buen día, se puso a escuchar esta cinta. No conocía a priori qué tipo de música era ya
que la adquirió por lo llamativo de su carátula, compuesta ésta por una foto de un grupo de
mongoles con sus atuendos típicos, acompañados de sus caballos enanos, enmarcado
todo el grupo en un impresionante paisaje con picos nevados como fondo y rematada la
imagen con los consabidos caracteres cirílicos en color rojo llamativo que identificaban
inequívocamente su procedencia soviética.
Desde el día que escuchó esta música por primera vez, la usaba cuando necesitaba
interiorizarse. El ritmo monótono de su melodía, así como lo incomprensible de su letra,
hacía perfecta esta música como un mantra para aislarse de lo mundano.
Daniel llenó un vaso de whisky y se lo puso en la boca a Carlos. Éste apretaba los labios
negándose a beber.
-¡Bebe! –le ordenó al prisionero.
El muchacho seguía negándose. Daniel tomó el cuchillo y presionó con fuerza en la
garganta de Ana.
-¡Carlos, por Dios!. ¡Bebe! –gritó la chica con desesperación.
El muchacho comenzó a beber y tragar en contra de su voluntad.
-¡Más!. Tienes que terminarte todo el vaso.
Aquel whisky barato poseía demasiada graduación. Conforme el líquido iba bajando hacia
el estómago, Carlos sentía el calor producido por el escozor del alcohol. Al tercer o cuarto
trago, la garganta y el esófago ya estaban insensibilizados haciendo más cómoda la
ingesta del líquido abrasador. Por fin el muchacho terminó de beberse el contenido del
vaso.
-¡Ahora te toca a ti! –dijo Daniel aproximando un vaso lleno a Ana.
La chica comenzó a beber un poco, pero aquello le estaba quemando la garganta.
-¡Yo no pienso beber más porquería de ésta!.
La muchacha giraba bruscamente la cabeza cada vez que le aproximaba el vaso. Daniel
no se inmutó lo más mínimo. Se dirigió a la rústica chimenea, tomó un hierro largo y
ennegrecido que estaba enganchado en la pared y que se usaba en el invierno para atizar
los carbones encendidos de la lumbre. Se situó al lado de Carlos y golpeó con furia sobre
su cuerpo. Una y otra vez, otra vez más.
Al muchacho le pilló de sorpresa y no le dio tiempo de doblar los brazos para protegerse.
Por la forma en que tenía encintados los brazos, fueron estos a la altura de los bíceps los
que recibieron el impacto de los golpes. El muchacho se quedó curvado sobre sí mismo
con las rodillas levantadas y los brazos flexionados contra el pecho. Una mueca de dolor
se dibujó en sus labios y un hilo de saliva quedó suspendido en el aire. Carlos tosía y
gemía de dolor, sintiéndose impotente, humillado, roto y sufriendo el dolor punzante en los
músculos de los brazos.
Ana quedó blanca por la sorpresa y la impresión que le causó la acción de Daniel.
Hasta ahora éste sólo se había limitado a las amenazas. No obstante, estaba bastante
claro que a aquel individuo no le producía el más mínimo remordimiento causar dolor a
nadie. Estaba chiflado y ellos cometieron la solemne tontería de venir a tocarle las pelotas.
Encima Carlos se había pasado antes con él pegándole, seguro que eso lo cabreó mucho
más. Lo fácil que hubiese sido marcharse cuando aún estaban a tiempo. ¡Pues no!. El
imbécil de Carlos se tenía que parar a comer algo allí en la casa y ahora mira como se
encontraban los dos por culpa suya. Eso sólo le ocurría a tontas como ella por estar
siempre acompañadas de fracasados –se reprochaba Ana en su mudo lamento.
Daniel volvió a tomar el vaso con la bebida y cuando éste lo acercó de nuevo, Ana no tuvo
reparo de bebérsela. A partir de este momento, un permanente fluir de lágrimas recorría el
rostro de la chica. Ésta comenzaba a ser consciente de lo incierto de su destino.
Aquel tipo estaba loco, no sabía que iba a hacerle todavía pero para una chica siempre se
puede esperar lo peor. Sólo podía apelar a la conciencia y los sentimientos humanos de
su agresor pero aquel tipo no parecía que tuviese de eso. Pronto estaría borracha por
culpa del alcohol ingerido y entonces podría hacer con ella lo que quisiese porque no
podría ofrecer ninguna resistencia. Ése era el cruel destino que se le avecinaba.
-¡Bienvenidos a mi fiesta duendecillos! –exclamó animadamente el anfitrión.
Daniel bebió un par de tragos largos directamente de la botella, chorreándole parte del
líquido por la comisura de los labios salpicándole en el pecho. Subió el volumen de la
música y comenzó a bailar solo, girando sobre sí mismo, levantando los brazos al aire con
balanceos de cintura ejecutando unos movimientos rítmicos que se asemejaban mucho a
las danzas rituales de los indios norteamericanos. La música sonaba, sonaba, sonaba. El
muchacho bailaba alrededor de los intrusos en una grotesca danza de alucinado.
La música tuvaniana era obsesiva, pieza tras pieza, se iba colando en los cerebros, como
una lombriz que va barrenando el suelo escarbando su túnel poco a poco pero sin
descanso. Daniel estaba entrando en éxtasis.
Los prisioneros comenzaban a sufrir los efectos del alcohol. Un sopor acalorado surgía
desde el interior de sus cuerpos hacia sus mentes. Los pensamientos iban cada vez más
lentos. Una sensación de estar flotando entre algodones les invadía. Carlos ya no sentía
dolor en los brazos, tenía la cabeza echada hacia un lado para poder ver y controlar al
danzante aunque su visión se estaba volviendo por momentos cada vez más confusa. Ana
no dejaba de llorar y de lamentarse calladamente, cada vez con menos fuerza. Ahora tenía
los ojos hinchados de llorar y sus lamentos apenas eran audibles. Ya no le quedaban
lágrimas para seguir humedeciendo sus mejillas.
Daniel se acercó de nuevo a ellos con la botella en mano, se la colocó a Carlos en la boca
y éste bebió un largo trago sin rechistar. Le tocó el turno a Ana, quien también bebió una
buena cantidad. Era inevitable lo que estaba ocurriendo, no valía apena resistirse. Ya era
demasiado tarde para ello.
_
7. A tirar la basura
_
Eran casi las once de la noche. ¡Hora de tirar la basura antes que fuese más tarde!. Las
voces no habían aparecido todavía y era un alivio. Daniel en estos momentos estaba
ocupado, tenía cosas que hacer y no las necesitaba para nada.
Se colocó la cazadora y buscó entre los bolsillos de los prisioneros hasta que encontró las
llaves del coche. Fue al vehículo, lo arrancó, encendió las luces y dejó las puertas del lado
del acompañante totalmente abiertas. Volvió a la casa, tomó el cuchillo y cortó la cinta que
unía a los prisioneros por el cuello. A continuación siguió cortando todas las cintas que
aprisionaban a Ana hasta liberarla totalmente.
Carlos quería protestar, intimidar al agresor, pero apenas si podía mantener una raya
abierta entre los párpados de sus ojos que le proporcionara un hilo de visión de lo que
estaba sucediendo, no le salían las palabras, los efectos del alcohol no le permitían
coordinar sus movimientos, estaba totalmente embriagado y la cabeza prácticamente se
balanceaba a su libre antojo.
La chica fue arrastrada hasta el coche tomada por detrás pasando los brazos por debajo
de las axilas hasta el pecho. Cuando bajaron los escalones de la entrada, los talones de la
muchacha chocaron contra los peldaños dando pequeños botes hacia los lados,
describiendo un movimiento carente de vida, como si hubiesen sido las piernas de un
maniquí de madera que rebotasen tras chocar contra los escalones. La muchacha estaba
floja, sin fuerzas tan siquiera para abrir los ojos. Daniel la depositó en el asiento delantero
del vehículo en la posición del acompañante. No le costó mucho manejarla, la verdad es
que no era gran cosa y pesaba bien poco.
Retornó de nuevo a la casa a por Carlos. Cortó con el cuchillo todas las cintas adhesivas y
se las retiró. El chico no puso ninguna resistencia, se encontraba profundamente dormido
y embriagado, era como manejar un saco de patatas. Lo arrastró hacia el vehículo. Se
notaba que era más pesado que la chica, en un par de veces estuvieron a punto de perder
el equilibrio y caer. Iba a ser más difícil colocarlo a él en el interior del coche que a la
chica.
Por fin, tras un breve esfuerzo, llegó hasta el vehículo, tumbó el cuerpo en el asiento
trasero y desde el otro lado tiró de él hasta que lo tuvo casi completamente dentro.
Después, rodeó el vehículo de nuevo, metió las rodillas y el resto de las piernas dentro.
¡Listo!. Ya estaba todo preparado para dar una pequeña vueltecita.
¡Vaya asco de coche tiene esta gente! –exclamó Daniel al sentarse frente al volante-.
Estaba todo sucio, lleno de polvo, papelajos y ceniza de cigarrillos por todos los sitios.
Además, olía a cuadra fermentada, no era de extrañar, aquellos dos no tenían pinta de
otra cosa.
Arrancó el vehículo y tomó la carretera que conducía al pueblo. Tras rebasarlo continuó por
la carretera general. No había recorrido ni un par de kilómetros desde el pueblo cuando
detuvo el coche. Se quedó por un instante quieto, pensativo. La iluminación producida por
los faros de otro vehículo que circulaba en sentido opuesto y que apareció de sopetón
saliendo de la curva, lo sacó de su lapsus mental.
-No, aquí no. Está demasiado cerca, será mejor en “la cola de lagartija”.
Reanudó de nuevo la marcha. De vez en cuando, intentaba controlar a sus acompañantes
echándoles una rápida y furtiva mirada. Con Ana no había problema, la tenía sentada en el
asiento de al lado, pero a Carlos tuvo que tumbarlo en el asiento trasero y la verdad era
que no le podía ver, sólo debía estar atento a si se incorporaba o no.
Tal vez había sido una tontería librarles prematuramente de las ataduras. Pero no podían
circular en el coche con los brazos encintados ya que, por lo que él recordaba del pasado,
en las noches de los fines de semana, en esta carretera solían situarse controles de
alcoholemia de la policía y si los paraban, no sería un problema que sus acompañantes
estuviesen borrachos, sin embargo, hubiese sido mucho más difícil por qué llevaban los
brazos encintados.
Al poco tiempo de arrancar de nuevo el vehículo, se escucharon en el asiento de atrás
unos ruidos espásmicos.
-¡Uuoc!. ¡Uuoc!.
Un tremendo olor a vómito se extendió por el interior del habitáculo. Daniel intentó bajar el
vidrio, pero no existía manivela, sólo tuvo oportunidad de girar un poco el triángulo
delantero de su ventanilla, lo justo para permitir que entrara una bocanada de aire fresco y
helado. Aquello era insoportable. Tuvo que parar el vehículo y, puerta tras puerta, bajar el
resto de los vidrios. Carlos había vomitado todo lo que llevaba dentro. Posiblemente al ir
embriagado y tumbado en el asiento de atrás, se mareó con las curvas. Al entrar Daniel de
nuevo al vehículo, volvió a tomar contacto con el olor denso y fermentado del vómito, a
punto estuvo él de vomitar también, pero al iniciar la marcha, la corriente de aire producida
por el movimiento del vehículo mitigó la concentración del olor.
-¡Qué más cosas pueden pasar hoy! –se quejaba con asombro.
La monotonía era una constante que en los días pasados se había adueñado de su vida,
pero esta última semana podía ser todo menos monótona. Era bueno porque le hacía
sentirse vivo, le daba una razón de existir, no obstante, este tipo de eventos y sorpresas no
eran de lo que más le gustaban.
Al fin llegó a su destino, una curva cerrada, sin protección, haciendo bajada y peraltada al
revés, además, desembocaba a un desnivel de unos siete u ocho metros de altura. Era
una curva de las primeras del grupo de “la cola de lagartija”.
Paró el vehículo en el último tramo de la recta previa, cambió a Carlos de asiento. ¡Ufff!.
Aquello era asqueroso, había vomitado en parte encima del pecho y era muy difícil
moverlo sin mancharse. Lo tomó por detrás y tras medio arrastrar como pudo el cuerpo, lo
sentó en el asiento del conductor.
Ahora debía preparar el resto de la escena. Subir los vidrios, apagar las luces para que no
puedan detectar el vehículo por la noche, motor encendido, ocupantes sin el cinturón de
seguridad. El vehículo era viejo y no poseía airbag esto era bueno para sus propósitos,
punto muerto y freno de mano quitado, ruedas rectas apuntando en dirección al desnivel
dirigiendo linealmente al vehículo hasta que saliese de la curva precipitándose hacia la
caída.
La pendiente era demasiado suave como para imprimir la suficiente velocidad inicial al
vehículo. Daniel tuvo que empujarlo desde la parte de atrás, dando una carrerilla hasta que
el coche adquirió la necesaria velocidad e inercia para circular por sí solo y no pararse
hasta llegar a su destino.
El coche con sus ocupantes cayó por el desnivel de la curva. Se escuchó un sonido brusco
y seco. ¡Plofff!. Era el sonido producido por la estructura del vehículo chafándose al recibir
el impacto contra el suelo tras el salto. A continuación, sonó el claxon ininterrumpidamente.
¡Meeec!.
-¡Mierda! –exclamó Daniel, sensiblemente contrariado. ¡Nunca pueden salir las cosas
bien!. ¡Se va a enterar todo el mundo!.
Era evidente que no lo había previsto todo, tal y cómo él creía. Apagó las luces para que
fuese más difícil en la oscuridad apreciar que había habido un accidente y ahora el claxon
se ponía a sonar en el silencio de la noche pudiendo delatar la caída del vehículo y el lugar
del suceso.
Puso rumbo a casa a paso ligero, no sabía cuanto tiempo iba a pasar antes que alguien
descubriese lo ocurrido. Cada vez que escuchaba el sonido de un vehículo o veía que se
aproximaban los faros de algún coche o moto se agazapaba para evitar poder ser visto en
las proximidades del accidente y que lo relacionasen con el mismo.
Al llegar a la casa subió hasta el dormitorio y se echó vestido encima de la cama. Sólo se
desprendió de los zapatos con la ayuda de la punta de los pies quitándoselos
perezosamente mientras estaba tumbado. No podía conciliar el sueño. Se encontraba
demasiado excitado como para dormir. Poco a poco las voces tornaban a su mente. No
quería escucharlas, quería dormir.
Se levantó y fue hasta el comedor en busca de la botella de whisky barato, todavía había
quedado algo de líquido. Iba andando descalzo y estuvo a punto de clavarse algunos
vidrios rotos de la ventana que permanecían esparcidos por el suelo.
Sus pies iban dejando un rastro de huellas húmedas de sudor en el frío suelo. Cuando
volvió al cuarto de nuevo, notó que en el ambiente había un fuerte olor dulzón a pies. Tomó
los zapatos y los lanzó de mala gana al pasillo. En la habitación hacía frío, el relente y la
humedad de la noche se habían abierto paso a través de la ventana rota. Con cuidado de
no cortarse, cerró las contrapuestas de madera, mañana ya pondría un plástico o un
cartón para tapar el hueco del vidrio roto.
Botella en mano y vestido como estaba, se enfundó dentro de la cama. Ahora sólo era
cuestión de beber, olvidar y dormir. ¡Mañana sería otro día!.
Despertó por la mañana envuelto en la oscuridad de la habitación, no tenía ni idea de qué
hora era. Sentía un malestar generalizado, la resaca mañanera, el estómago pegado, la
boca apestando y los vasos de los ojos inyectados en sangre, le recordaban que la noche
anterior bebió en demasía.
Tras unos minutos de remoloneo perezoso en la cama, se levantó para comer algo. Al salir
de la habitación vio su imagen reflejada en el espejo del fondo del pasillo. ¡Qué aspecto
tan tétrico y desaliñado tenía!. Primero comería, después se asearía y vestiría con ropa en
mejor estado.
No desayunó mucho, la apatía era la tónica a sufrir durante el día de hoy. Tanto era así,
que después de comer se metió de nuevo en la cama para holgazanear un rato más. Al
final, concilió de nuevo el sueño y estuvo un par de horas más durmiendo. Al despertar,
poseía un talante más dinámico y vigoroso, el descanso había sido de provecho.
Intentaba recordar todo lo que sucedió el día anterior pero algunas lagunas se
presentaban en su memoria, aunque los hechos más significativos tales como: la pedrada,
los intrusos, la fiesta y el accidente, los tenía bien presentes y era consciente de todos
ellos.
Ahora lo que más le picaba la curiosidad era el tema del accidente. ¿Lo habría
descubierto alguien ya?. Tal y como se suele decir en las películas policíacas, los
delincuentes siempre vuelven al lugar del delito. ¡Pues bien!. Él también iba a volver para
ver como estaba la cosa, intentaría ser más inteligente que los de las películas y otearía la
situación desde la protección que le aseguraba la distancia, no quería proporcionar a
nadie una excusa para que le atribuyese la autoría de aquello ni levantar la más mínima
sospecha entorno a su persona.
Existían dos formas de llegar hasta el lugar del accidente: podía bajar hasta el pueblo y
desde allí ir por la carretera o bien deshacer el camino de la noche anterior caminando
paralelamente a la carretera a través del bosque y llegar hasta el grupo de curvas. Daniel
escogió esta segunda opción, era la más apropiada para pasar inadvertido.
Cuando se iba acercando al punto de destino, pudo ver cómo por la carretera se
aproximaban una dotación de la policía y una ambulancia, no llevaban las sirenas
encendidas por lo que supuestamente no debían de tener mucha prisa. Ahora él subiría la
colina que estaba delante de él y desde la cima podría observarlo todo dado que aquel
emplazamiento quedaba justo enfrente del desnivel, en el lado opuesto a la carretera.
Ascendió cansinamente hasta allí. Efectivamente, tal y como él había sospechado antes al
ver pasar los vehículos policiales por la carretera, el accidente había sido descubierto.
Un lateral de la vía se hallaba cortado y los vehículos pasaban alternadamente en ambas
direcciones. Una especie de camión grúa estaba extrayendo el coche del barranco, los
bomberos habían colocado eslingas de acero enganchando al vehículo siniestrado para
levantarlo.
Daniel se sentó tranquilamente en este emplazamiento para contemplar la escena. Desde
allí se controlaba todo. Había mucho movimiento en torno al accidente: un policía dirigía el
tráfico, otros dos estaban tomando medidas con una cinta métrica muy larga, una
ambulancia grande, una furgoneta de los bomberos, un camión grúa y cinco o seis
personas vestidas de paisano pululando por allí en medio.
Subieron el amasijo de hierros con precaución. La parte trasera estaba intacta pero la
parte frontal había quedado arrugada hacia atrás y el vehículo quedó achatado como si
hubiese colisionado frontalmente contra un muro.
Una vez ascendido y asegurado, comenzó la sesión de fotos. Los bomberos intentaron
sacar los cuerpos de los dos ocupantes pero éstos habían quedado aprisionados dentro.
Se intentó de varias formas en vano, no pudieron ser extraídos por la luneta delantera del
vehículo que había desaparecido, ni por la parte trasera del habitáculo. Los bomberos
cortaron las puertas y el montante central con unas pinzas hidráulicas y unas abrasivas de
disco para abrirse paso hasta el interior.
Cuando por fin sacaron los cuerpos, los depositaron encima de una especie de sábanas
metálicas de aluminio de color plata por un lado y oro por el otro. Una nueva sesión de
fotos dio comienzo, a los cuerpos les esperaba un par de ataúdes de zinc a pie de la
ambulancia.
La actividad alrededor del accidente era efervescente, cada individuo haciendo una cosa
diferente, en apariencia descoordinados pero nada más lejos de la realidad, sólo que la
labor de cada uno de ellos era distinta. Todos trabajaban persiguiendo dos objetivos en
común: saber que era lo que había ocurrido allí y restablecer el orden lo antes posible.
Daniel estaba entretenido y desde la distancia podía observarlo todo pasando
relativamente desapercibido, todos se encontraban atareados realizado su cometido.
No había público, tampoco existía posibilidad de congregarse en el poco espacio libre y
angosto que había quedado alrededor de la curva. Únicamente los conductores y
ocupantes de los vehículos, a su paso, tenían la escasa oportunidad de dar una mirada
rápida al accidente en un fugaz intento por enterarse de cual era el motivo por el que les
habían hecho esperar tanto tiempo en la carretera, a la vez que intentaban satisfacer su
propia curiosidad.
En la zona en la que se situó, sentado en el suelo, hacía un poco frío, estaba bajo la
sombra de los árboles y los rayos del sol no habían podido desalojar todavía la humedad
desprendida por el relente de la noche.
Daniel dobló las piernas hacia el pecho, colocando la barbilla apoyada en las rodillas y las
rodeo con los brazos. Se sentía cómodo y bien. Comenzó a balancearse hacia delante y
atrás tímidamente. Una melodía iba emergiendo desde su interior y finalmente terminaba
emanando por sus mudos labios.
-Brilla, brilla sirenita.... Destellos de rojo carmesí.... Mata, mata cuchillita.... Allí donde
roja sangre vi....
-Roja sangre carmesí.... Brilla mortal cuchillita.... Allí dónde te vi.... Corre blanca
ovejita....
-Corre pequeña nenita.... Brilla blanca ovejita.... Canta, canta sirenita.... Destellos de
estrellita.
El estribillo se repetía en su mente como un disco rayado.
-Corre pequeña nenita.... Brilla blanca ovejita.... Canta, canta sirenita.... Destellos de
estrellita.
-Corre pequeña nenita.... Brilla blanca ovejita.... Canta, canta sirenita.... Destellos de
estrellita.
Con la mirada fija en el accidente, el balanceo rítmico del cuerpo al compás de la canción,
el estribillo sonando en su interior, un momento de placer, un momento de evasión.
En el lugar del suceso.
Un coche de color negro, sin ningún tipo de identificación especial, acaba de parar. En él
llegó el inspector Ruiz, encargado de las pesquisas.
-Buenos días inspector.
-Hola buenos días. ¿Qué?. ¿Se sabe ya lo que ha pasado aquí?.
-Más o menos... El juez ordenó el levantamiento de los cadáveres.
-¿Sabemos ya de quién se trata?.
-Sí, se trata de Carlos “el anguila” y de su novia la Ana, viejos conocidos nuestros.
-Ya veo.... ¿El vehículo era robado?.
-No, según los papeles era del propio anguila. Como ve, ha quedado muy fastidiado y
hemos preferido subirlo para examinarlo aquí arriba con más detalle.
-¡Bien hecho!. ¿El vehículo cayó por ahí? –continuó interrogando el inspector.
-Sí.
-¡Hum!. Parece un poco extraño. ¿Usted qué opina?.
-Es cierto lo que usted dice inspector. No se trata de un accidente normal, por eso le he
hecho llamar. En mi opinión, es un homicidio en toda regla, además, el asesino ha sido
todo un chapucero.
-¿En qué te basas para afirmar eso?.
-Según los bomberos, si el coche circulando se hubiese salido de la carretera, la
parábola descrita por la trayectoria habría hecho que el vehículo impáctase contra el suelo
en un punto mucho más alejado que donde realmente ha caído. Por el contrario, el coche
cayó completamente a plomo, lo que quiere decir que llevaba muy poca velocidad. En la
carretera no se aprecian marcas de frenadas, es por ello que nos hace sospechar que fue
empujado. ¡Venga conmigo! –ambos se dirigieron a la parte trasera de lo que quedaba
del vehículo-. ¿Ve aquí?. Si se agacha un poco, a trasluz aprovechando los reflejos, lo verá
mejor. Esas son las huellas del individuo que empujó el vehículo, se distinguen claramente
en este lateral y aquí arriba. Ahora mire a los matorrales del filo, verá que apenas están
chafados, si el vehículo hubiese ido rápido los habría arrancado y, sin embargo, sólo están
un poco aplastados.
-Ya entiendo.... -reflexionó el inspector pensativo-. El asunto comienza a estar bastante
claro. Encárguese qué no se pierdan estas huellas, pueden ser una pista muy valiosa.
Seguro que son del algún pringado de los que tenemos en ficha.
-Ahora mismo vienen para aquí los de la científica para echar un poco de polvo y tomar
las huellas.
-Muy bien, según parece comenzamos la semana con marcha. ¿Sospechamos quién
ha podido ser o el móvil? –preguntó con curiosidad el inspector.
-No, la verdad es que estos dos eran unos mataíllos y sólo trapicheaban para
conseguirse sus dosis diaria y nada más. Hemos encontrado una cartilla de banco y una
tarjeta de crédito a nombre de un tal Daniel Aguirre en el bolsillo interior de la cazadora del
anguila. ¡Vete a saber de dónde lo han sacado!.
-Habla con el director de la sucursal a ver si no tienen inconveniente de darte la
dirección del Daniel ése. Si se niega, tendremos que hacer el papeleo para solicitar
oficialmente la información.
-No creo que haya problema, el director de la sucursal es un tío enrrollaete. ¡Es
coleguilla mío!.
-Explícale de qué va el tema, cuando oyen la palabra asesinato suelen colaborar
enseguida y de esa forma nos evitaremos el papeleo y los trámites. Cuando tengas la
dirección del tal Daniel, envía una patrulla para que lo interroguen, a ver si tenemos suerte
y podemos averiguar algo pronto. Este tipo de incidentes en los pueblos producen mucho
jaleo y no quiero tener a la prensa local moscardeando tras mi oreja. Mira también que
ese Daniel no haya presentado en comisaría una denuncia por robo o asalto. No me
gustaría que fuéramos por ahí haciendo el ridículo.
-¡Ya había pensado en ello inspector!.
-Bueno, entonces no tengo nada más que hacer aquí. Me marcho. ¿Te quedas tú a
cargo de esto?.
-No se preocupe jefe, ya me encargo yo de todo esto. ¡Jefe!.
-¿Sí?.
-Sería bueno que fuese a saludar al juez. Anda por ahí hablando con los bomberos. Ya
sabe que le gusta sentirse importante y a nosotros siempre nos está haciendo favores.
-¡Llevas razón!. No hay motivo para ser descortés.
-¡Jefe cuidado!. No hable de fútbol, al Real se lo pasaron ayer por la piedra y lo
machacaron en su propio campo.
-¡Gracias muchacho por el consejo!. Evitaré en lo posible el tema. ¡No sé que haría yo
sin ti!.
_
8. El encuentro
_
Daniel continuaba sumergido en su mundo interior envuelto en su melodía y su balanceo.
-Corre pequeña nenita.... Brilla blanca ovejita.... Canta, canta sirenita.... Destellos de
estrellita.
-Corre pequeña nenita.... Brilla blanca ovejita.... Canta, canta sirenita.... Destellos de
estrellita.
Una sombra que se agitaba en ambos sentidos, se interpuso entre los ojos del muchacho
y la escena del accidente. Un ligero zarandeo en su hombro y el escuchar su nombre, lo
rescataron de su mundo interior.
-¡Daniel!. ¡Daniel!. ¿Te encuentras bien?.
El chico miró al recién llegado con cara de alucinado, todavía no le había dado tiempo a
reaccionar.
-¡Hey Daniel!. ¡Soy yo!. ¡Mateos!.
-¡Vaya el maldito duende otra vez con su estúpida barba! –exclamó el muchacho
decepcionado ante la visión-. ¿No te dije la última vez que aparecieras con forma de
mujer?.
El visitante hizo caso omiso a los comentarios del muchacho y se sentó en el suelo al lado
suyo.
-Por un momento me has asustado. Estabas ausente canturreando algo ininteligible,
balanceándote como si estuvieses en otro mundo.
-Ya....
-He estado en la encina como siempre, esperándote un rato, al ver que no aparecías
decidí marcharme. Cuando volvía vi el accidente y quise acercarme para observar lo
sucedido.
Daniel le lanzó una mirada llena de hastío. No le importaba ni lo más mínimo lo que aquel
ser le estaba contando.
-¡Mira por dónde te encuentro aquí!.
-¡No lo entiendo!. No lo entiendo, no lo entiendo. Si sales de mi mente... ¿Porqué me
estás esperando en ningún sitio?. Si formas parte de mí... ¿Porqué no sabes dónde
estoy?. ¡No lo entiendo! –argumentó el muchacho lleno de frustración.
-Los duendes no podemos explicarlo todo Daniel.
El chico permaneció totalmente indiferente ante aquella respuesta.
-¿Quieres que hablemos de algo? –preguntó Mateos intentando captar su atención de
nuevo-. Vamos.... ¡Cuéntame al menos que ha pasado aquí!.
-Un accidente.
-Eso ya lo sé. Díme algo que yo no sepa. Tú llevas más rato aquí que yo.
-No paran de ir y venir gente, cada uno haciendo lo suyo, como las hormigas en los
hormigueros y las abejas en los panales.
-Si, es verdad. Todos están haciendo algo y cada uno una cosa diferente.
-No es cierto, todos hacen lo mismo, trabajan con un objetivo común –puntualizó Daniel.
-¿Qué quieres decir?.
-Todos trabajan en beneficio de los dos muertos para que no acaben pudriéndose y sus
gusanos se esparzan por los alrededores.
-¡Ah!. ¿Ha habido muertos y todo? -preguntó Mateos animadamente.
-Sí, una pareja –contestó Daniel.
-¿Cómo puedes saber que era una pareja si desde aquí no se puede ver bien?.
-Porque los conozco. Se llaman Carlos y Ana.
-¿De qué los conoces?. ¿Del pueblo?. ¿Son colegas tuyos?.
-No, anoche hicimos una fiesta juntos en mi casa.
-¿Cómo es que ellos fueron a tu casa? –interrogó Mateos totalmente intrigado por lo
que estaba escuchando.
-Querían dinero pero.... ¡Yo no tengo dinero!.
-Perdona Daniel, ahora soy yo quien no entiende nada. ¿Ayer fueron a tu casa para
pedirte dinero y terminasteis celebrando una fiesta?.
-Sí pero ella lloraba mucho y a mí no me gustan las chicas que lloran.
A Mateos se le iba poniendo cara de preocupación. Cuando menos, era bastante
sospechosa la explicación que le estaba dando el muchacho. Tenía miedo de seguir
preguntando, se temía lo peor pero era necesario llegar hasta el fondo de la cuestión.
¿Qué tenía que ver Daniel con aquella pareja?.
-¿Qué ocurrió después de la fiesta? -continuó Mateos con sus pesquisas-. ¿Se
marcharon de tu casa?.
-No, yo vine con ellos. Estaban durmiendo y no podían conducir.
Mateos hizo una rápida composición mental de la escena. Nada bueno había ocurrido la
noche anterior y Daniel estaba involucrado en todo aquello. ¡Seguro que tenía mucho que
decir sobre el accidente y lo que allí aconteció!.
-¿Quieres que bajemos y se lo contamos todo a la policía?. A lo mejor les puedes
ayudar en su labor.
-No, no quiero hablar con nadie.
-¡Vamos hombre!. No va a pasar nada, verás como nos tratan muy bien.
-No, no quiero ir, hay enfermeros y a mí no me gustan los enfermeros.
Daniel se estaba encabezonando y comenzaba a enfurecerse poco a poco ante la
insistencia de Mateos. Éste se incorporó y estaba tomando del brazo al muchacho para
ayudarle a levantarse.
-Venga... Va... ¡Vamos!. Si están ahí mismo muy cerquita. No seas perezoso.
En un rápido y fugaz movimiento, Daniel sacó un cuchillo de cocina del bolsillo de la
cazadora y amenazó al visitante poniéndoselo a la vista, acompañando el gesto con esa
mirada de loco que él poseía. A Mateos tras ver los ojos desencajados del muchacho, le
bastó con esta insinuación, ésta por sí sola ya era suficiente advertencia. No necesitaba
más evidencias y podía predecir con toda seguridad qué podría pasar si permanecía más
tiempo allí.
Sin pensarlo dos veces, echó a correr en dirección opuesta al accidente, lástima que el
barranco no le permitiera ir derecho hacia la policía, sería la mejor forma de estar a salvo.
Se alejaba rápidamente de Daniel, mirando de vez en cuando instintivamente hacia atrás
para asegurarse que no le perseguía.
El pánico quedaba patente en su rostro. Tras la conversación mantenida con el muchacho,
Mateos tenía la certeza de ser un hombre de mucha suerte por continuar aún vivo. Aquel
chico estaba totalmente fuera de control y era muy peligroso. Si sus sospechas se
confirmaban, Daniel se habría cargado hasta el momento al menos a dos personas.
Mientras el muchacho, con la indiferencia que últimamente le caracterizaba, guardó el
cuchillo y de nuevo continuó observando la escena del accidente. A continuación
lentamente, volvió a rodear sus piernas con los brazos y continuó con su melodía:
-Corre pequeña nenita.... Brilla blanca ovejita.... Canta, canta sirenita.... Destellos de
estrellita.
-Corre pequeña nenita.... Brilla blanca ovejita.... Canta, canta sirenita.... Destellos de
estrellita.
Transcurrido un rato de estar allí balanceándose, perdió interés por la escena, se levantó y
retornó a su casa.
Al llegar a las cercanías de su casa, observó que había una mujer en los alrededores.
-¡Más intrusos! –pensó Daniel-. ¿Cuándo me van a dejar vivir en paz estos malditos
duendes?.
Sacó el cuchillo del bolsillo y se dirigió hacia ella dando grandes zancadas.
La mujer enfrascada en lo que estaba haciendo, tardó en ver que el muchacho se estaba
aproximando. Cuando se percató de su presencia y del cuchillo, dio un respingo y salió
huyendo hacia el bosque mientras gritaba algo que no llegó a entender Daniel.
-¡Ramiro!. ¡Ramiro!. ¡Corre!. ¡Corre que está aquí!.
El muchacho miró hacia la vivienda y le pareció ver una figura que le observaba desde una
de las ventanas del piso superior. Raudo y veloz entró en la casa y cerro la puerta
asegurándola. Seguidamente se dirigió a la planta superior, no quería que este duende se
le escapase como lo hizo la mujer.
Una vez llegó arriba, todo estaba en silencio. Sólo escuchaba el palpitar de su corazón
internamente en sus oídos y el jadeo provocado por la rápida ascensión por la escalera.
-¿Dónde estará escondido? –se preguntó Daniel-. ¿Se habrá desvanecido?. No, no
tiene sentido. Si los duendes pudiesen hacer eso, la mujer y Mateos no habrían salido
corriendo despavoridos. Debe de estar aquí en algún sitio. Tal vez en estos momentos le
estaba observando por una rendija parapetado tras una puerta.
Continuó con el lento, metódico y escrupuloso registro de todas y cada una de las
habitaciones: abriendo y girando la puerta con precaución por si estuviese detrás, luego
mirando debajo de la cama y por último abriendo los armarios empotrados. ¡Este duende
no se le iba a escapar!.
Al llegar al dormitorio grande, ya quedaban pocos lugares dónde registrar. Debía ser
precavido porque seguro que estaba aquí y si no, no estaba en la casa.
Cuando abrió el armario recibió un impulso hacia atrás muy fuerte propinado por la puerta
que estaba siendo bruscamente empujada desde dentro. Daniel se tambaleó un poco
pero el golpe no consiguió desequilibrarlo por completo, él ya esperaba una reacción de
este tipo.
Alargó rápidamente el brazo y le dio tiempo a agarrar el extremo de un jersey de lana del
individuo que huía. Éste bruscamente se giró tirando de la prenda e intentando zafarse de
su agresor. Daniel hizo bailar con movimientos rápidos el cuchillo por delante del
individuo, casi le alcanza con la hoja en uno de los brazos.
En un brusco arranque, la víctima se libró de su agarre y salió corriendo en busca de las
escaleras. Un poco antes de llegar a ellas, fue alcanzado de nuevo por Daniel.
Ambos entrelazados comenzaron a forcejear tambaleándose a un lado y otro, las fuerzas
estaban muy equilibradas y ninguno de los dos conseguía derivar al otro. Aunque el
muchacho lo intentaba, el cuchillo no conseguía alcanzar su objetivo, el pánico
proporcionaba fuerza extra a la víctima como para forzar a mantener el cuchillo en el aire
suspendido y lo suficientemente alejado como para no alcanzarle.
En uno de los giros bruscos, se acercaron peligrosamente al filo de la escalera. El
individuo se desequilibró y, haciendo cabriolas, quedó agarrado al pomo de la barandilla
de la escalera con un pie en un escalón y el otro un par de ellos más bajo. Daniel
aprovechó este instante para arremeter contra él. Le propinó una fuerte patada en el
pecho que hizo que su víctima perdiera el equilibrio y se precipitara escaleras abajo
rodando sin control ni agarre posible.
Al llegar al final, se escuchó un golpe seco producido por el impacto contra el suelo. El
cuerpo quedó inmóvil, totalmente inerte en una posición grotesca y desarticulada. El
muchacho quedó sentado en los peldaños superiores de la escalera observando desde
arriba el cuerpo del intruso, éste no se movía. Esta visión no producía ningún tipo de
sentimiento en el chico, simplemente observaba al igual que se puede contemplar el vuelo
de las aves o el suave mecido de las olas del mar sin perseguir ningún objetivo final con
ello.
Al rato, aburrido y harto de esperar para que nada ocurriese, fue hasta la cama del
dormitorio grande y se tumbó en ella. Se encontraba apático, no entendía nada, todo en
este mundo era absurdo y cuantos más días pasaban, más cosas irracionales ocurrían a
su alrededor. Quería huir de aquí, volver a su mundo interior de paz, lejos de los hombres,
de los duendes y de las voces. En medio de estas cábalas mentales, Daniel quedó
profundamente dormido. Últimamente no dormía lo suficiente y cualquier momento de
sosiego era bueno para descansar.
Un coche paró en la puerta de la casa de Daniel. Bajaron tres jóvenes sigilosamente,
apenas hicieron ruido al cerrar las puertas del vehículo. Uno de ellos iba equipado con una
escopeta de caza, otro llevaba una gruesa cadena y el último, un trozo de tubería de hierro
vieja y oxidada. Estaba claro que las intenciones de aquellos individuos no eran nada
buenas.
Intentaron entrar por la puerta principal. Estaba atrancada y no pudieron abrirla. Tampoco
se esforzaron mucho en forzarla ya que el acceso era fácil por medio de las ventanas que
estaban abiertas de par en par.
Se colaron en el interior a través de una de las ventanas del comedor. Rápidamente
identificaron el cuerpo caído y fueron prestos a su auxilio. El hombre herido había
recobrado levemente el conocimiento aunque continuaba aturdido y desorientado. Un
fuerte dolor en el pecho le oprimía y le obligaba a respirar con dificultad. Posiblemente
tuviese el esternón fisurado y también alguna que otra costilla fracturada como
consecuencia de su rodadura por la escalera.
Dos de los recién llegados, tomaron al hombre lesionado y con cuidado se lo llevaron al
coche. La tarea no era fácil, a cada movimiento el accidentado se lamentaba
quejosamente, a esto había que añadir que uno de los ayudantes era cojo por lo que se
dificultaba más aún las labores de ayuda y traslado.
El tercero de los jóvenes, el más mayor, escopeta en mano registró con precaución la
planta inferior de la casa, al no encontrar rastro de Daniel, subió a los dormitorios. Al abrir
una de las puertas, lo vio allí tumbado en la cama, plácidamente dormido, tal y como si no
hubiese ocurrido nada. Se aproximó al durmiente lentamente, cuando llegó a su altura
levantó la escopeta y descargó un fuerte golpe con la culata en la cabeza del durmiente.
¡Qué mala suerte la de Daniel!. El culatazo fue a impactar en la misma zona en la que el
día anterior había recibido la pedrada. Para Daniel el golpe fue como una descarga
eléctrica, un instante y nada más, un abrir de ojos y antes que tomase conciencia de lo que
ocurría, sobrevino el desvanecimiento como consecuencia del dolor. No tuvo oportunidad
de luchar, de defenderse.
La brecha abierta de nuevo por el impacto de la culata del arma comenzó a sangrar
tímidamente. A continuación el agresor tomó el cuerpo, lo incorporó y lo sentó en el suelo.
Tenía que aguantarlo sujetándolo por un hombro porque el cuerpo se caía hacia los lados.
Reclinó el cuerpo de Daniel hacia delante, apoyó la escopeta en el suelo con el cañón
apuntando al rostro, le abrió con cuidado la boca y le introdujo el extremo de los cañones.
El cuerpo y el arma quedaron en un equilibrio semiestable. Continuaba siendo necesario
aguantar al cuerpo con una mano apoyada en un hombro.
Con la mano libre, el joven aprovechó el extremo de su propia camisa para borrar las
huellas del arma. Tras la operación de limpieza, tomó la mano de Daniel y pasó el dedo
pulgar por la presilla de los gatillos. Movió la palanquita del seguro del arma y presionó
con decisión sobre el dedo accionando los dos gatillos a la vez.
-¡Boom! –tronaron los cañones de la escopeta.
El impulso del impacto hizo que el cuerpo de Daniel cayera estrepitosamente hacia atrás.
Un gran charco de sangre comenzaba a formarse en el suelo.
El asesino no le dedicó tan siquiera una mirada al cuerpo inerte. Nadie puede sobrevivir a
esto, eso era evidente por lo que era del todo innecesario mirar al cadáver para
confirmarlo, no deseaba tener esparcidos en su conciencia para el resto de sus días la
imagen grabada de la cabeza destrozada y los sesos.
Lo que había hecho, hecho estaba. Aquello redundaba en beneficio de la familia, eso era
lo importante, lo demás era superfluo.
Cuando el joven bajaba las escaleras corriendo, llegó estrepitosamente desde el exterior
uno de los jóvenes, el cojo, con cara de preocupación y asombro tras haber escuchado el
disparo.
-¿Qué ha pasado ahí arriba?. ¡Hemos oído la escopeta!.
-Daniel me ha quitado el arma y se ha suicidado. Yo no he podido hacer nada por
evitarlo.
-¡Suicidado!. –exclamó el cojo con perplejidad- ¡Vámonos por Dios!. No sea que con el
ruido del disparo venga alguien y nos encuentre aquí.
-Sí corre. Tenemos que marcharnos cuanto antes.
Salieron corriendo despavoridos de la casa, arrancaron el coche y velozmente
desaparecieron de la escena del crimen en dirección al pueblo.
Cuatro días después.
Una comitiva de vecinos van a pie hacia el cementerio acompañando a la familia Paimero
en su dolor.
Delante, un coche fúnebre con el féretro marcha a velocidad lenta, detrás, el párroco, la
familia y las fuerzas vivas del pueblo seguidos en masa por el gentío.
La noticia del suicidio del muchacho llegó de sopetón a los habitantes de la villa pero era
algo fácilmente predecible. El chico estaba mal de la cabeza, ya había tenido problemas
con la gente del pueblo y sólo era cuestión de tiempo para que pasase algo.
Mejor de esta forma, que se haya suicidado y no que hubiese matado a alguien inocente
del pueblo. Éste era el sentir generalizado aunque nadie se atrevió a realizar esta
afirmación delante de la familia del fallecido.
Dos abuelas muy mayores permanecían sentadas en la puerta de una de las casas de la
calle por la que transcurría la comitiva fúnebre. Cuando llegó el vehículo mortuorio a su
altura, se incorporaron con dificultad por culpa de los achaques de la edad y se
santiguaron. Guardaron silencio hasta que los miembros de la familia del fallecido, en su
lento caminar, las sobrepasaron. En ese momento volvieron a santiguarse de nuevo en
señal de respeto y duelo.
Cuando la familia se encontró a una distancia razonable, pudieron comenzar a hablar
sobre el tema, antes no hubiese estado bien, primero es necesario presentar los respetos
al difunto y a la familia.
-¡Parece mentira lo que ha pasado!. ¡Tan joven y con toda una vida por delante!.
-Yo no hubiese querido una vida así.
-La cruz era de los padres. Ya ingresaron al muchacho hace tiempo en una clínica
porque les pegaba. Ahora que lo habían soltado, no trabajaba ni nada. Sus padres lo
temían por eso vivían lejos de él y cuando tenían que ir a la casa a hacerle las faenas,
traían al loquero aquel de la ciudad, el que vestía siempre de verde, ése que tenía la barba
tan ridícula, para que entretuviese al chaval y estar avisados si volvía antes de tiempo a la
casa, dándoles la oportunidad de alejarse y que no los pillase allí.
-¡Es verdad!. La cruz es siempre para los padres. ¿Has visto que cara tenía la madre?.
Estaba desconsolada y destrozada.
-Pues a mí me han dicho que el Ramiro cuando se enteró de lo sucedido, se desmayó
de la impresión y cayó rodando por la escalera.
-Pues no sé que decirte yo. No me imagino al Ramiro llorando por la muerte del
muchacho.
-¿Quién lo encontró muerto?. ¿Los padres?
-Dicen que fue la policía la que lo encontró.
-¿Qué hacía la policía allí?. ¿Alguien los había llamado?.
-¡No que va!. La policía sospechaba que el chico había matado a la pareja del coche.
-¡Ave María Purísima!. ¡Las cosas que hay que oír en esta vida! –exclamó
escandalizada una de las viejas.
-Dicen que la policía iba a interrogarlo cuando lo encontraron muerto en el dormitorio.
-¡Ah claro!. Si fue él el que mató a aquella pareja, ahora se explica por qué se suicidó.
-Bueno, eso es lo que comenta todo el mundo en el pueblo.
-No está bien hablar mal de los muertos cuando todavía no reposan en el campo santo.
Esta noche habrá que encender una velita y rezar un rosario por él para que su alma no
venga a lamentarse y hacernos compañía por las noches –recomendaba una de las viejas
haciendo eco del saber popular.
-Sí, sí. ¡Qué descanses en paz muchacho!. ¡Qué Dios sea contigo! –las viejas volvieron
a santiguarse por última vez y se retiraron con sus sillas al interior de la casa.
La comitiva continuó su lento caminar hasta llegar al cementerio y concluir el acto del
entierro.
Al sellar el nicho con la losa de cemento y la lápida, se enterraba a Daniel y con él, su
historia, sus pensamientos, sus voces y sus duendes.
_
9. Epílogo
_
Un mes y medio más tarde.
_
En el bar de la plaza mayor del pueblo, punto de reunión de los hombres al atardecer.
Los hombres juegan por las tardes a las cartas y al dominó en el “bar mayor” tras una larga
jornada de trabajo. Acompañan el entretenimiento con unas cervezas y unos cortos de vino
tinto.
Este local céntrico es el concentrador de la información para los hombres, al igual que el
mercadillo lo es para las mujeres, pero mientras estas últimas chismorrean, los hombres
en el mayor, se ponen al día y hablan de los temas importantes y transcendentales del
pueblo.
En una de las mesas de cartas, en medio de una de las partidas, surge una conversación
acerca de los Paimeros y en relación a la mala racha que sufrieron durante el último año.
-Mi señora me ha dicho que los Paimeros se marchan a final de semana a otro pueblo
en Córdoba –dejó caer la noticia uno de los jugadores.
-¿Se lo ha contado la Teresa? –preguntó otro de los presentes que observaba la
partida.
La pregunta tenía la clara intención de validar la fuente de información. No sería la primera
vez que un bulo infundado nacía en una de estas mesas propagándose como algo cierto y
verídico.
-¡Pues claro!. ¿Quién si no se lo iba a decir?. Además, le ha pedido a mi mujer que le
guarde todas las cajas de cartón y periódicos viejos para embalar cosas. Nosotros
recibimos muchos artículos en la tienda y siempre nos sobran cajas que tenemos que tirar
a la basura.
-Con la racha de mala suerte que lleva esa familia, yo también me marcharía de este
pueblo.
-Lo de mala suerte lo dirás por el suicidio del hijo mayor, porque por lo demás parece
que les va muy bien. Me han contado que se han comprado una casa, en el pueblo donde
van, que tiene tres plantas con una terraza enorme y un patio interior que es más grande
que la mitad de esta sala.
-¿Habrán vendido alguna de las tierras? –apuntó alguien como una posibilidad.
-¡No lo creo!. Si las hubieran puesto en venta yo sería el primero en saberlo, saben que
estoy interesado en ellas y que quiero ampliar las mías. Nadie les iba a ofrecer un mejor
precio que yo –aseguro otro de los jugadores.
-No tenéis ni pajolera idea de lo que estáis hablando –dijo uno de los hombres que en
ese momento se encontraba fuera del corro de la mesa.
-¡Hombre abuelo Juan!. Instrúyanos con su sabiduría histórica.
-Tengo la garganta seca y una copita de chinchón seco me iría muy bien para
humedecerla un poco. Ya sabéis.... –el abuelo dejó la frase en suspenso para que se
sobrentendiese y con la clara intención que alguien le invitase a la copa.
-¡Pepe!. ¡Ponle un chichón seco al abuelo de mi parte!.
-¡Que sea doble! –especificó el viejo aprovechándose de la ocasión.
Al instante apareció el camarero con una copa y, tras entregársela en mano al viejo, tomó
asiento con el grupito que se había congregado alrededor de la mesa. Mientras tanto, el
viejo no había soltado ni palabra, hasta que la copa no estuviese en la mesa no iniciaba el
relato. Los presentes ya daban por sentado esto, así que nadie lo incitó para que
comenzase a hablar.
-Bien... Empecemos por el principio que la historia trae mucha mandanga. La Teresa
es viuda y casada en segundas nupcias con Ramiro. El muchacho que se ha muerto es
hijo de su primer marido Antonio Aguirre. Por eso el muchacho se llamaba Aguirre y no
Paimero como el resto de sus hermanos aunque claro, los aquí presentes, ignoráis los
apellidos del chaval. Durante su corto matrimonio, Teresa y Antonio vivieron en el pueblo
de Torrados. Las malas lenguas dicen que se casó preñada pero que luego se enamoró
de Ramiro, su actual marido y, que ambos, envenenaron a Antonio mezclándole polvos
para matar a las hormigas, que contiene arsénico, con la medicación que él tomaba para
el pecho, ya que Antonio padecía muchos dolores con su enfermedad. Al cabo de poco
tiempo, en uno de sus arrechuchos, se quedó tieso en el sitio.
-O sea, que se cargaron al marido y después vinieron aquí. ¿Nadie se dio cuenta del
envenenamiento? -preguntó uno de los oyentes con curiosidad.
-No, el hombre hacía tiempo que estaba muy fastidiado de salud y nadie se extrañó de
su muerte. La gente del pueblo, al ver que la mujer se recuperaba tan pronto de su
pérdida, comenzaron a sospechar que algo raro había sucedido. ¡En los pueblos se
acaba sabiendo todo!. Primero Teresa y Ramiro estuvieron una temporada en Torrados
sin vivir juntos, pero todo el pueblo comenzaba a hablar y a señalarlos con el dedo.
Entonces, se casaron deprisa y corriendo. Abandonaron el pueblo y se vinieron a vivir aquí
cuando más o menos Daniel, el muchacho que se ha muerto ahora, empezaba a andar.
-Abuelo, esto que está explicando es muy fuerte. No se lo estará inventando para
tomarse una copita gratis. ¿Verdad?.
-No, todo esto me lo ha contado a mí el primo de mi mujer que era chatarrero y recorría
esos pueblos comprando los trastos viejos que la gente quería vender. Un día, cuando
estuvo aquí en mi casa de visita, los reconoció cuando iban paseando y me contó toda la
historia. ¡Y aún hay más...!.
-Si lo que explique merece la pena, luego al final, le invitamos a otra copa abuelo–
propuso uno de los presentes para animar al viejo a continuar con el relato.
-Muy bien... ¡Pero me habéis prometido una más! –recalcó el viejo antes de proseguir
con la historia-. El abuelo del niño se marchó exiliado a Suiza cuando la guerra civil y allí
consiguió una buena posición. Ganaba mucho dinero, enviando parte a su mujer en
España para criar al hijo que había dejado aquí.
El hombre rehizo su vida allí en aquel país y no apareció por aquí nunca más, sólo enviaba
dinero para criar al retoño y con ello daba por cumplidas sus obligaciones como padre. Es
más, ni siquiera hizo acto de presencia en el entierro de Antonio.
Cuando nació Daniel, su único nieto, le hizo beneficiario de una gran cantidad de dinero y
de una dotación mensual para su manutención. Este dinero lo estuvo gestionando la
Teresa y la suma daba más que suficiente como para poder vivir una familia pequeña sin
tener que pasar penurias. Gracias al dinero de la asignación del muchacho, ella ha podido
sacar adelante a todos sus otros hijos, porque como ya sabéis, todo lo que el Ramiro toca
se lo bebe y no entrega dinero en casa. Y ahora que el muchacho está muerto....
-¿Qué pasa? -preguntó con interés alguien del grupo.
-¡Pues nada!. ¡Mejor que mejor!. Es lo suyo. Es lo que estoy tratando de explicar.
Resulta que según las condiciones del testamento del abuelo, el muchacho debía recibir la
asignación hasta tener los veinticinco años y después dejaba de recibirla porque tomaba
posesión de toda la cantidad de dinero que su abuelo había depositado en su momento
en la cuenta de Suiza y de todos los intereses acumulados en estos años. Una vez muerto
el muchacho, la única beneficiaria de todo ese dinero es la madre, o sea, la Teresa. Total,
como tampoco el chaval estaba muy bien de la cabeza han solucionado dos problemas de
un golpe, se han quitado el estorbo de encima a la vez que han trincado el dinero.
-¡Bah abuelo!. Todo lo que cuenta es pura fantasía. Se piensa que somos críos para
creernos esa historia. ¿Qué?. ¿La historieta del dinero también se lo ha contado el
chatarrero?.
-¿De dónde pensáis que sacaban el dinero para el muchacho?. ¿De lo que gana
Ramiro? –añadió el viejo para hacer recapacitar a los presentes y justificar su versión-.
Además, me lo ha contado mi cuñada. La hija de su vecina trabaja de asistenta de
limpieza en la oficina del notario que es el depositario y gestor del acuerdo.
Se hizo un momento de silencio. Daba la impresión que la fuente de la información era
sólida. En ese caso, lo que explicaba el viejo comenzaba a tomar tintes de realidad.
-Estoy seguro que a este chaval también lo estaban envenenando para volverlo loco.
¿Qué edad tenía?. ¿Veintitantos ya? –añadió el viejo.
-Sí por ahí debía rondar. Yo pienso que le faltaba alguno todavía para los veinticinco.
-Sí..., pero el chaval estaba completamente ido de la chaveta.
-¿Estás seguro de eso? –planteó el viejo.
-La verdad... Yo.... -el hombre quedó dubitativo-. No, pero todo el mundo decía que
estaba chiflado.
-Fíjate en esto –continuaba el viejo en defensa de su versión de los hechos-, los
chavales del pueblo a los que atacó en el bosque eran del grupo con el que va el hermano
pequeño. ¿Qué hacían esos allí de madrugada merodeando alrededor de la casa de
campo?. ¿Alguno de vosotros se ha hecho esa pregunta?
-¿Qué quieres decir?. ¿Qué los enviaron para pegar al muchacho?.
-No, yo no digo que fueran a pegarle, pero sí a incordiarlo y a meterle miedo en el
cuerpo para que no saliese de la casa o para que se marchase del pueblo.
-¡Esto ya sí que se lo está inventando abuelo!.
-No, no invento, sólo pienso y especulo. Pero... ¿Qué hay de la pareja que apareció en
el barranco?. También me lo he inventado yo. A esa pareja yo los he visto un montón de
veces con el otro hermanastro, el cojo y con compañías poco recomendables. Esos no
son de este pueblo y que casualidad, van y se estrellan borrachos cerca de la casa donde
está Daniel, cuando todos sabemos que esa chusma no bebe, que lo que hacen es
meterse otras cosas más fuertes en el cuerpo, al igual que el cojo. ¡Que menuda pieza
está hecha ése!
-¡Ande abuelo que se está usted pasando un poco!.
-Estoy seguro que todo esto tiene que ver con el chaval y su dinero. A ese muchacho lo
estaban envenenando echándole polvitos en la comida o en el vino, al igual que al padre.
Además, yo pienso que el pobre ni se enteraba porque lo más seguro era que lo hiciesen
cuando el chico se marchaba de excursión. Todos lo hemos visto por ahí andando solo y
sin meterse con nadie. Estoy seguro que durante las salidas del muchacho aprovechaban
para ir a la casa y prepararlo todo. Ya sabéis que para que Daniel no los pillase, pusieron
a aquel tío ése de la ciudad, el que fumaba en pipa y siempre vestía de verde. Así cuando
ellos estaban en la casa, tenían al chaval controlado y entretenido con el tipo ése. De esta
forma, sabían si volvía a casa antes de tiempo y se marchaban para que no los pillase allí.
-¡Menuda batallita se está inventando abuelo!.
-Pensadlo despacio y veréis como todo encaja. ¿No creeréis que soy capaz de
inventarme una cosa así por una copa?.
Los oyentes pusieron cara de circunstancia dando a entender que estaban predispuestos
a pensar que el relato era más bien una fantasía que no la pura verdad.
-¡Malditos ignorantes!. ¡Cazurros! –exclamó el abuelo con claros síntomas de enojo-.
¿Dónde ha quedado el respecto por las personas mayores?. ¿Qué?. ¿Alguien me va traer
la otra copa de chinchón?.
-Pero abuelo... Beber tanto no es bueno para usted, que ya está muy mayor y tiene que
cuidarse.
-Déjadme que yo decida lo que quiero hacer con mi salud y meteros en vuestros
asuntos. Yo prefiero morirme borracho que no como otros en este pueblo. Por cierto
hablando de morirse, si me traéis la copita os cuento la historia de .....


F I N

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