NUL-O
Philip K. Dick
Lemuel se aferró a la pared de su habitación a oscuras, tenso, a la escucha. Una leve brisa agitó las cortinas de encaje. La luz amarilla de la calle bañó la cama, la cómoda, los libros, juguetes y ropas.
En la habitación de al lado, dos voces murmuraban.
—Jean, debemos hacer algo —dijo la voz de hombre.
Una exclamación estrangulada.
—Ralph, no le hagas daño, por favor. Debes controlarte. No permitiré que le hagas daño.
—No voy a hacerle daño. —La voz del hombre delataba una brutal angustia—. ¿Por qué hace esas cosas? ¿Por qué no juega al béisbol y a tocar y parar, como los chicos normales? ¿Por qué debe quemar tiendas y torturar a animales indefensos? ¿Por qué?
—Es diferente, Ralph. Debemos hacer un esfuerzo por comprenderle.
—Sería mejor que le lleváramos a un médico —dijo su padre—. Tal vez padece alguna disfunción glandular.
—¿Te refieres al viejo doctor Grady? Dijiste que era incapaz de descubrir...
—No me refiero al doctor Grady. Abandonó la profesión cuando Lemuel destrozó su aparato de rayos X y todos los muebles de su consulta. No, esto es mucho más grave. —Una tensa pausa—. Jean, voy a llevarle a la Colina.
—¡Oh, Ralph, por favor!
—Lo digo en serio. —Desolada determinación, el gruñido ronco de un animal atrapado—. Es posible que esos psicólogos puedan hacer algo. Quizá le ayuden. Quizá no.
—Y es posible que no le permitan volver. ¡Oh, Ralph, él es todo cuanto tenemos!
—Claro —murmuró Ralph—. Lo sé, pero ya he tomado la decisión. Aquel día en que apuñaló a su profesor y saltó por la ventana. Tomé la decisión aquel día. Lemuel irá a la Colina...
El día era cálido y soleado. El hospital resplandecía entre los árboles que se mecían, una estructura de hormigón, acero y plástico. Ralph Jorgenson miró a su alrededor vacilante, el sombrero retorcido entre sus dedos, impresionado por la inmensidad del lugar.
Lemuel escuchó con atención. Forzó sus grandes orejas móviles y escuchó muchas voces, un océano de voces que se agitaban a su alrededor. Las voces procedían de todas las habitaciones y consultas, de todas las plantas. Le ponían nervioso.
El doctor James North se acercó a ellos con la mano extendida. Era alto y apuesto, de unos treinta años, cabello castaño y gafas de concha. Su paso era firme y apretó la mano de Lemuel con fuerza y confianza.
—Venga por aquí —dijo con voz potente. Ralph se dirigió hacia el despacho, pero el doctor North negó con la cabeza—. Usted no. El muchacho. Lemuel y yo vamos a charlar a solas.
Lemuel, muy animado, siguió al doctor North hasta su despacho. North bloqueó la puerta con tres cerraduras magnéticas.
—Puedes llamarme James —dijo, sonriendo al muchacho—. Y yo te llamaré Lem, ¿de acuerdo?
—Claro —dijo Lemuel con cautela.
No detectaba hostilidad en el hombre, pero había aprendido a ser precavido. Debía serlo, incluso con este doctor amable y de aspecto bondadoso, un hombre de evidente capacidad intelectual.
North encendió un cigarrillo y examinó al muchacho.
—Cuando maniataste y disecaste a aquellos viejos vagabundos, fue por curiosidad científica, ¿verdad? —preguntó con aire pensativo—. Querías saber... hechos, no opiniones. Querías averiguar por ti mismo cómo estaban hechos los hombres.
El entusiasmo de Lemuel aumentó.
—Pero nadie me comprendió.
—No. —North meneó la cabeza—. No, nadie te comprendió. ¿Sabes por qué?
—Creo que sí.
North paseó de un lado a otro.
—Te haré unas cuantas pruebas. Para descubrir cosas. No te importa, ¿verdad? Ambos aprenderemos más sobre ti. Te he estado estudiando, Lem. He examinado los archivos de la policía y de los periódicos.
De repente, abrió el cajón del escritorio y sacó el Multifásico de Minnesota, el test de Rorschach, el Gestalt de Bender, la baraja de cartas ESP de Rhine, un tablero ouija, un par de dados, un tablero de escritura mágica, una muñeca de cera con arañazos y mechones de cabello y un pequeño trozo de plomo que se transformaba en oro.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó Lemuel.
—Voy a hacerte algunas preguntas y te daré unos cuantos objetos para que juegues con ellos. Observaré tus reacciones, tomaré notas. ¿Qué te parece?
Lemuel vaciló. Necesitaba un amigo desesperadamente..., pero tenía miedo.
—Yo...
El doctor North apoyó la mano en el hombro del muchacho.
—Confía en mí. No soy como esos chicos que te dieron una paliza esta mañana.
Lemuel le dedicó una mirada de gratitud.
—¿Lo sabe? Descubrí que las reglas de su juego eran puramente arbitrarias. Por lo tanto, me orienté hacia la realidad básica de la situación, y cuando tomé el bate golpeé al lanzador y al catcher en la cabeza. Más tarde, descubrí que la ética y la moral humanas son la misma clase de... —Se interrumpió, asustado de repente—. Tal vez yo...
El doctor North se sentó ante su escritorio y se puso a hojear la baraja de Rhine.
—No te preocupes, Lem —dijo en voz baja—. Todo saldrá bien. Yo te comprendo.
Después de las pruebas, los dos permanecieron en silencio. Eran las seis y empezaba a anochecer. Por fin, el doctor North habló.
—Increíble. Apenas puedo creerlo. Eres absolutamente lógico. Estás desprovisto de toda emoción talámica. Tu mente se halla libre de toda inclinación moral y cultural. Eres un paranoico perfecto, sin la menor capacidad de empatía. Eres totalmente incapaz de sentir pena, piedad, compasión o cualquier sentimiento humano normal.
Lemuel asintió.
—Es verdad.
El doctor North se reclinó en la silla, estupefacto.
—Incluso a mí me cuesta asimilarlo. Es sobrecogedor. Posees una superlógica, virgen de toda inclinación valorativa. Y crees que todo el mundo está confabulado contra ti.
—Sí.
—Por supuesto. Has analizado la estructura de la actividad humana y llegado a la conclusión que en cuanto lo descubran, intentarán destruirte.
—Porque soy diferente.
North estaba cautivado.
—Siempre han clasificado la paranoia como una enfermedad mental, ¡pero no lo es! El contacto con la realidad no desaparece; al contrario, el paranoico está directamente relacionado con la realidad. Es un empirista perfecto, y no se encuentra agarrotado por inhibiciones éticas, morales o culturales. El paranoico ve la realidad tal como es. Es el único hombre cuerdo.
—He leído Mein Kampf —dijo Lemuel—. Me ha demostrado que no estoy solo.
Rezó una silenciosa oración de gracias: no estoy solo. Somos muchos más.
El doctor North observó su expresión.
—El embate del futuro —dijo—. Yo no formo parte de él, pero intento comprenderlo. Reconozco que soy un simple ser humano, limitado por mis sentimientos talámicos y los prejuicios culturales. No puedo ser uno de ustedes, pero simpatizo... —Alzó la vista, el rostro encendido de entusiasmo—. ¡Y puedo ser de ayuda!
Lemuel pasó los días siguientes en un estado de perpetuo entusiasmo. El doctor North logró su tutela legal y el muchacho se mudó al apartamento del médico, en la parte alta de la ciudad. Ya no sufría la presión de su familia; podía hacer lo que le apetecía. El doctor North colaboró sin dilación con Lemuel en localizar a otros mutantes paranoicos.
—Lemuel —preguntó una noche el doctor North, después de cenar—, ¿crees que puedes explicar tu teoría Nul-O? Me cuesta asimilar el principio de la orientación hacia el no objeto.
Lemuel indicó el apartamento con un ademán.
—Todos estos objetos aparentes poseen un nombre. Libro, silla, sofá, alfombra, lámpara, cortinas, ventana, puerta, pared, etcétera. Sin embargo, esta división en objetos es puramente artificial, basada en un sistema de pensamiento anticuado. En realidad, los objetos no existen. El Universo, de hecho, es una unidad. Nos han enseñado a pensar en términos de objetos. Esta cosa, aquella cosa. Cuando se alcanza la nulidad total, esta división puramente verbal cesa. Desde hace mucho tiempo ha sobrevivido a su utilidad.
—¿Puedes darme algún ejemplo, hacer alguna demostración?
Lemuel vaciló.
—Es difícil hacerlo solo. Más adelante, cuando nos hayamos puesto en contacto con otros... Puedo hacerlo de una forma tosca, a pequeña escala.
Mientras el doctor North observaba con suma atención, Lemuel recorrió el apartamento y amontonó todos los objetos. Después de reunir libros, cuadros, alfombras, cortinajes, muebles y demás parafernalia, procedió a destrozarlo todo sistemáticamente.
—Como ve —dijo, fatigado y pálido después del violento esfuerzo—, la división en objetos arbitrarios ha desaparecido. Esta unificación de las cosas en su homogeneidad básica puede aplicarse a todo el Universo. El Universo es una gestalt, una sustancia unificada, sin divisiones entre vivo y no vivo, entre ser y no ser. ¡Un inmenso vórtice de energía, no partículas inconexas! Bajo la apariencia puramente artificial de los objetos materiales subyace el mundo de la realidad: un inmenso reino no diferenciado de energía pura. Recuerde: el objeto no es la realidad. ¡Primera ley del pensamiento Nul-O!
El doctor North estaba profundamente impresionado. Lanzó una patada a un fragmento de silla, parte del montón informe de madera, tela, papel y cristales rotos.
—¿Crees que es posible lograr esta restauración de la realidad?
—No lo sé —reconoció Lemuel—. Habrá oposición, por supuesto. Los seres humanos opondrán resistencia; son incapaces de superar su simiesca preocupación por las cosas, objetos brillantes que pueden tocar y poseer. Todo dependerá de lo bien que nos coordinemos mutuamente.
El doctor North sacó un papel del bolsillo y lo desdobló.
—Tengo una pista —dijo en voz baja—. El nombre de un hombre que, en mi opinión, es de los tuyos. Iremos a verle mañana... Después, ya veremos...
El doctor Jacob Weller les recibió con enérgica eficiencia en la entrada de su bien custodiado laboratorio, que dominaba Palo Alto. Hileras de guardias gubernamentales uniformados protegían el trabajo vital que realizaba, el inmenso sistema de laboratorios y oficinas de investigación. Hombres y mujeres ataviados con batas blancas trabajaban día y noche.
—Mi trabajo —explicó, mientras indicaba que cerraran las pesadas puertas— fue básico en el desarrollo de la bomba C, la funda de cobalto de la bomba H. Descubrirás que los principales físicos nucleares son Nul-O.
Lemuel contuvo el aliento.
—Entonces...
—Por supuesto. —Weller no desperdiciaba saliva—. Hace años que trabajamos. Cohetes en Peenemunde, la bomba atómica en Los Álamos, la bomba de hidrógeno, y ahora la bomba de cobalto. Hay muchos científicos, por supuesto, que no son Nul-Os, seres humanos ordinarios con inclinaciones talámicas. Einstein, por ejemplo. Pero no estorbarán. A menos que encontremos mucha oposición, podremos entrar en acción muy pronto.
La puerta trasera del laboratorio se deslizó a un lado y entró un grupo de hombres y mujeres vestidos de blanco. El corazón de Lemuel dio un brinco. Aquí estaban, adultos Nul-Os. Hombres y mujeres, y llevaban años trabajando. Les reconoció con facilidad, por las orejas alargadas y móviles, gracias a las cuales los mutantes Nul-Os captaban ínfimas vibraciones en el aire a grandes distancias. Les permitía comunicarse, sin importar en qué parte del mundo estuvieran.
—Explique nuestro programa —dijo Weller a un hombrecillo rubio que estaba a su lado, sereno e imperturbable, el rostro investido de la seriedad que merecía el momento.
—La bomba de cobalto está casi preparada —dijo el hombre en voz baja, con ligero acento alemán—, pero no constituye la fase final de nuestros planes. También tenemos la bomba T, que significa la consumación de esta fase inicial. Nunca hemos reconocido la existencia de la bomba T. Si los seres humanos descubrieran su existencia, deberíamos enfrentarnos a una oposición emotiva muy seria.
—¿Qué es la bomba T? —preguntó Lemuel, loco de entusiasmo.
—La expresión «bomba T» —explicó el hombrecillo rubio— describe el proceso mediante el cual la Tierra se convierte en una pila atómica, se lleva a la masa crítica, y luego se detona.
Lemuel se quedó pasmado.
—¡No tenía ni idea que habían desarrollado el plan hasta este extremo!
El rubio sonrió.
—Sí, hemos avanzado mucho desde los viejos tiempos. Gracias al doctor Rust, pude diseñar los conceptos ideológicos básicos de nuestro programa. A la postre, unificaremos todo el Universo en una masa homogénea. Ahora mismo, no obstante, nuestra principal preocupación es la Tierra, pero en cuanto hayamos triunfado aquí, nada impedirá que prosigamos nuestra obra indefinidamente.
—El transporte a otros planetas está solucionado —explicó Weller—. El doctor Frisch, aquí presente...
—Una modificación de los misiles teledirigidos que desarrollamos en Peenemunde —continuó el rubio—. Hemos construido una nave que nos llevará a Venus. Una vez allí, iniciaremos la segunda fase de nuestro plan. Fabricaremos una bomba V, que devolverá Venus a su anterior estadio de energía homogénea. Y luego... —Sonrió—. Y luego, una bomba S. La bomba solar. Que, si tenemos éxito, unificará todo este sistema de planetas y lunas en una inmensa gestalt.
El 25 de junio de 1969, el personal Nul-O había logrado, en la práctica, el control de los principales gobiernos mundiales. El proceso, iniciado a mediados de los años treinta, se saldó con un éxito completo, a efectos prácticos. Los Estados Unidos y la Unión Soviética estaban en manos de individuos Nul-Os. Los hombres Nul-Os controlaban los centros del poder político y, por tanto, aceleraron el programa Nul-O. El momento había llegado. El secreto ya no era necesario.
Lemuel y el doctor North presenciaron desde un cohete en órbita la explosión de las primeras bombas H. Gracias a un escrupuloso acuerdo, ambas naciones iniciaron al mismo tiempo los ataques con bombas H. Al cabo de una hora, se habían obtenido excelentes resultados: la mayor parte de Norteamérica y de Europa Oriental habían desaparecido.
Inmensas nubes de partículas se veían por todas partes. Los supervivientes, en África, Asia, en innumerables islas y lugares remotos, se encogieron de terror.
—Perfecto —resonó la voz del doctor North en los auriculares de Lemuel.
Se encontraba en algún lugar oculto bajo la superficie, en los cuarteles generales, celosamente protegidos, donde se estaba construyendo la nave que iría a Venus.
Lemuel se mostró de acuerdo.
—Buen trabajo. ¡Hemos conseguido unificar, como mínimo, una quinta parte de la superficie terrestre!
—Pero la cosa no acabará aquí. Vamos a arrojar más bombas H. Esto impedirá que los seres humanos interfieran en nuestro objetivo principal, las instalaciones de la bomba T. Hay que instalar las terminales, y no será posible mientras los humanos se entrometan.
Al cabo de una semana fue lanzada la primera bomba C, seguida de más, disparadas desde rampas situadas estratégicamente en Rusia y Estados Unidos.
El 5 de agosto de 1969 la población de la Tierra se había reducido a tres mil habitantes. Los Nul-Os, en sus oficinas subterráneas no cabían en sí de satisfacción. La unificación se estaba llevando a cabo tal como había sido planeada. El sueño iba a convertirse en realidad.
—Ahora —anunció el doctor Weller— iniciaremos la construcción de las terminales de bombas T.
Una terminal se instaló en Arequipa (Perú). La otra, en el extremo opuesto del globo, en Bandoeng (Java). Pasados dos meses, las dos gigantescas torres se alzaron hacia el cielo polvoriento. Las dos colonias de Nul-Os, protegidas con trajes y cascos aislantes, trabajaban día y noche para completar el programa.
El doctor Weller trasladó en avión a Lemuel hasta la instalación peruana. Desde San Francisco a Lima sólo vieron cenizas y hogueras de metal que todavía ardían. Ni la menor señal de vida o entidades separadas; todo se había fundido, hasta transformarse en una masa compacta de escoria. El agua de los océanos bullía. Toda diferenciación entre tierra y agua había desaparecido. La superficie de la Tierra se había reducido a una uniforme extensión gris y blanca, que sustituía a los océanos azules, bosques verdes, carreteras y ciudades de antaño.
—Allí —señaló el doctor Weller—. ¿Lo ves?
Lemuel lo vio al instante. Aquella belleza le dejó sin aliento. Los Nul-Os habían erigido una enorme burbuja, una esfera de plástico transparente que destacaba en medio del ondulante mar de escoria líquida. En el interior de la burbuja se podía ver la terminal, una intrincada red de metal reluciente y cables, que enmudeció al doctor Weller y a Lemuel.
—Como ves —explicó el doctor Weller, mientras el cohete penetraba en la cúpula—, sólo hemos unificado la superficie de la Tierra y, a lo sumo, unos dos kilómetros de roca subterránea. Sin embargo, la inmensa masa del planeta sigue incólume, pero la bomba T se encargará de solucionarlo. El núcleo aún líquido del planeta estallará; toda la esfera se transformará en un nuevo sol. Y cuando la bomba S detone, todo el sistema se convertirá en una masa unificada de gas ardiente.
Lemuel asintió.
—Lógico. Y después...
—La bomba G. El siguiente paso es la galaxia. Las últimas fases del plan... Tan ambiciosas, tan escalofriantes, que apenas nos atrevemos a pensar en ellas... La bomba G, y por fin... —Weller sonrió, con ojos brillantes—, la bomba U.
Aterrizaron y el doctor Frisch salió a recibirles, muy nervioso.
—¡Doctor Weller! —exclamó—. ¡Algo ha salido mal!
—¿Qué pasa?
Una mueca de decepción deformaba el rostro de Frisch. Gracias a un violento esfuerzo Nul-O logró integrar sus facultades mentales y rechazar impulsos talámicos.
—¡Algunos seres humanos han sobrevivido!
Weller se mostró incrédulo.
—¿Qué quiere decir? ¿Cómo...?
—Capté el sonido de sus voces. Estaba dando vueltas a mis orejas, escuchando con sumo placer el rugido y el chapoteo de la escoria en el exterior de la burbuja, cuando capté el ruido de seres humanos normales.
—¿Pero dónde?
—Bajo la superficie. Ciertos industriales acaudalados habían trasladado en secreto sus fábricas bajo tierra, violando las órdenes terminantes del gobierno en sentido contrario.
—Sí, aplicamos una política muy estricta para impedirlo.
—Estos industriales actuaron con la típica codicia talámica. Transportaron bajo tierra enormes masas de trabajadores, para que trabajaran como esclavos cuando la guerra empezara. Diez mil humanos han sobrevivido, como mínimo. Aún siguen vivos, y...
—¿Y qué?
—Han improvisado enormes taladros y se acercan a la máxima velocidad posible. Tendremos que luchar cuerpo a cuerpo. Ya he avisado a la nave de Venus. Se dirigirá a la superficie cuanto antes.
Lemuel y el doctor Weller intercambiaron una mirada de horror. Sólo había unos mil Nul-Os; les superaban en una proporción de diez a uno.
—Esto es terrible —dijo Weller con voz estrangulada—. Justo cuando parecía que el fin estaba cerca. ¿Cuánto falta para que las torres de energía estén dispuestas?
—Pasarán otros seis días antes que podamos llevar la Tierra a su masa crítica —murmuró Frisch—. Y los taladros casi han llegado. Giren las orejas y los escucharán.
Lemuel y el doctor Weller obedecieron. Al instante, percibieron un confuso murmullo de voces, un caótico estruendo creado por los taladros que convergían en las dos burbujas terminales.
—¡Humanos perfectamente ordinarios! —gritó Lemuel—. Lo deduzco por el ruido.
—¡Estamos atrapados!
Weller tomó un desintegrador y Frisch le imitó. Todos los Nul-Os procedieron a armarse. El trabajo quedó relegado. El extremo de un taladro apareció en el suelo con gran estrépito y les apuntó directamente. Los Nul-Os dispararon a discreción, se dispersaron y retrocedieron hacia la torre.
Apareció un segundo taladro, y luego un tercero. Los rayos de energía surcaban el espacio en todas direcciones. Los humanos eran de lo más vulgar, una variedad de obreros trasladados bajo la superficie por sus empleadores. Las formas más bajas de vida humana: funcionarios, conductores de autobús, jornaleros, mecanógrafos, conserjes, sastres, panaderos, operarios de tornos, empleados de compañías navieras, jugadores de béisbol, locutores de radio, mecánicos de garaje, policías, vendedores ambulantes, vendedores de helados, vendedores a domicilio, cobradores, recepcionistas, soldadores, carpinteros, obreros de la construcción, peones, granjeros, políticos, comerciantes... Hombres y mujeres cuya sola existencia aterrorizaba a los Nul-Os.
Masas emocionales de gente corriente, que detestaban la Magna Obra, las bombas, bacterias y misiles teledirigidos, afloraban a la superficie. Se rebelaban, a la postre. Ponían fin a la superlógica: racionalidad sin responsabilidad.
—Estamos perdidos —jadeó Weller—. Olvídense de las torres. Dirijan la nave hacia la superficie.
Un viajante y dos fontaneros prendieron fuego a la terminal. Un grupo de hombres vestidos con ropa de trabajo y camisas de lona se dedicaron a arrancar los cables. Otros, tan ordinarios como los demás, apuntaron sus rifles energéticos contra los intrincados controles. Brotaron llamas. La torre de la terminal osciló de forma ominosa.
La nave de Venus apareció, elevada hacia la superficie mediante un complicado sistema. Al instante, los Nul-Os se precipitaron en su interior, formando dos colas ordenadas. Ninguno perdió la calma en ningún momento, a pesar que los humanos enloquecidos diezmaban sus filas.
—Animales —comentó con tristeza Weller—. Las masas. Animales irracionales, dominados por sus emociones. Bestias, incapaces de ver las cosas con lógica.
Un rayo energético le desintegró, y el hombre que le seguía avanzó. Por fin, el último Nul-O superviviente subió a bordo, y las grandes escotillas se cerraron. Los motores de la nave cobraron vida con un poderoso rugido, y el vehículo salió disparado hacia el cielo a través de la burbuja.
Lemuel yacía donde había caído, cuando un rayo energético, disparado por un electricista enloquecido, le había alcanzado en la pierna izquierda. Vio con tristeza que la nave se elevaba, vacilaba, atravesaba la burbuja y se perdía en el cielo. Estaba rodeado de seres humanos por todas partes; reparaban la burbuja de protección, gritaban órdenes, y corrían de un lado a otro como locos. El murmullo de sus voces hirió sus sensibles oídos. Levantó las manos y se tapó las orejas.
La nave había partido. Él no se hallaba a bordo, pero el plan continuaría sin su ayuda.
Oyó una voz lejana. Era el doctor Frisch, que le llamaba desde la nave. La voz era débil, perdida en la lejanía del espacio, pero Lemuel consiguió discernir algunas palabras por encima del caos que le rodeaba.
—Adiós... Te recordaremos...
—¡Trabajen sin descanso! —gritó en respuesta—. ¡No cejen hasta que el plan se haya consumado!
—Trabajaremos... —La voz se debilitó—. Continuaremos adelante... —Se desvaneció, pero regresó un breve instante—. Triunfaremos...
Luego, sólo silencio.
Lemuel, con una sonrisa beatífica, una sonrisa de felicidad y satisfacción, satisfacción por el trabajo bien hecho, se recostó y esperó a que la manada de animales humanos irracionales acabara con él.
FIN