BLOOD

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domingo, 27 de junio de 2010

EL CAZADOR DE SUEÑOS -- STEPHEN KING - 4ª parte

EL CAZADOR DE SUEÑOS -- STEPHEN KING - 4ª parte



17




La entidad que ahora se denominaba a sí misma «señor Gray» (y que se concebía como tal) tenía un problema grave, pero al menos era consciente de tenerlo.

«Hombre prevenido vale por dos», decía Jonesy. Las cajas del almacén de Jonesy contenían dichos así a centenares, o a millares. Algunos, al señor Gray, le parecían incomprensibles (como «cada oveja con su pareja», o «a río revuelto, ganancia de pescadores»), pero «hombre prevenido vale por los dos» estaba bien.

El mejor resumen de su problema eran los sentimientos que le merecía Jonesy. Claro que ya era bastante grave tener senti­mientos. Podía pensar: «Ahora Jonesy está aislado y tengo el pro­blema resuelto; le he puesto en cuarentena como querían poner­nos a nosotros los militares. Me están siguiendo, o persiguiendo, pero, como no me falle el motor o tenga un pinchazo, ninguno de los grupos de perseguidores tiene muchas posibilidades de coger­me. Les llevo demasiada ventaja.»

Eran datos, verdades, pero insípidas. Lo sabroso era la idea de acercarse a la puerta que tenía aprisionado a su huésped a la fuerza y gritarle: «¿Qué? Estás jodido, ¿eh? ¿A que te he hecho una putada?» El señor Gray no veía ninguna relación con las putas, pero, dentro del arsenal de Jonesy, era una bala de calibre emo­cional bastante alto, con ecos de infancia profundos y satisfacto­rios. Después metería entre los dientes la lengua de Jonesy («que ahora es mía», pensó con innegable satisfacción) y le haría «una pedorreta de las buenas».

Respecto a los que le perseguían, tenía ganas de bajarse los pantalones de Jonesy y enseñarles el culo de Jonesy. Tampoco tenía mucho sentido, pero le apetecía.

El señor Gray se dio cuenta de que se le había contagiado el byrus de aquel mundo. Empezaba por las emociones, progresa­ba hacia la conciencia sensorial (el sabor de la comida, el placer salvaje pero indiscutible de hacer que el policía se partiera la ca­beza en la pared de baldosas del lavabo, con aquel «pum, pum, pum» que sonaba a hueco) y terminaba en lo que llamaba Jonesy «pensamiento elevado». Al señor Gray le parecía un chiste, como llamar comida reprocesada a la mierda o limpieza étnica al geno­cidio, pero el «pensamiento» no carecía de atractivos para un ser que siempre había formado parte de una mente vegetativa, de una especie de no-conciencia muy inteligente.

Antes de quedar aislado, Jonesy le había propuesto que re­nunciara a su misión y disfrutara siendo humano. Ahora el señor Gray estaba descubriendo el mismo deseo en su interior, a medida que su mente «no-consciente», que hasta entonces había sido ar­mónica, empezaba a fragmentarse y se convertía en un guirigay de voces encontradas, algunas de las cuales querían A, otras B y otras Q al cuadrado y dividido por Z. Lo previsible habría sido aborre­cer tanta chachara, considerarla una locura, pero empezaba a des­cubrir que no, que le iba la marcha.

Estaba el beicon. Estaba el «sexo con Carla», identificado por la mente de Jonesy como un gozo superlativo, con aportaciones tanto sensoriales como emocionales. Estaba conducir deprisa, ju­gar a billar en el bar de O'Leary, la cerveza y los conciertos en directo a todo volumen. Estaba ver el paisaje saliendo de la nie­bla en una mañana de verano. Y el asesinato, por descontado. Todo eso.

El problema del señor Gray era que, si no ejecutaba el plan deprisa, corría el peligro de no ejecutarlo. Ya no era byrum, sino el señor Gray. ¿Cuánto faltaba para decirle adiós al señor Gray y convertirse en Jonesy?

No, eso jamás, pensó. Pisó el acelerador, y el Subaru le dio lo poco que tenía. En el asiento de atrás, el perro soltó un ladrido agudo... y aulló de dolor. El señor Gray proyectó su mente y tocó el byrum que crecía dentro del perro. Crecía deprisa, casi demasiado. Otro problema: que los contactos mentales con el byrum no entrañasen ningún placer, ni gota de la calidez propia de los encuentros entre iguales. La mente del byrum se tocaba fría... repugnante...

— Como de extraterrestre —murmuró. Aun así la apaciguó. Era necesario mantenerlo dentro del perro hasta el momento de arrojar a éste al suministro de agua. Le haría falta tiempo para adap-tarse. El perro se ahogaría, pero el byrum aún tendría un plazo de vida para alimentarse del cadáver del animal hasta que llegara la hora. Sin embargo, en primer lu­gar había que meterlo en la tubería. Ya no faltaba mucho.

Mientras seguía conduciendo en dirección oeste por la 1-90, y veía pasar pueblos (de mala muerte, como decía, no sin afecto, Jonesy) como Westborough, Grafton y Dorothy Pond (ya esta­ba cerca, sólo faltaban unos setenta kilómetros), buscó algún si­tio donde guardar su nueva conciencia, para que no le incomodara ni le metiera en líos. Probó con los hijos de Jonesy, pero se arre­dró: dema-siado emocional. Volvió a intentarlo con Duddits, pero seguía estando en blanco. Jonesy le había roba-do los recuerdos. Acabó decidiéndose por el trabajo de Jonesy, que consistía en dar clases de historia, y su especialidad, dotada de una truculenta se­ducción. Al parecer, entre 1860 y 1865 Estados Unidos se había partido en dos, como las colonias de byrus antes del final de cada ciclo de crecimiento. Entre las causas, harto diversas, la principal tenía que ver con la «esclavitud», aunque volvía a ser como refe­rirse a la mierda o el vómito como comida reprocesada. «Escla­vitud» no quería decir nada. «Derecho de secesión», tampoco. «Proteger la Unión» no tenía sentido. En el fondo habían hecho lo que sabían hacer mejor: «enfadarse». Pero ¡a qué escala!

Mientras el señor Gray investigaba cajas y más cajas de arma­mento fascinante (balas de cañón, bayonetas, minas de tierra), se entrometió una voz.

beicon

Rechazó la idea, aunque se quejara el estómago de Jonesy. En efecto, le apetecía un poco de beicon, que era carnoso, graso y provocaba una satisfacción primitiva y física, pero no era el mo­mento adecuado. Quizá después de haberse librado del perro; entonces, si tenía tiempo antes de que llegaran los otros, podría comer lo que le diera la gana. Como si quería matarse de un em­pacho. Pero en otro momento. Pasando al lado de la salida 10 (sólo faltaban dos), se concentró en la guerra civil, en hombres azules y hombres grises corriendo por el humo, gritando y cla­vándose cosas en la barriga, dando culatazos en el cráneo a sus enemigos, con aquel pum pum puní embriagador, y...

beicon

Volvió a hacerle ruido el estómago. En la boca de Jonesy se dispararon chorros de saliva, y se acordó de Dysart's, las tiras marrones y crujientes en el plato azul, que se cogían con las ma­nos y tenían una textura dura, de carne muerta y sabrosa...

Tengo que pensar en otra cosa.

Sonó irntadamente una bocina que sobresaltó al señor Gray e hizo gemir a Lad. Se había equi-vocado de carril y se había me­tido en el «de adelantar», como lo identificaba el cerebro de Jo­nesy. Dejó paso a un camión grande con más potencia que el Subaru. Las ruedas del camión salpicaron el parabrisas del coche con agua sucia, haciendo perder visibilidad al señor Gray, que pensó: «Como te pille te enteras, gilipollas, a ver si te parto la cara, inútil, más que inútil, no sabes ni conducir, pedazo de»

bocadillo de beicon

Había sido como un disparo dentro de la cabeza. Se resistió, pero era diferente, con más fuerza. ¿Podía ser Jonesy? No, segu­ro que no. Jonesy no era tan fuerte. De repente, sin embargo, parecía que el señor Gray fuera todo estómago, un estómago va­cío que dolía y pedía comida. Seguro que tenía tiempo de hacer una parada y matar el hambre, porque si seguía así se saldría

¡bocadillo de beicon! ¡con mayonesa!

El señor Gray profirió una exclamación inarticulada, sin darse cuenta de que babeaba sin remedio.




18




—Le oigo —dijo Henry de repente, y se aplicó los puños a las sienes como si le doliera la cabeza—. ¡Jo, tío, cómo duele! Tiene

un hambre...

— ¿Quién? —preguntó Owen. Acababan de cruzar la frontera de Massachusetts. Delante del coche llovían rayas plateadas que desviaba el viento — . ¿El perro? ¿Jonesy? ¿Quién?

—El —di)o Henry—. El señor Gray. —Miró a Owen, y de repente le brillaba en los ojos una esperanza irracional — . Me parece que frena. Me parece que frena.




19




Jefe.

Justo cuando Kurtz estaba a punto de quedarse dormido por segunda vez, Perlmutter giró la cabeza (no sin esfuerzo) y le dijo algo. Acababan de superar el peaje de New Hampshire, donde Freddy Johnson había tenido la precaución de meterse por el automático. (Tenía miedo de que un cobrador humano se fijara en la peste que hacía dentro del Humvee, en que tenía rota la ven­tanilla de detrás, en el armamento... o en las tres cosas.)

Kurtz observó con interés, y hasta fascinación, el rostro su­dado y demacrado de Archie Perlmutter. ¿El anodino burócrata, el administrativo de maletín o tablilla, siempre repeinado y con la raya a la izquierda hecha como con regla? ¿El hombre que no conseguía evitar el uso de la palabra «señor»? Ni rastro de aque­lla persona. Pensó que la cara de Pearly, si bien demacrada, había ganado en otras cosas.

—Jefe, aún tengo sed.

Pearly dirigió una mirada anhelante a la Pepsi de Kurtz y se tiro otro pedo asqueroso. Freddy soltó un taco, pero con menos indig­nación que al principio. Ahora parecía resignado, casi aburrido.

—Perdona, nene, pero es mía. —Kurtz—. Y también tengo un poco de sed.

Perlmutter inició otra frase y la dejó a medias con una mue­ca de dolor. Volvió a tirarse un pedo, pero, si el anterior había sido de trompeta, éste fue una nota desafinada de flautín. Entrecerró los ojos y puso cara de pillo.

— Si me das de beber, te cuento algo que te interesa. —Pau­sa—. Algo que necesitas saber.

Kurtz se lo pensó. Llovía contra el lateral del coche, y entra­ba agua por la ventanilla rota. ¡Qué lata, por Dios! Se le había empapado toda la manga de la chaqueta, pero no tenía más reme­dio que aguantar. A fin de cuentas, ¿de quién era la culpa?

—Tuya —dijo Pearly, sobresaltando a Kurtz. Lo de leer el pensamiento ponía los pelos de punta. Tenías la sensación de acos­tumbrarte, pero de golpe notabas que no — . La culpa es tuya; o sea que dame algo de beber de una puta vez. Jefe.

—Ese vocabulario —rezongó Freddy.

— Si me dices lo que sabes, te doy lo que queda. —Kurtz levan­tó la botella de Pepsi y la agitó ante la mirada fija y torturada de Pearly.

En sus palabras no faltaba cierto desprecio humorístico hacia sí mismo. Kurtz había estado al frente de unidades enteras, y las había utilizado para cambiar el paisaje geopolítico de más de una re-gión. Ahora, de quien estaba al frente era de dos hombres y un refresco. Había caído muy bajo, y por Dios que la culpa era del orgullo. Tenía el orgullo de Satanás, y, si era un defecto, costaba renunciar a él. El orgullo era el cinturón con que aguantarse los pantalones después de haberse quedado sin pantalones.

— ¿Me lo prometes?

A Pearly le salió la lengua de la boca, una lengua con pelusa roja, y lamió sus labios agrietados.

—Si es mentira, que me muera aquí mismo —dijo Kurtz con solemnidad — . ¡Coño, chavalín, léeme el coco!

Pearly le miró fijamente, y Kurtz casi notó sus dedos dentro de la cabeza (ahora con pelusa roja debajo de cada uña). Era una sensación asquerosa, pero la soportó.

Perlmutter debía de haber quedado satisfecho, porque asintió con la cabeza.

—Ahora capto más —dijo. Entonces se le redujo la voz a un susurro confidencial y horrorizado — . ¿Sabes que se me está co­miendo? Se me come los intestinos. Lo noto.

Kurtz le dio unas palmaditas en el brazo. Estaban pasando al lado de una señal de bienvenidos A massachusetts.

—Tranquilo, nene, que te cuido yo. Te lo he prometido, ¿no? Mientras tanto, dime qué recibes.

—El señor Gray para. Tiene hambre.

Kurtz, que había dejado la mano en el brazo de Perlmutter, se lo apretó con más fuerza, convirtiendo sus uñas en garras.

— ¿Dónde?

— Cerca de su objetivo. Es una tienda. Jonesy sabe que vienen Henry, Owen y Duddits. Por eso ha hecho que pare el señor Gray.

La idea de que Owen diera alcance a Jonesy/señor Gray pro­dujo pánico a Kurtz.

—Escúchame bien, Archie.

—Tengo sed —se quejó Perlmutter—. ¡Cabrón, que ten­go sed!

Kurtz le puso la botella de Pepsi delante de los ojos, pero apartó la mano de Perlmutter en cuanto la vio acercarse.

—¿Henry, Owen y Duddits saben que Jonesy y el señor Gray han parado?

Perlmutter gritó de dolor y se cogió la barriga, que volvía a inflársele.

— ¡Sí, ya lo saben! ¡Duddits ha ayudado a Jonesy a meterle hambre al señor Gray! ¡Lo han hecho entre él y Jonesy!

—Esto no me gusta —dijo Freddy.

Anda, guapo, ni a mí, pensó Kurtz.

—Jefe, por favor —dijo Pearly—, que me muero de sed.

Kurtz le dio la botella y miró con mala cara cómo se la bebía.

—495, jefe —anunció Freddy—. ¿Qué hago?

— Cógela —dijo Perlmutter—. Y luego la 90 hacia el oeste. — Soltó un eructo, ruidoso pero por suerte inodoro — . La cosa quiere otra Pepsi. Le gusta el azúcar. Y la cafeína.

Kurtz meditó. Owen sabía que su presa había parado, al me­nos un rato. Ahora Owen y Henry acelerarían para aprovechar al máximo el margen de entre noventa y cien minutos. Por lo tan­to, también debían acelerar ellos.

Los polis que se cruzaran en su camino tendrían que morir.

Dios los tuviera en su gloria. El desenlace, fuera cual fuese, esta­ba cerca.

—Freddy.

— Sí, jefe.

—Pisa a fondo. Dale caña a este trasto, y que te lo pague Dios. Venga, a fondo.

Freddy Johnson hizo lo que le ordenaban.




20




No había establo, corral ni cercado, y en el escaparate no había ningún letrero anunciando cerveza cebos bebidas lotería, sino una foto del embalse de Quabbin. Por lo demás, la tiendecita no se diferenciaba de la de Gosselin: la misma vía de acceso cutre, la misma suciedad en los muros, la misma chimenea torci­da goteando humo en el cielo lluvioso, y la misma bomba de ga­solina oxidada. La bomba tenía apoyado un letrero donde ponía: NO HAY GASOLINA. CULPA DE LOS MOROS.

Por ser noviembre, y dada la hora, el único ocupante de la tien­da era el dueño, un tal Deke McCaskell que se había pasado toda la mañana pegado al televisor, como la mayoría de la gente. La co­bertura informativa (estaba compuesta casi por entero de repeticio­nes y, como tenían acordonada aquella zona del norte, las únicas imágenes buenas eran de armamento de tierra y aire) había tenido como colofón el discurso del presidente. Deke llevaba muchos años sin ejercer su derecho al voto, pero su opinión del presiden­te (y del último follón electoral; ¿qué pasaba, que abajo no sabían contar?) era bajísima: le tenía por un hijo de puta melifluo, de poco fiar y dentudo (aunque la mujer era guapa), y consideraba que el discurso de las once había sido el bla bla bla de siempre. A su modo de ver, todo debía de ser un montaje calculado para asustar al con­tribuyente y que diera el visto bueno al incremento de gastos de defensa (y, por lo tanto, de impuestos). En el espacio no había na­die. Lo había demostrado la ciencia. En Estados Unidos, los úni­cos extra algo (aparte del propio presidente, claro) eran los que cruzaban nadando la frontera mejicana. Aun así, la gente tenía mie­do y se había quedado en casa mirando la tele. Luego pasarían unos cuantos a por cerveza o vino, pero de momento el local estaba más muerto que un gato atropellado en la autopista.

Hacía media hora que Deke había apagado la tele (porque ya estaba bien de paridas). A la una y cuarto, cuando sonó la cam­panilla de encima de la puerta, se hallaba al fondo de la tienda, mirando una revista debajo de un rótulo que prohibía la entrada a los menores de veintiún años. La revista que había cogido se denominaba Lasses in Glasses, «tías con gafas», y era justo que así se llamara, puesto que si algo llevaban las tías de dentro (lo úni­co), eran gafas.

Miró a la persona que había entrado y se dispuso a decir algo como «qué tal» o «¿qué, aún resbala tanto?», pero al final no lo dijo. Se había puesto nervioso. De repente estaba seguro de que iban a atracarle, y tendría suerte con que no le ocurriera nada más. En sus doce años al frente del establecimiento, no le habían atra­cado ni una sola vez. Los que quisieran arriesgarse a que les me­tieran en la cárcel por unos billetitos de nada disponían de otros locales de la zona donde había más negocio. Como no fuera...

Deke tragó saliva. Había pensado «como no fuera un loco». Pues bien, quizá hubiera entrado uno. Quizá el nuevo cliente fuera de aquellos psicópatas que acababan de cargarse a toda la parentela y tenían ganas de dar un paseíto y pelarse a unos cuan­tos más antes de ponerse el cañón en la boca.

Deke, de por sí, no era paranoico (su ex mujer habría dicho que de por sí era gilipollas), pero de repente se sintió amenazado por el primer cliente de la tarde. No tenía demasiada afición a la típica gente que aparecía por la tienda sólo para dar una vuelta y quedarse hasta las tantas comentando el último partido de los Patriots o los Red Sox, o el pedazo de bicho que había pescado en el embalse (mentira), pero ahora le habría gustado tener den­tro a alguien así. Todo un grupo, si no era mucho pedir.

Al principio, el cliente se quedó al lado de la puerta, y un poco raro sí era. No porque llevara chaqueta naranja de cazador y en Massachusetts no se hubiera levantado la veda del ciervo. No tenía por qué ser mala señal. Lo que le hizo menos gracia a Deke fueron los arañazos que tenía en la cara, como si hiciera como mínimo dos días que rondaba por el bosque, y lo chupado que le vio, con cara de no estar muy bien de la cabeza. Movía la boca como hablando solo. Y otra cosa: la luz gris que entraba por el escaparate sucio se le reflejaba de manera extraña en los labios y la barbilla.

Babea, el muy cabrón, pensó Deke. Fijo que babea.

La cabeza del recién llegado se movía como por tics, a diferencia de su cuerpo, que se man-tenía inmóvil, recordándole a Deke la inmovilidad de los buhos acechando presas desde una rama. Deke tuvo la ocurrencia de bajar de la silla y esconderse detrás del mostrador, pero no tuvo tiempo de valorar los pros y los contras de la idea (otra cosa que habría dicho su mujer era que no destacaba por su rapidez de reflejos mentales), porque la ca­beza del desconocido efectuó otro movimiento rápido y se orien­tó hacia él.

La parte racional del cerebro de Deke había albergado la es­peranza (que no llegaba a idea coherente) de que fueran imagina­ciones suyas, de que hubieran acabado por afectarle tantas noticias raras y rumores aún más raros del norte de Maine, debidamente recogidos por la prensa. A lo mejor era una persona normal que quería un paquete de tabaco, un pack de cervezas o una botella de licor de café y una revista porno para pasar la noche en un motel de los alrededores de Ware o Belchertown.

La esperanza sucumbió a la mirada del presunto cliente.

No era la mirada obsesiva del psicópata que acaba de matar a toda la familia y se pasea sin rumbo. Casi habría sido preferible. No era una mirada inexpresiva, enajenada, sino demasiado expre­siva. Se le adivinaban millones de pensamientos e ideas, como en un teletipo con demasiadas revoluciones. Casi parecía que estu­vieran a punto de saltar de las órbitas.

Y eran los ojos más hambrientos que había visto Deke McCaskell en su vida.

—Está cerrado —dijo Deke, pero no le salió su voz normal, sino una especie de graznido — . Hemos cerrado hasta mañana. Tengo al socio aquí detrás. Es por lo del norte. Lo que pasa es que se me ha... se nos ha olvidado girar la placa. Hemos...

Podría haber hablado durante horas, por no decir días, pero le interrumpió el de la chaqueta naranja.

—Beicon —dijo — . ¿Dónde está?

De repente Deke tuvo la certeza absoluta de que, si no tenía beicon, le mataría. Quizá acabara matándole de todos modos, pero sin beicon... sin beicon, seguro. Menos mal que tenía. Gra­cias a Dios, a Cristo, al presidente gilipollas y a todos los moros del mundo que tenía beicon.

—En la nevera de atrás —dijo con aquella voz tan rara que le salía.

Tenía la mano de encima de la revista como un cubito de hielo. Oía susurros en su cabeza, pero no parecían suyos. Pensamien­tos rojos y pensamientos negros. Pensamientos hambrientos.

Preguntó una voz inhumana: «¿Qué es una nevera?» Y con­testó una voz cansada, humana a más no poder: «Vaya por el pa­sillo y la encontrará.»

Ahora oigo voces, pensó Deke. ¡Ay, Dios mío! Es lo que le pasa a la gente justo antes de volverse loca.

El hombre pasó al lado de Deke y se metió por el pasillo cen­tral. Cojeaba mucho.

Al lado de la caja había un teléfono. Deke lo miró, pero sólo unos segundos. Lo tenía al alcance, y había grabado el 911 en la memoria, pero como si fuera la luna. Aunque pudiera reunir fuer­zas para llegar al teléfono...

«Me enteraré», dijo la voz inhumana. Deke profirió un gemidito de impotencia. La tenía dentro de la cabeza, como si le hu­bieran implantado una radio en el cerebro.

Encima de la puerta había un espejo convexo, especialmente útil en verano, cuando se llenaba la tienda de criajos yendo al embalse con sus padres (el Quabbin sólo estaba a veintinueve kilómetros) a pescar o sólo de picnic. Siempre intentaban llevar­se alguna cosita, sobre todo caramelos y revistas de tías. Deke miró por el espejo y observó los pasos del hombre de la chaque­ta naranja hacia la nevera con una mezcla de fascinación y horror. El hombre miró el contenido y acabó cogiendo beicon, pero no un paquete, sino cuatro.

Volvió por el pasillo central con el beicon en la mano, cojean­do y mirando los estantes. Parecía peligroso, hambriento y con un cansancio descomunal, como un corredor de maratón en el últi­mo kilómetro. Al mirarle, Deke tuvo la misma sensación de vér­tigo que cuando miraba desde gran altura. Era como si no viera a una sola persona, sino a varias solapadas, enfocándose y desen­focándose. Se acordó de una película que había visto, sobre un gilipuertas que tenía como cien personalidades.

El hombre se detuvo y cogió un tarro de mayonesa. Al llegar al final del pasillo, volvió a detenerse y se quedó un poco de pan. A los pocos segundos volvía a estar delante del mostrador. Deke casi olía el cansancio que le salía por los poros. Y la locura. El hombre depositó sus compras y dijo: —Bocadillos de beicon con mayonesa y pan de molde. Es lo mejor.

Y sonrió. Era una sonrisa de una sinceridad tan cansada y desgarradora que a Deke se le olvidó un poco el miedo.

Tendió el brazo sin pensárselo.

—Oiga, ¿se encuentra bien?

Se le quedó la mano a medio camino como si hubiera choca­do con una pared. Después le tembló en el mostrador, y por úl­timo saltó y le dio una bofetada en su propia cara. ¡Plaf! La mano se retiró con lentitud y se quedó flotando. Poco a poco se dobla­ron los dedos anular y meñique.

«¡No le mates!»

«¡Sal a impedírmelo!»

«A ver si lo intento y te llevas una sorpresa.»

Eran voces dentro de su cabeza.

La mano siguió deslizándose en su cojín de aire, y el índice y el corazón se le metieron a Deke en los agujeros de la nariz. Al principio se quedaron quietos, pero después empezaron a hurgar. ¡Dios mío! Y Deke McCaskell tenía muchos hábitos reprobables, pero no el de morderse las uñas. Al principio los dedos no querían meterse mucho, pero, cuando empezó a correr la sangre lubrican­te, se pusieron francamente juguetones. Parecían gusanos. Las uñas sucias se clavaban como garras. Siguieron penetrando, excavando hacia el cerebro... notó que se rompía el cartílago... lo oyó...

«¡Basta, señor Gray! ¡Basta!»

Y de repente Deke recuperó la posesión de sus dedos. Los sacó con un ruido húmedo y cayeron gotas de sangre en el mos­trador, la alfombrilla de goma para el cambio y la tía desnuda pero con gafas cuya anatomía había estado examinando Deke al entrar aquel ser.

— ¿Qué le debo, Deke?

— ¡Lléveselo! —El mismo graznido, pero ahora nasal, porque tenía sangre tapándole la nariz — . ¡Lléveselo gratis y márchese! ¡Que se vaya, coño!

—No, insisto. Esto es comercio, intercambio de artículos con valor por moneda de cambio.

— ¡Tres dólares! —exclamó Deke.

Empezaba a reaccionar. Le latía muy deprisa el corazón, y la adrenalina le hacía palpitar los músculos. Vio posible que se mar­chara el ser, lo cual empeoraba las cosas en grado infinito: estar tan cerca de seguir viviendo, pero sabiendo que dependía del capri­cho de aquel loco de mierda.

El loco sacó un billetero hecho polvo, lo abrió y se pasó una eternidad buscando. Al inclinarse le caía un hilo de saliva. Al fi­nal sacó tres dólares y los dejó en el mostrador. La cartera volvió al bolsillo. El loco hurgó en sus vaqueros mugrientos, sacó calde­rilla y dejó tres monedas en la alfom-brilla. Dos de veinticinco y uno de diez.

—Yo de propina doy el veinte por el ciento —dijo el cliente con evidente orgullo—. Jonesy da el quince. Esto es mejor. Es más.

—Sí, claro —susurró Deke con la nariz llena de sangre.

El hombre de la chaqueta naranja se quedó con la cabeza in­clinada. Deke le oía comparar despedidas, y tuvo ganas de gritar. Al final dijo el hombre:

— Que pase un buen día. —Otra pausa, y a continuación—: Oiga, no se le ocurra llamar a nadie.

—Descuide.

— ¿Me lo jura por Dios?

— Se lo juro por Dios.

—Yo soy como Dios —comentó el cliente.

—Ya. Si usted lo...

Como llame a alguien, me enteraré, y volveré para darle su merecido.

  • ¡Que no, que no llamaré!

—Buena idea.

Abrió la puerta. Sonó la campanilla. Salió.

Deke se quedó unos segundos donde estaba, como pegado al suelo. Después corrió alrededor del mostrador y se dio un golpe en el muslo con la esquina. Por la noche le habría salido un mo­rado enorme, pero de momento no le dolía. Corrió el pestillo y miró por el cristal. El coche aparcado delante era una mierdecita de Subaru con salpicones de barro. El hombre se puso la compra en un brazo, abrió la puerta y se sentó al volante.

Arranque y vayase, pensó Deke. Por favor, vayase. Por amor de Dios.

Pero el hombre no se marchó, sino que cogió algo (el pan), abrió la bolsa y sacó unas doce rebanadas. A continuación destapo el tarro de mayonesa y, usando el dedo de cuchillo, empezó a untar las rebanadas de pan. Después de acabar cada rebanada se chupaba el dedo, y a cada ocasión cerraba los ojos, echaba la ca­beza hacia atrás y le aparecía en la cara una expresión de éxtasis que irradiaba desde la boca. Cuando se hubo comido todo el pan, cogió uno de los paquetes de carne y desgarró el papel. Después abrió el envoltorio interior de plástico con los dientes, sacó el medio kilo de beicon, lo dobló, lo puso encima de una rebanada de pan y colocó otra encima. Mordió el bocadillo con hambre de lobo, sin que en ningún momento desapareciera su expresión de gozo divino. Era la cara de alguien dándose el gran ágape de su vida. Cada vez que engullía un mordisco enorme, se le movía el cuello. El bocadillo sólo duró tres. Cuando el hombre del coche cogió otras dos rebanadas, apareció una idea en el cerebro de Deke McCaskell y parpadeó como un anuncio luminoso: «¡Así aún es mejor! ¡Casi vivo! ¡Frío, pero casi vivo!»

Deke retrocedió con lentitud, como si buceara. Parecía que la grisura del día hubiera invadido la tienda, quitándole luz. Notó que se le doblaban las piernas, y, antes de que subiera a su encuen­tro el suelo sucio de madera, lo gris se había vuelto negro.




21




Cuando Deke volvió en sí era más tarde, pero no sabía cuán­to, porque el reloj digital Budweiser de encima de la nevera de las cervezas parpadeaba 88:88. En el suelo había tres dientes suyos, supuso que rotos por la caída. Se le había secado la sangre de al­rededor de la nariz y la barbilla, adquiriendo una textura espon­josa. Intentó levantarse, pero no le sostenían las piernas. Optó por arrastrarse hacia la puerta, con el pelo en la cara y rezando.

Su oración fue escuchada. Ya no estaba el Subaru rojo. Su lugar lo ocupaban cuatro paquetes de beicon, todos vacíos, el ta­rro de mayonesa, vacío a tres cuartos, y medio paquete de pan de molde. Varios cuervos (por los alrededores del embalse los había enormes) habían encontrado el pan y sacaban rebanadas con el pico a través del envoltorio roto. Más lejos (casi en la carretera 32, la principal) había otros dos o tres, ensañándose con un revolti­llo congelado de beicon y trozos de pan apelmazado. Por lo vis­to, a monsieur le gourmet no le había sentado bien la comida.

¡Dios!, pensó Deke. Espero que hayas vomitado tanto que te hayas destrozado las tuberías, pedazo de...

Justo entonces experimentó un brinco extraño en la barriga y se tapó la boca con la mano. Se le apareció una imagen de nitidez repugnante, la de los dientes del hombre clavándose en la carne cruda y grasicnta que colgaba entre las rebanadas de pan, carne gris con vetas marrones como una lengua cortada de caballo muerto. Deke empezó a tener arcadas y a hacer ruidos con la mano en la boca.

Apareció un coche. Lo que faltaba, un cliente justo cuando iba a echar las papas. Bien mirado, en realidad no era un coche. Tam­poco un camión. Era uno de esos trastos tan feos que se llamaban Humvee, pintado con colores de camuflaje. Delante iban dos hombres, y detrás (Deke estaba casi seguro) otro.

Levantó la mano, giró la placa de la puerta (poniendo hacia el cristal el lado de cerrado) y se apartó. Había conseguido levantar­se (algo era algo), pero volvió a notar que estaba a punto de caer­se. Fijo que me han visto, pensó. Ahora entrarán y me preguntarán adonde ha ido el otro, porque le siguen. Buscan al de los bocadillos de beicon. Y yo se lo diré. Me obligarán. Entonces me...

Se puso la mano delante de los ojos. Los primeros dos dedos, ensangrentados hasta los nudillos, formaban un garfio, y tembla­ban. A Deke casi le pareció que le saludaban. «Hola, ¿qué tal? Disfruta al máximo de que ves algo, porque pronto vendremos a por ti.»

El ocupante del asiento trasero del Humvee se inclinó como diciéndole algo al conductor. Entonces el vehículo volvió a arran­car, cruzando el charco de vómito que había dejado el último cliente de la tienda con una de las ruedas de atrás. Dio la vuelta, se quedó parado unos segundos y salió en dirección a Ware y el Quabbin.

Cuando desapareció al otro lado de la colina, Deke McCaskell rompió a llorar. Volviendo hacia el mostrador (caído de hom­bros, inestable, pero de pie), se fijó en los dientes que había en el suelo. Tres, y suyos. Al final le había salido barato. A continua­ción se detuvo mirando los tres billetes de un dólar que se habían quedado en el mostrador. Les había salido una capa de moho rojizo.





22



— ¡Notaquí! ¡Zeguí!

Owen entendió bastante bien lo que decía Duddits. (En el fondo sólo había que acostumbrarse.) «¡No está aquí! ¡Seguid!»

Se metió por la carretera 32, mientras Duddits se apoyaba (o se caía) en el respaldo y sufría otro ataque de tos.

—Mira —dijo Henry, señalando—. ¿Lo ves?

Owen lo veía. Unos cuantos envoltorios aplastados contra el suelo por la fuerza del chaparrón. Y un tarro de mayonesa. Vol­vió a poner el Humvee en dirección al norte. Las gotas de lluvia que se estrellaban en el parabrisas tenían un peso especial, que reconoció: pronto volverían a helarse, y después, lo más proba­ble era que nevase. Owen, que ahora estaba casi exhausto, y a quien el paso de la ola telepática había dejado un poco triste, des­cubrió que lo que más le indignaba era tener que morirse en un día así.

— ¿Ahora a cuánto está? —dijo, sin atreverse a preguntar lo que de veras importaba: «¿Ya es demasiado tarde?» Supuso que cuando lo fuera se lo diría Henry.

—Ya ha llegado —dijo Henry, distraído.

Se había girado hacia el asiento de atrás y le limpiaba la cara a Duddits con un trapo mojado. Duddits le miró con gratitud e intentó sonreír. Ahora tenía sudadas las mejillas, y se le habían agrandado tanto las ojeras que parecían ojos de mapache.

—Pues, si ya ha llegado, ¿para qué nos hemos desviado? —preguntó Owen.

Tenía puesto el Humvee a ciento diez por hora, lo cual, en aquel tramo de dos carriles tan resbaladizo, era muy, pero que muy peligroso. Sin embargo, ya no había alternativa.

— No quería arriesgarme a que Duddits perdiera la línea —dijo Henry—. Si llega a perderla...

Duddits exhaló un profundo suspiro, cruzó los brazos debajo del pecho y dobló el cuerpo. Henry, que seguía de rodillas en su asiento, le acarició la esbelta columna del cuello. —Tranquilo, Duds —dijo — , que estás bien.

Pero no, no lo estaba, y tanto Owen como Henry lo sabían de sobra. Duddits Cavell tenía fiebre, seguía sufriendo calambres a pesar de haberse tomado otra pastilla de Prednisona y dos Per-cocets más, y ahora escupía sangre por la boca con cada tos. Duddits Cavell estaba muy lejos de encontrarse bien. El premio de consolación era que la combinación Jonesy-Gray también se hallaba muy lejos del bienestar físico.

Era el beicon. Ellos sólo habían querido recortar la ventaja del señor Gray, sin sospechar lo prodigiosa que resultaría ser su gloroñería. El efecto sobre la digestión de Jonesy había sido bastan­te previsible. El señor Gray ya había vomitado en la zona de es­tacionamiento de la tienda, y de camino hacia Ware había tenido que parar otras dos veces, sacar la cabeza por la ventanilla y des­cargar un par de kilos de beicon crudo con una fuerza casi con­vulsiva.

Paso siguiente, la diarrea. Se había detenido en la gasolinera Mobil de la carretera 9 y casi no había tenido tiempo de llegar al servicio de caballeros. Fuera de la gasolinera ponía gasolina ba­rata servicios limpios, pero, al marcharse el señor Gray, lo de los «servicios limpios» ya estaba desfasado. Henry consideró un plus que no matara a nadie durante su estancia en la gasolinera.

Antes de desviarse por la carretera de acceso al Quabbin, el señor Gray había tenido que parar otras dos veces y meterse co­rriendo en el bosque llovido, para intentar evacuar los castigados intestinos de Jonesy. Para entonces ya no caían gotas de lluvia, sino copos enormes de nieve medio fundida. El cuerpo de Jonesy se había debilitado tanto que Henry ponía sus esperanzas en un desmayo, que de momento no se producía.

El señor Gray estaba muy enfadado con Jonesy; al volver a ponerse al volante, después de la segunda incursión forestal, ra­biaba sin parar. Todo era culpa de Jonesy. Le había tendido una trampa. Ni palabra de su hambre, ni de la tragonería con que había comido, parando entre bocado y bocado lo justo para chu­parse los dedos. Henry ya estaba acostumbrado a ver en sus pa­cientes aquella manera de manipular los hechos (exagerar unos e ignorar otros). El señor Gray era una reedición de Barry Newman.

¡Qué humano se está volviendo!, pensó. ¡Qué cambio más interesante!

Cuando dices que ha llegado —preguntó Owen—, ¿hasta qué punto ha llegado?

No lo sé. Vuelve a estar bastante bloqueado. Duddits, ¿tú oyes a Jonesy?

Duddits miró a Henry con cara de cansado y negó con la cabeza.

Ezeñó Gue nozaquitado la baraja —dijo. «El señor Gray nos ha quitado la baraja.» Era una manera de hablar. Duddits no tenía vocabulario para explicar lo que de veras había pasado, pero Henry le leía los pensamientos. A pesar de que el señor Gray no pudiera acceder al refugio de Jonesy y llevarse las cartas, había conseguido dejarlas en blanco.

—¿Y tú, Duddits? ¿Cómo vas? —dijo Owen, mirando por el retrovisor.

—Yo bie —dijo Duddits, poniéndose a temblar. Tenía la fiam­brera amarilla en las rodillas, con la bolsa marrón de medicamen­tos dentro y aquella cosa extraña de cordel. Llevaba puesta la parka grande, que le abrigaba todo el cuerpo, y sin embargo tiri­taba.

Se nos va deprisa, pensó Owen, mientras Henry volvía a hu­medecerle la cara a su amigo.

El Humvee derrapó en un tramo resbaladizo, estuvo a pun­to de provocar un desastre (casi seguro que un choque a ciento diez por hora les habría matado a todos, y, en el mejor de los ca­sos, el accidente habría dado al traste con todas las opciones de parar al señor Gray) y volvió a dejarse conducir.

Owen notó que se le iban los ojos hacia la bolsa de papel, y los pensamientos hacia la cosa de cuerda. «Me lo envió Beaver para mi navidad, la semana pasada.»

Pensó que, ahora, intentar comunicarse por telepatía era como meter un mensaje en una botella y arrojarla al mar, pero lo hizo: envió un pensamiento, confiando en encauzarlo hacia Duddits. «¿Cómo lo llamas?»

De repente, inesperadamente, vio un espacio grande, al mis­mo tiempo sala de estar, comedor y cocina. Las planchas doradas de pino estaban barnizadas y brillaban. En el suelo había una al­fombra de los indios navajo, y en una pared un tapiz: cazadores indios muy pequeñitos rodeando a un personaje gris, el típico extraterrestre de la prensa sensacionalista. También había una chimenea de piedra y una mesa grande de roble, pero lo que más poderosamente llamó la atención de Owen (a la fuerza, porque era el centro de la imagen que le había enviado Duddits, y brilla­ba con una luz especial) era lo que había colgado en la viga cen­tral. Era lo de la bolsa de medicinas de Duddits, pero en grande, y el cordel era de colores, no blanco. Por lo demás, idénticos ambos. A Owen se le empañaron los ojos. Era la sala más bonita del mundo. La sensación era un reflejo de la que tenía Duddits. Veía así la sala porque era donde iban sus amigos, y él les quería.

—Atrapasueños —dijo el moribundo del asiento de atrás, pronunciando sin tacha.

Owen asintió. Atrapasueños, sí.

«Eres tú —dijo, adivinando que les oía Henry, pero sin im­portarle. El mensaje era para Duddits, nadie más — . ¿Verdad que el atrapasueños eres tú? El de ellos cuatro. Desde siempre.»

Duddits sonrió en el espejo.





23




Vieron una señal donde ponía embalse de quabbin 13 kilóme­tros. PROHIBIDO PESCAR. NO HAY SERVICIOS. ÁREA DE PICNIC ABIER­TA. SENDEROS ABIERTOS. ENTRE POR SU CUENTA Y RIESGO. Ponía algo más, pero, a ciento treinta por hora, Henry no tuvo tiempo de

leerlo.

— ¿Hay alguna posibilidad de que aparque y vaya caminan­do? —preguntó Owen.

—No —dijo Henry—. Conducirá lo más deprisa que pueda. Como máximo, se le parará el coche. Esperemos. Está flojo, y no podrá ir muy deprisa.

— ¿Y tú, Henry? ¿Podrás caminar deprisa?

Teniendo en cuenta lo entumecido que tenía Henry todo el cuerpo, y lo que le dolían las piernas, la pregunta era pertinente.

—Mientras tengamos alguna posibilidad —dijo—, me forza­ré al máximo. La cuestión es Duddits. No creo que esté en con­diciones de pegarse una caminata así.

Podría haber dicho que ni así ni asá.

— Oye, Henry, ¿y Kurtz y Perlmutter? ¿A cuánto están?

Henry pensó. A Perlmutter le recibía bastante bien... y tam­bién podía tocar al caníbal voraz que tenía dentro. Era como el señor Gray, con la diferencia de que la comadreja vivía en un mun­do hecho de beicon. Su beicon era Archie Perlmutter, que había sido capitán del ejército de Estados Unidos. A Henry no le gusta­ba proyectarse hacia ellos. Demasiado dolor. Demasiada hambre.

—Veinticuatro kilómetros —dijo — . O a saber si sólo veinte. Da igual, Owen, porque les vamos a ganar. La única cuestión es saber si podremos alcanzar al señor Gray. Nos va a hacer falta

suerte. O ayuda.

—Y si le cogemos, Henry, ¿seguiremos siendo héroes? Henry le sonrió con cansancio. —Habrá que intentarlo, digo yo.










XXI





EL TUBO 1 2







1




El señor Gray recorrió casi cinco kilómetros de East Street (con barro, baches y diez centí-metros de nieve reciente), hasta que se le atascó el vehículo en una falla provocada por una alcantari­lla obstruida. El animoso Subaru había cruzado varios fangales al norte del dique de Goodnough, y había rascado de tal manera unas piedras que le habían arrancado el silenciador y casi todo el tubo de escape, pero la última falla fue la gota que colmó el vaso. El coche se metió de morro en la grieta y chocó con la tubería, con el motor haciendo un ruido de mil demonios, ahora que ya no tenía silenciador. El cuer-po de Jonesy se proyectó hacia ade­lante, trabando el cinturón de seguridad. La presión en el diafrag­ma le obligó a vomitar en el salpicadero, pero sólo escupió hilos de bilis y saliva, debido a que ya no que-daba nada sólido. Durante un momento se puso todo en blanco y negro, y el traqueteo sal­vaje del mo-tor se perdió en la distancia. El señor Gray se empe­ñó en no perder la conciencia, aferrándose a ella con uñas y dien­tes, porque tenía miedo de que Jonesy aprovechara el desmayo, por breve que fuera, para recuperar el control.

El perro gimió. Seguía teniendo los ojos cerrados, pero sufría convulsiones en las patas traseras y se le movían las orejas. Tenía la barriga hinchada, y ondas le surcaban la piel. Se acercaba el momento.

Poco a poco volvieron el color y la realidad. El señor Gray respiró hondo varias veces para imponer algún rastro de sereni­dad a un cuerpo mareado y sin fuerzas. ¿Cuánto faltaba para llegar? Dudaba que fuera mucho, pero, si era verdad que se le ha­bía quedado atascado el coche, tendría que caminar... y el perro no podía. Tenía que seguir durmiendo, y el peligro de que desper­tara ya era bastante grande.

Acarició la zona de su cerebro rudimentario que controlaba el sueño, mientras se limpiaba la boca de saliva. Una parte de su mente tenía presente a Jonesy, tan recluido como antes, igual de ciego a lo de fuera, pero acechando cualquier oportunidad de sa­botear la misión. Aunque pareciera increíble, otra parte de la misma mente pedía más comida: beicon, ni más ni menos que la causa de su intoxicación.

«Duerme, bonito.» Hablaba tanto al perro como al byrum. Y escuchaban ambos. Lad dejó de quejarse, y no movió las patas. El movimiento de debajo de la piel de la barriga fue haciéndose más lento... más lento... y cesó. No sería una calma duradera, pero de momento iba todo bien. Dentro de lo posible.

«Ríndete, Dorothy.»

¡Calla! —dijo el señor Gray—. ¡Tócame los perendengues! Dio marcha atrás al Subaru y pisó el acelerador. El estruendo del motor espantó a los pájaros de los árboles, pero no sirvió de nada. Las ruedas de delante estaban muy metidas; las de detrás giraban sin tocar el suelo.

— ¡Mierda! —exclamó el señor Gray, dando un puñetazo al volante con el puño de Jonesy—. ¡Hay que joderse!

Se proyectó hacia atrás, hacia los que le perseguían, pero lo único claro que captó fue una sensación de proximidad. Había dos grupos, y el que estaba más cerca contaba con Duddits. El señor Gray le tenía miedo. Notaba que era el mayor responsable de que aquella misión se hubiera convertido en un engorro tan grande, en algo tan irritante. La cuestión era conservar la ventaja sobre Duddits. Habría sido útil conocer la distancia exacta, pero le estaban bloqueando los tres: Duddits, Jonesy y el que se llama­ba Henry. Entre todos, generaban una fuerza que el señor Gray nunca había experimen-tado, y que le daba miedo.

—Aunque aún tengo bastante ventaja —le dijo a Jonesy sa­liendo del coche.

Resbaló, soltó una palabrota de Beaver y dio un portazo. Volvía a nevar. El cielo estaba lleno de copos gruesos y blancos, como de confeti; copos que aterrizaban en las mejillas de Jonesy. A duras penas consiguió el señor Gray ponerse detrás del automóvil, porque el barro estaba muy resbaladizo. Dedicó unos se­gundos a examinar el conducto metálico que sobresalía del fon­do de la zanja donde se había quedado atascado el coche. (Hasta cierto punto, el señor Gray también había caído víctima de la curiosidad de su huésped, una curiosidad que de bien poco ser­vía, pero que se contagiaba a velocidad de escándalo.) A continua­ción se desplazó hacia la puerta del copiloto, diciendo:

A los capullos de tus amigos les voy a dar una paliza que se van a enterar.

La provocación quedó sin respuesta, pero percibía tanto a Jonesy como a los demás. Aunque estuviera callado, seguía sien­do la misma espina en la garganta de antes.

Que se fuera a la mierda. El problema era el perro. Estaba a punto de salir el byrum. ¿Cómo transportar al animal?

Volvió al almacén de Jonesy. Al principio no encontró nada... hasta que apareció una imagen de «catcquesis», algo que hacía Jonesy de niño para aprender sobre «Dios» y «el hijo de Dios». Por lo visto, el tal hijo había sido un byrum, creador de una cul­tura byrus que la mente de Jonesy identificaba al mismo tiempo como «cristianismo» y «gilipollez». La imagen, muy nítida, pro­cedía de un libro titulado «la Biblia», y enseñaba al «hijo de Dios» llevando un cordero. Las patas delanteras del animal le colgaban al «hijo de Dios» en un lado del pecho, y las traseras en el otro.

Serviría.

El señor Gray sacó al perro dormido y se lo echó a la espal­da. Ya pesaba mucho (daba rabia lo débiles que eran los múscu­los de Jonesy), y pesaría más cuando llegara el señor Gray a su meta. Pero llegaría.

Se internó por East Street, pisando una capa de nieve en aumento y con el collie dormido en el cuello, como una estola de piel.





2




La nieve recién caída resbalaba en grado extremo. Una vez que estuvieron en la carretera 32, Freddy no tuvo más reme­dio que bajar hasta sesenta y cinco kilómetros por hora. Kurtz se llevó un disgusto tan grande que tuvo ganas de gritar, pero lo peor era que Perlmutter se le escapaba por culpa de una especie de semicoma. ¡Maldición! ¡Justo cuando había entablado contacto con el objetivo de la persecución de Owen y sus nuevos amigos, el tal señor Gray!

—Está demasiado ocupado para esconderse —dijo Pearly con voz amodorrada, como a punto de dormirse — . Tiene miedo. En el caso de Underhill, jefe, no sé, pero Jonesy... Henry... Duddits... le dan miedo. Con razón, porque mataron a Richie.

— ¿Qué Richie, nene?

A Kurtz le era bastante indiferente, pero quería mantener despierto a Perlmutter. Sentía que faltaba poco para que ya no les hiciera falta, pero de momento seguía siendo necesario.

—No lo... sé...

La última palabra se convirtió en ronquido. El Humvee de­rrapó casi en sentido lateral. Freddy soltó una palabrota, peleó con el volante y consiguió recuperar el control justo antes de que el vehículo acabara en la cuneta. Kurtz no se fijó. Inclinado, dio a Perlmutter una bofetada muy fuerte en la me-jilla. Al mismo tiempo pasaron al lado de la tienda con la foto del embalse en el escaparate.

— ¡Aaaay! —Los párpados de Pearly temblaron y se abrieron. Ahora tenía amarillento lo blanco de los ojos, cosa que a Kurtz le importaba tan poco como el tal Richie—. ¡Jefe, no me...!

— ¿Dónde están?

—El agua —dijo Pearly sin fuerzas, con voz de inválido mal­humorado. Su barriga, cubierta por la chaqueta, era una montaña que de vez en cuando se movía. De nueve meses, pensó Kurtz—. El aaa...

Volvieron a cerrársele los ojos, y Kurtz volvió a levantar la mano para otra bofetada.

—Déjele que duerma —dijo Freddy.

Kurtz le miró con las cejas arqueadas.

—Debe de referirse al embalse. En ese caso ya no le necesita­mos. —Señaló las huellas de las ruedas de los pocos coches que les habían precedido por la 32 en el transcurso de la tarde. En con­traste con lo blanco de la nieve fresca, estaban muy negras — -Hoy, arriba, no habrá nadie aparte de nosotros, jefe. Nadie.

—Dios mediante. —Kurtz se recostó en el asiento, cogió la pistola de nueve milímetros, la miró y volvió a meterla en la fun­da—. Dime una cosa, Freddy.

— Si puedo...

— Cuando se haya acabado todo esto, ¿te apetecería ir a México?

—No estaría mal. Mientras no bebamos agua del grifo...

Kurtz estalló en carcajadas y dio una palmada en el hombro de Freddy, a cuyo lado estaba Archie Perlmutter, cada vez en un coma más profundo. En el tramo final de su intestino, dentro de un amasijo de comida desechada y células muertas, se abrieron por primera vez unos ojos negros.






3




Dos postes de piedra señalaban la entrada a la extensa zona natural del embalse de Quabbin. A partir de ellos, la carretera se reducía a un solo carril, y Henry tuvo la sensación de completar un cír-culo. No era Massachusetts, era Maine, y, aunque el letrero ates­tiguara que entraban en el Quabbin, en realidad volvía a ser Deep Cut Road. Era una sensación tan poderosa que hasta miró el cielo gris con cierta previsión de encontrar luces moviéndose. En lugar de ellas vio un águila calva volando tan bajo que casi se podía to­car. El ave se posó en la rama inferior de un pino y les vio pasar.

Duddits separó la cabeza del cristal frío y dijo:

— Ora ezeñó Gue camina.

El corazón de Henry dio un brinco.

— ¿Has oído, Owen?

—Sí —dijo Owen, y aceleró un poco más.

La nieve medio deshecha de la calzada presentaba el mismo peligro que el hielo. Ahora que habían abandonado las carreteras estatales, sólo quedaba un carril que llevara hacia el norte, hacia el embalse.

Ahora dejaremos rastro, pensó Henry. Si Kurtz llega hasta aquí, no le hará falta telepatía.

Duddits gimió, se tocó la barriga y tiritó de pies a cabeza.

—Eni, etoy enfemo. Duddi tanfemo.

Henry le acarició la frente sin pelo, y no le gustó que estuviera tan caliente. ¿Y ahora? Casi seguro que lo siguiente serían ataques. Con lo flojo que estaba Duddits, no sobreviviría a uno grave. En el fondo era lo mejor que podía pasarle, pero la idea era dolorosa. Henry Devlin, el aspirante a suicida. Y, al final, la oscuridad no se lo tragaba a él, sino a sus amigos, uno por uno.

—Tranquilo, Duds, que falta poco.

No obstante, intuía que ese poco era lo peor.

Volvieron a abrirse los ojos de Duddits.

—Ezeñó Gué... zatacao.

— ¿Qué? —preguntó Owen—, No lo he entendido.

—Dice que el señor Gray se ha atascado —contestó Henry, que acariciaba la frente de Duddits deseando que hubiera pelo y acordándose de cuando lo había. El pelo rubio de Duddits, tan bonito. Su llanto les había dolido, se les había clavado en la cabeza como un cuchillo desafilado, pero ¡qué felices les hacía su risa! Oyendo reír a Duddits Cavell, volvían a creerse los cuentos chi­nos de toda la vida: que era buena la vida, que tenía sentido vivir, tanto de niños como de adultos. Que, además de oscuri-dad, ha­bía luz.

—Y ¿por qué no tira el perro al embalse, que sería más fácil? —preguntó Owen, con una voz que delataba fatiga—. ¿Por qué considera que tiene que hacer todo el camino hasta el tubo 12? ¿Sólo porque lo hizo la rusa?

—No creo que el embalse sea bastante seguro para sus inten­ciones —dijo Henry—. Habría sido suficiente la torre-depósito, pero el acueducto aún es mejor. Es un intestino de cien kilóme­tros de largo, y el tubo 12 es la garganta. Duddits, ¿podemos co­gerle?

Duddits le miró con unos ojos de cansancio extremo y sacu­dió la cabeza. El disgusto hizo que Owen se golpeara la pierna. Duddits se humedeció los labios y susurró dos palabras roncas. Owen las oyó, pero sin entenderlas.

—¿Qué? ¿Qué ha dicho?

— «Sólo Jonesy».

— ¿Qué quiere decir? «Sólo Jonesy» ¿qué? —Supongo que sólo puede pararle Jonesy.

El Humvee volvió a derrapar, y Henry se cogió al asiento. Sintió una mano fría encima de la suya. Duddits le miraba con una intensidad desesperada. Intentó decir algo, pero sufrió otro espas­mo de tos. Algunas gotas de sangre que le salían por la boca eran bastante más claras, espumosas y casi rosadas. Henry pensó que era sangre de los pulmones. En pleno ataque de tos, Duddits no aflojaba su presión sobre la mano de Henry.

—Piénsamelo —dijo Henry—. ¿Puedes pensármelo, Duds?

Al principio, la única respuesta fueron la mano fría y la mirada fija de Duddits. Después desaparecieron tanto él como el interior caqui del Humvee, con su vago olor a cigarrillos fuma­dos a escondidas. En su lugar, Henry ve un teléfono de pago de los de antes, con varias ranuras encima para las monedas de vein­ticinco, de diez y de cinco. Un murmullo de voces y un clac clac extrañamente familiar. Al poco rato comprende que es el de las fichas en el damero. Está viendo el teléfono de monedas de la tien­da de Gosselin, el que usaron para llamar a Duddits después de la muerte de Richie Grenadeau. Su autor material fue Jonesy, porque era el único con número de teléfono para cargar la llama­da. Los otros se reunieron alrededor sin quitarse la chaqueta, por el frío que hacía dentro de la tienda. El carcamal de Gosselin no quería malgastar la leña, y eso que vivía en pleno bosque, rodea­do de árboles. ¡Qué tocada de cojones! Encima del teléfono hay dos letreros. En uno pone: por favor, limiten las llamadas A 5 min. En el otro...

Se oyó un impacto. Duddits se vio proyectado contra el res­paldo del asiento de Henry, y este contra el salpicadero. Sus ma­nos se soltaron. Owen había salido de la carretera. Estaban en la cuneta con las huellas del Subaru delante, aunque empezaba a borrarlas la nieve.

— ¡Henry! ¿Estás bien?

— Sí. ¿Tú estás bien, Duds?

Duddits asintió, pero la mejilla donde se había dado el golpe se le estaba poniendo negra más deprisa de lo normal. Cosas de la leucemia.

Owen redujo la transmisión del Humvee y empezó a subir por la zanja. El vehículo se había inclinado mucho, pero, en cuan­to lo puso en marcha Owen, respondió la mar de bien.

—Ponte el cinturón, pero pónselo primero a él.

— Intentaba decirme a...

—Me importa un pepino lo que intentara decirte. Esta vez no nos ha pasado nada, pero a la siguiente quizá demos una vuelta de campana. Ponle a él el cinturón, y después ponte el tuyo.

Henry obedeció pensando en el otro letrero de encima del teléfono de monedas. ¿Qué ponía? Algo sobre Jonesy. Ahora el único que podía detener al señor Gray era Jonesy. Palabra de Duddits. Amén.

¿Qué ponía en el otro letrero?





4




Owen no tuvo más remedio que bajar a treinta y pocos kiló­metros por hora. Le ponía histérico ir tan lento, pero ahora ne­vaba mucho y la visibilidad era casi igual a cero.

Justo antes de que desaparecieran del todo las huellas del Subaru, encontraron el propio automóvil metido de morros en una zanja transversal hecha por el agua, con la puerta del copiloto abierta y las ruedas traseras en el aire.

Owen pisó el freno de emergencia, sacó la pistola y abrió la puerta.

—Tú quédate, Henry —dijo al salir.

Corrió agachado hacia el Subaru.

Henry se desabrochó el cinturón y se giró hacia Duddits, que ahora estaba reclinado en el asiento trasero y respiraba con difi­cultad. Sólo permanecía sentado gracias al cinturón. Tenía una mejilla amarillenta, como de cera, mientras que la otra se había inundado de sangre debajo de la piel. Volvía a sangrarle la nariz, y se le habían empapado de rojo los algodones que tenía metidos en los agujeros.

— Lo siento mucho, Duds —dijo Henry—. Esto es una toca­da de cojones.

Duddits asintió y levantó los brazos. Sólo pudo mantenerlos en alto unos segundos, pero a Henry le pareció evidente el signi­ficado del gesto.

Henry abrió la puerta y salió justo cuando vol­vía corriendo Owen, que ahora llevaba la pistola metida en el cin­turón. Caía tal cortina de nieve, y eran tan enormes los copos, que costaba respirar.

— ¿No tenías que quedarte dentro? —dijo Owen. —Sólo quería ir detrás, con él.

— ¿Por qué?

Henry habló con bastante serenidad, a pesar de que le tembla­ba un poco la voz.—Porque se está muriendo —dijo—. Se está muriendo, pero me parece que primero tiene que decirme algo.






5




Owen miró por el retrovisor, vio a Henry abrazando a Duddits, vio que llevaban los dos el cinturón puesto y se abrochó el suyo.

— Sujétale fuerte —dijo — , que esto va a dar un salto de la hostia.

Retrocedió una treintena de metros, cambió de marcha y avanzó hacia el espacio que había entre el Subaru abandonado y la cuneta de la derecha. En aquel lado parecía un poco más estre­cha la falla transversal.

En efecto, el salto fue la hostia. A Owen se le trabó el cintu­rón de seguridad, y vio saltar el cuerpo de Duddits entre los bra­zos de Henry. La cabeza calva de Duddits rebotó en el pecho de Henry. Después la zanja quedó a sus espaldas, y volvían a circu­lar por East Street. A Owen le estaba costando mucho ver las últimas huellas fantasmales de calzado en la cinta blanca de la carretera. El señor Gray iba a pie, y ellos todavía estaban moto­rizados. Si pudieran darle caza antes de que el muy cerdo corta­ra por el bosque...

Pero no pudieron.





6





Haciendo un último y tremendo esfuerzo, Duddits levantó la cabeza, y Henry quedó conster-nado al ver que ahora también se le llenaban de sangre los ojos.

Clac. Clac clac. Risas secas de viejos viendo realizar a alguien el mítico triple salto. Poco a poco volvió a flotar el teléfono en su campo de visión, y los letreros de encima.

—No, Duddits —susurró Henry—. No te esfuerces. Ahorra energías.

Energías, pero, si no para aquello, ¿para qué?

El letrero de la derecha: por favor, limiten las llamadas a 5 min. Olor a tabaco, olor al humo de la estufa y la salmuera de los pepinillos. Los brazos de sus amigos rodeándole.

Y el letrero de la derecha: llama ahora mismo a jonesy.

— Duddits... —Su voz flotando en la oscuridad. Su vieja amiga—. Es que no sé cómo, Duddits.

Por última vez, cansadísima pero serena, le llegó la voz de Duddits:

«Deprisa, Henry. Me queda muy poco aguante. Tienes que hablar con él.»

Henry levanta el auricular. Piensa algo tan absurdo (pero ¿no es absurda toda la situación?) como que no tiene cambio... ni una mísera moneda de cinco. Se pone el auricular en la oreja.

Se oye la voz de Robería Cavell, seria, impersonal:

Hospital General de Massachusetts. ¿Qué desea?






7




El señor Gray empujaba el cuerpo de Jonesy por el sendero que nacía al final de East Street y recorría la orilla este del embalse. Resbalaba, se caía, cogía las ramas, volvía a levantarse... Las ro­dillas de Jonesy estaban llenas de arañazos, y sus pantalones de agujeros y sangre. Le ardían los pulmones, y le latía el corazón como un martillo pilón. Sin embargo, lo único que le preocupa­ba era la cadera de Jonesy, la que se había roto en el accidente. Era como una bola de calor y palpitaciones que irradiaba dolor tan­to en el muslo y la rodilla como en la mitad inferior de la espal­da, por la columna. El peso del perro empeoraba la situación. Seguía durmiendo, pero lo de dentro estaba muy despierto y sólo lo retenía la voluntad del señor Gray. En una ocasión, al levantar­se, la cadera se atascó del todo y, para conseguir que se soltara, el señor Gray tuvo que darle varios golpes mediante el puño de Jonesy, con el guante interpuesto. ¿Cuánto faltaba? ¿Qué trecho de aquella nieve maldita, asfixiante, deslum-brante e interminable quedaba por cubrir? ¿Y Jonesy? ¿Qué hacía? ¿Hacía algo? El señor Gray no se atrevía a dejar suelta el hambre voraz del byrum (no tenía nada remotamente parecido a un cerebro), aunque sólo fuera para acercarse a la puerta del despacho y escuchar.

Apareció una silueta fantasmal sobre la nieve. El señor Gray detuvo sus pasos y la miró sin respirar. Después hizo el esfuerzo de seguir caminando, sujetando las patas inertes del perro y arras­trando el pie derecho de Jonesy.

Había un letrero clavado al tronco de un árbol: terminante­mente prohibida la pesca desde la caseta. Otros quince metros y se desviaban unos escalones del camino. Había seis... no, ocho, y llevaban a la edificación de muros y base de piedra que se pro­yectaba en la nada gris donde estaba el embalse. Sobre el latido acelerado y laborioso de su corazón, los oídos de Jonesy capta­ron un ruido de olas chocando con piedra.

Había llegado.

Con el perro bien sujeto, y usando las últimas fuerzas de Jo­nesy, el señor Gray se tambaleó por la nieve, escalón a escalón.




8




Cuando pasaron entre los postes de piedra que marcaban el ingreso al embalse, dijo Kurtz:

—Para, Freddy. Ponte en el arcén. Freddy no cuestionó sus órdenes.

— ¿Tienes la automática, nene?

Freddy la levantó. Una M-16 de toda la vida, de eficacia y fi­delidad demostrada. Kurtz asintió.

— ¿Pistola?

—Una Magnum, jefe.

Y Kurtz la nueve milímetros, su favorita para trabajar de cer­ca. Era como quería trabajar: de cerca. Quería ver qué color te­nían los sesos de Owen Underhill.

—Freddy.

— Sí, jefe.

— Sólo quería decirte que es mi última misión, y que no po­dría tener mejor compañero.

Levantó la mano y le dio a Freddy un apretón en el hombro. Al lado de Freddy, Perlmutter roncaba boca arriba. Unos cinco minutos antes de llegar a los pilares de piedra, se había tirado varios pedos largos y de peste espectacular. Luego había vuelto a deshinchársele la barriga, suponía Kurtz que por última vez.

Entretanto, los ojos de Freddy habían adquirido un brillo de gratitud. Kurtz estaba encantado. Por lo visto no había perdido del todo sus facultades.

— Bueno, chavalín —dijo Kurtz — , pues a toda pastilla. ¿Oído?

—Sí, señor.

Kurtz consideró que ya no había objeciones al «señor». Ya podían olvidarse de los protocolos de la misión. Ahora eran dos forajidos cabalgando por las montañas de Massachusetts, como la banda de Bradley.

Freddy señaló a Perlmutter con el pulgar, haciendo una mueca de evidente asco.

— ¿Quiere que intente despertarle, señor? Quizá ya no se pueda, pero...

— ¿Para qué? —preguntó Kurtz sin soltar el hombro de Freddy. Señaló a través del parabrisas, hacia donde la ruta de ac­ceso se fundía en una pared blanca: la nieve. Aquella nieve de mil demonios que les había perseguido sin descanso, como la puta muerte pero de blanco en vez de negro. Ahora ya no se veía ni rastro del paso del Subaru, pero seguían apreciándose las huellas del Humvee que había robado Owen. Seguirlas sería pan comi­do, Dios mediante y yendo deprisa—. Creo que ya no nos hace ninguna falta, y me alegro. Venga, Freddy, arranca.

El Humvee dio un par de coletazos y enderezó el rumbo. Kurtz sacó la nueve milímetros y se la aplicó a la pierna. Voy a por ti, Owen. Te voy a coger, chaval. Y te aconsejo que tengas prepa­rado lo que quieras decirle a Dios, porque no tardarás ni una hora en recitárselo.















9





El despacho, tan bien amueblado y decorado (con materiales de su cerebro y memoria), se caía a pedazos.

Jonesy cojeaba sin descanso por la habitación, mirándola y apretando tanto los labios que se le habían puesto blancos. Tenía la frente sudada, a pesar de que hacía un frío de cojones.

No era la caída de la casa Usher, sino la caída del despacho de Jonesy. Debajo hacía tanto ruido la caldera que Jonesy sentía tem­blar el suelo. Entraban cosas blancas por la rejilla (quizá fueran cris-tales de hielo), dejando en la pared un triángulo de polvillo. Su efecto sobre el forro de madera era doble: la pudría y la alabea­ba. Fueron cayéndose los cuadros al suelo, como si se suicidasen. La silla Eames (la que siempre había soñado con tener) se partió en dos como si le hubieran asestado un ha-chazo invisible. Las planchas de caoba de las paredes empezaron a resquebrajarse y a desprenderse como piel muerta. Los cajones del escritorio caye­ron uno a uno al suelo. Las persianas que había instalado el señor Gray para taparle la visión del mundo exterior vibraban con un ruido metálico incesante que a Jonesy le daba dentera.

No habría servido de nada llamar a gritos al señor Gray y pre­guntarle qué ocurría. Por otro lado, Jonesy tenía toda la informa­ción que necesitaba. Había hecho perder tiempo al señor Gray, pero éste no sólo le había plantado cara, sino que le había vencido. Hurra por el señor Gray, que, o bien había alcanzado su meta, o estaba a punto de alcanzarla. La caída de los paneles de madera dejaba a la vista el pladur sucio de debajo: las paredes del despacho de Tracker Hermanos tal como lo habían visto cuatro chavales en 1978, muy juntos y con la frente en el cristal, mientras su nuevo amigo, que les había hecho caso y se había quedado detrás, espera­ba que acabasen y le llevaran a casa. Se des-prendió otra placa y se cayó de la pared con ruido de papel rompiéndose. Debajo había un tablón de anuncios, sólo con una foto Polaroid. No era ninguna guapa oficial del instituto, no era Tina Jean Schlossinger, sino una mujer cualquiera con la falda levantada hasta las bragas. Qué ton­tería. De repente se arrugó la alfombra como si fuera piel, descu­briendo las baldosas sucias de Tracker Hermanos, así como una serie de renacuajos blancos, condones de parejas que venían a fo­llar bajo la mirada de desinterés de la mujer de la foto, que no era nadie en concreto, sólo el producto de un deseo hueco.

Jonesy daba vueltas cojeando. Desde los primeros días del accidente no había vuelto a dolerle tanto la cadera, y se compren­día: la tenía llena de astillas y cristales rotos, y le dolían una bar­baridad los hombros y el cuello. En su último sprint, el señor Gray le estaba matando el cuerpo sin poder evitarlo Jonesy.

Al atrapasueños no le había pasado nada, aunque se balancea­ba con trayectorias pronuncia-dísimas. Jonesy lo miró fijamente. Había pensado que quería morirse, pero no de aquella manera ni en aquel despacho apestoso. Fuera, en una ocasión, habían hecho algo bueno, casi noble. Morirse dentro, observado con indiferen­cia y una capa de polvo por la mujer del tablón... le parecía una injusticia. Sin entrar en lo que se mereciese el resto del mundo, él, Gary Jones, de Brookline, Massachusetts (antes de Derry, Maine, y últimamente de Jefferson Tract), se merecía algo mejor.

— ¡Por favor, que esto no me lo merezco! —exclamó a la te­laraña que se balanceaba encima. Entonces sonó el teléfono en el escritorio medio desmontado.

Jonesy giró sobre sus talones, y el dolor de cadera, brutal y con muchas ramificaciones, le arrancó un gemido. Antes había llamado a Henry con el teléfono de su despacho, el azul. Ahora el de la superficie quebrada de la mesa era un trasto negro de los de disco, con una pegatina donde ponía QUE LA fuerza TE acom­pañe. Era el de su habitación de niño, el regalo de cumpleaños de sus padres. 949-7784, el número donde había cargado la llamada a Duddits.

Se abalanzó sobre el aparato olvidándose del dolor de cade­ra, y rezando por que no se desintegrase y se desconectase la lí­nea antes de poder contestar.

¿Diga? ¡Diga!

La vibración, las sacudidas del suelo le hacían balancearse. Ahora se movía todo el despacho como un barco en mala mar.

Esperaba cualquier voz menos la de Roberta.

—Un momento, doctor. Le paso una llamada.

Un clic tan fuerte que le dolió la cabeza, seguido por nada, silencio. Jonesy gimió, pero, justo cuando iba a colgar, oyó otro clic.

Jonesy?

Era Henry. Se le oía muy mal, pero seguro que era él.

— ¿Dónde estás? —bramó Jonesy—. ¡Henry, coño, que se me cae todo encima! ¡Y yo estoy igual, cayéndome a trozos!

—Te llamo desde la tienda de Gosselin —dijo Henry—. Bue­no, no. Tú tampoco estás donde estás. Estamos en el hospital donde te ingresaron después de que te atrepellaran... —Ruido en la línea, un zumbido. Después volvió a oírse la voz de Henry, cada vez más cercana y más fuerte. En medio de aquella desintegración, sonaba a salvavidas —. ¡... tampoco es donde estás!

¿Qué?

— ¡Jonesy, estamos dentro del atrapasueños! ¡Siempre hemos estado dentro, desde 1978! ¡El atrapasueños es Duddits, pero se está muriendo! Todavía aguanta, pero no sé cuánto...

Otro clic seguido por otro zumbido duro y eléctrico.

— ¡Henry! ¡Henry!

¡... salir! —La voz de Henry volvía a oírse mal, y tenía un tono desesperado—. ¡Tienes que salir, Jonesy! ¡Reúnete conmigo! ¡Corre por el atrapasueños y reúnete conmigo! ¡Aún estamos a tiempo! ¡Aún podemos darle una paliza al muy hijo de puta! ¿Me oyes? Aún...

Se oyó otro clic y se cortó la comunicación. El teléfono de su infancia se partió por la mitad y vomitó un amasijo absurdo de cables. Todos eran naranjas, todos contaminados de byrus.

Jonesy soltó el auricular y levantó la mirada hacia el atrapa­sueños, telaraña efímera. Según lo que acababa de decirle Henry por teléfono, no estaban donde creían estar.

Estaban dentro del atrapasueños.

Se fijó en que el que daba vueltas sobre las ruinas del escrito­rio tenía cuatro radios simétricos saliendo del centro. Los cuatro unían muchos hilos, pero lo que les unía a ellos era el centro, el núcleo de donde emergían.

«¡Corre por el atrapasueños y reúnete conmigo! ¡Aún esta­mos a tiempo!»

Jonesy dio media vuelta y corrió hacia la puerta.





10




El señor Gray también estaba delante de una puerta, la de la caseta del tubo, y estaba cerrada con llave. Teniendo en cuenta lo que le había ocurrido a la rusa, no le sorprendió. Jonesy disponía de una expresión que ni pintada: cerrar la puerta del establo des­pués del robo del caballo. Con un kim habría sido fácil. El señor Gray no tenía ninguno, pero tampoco estaba muy nervioso. Ha­bía descu-bierto que uno de los efectos secundarios más interesan­tes de tener emociones era que obligaban a pensar con antelación y confeccionar planes, para que en caso de que saliera algo mal no se desenca-denara un ataque emocional en toda regla. Quizá fue­ra uno de los motivos por los que habían sobrevivido tanto tiem­po aquellos seres.

La propuesta de Jonesy de renunciar a la misión (había usado la palabra «nacionalizarse», que para el señor Gray tenía resonancias de misterio y exotismo) no acababa de borrársele de la cabeza, pero el señor Gray la apartó. Cumpliría su misión, su obligación, ahí mis­mo. Después... a saber. Quizá se dedicara a los bocadillos de beicon, o a lo que identificaba el cerebro de Jonesy como «cóctel». Se trata­ba de una bebida fría y refrescante que mareaba un poco.

Llegó una ráfaga de viento del embalse y le arrojó nieve des­hecha a la cara, provocando una ceguera momentánea. Tuvo el efecto de un golpe hecho con una toalla mojada: devolverle al presente, a la misión inconclusa.

Se desplazó hacia la izquierda de la losa rectangular de granito que había delante de la puerta, resbaló y cayó de rodillas, igno­rando el dolor de la cadera de Jonesy. No había hecho un cami­no tan largo (años luz negros y kilómetros blancos) para rodar por los escalones y partirse el cuello, o caerse al Quabbin y mo­rir de hipotermia en aquel agua tan fría.

Se inclinó hacia el lado izquierdo de la losa, apartó la nieve y palpó la base de piedra buscando un pedazo suelto. Al lado de la puerta había ventanas, y eran estrechas, pero no demasiado.

La cortina de copos medio deshechos amortiguaba los soni­dos. A pesar de ello, oyó acercarse un motor. Era el segundo que oía, pero el de antes ya había parado. Debía de haberse quedado al final de East Street. Venían, pero era demasiado tarde. Había casi dos kilómetros de sendero resbaladizo e invadido por la maleza. Cuando llegaran, el perro ya estaría dentro del tubo, aho­gándose y trasladando el byrum al acueducto.

Encontró una piedra suelta y la extrajo con cuidado, a fin de que no se le cayera de los hombros el cuerpo palpitante del perro. Después retrocedió de rodillas del borde e intentó levantarse, pero al principio no pudo. Había vuelto a tensarse la bola de la cadera de Jonesy. Al final consiguió apoyarse en las dos piernas, aunque al precio de un dolor increíble que parecía subir hasta los dientes y las sienes.

Se quedó de pie, levantando un poco la pierna derecha de Jonesy como un caballo con una piedra en el casco, y apoyándo­se en la puerta cerrada de la caseta. En cuanto el dolor remitió un poco, usó la piedra para romper el cristal de la ventana de la iz­quierda e infligió algunos cortes en la mano de Jonesy, uno de ellos profundo, pero les hizo tan poco caso como al hecho de que en la parte de arriba del marco hubieran quedado varios trozos rotos de cristal, que colgaban sobre la inferior como una guillo­tina. Tampoco notó que Jonesy se hubiera decidido a salir de su refugio.

El señor Gray se metió por la ventana, aterrizó en el suelo de cemento frío y miró alrededor.

Se hallaba en una habitación rectangular de unos diez metros de largo. Al fondo había una ventana que en días despejados debía,de ofrecer un panorama espectacular del embalse, pero que ahora estaba blanca, como si le hubieran colgado una sábana por fuera. Al lado de la ventana había una especie de cubo enorme de metal manchado de rojo. No era byrus, sino un óxido que Jonesy identificaba como «herrumbre». Supuso el señor Gray, sin estar del todo seguro, que servía para bajar hombres por la tubería en casos de emergencia.

La tapadera de hierro, con más de un metro de diámetro, es­taba en pleno centro de la habitación, bien encajada. El señor Gray vio el agujero cuadrado del borde e inspeccionó la estancia. En la pared había unas cuantas herramientas, entre ellas una que estaba rodeada por trozos de cristal de la ventana rota: una palan­ca. Caía dentro de lo posible que fuera la misma que había usa­do la rusa para los preparativos del suicidio.

Por lo que dicen, pensó el señor Gray, para San Valentín los de Boston se beberán el byrum con el café del desayuno.

Cogió la palanca, fue hacia el centro de la sala cojeando y con muchos dolores, precedido por la nube blanca de su respiración, e introdujo el extremo de la herramienta, en forma de espátula, en la ranura de la tapadera.

Encajaba a la perfección.






11





Henry cuelga el teléfono, respira hondo, aguanta la respira­ción... y corre hacia la puerta donde pone dos cosas: despacho y privado.

— ¡Eh! —dice Reenie Gosselin, que está sentada delante de la caja—. ¡Vuelve, chaval, que no se puede entrar!

Henry sigue corriendo a la misma velocidad, pero al entrar por la puerta se da cuenta de que es un chaval, en efecto, como mínimo treinta centímetros más bajo que de adulto, y que lleva gafas, pero mucho menos gruesas que con el paso de los años. Es un chaval, pero debajo de todo aquel pelo (que, para cuando cum­pla los treinta, habrá clareado un poco) hay un cerebro de adul­to. Dos en uno, piensa, e irrumpe en el despacho de Gosselin rien­do como loco, como en los viejos tiempos, cuando los hilos del atrapasueños estaban cerca del centro y Duddits les movía las cla­vijas. Casi me meo de risa, decían. Casi me meo.

Conque entra en el despacho, pero no es el mismo donde un tal Owen Underhill le reproducía a alguien que no se llamaba Abraham Kurtz una cinta de los grises hablando con voces de famosos, sino un pasillo, un pasillo de hospital, y a Henry no le sorprende en absoluto. Es el General de Massachusetts. Ha con­seguido llegar.

Hay más humedad y hace más frío que en un pasillo de hos­pital normal, y las paredes están salpicadas de byrus. En alguna parte se queja una voz: «No quiero que vengas tú, no quiero que me den una inyección, quiero a Jonesy. Jonesy conocía a Duddits, Jonesy se murió, se murió en la ambulancia; Jonesy es el único que me sirve. No vengas. Quiero a Jonesy.»

Henry, sin embargo, no piensa renunciar. Es la muerte, astu­ta y vieja, y no piensa renunciar. Tiene trabajo.

Camina por el pasillo sin que le vea nadie, y hace tanto frío que le sale vaho de la boca. Es un chaval con una chaqueta naran­ja que pronto se le quedará pequeña. Piensa que ojalá tuviera su escopeta, la que le prestaba el padre de Pete, pero ya no existe, se ha quedado atrás, enterrada en los años, como el teléfono de Jo­nesy con la pegatina de La guerra de las galaxias (qué envidia les daba), y la chaqueta de Beaver con las cremalleras, y el jersey de Pete con el logo de la NASA en el pecho. Enterrados en los años. Hay sueños que mueren y se desprenden: se trata de otra de las verdades amargas de la vida. Cuántas verdades amargas.

Pasa al lado de dos enfermeras que hablan y se ríen. Una de las dos es Josie Rinkenhauer, y la otra la mujer de la foto Polaroid que vieron por la ventana del despacho de Tracker Hermanos. No le ven porque para ellas no está. Ahora está dentro del atrapasueños, corriendo por el hilo en dirección al centro.

Henry siguió yendo por el pasillo hacia donde se oía la voz del señor Gray.





12




Kurtz lo oyó con claridad por la ventanilla rota. Era el tarta­mudeo de un fusil automático, suscitando una vieja sensación de desasosiego e impaciencia: la rabia de que hubiera empezado el tiroteo sin él, y el miedo de que acabara antes de llegar, y de que sólo quedaran los heridos pidiendo a gritos un médico.

—Acelera, Freddy.

Justo delante de Kurtz, Perlmutter, comatoso, roncaba más fuerte que antes.

—Esto resbala bastante, jefe.

—Da igual, acelera. Tengo la sensación de que casi hemos...

Vio una mancha rosada en la cortina blanca y limpia de la nieve, una mancha difusa como la sangre de un corte en la cara filtrándose por la espuma de afeitar. A los pocos segundos tenían delante el Subaru con el morro hundido y las ruedas en el aire. En los instantes que siguieron, Kurtz retiró cualquier idea desfavo­rable que le hubieran merecido las facultades de conducción de Freddy. Su subordinado se limitó a girar el volante a la derecha y pisar el acelerador cuando empezaba a derrapar el Humvee. El voluminoso vehículo ganó agarre, saltó sobre la falla de la carre­tera y chocó con el suelo. Fue una sacudida tan brutal que Kurtz se dio un golpe en la cabeza y vio una lluvia de estrellas. Los bra­zos de Perlmutter se zarandearon como brazos de cadáver. El movimiento echó su cabeza hacia atrás, y después hacia adelan­te. El Humvee pasó tan cerca del Subaru que le arrancó el tirador de la puerta del copiloto. Después siguió rodando a toda pastilla, por huellas relativamente frescas pero sólo de un vehículo.

Me tienes casi encima, Owen, pensó Kurtz. ¿No notas mi aliento en la nuca?

Lo único que le preocupaba era la ráfaga de disparos. ¿Qué había sido? Fuera lo que fuera, no se repitió.

Otra mancha en la nieve a algunos metros. Esta vez era ver­de. El otro Humvee. Seguro que habían bajado, pero...

—Frena y carga —dijo Kurtz a Freddy con voz apenas estri­dente—. Va siendo hora de que pague alguien el pato.





13




Cuando Owen llegó al punto donde finalizaba East Street (o se convertía en la sinuosa Fitzpatrick Road, según se mirara), oía detrás a Kurtz y suponía que Kurtz le oía a él, porque, aunque los Humvee no hicieran tanto ruido como las Harley, no podía de­cirse que fueran silenciosos.

Se había perdido el rastro de las pisadas de Jonesy, pero seguía viéndose el sendero que nacía en la carretera y proseguía por la orilla del embalse.

Apagó el motor.

— Henry, parece que vamos a tener que ca...

Dejó la frase a medias. Se había estado concentrando dema­siado en conducir para mirar, no ya atrás, sino por el retrovisor, y lo que vio le pilló por sorpresa. Sorpresa y susto.

Henry y Duddits estaban enlazados en lo que Owen, al prin­cipio, interpretó como un abrazo mortal, con las mejillas juntas, los ojos cerrados y las caras y chaquetas manchadas de sangre. No vio que respirara ninguno de los dos, y creyó que habían muer­to al mismo tiempo, Duddits de leucemia y Henry... a saber, quizá de un infarto debido al agotamiento y la tensión constante de las últimas treinta y pico horas. Entonces detectó un temblor casi imperceptible en los párpados. Los cuatro.

Abrazados, manchados de sangre, pero vivos. Durmiendo. Soñando.

Owen se dispuso a repetir el nombre de Henry, pero cambió de idea. Henry se había negado a salir del recinto de Jefferson Tract sin liberar a los reclusos. ¿Que les había salido bien el plan? Sí, pero por pura suerte... o gracias a la providencia, para quien creyera en ella. El caso era que tenían a Kurtz en los talones, que Kurtz se les había pegado como una sanguijuela, y que ahora es­taba mucho más cerca que si Owen y Henry se hubieran satisfe­cho con escapar disimuladamente al amparo de la tormenta.

Bueno, no me arrepiento, pensó al abrir la puerta y salir al exterior. Llegó del norte el grito de un águila quejándose del mal tiempo, y del sur el ruido de Kurtz, el loco y pesado de Kurtz, acercán-dose. No se podía saber a qué distancia estaba, por culpa de la nieve de los huevos. Caía tanta, y tan deprisa, que despista­ba al oído. Podía estar tanto a tres kilómetros como mucho más cerca. Seguro que Kurtz iba con el gilipollas de Freddy, el solda­do perfecto, el doble infernal de Dolph Lundgren.

Entre resbalones y palabrotas, Owen rodeó el vehículo y abrió la puerta trasera con la previsión de encontrar armas auto­máticas y la esperanza de que hubiera un lanzacohetes portátil. No había lan-zacohetes ni granadas, sino cuatro fusiles automáti­cos MP5 y una caja con cartucheras largas, de las de ciento vein­te proyectiles.

En el recinto se había sometido a las reglas de Henry, con el resultado, supuso, de unas cuantas vidas salvadas, pero ahora lo haría a su manera. Si no estaba saldada la deuda de la bandeja de los Rapeloew, no había más remedio que vivir con ese peso; mu­cho o poco, dependiendo de que Kurtz se saliera con la suya.

Henry dormía, estaba inconsciente o se había fusionado con su amigo en una extraña mezcla mental. Mejor. Despierto, quizá protestara contra lo que había que hacer, sobre todo si tenía ra­zón en que su amigo aún estaba vivo y se escondía en la mente del extraterrestre al mando. En cambio Owen no tenía reparos... y, ahora que se le había pasado la telepatía, tampoco oiría a Jonesy pidiendo que no le matara (suponiendo que siguiera dentro). La Glock era buena arma, pero no del todo de fiar.

La MP5 destrozaría el cuerpo de Gary Jones.

Owen cogió una y se metió tres cartucheras de reserva en los bolsillos de la chaqueta. Kurtz ya estaba muy cerca, muchísimo. Se volvió para mirar East Street, temiendo presenciar la materializa­ción de un fantasma marrón y verde (el segundo Humvee), pero de momento no aparecía. Gracias a Dios, habría dicho Kurtz.

Las ventanillas del Humvee ya tenían una capa de hielo, pero, al pasar deprisa al lado del vehículo, Owen reconoció las siluetas borrosas de los dos ocupantes del asiento trasero. Seguían abra­zados.

—Adiós —dijo — . Que descanséis.

Y, si tenían suerte, seguirían dormidos cuando llegaran Kurtz y Freddy y acabaran con sus vidas antes de emprender la perse­cución de su presa principal.

Owen frenó de manera tan brusca que resbaló en la nieve, y asió la capota del Humvee para no caerse. Estaba claro que Duddits no sobreviviría, pero quizá fuera posible salvar a Hen­ry Devlin. Posible, no más.

¡No!, protestó una parte de su cerebro mientras volvía hacia la puerta de atrás. ¡No, que no hay tiempo!

Owen, sin embargo, decidió apostar (¿qué?, el mundo ente­ro) a que sí. Quizá para pagar un poco más de lo que debía por la bandeja de los Rapeloew, o por lo del día de antes (los cuerpos grises desnudos alrededor de la nave accidentada, levantando los brazos como si se rindieran), o bien, lo más probable, sólo por Henry, que le había dicho que serían héroes, y había hecho mag­níficos esfuerzos por cumplir la promesa.

¿Simpatía por el diablo? Y un cuerno, pensó al abrir la puer­ta trasera.

Tenía más cerca a Duddits. Le cogió por el cuello de la parka azul y la estiró. Duddits se quedó tumbado en el asiento y se le cayó el sombrero, dejando a la vista una calva reluciente. Henry, que seguía abrazándole los hombros, se le cayó encima. No abrió los ojos, pero gimió un poco. Owen se inclinó hacia él y le susu­rró al oído con mucha fuerza:

—No te levantes. ¡Henry, no te levantes por nada del mundo!

Owen retrocedió, dio un portazo y tres pasos hacia atrás, se apoyó la culata del fusil en la cadera y disparó una ráfaga. Las ven­tanas del Humvee se pusieron blancas, y a continuación se hun­dieron. Se oyó un ruido metálico, el de los cartuchos cayéndose alrededor de los pies de Owen, que volvió a acercarse al Humvee y miró por la ventana reventada. Henry y Duddits seguían tum­bados; entre los trozos de cristal y la sangre de Duddits, Owen pensó que nunca había visto a dos personas que parecieran más muertas. Confió en que Kurtz tuviera demasiada prisa para fijarse. El no podía hacer nada más.

Oyó una sacudida metálica y se sonrió. Ya tenía localizado a Kurtz: acababan de llegar al final del recorrido del Subaru. Rezó por que Kurtz y Freddy hubieran chocado con él, pero por des­gracia no había hecho tanto ruido. En todo caso, ya les tenía lo­calizados. Casi dos kilómetros de ventaja. Mejor de lo que pen­saba.

—Te sobra tiempo —murmuró.

Podía ser verdad en el caso de Kurtz, pero ¿y en el otro ex­tremo? ¿Dónde estaba el señor Gray?

Cogiendo la MP5 por la correa, se metió por el sendero que llevaba al tubo 12.





14




El señor Gray había descubierto otra emoción humana poco grata: el pánico. Después de un camino tan largo (años luz por el espacio y kilómetros por la nieve), le traicionaban los músculos de Jonesy, débiles y en baja forma, y la tapadera de hierro del conducto, que pesaba mucho más de lo esperado. Empujó la pa­lanca hasta que los músculos de la espalda de Jonesy no pudieron más... y acabó obteniendo la recompensa de un guiño de oscuri­dad debajo del borde del hierro oxidado. Y un chirrido, el de la tapa moviéndose un poco (quizá entre tres y cinco centímetros) y rascando el cemento. Después se agarrotaron los músculos lumbares de Jonesy, y el señor Gray se apartó del tubo gritando en­tre dientes (gracias a la inmunidad, Jonesy los conservaba todos) y con la mano en la base de la columna vertebral de Jonesy, como queriendo evitar que explotase.

Lad emitió una serie de ruidos agudos. El señor Gray lo miró y vio que había llegado el momento crítico. El perro seguía dur­miendo, pero ahora tenía una hinchazón tan grotesca en el abdo­men que se le había puesto tiesa una pata. La piel de la parte baja de la barriga estaba tan tensa que amenazaba con partirse, y las venas de encima palpitaban con la rapidez de un reloj. Debajo de la cola le salía un hilo de sangre muy roja.

El señor Gray miró la palanca metida en la ranura de la tapa­dera con cara de odio. En la imaginación de Jonesy, la rusa era esbelta y muy guapa, con el cabello oscuro y ojos negros y trá­gicos. En realidad, pensó el señor Gray, debía de tratarse de al­guien musculoso y ancho de hombros. De lo contrario, ¿cómo podía haber...?

Se oyó una ráfaga de disparos a proximidad alarmante. El señor Gray contuvo una exclamación y miró alrededor. Ahora, gracias a Jonesy, la corrosión humana de la duda había pasado a formar parte de su constitución, y se dio cuenta por primera vez de que podían detenerle. Sí, aunque estuviera tan cerca de su meta que oía el ruido con que el agua iniciaba su viaje subterráneo de cien kilómetros. Entre el byrum y todo aquel mundo sólo se in­terponía una placa circular de hierro que pesaba cincuenta kilos.

El señor Gray, desesperado, recitó en voz baja una retahila de tacos de Beaver y se lanzó hacia adelante, haciendo que el cuer­po de Jonesy, casi sin fuerzas, se agitara sobre el eje defectuoso de su cadera derecha. Venía alguien, el que se llamaba Owen, y el señor Gray no se atrevía a esperar que se apuntara a sí mismo con el arma. Habría hecho falta más tiempo y el factor sorpresa, co­sas ambas de las que carecía. Para colmo, la persona que se acer­caba estaba entrenada para matar. Era su carrera.

El señor Gray dio un salto, y se oyó con bastante claridad el chasquido de la cadera de Jonesy, que, por exceso de presión, se había salido de la cuenca hinchada que la sujetaba. Volvió a levan­tarse el borde, y esta vez la tapadera se deslizó casi treinta centí­metros por el cemento. Reapareció el arco negro por donde se había metido la rusa. Era como una ce mayúscula de trazo fino... pero bastaba para el perro. La pierna de Jonesy ya no aguantaba el peso de Jonesy (por cierto, ¿dónde estaba Jonesy? El molesto anfitrión seguía sin dar señales de vida), pero daba igual. Se podía hacer a rastras.

Fue como avanzó el señor Gray por el suelo frío de cemen­to. Al llegar donde estaba dormido el collie, lo cogió por el collar y empezó a arrastrarlo hacia el tubo 12.




15




La sala de recuerdos (aquel almacén enorme de cajas) también se está cayendo a trozos. El suelo tiembla como si lo sacudiera un terremoto interminable y de baja intensidad. Arriba se encienden y se apagan los fluorescentes, creando un ambiente de alucinación. Hay lugares donde han caído varios montones de cajas, bloquean­do una parte de los pasillos.

Jonesy corre con todas sus fuerzas y va de pasillo en pasillo, recorriendo el laberinto con una orientación puramente instinti­va. Se exhorta repetidamente a ignorar la cadera, y más habiéndo­se convertido en puro cerebro, pero es tan poco persuasivo como un lisiado intentando convencer a un miembro amputado de que deje de dolerle.

Pasa corriendo al lado de unas cajas donde pone guerra AUSTROHÚNGARA, POLÍTICA DEL DEPARTAMENTO, CUENTOS INFANTILES y contenido del armario DE arriba. Salta por encima de varias ca­jas volcadas con el rótulo carla, aterriza en la pierna mala y chi­lla de dolor. Para no caerse, se coge a unas cajas donde pone gettysburg, y al final ve el fondo del almacén. ¡Gracias a Dios! Tiene la sensación de haber corrido vanos kilómetros.

En la puerta pone uci y prohibidas las visitas sin pase. En efecto, es donde le llevaron; es donde despertó y oyó a la muer­te, astuta y vieja, fingiendo llamar a Marcy.

Empuja la puerta e irrumpe en otro mundo, un mundo cono­cido: el pasillo blanquiazul de la UCI donde dio sus primeros, dolorosos y frágiles pasos a los cuatro días de la operación. Re­corre con dificultad unos tres metros de baldosas, ve las manchas de byrus en las paredes y oye el hilo musical, a decir verdad im­propio de un hospital. El volumen está muy bajo, pero parece que son los Rolling Stones cantando Sympathy for the Devil.

Justo después de haber identificado la canción, le estalla la cadera sin previo aviso. Jonesy da un grito de sorpresa y se cae en las baldosas negras y rojas de la UCI, hecho un ovillo. Es como des-pués de que le atrepellaran: un estallido de dolor rojo. Rueda en el suelo mirando los paneles lumi-nosos, los altavoces circula­res por donde sale la música (Anastasia screamed in vain), músi­ca de otro mundo, cuando llega el dolor a estos extremos es todo de otro mundo, el dolor convierte la sustancia en sombra, y en farsa hasta al amor, es lo que aprendió en marzo, lo que tiene que volver a aprender. Rueda, rueda con las manos apretándose la cadera hinchada, saliéndosele los ojos de las órbitas, contrayen­do la boca en un rictus, y tiene muy claro qué ha pasado: el se­ñor Gray. El hijo de puta del señor Gray ha vuelto a romperle la cadera.

Entonces reconoce una voz que se oye muy lejos en aquel otro mundo, una voz de niño.

«¡Jonesy!»

Distorsionada, con eco... pero menos lejana de lo que pare­cía. Está en otro pasillo, pero de los contiguos. ¿De quién es? ¿De un hijo suyo? ¿De John? No...

«¡Jonesy, tienes que darte prisa! ¡Viene a matarte! ¡Owen vie­ne a matarte!»

No sabe quién es Owen, pero sabe de quién es la voz: de Henry Devlin. Sin embargo, no es su voz de ahora, ni la de la última vez que le vio Jonesy (marchándose con Pete hacia la tien­da de Gos-selin), sino la voz del Henry compañero de estudios, del Henry que le dijo a Richie Grenadeau que se chivarían, y que Richie y sus amigos no conseguirían coger a Pete porque corría como una gacela.

«¡No puedo!», contesta, rodando por el suelo. Se da cuenta de que ha cambiado algo, de que todavía está cambiando, pero no sabe de qué se trata. «No puedo, el muy cabrón me ha vuelto a romper la cade...»

Entonces comprende qué le ocurre: el dolor va al revés. Es como ver rebobinarse una cinta de vídeo: la leche corre desde el vaso al tetrabrik; se cierra la flor que debería abrirse por el mila­gro de la fotografía a intervalos.

Descubre el motivo con un simple vistazo a la chaqueta na­ranja que lleva. Es la que le compró su madre en Sears para la primera caza en Hole in the Wall, la misma en que Henry abatió su primer ciervo y mataron entre todos a Richie Grenadeau y sus amigos. Le mataron con un sueño. Poco importa que no fuera queriendo.

Vuelve a ser un chaval de catorce años, y no le duele nada. ¿Por qué iba a dolerle? Todavía faltan veintitrés años para que se le rompa la cadera. Entonces se le junta todo en la cabeza, con un efecto explosivo: en realidad nunca ha habido ningún señor Gray. El señor Gray vive únicamente en el atrapasueños. Es tan poco real como el dolor de cadera. Yo era inmune, piensa al levantar­se. No tenía ni gota de byrus. Lo que tengo en mi cabeza no es del todo un recuerdo. Soy yo. Dios mío. El señor Gray soy yo. Jonesy se incorpora y echa a correr tan deprisa que al doblar una esquina está a punto de perder el equilibrio, pero se mantie­ne de pie; es ágil y veloz como sólo se puede serlo a los catorce años, y no hay dolor, ningún dolor.

Reconoce el siguiente pasillo. Hay una camilla con ruedas, y encima una cuña. Al lado se mueve algo con delicadeza, algo de finas patas: el ciervo que vio en Cambridge antes de que le atre­pellaran. Jonesy pasa corriendo al lado del animal, que le mira con ojos dulces de sorpresa. «¡Jonesy!» Falta muy poco. «¡Date prisa, Jonesy!»

Jonesy corre más deprisa, casi sin tocar el suelo, y sus pulmo­nes jóvenes respiran con facilidad; no hay byrus porque es inmu­ne, ni hay señor Gray, al menos dentro de él; el señor Gray está donde siempre, en el hospital, el señor Gray es el miembro fantas­ma que todavía se siente, el que se podría jurar que aún se tiene.

Dobla otra esquina. Ahora hay tres puertas abiertas, y en la de detrás, que es la única que está cerrada, espera Henry. Tiene la misma edad que Jonesy, catorce años, y lleva chaqueta naranja, como él. Como siempre, se le han bajado las gafas por la nariz, y le hace señales urgentes.

«¡Deprisa! ¡Deprisa, Jonesy, que Duddits no puede aguantar mucho más! Si se muere antes de que matemos al señor Gray...»

Jonesy se reúne con Henry al lado de la puerta. Tiene ganas de echarle los brazos al cuello, de abrazarle, pero no tienen tiempo.

«Todo es culpa mía», dice a Henry con una voz que no ha sido tan aguda en muchos años.

«Mentira», dice Henry, y mira a Jonesy con la impaciencia que de niños les impresionaba tanto a los tres, Jonesy, Pete y Beaver. Siempre parecía que Henry estuviera muy por delante, a punto de correr hacia el futuro y dejarles atrás. Siempre parecía que le retuvieran.

«Pero...»

«También podrías decir que Duddits mató a Richie Grenadeau, y que nosotros fuimos cóm-plices. Él era como era, Jonesy, y nos hizo lo que somos... pero no fue a propósito. ¿No te acuer­das de que lo máximo que podía hacer a propósito era atarse los zapatos, y que ya le costaba bastante?»

Jonesy piensa: «¿Qué adegla? ¿Adegla tatilla?»

«Henry... ¿Duddits se...?»

«Aguanta por nosotros, Jonesy. Ya te lo he dicho. Nos man­tiene juntos.»

«En el atrapasueños.»

«Exacto. Conque ¿qué hacemos? ¿Quedarnos discutiendo en el pasillo mientras se va el mundo al carajo, o...?»

«Matar al hijo de puta», dice Jonesy, acercando la mano al pomo de la puerta.

Encima hay un letrero donde pone aquí no hay infección. il n'y a pas d'infection ici, y de repente le ve los dos lados. Es como las ilusiones ópticas de Escher. Se mira desde un ángulo y es verdad. Se mira por otro y es la mentira más monstruosa del universo.

Atrapasueños, piensa Henry, y gira el pomo.

La sala de detrás es una leonera de byrus, una selva pesadillesca de zarzas, enredaderas y lianas unidas en trenzas de color san­gre. Apesta a azufre y alcohol etílico, como cuando se rocía con anti-congelante el carburador que no quiere arrancar, una maña­na de enero con temperatura bajo cero. Por lo menos, en aquella habitación no tienen que preocuparse por la comadreja, porque está en otra cuer-da del atrapasueños, en otro lugar y momento. Ahora el byrum es problema de Lad, un border collie con el fu­turo muy negro.

La televisión está encendida y se entrevé una imagen borrosa en blanco y negro, a pesar de que la pantalla está cubierta de byrus. Un hombre arrastra el cadáver de un perro por un suelo de cemento. Hay polvo y hojas secas, como en las tumbas de las películas de miedo de los años cincuenta que le gusta ver a Jonesy en vídeo. Pero no es ninguna tumba, porque al fondo se oye rui­do de agua.

En medio del suelo hay una tapadera oxidada y redonda con unas siglas grabadas, las de la compañía de aguas de Massachusetts. La porquería rojiza que tapa la pantalla no las borra. ¿Cómo va a borrarlas, si para el señor Gray (que como ser físico murió en Hole in the Wall) lo son todo?

Literalmente todo: el mundo.

Han movido un poco la tapa del tubo, dejando a la vista un arco de oscuridad absoluta. Jonesy se da cuenta de que el hom­bre con el perro a rastras es él, y de que el animal no está muerto del todo. Deja un reguero de sangre espumosa y rosada en el ce­mento, y sacude las patas traseras. Casi como si nadase.

«No te fijes en la película», dice, o casi ruge, Henry. Jonesy mira al ser que hay en la cama, la cosa gris que se tapa medio pecho con una sábana manchada de byrus. El pecho es una superficie lisa y gris de carne sin poros, pelos ni pezones. La sábana lo tapa, pero Jonesy sabe que tampoco tiene ombligo, porque nunca ha nacido. Es la visión que tiene un niño de un extraterrestre, extraída del subconsciente de los primeros que entraron en contacto con el byrum. Nunca han existido como seres reales, como extraterrestres. Como seres físicos, los grises siempre han sido creaciones de la imagi-nación humana, del atrapasueños. Saberlo alivia un poco a Jonesy. No ha sido el único engañado. Algo es algo.

Y otra cosa que le complace: la mirada de aquellos ojos negros tan horribles. Es de miedo.





16





—Cargado —dijo Freddy tranquilamente, frenando detrás del Humvee que perseguían desde hacía tantos kilómetros.

—Estupendo —dijo Kurtz —. Reconoce el terreno. Yo te cubro.

— Voy.

Freddy miró a Perlmutter, que volvía a tener hinchada la ba­rriga, y después el Humvee de Owen. Ahora estaba clara la cau­sa de los disparos que habían oído: alguien había dejado el Humvee como un colador. La única pregunta pendiente de res­puesta era quién había dado y quién había reci-bido. Había hue­llas saliendo del Humvee; empezaba a borrarlas la nieve, pero aún se reconocían. Sólo una persona. Botas. Debía de ser Owen.

— ¡Venga, Freddy!

Freddy salió a la nieve. Kurtz le siguió con sigilo, y Freddy le oyó preparar el arma. Era la pistola de nueve milímetros. Quizá fuera buena idea. Era evidente que la dominaba.

Sintió un escalofrío por toda la columna, como si Kurtz le tuviera encañonado. Claro que era una idea ridicula. A Owen sí, pero Owen era un caso diferente. Había cruzado la línea.

Corrió agachado hacia el Humvee, con la carabina a la altura del pecho. No podía negar que le hacía muy poca gracia tener detrás a Kurtz. Ninguna.





17




Mientras los dos chavales avanzan hacia la cama llena de moho, el señor Gray pulsa varias veces el timbre de aviso, pero no pasa nada. Eso es que el byrus ha atascado el mecanismo, piensa Jonesy. Mala pata, señor Gray. Echa un vistazo a la tele y ve que su doble de la película ya tiene al perro al borde del tubo. A ver si resultará que llegan demasiado tarde. O no. No se puede saber. Aún está girando la moneda.

«Hola, señor Gray. Tenía muchas ganas de conocerle», dice Henry.

Mientras habla, retira la almohada salpicada de byrus de debajo de la cabeza estrecha y sin orejas del señor Gray. Este in­tenta moverse hacia el otro lado de la cama, pero Jonesy le suje­ta los brazos de niño. La piel que toca no está caliente ni fría. No tiene textura de piel, sino de...

De nada, piensa. Como un sueño.

«¿Señor Gray? —dice Henry—. En el planeta Tierra damos así la bienvenida.»

Y aprieta la almohada contra la cara del señor Gray.

Bajo sus manos, el señor Gray empieza a forcejear. Se oye el bip enloquecido de un monitor, como si el ser tuviera corazón y hubiera dejado de latir.

Jonesy mira al monstruo agonizante y sólo tiene ganas de que acabe todo.





18






El señor Gray arrastró al perro hasta el borde del conducto que había destapado a medias. Por el arco negro y estrecho subía un eco de agua en movimiento, y una corriente de aire húmedo y frío.

Las patas traseras de Lad ejecutaban un movimiento rápido de ciclista, y el señor Gray oía un ruido mojado de carne desgarrán­dose, a medida que el byrum empujaba con un extremo y roía con el otro para salir a la fuerza. Debajo de la cola del perro había empezado el chirrido, un sonido como de mono asustado. Había que meterlo en el tubo antes de que lograra salir. Sin ser impres­cindible que naciera en el agua, significaba aumentar mucho sus posibilidades de supervivencia.

El señor Gray intentó meter al perro por el hueco entre la tapadera y el cemento, pero no podía. El cuello del animal se dobló, y su hocico, con los dientes a la vista, se orientó hacia arri­ba. Aunque durmiera (a menos que ahora estuviera inconsciente), empezó a emitir una serie de ladridos ahogados.

Y no había manera de meterlo por la ranura.

— ¡Me cago en la leche! —exclamó el señor Gray.

Ahora el dolor atroz de cadera de Jonesy le pasaba casi desa­percibido, y desapercibido del todo el hecho de que la cara de Jonesy estuviera muy blanca, con lágrimas de esfuerzo y frustra­ción en los ojos. En cambio, sí se daba cuenta, y en extremo, de que ocurría algo. «A mis espaldas», habría dicho Jonesy. Y ¿quién podía ser sino Jonesy, el huésped reticente?

¡Serás hijo de puta! —le chilló al maldito perro, al odioso y tozudo animal que sólo era un poquito demasiado grande—. Te digo que entras. ¿Me oyes, so...?

Se le atascaron las palabras en la garganta. De repente ya no podía gritar. ¡Y cómo le gustaba! ¡Cómo disfrutaba dando puñe­tazos (hasta a un perro moribundo y embarazado)! De repente no sólo no podía gritar, sino que no podía respirar. ¿Qué le estaba haciendo Jonesy?

No esperaba respuesta, pero la hubo. Una voz desconocida y llena de fría rabia:

«En el planeta Tierra damos así la bienvenida.»





19




Las manos de tres dedos de la cosa gris que está tumbada en la cama de hospital se levantan, y la verdad es que durante un momento intentan apartar la almohada. Los ojos negros y salto­nes, único rasgo de la cara, están enloquecidos de miedo y rabia. Intenta respirar. Teniendo en cuenta que en realidad no existe (ni siquiera en el cerebro de Jonesy, al menos como ente físico), pa­rece mentira que se defienda tanto. Sin llegar al extremo de com­padecerla, Henry lo entiende. La cosa quiere lo mismo que Jo­nesy, que Duddits... y hasta que el propio Henry; sí, porque, a pesar de sus ideas negras, ¿no ha seguido latiéndole el corazón? ¿Y su hígado? ¿No ha seguido limpiando sangre? ¿No es verdad que su cuerpo ha seguido librando una guerra invisible contra todo, desde un simple catarro al propio byrus, pasando por el cáncer? Una de dos, o el cuerpo es idiota, o de una infinita sabi­duría; en ambos casos, se ahorra el embrujo fatal del pensamien­to. Sólo sabe defender su territorio y luchar hasta el límite de sus fuerzas. Quizá en algún momento el señor Gray fuera diferente, pero ya no lo es. Quiere vivir.

«Pero no creo que puedas —dice Henry con voz tranquila, casi de consuelo—. No, amigo, no lo creo.»

Y vuelve a apretar la almohada contra la cara del señor Gray.





20




Las vías respiratorias del señor Gray se abrieron. Aspiró una bocanada de aire frío de la caseta... dos... y volvieron a cerrársele. Le estaban asfixiando, ahogando, matando.

«¡¡No!! ¡ESTO NO ME LO PUEDES HACER!»

Dio un estirón al perro y lo colocó de lomo. Casi era como ver a alguien que llega tarde al aeropuerto forzando la maleta para ver si cabe lo último.

Así cabrá, pensó.

Cabría, aunque hubiera que usar las manos de Jonesy para aplastarle al perro la barriga y que saliera disparado el byrum. De alguna manera tendría que caber aquella cosa infernal.

El señor Gray, con los ojos desorbitados, sin poder respirar y con una vena hinchada en medio de la frente de Jonesy, metió a Lad un poco más por la rendija, y empezó a darle puñetazos en el pecho con los puños de Jonesy. ¡Pasa, coño, pasa!

¡pasa!



21




Freddy Johnson metió el cañón del arma en el Humvee abando­nado, mientras Kurtz, que había tenido la astucia de quedarse un poco rezagado (en ese sentido era como una repetición del ataque a la nave de los grises), aguardaba el desarrollo de los acontecimientos.

—Dentro hay dos tíos, jefe. Se ve que Owen ha preferido sacar la basura antes de seguir.

—¿Muertos?

—Yo diría que sí. Deben de ser Devlin y el otro, el que han pasado a buscar.

Kurtz se reunió con Freddy, echó un vistazo por la ventani­lla rota y asintió. A su entender también estaban muertos. Eran dos bultos blancos enlazados en el asiento de atrás, con sangre y cristales rotos encima. Levantó la pistola para no correr riesgos (no estaba de más meterle a cada uno una bala en la cabeza), pero volvió a bajarla. Owen quizá no hubiera oído su motor. Caía una cortina de nieve tan tupida que era como una manta acústica, conque cabía la posibilidad. En cambio, seguro que oía los dispa­ros. Prefirió volverse hacia el sendero.

—Tú primero, chavalín, y ojo por dónde pisas, que esto tie­ne pinta de resbalar. Piensa que aún podemos tener a nuestro fa­vor el factor sorpresa. ¿No te parece que habría que tenerlo en cuenta?

Freddy asintió.

Kurtz sonrió, convirtiendo su cara en calavera. —Con un poco de suerte, chavalete, Owen Underhill estará en el infierno antes de haberse enterado de que se ha muerto.







22




El mando a distancia del televisor, un rectángulo de plástico negro cubierto de byrus, está en la mesita de noche del señor Gray. Jonesy lo coge y dice con una voz que se parece más de lo normal a la de Beaver:

«A la mierda.»

Y lo estampa con todas sus fuerzas en el borde de la mesita, como si cascara un huevo duro. El mando se rompe, se caen las pilas al suelo y Jonesy se queda con un palo puntiagudo de plásti­co. En-tonces mete la mano debajo de la almohada que aprieta Henry en la cara de la cosa, y duda un poco, acordándose de su primer encuentro con el señor Gray (primero y único): el pomo suelto en la mano, después de romperse la vara de metal. La sensación de oscuridad, al proyectarse sobre él la sombra del ser. Entonces era de verdad, como las rosas o la lluvia. Jonesy se había girado y le había visto; «le», «lo» o lo que fuera el señor Gray antes de conver­tirse en señor Gray. De pie en medio de la sala gran-de. Como en la tira de películas y documentales de «enigmas sin explicar», pero viejo. Y enfermo. Entonces ya estaba para que lo ingresasen en la Unidad de Cuidados Intensivos. Y había dicho «Marcy», como sacando la palabra del cerebro de Jonesy. Como con sacacorchos. Haciendo el agujero para entrar. Entonces había explotado como un petardo, pero con byrus en lugar de confeti, y...

... y el resto me lo he imaginado yo. Es eso, ¿no? Otro caso de esquizofrenia intergaláctica. En el fondo ha sido eso.

«¡Jonesy! —grita Henry—. ¡Si piensas hacerlo, que sea ya!»

Vayase preparando, señor Gray, piensa Jonesy, que la ven­ganza...






23





Teniendo a Lad medio embutido en la rendija, el señor Gray notó que le llenaba la cabeza la voz de Jonesy.

«Vayase preparando, señor Gray, que la venganza es muy puta.»

En medio de la garganta de Jonesy surgió un dolor brutal. El señor Gray levantó las manos de Jonesy, profiriendo una serie de ruidos guturales que no llegaban a ser gritos. No tocó la piel del cuello de Jonesy, tersa y con pelitos, sino la propia, cortada. Lo más fuerte que sentía era una mezcla de susto e incredulidad, úl­tima emoción de Jonesy a la que recurría. No podía ser. Aquellas cosas siempre llegaban en las naves de los viejos; siempre levantaban las manos para rendirse; siempre ganaban. No podía ser.

Pero era.

Más que diluirse, la conciencia del byrum se desintegró. Al morir, la entidad que había llevado el nombre de señor Gray re­gresó a su estado anterior. En el momento de pasar de «alguien» a «algo» (y justo antes de que ese «algo» se convirtiera en «nada»), el señor Gray dio el último y brutal empujón al cuerpo del perro, que se hundió en la rendija... pero no tanto como para caerse.

El último pensamiento teñido de Jonesy que tuvo el byrum fue: «Debería haberle hecho caso. Debería haberme naciona...»







24




Jonesy hace un corte en la papada del señor Gray con el man­do de la tele, y en el momento de abrirse el cuello de la cosa, como una boca, sale una nube de algo anaranjado que mancha el aire de color sangre, antes de caerse en la colcha en forma de lluvia de polvo y pelusa.

Bajo las manos de Jonesy y Henry, el cuerpo del señor Gray sufre una convulsión galvánica que no se repite. A continuación se arruga como lo que siempre ha sido, un sueño, y se convierte en algo conocido. Jonesy tarda un poco en relacionar las dos co­sas. Los restos del señor Gray se parecen a los condones que vie­ron en el suelo del despacho abandonado del garaje de Tracker Hermanos.

«¡Está...!»

Jonesy quiere decir «muerto», pero de repente le parte en dos un dolor insoportable. Esta vez no es la cadera, sino la cabeza. Y el cuello. Y de repente tiene en el cuello un collar de fuego. Y se ha vuelto transparente toda la habitación. ¡Joder! Ve a través de la pared, que da al interior de la caseta, donde el perro atascado en la rendija está pariendo un ser rojo y repugnante que parece un cruce de comadreja y gusano gigante. Lo reconoce: es uno de los byrum.

Manchado de sangre, caca y restos de su propia placenta membranosa, mira a Jonesy fijamente con sus ojos negros sin cerebro (y Jonesy piensa: son los de él, del señor Gray), mientras Jonesy le ve nacer, estirar el cuerpo, intentar soltarse, querer caerse en la oscuridad, hacia donde se oye correr el agua.

Jonesy mira a Henry.

Henry le mira a él.

Sus miradas jóvenes de sorpresa se encuentran fugazmente... hasta que empiezan a desaparecer ellos.

«Duddits —dice Henry como de lejos — . Se está yendo Duddits. Jonesy...»

Adiós. Quizá Henry haya querido decir adiós. No tiene oca­sión, porque desaparecen ambos.







25




Se produjo un momento de vértigo en que Jonesy no estaba en ningún lugar, con una sensación de haberse quedado desconec­tado de todo. Pensó que debía de estar muerto, que, además de al señor Gray, se había matado a sí mismo.

Le hizo volver el dolor, pero no el de garganta (ahora ya po­día respirar, y ya no le dolía), sino un dolor conocido. En la ca­dera. Se apoderó de él y le elevó hacia el mundo alrededor de su eje hin-chado, como una pelota atada a un palo y dando vueltas cada vez con menos cuerda. Debajo de sus rodillas había cemen­to, sus manos tocaban pelo, y oía una especie de chirrido inhuma­no. Al menos esta parte es real, pensó. Esto es fuera del atrapasueños.

Qué horrendo chirrido.

Jonesy vio que ahora la comadreja estaba colgando, y que lo único que la retenía al mundo superior era la cola, que aún no se había soltado por completo del perro. Se abalanzó sobre ella y la agarró con las dos manos por la mitad del cuerpo, justo cuando terminaba de soltarse.

Se tambaleó hacia atrás con mucho dolor de cadera, sujetan­do al bicho encima de la cabeza como en un número de circo con serpientes, mientras la cosa daba latigazos con la cola, propinaba dentelladas al aire, se retorcía, intentaba morder la muñeca de Jonesy, le arrancaba la manga derecha de la parka y hacía que sa­liera flotando plumón blanco.

Jonesy giró sobre su cadera hecha polvo, y en la ventana rota por donde había entrado el señor Gray vio a un hombre con cara de sorpresa. Llevaba parka de camuflaje, y un fusil.

Jonesy arrojó a la comadreja con todas sus fuerzas, que no eran muchas. El bicho voló unos tres metros y aterrizó en las hojas secas del suelo con ruido a mojado. Inmediatamente se des­lizó hacia el tubo, cuya boca no estaba del todo atascada por el cuerpo del perro. Quedaba espacio más que suficiente.

— ¡Pégale un tiro! —dijo Jonesy al del fusil, gritando — . ¡Pé­gale un tiro, por Dios, antes de que se meta en el agua!

Pero el hombre de la ventana no hacía nada. La última espe­ranza del mundo se limitaba a quedarse boquiabierta.





26




Owen no daba crédito a lo que veía. Una cosa roja, una espe­cie de comadreja sin patas. Oír su descripción no era lo mismo que verla. Se retorcía por el suelo hacia el agujero del centro de la caseta, donde estaba embutido un perro con las patas tiesas hacia arriba, como en señal de rendición.

El hombre (probablemente el agente de contagio) le gritaba que pegase un tiro al bicho, pero los brazos de Owen se negaban a levantarse, como si tuvieran un baño de plomo. La cosa estaba a punto de escapar. Después de tantas peripecias, Owen esta­ba punto de presenciar lo que había tenido la esperanza de evitar. Era como estar en el infierno.

La vio deslizarse con un ruido asqueroso, como de mono. Era como si lo oyera en medio de la cabeza. Vio que Jonesy la perseguía con movimientos torpes y desesperados, intentando atraparla o como mínimo cortarle el paso. No podría. El perro se interponía.

Owen volvió a ordenarles a sus brazos que levantaran el arma y apuntaran, pero no pasó nada. Era como si la MP5 perteneciera a otro universo. Iba a dejar que se escapase. Iba a quedarse como un pasmarote, dejando que se escapase. Que le ayudase Dios.

Que les ayudase a todos.





27




Henry, aturdido, se incorporó en el asiento trasero del Humvee. Tenía algo en el pelo. Se lo tocó sin haberse sacudido el sueño del hospital (que no ha sido ningún sueño, pensó). Enton­ces un dolor agudo le devolvió a algo parecido a la realidad. Era cristal. Tenía el pelo lleno de cristales. En el asiento había una capa entera. En el asiento y en Duddits.

—¿Dud?

No, claro, no servía de nada. Duddits estaba muerto. Tenía que estar muerto. Había gastado la poca energía que le quedaba en reunir a Jonesy y Henry en la habitación de hospital.

Sin embargo, Duddits gimió. Abrió los ojos y Henry, al ver­los, volvió del todo a aquel final de carretera nevada. Los ojos de Duddits estaban rojos, inyectados en sangre; ojos muy abiertos, de sibila.

— ¡Cubi! —exclamó, levantando las dos manos y esbozando un gesto como de sostener un fusil—. ¡Cubidú! ¡Tenemo tabajo!

Lejos, en el bosque, contestaron dos disparos de fusil. Des­pués una pausa, y el tercero.

—¿Dud? —susurró Henry—. ¿Duddits?

Duddits le vio. A pesar de la sangre que tenía en los ojos, Duddits le vio. Para Henry fue algo más que una sensación. Por un momento llegó a verse a través de los ojos de Duddits. Era como mirar un espejo mágico. Vio al Henry de otros tiempos: un chaval mirando el mundo por unas gafas de con-cha que eran de­masiado grandes para su cara y siempre se le caían por la nariz. Sintió el amor que le tenía Duddits, una emoción sencilla, sin ninguna mancha de duda o egoísmo. Ni siquiera de ingratitud. Cogió en brazos a Duddits, y, al constatar la ligereza del cuerpo de su viejo amigo, se puso a llorar.

— Has sido un tío con mucha suerte —dijo, pensando que ojalá estuviera Beaver, que podría haber hecho lo que él no podía. Beav podría haber dormido a Duddits con una nana. Sí, yo creo que sí.

—Eni —dijo Duddits, tocándole a Henry la mejilla con una mano. Sonreía, y sus últimas palabras fueron clarísimas — : Te quiero, Henry.






28





Se oyeron dos detonaciones. Disparos de carabina, y no es­taban lejos. Kurtz se detuvo. Freddy iba unos seis metros por delante, y estaba al lado de un letrero que a Kurtz leyó con difi­cultad: TERMINANTEMENTE PROHIBIDA LA PESCA DESDE LA CASETA.

Otro disparo, el tercero, y después silencio.

— ¿Jefe? —murmuró Freddy—. Parece que delante hay una especie de edificio.

—¿Ves a alguien?

Freddy negó con la cabeza.

Kurtz se reunió con él, y, a pesar de las circunstancias, le di­virtió notar un ligero sobresalto al poner una mano en el hom­bro de Freddy. Tenía razón en sobresaltarse. Si Abe Kurtz sobre­vivía a los siguientes quince o veinte minutos, pensaba adentrarse sin compañía en el mundo feliz que se ave-cinara. No habría na­die que le pusiera obstáculos, ni habría testigos de aquella acción final de guerrilla. En cuanto a Freddy, podía sospecharlo, pero sin estar seguro. Lástima que ya no hubiera telepatía. Lástima para Freddy.

Parece que Owen ha encontrado a alguien más a quien matar.

Kurtz hablaba en voz baja al oído de Freddy, oído que seguía presentando algunos rizos de Ripley, ahora blancos y muertos.

— ¿Vamos a por él?

— ¡No! —contestó Kurtz—. ¡Dios nos libre! Creo que ha lle­gado el momento, que por des-gracia les llega a casi todas las vi­das, de apartarnos, chavalín. Vamos a escondernos entre los árbo­les, y a ver quién sale y quién se queda dentro. Si sale alguien. ¿Te parece bien que esperemos diez minutos? Yo creo que con diez minutos habrá de sobra.












29






Las palabras que llenaron la cabeza de Owen Underhill tenían poco sentido pero una gran nitidez: era la canción de Scooby-Doo. «Scooby-Doo, ¿dónde estás? Tenemos trabajo.»

La carabina se levantó. No había sido cosa suya, pero, cuan­do le abandonó la fuerza que había movido el rifle, Owen pudo tomar el relevo sin sobresaltos. Cambió al modo de disparo sin ráfaga, apuntó y presionó dos veces el gatillo. La primera bala, que falló, rebotó en el suelo delante de la comadreja. Saltaron trozos de cemento. La cosa retrocedió, dio media vuelta, vio a Owen y le enseñó unos dientes como agujas.

— ¡Muy bien, guapo! —dijo Owen—. ¡Sonríe a la cámara!

El segundo disparo atravesó de lleno la mueca del bicho, que no era precisamente una sonrisa. La cosa salió despedida hacia atrás, chocó con la pared de la caseta y se cayó al cemento. Sin em-bargo, la pérdida de su cabeza rudimentaria no entrañaba la de sus instintos. Empezó a deslizarse de nuevo, lentamente. Owen disparó, y al centrar la mira pensó en los Rapeloew, Dick e Ire­ne. Buena gente. Buenos vecinos. Si hacía falta un poco de azú­car o leche (o, por qué no, consuelo), siempre quedaba el recur­so de la casa de al lado.

El disparo, por lo tanto, estaba dedicado a los Rapeloew. Y al niño que no había sabido corresponderles.

Disparó por tercera vez. La bala pilló al byrum por el centro y lo partió en dos. Los trozos chirriaron... chirriaron... y se que­daron quietos.

A continuación, Owen trazó un breve arco con la carabina, y esta vez apuntó a Gary Jones en la frente.

Jonesy le miró sin pestañear. Owen estaba cansado (tanto que se sentía morir), pero aquel individuo parecía haber dado varios pasos más en la escala del agotamiento. Jonesy levantó las manos abiertas.

No tiene por qué creérselo —dijo — , pero el señor Gray está muerto. Le he cortado el cuello mientras Henry le ponía una almohada en la cara. Parecía una escena de El padrino.

—Ya —dijo Owen con ausencia completa de entonación—. ¿Y dónde se ha celebrado la ejecución?

En un Hospital General de Massachusetts mental —dijo Jo­nesy, y profirió la risa menos alegre que había oído Owen en toda su vida—. Uno donde se pasean ciervos por los pasillos y el úni­co programa de la tele es una película antigua que se llama Sym-pathy for the Devil.

Al oír esto último, Owen se sobresaltó un poco.

—Si tiene que disparar, dispare. He salvado el mundo, aunque reconozco que usted me ha echado una manita. Adelante, pagúe­me el servicio con la tarifa habitual. Encima, el muy cerdo ha vuelto a romperme la cadera. Regalito de despedida del hombrecillo que no existía. El dolor es... —Jonesy enseñó los dientes — . Es muy grande.

Owen siguió apuntando, y al cabo de unos instantes bajó el arma.

—Pues acostúmbrese.

Jonesy se quedó apoyado en los codos, gimió e hizo lo posi­ble por cargar el peso en el lado bueno.

—Duddits está muerto. Valía tanto como nosotros dos juntos, o más, y está muerto. —Se tapó los ojos y volvió a bajar el bra­zo—. Jo, qué tocada de cojones. Es como lo habría descrito Beaver: una tocada de cojones total. Que en beaverés es lo contrario que un descojone.

Owen no le veía sentido a la palabrería de aquel hombre. Debía de estar delirando.

—Puede que se haya muerto Duddits, pero Henry está vivo. Hay gente persiguiéndonos, Jonesy, mala gente. ¿Los oye? ¿Sabe dónde están?

Jonesy, que estaba de espaldas en el suelo frío y sembrado de hojas, negó con la cabeza.

—Vuelvo a tener los cinco sentidos normales. Ya no me que­da nada de telepatía.

El problema más inminente era la llegada de Kurtz. Que Owen no le hubiera oído no significaba que no estuviera cerca. Nevaba bastante para que sólo se oyeran los ruidos más fuertes. Como disparos.

—Tengo que volver al camino —dijo—. Usted quédese.

— ¡Qué remedio! —dijo Jonesy, cerrando los ojos — . Ojalá pudiera volver a mi despacho, que estaba calentito. Parece men­tira que lo diga, pero...

Owen dio media vuelta y volvió a bajar por la escalera con algunos resbalones pero ninguna caída. Escudriñó el bosque a ambos lados del camino, pero no a fondo. Si Kurtz y Freddy ace­chaban entre la caseta y el Humvee, Owen dudaba que pudiera verles con tiempo para reaccionar. Podía ver huellas, pero enton­ces estaría tan cerca de ellos que seguro que eran lo último que veía. No había más remedio que confiar en su ventaja. En defini­tiva, dependía de la pura chiripa. ¿Por qué no? Había estado en muchas situaciones difíciles, y siempre se había librado por chi­ripa. Quizá volvier...

La primera bala, que le alcanzó en la barriga, le tumbó hacia atrás y le acampanó la chaqueta por la espalda. Movió los pies intentando mantenerse derecho y no soltar la MP5. No le dolía nada. Sólo tenía una sensación como de haber recibido un gancho de un guante de boxeo metido en la mano de un contrincante duro. La segunda bala le rozó un lado de la cabeza, generando un escozor como de aplicarse alcohol en una herida abierta. El ter­cer disparo le dio en la parte superior derecha del pecho, y fue el definitivo, el que le hizo perder tanto la posición derecha como el arma.

¿Qué había dicho Jonesy? Algo sobre salvar el mundo y re­cibir el pago habitual. En el fondo no era tan grave. Jesús había tardado seis horas, se habían burlado de él poniéndole un letrero en la cabeza, y a la hora del cóctel le habían dado vinagre con agua en vaso grande.

Estaba medio dentro medio fuera del sendero nevado, perci­biendo con vaguedad que gritaba algo, y que no era él. Parecía un pajarraco muy grande y enfadado.

Es un águila, pensó.

Consiguió respirar, y, aunque lo espirado fuera más sangre que aire, pudo apoyarse en los codos. Entonces vio aparecer dos siluetas humanas entre los abedules y los arces, agachados y acer­cándose como en combate. Uno era bajo y ancho de hombros, y el otro delgado, con el pelo gris y semblante alegre. Johnson y Kurtz. El bulldog y el galgo. Al final se le había acabado la suer­te. Siempre se acababa.

Kurtz se arrodilló junto a él con los ojos brillantes. Tenía en una mano un triángulo de papel de periódico, gastado y un poco curvado por su larga estancia en el bolsillo trasero, pero que se­guía reco-nociéndose. Era un sombrero de loco.

—Mala pata, chaval —dijo.

Owen asintió. Mala pata, en efecto; malísima.

—Ya veo que has tenido tiempo de hacerme un detallito.

—Pues sí. ¿Al menos has conseguido tu objetivo principal?

Kurtz señaló la caseta con un movimiento de la barbilla.

—Sí, le he pillado —logró decir Owen.

Tenía la boca llena de sangre. La escupió e intentó respirar otra vez, pero oyó que le salía casi todo el aire por un agujero nuevo.

—Ah —dijo Kurtz con benevolencia—, pues entonces es lo que se llama un final feliz, ¿no?

Colocó tiernamente el sombrero en la cabeza de Owen. Lo empapó enseguida la sangre, que enrojeció el artículo sobre ovnis.

Llegó otro chillido de la zona del embalse, quizá de alguna de las islas que en realidad eran montañas saliendo de un paisaje inundado a propósito.

—Es un águila —dijo Kurtz, dándole a Owen palmadas en el hombro—. Considérate afortunado, chaval. Dios te envía un pá­jaro de guerra para cantarte el...

La cabeza de Kurtz se convirtió en una explosión de sangre, sesos y huesos. Owen vio una expresión final en los ojos azules y de pestañas blancas: sorpresa e incredulidad. Kurtz se quedó de rodillas, hasta que se cayó de cara (o resto de cara) en la nieve. Detrás estaba Freddy Johnson con la carabina levantada, sacan­do humo por el cañón.

«Freddy», intentó decir Owen. No le salió ningún sonido, pero Freddy debía de haberle leído los labios, porque asintió.

—No quería matarle, pero el muy hijo de puta me habría matado a mí. No hacía falta tener telepatía para saberlo. Después de tantos años...

«Acaba», intentó decir Owen. Freddy volvió a asentir. Al fin y al cabo, quizá conservara algún vestigio de la puñetera telepatía. Owen se apagaba. Estaba cansado, y se apagaba. Buenas no­ches a todos. Se recostó en la nieve, y fue como tumbarse en una cama con .el plumón más suave que existiese. Volvió a oír el grito de águila, un grito lejano. Habían invadido su territorio, turban­do su paz de otoño y nieve, pero no tardarían en marcharse, y entonces el águila volvería a ser señora del embalse.

Hemos sido héroes, pensó Owen. A ver si no. Jódete tú y tu sombrerito, Kurtz; hemos sido he... No llegó a oír el último disparo.






30




Se habían oído algunos disparos más, pero ahora estaba todo en silencio. Henry estaba sentado detrás del Humvee con su amigo muerto, meditando qué hacer. La posibilidad de que se hubieran matado entre sí parecía remota. La de que los buenos (no, el bueno, en singular) se hubiera cargado a los malos, aún más remota.

Su primer impulso fue apearse del Humvee sin demora y es­conderse en el bosque. Después miró la nieve (pensando que ojalá no volviera a ver nieve en diez años) y rechazó la idea. Si en el plazo de media hora volvían Kurtz o su acompañante, encontra­rían las huellas de Henry. Entonces le seguirían el rastro y, al llegar al final, le pegarían un tiro como si fuera un perro rabioso. O una comadreja.

Pues consigue un arma, pensó. Dispara antes que ellos.

Eso ya era mejor idea. Henry no era Wyatt Earp, pero tenía puntería. No era lo mismo pegarle un tiro a una persona que a un ciervo, para saber eso no hacía falta ser psicólogo, pero se consi­deró capaz de disparar contra aquellos individuos con muy pocos titubeos, siempre que les tuviera bien apuntados.

Cuando casi tenía la mano en el tirador de la puerta, oyó una palabrota de sorpresa, un golpe y otra detonación, esta vez des­de muy cerca. Henry pensó que alguien había resbalado, se había caído de culo en la nieve y se le había disparado el arma. ¿Y si el muy capullo se había pegado un tiro? ¿Era esperar demasiado? Habría sido una...

Pero la suerte no llegó a tanto. Henry oyó el gruñido que hacía al levantarse la persona caída. Sólo había una opción, y Henry la tomó. Se tumbó en el asiento, volvió a rodearse con los brazos de Duddits (lo mejor que pudo) y se hizo el muerto, aun­que las posibilidades de éxito le parecieran escasas. En el camino de ida, los malos habían pasado de largo, pero sólo por las prisas que debían de llevar. Ahora sería mucho más difícil engañarles con un par de agujeros de bala, unos cristales rotos y la sangre de la hemorragia final del pobre Duddits.

Oyó pasos prensando nieve. A juzgar por el ruido, que era suave, sólo había una persona. Debía de tratarse del tristemente famoso Kurtz. El último superviviente. Se acercaba la oscuridad. Ya no era su amiga de siempre (ahora sólo se «hacía» el muerto), pero se acercaba.

Henry cerró los ojos... esperó...

Las pisadas pasaron al lado del Humvee sin detenerse.






31




De momento, el objetivo estratégico de Freddy Johnson era al mismo tiempo muy práctico y a muy corto plazo: quería hacer gi­rar el Humvee de los huevos sin quedarse atascado. En caso de con-seguirlo, su intención era superar la grieta de East Street (donde se había quedado el Subaru persegui-do por Owen) sin meterse en ella de morros. Si conseguía volver a la carretera de acceso, quizá pu-diera ampliar un poco sus expectativas. Mientras abría la puer­ta del Humvee del jefe y se sentaba al volante, reapareció en su ca­beza el recuerdo de la autopista. En sentido sur, la 1-90 llevaba a mucho oeste americano. Muchos lugares donde esconderse.

Al cerrar la puerta, la peste a pedos acumulados y alcohol etílico frío fue como una bofetada. ¡Pearly! ¡Coño, el hijo de puta de Pearly! Con la emoción se le había olvidado que existiera.

Freddy se giró con el arma en alto... pero Pearly seguía fri­to. No hacía falta gastar otra bala. Con suerte, Pearly moriría de congelación sin despertarse. Él y su compañeri...

Sin embargo, Pearly no estaba ni dormido ni frito. Tampoco estaba en coma, sino muerto. Y parecía... reducido. Casi momi­ficado. Tenía las mejillas chupadas y arrugadas, y las órbitas muy marcadas, como si debajo de las finas membranas de los párpados se le hubieran caído los ojos en el cráneo vacío. Por otro lado, estaba apoyado en la puerta del copiloto en una postura extraña, con una pierna levantada y casi encima de la otra. Parecía que se hubiera muerto intentando ejecutar un paso de baile. Se le había oscurecido el camuflaje de los pantalones del uniforme, que ahora tenían color de barro, y el asiento, debajo, estaba mojado. Los dedos de la mancha que apuntaba hacia Freddy eran rojos.

— ¿Qué co...?

En el asiento de atrás se oyó un chillido ensordecedor, como cuando se pone a tope el volumen de un equipo de música muy potente. Freddy vio que se movía algo con el rabillo del ojo de­recho. Apareció en el retrovisor un bicho inverosímil que le arran­có una oreja, le mordió la mejilla, se le metió en la boca y le cla­vó los dientes en la mandíbula, por la parte interior de las encías. A continuación, el bicho caca de Archie Perlmutter arrancó el lateral de la cara de Freddy como alguien hambriento arrancan­do una pata de pollo.

Freddy gritó y descargó el arma contra la puerta del copilo­to. Después levantó un brazo e intentó apartar al bicho, pero le resbalaron los dedos en una piel tersa, recién nacida. La comadreja retrocedió, echó la cabeza hacia atrás y se tragó lo que había arrancado como un loro engullendo un pedazo de carne cruda. Freddy buscó a tientas el tirador de la puerta de su lado y lo en­contró, pero no tuvo tiempo de estirarlo, porque volvió a atacar la cosa, que esta vez hundió la boca en el músculo de donde se juntaban el cuello y el hombro de Freddy. Al abrirse, la yugular soltó un chorro de sangre que chocó con el techo del vehículo y recayó como una lluvia roja.

Los pies de Freddy pataleaban en rápida cadencia, golpeando el freno del Humvee. El ser del asiento trasero volvió a retroce­der, como si se lo pensara, se deslizó como una serpiente por el hombro de Freddy y cayó en su regazo.

Cuando el bicho le abrió las tripas, Freddy gritó una vez. No hubo segunda.





32





Henry estaba torcido en el asiento trasero del otro Humvee, viendo que el ocupante del vehículo que estaba aparcado detrás forcejeaba al volante. Se alegraba tanto de la cortina de nieve como del chorro de sangre que chocó con el parabrisas del otro Humvee, empeorando la visión.

Veía de sobra.

Al final, la silueta del asiento del conductor quedó inmóvil y cayó de costado. Entonces se alzó sobre ella un bulto oscuro, como en postura triunfal, y Henry lo reconoció. Había visto lo mismo en la cama de Jonesy, en Hole in the Wall. Lo que se veía claramente era que el Humvee que les había perseguido tenía rota una ventanilla. Henry dudaba que la cosa destacara por su inte­ligencia, pero ¿cuánta le haría falta para detectar el aire frío?

No les gusta el frío, pensó. Las mata.

En efecto, pero Henry no tenía ninguna intención de confor­marse con ello. El motivo no se reducía a la proximidad del em­balse, cuyo oleaje llegaba a sus oídos. Algo había contraído una deuda elevadísima, y sólo quedaba él para entregar la cuenta. La venganza es muy puta, como tantas veces observara Jonesy, y había llegado la hora de vengarse.

Miró por encima del respaldo de delante. No había armas. Se inclinó un poco más y abrió la guantera. Sólo contenía facturas, recibos de gasolina y un libro de bolsillo hecho polvo, Cómo ser tu propio mejor amigo.

Henry abrió la puerta, salió... y le resbalaron los pies. Se cayó de culo con todo su peso, y le rascó la espalda el guardabarros del Humvee, que era muy alto. Follame, Freddy. Se levantó, volvió a resbalar, cogió la puerta abierta y consiguió no caerse. Arrastrando los pies, caminó hacia la parte trasera del vehículo a bordo del cual había llegado, sin quitarle ojo al otro idéntico que estaba aparcado detrás. Seguía viendo la cosa de dentro merendándose al conductor con gran aparato de movimientos.

Quédate donde estás, guapísimo —dijo Henry. Entonces se echó a reír. Era una risa de loco, pero le dio rienda suelta—. Pon unos cuantos huevos y te los hago fritos, que soy un experto. ¿Quieres que te preste Cómo ser tu propio mejor amigo? Tengo un ejemplar.

Ahora se reía tanto que casi no podía hablar, mientras movía los pies por la nieve traicionera como un niño recién salido del colegio, yendo hacia la cuesta más cercana para bajar en trineo. Mientras tanto, procuraba no soltar el lateral del Humvee... cla­ro que, después de las puertas, no había nada que coger ni que soltar. La cosa seguía moviéndose... hasta que de repente ya no la vio. Malo. ¿Dónde coño se había metido? En las pelis chorras de Jonesy, pensó Henry, es cuando empieza la música de miedo. El ataque de las comadrejas asesinas. La idea volvió a hacerle reír.

Ya había dado toda la vuelta al vehículo. Se podía abrir la ven­tanilla de atrás con un botón... a menos que estuviese cerrada con llave, por supuesto. Aunque no debía de estarlo. ¿No era por don­de se había metido Owen? Henry no se acordaba. No, no había manera de acordarse. Así nunca sería su propio mejor amigo.

Entre continuas carcajadas y lágrimas, apretó el botón y la ventanilla de atrás se abrió. La abrió un poco más y miró dentro. Armas, gracias a Dios. Fusiles del ejército como el que se había llevado Owen en su última misión. Cogió uno y lo examinó. Se­guro, selección de fuego, 120 balas... Todo bien.

—Es tan fácil que podría usarlo un byrum —dijo, provocán­dose más carcajadas.

Se inclinó con las manos en el estómago, pisando nieve em­barrada con cuidado de no volver a caerse. Le dolían las piernas, la espalda, sobre todo le dolía el corazón... pero reía, reía como una hiena.

Con el arma levantada (y el seguro en lo que esperaba fervien­temente que fuera la posición de off), se acercó al Humvee de Kurtz por el lado del conductor. Le sonaba música de miedo en la cabeza, pero seguía riéndose. Reconoció la tapa del depósito, pero... ¿dónde estaba Camera, el monstruo del espacio?

Justo entonces, como oyéndole el pensamiento (lo cual, comprendió Henry, era harto posible), la comadreja estrelló la cabe­za en el cristal trasero. Suerte que no era el que estaba roto. Te­nía la cabeza manchada de sangre, pelos y trozos de carne. Sus ojos horribles, como dos bayas, estaban fijos en los de Henry. ¿Sabía que disponía de una vía de escape? Quizá. Y quizá enten­diera que usarla era exponerse a una muerte rápida.

Enseñó los dientes.

Henry Devlin, ganador de un premio de la Asociación Ame­ricana de Psiquiatras a la terapia compasiva por un artículo en el New York Times sobre «El final del odio», le enseñó los suyos. Le sentó bien. A continuación le enseñó el dedo anular, por Beaver y por Pete, y le sentó igual de bien.

Al levantar el fusil, la comadreja (que podía ser idiota, pero tampoco tanto) hundió la cabeza y desa-pareció. Mejor, porque Henry nunca había tenido la menor intención de intentar pegar­le un tiro a través del cristal. Eso sí, la idea del bicho en el suelo del vehículo le gustaba. Eso, majo, pensó, ponte todo lo cerca que puedas de la gasolina. Entonces cambió el selector de disparo a automático y soltó una ráfaga larga contra el depósito.

Los disparos fueron ensordecedores. Apareció un agujero enorme e irregular donde había estado la tapa del depósito, pero al principio no ocurrió gran cosa más. ¡Coño!, pensó Henry, ¿y lo que pasa en las pelis? Entonces oyó una especie de silbido raspo­so que fue ganando intensidad. Retrocedió dos pasos, y volvieron a resbalarle los dos pies. En esta ocasión, probablemente la caída le salvase de perder la vista, o la vida. La parte trasera del Humvee de Kurtz sólo tardó otro segundo en explotar, escupiendo pétalos de fuego amarillo por debajo. Los neumáticos traseros salieron disparados. La nieve que caía se roció de cristales rotos, que en todos los casos le pasaron a Henry por encima de la cabeza. A continuación, como el calor empezaba a ser insoportable, retroce­dió a rastras cogiendo el fusil por la correa y riéndose como loco. Se produjo otro estallido, y el aire se llenó de metralla.

Henry se levantó como cuando se sube por una escalera de mano, usando como travesanos las ramas de un árbol que estaba a mano. Jadeando, riéndose, se quedó de pie con dolor en las pier­nas y la espalda, y una sensación extraña en la nuca. Ahora ardía toda la mitad trasera del Humvee de Kurtz. Dentro se oían los chirridos furiosos de la cosa quemándose.

Dibujó un gran arco hacia el lado del copiloto del Humvee en llamas y apuntó hacia la ventanilla rota, pero se quedó con el entrecejo fruncido hasta que comprendió por qué le parecía una tontería tan grande. Ahora el Humvee tenía rotas todas las ven­tanillas. Sólo quedaba cristal en el parabrisas. Volvió a reírse. ¡No había que ser gilipollas ni nada!

A través del infierno de llamas de la cabina del Humvee, se­guía viendo las sacudidas de borracho de la comadreja. ¿Cuántas balas le quedaban, por si al final salía el bicho? ¿Cincuenta? ¿Vein­te? ¿Cinco? Hubiera las que hubiera, tendrían que bastar. No estaba dispuesto a arriesgarse a volver al Humvee de Owen para recargar.

La cosa, sin embargó, no llegó a salir.

Henry montó guardia cinco minutos, y los extendió a diez. Nevaba, ardía el Humvee y subía por el cielo una columna de humo negro. Henry pensaba en el desfile de las fiestas de Derry, en la aparición de un hombre alto con zancos, del legendario va­quero; se acordó de la emoción de Duddits, que no se estaba quieto. Se acordó de Pete esperando al resto del grupo en la puerta del colé, con las manos en la boca para que pareciera que fuma­se. De Pete y sus planes de ser el capitán de la primera expedición tripulada a Marte de la NASA. Pensó en Beaver y su chaqueta de cuero, en sus palillos, y en la nana que le cantaba a Duddits. Pensó en Beav abrazando a Jonesy en la boda de este, diciéndole que te­nía que ser feliz por los cuatro.

Jonesy.

Una vez que Henry tuvo la certeza absoluta de que la coma­dreja estaba muerta (incinerada), se metió por el sendero a fin de averiguar si Jonesy aún estaba vivo. No tenía mucha esperanza... pero descubrió que tampoco había renunciado del todo a ella.






33




El dolor era lo único que retenía a Jonesy en el mundo. Al principio creyó que el hombre demacrado y con las mejillas man­chadas de negro que se había puesto de rodillas al lado de él te­nía que ser un sueño, o el último capricho de su imaginación. Porque parecía Henry.

—Jonesy... Eh, Jonesy, ¿me oyes? —Henry hizo chasquear los dedos delante de la cara de su amigo — . Llamando, llamando.

— ¿Eres Henry? ¿En serio?

— El mismo —dijo Henry.

Echó un vistazo al perro que seguía embutido en la rendija de la boca del tubo 12, y volvió a mirar a Jonesy. Con ternura infi­nita, le apartó el pelo sudado de la frente.

—Jo, tío, sí que te ha costado... —empezó a decir Jonesy, pero empezó a verlo todo borroso, cerró los ojos, se concentró mucho y volvió a abrirlos — . ... sí que te ha costado volver de la tienda. ¿Te has acordado del pan?

— Sí, pero he perdido las salchichas.

— Qué tocada de cojones. —Jonesy respiró larga, entrecorta­damente—. La próxima vez voy yo.

— Tócame los perendengues, colega —dijo Henry, y Jonesy se deslizó en la oscuridad con una sonrisa.


































EPILOGO







SEPTIEMBRE, DÍA DE LOS TRABAJADORES













El universo es una. puta..


norman maclean

























Otro verano al carajo, pensó Henry.

La idea, sin embargo, no tenía nada de triste; había sido un buen verano, y también sería un buen otoño. Iba a ser un año sin caza, y seguro que recibía alguna que otra visita de sus nuevos amigos militares (ante todo, los nuevos amigos militares querían cerciorarse de que no criara ninguna excres-cencia roja en la piel), pero no dejaría de ser un buen otoño. Aire fresco, días claros, no­ches largas.

A veces, pasada la medianoche, Henry seguía recibiendo la visita de su viejo amigo, pero en esos casos se limitaba a quedar­se sentado en el estudio con un libro en el regazo y esperar a que vol-viera a marcharse. Siempre acababa marchándose. Siempre acababa saliendo el sol. El sueño perdido de una noche se recu­peraba a la siguiente. Era como recibir a una amante. Lo había aprendido desde noviembre pasado.

Henry bebía una cerveza en el porche de la casa de campo que tenían Jonesy y Carla en Ware, la de la orilla del estanque Pepper. El extremo sur del embalse Quabbin se hallaba unos siete kilóme­tros al noroeste de donde estaba sentado. Al igual, naturalmente, que East Street.

La mano que sujetaba la lata de cerveza Coors sólo tenía tres dedos. Había perdido los otros dos por congelación, fuera en su travesía por la nieve por Deep Cut Road, con origen en Hole in trie Wall, fuera arrastrando a Jonesy hacia el Humvee restante en una camilla improvisada. Por lo visto, el otoño pasado había sido un otoño de arrastrar gente por la nieve, con una mezcla de éxi­tos y fracasos.

Cerca de la playita, Carla Jones preparaba una barbacoa. Noel, el bebé, con el pañal caído, ga-teaba a su izquierda, alrede­dor de la mesa de picnic. Una de sus manos agitaba alegremente una salchi-cha chamuscada. Los otros tres hijos de Jonesy, cuyas edades iban de once a tres, chapoteaban y grita-ban en el agua. Henry consideraba que el imperativo bíblico de crecer y multipli­carse no carecía de valor, pero tenía la impresión de que Jonesy y Carla lo habían llevado a extremos absurdos.

A sus espaldas batió la puerta mosquitera, y salió Jonesy con un cubo de cervezas heladas. Ya no cojeaba tanto. Esta vez, el médico había decidido que a la mierda con los accesorios origi­nales, y los había sustituido por acero y teflón, diciéndole a Jonesy que a la larga habría sido inevitable, pero que con un poco más de cuidado se podría haber aprovechado cinco años más lo antiguo. La operación había sido en febrero, poco después de terminar las seis semanas de «vacaciones» de Henry y Jonesy con los de inte­ligencia militar. Los militares se habían ofrecido a que la prótesis de cadera la costease el Tío Sam (un poco como colofón del parte), pero Jo­nesy les había dicho que no, que muchas gracias pero que no quería quitarle trabajo a su ortopeda, ni facturas a su seguro.

Para entonces, los dos se morían de ganas de salir de Wyoming. Los apartamentos estaban bien (a condición de acostum­brarse a vivir bajo tierra), la comida era de cuatro estrellas (Jo­nesy engordó casi cinco kilos, y Henry poco menos de diez), y las películas siempre eran de estreno, pero flotaba un ambiente como de Teléfono rojo, volamos hacia Moscú. Henry se había tomado mucho peor que Jonesy las seis semanas. Jonesy lo pa­saba mal, pero más que nada por la cadera dislocada; los recuer­dos de compartir cuerpo con el señor Gray habían tardado un período de tiempo notablemente corto en adquirir consistencia de sueños.

En cambio, los recuerdos de Henry no habían hecho más que fortalecerse. Los peores eran los del establo. Los interrogatorios corrían a cargo de gente compasiva, sin ningún Kurtz en sus fi­las, pero Henry no conseguía no pensar en Bill, Marsha y Darren Chiles, el del porro gigante. Eran asiduos visitantes de sus sueños.

Al igual que Owen Underhill.

—Refuerzos —dijo Jonesy al dejar en el suelo el cubo de cervezas.

A continuación, gemido y mueca mediante, se instaló en la mecedora con asiento de mimbre de al lado de Henry.

—Sólo una más —dijo Henry—. Salgo para Portland más o menos dentro de una hora.

—Quédate a dormir —dijo Jonesy, observando a Noel, que ahora estaba sentado en la hierba detrás de la mesa de picnic y parecía muy concentrado en insertarse en el ombligo los restos de la salchicha.

—¿Con tus nenes dando guerra como mínimo hasta media­noche? —repuso Henry—. ¿Eligiendo una de miedo de Mario Bava?

Ahora paso bastante de las pelis de miedo —dijo Jonesy—. Esta noche toca festival Kevin Costner, empezando por El guar­daespaldas.

—¿No habías dicho que ya no veías pelis de terror?

—Muy gracioso. —Jonesy se encogió de hombros y enseñó los dientes—. Tú mismo.

Henry levantó la cerveza.

—Por los amigos ausentes.

Hicieron chocar las latas y bebieron.

— ¿Y Roberta? —preguntó Jonesy. Henry sonrió.

—Pues está muy bien. En el funeral no lo veía yo tan claro...

Jonesy asintió con la cabeza. En el funeral de Duddits, Rober­ta había estado entre los dos; mejor, porque apenas se tenía en pie.

—... pero se está recuperando mucho. Dice que quiere abrir una tienda de artesanía, y me parece buena idea. Claro que le echa de menos. Desde que se murió Alfie, su vida era Duds.

—Y la nuestra —dijo Jonesy.

—Sí, supongo que sí.

—Tengo muy mala conciencia por haberle dejado tantos años solo. ¡Él con leucemia, y nosotros sin enterarnos, haciendo los gilipollas!

—Sí que lo sabíamos —dijo Henry.

Jonesy le miró con las cejas arqueadas.

— ¡Eh, Henry! —llamó Carla—. ¿Cómo quiere la hambur­guesa el señor?

— ¡Muy hecha! —exclamó Henry en respuesta.

— ¡Oído! ¿Me harías el favor de coger al niño? Es que se está poniendo perdido de salchicha. Quítasela y que lo coja su papá.

Henry bajó del porche, sacó a Noel de debajo de la mesa y le trasladó a las mecedoras.

¡Eni! —dijo Noel, muy animado. Tenía dieciocho meses. Henry se detuvo con un escalofrío en toda la espalda, como si le hubiera interpelado un fantasma.

— ¡Pome, Eni! ¡Pome!

Noel subrayó su tesis con un buen salchichazo en la nariz de Henry.

—No, gracias, prefiero esperar a la hamburguesa —dijo Hen­ry, que siguió caminando.

— ¿No quere pomé?

—No, guapetón. Eni se pome su popia pomida. Ahora, que si me das la porquería que tienes en la mano, mejor. Ya te darán otra cuando estén hechas.

Sacó la salchicha sucia de la manila de Noel, sentó a la cria­tura en las piernas de Jonesy y regresó a su asiento. Cuando Jonesy acabó de limpiar el ombligo de su hijo de mostaza y ketchup, el bebé casi dormía.

— ¿Por qué has dicho que lo sabíamos? —preguntó Jonesy.

No te hagas el tonto. Una cosa es que le abandonáramos nosotros, o que intentáramos abandonarle, y otra que nos aban­donara Duddits. ¿Tú crees que era posible, con todo lo que ha­bía pasado?

Jonesy negó muy lentamente con la cabeza.

—Una parte fue hacernos mayores e ir cada uno por su lado, pero también tuvo mucho que ver lo de Richie Grenadeau. Lo llevábamos dentro, como Owen Underhill lo de la bandeja de los Rapeloew.

A Jonesy no le hizo falta preguntar de qué se trataba. En Wyoming habían tenido todo el tiempo del mundo para ponerse al corriente de las peripecias del otro.

—Hay un poema de Francis Thompson sobre un hombre que intenta correr más que Dios —dijo Henry—. ¡Dios me libre de decir que Duddits fuera Dios! Pero siempre iba por delante. Nosotros corríamos lo más deprisa que podíamos, pero...

—No hubo manera de que saliéramos del atrapasueños —dijo Jonesy—. No lo consiguió ninguno de los cuatro. Entonces vinie­ron los byrum. Unas esporas gilipollas viajando en naves hechas por otra raza. ¿Sólo eran eso? ¿Nada más?

Dudo que lleguemos a saberlo. En otoño pasado sólo se contestó una pregunta. Nos hemos pasado muchos siglos mirando las estrellas y preguntándonos si estamos solos en el universo. Pues ahora sabemos que no. Ya ves. Gerritsen... ¿Te acuerdas de Gerritsen?

Jonesy asintió. Por descontado que se acordaba de Terry Gerritsen, el psicólogo militar que dirigía el equipo de interroga­dores de Wyoming. Gerritsen y Henry habían hecho tan buenas migas que sólo les había impedido trabar auténtica amistad la si­tuación. En Wyoming, Jonesy y Henry ha-bían recibido muy buen trato, pero no de invitados. A pesar de ello, Henry Devlin y Te­rry Gerritsen eran colegas de profesión, lo cual tenía su peso.

— Gerritsen partía de que había dos respuestas, no una: que no estamos solos en el universo y que no somos los únicos seres inteligentes del universo. Yo discutí mucho para convencerle de que la segunda premisa se basaba en un error de lógica, y me pa­rece que no llegué a convencerle, pero es po-sible que le hiciera dudar un poco. Aparte de todo, los byrum no son constructores de naves, y existe la posibilidad de que la raza que las hizo se haya extinguido. Hasta es posible que ahora sean los byrum.

—El señor Gray no era tonto.

— Estoy de acuerdo, pero sólo desde que se te metió en la cabeza. El señor Gray eras tú, Jonesy. Te robó las emociones, los recuerdos, la afición al beicon...

—Ahora ya no como.

—No me extraña. También te robó lo básico de tu persona­lidad, incluidas tus rarezas sub-conscientes: lo que hace que te gusten las pelis de terror de Mario Bava y los westerns de Sergio Leone, lo que alucinaba con el miedo y la violencia... ¡Jo, tío, cómo le gustaba todo eso al señor Gray! Y ¿qué tiene de raro? Son herramientas primitivas de supervivencia, y él, como era el último de su especie en un entorno hostil, cogió todas las que tenía a mano.

—Eso son chorradas.

A Jonesy se le leía en la cara que no le gustaba la idea.

No. En Hole in the Wall viste lo que esperabas ver, o sea, un extraterrestre que era un cruce de Expediente X y Encuentros en la tercera fase. Inhalaste el byrus... porque tengo claro que algo de contacto físico tuvo que haber... pero eras completamente inmune. Ahora sabernos que lo es como mínimo el cincuenta por ciento de la especie humana. Lo que se te contagió fue una intención... una especie de imperativo ciego. ¡Coño, yo qué sé! No hay palabras para describirlo, porque no hay palabras para describir­los a ellos. Pero creo que entró porque tú creías que estaba.

— ¿Qué quieres decir? —dijo Jonesy, mirando a Henry por encima de la cabeza de su hijo dormido —. ¿ Que casi destruyo a la especie humana por culpa de una especie de embarazo histérico?

—No, no —dijo Henry—. Si sólo fuera eso, se te habría pa­sado. Se habría reducido a una... una amnesia transitoria. Pero la idea del señor Gray se te quedó enganchada como una mosca en una telaraña.

—Enganchada en el atrapasueños.

—Exacto.

Se quedaron callados. Pronto les avisaría Carla y comerían salchichas, hamburguesas, ensaladilla de patatas y sandía bajo el escudo azul del cielo, infinitamente permeable.

— ¿Entonces qué fue? ¿Pura coincidencia? —preguntó Jo­nesy—. ¿Aterrizaron en Jefferson Tract como podrían haber aca­bado en cualquier otro sitio, y resultó que también estaba yo? Yo y vosotros: tú, Peter y Beav. Más Duddits, ¿eh? Ten en cuenta que sólo estaba doscientos o trescientos kilómetros más al sur. Porque el que nos mantenía juntos era Duddits.

—Duddits siempre fue una espada de doble filo —dijo Hen­ry—. Uno, el de Josie Rinkenhauer: Duddits el salvador, el que encontraba gente. Otro, el de Richie Grenadeau: Duddits el ase­sino. Ocurre que Duddits nos necesitaba para ayudarle a matar. Estoy seguro. Éramos los que teníamos la capa de subconsciente más profunda. Suministramos el odio y el miedo: miedo de que fuera en serio la promesa de Richie Grenadeau de ir a por noso­tros. Siempre tuvimos más parte oscura que Duddits. Para él, ser malo era puntuar las cartas al revés, y más que nada lo hacía para reírnos. Aunque... ¿Te acuerdas de cuando Pete le puso el gorro en los ojos, y Duddits chocó con la pared?

Jonesy se acordaba vagamente. Había sucedido fuera del cen­tro comercial, el gran centro de atracción de sus años jóvenes. Misma mierda, diferente día.

—Luego, durante bastante tiempo, siempre que jugábamos al juego de Duddits perdía Pete. En su caso Duddits, siempre con­taba al revés, sin que le diéramos más importancia. Debimos de pensar que era casualidad, pero ahora, con todo lo que sé, tiendo a dudarlo.

— ¿Tú crees que hasta Duddits sabía que la venganza es muy puta?

— Lo aprendió de nosotros, Jonesy.

—Duddits le dio al señor Gray algo en que apoyar el pie. O la mente.

—Sí, pero también te dio a ti un refugio para esconderte del señor Gray. Que no se te olvide.

No, Jonesy pensó que jamás se le olvidaría.

—Por nuestro lado empezó todo con Duddits —dijo Hen­ry—. Desde que le conocimos hemos sido raros. Ya lo sabes, Jo­nesy. Lo de Richie Grenadeau sólo fue lo que destacaba más, pero seguro que si repasas tu vida encontrarás más cosas.

—Defuniak —murmuró Jonesy.

— ¿Quién?

—El chaval que pillé copiando justo antes de mi accidente. El día del examen yo no estaba, pero le pillé.

— ¿Ves? Pero al final, el círculo de ese hijo de puta gris lo rompió Duddits. Y te digo otra cosa: me parece que, estando al final de East Street, me salvó la vida Duddits. Veo muy posible que cuando el ayudante de Kurtz nos vio en la parte trasera del Humvee (me refiero a la primera vez) tuviera a Duddits en la cabeza diciéndole: «Tranqui, tío, tú a lo tuyo, que están muertos.»

Jonesy, sin embargo, seguía con la idea de antes.

— ¿Y tenemos que creernos que el hecho de que el byrum conectara con nosotros, habiendo tanta gente en el mundo, fue puramente aleatorio? Porque es lo que creía Gerritsen. No lo dijo, pero se notaba en su enfoque.

— ¿Por qué no? Hay científicos, gente tan brillante como Stephen Jay Gould, que están convencidos de que si existe nuestra especie es por una serie de coincidencias todavía más larga e im­probable.

— ¿Y tú lo crees?

Henry levantó las manos. Le costaba encontrar una respues­ta sin invocar a Dios, que en los últimos meses, sigiloso, había vuelto a entrar en su vida, como por la puerta trasera y en el si­lencio de muchas noches de insomnio. Pero ¿de veras había que invocar al deus ex machina de toda la vida para encontrarle sen­tido a la cuestión?

Lo que creo, Jonesy, es que Duddits es nosotros. L'enfant c'est moi... toi... tout le monde. Raza, especie, género; juego, set y partido. Nuestra suma es Duddits, y nuestras aspiraciones más nobles, juntas, no pasan de saber dónde está la fiambrera amari­lla y aprender a ponernos bien los zapatos. Qué adegla, adegla tatilla. En un sentido cósmico, nuestras emociones más malvadas se reducen a alguien contando al revés los puntos del otro y ha­ciéndose el tonto.

Jonesy le observaba con fascinación.

—No sé decirte si es exaltante u horrible.

—Tampoco importa.

Jonesy se lo pensó y preguntó:

—Si somos Duddits, ¿quién nos canta? ¿Quién canta la nana, y nos ayuda a dormir cuando pasamos pena y miedo?

—Ah, eso sigue haciéndolo Dios —dijo Henry.

Tuvo ganas de darse una patada. Tanto decirse que no lo sol­taría, y ahí estaba.

—¿Y Dios evitó que la última comadreja se metiera en el tubo 12? Porque si llega a entrar en el agua, Henry...

Técnicamente, la última comadreja había sido la incubada dentro de Perlmutter, pero no tenía sentido ser tan tiquismiquis ni dilucidar bizantinismos.

—No te niego que hubiera sido un problema; durante unos años Boston habría pensado bastante menos en si hay que derruir el estadio de Fenway Park. Pero ¿destruirnos? Lo dudo. Para ellos éramos algo nuevo. El señor Gray lo sabía. Las grabaciones que te hicieron bajo hipnosis...

—Ni las menciones.

Jonesy había oído dos, y lo consideraba el mayor error de su estancia en Wyoming. Oírse a sí mismo hablando como señor Gray (sometido a una hipnosis profunda para «convertirse» en el señor Gray) había sido como oír a un fantasma maligno. Había ocasiones en que se consideraba la única persona de todo el pla­neta con una comprensión real de lo que era ser violado. Algunas cosas era mejor olvidarlas.

—Perdona.

Jonesy hizo un gesto con la mano para quitarle importancia, aunque había palidecido bastante.

— Lo único que digo es que, en mayor o menor medida, la que vive en el atrapasueños es toda nuestra especie. Suena fatal, a trascendentalismo cutre, a hueco, pero es que para esta parte tam­poco tenemos palabras. Puede que a la larga tengamos que inventarnos alguna, pero de momento habrá que conformarse con «atrapasueños».

Henry giró el torso, al igual que Jonesy, que movió un poco a Noel. Encima de la puerta de la cabaña había un atrapasueños colgando. Lo había traído Henry como regalo, y Jonesy lo había colgado enseguida, como un campesino católico clavando un cru­cifijo en la puerta de su casa en época de vampiros.

—Quizá les atrajeras tú —dijo Henry—. O nosotros. Como cuando las flores se orientan hacia el sol, o como cuando se po­nen en fila las limaduras de hierro sintiendo la atracción del imán. No podemos saberlo del todo, por lo diferente que es de nosotros el byrum.

—¿Volverán?

—Seguro —dijo Henry—. Los mismos u otros.

Miró el cielo azul de aquel día de finales de otoño. Lejos, por el embalse de Quabbin, chilló un águila.

—Pero hoy no.

— ¡Chicos! —exclamó Carla—. ¡A comer!

Henry levantó a Noel de las piernas de Jonesy. Hubo un momento en que se tocaron sus manos, sus ojos y sus mentes. Hubo un momento en que vieron la línea. Henry sonrió, y Jonesy le sonrió a él. Después bajaron por los escalones y cruzaron jun­tos el césped, Jonesy cojeando y Henry con el niño dormido en sus brazos. Por ese momento, la única oscuridad fueron sus som­bras siguiéndoles por la hierba.

Lovell, Maine 29 de mayo de 2000










NOTA DEL AUTOR




Nunca he estado tan contento de escribir como durante la confección de El cazador de sueños (Dreamcatcher) (16 de noviembre de 1999-29 de mayo de 2000). A lo largo de esos seis meses y medio sufrí un gran ma­lestar físico, y el libro me transportó. El lector verá que algunas partes del malestar físico me siguieron hasta el relato, pero lo que más recuerdo es el alivio sublime que nos proporcionan los sueños.

Me ayudó mucha gente. Una, mi mujer Tabitha, que se negó en redondo a referirse a la novela por su título original, Cáncer. Lo consi­deraba feo, y una invitación a la mala suerte y los problemas. He aca­bado por compartir su punto de vista, y ya no se refiere a él como «el libro ese» o «el de los bichos caca».

También estoy en deuda con Bill Pula, que me llevó en cuatro por cuatro por el embalse de Quabbin, y a sus acompañantes Peter Baldracci, Terry Campbell y Joe McGinn. Otro grupo de per-sonas, que quizá pre­fieran no ser nombradas, me llevaron en Humvee detrás de la base aé­rea de la Air National Guard y cometieron la imprudencia de dejarme conducir, asegurándome que era imposible quedarse atascado. Faltó poco. Volví manchado de barro, y contentísimo. También quieren que diga que los Humvee funcionan mejor con barro que con nieve. En ese aspecto, yo he novelado sus capacidades para que se adecuasen a mi relato.

Vaya también mi agradecimiento a Susan Moldow y Nan Graham, de Scribner, a Chuck Verrill, responsable de la revisión, y a Arthur Greene, que actuó como agente. Tampoco debo ol-vidarme de Ralph Vicinanza, mi agente para los derechos en el extranjero, que encontró como mínimo seis maneras de decir «aquí no hay infección» en francés.

Una nota final. Este libro fue escrito con el mejor procesador de textos del mundo: una pluma Waterman. Escribir a mano la primera redacción de un libro extenso me ha dado un sentido del lenguaje que no había tenido en muchos años. Una noche (durante un corte de elec­tricidad), hasta escribí con velas. En el siglo XXI se encuentran pocas oportunidades así, y hay que saborearlas.

Y a quienes hayan llegado tan lejos, gracias por leer mi relato.
























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