El Elixir De Larga Vida
Honoré De Balzac
.
Al lector1: al comienzo de su carrera literaria recibió el autor; de manos de un amigo
muerto hacía tiempo, el tema de esta obra, que más tarde encontró en una antología a
principios de este siglo; y, según sus conjeturas, se trata de una fantasía creada por
Hoffmann de Berlín, publicada en algún almanaque alemán y olvidada por sus editores.
La Comédie Humaine es lo suficientemente original para que el autor pueda confesar
una copia inocente; como La Fontaine, ha tratado a su manera, y sin saberlo, un hecho
ya contado. Esto no ha sido una broma como estaba de moda en 1830, época en la
que todo autor escribía cosas atroces para complacer a las jovencitas. Cuando el lector
llegue al elegante parricidio de don Juan, intente adivinar cuál sería la conducta, en
situaciones más o menos semejantes, de gentes honestas que en el siglo XIX toman
dinero de rentas vitalicias con la excusa de un catarro, o que alquilan una casa a una
anciana por el resto de sus días. ¿Resucitarían a sus arrendatarios? Desearía que
«pesadores–jurados» examinasen concienzudamente qué grado de similitud puede
existir entre don Juan y los padres que casan a sus hijos por interés. La sociedad
humana, que según algunos filósofos avanza por una vía de progreso, ¿considera
como un paso hacia el bien el arte de esperar pasar a mejor vida? Esta ciencia ha
creado oficios honestos, por medio de los cuales se vive de la muerte. Algunas
personas tienen como ocupación la de esperar un fallecimiento, la abrigan, se
acurrucan cada mañana sobre el cadáver, lo convierten en almohada por la noche: se
trata de los coadjutores, cardenales supernumerarios, tontineros2, etc. Hay que añadir
gente elegante presurosa por comprar una propiedad cuyo precio sobrepasa sus
posibilidades, pero que consideran lógica y fríamente el tiempo de vida que les queda a
sus padres o a sus suegras, octogenarias o septuagenarias, diciendo: «Antes de tres
años heredaré seguramente, y entonces...». Un asesino nos desagrada menos que un
espía. El asesino lo es quizá por un arrebato de locura, puede arrepentirse, ennoblecer.
Pero el espía es siempre un espía; es espía en la cama, en la mesa, andando, de
noche, de día; es vil a cada momento, ¿qué es, pues, ser un asesino, cuando un espía
es vil? Pues bien, ¿no acabamos de reconocer que hay en la sociedad unos seres que
llevados por nuestras leyes, por nuestras costumbres y nuestros hábitos piensan sin
cesar en la muerte de los suyos y la codician? Sopesan lo que vale un ataúd mientras
compran cachemira para sus mujeres, subiendo la escalera del teatro, queriendo ir a la
Comedia o deseando un coche. Asesinan en el momento en que tos seres queridos,
llenos de inocencia, les dan a besar por la noche frentes infantiles, mientras dicen:
-
Al lector1: al comienzo de su carrera literaria recibió el autor; de manos de un amigo
muerto hacía tiempo, el tema de esta obra, que más tarde encontró en una antología a
principios de este siglo; y, según sus conjeturas, se trata de una fantasía creada por
Hoffmann de Berlín, publicada en algún almanaque alemán y olvidada por sus editores.
La Comédie Humaine es lo suficientemente original para que el autor pueda confesar
una copia inocente; como La Fontaine, ha tratado a su manera, y sin saberlo, un hecho
ya contado. Esto no ha sido una broma como estaba de moda en 1830, época en la
que todo autor escribía cosas atroces para complacer a las jovencitas. Cuando el lector
llegue al elegante parricidio de don Juan, intente adivinar cuál sería la conducta, en
situaciones más o menos semejantes, de gentes honestas que en el siglo XIX toman
dinero de rentas vitalicias con la excusa de un catarro, o que alquilan una casa a una
anciana por el resto de sus días. ¿Resucitarían a sus arrendatarios? Desearía que
«pesadores–jurados» examinasen concienzudamente qué grado de similitud puede
existir entre don Juan y los padres que casan a sus hijos por interés. La sociedad
humana, que según algunos filósofos avanza por una vía de progreso, ¿considera
como un paso hacia el bien el arte de esperar pasar a mejor vida? Esta ciencia ha
creado oficios honestos, por medio de los cuales se vive de la muerte. Algunas
personas tienen como ocupación la de esperar un fallecimiento, la abrigan, se
acurrucan cada mañana sobre el cadáver, lo convierten en almohada por la noche: se
trata de los coadjutores, cardenales supernumerarios, tontineros2, etc. Hay que añadir
gente elegante presurosa por comprar una propiedad cuyo precio sobrepasa sus
posibilidades, pero que consideran lógica y fríamente el tiempo de vida que les queda a
sus padres o a sus suegras, octogenarias o septuagenarias, diciendo: «Antes de tres
años heredaré seguramente, y entonces...». Un asesino nos desagrada menos que un
espía. El asesino lo es quizá por un arrebato de locura, puede arrepentirse, ennoblecer.
Pero el espía es siempre un espía; es espía en la cama, en la mesa, andando, de
noche, de día; es vil a cada momento, ¿qué es, pues, ser un asesino, cuando un espía
es vil? Pues bien, ¿no acabamos de reconocer que hay en la sociedad unos seres que
llevados por nuestras leyes, por nuestras costumbres y nuestros hábitos piensan sin
cesar en la muerte de los suyos y la codician? Sopesan lo que vale un ataúd mientras
compran cachemira para sus mujeres, subiendo la escalera del teatro, queriendo ir a la
Comedia o deseando un coche. Asesinan en el momento en que tos seres queridos,
llenos de inocencia, les dan a besar por la noche frentes infantiles, mientras dicen:
-
–Buenas noches, padre.
A todas horas ven los ojos que quisieran cerrar; y que cada mañana se abren a la
1 Esta dedicatoria data de 1846. El cuento apareció por vez primera en octubre de 1830 en la Revue de Paris
2 La Tontina es una especie de lotería que asegura a los últimos supervivientes la totalidad de las apuestas. La más
célebre era la de Lafarge, donde cotizó durante mucho tiempo el padre de Balzac.
luz como el de Belvídero en esta obra. ¡Sólo Dios sabe el número de parricidios que se
cometen con el pensamiento! Imaginemos a un hombre que tiene que pagar mil
escudos de renta vitalicia a una anciana, y que ambos viven en el campo, separados
por un riachuelo, pero tan extraños uno a otro como para poderse odiar cordialmente,
sin faltar a las humanas conveniencias que colocan una máscara sobre el rostro de dos
hermanos, de los cuales uno obtendrá el mayorazgo y otro una legitimación. Toda la
civilización europea reposa en la herencia como sobre un eje, sería una locura
suprimirla; pero, ¿no se podría hacer como con las máquinas que son el orgullo de
nuestra época, es decir; perfeccionar el engranaje principal?
Si el autor ha conservado la vieja fórmula AL LECTOR en una obra en la que se
trata de representar todas las formas literarias, es para incluir una observación relativa
a algunos trabajos, y sobre todo a éste. Cada una de sus composiciones está basada
en ideas más o menos nuevas cuya expresión le parece útil, puede haber considerado
la prioridad de ciertas fórmulas, de ciertos pensamientos que, más tarde, han pasado al
campo literario, y una vez allí quizá se han vulgarizado. Las fechas de la publicación
primitiva de cada obra no deben, pues, serles indiferentes a aquellos lectores que
quieran hacerles justicia.
La lectura proporciona amigos desconocidos y ¡qué amigo, el lector! tenemos
amigos conocidos que no leen nada nuestro. El autor espera haber pagado su deuda
dedicando esta obra DIIS IGNOTIS3.
En un suntuoso palacio de Ferrara, agasajaba don Juan Belvídero una noche de
invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un
maravilloso espectáculo de riquezas reales de que únicamente un gran señor podía
disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban
suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte cuyos blancos mármoles
destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de
Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas
que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan
diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras, ni en
las ideas; el aire, una mirada, algún gesto, el tono, servían a sus palabras como
comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.
Una parecía decir:
–Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.
Otra:
–Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en
aquellos que me adoran.
Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:
–En el fondo de mi corazón siento remordimientos –decía–. Soy católica, y temo al
infierno. Pero os amo tanto ¡tanto! que podría sacrificaros la eternidad.
3 A los dioses desconocidos. (Hechos de los Apóstoles, XVII, 23.)
La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:
–¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del
pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida de
felicidad, una vida llena de amor.
La mujer sentada junto a Belvídero le miraba con los ojos llameantes. Guardaba
silencio.
–¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me
abandonara! –después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una
bombonera de oro milagrosamente esculpida.
–¿Cuándo serás Gran Duque? –preguntó la sexta al príncipe, con una expresión de
alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.
–¿Y cuándo morirá tu padre? –dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de
flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencita
acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.
–¡Ah, no me habléis de ello! –exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero–.
¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo quien lo
tenga!
Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo príncipe
lanzaron un grito de horror. Doscientos años más tarde y bajo Luis XV las gentes de
buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de una orgía
las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las
pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la
contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizás había aún, en el fondo de los
corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta
que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin embargo, los
corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la
expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una
puerta, y, como en el festín de Belsasar 4, Dios hizo acto de presencia y apareció bajo
la forma de un viejo sirviente de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró
con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las
torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores
de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un
crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías
palabras:
–Señor; vuestro padre se está muriendo.
Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse
por un: «Lo siento, esto no pasa todos los días».
4 En el festín de Belsasar, último rey de Babilonia, apareció su destino en el muro escrito con letras de fuego.
(Daniel, V, I–30)
¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de
los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es
tan repentina en sus caprichos como una cortesana en sus desdenes; pero más fiel,
pues nunca engañó a nadie.
Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría como
oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo,
había arrojado su alegría junto con su servilleta. La noche era negra. El silencioso
sirviente que conducía al joven hacia la cámara mortuoria alumbraba bastante mal a su
amo, de modo que la Muerte, ayudada por el frío, el silencio, la oscuridad, y quizá por
la embriaguez, pudo deslizar algunas reflexiones en el alma de este hombre disipado;
examinó su vida y se quedó pensativo, como un procesado que se dirige al tribunal.
Bartolomé Belvídero, padre de don Juan, era un anciano nonagenario que había
pasado la mayor parte de su vida dedicado al comercio. Como había atravesado con
frecuencia las talismánicas regiones de Oriente, había adquirido inmensas riquezas y
una sabiduría más valiosa, decía, que el oro y los diamantes, que ahora ya no le
preocupaban lo más mínimo.
–Prefiero un diente a un rubí, y el poder al saber –exclamaba a veces sonriendo.
Aquel padre bondadoso gustaba de oír contar a don Juan alguna locura de su
juventud y decía en tono jovial, prodigándole el oro:
–Querido hijo, haz sólo tonterías que te diviertan.
Era el único anciano que se complacía en ver a un hombre joven, el amor paterno
engañaba a su avanzada edad en la contemplación de una vida tan brillante. A la edad
de sesenta años Belvídero se había enamorado de un ángel de paz y de belleza. Don
Juan había sido el único fruto de este amor tardío y pasajero. Desde hacía quince
años, este hombre lamentaba la pérdida de su amada Juana. Sus numerosos sirvientes
y también su hijo atribuyeron a este dolor de anciano las extrañas costumbres que
adoptó. Confinado en el ala más incómoda de su palacio, salía raramente, y ni el
mismo don Juan podía entrar en las habitaciones de su padre sin haber obtenido
permiso. Si aquel anacoreta voluntario iba y venía por el palacio, o por las calles de
Ferrara, parecía buscar alguna cosa que le faltase; caminaba soñador, indeciso,
preocupado como un hombre en conflicto con una idea o un recuerdo. Mientras el joven
daba fiestas suntuosas y el palacio retumbaba con el estallido de su alegría, los
caballos resoplaban en el patio y los pajes discutían jugando a los dados en las gradas,
Bartolomé comía siete onzas de pan al día y bebía agua. Si tomaba algo de carne era
para darle los huesos a un perro de aguas, su fiel compañero. Jamás se quejaba del
ruido. Durante su enfermedad, si el sonido del cuerno de caza y los ladridos de los
perros le sorprendían, se limitaba a decir: «¡ah, es don Juan que vuelve!». Nunca hubo
en la tierra un padre tan indulgente. Por otra parte, el joven Belvídero, acostumbrado a
tratarle sin ceremonias, tenía todos los defectos de un niño mimado. Vivía con
Bartolomé como vive una cortesana caprichosa con un viejo amante, disculpando sus
impertinencias con una sonrisa, vendiendo su buen humor; y dejándose querer.
Reconstruyendo con un solo pensamiento el cuadro de sus años jóvenes, don Juan se
dio cuenta de que le sería difícil echar en falta la bondad de su padre. Y sintiendo nacer
remordimientos en el fondo de su corazón mientras atravesaba la galería, estuvo
próximo a perdonar a Belvídero por haber vivido tanto tiempo. Le venían sentimientos
de piedad filial del mismo modo que un ladrón se convierte en un hombre honrado por
el posible goce de un millón bien robado. Cruzó pronto las altas y frías salas que
constituían los aposentos de su padre. Tras haber sentido los efectos de una atmósfera
húmeda, respirado el aire denso, el rancio olor que exhalaban viejas tapicerías y
armarios cubiertos de polvo, se encontró en la antigua habitación del anciano, ante un
lecho nauseabundo junto a una chimenea casi apagada. Una lámpara, situada sobre
una mesa de forma gótica, arrojaba sobre el lecho, en intervalos desiguales, capas de
luz más o menos intensas, mostrando de este modo el rostro del anciano siempre bajo
un aspecto diferente. Silbaba el frío a través de las ventanas mal cerradas; y la nieve,
azotando las vidrieras, producía un ruido sordo. Aquella escena, contrastaba de tal
modo con la que don Juan acababa de abandonar; que no pudo evitar un
estremecimiento. Después tuvo frío, cuando al acercarse al lecho un violento
resplandor empujado por un golpe de viento iluminó la cabeza de su padre: sus rasgos
estaban descompuestos, la piel pegada a los huesos tenía tintes verdosos que la
blancura de la almohada sobre la que reposaba el anciano hacía aún más horribles.
Contraída por el dolor; la boca entreabierta y desprovista de dientes dejaba pasar
algunos suspiros cuya lúgubre energía era sostenida por los aullidos de la tempestad.
A pesar de tales signos de destrucción, brillaba en aquella cabeza un increíble carácter
de poder. Un espíritu superior que combatía a la muerte. Los ojos hundidos por la
enfermedad guardaban una singular fijeza. Parecía que Bartolomé buscaba con su
mirada moribunda a un enemigo sentado al pie de su cama para matarlo. Aquella
mirada, fija y fría, era más escalofriante por cuanto que la cabeza permanecía en una
inmovilidad semejante a la de los cráneos situados sobre la mesa de los médicos. Su
cuerpo, dibujado por completo por las sábanas del lecho, permitía ver que los
miembros del anciano guardaban la misma rigidez. Todo estaba muerto menos los
ojos. Los sonidos que salían de su boca tenían también algo de mecánico.
Don Juan sintió una cierta vergüenza al llegar junto al lecho de su padre moribundo
conservando un ramillete de cortesana en el pecho, llevando el perfume de la fiesta y el
olor del vino.
–¡Te divertías! –exclamó el anciano cuando vio a su hijo.
En el mismo momento, la voz fina y ligera de una cantante que hechizaba a los
invitados, reforzada por los acordes de la viola con la que se acompañaba, dominó el
bramido del huracán y resonó en la cámara fúnebre. Don Juan no quiso oír aquel
salvaje asentimiento.
Bartolomé dijo:
–No te quiero aquí, hijo mío.
Aquella frase llena de dulzura lastimó a don Juan, que no perdonó a su padre
semejante puñalada de bondad.
–¡Qué remordimientos, padre! –dijo hipócritamente.
–¡Pobre Juanito! –continuó el moribundo con voz sorda–, ¿tan bueno he sido para
ti que no deseas mi muerte?
–¡Oh! –exclamó don Juan–, ¡si fuera posible devolverte a la vida dándote parte de
la mía! («cosas así pueden decirse siempre, ¡es como si ofreciera el mundo a mi
amante!»).
Apenas concluyó este pensamiento cuando ladró el viejo perro de aguas. Aquella
voz inteligente hizo que don Juan se estremeciera, pues creyó haber sido comprendido
por el perro.
–Ya sabía, hijo mío, que podía contar contigo –exclamó el moribundo–, viviré.
Podrás estar contento. Viviré, pero sin quitarte un sólo día que te pertenezca.
«Delira», se dijo a sí mismo don Juan. Luego añadió en voz alta:
–Sí, padre querido, viviréis ciertamente, porque vuestra imagen permanecerá en mi
corazón.
–No se trata de esa vida –dijo el noble anciano, reuniendo todas sus fuerzas para
incorporarse, porque le sobrecogió una de esas sospechas que sólo nacen en la
cabecera de los moribundos–. Escúchame, hijo –continuó con la voz debilitada por este
último esfuerzo–, no tengo yo más ganas de morirme que tú de prescindir de amantes,
vino, caballos, halcones, perros y oro.
«Estoy seguro de ello», pensó el hijo arrodillándose a la cabecera de la cama y
besando una de las manos cadavéricas de Bartolomé.
–Pero –continuó en voz alta–, padre, padre querido, hay que someterse a la
voluntad de Dios.
–Dios soy yo –replicó el anciano refunfuñando.
–No blasfeméis –dijo el joven viendo el aire amenazador que tomaban los rasgos
de su padre–. Guardaos de hacerlo, habéis recibido la Extremaunción, y no podría
hallar consuelo viéndoos morir en pecado.
–¿Quieres escucharme? –exclamó el moribundo, cuya boca crujió.
Don Juan cedió. Reinó un horrible silencio. Entre los grandes silbidos de la nieve
llegaron aún los acordes de la viola y la deliciosa voz, débiles como un día naciente. El
moribundo sonrío.
–Te agradezco el haber invitado a cantantes, haber traído música. ¡Una fiesta!,
mujeres jóvenes y bellas, blancas y de negros cabellos. Todos los placeres de la vida,
haz que se queden. Voy a renacer.
–Es el colmo del delirio –dijo don Juan.
–He descubierto el medio de resucitar. Mira, busca en el cajón de la mesa; podrás
abrirlo apretando un resorte que hay escondido por el Grifo.
–Ya está, padre.
–Bien, coge un pequeño frasco de cristal de roca.
–Aquí está.
–He empleado veinte años en... –en aquel instante, el anciano sintió próximo el
final y reunió toda su energía para decir–: Tan pronto como haya exhalado el último
suspiro, me frotarás todo el cuerpo con esta agua, y renaceré.
–Pues hay bastante poco –replicó el joven.
Si bien Bartolomé ya no podía hablar; tenía aún la facultad de oír y de ver, y al oír
esto, su cabeza se volvió hacia don Juan con un movimiento de escalofriante
brusquedad, su cuello se quedó torcido como el de una estatua de mármol a quien el
pensamiento del escultor ha condenado a mirar de lado, sus ojos, más grandes,
adoptaron una espantosa inmovilidad. Estaba muerto, muerto perdiendo su única, su
última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo encontró una tumba más honda
que las que los hombres cavan habitualmente a sus muertos. Sus cabellos se habían
erizado también por el horror; y su mirada convulsa hablaba aún. Era un padre saliendo
con rabia de un sepulcro para pedir venganza a Dios.
–¡Vaya!, se acabó el buen hombre –exclamó don Juan.
Presuroso por acercar el misterioso cristal a la luz de la lámpara como un bebedor
examina su botella al final de la comida, no había visto blanquear el ojo de su padre. El
perro contemplaba con la boca abierta alternativamente a su amo muerto y el elixir; del
mismo modo que don Juan miraba, ora a su padre, ora al frasco. La lámpara arrojaba
ráfagas ondulantes. El silencio era profundo, la viola había enmudecido. Belvídero se
estremeció creyendo ver moverse a su padre. Intimidado por la expresión rígida de sus
ojos acusadores los cerró del mismo modo que hubiera bajado una persiana abatida
por el viento en una noche de otoño. Permaneció de pie, inmóvil, perdido en un mundo
de pensamientos. De repente, un ruido agrio, semejante al grito de un resorte oxidado,
rompió el silencio. Don Juan, sorprendido, estuvo a punto de dejar caer el frasco. De
sus poros brotó un sudor más frío que el acero de un puñal. Un gallo de madera
pintada surgió de lo alto de un reloj de pared, y cantó tres veces. Era una de esas
máquinas ingeniosas, con la ayuda de las cuales se hacían despertar para sus trabajos
a una hora fija los sabios de la época. El alba enrojecía ya las ventanas. Don Juan
había pasado diez horas reflexionando. El viejo reloj de pared era más fiel a su servicio
que él en el cumplimiento de sus deberes hacia Bartolomé. Aquel mecanismo estaba
hecho de madera, poleas, cuerdas y engranajes, mientras que don Juan poseía uno
particular al hombre, llamado corazón. Para no arriesgarse a perder el misterioso licor;
el escéptico don Juan volvió a colocarlo en el cajón de la mesita gótica. En tan solemne
momento oyó un tumulto sordo en la galería: eran voces confusas, risas ahogadas,
pasos ligeros, el roce de las sedas, el ruido en fin de un alegre grupo que se recoge. La
puerta se abrió y el príncipe, los amigos de don Juan, las siete cortesanas y las
cantantes aparecieron en el extraño desorden en que se encuentran las bailarinas
sorprendidas por la luz de la mañana, cuando el sol lucha con el fuego palideciente de
las velas. Todos iban a darle al joven heredero el pésame de costumbre.
–¡Oh, oh!, ¿se habrá tomado el pobre don Juan esta muerte en serio? –dijo el
príncipe al oído de la Brambilla.
–Su padre era un buen hombre –le respondió ella.
Sin embargo, las meditaciones nocturnas de don Juan habían impreso a sus
rasgos una expresión tan extraña que impuso silencio a semejante grupo.
Los hombres permanecieron inmóviles. Las mujeres, que tenían los labios secos
por el vino y las mejillas cárdenas por los besos, se arrodillaron y comenzaron a rezar.
Don Juan no pudo evitar estremecerse viendo cómo el esplendor; las alegrías, las
risas, los cantos, la juventud, la belleza, el poder, todo lo que es vida, se postraba así
ante la muerte. Pero, en aquella adorable Italia la vida disoluta y la religión se
acoplaban por entonces tan bien, que la religión era un exceso, y los excesos una
religión. El príncipe estrechó afectuosamente la mano de don Juan, y después, todos
los rostros adoptaron simultáneamente el mismo gesto, mitad de tristeza mitad de
indiferencia, y aquella fantasmagoría desapareció, dejando la sala vacía. Ciertamente
era una imagen de la vida. Mientras bajaban las escaleras le dijo el príncipe a la
Rivabarella:
–Y bien, ¿quién habría creído a don Juan un fanfarrón impío? ¡Ama a su padre!
–¿Os habéis fijado en el perro negro? –preguntó la Brambilla.
–Ya es inmensamente rico –dijo suspirando Blanca Cavatolino.
–¡Y eso qué importa! –exclamó la orgullosa Baronesa, aquella que había roto la
bombonera.
–¿Cómo que qué importa? –exclamó el duque–. ¡Con sus escudos él es tan
príncipe como yo!
Don Juan, en un principio, asediado por mil pensamientos, dudaba ante varias
decisiones. Después de haber examinado el tesoro amasado por su padre, volvió a la
cámara mortuoria con el alma llena de un tremendo egoísmo. Encontró allí a toda la
servidumbre ocupada en adornar el lecho fúnebre en el cual iba a ser expuesto al día
siguiente el difunto señor; en medio de una soberbia capilla ardiente, curioso
espectáculo que toda Ferrara vendría a admirar. Don Juan hizo un gesto y sus gentes
se detuvieron, sobrecogidos, temblorosos.
–Dejadme solo aquí –dijo con voz alterada– y no entréis hasta que yo salga.
Cuando los pasos del anciano sirviente que salió el último sólo sonaron débilmente
en las losas, cerró don Juan precipitadamente la puerta, y seguro de su soledad
exclamo:
–¡Veamos!
El cuerpo de Bartolomé estaba acostado en una larga mesa. Con el fin de evitar a
los ojos de todos el horrible espectáculo de un cadáver al que una decrepitud extrema y
la debilidad asemejaban a un esqueleto, los embalsamadores habían colocado una
sábana sobre el cuerpo, envolviéndole todo menos la cabeza. Aquella especie de
momia yacía en el centro de la habitación, y la sábana, amplia, dibujaba vagamente las
formas, aun así duras, rígidas y heladas. El rostro tenía ya amplias marcas violeta que
mostraban la necesidad de terminar el embalsamamiento. A pesar del escepticismo
que le acompañaba, don Juan tembló al destapar el mágico frasco de cristal. Cuando
se acercó a la cabecera un temblor estuvo a punto de obligarle a detenerse. Pero aquel
joven había sido sabiamente corrompido, desde muy pronto, por las costumbres de una
corte disoluta; un pensamiento digno del duque de Urbino le otorgó el valor que
aguijoneaba su viva curiosidad; pareció como si el diablo le hubiera susurrado estas
palabras que resonaron en su corazón: «¡impregna un ojo!». Tomó un paño y, después
de haberlo empapado con parsimonia en el precioso licor; lo pasó lentamente sobre el
párpado derecho del cadáver. El ojo se abrió.
–¡Ah! ¡Ah! –dijo don Juan apretando el frasco en su mano como se agarra en
sueños la rama de la que colgamos sobre un precipicio.
Veía un ojo lleno de vida, un ojo de niño en una cabeza de muerto, donde la luz
temblaba en un joven fluido, y, protegida por hermosas pestañas negras, brillaba como
ese único resplandor que el viajero percibe en un campo desierto en las noches de
invierno. Aquel ojo resplandeciente parecía querer arrojarse sobre don Juan, pensaba,
acusaba, condenaba, amenazaba, juzgaba, hablaba, gritaba, mordía. Todas las
pasiones humanas se agitaban en él. Eran las más tiernas súplicas: la cólera de un rey,
luego, el amor de una joven pidiendo gracia a sus verdugos; la mirada que lanza un
hombre a los hombres al subir el último escalón del patíbulo. Tanta vida estallaba en
aquel fragmento de vida, que don Juan retrocedió espantado, paseó por la habitación
sin atreverse a mirar aquel ojo, que veía de nuevo en el suelo, en los tapices. La
estancia estaba sembrada de puntos llenos de fuego, de vida, de inteligencia. Por
todas partes brillaban ojos que ladraban a su alrededor.
–¡Bien podría haber vivido cien años! –exclamó sin querer cuando, llevado ante su
padre por una fuerza diabólica, contemplaba aquella chispa luminosa.
De repente, aquel párpado inteligente se cerró y volvió a abrirse bruscamente,
como el de una mujer que consiente. Si una voz hubiera gritado: «¡Sí! », don Juan no
se hubiera asustado más.
«¿Qué hacer?», pensaba. Tuvo el valor de intentar cerrar aquel párpado blanco.
Sus esfuerzos fueron vanos.
–¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? –se preguntaba.
–Sí –dijo el ojo con un guiño de una sorprendente ironía.
–¡Ja! ¡Ja! ¡Aquí hay brujería! –exclamó don Juan, y se acercó al ojo para
reventarlo. Una lágrima rodó por las mejillas hundidas del cadáver; y cayó en la mano
de Belvídero–. ¡Está ardiendo! –gritó sentándose.
Aquella lucha le había fatigado como si hubiera combatido contra un ángel, como
Jacob.
Finalmente se levantó diciendo para sí:
«¡Mientras no haya sangre...!» Luego, reuniendo todo el valor necesario para ser
cobarde, reventó el ojo aplastándolo con un paño, pero sin mirar. Un gemido
inesperado, pero terrible, se hizo oír. El pobre perro de aguas expiró aullando.
«¿Sabría él el secreto?», se preguntó don Juan mirando al fiel animal.
Don Juan Belvídero pasó por un hijo piadoso. Levantó sobre la tumba de su padre
un monumento y confió la realización de las figuras a los artistas más célebres de su
tiempo. Sólo estuvo completamente tranquilo el día en que la estatua paterna,
arrodillada ante la Religión, impuso su enorme peso sobre aquella fosa, en el fondo de
la cual enterró el único remordimiento que hubiera rozado su corazón en los momentos
de cansancio físico. Haciendo inventario de las inmensas riquezas amasadas por el
viejo orientalista, don Juan se hizo avaro. ¿Acaso no tenía dos vidas humanas para
proveer de dinero? Su mirada, profunda y escrutadora, penetró en el principio de la
vida social y abrazó mejor al mundo, puesto que lo veía a través de una tumba. Analizó
a los hombres y las cosas para terminar de una vez con el Pasado, representado por la
Historia; con el Presente, configurado por la Ley; con el Futuro, desvelado por las
Religiones. Tomó el alma y la materia, las arrojó en un crisol, no encontró nada, y
desde entonces se convirtió en DON JUAN.
Dueño de las ilusiones de la vida, se lanzó, joven y hermoso, a la vida,
despreciando al mundo, pero apoderándose del mundo. Su felicidad no podía ser una
felicidad burguesa que se alimenta con un hervido diario, con un agradable calentador
de cama en invierno, una lámpara de noche y unas pantuflas nuevas cada trimestre.
No; se asió a la existencia como un mono que coge una nuez y, sin entretenerse largo
tiempo, despoja sabiamente las envolturas del fruto, para degustar la sabrosa pulpa. La
poesía y los sublimes arrebatos de la pasión humana no le interesaban. No cometió el
error de otros hombres poderosos que, imaginando que las almas pequeñas creen en
las grandes almas, se dedican a intercambiar los más altos pensamientos del futuro
con la calderilla de nuestras ideas vitalicias. Bien podía, como ellos, caminar con los
pies en la tierra y la cabeza en el cielo; pero prefería sentarse y secar bajo sus besos
más de un labio de mujer joven, fresca y perfumada; porque, al igual que la Muerte, allí
por donde pasaba devoraba todo sin pudor; queriendo un amor posesivo, un amor
oriental de placeres largos y fáciles. Amando sólo a la mujer en las mujeres, hizo de la
ironía un cariz natural de su alma. Cuando sus amantes se servían de un lecho para
subir a los cielos donde iban a perderse en el seno de un éxtasis embriagador, don
Juan las seguía, grave, expansivo, sincero, tanto como un estudiante alemán sabe
serlo. Pero decía YO cuando su amante, loca, extasiada decía NOSOTROS. Sabía
dejarse llevar por una mujer de forma admirable. Siempre era lo bastante fuerte como
para hacerle creer que era un joven colegial que dice a su primera compañera de baile:
«¿Te gusta bailar?», también sabía enrojecer a propósito, y sacar su poderosa espada
y derribar a los comendadores. Había burla en su simpleza y risa en sus lágrimas, pues
siempre supo llorar como una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o
me moriré enferma del pecho».
Para los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en circulación;
para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres, es un hombre;
para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una ciudad; para don Juan,
el universo era él. Modelo de gracia y de belleza, con un espíritu seductor; amarró su
barca en todas las orillas; pero, haciéndose llevar; sólo iba allí adonde quería ser
llevado. Cuanto más vivió, más dudó. Examinando a los hombres, adivinó con
frecuencia que el valor era temeridad; la prudencia, cobardía; la generosidad, finura; la
justicia, un crimen; la delicadeza, una necedad; la honestidad, organización; y, gracias
a una fatalidad singular; se dio cuenta de que las gentes honestas, delicadas, justas,
generosas, prudentes y valerosas, no obtenían ninguna consideración entre los
hombres. «¡Qué broma tan absurda!» –se dijo–. «No procede de un dios.» Y entonces,
renunciando a un mundo mejor; jamás se descubrió al oír pronunciar un nombre, y
consideró a los santos de piedra de las iglesias como obras de arte. Pero también,
comprendiendo el mecanismo de las sociedades humanas, no contradecía en exceso
los prejuicios, puesto que no era tan poderoso como el verdugo, pero daba la vuelta a
las leyes sociales con la gracia y el ingenio tan bien expresados en su escena con el
Señor Dimanche 5. Fue, en efecto, el tipo de Don Juan de Molière, del Fausto de
Goethe, del Manfred de Byron y del Melmoth de Maturin. Grandes imágenes trazadas
por los mayores genios de Europa, y a las que no faltarán quizá ni los acordes de
Mozart ni la lira de Rossini. Terribles imagenes que el principio del mal, existente en el
hombre, eterniza y del cual se encuentran copias cada siglo: bien porque este tipo
entra en conversaciones humanas encarnándose en Mirabeau; bien porque se
conforma con actuar en silencio como Bonaparte; o de comprimir el mundo en una
ironía como el divino Rabelais; o, incluso, se ría de los seres en lugar de insultar a las
cosas como el mariscal de Richelieu; o que se burle a la vez de los hombres y de las
cosas como el más célebre de nuestros embajadores.
Pero la profunda jovialidad de don Juan Belvídero precedió a todos ellos. Se rió de
todo. Su vida era una burla que abarcaba hombres, cosas, instituciones e ideas. En lo
que respecta a la eternidad, había conversado familiarmente media hora con el papa
Julio II, y al final de la charla le había dicho riendo:
–Si es absolutamente preciso elegir prefiero creer en Dios a creer en el diablo; el
poder unido a la bondad ofrece siempre más recursos que el genio del mal.
–Sí, pero Dios quiere que se haga penitencia en este mundo.
–¿Siempre pensáis en vuestras indulgencias? –respondió Belvídero–. ¡Pues bien!,
tengo reservada toda una existencia para arrepentirme de las faltas de mi primera vida.
–¡Ah! si es así como entiendes la vejez –exclamó el papa– corres el riesgo de ser
canonizado.
–Después de vuestra ascensión al papado, puede creerse todo.
Fueron entonces a ver a los obreros que estaban construyendo la inmensa basílica
consagrada a San Pedro.
–San Pedro es el hombre de genio que dejó constituido nuestro doble poder –dijo
el papa a don Juan–, merece este monumento. Pero, a veces, por la noche, pienso que
un silencio borrará todo esto y habrá que volver a empezar...
Don Juan y el papa se echaron a reír; se habían entendido bien. Un necio habría
ido a la mañana siguiente a divertirse con Julio II a casa de Rafael o a la deliciosa Villa
Madame6, pero Belvídero acudió a verle oficiar pontificalmente para convencerse de
todas sus dudas. En un momento libertino, la Rovera hubiera podido desdecirse y
5 Molière, Don Juan, IV, 3.
6 Una de las más célebres de Roma, empezada según los planos de Rafael y decorada por Julio Romano.
comentar el Apocalipsis.
Sin embargo, esta leyenda no tiene por objeto el proporcionar material a aquellos
que deseen escribir sobre la vida de don Juan, sino que está destinada a probar a las
gentes honestas que Belvídero no murió en un duelo con una piedra como algunos
litógrafos quieren hacer creer.
Cuando don Juan Belvídero alcanzó la edad de sesenta años, se instaló en
España. Allí, ya anciano, se casó con una joven y encantadora andaluza. Pero, tal y
como lo había calculado, no fue ni buen padre ni buen esposo. Había observado que
no somos tan tiernamente amados como por las mujeres en las que nunca pensamos.
Doña Elvira, educada santamente por una anciana tía en lo más profundo de
Andalucía, en un castillo a pocas leguas de Sanlúcar, era toda gracia y devoción. Don
Juan adivinó que aquella joven sería del tipo de mujer que combate largamente una
pasión antes de ceder; y por ello pensó poder conservarla virtuosa hasta su muerte.
Fue una broma seria, un jaque que se quiso reservar para jugarlo en sus días de vejez.
Fortalecido con los errores cometidos por su padre Bartolomé, don Juan decidió utilizar
los actos más insignificantes de su vejez para el éxito del drama que debía consumarse
en su lecho de muerte. De este modo, la mayor parte de su riqueza permaneció oculta
en los sótanos de su palacio de Ferrara, donde raramente iba. Con la otra mitad de su
fortuna estableció una renta vitalicia para que le produjera intereses durante su vida, la
de su mujer y la de sus hijos, astucia que su padre debiera haber practicado. Pero
semejante maquiavélica especulación no le fue muy necesaria. El joven Felipe
Belvídero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente religioso como
impío era su padre, quizás en virtud del proverbio: a padre avaro, hijo pródigo.
El abad de Sanlúcar fue elegido por don Juan para dirigir la conciencia de la
duquesa de Belvídero y de Felipe. Aquel eclesiástico era un hombre santo,
admirablemente bien proporcionado, alto, de bellos ojos negros y una cabeza al estilo
de Tiberio, cansada por el ayuno, blanca por la mortificación y diariamente tentada
como son tentados todos los solitarios. Quizás esperaba el anciano señor matar a
algún monje antes de terminar su primer siglo de vida. Pero, bien porque el abad fuera
tan fuerte como podía serlo el mismo don Juan, bien porque doña Elvira tuviera más
prudencia o virtud de la que España le otorga a las mujeres, don Juan fue obligado a
pasar sus últimos días como un viejo cura rural, sin escándalos en su casa. A veces,
sentía placer si encontraba a su mujer o a su hijo faltando a sus deberes religiosos, y
les exigía realizar todas las obligaciones impuestas a los fieles por el tribunal de Roma.
En fin, nunca se sentía tan feliz como cuando oía al galante abad de Sanlúcar; a doña
Elvira y a Felipe discutir sobre un caso de conciencia. Sin embargo, a pesar de los
cuidados que don Juan Belvídero prodigaba a su persona, llegaron los días de
decrepitud; con la edad del dolor llegaron los gritos de impotencia, gritos tanto más
desgarradores cuanto más ricos eran los recuerdos de su ardiente juventud y de su
voluptuosa madurez. Aquel hombre, cuyo grado más alto de burla era inducir a los
otros a creer en las leyes y principios de los que él se mofaba, se dormía por las
noches pensando en un quizás. Aquel modelo de elegancia, aquel duque, vigoroso en
las orgías, soberbio en la corte, gentil para con las mujeres cuyos corazones había
retorcido como un campesino retuerce una vara de mimbre, aquel hombre ingenio,
tenía una pituita pertinaz, una molesta ciática y una gota brutal. Veía cómo sus dientes
le abandonaban, al igual que se van, una a una, las más blancas damas, las más
engalanadas, dejando el salón desierto. Finalmente, sus atrevidas manos temblaron,
sus esbeltas piernas se tambalearon, y una noche, la apoplejía le aprisionó sus manos
corvas y heladas. Desde aquel fatal día se volvió taciturno y duro. Acusaba la
dedicación de su mujer y de su hijo, pretendiendo en ocasiones que sus emotivos
cuidados y delicadezas le eran así prodigados porque había puesto su fortuna en
rentas vitalicias. Elvira y Felipe derramaban entonces lágrimas amargas y doblaban sus
caricias al malicioso viejo, cuya voz cascada se volvía afectuosa para decirles:
«Queridos míos, querida esposa, ¿me perdonáis, verdad? Os atormento un poco.
¡Ay, gran Dios! ¿cómo te sirves de mí para poner a prueba a estas dos celestes
criaturas? Yo, que debiera ser su alegría, soy su calamidad». De este modo les
encadenó a la cabecera de su cama, haciéndoles olvidar meses enteros de
impaciencia y crueldad por una hora en que les prodigaba los tesoros, siempre nuevos,
de su gracia y de una falsa ternura. Paternal sistema que resultó infinitamente mejor
que el que su padre había utilizado en otro tiempo con él.
Por fin llegó a un grado tal de enfermedad en que, para acostarle, había que
manejarle como una falúa que entra en un canal peligroso. Luego, llegó el día de la
muerte. Aquel brillante y escéptico personaje de quien sólo el entendimiento sobrevivía
a la más espantosa de las destrucciones, se vio entre un médico y un confesor; los dos
seres que le eran más antipáticos. Pero estuvo jovial con ellos. ¿Acaso no había para
él una luz brillante tras el velo del porvenir? Sobre aquella tela, para unos de plomo,
diáfana para él, jugaban como sombras las arrebatadoras delicias de la juventud.
Era una hermosa tarde cuando don Juan sintió la proximidad de la muerte. El cielo
de España era de una pureza admirable, los naranjos perfumaban el aire, las estrellas
destilaban luces vivas y frescas, parecía que la naturaleza le daba pruebas ciertas de
su resurrección, un hijo piadoso y obediente le contemplaba con amor y respeto. Hacia
las once, quiso quedarse solo con aquel cándido ser.
–Felipe –le dijo con una voz tan tierna y afectuosa que hizo estremecerse y llorar
de felicidad al joven.
Nunca antes había pronunciado así «Felipe» aquel padre inflexible.
–Escúchame, hijo mío –continuó el moribundo–. Soy un gran pecador. Durante mi
vida, también he pensado en mi muerte. En otro tiempo, fui amigo del gran papa Julio
II. El ilustre pontífice temió que la excesiva exaltación de mis sentidos me hiciese
cometer algún pecado mortal entre el momento de expirar y de recibir los santos óleos;
me regaló un frasco con el agua bendita que mana entre las rocas, en el desierto. He
mantenido el secreto de este despilfarro del tesoro de la Iglesia, pero estoy autorizado
a revelar el misterio a mi hijo, in articulo mortis. Encontrarás el frasco en el cajón de esa
mesa gótica que siempre ha estado en la cabecera de mi cama... El precioso cristal
podrá servirte aún, querido Felipe. Júrame por tu salvación eterna que ejecutarás
puntualmente mis órdenes.
Felipe miró a su padre. Don Juan conocía demasiado la expresión de los
sentimientos humanos como para no morir en paz bajo el testimonio de aquella mirada,
como su padre había muerto en la desesperanza de su propia mirada.
–Tú merecías otro padre –continuó don Juan–. Me atrevo a confesarte, hijo mío,
que en el momento en que el venerable abad de Sanlúcar me administraba el viático,
pensaba en la incompatibilidad de los dos poderes, el del diablo y el de Dios.
–¡Oh, padre!
–Y me decía a mí mismo que, cuando Satán haga su paz, tendrá que acordar el
perdón de sus partidarios, para no ser un gran miserable. Esta idea me persigue. Iré,
pues al infierno, hijo mío, si no cumples mi voluntad.
–¡Oh, decídmela pronto, padre!
–Tan pronto como haya cerrado los ojos –continuó don Juan–, unos minutos
después, cogerás mi cuerpo, aún caliente, y lo extenderás sobre una mesa, en medio
de la habitación. Después apagarás la luz. El resplandor de las estrellas deberá ser
suficiente. Me despojarás de mis ropas, rezarás padrenuestros y avemarías elevando
tu alma a Dios y humedecerás cuidadosamente con esta agua santa mis ojos, mis
labios, toda mi cabeza primero, y luego sucesivamente los miembros y el cuerpo; pero,
hijo mío, el poder de Dios es tan grande, que no deberás asombrarte de nada.
Entonces, don Juan, que sintió llegar la muerte, añadió con voz terrible:
–Coge bien el frasco.
Y expiró dulcemente en los brazos de su hijo, cuyas abundantes lágrimas bañaron
su rostro irónico y pálido.
Era cerca de medianoche cuando don Felipe Belvídero colocó el cadáver de su
padre sobre la mesa. Después de haber besado su frente amenazadora y sus grises
cabellos, apagó la lámpara. La suave luz producida por la claridad de la luna cuyos
extraños reflejos iluminaban el campo, permitió al piadoso Felipe entrever
indistintamente el cuerpo de su padre como algo blanco en medio de la sombra. El
joven impregnó un paño en el licor que, sumido en la oración, ungió fielmente aquella
cabeza sagrada en un profundo silencio. Oía estremecimientos indescriptibles, pero los
atribuía a los juegos de la brisa en la cima de los árboles. Cuando humedeció el brazo
derecho sintió que un brazo fuerte y vigoroso le cogía el cuello, ¡el brazo de su padre!
Profirió un grito desgarrador y dejó caer el frasco, que se rompió. El licor se evaporó.
Las gentes del castillo acudieron, provistos de candelabros, como si la trompeta del
juicio final hubiera sacudido el universo. En un instante, la habitación estuvo llena de
gente. La multitud temblorosa vio a don Felipe desvanecido, pero retenido por el
poderoso brazo de su padre, que le apretaba el cuello. Después, cosa sobrenatural, los
asistentes contemplaron la cabeza de don Juan tan joven y tan bella como la de
Antínoo; una cabeza con cabellos negros, ojos brillantes, boca bermeja y que se
agitaba de forma escalofriante, sin poder mover el esqueleto al que pertenecía. Un
anciano servidor gritó:
–¡Milagro! –Y todos los españoles repitieron–: ¡Milagro!
Doña Elvira, demasiado piadosa como para admitir los misterios de la magia,
mandó buscar al abad de Sanlúcar. Cuando el prior contempló con sus propios ojos el
milagro, decidió aprovecharlo, como hombre inteligente y como abad, para aumentar
sus ingresos. Declarando enseguida que don Juan sería canonizado sin ninguna duda,
fijó la apoteósica ceremonia en su convento, que en lo sucesivo se llamaría, dijo, San–
Juan–de–Lúcar. Ante estas palabras, la cabeza hizo un gesto jocoso.
El gusto de los españoles por este tipo de solemnidades es tan conocido que no
resultan difíciles de creer las hechicerías religiosas con que el abad de Sanlúcar
celebró el traslado del bienaventurado don Juan Belvídero a su iglesia. Días después
de la muerte del ilustre noble, el milagro de su imperfecta resurrección era tan
comentado de un pueblo a otro, en un radio de más de cincuenta leguas alrededor de
Sanlúcar, que resultaba cómico ver a los curiosos en los caminos; vinieron de todas
partes, engolosinados por un Te Deum con antorchas. La antigua mezquita del
convento de Sanlúcar; una maravillosa edificación construida por los moros, cuyas
bóvedas escuchaban desde hacía tres siglos el nombre de Jesucristo sustituyendo al
de Alá, no pudo contener a la multitud que acudía a ver la ceremonia. Apretados como
hormigas, los hidalgos con capas de terciopelo y armados con sus espadas, estaban
de pie alrededor de las columnas, sin encontrar sitio para doblar sus rodillas, que sólo
se doblaban allí. Encantadoras campesinas, cuyas basquiñas dibujaban las amorosas
formas, daban su brazo a ancianos de cabellos blancos. Jóvenes con ojos de fuego se
encontraban junto a ancianas mujeres adornadas. Había, además, parejas
estremecidas de placer, novias curiosas acompañadas por sus bienamados; recién
casados; niños que se cogían de la mano, temerosos. Allí estaba aquella multitud, llena
de colorido, brillante en sus contrastes, cargada de flores, formando un suave tumulto
en el silencio de la noche. Las amplias puertas de la iglesia se abrieron. Aquellos que,
retardados, se quedaron fuera, veían de lejos, por las tres puertas abiertas, una escena
tan pavorosa de decoración a la que nuestras modernas óperas sólo podrían
aproximarse débilmente. Devotos y pecadores, presurosos por alcanzar la gracia del
nuevo santo, encendieron en su honor millares de velas en aquella amplia iglesia,
resplandores interesados que concedieron un mágico aspecto al monumento. Las
negras arcadas, las columnas y sus capiteles, las capillas profundas y brillantes de oro
y plata, las galerías, las figuras sarracenas recortadas, los más delicados trazos de tan
delicada escultura se dibujaban en aquella luz excesiva, como caprichosas figuras que
se forman en un brasero al rojo. Era un océano de fuego, dominado al fondo de la
iglesia por un coro dorado, donde se levantaba el altar mayor, cuya gloria habría podido
rivalizar con la de un sol naciente. En efecto, el esplendor de las lámparas de oro, de
los candelabros de plata, de los estandartes, de las borlas, de los santos y de los
exvotos, palidecía ante el relicario en que se encontraba don Juan. El cuerpo del impío
resplandecía de pedrería, de flores, cristales, diamantes, oro y plumas tan blancas
como las alas de un serafín, y sustituía en el altar a un retablo de Cristo. A su alrededor
brillaban numerosos cirios que lanzaban al aire ondas llameantes. El abad de Sanlúcar,
adornado con los hábitos pontificios, con su mitra enriquecida de piedras preciosas, su
roqueta, su báculo de oro, estaba sentado, rey del coro, en un sillón de un lujo imperial,
en medio del clero compuesto por impasibles ancianos de cabellos plateados,
revestidos de albas finas y que le rodeaban semejantes a los santos confesores que los
pintores agrupan alrededor del Eterno. El gran chantre y los dignatarios del cabildo,
adornados con las brillantes insignias de sus vanidades eclesiásticas, iban y venían en
el seno de las nubes formadas por el incienso, semejantes a los astros que ruedan en
el firmamento. Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron los ecos del
campo, y aquella inmensa asamblea lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que
comienza el Te Deum.
¡Sublime grito! Eran voces puras y ligeras, voces de mujeres en éxtasis unidas a
las voces graves y fuertes de los hombres, de millares de voces tan poderosas, que el
órgano no dominó el conjunto, a pesar del mugir de sus tubos. Sólo las agudas notas
de la voz joven de los niños del coro y los amplios acentos de algunos bajos, suscitaron
ideas graciosas, dibujaron la infancia y la fuerza en este arrebatador concierto de voces
humanas confundidas en un sentimiento de amor.
–Te Deum laudamus!
Aquel canto salía del seno de la catedral negra de mujeres y hombres arrodillados,
semejante a una luz que brilla de pronto en la noche; y se rompió el silencio como por
el estallido de un trueno. Las voces ascendieron con nubes de incienso que arrojaban
entonces velos diáfanos y azulados sobre las fantasías maravillosas de la arquitectura.
Todo era riqueza, perfume, luz y melodía. En el instante en que aquella música de
amor y de reconocimiento se concentró en el altar, don Juan, demasiado educado
como para no dar las gracias, demasiado espiritual, por no decir burlón, respondió con
una espantosa carcajada y se acomodó en su relicario. Pero el diablo le hizo pensar en
el riesgo que corría de ser tomado por un hombre ordinario, un santo, un Bonifacio, un
Pantaleón. Turbó aquella melodía de amor con un aullido al que se unieron las mil
voces del infierno. La tierra bendecía, el cielo maldecía. La iglesia tembló en sus
antiguos cimientos.
–Te Deum laudamus! –decía la asamblea.
–¡Al diablo todos!, ¡sois unas bestias! ¡Dios! Dios!, ¡carajos demonios7!, ¡animales,
sois unos estúpidos con vuestro viejo Dios!
Y un torrente de imprecaciones discurrió como un río de lava ardiente en una
erupción del Vesubio.
–Deus sabaoth, sabaoth! –gritaron los cristianos.
–¡Insultáis la majestad del infierno! contestó don Juan con un rechinar de dientes.
Pronto pudo el brazo viviente salir por encima del relicario y amenazó a la
asamblea con gestos de desesperación e ironía.
–El santo nos bendice –dijeron las viejas mujeres, los niños y los novios, gentes
crédulas.
Así somos frecuentemente engañados en nuestras adoraciones. El hombre
superior se burla de los que le elogian y elogia en ocasiones a aquellos de los que se
burla en el fondo de su corazón.
Cuando el abad arrodillado ante el altar cantaba:
–Sancte Johannes, ora pro nobis –entendió claramente:
–Oh, coglione!
7 En español en el original.
–¿Qué pasa ahí arriba? –exclamó el deán al ver moverse el relicario.
–El santo dice diabluras –respondió el abad. Entonces, aquella cabeza viviente se
separó violentamente del cuerpo que ya no vivía y cayó sobre el cráneo amarillo del
oficiante.
–¡Acuérdate de doña Elvira! –gritó la cabeza devorando la del abad.
Éste profirió un horrible grito que turbó la ceremonia. Todos los sacerdotes
corrieron y rodearon a su soberano.
–¡Imbécil! ¿y dices que hay un Dios? –gritó la voz en el momento en que el abad,
mordido en su cerebro, expiraba.
A todas horas ven los ojos que quisieran cerrar; y que cada mañana se abren a la
1 Esta dedicatoria data de 1846. El cuento apareció por vez primera en octubre de 1830 en la Revue de Paris
2 La Tontina es una especie de lotería que asegura a los últimos supervivientes la totalidad de las apuestas. La más
célebre era la de Lafarge, donde cotizó durante mucho tiempo el padre de Balzac.
luz como el de Belvídero en esta obra. ¡Sólo Dios sabe el número de parricidios que se
cometen con el pensamiento! Imaginemos a un hombre que tiene que pagar mil
escudos de renta vitalicia a una anciana, y que ambos viven en el campo, separados
por un riachuelo, pero tan extraños uno a otro como para poderse odiar cordialmente,
sin faltar a las humanas conveniencias que colocan una máscara sobre el rostro de dos
hermanos, de los cuales uno obtendrá el mayorazgo y otro una legitimación. Toda la
civilización europea reposa en la herencia como sobre un eje, sería una locura
suprimirla; pero, ¿no se podría hacer como con las máquinas que son el orgullo de
nuestra época, es decir; perfeccionar el engranaje principal?
Si el autor ha conservado la vieja fórmula AL LECTOR en una obra en la que se
trata de representar todas las formas literarias, es para incluir una observación relativa
a algunos trabajos, y sobre todo a éste. Cada una de sus composiciones está basada
en ideas más o menos nuevas cuya expresión le parece útil, puede haber considerado
la prioridad de ciertas fórmulas, de ciertos pensamientos que, más tarde, han pasado al
campo literario, y una vez allí quizá se han vulgarizado. Las fechas de la publicación
primitiva de cada obra no deben, pues, serles indiferentes a aquellos lectores que
quieran hacerles justicia.
La lectura proporciona amigos desconocidos y ¡qué amigo, el lector! tenemos
amigos conocidos que no leen nada nuestro. El autor espera haber pagado su deuda
dedicando esta obra DIIS IGNOTIS3.
En un suntuoso palacio de Ferrara, agasajaba don Juan Belvídero una noche de
invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un
maravilloso espectáculo de riquezas reales de que únicamente un gran señor podía
disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban
suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte cuyos blancos mármoles
destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de
Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas
que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan
diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras, ni en
las ideas; el aire, una mirada, algún gesto, el tono, servían a sus palabras como
comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.
Una parecía decir:
–Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.
Otra:
–Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en
aquellos que me adoran.
Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:
–En el fondo de mi corazón siento remordimientos –decía–. Soy católica, y temo al
infierno. Pero os amo tanto ¡tanto! que podría sacrificaros la eternidad.
3 A los dioses desconocidos. (Hechos de los Apóstoles, XVII, 23.)
La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:
–¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del
pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida de
felicidad, una vida llena de amor.
La mujer sentada junto a Belvídero le miraba con los ojos llameantes. Guardaba
silencio.
–¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me
abandonara! –después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una
bombonera de oro milagrosamente esculpida.
–¿Cuándo serás Gran Duque? –preguntó la sexta al príncipe, con una expresión de
alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.
–¿Y cuándo morirá tu padre? –dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de
flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencita
acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.
–¡Ah, no me habléis de ello! –exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero–.
¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo quien lo
tenga!
Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo príncipe
lanzaron un grito de horror. Doscientos años más tarde y bajo Luis XV las gentes de
buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de una orgía
las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las
pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la
contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizás había aún, en el fondo de los
corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta
que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin embargo, los
corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la
expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una
puerta, y, como en el festín de Belsasar 4, Dios hizo acto de presencia y apareció bajo
la forma de un viejo sirviente de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró
con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las
torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores
de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un
crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías
palabras:
–Señor; vuestro padre se está muriendo.
Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse
por un: «Lo siento, esto no pasa todos los días».
4 En el festín de Belsasar, último rey de Babilonia, apareció su destino en el muro escrito con letras de fuego.
(Daniel, V, I–30)
¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de
los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es
tan repentina en sus caprichos como una cortesana en sus desdenes; pero más fiel,
pues nunca engañó a nadie.
Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría como
oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo,
había arrojado su alegría junto con su servilleta. La noche era negra. El silencioso
sirviente que conducía al joven hacia la cámara mortuoria alumbraba bastante mal a su
amo, de modo que la Muerte, ayudada por el frío, el silencio, la oscuridad, y quizá por
la embriaguez, pudo deslizar algunas reflexiones en el alma de este hombre disipado;
examinó su vida y se quedó pensativo, como un procesado que se dirige al tribunal.
Bartolomé Belvídero, padre de don Juan, era un anciano nonagenario que había
pasado la mayor parte de su vida dedicado al comercio. Como había atravesado con
frecuencia las talismánicas regiones de Oriente, había adquirido inmensas riquezas y
una sabiduría más valiosa, decía, que el oro y los diamantes, que ahora ya no le
preocupaban lo más mínimo.
–Prefiero un diente a un rubí, y el poder al saber –exclamaba a veces sonriendo.
Aquel padre bondadoso gustaba de oír contar a don Juan alguna locura de su
juventud y decía en tono jovial, prodigándole el oro:
–Querido hijo, haz sólo tonterías que te diviertan.
Era el único anciano que se complacía en ver a un hombre joven, el amor paterno
engañaba a su avanzada edad en la contemplación de una vida tan brillante. A la edad
de sesenta años Belvídero se había enamorado de un ángel de paz y de belleza. Don
Juan había sido el único fruto de este amor tardío y pasajero. Desde hacía quince
años, este hombre lamentaba la pérdida de su amada Juana. Sus numerosos sirvientes
y también su hijo atribuyeron a este dolor de anciano las extrañas costumbres que
adoptó. Confinado en el ala más incómoda de su palacio, salía raramente, y ni el
mismo don Juan podía entrar en las habitaciones de su padre sin haber obtenido
permiso. Si aquel anacoreta voluntario iba y venía por el palacio, o por las calles de
Ferrara, parecía buscar alguna cosa que le faltase; caminaba soñador, indeciso,
preocupado como un hombre en conflicto con una idea o un recuerdo. Mientras el joven
daba fiestas suntuosas y el palacio retumbaba con el estallido de su alegría, los
caballos resoplaban en el patio y los pajes discutían jugando a los dados en las gradas,
Bartolomé comía siete onzas de pan al día y bebía agua. Si tomaba algo de carne era
para darle los huesos a un perro de aguas, su fiel compañero. Jamás se quejaba del
ruido. Durante su enfermedad, si el sonido del cuerno de caza y los ladridos de los
perros le sorprendían, se limitaba a decir: «¡ah, es don Juan que vuelve!». Nunca hubo
en la tierra un padre tan indulgente. Por otra parte, el joven Belvídero, acostumbrado a
tratarle sin ceremonias, tenía todos los defectos de un niño mimado. Vivía con
Bartolomé como vive una cortesana caprichosa con un viejo amante, disculpando sus
impertinencias con una sonrisa, vendiendo su buen humor; y dejándose querer.
Reconstruyendo con un solo pensamiento el cuadro de sus años jóvenes, don Juan se
dio cuenta de que le sería difícil echar en falta la bondad de su padre. Y sintiendo nacer
remordimientos en el fondo de su corazón mientras atravesaba la galería, estuvo
próximo a perdonar a Belvídero por haber vivido tanto tiempo. Le venían sentimientos
de piedad filial del mismo modo que un ladrón se convierte en un hombre honrado por
el posible goce de un millón bien robado. Cruzó pronto las altas y frías salas que
constituían los aposentos de su padre. Tras haber sentido los efectos de una atmósfera
húmeda, respirado el aire denso, el rancio olor que exhalaban viejas tapicerías y
armarios cubiertos de polvo, se encontró en la antigua habitación del anciano, ante un
lecho nauseabundo junto a una chimenea casi apagada. Una lámpara, situada sobre
una mesa de forma gótica, arrojaba sobre el lecho, en intervalos desiguales, capas de
luz más o menos intensas, mostrando de este modo el rostro del anciano siempre bajo
un aspecto diferente. Silbaba el frío a través de las ventanas mal cerradas; y la nieve,
azotando las vidrieras, producía un ruido sordo. Aquella escena, contrastaba de tal
modo con la que don Juan acababa de abandonar; que no pudo evitar un
estremecimiento. Después tuvo frío, cuando al acercarse al lecho un violento
resplandor empujado por un golpe de viento iluminó la cabeza de su padre: sus rasgos
estaban descompuestos, la piel pegada a los huesos tenía tintes verdosos que la
blancura de la almohada sobre la que reposaba el anciano hacía aún más horribles.
Contraída por el dolor; la boca entreabierta y desprovista de dientes dejaba pasar
algunos suspiros cuya lúgubre energía era sostenida por los aullidos de la tempestad.
A pesar de tales signos de destrucción, brillaba en aquella cabeza un increíble carácter
de poder. Un espíritu superior que combatía a la muerte. Los ojos hundidos por la
enfermedad guardaban una singular fijeza. Parecía que Bartolomé buscaba con su
mirada moribunda a un enemigo sentado al pie de su cama para matarlo. Aquella
mirada, fija y fría, era más escalofriante por cuanto que la cabeza permanecía en una
inmovilidad semejante a la de los cráneos situados sobre la mesa de los médicos. Su
cuerpo, dibujado por completo por las sábanas del lecho, permitía ver que los
miembros del anciano guardaban la misma rigidez. Todo estaba muerto menos los
ojos. Los sonidos que salían de su boca tenían también algo de mecánico.
Don Juan sintió una cierta vergüenza al llegar junto al lecho de su padre moribundo
conservando un ramillete de cortesana en el pecho, llevando el perfume de la fiesta y el
olor del vino.
–¡Te divertías! –exclamó el anciano cuando vio a su hijo.
En el mismo momento, la voz fina y ligera de una cantante que hechizaba a los
invitados, reforzada por los acordes de la viola con la que se acompañaba, dominó el
bramido del huracán y resonó en la cámara fúnebre. Don Juan no quiso oír aquel
salvaje asentimiento.
Bartolomé dijo:
–No te quiero aquí, hijo mío.
Aquella frase llena de dulzura lastimó a don Juan, que no perdonó a su padre
semejante puñalada de bondad.
–¡Qué remordimientos, padre! –dijo hipócritamente.
–¡Pobre Juanito! –continuó el moribundo con voz sorda–, ¿tan bueno he sido para
ti que no deseas mi muerte?
–¡Oh! –exclamó don Juan–, ¡si fuera posible devolverte a la vida dándote parte de
la mía! («cosas así pueden decirse siempre, ¡es como si ofreciera el mundo a mi
amante!»).
Apenas concluyó este pensamiento cuando ladró el viejo perro de aguas. Aquella
voz inteligente hizo que don Juan se estremeciera, pues creyó haber sido comprendido
por el perro.
–Ya sabía, hijo mío, que podía contar contigo –exclamó el moribundo–, viviré.
Podrás estar contento. Viviré, pero sin quitarte un sólo día que te pertenezca.
«Delira», se dijo a sí mismo don Juan. Luego añadió en voz alta:
–Sí, padre querido, viviréis ciertamente, porque vuestra imagen permanecerá en mi
corazón.
–No se trata de esa vida –dijo el noble anciano, reuniendo todas sus fuerzas para
incorporarse, porque le sobrecogió una de esas sospechas que sólo nacen en la
cabecera de los moribundos–. Escúchame, hijo –continuó con la voz debilitada por este
último esfuerzo–, no tengo yo más ganas de morirme que tú de prescindir de amantes,
vino, caballos, halcones, perros y oro.
«Estoy seguro de ello», pensó el hijo arrodillándose a la cabecera de la cama y
besando una de las manos cadavéricas de Bartolomé.
–Pero –continuó en voz alta–, padre, padre querido, hay que someterse a la
voluntad de Dios.
–Dios soy yo –replicó el anciano refunfuñando.
–No blasfeméis –dijo el joven viendo el aire amenazador que tomaban los rasgos
de su padre–. Guardaos de hacerlo, habéis recibido la Extremaunción, y no podría
hallar consuelo viéndoos morir en pecado.
–¿Quieres escucharme? –exclamó el moribundo, cuya boca crujió.
Don Juan cedió. Reinó un horrible silencio. Entre los grandes silbidos de la nieve
llegaron aún los acordes de la viola y la deliciosa voz, débiles como un día naciente. El
moribundo sonrío.
–Te agradezco el haber invitado a cantantes, haber traído música. ¡Una fiesta!,
mujeres jóvenes y bellas, blancas y de negros cabellos. Todos los placeres de la vida,
haz que se queden. Voy a renacer.
–Es el colmo del delirio –dijo don Juan.
–He descubierto el medio de resucitar. Mira, busca en el cajón de la mesa; podrás
abrirlo apretando un resorte que hay escondido por el Grifo.
–Ya está, padre.
–Bien, coge un pequeño frasco de cristal de roca.
–Aquí está.
–He empleado veinte años en... –en aquel instante, el anciano sintió próximo el
final y reunió toda su energía para decir–: Tan pronto como haya exhalado el último
suspiro, me frotarás todo el cuerpo con esta agua, y renaceré.
–Pues hay bastante poco –replicó el joven.
Si bien Bartolomé ya no podía hablar; tenía aún la facultad de oír y de ver, y al oír
esto, su cabeza se volvió hacia don Juan con un movimiento de escalofriante
brusquedad, su cuello se quedó torcido como el de una estatua de mármol a quien el
pensamiento del escultor ha condenado a mirar de lado, sus ojos, más grandes,
adoptaron una espantosa inmovilidad. Estaba muerto, muerto perdiendo su única, su
última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo encontró una tumba más honda
que las que los hombres cavan habitualmente a sus muertos. Sus cabellos se habían
erizado también por el horror; y su mirada convulsa hablaba aún. Era un padre saliendo
con rabia de un sepulcro para pedir venganza a Dios.
–¡Vaya!, se acabó el buen hombre –exclamó don Juan.
Presuroso por acercar el misterioso cristal a la luz de la lámpara como un bebedor
examina su botella al final de la comida, no había visto blanquear el ojo de su padre. El
perro contemplaba con la boca abierta alternativamente a su amo muerto y el elixir; del
mismo modo que don Juan miraba, ora a su padre, ora al frasco. La lámpara arrojaba
ráfagas ondulantes. El silencio era profundo, la viola había enmudecido. Belvídero se
estremeció creyendo ver moverse a su padre. Intimidado por la expresión rígida de sus
ojos acusadores los cerró del mismo modo que hubiera bajado una persiana abatida
por el viento en una noche de otoño. Permaneció de pie, inmóvil, perdido en un mundo
de pensamientos. De repente, un ruido agrio, semejante al grito de un resorte oxidado,
rompió el silencio. Don Juan, sorprendido, estuvo a punto de dejar caer el frasco. De
sus poros brotó un sudor más frío que el acero de un puñal. Un gallo de madera
pintada surgió de lo alto de un reloj de pared, y cantó tres veces. Era una de esas
máquinas ingeniosas, con la ayuda de las cuales se hacían despertar para sus trabajos
a una hora fija los sabios de la época. El alba enrojecía ya las ventanas. Don Juan
había pasado diez horas reflexionando. El viejo reloj de pared era más fiel a su servicio
que él en el cumplimiento de sus deberes hacia Bartolomé. Aquel mecanismo estaba
hecho de madera, poleas, cuerdas y engranajes, mientras que don Juan poseía uno
particular al hombre, llamado corazón. Para no arriesgarse a perder el misterioso licor;
el escéptico don Juan volvió a colocarlo en el cajón de la mesita gótica. En tan solemne
momento oyó un tumulto sordo en la galería: eran voces confusas, risas ahogadas,
pasos ligeros, el roce de las sedas, el ruido en fin de un alegre grupo que se recoge. La
puerta se abrió y el príncipe, los amigos de don Juan, las siete cortesanas y las
cantantes aparecieron en el extraño desorden en que se encuentran las bailarinas
sorprendidas por la luz de la mañana, cuando el sol lucha con el fuego palideciente de
las velas. Todos iban a darle al joven heredero el pésame de costumbre.
–¡Oh, oh!, ¿se habrá tomado el pobre don Juan esta muerte en serio? –dijo el
príncipe al oído de la Brambilla.
–Su padre era un buen hombre –le respondió ella.
Sin embargo, las meditaciones nocturnas de don Juan habían impreso a sus
rasgos una expresión tan extraña que impuso silencio a semejante grupo.
Los hombres permanecieron inmóviles. Las mujeres, que tenían los labios secos
por el vino y las mejillas cárdenas por los besos, se arrodillaron y comenzaron a rezar.
Don Juan no pudo evitar estremecerse viendo cómo el esplendor; las alegrías, las
risas, los cantos, la juventud, la belleza, el poder, todo lo que es vida, se postraba así
ante la muerte. Pero, en aquella adorable Italia la vida disoluta y la religión se
acoplaban por entonces tan bien, que la religión era un exceso, y los excesos una
religión. El príncipe estrechó afectuosamente la mano de don Juan, y después, todos
los rostros adoptaron simultáneamente el mismo gesto, mitad de tristeza mitad de
indiferencia, y aquella fantasmagoría desapareció, dejando la sala vacía. Ciertamente
era una imagen de la vida. Mientras bajaban las escaleras le dijo el príncipe a la
Rivabarella:
–Y bien, ¿quién habría creído a don Juan un fanfarrón impío? ¡Ama a su padre!
–¿Os habéis fijado en el perro negro? –preguntó la Brambilla.
–Ya es inmensamente rico –dijo suspirando Blanca Cavatolino.
–¡Y eso qué importa! –exclamó la orgullosa Baronesa, aquella que había roto la
bombonera.
–¿Cómo que qué importa? –exclamó el duque–. ¡Con sus escudos él es tan
príncipe como yo!
Don Juan, en un principio, asediado por mil pensamientos, dudaba ante varias
decisiones. Después de haber examinado el tesoro amasado por su padre, volvió a la
cámara mortuoria con el alma llena de un tremendo egoísmo. Encontró allí a toda la
servidumbre ocupada en adornar el lecho fúnebre en el cual iba a ser expuesto al día
siguiente el difunto señor; en medio de una soberbia capilla ardiente, curioso
espectáculo que toda Ferrara vendría a admirar. Don Juan hizo un gesto y sus gentes
se detuvieron, sobrecogidos, temblorosos.
–Dejadme solo aquí –dijo con voz alterada– y no entréis hasta que yo salga.
Cuando los pasos del anciano sirviente que salió el último sólo sonaron débilmente
en las losas, cerró don Juan precipitadamente la puerta, y seguro de su soledad
exclamo:
–¡Veamos!
El cuerpo de Bartolomé estaba acostado en una larga mesa. Con el fin de evitar a
los ojos de todos el horrible espectáculo de un cadáver al que una decrepitud extrema y
la debilidad asemejaban a un esqueleto, los embalsamadores habían colocado una
sábana sobre el cuerpo, envolviéndole todo menos la cabeza. Aquella especie de
momia yacía en el centro de la habitación, y la sábana, amplia, dibujaba vagamente las
formas, aun así duras, rígidas y heladas. El rostro tenía ya amplias marcas violeta que
mostraban la necesidad de terminar el embalsamamiento. A pesar del escepticismo
que le acompañaba, don Juan tembló al destapar el mágico frasco de cristal. Cuando
se acercó a la cabecera un temblor estuvo a punto de obligarle a detenerse. Pero aquel
joven había sido sabiamente corrompido, desde muy pronto, por las costumbres de una
corte disoluta; un pensamiento digno del duque de Urbino le otorgó el valor que
aguijoneaba su viva curiosidad; pareció como si el diablo le hubiera susurrado estas
palabras que resonaron en su corazón: «¡impregna un ojo!». Tomó un paño y, después
de haberlo empapado con parsimonia en el precioso licor; lo pasó lentamente sobre el
párpado derecho del cadáver. El ojo se abrió.
–¡Ah! ¡Ah! –dijo don Juan apretando el frasco en su mano como se agarra en
sueños la rama de la que colgamos sobre un precipicio.
Veía un ojo lleno de vida, un ojo de niño en una cabeza de muerto, donde la luz
temblaba en un joven fluido, y, protegida por hermosas pestañas negras, brillaba como
ese único resplandor que el viajero percibe en un campo desierto en las noches de
invierno. Aquel ojo resplandeciente parecía querer arrojarse sobre don Juan, pensaba,
acusaba, condenaba, amenazaba, juzgaba, hablaba, gritaba, mordía. Todas las
pasiones humanas se agitaban en él. Eran las más tiernas súplicas: la cólera de un rey,
luego, el amor de una joven pidiendo gracia a sus verdugos; la mirada que lanza un
hombre a los hombres al subir el último escalón del patíbulo. Tanta vida estallaba en
aquel fragmento de vida, que don Juan retrocedió espantado, paseó por la habitación
sin atreverse a mirar aquel ojo, que veía de nuevo en el suelo, en los tapices. La
estancia estaba sembrada de puntos llenos de fuego, de vida, de inteligencia. Por
todas partes brillaban ojos que ladraban a su alrededor.
–¡Bien podría haber vivido cien años! –exclamó sin querer cuando, llevado ante su
padre por una fuerza diabólica, contemplaba aquella chispa luminosa.
De repente, aquel párpado inteligente se cerró y volvió a abrirse bruscamente,
como el de una mujer que consiente. Si una voz hubiera gritado: «¡Sí! », don Juan no
se hubiera asustado más.
«¿Qué hacer?», pensaba. Tuvo el valor de intentar cerrar aquel párpado blanco.
Sus esfuerzos fueron vanos.
–¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? –se preguntaba.
–Sí –dijo el ojo con un guiño de una sorprendente ironía.
–¡Ja! ¡Ja! ¡Aquí hay brujería! –exclamó don Juan, y se acercó al ojo para
reventarlo. Una lágrima rodó por las mejillas hundidas del cadáver; y cayó en la mano
de Belvídero–. ¡Está ardiendo! –gritó sentándose.
Aquella lucha le había fatigado como si hubiera combatido contra un ángel, como
Jacob.
Finalmente se levantó diciendo para sí:
«¡Mientras no haya sangre...!» Luego, reuniendo todo el valor necesario para ser
cobarde, reventó el ojo aplastándolo con un paño, pero sin mirar. Un gemido
inesperado, pero terrible, se hizo oír. El pobre perro de aguas expiró aullando.
«¿Sabría él el secreto?», se preguntó don Juan mirando al fiel animal.
Don Juan Belvídero pasó por un hijo piadoso. Levantó sobre la tumba de su padre
un monumento y confió la realización de las figuras a los artistas más célebres de su
tiempo. Sólo estuvo completamente tranquilo el día en que la estatua paterna,
arrodillada ante la Religión, impuso su enorme peso sobre aquella fosa, en el fondo de
la cual enterró el único remordimiento que hubiera rozado su corazón en los momentos
de cansancio físico. Haciendo inventario de las inmensas riquezas amasadas por el
viejo orientalista, don Juan se hizo avaro. ¿Acaso no tenía dos vidas humanas para
proveer de dinero? Su mirada, profunda y escrutadora, penetró en el principio de la
vida social y abrazó mejor al mundo, puesto que lo veía a través de una tumba. Analizó
a los hombres y las cosas para terminar de una vez con el Pasado, representado por la
Historia; con el Presente, configurado por la Ley; con el Futuro, desvelado por las
Religiones. Tomó el alma y la materia, las arrojó en un crisol, no encontró nada, y
desde entonces se convirtió en DON JUAN.
Dueño de las ilusiones de la vida, se lanzó, joven y hermoso, a la vida,
despreciando al mundo, pero apoderándose del mundo. Su felicidad no podía ser una
felicidad burguesa que se alimenta con un hervido diario, con un agradable calentador
de cama en invierno, una lámpara de noche y unas pantuflas nuevas cada trimestre.
No; se asió a la existencia como un mono que coge una nuez y, sin entretenerse largo
tiempo, despoja sabiamente las envolturas del fruto, para degustar la sabrosa pulpa. La
poesía y los sublimes arrebatos de la pasión humana no le interesaban. No cometió el
error de otros hombres poderosos que, imaginando que las almas pequeñas creen en
las grandes almas, se dedican a intercambiar los más altos pensamientos del futuro
con la calderilla de nuestras ideas vitalicias. Bien podía, como ellos, caminar con los
pies en la tierra y la cabeza en el cielo; pero prefería sentarse y secar bajo sus besos
más de un labio de mujer joven, fresca y perfumada; porque, al igual que la Muerte, allí
por donde pasaba devoraba todo sin pudor; queriendo un amor posesivo, un amor
oriental de placeres largos y fáciles. Amando sólo a la mujer en las mujeres, hizo de la
ironía un cariz natural de su alma. Cuando sus amantes se servían de un lecho para
subir a los cielos donde iban a perderse en el seno de un éxtasis embriagador, don
Juan las seguía, grave, expansivo, sincero, tanto como un estudiante alemán sabe
serlo. Pero decía YO cuando su amante, loca, extasiada decía NOSOTROS. Sabía
dejarse llevar por una mujer de forma admirable. Siempre era lo bastante fuerte como
para hacerle creer que era un joven colegial que dice a su primera compañera de baile:
«¿Te gusta bailar?», también sabía enrojecer a propósito, y sacar su poderosa espada
y derribar a los comendadores. Había burla en su simpleza y risa en sus lágrimas, pues
siempre supo llorar como una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o
me moriré enferma del pecho».
Para los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en circulación;
para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres, es un hombre;
para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una ciudad; para don Juan,
el universo era él. Modelo de gracia y de belleza, con un espíritu seductor; amarró su
barca en todas las orillas; pero, haciéndose llevar; sólo iba allí adonde quería ser
llevado. Cuanto más vivió, más dudó. Examinando a los hombres, adivinó con
frecuencia que el valor era temeridad; la prudencia, cobardía; la generosidad, finura; la
justicia, un crimen; la delicadeza, una necedad; la honestidad, organización; y, gracias
a una fatalidad singular; se dio cuenta de que las gentes honestas, delicadas, justas,
generosas, prudentes y valerosas, no obtenían ninguna consideración entre los
hombres. «¡Qué broma tan absurda!» –se dijo–. «No procede de un dios.» Y entonces,
renunciando a un mundo mejor; jamás se descubrió al oír pronunciar un nombre, y
consideró a los santos de piedra de las iglesias como obras de arte. Pero también,
comprendiendo el mecanismo de las sociedades humanas, no contradecía en exceso
los prejuicios, puesto que no era tan poderoso como el verdugo, pero daba la vuelta a
las leyes sociales con la gracia y el ingenio tan bien expresados en su escena con el
Señor Dimanche 5. Fue, en efecto, el tipo de Don Juan de Molière, del Fausto de
Goethe, del Manfred de Byron y del Melmoth de Maturin. Grandes imágenes trazadas
por los mayores genios de Europa, y a las que no faltarán quizá ni los acordes de
Mozart ni la lira de Rossini. Terribles imagenes que el principio del mal, existente en el
hombre, eterniza y del cual se encuentran copias cada siglo: bien porque este tipo
entra en conversaciones humanas encarnándose en Mirabeau; bien porque se
conforma con actuar en silencio como Bonaparte; o de comprimir el mundo en una
ironía como el divino Rabelais; o, incluso, se ría de los seres en lugar de insultar a las
cosas como el mariscal de Richelieu; o que se burle a la vez de los hombres y de las
cosas como el más célebre de nuestros embajadores.
Pero la profunda jovialidad de don Juan Belvídero precedió a todos ellos. Se rió de
todo. Su vida era una burla que abarcaba hombres, cosas, instituciones e ideas. En lo
que respecta a la eternidad, había conversado familiarmente media hora con el papa
Julio II, y al final de la charla le había dicho riendo:
–Si es absolutamente preciso elegir prefiero creer en Dios a creer en el diablo; el
poder unido a la bondad ofrece siempre más recursos que el genio del mal.
–Sí, pero Dios quiere que se haga penitencia en este mundo.
–¿Siempre pensáis en vuestras indulgencias? –respondió Belvídero–. ¡Pues bien!,
tengo reservada toda una existencia para arrepentirme de las faltas de mi primera vida.
–¡Ah! si es así como entiendes la vejez –exclamó el papa– corres el riesgo de ser
canonizado.
–Después de vuestra ascensión al papado, puede creerse todo.
Fueron entonces a ver a los obreros que estaban construyendo la inmensa basílica
consagrada a San Pedro.
–San Pedro es el hombre de genio que dejó constituido nuestro doble poder –dijo
el papa a don Juan–, merece este monumento. Pero, a veces, por la noche, pienso que
un silencio borrará todo esto y habrá que volver a empezar...
Don Juan y el papa se echaron a reír; se habían entendido bien. Un necio habría
ido a la mañana siguiente a divertirse con Julio II a casa de Rafael o a la deliciosa Villa
Madame6, pero Belvídero acudió a verle oficiar pontificalmente para convencerse de
todas sus dudas. En un momento libertino, la Rovera hubiera podido desdecirse y
5 Molière, Don Juan, IV, 3.
6 Una de las más célebres de Roma, empezada según los planos de Rafael y decorada por Julio Romano.
comentar el Apocalipsis.
Sin embargo, esta leyenda no tiene por objeto el proporcionar material a aquellos
que deseen escribir sobre la vida de don Juan, sino que está destinada a probar a las
gentes honestas que Belvídero no murió en un duelo con una piedra como algunos
litógrafos quieren hacer creer.
Cuando don Juan Belvídero alcanzó la edad de sesenta años, se instaló en
España. Allí, ya anciano, se casó con una joven y encantadora andaluza. Pero, tal y
como lo había calculado, no fue ni buen padre ni buen esposo. Había observado que
no somos tan tiernamente amados como por las mujeres en las que nunca pensamos.
Doña Elvira, educada santamente por una anciana tía en lo más profundo de
Andalucía, en un castillo a pocas leguas de Sanlúcar, era toda gracia y devoción. Don
Juan adivinó que aquella joven sería del tipo de mujer que combate largamente una
pasión antes de ceder; y por ello pensó poder conservarla virtuosa hasta su muerte.
Fue una broma seria, un jaque que se quiso reservar para jugarlo en sus días de vejez.
Fortalecido con los errores cometidos por su padre Bartolomé, don Juan decidió utilizar
los actos más insignificantes de su vejez para el éxito del drama que debía consumarse
en su lecho de muerte. De este modo, la mayor parte de su riqueza permaneció oculta
en los sótanos de su palacio de Ferrara, donde raramente iba. Con la otra mitad de su
fortuna estableció una renta vitalicia para que le produjera intereses durante su vida, la
de su mujer y la de sus hijos, astucia que su padre debiera haber practicado. Pero
semejante maquiavélica especulación no le fue muy necesaria. El joven Felipe
Belvídero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente religioso como
impío era su padre, quizás en virtud del proverbio: a padre avaro, hijo pródigo.
El abad de Sanlúcar fue elegido por don Juan para dirigir la conciencia de la
duquesa de Belvídero y de Felipe. Aquel eclesiástico era un hombre santo,
admirablemente bien proporcionado, alto, de bellos ojos negros y una cabeza al estilo
de Tiberio, cansada por el ayuno, blanca por la mortificación y diariamente tentada
como son tentados todos los solitarios. Quizás esperaba el anciano señor matar a
algún monje antes de terminar su primer siglo de vida. Pero, bien porque el abad fuera
tan fuerte como podía serlo el mismo don Juan, bien porque doña Elvira tuviera más
prudencia o virtud de la que España le otorga a las mujeres, don Juan fue obligado a
pasar sus últimos días como un viejo cura rural, sin escándalos en su casa. A veces,
sentía placer si encontraba a su mujer o a su hijo faltando a sus deberes religiosos, y
les exigía realizar todas las obligaciones impuestas a los fieles por el tribunal de Roma.
En fin, nunca se sentía tan feliz como cuando oía al galante abad de Sanlúcar; a doña
Elvira y a Felipe discutir sobre un caso de conciencia. Sin embargo, a pesar de los
cuidados que don Juan Belvídero prodigaba a su persona, llegaron los días de
decrepitud; con la edad del dolor llegaron los gritos de impotencia, gritos tanto más
desgarradores cuanto más ricos eran los recuerdos de su ardiente juventud y de su
voluptuosa madurez. Aquel hombre, cuyo grado más alto de burla era inducir a los
otros a creer en las leyes y principios de los que él se mofaba, se dormía por las
noches pensando en un quizás. Aquel modelo de elegancia, aquel duque, vigoroso en
las orgías, soberbio en la corte, gentil para con las mujeres cuyos corazones había
retorcido como un campesino retuerce una vara de mimbre, aquel hombre ingenio,
tenía una pituita pertinaz, una molesta ciática y una gota brutal. Veía cómo sus dientes
le abandonaban, al igual que se van, una a una, las más blancas damas, las más
engalanadas, dejando el salón desierto. Finalmente, sus atrevidas manos temblaron,
sus esbeltas piernas se tambalearon, y una noche, la apoplejía le aprisionó sus manos
corvas y heladas. Desde aquel fatal día se volvió taciturno y duro. Acusaba la
dedicación de su mujer y de su hijo, pretendiendo en ocasiones que sus emotivos
cuidados y delicadezas le eran así prodigados porque había puesto su fortuna en
rentas vitalicias. Elvira y Felipe derramaban entonces lágrimas amargas y doblaban sus
caricias al malicioso viejo, cuya voz cascada se volvía afectuosa para decirles:
«Queridos míos, querida esposa, ¿me perdonáis, verdad? Os atormento un poco.
¡Ay, gran Dios! ¿cómo te sirves de mí para poner a prueba a estas dos celestes
criaturas? Yo, que debiera ser su alegría, soy su calamidad». De este modo les
encadenó a la cabecera de su cama, haciéndoles olvidar meses enteros de
impaciencia y crueldad por una hora en que les prodigaba los tesoros, siempre nuevos,
de su gracia y de una falsa ternura. Paternal sistema que resultó infinitamente mejor
que el que su padre había utilizado en otro tiempo con él.
Por fin llegó a un grado tal de enfermedad en que, para acostarle, había que
manejarle como una falúa que entra en un canal peligroso. Luego, llegó el día de la
muerte. Aquel brillante y escéptico personaje de quien sólo el entendimiento sobrevivía
a la más espantosa de las destrucciones, se vio entre un médico y un confesor; los dos
seres que le eran más antipáticos. Pero estuvo jovial con ellos. ¿Acaso no había para
él una luz brillante tras el velo del porvenir? Sobre aquella tela, para unos de plomo,
diáfana para él, jugaban como sombras las arrebatadoras delicias de la juventud.
Era una hermosa tarde cuando don Juan sintió la proximidad de la muerte. El cielo
de España era de una pureza admirable, los naranjos perfumaban el aire, las estrellas
destilaban luces vivas y frescas, parecía que la naturaleza le daba pruebas ciertas de
su resurrección, un hijo piadoso y obediente le contemplaba con amor y respeto. Hacia
las once, quiso quedarse solo con aquel cándido ser.
–Felipe –le dijo con una voz tan tierna y afectuosa que hizo estremecerse y llorar
de felicidad al joven.
Nunca antes había pronunciado así «Felipe» aquel padre inflexible.
–Escúchame, hijo mío –continuó el moribundo–. Soy un gran pecador. Durante mi
vida, también he pensado en mi muerte. En otro tiempo, fui amigo del gran papa Julio
II. El ilustre pontífice temió que la excesiva exaltación de mis sentidos me hiciese
cometer algún pecado mortal entre el momento de expirar y de recibir los santos óleos;
me regaló un frasco con el agua bendita que mana entre las rocas, en el desierto. He
mantenido el secreto de este despilfarro del tesoro de la Iglesia, pero estoy autorizado
a revelar el misterio a mi hijo, in articulo mortis. Encontrarás el frasco en el cajón de esa
mesa gótica que siempre ha estado en la cabecera de mi cama... El precioso cristal
podrá servirte aún, querido Felipe. Júrame por tu salvación eterna que ejecutarás
puntualmente mis órdenes.
Felipe miró a su padre. Don Juan conocía demasiado la expresión de los
sentimientos humanos como para no morir en paz bajo el testimonio de aquella mirada,
como su padre había muerto en la desesperanza de su propia mirada.
–Tú merecías otro padre –continuó don Juan–. Me atrevo a confesarte, hijo mío,
que en el momento en que el venerable abad de Sanlúcar me administraba el viático,
pensaba en la incompatibilidad de los dos poderes, el del diablo y el de Dios.
–¡Oh, padre!
–Y me decía a mí mismo que, cuando Satán haga su paz, tendrá que acordar el
perdón de sus partidarios, para no ser un gran miserable. Esta idea me persigue. Iré,
pues al infierno, hijo mío, si no cumples mi voluntad.
–¡Oh, decídmela pronto, padre!
–Tan pronto como haya cerrado los ojos –continuó don Juan–, unos minutos
después, cogerás mi cuerpo, aún caliente, y lo extenderás sobre una mesa, en medio
de la habitación. Después apagarás la luz. El resplandor de las estrellas deberá ser
suficiente. Me despojarás de mis ropas, rezarás padrenuestros y avemarías elevando
tu alma a Dios y humedecerás cuidadosamente con esta agua santa mis ojos, mis
labios, toda mi cabeza primero, y luego sucesivamente los miembros y el cuerpo; pero,
hijo mío, el poder de Dios es tan grande, que no deberás asombrarte de nada.
Entonces, don Juan, que sintió llegar la muerte, añadió con voz terrible:
–Coge bien el frasco.
Y expiró dulcemente en los brazos de su hijo, cuyas abundantes lágrimas bañaron
su rostro irónico y pálido.
Era cerca de medianoche cuando don Felipe Belvídero colocó el cadáver de su
padre sobre la mesa. Después de haber besado su frente amenazadora y sus grises
cabellos, apagó la lámpara. La suave luz producida por la claridad de la luna cuyos
extraños reflejos iluminaban el campo, permitió al piadoso Felipe entrever
indistintamente el cuerpo de su padre como algo blanco en medio de la sombra. El
joven impregnó un paño en el licor que, sumido en la oración, ungió fielmente aquella
cabeza sagrada en un profundo silencio. Oía estremecimientos indescriptibles, pero los
atribuía a los juegos de la brisa en la cima de los árboles. Cuando humedeció el brazo
derecho sintió que un brazo fuerte y vigoroso le cogía el cuello, ¡el brazo de su padre!
Profirió un grito desgarrador y dejó caer el frasco, que se rompió. El licor se evaporó.
Las gentes del castillo acudieron, provistos de candelabros, como si la trompeta del
juicio final hubiera sacudido el universo. En un instante, la habitación estuvo llena de
gente. La multitud temblorosa vio a don Felipe desvanecido, pero retenido por el
poderoso brazo de su padre, que le apretaba el cuello. Después, cosa sobrenatural, los
asistentes contemplaron la cabeza de don Juan tan joven y tan bella como la de
Antínoo; una cabeza con cabellos negros, ojos brillantes, boca bermeja y que se
agitaba de forma escalofriante, sin poder mover el esqueleto al que pertenecía. Un
anciano servidor gritó:
–¡Milagro! –Y todos los españoles repitieron–: ¡Milagro!
Doña Elvira, demasiado piadosa como para admitir los misterios de la magia,
mandó buscar al abad de Sanlúcar. Cuando el prior contempló con sus propios ojos el
milagro, decidió aprovecharlo, como hombre inteligente y como abad, para aumentar
sus ingresos. Declarando enseguida que don Juan sería canonizado sin ninguna duda,
fijó la apoteósica ceremonia en su convento, que en lo sucesivo se llamaría, dijo, San–
Juan–de–Lúcar. Ante estas palabras, la cabeza hizo un gesto jocoso.
El gusto de los españoles por este tipo de solemnidades es tan conocido que no
resultan difíciles de creer las hechicerías religiosas con que el abad de Sanlúcar
celebró el traslado del bienaventurado don Juan Belvídero a su iglesia. Días después
de la muerte del ilustre noble, el milagro de su imperfecta resurrección era tan
comentado de un pueblo a otro, en un radio de más de cincuenta leguas alrededor de
Sanlúcar, que resultaba cómico ver a los curiosos en los caminos; vinieron de todas
partes, engolosinados por un Te Deum con antorchas. La antigua mezquita del
convento de Sanlúcar; una maravillosa edificación construida por los moros, cuyas
bóvedas escuchaban desde hacía tres siglos el nombre de Jesucristo sustituyendo al
de Alá, no pudo contener a la multitud que acudía a ver la ceremonia. Apretados como
hormigas, los hidalgos con capas de terciopelo y armados con sus espadas, estaban
de pie alrededor de las columnas, sin encontrar sitio para doblar sus rodillas, que sólo
se doblaban allí. Encantadoras campesinas, cuyas basquiñas dibujaban las amorosas
formas, daban su brazo a ancianos de cabellos blancos. Jóvenes con ojos de fuego se
encontraban junto a ancianas mujeres adornadas. Había, además, parejas
estremecidas de placer, novias curiosas acompañadas por sus bienamados; recién
casados; niños que se cogían de la mano, temerosos. Allí estaba aquella multitud, llena
de colorido, brillante en sus contrastes, cargada de flores, formando un suave tumulto
en el silencio de la noche. Las amplias puertas de la iglesia se abrieron. Aquellos que,
retardados, se quedaron fuera, veían de lejos, por las tres puertas abiertas, una escena
tan pavorosa de decoración a la que nuestras modernas óperas sólo podrían
aproximarse débilmente. Devotos y pecadores, presurosos por alcanzar la gracia del
nuevo santo, encendieron en su honor millares de velas en aquella amplia iglesia,
resplandores interesados que concedieron un mágico aspecto al monumento. Las
negras arcadas, las columnas y sus capiteles, las capillas profundas y brillantes de oro
y plata, las galerías, las figuras sarracenas recortadas, los más delicados trazos de tan
delicada escultura se dibujaban en aquella luz excesiva, como caprichosas figuras que
se forman en un brasero al rojo. Era un océano de fuego, dominado al fondo de la
iglesia por un coro dorado, donde se levantaba el altar mayor, cuya gloria habría podido
rivalizar con la de un sol naciente. En efecto, el esplendor de las lámparas de oro, de
los candelabros de plata, de los estandartes, de las borlas, de los santos y de los
exvotos, palidecía ante el relicario en que se encontraba don Juan. El cuerpo del impío
resplandecía de pedrería, de flores, cristales, diamantes, oro y plumas tan blancas
como las alas de un serafín, y sustituía en el altar a un retablo de Cristo. A su alrededor
brillaban numerosos cirios que lanzaban al aire ondas llameantes. El abad de Sanlúcar,
adornado con los hábitos pontificios, con su mitra enriquecida de piedras preciosas, su
roqueta, su báculo de oro, estaba sentado, rey del coro, en un sillón de un lujo imperial,
en medio del clero compuesto por impasibles ancianos de cabellos plateados,
revestidos de albas finas y que le rodeaban semejantes a los santos confesores que los
pintores agrupan alrededor del Eterno. El gran chantre y los dignatarios del cabildo,
adornados con las brillantes insignias de sus vanidades eclesiásticas, iban y venían en
el seno de las nubes formadas por el incienso, semejantes a los astros que ruedan en
el firmamento. Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron los ecos del
campo, y aquella inmensa asamblea lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que
comienza el Te Deum.
¡Sublime grito! Eran voces puras y ligeras, voces de mujeres en éxtasis unidas a
las voces graves y fuertes de los hombres, de millares de voces tan poderosas, que el
órgano no dominó el conjunto, a pesar del mugir de sus tubos. Sólo las agudas notas
de la voz joven de los niños del coro y los amplios acentos de algunos bajos, suscitaron
ideas graciosas, dibujaron la infancia y la fuerza en este arrebatador concierto de voces
humanas confundidas en un sentimiento de amor.
–Te Deum laudamus!
Aquel canto salía del seno de la catedral negra de mujeres y hombres arrodillados,
semejante a una luz que brilla de pronto en la noche; y se rompió el silencio como por
el estallido de un trueno. Las voces ascendieron con nubes de incienso que arrojaban
entonces velos diáfanos y azulados sobre las fantasías maravillosas de la arquitectura.
Todo era riqueza, perfume, luz y melodía. En el instante en que aquella música de
amor y de reconocimiento se concentró en el altar, don Juan, demasiado educado
como para no dar las gracias, demasiado espiritual, por no decir burlón, respondió con
una espantosa carcajada y se acomodó en su relicario. Pero el diablo le hizo pensar en
el riesgo que corría de ser tomado por un hombre ordinario, un santo, un Bonifacio, un
Pantaleón. Turbó aquella melodía de amor con un aullido al que se unieron las mil
voces del infierno. La tierra bendecía, el cielo maldecía. La iglesia tembló en sus
antiguos cimientos.
–Te Deum laudamus! –decía la asamblea.
–¡Al diablo todos!, ¡sois unas bestias! ¡Dios! Dios!, ¡carajos demonios7!, ¡animales,
sois unos estúpidos con vuestro viejo Dios!
Y un torrente de imprecaciones discurrió como un río de lava ardiente en una
erupción del Vesubio.
–Deus sabaoth, sabaoth! –gritaron los cristianos.
–¡Insultáis la majestad del infierno! contestó don Juan con un rechinar de dientes.
Pronto pudo el brazo viviente salir por encima del relicario y amenazó a la
asamblea con gestos de desesperación e ironía.
–El santo nos bendice –dijeron las viejas mujeres, los niños y los novios, gentes
crédulas.
Así somos frecuentemente engañados en nuestras adoraciones. El hombre
superior se burla de los que le elogian y elogia en ocasiones a aquellos de los que se
burla en el fondo de su corazón.
Cuando el abad arrodillado ante el altar cantaba:
–Sancte Johannes, ora pro nobis –entendió claramente:
–Oh, coglione!
7 En español en el original.
–¿Qué pasa ahí arriba? –exclamó el deán al ver moverse el relicario.
–El santo dice diabluras –respondió el abad. Entonces, aquella cabeza viviente se
separó violentamente del cuerpo que ya no vivía y cayó sobre el cráneo amarillo del
oficiante.
–¡Acuérdate de doña Elvira! –gritó la cabeza devorando la del abad.
Éste profirió un horrible grito que turbó la ceremonia. Todos los sacerdotes
corrieron y rodearon a su soberano.
–¡Imbécil! ¿y dices que hay un Dios? –gritó la voz en el momento en que el abad,
mordido en su cerebro, expiraba.