LICANTROPIA -- JORGE FONDEBRIDER
LICANTROPIA
Prólogo
Desde la Arcadia a la que cantaron Teócrito y Virgilio hasta el Norte helado de las sagas islandesas, desde la Irlanda de los santos hasta la lobreguez de los bosques bálticos, pasando por la Ucrania del príncipe Vseslav de Polock, la intolerante Suiza de Calvino, la violenta Alemania de Lutero, la Francia de las luchas religiosas, Galicia y Portugal; en síntesis, de uno a otro extremo del mundo occidental y desde mucho antes de esa Antigüedad que nombramos clásica, siempre ha habido hombres lobo. Sobrevivieron al exterminio sistemático al que, en muchos países europeos, fueron sometidos los lobos y también a los múltiples fuegos de la Inquisición. Se los ha visto merodear incluso en aquellas latitudes donde el lobo nunca ha existido. Son una idea monstruosa, son el fruto de la imaginación, del miedo, de la noche y la ignorancia. Su realidad se apoya en una enorme variedad de ideas curiosas –y, en más de una oportunidad, absolutamente descabelladas –, que Occidente ha ido acumulando, a lo largo de más de dos mil quinientos años, en cientos de historias que, con justicia, merecen calificarse de maravillosas. Las muchas páginas que generaron a través de ese lapso son la materia de este libro, que reúne mitos, leyendas y textos filosóficos, religiosos, literarios, científicos, antropológicos, legales y periodísticos, recopilados a lo largo de mucho tiempo.
Y aquí, entonces, a modo de digresión personal, querría agregar que el presente volumen se empezó a gestar en mi infancia, cuando un sueño recurrente –acaso originado en la involuntaria visión de la clásica película de Lon Chaney Jr.– atormentó muchas noches de mi niñez; que prosiguió en las múltiples y fértiles lecturas de la adolescencia; que cobró cuerpo ante la deslumbrante presencia de un lobo vivo en un primer zoológico europeo; que se fue haciendo palpable con el hallazgo de algunos de los textos muchas veces citados en este volumen; que se ordenó durante muchas tardes de diciembre de 1999 y enero de 2000, delante del diorama que presenta a dos magníficos lobos corriendo sobre un paisaje nevado, en el sector de fauna autóctona de Norteamérica del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York.
Entre cada una de esas etapas otros intereses ocuparon mi tiempo, pero el deseo de presentar de manera ordenada y compartir la información recogida siguió latente hasta la escritura del presente volumen que, entiendo, admite no menos de dos lecturas. La primera corresponde al relato más o menos cronológico de la historia de la licantropía en Occidente, para lo cual, en más de una oportunidad, he tenido que desviarme un tanto de mi objeto con el fin de retornar a éste luego de haberlo contextualizado debidamente; la otra se limita al placer y a la sorpresa que proporcionan los textos especialmente seleccionados, muchos de los cuales se presentan por primera vez en castellano. Resulta entonces oportuno señalar que, salvo expresa mención, la totalidad de las traducciones que se ofrecen son propias. Por lo demás, he procurado, en uno y otro caso, evitar la tentación, por cierto muy frecuente, de las exegesis que, por lo que llevo leído, la mayoría de las veces resultan impertinentes. Tampoco he querido abundar en las polémicas que existen alrededor de las hipotéticas diferencias que hay entre hombres lobos y licántropos. Asimismo, a pesar de haber hecho referencia a algunas pocas especies lejanamente .emparentadas con la idea de la licantropía, he omitido de manera expresa –y que me perdone San Cristóbal– la discusión sobre los cynocéfalos (hombres con cabeza de perro) por entenderlos ajenos al tema de este libro. Luego, a los estudios modernos, acaso sesgados por el estructuralismo, he preferido los textos clásicos y eruditos de Sabine Baring-Gould, W.R.S. Ralston y Montague Summers, quienes escribieron sobre los hombres lobos con mayor autoridad que muchos de sus contemporáneos en apariencia más serios. A su vez, a las interpretaciones psicoanalíticas, he opuesto los llamados estudios de mentalidades, tal vez más interesantes para los propósitos de este libro.[1]
Por último, al análisis de apenas un aspecto de una única tradición, he privilegiado abarcar la casi totalidad de lo que hoy se considera Occidente. Por último, he deseado cerrar el volumen con sendos capítulos dedicados a la literatura de ficción contemporánea y Hollywood, los nazis y la banalización del mito.
Me resta apenas esperar que quienes lleguen a este libro lo disfruten tanto como yo al escribirlo, lo cual, en realidad, es casi su única justificación.
Jorge Fondebrider
Quisiera dejar sentado aquí mi agradecimiento a Javier Adúriz, Agustín Adúriz Bravo, Arshes Anasal, Valeria Anón, Luisa Borovsky, Ana Bravo, Françoise Cochaud, Violeta Collado, Diego Fischerman, Luis Fondebrider, Ana María Dupey, Guillermo Gasió, Andrew Litchfield, Jean-Pierre y Pascale Maret y Mercedes Salado por los muchos libros, datos y comentarios que me ayudaron a conseguir y me proporcionaron durante el proceso de escritura de este texto; a Adriana Hidalgo y Fabián Lebenglik por el interés en el mismo; a Vivian Scheinsohn por todo lo ya apuntado en cada uno de mis libros y por mucho, muchísimo más, y a Ana y Alejandro Fondebrider por servirme de freno en las noches de luna llena.
I
Los textos grecolatinos
Si bien existen referencias anteriores, los textos grecolatinos constituyen una de las primeras fuentes occidentales sobre las que comenzaron a sustentarse, a través de los siglos, los mitos, leyendas e historias que tratan sobre los hombres lobo. Hay muchas evidencias de que su popularidad, tanto en Grecia como posteriormente en Roma, debió haber sido muy grande. Una de ellas la suministra Aristófanes (450-385 a. C), quien, en dos de sus piezas más populares –Las Avispas (422 a. C.) y La Paz (421 a. O)–, permite comprobar, mediante un exabrupto, hasta qué punto los hombres lobo eran familiares para su público: en ambas comedias no dejó escapar la ocasión de vilipendiar al demagogo Cleón –por quien sentía verdadera inquina– haciéndolo blanco de su sarcasmo, al describirlo «con la voz de un torrente que sólo derramó muerte; la fetidez de una foca, los huevos grasientos de un hombre lobo y el culo de un camello».
Dada la naturaleza de esta primera mención, corresponde aquí señalar que no todas las referencias a los hombres lobo se organizaron de manera orgánica; muchas alcanzaron esa dimensión sólo después del trabajo de los exégetas, quienes, a partir de materiales muy dispersos, terminaron estructurando los mitos en relatos coherentes. Por caso, vale la pena recordar la fragmentaria historia del rey Licomedes, hechicero y hombre lobo, en cuya corte, adolescente y disfrazado de mujer, buscó refugio Aquiles a instancias de su madre Tetis, para no tener que combatir y morir en Troya. También resulta ejemplificadora la historia de Leto[2], la hija de Ceo –uno de los Titanes– y de Febe. Fecundada por Zeus, Leto despertó la ira de Hera, quien la condenó a dar a luz donde nunca brillase el sol, razón por la cual algunas fuentes la asimilan a una loba, animal en el que aparentemente se habría transformado. Dio a luz a dos gemelos, Apolo[3] y Artemis, quienes siempre la protegerían.
Como suele suceder en la mitología, un mismo tema –en la ocasión, el de la loba madre– reaparece en otra leyenda transformado en otra cosa. Es central, por ejemplo, en la célebre historia de los gemelos Rómulo y Remo y la fundación de Roma. Tito Livio (59 a. C. –17 d. O), en el Libro I de la Primera Década de su Historia romana, refiere una de las muchas versiones de esa famosísima leyenda. Según el historiador romano, al cabo de una serie de cambios sucesorios, Numitor, el hijo de Procas y hermano de Amulio, reina sobre los Silvios,
pero la violencia pudo más que la voluntad paterna y el respeto a la primogenitura. Amulio expulsó a su hermano y se apoderó del trono: añadiendo un crimen a otro crimen, mató a todos los hijos varones de su hermano, y so pretexto de honrar a Rhea Silvia, hija de Numitor, la hizo vestal, obligándola por tanto a guardar perpetua virginidad y privándola de la esperanza de tener sucesión.
Mas los hados debían al mundo, según creo, el nacimiento de ciudad tan grande y el establecimiento de este imperio, el más poderoso después del de los dioses. Resultando Rhea Silvia por violencia madre de dos hijos, bien por convencimiento, bien porque un dios era más honesto autor de culpa, atribuyó a Marte aquella incierta paternidad. Pero ni los dioses ni los hombres pudieron librar a la madre ni a los hijos de la crueldad del rey: la sacerdotisa fue encadenada y presa y mandóse que arrojaran los niños al río. Mas por maravilloso evento, el Tiber habíase desbordado, formando en las riberas charcas que impedían llegar hasta su cauce ordinario: sin embargo, los ejecutores de las órdenes del rey creyeron que en aquellas charcas, no obstante su poca profundidad, podían ahogarse los niños; arrojáronlos, pues, en la primera, en el sitio donde hoy se encuentra la Higuera Ruminal[4], que dicen se llamó Rumular en otro tiempo. Aquellos parajes eran entonces vastas soledades. Refiérese que siendo escasas las aguas en aquella laguna, dejaron en seco la cuna de los dos niños: una loba sedienta, atraída por el llanto de los niños, bajó de las montañas inmediatas, acercóse a ellos, y de tal manera se amansó, que empezó a lactarles, encontrándola el pastor mayor de los rebaños del rey acariciando a los niños con la lengua. Dase el nombre de Fáustulo a este pastor, y se refiere que se llevó a los niños, entregándolos a su mujer Laurencia. No faltan quienes crean que esta Laurencia era una prostituta a quienes los pastores llamaban Loba, arrancando de aquí esta tradición maravillosa.[5]
Cuatro siglos antes y más allá de las complejidades de la mitología, Herodoto (circa 484-425 a. C.) es uno de los primeros en referirse a las transformaciones de hombres en lobos. Dentro del plan general de Los nueve libros de la historia, destina el Libro IV a la descripción del territorio de Escitia (actualmente Letonia), en razón de la expedición que Darío realizara allí para castigar a sus habitantes por haber iniciado hostilidades contra los medos. Luego de efectuar una reseña geográfica de la región, así como de los usos y costumbres de los escitas, Herodoto señala lo poco que se conoce de las comarcas más alejadas, donde viven otros pueblos; entre ellos, los neuros:
Los neuros siguen las costumbres de los escitas. Una generación antes de la expedición de Darío, tuvieron que dejar todo su territorio a causa de las serpientes; muchas provenían de su mismo territorio, pero muchas más llegaron de los desiertos del Norte, hasta que, hartos de ellas, abandonaron su tierra y se establecieron entre los budinos. Es posible que esos neuros sean magos, ya que los escitas y los griegos establecidos en la Escitia dicen que todo neuro, una vez al año, se convierte en lobo por unos pocos días, y retoma nuevamente su primera figura. Al decir tal cosa, a mí no me convencen, pero no dejan de repetirla e incluso juran lo que dicen.
El geógrafo Pomponio Mela, contemporáneo de Caligula y de Claudio, reafirmaría mucho más tarde lo sostenido por Herodoto, señalando en el Libro II de su Geografía que «Hay un tiempo fijado para cada neuro, en el cual se transforma, si quiere, en lobo, y vuelve luego a su antigua condición». Sin embargo, la naturaleza de algunas de sus afirmaciones –«en la India las hormigas son tan grandes como el perro más grande»– lo convierten en una fuente poco confiable.
Recurriendo también a la distancia y al exotismo, el historiador griego Diodoro de Sicilia (siglo I a. C), fuertemente romanizado, anotó en su Biblioteca histórica –una suerte de gran compendio del mundo civilizado, desde sus orígenes hasta las vísperas de la conquista de la Galia por César– que el primer hombre lobo fue el dios egipcio Osiris, quien volvió de los Infiernos bajo la forma de un lobo para luchar contra el cruel Tifón, en defensa de su mujer Isis y de su hijo Horus.
Con todo, el grueso de las historias de hombres lobo tiene lugar en un escenario particular: Arcadia, comarca griega del Peloponeso y tierra de pastores. Allí, según revelan numerosas investigaciones, se realizaban sacrificios humanos a Zeus Licio, vigentes, al menos, hasta el siglo IV a. C. Vueltos al terreno de las leyendas y los mitos, esos sacrificios, como se verá, provocaron la ira del dios.
De acuerdo con la tradición griega, el introductor de tales prácticas fue Licaón, el hijo de Pelasgo y de la ninfa Cilene (o de la océanide Melibea). Pero como suele ocurrir cuando de mitología se trata, no hay una única versión de las circunstancias por las cuales éste se convirtió en lobo.
Entre las menciones más antiguas, corresponde destacar la que Platón realiza en el Libro VIII de la República –dedicado a la ciudad ideal y a las formas degeneradas de gobierno–, donde pone en boca de Sócrates, que dialoga con Glaucón y Adimanto (ambos hermanos de Platón), la siguiente referencia:
–¿Cuándo empieza el caudillo del pueblo a convertirse en tirano? ¿No es manifiesto que la transición se cumple cuando aquél empieza a hacer algo semejante a lo que cuenta la fábula sobre el templo de Zeus Licio en Arcadia?
–¿Qué fábula?
–La que cuenta que el que llega a gustar de las entrañas humanas, cortadas en trozos y mezcladas con las de otras víctimas, se convierte inevitablemente en lobo. ¿Nunca la oíste?
–Sí.
–De igual modo, cuando el caudillo del pueblo, teniendo consigo a la multitud perfectamente sumisa, no se abstiene de verter la sangre de hombres de su propia raza y, mediante acusaciones injustas, procedimiento caro a los de su especie, los arrastra ante los tribunales y mancha su conciencia haciéndoles quitar la vida y gustando él mismo, con lengua y boca impías, la sangre de sus parientes; cuando destierra y ata, prometiendo la condonación de deudas y un nuevo reparto de las tierras, ¿no es acaso inevitable que ese hombre perezca a manos de sus enemigos o que se haga un tirano y se convierta en lobo?[6]
Para algunas fuentes, sin embargo, la metamorfosis de Licaón fue el castigo que Zeus le impuso cuando el arcadio le ofreció un niño en sacrificio.
Otros relatos presentan a Licaón como padre de cincuenta hijos –entre ellos Día, Enotro, Licio, Macedón, Ménalo, Orcómeno, Palante, Parrasio, Peucetio, Tegeates, Tesproto y Yápige–, todos ellos fundadores de la mayoría de las ciudades de Arcadia. Dada su reputación de bárbaros, Zeus quiso conocerlos y, a instancias del primogénito Ménalo, Licaón decidió comprobar la sabiduría del dios ofreciéndole carne humana en un banquete, razón por la cual fueron convertidos, a modo de castigo, en lobos.[7]
En otras versiones, el dios es un caminante que les pide hospitalidad a Licaón y a sus hijos. Durante la cena, se le sirven las entrañas del más pequeño de los hijos del anfitrión, provocando su airada reacción y la transformación de toda la estirpe.
Por su parte, el latino Higinio, en sus Fábulas –suerte de tratado mitológico, compilado en el siglo II de nuestra era–, señala que Zeus recibió la hospitalidad de Licaón, circunstancia en la cual se enamoró de Calisto, hija de su anfitrión. De la unión de ambos nació Arcas. Tanto Higinio –en el Poeticon Astronomicon– como Eratóstenes –en su Catasterismoi–, indican que el niño fue sacrificado por su abuelo, a quien Zeus convirtió en lobo.
Curiosamente, esa misma Arcadia que en tantas oportunidades sirvió como uno de los primeros escenarios por los que transcurrieron los hombres lobo, fue también el marco para los poemas pastoriles de Teócrito (circa 316-circa 260 a. C). Dos siglos más tarde, Virgilio (71o 70-19 a C), acaso el más eminente de todos sus sucesores, escribió las Bucólicas. «Algunas de ellas –anota Gilbert Highet[8]–son copias directas de Teócrito, con traducciones exactas de su verso griego al latín. Lo original –como siempre en Virgilio– son las cosas que añade a su modelo. [...] Virgilio fue el descubridor de la Arcadia, la tierra idealizada de la vida campestre, donde la juventud es eterna, el amor la más dulce de todas las cosas, aunque sea cruel, donde la música desborda de los labios de todo pastor y los graciosos espíritus del campo prodigan sus sonrisas aun al amante desafortunado. En realidad, la Arcadia era una región áspera y fragosa del centro del Peloponeso: las demás regiones de Grecia la conocían principalmente por las antiquísimas costumbres –bárbaras a menudo– que sobrevivían en ella mucho tiempo después de haber desaparecido en otras partes. Se conocen, por ejemplo, los indicios de sacrificios humanos, y de hombres lobo.»
Así, en la Bucólica VIII puede leerse:
Estas hierbas y estos venenos, recogidos en el Ponto, me los dio el mismo Meris [...]. Muchas veces he visto a Meris convertirse con ellos en lobo y esconderse en los bosques, sacar muchas veces las almas de las tumbas profundas y cambiar de sitio las mieses sembradas.
No obstante, Publio Ovidio Nasón (43 a. C– 17 o 18 d. C.) fue quien más fiel se mantuvo a las antiguas leyendas. Así, en su Metamorfosis (Libro I), Júpiter refiere la historia de Licaón, para justificar en él su voluntad de terminar con la raza humana mediante el diluvio. Allí se lee:
La mala fama de la época había tocado mis oídos;
deseándola falsa me deslizo de la cumbre del Olimpo
y, aunque dios, bajo imagen humana, recorro la tierra.
Gran demora sería contar cuánta maldad ha sido hallada
en todas partes: menor que la verdad fue la mala fama misma.
Yo había atravesado el Ménalos, terrible por sus guaridas de fieras,
y junto con el Cilene los pinares del helado Liceo;
aquí las sedes e inhóspitas moradas del tirano Arcadio
arrastrando a la noche los últimos crepúsculos, entero.
Di la señal de que había llegado un dios, y la gente había empezado
a rezar; ríese primero Licaón de las piadosas súplicas,
dice después: "experimentaré con prueba clara si éste es dios
o mortal; y no sea dudosa la verdad".
Se dispone a perderme a la noche, preso del sueño,
con imprevista muerte: complácele esta prueba de la verdad.
Y no queda con ello satisfecho: de un rehén enviado
desde el pueblo de los Colosos cortóle el cuello con la espada.
y así sus miembros medio muertos en parte los ablandó
con agua hirviente, en parte los tostó con fuego colocado debajo.
Tan pronto puso esto sobre las mesas, yo con mi llama vengadora
derribé los penates dignos de su amo sobre su morada.
Aterrorizado, el mismo huyó, y habiendo alcanzado las soledades del campo
ulula y en vano intenta hablar; desde lo íntimo de sí mismo
su boca acumula la rabia y su habitual avidez de matanza
la emplea contra ganados y aún ahora se goza en la sangre.
En pelos transfórmase su vestimenta, en patas sus brazos:
se hace lobo y conserva vestigios de su antigua forma.
Su canicie es la misma, la misma la violencia de su rostro,
bríllanle los mismos ojos y es la misma su imagen de fiereza.
Cayó una sola casa, mas no una sola casa
fue digna de perecer; por donde se extiende la tierra, reina fiera la Erinis.
Diríase que se han juramentado para el crimen; sufran todos de inmediato
los castigos que han merecido padecer: así firme está mi sentencia.[9]
Por su parte, Plinio el Viejo (27-79 d. C), autor de miles de páginas de las cuales sólo se conservan sus Investigaciones acerca del universo (comúnmente rebautizadas como Historia natural), en el Libro VIII –dedicado a la descripción de animales terrestres– refiere lo que sabe sobre los lobos y, por extensión, sobre los licántropos:
En Italia se cree comúnmente que ver lobos hace daño; tanto que, si ven a un hombre antes de que éste los vea, le causan momentáneamente la pérdida de la voz[10]. Los de África y Egipto son pocos, y además nada vivaces y carentes de espíritu. En los climas más fríos, son más feroces y crueles. Podemos creer que es mentira que los hombres puedan transformarse en lobos y volver nuevamente a sus antiguas formas o, de lo contrario, darles crédito a todos esos relatos que, durante tanto tiempo, nos han parecido meras y fabulosas falsedades. Pero a tal punto esa opinión fue la primera y llegó a instalarse tan firmemente que, cuando le dedicamos a un hombre las palabras más oprobiosas le decimos que es un versipelles.[11] Considero que ésa es una palabra bastante apropiada. Euanthes dijo que, entre los documentos de los arcadios, descubrió que en Arcadia había un cierto linaje y raza de los Antei, de los cuales uno siempre debía transformarse en lobo. Cuando en la familia se echaba a suertes para ver a quién le tocaba, acompañaban al elegido hasta algún pantano o laguna de ese país. Al llegar allí, lo desnudaban, colgaban sus ropas en un roble cercano y el elegido atravesaba a nado ese lago, y cuando terminaba de cruzarlo salía transformado en lobo. Y allí permanecía durante nueve años con los de su especie. Al cabo de ese tiempo, si se mantenía sin comer carne humana, volvía nadando por el mismo lago y recuperaba su antigua forma de hombre, sólo que nueve años más viejo. Fabio agrega algo más y dice que encontraba la misma ropa que había quedado colgada del roble. Resulta asombroso ver hasta dónde llegan los griegos en su credulidad. No hay mentira más vergonzosa que ésta, pero siempre encuentran a alguien que la sostenga. Así, Agrippas, que escribió las Olimpionicae, cuenta la historia de un daemonetus parrasius que, en una oportunidad, durante un sacrificio solemne que los arcadios celebraban en honor de Júpiter Licais, probó las entrañas de un niño sacrificado según los ritos de los arcadios, que aún entonces derramaban sangre humana en sus sacrificios divinos, y se convirtió en un lobo. El mismo, diez años más tarde, volvió a hacerse hombre. Estuvo presente i en los juegos públicos, luchó, cumplió con su deber y ganó la victoria para Olimpia. Además, se piensa comúnmente y se cree con fervor que en la cola de esa bestia hay un pelo que es efectivo para conseguir amor, y cuando lo capturan en cualquier momento, la bestia se la saca, porque esa crin l no tiene ninguna virtud o fuerza, salvo que se la saquen mientras está vivo. Está en celo no más de doce días al año. Cuando está hambriento y no consigue ninguna otra presa, se alimenta de tierra.
El griego Pausanias, en el siglo II d. C, luego de viajar por Grecia, Siria, Egipto e Italia, entre 160 y 180 publicó su Descripción de Grecia, en cuyo libro VIII se lee:
Licaón, el hijo de Pelasgo, concibió los siguientes planes, que fueron más inteligentes que los de su padre. Sobre el monte Liceo fundó la ciudad de Licosura, a Zeus le dio el sobrenombre de Licio y fundó los juegos liceos. Considero que el festival panateniense no fue fundado antes que el liceo. El nombre antiguo para el primero era ateniense, y fue cambiado a panateniense en los tiempos de Teseo, porque entonces fue establecido por todo el pueblo ateniense reunido en una única ciudad. A los juegos olímpicos los dejo fuera del presente relato, porque se remontan a una época anterior a la raza humana, cuando allí lucharon Cronos y Zeus, y cuando los Curetes fueron los primeros en correr en Olimpia. Según creo, Licaón fue contemporáneo de Cecrops, el rey de Atenas, pero ambos no eran igualmente sabios en cuestiones de religión. Porque Cecrops fue el primero en considerar a Zeus el dios supremo, negándose a sacrificarle algo vivo, quemando en vez de ello en el altar los pasteles nacionales, a los que los atenienses todavía llaman pelanoi. Pero Licaón llevó al altar de Zeus Licio a un bebé humano, sacrificándolo y derramando sobre el altar su sangre, y, de acuerdo con la leyenda, inmediatamente después del sacrificio fue convertido de hombre en lobo. Por mi parte, creo en esta historia; desde antiguo fue una leyenda entre los arcadios y tiene el mérito adicional de la probabilidad. Porque los hombres de aquellos días, por su rectitud y su piedad, eran huéspedes de los dioses, comiendo a su misma mesa; los buenos eran claramente honrados por los dioses, y los pecadores eran abiertamente visitados por su ira. Más aún, en aquellos días los hombres eran transformados en dioses, a quienes, actualmente, se honra: Aristeo, Britomartis de Creta, Heracles el hijo de Alcmena, Anfiaraus el hijo de Oicles, además de ese Polideuces y Castor. De manera que podríamos creer que Licaón fue convertido en bestia y que Niobe, la hija de Tántalo, en una piedra. Pero en el presente, cuando el pecado ha llegado a extremos tan grandes y se ha esparcido sobre cada tierra y cada ciudad, los hombres ya no se convierten en dioses excepto en las palabras lisonjeras dirigidas a los déspotas, y la ira de los dioses se reserva hasta que los pecadores hayan partido al otro mundo. A través de las épocas, muchos de los acontecimientos que han ocurrido en el pasado, e incluso algunos que ocurren hoy en día, han sido generalmente desautorizados por las mentiras acumuladas desde que el hecho tuvo lugar. Se dice, por ejemplo, que desde la época de Licaón un hombre se convertía en lobo en el sacrificio de Zeus Licio, pero que ese cambio no era para toda la vida; si, cuando es un lobo, se abstiene de comer carne humana, al cabo de nueve años vuelve a convertirse en hombre, pero si prueba la carne humana, sigue siendo bestia para siempre.[12]
Más próxima al folklore que a cualquier otra alusión erudita parece ser la historia que refiere el liberto Nicerote en el banquete de Trimalción, según relata Cayo Petronio Arbiter (? – 65 d. C.) en el Satiricón:
Cuando todavía era yo esclavo, vivíamos en una callejuela angosta: ahora está allí la casa de Gavila. En esa casa me enamoré, como a veces lo quieren los dioses, de la mujer del tabernero Terencio: conocéis a Melisa la tarentina, una hermosísima gordita de movedizas redondeces. Pero yo, por Hércules, no la quería por su cuerpo o para saciar mis deseos, sino porque era de buen corazón. Lo que le pedí, nunca me lo negó; si ganaba un as, me daba la mitad; todo lo que tuve lo deposité en su seno, y nunca me defraudó. Su compañero murió allí, en su casa de campo. Entonces traté por todos los medios de llegar hasta ella: como t sabéis, en los apuros se ven los amigos.
Por casualidad mi dueño había ido a Capua a vender un montón de cosas viejas. Aprovechando la ocasión persuado aun huésped nuestro a que venga conmigo hasta el quinto, miliario. Era un soldado, fuerte como Orco. Nos hicimos humo al primer canto del gallo, la luna brillaba como si ] fuera de día. Llegamos al cementerio: nuestro hombre se puso a defecar en medio de las tumbas, mientras yo me aparté tarareando un cantito y contando las lápidas. Luego, cuando miré a mi compañero, vi que se desnudaba y ponía toda su ropa junto al camino. A mí se me vino el alma a la nariz, me quedé como muerto. Pero él meó alrededor de sus vestimentas y de repente se transformó en un lobo. No penséis que bromeo; ningún bien valdría tanto como para que mintiera en este punto. Pero, como había empezado a decir, después que se volvió lobo comenzó a aullar y huyó hacia el bosque. Yo al comienzo no sabía dónde estaba, pero luego me acerqué para tomar sus vestimentas: se habían transformado en piedra. ¿Quién tenía allí más temor de morir que yo? Pero saqué la espada y golpeé las sombras, hasta que llegué a la villa de mi amiga. Y entré como un muerto, casi exhalé el alma, el sudor me chorreaba hasta el fondo de la espalda, mis ojos parecían sin vida, me repuse con gran dificultad. Mi Melisa empezó a asombrarse de que yo anduviera por ahí tan tarde, y me dijo: «Si hubieras venido antes, al menos me habrías ayudado, pues un lobo entró en la villa y atacó a todo el ganado, hizo sangrar a los animales como un carnicero. Pero si escapó, no le fue como para reírse, pues uno de nuestros esclavos le atravesó el cuello con una lanza». Cuando oí esto ya no pude cerrar los ojos, sino que, como ya era día claro, hui a la casa de nuestro Gayo como un tabernero zurrado, y luego que llegué al lugar en que las vestimentas se habían transformado en piedra, nada encontré sino sangre. Y cuando llegué a mi casa, mi soldado yacía en su cama como un buey, y un médico le curaba el cuello. Me di cuenta de que era un hombre lobo, y después no pude gustar con él ni un trozo de pan, ni aunque me azotaran. Que otros vean qué piensan de esto; si miento, que vuestros Genios tutelares me sean hostiles.[13]
Con todo, el tema de los hombres lobo no se reduce en el mundo clásico a la descripción etnográfica o a la mitología. Sin involucrar transformación alguna, pero propiciando una insólita comparación, el sofista Claudio Eliano, un siglo más tarde, en su disparatada y delirante Historia de los animales, escribe la siguiente información:
Los lobos son muy feroces. Los egipcios dicen que se devoran unos a otros y cuentan que la manera de tenderse acechanzas es la siguiente: se ponen en círculo, emprenden, luego, la carrera, y, cuando uno de ellos sufre vértigo a causa de las continuas evoluciones y cae desplomado, los demás, precipitándose sobre el yacente, lo despedazan y devoran. Hacen esto cuando fracasan en sus cacerías, porque, ante la necesidad de acallar el hambre, consideran bagatela lo demás. Por supuesto, de la misma manera se comportan los hombres malvados respecto al dinero.[14]
II
Las fuentes escandinavas
Con muchas diferencias respecto del mundo clásico, la otra gran tradición occidental la constituyen las fuentes nórdicas, que merecen una serie de aclaraciones.
La primera se refiere a los documentos que, en su gran mayoría, provienen de Islandia. En virtud de la tardía cristianización de la isla –ocurrida en el año 1000–, esos textos recuperan y conservan un gran número de tradiciones orales acaso ya desaparecidas de los países germánicos continentales. A pesar de la posible contaminación que pudieron haber sufrido, nos permiten obtener una visión de conjunto de la antigua religión nórdica. Según Jan de Vries, existe
toda una colección de eddas, muchos de los cuales tratan de los mitos de los principales dioses, y entre los que el Voluspá, especialmente, nos da una visión de conjunto de la cosmología, desde la creación del mundo hasta la catástrofe final del Ragnarök. Los poemas compuestos por los escaldos contienen igualmente numerosas alusiones a la mitología pagana. Pero el documento más precioso de entre todos los que componen el material islandés es, sin duda, el Snorra Edda, manual escrito para los escaldos en el siglo XIII por Snorri Sturluson, que contiene en su primera parte un cuadro completo de la religión pagana, en el que el autor introduce algunos mitos preciosos no localizados en otras fuentes. Añadamos, por último, las sagas, «romances históricos» sobre personajes reales del tiempo del paganismo en los que encontramos importantes indicaciones sobre el culto y la mentalidad paganos.[15]
La segunda aclaración tiene que ver, precisamente, con las particularidades de la religión escandinava, que difiere en no pocos elementos de la menos documentada de los germanos continentales. De acuerdo con Georges Dumézil,
Los papeles principales de la mitología escandinava –la mejor descripta, o más bien la única descripta de las mitologías germánicas– son repartidos entre dos grupos [de dioses], los Ases [...] y los Vanes [...]. Son mencionadas ';.> otras especies divinas, como los Elfos [...], pero no incluyen a ninguno de los grandes dioses, ni siquiera a alguno " de los dioses conocidos por su nombre. [...] Ningún texto ofrece, didácticamente, la definición general y diferencial de estos dos grupos divinos. Pueden caracterizarse no obstante, sin esfuerzo, examinando a sus principales representantes. La distinción es tan clara que, cuando menos a grandes rasgos, concuerdan los exégetas de todas las escuelas.[16]
Ases y Vanes se dedican a pelear entre ellos. Así lo señala Jan de Vries:
Un mito nos enseña que entre los dos grupos existió una neta oposición que desembocó en una guerra sangrienta; terminada ésta, se reconciliaron y los Vanes se agregaron a los Ases. La diferencia entre Ases y Vanes es notable: los primeros tienen un carácter guerrero, los segundos son de naturaleza pacífica y protectores de la fertilidad.[17]
El panteón de los Ases –dioses de los príncipes y los guerreros– incluye entre otros a Odin, a Thor, a Balder (a quien se considera hijo de Odin), a Tyr, a Ullr (o Ullinn), a Heimdallr, a Hódhr y, eventualmente, a Loki (personaje al que Dumézil define como «inteligente, astuto en máximo grado, pero amoral, amante de hacer el mal, en grande y en pequeño, para divertirse tanto como para dañar, representa un verdadero elemento demoníaco».[18]). Sobre este último, Jorge Luis Borges nos añade la siguiente información:
En la Edda Prosaica o Edda Menor, consta que Loki engendró un lobo y una serpiente. Un oráculo advirtió a los dioses que estas criaturas serían la perdición de la tierra. Al lobo, Fenrir, lo sujetaron con una cadena forjada con seis cosas imaginarias: «el ruido de la pisada del gato, la barba de la mujer, la raíz de la roca, los tendones del oso, el aliento del pez y la saliva del pájaro». A la serpiente, Jörmungandr, «la tiraron al mar que rodea la tierra y el mar ha crecido de tal manera que ahora también rodea la tierra y se muerde la cola». En Jötunheim, que es la tierra de los gigantes, Utgarda-Loki desafía al dios Thor a levantar un gato; el dios, empleando toda su fuerza, apenas logra que una de las patas no toque el suelo; el gato es la serpiente. Thor ha sido engañado por artes mágicas. Cuando llegue el Crepúsculo de los Dioses, la serpiente devorará la tierra; y el lobo, el sol».[19]
Por su parte los Vanes –dioses agrarios– incluyen a Njördhr, a Freyr, a Freyja (hermana y esposa del anterior, aunque en su versión escandinava es la mujer de Odín y la madre de Balder), a Skadhi (mujer de Njördhr) y a Frigg. Diversos animales acompañaban a estos dioses e intervenían en sus hechos; entre los más comunes estaban el cuervo, el oso y el lobo. A este último se lo suele identificar con Odín quien, por otra parte, tenía características chamánicas y, por lo tanto, era capaz de cambiar de forma a voluntad. De acuerdo con la Saga de Ynglinga,
Cuando Odín quería cambiar de apariencia, dejaba su cuerpo en tierra, como dormido o muerto, y él mismo se tornaba pájaro o animal salvaje, pez o serpiente. Para sus asuntos, o los ajenos, podía llegar en un abrir y cerrar de ojos a comarcas lejanas. Por añadidura, sin más que su palabra, podía extinguir el fuego y aplacar el mar y hacer que los vientos soplasen de donde él quisiera.[20]
Dicho esto, se comprenderá que la transformación de hombres en animales es inherente a la mitología escandinava. A este respecto, en su extraordinario tratado de 1865, el longevo clérigo inglés Sabine Baring-Gould (1834-1924) anota:
En Noruega e Islandia, se dice que algunos hombres son eigi einhamir, vale decir, no de una piel, una idea que tiene sus raíces en el paganismo. Esta extraña superstición implicaba que había hombres que podían asumir otros cuerpos y las naturalezas de aquellos seres cuyos cuerpos asumían. La forma secundaria o adoptada se denominaba con el mismo nombre de la forma original, hamr, y la expresión que se empleaba para designar la transición de un cuerpo a otro era skipta hömum, o at hamaz, en tanto que la expedición realizada con la segunda forma era la hamfór. Por esta transfiguración, se adquirían extraordinarios poderes; se duplicaba o cuadruplicaba la fuerza natural del individuo; éste adquiría la potencia de la bestia en cuyo cuerpo viajaba, que se sumaba a la propia. El hombre así vigorizado se denominaba hamrammr.
La manera en que se realizaba el cambio variaba. A veces se colocaba un disfraz de piel sobre el cuerpo, y a veces la Transformación era completa; en otras oportunidades, el cuerpo humano era abandonado y el alma entraba en la segunda forma, dejando el primer cuerpo en estado cataléptico, en apariencia muerto. La segunda hamr era tanto prestada como creada a propósito. Había una tercera forma de producir ese efecto: por un conjuro; pero la forma del individuo permanecía inalterada, aunque los ojos de todos los que lo veían, por medio de un hechizo, sólo podían percibirlo bajo la forma elegida.
Habiendo asumido alguna forma bestial, el hombre que es eigi einhammr sólo es reconocido por sus ojos, que ningún poder puede cambiar. Entonces continúa su camino, sigue los instintos de la bestia cuyo cuerpo ha tomado, aunque sin apagar su propia inteligencia. Es capaz de hacer lo que el cuerpo del animal puede hacer, y hace lo que, como hombre, también puede hacer. Puede volar o nadar, si tiene la forma de un pájaro o de un pez; si ha tomado la forma de un lobo, o si se desplaza sobre una grandeid, o senda del lobo, está lleno de la furia y la malignidad de las criaturas cuyos poderes y pasiones ha asumido.[21]
Ninguna de las tres formas de transformación se aplica exclusivamente a los cambios de hombres en lobos, sino –de acuerdo con el contenido de las sagas islandesas – en una gran cantidad de bestias (osos, halcones, ballenas, morsas, jabalíes, cerdos, peces, etcétera).
En referencia a la primera forma de transformación y circunscribiéndonos a los ejemplos con osos y lobos, conviene detenernos aquí en los bersekir o berseker, término que proviene del noruego baresark, que significa tanto «camisa de oso» como «sin camisa».
Jan de Vries sostiene que los bersekir eran un grupo de guerreros especialmente sanguinarios, que formaban parte de la comitiva del dios Odín:
Se les llama los «piel de oso» o «de lobo», lo que indica que iban recubiertos con las pieles de estos animales, disfraz este que los transformaba y les daba la fiereza de las bestias.[22] Estos bersekir tienen una cierta similitud con los hombres lobo de la leyenda popular: por ejemplo, son invulnerables en el combate, marchan sobre carbones encendidos sin quemarse y manifiestan una especie de trance similar al de los chamanes y faquires. [...] Los bersekir no solamente formaban bandas, es probable que fueran también miembros de una especie de comunidad a la vez social y religiosa. Tácito nos dice, por ejemplo, que la tribu de los arios[23], a los que él compara con un exercitus feralis, combatía solamente de noche, con las caras tiznadas de negro y llevando escudos igualmente negros.[24]
Snorri Sturluson hace referencia a los bersekiren la Saga de Egils y en la Saga de Hrolf. También en la Saga de Ynglinga, de donde proviene el siguiente fragmento:
Odín tenía el poder de cegar y ensordecer a sus enemigos en la batalla, o de paralizarlos de espanto, y sus armas no cortaban entonces más que si fueran bastones. En cambio, los hombres de él iban sin coraza, salvajes como lobos o perros. Mordían sus escudos y eran fuertes como osos o toros. Mataban a los hombres y ni el fuego ni el acero podían hacerles nada.[25]
Allí, como en otros documentos, se comprueba que muchos reyes nórdicos emplearon a tales guerreros como tropas de choque o guardaespaldas.
H. R. Ellis Davidson, un antropólogo británico que se dedicó a estudiar el folklore escandinavo, señala que
el vínculo con el oso o el lobo era lógico en el caso de guerreros profesionales o de guerreros líderes en la época viking. La diferencia entre los dos animales es clara. El oso es un peleador solitario, un campeón independiente de tremendo poder, con una cierta nobleza en su comportamiento, aunque, cuando se deja llevar por la ira, derribará a cualquiera que se ponga en su camino. El lobo, en cambio, pelea en manada, unido de cerca a sus compañeros, astuto y extremadamente implacable, sin perdonar a nadie. Así, uno y otro representan los dos modos de pelea que había durante la época viking y el período que la precedió. El campeón destacado fundaba su reputación en su destreza en el combate solitario y en un valor por encima del coraje ordinario; pelearía en la primera fila del ejército contra los campeones contrarios y desdeñaría atacar a un oponente desarmado o débil. Un grupo de asalto de los vikings o una pequeña fuerza de mercenarios se comportaría como una banda salvaje, implacable en el ataque, deseosa de botín, apoyándose los unos en los otros con lealtad y determinación (aunque también listos a pelearse entre sí), sin dejar nada en pie a su paso. Hay muchas evidencias de observadores externos de que los guerreros germanos y los vikings peleaban con una intensidad salvaje, una ferocidad animal, que impactó a los romanos y a los bizantinos. Tardíamente, en el siglo X, Leo el Diácono observó a algunos de los vikings orientales luchar con Svyatoslav en el Danubio contra el Emperador, y comentó con desaprobación sus métodos de pelea, tan diferentes de los de los griegos, quienes, decía, confiaban en las artes de la guerra. Según él, esos hombres parecían guiados por la ferocidad y la locura ciega y luchaban como bestias salvajes, «aullando de una manera extraña y desagradable».[26]
Sin embargo, esa ferocidad que hizo famosos a los bersekir condujo a que el rey Erik de Noruega los proscribiera en 1015. Con la cristianización de Islandia, hacia el 1100 desaparecieron de Europa, aunque haya quien sostenga que la guardia viking del imperio bizantino estaba compuesta por tales guerreros.
Más allá de la realidad histórica de los bersekir, otros textos hablan de una segunda forma de transformación del individuo, luego de que éste se echase sobre los hombros la piel de lobo, convirtiéndose de este modo enteramente en el animal. Así al menos se describe en la Saga de los Völsung [27]:
Ahora debe decirse que Sigmund creyó que Sinfjötli era demasiado joven como para ayudarlo en su venganza, y quiso primero probar sus poderes; así que, durante el verano, se sumieron en las profundidades del bosque y asesinaron hombres para quedarse con sus pertenencias, y Sigmund vio que el joven era de la madera de los Völsung. [...] Ocurrió que, cuando atravesaban el bosque, juntando dinero, dieron con una casa en la que había dos hombres durmiendo, que llevaban grandes anillos de oro; tenían que ver con la brujería, porque sobre ellos colgaban unas pieles de lobo; era en el décimo día cuando podían salir de su segundo estado. Eran hijos de reyes. Sigmund y Sinfjötli se pusieron las pieles y ya no se las pudieron volver a sacar, y la naturaleza de las bestias originales se apoderó de ellos, y aullaron como lobos; ambos aprendieron a aullar. Luego se fueron al bosque y cada uno tomó su propio camino; acordaron que probarían sus fuerzas contra nada menos que siete hombres, pero no contra más, y que aquel que se viera en problemas proferiría su aullido de lobo. «No dejes de hacerlo –dijo Sigmund–, porque eres joven y atrevido, y a los hombres les encantaría cazarte.» Luego, cada cual tomó su propio camino; y después de que se hubieron separado, Sigmund encontró hombres y por lo tanto aulló; y cuando Sinfjötli oyó eso, corrió y los mató a todos; luego se separaron. No pasó mucho antes de que Sinfjötli se encontrase con once hombres; cayó sobre ellos y los mató. Luego se sintió cansado, de manera que se echó al pie de un roble para descansar. Llegó entonces Sigmund y preguntó: « ¿Por qué no llamaste?». Sinfjötli respondió: « ¿Qué necesidad había de llamarte para matar a once hombres?». Sigmund se arrojó contra él y le desgarró la garganta de un tarascón. Ese día no pudieron abandonar sus formas de lobo. Sigmund cargó a Sinfjötli sobre su lomo y lo llevó hasta su casa, y sentándose a su lado le dijo: « ¡Maldita sea, tomar la forma de lobos!».[28]
Para la tercera forma, en la que el cambio sólo se operaba en la percepción, Sabine Baring-Gould remite a pasajes de la Saga de Hromunda y de la Saga de Eyrbyggja, pero ninguno se refiere a los lobos. Con todo, el tema del engaño de los sentidos será especialmente fecundo durante el cristianismo, sobre todo a partir de San Agustín.
Ill
LlCANTROPOS ESLAVOS
Sólo en apariencia menos importante que las dos anteriores, la tercera fuente para el conocimiento de los hombres lobo de Occidente la constituyen las tradiciones eslavas. Sin embargo, por la falta de datos que presenta es la más problemática. «Nuestros conocimientos sobre la antigua religión de los eslavos –anota Frans Vyncke, con sombría claridad– son más bien fragmentarios y frágiles. No disponemos ni de un solo testimonio directo emanado de los mismos paganos eslavos, o procedente al menos de la época en que el paganismo estaba aún en pleno vigor.»[29]
Conviene asimismo agregar que casi todo lo que se sabe a propósito del tema proviene de documentos producidos a partir del siglo IX por evangelizado res romanos y bizantinos, de crónicas realizadas durante el siglo XII por monjes alemanes y escandinavos y del fruto de las excavaciones arqueológicas modernas.
Tres etapas atribuyen los especialistas a la religión primitiva de los eslavos: la primera corresponde al culto de los beregyni (espíritus femeninos de la naturaleza, venerados a través del fuego, de las piedras y de las rocas, de las montañas, las fuentes de agua, los árboles, mamíferos, etc.) y de los vampiros (que en todos los pueblos eslavos corresponden a los espíritus de los muertos); la segunda tiene que ver con el culto a la pareja compuesta por los dioses Rod y Rozanicy (algo así como la pareja primordial, que rige el clan y el destino humano en general); la tercera involucra a un moderado panteón que incluye a Perun (suerte de dios supremo al que suele identificarse con el Thor de los escandinavos), Dazbog-Svarog (el padre del sol y del fuego) y Volos-Veles (dios tutelar de los guerreros y de los rebaños). Con leves variaciones registradas de pueblo en pueblo y numerosos agregados locales, así podrían resumirse grosso modo los datos que se desprenden de las fuentes antes mencionadas.
Ahora bien, las particulares condiciones de la cristianización de los distintos pueblos eslavos determinaron que buena parte del bagaje pagano se fundiera con la nueva fe, desafiando la severidad de los textos doctos y sobreviviendo en la tradición oral. Esta, como en toda Europa, sólo comenzó a ser recogida por escrito entre fines del siglo XVIII y principios del XIX. De esa época data la recolección sistemática de los antiguos cantos campesinos –referidos, por ejemplo, a las actividades agrarias–, de los cantos nupciales y funerarios, de las fórmulas mágicas, los proverbios y adivinanzas; también la trascripción de las bylinas[30], de los istorischeskie pesni (cantos históricos) y de las fábulas. Por esos escritos nos enteramos del lugar central que ocupaba el lobo en la cultura tradicional eslava y de la frecuente creencia en la transformación de los humanos en animales.
W. R. S. Ralston, en el capítulo sobre hechicería y brujería de su imponente Songs of the Russian People (1872), escribe:
La creencia en el poder de los magos para transformarse a sí mismos y para hacer que sus víctimas asuman diversas formas está muy extendida en Rusia y juega un importante papel en la mitología popular del país. Una persona que así se transforma recibe el nombre de óboroten (oborotít' = transformarse), o, si se convierte en lobo, volkodldk (volk = lobo, dlaka = una mata de pelo y, por lo tanto, un escondite).
Todas las naciones conocen muy bien las historias de hombres lobo, por lo que resulta innecesario establecer un relato detallado sobre los procedimientos empleados por los volkodlaki rusos. Pero tal vez valga la pena mencionar que la colección de leyes denominada Kormchaya Kniga establece que en el caso de esos seres transformados la gente no suele ver a meros mortales, sino a "cazadores de nubes". Afanisef los vincula con los okrutniki, o enmascarados disfrazados de animales, que solían participar en los juegos religiosos de los antiguos eslavos y que aún, a pesar de que su significación original se olvidó, cumplen un papel en los festivales rústicos de primavera y Navidad. [...]
Se vincula a la idea de la transformación la creencia, común entre los campesinos rusos, en que todas las brujas tienen cola y todos los hechiceros, cuernos, y que puede reconocerse al hombre lobo por las cerdas que le crecen debajo de la lengua.[31]
Más adelante, Ralston transcribe y comenta las palabras que pronuncian los hechiceros que desean volverse hombres lobo:
"En el mar océano, sobre la isla Buyan, en una planicie abierta, brilla la luna sobre un tronco de álamo cortado, en el bosque verde, en el valle. Alrededor del tronco cortado camina un lobo peludo; debajo de sus dientes está el ganado con cuernos; pero el lobo no se aventura en el bosque, no vaga por el valle. ¡Luna! ¡Luna! ¡Cuernos dorados! Funde la bala, desafila el cuchillo, pudre la estaca, haz que teman el hombre, la bestia y el reptil, para que no puedan atrapar al lobo gris, ni arrancarle su oculto calor. Mi palabra es firme, más firme que el sueño o que la fuerza de los héroes."
En este hechizo, dice Buslaef, el tronco de álamo cortado se menciona porque el hombre lobo o el vampiro enterrado tienen que ser atravesados por una estaca de álamo. La expresión que indica que el ganado con cuernos está en o debajo de los dientes del lobo se parece al proverbio que actualmente se aplica a San Jorge: "Lo que el lobo tiene en sus clientes, se lo dio Yegory" (San Jorge, o Yegory el Valiente, tomó el lugar que alguna vez ocupaba Volos, el dios de los rebaños en la antigua religión eslava).[32]
Otros autores mencionan refranes que ligan al lobo con el ya mencionado dios supremo de los eslavos: «Al lobo, Perun le dio los dientes». Por otra parte, algunas leyendas, amparándose en la naturaleza marcadamente dual del cristianismo eslavo, plantean la eterna competencia entre Dios y el diablo. Una de ellas sostiene que el diablo amasó al lobo con arcilla –en otras versiones lo talló en madera–, pero no pudo animarlo. Intervino entonces Dios, quien lo dotó de vida. La bestia entonces atacó al diablo, pero éste lo aferró de una pata, lo cual explicaría por qué a veces los lobos son identificados con espíritus protectores y, a veces, con una fuerza contraria a los humanos. Ese origen, en parte diabólico y en parte divino, hace que el lobo sirva como nexo entre este mundo y el otro, entre los humanos y las fuerzas del mal. Otras creencias populares señalan que los seres del mundo subterráneo –básicamente, los antepasados, los muertos, las ánimas vivientes y los seres fantasmales– salen a la luz del día bajo la forma de lobo. También como serpientes creadas a partir de los pelos del lobo.
Entre los muchos dichos que existen en el acerbo popular, se suele sostener que, para proteger el ganado de los lobos, durante ciertos días se deben observar una serie de prohibiciones. Entre otras cosas, no está permitido hilar, tejer o manipular objetos punzantes en Navidad; tampoco se permite realizar ningún trabajo el día de San Jorge –quien, dicho sea de paso, es el protector de los lobos[33]–; no se deben levantar cercas los días de San Jorge y de San Nicolás; no se debe comer carne el día en que se festeja a este último santo; tampoco se deben tener relaciones sexuales la noche anterior al Carnaval. W. R. S. Ralston suma a esta breve lista la necesidad de rociar a los rebaños con agua bendita todos los 11 de febrero, cuando se celebra a San Blas, para que, de ese modo, los licántropos, también bajo la forma de perros o gatos negros, no se aprovechen de la leche de vacas, yeguas y ovejas, matando a su vez a toros, padrillos y carneros.[34]
Dada la abundancia de hechiceros capaces de transformarse en lobos y de víctimas convertidas por los hechiceros, corresponde entonces establecer algunos distingos. Ralston señala que:
Existe, claro, una gran diferencia entre quienes se transforman voluntaria e involuntariamente. Los magos que se han convertido en lobos por su voluntad son, en su mayor parte, destructores furiosos de todo lo que se les cruza en su camino, pero la gente que ha sido convertida en lobo contra su voluntad raramente deshonra su naturaleza humana. Esos hombres lobo simpáticos se apegan a los hombres y con lágrimas y zarpazos de desaprobación intentan disculparse por su apariencia brutal. Salvo que sean llevados contra su voluntad por el hambre, nunca matan ni comen ovejas, pero si deben hacerlo, buscan una que pertenezca a algún otro pueblo distinto del que les toca vivir.[35]
A modo de ejemplo, Ralston presenta varias historias:
Según una tradición polaca, una vez hubo un joven que era amado por una bruja, pero él se burló de su amor. En cierta ocasión, estando en el bosque para apagar un fuego, levantó el hacha y apenas lo hizo sus manos se convirtieron en las zarpas de un lobo y, al cabo de un instante, todo su cuerpo se cubrió de pelo espeso. Corrió hacia su rebaño, pero sus ovejas huyeron aterrorizadas; trató de calmarlas, pero su voz sólo profería aullidos.
En otra historia, una bruja convirtió a uno de sus vecinos en lobo, y éste, luego de recuperar su antigua forma humana, dijo que durante el período de su transformación se hizo amigo de un verdadero lobo y que, con frecuencia, iban juntos a cazar, pero que, aunque había perdido la facultad de hablar, nunca se olvidó de que en verdad era hombre.
Los rusos blancos tienen una tradición según la cual, cuando se divierten en una boda, algún mago hostil transforma al novio y a todos los invitados varones en lobos, a la novia en un cuclillo y al resto de las mujeres en urracas.[36]
No obstante, no todos los hechiceros son malvados. En Letonia, por ejemplo, el Meza-Tevs («Padre del Bosque») era el sacerdote del culto al hombre lobo, que llevaban a cabo en las profundidades de los bosques los iniciados, quienes se hacían llamar Spal-vaine Martini (algo así como «Martinianos Peludos»). Estos rondaban durante ciertas noches –especialmente las del solsticio de verano– para expulsar a los demonios que causaban la infertilidad.
Dejando de lado el dominio de lo puramente folklórico, vale la pena terminar con la mención de dos de los más famosos hechiceros rusos, protagonistas de bylinas y de cantos históricos, de los cuales existen diversas versiones.
El primero de esos héroes brujos es Vol'ga Svjatoslavich o Volch Vselavevich. De acuerdo con Riccardo Picchio,
en él se funden motivos históricos y legendarios, el paladín es también un mago, capaz de las metamorfosis más variadas [...]. Vol'ga-Volch se convierte en pez, pájaro, lobo (este motivo tiene mucha vitalidad en la tradición popular rusa y se traslada también a los textos escritos) [...].[37]
Según Vladimir Propp,
el nombre del héroe, Volch, indica que le ha dado vida un brujo o un mago. Su nacimiento lo relaciona con la naturaleza y la lucha contra los elementos lo une a la vida del hombre primitivo. Los antepasados de los rusos, antes de ser agricultores, fueron cazadores; su vida dependía de la caza, que era la principal manera de procurarse medios de subsistencia. Cuando Volch nace, las fieras, los peces y los pájaros se esconden aterrorizados; ha nacido un gran cazador:
El pez se escondió en la profundidad del mar,
El pájaro voló alto en los cielos,
Los uros y los ciervos corrieron al monte,
Las liebres y los zorros se refugiaron en la espesura se la floresta,
Los lobos y los osos, en los bosques de abetos,
Las cibelinas y las martas se fueron a las islas.
Volch sabe transformarse en animal, pesca vestido de lucio, va a cazar pájaros bajo la forma de halcón y a cazar animales del bosque bajo forma de lobo gris. Es un hechicero y un lobo rabioso.
El canto de Volch confirma la idea del académico Grekov sobre las religiones paganas de los eslavos orientales: «Evidentemente los eslavos orientales conservan durante largo 1 tiempo reminiscencias de concepciones totémicas; por ejemplo, la fe en la existencia del lobo rabioso; es decir, la transformación del hombre en fiera.[38]
El segundo brujo es un personaje histórico. Se trata del príncipe Vseslav de Polock o Polotsk, hijo de Biacheslav, quien gobernó en su Ucrania natal desde 1044 hasta 1101. Surgida durante su vida y transmitida de generación en generación, la leyenda le atribuye origen y dones mágicos. Aparentemente, su madre habría sido elegida por los hechiceros para dar a luz a un príncipe. El recién nacido llevaba en la cabeza una misteriosa marca que ella, por orden de los magos, debía tatuar para que perdurara hasta la muerte de su heredero. Durante toda su vida, el príncipe ocultó esa inscripción, que decía: «Vseslav tiene sed de sangre». Entre otras cosas, sus poderes mágicos le permitían convertirse en un lobo gris, en un halcón o en un ciervo con los cuernos de oro.
Por veinte años Vseslav mantuvo un acuerdo de paz con los príncipes del estado de Kiev y derrotó a las hordas turcas. Con la intención de dar a Polotsk un rango similar al de Kiev o Novgorod, ordenó construir una catedral en honor a Santa Sofía. Ante tales muestras de expansionismo, los tres hijos de Yaroslav –príncipe de Kiev– se unieron contra Vseslav. Éste, en 1066, marchó sobre Novgorod y la incendió, llevándose en calidad de trofeo de guerra las campanas de la catedral, como reivindicación histórica por la destrucción de Polotsk en el año 980. En 1067, triunfante en la batalla, accedió brevemente al trono de Kiev, pero éste fue recuperado por Izjaslav, quien se erigió a sí mismo en Gran Duque.
En El cantar de la hueste de Igor, el poema épico ruso más antiguo, se narra precisamente la derrota de Igor, príncipe de Nóvgorod-Sibirsk, frente a los infieles polotskianos en el siglo XII. El texto presenta numerosas huellas del paganismo escítico y escandinavo, siendo abundantes las alusiones a antiguas divinidades: el ya mencionado Veles, dios pastor de los guerreros; Div, genio maléfico en forma de pájaro; en el símil del búfalo con que se nombra al príncipe Vsevolod se esconde, como en la poesía escandinava, la huella del culto a Thor.
Uno de los cantos del poema se refiere a Vseslav, el mencionado príncipe hechicero, quien codicia a una doncella que la crítica identificó con Kiev:
¿Vseslav echó suertes por la doncella codiciada?
Diestramente, apoyado en su lanza, se abalanzó a la ciudad de Kiev y tocó el astil del trono dorado de Kiev.
Como bestia feroz se precipitó a medianoche desde Belgorod, escondiéndose bajo el manto de la bruma azul.
Sabemos que tres veces le fue deparado arrebatar un bocado de buena suerte. Había abierto las puertas de Novgorod y sobrepasado la gloria de Yaroslav.
Como un lobo se lanzó al Nemiga y holló su caudal como suelo de la era. Y he aquí que, a orillas del Nemiga, forman gavillas, cabeza contra cabeza, las baten con trillos de acero franco; en la era tienden la vida y ahechan el alma del cuerpo.
Las riberas ensangrentadas del Nemiga fueron entonces sembradas en hora aciaga con los huesos de los hijos de Rusia.
Vseslav el príncipe juzgaba a las gentes. Como príncipe, señoreaba las ciudades; como lobo rondaba por la noche; llegaba a Kiev de Tmutarakan antes del canto del gallo y, como lobo, cruzaba el camino del gran Hors.
Por la mañana, tañían para él las campanas de Santa Sofía de Polotsk y en Kiev terminaba de escuchar el son de maitines.
Y aunque tenía alma de hechicero en su cuerpo ágil, muchas veces, no obstante, sufrió cruelmente.
De él Boyan, el agorero, había vaticinado años antes este decir:
«Ni el sabidor, ni el artero, ni el pajarillo parlanchín escaparán al juicio divino».
Hora de gemido habrá llegado para la tierra de Rusia cuando recuerde el tiempo de antaño y sus primeros príncipes.
Vladimir el antiguo no se dejaba acorralar en las montañas de Kiev.
Pero ahora sus enseñas están unas por Rúrik, otras por David, y sus penachos ondean desunidos.[39]
Según se sabe, el príncipe Vseslav murió el 14 de abril de 1101. Su fama de hombre lobo lo sobrevive.
IV
San Agustín y después
Con la llegada del cristianismo, el lobo –azote de las primitivas comunidades rurales– pasó a ser una bestia emblemática de Satán y, por supuesto, uno de sus muchos representantes en la Tierra. Súmese a esto que, puesto que la idea de las metamorfosis de hombres en animales –en lobos, por ejemplo– existía desde antiguo y que, por tradición, solía relacionarse con alguna intervención ajena a las posibilidades humanas, durante el cristianismo sólo quedaban dos alternativas: Dios o el diablo. La disyuntiva, sin embargo, rápidamente fue considerada herética porque, pese a su tendencia a ser una religión moderadamente dualista –como tantas otras formas de pensamiento religioso anterior de que se nutrió–, el cristianismo no iba a tolerar que una y otra figura se equiparasen en igualdad de condiciones.
Mientras se terminaba de conformar el cuerpo fundamental de la doctrina cristiana, el mal iba encarnándose paulatinamente en la figura del diablo para evitar que Dios tuviera que dar explicaciones incómodas sobre el estado de las cosas en el mundo. Sin embargo, había que buscar una vuelta de tuerca a la cuestión, ya que el diablo no podía estar a la altura de Dios. Hubo todo tipo de especulaciones, algunas más lógicas que otras. Entretanto los teólogos se debatían en tales cuestiones –constituyendo lo que Borges llamó «una rama de la literatura fantástica»–, el Imperio Romano de Occidente, y por tanto, el mundo tal como se lo conocía, estaba desmoronándose, para terminar extinguiéndose en 476.
El demonólogo Jeffrey Burton Russell señala que, como consecuencia de la progresiva dislocación de la sociedad romana, la imagen del diablo fue haciéndose cada vez más siniestra:
Con frecuencia aparece en la literatura como serpiente, león, dragón, perro o lobo. Entre los coptos (cristianos egipcios), la antigua religión egipcia conservó cierta influencia, pues describen a los demonios con "cabezas de animales salvajes, con lenguas de fuego que salen de sus fauces, con garras de hierro" y con frecuencia vieron a los demonios como sus antepasados habían visto a las antiguas deidades, con cuerpos humanos, pero con cabezas o caras de ibis, cocodrilos, escorpiones, asnos, perros o leones.[40]
Así, el diablo y los muchos seres demoníacos se habían multiplicado, recogiendo tradiciones anteriores, ajenas y propias, al punto de que los problemas mayores vinculados a la idea del mal se confundían con las meras supersticiones. San Agustín (354-430) fue el encargado de llevar a cabo la inmensa tarea de darles a unos y otras su verdadera dimensión, y lo hizo con tanto detalle que «sintetizó la diabología existente y, añadiendo nuevos indicios, construyó un enfoque relativamente coherente al problema del mal».[41]
En los términos específicos de este libro, San Agustín fue uno de los primeros en poner en duda la realidad de las metamorfosis de los hombres en bestias. Su demostración fue tan categórica que dominó la teología medieval y siguió presente en las teologías protestante y católica posterior a la Reforma. En términos concretos, en De spiritu et anima (capítulo 26) anota:
Generalmente se cree que, por ciertos hechizos de los brujos y por el poder del Diablo, los hombres pueden ser transformados en lobos [...], pero no pierden su razón y entendimiento humanos, ni sus mentes poseen la inteligencia de una simple bestia. Esto debe ser entendido de este modo: el Diablo, concretamente, no crea una nueva naturaleza, sino que hace que algo que no es real parezca serlo. Porque no hay hechizo ni poder del mal que puedan hacer que la mente, y más aún el cuerpo, se conviertan en los miembros y rasgos materiales de ningún animal [...].
La idea también está presente en La ciudad de Dios (Libro XVIII, capítulo 17), donde se habla de los hombres lobo clásicos:
Varrón[42] relata otras [historias] no menos increíbles sobre ,, , Circe, esa muy famosa hechicera, quien transformó a los compañeros de Ulises en bestias, y sobre los arcadios, quienes nadaban a través de cierto lago y allí se convertían en lobos, y vivían en los desiertos de esa región con bestias salvajes como ellos. ;. Pero si durante nueve años nunca se alimentaban con carne humana, recuperaban la forma de hombres nadando en sentido contrario a través del mismo lago. Finalmente, habla de un tal Demaenetus, quien, al degustar a un niño ofrecido en sacrificio por los arcadios a su dios Licio, según la costumbre, fue transformado en lobo y, habiendo recuperado su propia forma al décimo año, se entrenó como pugilista y venció en los juegos olímpicos. Y el mismo historiador piensa que el epíteto Licio se aplicaba en Arcadia a Pan y a Júpiter no por otra razón que por esas metamorfosis de hombres en lobos, porque se creía que ésta no podía operarse salvo que interviniese un poder divino.
En el capítulo 18 de la misma obra se vuelve a poner en duda la posibilidad de tales transformaciones, dado que sólo Dios es capaz de generar algo de la nada. San Agustín se refiere entonces a la naturaleza ilusoria de las transformaciones diabólicas. En síntesis, el problema podría resumirse afirmando que la «realidad» del mal entra en contradicción con la «bondad» perfecta de Dios, por lo que no hay otra posibilidad que negar esa supuesta realidad maligna.
Ahora bien, si las transformaciones no son posibles, entonces se trata de meras supersticiones, o según señala Jean-Claude Schmitt, de « 'supervivencias' de creencias y prácticas que la encarnación del Salvador y la institución del cristianismo [...] han abolido»[43]. Como era inevitable que sucediera, a pesar de la creciente represión, tales creencias demostraron poseer una vitalidad mayor que la deseada por los teólogos. Según señala Robert Muchembled,
Antes del fin de la Edad Media, el diablo se designa de maneras variadas. El flujo unitario del cristianismo arrastró múltiples elementos extranjeros, de los cuales generalmente es imposible determinar el origen histórico y geográfico exacto. La explicación según la cual el Maligno es capaz de transformarse en lo que sea resulta un tanto insuficiente. Se puede hablar más bien de una lucha milenaria del cristianismo contra las creencias y las prácticas paganas, de las cuales ciertos núcleos intransigentes se resisten a una destrucción total pero son lentamente asimilados, recubiertos de un nuevo velo, reorientados en un cuadro diferente, y conservan un poder; de evocación particular. La marea entrante del satanismo teológico sumerge los fragmentos de las múltiples culturas demoníacas sin destruirlos totalmente. El diablo adopta por esto innumerables apariencias. Como animal, vacila entre la tradición judeocristiana y los dioses asociados a formas vivas por los paganos. Si bien la marcada huella cristiana excluye al cordero, incluso al buey o al asno, no logra imponer la opinión de san Pedro, según la cual Lucifer es un león rugiente. En otro plano, la serpiente del Génesis se confunde fácilmente con el dragón pagano. El macho cabrío, una de las formas preferidas del diablo, quizá deba este privilegio a su antigua asociación con Pan y Thor.
El perro constituye otra de sus apariencias predilectas. La presencia de canes a los pies de las estatuas yacentes, particularmente femeninas –sobre todo en los últimos siglos del Medioevo– demuestra la dificultad de señalar principios definitivos en este sentido, pues la imagen expresa entonces fidelidad y fe. En todo caso, hay que desconfiar de una interpretación fija de las cosas, a partir de algunos ejemplos o presuposiciones tardías. ¿Los monos, gatos, ballenas, abejas o moscas son animales demoníacos por excelencia desde la alta Edad Media? Se podría decir casi lo mismo del conjunto del reino animal, mencionando particularmente a la lechuza, el cerdo, la salamandra, el lobo y el zorro.[44]
De acuerdo con el ya citado Schmitt, también se debería a San Agustín la vinculación entre la superstición y la demonología, con las consiguientes derivaciones manifiestas en la posterior caza de brujas. Interesa aquí detenernos brevemente en esas consecuencias que, a partir de Tomás de Aquino, en el siglo XIII, marcarán lo que resta de la Edad Media y todo el Renacimiento:
Para San Agustín las «supersticiones» estaban por doquier, en proporción a la supuesta omnipresencia de los demonios y de las supervivencias del antiguo paganismo. Para él, el vicio de la «superstición» se oponía tanto por defecto (cuando el culto rendido a Dios es indigno de él) como por exceso (en el caso de la idolatría) a la «virtud de la religión». Santo Tomás sólo mantiene el exceso, bajo las formas (species) de la idolatría, la adivinación y la observación de los signos y el tiempo. A la vez, si bien conserva la idea agustiniana de comunicación con los demonios, da a la noción de «pacto» un significado mucho más claro y fuerte; en efecto, distingue entre el «pacto tácito» con los demonios, simple connivencia del pecador leve que no se ha protegido lo suficiente contra las maquinaciones diabólicas, y el "pacto expreso" de aquel que invoca conscientemente al diablo. Esta distinción era el producto de la evolución, desde hacía más de un siglo, de una teología moral que no había dejado de insistir en la importancia de la responsabilidad y de las intenciones del pecador. En el siglo / XIII ya no existe la fatalidad del pecado; si alguien cae en las redes del diablo, es porque se lo ha buscado.[45]
Esa búsqueda mucho tiene que ver con una nueva circunstancia, apuntada por Muchembled. Para este historiador, la aparición, hacia fines de la Edad Media, de una nueva cultura del cuerpo resulta capital:
No del cuerpo santo definido por los teólogos, inaccesible al común de los mortales, sino del cuerpo de las personas corrientes como campo de combate primordial. Antes, Satanás a menudo se parecía a los hombres. En lo sucesivo, llegó a ser tan monstruoso, tan bestial, que el hecho de imaginarlo dispuesto a introducirse en el interior de todo ser debía producir un sentimiento de angustia extrema y conducir a una lucha para mantenerlo lo más alejado posible. Los dos elementos constitutivos de este sentimiento fueron al principio el acento puesto sobre la inhumanidad fundamental del demonio, luego la sugerencia insistente de que podía invadir el cuerpo de los pecadores para transformarlos a su imagen. El segundo elemento sólo se apreciará verdaderamente en la época de la gran caza de brujas. A fines de la Edad Media, la idea solamente subsiste de una manera vaga, oponiéndose a menudo a la banalidad humanizada del diablo, que hacía poco creíble la idea de la posesión del cuerpo de otro individuo, salvo en un plano metafórico.
La Bestia abrió este camino. La opinión según la cual los híbridos eran posibles había adquirido importancia después del siglo XII. Otra etapa suplementaria se franqueó cuando se impuso la creencia en la aparición de los demonios bajo una forma animal o mixta. Estas metamorfosis se relataron de manera creciente. El hombre lobo adquirió así una dimensión nueva, pasando del predador comedor de hombres a un ser extraordinariamente inteligente, lobo siempre, pero poseído por el demonio [...].[46]
La historia enseña que las disquisiciones teológicas, lejos de mantenerse en el mero terreno especulativo, tienen una importancia capital en el campo de la vida cotidiana. Así sucedió cuando todas estas ideas maduraron en la Inquisición y cuando, como se verá más adelante, se multiplicaron los juicios contra brujas, hechiceros y hombres lobo, ya no considerados como meros paganos ignorantes, sino como cómplices activos de Satán.
V
Santos irlandeses y lobos católicos
Con enorme claridad el rumano Lucían Boia escribe:
El imaginario medieval se nutre de dos elementos esenciales: el mar [...] y el bosque. Este reemplaza a la ciudad antigua como laboratorio favorito para los fantasmas.
Los griegos, que inventaron o perfeccionaron las figuras esenciales del imaginario clásico, tuvieron como punto principal de referencia la normalidad urbana. Todo gravita en torno de Atenas y, después, de Roma. Entre naturaleza y cultura se dibujó una frontera precisa: la ciudad se aseguró un espacio de protección y relegó a los confines las formas insólitas de vida y sociedad.
La historia de la Edad Media europea evoluciona en un escenario diferente. En un primer momento se da un reflujo de las estructuras urbanas. El eje de la Historia se desplaza hacia el norte.[47]
Tal es el lugar y escenario en que transcurren las vidas de los pueblos celtas, germanos y eslavos, quienes, siempre según Boia,
procedían de un horizonte mental que no había conocido el esfuerzo racionalizador propio de la ciudad griega. En este "nuevo mundo" de fuerte composición rural, se desdibujó el mundo urbano. Un inmenso bosque cubría el continente de un extremo a otro; en los claros había pueblos, castillos y monasterios. El hombre vivía inmerso en esta naturaleza no domeñada.[48]
Un caso interesante es, justamente, el de los primeros cristianos de Irlanda. El primero de todos, claro, fue san Patricio. En 1250 –vale decir, varios siglos después de que los hechos hubieran tenido lugar–, el noruego Kongs Skuggsjo publicó su Speculum Regale, una suerte de compendio del saber de su tiempo, con apartados para la religión, la geografía, la flora, la fauna, las maravillas de Noruega, las de Irlanda, las de Islandia, las de Groenlandia, el comportamiento en la corte, las fórmulas gramaticales, la maquinaria militar, la historia de Lucifer, la de Salomón, etcétera. En el apartado correspondiente a «Maravillas irlandesas que tienen orígenes milagrosos» puede leerse sobre las peripecias de san Patricio al introducir el cristianismo en la isla. Dos rasgos resaltan en ese relato: curiosamente, el carácter vengativo del santo y, al igual que en la Antigüedad clásica, el plazo acordado a la transformación de hombres en lobos:
Se dice que, cuando san Patricio predicaba el cristianismo en ese país, había un clan que se oponía a él mucho más tozudamente que cualquier otra gente del lugar; y esas personas se esforzaban para insultar de muchas maneras tanto a Dios como al santo. Y cuando él les estaba predicando la fe, como a los demás, y se allegaba adonde ellos mantenían sus reuniones, reaccionaban aullándole como lobos. Cuando Patricio vio que era muy poco lo que podría hacer para llevar a cabo su misión entre esa gente, se enojó mucho y le rogó a Dios que les enviase alguna forma de castigo para que compartieran con sus descendientes como recordatorio constante de su desobediencia. Los hombres de ese clan sufrieron entonces un castigo digno y severo, aunque muy asombroso, porque se dice que todos los miembros de ese clan durante un tiempo se convierten en lobos y vagan por los bosques alimentándose de la misma comida que esas bestias; pero ', son peores que los lobos, porque para sus ardides tienen el mismo ingenio que los hombres, a pesar de que están ansiosos por devorarlos así como por destruir a otras criaturas. Se dice que ese mal les sobreviene a algunos cada siete inviernos, mientras que en los años intermedios son hombres; otros lo sufren de manera continua durante siete inviernos y nunca vuelven a ser afectados por el mal.[49]
Aparentemente, el malhumor de san Patricio era frecuente. Según otras fuentes, en cierta ocasión, por una discusión no del todo clara, convirtió en lobo a Vereticus, rey de Gales.
Otros santos irlandeses también fueron vinculados a los lobos o a criaturas que se presentaron bajo esa forma. Tal es, por ejemplo, la historia de Roñan, uno de los doce santos de la isla que llevan ese nombre. El que presenta la siguiente leyenda, parece haber nacido de padres paganos. Una vez convertido a la fe católica, desarrolló casi toda su actividad en Bretaña, algo después de la caída del Imperio Romano. Tal parece que, luego de instalado en los márgenes del bosque de Nevet, Roñan se dedicó a expulsar a los druidas y a los hechiceros refugiados en el lugar. También, a cumplir con una serie de curiosos milagros relacionados con los lobos, que protagonizaba puntualmente cuando, cada día, daba una vuelta por los alrededores del pueblo con el objeto de ahuyentar a esas bestias. «Una vez –cuenta Alberto el Grande en su Vie de saints de Bretagne– un lobo atrapó a una oveja en presencia de Roñan, quien levantó el brazo y gritó una orden, haciendo que el lobo soltase a su presa y huyera.» La naturaleza del milagro desconcertó al pueblo y se consideró alternativamente como un signo divino o como un hechizo. Para colmo, Keban, una mujer del lugar, acusó a Roñan de ser un hombre lobo y de haberse comido a su hija. «Los ojos legañosos de algunos cristianos disolutos –anota Alberto el Grande–, que no podían soportar el acceso de virtudes que engalanaban el alma de san Roñan, lo acusaron maliciosamente y sin razón ante el rey Grallon, calumniándolo de ser hechicero y nigromante y de proceder como los antiguos licántropos quienes, por magia y arte diabólico, se transformaban en bestias brutas, causando mil males en la región.» Así, Roñan fue llevado ante el rey y éste decidió encerrarlo con dos lobos furiosos: si era culpable, sería despedazado; si no, Dios lo salvaría. Al entrar en la arena con los lobos, y para el estupor de todos, Roñan se persignó, calmándolos de inmediato.
San Ailbe, otro santo irlandés muerto en 527 o en 541 –según las versiones–, festejado el 12 de septiembre y de cuya vida poco se sabe, parece haber sido uno de los discípulos de san Patricio. Posteriormente, llegó a obispo de Emly, en Munster. De acuerdo con la leyenda, fue abandonado de niño en medio del bosque con el objeto de que los lobos lo devorasen. Sin embargo, una hembra se apiadó de él y, como en el caso de Rómulo y Remo, lo amamantó. Sin que mediara ningún otro dato posterior, cuenta la leyenda que, ya siendo obispo, se le presentó una vieja loba perseguida por una partida de caza. La bestia se precipitó hacia el prelado y apoyó su cabeza contra el pecho del religioso, quien reconoció a la loba que lo había amamantado, protegiéndola de sus perseguidores. A partir de entonces, ella y sus cachorros se presentaron todos los días ante san Ailbe, quien les dio de comer en el atrio de la iglesia.[50]
Muy posterior y de naturaleza algo distinta es la historia que el clérigo normando Giraldus de Barri –conocido como Giraldus Cambrensis, por haber nacido en Gales– (c. 1146-1223), capellán de Enrique II, publicó y discutió en su Topographia Hibernica (1187)[51]. Allí se habla de unos lobos irlandeses y católicos que le solicitaron ayuda a un sacerdote, con la posterior polémica que ello trajo:
Procederé ahora a relatar algunos acontecimientos maravillosos que tuvieron lugar en nuestro tiempo. Alrededor de tres años antes de la llegada del Conde John a Irlanda, ocurrió que un sacerdote, que viajaba desde el Ulster hacia Meath, ignoraba la existencia de cierto bosque en los confines de Meath. Mientras observaba el fuego que había encendido debajo de las ramas de un enorme árbol, sólo en compañía de un muchachito, llegó hasta allí un lobo e inmediatamente se dirigió a ellos con estas palabras:
–Quedaos tranquilos y no temáis, porque no hay razón para que debáis temer donde no hay motivo para ello.
Al ver que los viajeros se quedaban sorprendidos y alarmados, el lobo agregó algunas palabras de la ortodoxia, referidas a Dios. El sacerdote entonces le rogó e imploró que, por Dios Todopoderoso y la fe en la Trinidad, no los lastimase y les informara qué clase de criatura con forma de bestia pronunciaba palabras humanas. El lobo, luego de ofrecer respuestas católicas a todas las preguntas, finalmente añadió:
–Dos de nosotros, un hombre y una mujer, nativos de Ossory, por la maldición de un cierto Natalis, santo y abad, estamos obligados cada siete años a abandonar la forma humana y la morada de los hombres. Dejando por completo la forma humana, asumimos la de los lobos. Al cabo de los siete años, si sobrevivimos, otros dos nos sustituyen y regresamos a nuestra región y a nuestras antiguas formas. Y ahora, la que es mi compañera en esta oportunidad yace peligrosamente enferma no lejos de aquí, y dado que está a punto de morir, os ruego que, inspirado por la caridad divina, la consoléis con vuestro oficio sacerdotal.
Ante esas palabras, temblando, el sacerdote siguió al lobo y éste lo condujo hasta un árbol no muy lejano, en cuya oquedad vio a una loba, la cual bajo esa forma lanzaba sollozos y gemidos humanos. Al ver al sacerdote, luego de saludarlo con cortesía humana, la loba le agradeció a Dios quien, ante esa situación extrema, le concedía tal consuelo. Recibió entonces todos los sacramentos de la Iglesia, debidamente administrados, así como la última comunión. Suplicándole de todo corazón, la loba también le pidió con insistencia que completara sus buenos oficios dándole el viático. Cuando el sacerdote afirmó rotundamente que no lo tenía consigo, el lobo, que se había retirado no muy lejos, se acercó y señaló un pequeño misal, que contenía algunas hostias consagradas que el sacerdote llevaba en su viaje, colgadas del cuello, debajo de su hábito, según la costumbre del país.[52] El lobo le insistió que no les negara los dones de Dios y la ayuda destinada a ellos por la Divina Providencia, y, para eliminar toda duda, usando su zarpa como mano, desgarró por completo la piel de la loba, de la cabeza hasta el ombligo, dándola vuelta. De ese modo, inmediatamente se vio la forma de una anciana. El sacerdote, al ver eso, y obligado más por el miedo que por la razón, le dio la comunión que ella tanto le había implorado, y que con fervor aceptó. Inmediatamente después, el lobo desenrolló la piel de la loba y la devolvió a su forma original. Una vez que esos ritos fueron debidamente cumplidos, el lobo les ofreció su compañía durante toda la noche junto a su pequeña fogata, comportándose más como un hombre que como una bestia. Cuando llegó la mañana, los condujo fuera del bosque y, dejando que el sacerdote continuara su viaje, le señaló el camino directo para una gran distancia. En el momento de la partida, también le agradeció mucho por la gracia que les había conferido, prometiéndole todavía mayores muestras de gratitud, si el Señor lo hacía volver de su presente exilio, del cual ya había cumplido las dos terceras partes. A modo de cierre de su conversación, el sacerdote quiso saber del lobo si la raza hostil que acababa de desembarcar en la isla seguiría allí en los tiempos venideros y si allí se establecería. A lo cual el lobo replicó:
–Por los pecados de nuestra nación y por sus enormes vicios, la ira de Dios, cayendo sobre una generación malvada, la ha entregado a las manos de nuestros enemigos. Por lo tanto, mientras esa raza extranjera siga los mandamientos del Señor y camine a su lado, estará segura y será invencible, pero dado que la senda que lleva a los placeres ilícitos es accesible y la naturaleza propensa a seguir ejemplos viciosos, esa gente, por vivir entre nosotros, puede llegar a adoptar nuestras costumbres depravadas y, sin duda, provocar que la venganza divina también caiga sobre ellos.
Tal juicio se encuentra en el Levítico: «Todas estas abominaciones hicieron los hombres de aquella tierra que fueron antes que vosotros, y la tierra fue contaminada. No sea que la tierra os vomite por haberla contaminado, como vomitó a la nación que la habitó antes de vosotros». Todo esto sucedió poco después, primero con los caldeos y luego con los romanos. Lo mismo está escrito en el Eclesiastés: «El reino pasa de una nación a otra, en razón de sus acciones injustas y ofensivas, sus palabras orgullosas y sus diversos engaños».
Por casualidad, unos dos años más tarde, pasaba yo por Meath en el momento en que el obispo de esa tierra había convocado a un sínodo, al que también había invitado a los obispos y abades vecinos, para tener la opinión de todos sobre lo que debía hacerse a propósito de lo que había llegado a su conocimiento a través de la confesión del sacerdote. Habiendo oído que yo pasaba por la región, el obispo me envió un mensaje con dos funcionarios, solicitándome, de ser posible, me hiciera personalmente presente cuando cuestión de tamaña importancia se estuviera considerando, pero si no podía ir, me rogaba que, al menos, le hiciera llegar mi opinión por escrito. Los funcionarios me detallaron todas las circunstancias que, de hecho, ya había oído antes por otras personas, y como urgentes asuntos me impedían hacerme presente en el sínodo compensé mi ausencia dándoles mi opinión en una carta. El obispo y el sínodo, cediendo a ella, le ordenaron al sacerdote que se presentase ante el Papa con cartas de ellos –que exponían lo que había ocurrido, con la confesión del sacerdote–, a las que los obispos y abades presentes en el sínodo aplicaron sus sellos.
No puede discutirse, sino que debe creerse con la mayor fe, que la naturaleza divina adopta la naturaleza humana para la salvación del mundo; pero en el presente caso, por un milagro no menor, descubrimos que, por la voluntad de Dios de demostrar su poder y la rectitud de su juicio, la naturaleza humana adopta la de un lobo. Pero, ¿habrá que considerar a tal animal bruto u hombre? El animal racional parece estar muy por encima del nivel del bruto, pero, ¿quién se aventurará a designar a un cuadrúpedo, que se inclina ante la tierra y que no es un animal que ría, a la especie del hombre? Por otra parte, ¿llamaríamos homicida a quien matara a ese animal? Respondemos que los milagros divinos no se producen para constituirse en temas de debate de la razón humana, sino para ser admirados. Sin embargo, Agustín, en el capítulo 8 del libro vigesimosexto de La ciudad de Dios, hablando de algunos monstruos de la raza humana, nacidos en el Oriente –algunos de los cuales poseen cabeza de perro, o carecen de cabeza, o tienen los ojos en el pecho y otras varias deformidades–, plantea la pregunta de si se trata realmente de hombres, descendientes de los primeros padres de la humanidad. Por último, concluye, «debemos pensar sobre ellos lo mismo que pensamos de aquellos nacimientos de seres monstruosos en el seno de la especie humana, de los que a menudo oímos, y la razón declara que cualesquiera sean las respuestas a la definición de hombre, como animal racional y mortal, y cualquiera sea su forma, debe ser considerado hombre». El mismo autor, en el capítulo 18 del libro decimoctavo de La ciudad de Dios, se refiere a los arcadios, quienes, elegidos echándolo a la suerte, nadan a través de un lago y allí se transforman en lobos, viviendo con las bestias salvajes de la misma especie en los desiertos de esa región. No obstante, si no comen carne humana, al cabo de nueve años vuelven a cruzar el lago a nado y recuperan la forma humana. Luego de ocuparse de varias transformaciones de hombres en lobos, agrega por fin: «Yo mismo, cuando estaba en Italia, oí que se hablaba de un distrito en el cual las mozas de establo, que habían aprendido artes mágicas, tenían por costumbre ponerles a los viajeros en el queso algo que los convertía en bestias de carga, de manera que cargaran todo tipo de fardos para que, luego de cumplir con sus tareas, recuperasen sus propias formas. Entretanto, sus mentes no se embrutecían, sino que seguían siendo humanas y racionales». Apuleyo, en su libro El asno de oro, nos cuenta que a él también le ocurrió lo mismo al tomar un poco de poción, convirtiéndose en asno y conservando su mente humana.
También en nuestra época hemos visto personas quienes, por artes mágicas, convirtieron toda sustancia que hubiera a su alrededor en cerdos gordos y rojos, y los vendieron en los mercados. Sin embargo, éstos desaparecieron tan pronto como atravesaron el agua, retornando a su naturaleza real y, por mucho que los cuidaran, la forma asumida no les duraba más de tres días. También ha sido un frecuente motivo de queja, desde la Antigüedad hasta nuestros días, que ciertas brujas en Gales, así como también en Irlanda y Escocia, se conviertan en liebres para que, chupándoles las tetas a las vacas bajo esa forma falsa, puedan robar a hurtadillas la leche de otros. Concordamos entonces con Agustín en que ni los demonios ni los hombres malvados pueden crear o cambiar realmente sus naturalezas; pero aquellos a quienes Dios ha creado pueden, exteriormente y con su permiso, transformarse de manera que parezcan lo que no son; engañando los sentidos de los hombres, adormeciéndolos por una extraña ilusión; las cosas entonces no se ven como realmente son, sino que el poder de algún fantasma o encantamiento mágico hace que los ojos de los hombres se posen sobre formas irreales y ficticias.
No obstante, es indudablemente cierto que Dios Todopoderoso, que es el Creador de las naturalezas, puede, cuando lo desea, convertir una cosa en otra, ya sea para justificar sus juicios o para exhibir su divino poder, como en el caso de la mujer de Lot –quien al mirar hacia atrás, contradiciendo la orden de su señor, se convirtió en una estatua de sal– y en el de la transmutación del agua en vino; o bien, manteniendo la misma naturaleza interior, puede transformar sólo la exterior, como en muchos de los ejemplos antes dados.
VI
Hombres lobo simpáticos
No todos los hombres lobo fueron considerados monstruos. O, si cabe ponerlo en otros términos, no todos los monstruos fueron vistos con antipatía. Muchos son los ejemplos de la baja Edad Media que así lo demuestran. La mayoría de ellos tiene como antecedente, sino como modelo, una composición de Marie de France, según fuera bautizada por Fauchet cuatro siglos más tarde. Sobre esta mujer, que aparentemente vivió en la corte de Enrique II de Inglaterra, poco se sabe. En la segunda mitad del siglo XII escribió sus famosos lais[53], entre los que se encuentra «Bisclavret», nombre bretón para designar al hombre lobo:
Dado que me propuse cantar lais,
no quiero olvidarme de Bisclavret.
Bisclavret dice el bretón;
Garwaf dicen los normandos.
Antaño se podía oír
–y con frecuencia ocurría–
que ciertos hombres se hacían
lobos y vivían en los bosques.
El hombre lobo es bestia salvaje.
Cuando está rabioso, hombres
devora, causa grandes males
yendo y viniendo en el bosque.
Dejemos pues la cuestión;
quiero contaros del hombre lobo.
En Bretaña vivía un barón
de quien oí maravillas;
caballero apuesto y bueno,
siempre actuaba con nobleza.
Era íntimo de su señor
y todos sus vecinos lo querían.
Tenía esposa muy rica
y muy agradable de ver.
Él la amaba y ella a él.
Pero había algo que a ella molestaba:
cada semana lo perdía
tres días enteros, no sabía
qué le pasaba ni adonde iba;
tampoco lo sabía ninguno de los suyos.
Una vez en que volvía
a su casa, alegre y contento
lo interrogó.
–Sire –le dijo–, mi bello y dulce amigo,
una cosa preguntaros
yo quisiera, si me atreviese,
pero temo mucho vuestra ira.
A nada le temo tanto.
Cuando la oyó, la abrazó
y atrayéndola le dio un beso.
–Señora –dijo–, ¡preguntad!
No hay cosa que yo no quiera
deciros, si puedo hacerlo.
–¡A fe mía –dijo ella–, estoy salvada!
¡Sire, tanto miedo tengo yo
los días en que no estás a mi lado!
El corazón mucho me duele
y tanto temo perderos
que si muy pronto no hallo consuelo
creo morir de inmediato.
¡Decidme adonde vais,
adonde estáis, dónde os quedáis!
¿A otra amáis?
Si es así, es grave falta.
–¡Señora, por Dios, piedad!
Grandes males sufriría si os lo digo,
de mi amor te alejarías
y yo mismo me perdería.
Cuando la dama lo oyó,
no lo tomó como broma.
Tantas veces le pregunta,
tanto lo elogia y lo adula
que su aventura le cuenta
y cosa alguna le oculta.
–Señora, me convierto en hombre lobo,
en el bosque me introduzco
en la espesura cerrada,
y allí vivo de las presas y rapiña.
Cuando todo le contó
ella entonces preguntó
si iba desnudo o vestido.
–Señora –dijo–, desnudo.
–Dime, por Dios, ¿y tus ropas?
–Señora, eso no responderé,
pues si llegara a perderlas
o me vieran al dejarlas
hombre lobo yo sería para siempre.
No tendría yo socorro
hasta que me fueran devueltas.
No quiero pues que se sepa.
–Sire –respondió la dama–,
soy quien más te ama en el mundo:
nada debéis ocultarme,
de mí no debéis dudar.
No sería ya amistad.
¿Mal os hice? ¿Por qué pecado
cometido dudáis de mí?
Bien será que lo digáis.
Tanto lo apremia, le suplica,
que ya no puede negarse.
–Señora –dice–, entrando al bosque,
junto al camino que tomo,
hay una vieja capilla
que a menudo me ha servido;
Hay allí una piedra hueca,
debajo de unos arbustos.
Dejo allí mis pertenencias
hasta volver a la casa.
La dama oyó esa maravilla
y enrojeció de pavor.
Se espantó de la aventura
y ya no pensó en otra cosa
que en dejar su compañía,
yacer con él no quería.
A un caballero del condado
que largamente la había amado'
suplicado y requerido
y que le ofreció servicio
–a quien ella no amaba
ni su amor le prometía–
ahora le manda un mensaje
abriendo su corazón:
«¡Amigo –le dice–, alegraos!
Eso por lo que penáis
os lo doy sin dilación:
no opondré yo resistencia;
mi amor y cuerpo os ofrezco,
¡amante vuestra he de ser!».
Le agradece el caballero
y le toma la palabra
jurando que él cumplirá.
Luego ella le contó
lo que hacía su señor,
y en el bosque le enseñó
dónde dejaba sus ropas.
Así fue traicionado el hombre lobo
y por su mujer vendido.
Ausente muy a menudo,
como era de esperar, pensaron todos
que se había marchado para siempre.
Preguntaron y buscaron.
No se lo pudo encontrar.
Terminaron las pesquisas.
Se casó entonces la dama
con ese que la quería.
Pasó así un año entero,
hasta que el rey fue a cazar.
Se marchó directo al bosque
donde estaba el hombre lobo.
Una vez sueltos los canes,
muy pronto allí lo encontraron.
Todo el día lo siguieron
los perros y cazadores,
tanto que al final lo alcanzan
y ya van a destrozarlo.
Tan pronto como ha visto al rey,
su misericordia implora.
Pronto se aferra a su estribo
y le besa pierna y pie.
Lo ve el rey y siente miedo
y a sus compañeros llama.
–¡Señores –dice–, venid!
¡Mirad esta maravilla!
¡Ved la bestia que se humilla!
Como un hombre piensa e implora.
¡Que retrocedan los perros
y que ninguno lo hiera!
La bestia piensa y comprende.
¡Apresuraos! ¡Partamos!
A la bestia la perdono.
No deseo cazar más.
El rey se vuelve a la corte.
El hombre lobo lo sigue
muy de cerca, no se aparta,
no desea abandonarlo.
El rey lo lleva al castillo
satisfecho y muy contento
ya que nunca ha visto igual.
Por maravilla lo tiene
y gran cariño le guarda.
A los suyos ha ordenado
que lo cuiden por su amor,
y que nadie lo maltrate,
no le peguen ni lo hieran,
que alimento no le falte.
Todos lo cuidan con gusto.
A diario entre caballeros
y junto al rey él se echa.
No hay nadie que no lo quiera;
es tan franco y es tan bueno
que a nadie busca hacer mal.
Allí donde el rey se fuera
ni un segundo lo abandona.
Sabe que lo quiere bien.
Oíd después qué pasó.
A una corte ha convocado
el rey todos sus barones
que tuvieran feudo propio
para ayudar en la fiesta
para servirlo mejor.
Quien casó con la mujer
del hombre lobo allí fue
muy ricamente ataviado.
No sabía que tan cerca
al lobo se iba a encontrar.
Apenas llegó al palacio,
encontróse al hombre lobo,
que corrió hasta donde estaba él
y con los dientes lo arrastra.
Mayor daño le habría hecho
si no lo llamaba el rey
con una vara en la mano. ' • .;
Dos veces quiso morderlo.
Asombrados quedan todos
pues jamás procedió así
ante la vista de nadie.
Todos en la casa dicen
que no actúa sin razón,
que por algo está ofendido
y desea pues vengarse.
Nada más pasó ese día.
Se marcharon los barones
y a sus casas retornaron.
Entre aquellos caballeros
partió muy presto el mordido,
el que atacó el hombre lobo.
No sorprende si lo odia.
No pasó mucho tiempo
–según creo–
sin que volviese al bosque el rey,
que era tan sabio y cortés,
donde fuera encontrado el hombre lobo.
Con él marchaba la bestia.
Fue así que al caer la noche
la corte allí se instaló.
Lo supo la pérfida esposa
y solícitamente vistióse.
A la mañana al rey fue a hablar
llevándole un rico presente.
Cuando el animal la vio venir
nadie pudo retenerlo:
hacia ella corrió rabioso.
¡Oíd lo bien que se ha vengado!
Le arrancó la nariz del rostro.
¿Qué otro daño podía hacerle?
Todos lo han amenazado
y lo habrían despedazado
si un sabio no le hablaba al rey:
–Sire –le dijo–, ¡escuchadme! ¡
Esta bestia ha vivido a vuestro lado.
Y no hay entre nosotros
nadie que no la haya visto largamente.
Jamás tocó a hombre alguno
ni demostró felonía,
salvo atacar a esta dama.
Por esta fe que yo os debo,
algún motivo él tendrá
contra ella y su señor.
Ella fue esposa de aquél
a quien tanto vos queríais
y se perdió, sin que hasta hoy
sepamos qué le pasó.
Obligad con tortura a esta mujer
para hacer que diga algo
que nos deje saber por qué la odia.
¡Haced que hable si ella sabe!
Muchas maravillas presenciamos
sucedidas en Bretaña.
El rey siguió su consejo:
retenido el caballero,
hizo apresar a la dama
y la ha puesto en gran tormento.
Por el dolor y por miedo
todo contó de su señor:
cómo lo hubo traicionado,
cómo lo hubo despojado,
la aventura que él contó,
en qué cambiaba, dónde iba
y cómo luego de quitarle los vestidos
nunca más fue visto en la región.
Ella bien pensaba ahora
que esa bestia fuera aquél.
El rey le exigió la ropa
que a su pesar la dama entrega.
Al verla el hombre lobo,
ni la mira ni se acerca.
Fue entonces cuando aquel sabio
que al rey hubo aconsejado
dijo: –Sire, no lo estáis haciendo bien.
Por nada este hombre lobo
se vestiría ante vos
ni cambiaría de forma.
No sabéis lo que significa:
sentiría gran vergüenza.
Llevadlo a vuestros aposentos
y que la ropa le alcancen.
Dejémosle un rato largo.
Veremos si se hace hombre.
El rey mismo lo condujo
cerrando tras sí las puertas.
Volvió al cabo de algún tiempo
con dos barones a verlo.
Los tres entran a la pieza
y sobre la cama del rey hallan
que durmiendo está el caballero.
Corrió el rey para abrazarlo,
más de cien veces lo besa.
Apenas éste se repuso,
le entregó toda su tierra,
y más, que yo no lo digo.
A la mujer la expulsó
de la región y la corte.
Con ella partió aquel otro
que había traicionado a su señor.
Ambos tuvieron muchos hijos
por su aspecto y sus rostros conocidos:
varias mujeres del linaje
nacieron desnarigadas
y vivieron sin nariz.
La aventura que hais oído
verdad fue, no lo dudéis.
Del hombre lobo es el lais
que espero siempre recordéis.
Algo posterior es el Lai de Melion, de autor anónimo, que presenta algunas semejanzas con «Bisclavret». Aquí, cazando en un bosque, Melion se encuentra a una hermosa joven venida desde Irlanda. Ella, que nunca ha amado a otro, se enamora de Melion, lo cual le permite al héroe no traicionar un voto que ha hecho con anterioridad: no amar a ninguna mujer que haya amado alguna vez a otro. Se casan y entonces ella se entera de que su marido posee un talismán que le permite convertirse en lobo. En una de esas oportunidades, la joven se apodera de él, lo usa y vuelve con su padre, llevándose a uno de los sirvientes de su marido con ella. Mientras tanto, Melion es un lobo que lidera una jauría entregada a asolar la región. El padre de la joven, ignorante de lo ocurrido, organiza una batida para matar a todos los lobos. Estos sucumben, pero Melion se salva. La mujer del suegro de Melion se compadece del lobo y lo protege de quien fuera su esposa. En eso, el rey Arturo llega a Irlanda y el lobo comienza a acompañarlo. Un día ve al sirviente que había escapado con su mujer y lo ataca. Los que allí estaban reaccionan y tratan de matarlo, pero Arturo intercede ante ellos y protege al lobo. Sospecha del hombre y lo obliga a confesar la verdad. Llegado ese momento, Melion recupera el talismán y se vuelve a transformar en hombre, repudia a su mujer y parte luego a Inglaterra con Arturo.
La historia de Alphouns –el hijo del rey de España transformado en lobo por un embrujo de su madrastra– está contenida en el Roman de Guillaume de Palerne, novela en verso, ambientada en Sicilia y luego en Roma, que trata de los amores contrariados entre Guillaume –el hijo del rey de Sicilia– y Melior –la hija del emperador de Roma–, conservando no obstante muchos puntos en común con los relatos antes referidos. Escrito entre 1178 y 1200 por la condesa Yolent, esposa de Hughes Candavene, conde de St. Pil, el texto fue posteriormente traducido al inglés –y adaptado al gusto británico– entre 1335 y 1361 por sir Humphrey IX de Bohun, conde de Hereford y Essex, con el título de The Romance of William of Palerne, or William and the Werewolf. La crítica ha apuntado que la trama específicamente referida al personaje arriba mencionado guarda no pocas coincidencias con «Bisclavret»: en ambas historias el hombre lobo implorará la clemencia del rey, quien supondrá que detrás de su apariencia bestial hay una mente racional; también en una y otra se encuentra el motivo del ataque a una mujer responsable de que el hombre haya asumido la condición de licántropo (en este caso su madrastra, la reina Braunde), la tortura de la pérfida para obtener la verdad, la vergüenza del monstruo ante la posibilidad de transformarse delante de otros y la necesidad de soledad para recuperar la verdadera naturaleza.
Del siglo XIV es Arturo y Gorlagon, una composición galesa de raíz presumiblemente folklórica, escrita en latín, que periféricamente forma parte del ciclo arturiano. La acción comienza cuando el rey Arturo está llevando a cabo el renombrado festival de Pentecostés. Al mismo ha invitado a todos los grandes hombres y nobles de su reino. Durante un banquete que les brinda, acaso algo achispado por el alcohol, Arturo abraza a su reina y la besa apasionadamente ante los ojos de todos. La reina, ruborizada por la conducta de su marido, le pregunta por qué se ha comportado de tal modo. «Porque entre todas mis riquezas, nada tengo más agradable, y entre todos mis deleites, nada tan dulce como tú»[54], responde el rey. Comienza entonces un diálogo entre ambos, en que la reina le señala a su esposo que él no conoce el corazón femenino. Esa misma noche, mientras sus huéspedes descansan, Arturo, acompañado por Caius y Walwain, cabalgan hacia la vecina corte del rey Gárgol, famoso por su sabiduría. Al tercer día, hambrientos y cansados por haber viajado día y noche, ven una montaña majestuosa, rodeada por un agradable bosque, en el que se oculta una fortaleza inexpugnable de piedra pulida. Es propiedad del rey Gárgol, quien está sentado a la mesa. « ¿Quién eres tú? –preguntó Gárgol– ¿De dónde vienes? ¿Y por qué te has presentado ante nosotros con tanta prisa?»
Arturo: Soy Arturo, rey de Bretaña, y quiero saber de ti cómo son el corazón, la naturaleza y el modo de ser de las mujeres, porque con frecuencia he oído decir que eres muy docto en materias de esta clase.
Gárgol: Las tuyas son preguntas importantes, Arturo, y muy pocos conocen las respuestas. Pero ahora, sigue mi consejo: desmonta y come conmigo, y luego descansa, por que te veo alterado con tu duro viaje; mañana te contaré lo que sé sobre el asunto.
Arturo negó que estuviese cansado y juró que no comería hasta conocer la respuesta. Pero tanto el rey como aquellos que lo acompañaban a la cena, finalmente lo convencieron para que desmontase y se sentara con ellos. Sin embargo, apenas empezó a clarear, fue hasta donde estaba su anfitrión y le rogó: «Oh, mi querido rey, te suplico que me hagas conocer lo que ayer me prometiste que me dirías hoy».
Gárgol: Estás actuando como un loco, Arturo. Hasta ahora pensaba que eras un hombre juicioso; en cuanto al corazón, la naturaleza y el modo de ser de las mujeres, nunca nadie pudo tener noción de qué cosa eran, y sé que no puedo darte ninguna información sobre el tema. Pero tengo un hermano, el rey Torteil, cuyo reino linda con el mío. El es mayor y más sabio que yo, y en verdad, si hay alguien docto en las cuestiones que tan ansioso estás por saber, creo que ése es él. Búscalo y dile de mi parte que te cuente lo que sabe de ellas.
Así, luego de despedirse de Gárgol, Arturo prosiguió su viaje. Al cuarto día llegó hasta lo del rey Torteil, quien estaba sentado a la mesa. Luego de presentarse, Arturo le contó que venía de parte de su hermano Gárgol para que le explicase aquello que desconocía.
Torteil: ¿Qué cosa?
Arturo: He dedicado mi mente a investigar el corazón, la naturaleza y el modo de ser de las mujeres, y he sido incapaz de encontrar a alguien que pudiera explicarme esas cosas. Por lo tanto, tú, a quien me han enviado a ver, instrúyeme al respecto, y si te son conocidas, no me ocultes las respuestas.
Torteil: Las tuyas son preguntas importantes, Arturo, y muy pocos conocen las respuestas. Pero como ahora no es momento para discutir tales temas, desmonta y come conmigo, y luego descansa, y mañana te contaré lo que sé sobre el asunto.
Arturo volvió a jurar que no comería hasta que conociera la respuesta. Pero, no obstante, tanto el rey como aquellos que lo acompañaban a la cena finalmente lo convencieron para que, renuente, desmontase y se sentara con ellos. Sin embargo, a la mañana fue hasta donde estaba su anfitrión y le rogó que le hiciera conocer lo que el día anterior le había prometido decirle ahora. Torteil le confesó que no sabía absolutamente nada sobre el tema y le aconsejó a Arturo que fuese con su hermano, el rey Gorlagon, que era mayor que él y del cual no le cabían dudas sobre su sabiduría. Así que Arturo se apresuró a marcharse y, dos días más tarde, llegó a la ciudad donde vivía Gorlagon, a quien encontró a la mesa con otros invitados.
Luego de los saludos de rigor, Arturo contó quién era y a qué había venido. El rey le dijo: «Las tuyas son preguntas importantes, Desmonta, come y descansa, y mañana te diré lo que deseas saber». Como en las oportunidades anteriores, Arturo se negó a desmontar y a comer hasta no obtener respuesta a lo que había venido a buscar. El rey Gorlagon insistió, pero Arturo persistió en su decisión. «Ya que no vas a comer nada hasta que te responda lo que me preguntaste –dijo Gorlagon–, y a pesar de que el trabajo de responderte será grande y te servirá de muy poco, te contaré lo que le sucedió a cierto rey, y de ese modo serás capaz de comprobar cómo es el corazón, la naturaleza y el modo de ser de las mujeres. Sin embargo, Arturo, te ruego que desmontes y comas, porque las tuyas son preguntas importantes y muy pocos conocen las respuestas; pero cuando te haya contado mi historia, serás un poco más sabio.» Como Arturo volvió a negarse, Gorlagon le pidió que, al menos, dejara que sus compañeros desmontasen y comieran, a lo que el rey de Bretaña accedió. Entonces Gorlagon, luego de pedir la atención de su huésped, comenzó su relato.
Gorlagon: Hubo un rey, a quien yo conocí, noble, inteligente, rico y muy famoso por ser justo y leal. Se había construido un jardín que no tenía igual, y en él hizo que se sembraran todo tipo de árboles y frutos, así como especias de diferentes clases. Entre los arbustos que crecían en el jardín había un esbelto y bello retoño de árbol, alto como el rey, que había comenzado a crecer a la misma hora de la misma noche en que el monarca había nacido.
Pero había sido decretado por el destino que quienquiera cortase ese árbol y golpeara la cabeza del rey con la más delgada vara salida de él, diciendo «Sé un lobo y ten el entendimiento de un lobo», lo convertiría en esa bestia y haría que tuviera su entendimiento. Por esa razón, el rey vigilaba y cuidaba el árbol con gran diligencia, ya que sabía que su seguridad dependía de ello. Así que hizo rodear el jardín con un gran muro y dispuso que hubiese un único guardián de su confianza vigilando. Tres o cuatro veces al día el rey visitaba al arbolito.
Ahora bien, el rey tenía una bella esposa que, aunque agradable a la vista, no era casta. Amaba a un joven, hijo de un rey pagano, y prefiriendo su amor al de su señor, había hecho lo posible por involucrar a su esposo en algún peligro que le permitiera quedar en los brazos del muchacho. Así, observando que el rey entraba muchas veces por día a su jardín, comenzó a interesarse en la cuestión, sin atreverse a preguntarle por qué lo hacía. Finalmente, un día, escondiendo detrás de su sonrisa sus intenciones, le preguntó a su esposo por las razones de su proceder. El rey le dijo que no era asunto de ella y que no estaba obligado a responderle, lo que la enfureció. Pensó que su esposo tenía comercio con otras mujeres y comenzó a gritar: «Les pido a todos los dioses del cielo que sean testigos de que, de ahora en más, nunca volveré a comer contigo hasta que me digas la razón de tus visitas al jardín».
Y levantándose repentinamente de la mesa –continuó Gorlagon–, fue a su aposento, fingiendo astutamente estar enferma, y se echó a la cama por tres días, sin probar alimento alguno.
Al tercer día, el rey, percibiendo la obstinación de su mujer y temiendo que pusiera su propia vida en peligro, comenzó a rogarle y a pedirle con amables palabras que se levantara a comer, y le dijo que lo que ella quería saber era un secreto que él no se atrevería jamás a contarle a nadie. A lo que ella replicó: «No debes tener secretos con tu mujer, y debes saber que preferiría morir que vivir sintiendo que me amas tan poco».
Como era de esperar, el rey cedió. Al día siguiente, cuando salió a cazar, su mujer entró secretamente al jardín y con un hacha cortó el árbol. Lo escondió, se guardó una vara en las mangas y fue a esperar a su marido a la entrada de palacio. Cuando el rey llegó, hizo el ademán de abrazarlo y, en el momento en que él iba a rodearla con sus brazos, sacó la vara, lo golpeó en la cabeza y le dijo: «Sé un lobo, sé un lobo», pero en vez de concluir «y ten el entendimiento de un lobo», equivocó la fórmula, diciéndole «y ten el entendimiento de un hombre». Convertido en lobo, el rey huyó hacia el bosque perseguido por los perros.
Arturo –dijo Gorlagon–, ahora sabes en parte cómo son el corazón, la naturaleza y el modo de ser de las mujeres. Desmonta y come, y juego te contaré todo lo que falta. Porque las tuyas son preguntas importantes, y hay muy pocos que sepan cómo responderlas; de modo que, cuando te haya dicho todo, serás más sabio.
Arturo: Vas muy bien y lo que me cuentas me gusta. Continúa, continúa lo que empezaste.
Gorlagon: Te gustará entonces saber lo que sigue. Presta atención y continuaré. Habiéndose desembarazado de su fiel esposo, la reina entonces llamó al joven de quien ya hemos hablado y le dio las riendas del gobierno, convirtiéndose en su mujer. El lobo, luego de errar por dos años por los bosques a los que había huido, se alió con una loba y juntos engendraron dos lobeznos. Y recordando el daño que su esposa le había hecho (puesto que todavía conservaba su entendimiento humano), comenzó a considerar de qué modo podría vengarse de ella.
Cerca del bosque había una fortaleza en la que la reina solía instalarse con el rey. Por lo tanto, el lobo con entendimiento humano, buscando su oportunidad, se llevó una noche a la loba y a sus lobeznos y se precipitó inesperadamente en el lugar, encontrando a los dos hijos del nuevo rey y de su antigua esposa que jugaban debajo de la torre, sin guardias que los protegieran. El lobo entonces los atacó y los despedazó cruelmente miembro por miembro. Cuando alguien que pasaba descubrió a los lobos, los ahuyentó con gritos y los cuatro huyeron rápidamente al bosque. La reina, sobrecogida de dolor, ordenó que los guardias vigilaran con cuidado el eventual regreso de los lobos.
Tiempo después, no satisfecho con su venganza, el lobo volvió al castillo con los suyos, y encontrándose con dos condes, hermanos de la reina, que jugaban en las puertas mismas del palacio, los atacó desgarrándoles el vientre hasta matarlos. Al oír el ruido, los sirvientes se juntaron y cerraron las puertas para atrapar a los lobeznos, a los que colgaron. Pero el lobo padre, más astuto que los demás, consiguió escapárseles de las manos.
Triste por la pérdida de sus hijos y rabioso por la enormidad de su tristeza, el lobo atacó cada noche las manadas y rebaños de la provincia, y la matanza realizada fue tan grande que todos los habitantes de la región le tendieron una emboscada con una jauría de perros reunidos para atraparlo. El lobo no tuvo otro remedio que escapar hacia otra región, recomenzando allí sus habituales ataques. Nuevamente fue obligado a huir a una tercera región, donde, rabioso y con furia implacable, recomenzó sus masacres contra animales y seres humanos. Pero en ese tercer país había un joven rey, de buena naturaleza y muy famoso por su sabiduría e ingenio quien, al enterarse de los incontables desmanes causados por la bestia, se propuso buscar y cazar al lobo con una gran fuerza especialmente reunida para ello.
Una noche –prosiguió Gorlagon–, cuando el lobo había ido a un pueblo vecino, sediento de sangre, mientras permanecía debajo, del alero de cierta casa, oyendo atentamente lo que ocurría en el interior de la misma, escuchó de labios del hombre que más cerca de él estaba el proyecto que tenía el rey de perseguirlo y darle caza al día siguiente, así como lo clemente y bondadoso que era el soberano. Cuando el lobo oyó eso, volvió temblando a las profundidades del bosque, pensando cuál sería el mejor curso de acción a seguir. A la mañana, los cazadores y el séquito real, con una enorme jauría, entraron al bosque, con el propósito de rodearlo, asustándolo con el estruendo de las trompas y los gritos; el rey, siguiéndolos a paso moderado, iba acompañado por dos de sus amigos más próximos. El lobo se escondió cerca del camino por donde pasarían, y cuando todos los que lo precedían se marcharon y vio acercarse al rey (porque, por su dignidad, juzgó que se trataba del rey), dejó caer la cabeza, corrió tras él y rodeando su pie derecho con las zarpas, lo lamió cariñosamente como un penitente que pedía perdón, gimiendo tanto como pudo. Entonces, los dos nobles que protegían la persona del rey, viendo ese enorme lobo (porque nunca habían visto uno de tal tamaño), gritaron: «¡Amo, ved al lobo! ¡Ved al lobo! ¡Golpeadlo! ¡Matadlo! ¡No dejéis que esa bestia aborrecible nos ataque!». El lobo, sin temer en absoluto las consecuencias de sus gritos, siguió cerca del rey y continuó lamiéndolo delicadamente. El rey se sintió increíblemente conmovido y, luego de contemplar al lobo largamente y percibiendo que no había fiereza en él, sino más bien ansias de ser perdonado, se sorprendió mucho y ordenó que ninguno de sus hombres se atreviese a infligirle el menor daño, declarando haber detectado algunos signos de entendimiento humano en el animal; de modo que, poniendo su mano derecha sobre la cabeza de la bestia, la acarició suavemente y le rascó las orejas.
De ese modo, el rey se llevó al lobo consigo y, camino a palacio, descubrió un gran ciervo pastando en un claro. A una orden del monarca, el lobo lo atacó y mató. El rey decretó entonces que el lobo debía seguir vivo ya que podría brindarle grandes servicios.
Así que el lobo se quedó con el rey, por quien sentía una gran simpatía. Todo lo que el rey le ordenaba, él lo hacía, y nunca demostró fiereza alguna ni causó el menor daño contra nadie. Adonde iba el rey, iba el lobo, y de noche dormía junto a su amo.
Sucedió un día que el rey tuvo que ausentarse por diez días de su reino. De modo que llamó a su reina y le dijo: «Como tengo que salir de viaje, te encargo la protección de este lobo; te pido que lo cuides y que te encargues de sus necesidades». Pero la reina odiaba al animal por la gran sagacidad que había detectado en él (así como, a menudo, las esposas odian a aquellos a quienes sus maridos quieren), y respondió: «Mi señor, temo que cuando partáis, por la noche vaya a atacarme y me destroce, si se queda donde suele hacerlo». El rey replicó: «No tengáis miedo, porque, en todo el tiempo que lo conozco, no he detectado en él crueldad alguna. Sin embargo, si tenéis alguna duda sobre él, haré construir una cadena y haré que por la noche lo encadenen a mi cama». Por lo tanto, el rey ordenó que se hiciera una cadena de oro y que con ella se atara al lobo.
Una vez partido el rey, la reina no demostró el menor cuidado hacia el animal y lo mantuvo siempre encadenado, tanto de noche como de día.
A todo esto, la pérfida mujer se entregó a un servidor de la corte. Al octavo día de que el rey partiera, ambos se encontraban en el dormitorio real y se revolcaban en la cama del soberano, sin prestar la menor atención al lobo. Cuando la bestia los vio abrazados, se le erizó el pelo del cuello e intentó atacarlos, pero la cadena lo retuvo. Al ver que no desistían de su iniquidad, rechinó los dientes y cavó en el piso con las zarpas, tensando la cadena con tal rabia que, finalmente, la rompió. El lobo se abalanzó sobre el servidor, dejándolo medio muerto. Pero a la reina no le causó daño alguno. Se limitó a mirarla fijo, con odio en los ojos. Entretanto, alertados por los aullidos, los sirvientes derribaron la puerta e irrumpieron en el dormitorio. Cuando la interrogaron, la reina mintió astutamente y les dijo que el lobo había devorado a su hijo, destrozando luego al servidor que había acudido a rescatar al pequeño de la muerte, y que, de no presentarse ellos, también la habría matado.
El servidor fue llevado a un cuarto para ser atendido. Pero la reina, temerosa de que el rey pudiera descubrir la verdad del asunto, y considerando el modo de vengarse del lobo, silenció al niño a quien el lobo supuestamente había devorado, escondiéndolo junto con su nodriza en un cuarto subterráneo, alejado de todo acceso.
Al cabo de estos acontecimientos, a la reina le llegaron noticias de que el rey estaba volviendo antes de lo previsto. De manera que la embustera, llena de astucia, se dirigió a su encuentro con el cabello rapado, las mejillas rasguñadas y las vestiduras salpicadas de sangre, y cuando lo vio, gritó: « ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay, mi señor! ¡Qué desdichada soy! ¡Qué pérdida he sufrido en vuestra ausencia!». Ante esto, el rey quedó perplejo y preguntó por lo ocurrido. Y la mujer respondió: «Esa desgraciada bestia que tenéis, de la que siempre he sospechado, ha devorado a vuestro hijo en mi regazo; y cuando vuestro sirviente trató de rescatarlo, la bestia lo despedazó y casi lo mata; y hubiese hecho lo mismo conmigo, de no ser porque los sirvientes irrumpieron; ved cómo lo demuestra la sangre del pequeño que salpica mis vestidos». Apenas había terminado de hablar cuando, ¡helo aquí!, el lobo, oyendo que el rey se acercaba, saltó de la recámara y se precipitó en sus los brazos.
El rey, sacudido por emociones encontradas, no supo cómo proceder. Si su mujer decía la verdad, la bestia había cometido un crimen terrible. Pero si el animal hubiese sido culpable –pensaba– no se habría atrevido a aparecerse ante él. Y mientras tales pensamientos lo atormentaban y se negaba a comer, el lobo, sentado a su lado, le tocó suavemente el pie con la zarpa y mordiendo con delicadeza el borde de su abrigo, con un movimiento de la cabeza lo invitó a que lo siguiera. Así lo hizo el rey y, al cabo de un largo trayecto, ambos llegaron hasta las recámaras subterráneas del castillo. El lobo golpeó tres veces con la zarpa la puerta de una de ellas. Como la reina había escondido la llave, el animal retrocedió para tomar carrera y la derribó de un zarpazo. Luego penetró en el cuarto y tomó a la criatura que estaba en su cuna, ante la mirada maravillada del rey, que dijo: «Detrás de esto hay algo poco claro que está más allá de mi comprensión».[55] Después, volvió a seguir al animal, que lo condujo al cuarto donde estaba el servidor moribundo; en esta instancia el rey apenas pudo contener al lobo para que no terminara de matarlo. Finalmente, el rey interrogó al hombre, preguntándole por la causa de sus heridas. El servidor respondió lo mismo que la reina, pero el rey, señalándole que el niño estaba vivo, lo acusó de mentir y de estar confabulado con ella. Así, dedujo lo que había pasado y, después de amenazar al traidor, obtuvo su confesión. De ese modo, por orden suya se instruyó un proceso, al cabo del cual el servidor fue desollado y colgado, mientras que a la reina se la despedazó, atando cada uno de sus miembros a cuatro caballos que partieron en diferentes direcciones, para después quemar lo que de ella quedaba.
Luego de tales acontecimientos –continuó Gorlagon–, el rey reflexionó sobre la extraordinaria sagacidad e inteligencia del lobo con mayor atención y gran persistencia, y más tarde discutió la cuestión más cabalmente con sus sabios, afirmando que el ser que estaba dotado de tal inteligencia debía tener el entendimiento de un hombre, "porque –según dijo el rey– nunca se descubrió que ninguna bestia poseyera tal sabiduría, o demostrase una devoción tan grande como la que este lobo me ha demostrado a mí.
Porque entiende perfectamente lo que se le diga: hace lo que se le ordena; siempre se queda a mi lado, esté donde esté; se alegra cuando me alegro, y cuando me entristezco, también se entristece. Y debéis saber que alguien que se venga con tal severidad del mal que me causan, indudablemente tiene que haber sido hombre de gran sagacidad y habilidad, debiendo haber asumido la forma de un lobo por algún hechizo o encantamiento". Ante tales palabras, el lobo, que había estado al lado del rey, mostró una gran alegría y, besándole las manos y pies y apretándose contra sus rodillas, demostró por la expresión y actitud de todo su cuerpo que el rey había dado en el clavo.
Entonces dijo el rey: "Ved la alegría que demuestra por lo que digo y los signos inconfundibles que exhibe de que estoy en lo cierto. No debe haber ninguna duda sobre la cuestión".
Así, el rey determinó que se le permitiese al lobo preceder a todos en la marcha, para que los guiase a su país, con el objeto de intentar deshacer el conjuro. Todos lo siguieron y, al cabo de varios días, llegaron a la región de donde provenía el lobo.
Apenas entraron en la ciudad, el rey vio que todos sus habitantes sufrían la tiranía de quien había sucedido en el trono al lobo. El generoso monarca decidió entonces atacar con sus tropas al ejército del usurpador, desbaratándolo y capturando al rey y a la reina.
Convocó entonces el rey victorioso –dijo Gorlagon– un consejo con los principales hombres del reino y, poniendo a la reina a la vista de todos, dijo: «Oh, pérfida y malvada mujer, ¿qué locura te indujo a idear tan gran conjura contra tu señor? Pero ya no discutiré con quien ha sido juzgada indigna de mantener relaciones con nadie; así que responde de una vez la pregunta que te hago, porque es seguro que te haré morir de hambre y de sed y de exquisitas torturas, a menos que me muestres dónde escondiste la vara del árbol con la que transformaste a tu marido en un lobo. Tal vez, de ese modo, pueda recuperarse la forma humana que ha perdido». A lo cual la reina juró que no sabía dónde estaba la vara, agregando que era sabido que había sido quebrada y quemada en el fuego. Por lo tanto, como no confesaba, el rey se la entregó a los torturadores, para que diariamente fuera atormentada y agotada con correctivos, sin que se le permitiese ni comer ni beber. De manera que, finalmente, forzada por la severidad de sus castigos, entregó la vara y se le dio al rey. Y el rey la recibió y, con el corazón alegre, hizo traer al lobo, al que golpeó en la cabeza con la parte más gruesa de la misma, agregando estas palabras: «Sé un hombre y ten el entendimiento de un hombre».
De inmediato, el lobo se convirtió en el hombre que antes había sido, aunque más apuesto y gallardo. El rey, al ver tamaño prodigio, corrió a abrazarlo con lágrimas en los ojos por lo mucho que había sufrido. La multitud que los rodeaba se contagió de la emoción y también comenzó a llorar. Después, el que había sido lobo recibió el respeto de sus antiguos subditos y retomó las riendas de su reino. A todo esto, la adúltera y su amante fueron llevados ante ambos reyes. A la reina se le perdonó la vida, aunque le fue solicitado el divorcio; al usurpador se lo condenó a muerte. Entretanto, el rey que había adoptado al lobo recibió honores y regalos de su amigo, y luego retornó a su propio reino.
Gorlagon: Ahora, Arturo, ya sabes cómo son el corazón, la naturaleza y el modo de ser de las mujeres. Ve si eso te hace algo más sabio. Desmonta y come, porque ambos bien nos merecemos nuestra comida: yo, por el relato que te he hecho, y tú por oírlo.
Arturo: No desmontaré hasta que hayas respondido las preguntas que estoy por hacerte.
Gorlagon: ¿A qué te refieres?
Arturo: ¿Quién es la mujer sentada enfrente de ti, con un rostro tan triste, que sostiene ante sí, sobre su plato, una cabeza humana salpicada de sangre, y que ha llorado cuando sonreías, y que ha besado la cabeza ensangrentada cada vez que besaste a tu mujer durante tu relato?
Gorlagon: Si sólo yo supiera eso, Arturo, no te lo diría de modo alguno; pero como todos los que están sentados a la mesa lo saben, no me avergüenza que tú también lo sepas. Esa mujer que está sentada enfrente de mí fue, como te lo conté, la que cometió un gran crimen contra su señor; vale decir, contra mí. En mí puedes reconocer al lobo que, como oíste, fue primero humano, luego bestia y, finalmente, de nuevo hombre. Cuando me transformé en lobo, el primer reino que visité fue el de mi segundo hermano, el rey Torteil. Y el rey que tanto trabajo se tomó conmigo fue mi hermano menor, el rey Gárgol, que fue el que primero visitaste. Y la cabeza ensangrentada que esa mujer sentada enfrente de mí abraza sobre su plato es la del joven del que se enamoró.
El perdón recibido por la reina infiel no la eximió de castigo. Había sido decretado que siempre debería tener con ella la cabeza del traidor y que cada vez que Gorlagon besara a su nueva esposa, ella debería besar la cabeza del criminal, que el rey había hecho embalsamar para evitar que se pudriese. «Ningún castigo podía ser peor para ella –dijo Gorlagon– que la perpetua exhibición de su gran maldad a la vista de todos. Arturo, desmonta ahora, si lo deseas.» Y Arturo desmontó y comió, y al día siguiente regresó a su casa, luego de nueve días de viaje, muy maravillado por lo que había oído.
VII
La mala fama de los lobos
y de los príncipes de europa
Si nos atenemos a los bestiarios medievales y renacentistas, hubo todo tipo de observaciones y conjeturas alrededor de la naturaleza y costumbres de los lobos. La mayoría de ellas son lo suficientemente inexactas como para justificar plenamente la muy mala reputación de esas pobres bestias.
En resumidas cuentas, algunos bestiarios consideraron que el lobo macho era un animal noble y sabio, que además de monógamo –y por lo tanto fiel– era buen padre y esencialmente útil a la comunidad en la que cazaba.
Para otros era una bestia solitaria, cruel y feroz, y también un símbolo del diablo, aunque Dios se sirvió de él, como en el caso de san Edmund, rey de East Anglia en 870, martirizado por los piratas daneses[56], o cuando los hombres de Francesco Maria, duque de Urbino, fueron destrozados por los lobos al intentar saquear el santuario de Loreto.
Las lobas, sin embargo, fueron vistas invariablemente de forma negativa. En El bestiario de Cristo. El simbolismo animal en la Antigüedad y la Edad Media, por ejemplo, Louis Charbonneau-Lassay cita a Brunetto Latini, quien en el siglo XIII, retomando el punto de vista clásico, habló de la impudicia de la loba, nombre que –ya se ha visto– también se les daba a las prostitutas. Para Latini, autor de los Livres du Tresor, tratado en prosa escrito en francés que resume los conocimientos científicos de su tiempo,
los ascetas de esta misma época, y con ellos los artistas, hicieron entrar a la loba en el simbolismo de las tres concupiscencias que pierden a las almas: «la concupiscencia de los ojos, la concupiscencia de la carne y el orgullo de la vida». Con todos sus contemporáneos, Dante nos muestra al comienzo del Infierno esos tres culpables apetitos en forma de una pantera, una loba y un león. A la loba le atribuye el papel de representar la concupiscencia de la carne.[57]
Pero la especie en general también es vista en términos negativos:
Además, los moralistas de la época y sus sucesores hicieron del lobo el emblema de vicios variados: de la Ira porque es irascible, de la Gula, porque «es golosa bestia», cosa que confirma La Fontaine: «Los lobos comen glotonamente». El lobo también fue imagen natural de la Rapacidad, y también de la Herejía, que roba a la Iglesia sus ovejas, como lo muestra una pintura célebre de la escuela de Giotto.[58]
El mismo razonamiento se encuentra en el Bestiario de Aberdeen –manuscrito iluminado, redactado en Inglaterra alrededor de 1200–, donde se emparienta al lobo con el león a través de una falsa y compleja etimología. Así, a su nombre latino –lupus– se lo hace derivar de un dudoso leo-pes –una deformación de leo-pos («pie de león», o sea «garra»)–, dando a entender que, como en el caso del felino, la fuerza del lobo se encuentra en sus garras porque lo que atrapa no sobrevive. Y continúa:
Los lobos reciben su nombre de su rapacidad: por esa razón a las putas las llamamos lupae, porque despojan a sus amantes de sus riquezas. El lobo es una bestia rapaz que ansia sangre. Su fuerza se encuentra en su pecho o en sus mandíbulas, pero tiene debilidad en el lomo. No puede girar el cuello. Se dice que vive a veces de sus presas, a veces de la tierra y a veces, incluso, del viento. La astucia del lobo es tal que no atrapa comida para sus lobeznos cerca de su guarida, sino lejos.[59]
Luego, mezclando la observación con la superstición, se afirma que
Los ojos del lobo brillan de noche como lámparas. Tiene como característica que, si ve a un hombre antes de que éste lo vea, le arrebata el habla y lo mira con desprecio, como vencedor sobre el que no tiene voz. Pero si siente que el hombre lo ha visto antes de que él lo vea, pierde su fiereza y su empuje para correr.[60] Solinus, quien tiene mucho que decir sobre la naturaleza de las cosas, afirma que sobre la cola de este animal hay una minúscula porción de pelo que sirve para filtros amorosos; si el lobo teme ser capturado, se arranca el pelo con los dientes; el filtro carece de poder a menos que el pelo sea arrancado cuando el lobo todavía está vivo. El Diablo tiene la naturaleza de un lobo; : siempre mira a la humanidad con malos ojos y continuamente da vueltas en torno del rebaño de fieles de la Iglesia, para arruinar y destruir sus almas. Que una loba dé a luz cuando se oye por primera vez el trueno durante el mes de mayo significa que el Diablo, que cayó del cielo, exhibe su orgullo. Que su fuerza resida en sus cuartos delanteros y no en sus cuartos traseros también significa que el Diablo, que anteriormente fue un ángel de la luz en los cielos, ahora, en la tierra, se ha convertido en un apóstata. Los ojos del lobo brillan en la noche como lámparas porque las obras del Diablo les parecen bellas y sanas a los ciegos y los tontos.[61]
Según puede verse, todas las descripciones tendían a atribuirle a la bestia características humanas. No es de extrañar, entonces, que a lo largo de la historia se les atribuyera a ciertos humanos características típicas de los lobos. En algunos casos, los rasgos de valor o ferocidad apenas se reflejan en el nombre; entre los anglosajones, por ejemplo, Beowulf, Cynewulf, Ealdwulf o Ethelwulf fueron nombres de héroes legendarios; en el caso de los vikings, Ulf y sus derivados son comunes; otro tanto ocurre entre los germanos continentales con el nombre Wolfgang; entre los normandos –y luego de la invasión a Inglaterra entre los anglonormandos–, Lowell, Lovel, Lovett son diminutivos de «lobo» en francés antiguo.
Pero las referencias van más allá. Así, a todo príncipe o noble caracterizado por su fiereza, maldad, impiedad o paganismo se lo asimiló a las cualidades negativas del lobo que, a su vez, lo hacían aliado del demonio. Hacer de esos personajes hombres lobo fue apenas un paso.
Los ejemplos son muchos y provienen de casi toda Europa. Por caso, el 28 de julio de 1131, en Abbeville, Francia, Hughes de Camp, conde de Saint Pil, atacó y quemó por completo la abadía de Saint Riguier, con el objeto de atrapar al conde d'Auxi y al conde de Beaurain-sur-Canche, sus enemigos mortales, que se habían refugiado en ese edificio. En el incendio murieron unas 3000 personas. Hughes de Camp fue castigado con la muerte. Según se dijo, posteriormente se lo vio deambular aullando cerca del lugar donde había estado la abadía y, en oportunidades, en las mismísimas calles de Abbeville.
Entre 1210 y 1214 el inglés Gervase de Tilbury (c. 1150-c. 1220) compuso su obra Otia imperiala, también conocida bajo los nombres de Liber de mirabilibus mundi, Solatia imperatoris y Descriptio totius orbis. El volumen, dividido en tres partes –historia, geografía y física–, contenía una colección de leyendas y supersticiones medievales que, supuestamente, planteaban todos los conocimientos disponibles en ese momento. Esa bolsa de relatos de viejas tontas –según la calificación que siglos después le diera Leibniz– había sido recopilada para diversión de Otto IV, quien había sido excomulgado por el Papa, retirándose en soledad al principado de Brunswick. En varias oportunidades, Gervase de Tilbury hace referencia a hombres lobo ingleses. También a la historia de Raimbaud de Auvergne, un ex soldado convertido en bandido, que se transformaba en lobo y atacaba a niños y adultos, hasta que un carpintero le rebanó una mano. Posteriormente, el motivo del hombre o la mujer lobos y la mano cortada se repetirá una y otra vez en numerosos relatos europeos, algunos de los cuales –como ya se verá– se presentarán como verídicos.
El 19 de octubre de 1216 murió el rey Juan sin Tierra, hermano de Ricardo Corazón de León, aparentemente envenenado por un monje. Luego de enterrado, la gente oyó chillidos y aullidos nocturnos en su sepultura. Se procedió entonces a desenterrarlo y arrojar su cuerpo fuera del camposanto para que se pudriese. Más tarde, Juan sin Tierra fue visto convertido en hombre lobo.
Ya en el siglo XIV, a Alexander Stewart –conde de Buchan e hijo del rey Robert II de Escocia y, a su turno, también rey de Escocia– se lo llamó el «Lobo de Badenoch» por la crueldad con que trataba a sus subditos. Su actitud llegó a irritar al obispo de Moray, de quien se vengó quemando los pueblos de Elgin y Forres. Aparentemente sus hijos –tanto los legítimos como los ilegítimos– no fueron mejores. Uno de ellos, deseoso de convertirse en conde de Mar, procedió a matar a quien gozaba de ese título para casarse a la fuerza con su viuda.
Debida a la tradición oral de Auvernia es la historia del último de los señores de Montsuc, recogida por Paul Sebillot:
En la cima de una colina, cuya base rodea el Loira, que es todavía apenas un arroyo débil, se encuentran las ruinas del castillo de Montsuc. Desde sus sombrías torres, antaño, se dominaba la región veinte leguas a la redonda.
La tradición ha conservado el recuerdo de los señores de Montsuc, de las atrocidades que cometían, de su dureza para con los pobres; y cuando los campesinos miran esas ruinas, no pueden evitar estremecerse por los recuerdos de los distintos señores; sobre todo, del último de ellos quien, en castigo a sus crímenes, habría sido transformado en una bestia monstruosa. Esto es lo que contaban las viejas, por las noches, hace mucho tiempo, y lo que les habían contado los abuelos de sus abuelos.
Ese señor despojaba a los viajeros y a los vendedores, les pegaba a los campesinos, los hacía colgar sin motivo y se divertía a veces tomando como blanco a las mujeres o a los niños; hacía poner en el fuego los pies de los individuos a los cuales suponía con dinero, raptaba a las jovencitas y las martirizaba. Su audacia y su brutalidad ni siquiera se detuvieron ante los nobles más débiles que él. Dicen que, habiendo raptado a una bella joven de una familia noble de los alrededores (familia que todavía vive en la región), la hizo colgar de los cabellos y la dejó morir en una lenta agonía, para castigarla por su resistencia.
Un buen día, los habitantes de la región se enteraron de que el barón de Montsuc había desaparecido, pero al mismo tiempo en la comarca se comenzó a hablar vagamente de un animal fantástico que se había lanzado sobre los viajeros demorados y que se había precipitado sobre los rebaños, diezmándolos; pronto muchísimas personas afirmaron haberlo visto. Era un animal más grande que un lobo, cuyos ojos lanzaban relámpagos y cuya boca arrojaba llamas y humo; recorría las distancias con la velocidad del viento y había sido visto al mismo tiempo por individuos que estaban a varias leguas unos de otros. Pronto esa bestia –un hombre lobo, decían– asoló la región, matando y devorando a los hombres y los animales, ensañándose sobre todo con las mujeres y los niños, raptando a las jovencitas que cuidaban sus rebaños. En la comarca se recurrió a las novenas y a las oraciones para desembarazarse de ese azote. Ningún cazador se animó a enfrentarse al monstruo, sabiendo que sus balas no habrían podido alcanzar a un ser sobrenatural, y durante muchos años la horrible bestia asoló la región. Su lugar predilecto era un cruce en medio de un bosque, llamado bosque de la Vroussotte, atravesado por dos grandes rutas a las que en la zona aún llaman La Crou-dé-Runa; allí aguardaba a los viajeros y a los campesinos demorados.
Los leñadores más osados para penetrar en la floresta encontraban miembros de niños diseminados debajo de los árboles. Y la leyenda todavía está bastante viva en el recuerdo de los habitantes como para que aún se cite tal claro o tal cruce como los lugares en los cuales se encontraron colgajos de carne, o cabezas, o un brazo, o ropas, o una pierna de niño, así como el nombre de las familias perjudicadas por el monstruo.
Sin embargo, una noche, un viejo leñador que volvía de su trabajo oyó gritos desesperados que venían de la choza en la que vivía; se precipitó y encontró a su hija atrapada por el monstruo, que trataba de llevársela; el hombre se abalanzó y de un hachazo rozó el lomo del animal, provocándole una gran herida. Ahora bien, la leyenda que atribuía los daños causados por ese monstruo a las atrocidades del barón de Montsuc dice que cuando la bestia –que sólo era un hombre lobo– fue herida, se transformó de golpe en la persona del barón, que entonces le dijo al leñador, con una voz agonizante: «Te agradezco que me hayas golpeado, porque, en castigo de mis crímenes, fui condenado a errar bajo esta forma por toda la eternidad. Para liberarme necesitaba que la mano de un cristiano hiciera correr mi sangre». Y pronunciando esas palabras, expiró.[62]
La historia, según señala Sebillot, se contó hasta mucho después de la Revolución.
VIII
Inquisición y brujería
Acá es necesario hacer una digresión y demorarnos un poco en el punto donde las historias de hombres lobo despiertan peligrosamente la atención de la Iglesia, primero, y de los poderes civiles, después. Se trata de un proceso largo y lleno de alternativas, que bien puede decirse comenzó a poco de instaurada la Inquisición.
«La Inquisición –anota Johannes Bühler– se basa en la idea de que la Iglesia y el Estado se hallaban obligados a velar conjuntamente por la pureza de la fe cristiana, aunque hasta muy entrado el siglo XII no se vio claro hasta qué punto debía precederse por la violencia contra los heréticos y castigarlos en su persona y en sus bienes. En general, los poderes eclesiásticos y temporales sentíanse tanto más inclinados a aplicar un trato duro a los heterodoxos cuanto más amenazaba una herejía con imponerse sobre la doctrina oficial de la Iglesia y con minar las instituciones sociales del Estado. Este peligro se presentó palpablemente en el transcurso del siglo XII, cuando diferentes movimientos heréticos confluyeron en la herejía de los cataros[63], que opuso a la jerarquía y a la doctrina moral eclesiásticas las suyas propias y que, de haberse impuesto, habría echado por tierra, necesariamente, el orden vigente dentro del Estado y de la Iglesia.»[64] Así, en 1183, luego de acordar en el Concilio de Verona con Federico I, el papa Lucio III creó una primera inquisición episcopal, con el objeto de investigar a todos los presuntos herejes. Según su bula Ad abolendam, todos los fieles debían denunciar a los sospechosos de herejía.
Dieciséis años más tarde, el papa Inocencio III envió al Languedoc[65] a dos monjes cistercienses como delegados, con plenos poderes, para que reprimieran a los habitantes de la ciudad de Albi. Los monjes fracasaron en su misión, motivando sin embargo la excomunión de Raimundo VI, conde de Toulouse y protector de los herejes. A su vez, el legado papal Pedro de Castelanu fue asesinado por un oficial del conde, lo que provocó la reacción de Inocencio III, quien predicó una cruzada contra los albigenses, a la que respondieron los pequeños señores feudales del norte de Francia, ávidos de tierras y riquezas. Casi de inmediato cayó Béziers –donde se realizó una matanza de siete mil mujeres, niños y viejos refugiados en una iglesia– y se procedió al sistemático saqueo e incendio de la ciudad, que junto con Carcassonne quedó en poder de Simon de Montfort.
Entretanto, en el IV Concilio de Letrán (1215) se declaró que uno de los deberes más importantes de los obispos era la persecución de herejes y su entrega a las autoridades seculares para el eventual castigo. En ese Concilio también se decidió que se le arrebataran las tierras a Raimundo VI, lo cual motivó el levantamiento de todo el Languedoc y una nueva cruzada contra el sur de Francia. Para 1226 el rey Luis VIII y sus cruzados comenzaron a repartirse las tierras del sur, alcanzando de ese modo el codiciado acceso directo al Mediterráneo.
Mientras proseguía la guerra y la resistencia catara, entre 1232 y 1233, Gregorio IX puso bajo la jurisdicción pontificia la responsabilidad de perseguir a los herejes, quitándosela a los obispos y nombrando como inquisidores a los frailes Predicadores.
Poco a poco las técnicas de investigación se fueron afinando, y en 1252, a través de la bula Adextirpanda, Inocencio IV introdujo la tortura como método ideal para obtener confesiones. De acuerdo con Piers Paul Read, el tormento «debía cesar cuando se estaba al borde del derramamiento de sangre o la rotura de los miembros: los métodos favoritos de la época eran el potro, que estiraba los miembros de la persona hasta dislocar sus articulaciones, y la garrucha, que consistía en izar y soltar enérgicamente al torturado mediante una polea, tirando de una cuerda atada a sus muñecas amarradas a la espalda. Una tercera técnica era frotarle grasa en la planta de los pies y ponerle los pies delante del fuego. A veces los torturadores calculaban mal: los pies de Bernardo de Vado, un sacerdote templario de Albi, se quemaron tanto que perdió los huesos».[66] En síntesis, «la Inquisición –anota Jacques Le Goff–, que hace estragos en casi toda la cristiandad, persigue a inocentes y culpables, impone el terror y, con la ayuda de los poderes públicos sumisos al papado, levanta hogueras y llena las prisiones»[67].
Para 1257, el campo de acción de los inquisidores no sólo contemplaba las herejías cristianas, sino también las de otras religiones a las que equiparaba con las distintas formas de brujería en general, incluyéndose bajo ese tópico las transformaciones de humanos en animales y, claro, la licantropía. A tal punto que el papa Alejandro IV impartió órdenes precisas para que los inquisidores no sólo persiguiesen a los herejes cristianos, sino a quienes participaran en sortilegios y adivinaciones de carácter herético.
En 1270, el obispo Benoit de Marseille incluyó en una Suma del oficio de la Inquisición un capítulo sobre la manera en que se debía interrogar a los idólatras, probablemente empleada cuando tuvo lugar el primer proceso registrado con alguna vinculación con la licantropía. Se trató de un juicio contra una presunta bruja, que data de 1275. Ese año, la Inquisición –cuyos cuarteles generales, desde la caída del último bastión cátaro del sur de Francia, Montsegur, se encontraban en Toulouse–, gracias al oficio del inquisidor Hugues de Baniol, obligó a una mujer a confesar haber mantenido relaciones sexuales con un íncubo y haber dado a luz a un niño mitad lobo y mitad serpiente, al que dijo haber alimentado con carne de bebés que obtenía en sus expediciones nocturnas. La declaración fue tenida por buena y la desgraciada, condenada a la hoguera.
Entre 1307 y 1323, Bernard Gui, el activo inquisidor de Toulouse y autor de un Manual del inquisidor, se ejercitó con cataros, valdenses[68] y judíos, empleando asimismo su experiencia con brujos y adivinos.
Pero el trabajo de la Inquisición se acrecentó aún más entre 1347 y 1351, cuando, con características de epidemia, la peste negra golpeó por primera vez a Europa. Se trata, en opinión de Jean-Claude Schmitt, de «una fecha bisagra en la historia de la brujería. Al parecer, fue en ese momento cuando todos los temas relacionados por separado con la brujería se reunieron en un estereotipo de la bruja, quizá cabeza de turco de los grandes miedos de la peste negra. La movilización de los poderes del Estado proporcionó una eficacia temible a imágenes que, según lo permitía la sucesión de los procesos [...] se impusieron tanto en el espíritu de las víctimas como en el de sus jueces».[69]
Ahora bien, brujas había habido desde tiempos inmemoriales y, de hecho, muchas de ellas habían sido objeto de procesos judiciales[70]. Pero, acaso por influencia de las ideas de Santo Tomás, ahora se le atribuía a la brujería una nueva intencionalidad, que incluía el deliberado culto a Satanás y, en el caso de las mujeres, la cópula con él, en una nueva ceremonia denominada sabbat o «sinagoga»[71] y algo más tardíamente, «aquelarre».[72]
A partir de 1430, aproximadamente, los procesos contra presuntas brujas y supuestos hechiceros comenzaron a asumir proporciones gigantescas. La moda –si puede llamársela así– comenzó en Suiza, se extendió al norte de Italia, luego pasó a tierras germanas y concluyó en Francia, donde el celo puesto por los inquisidores produjo miles de muertos. Para entonces, la brujería ya estaba siendo considerada en términos bien diferenciados de otras formas de herejía, probablemente por la atención que le prestaron todos los papas del período y muchos de los más destacados teólogos de la época.
Sobre las «nuevas brujas» teorizaron numerosos religiosos y jurisconsultos. Aparentemente, uno de los primeros fue el franciscano español Alphonsus de Spina –un judío converso que, luego de actuar como confesor de Juan de Castilla, concluyó su carrera como obispo de las Termopilas. Entre 1458 y 1460, escribió Fortalitium fidei (publicado en 1471), en cuya parte quinta se ocupa de las distintas clases de demonios –diez en total– y de la manera en que éstos persuaden a las mujeres para que sean sus secuaces.
El teólogo suizo Johannes Nider, de la orden de los Predicadores, entre 1435 y 1437 escribió su Formicarius (publicado en 1475), una obra en doce capítulos y en forma de diálogo que informa sobre todo lo que hay que saber en materia de maleficios. Nider se apoyó en la experiencia de un predecesor, cuyas luchas –de acuerdo con la autorizada opinión de Caro Baroja– recoge en su tratado:
Parece que a éste [Pedro de Berna] fueron tres hombres los que más le dieron que hacer: Stradelein, Scasio y Hoppo, pero aparte de éstos, mandó a la hoguera a muchos más, así como a mujeres (sobre todo de la diócesis de Lausana), huyendo otros muchos de los territorios de su jurisdicción. Los brujos suizos parecen haber sido dados a todas las actividades que nos son ya familiares. Producían tempestades, esterilidad en hombres y bestias, locura, se transportaban por los aires a sitios lejanos; a aquellos a los que les habían encargado su persecución los apestaban con malísimos olores o les producían sensaciones de miedo irrefrenable. Tenían también el poder de profetizar. Su relación directa con el demonio era clara. [...] Respecto a las mujeres, además de atribuirles sortilegios amatorios, en los que entraban como ingredientes habas y testículos de gallos, les atribuye actos de antropofagia y también raptos de niños, para cocerlos en calderas y fabricar ungüentos con las partes más sólidas y con las más líquidas llenar botellas u otros recipientes, que bebían para alcanzar el magisterio en la secta.[73]
Según Nider, los brujos se servían en sus reuniones de tales líquidos para comulgar con el diablo.
Por su parte, Nicolas Jacquier escribió un famoso Flagellum haereticorum. Años después, harían otro tanto los dominicos alemanes Jakob Sprenger y Heinrich Instiiotis –o Kramer–, coautores de uno de los libros más dañinos dados a la imprenta: el famosísimo Malleus Maleficarum (o Martillo de las brujas).
La historia de este tratado comienza unos años antes de su publicación. Más precisamente el 9 de diciembre de 1484, cuando el papa Inocencio VIII lanza la bula Summis desiderantes affectibus. Se trata de un texto breve que da cuenta de la situación de la brujería en el norte del territorio germano (más precisamente, en las diócesis de Maguncia, Colonia, Tréves, Salzburgo y Bremen), donde «muchas personas de ambos sexos, inconscientes de su propia salvación y apartadas de la Fe Católica, se han abandonado a los demonios, a los íncubos y a los súcubos, y con sus encantamientos, hechos, conjuros y otras execrables hechicerías y artimañas, enormidades y ofensas horribles»[74] han asesinado a niños nonatos, destruido las crías del ganado, afectado los frutos por crecer y causado todo tipo de estragos en la vida de hombres y mujeres, impidiendo la normal concepción de los seres y el cumplimiento de los deberes maritales. «En vista de tales calamidades –continúa Inocencio VIII–, el papa autorizó a los dominicos Heinrich Institoris y Jakob Sprenger, profesores de teología, a continuar con su actividad contra esos brujos, llevándolos a juicio para que se los castigue.» Por lo tanto, luego de solicitar la colaboración de Albrecht von Bayern –obispo de Salzburgo–, del arzobispo de Maguncia y de Sigismund –arzobispo de Austria y conde del Tirol–, declara que la política definitiva del papa y de los inquisidores deberá ser la quema de brujas.
Así, en 1486, los inquisidores Institoris (1436-1495) y Sprenger (1430-1505) publicaron su Malleus Maleficarum, con la supuesta aprobación de la Universidad de Colonia, donde ambos enseñaban. El texto se divide en tres partes estructuradas sobre la base de preguntas con sus correspondientes respuestas. La parte primera se ocupa de demostrar la existencia de la brujería[75]; la segunda, de las formas en que ésta se manifiesta; la tercera, en cambio, presenta los procedimientos prácticos para combatir el flagelo, según se someta a las brujas a tribunales eclesiásticos o seculares. Como Institoris y Sprenger no se habían limitado a la teoría, hacen pública en el texto su experiencia como inquisidores, dando cuenta de unos cuarenta y ocho casos en los que participaron, con la eventual condena a la hoguera de los brujos.
A los efectos del objeto de estudio de este libro, interesa particularmente el apartado que se refiere a la posibilidad de que las brujas conviertan a los hombres en animales. Luego de discutir los argumentos de San Agustín y de Santo Tomás, y de plantear con ellos la calidad ilusoria de esas transformaciones, se examina el caso de los «lobos que a veces atrapan y se comen a hombres y a niños sacándolos de sus casas»:
Los Lobos [...] a veces atrapan a hombres y a niños, sacándolos de sus casas para comérselos, y escapan con tal astucia que no pueden ser heridos ni capturados con ninguna artimaña o fuerza. Debe decirse que esto, en ocasiones, se debe a una causa natural, pero, a veces, cuando intervienen las brujas, sucede por un hechizo.
En cuanto al primer caso, Albertus el Bendito, en su libro Sobre los animales, dice que puede darse por cinco causas. A veces por la dureza de su fuerza, como en el caso de los perros de las regiones frías. Pero no es este el caso, y decimos que tales cosas son causadas por una ilusión de los demonios, cuando Dios castiga a alguna nación por sus pecados. Ver Levítico XXVI: Si no seguís mis mandamientos, os enviaré en vuestra contra las bestias de los campos, que os devorarán como a vuestros rebaños. Y nuevamente el Deuteronomio XXXVII: También os enviaré los dientes de las bestias contra ellos, etc.
Con relación a si se trata de verdaderos lobos o demonios que se presentan bajo esa forma, decimos que son lobos verdaderos, pero que están poseídos por los demonios; y esto sucede de dos maneras. Puede ocurrir sin la intervención de las brujas: es lo que ocurrió en el caso de los cuarenta y dos muchachos que fueron devorados por dos osos que salieron de los montes, porque se habían burlado del profeta Elíseo, diciéndole: «Sube, calvo»[76], etc. También en el caso del león que mató al profeta que no siguió el mandamiento de Dios (III Reyes XIII). Y se dice que un obispo de Viena ordenó que las letanías menores fueran solemnemente cantadas durante ciertos días antes de la Fiesta de la Ascención, porque los lobos estaban entrando a la ciudad y devorando a la gente a la vista de todos.
Pero también puede ser una ilusión causada por brujas. Porque Guillaume de París habla de cierto hombre que pensó que lo habían convertido en lobo, y en ciertas épocas iba a esconderse en cuevas. Y allí se quedaba durante un tiempo, y aunque permanecía en ese sitio sin moverse, creía que era un lobo que andaba por ahí devorando niños, y a pesar de que el diablo, habiendo poseído a un lobo, realmente hacía eso, el hombre creía erróneamente que durante su sueño era él el que merodeaba por ahí. Y así estuvo como inconsciente por tanto tiempo que, al final, lo encontraron loco, echado en el bosque. El diablo se complace en tales cosas y causaba la ilusión de los paganos, quienes creían que los hombres y las viejas se convertían en animales. Con esto, se ve que tales cosas sólo ocurren con la autorización de Dios y a través de una operación de los demonios, y no por ningún efecto natural, dado que tales lobos no pueden ser heridos ni capturados con artimaña o fuerza algunas.[77]
Con no menos de veintinueve ediciones entre 1520 y 1669, el Malleus Maleficarum pronto se convirtió en una suerte de guía de los cazadores de brujos y herejes. A partir de su éxito, comenzaron a ser publicados todo tipo de textos similares –y en ocasiones mejores– y algunos que incluso polemizaron con los de los dominicos alemanes. Pero el mal ya estaba hecho, como lo demostrarían los miles de procesos y condenas que tendrían lugar en los próximos dos siglos en toda Europa.
IX
Tratados y tratadistas
Casi todo lo que en materia moderna se sabe sobre brujas, hechiceros, espíritus y hombres lobo proviene de los literalmente cientos de tratados que se publicaron después del Malleus Maleficarum. Muchos de ellos recogieron el saber antiguo, repitiendo una y otra vez lo dicho anteriormente. Otros se ocuparon del acervo folklórico y popular, cargando las tintas aquí y allá según conviniera a los designios de sus autores. Hubo también tratados que se basaron en la experiencia directa de jueces e inquisidores. Esos libros –que tenían como finalidad práctica inmediata la instrucción de sus lectores para detectar y reprimir la brujería– sirven hoy para permitir, con sumo detalle, el análisis pormenorizado de los procedimientos de la Inquisición y comprender sus móviles políticos y religiosos. Además, informan sobre un gran número de casos a partir de los cuales es posible la elaboración de estadísticas que permitan establecer una serie de interesantes observaciones sobre el papel que hombres y mujeres desempeñaban en las sociedades europeas de los siglos XV, XVI y XVII en materia de brujería.[78] Cuando la parte sustantiva del contenido de esos libros se enumera sin solución de continuidad, el efecto es bastante curioso: son textos que presentan tesis y sus correspondientes antítesis, consensos dogmáticos y acalorados disensos, correcciones a las exageraciones de tratadistas anteriores y nuevas exageraciones de los tratadistas posteriores. No pocos hacen referencia directa a la licantropía y discuten su realidad.
En 1488, dos años después de la publicación de la obra de Institoris y Sprenger, el suizo Ulrich Molitoris, abogado y profesor de la Universidad de Constanza, publicó De Lamiis etphitonicis mulieribus. La obra –que antes de 1500 ya contaba con trece ediciones en latín– había sido escrita, como muchas otras de la época, con la forma de un diálogo en el que, en la oportunidad, participaban Molitor, el abogado Konrad Schatz y el archiduque de Austria. Su principal objeto era atenuar los pasajes considerados más exagerados del tratado de Sprenger e Institoris. Pero en 1490, Girolamo Visconti publicó en Milán su Lamiarum sive Striarum Opusculum, donde se volvía a cargar las tintas sobre la naturaleza herética de la brujería.
Puede decirse que ese movimiento pendular fue el que marcó la tendencia de allí en más: unos pocos libros que, ya por sentido común o lógica, intentaban morigerar los puntos de vista más fanáticos, y la airada y militante respuesta de quienes se planteaban el exterminio de los brujos por su asociación con el diablo. Nadie dejó de tomar partido por uno u otro bando y, si atendemos a las fechas y a los lugares de publicación de las diferentes obras, se comprobará la amplitud geográfica del debate y su naturaleza encarnizada.
Como suele ocurrir, los defensores del pensamiento racional fueron muchos menos que los fundamentalistas. La lista prácticamente se agota con Symphoriem Champier, Samuel de Cassini, Francisco de Vitoria, Pietro Pompanazzi, Gianfrancesco Ponzinibio, Johann Weyer, Reginald Scot, George Gifford y Friedrich von Spee, quienes entre 1500 y 1631 trataron de aportar con sus escritos algo de lógica y una saludable cuota de escepticismo.
El médico francés Symphoriem Champier, por ejemplo, autor de Dialogus in Magicarum Artium Destructionem (1500), sostuvo que la ceremonia del sabbat era una ilusión y que, por lo tanto, quienes decían haber participado en ella debían ser tratados como enfermos.
Por su parte, el padre Samuel de Cassini publicó en 1515 Questione de le strie, el primer libro que puso seriamente en duda la naturaleza herética de la brujería. El argumento de Cassini, aunque simple, no dejaba de tener lo suyo: si los inquisidores creían que las brujas eran capaces de volar de noche, entonces eran los primeros en incurrir en una herejía y, por lo tanto, merecían ser castigados.
A los antes citados, corresponde sumar a Francisco de Vitoria, profesor de teología de la Universidad de Salamanca, quien en 1540 puso en evidencia su radical escepticismo en Relationes XII Theologicae, donde, sin descartar que los demonios pudieran, en oportunidades, provocar metamorfosis, se inclinaba a pensar que, en realidad, todo era una mera ilusión. Otro tanto ocurrió con dos libros publicados en Basilea en 1556: De Naturalium Effectuum Causis, del profesor Pietro Pompanazzi, y Tractatus de Lamiis, del abogado florentino Gianfrancesco Ponzinibio. El primero planteaba un punto de vista que, aunque acomodaticio, dejaba lugar a las dudas: aunque el filósofo debe mantenerse escéptico y, por lo tanto, dudar, como católico debe creer en todo lo que le enseña la Iglesia. Ponzinibio, por su parte, consideró la brujería como una mera forma del delirio, mostrándose firmemente contrario a los métodos empleados por la Inquisición.
En 1563, Johann Weyer –también conocido como Johann Wierus o Johann Wier (1515-1588)– publicó en Basilea De praestigiis daemonum et incantationibus ac veneficcis, obra célebre que mereció numerosas ediciones y no pocas críticas. Alumno de Cornelius Agrippa[79] y, posteriormente, médico del duque de Cleves, Weyer fue fundamentalmente tolerante y muy escéptico respecto de la existencia de las brujas, a las cuales intentó distinguir de las viejas ignorantes e inofensivas. En términos más específicos, relativizó las posibilidades de la licantropía, haciéndole corresponder el rango de enfermedad. Todas esas razones lo llevaron a denunciar enérgicamente los excesos cometidos por la Inquisición, lo cual le valió no pocos detractores.
Reginald Scot (1538-1599) fue el primer tratadista inglés en atacar abiertamente lo que se pensaba sobre la brujería en el continente. En 1584 publicó The Discoverie of Witchcrafi, obra en la que le negó toda entidad a la brujería y toda posibilidad a la transformación de hombres en animales.[80] Para Scot, los devotos del diablo y los que creían en su realidad eran nada más que enfermos mentales. Con impecables argumentos –y escaso eco–, sostuvo que la brujería era «contraria a la razón, a la escritura y a la naturaleza».
Tres años después de la aparición de The Discoverie of Witchcrafi, George Gifford, otro inglés, publicó el primero de los dos libros que consagraría al tema. En A discourse of the subtill practises of devilles by witches and sorceres planteó que la brujería era apenas una forma del delirio. Más adelante, en 1593, se refirió específicamente a la licantropía como forma de ilusión:
Esos demonios hacen que, en algunos lugares, las brujas crean que se convierten en lobos, que desgarran y destrozan ovejas, que se dan grandes festines, que a veces vuelan o cabalgan por el aire, cosas que, en realidad, no suceden, sino que se presentan como profundas ilusiones de las brujas.[81]
Por último, vale la pena recordar al jesuíta alemán Friedrich von Spee, quien en 1631 publicó la primera de las dieciséis ediciones de Cautio criminales, seu deprocessibus contra sagas liber, sagistratibus Germaniae hoc tempore summe necessarius, obra que llegó a tener traducciones al francés, alemán, holandés y polaco. Se trata de cincuenta y una preguntas con sus correspondientes respuestas, referidas a la brujería y a las formas que se habían utilizado en Alemania para suprimirla. Si se considera la época, no cabe duda que la valentía de Von Spee fue muy grande: en Wurzburg había actuado como confesor de muchos acusados de brujería y, por su experiencia, concluyó por escrito que la mayoría de ellos eran inocentes.
Pero pese a las buenas intenciones de los tratadistas mencionados, quienes creyeron ciegamente en la realidad de la naturaleza satánica de la brujería fueron legión. Una lista parcial y nada exhaustiva bien podría incluir cientos de títulos. De todos ellos se elige mencionar a unos pocos que, por su importancia, difusión y extravagancia, o por su pertinencia a la cuestión de la licantropía, merecen enumerarse.
Petrus Momor, regente de la Universidad de Poitiers, publicó en Lyon, en 1490, un Flagellum Maleficarum. Su argumento resulta increíblemente xenófobo: allí se sostenía que la irradiación de la brujería en Francia estaba estrechamente relacionada con la Guerra de los Cien Años, circunstancia que había permitido que los extranjeros introdujeran la magia en ese país.
En 1504, Sylvester Prierias, inquisidor en Lombardía y vocero del Papa contra Lutero, publicó en Boloña la Sylvestrina Summa, fuertemente influida por el Malleus Maleficarum.
En 1517 el sacerdote Johann Pauli publicó en Estrasburgo los sermones de Johann von Kayserberg Geiler, bajo el título general de Die Emeis. En ese primer tratado sobre brujería íntegramente escrito en alemán hay un curioso sermón, que recoge Sabine Baring-Gould, dedicado a los hombres lobo:
¿Qué diremos de los hombres lobo, puesto que hay hombres lobo que merodean alrededor de los pueblos, devorando a hombres y a niños? Como dice la gente, van a toda carrera, lastimando a los hombres, y se los llama ber-wölff o wer-wolff. ¿Me preguntáis si sé sobre ellos? Respondo que sí. Aparentemente son lobos que atrapan a hombres y a niños, y eso ocurre en siete circunstancias:
1. Esuriem | Hambre |
2. Rabiem | Salvajismo |
3. Senectutem | Ancianidad |
4. Experientiam | Experiencia |
5. Insaniem | Locura |
6. Diabolum | El Diablo |
7. Deum | Dios |
La primera circunstancia se da por hambre. Cuando los lobos no encuentran nada que comer en los bosques, tienen que acercarse a la gente y se la comen, si el hambre los lleva a eso. Se ve bien, cuando hace mucho frío, que los venados se acercan a los pueblos en busca de comida y las aves llegan hasta los comedores buscando con qué alimentarse.
En la segunda circunstancia, los lobos se comen a los niños por su salvajismo innato, puesto que son salvajes. Su salvajismo se despierta en primer lugar por su condición. Los lobos que viven en sitios fríos son más pequeños y más salvajes que los otros lobos. En segundo lugar, su salvajismo depende de la estación: son más salvajes cerca de febrero que en cualquier otra época del año, y los hombres, en ese momento más que en cualquier otro, deben tener más cuidado con ellos. [...] En tercer lugar, su salvajismo depende de si tienen cachorros. Cuando los lobos tienen cachorros, son más salvajes que cuando no los tienen. Eso se comprueba con todos los animales. Cuando tiene polluelos, el pato salvaje hace un gran alboroto. Y los gatos luchan por sus gatitos; los lobos se comportan igual.
En la tercera circunstancia, el lobo causa daños por su edad. Cuando es viejo, es débil y frágil en las praderas, de manera que no puede correr lo suficientemente rápido como para atrapar ciervos y, por lo tanto, destroza a los hombres, a quienes puede atrapar más fácilmente que a los animales salvajes. También desgarra más fácilmente a los niños y a los hombres que a las bestias salvajes por sus dientes, dado que éstos se le rompen cuando es muy viejo; eso mismo se ve en las viejas: los últimos dientes les bailan, y apenas les queda alguno en las bocas, que abren para que los hombres las alimenten con comestibles machacados y guisados.
En la cuarta circunstancia, el daño que causan los hombres lobo viene de la experiencia. Se dice que la carne humana es más dulce que cualquier otra carne; por lo tanto, una vez que un lobo ha probado carne humana, desea volver a hacerlo. De manera que se comporta como un viejo borracho, que, cuando conoce el mejor vino, no se lo engañará con uno de calidad inferior.
En la quinta circunstancia, el daño viene de la ignorancia. Cuando un perro está rabioso, no tiene consideración y muerde a todo hombre; no reconoce a su propio amo. ¿Y qué es un lobo, sino un perro salvaje rabioso y carente de consideraciones?
La sexta circunstancia tiene que ver con el Diablo, quien se transforma y toma la apariencia de un lobo. Eso escribe Vincentius en su Speculum Historíale, habiéndolo tomado de Valerius Maximus en la guerra púnica. Cuando los romanos lucharon contra los hombres de África, mientras el capitán dormía, llegó un lobo y le sacó la espada. Ése era el Diablo, bajo la forma de lobo. Lo mismo escribe Guillaume de París: que el lobo matará y devorará niños, y lo hará causando el mayor daño. Había un hombre que tuvo la fantasía de que era un lobo. Y más tarde lo encontraron en el bosque, muerto de hambre.
En la séptima circunstancia, el daño viene por orden de Dios. Porque Dios a veces castigará a ciertas tierras y pueblos con lobos. Es lo que leemos sobre Eliseo, cuando éste quería subir a la montaña en Jericó y unos malos muchachos se rieron de él diciéndole:
« ¡Calvo, sube! ¡Calvo, sube!». ¿Qué fue lo que ocurrió? Eliseo los maldijo. Salieron entonces dos osos del monte y destrozaron a cuarenta y dos niños. Fue por orden de Dios.[82]
Bartolommeo di Spina, inquisidor y autor de tres airados panfletos que publicó separadamente en 1520, se opuso violentamente a los argumentos de quienes consideraron la brujería como una forma de enfermedad y reivindicó los puntos de vista de Institoris y de Sprenger, recomendando se procesara al ya citado Gianfrancesco Ponzinibio a quien sospechaba de herejía.
En 1536 Paulus Grillandus, juez de los tribunales papales de Roma, publicó un Tractatus de Hereticis et Sortilegiis, obra en la que se analizan en detalle todos los aspectos de la brujería desde el punto de vista de la ley eclesiástica.
En 1580, el jurisconsulto y demonólogo Jean Bodin publicó el famoso tratado De la démonomanie des sorciers, también conocido como Fléau des demons et des sorciers. La obra se divide en cuatro libros: en el primero se define al hechicero como a aquel que logra algo por medios diabólicos; en el segundo se trata de investigar sobre qué es la magia; el tercero está dedicado a los medios para protegerse de los magos, sin olvidar los trucos ilícitos que nos permitan impedir los maleficios; el cuarto, por fin, trata de cómo vérselas con los hechiceros, los modos de reconocerlos y las pruebas que sirven para determinar si se ha producido o no el crimen de hechicería. En esta última parte se informa asimismo sobre los métodos de tortura necesarios para lograr la confesión de los brujos y se invita, lisa y llanamente, a exterminarlos, junto con aquellos que sientan piedad por ellos. Bodin murió de la peste en 1596.
En 1584 Hermann Newaldt escribió el panfleto Bericht von Erforschung, que trata sobre la tortura por inmersión, uno de los métodos favoritos de los inquisidores para determinar la culpabilidad o la inocencia de las mujeres acusadas de brujería.[83]
En 1586, Pierre Le Loyer publicó sus Trois Livres des Spectres ou Apparitions et visions dEsprits, Anges et Demons se monstrant sensiblement aux hommes. Cuatro años más tarde el prior Crespet dio a conocer los Deux livres de la hayne de Satan et Malins Esprits contre l'homme et de l'homme contre eux.
En 1590, el juez y demonólogo Henri Boguet –de quien ya volveremos a hablar– publicó un Discours execrable des sorciers, ensemble leurs procez, faicts depuis deux ans en ga, en divers endroicts de France, avec une instruction pour un juge, en faict de sorcellerie, fruto de su experiencia legal y de la lectura de muchas obras eruditas del pasado. Su tratado se convirtió en fuente de información privilegiada sobre los procedimientos que debían seguir los tribunales que juzgaran casos de brujería. Las razones fueron brevemente resumidas por Julio Caro Baroja:
Boguet aplicó un sistema calcado de los inquisitoriales. Así, la simple presunción bastaba para prender a las personas. Son indicios de que una persona es bruja el que al comenzar a declarar no derrame lágrimas, que mire el suelo, que murmure como en partes, que blasfeme. Mas para que los acusados no se avergüencen demasiado sólo el juez debe estar ante ellos, colocando a los escribientes escondidos. En un momento dado, hay que rapar a los mismos para hallarles una señal característica, pero no debe usarse con ellos la prueba del agua. Será conveniente que a la inspección asista un médico experto en lo de hallar las marcas. En caso de que el acusado sea remiso en declarar se le pondrá en estrecha prisión y se le aplicará el tormento cuantas veces el juez lo estime necesario. Los hijos pueden declarar contra los padres y las variaciones en detalles en las declaraciones de los testigos no indican nada en favor de la inocencia del acusado, si todos los testigos coinciden en acusarle de brujo. Son de especial importancia las declaraciones de los niños. A todo convicto de hechicería se le quemará vivo. He aquí, en resumen, el sistema de Boguet en lo que se refiere al procedimiento. Con relación a los actos de los brujos es igualmente canónico. Del sabbat, de las metamorfosis y maleficios, etc., no dice gran cosa de novedad, sino apoyar con su experiencia lo dicho antes. Boguet, por último, afirma haber visto a los mismos diablos salir en forma de bolas del cuerpo de una niña hechizada, en forma de babosa de una bruja exorcizada, etc. La brujería que pone de manifiesto nuestro juez se halla complicada con mucha frecuencia con la posesión demoníaca y con la licantropía.[84]
En 1591, Joanes Fridericus Wolfeshusius dio a conocer su De Lycanthropis.
A su vez, en 1595, Nicolas Rémy, consejero del duque Charles III de Lorena y fiscal general de esa región, publicó en Lyon su Daemonolatreiae libri tres. Allí recogió su abultada experiencia en los tribunales, donde condenó en el lapso de quince años a unas novecientas personas acusadas de brujería.
De 1596 es el Dialogue de la Lycanthropie ou transformation d'homme en loup et si telle se peut faire, de Claude Prieur de Laval en Maine, quien plantea su obra como una discusión erudita entre Eleion, Scipion y Proteron, incluyendo todos los tópicos de rigor (imposibilidad de la transformación con cita de autoridades pasadas y presentes, ejemplos de transformaciones famosas, etc.).
En 1587, Jacobo VI de Escocia publicó en Edimburgo su Daemonologie, informe of a dialogue, divided intro three bookes. La obra, escrita antes de que el monarca accediera al trono de Inglaterra, intenta refutar los puntos de vista de Johann Weyer y, sobre todo, los de Reginald Scot, cuyo libro Jacobo ordenó destruir en 1603. A los efectos de este volumen, uno de los diálogos de la Daemonologie trata sobre los modos de ilusión que el diablo emplea para hacerse presente a la gente bajo la forma de espíritus y, entre ellos, de espíritus animales. Ante la pregunta sobre la naturaleza espectral de estos últimos, Jacobo, ciñéndose al punto de vista tomista, contesta:
Ha habido de hecho una antigua opinión sobre tales cosas. Los griegos los llamaban lykanthropoi, lo que significa hombres lobo. Pero para sintetizar mi opinión sobre el caso, si alguna cosa así ha existido, creo que ha procedido de una superabundancia natural de Melancolía, que, como leímos, hace que algunos se crean caballos y otros alguna especie de bestia.
Durante 1599 se publicó el Discours de la lycanthropie ou de la transmutation des hommes en loups, de Sieur de Beauvoys de Chauvincourt. Su autor, luego de examinar en detalle los casos de licantropía en la Antigüedad y en el presente, compara lo escrito por otros autores con sus propios puntos de vista y, coincidiendo con San Agustín sobre la imposibilidad de la transformación, concluye justificando la necesidad de castigar a los brujos:
No hay que creer que el diablo pueda alterar realmente el cuerpo del hombre, convirtiéndolo en forma brutal. Lo que nosotros vemos en el mundo natural está destinado al servicio de Dios y no al de los ángeles malvados y transgresores de los mandamientos. Esos casos extraños que vemos con nuestros ojos y que he descrito arriba deberían servir de llave para abrir los ojos del entendimiento de quienes no creen que haya hechiceros y de aquellos que parecen negar rotundamente que haya demonios o diablos [...]. Tanto los cristianos, los judíos, los mahometanos como los antiguos consideraron cierto que tales gentes dadas a la magia o a la hechicería podían por su arte, pleno de iniquidad, producirles a los hombres una infinidad de males. Por eso unos los han execrado en sus escritos, otros han ordenado su castigo y otros, como los príncipes y los magistrados, han hecho que se les diera un castigo ejemplar.[85]
Del mismo año es el famoso texto del jesuita Martín Antonio del Río, Disquisitionum magicarum libri sex. Según Robert Muchembled, este volumen –dividido en seis partes: magia en general, magia diabólica, maleficios, profecías y adivinaciones, reglas para los jueces y función del confesor– "fue uno de los más leídos y sirvió principalmente de referencia a los magistrados de los Países Bajos españoles comprometidos en una represión severa de la brujería".[86] Prueba de su éxito como herramienta de trabajo de los inquisidores fueron sus más de veinte ediciones.
En 1605, el polemista católico británico Richard Verstegan –famoso por ser acaso el primero en destacar el legado anglosajón de Inglaterra– publicó A Restitution of Decayed Intelligence. Allí se lee:
Los hombres lobo son ciertos hechiceros quienes, habiendo untado sus cuerpos con un ungüento que realizan inspirados por el demonio y habiéndose puesto cierto cinturón encantado, se convierten en lobos, no sólo ante la vista de otros, sino también ante su propio pensamiento, mientras llevan puesto el cinturón. Y se comportan como verdaderos lobos, atacando y matando a muchas criaturas humanas.
Por su parte, el abogado Pierre de Lancre, consejero en el Parlamento de Burdeos y responsable de más de quinientas muertes en la tortura o en la hoguera, fue uno de los más sanguinarios cazadores de brujas de Francia. Luego de investigar en la región de Labourd, al pie de los Pirineos, donde se le había encomendado la caza de brujas, concluyó que toda la población de la zona –compuesta por unos treinta mil individuos– estaba infectada. Para «desinfectarla» contaba con un selecto cuerpo de colaboradores, entre los que había un cirujano de Bayona especializado en encontrar en el cuerpo de sus víctimas el stigma diaboli[87] Otra de sus ayudantes era una jovencita llamada Mongui, hechicera arrepentida que ayudaba a buscar la marca en el cuerpo desnudo de otras muchachas, a las que, como a todos los sospechados, el cirujano afeitaba por completo. Retirado de estos menesteres, Pierre de Lancre hizo gala de su maldad y estupidez, escribiendo sobre todo lo que había hecho y visto en su Tableau du l'inconstance des mauvais anges et demons (1612). Casi dos siglos más tarde, a ese texto se refirió Sir Walter Scott en sus populares Letters on Demonobgy and Witchcraft (1830). En la Carta VII, dedicada al examen de casos específicos de brujería y a la reacción que éstos provocaron en la Inquisición, se habla críticamente de la credulidad del consejero:
En el libro de De Lancre hay ejemplos de juicios y condenas a personas acusadas del crimen de la licantropía, una superstición que fue muy común esencialmente en Francia, pero que también se conocía en otros países, siendo tema de grandes debates entre Wier, Naudé y Scot, por un lado, y sus adversarios en cuestiones demonológicas, por el otro. Una de las partes sostenía que, mediante la brujería, había seres humanos que tenían el poder de tomar la forma de lobos y que, en esa guisa, siendo arrebatados por una especie de furia, atacaban los rebaños como el animal que parecían ser, creando confusión, matando y depredando mucho más de lo que podían devorar. Los teóricos más incrédulos no admitieron la posibilidad de una transformación real, fuera ésta con o sin piel de lobo –lo cual, en algunos casos, habría supuesto sumar la metamorfosis–, y argüyeron que la licantropía sólo subsistía como una lamentable especie de enfermedad, un estado mental melancólico, interrumpido por ocasionales accesos de insania, en los que el paciente imaginaba que cometía los desmanes de los que se lo acusaba. Esa persona fue, en la ocasión, un joven de Besancon, que se consideraba a sí mismo sirviente o estúpido vasallo del Señor del Bosque –según llamaba a su amo–, al que se suponía el diablo. Por el poder de ese amo, había asumido la apariencia y el comportamiento de un lobo, y en su camino se había encontrado con otro lobo más grande, al que supuso el Señor del Bosque. Según dijo, ambos lobos devastaron los rebaños y silenciaron a los perros que estaban para defenderlos. Si uno no veía al otro, aullaba como aullan esos animales, para llamar a su camarada para que compartiese las presas; si éste no se hacía presente ante esa señal, el lobo procedía a enterrar a la presa de la forma que mejor pudiese.
Éste era el tipo de persecución que llevaban a cabo los Señores Espiagnel y De Lancre. Muchos casos similares tuvieron lugar en Francia, hasta el edicto de Luis XIV, que terminó con tales juicios por brujería, al cabo de los cuales ya no se volvió a oír de ese tipo de crímenes.[88]
En De la Lycanthropie, Transformation et Extase de Sorciers, oü les astuces du diable sont mises en evidence (1615), Jean de Nynauld recorre todos los tópicos sobre el tema. En el primer capítulo discute la ilusión demoníaca ante la imposibilidad de copiar a Dios, las razones materiales de tal imposibilidad y los trucos de los que se sirve el diablo para confundir a los seres humanos. El segundo, tercero, cuarto y quinto capítulos tratan sobre la composición de los distintos ungüentos empleados por los hechiceros, con una serie de ejemplos ilustrativos. Uno de ellos es, precisamente, la repetida historia del lobo que pierde la pata:
Se trata de un campesino de un pueblo cercano a Lucerna, en Suiza, el cual, yendo al bosque, se encontró en el medio de la espesura con un lobo que le saltó encima para devorarlo, ante lo cual el campesino se puso a la defensiva y de un gran golpe le cortó una de las patas delanteras, de la que empezó a manar una gran cantidad de sangre. Al huir, ese lobo se convirtió en una mujer que había perdido uno de sus brazos. El campesino, llegado a su pueblo, acusó a la mujer, que fue apresada y quemada.[89]
El sexto capítulo de la obra de De Nynauld se ocupa de la licantropía natural, a la que se identifica por la melancolía o locura lupina. El séptimo trata "sobre las cosas naturales que tienen la virtud de representar a la imaginación cosas que no están efectivamente presentes, sino sólo en apariencia". El volumen se cierra con una "refutación de las opiniones y argumentos que [Jean] Bodin alegaba en el 6to. Capítulo de la Demonomanía, para mantener la realidad de la licantropía y de los hechiceros".
X
Melancolía y otras dolencias del espíritu
Ya se ha visto que, para muchos tratadistas –Symphoriem Champier, Samuel de Cassini, Francisco de Vitoria, Gianfrancesco Ponzinibio, Johann Weyer, Reginald Scot y George Gifford, entre otros–, la licantropía era, antes que el resultado de un pacto con el diablo, una enfermedad, y que como tal debía ser considerada.
La idea, por cierto, era anterior al Renacimiento. De hecho, existía desde la Antigüedad. Según Charlotte F. Otten,
Los antiguos médicos, tratando de explicar lo que en psiquiatría moderna se llama «pérdida de los límites del ego», se inclinaban por la teoría de los humores, que tenía sus raíces en los escritos de Hipócrates (460-377 a. C.) y Galeno (129-200 d. C). La composición del cuerpo humano se consideraba en términos de los cuatro elementos del cosmos: tierra, aire, fuego y agua. Esos cuatro elementos básicos tenían sus equivalentes –sus representantes– en el cuerpo humano:
Tierra = melancolía (bilis negra
Aire = sangre
Fuego = cólera
Agua = flema
Esa teoría humoral clásica explicaba la personalidad humana (a la que también se la conocía como «carácter») en función de la preponderancia de uno de esos humores en el cuerpo humano. [...]
En el caso de la licantropía, generalmente se concuerda en que se debe a un exceso de melancolía (vale decir, de bilis negra). Ese exceso podía causar varios tipos de alteración mental, incluidas la depresión, las alucinaciones, las fantasías y la locura. La palabra melancolía llegó a representar no sólo el humor básico, sino el estado patológico de la aberración.[90]
Otten señala que, durante el Renacimiento, volvió a considerarse la descripción que Aetius, hacia finales del siglo V y principios del VI de nuestra era, había planteado para la «licantropía melancólica», enfermedad analizada una y otra vez por numerosos autores. Entre ellos el ya citado Johann Weyer, quien en 1563 señaló que existen personas que creen firmemente haberse convertido en lobos, aclarando luego que
por lo que respecta a la descripción de la enfermedad llamada licantropía, puede verse que al Diablo nada le cuesta poner en movimiento los humores y espíritus convenientes para tales ilusiones, especialmente en el caso de personas cuyos cerebros a menudo se ven afectados por oleadas de bilis negra, como ese grupo de hombres anormales y necios. Si esos lobos no son reales, otra posibilidad es que tales bestias deban ser vistas como demonios que asumieron esas formas para engañar mejor a la gente crédula con sus trampas. [...] Mientras tanto, a aquellos que se creen transformados en lobos puede ubicárselos echados en algún lado, inmersos en un sueño profundo debido a los afanes del diablo.[91]
En 1584, en The Discoverie of Witchcraft, Reginal Scott sostuvo que existía una flagrante contradicción al creer que brujos o demonios podían convertir en bestias a los hombres a quienes Dios había hecho a su imagen y semejanza, y explicó la licantropía como una enfermedad que, en parte, procedía de la melancolía, dolencia que debía ser tratada por los médicos apenas se presentara. Por su parte, Tommaso Garzoni, en 1586, declaró que
[entre los] humores de la melancolía, los médicos ubican una especie de locura que los griegos llamaban Lycantropia, término que los latinos convirtieron en insania lupina, o furia de los lobos: ésta hace que, en febrero, un hombre salga de noche de su casa como un lobo, cace entre las tumbas dando grandes aullidos, y saque los huesos de los muertos de sus sepulcros, llevándolos por las calles, ante el espanto y la sorpresa de todos aquellos que se encuentren con él... Las personas melancólicas que responden a este tipo tienen rostros pálidos, ojos hundidos, mirada perversa que nunca mira de frente, piel seca, sed extrema y escupen y se babean en exceso.[92]
De ese modo, la «licantropía melancólica», o «insania lupina», o «manía lupina», comenzó a ser retrospectivamente reconocida en sus diversas versiones en todo tipo de textos del pasado. Sin ir más lejos, en la Biblia misma. Allí, la historia del soberbio rey Nabucodonosor, quien, castigado por Dios, padeció durante siete años una enfermedad que no sólo le hizo perder la razón, sino que lo llevó a vivir como una fiera en los desiertos, empezó a ser asimilada a la licantropía melancólica.
Protegido por Alfonso II de Aragón, por Bonifacio de Monferrato, por Enrique II de Inglaterra y por Ricardo Corazón de León, entre otros, el trovador provenzal Peire Vidal (siglo XII), en «A tal Donna», una composición en la que honró a su amante Loba –apropiado seudónimo detrás del cual se escondía una dama de Carcassone–, dio cuenta de la enajenación a la que lo había llevado el amor, convirtiéndolo en loup-garou (hombre lobo):
De inmortales gozos coronado yo me elevo
por sobre los emperadores más altivos,
porque me honra el amor
de la hermosa hija de un conde.
Un encaje de la mano de Na Raymbauda
valoro más que toda la tierra
de Richard, con su Poitou,
su rica Touraine y su afamada Anjou.
Cuando la chusma me llama loup-garou,
cuando los errantes pastores me ahuyentan,
me persiguen y echan a patadas,
ni por un momento siento rabia;
no busco palacios ni salones,
o refugio cuando el invierno cae;
expuesta a los vientos, la escarcha y la noche
mi alma de deleite se embelesa.
La manía lupina también está presente en la tragedia La Duquesa de Malfi (1613), del dramaturgo inglés John Webster, quien, como otros escritores de su tiempo, recurrió a los licántropos para sus intrigas.[93] En el Acto 5, Escena 2, donde se habla de la transformación de Ferdinand en licántropo, tiene lugar el siguiente diálogo:
PESCARA
Doctor, ¿puedo visitar a vuestro paciente?
DOCTOR
Si eso complace a su señoría, pero ahora
está tomando aire aquí, en la galería
que está bajo mi dirección.
PESCARA .
Os ruego me digáis, ¿cuál es su enfermedad?
DOCTOR
Una enfermedad muy pestilente, milord
que llaman licantropía.
PESCARA
¿Qué es eso?
Necesito un diccionario.
DOCTOR
Os diré.
Aquéllos poseídos por el mal se ven sobrecogidos :
por tal humor melancólico que se imaginan
convertidos en lobos;
entran a hurtadillas a los camposantos en medio de la noche
y desentierran cadáveres; hace dos noches
encontraron al Duque, cerca de la medianoche, en un sendero
detrás de la iglesia de Saint Mark, con la pierna de un hombre
sobre el hombro, y él aulló espantosamente;
dijo que era un lobo; la única diferencia
consistía en que la piel del lobo tiene los pelos hacia afuera,
la de él, hacia adentro; pidió que desenvainasen las espadas,
que le desgarrasen la piel y que vieran. Me buscaron de inmediato,
y, luego de atenderlo, hallé a su gracia
muy bien recuperada.[94]
Por su parte, en el Capítulo XVIII del Libro I de Los trabajos de Persiles y Segismunda (1616), Cervantes nos ofrece una curiosa conversación entre el astrólogo Mauricio, Antonio, Rutilio y Arnaldo. A partir de una de las intervenciones de Mauricio se produce el siguiente intercambio:
–Posible cosa es que un oficial sea poeta, porque la poesía no está en las manos, sino en el entendimiento, y tan capaz es el alma del sastre para ser poeta como la de un maese de campo; porque las almas todas son iguales y de una misma masa en sus principios criadas y formadas por su Hacedor, y, según la caja y temperamento del cuerpo donde las encierra, así parecen ellas más o menos discretas, y atienden y se aficionan a saber las ciencias, artes o habilidades a que las estrellas más las inclinan; pero más principalmente y propia se dice que el poeta nascitur. Así que no hay que admirar que Rutilio sea poeta, aunque haya sido maestro de danzar.
–Y tan grande –replicó Antonio– que ha hecho cabriolas en el aire más arriba de las nubes.
–Así es –respondió Rutilio, que todo esto estaba escuchando–, que yo las hice casi junto al cielo, cuando me trajo caballero en el manto aquella hechicera desde Toscana, mi patria, hasta Noruega, donde la maté, que se había convertido en figura de loba, como ya otras veces he contado.
–Eso de convertirse en lobas y lobos algunas gentes destas setentrionales es un error grandísimo –dijo Mauricio–, aunque admitido de muchos.
–Pues, ¿cómo es esto –dijo Arnaldo– que comúnmente se dice y se tiene por cierto que en Inglaterra andan por los campos manadas de lobos, que de gentes humanas se han convertido en ellos?
–Eso –respondió Mauricio– no puede ser en Inglaterra, porque en aquella isla templada y fertilísima no sólo no se crían lobos, pero ninguno otro animal nocivo, como si dijésemos serpientes, víboras, sapos, arañas y escorpiones; antes es cosa llana y manifiesta que si algún animal ponzoñoso traen de otras partes a Inglaterra, en llegando a ella muere; y si de la tierra desta isla llevan a otra parte a alguna tierra y cerca con ella a alguna víbora, no osa ni puede salir del cerco que la aprisiona y rodea, hasta quedar muerta. Lo. que se ha de entender desto de convertirse en lobos es que hay una enfermedad a quien llaman los médicos manía lupina, que es de calidad que al que la padece le parece que se ha convertido en lobo, y aulla como lobo, y se juntan con otros heridos del mismo mal, y andan en manadas por los campos y por los montes, ladrando ya como perros, o ya aullando como lobos; despedazan los árboles, matan a quienes encuentran y comen la carne cruda de los muertos, y hoy día sé yo que hay en la isla de Sicilia, que es la mayor del mar Mediterráneo, gentes deste género, a quien los sicilianos llaman lobos menar, los cuales antes que les dé tan pestífera enfermedad, lo sienten, y dicen a los que están junto a ellos que se aparten y huyan dellos, o que los aten o encierren porque si no se guardan, los hacen pedazos a bocados y los desmenuzan, si pueden, con las uñas, dando terribles y espantosos ladridos. Y es esto tanta verdad que, entre los que se han de casar, se hace información bastante de que ninguno dellos es tocado desta enfermedad; y si después, andando el tiempo, la esperiencia muestra lo contrario, se dirime el matrimonio. También es opinión de Plinio, según lo escribe en el lib. 8, cap. 22, que entre los árcades hay un género de gente, la cual, pasando un lago, cuelga los vestidos que lleva de una encina, y se entra desnudo la tierra dentro, y se junta con la gente que allí halla de su linaje en figura de lobos, y está con ellos nueve años, al cabo de los cuales vuelve a pasar el lago, y cobra su perdida figura, pero todo esto se ha de tener por mentira, y si algo hay, pasa en la imaginación y no realmente.
–No sé –dijo Rutilio–, lo que sé es que maté la loba y hallé muerta a mis pies la hechicera.
–Todo eso puede ser –replicó Mauricio–, porque la fuerza de los hechizos de los maléficos y encantadores, que los hay, nos hace ver una cosa por otra; y quede desde aquí asentado que no hay gente alguna que mude en otra su primer naturaleza.[95]
Para proseguir con los ejemplos, véase también el apartado referido a las «Enfermedades de la mente», de la extraordinaria Anatomía de la melancolía (1621), del fisiólogo británico Robert Burton. Allí, entre muchas otras cuestiones, se establece una serie de distinciones entre las diferentes formas de locura, que incluyen la licantropía:
Celsus y muchos escritores confunden la locura, el frenesí y la melancolía; otros dejan de lado el frenesí y consideran que la locura y la melancolía son una única enfermedad –punto de vista que sostiene especialmente Jason Pratensis–, que difiere únicamente secundum majus o minus, sólo en cantidad, siendo una un grado de la otra y procediendo ambas de una misma causa. Gordonius dijo que difieren inteso & remisso gradu, según el humor se intensifique o remita. De la misma opinión son Areteaus, Alexander Tertullianus, Guianerius, Savonarola y Heurnius; el mismo Galeno escribe abundantemente de ambas en razón de su afinidad. Sin embargo, la mayoría de nuestros teóricos, a quienes voy a seguir en este tratado, las consideran por separado. Por consiguiente, a la locura se la definió como: una vehemente chochera, o como una demencia sin fiebre,
mucho más violenta que la melancolía, llena de furia y estrépito, con miradas, reacciones y gestos horribles, que perturban tanto la mente como el cuerpo de los pacientes con una enorme vehemencia, sin ningún temor ni tristeza, con fuerza y audacia tan impetuosas que, en oportunidades, tres o cuatro hombres no pueden sujetarlos. Sólo difiere del frenesí en la ausencia de fiebre y en que no se conserva recuerdo alguno.[96]
Luego de dar una serie de ejemplos sobre la furia y sus especies, Burton llega finalmente a la licantropía, la hidrofobia y el baile de San Vito:
La Lycanthropia –a la que Avicena llama Cucubuth y otros lupinam insanian o locura lobuna– se produce cuando los hombres corren aullando por entre las tumbas y campos durante la noche, estando persuadidos de que son lobos o alguna especie de bestias. Aetius y Paulus consideraron que se trataba de una especie de melancolía, pero yo me referiré más bien a esto como locura, como también otros lo hacen. Algunos dudan de que exista tal tipo de enfermedad. Donato Altomari dijo que vio dos casos en su tiempo; Wierus cuenta la historia de uno de ellos en Padua, en 1541, que no admitía otra cosa que ser un lobo. En otro ejemplo nos habla de un español, que se creía oso. Forestus lo confirma con muchos ejemplos, uno de los cuales presenció con sus propios ojos: vio en Alkmaar, Holanda, a un pobre agricultor que cazaba entre las tumbas, quedándose en los camposantos, que tenía un aspecto pálido, obscuro, feo y aterrador.
Según Avicena, esta enfermedad generalmente afecta a los hombres en febrero, y actualmente es frecuente en Bohemia y Hungría, de acuerdo con Heurnius. Para Schernitzius es común en Livonia. Los afectados se esconden durante la mayor parte del día y salen de noche, ladrando y aullando por las tumbas y desiertos; según Altomarus, por lo general, tienen ojos hundidos, costras en las piernas y muslos, y se ven resecos y pálidos.[97]
Mucho más adelante, el monje benedictino español fray Benito Jerónimo Feijóo (1676-1764), en su Teatro crítico universal (escrito entre 1726 y 1760), comenta sus observaciones y lecturas sobre medicina, ciencias naturales, filosofía, literatura y supersticiones. Allí, en el Discurso Octavo de su Tomo Sexto, de 1734, lleva a cabo un «Examen filosófico de un peregrino suceso de estos tiempos», referido a un muchacho, natural de las montañas de Burgos, que vivió varios años bajo el mar. En los apartados IX y X, que tratan de la «privación del juicio», se analiza –en el parágrafo 45– el caso de los licántropos:
Si [el muchacho] ya tenía perdido el juicio cuando formó la resolución de vivir en el agua, me imagino que su locura era de aquella especie que los griegos llamaron, y hoy llaman también los latinos, Lycanthropia, que consiste en una especial lesión de la imaginativa, por la cual los que la padecen se juzgan convertidos en alguna especie de brutos. La voz Lycanthropia primariamente se instituyó para significar aquella especial perturbación del juicio por la cual los hombres se imaginan convertidos en Lobos, por ser ésta la más frecuente, y compónese de las dos voces griegas Lycos y Anthropos, la primera, que significa Lobo, y la segunda, Hombre; pero después se hizo como genérica la voz, para significar la imaginada mutación en cualquiera especie bruta. Los que padecen tan extraña demencia, en todo procuran imitar las acciones y modo de vivir de aquellos brutos en cuya especie se juzgan comprehendidos. Los que se imaginan lobos, se retiran a los montes, persiguen los ganados, " : matan las reses y las comen crudas.[98]
XI
Ungüentos, porfiria, hipertricosis
Hubo también otras explicaciones para las diversas manifestaciones de la licantropía. Ya en los siglos XVI y XVII los tratadistas hicieron referencias de muy variado tipo a la utilización de ungüentos y hierbas que, frotados o ingeridos, creaban en sus usuarios la ilusión de convertirse en lobos.
Johann Weyer, refiriéndose al caso de los «hombres lobo de Poligny» (del cual se hablará más adelante), escribió que éstos creían que «al frotarse con un ungüento, se convertirían en lobos y, al frotarse con ciertas hierbas, recuperarían la forma humana».[99]
Jean de Nynauld, por su parte, apunta una larga lista de ingredientes utilizados para la preparación de ungüentos que sirven para la transformación; entre otros, raíz de belladona, hierba mora, sangre de murciélago y de abubillas, apio, hollín, perejil, hojas de álamo, adormidera, beleño, cicuta... y crustáceos.
En 1589 el filósofo Giambattista Delia Porta (1535-1615), quien había fundado en su Ñapóles natal la Accademia Secretorum Naturae –disuelta más tarde bajo acusación de hechicería–, publicó los veinte libros de su Magiae naturalis sive de miraculus rerum naturalium. Allí se lee que
al beber cierta poción, al hombre a veces le parecerá haberse convertido en pez y, abriendo los brazos, nadará sobre el suelo: a veces creerá que salta sobre la superficie y luego creerá que volverá a sumergirse. Otro creerá haberse convertido en ganso: graznará de tanto en tanto y hará como que aplaude con las alas. Y eso sucedió cuando ingirió las plantas antes mencionadas [Stramonium, Solarium Manicum, Bella Donna], sin excluir el beleño. Extraer las esencias de sus menstruum y mezclarlas con las de sus cerebros, corazones, miembros y otras partes. Recuerdo que, de joven, probé esas cosas en mis compañeros, y la locura que les produjeron los hizo obsesionarse con algo que hubiesen comido, haciendo que su fantasía trabajara según la calidad de su carne. Uno que se había hartado comiendo bifes, en su delirio, no vio otra cosa que la forma de toros que corrían a embestirlo con sus cuernos.[100]
Sin embargo, el consumo de sustancias alucinógenas no agota la descripción de las enfermedades que, desde antiguo, los fisiólogos llamaron licantropía. Paulos Aigina, médico que vivió en Alejandría en el siglo VII y célebre autor de una enciclopedia sobre medicina en siete volúmenes, analiza la enfermedad y la describe a partir de su experiencia clínica. Según Charlotte F. Otten, atribuyó sus causas a
el mal funcionamiento del cerebro, patología humoral y drogas alucinógenas. Paulos describió los síntomas de sus pacientes licantrópicos en los siguientes términos: palidez; visión débil; ausencia de lágrimas y de saliva, con la consiguiente sequedad de ojos y lengua; sed excesiva, piernas incurablemente ulceradas (por rasparse con frecuencia cuando caminan en «cuatro patas»); compulsión obsesiva a vagabundear de noche en cementerios y a aullar hasta el alba. Para la cura, el fisiólogo recomienda baños, purgas, apertura de una vena, dieta controlada, y para prevenir el insomnio y el vagabundeo nocturno, frotar las narinas del paciente con opio, de manera de asegurar un sueño ininterrumpido.[101]
En la descripción sintomatológica de Paulos Aigina –que, por cierto, consideró la licantropía como otra forma de melancolía –pueden verse algunas de las características de la enfermedad mental antes referida como melancolía, pero también de otras extrañas enfermedades de naturaleza netamente genéticas, hoy bien conocidas. Las principales son la porfiria y la hipertricosis.
Según el Dr. L. Illis, neurólogo británico que escribió un famoso artículo muchas veces citado[102], la porfiria es una enfermedad congénita, debida a un gen recesivo que impide que en la médula se produzca la transformación de porfobilinógeno en porfirina.[103] Los síntomas incluyen una severa fotosensibilidad, orina muy obscura (por las grandes cantidades de porfirina que se eliminan), tendencia a la ulceración de la piel –produciéndose, a la larga, la destrucción de huesos y cartílagos, con la consiguiente pérdida de nariz, orejas, párpados y dedos–, abundancia de pelo y sobrepigmentación en las áreas fotosensibles, obscurecimiento de los dientes por los depósitos de porfirina y una médula hiperplásica, con la consiguiente anemia. Algunas manifestaciones de la enfermedad incluyen además desórdenes mentales que van de la histeria a la psicosis maníaco-depresiva y el delirio.
A modo de corolario, el Dr. Illis señala:
Es posible, entonces, trazarse una imagen del enfermo de porfiria que, aunque no necesariamente de manera característica o típica, encaje en toda la evidencia disponible en la literatura sobre la porfiria: tal persona, por su fotosensibilidad y el desfiguramiento consiguiente, tal vez sólo quiera salir de noche. La piel pálida, amarillenta y excoriada puede explicarse por su anemia hemolítica, su ictericia y su prurito. Esos rasgos, junto con la hipertricosis y la pigmentación, se ajustan perfectamente a las descripciones antiguas de los hombres lobo. Puede que el desdichado enfermo se halle mentalmente perturbado y muestre algún tipo o grado de comportamiento anormal. En épocas pasadas, eso se habría visto acentuado por el trato físico y social recibido de otras personas, quienes se habrían explicado la cuestión en términos de brujería o posesión satánica.
¿Qué podrían haberles sugerido los dientes rojos, la orina roja, los vagabundeos nocturnos, la mutilación de rostro y manos, el comportamiento alterado a los habitantes de comunidades primitivas de zonas relativamente aisladas y atormentados por el miedo?[104]
En cuanto a la hipertricosis, se trata de una curiosa enfermedad congénita que consiste en el crecimiento excesivo del pelo –generalmente largo, suave y ondulado– en distintas partes del cuerpo, como una persistencia del lanugo, que es el vello que recubre al feto humano. A lo largo del tiempo, fueron estudiadas unas cuarenta familias, no emparentadas entre sí, que sufrieron esa dolencia. «Un caso temprano notable –escribe el Dr. Jan Bondeson– fue el de Pedro González, nacido en las islas Canarias en 1556, el cual tenía todo el cuerpo cubierto de pelo largo y suave, como un perro de Terranova. Este hombre fue llevado a la corte del rey Enrique II de Francia como una curiosidad, se casó allí y tuvo tres hijos, todos los cuales heredaron la misma forma de pilosidad. Uno de ellos, por lo menos, llevó este trastorno hasta la tercera generación.»[105]
XII
Francia en el siglo xvi
Existe tal cantidad de hipótesis planteadas por los historiadores para justificar la supuesta plaga de hombres lobo que asoló a Francia durante los siglos XVI y XVII[106] y es tan elevado el número de procesos judiciales y de relatos desprendidos de estos últimos que bien podría pensarse que el período constituye algo así como la edad de oro de la licantropía.[107] Aparentemente, toda forma de perversión que se registrara –asesinos seriales y casos de canibalismo incluidos– encontraba su chivo expiatorio en los presuntos licántropos.
En términos meramente estadísticos, suele decirse que hubo unos treinta mil procesos por licantropía. Dejando de lado la discusión sobre la veracidad de esa cifra, puede sostenerse que tuvieron lugar numerosos hechos de violencia, la mayor parte de los cuales ocurrió en el este de Francia; más precisamente en la región conocida como Franco-Condado.
El Franco-Condado comparte unos 230 kilómetros de frontera común con Suiza. Provincia del extremo occidental del Sacro Imperio Romano, en la actualidad cuatro son los departamentos que la definen: el Territorio de Belfort, el Alto Saona, Doubs y el Jura, con su macizo homónimo. Su relieve es básicamente montañoso, aunque casi la mitad está cubierto por densos bosques. Durante siglos fue una región salvaje y eminentemente pastoril, con una gran población de lobos. La Iglesia y la superstición hicieron el resto.
«De acuerdo con las crónicas y los registros judiciales –anota la historiadora Kathryn Edwards–, durante los siglos XVI y XVII, el Franco-Condado estaba infestado de hombres lobo. El primer caso registrado ocurrió en 1521, cuando tres hombres fueron condenados a muerte por destrucción de propiedad y asesinato bajo la forma de lobos.»[108] Se trataba de Pierre Bourgot, Michel Verdung (o Udon) y Philibert Mentot, conocidos desde entonces como los «hombres lobo de Poligny». Su historia fue referida por primera vez por Johann Weyer[109], quien, en palabras del investigador inglés Rossell Hope Robbins, «la desechó considerándola un delirio producido bajo la tortura».[110] Los tres sujetos involucrados fueron juzgados en diciembre de 1521 por el fraile dominico Jean Boin (o Bomm), Inquisidor General de Bensancon. Según Robbins,
las sospechas recayeron sobre esos tres hombres luego de que un viajero, que atravesaba el distrito de Poligny, fuera atacado por un lobo; el hombre hirió a la bestia y siguió su rastro hasta una choza, donde descubrió a una mujer que le limpiaba las heridas a Verdung. Durante su confesión, Michel Verdung contó cómo había hecho para que Pierre [Bourgot] le fuera fiel al Diablo.
Después confesó Pierre Bourgot. En 1502, una terrible tormenta dispersó sus rebaños. Cuando los buscaba, se encontró con tres jinetes negros, a quienes les contó sus penas. .' Uno de los jinetes (cuyo nombre más tarde resultó ser Moyset) le prometió a Pierre consuelo y ayuda si lo servía como amo y señor, y Pierre aceptó la oferta esa misma semana. Muy pronto halló a sus ovejas. En un segundo encuentro, al enterarse de que ese amable desconocido era un sirviente del Dia–• bio, Pierre negó a Cristo y le juró fidelidad, besando la mano , izquierda del jinete, que era negra, y fría como hielo. Al cabo de dos años, Pierre comenzó a volver al cristianismo. En ese momento, Michel Verdung, otro sirviente del Diablo, recibió instrucciones para hacerle a Pierre la marca del Diablo en el dedo del pie. Alentado por la promesa del oro satánico, este último asistió al sabbat, donde todos llevaban una vela verde que ardía con una llama azul. Entonces Verdung le dijo que se desvistiera y le pasó un ungüento mágico por el cuerpo. Pierre se convirtió en lobo. Luego de dos horas, Verdung le aplicó otro ungüento y Pierre recuperó su forma humana. Según confesó (bajo tortura), como hombre lobo atacó a varias personas. Se arrojó sobre un niño de siete años, pero el muchachito gritó y Pierre tuvo que ponerse sus ropas y convertirse nuevamente en hombre para que no lo descubrieran. Confesó haberse comido a una niñita de cuatro años, cuya carne le pareció deliciosa; también le rompió el cuello a otra nena de nueve años y se la comió. Como lobo, copuló con lobas verdaderas y, según señaló [Henri] Boguet, los «tres hombres experimentaron tanto placer como si hubiesen copulado con mujeres».
Los tres, claro, fueron quemados.[111]
La historia de Gilíes Garnier, «hombre lobo de Dole» constituye uno de los más famosos relatos sobre licántropos. Fue detalladamente expuesta en muchas oportunidades. La versión que sigue proviene de Sabine Baring-Gould:
Hacia fines del otoño de 1573, los campesinos de los alrededores de Dǒle, en el Franco-Condado, fueron autorizados por la Corte del Parlamento de Dole a abatir a los hombres lobo que infestaban la región. La autorización decía esto: «De acuerdo con el anuncio hecho a la soberana Corte del Parlamento de Dole, de que en los territorios de Espagny, Salvange, Courchapon y los pueblos de los alrededores, desde hace ya algún tiempo, a menudo ha sido visto y encontrado un hombre lobo, el cual, según se dice, ha atrapado y arrebatado a varios niños, quienes desde entonces no han sido vueltos a ver, y ha atacado y causado daños en la región a algunos jinetes, que lograron repelerlo sólo con gran dificultad y peligro de sus personas: la dicha Corte, deseando prevenir cualquier peligro mayor, permite que quienes permanecen o viven en los mencionados lugares u otros, a pesar de todos los edictos concernientes a la [prohibición de la] caza, se reúnan con picas, alabardas, arcabuces y palos, para cazar y perseguir al mencionado hombre lobo en todo lugar donde puedan hallarlo o capturarlo, atarlo o matarlo, sin incurrir en ningún castigo... Acordado en la reunión de dicha Corte, el día 13 del mes de septiembre de 1573». Sin embargo, pasaría algún tiempo hasta que el hombre lobo fuese capturado.
En un lugar retirado, cerca de Amanges, medio escondida entre árboles, se levantaba una choza de aspecto rudimentario: su techo era de paja y sus paredes estaban manchadas de líquenes. El jardín había desaparecido y la cerca que lo rodeaba estaba rota. Como la choza estaba lejos de todo camino y sólo llegaba hasta ella una senda que atravesaba un páramo y el bosque, raramente era visitada, y la pareja que allí vivía no era del tipo de las que hacían muchos amigos. El hombre, Gilles Garnier, un tipo sombrío, de apariencia enfermiza, que caminaba encorvado, de rostro pálido, cutis lívido y ojos profundos debajo de unas cejas gruesas y espesas que se le unían en la frente, era suficiente para repeler a cualquiera que fuera a querer frecuentarlo. Gilíes apenas hablaba y, cuando lo hacía, era en el dialecto más cerrado de la región. Su larga barba gris y sus hábitos retraídos le valieron el nombre de Ermitaño de Saint Bonnot, aunque nadie le atribuía ni por un instante ninguna santidad.
Durante un tiempo nadie pareció haber sospechado de él, pero un día, mientras algunos campesinos de Chastenoy volvían, por el bosque, del trabajo a sus casas, los gritos de una niña y los profundos aullidos de un lobo atrajeron su atención, y corriendo en dirección adonde se oían los gritos, descubrieron a una niña que se defendía contra una criatura monstruosa, que la atacaba con dientes y garras, y que ya la había herido severamente en cinco lugares. Cuando se hicieron presentes los campesinos, la criatura huyó a la espesura; estaba tan obscuro que no pudo ser identificada con certeza, y mientras algunos afirmaban que se trataba de un lobo, otros creyeron haber reconocido los rasgos del ermitaño. Esto ocurrió el 8 de noviembre.
El 14, desapareció un niño de diez años, quien había sido visto por última vez a poca distancia de las puertas de Dǒle.
Fue entonces cuando el Ermitaño de Saint Bonnot fue apresado y juzgado en Dǒle, donde se obtuvo de él y de su esposa la siguiente evidencia, luego refrendada en muchos aspectos por testigos.
El último día de la fiesta de San Miguel, bajo la forma de lobo, a una milla de Dǒle, en la granja de Gorge, un viñedo perteneciente a Chastenoy, cerca del bosque de La Serré, Gilíes Garnier atacó a una jovencita de diez o doce años y la mató con sus dientes y zarpas; luego la llevó hasta el bosque, la desvistió, se comió la carne de sus brazos y piernas y disfrutó tanto de su comida que, inspirado por el amor conyugal, le llevó un poco de carne a su esposa Apolline.
Ocho días después de la fiesta de Todos los Santos, nuevamente como lobo, atrapó a otra niña cerca del prado de La Pouppe, en el territorio de Athume y Chastenoy, y estaba a punto de matarla y devorarla, cuando se aparecieron tres personas y se vio obligado a escapar. Catorce días después de Todos los Santos, también como lobo, atacó a un niño de diez años a una milla de Dǒle, entre Gredisans y Menoté, y lo estranguló. En esa ocasión se comió por completo la carne de sus brazos y piernas, y también devoró una gran parte del estómago; una de las piernas se la arrancó completamente del cuerpo con los colmillos.
El viernes previo a la fiesta de San Bartolomé, atrapó a un muchacho de doce o trece años, debajo de un gran peral, cerca del bosque del pueblo de Perrouze, y lo arrastró a la espesura, donde lo mató, con el propósito de comérselo como a los otros niños, pero unos hombres que se acercaban le impidieron llevar a cabo sus deseos. Sin embargo, el muchachito estaba muerto y los hombres que se acercaron declararon que Gilíes apareció como hombre y no como lobo. El Ermitaño de Saint Bonnot fue sentenciado a ser llevado a un lugar público para su ejecución y, allí, a ser quemado vivo, sentencia que fue rigurosamente cumplida [el 8 de enero de 1574].[112]
Sin embargo, a pesar de los casos presentados hasta aquí, no todas las apariciones de hombres lobo ocurrían en las soledades del campo. En 1578, por ejemplo, un tal Jacques Rollet, acaso el primero de los luego numerosos hombres lobo de París, fue juzgado y condenado a ser quemado vivo en la Place de Greve porque bajo la forma de lobo devoró a un niñito.
Diez años después, en Auvernia, se dio el caso de una mujer lobo. La historia remite a muchas otras de naturaleza folklórica, pero Henri Boguet, quien escuchó el relato de alguien que había estado en el lugar quince días después de ocurrido el hecho, lo da por bueno. Según el demonólogo, todo sucedió en un pueblo que quedaba a dos leguas de Apchon:
Una noche, un caballero que estaba junto a las ventanas de su castillo, vio pasar a un cazador a quien conocía y le pidió que le trajese algo de su caza. Mientras el cazador proseguía su camino por un descampado, fue atacado por un gran lobo, sobre el que descargó un disparo de su arcabús, sin lograr herirlo. Pronto se vio obligado a forcejear con el lobo, al que tomó por las orejas y, retrocediendo, echó mano a un gran cuchillo de caza con el que asestó un golpe al animal, cortándole una de sus patas, que, una vez que la bestia se dio a la fuga, guardó en su morral. Luego, se presentó en el castillo del caballero, ante quien había combatido con el lobo. El del castillo le pidió que le mostrase la caza, a lo que el cazador accedió y, pensando en sacar una pata del morral, sacó una mano que en uno de sus dedos llevaba una sortija de oro, la cual el caballero reconoció como perteneciente a su mujer. Esto le trajo sospechas y, dirigiéndose a la cocina, encontró a su mujer que se calentaba, con el brazo oculto debajo de un delantal, el cual le arrancó para descubrir que había perdido la mano. Por ello el caballero la aferró fuertemente y, casi de inmediato, cuando fue confrontada a su mano, la mujer confesó que había sido ella la que, tomando la forma de lobo, había atacado al cazador. Poco después fue quemada en Riom.[113]
Otro célebre relato de licantropía –en la ocasión, recogido por el antropólogo Homayun Sidky– trata sobre la historia de Jacques Roulet, «hombre lobo de Angers». En 1598,
en un salvaje y poco frecuentado lugar cercano a Caude, algunos campesinos dieron un día con el cadáver de un muchacho de unos quince años, horriblemente mutilado y salpicado de sangre. Cuando los hombres se acercaron, dos lobos, que habían estado desgarrando el cuerpo, se apartaron de un salto y se internaron en la espesura. Los hombres siguieron de inmediato el rastro sangriento que habían dejado hasta que lo perdieron; pero, de pronto, acuclillado entre los matorrales, con los dientes castañeteando de miedo, hallaron a un hombre medio desnudo, con el pelo y la barba largos y las manos cubiertas de coágulos de sangre. Sus uñas eran largas como zarpas y estaban llenas de sangre fresca. A pesar de que el depravado fue inmediatamente arrestado en base a la evidencia física, nunca se mencionó cómo se determinó que la «sangre» que había debajo de las uñas de Roulet correspondía a carne humana (tarea imposible sin un moderno laboratorio forense).
El sospechoso, mendigo y vagabundo, admitió bajo severa coacción que era capaz de transformarse en lobo por medio de un ungüento que le habían proporcionado sus v padres. También reveló que en compañía de su hermano
Jean y su primo Julien –también licántropos– había asesinado a numerosas mujeres y niños, y devorado su carne. El lieutenant criminel de Angers condenó a Roulet a muerte por licantropía, asesinato y canibalismo; no obstante, gracias a una apelación al Parlamento de París, Roulet fue recluido en un asilo para locos durante dos años, puesto que las autoridades de París juzgaron que su confesión era poco confiable en razón de su debilidad mental.[114]
También a 1598 se remontan los datos existentes sobre los miembros de la familia Gandillon, considerados los «hombres lobo de Saint Claude». Baring-Gould cuenta su historia, a partir de los datos consignados por Henri Boguet:
Pernette Gandillon era una muchacha pobre del Jura, que en 1598 se dedicó a recorrer la región en cuatro patas, creyéndose una loba. Un día, mientras recorría el campo en uno de sus accesos de locura licantrópica, llegó hasta donde había dos niños que arrancaban frutillas silvestres. Llena de una súbita pasión por sangre, se arrojó sobre la niñita y la habría matado a no ser por su hermano, un muchachito de cuatro años, que la defendió decididamente con un cuchillo. Sin embargo, Pernette le arrancó el arma de su manita, lo hizo caer al suelo y le cortó el cuello, de manera que el niño murió por la herida. La gente, furiosa y horrorizada, despedazó a Pernette.
Inmediatamente después, Pierre, el hermano de Pernette Gandillon, fue acusado de brujería. Se le imputó haber llevado niños al sabbat, haber hecho granizar y haber recorrido la región bajo la forma de lobo. La transformación se habría efectuado por medio de un ungüento que había recibido del diablo. En una oportunidad, había asumido la forma de una liebre, pero usualmente se presentaba como lobo, y su piel se cubría con un pelo gris lanudo. Rápidamente reconoció que los cargos que se le imputaban estaban bien fundamentados y admitió que, durante los períodos en que se transformaba, había atacado y devorado tanto a animales como a seres humanos. Cuando deseaba recobrar su verdadera forma, rodaba sobre el pasto húmedo de rocío. Su hijo Georges también admitió que había sido ungido con el ungüento y que había acudido al sabbat bajo la forma de lobo. De acuerdo con su propio testimonio, en una de sus expediciones había atacado a dos chivos. [...]
Su hermana Antoinette confesó que había hecho granizar y que se había vendido al diablo, quien se le había aparecido bajo la forma de un chivo negro. Había estado en el sabbat en varias ocasiones.[115]
Mientras estaban en la cárcel, los Gandillon se comportaban como bestias. Así los describió Boguet:
En compañía de Mr. Claude Meynier, nuestro Juez, he visto a esa gente andar en cuatro patas por la pieza, exactamente como lo hacían en los campos; pero dijeron que les era imposible convertirse en lobos, porque ya no tenían más ungüento y habían perdido el poder de hacerlo al estar presos. He notado también que tenían raspones en la cara, manos y piernas, y que ese Pierre Gandillon estaba así tan desfigurado que difícilmente guardaba parecido alguno con un hombre, infundiendo horror en aquellos que lo miraban. Finalmente, la ropa de los niños a quienes habían matado y comido fueron encontradas en los campos sin el menor desgarro, lo que indicaría que los niños fueron desvestidos por manos humanas.[116]
Pierre, Georges y Antoinette Gandillon fueron ahorcados y luego quemados.
Ahora bien, el 14 de diciembre de ese mismo año –a todas luces, rico en licántropos y locos– fue sentenciado en París un sastre, conocido como el «hombre lobo de Châlons-sur-Marne», quien, con golosinas, atraía a su negocio a los niños, para matarlos y luego comérselos. Supuestamente, luego de que fuera torturado y de que confesase, en el interior de su comercio se encontró un barril lleno de huesos humanos. El Parlamento de París lo sentenció a morir en la hoguera, quemándose igualmente con él los papeles de su proceso por la brutalidad de los detalles.
Sin embargo, las referencias más espantosas son las que determinaron el éxito de la historia de Stubbe Peeter.
XIII
Stubbe Peeter
Mientras los franceses se ocupaban de lidiar con sus licántropos, los alemanes sorprendieron a toda Europa con el juicio al «hombre lobo de Colonia», caso que tuvo lugar en 1589. Y tal fue su espectacularidad y sensacionalismo que esa historia y consiguiente proceso fueron traducidos a diversas lenguas y se vendieron bajo la forma de libelos. Los fragmentos que siguen corresponden a la versión publicada en Inglaterra, a partir de un original enviado el 11 de junio de 1590 desde Alemania por un tal George Bores. El irresistible título del panfleto constituía en sí mismo toda una operación de marketing. «Un discurso verdadero que da cuenta de la deplorable vida y muerte de un tal Stubbe Peeter, el más perverso de los hechiceros, quien, bajo la apariencia de lobo, cometió muchos crímenes, continuando con su práctica diabólica por 25 años, matando y devorando a hombres, mujeres y niños; quien por los mismos hechos fue encarcelado y ejecutado el 31 de octubre pasado en la ciudad de Bedbur, cerca de la ciudad de Colonia, en Alemania». Sin embargo, el relato de la bestialidad de Stubbe Peeter supera con creces lo que su título promete:
En las ciudades de Cperadt y Bedbur, cerca de Colonia, en la alta Alemania, creció y se crió un tal Stubbe Peeter, quien, desde su juventud, se vio muy inclinado a la maldad y a la práctica de las malas artes, ahito del condenable interés por la magia, la nigromancia y la brujería, él mismo conocedor de muchos espíritus infernales y demonios. El Diablo, quien tiene el oído bien dispuesto para oír las lascivas peticiones de los malvados, le prometió darle durante su vida mortal todo lo que su corazón deseara, con lo cual este vil sinvergüenza, munido de un corazón tirano y de una mente cruelmente sanguinaria, solicitó poder obrar a voluntad con maldad sobre hombres, mujeres y niños, bajo la forma de alguna bestia, para poder vivir sin miedo o peligro de su vida y no ser reconocido como el ejecutor de todas las empresas sangrientas que quisiera cometer. El Diablo le dio un cinturón que, al ser puesto alrededor de su cintura, lo hacía verse semejante a un lobo ávido y carnicero, fuerte y poderoso, con grandes ojos, que en la noche refulgían como tizones; una boca grande y amplia, con los dientes más crueles y afilados; un cuerpo enorme y poderosas zarpas. Y apenas se sacaba el mismo cinturón, aparecía inmediatamente bajo su forma anterior, según las proporciones humanas, como si jamás hubiese cambiado.
Stubbe Peeter estaba sumamente encantado, y esa forma se acomodaba a sus caprichos y concordaba con su naturaleza, inclinada a la sangre y la crueldad. Por lo tanto, satisfecho con ese extraño y demoníaco regalo (porque no era molesto y podía esconderse en un espacio reducido), procedió a la ejecución de sus abyectos y viles crímenes; y apenas alguien le caía mal, se sentía sediento de venganza, y en cuanto él o cualquiera de los suyos caminara por los campos o la ciudad, los buscaría bajo la forma de lobo y no descansaría hasta desgarrarles las gargantas y arrancarles los miembros en pedazos. Y luego de haberle tomado el gusto, se sintió tan complacido y encantado derramando sangre que noche y día recorría los campos y llevaba a cabo crueldades extremas. En diversas ocasiones recorrió bien vestido y muy cortésmente las calles de Colonia, Bedbur y Cperadt como uno más de los habitantes de esas ciudades, y en más de una oportunidad saludó a aquellos cuyos hijos y amigos había masacrado, pero nadie sospechaba de él. En esos lugares, iba de aquí para allá, como espiando a doncellas, mujeres o niños que sus ojos desearan o su corazón codiciara, esperando que salieran de la ciudad o del pueblo. Si de algún modo podía encontrárselos solos, los violaba en los campos y luego, ya como lobo, los asesinaba cruelmente. A menudo sucedía que, mientras caminaba por los campos, si por casualidad descubría a un grupo de muchachas jugando juntas o también ordeñando sus vacas, corría hacia ellas con su forma de lobo y, en tanto el resto escapaba, se aseguraba de apresar a una, y luego de saciar su sucia lujuria, la mataba de inmediato. Por otra parte, si alguna le gustaba o lo reconocía la perseguía, y tal era su rapidez cuando era lobo que dejaba atrás al más rápido perro de caza de la región. Y tantas crueldades llevó a cabo que toda la provincia estaba aterrada por la crueldad de ese lobo sangriento y carnicero. Así, continuando con sus hechos diabólicos y deplorables, en unos pocos años asesinó a trece niños y a dos hermosas jóvenes embarazadas, arrancándoles los hijos de sus vientres de la manera más sangrienta y salvaje, y comiéndose luego sus corazones todavía calientes y palpitantes, a los cuales consideraba bocados delicados que correspondían a su apetito.
Por otra parte, muchas veces solía matar ovejas y cabritos como las bestias, alimentándose con su sangre y carne crudas como si de hecho fuera un verdadero lobo.
Por aquel entonces vivía con una hija, con quien complacía su lujuria de las formas más antinaturales, y con ella cometía cruelmente incesto, el peor y más vil de los pecados, que supera por mucho al adulterio o a la fornicación, aunque cualquiera de los tres arroja el alma al fuego del infierno, salvo que intervenga arrepentimiento voluntario y la gran misericordia de Dios. Esa hija que había engendrado, y que no era tan perversa como él, a la que se conocía como Stubbe Beell, era tan bella y graciosa que recibía elogios de todos los que la conocían. Pero tan desmedidas eran la lujuria y la suciedad del deseo que sentía por ella que engendró un hijo en la joven, usándola a diario como su concubina, pero como una bestia inmunda e insaciable, entregada a obrar el mal, ávidamente se acostaba también con su propia hermana, frecuentando su compañía por mucho tiempo. Además, habiendo sido mandado a llamar por una amiga para divertirse y pasar un buen rato, antes de partir de allí, con su conversación lisonjera convenció a la mujer, y a tal punto que antes de irse de la casa yació con ella y aun después siguió teniéndola a su disposición; esa mujer, que se llamaba Katherine Trompin, era de buena familia, sumamente bella y agraciada, y muy bien vista por sus vecinos. Pero no habiendo satisfecho su lascivia y su desmedida lujuria con la compañía de muchas concubinas, ni complacido sus perversos caprichos con la belleza de ninguna mujer, el Diablo le envió un espíritu maligno bajo la forma de una mujer tan agraciada y bella que más bien parecía un ángel celestial antes que una criatura mortal, tanto excedía su hermosura la de las más bellas mujeres; y con el deleite de su corazón, estuvo acompañado por espacio de siete años, aunque al final resultó que de hecho era una diablesa. No obstante, esa pecaminosa naturaleza lujuriosa en nada mitigó su mente cruel y sanguinaria, sino que siguió siendo una sanguijuela insaciable; y tanta era la dicha que le procuraba la sangre, que no dejaba pasar día sin derramarla, sin fijarse demasiado a quiénes mataba, sino cómo lo hacía y cómo los destruía, según lo pone de manifiesto la siguiente cuestión, en la que queda subrayada la crueldad y dureza de su corazón. Porque, habiéndole dado a su hijo una infancia adecuada, engendrándolo en la flor de su edad, primer fruto de su cuerpo, quien tanta alegría le daba, al punto que generalmente lo llamaba consuelo de su corazón, su placer por matar sin embargo excedía a tal punto la alegría que le proporcionaba el muchacho que, sediento de su sangre, una vez lo atrajo a los campos y, desde allí, a un bosque cercano, donde, con la excusa de atender las necesidades de la naturaleza, mientras el muchacho se adelantaba, se le acercó bajo la forma de lobo y lo mató cruelmente, después de lo cual le comió el cerebro como si se tratara del más sabroso y delicado modo de apaciguar su apetito glotón: el acto más monstruoso del que jamás se haya oído, porque nunca se conoció a un bribón más degenerado.[117]
Los crímenes de Stubbe Peeter continuaron durante veinticinco años, sin que nadie relacionara su persona con los innumerables asesinatos en los que participó. Pero hubo un momento en que los habitantes de Colonia, Bedbur y Cperadt se hartaron de no poder viajar o desplazarse libremente por miedo al terrible lobo que asolaba la región. Sin embargo, Dios por fin intervino. En cierta oportunidad, Stubbe Peeter huía en forma de lobo de una jauría de perros que lo perseguía. Viéndose perdido, recurrió a su cinturón y volvió a convertirse en hombre, pero los perros seguían ladrándole. Por otra parte, los dueños de los perros lo habían visto transformarse. Luego de apresarlo, lo llevaron a la ciudad, donde ante la sola visión del potro de tormento, confesó toda la verdad.
Luego de que estuvo preso un cierto tiempo, los magistrados, examinando debidamente la cuestión, descubrieron que su hija Stubbe Bell y su Amiga Katherine Trompin, habían participado en diversos crímenes cometidos. Se las hizo comparecer y, con Stubbe Peeter, se las juzgo escuchándose los veredictos el 28 de octubre de 1589: Stubbe Peeter, principal malhechor, fue condenado a que su cuerpo yaciera sobre una rueda y a que, con tenazas al rojo vivo, se le arrancara la piel de los huesos en diez lugares distintos; luego de eso, sus brazos y piernas le serían rotos con un hacha de madera, después de lo cual le arrancarían la cabeza del cuerpo y quemarían el esqueleto hasta convertirlo en cenizas.
También su hija y su amiga fueron juzgadas y quemadas el mismo día en que se quemó el esqueleto de Stubbe Peeter. Todo eso ocurrió el 31 del mismo mes, en la ciudad de Bedbur, en presencia de muchos pares y príncipes de Alemania.[118]
Luego de la ejecución, la cabeza de Stubbe Peeter fue puesta sobre una pica en la plaza de Bedbur. Lo atestiguaron, según el folleto, Tyse Artyne, William Brewar, Adolf Staedt y George Bores.
XIV
LOS JUICIOS DE LORENA
A pesar de que Lorena linda con el Franco-Condado, los hombres lobo que asolaron la región fueron muchos menos. De acuerdo con la autorizada opinión del historiador Robin Briggs, «se conservan aproximadamente 375 registros completos de individuos juzgados por brujería en Lorena, entre 1580 y 1630, que llegan a más de 400 si se consideran casos menos documentados. [...] Los lobos aparecen sólo en treinta y seis, aunque no siempre ello implique que fueran licántropos [...]».[119]
En su artículo, Briggs detalla una serie de casos. Entre otros, el de Colas Mengin, de Saint Remy. Una de las mujeres que atestiguaron en su juicio contó que, en 1586, luego de una pelea causada por algo que sus animales le habían hecho a Mengin, éste le dijo que ya se iba a arrepentir. Poco después, un lobo mató a uno de los terneros de la testigo, que inmediatamente sospechó de su vecino. Unas cinco semanas antes del juicio –que comenzó en 1591– la testigo, mientras se dirigía al mercado, vio a dos hombres corriendo y creyó reconocer en uno de ellos a Mengin, quien se convirtió en lobo y saltó un seto para, inmediatamente después, volver a su forma humana.
En 1603 tuvo lugar el juicio a Idoult Charpentier, de Saint Blaise. De acuerdo con el testimonio de uno de los testigos, Noel George, dos años antes, mientras segaba el heno con Jean Reullement, oyó los gritos del hijo de este último, quien se encontraba cuidando el rebaño. Ambos acudieron de inmediato y vieron que dos lobos atacaban a las ovejas. Según sostuvo, Noel George reconoció que uno de ellos tenía la cara de Charpentier.
Un caso que se hizo público en 1608 fue el de Claudon Hardier, de Hesse. De acuerdo con el relato de Briggs,
Era un tropero que había perdido su empleo; a pesar de que sostuvo que había sido algo voluntario –puesto que la reciente muerte de su mujer le había impedido cumplir con su trabajo–, algunas observaciones que se le atribuyeron sugieren que ya estaba resentido y así lo había manifestado. Su sucesor, Stepf Georges, contó un incidente ocurrido seis años antes, cuando Claudon expresó su enojo por la aparición de un rebaño de ovejas, propiedad de unos mercaderes. Supuestamente habría dichos «Es un rebaño endemoniado; ojalá fuera un brujo por ocho días. Crearía un lobo para que realmente les pusiera las zarpas encima». Cuando ese año Stepf se hizo cargo del puesto, Claudon había dicho: «Quienquiera que consiga el trabajo, va a estar muy ocupado», y eso resultó ser así, porque el rebaño estaba siendo asolado por un lobo, cuyos ataques no parecían propios de una bestia de ese tipo; tanto más cuanto, en lugar de saltar sobre algún animal para comérselo, apenas se limitaba a girar y dar vueltas alrededor de él y lo rasguñaba. Eso les había sucedido recientemente a dos o tres vaquillas, las cuales, al día siguiente de ser atacadas, tenían arañazos sobre el lado izquierdo de la cara, lo que les producía hinchazones que las obligaban a cerrar los ojos, al cabo de lo cual morían en unos pocos días.
Claudon se hacía cargo de la curación y, cuando Stepf se quejaba del lobo –del cual decía que no era un lobo de verdad–, el primero replicaba: «Fue el diablo».[120]
Aparentemente, Claudon, luego de hacerles el signo de la cruz, curaba a las bestias enfermas frotándolas con «mitridato», que era un antídoto empleado para evitar el envenenamiento de los animales y que, por lo tanto, no se usaba como ungüento. Y continúa Briggs:
Otro testigo afirmó que los perros huían de ese lobo antinatural. Cuando fue interrogado, Claudon admitió haber hecho algunos de los comentarios que se le atribuían (aunque no haber creado un lobo), también haber recitado los conjuros mágicos que constituían una parte de su tratamiento de los animales enfermos. Más tarde, cuando confesó bajo tortura, dijo haber visto a dos brujos amigos convertirse en lobos, aunque negó haberse transformado él también.[121]
También en 1608 Marion Flandrey de Le Faing, de Sainte Marguerite, fue acusada de haber asumido la forma de lobo y matado a tres ovejas pertenecientes a un hombre con el que se había peleado. La mujer negó los cargos y sobrevivió bien a la tortura.
En 1614 fue juzgado Claudon Marchal, de le Vivier. Epnon Burquey declaró en ese proceso que su marido le había bajado a Marchal el sueldo de tropero poco después de que éste perdiera una vaca, que había sido atacada por los lobos en medio de su manada. Claudette Claudon, otra testigo, declaró que tres años antes, su hijo había tenido una pelea con los hijos de Claudon Marchal y, el mismo día, un potro de su propiedad fue asfixiado en el medio de la manada por un lobo que ni siquiera cuando le pusieron estacas llameantes en la garganta se negó a soltarlo. Cuando, según la costumbre, Claudon Marchal fue torturado, se supo que Napnel, su amo demoníaco, le había dado el consentimiento para que matara a esos animales bajo la forma de lobo.
Cuatro años después, en 1618, Dieudonnée Jalley, de Mazelay, fue juzgada luego de ser acusada por Remy Valdeliepvre y su mujer Marie –ambos jornaleros– de transformarse en lobo. «El marido –resume Briggs– creía que ella se había llevado algunos animales de esa forma, mientras que su esposa contó que un gran lobo corrió por el pueblo, intentando impedirle que llegara a su hogar. También agregó que su propio hijito había sufrido el ataque de un lobo, en parte porque ella y su esposo aparentemente habían dicho que era bruja más bien que lobo, aunque había otra historia sobre un lobo que no habían podido echar de su casa. Durante su confesión, aunque negó cualquier transformación, Dieudonnée dijo que el último lobo había sido su amo, venido a incitarla a causar mayores males».[122]
[1] En un excelente artículo, Cario Guinzburg demostró que Freud interpretó el sueño de su famoso "hombre de los lobos" sin el debido marco cultural y, por lo tanto, con la consiguiente posibilidad de error. Creo entonces apropiado invitar a los lectores a abstenerse de caer en esa misma equivocación.
[2] Latona, para los romanos
[3] Según hace notar el erudito inglés Montague Summers (The Werewolf, Nueva York, E. P. Dutton & Company, 1934), desde tiempos inmemoriales Apolo Likaios fue adorado en muchas partes de Grecia, donde se creía que, en ocasiones, el dios asumía la forma de lobo. Por otra parte y para reforzar la relación genealógica con los lobos, en la Ilíada el dios es apostrofado por Pandaros de «hijo de loba».
[4] Hay versiones que ubican la Higuera cerca de la cueva Lupercal, madriguera de la loba y lugar relacionado con las antiguas Lupercalias, festividades rituales aparentemente importadas a Italia por el arcadio Evandro. Este hijo de Hermes tuvo que dejar su Arcadia natal después de haber dado muerte a Equemo, su supuesto padre mortal. Según algunas fuentes, fue el fundador de Palanteo, ciudad situada donde más tarde Rómulo levantaría Roma.
[5] Tito Livio. Historia romana. Primera Década Libro I (sin mención de traductor; estudio preliminar de Francisco Montes de Oca), México, Editorial Porrúa, 1976.
[6] Platón; República (traducción directa de A. Camarero; estudio preliminar y notas de L. Farré), Buenos Aires, EUDEBA, 1997.
[7] La versión, incluida en su Bibliotheca, corresponde al gramático y mitógrafo Apolodoro de Atenas (siglo II a. C).
[8] Highet, Gilbert. La tradición clásica, Tomo I, Cap. IX, «El Renacimiento. La poesía bucólica y la novela» (traducción de Antonio Alatorre), México, Fondo de Cultura Económica, 1978, p. 259.
[9] Ovidio; Metamorfosis, Libro I (traducción, prólogo y notas de Alfredo J. Schroeder), Buenos Aires, Ediciones Biblos, sin mención de fecha.
[10] Como se verá a lo largo de este libro, con leves variaciones, la descripción de Plinio será repetida hasta la saciedad a lo largo de toda la Edad Media y el Renacimiento. A título ilustrativo, vale la pena recordar las hipotéticas razones ofrecidas en 1652 por Alexander Ross a propósito del fenómeno apuntado por Plinio. Según el erudito, la pérdida de la voz se debe «a la antipatía que existe entre el hombre y el lobo, o a la malignidad de los efluvios procedentes del lobo, o a la violencia de un súbito miedo que en ese momento trae tumescencia» (Ross, Alexander, Arcana Microcosmi, Libro II, Capítulo 3, en http://penelope.uchicago.edu/ross/ross23.html.
[11] De acuerdo con los diccionarios, debería decir versipellis, cuyas acepciones más comunes son «que cambia de forma, que muda de piel» y, en sentido figurado, «astuto, taimado».
[12] Pausanias. Description of Greece with an English Translation by W. H. S. Jones, Litt.D., and H. A. Ormeron, M. A., Libro VIII, Capítulo 2, párrafo 3, Cambridge, MA, Harvard University Press; Londres, William Heinemann LTD. 1918.
[13] Petronio; Satiricon (traducción, notas y prólogo de Eduardo I. Prieto) Buenos Aires, EUDEBA, 2002.
[14] Claudio Eliano; Historia de los Animales, Libros I-VIII (traducción y notas de José María Díaz-Regañón López), Madrid, Planeta Agostini, 1998.
[15] De Vries, Jan; «La religión de los germanos», en Las religiones antiguas, Vol. III (bajo la dirección de Henri-Charles Puech; traducción de Alberto Cardín Garay) de la Historia de las religiones, México, Siglo XXI Editores, 1977.
[16] Dumézil, Georges; Los dioses de los germanos (traducción de Juan Almela), México, Siglo XXI Editores, 1973.
[17] De Vries, Jan; «La religión de los germanos», en Las religiones antiguas, op. cit.
[18] Dumezil, Georges; Los dioses de los germanos, op. cit.
[19]Borges, Jorge Luis; «El Uroboros», en El libro de los seres imaginarios (con la colaboración de Margarita Guerrero), Bruguera/Alfaguara, Barcelona, 1979.
[20] En Dumézil, Georges; Los dioses de los germanos, op. cit.
[21] Baring-Gould, Sabine; The Book of Were-Wolves, Londres, Smith, Elder, and Co., 1965.
[22] Como se verá más adelante, la idea de la transformación por el módico trámite de echarse encima la piel de un animal fue especialmente fecunda durante toda la Edad Media y el Renacimiento.
[23] En la nota correspondiente a su traducción castellana, J. M. Requejo los ubica en la actual Cracovia. Su versión del original de Tácito es la siguiente: "[...] los arios, aparte de su fuerza, en la que superan a los pueblos citados, siendo feroces como son, favorecen su ferocidad con artimañas y aprovechando las ocasiones: con escudos negros y cuerpos untados, escogen noches muy oscuras para sus combates e infunden terror con el solo miedo que produce su aspecto de ejército espectral, sin que ningún enemigo soporte esa visión inusitada y como de otro mundo, pues en todas las batallas los primeros en ser vencidos son los ojos» (Tácito. Agrícola. Germania. Diálogo sobre los oradores, introducciones, traducción y notas de J. M. Requejo, Madrid, Editorial Gredos, Biblioteca Básica Credos, 2001).
[24] De Vries, Jan; «La religión de los germanos», en Las religiones antiguas, op. cit..
[25] En Dumézil, Georges; Los dioses de los germanos, op. cit.
[26] Ellis Davidson, H. R.; «Shape-changing in the Old Norse Sagas», en Animals in Folklore, editado por J. R. Portyer y W. M. S. Russell, Londres, D. S. Brewer Ltd. y Totwa Rowman & Littlefield para la Folklore Society, 1978.
[27] Anota Borges: «Diez cantos de la Edda Mayor (algunos tienen forma de monólogo y otros de diálogo) configuran una larga y trágica historia, que abarca dilatadas regiones y envuelve a muchas generaciones humanas, y en la que aparecen Gunnar, Sigurd, Brynhild, Fafnir y Gudrun. Esta larga historia fue una de las primeras creaciones de la imaginación germánica; nació, presumen los filólogos, a orillas del Rin, pero la versión más antigua que poseemos es la que se incluye en la Edda. A mediados del siglo XIII (según Magnússon, a mediados del XII) un escritor noruego cuyo nombre se ha perdido redactó, inspirado por esos cantos, la Völsunga Saga. Se trata de una amplificación en prosa, que conserva, pese a la fecha tardía en que fue compuesta, rasgos primitivos y bárbaros». (En Antiguas literaturas germánicas, con la colaboración de Delia Ingenieros, México, Fondo de Cultura Económica, segunda reimpresión, 1975)
[28] Reproducido en inglés por Sabine Baring-Gould en The Book of Were-Wolves, op. cit.
[29] Vyncke, Frans; «La religión de los eslavos», en Las religiones antiguas, op. cit.
[30] De acuerdo con la definición de Riccardo Picchio, son «cantos épicos, compuestos en ambiente popular sobre todo en las épocas kieviana y tártara, y diferentes a los posteriores 'cantos históricos1 en virtud de una mayor libertad en el tratamiento de temas que evocan acontecimientos reales». (La literatura rusa antigua, , traducción de Dinko Cvitanovic, Buenos Aires, Losada, 1972.)
[31] Ralston, W. R. S.; Songs of the Russian People, en http://www.sacred-texts.com/neu/srp.
[32] Op. cit
[33] En Ucrania ese papel lo cumplen San Nicolás y San Miguel.
[34] Ralston, W R. S.; Songs of the Russian People, op. cit.
[35] Op. cit.
[36] Op. cit.
[37] Picchio, Riccardo; La literatura rusa antigua, op. cit.
[38] Propp, Vladimir; El epos heroico ruso, Vol. 1 (traducción de Antonio Cruz Olea), Madrid, Editorial Fundamentos, 1983.
[39] La traducción corresponde a Luisa Borovsky, quien igualmente suministró buena parte de la información para el presente capítulo.
[40] Russell, Jeffrey Burton; Satanás. La primitiva tradición cristiana (traducción de Juan José Utrilla), México, Fondo de Cultura Económica, 1986. Op. cit.
[41] Op. cit.
[42] Marco Terencio Varrón (116 a.C-27 a.C.) fue autor de setenta y cuatro obras que incluyeron poemas, biografías, rememoraciones históricas, tratados arqueológicos, de historia literaria y sobre agricultura, gramáticas y enciclopedias para los jóvenes. De todas ellas, sólo se conservan fragmentariamente Rerum rusticarum, De lingua latina, algunas sátiras y sus famosas Antigüedades.
[43] Schmitt, Jean-Claude; Historia de la superstición (traducción de Teresa Clavel), Barcelona, Crítica, Colección Drakontos, 1992.
[44] Muchembled, Robert; Historia del diablo. Siglos XII-XX (traducción de Federico Villegas), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2002.
[45] Schmitt, Jean-Claude; Historia de la superstición, op. cit.
[46] Muchembled, Robert; Historia del diablo. Siglos XII-XX, op. cit.
[47] Boia Lucian; Entre el ángel y la bestia (traducción de Andrea Morales Vidal), Barcelona, Editorial Andrés Bello, 1997.
[48] Op. cit.
[49] Sigo la versión inglesa que, con el título King's Mirror, tradujo Laurence Marcellus Larson en 1917.
[50] Otro santo que compartió su comida con un lobo hambriento fue san Maedoc de Ferns (siglo VII).
[51] Sigo la versión inglesa, incluida en The Historical Works of Giraldus Cambrensis, que tradujo Thomas Forester en 1913.
[52] Todo el párrafo se refiere al sacramento de la Eucaristía, administrado a quienes están en peligro de muerte y por ello llamado «viático», puesto que, se supone, infunde fuerzas a los moribundos para emprender su último viaje. A partir del siglo XI, la Eucaristía se guardaba en una caja de metal o de marfil que los sacerdotes llevaban en la estola en el interior de su ropa, pendiendo del cuello en una bolsa.
[53] Palabra de origen celta que describe una canción lírico – narrativa de naturaleza legendaria, que los bardos interpretaban acompañándose de arpas.
[54] Sigo la versión inglesa de Frank A Milne, ampliamente reproducida en varios sitios de Internet.
[55] En la tradición medieval existen cientos de historias en las que lobos o perros, injustamente acusados, salvan la vida de los hijos de sus amos. Una de las más notables –y escandalosas– es la de San Guinefort, el lebrel santificado por los campesinos franceses luego de que su dueño lo sacrificara, tras haber salvado al hijo de éste de una serpiente. Muy similar es la historia de Llewellyn el Grande, rey de Gales, y su perro Gelert
[56] Según refiere Abbo de Fleury en su Vida de St. Edmund (s. X), Edmund prefirió sacrificarse a las huestes de Ivar, hijo de Ragnar Lothbrok, antes que someterse a los piratas paganos. Se supone que, luego de apresado, fue golpeado con bastones y colgado de un árbol, donde sirvió de blanco a la puntería de los arqueros daneses. Como no moría, Ivar ordenó que se le cortase la cabeza, arrojándola luego a las profundidades de un bosque. Cuando los invasores partieron, los subditos de Edmund encontraron el cuerpo y, sólo al cabo de muchos trabajos, la cabeza, custodiada contra la rapacidad de las alimañas por un gran lobo gris enviado por Dios. Más adelante, cuerpo y cabeza volvieron a unirse y, en razón de una serie de milagros, Edmund alcanzó la santidad.
[57]Charbonneau-Lassay, Louis; El bestiario de Cristo. El simbolismo animal en la Antigüedad y la Edad Media (traducción de Francisco Gutiérrez), 2 Vol., Barcelona/Palma de Mallorca, José de Olañeta Editor, 1996-1997.
[58] Op. cit.
[59] «Of the wolf», en The Aberdeen Bestiary (traducido del latín al inglés por Morton Gauld y Colin McLaren). Sigo la versión inglesa incluida en http://www.abdn.ac.uk/bestiary.
[60] La misma idea está presente en el apartado sobre el lobo, en el capítulo IX de De propietatibus rerum, otro tratado de historia natural medieval escrito por Bartholomew Anglicus.
[61] «Ofthe wolf», en The Aberdeen Bestiary , op. cit.
[62] Sebillot, Paul; Littérature órale de l'Auvergne, París, G.–P. Maisonneuve et Larose, 1968.
[63] En líneas generales, las sectas agrupadas bajo esa denominación creían en un principio dual: uno era bueno y creador del mundo espiritual y el otro, malo y responsable del mundo material, al que rechazaban por ser perjudicial. Buscaban, entonces, la salvación por emancipación de la carne. Extendidos por toda Europa entre los siglos XI y XIII, los cataros eran fundamentalmente anticlericales y no ^ les reconocían poder de castigo ni a la Iglesia ni al Estado.
[64] Bühler, Johannes; Vida y cultura en la Edad Media (traducción de Wenceslao Roces), México, Fondo de Cultura Económica, 1946.
[65] Haciendo mención de la forma en que unos y otros pronunciaban el adverbio de afirmación «sí», los nombres langue d'oc y langue d'ceil distinguían a los hablantes del provenzal y del lemosín de los hablantes de la antigua lengua francesa, cuando ambas formas correspondían, respectivamente, al sur y al norte del territorio de Francia. Compuesta por los actuales departamentos de Ardéche, Aude, Gard, Haut Garonne, Hérault, Haute Loire, Lozére y Tarn, la antigua región del Languedoc fue anexada por la fuerza a la monarquía del norte de Francia en 1271.
[66] Read, Piers Paul; Los templarios (traducción de Gerardo Gambolini), Buenos Aires, Ediciones B de Argentina, 2000.
[67] Le Goff, Jacques; La baja Edad Media (traducción de Lourdes Ortiz), Madrid, Siglo XXI, 1971.
[68] En su primera acepción, seguidores del mercader francés Pierre Valdo, quien, en pleno siglo XII, luego de desprenderse de todos sus bienes y de repartir las ganancias obtenidas entre los indigentes, comenzó a predicar la necesidad de volver a la pobreza total de los apóstoles y a sostener que todos los hombres tienen el mismo derecho que los sacerdotes para consagrar y administrar los sacramentos. Ese punto de vista fue condenado por el Concilio de Letrán (1179), con la consiguiente excomunión de Valdo. Con el tiempo el término «valdense» dejó de ser exclusivamente aplicado a los seguidores de Valdo para significar «hereje» en general.
[69] Schmitt, Jean-Claude; Historia de la superstición, op. cit.
[70] A modo de ejemplo, recuérdese que, sólo en Francia, ya en 580 comienzan a registrarse juicios por brujería. El número de los mismos fue paulatinamente en aumento a partir del siglo XIV, llegando a un pico de intensidad entre los siglos XVI y XVII.
[71] «Se han dado muchas etimologías eruditas a la palabra 'sabbat' –anota en su estudio Julio Caro Baroja–, buscándole relaciones sutiles con otros términos, que indicarían mucho respecto a la conexión del culto de los brujos y brujas con cultos paganos, como por ejemplo, el de Dionysos 'Sabazius' [...], etcétera. Pero yo no veo necesidad de recurrir a la idea de que el nombre sea de otro origen que el del sabbat hebraico, dado el hecho de que en esta época de la Edad Media los ritos y creencias de los judíos precisamente eran considerados como la quintaesencia de la perversión. Llamar a algo, pues, sabbat o 'sinagoga' era condenarlo de antemano, equipararlo a lo peor.» (En Las brujas y su mundo, Madrid, Alianza Editorial, 1973.)
[72] Nuevamente según Caro Baroja, la palabra «aquelarre» proviene de las voces vascas aker (macho cabrío) y larre o larra («prado»), siendo entonces el «prado del macho cabrío» el lugar de reunión con el diablo de brujos y brujas.
[73] Caro Baroja, Julio; Las brujas y su mundo, op. cit.
[74] Sigo la traducción inglesa de Montague Summers.
[75] En su parte sexta, este capítulo se dedica a demostrar que la inferioridad de la mujer respecto del hombre es una de las principales causas de su alianza con el diablo. Si bien el tópico no era nuevo, sirvió para justificar la matanza de presuntas brujas muy por encima del número de hechiceros condenados a muerte.
[76] La referencia completa puede leerse en la versión de Casiodoro de Reina (revisada por Cipriano de Valera), en Reyes, 2, 23: «Después subió de allí Beth-el, y subiendo por el camino, salieron los muchachos de la ciudad, y se burlaban de él, diciendo: '¡Calvo, sube! ¡Calvo, sube!'».
[77] Sigo la traducción al inglés de Montague Summers.
[78] Un buen ejemplo del manejo estadístico y de las conclusiones que éste permite puede encontrarse en The Survey of Scottish Witchcraft, proyecto llevado a cabo por Julian Goodare, Lauren Martin, Joyce Miller y Louise Yeoman en la sección de Scottish History de la Universidad de Edimburgo (http://arts.ed.ac.uk/witches/). Allí, entre otras cosas, puede leerse sobre la distribución espacial de brujos y hechiceras en el territorio europeo, los respectivos porcentajes de hombres y mujeres juzgados y ejecutados, así como también sobre el origen social que unos , y otras tenían.
[79] Con el consiguiente riesgo de su vida, el filósofo alemán Cornelius Agrippa (1486-1535), consejero e historiógrafo de Carlos V –entre otros importantes puestos que desempeñó en varias cortes europeas, hasta caer en desgracia y ser recluido en Grenoble– fue uno de los primeros en denunciar la inmoralidad de los jueces e inquisidores, quienes se aprovecharon de su poder para ejercer el miedo indiscriminado y las más variadas formas de extorsión.
[80] A esta cuestión, Scot le dedica no menos de seis capítulos del Libro V de su obra.
[81] Gifford, George; A Dialogue Concerning Witches and Witchcraftes, citado en Otten, Charlotte F. (ed.) A Lycanthropy Reader. Werewolves in Western Culture, Syracuse (Nueva York), Syracuse University Press, 1986.
[82] Reproducido en inglés por Sabine Baring-Gould, en The Book of Were-Wolves, op. cit.
[83] La manera específica de comprobar si una mujer era bruja o no consistía en el llamado método de la inmersión, por el cual se sumergía en agua a la probable bruja: si flotaba, era culpable; si se hundía, era inocente, pero se ahogaba.
[84] Caro Baroja, Julio; Las brujas y su mundo, op. cit.
[85] De Beauvoys de Chauvincourt, Sieur ; Discours de la lycanthropie ou de la transmutation des hommes en loups, París, J. Rezé, 1599, reproducido en http://gallica.bnf.fr.
[86] Muchembled, Roben; Historia del diablo. Siglos XII-XX, op. cit.
[87] Vale decir, la marca dejada por el diablo cuando establece un pacto con un brujo.
[88] Scott, Sir Walter; Letters on Demonology and Witchcraft, tornado de la versión electrónica, incluida en http://wyllie.lib.virginia.edu (en el Electronic Text Center de la University of Virginia Library).
[89] De Nynauld, Jean; De la Lycanthropie, Transformation et Éxtasi de Sorciers, oü les astuces du diable sont mises en evidence, París, Ed. J. Millot, 1615, reproducido en http://gallica.bnf.fr.
[90] Otten, Charlotte F. (ed.); A Lycanthropy Reader. Werewolves in Western Culture, op. cit.
[91] Weyer, Johann; De praestigiis daemonum et incantationibus ac veneficcis, Basilea, 1563, reproducido en http://gallica.bnf.fr.
[92] Garzoni, Tommaso; Hospital of Incurables Fooles (Londres, 1586, 1600), citado en Otten, Charlotte F. (ed.) A Lycanthropy Reader. Werewolves in Western Culture, op. cit.
[93] Véanse, por ejemplo, las piezas The Lovers Melancholy (1629) y The Chronicle Historie of Perkin Warbeck, ambas de John Ford.
[94] VVAA. Five Plays of the English Renaissance (ed. Bernard Beckerman), Nueva York, Penguin, 1993.
[95] Cervantes Saavedra, Miguel de; Los trabajos de Persiles y Segismunda [Capítulo Dieciocho del Libro Primero], en http://cervantes.uah.es/Persiles/libro_1/persi118.html.
[96] Burton, Robert; Anatomy of Melancholy (edición de A. R. Shilletto), Londres, Bell,1912.
[97] Op. cit.
[98] Feijóo, Benito Jerónimo; Teatro crítico universal (texto tomado de la edición de Madrid de 1778, por Andrés Ortega, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), en la edición digital de las obras de Feijóo. Proyecto Filosofía en español (http://www.filosofia.org/bjf/bjft608.htm).
[99] Weyer, Johann; De praestigiis daemonum et incantationibus ac venéficis, op. cit.
[100] Della Porta, Giambattista; Natural Magick (editado por Derek J. Price, Nueva York, 1957, citado en Otten, Charlotte F. (ed.) A Lycanthropy Reader. Werewolves in Western Culture, op. cit.
[101] Otten, Charlotte F. (ed.); A Lycanthropy Reader. Werewolves in Western Culture, op. cit.
[102] Illis, L.; «On Porphyria and the Aetiology of Werwolves», extractado de Proceedings of the Royal Society of Medicine, Londres, n° 57, 1964, citado en Otten, Charlotte F, (ed.) A Lycanthropy Reader. Werewolves in Western Culture, op. cit.
[103] Se trata de una sustancia que forma parte de un grupo de derivados del pirrol, sin hierro o magnesio, que se encuentra en el protoplasma y forma la base de algunos pigmentos.
[104] Illis, L.; «On Porphyria and the Aetiology of Werwolves», op. cit.
[105] Bondeson, Jan.; «La extraña historia de Julia Pastrana», en Gabinete de curiosidades médicas (traducción de Nuria Pares), Madrid, Siglo XXI Editores, 1998.
[106] Adam Douglas, en The Beast Within. A History of the Werewolf (Londres, Chapmans Publishers Ltd, 1992), señala que la gran profusión de hechos sangrientos vinculados a licántropos tal vez pueda relacionarse con una serie de circunstancias contemporáneas a los mismos: entre otras, la bancarrota de la monarquía francesa, la crisis planteada en el país entre católicos y protestantes, el aumento de precios en la segunda mitad del siglo XVI, con la consiguiente reacción violenta de los campesinos, etc.
[107] La enorme cantidad de denominaciones existente en las distintas regiones de Francia para nombrar a los hombres lobo bien puede servir para ilustrar la extensión de la creencia: Garu ló (Alpes), Hogemann o Marolf (Alsacia), Corognaou (Aveyron), Loup berou (Berry), Bisclavet o Bisclavert (Bretaña), Leu voirou (Borgoña), Lhiuberu (Delfinado), Leberouno o Liberou o Loup brou (Dordoña), Galipaude (Gironda), Darou o Dorou (Lorena), Loup verrou (Morvan), Garewal (Normandía), Louleerou (Périgord), Loueroux (Picardía), Babaou (Tarn), Galipote (Vendée), etcétera. Corresponde aclarar que la lista precedente es muy parcial.
[108] Edwards, Kathryn; «Why Werewolves? Transformations and the Supernatural in Early Modern Europe» (artículo preliminar al que se publicará en el volumen en preparación Werewolves, Witches, and Wandering Spirits: Traditional Believ and Folklore in Early Modern Europe, editado por Kathryn A. Edwards; esta primera versión puede consultarse en: http://www.cas.sc.edu/hist/faculty/edwardsk/home.html).
[109] Weyer, Johann; De praestigiis daemonum et incantationibus ac veneficcis, op. cit.
[110] Robbins, Rossell Hope; The Encyclopedia of Witccraft and Demonology, Nueva, York, Crown Publishers, Inc., 1959.
[111] Op. cit.
[112] Baring-Gould, Sabine; The Book of Were-Wolves, op. cit.
[113] Boguet, Henri; Discoursdes Sorciers, Lyon, 1590, reproducido en http://gallica.bnf.fr.
[114] Sidky, Homayun; Withcraft, Lycanthropy, Drugs, and Disease: An Anthropologycal Study of the European Witch-Hunts, New York, Peter Lang Publishing Inc. 1997.
[115] Baring-Gould, Sabine; The Book of Were-Wolves, op. cit.
[116] Boguet, Henri; Discours des Sorciers, op. cit.
[117] Traducido de la versión inglesa del chapbook impreso por Edward Venge en 1590, reproducido en: http://www.nd.edu/dharley/witchcraft/texts/stubbe-peter.html.
[118] Op. cit
[119] Briggs, Robin; «Dangerous Spirits: Shapeshifting, apparitions, and fantasy in Lorraine witchcraft trials», (artículo preliminar al que se publicará en el volumen en preparación Werewolves, Witches, and Wandering Spirits: Traditional Believ and Folklore in Early Modern Europe, editado por Kathryn A. Edwards; esta primera versión puede consultarse en: http://www.nd.edu/-dharley/witchcraft/texts/Briggs-werewolves.html.
[120] Op. cit
[121] Op. cit.
[122] Op. cit.