MARIO VARGAS LLOSA - EL SEXO FRIO
DICE la leyenda que, en su noche de bodas, el joven Víctor Hugo hizo el
amor ocho veces a su esposa, la casta Adêle Foucher, quien, a consecuencia
de esta plusmarca para el sexo varonil establecida por el fogoso autor de
Los Miserables, quedó vacunada para siempre contra ese género de
actividades (su tortuosa aventura adulterina con el feo Sainte Beuve no
tuvo nada que ver con el placer, sino con el despecho y la venganza).
El sabio Jean Rostand se reía de aquel récord huguesco comparándolo con
las proezas que en el dominio del fornicio realizan otros especímenes.
¿Qué son, por ejemplo, aquellas ocho efusiones consecutivas del vate
romántico, comparadas con los cuarenta días y cuarenta noches en que el
sapo copula a la sapa sin darse un solo instante de respiro? Ahora bien,
gracias a una aguerrida francesa, la señora Catherine Millet, los anfibios
anuros, los conejos y demás grandes fornicadores del reino animal, han
encontrado, en la mediocre especie humana, una émula capaz de medirse con
ellos de igual a igual, y hasta de derrotarlos, en números copulatorios.
¿Quién es la señora Catherine Millet? Una distinguida crítica de arte, de
53 años, que dirige la redacción de ArtPress, en París, y autora de
monografías sobre el arte conceptual, el pintor Ives Klein, el diseñador
Roger Tallon, el arte contemporáneo y la crítica de vanguardia. En 1989
fue la comisaria de la sección francesa de la Bienal de Sao Paulo, y, en
1995, comisaria del Pabellón francés de la Bienal de Venecia. Su
celebridad, sin embargo, es más reciente. Resulta de un ensayo sexual
autobiográfico, recién publicado por Seuil, La vie sexuelle de Catherine
M., que ha causado considerable revuelo y que encabeza desde hace varias
semanas la lista de libros más vendidos en Francia.
Diré de inmediato que el ensayo de la señora Millet vale bastante más que
el ridículo alboroto que lo ha publicitado, y, también, que quienes se
precipiten a leerlo atraídos por el nimbo erótico o pornográfico que lo
adorna, se llevarán una decepción. El libro no es un estimulante sexual ni
una elaborada imaginería de rituales a partir de la experiencia erótica,
sino una reflexión inteligente, cruda, insólitamente franca, que adopta
por momentos el semblante de un informe clínico. La autora se inclina
sobre su propia vida sexual con la acuciosidad glacial y obsesiva de esos
miniaturistas que construyen barcos dentro de botellas o pintan paisajes
en la cabeza de un alfiler. Diré también que este libro, aunque
interesante y valeroso, no es propiamente agradable de leer, pues la
visión del sexo que deja en el lector es casi tan fatigante y deprimente
como la que dejaron en madame Víctor Hugo las ocho embestidas maritales de
su noche nupcial.
Catherine Millet comenzó su vida sexual bastante tarde -a los 17 años-,
para una muchacha de su generación, la de la gran revolución de las
costumbres que representó mayo del '68. Pero, de inmediato, comenzó a
recuperar el tiempo perdido, haciendo el amor a diestra y siniestra, y por
todos los lugares posibles de su cuerpo, a un ritmo verdaderamente
enloquecedor, hasta alcanzar unas cifras que, calculo, deben haber
superado con creces aquel millar de mujeres que, en su autobiografía, se
jactaba de haberse llevado a la cama el incontinente polígrafo Georges
Simenon.
Insisto en el factor cuantitativo, porque ella lo hace, en la extensa
primera parte de su libro, titulada precisamente "El número", donde
documenta su predilección por los partouzes, el sexo promiscuo, los
entreveros colectivos. En los setenta y ochenta, antes de que la libertad
sexual no fuera perdiendo ímpetu y, manes del sida, dejara de estar de
moda en toda Europa, la señora Millet -que se describe como una mujer
tímida, disciplinada, más bien dócil, que en las relaciones sexuales ha
encontrado una forma de comunicación con sus congéneres que no se le da
fácilmente en otros órdenes de la vida- hizo el amor en clubes privados,
en el Bois de Boulogne, a orillas de las carreteras, zaguanes de
edificios, bancas públicas, además de casas particulares, y, alguna vez,
en la parte trasera de una camioneta en la que, con ayuda de su amigo
Eric, que organizaba la cola, despachó en unas cuantas horas, a decenas de
solicitantes.
Digo solicitantes porque no sé cómo llamar a estos fugaces y anónimos
compañeros de aventura de la autora. No clientes, desde luego, porque
Catherine Millet, aunque haya prodigado sus favores con generosidad sin
límites, no ha cobrado jamás por hacerlo. El sexo en ella ha sido siempre
afición, deporte, rutina, placer, pero jamás profesión o negocio. Pese al
desenfreno con que lo ha practicado, dice que nunca fue víctima de
brutalidades, ni se sintió en peligro; que, incluso en situaciones que se
podían llamar colindantes con la violencia, le bastó una simple reacción
negativa, para que el entorno respetara su decisión. Ha tenido amantes, y
ahora tiene un marido -un escritor y fotógrafo, que acaba de publicar un
álbum de desnudos de su esposa-, pero un amante es alguien con quien se
supone existe una relación un tanto estable, en tanto que la mayoría de
compañeros de sexo de Catherine Millet aparecen como siluetas de paso,
tomadas y abandonadas al desgaire, casi sin que mediara un diálogo entre
ellos. Individuos sin nombre, sin cara, sin historia, los hombres que
desfilan por este libro son, como aquellas vulvas furtivas de los libros
libertinos, nada más que unas vergas transeúntes. Hasta ahora, en la
literatura confesional, sólo los varones libertinos hacían así el amor,
por secuencias ciegas y al bulto, sin preocuparse siquiera de saber con
quién. Este libro muestra -es quizás lo verdaderamente escandaloso que hay
en él- que se equivocaban quienes creían que el sexo en cadena, mudado en
estricta gimnasia carnal, disociado por completo del sentimiento y la
emoción, era privativo de los pantalones.
Conviene precisar que Catherine Millet no hace en estas páginas el menor
alarde de feminista. No exhibe su riquísima experiencia en materia sexual
como una bandera reivindicatoria, o una acusación contra los prejuicios y
discriminaciones que padecen las mujeres todavía en el ámbito sexual. Su
testimonio está desprovisto de arengas y no aparece en él la menor
pretensión de querer ilustrar, con lo que cuenta, alguna verdad general,
ética, política o social. No, por el contrario, su individualismo es
extremado, y muy visible en su prurito de no querer sacar, de su
experiencia particular, conclusiones válidas para todo el mundo, sin duda
porque no cree que ellas existan. ¿Por qué ha hecho pública, entonces,
mediante una auto-autopsia sexual sin precedentes, esa intimidad que la
inmensa mayoría de hembras y varones esconde bajo cuatro llaves? Parecería
que para ver si así se entiende mejor, si llega a tener la perspectiva
suficiente como para convertir en conocimiento, en ideas claras y
coherentes, ese pozo oscuro de iniciativas, arrebatos, audacias, excesos,
y, también, confusión, que, pese a la libertad con que lo ha asumido, es
para ella, todavía, el sexo.
Lo que más desconcierta en esta memoria es la frialdad con que está
escrita. La prosa es eficiente, empeñada en ser lúcida, a menudo
abstracta. Pero, la frialdad no sólo impregna la expresión y el
raciocinio. Es también la materia, el sexo, lo que despide un aliento
helado, congelador, y en muchas páginas deprimente. La señora Millet nos
asegura que muchos de sus asociados la satisfacen, la ayudan a
materializar sus fantasmas, que pasó buenos ratos con ellos. Pero ¿de
veras la colman, la hacen gozar? La verdad es que sus orgasmos parecen con
frecuencia mecánicos, resignados, y hasta tristes. Ella misma lo da a
entender, de manera bastante inequívoca, en las páginas finales de su
libro, cuando señala que, pese a la diversidad de personas con las que ha
hecho el amor, nunca se ha sentido tan realizada sexualmente como
practicando ("con la puntualidad de un funcionario") la masturbación. No
es, pues, siempre cierta, aquella extendida creencia machista (ahora ya
esta adjetivación es discutible) de que, en materia sexual, sólo en la
variación se encuentra el gusto. Que lo diga la señora Millet: ninguno de
sus incontables parejas de carne y hueso ha sido capaz de destronar a su
invertebrado fantasma.
Este libro confirma lo que toda literatura confinada en lo sexual ha
mostrado hasta la saciedad: que, el sexo, separado de las demás
actividades y funciones que constituyen la existencia, es extremadamente
monótono, de un horizonte tan limitado que a la postre resulta
deshumanizador. Una vida imantada por el sexo, y sólo por él, rebaja esta
función a una actividad orgánica primaria, no más noble ni placentera que
el tragar por tragar, o el defecar. Sólo cuando lo civiliza la cultura, y
lo carga de emoción y de pasión, y lo reviste de ceremonias y rituales, el
sexo enriquece extraordinariamente la vida humana y sus efectos
bienhechores se proyectan por todos los vericuetos de la existencia. Para
que esta sublimación ocurra es imprescindible, como lo explicó George
Bataille, que se preserven ciertos tabúes y reglas que encaucen y frenen
el sexo, de modo que el amor físico pueda ser vivido -gozado- como una
trasgresión. La libertad irrestricta, y la renuncia a toda teatralidad y
formalismo en su ejercicio, que ha sido presentada como una conquista en
ciertos enclaves del mundo occidental, no han contribuido a enriquecer el
placer y la felicidad de los seres humanos gracias al sexo. Más bien, a
banalizar y cegar, convirtiendo el amor físico en mera gimnasia y rutina,
una de las fuentes más fértiles y misteriosas del fenómeno humano.
Por lo demás, conviene no olvidar que esa libertad sexual que se despliega
con tanta elocuencia en el ensayo de Catherine Millet es todavía el
privilegio de unas pequeñas minorías. Al mismo tiempo que yo leía su
libro, aparecía en la prensa, aquí en París, la noticia de la lapidación,
en una provincia de Irán, de una mujer a la que un tribunal de imanes
fanáticos encontró culpable de aparecer en películas pornográficas.
Aclaremos que "pornografía", en una teocracia fundamentalista islámica,
consiste en que una mujer muestre sus cabellos. La culpable, de acuerdo a
la ley coránica, fue enterrada en una plaza pública hasta los pechos, y
apedreada hasta la muerte.