GIBRÁN KHALIL GIBRÁN
ALAS ROTAS (1912)
PREFACIO
Tenía yo dieciocho años de edad cuando el amor
me abrió los ojos con sus mágicos rayos y tocó mi espíritu por vez primera con
sus dedos de hada, y Selma Karamy fue la primera mujer que despertó mi espíritu
con su belleza y me llevó al jardín de su hondo afecto, donde los días pasan
como sueños y las noches como bodas.
Selma Karamy fue la que me enseñó a rendir
culto a la belleza con el ejemplo de su propia hermosura y la que, con su
cariño, me reveló el secreto del amor; fue ella la que cantó por vez primera,
para mí, la poesía de la vida verdadera.
Todo joven recuerda su primer amor y trata de
volver a poseer esa extraña hora, cuyo recuerdo transforma sus más hondos
sentimientos y le da tan inefable felicidad, a pesar de toda la amargura de su
misterio.
En la vida de todo joven hay una
"Selma", que súbitamente se le aparece en la primavera de la vida,
que transforma su soledad en momentos felices, y que llena el silencio de sus
noches con música.
Por aquella época estaba yo absorto en
profundos pensamientos y contemplaciones, y trataba de entender el significado
de la naturaleza y la revelación de los libros y de las Escrituras, cuando oí
al Amor susurrando en mis oídos a través de los labios de Selma. Mi vida era un
estado de coma, vacía como la de Adán en el Paraíso, cuando vi a Selma en pie,
ante mí, como una columna. de luz. Era
la Eva de mi corazón, que lo llenó de secretos y maravillas, y que me hizo
comprender el significado de la vida.
La primera Eva, por su propia voluntad, hizo
que Adán saliera del Paraíso, mientras que Selma, involuntariamente, me hizo
entrar en el Paraíso del amor puro y de la virtud, con su dulzura y su amor;
pero lo que ocurrió al primer hombre también me sucedió a mí, y. la espada de
fuego que expulsó a Adán del Paraíso fue la misma que atemorizó con su filo resplandeciente y me obligó a apartarme del
paraíso de mi amor, sin haber desobedecido ningún mandato, y sin haber probado
el fruto del árbol prohibido.
Hoy, después de haber transcurrido
muchos años, no me queda de aquel hermoso sueño sino un cúmulo de dolorosos
recuerdos que aletean con alas invisibles en torno
mío, que llenan de tristeza las profundidades
de mi corazón, y que llevan lágrimas a mis ojos; y mi bien amada, la hermosa
Selma, ha muerto, y nada queda de ella para preservar su memoria, sino mi roto
corazón, y una tumba rodeada de cipreses. Esa tumba y este corazón son todo lo
que ha quedado para dar testimonio de Selma.
El silencio que custodia la tumba no revela el
secreto de Dios, oculto en la oscuridad del ataúd, y el crujido de las ramas
cuyas raíces absorben los elementos del cuerpo no des cifran los misterios de
la tumba, pero los suspiros de dolor de mi corazón anuncian a los vivientes el
drama que han representado el amor, la belleza y la muerte.
¡Oh amigos de mi juventud, que estáis dispersos
en la ciudad de Beirut!: cuando paséis por ese cementerio, junto al bosque de
pinos, entrad en él silenciosamente, y caminad despacio, para que el ruido de
vuestros pasos no, turbe el tranquilo sueño de los muertos, y deteneos
humildemente ante la tumba de Selma; reverenciad la tierra que cubre su cuerpo
y decid mi nombre en un hondo suspiro, al tiempo que decís internamente estas
palabras:
"Aquí, todas las esperanzas de Gibrán, que
vive como prisionero del amor más allá de los mares; todas sus esperanzas,
fueron enterradas. En este sitio perdió Gibrán su felicidad, vertió todas sus
lágrimas, y olvidó su sonrisa.
"Junto a esa tumba crece la tristeza de
Gibrán, al mismo tiempo que los cipreses, y sobre la tumba su espíritu arde
todas las noches como una lámpara votiva consagrada a Selma, y entona a coro
con las ramas de los árboles un triste lamento, en lastimero duelo por la
partida de Selma, que ayer, apenas ayer, era un hermoso canto en los labios de
la Vida, y que hoy es un silente secreto en el seno de la tierra."
¡Oh camaradas de mi juventud! Os conjuro, en
nombre de aquellas vírgenes que vuestros corazones han amado, a que coloquéis
una guirnalda de flores en la desamparada
Tumba de mi bien amada, pues las flores que
coloquéis sobre la tumba de Selma serán como gotas de rocío desprendidas de los
ojos de la aurora, para refrescarlos pétalos de una rosa que se marchita.
I
CALLADA TRISTEZA
Vecinos
míos, vosotros recordáis. con placer la aurora de vuestra juventud, y lamentáis
que haya pasado; pero yo recuerdo la mía como un prisionero recuerda los
barrotes y los grilletes de su cárcel. Vosotros habláis de aquellos años entre
la infancia y la juventud como de una época de oro, libre de confinamientos y
de cuidados, pero aquellos años. yo los considero una época de callada tristeza
que caía como una semilla en mi corazón, y crecía en él; y que no encontraba
salida hacia el mundo del conocimiento y la sabiduría, hasta que llegó el amor
y abrió las puertas de mi corazón, e iluminó sus recintos.
El amor
me dio lengua y lágrimas. Seguramente recordáis los jardines y los huertos, las
plazas públicas y las esquinas que presenciaron vuestros juegos y oyeron
vuestros inocentes cuchicheos; yo también recuerdo hermosos parajes del norte
del Líbano. Cada vez que cierro los ojos veo aquellos valles, llenos de magia y
dignidad, cuyas montañas, cubiertas de gloria y grandeza, trataban de alcanzar
el cielo. Cada vez que cierro mis oídos al clamor de la ciudad, oigo el murmullo de aquellos riachuelos y el crujido de aquellas
ramas. Todas esas bellezas a las que me refiero ahora, y que ansío volver a ver
como niño que ansía los pechos de su madre, hirieron mi espíritu, prisionero en
la oscuridad de la juventud como el halcón que sufre en su jaula al ver una
bandada de pájaros que vuela libremente por el anchuroso cielo. Aquellos valles
y aquellas montañas pusieron el fuego en mi imaginación, pero amargos pensamientos tejieron en torno de mi
corazón una red de negra desesperanza.
Cada vez
que iba yo a pasear por aquellos campos volvía decepcionado, sin saber la causa
de mi decepción. Cada vez que miraba yo el cielo gris sentía que el corazón se
me encogía. Cada vez que oía yo el canto de los pájaros y los balbuceos de la
primavera, sufría, sin comprender la razón de mi sufrimiento. Dicen que la
simplicidad hace que un hombre sea vacío, y que ese vacío lo hace
despreocupado. Acaso sea esto cierto entre quienes nacieron muertos y viven
como cadáveres helados; pero el muchacho sensible que siente mucho y lo ignora
todo es la más desventurada criatura que alienta bajo el sol, porque se debate
entre dos fuerzas. La primera fuerza lo impulsa hacia arriba, y le muestra lo hermoso
de la existencia a través de una nube de sueños; la segunda, lo arrastra hacia
la tierra, llena sus ojos de polvo y lo anonada de temores y hostilidad.
La
soledad tiene suaves, sedosas manos, pero sus fuertes dedos oprimen el corazón
y lo hacen gemir de tristeza. La soledad es el aliado de la tristeza y el
compañero de la exaltación espiritual.
El alma del
muchacho que siente que el beso de la tristeza es como un blanco lirio que
empieza a desplegar sus pétalos. Tiembla con la brisa, abre su corazón en la
aurora, y vuelve a cerrar sus pétalos al llegar las sombras de la noche. Si ese
muchacho no tiene diversiones, ni amigos, ni compañeros de juegos, su vida será
como una reducida prisión en la que no ve nada, sino telarañas, y no oye
nada, sino el reptar de los insectos.
Tal
tristeza que me obsesionaba en mi juventud no era por falta de diversiones,
porque si hubiera querido las habría tenido; tampoco era por falta de amigos,
porque habría podido tenerlos. Tal tristeza obedecía a un dolor interno que me
impulsaba a amar la soledad. Mataba en mí la inclinación a los juegos y a las
diversiones, quitaba de mis hombros las alas de la juventud, y hacía que fuera yo como un estanque entre dos montañas, que refleja en su quieta superficie
las sombras de los fantasmas y los colores de las nubes y de los árboles, pero
que no puede encontrar una salida, para ir cantando hacia el mar.
Tal era
mi vida antes de que cumpliera yo dieciocho años. El año que los cumplí es como
la cima de una montaña en mi vida, porque despertó en mí el conocimiento, y me
hizo comprender las vicisitudes de la humanidad. En ese año volví a nacer, y a
menos que una persona vuelva a nacer, su vida seguirá siendo una hoja en blanco
en el libro de la existencia. En ese año vi a los ángeles
del cielo mirarme a través de los ojos de una hermosa mujer. También vi a los demonios del infierno rabiando en el corazón
de un hombre malo. Aquel que no ve a los ángeles y a los demonios en toda la
belleza y en toda la malicia, de la vida estará muy lejos del conocimiento, y su espíritu
estará ayuno de afecto.
II
LA MANO DEL DESTINO
En la
primavera de aquel maravilloso año, estaba yo en Beirut. Los jardines estaban
llenos de flores de Nisán, y la tierra tenía una alfombra de verde césped; y
era como un secreto de la tierra revelado al Cielo. Los naranjos y los
manzanos, que parecían huríes, o novias enviadas por la Naturaleza para
inspirar a los poetas y excitar la imaginación, llevaban blancas vestes de
perfumados capullos.
La
primavera es hermosa en todas partes, pero es más hermosa en el Líbano. Es un
espíritu que vaga por toda la Tierra, pero que hace su morada en el Líbano,
conversando con reyes y profetas, cantando con los ríos los Cantares de
Salomón, y repitiendo con los sagrados cedros del Líbano los recuerdos de las
antiguas glorias. Beirut, libre de los lodos del invierno y del polvo del
verano, en la primavera es como una novia, o como una sirena que se sienta a
orillas de un arroyo, y que se seca la suave piel a los rayos del sol.
Un día,
en el mes de Nisán, fui a visitar a un amigo cuya casa estaba algo apartada de
la brillante y hermosa ciudad. Mientras charlábamos, un hombre de aspecto
digno, como de unos sesenta años de edad, entró en la casa. Al levantarme para
saludarlo, mi amigo me lo presentó como Farris Efendi Karamy, y luego mi amigo
pronunció mi nombre, con palabras elogiosas. El anciano me miró un momento, y
se tocó la frente con las puntas de los dedos, como si estuviera tratando de
recordar algo. Luego, se acercó a mí sonriente, y me dijo:
-Es
usted hijo de un amigo mío muy querido y me da mucho gusto ver a ese amigo en
la persona de usted.
Muy conmovido por las palabras del anciano, me sentí atraído hacia él como un
pájaro cuyo instinto lo lleva a su nido antes de la inminente tormenta. Al
sentarnos, me contó su amistad con mi padre, y recordó el tiempo que habían
pasado juntos. Los ancianos gustan de remontar sus recuerdos a los días de su
juventud, tal como los extranjeros que ansían volver a su propio país. Se
complacen en referir anécdotas del pasado, así como el poeta se complace en
recitar su mejor poema. El anciano vive espiritualmente en el pasado, porque el
presente pasa para él velozmente, y el futuro le parece una aproximación al
olvido de la tumba. Así transcurrió una hora llena de viejos recuerdos, como
las sombras de los árboles sobre el césped. Cuando Farris Efendi se levantó
para marcharse, me puso la mano izquierda en el hombro y estrechó mi mano
derecha, diciendo:
-No he
visto a tu padre desde hace veinte años. Espero que lo sustituyas, con
frecuentes visitas a mi casa.
Agradecido,
le 'prometí cumplir ese deber de amistad hacia un querido amigo de mi padre.
Al salir
el anciano, le pedí a mi amigo que me contara algo más acerca de él.
-No
conozco a ningún hombre en Beirut cuya riqueza lo haya hecho amable, y cuya
bondad lo haya hecho rico -me dijo-. Es uno de esos raros hombres que vienen a
este mundo y se van de él sin hacer daño a nadie, pero las personas de esa
clase generalmente sufren mucho, y son víctimas de la opresión, porque no son
lo suficientemente hábiles para salvarse de la maldad de los demás. Farris
Efendi tiene una hija, de carácter muy parecido al suyo, cuya belleza y
gentileza están más allá de toda descripción; y también ella sufrirá mucho,
porque la riqueza de su padre ya la está colocando al borde un horrible
precipicio. -Al pronunciar mi amigo estas palabras, noté que su rostro se
ensombrecía. Luego, mi amigo continuó: -Farris Efendi es un buen anciano, de
noble corazón, pero le falta fuerza de voluntad. La gente lo maneja como a un
ciego. Su hija le obedece, a pesar de ser orgullosa e inteligente, y tal es el
secreto que gravita en la vida de padre e hija. Este secreto lo descubrió un
mal hombre, que también es obispo, y cuya maldad se cobija a la sombra del
Evangelio. Este prelado tiene apariencia de ser amable y noble. Es la cabeza
religiosa de esta tierra de gente piadosa. La gente le rinde obediencia y lo
venera. Y conduce a esta gente como un rebaño de ovejas hacia
el matadero. Este obispo tiene un sobrino, lleno de odio y de corrupción. Más
tarde o más temprano, día llegará en que colocará a su sobrino a su derecha, y
a la hija de Farris Efendi a su izquierda, y, al alzar su impura
mano y al pronunciar los votos del matrimonio sobre las cabezas de estos dos
jóvenes, unirá una virgen pura a un sucio degenerado, colocando el corazón del
día en las entrañas de la noche.
"Es
todo lo que puedo decirte acerca de Farris Efendi y de su hija, así que te
ruego que no me hagas más preguntas al respecto.
Al decir
esto, mi amigo volvió la cabeza hacia la ventana, como si estuviera tratando de
resolver los problemas de la existencia humana y de concentrarse en la belleza
del universo.
Al salir
de esa casa, le dije que pensaba visitar a Farris Efendi unos días después, con
el propósito de cumplir mi promesa, y por la amistad, que había unido a él y a
mi padre. Se quedó mirándome un momento y noté un cambio en la expresión de su
rostro, como si mis escasas y simples palabras le hubieran dado una nueva idea.
Luego, me miró a los os de extraña manera, con una mirada en que se mezclaban
amor, la piedad y el temor; con la mirada de un profeta que prevé lo que nadie
más puede anticipar. Luego, sus labios temblaron levemente, pero mi amigo no
dijo nada al dirigirme
yo a la puerta. Esa extraña mirada se grabó en mí, y no pude comprender su
significado hasta que maduré en el mundo de la experiencia, donde los corazones
se comprenden uno a otro intuitivamente, y donde los espíritus maduran con el
conocimiento.
III
LA ENTRADA AL SANTUARIO
Unos cuantos días después,
la soledad hizo presa de mí, y me cansé de los estultos rostros de los libros;
alquilé un carruaje y me dirigí a la casa de Farris Efendi. Cuando llegamos al
pinar en que la gente solía realizar meriendas campestres, el conductor del
carruaje tomó un camino privado, bajo la sombra de los sauces, que lo bordeaban
a cada lado. Al atravesar el pinar, pudimos ver la belleza de los verdes
prados, los viñedos, y muchas flores de Nisán, de colores vivos, que empezaban
a abrirse.
Unos cuantos minutos
después, el carruaje se detuvo ante una casa solitaria, en medio de un hermoso
jardín. Saturaban el aire los aromas de las rosas, de las gardenias y del
jazmín.
Al bajar del carruaje y
entrar en el espacioso jardín, vi a Farris Efendi, que salía a mi encuentro. Me
invitó a entrar en la casa cordialmente y se sentó a mi lado, como un padre
feliz que vuelve a ver a su hijo, y me abrumó con preguntas acerca de mi vida,
de mi futuro y de mi educación. Le contesté, y mi voz estaba llena de ambición
y celo; porque en mis oídos repicaba con campanas el himno de la gloria, y
sentía que me lanzaba en mi velero por el calmado mar de los sueños
esperanzados. En eso estábamos, cuando una hermosa joven, vestida con bellísimo
vestido de seda blanca, apareció tras las cortinas de terciopelo de la puerta,
y caminó hacia mí. Farris Efendi y yo nos levantamos de nuestros asientos.
-Mi hija Selma -dijo el
anciano. Luego, me presentó, diciendo: - El destino me ha devuelto a un querido
viejo amigo, en la persona de su hijo.
Selma se quedó mirándome un
momento, como si dudara que un visitante pudiera entrar en su casa. Sentí la
mano de la muchacha como un blanco lirio, y un extraño sobresalto agitó mi
corazón.
Volvimos a tomar asiento en
silencio, como si Selma hubiese llevado a aquel aposento un espíritu celestial
digno de mudó respeto. Al darse cuenta de aquel súbito silencio, la joven me
sonrió, y dijo
-Mi padre me ha, contado
muchas veces las anécdotas de su juventud y de los viejos tiempos en que él y
el padre de usted llevaban estrecha amistad. Si el padre de usted le" ha
contado lo mismo, este encuentro no es el primero
entre nosotros.
El anciano estaba complacido
de oír a su hija expresarse así.
-Selma es muy sentimental.
Todo lo ve con los ojos del espíritu -dijo.
Luego, reanudó su
conversación, con mucho tacto, como si hubiera encontrado en mí un hechizo
mágico que lo hubiera llevado, en alas del recuerdo, a los días pasados.
Mientras lo miraba, pensando
en cómo sería yo en mis años posteriores, él se quedó mirándome, como un sereno
y viejo árbol que ha soportado muchas tormentas, y al que la luz solar le
proyectara la sombra sobre un renuevo que se estremeciera ante la brisa de la
aurora.
Pero Selma permanecía
silenciosa. De vez en cuando, me miraba a mí, luego a su padre, como si
estuviera leyendo al mismo tiempo el primero y el último capítulo del drama de
la vida. El día transcurrió rápidamente en aquel jardín, y podía yo ver a
través de la ventana el fantasmal beso amarillo del ocaso sobre las montañas
del Líbano. Farris Efendi siguió relatando sus experiencias, y yo le escuchaba
absorto, y había tanto entusiasmo en mí, que su tristeza se convirtió en
alegría.
Selma estaba sentada cerca
de la ventana, mirándonos con sus tristes ojos y sin hablar, aunque la belleza
tiene su propio lenguaje celestial, más misterioso que las voces de las lenguas
y de los labios. Es un lenguaje misterioso, intemporal, común a toda la humanidad; un calmado lago que atrae a
los riachuelos cantarines hacia su fondo, y los hace silenciosos.
Sólo
nuestros espíritus pueden comprender la belleza, o vivir y crecer con ella.
Intriga a nuestras mentes; no podemos describirla con palabras; es una
sensación que nuestros ojos no pueden ver, y que se deriva,
tanto del que observa, como de quien es observado. La' verdadera belleza es un
rayo que emana de lo más santo del espíritu, e ilumina el cuerpo, así como la
vida surge desde la profundidad de la tierra, para dar color y aroma a una
flor.
La
verdadera belleza reside en la concordancia espiritual que llamamos amor, y que
puede existir entre un hombre y una mujer.
¿Acaso
mi espíritu y el de Selma se tocaron aquel día en que nos conocimos, y aquel
anhelo de llegar hasta ella hizo que la considerara la más hermosa mujer bajo
el sol? ¿O acaso
¿Estaba
yo intoxicado con el vino de la juventud, que me hacía imaginar lo que nunca
existió?
¿Acaso
mi juventud cegó mis ojos naturales y me hizo imaginar el
brillo de sus ojos, la dulzura de su boca y la
gracia de todo su cuerpo? ¿O acaso fueron ese brillo, esa gracia y esa dulzura,
los que abrieron mis ojos y me mostraron la felicidad y la tristeza del amor?
Difícil
es dar respuesta a estas preguntas, pero puedo decir sinceramente que en
aquella hora sentí una emoción que nunca había tenido; un nuevo cariño que se
posaba calmadamente en mi corazón, como el espíritu que vagaba sobre las aguas
en el momento de la creación del mundo, y también puedo decir que de ese cariño
nacieron mi felicidad y mi tristeza. Así terminó la hora de mi primer encuentro
con Selma, y así quiso el cielo libertarme de las cadenas de mi solitaria
juventud, para permitirme caminar en la procesión del amor.
El amor
es la única libertad que existe en el mundo porque eleva tanto al espíritu, que
las leyes de la humanidad y los fenómenos naturales no alteran su curso.
Al
levantarme de mi asiento para marcharme, Farris Efendi se acercó a mí y me dijo
serenamente:
-Ahora,
hijo mío, ya conoces el camino a esta casa. Considérame tu padre y a Selma,
como tu hermana. La miré como pidiéndole a ella que confirmara aquella
declaración.
La joven
movió la cabeza en señal de asentimiento, y me miró como quien vuelve a ver a
una persona que se conoce desde hace mucho.
Aquellas
palabras que pronunció Farris Efendi Karamy me colocaron al lado de su hija, en
el altar del amor. Fueron palabras de un canto celestial que terminó
tristemente, aunque había empezado en la más viva exaltación; elevaron nuestros
espíritus al reino de la luz y de la trémula llama; fueron la copa de la que al
mismo tiempo bebimos la felicidad y la amargura.
Salí de
aquella casa. El anciano me acompañó hasta el borde del jardín, mientras mi
corazón se agitaba como los labios temerosos de un hombre sediento.
IV
LA ANTORCHA BLANCA
Acaba de
terminar el mes de Nisán, y yo seguía visitando la casa de Farris Efendi, y
seguía viendo a Selma en aquel hermoso jardín, contemplando su belleza,
maravillándome de su inteligencia y oyendo los silentes pasos de la tristeza.
Sentía que una mano invisible me llevaba hacia ella.
En cada
visita percibía un nuevo significado de su belleza, y una nueva intuición de su
dulce espíritu, hasta que la joven llegó a ser como un libro cuyas páginas pude
entender, y cuyos elogios podía yo cantar, pero que nunca podría terminar de
leer. Una mujer a la que la Providencia ha dotado de belleza espiritual y
corporal es una verdad, a la vez manifiesta y secreta, que sólo podemos
comprender mediante el amor, y a la que sólo podemos tocar con la virtud; y
cuando hacemos el intento de describir a tal mujer, su imagen se desvanece como
la niebla.
Selma
Karamy poseía la belleza corporal y espiritual, pero, ¿cómo describirla a quien
no la haya conocido? ¿Puede un hombre muerto recordar el canto de un ruiseñor,
y la fragancia de una rosa, y el susurro de un arroyo? ¿Puede un prisionero
cargado de pesadas cadenas seguir a la brisa de la aurora? ¿Acaso el orgullo me
impide hacer la descripción de Selma sólo con palabras ya que no puedo pintarla
con luminosos colores? El hombre hambriento en el desierto no se negará a comer
pan duro, si el cielo no hace llover sobre él el maná y las codornices.
En su
blanco vestido de seda, Selma estaba esbelta como un rayo de luz de luna que
pasara a través del cristal de la ventana. Caminaba graciosa y rítmicamente.
Hablaba en voz baja y con dulces entonaciones; las palabras salían de sus
labios como gotas de rocío que cayeran de los pétalos de las flores, al
agitarlas el viento.
Pero,
¡qué decir del rostro de Selma! Ninguna palabra podría describir su expresión,
que reflejaba, ora gran sufrimiento interno, ora exaltación celestial.
La
belleza del rostro de Selma no era clásica; era como un sueño de revelación que
no se puede medir ni circundar, ni copiar con el pincel de un pintor, ni con el
cincel de un escultor. La belleza de Selma no residía propiamente en sus
cabellos de oro, sino en la virtud y en la pureza que los rodeaban; no en sus
labios, sino en la dulzura de sus palabras; no en su cuello de marfil, sino en
el suave arco de su frente. Tampoco residía su belleza en la línea perfecta de
su cuerpo, sino en la nobleza de su espíritu, que ardía como una blanca
antorcha entre la tierra y el cielo. Su belleza era como el don de la poesía.
Pero los poetas son personas desventuradas, pues, por más alto que
se eleven sus espíritus, siempre estarán envueltos en una atmósfera de
lágrimas.
Selma
era muy pensativa, más que parlanchina, y su silencio era como una música que
lo llevaba a uno a un mundo de sueños y que lo hacía escucharlos latidos del
propio corazón, y ver los fantasmas de los propios pensamientos y sentimientos
al lado de uno, como si nos miraran a los ojos.
Selma
tenía un aura de profunda tristeza que la acompañó toda su vida y que acentuaba
su extraña belleza y su dignidad, como un árbol en flor que nos parece más
bello cuando lo vemos envuelto en la niebla del alba.
La
tristeza fue un lazo de unión para su espíritu y para el mío, como si viéramos
en el rostro del otro lo que el corazón sentía, y como si oyéramos al mismo
tiempo el eco de una voz oculta. Dios había creado dos cuerpos en uno, y la
separación no podría ser sino una cruel agonía.
Los
espíritus melancólicos reposan al reunirse con otros espíritus afines. Se unen
afectuosamente, como un extranjero al ver a un compatriota suyo en tierras
lejanas. Los corazones que se unen por la tristeza no serán separados por la
gloria de la felicidad. El amor que se purifica con lágrimas seguirá siendo
eternamente puro y hermoso.
V
LA TEMPESTAD
Un día,
Farris Efendi me invitó a cenar en su casa.
Acepté, y mi espíritu, hambriento del divino pan que el Cielo había puesto en
las manos de Selma, estaba hambriento, sobre todo, de ese pan espiritual que da
más hambre a nuestros corazones mientras más comemos de él. Era ese pan que
Kais, el poeta árabe, Dante y Safo probaron, y que incendió sus corazones; el
pan que la Diosa prepara con la dulzura de los besos y la amargura de las
lágrimas.
Al
llegar a la casa de Farris Efendi vi a Selma sentada en un banco del jardín,
descansando la cabeza en el tronco de un árbol, y con el aspecto de una novia
ataviada con su blanco vestido de seda, o como un centinela que
custodiara aquellos parajes.
Silenciosa
y reverentemente me acerqué a ella, y me senté a su lado. No podía yo hablar,
así que recurrí al silencio, único lenguaje del corazón, pero sentí que Selma
estaba escuchando mi mensaje sin palabras, y que observaba el fantasma de mi
alma en mis ojos.
Al cabo
de unos minutos, el anciano salió de la casa y me saludó,
con la cordialidad de siempre. Al extender la mano hacia mí, sentí como si
estuviera bendiciendo los secretos que nos unían a mí y a su hija.
-La cena
está servida, hijos míos -dijo el anciano-; entremos a comer.
Nos
levantamos de nuestros asientos y lo seguimos; había ojos de Selma brillaban,
pues un nuevo sentimiento se había añadido a su amor, al oír que su padre nos
decía "hijos míos".
Nos
sentamos a la mesa y disfrutamos de la buena comida y del vino añejo, pero
nuestras almas estaban viviendo en un mundo muy lejano; éramos tres personas
inocentes, que sentían mucho y sabían poco; se estaba desarrollando un drama
entre un anciano que amaba a su hija y quería su felicidad, una joven de veinte
años que miraba hacia el futuro con ansiedad, y un joven que soñaba y se
preocupaba, y que aún no probaba el vino de la vida, ni su vinagre, y que trataba
de llegar hasta la altura del amor y del conocimiento, pero que era incapaz de
alzarse a sí mismo. Allí estábamos los tres, sentados a la luz del crepúsculo,
comiendo y bebiendo en aquella casa solitaria, custodiada por los ojos de Dios,
pero en los fondos de nuestras copas se ocultaban la amargura y la angustia.
Al
término de la cena, una de las criadas anunció la presencia de un hombre en la
puerta que deseaba ver a Farris Efendi.
-¿Quién
es? -preguntó el anciano.
-El
mensajero del obispo -dijo la criada. Hubo un momento de silencio, durante el
cual Farris Efendi miró a su hija, como un profeta que consultara el firmamento
para adivinar su secreto. Luego, dijo:
-Que
entre.
Poco
después, un hombre, en uniforme oriental, y que llevaba un gran bigote
retorcido en las puntas, entró al aposento, y saludó al anciano con estas
palabras:
-Su
Ilustrísima, el obispo, le ha enviado a usted su carruaje particular; desea
tratar asuntos importantes con usted.
El
rostro del anciano se ensombreció, y su sonrisa se borró. Tras un momento de
honda reflexión, se acercó a mí, y me dijo en tono amistoso:
-Espero
encontrarte aquí cuando vuelva, pues Selma disfrutará de tu compañía en este
lugar solitario.
Y
diciendo esto, se volvió hacia Selma, y al tiempo que sonreía le preguntó a la
muchacha si estaba de acuerdo. La joven asintió con la cabeza, pero sus
mejillas se tornaron rojas, y, con voz más dulce que la música de la lira,
dijo:
-Padre, haré lo
posible para que nuestro huésped esté contento.
Selma
observó el carruaje que llevaba a su padre a casa del obispo, hasta que
desapareció de nuestra vista. Luego, se sentó frente a mí en un diván forrado
de seda verde. Parecía un lirio doblado hacia la alfombra de verde césped por
la brisa de la aurora. Fue voluntad del Cielo que aquella noche estuviera yo a
solas con Selma, en su hermosa casa rodeada de árboles, donde el silencio, el
amor, la belleza y la virtud, moraban juntos.
Ambos
guardábamos silencio, esperando que el otro hablara, pero no es el lenguaje
hablado el único medio de comprensión entre dos almas. No son las sílabas que
salen de los labios y de las lenguas las que unen a los corazones.
Hay algo
más alto y puro de cuanto la boca puede pronunciar. El silencio ilumina
nuestras almas, susurra en nuestros corazones, y los une. El silencio que
separa de nosotros mismos, nos hace viajar como en un velero por el
firmamento del espíritu, y nos acerca al Cielo; nos hace sentir que los cuerpos
no son más que prisiones, y que este mundo es sólo un lugar de exilio
transitorio.
Selma me
miró, y sus ojos reflejaban el secreto de su corazón. Luego, me dijo, en voz
alta:
-Vayamos
al jardín, sentémonos bajo los árboles y contemplemos la luna saliendo de las
montañas. Obedecí, y me levanté de mi asiento, pero vacilé.
-¿No
crees que es mejor permanecer aquí, y esperar a que la luna esté alta e ilumine
el jardín? -le dije, y añadí-: La oscuridad oculta los árboles y las flores. No
podremos ver nada.
-Si la
oscuridad oculta los árboles y las flores a nuestros ojos, no podrá ocultar el
amor a nuestros corazones -contestó ella.
Y al
pronunciar estas palabras en un extraño tono de voz, Selma volvió la mirada
hacia la ventana. Guardé silencio, pesando cada palabra de mi amada y
saboreando el significado de cada sílaba. Luego, me miró como si lamentara lo
que acababa de confesarme, y trató de alejar esas palabras de mi oído con la
magia de sus ojos. Pero aquellos ojos, en vez de hacerme olvidar lo que la
joven acababa de expresar, repitieron en la profundidad de mi ser, más clara y
eficazmente, las dulces palabras que ya se habían grabado en mi memoria, para
toda la eternidad.
Cada
belleza y cada grandeza de este mundo es creada por una sola emoción, y por un
solo pensamiento en el interior del hombre. Cada cosa
que vemos hoy, realizada por pasadas generaciones, fue, antes de adquirir su
apariencia, antes de aparecer, un solo pensamiento en la mente de un hombre, o
un solo impulso en el corazón de una mujer. Las revoluciones que han,
derramado tanta sangre, y que han transformado las mentes humanas para
orientarlas hacia la libertad, fueron una idea de un hombre, que vivió entre
miles de hombres. Las devastadoras guerras que han destruido imperios fueron un
pensamiento que existió en la mente de- un individuo. Las supremas
enseñanzas que han cambiado el destino
de la humanidad fueron inicialmente las ideas de un hombre, cuyo genio lo
distinguió de su medio. Un solo pensamiento hizo que se construyeran las
Pirámides, un solo pensamiento fundó la gloria del Islam, y un solo pensamiento
causó el incendio de la biblioteca de Alejandría.
Un solo
pensamiento acudirá en la noche a la mente del hombre, y ese pensamiento puede
elevarlo hasta la gloria, o reducirlo al asilo para locos. Una sola mirada de
mujer puede hacer del hombre el más feliz del mundo. Una sola palabra de un
hombre puede hacernos ricos o pobres.
La
palabra que pronunció Selma aquella noche me suspendió entre mi pasado y mi
futuro, como un barco anclado en medio del océano,. Aquella palabra despertó a
mi ser del letargo de la juventud, del sueño de la soledad y me lanzó al
escenario de la vida, en que la vida y la muerte representan sus respectivos
papeles.
El aroma
de las flores se mezclaba con la brisa cuando salimos al
jardín y nos sentamos silenciosamente en un banco, cerca de un arbusto de
jazmín a escuchar la respiración de la Naturaleza durmiente, mientras en el
azul del cielo los ojos de lo inefable presenciaban nuestro drama.
La luna
salió desde el monte Sunín y alumbró las costas, las colinas y las montañas. Y podíamos ver las aldeas desparramadas
por el valle como apariciones que de pronto surgieran ante algún conjuro de la
nada. Podíamos contemplar la belleza de todo el Líbano bajo los plateados rayos
de la luna. Los poetas occidentales piensan en el Líbano cono en un sitio
legendario, olvidado, puesto que por allí pasaron David, Salomón, y los
profetas;.como el jardín del Edén, perdido tras la caída de Adán y
Eva. Para estos poetas occidentales, la palabra Líbano es una poética expresión, que asocian a la montaña
cuyas laderas están perfumadas por el incienso de los Cedros Sagrados. Les
recuerdan los templos de cobre y mármol, erectos, firmes e impenetrables, y los
rebaños de ciervos pastando en los verdes valles. Aquella noche, yo mismo vi al
Líbano de ensueño, con los ojos de un poeta.
Así
cambia la apariencia de las cosas según las emociones, y así vemos la magia y
la belleza en las cosas, pero lo que sucede es que la belleza y la magia están
realmente en nosotros mismos.
Mientras
los rayos de la luna brillaban en el rostro, en el cuello y en los brazos de
Selma, parecía una estatua de marfil, esculpida por los dedos de algún adorador
de Ishtar, la diosa de la belleza y del amor. Y, mirándome, mi amada me dijo
-¿Por
qué callas? ¿Por qué no me cuentas algo de tu pasado?
Al
mirarla, mi mutismo desapareció, y mis labios se abrieron.
-¿No
oíste lo que te dije al encaminarnos a este huerto? El espíritu que oye el
susurro de las flores y el canto del silencio, también puede oír el
estremecimiento de mi alma, y el clamor de mi corazón.
Selma ocultó
el rostro en las manos, y me dijo, con voz vacilante:
-Si, te
oí: oí una voz que venía del seno de la noche, y un clamor surgiendo del
corazón del día.
Y
olvidando mi pasado, mi existencia misma, todo lo que no fuera Selma, le
repliqué:
-Y yo
también te oí, Selma. Oí una música regocijante que vibraba en el aire, y que
hizo que todo el universo se estremeciera.
Al oír
estas palabras, mi amada cerró los ojos, y en sus labios vi una sonrisa de
placer, mezclada con tristeza. -Ahora sé que hay algo más alto que el cielo, y
más hondo que el océano, y más extraño que la vida, la muerte y el tiempo.
Ahora sé lo que no sabía antes de conocerte... -me susurró suavemente.
En aquel
momento, Selma llegó a ser para mí una persona más querida que una amiga, más
íntima que una hermana y más adorable que una novia. Llegó a ser un pensamiento
supremo; una emoción incontrolable; un hermoso sueño que vivía en mi espíritu.
Nos
equivocamos al pensar que el amor nace de una larga camaradería y de
perseverante enamoramiento. El amor es el renuevo y el vástago de la afinidad
espiritual, y a menos que se cree esa afinidad en un momento dado, no se creará
en años, ni en generaciones.
Luego,
Selma alzó la cabeza y miró al horizonte, en el que el monte Sunín se encuentra
con el cielo.
-Ayer
eras como un hermano para mí -dijo- con el que me sentaba calmadamente a
charlar, bajo los cuidados de mi padre. Ahora siento la presencia de algo más
misterioso y dulce que el cariño a un hermano: un sentimiento de naciente amor
que no había conocido, y un temor que al mismo tiempo embarga a mi corazón de
tristeza y felicidad.
-Esta
emoción que nos llena de temor y que nos estremece cuando traspasa nuestros
corazones es la ley de la Naturaleza -respondí- que guía a la Luna alrededor de
la Tierra, y al Sol alrededor de Dios.
Enseguida
mi amada me puso una mano en la cabeza y me acarició el pelo. Su rostro
brillaba, y caían lágrimas de sus ojos, como gotas de roció en los pétalos de
un lirio.
-¿Quién
creerá nuestra historia? -me dijo-. ¿Quién creerá que en estas horas hemos
franqueado los obstáculos de la duda? ¿Quién creerá que el mes de Nisán, que
nos unió, es el mes que nos detuvo en el recinto más santo de la Vida? Su mano
estaba todavía en mi cabeza mientras decía esto, y no habría cambiado esa mano
por una corona real, ni por una guirnalda de gloria; nada me parecía más
valioso y amable que aquella hermosa y suave mano, cuyos dedos jugueteaban con
mi pelo.
-La
gente no creerá nuestra historia -le dije-, porque no sabe que el amor es la
única flor que crece y florece sin el concurso de las estaciones; pero ¿fue
realmente el mes de Nisán, que nos reunió, y es esta hora la que nos ha
suspendido en el recinto más santo de la Vida? ¿No es la mano de Dios la que
nos acercó, y la que hizo que seamos prisioneros uno del otro, hasta que
terminen nuestros días y todas nuestras noches? La vida del hombre no empieza
en el seno materno, y nunca termina con la muerte, en la tumba; y este
firmamento, lleno de luz de luna y de estrellas, no está ayuno de almas que se
aman, ni de espíritus intuitivos.
Al
retirar Selma la mano de mi pelo, sentí una vibración eléctrica en las raíces
de los cabellos, y la sensación se mezcló a la suave caricia de la brisa
nocturna. Y como un devoto que recibe la bendición divina al besar el altar, en
su santuario, tomé la mano de Selma, y mis ardientes labios depositaron un
largo beso en ella, y aún ahora el recuerdo de aquel beso funde mi corazón y su
dulzura me extasía.
Transcurrió
así una hora, y cada minuto de ella fue un año de amor. El silencio de la
noche, la luz de la luna, las flores y los árboles nos
hicieron olvidar toda la realidad que no fuera el amor, cuando, de pronto,
oímos el galope de unos caballos y el chirrido de las ruedas de un carruaje.
Despertados de nuestro placentero arrobamiento, y vueltos bruscamente
del mundo de los sueños al mundo de la perplejidad y de las penas, nos dimos
cuenta que el anciano había regresado de su visita. Nos levantamos de nuestros
asientos, y caminamos por el huerto, para salir a su encuentro.
Al llegar al carruaje a la
entrada del jardín, Farris Efendi bajó de él, y caminó lentamente hacia
nosotros, con la cabeza inclinada hacia adelante, como si estuviera llevando
una pesada carga. Se acercó a Selma, le colocó las manos en los hombros, y la miró
profundamente. Las lágrimas corrían por el arrugado
rostro del anciano, y sus labios temblaban con forzada sonrisa triste. Con voz
quebrada por la emoción, le dijo
-Amada Selma, hija mía, muy
pronto, te alejarán de los brazos de tu padre, para que vayas a los brazos de
otro hombre. Muy pronto el Destino te arrancará de esta solitaria casa, y te
llevará al espacioso mundo, y este jardín perderá la presión de tus pasos, y tu
padre será un extraño para ti. Ya está decidido. ¡Que Dios te bendiga!
Al oír estas palabras, el
rostro de Selma se ensombreció, y sus ojos se helaron, como si hubiera sentido
una premonición de la muerte. Luego, lanzó un grito, como un ave a la que se
abate un tiro, y con visible dolor, temblando, dijo, con voz quebrada:
-¿Qué dices? ¿Qué quieres
decir? ¿Adónde me vas a enviar? -Luego, miró a su padre como tratando de
descifrar su secreto. Un momento después, dijo: - Comprendo. Lo comprendo todo.
El obispo te ha pedido mi mano, y ha preparado una jaula para este pajarillo de
alas rotas. ¿Es ese tu deseo, padre?
La respuesta del anciano fue
un profundo suspiro. Condujo a Selma al interior de la casa, con ternura, y
mientras, yo permanecía de pie en el jardín, sintiendo que la perplejidad me
invadía en oleadas, como una tempestad sobre las hojas de otoño. Luego, los
seguí hasta la sala, y para evitar una escena molesta, estreché la mano del
anciano, dirigí una larga mirada a Selma, mi hermosa estrella, y salí de la
casa.
Cuando iba yo llegando al
extremo del jardín, oí la voz del anciano que me llamaba y me volví para ir a
su encuentro. Me tomó de la mano y se disculpó.
-Perdóname, hijo mío. Te he
echado a perder la noche con mis
lágrimas, pero por favor ven a verme cuando mi casa esté vacía, y me encuentre yo solo y desesperado. La juventud, mi
querido hijo, no armoniza con la noche; pero tú tendrás la bondad de venir a
verme y de recordarme aquellos días de mi juventud compartidos con tu padre, y
me darás las noticias que haya en la vida la cual ya no me contará entre sus
hijos. ¿Vendrás a visitarme cuando Selma se vaya y me quede aquí completamente
solo?
Mientras el anciano
pronunciaba estas tristes palabras, estreché su mano silenciosamente y sentí
que unas lágrimas tibias caían de sus ojos
hasta mi mano. Temblando- de tristeza y de afecto filial, salí de aquella casa
con el corazón inundado de pena. Pero antes de salir alcé el rostro, y él vio lágrimas
en mis ojos; se inclinó hacia mí, me dio un
beso en la frente.
- ¡Adiós, hijo mío! ¡Adiós!
-me dijo.
Las lágrimas de un anciano son más potentes que las de un joven, porque
constituyen el residuo de la vida en un cuerpo
que se va debilitando. Las lágrimas de un joven son como una gota de rocío en el pétalo de una rosa-, mientras que las de
un anciano son como una hoja amarillenta que cae al embate del viento cuando se aproxima el invierno.
Cuando salí de la casi de
Farris Efendi Karamy, la voz de Selma
aún vibraba en mis oídos; su belleza
me seguía como un espectro y las lágrimas de su padre se iban secando en mi
mano.
Mi vida fue como la salida
de Adán del Paraíso, pero la Eva de mi corazón no estaba conmigo para hacer del
mundo entero un Edén. Aquella noche, en que había yo nacido por segunda vez,
sentí también que había visto el rostro de la muerte por vez primera.
Así, el sol puede dar la
vida y matar poco después, con su calor, los sembrados campos.
VI
EL LAGO DE FUEGO
Todo lo
que hace el hombre secretamente en la oscuridad de la noche será revelado
claramente a la luz del día. Las palabras que se pronuncian en privado se
convertirán inesperada mente en conversación común. Los actos que hoy
escondemos en los rincones de nuestra casa mañana serán pregonados en cada
calle.
Así los
fantasmas de la oscuridad revelaron el propósito de la entrevista del obispo
Bulos Galib con Farris Efendi Karamy, y la conversación que sostuvieron fue
repitiéndose por todo el vecindario, hasta que llegó a mis oídos.
La
discusión que tuvo lugar aquella noche entre el obispo Bulos Galib y Farris
Efendi no fue acerca de los problemas de los pobres, de las viudas y de los
huérfanos. El propósito principal de mandar llamar a Farris Efendi y de
llevarlo en el coche del obispo fue pedir la mano de Selma para el sobrino del
obispo, Mansour Bey Galib.
Selma
era la única hija del acaudalado Farris Efendi, y la elección del obispo recayó
en Selma, no por su belleza y su noble espíritu, sino por el dinero de su
padre, que garantizaba a Mansour Bey una gran fortuna y haría de él un hombre
importante.
Los
jefes religiosos del cercano Oriente no se conformaban con su propia opulencia,
sino que tratan de que todos los miembros de sus familias tengan posiciones de
dominio y formen parte de la clase opresora. La gloria de un príncipe se
transmite por herencia a su primogénito, pero la exaltación de un jefe
religioso debe ser como un contagio entre sus hermanos y sobrinos. Así, los
obispos cristianos, los imanes mahometanos y los sacerdotes brahmanes se
convierten en pulpos que atrapan a sus presas con muchos tentáculos, y
succionan su sangre con muchas bocas.
Cuando
el obispo pidió la mano de Selma para su sobrino, la única respuesta que
recibió del anciano fue un profundo silencio, y amargas lágrimas, pues le dolía
perder a su hija única. El alma de cualquier hombre tiembla cuando se lo separa de su hija única, a la que ha criado amorosamente y que ya se ha
convertido en joven hermosa.
La
tristeza de los padres cuando se casa una hija es igual a su felicidad cuando
se casa un hijo, porque un hijo aporta a la familia un nuevo miembro, mientras
que una hija, al casarse se aleja de la familia.
Farris
Efendi tuvo que plegarse a la petición del obispo, aunque con renuncia, porque
Farris Efendi sabía muy bien que el sobrino del obispo era un hombre peligroso,
lleno de odio, malvado y corrompido.
En el
Líbano, ningún cristiano puede oponerse a la voluntad de su obispo sin perder
su buena fama. Ningún hombre puede desobedecer a su jefe religioso sin perder
su buena reputación. El ojo no podría resistirse a la amenaza de una lanza sin
recibir cruel herida, y la mano que empuñara la espada contra el jefe
espiritual sería arrancada del brazo.
Supongamos
que Farris Efendi se hubiera opuesto a la voluntad del obispo y que no hubiera
obedecido a su deseo; la reputación de Selma se habría enlodado y su nombre
habría corrido de boca en boca, irreparablemente sucio. Porque, para la zorra,
los racimos de uvas que están demasiado altos están verdes y no son
apetecibles.
De esta
manera, el destino hizo presa de Selma y la condujo, como a una humillada
esclava, a la numerosa procesión de las sufridas mujeres orientales, y así cayó
ese noble espíritu en la trampa, después de haber volado libremente con las
blancas alas del amor, bajo un cielo nimbado de luz de luna y aromatizado con
la esencia de las flores.
En
algunos países, la riqueza de los padres es una fuente de sufrimientos para los
hijos. El fuerte y pesado cofre que el padre y la madre han utilizado como
garantía de seguridad y de riqueza llega a ser una estrecha y oscura prisión
para las almas de sus herederos. El todopoderoso Dinar, la moneda a la que la
gente rinde culto, llega a ser un demonio que castiga el espíritu y aniquila a
los corazones. Selma Karamy fue una de esas víctimas de la riqueza de sus
padres y de la voracidad de su prometido. Si no hubiera sido por la riqueza de
su padre, Selma
viviría aún, sana y feliz.
Transcurrió una semana. El
amor de Selma era mi único pensamiento, que por la noche me cantaba canciones,
y que me despertaba al alba para revelarme el misterio de la vida y los
secretos de la Naturaleza. Un amor como el que yo le tenía a Selma es un amor
celestial, desprovisto de celos, rico, y que nunca hace daño al espíritu. Es
una profunda afinidad que sumerge al alma en una fuente de alegría; es un gran
hambre de afecto y ternura que, cuando se satisface, llena el alma de bondad y
riqueza; es una ternura que crea esperanza sin agitar el alma, transformando la
tierra en paraíso y la vida en un dulce y hermoso sueño. Por las mañanas,
cuando caminaba yo por los campos, veía un signo de la Eternidad en el
despertar de la Naturaleza, y al sentarme en la playa escuchaba yo las olas,
entonando el cántico de la Eternidad. Y al caminar por las calles veía la
belleza de la vida y el esplendor de la humanidad, en la apariencia de los
transeúntes y en los movimientos de los trabajadores.
Aquellos días pasaron como
fantasmas y desaparecieron como nubes, y pronto no dejarían en mí sino tristes
recuerdos. Los ojos con los que solía yo mirar la belleza de la primavera y el
despertar de la Naturaleza ya no podían ver sino la furia de la tempestad y la
miseria del invierno. Mis oídos, que antes oían con agrado el canto de las
olas, ya sólo oían el ulular del viento y el embate del mar contra los
acantilados. El alma que antes observaba feliz el vigor incansable de la
humanidad y la gloria del Universo, sentía la tortura del conocimiento de su
decepción y frustración. Nada había sido más hermoso que aquellos días de amor,
y nada era más amargo que aquellas horribles noches de tristeza.
Un fin de semana, no
pudiendo ya contenerme, me dirigí una vez más a la casa de Selma, al santuario
que la Belleza había erigido y que el Amor había colmado de bendiciones, en la
que el espíritu podía rendir culto y el corazón podía arrodillarse humildemente,
y orar. Al entrar nuevamente en el jardín, sentí que un poder ignoto me sacaba
de este mundo y me colocaba en una esfera sobrenatural, liberada de la lucha y
de las penalidades. Como un místico que recibiera una revelación celestial, me
vi a mí mismo entre los- árboles y las flores, y al aproximarme a la
casa vi a Selma sentada en un banco a la sombra del jazmín, donde habíamos
estado juntos hacía una semana, aquella noche que la Providencia había elegido
para que nacieran al unísono mi felicidad y mi tristeza.
Mi amada no hizo ningún
movimiento, ni habló, al acercarme a ella. Parecía saber intuitivamente que iba
yo a llegar y al sentarme a su lado, me miró un momento y exhaló un profundo
suspiro; luego, volvió la cabeza y miró hacia el cielo. Y, al cabo de un
momento lleno de mágico silencio, se volvió hacia mí y, temblando, tomó mi mano
en las suyas, y me dijo con desmayada voz:
-Mírame, amigo mío: examina
mi rostro y lee en él lo que quieres saber y lo que no puedo decirte. Mírame,
amado mío: mírame, hermano mío.
La miré atentamente y vi que
aquellos ojos que días antes habían sonreído como labios felices, y que habían
aleteado comes un ruiseñor, estaban hundidos y helados con la tristeza y el
dolor. Su rostro, que había sido como un lirio que abriera sus pétalos bajo la
caricia del sol, se había marchitado y no mostraba ningún color. Sus dulces
labios eran como dos rosas anémicas que el otoño ha dejado en sus tallos. Su
cuello, que había sido una columna de marfil, se inclinaba hacia adelante, como
si ya no pudiese soportar la carga del dolor que albergaba su cabeza.
Observé todos estos cambios
en el rostro de Selma, pero para mí eran como una nube pasajera que cubre el
rostro de la luna y la hace más bella. Una mirada que revela un dolor interno
añade más belleza al rostro, por más tragedia y dolor que refleje; en cambio,
el rostro que silencioso no exterioriza ocultos misterios, no es hermoso, por
más simétricas que sean sus facciones. La copa no atrae a nuestros labios, a
menos que veamos el color del vino a través del cristal transparente.
Aquella tarde, Selma era
como una copa rebosante de vino celestial, especiado con lo amargo y lo dulce
de la vida. Sin saberlo, mi amada simbolizaba a todas las mujeres orientales,
que no abandonan el hogar de sus padres hasta que les echan al cuello el pesado
yugo del esposo, y que no salen de los
amantes brazos de sus madres hasta que van a vivir en calidad de esclavas a
otro hogar, donde tienen que soportar los malos tratos de la suegra.
Seguí
mirando a Selma, y escuchando los gritos de su espíritu deprimido, y sufriendo
junto con ella, hasta que sentí que el tiempo se había detenido, y que el
universo había vuelto a la nada. Lo único que podía yo ver eran sus grandes
ojos que me miraban fijamente, y lo único que podía sentir era su fría,
temblorosa mano, que apretaba la mía.
Salí de
mi letargo al oír que Selma decía con voz queda:
-Ven,
amado mío; hablemos del horrible futuro antes de que llegue. Mi padre acaba de
salir para ver al hombre que va a ser mi compañero hasta la muerte. Mi padre,
al que Dios escogió como autor de mis días, se entrevistará con el hombre que
el mundo ha elegido para que sea mi amo por el resto de mis días. En el corazón
de esta ciudad, el anciano que me acompañó en mi juventud verá al hombre joven
que será mi compañero en los años futuros. Esta noche, ambas familias fijarán
la fecha del matrimonio. ¡Qué extraña e impresionante hora! La semana pasada, a
esta misma hora, bajo este mismo jazmín, el Amor besó mi alma por vez primera,
mientras el Destino estaba escribiendo la palabra decisiva de mi vida en la
mansión del obispo. Y ahora, mientras mi padre y mi pretendiente están fijando
el día de matrimonio, veo que tu espíritu vaga en torno a mí como un pájaro
sediento, que aletea desesperado sobre un manantial, vigilado por una
hambrienta serpiente. ¡Ah!, ¡cuán grande es esta noche, y cuán hondo es su
misterio!
Al oír
esas palabras, sentí que el oscuro fantasma de la desesperanza se apoderaba de
nuestro amor, para aniquilarlo en su infancia.
-Este
pájaro seguirá aleteando sobre ese manantial -le dije- hasta que la sed lo
aniquile, o hasta que caiga en las fauces de una serpiente, y sea presa del
reptil.
-No,
amado mío -me replicó Selma-; ese ruiseñor debe seguir viviendo y cantando,
hasta que llegue la oscuridad; hasta que pase la primavera; hasta el fin del
mundo, y debe seguir cantando eternamente. Su voz no debe sofocarse, porque da
vida a mi corazón, y sus alas no deben quebrarse porque su movimiento ahuyenta
las nubes de mi corazón. -Selma, amada mía, la sed matará a ese ruiseñor, y si
no la sed, el miedo -susurré.
Y ella me respondió inmediatamente, con labios temblorosos:
-La sed
del alma es más dulce que el vino de las cosas materiales, y el temor del
espíritu es más valioso que la seguridad del cuerpo. Pero escucha, amado mío:
escúchame con atención: este día estoy en el umbral de una nueva vida, de la
que nada sé. Soy como un ciego que camina a tientas y que procura no caer. La
riqueza de mi padre me ha llevado al mercado de las esclavas, y ese hombre
codicioso me ha comprado. No lo conozco ni lo amo, pero aprenderé a amarlo, lo
obedeceré, le serviré, y lo haré feliz. Le daré todo lo que una débil mujer
puede darle a un hombre fuerte.
"Pero
tú, amado mío, aún estás en lo mejor de la vida. Puedes caminar libremente por
la senda espaciosa de la vida alfombrada de flores. Eres libre para atravesar
el ancho mundo, haciendo de tu corazón una antorcha que ilumine tu camino.
Puedes pensar, hablar, y actuar libremente; puedes escribir tu nombre en el
rostro de la vida, pues eres hombre; puedes vivir como un amo, porque la
riqueza de tu padre no te llevará al mercado de esclavos, y no te comprarán ni
te venderán; puedes casarte con la mujer que elijas, y antes de que viva en tu
hogar puedas albergarla en tu corazón, y puedes intercambiar confidencias con
ella, sin ningún obstáculo.
Reinó un
momento el silencio, y luego Selma continuó:
-Pero,
¿es hora de que la Vida nos aparte para que tú puedas alcanzar la gloria del
hombre, y para que yo me vaya a cumplir con los deberes de la mujer? ¿Para esto
el valle se traga en sus profundidades la canción del ruiseñor, y para esto el
viento esparce los pétalos de la rosa, y para esto los pies han apisonado el
vino? ¿Fueron en vano todas esas noches que pasamos a la luz de la luna bajo el
jazmín, donde nuestras almas se unieron? ¿Hemos volado velozmente hacia las
estrellas hasta que se cansaron nuestras alas, y estamos descendiendo ahora al
abismo? ¿O acaso el Amor estaba dormido cuando vino a nosotros, y al despertar
montó en ira, y decidió castigarnos? ¿O quizá nuestros espíritus transformaron
la brisa de la noche en un viento huracanado que nos hizo pedazos y nos barrió,
como si fuéramos polvo, a la profundidad del valle? Nosotros no hemos
desobedecido a ningún mandamiento, ni hemos probado el fruto prohibido, así
que, dime, ¿qué nos obliga a abandonar este paraíso? Nosotros nunca hemos
conspirado ni nos hemos rebelado; entonces, ¿por qué estamos bajando al
infierno? No, no; los momentos que nos unieron son más grandes que los siglos,
y la luz que iluminó nuestros espíritus es más fuerte que la oscuridad; y si la
tempestad nos separa en este océano borrascoso, las olas nos unirán nuevamente
en la playa tranquila; y si esta vida nos mata, la muerte nos unirá. El corazón
de una mujer no cambia con el tiempo ni con las estaciones; e incluso si muere
cada día, en la eternidad, nunca perece. El corazón de una mujer es como un
campo, convertido en campo de batalla: después que los árboles se han
desarraigado y que el césped se ha quemado, y que las rocas se han teñido de
roja sangre, y después de que la tierra se ha sembrado de huesos y de cráneos,
ese campo permanece quieto y silencioso, como si nada hubiera pasado; porque la
primavera y el otoño vuelven a su, debido tiempo, y reanudan su labor.
"Y
ahora, amado mío, ¿qué haremos? ¿Cómo nos separaremos, y cuándo volveremos a
encontrarnos? ¿Hemos de considerar que el amor fue un visitante extranjero, que
llegó en la noche y nos abandonó por la mañana? ¿O supondremos que este cariño
fue un sueño que llegó a nosotros mientras dormíamos, y que se marchó cuando
despertamos?
"¿Consideraremos
que esta semana fue una hora de ebriedad, a la que seguirá la serenidad? Alza
el rostro y mírame, bien amado; abre la boca y déjame oír tu voz. ¡Háblame! ¿Te
acordarás de mí después de que esta tempestad haya hundido el barco de nuestro
amor? ¿Oirás el susurro de mis alas en el silencio de la noche? ¿Oirás mi
espíritu vagando y aleteando en torno a ti? ¿Escucharás mis suspiros? ¿Verás mi
sombra aproximarse a ti con las sombras del anochecer, y verás que luego se
desvanece con el
resplandor de la aurora? Dime, amado mío,
¿qué serás después de haber sido un mágico rayo de luz para mis ojos, una dulce
canción para mis oídos, y unas alas para mi alma? ¿Qué serás después?
Al oír
estas palabras, sentí que mi corazón se deshacía. -Seré lo que tú quieras que
sea, amada mía -le contesté. -Quiero que me sigas amando como ama un poeta sus
melancólicos pensamientos -me dijo ella a continuación. Quiero que me recuerdes
como un viajero recuerda el quieto estanque en que se reflejó su imagen, al
saciar la sed en cristalinas aguas. Quiero que me recuerdes como recuerda una
madre a su hijo muerto antes de nacer, y quiero que me recuerdes como un rey
misericordioso recuerda a un prisionero, muerto antes de que llegara el perdón
real. Quiero que seas mi compañero y que visites a mi
padre, y lo consueles en su soledad, porque pronto lo abandonaré, y seré una
extraña para él.
-Haré
todo lo que me has dicho -le contesté-, y haré de mi alma un abrigo para tu
alma, y de mi corazón una residencia para tu belleza, y de mi pecho una tumba
para tus penas.
Te
amaré, Selma, como las praderas aman a la primavera, y viviré en ti la vida de
una flor bajo los rayos del sol. Cantaré tu nombre como el valle canta el eco
de las campanas de las iglesias aldeanas; escucharé el lenguaje de tu alma como
la playa escucha su amado país, y como un hambriento recuerda un banquete, y
como un rey destronado recuerda los días de su gloria, y como un prisionero
recuerda las horas de su libertad. Te recordaré como un labrador recuerda las
gavillas de trigo en su era, y como un pastor recuerda los verdes prados y los
alegres arroyos.
Selma
escuchaba mis palabras con el corazón palpitante.
-Mañana,
la verdad será fantasmal, y el despertar será como un sueño -agregó.-. ¿Acaso
un amante estará satisfecho con abrazar a un fantasma, o acaso un hombre
sediento saciará la sed con el manantial de un sueño?
-Mañana
-contesté-, el destino te colocará entre una familia pacífica, pero-
a mí me enviará al mundo lleno de luchas y guerras.
Tú estarás en el hogar de una persona cuya buena suerte lo ha hecho el más
afortunado de los hombres, al gozar de tu belleza y de tu virtud, mientras que
yo llevaré una vida de sufrimientos y temores. Tú entrarás por la puerta de la
vida, mientras que yo entraré por la puerta de la muerte. A ti te recibirán con
hospitalidad, mientras que yo llevaré una existencia solitaria, pero erigiré
una estatua de amor y le rendiré culto en el valle de la muerte. El amor será
mi único remedio para mis penas, y beberé el amor como un vino, y lo llevaré
como un traje. En las auroras, el amor me despertará de mi sueño y me llevará a
un campo lejano, y al mediodía me llevará a la sombra de los árboles, donde me
guareceré, junto con los pájaros, del calor del sol. Por la tarde, el amor me
hará hacer una pausa antes del ocaso, para oír el adiós de la Naturaleza, que
se despide cantando de la luz del día, y el amor me mostrará fantasmales nubes
que surcarán el cielo. Por las noches, el amor me abrazará y dormiré, soñando
con el mundo celestial donde moran felices los espíritus de los amantes y de
los poetas. En la primavera, caminaré al lado del amor entre violetas y
jazmines y beberé las últimas gotas del invierno en los cálices de los lirios.
En el verano, haremos almohadas con heno, y el césped será nuestro lecho, y el
cielo azul nos cobijará mientras contemplamos las estrellas y la luna.
"En
el otoño, el amor y yo iremos a los viñedos y nos sentaremos cerca del lugar, y
observaremos cómo se desnudan las uvas de sus adornos de oro, y las aves
migratorias pasarán en bandadas sobre nosotros. En el invierno, el amor y yo
nos sentaremos cerca del fogón, a contarnos historias de hace mucho tiempo, y
crónicas de lejanos países. Mientras dure mi juventud, el amor será mi maestro;
en mi edad madura, será mi auxiliar, y en mi vejez será mi delicia. Amada Selma
mía, el amor estará conmigo hasta el fin de mi vida, y después de la muerte, la
mano de Dios nos volverá a unir.
Todas
estas palabras salieron de lo profundo de mi corazón, como llamas que salen,
ávidas, de una fogata para luego desaparecer, convertidas en cenizas. Selma
lloraba, como si sus ojos fueran labios que me contestaran con lágrimas.
Aquellos
a quienes el amor no ha dado alas no pueden volar detrás de la nube de las
apariencias, para ver el mágico mundo en que el espíritu de Selma y el mío
existían unidos en aquella hora, al mismo tiempo triste y feliz. Aquellos a
quienes el amor no ha elegido no oyen cuando el amor llama. Esta historia no es
para ellos. Porque, aunque comprendieran estas páginas, no serían capaces de
captar los significados ocultos que no se visten de palabras, y que no pueden
imprimirse en el papel; pero, ¿qué clase de ser humano es aquel que nunca ha
bebido el vino con la copa del amor, y qué espíritu es el que nunca ha acudido
reverentemente al iluminado altar del templo, cuyo piso está constituido por
los corazones de los hombres y de las mujeres, y cuyo techo es el secreto palio
de los sueños? ¿Qué flor es esa en cuyos pétalos la aurora nunca ha dejado caer
una gota de rocío? ¿Qué arroyuelo es ése que perdió su curso sin llegar hasta
el mar?
Selma
alzó el rostro hacia el cielo, y se quedó contemplando las estrellas que
tachonaban el firmamento. Extendió las manos; sus ojos parecieron agrandarse, y
sus labios temblaron. En su pálido rostro podía yo ver los signos de la
tristeza, de la opresión, de la desesperanza y del dolor.
- ¡Oh,
Señor! -exclamó-, ¿qué ha hecho esta pobre mujer para ofenderte? ¿Qué pecado ha
cometido para merecer tal castigo? ¿Por qué crimen se le ha infligido este
castigo eterno? Señor, tú eres fuerte, y yo soy débil. ¿Por qué me has hecho
sufrir este dolor? Tú eres grande y todopoderoso, mientras que yo no soy más
que una insignificante criatura que se arrastra ante tu trono. ¿Por qué me has
aplastado con tu pie? Tú eres la estruendosa tempestad, y yo soy como el polvo;
¿por qué, mi Señor, me has arrojado a esa fría tierra? Tú eres poderoso, y yo
soy desvalida; ¿por qué me combates? Tú eres misericordioso, y yo soy prudente;
¿por qué me estás destruyendo? Tú has creado a la mujer con amor; entonces,
¿por qué, con amor, la aniquilas? ¿Por qué con tu mano izquierda me precipitas
al abismo? Esta pobre mujer lo ignora. En su boca Tú soplaste el aliento de la
vida, y en su corazón sembraste las semillas de la muerte. Le mostraste el
camino de la felicidad, pero la has conducido al camino de la miseria; en su
boca pusiste un canto de felicidad, pero luego cerraste sus labios con la
tristeza, y paralizaste su lengua con el dolor de la agonía. Con tus
misteriosos dedos curas sus heridas, pero con tus manos también das dolor a sus placeres. En su lecho pusiste el placer y la paz, pero a su lado
eriges obstáculos y temor. Hiciste que en ella surgiera el afecto, por tu
voluntad, y de su afecto surge la vergüenza. Tu voluntad le mostró la belleza
de la Creación, pero su amor por la belleza se ha convertido en un hambre
terrible. Le hiciste beber 1a vida en la copa de la muerte, y la muerte, en la
copa de la vida.
"Tú
purificaste a esta mujer con lágrimas, y con lágrimas su vida transcurre. ¿Oh,
Señor! Tú me has abierto los ojos con amor, y con amor me has cegado. Tú me has
besado con tus divinos labios y me has golpeado con tu divina mano poderosa. Tú
has plantado en mi corazón una rosa blanca, pero alrededor de la rosa has
puesto una barrera de espinas. Tú has unido mi presente con el espíritu de un
joven al que amo, pero has unido mi vida al cuerpo de un hombre desconocido.
Así pues, Señor, ayúdame a ser fuerte en esta lucha mortal, y asísteme para que
pueda ser veraz y virtuosa hasta la muerte. ¡Hágase tu voluntad, oh Dios!
Hubo un
gran silencio. Selma miró hacia abajo, pálida y cansada; sus brazos cayeron, y
su cabeza se inclinó, y me pareció como si una tempestad hubiera roto la rama
de un árbol, y la hubiera arrojado al suelo, seca y muerta.
Le tomé
la fría mano y se la besé, pero cuando traté de consolarla, era yo el que
necesitaba más consuelo. Guardé silencio, pensando en nuestro dolor y
escuchando los latidos de mi corazón. Ni ella ni yo dijimos nada más.
El dolor
extremo es mudo, por lo que nos sentamos en silencio,
petrificados, como columnas de mármol enterradas bajo la arena después de un
terremoto. Ninguno quería
escuchar
al otro, porque las fibras de nuestros corazones se habían debilitado, y
sentíamos que hasta un suspiro podría romperlas.
Era la
media noche, y podíamos ver la luna creciente alzándose detrás del monte Sunín,
y parecía la luna, en medio de las estrellas, como el rostro de un cadáver en
un ataúd rodeado de las vacilantes luces de unos cirios. Y el Líbano parecía un
anciano cuya espalda estuviera doblada por la edad, y cuyos ojos fueran un
golfo de insomnio, observando la oscuridad y esperando a la aurora; como un rey
que estuviera sentado sobre las cenizas de su trono, en las ruinas de su
palacio.
Las
montañas, los árboles, los ríos, cambian de apariencia con las vicisitudes de
los tiempos, y con las estaciones, así como el hombre cambia con sus
experiencias y sus emociones. El solitario chopo que a la luz del día, parece
una novia vestida, parecerá una columna de humo en la noche; la gigantesca roca
que se yergue desafiante en el día, parecerá un miserable mendigo en la noche,
con la tierra como lecho y el cielo como frazada; y el riachuelo que vemos
saltando en la mañana y al que oímos cantar el himno de la eternidad, por las
noches nos parecerá un río de lágrimas, llorando como una madre que ha perdido
a su. hijo, y, el monte Líbano, que una semana antes nos parecía majestuoso,
cuando la luna era llena y nuestro espíritu estaba gozoso, nos parecía triste y
solitario aquella noche.
Nos
pusimos en pie y nos dijimos adiós, pero el amor y la
desesperación estaban entre nosotros como dos fantasmas, uno de ellos
extendiendo sus alas, y con los dedos en nuestras gargantas, el otro; llorando,
uno, y el otro riendo sarcásticamente.
Al tomar
la mano de Selma y llevarla a mis labios, mi amada se me acercó y me dio un
beso en la frente, para luego dejarse caer en la banca de madera. Cerró los
ojos suspirando quedamente
- ¡Oh
Dios, ten piedad de mí, y cura mis alas rotas! -dijo. Al dejar a Selma en el
jardín, sentí que todos mis sentidos se cubrían con espeso velo, como un lago
cuya superficie está oculta por la niebla.
La
belleza de los árboles, la luz de la luna, el profundo silencio que reinaba,
todo en torno de mí me pareció feo y espantoso. La verdadera luz que me había
mostrado la belleza y la maravilla del universo se había convertido en una gran
llama que consumía mi corazón y la música eterna que antes escucharon mis
oídos, se volvió un estruendoso grito, más aterrorizante que el rugido de un
león.
Llegué a
mi habitación, y como un pájaro herido derribado por el cazador, me dejé caer
en el lecho, repitiendo las palabras de Selma:
-¡Oh
Dios, ten piedad de mí, y cura mis alas rotas!
VII
ANTE EL TRONO DE LA MUERTE
El
matrimonio, en estos días, es una farsa en manos de los jóvenes casaderos y de
los padres. En la mayoría de los países, los hombres casaderos ganan, y los
padres pierden el juego. La mujer se considera como un bien de consumo, se
persigue y pasa de una casa a otra, como algo que se compra. Con el tiempo, la
belleza de la mujer se marchita, y llega a ser una especie de mueble viejo al
que se abandona en un rincón oscuro.
La
civilización moderna ha hecho a la mujer un poco más lúcida, pero ha
incrementado sus sufrimientos, por la codicia del hombre. La mujer de épocas
pasadas solía ser una esposa feliz, pero la mujer de hoy suele ser una
miserable y desventurada amante. En el pasado, caminaba ciegamente en la luz,
pero ahora camina en la oscuridad con los ojos abiertos. Antes era hermosa en
su ignorancia, virtuosa en su simplicidad y fuerte en su debilidad. Hoy, se ha
vuelto fea en su ingenuidad, y superficial e insensible en su conocimiento.
¿Llegará el día en que la belleza y el conocimiento, la ingenuidad y la virtud,
y la debilidad del cuerpo, aunada a la fuerza espiritual, se conjuguen en una
mujer?
Soy de
los que creen que el progreso espiritual es la norma de la vida humana, pero el
avance hacia la perfección es lento y doloroso. Si la mujer se eleva en un
aspecto y se retrasa en otro, es porque el áspero sendero que conduce a la cima
de la montaña no está libre de las emboscadas que le tienden los ladrones, los
mentirosos y los lobos.
La
extraña generación actual existe entre el sueño y la vigilia activa. Tiene en
sus manos el suelo del pasado y las semillas del futuro. Sin embargo, en cada
ciudad encontramos a una mujer que simboliza el futuro.
En la
ciudad de Beirut, Selma Karamy era el símbolo de la futura mujer oriental,
pero, como muchos que viven adelantándose a su tiempo, fue víctima del
presente; y como una flor arrancada de su tallo y barrida por la corriente de
un río, tuvo que caminar en la doliente procesión de las derrotadas.
Mansour
Bey Galib y Selma se casaron, y se fueron a vivir en una hermosa casa en Ras
Beirut, donde residían los acaudalados dignatarios. Farris Efendi Karamy se
quedó en su casa solitaria, en medio de su jardín y de sus huertos, como un
pastor solitario entre su rebaño.
Pasaron
los días y las noches festivas de las bodas, pero la luna de miel dejó
recuerdos de amarga tristeza, así como la guerra deja calaveras y huesos
muertos en el campo de batalla. La dignidad de la ceremonia del matrimonio, en
Oriente, inspira nobles ideas en los corazones de los desposados, pero al
terminar las fiestas, tales nobles ideas suelen caer en el olvido como grandes
rocas al fondo del mar. El entusiasmo primero se convierte en huellas sobre la
arena, que sólo durarán hasta que las barran las olas.
Se fue
la primavera, y pasaron también el verano y el otoño, pero mi amor por Selma
crecía cada vez más, hasta que se convirtió en una especie de culto mudo, como
lo que siente un huérfano por el alma de su madre que se ha ido al Cielo. Y mi
sufrimiento se convirtió en una ciega tristeza que sólo podía verse a sí misma,
y la pasión que había arrancado lágrimas a mis ojos fue substituida por una
depresión que succionaba la sangre de mi corazón, y mis suspiros de cariño
se convirtieron en una constante oración por la felicidad de Selma y la de su
esposo, y por que su padre tuviera paz.
Mis
esperanzas y mis oraciones fueron vanas, porque el dolor de Selma era una
enfermedad interna que sólo la muerte podía curar.
Mansour Bey era un hombre al
que todos los lujos de la vida le habían llegado fácilmente; pero a pesar de
ello, era insaciable y rapaz. Después de casarse con Selma este hombre no se
condolió de la soledad del anciano padre de su esposa, y deseaba secretamente
su muerte, para poder heredar lo que quedaba de la fortuna del anciano.
El carácter de Mansour Bey
era muy parecido al de su tío; la única diferencia entre ambos era que el
obispo lo obtenía todo secretamente, al amparo de sus ropas talares y de la
cruz de oro que llevaba colgada al cuello, mientras que su sobrino cometía sus
fechorías sin recato alguno. El obispo iba a la iglesia por las mañanas, y
pasaba el resto del día robando a las viudas, a los huérfanos y a los
ignorantes. En cambio Mansour Bey ocupaba sus días en la búsqueda continua de
placeres sexuales. Los domingos, el obispo Bulos Galib predicaba el Evangelio;
pero durante el resto de la semana nunca practicaba lo que predicaba, y sólo se
ocupaba de las intrigas políticas de la región. Y por medio del prestigio y de
la influencia de su tío, Mansour Bey hacía un gran negocio, consiguiendo
puestos políticos a quienes pudieran proporcionarle, a cambio, considerables
sumas de dinero.
El obispo Bulos era un
ladrón que se ocultaba en la noche, mientras que su sobrino Mansour Bey era un
timador que caminaba orgullosamente y hacía todos sus tortuosos negocios a la
luz del día. Sin embargo, los pueblos de las naciones orientales confían en
hombres como éstos: lobos y carniceros que arruinan a sus países con sus
codiciosas intrigas, y que aplastan a sus vecinos con mano de hierro.
¿Por qué lleno estas páginas
con palabras acerca de los traidores que arruinan a las naciones pobres, en vez
de reservar todo el espacio para la historia de una desventurada mujer de
corazón roto? ¿Por qué derramo lágrimas por los pueblos oprimidos en vez de
reservar todas mis lágrimas para el recuerdo de una débil mujer cuya vida fue
aniquilada por los dientes de la muerte?
Pero, mis queridos lectores,
¿no creen ustedes que tal mujer es como una nación oprimida por los sacerdotes
y por los malos gobernantes? ¿No creen ustedes que un amor frustrado que lleva
a una mujer a la tumba es como la desesperación que aniquila a los pueblos de
la Tierra? Una mujer es; respecto a una nación, como la luz a la lámpara. ¿No
será débil la luz si el aceite de la lámpara escasea?
Pasó el otoño, y el viento
hizo caer de los árboles las hojas amarillentas, dando paso al invierno, que
llegó con aullidos de fiera. Aún vivía yo en la ciudad de Beirut, sin más
compañía que mis sueños, que antes habían elevado mi espíritu hacia el cielo, y
que luego lo enterraron profundamente en el seno de la tierra.
El espíritu triste encuentra
consuelo en la soledad. Aborrece a la gente, como un ciervo herido se aparta
del rebaño y vive en una cueva, hasta que sana o muere.
Un día, supe que Farris
Efendi estaba enfermo. Salí de mi solitaria morada y caminé hasta la casa del
anciano, tomando una nueva ruta; un sendero solitario entre olivos, pues quería
evitar el camino principal, muy transitado por carruajes.
Al llegar a la, casa del
anciano, entré y encontré a Farris Efendi acostado en el lecho, débil y pálido.
Sus ojos estaban hundidos, y parecían
dos profundos, oscuros valles, poblados por fantasmas de dolor. La sonrisa que
siempre había dado vida a aquel rostro estaba distorsionada por el dolor y la
agonía; y los huesos de sus nobles manos parecían ramas desnudas temblando ante
la tempestad. Al acercarme y pedirle noticias de su salud, volvió el pálido
rostro hacia mí, y en sus temblorosos labios se esbozó una sonrisa, y me dijo,
con débil voz:
-Ve, hijo mío, al otro
cuarto, a consolar a Selma, y dile que venga a sentarse a mi lado.
Entré en la habitación
contigua a la del anciano, y encontré a Selma recostada en un diván, con la
cabeza entre los brazos, y con el rostro pegado a una almohada, para que su
padre no oyera sus sollozos. Acercándome sigilosamente, pronuncié su nombre con
voz que más parecía un suspiro que un susurro. Se volvió atemorizada, como si
despertara de una pesadilla, y se sentó mirándome a los ojos, dudando si era yo un fantasma o un ser viviente. Tras un
profundo silencio, que nos llevó en alas del
recuerdo a la hora en que estábamos embriagados con el vino del amor, Selma se
secó las lágrimas.
- ¡Ve
cómo el tiempo nos ha cambiado! -dijo-. ¡Ve cómo el tiempo ha cambiado el curso
de nuestras vidas, dejándonos con este aspecto ruinoso! En este mismo sitio, la
primavera nos unió con lazos de amor, y en este sitio nos ha conducido ante el
trono de la muerte. ¡Qué hermosa era la primavera, y qué terrible es el
invierno!
Y al decir esto, Selma volvió a cubrirse el rostro con las manos, como si
quisiera ocultar sus ojos del espectro del pasado que estaba ante ella. Le puse
una mano en la cabeza, y le dije
-Ven,
Selma; ven, y seamos dos fuertes torres ante la tempestad. Enfrentémonos al
enemigo como valerosos soldados, y opongámosle nuestras almas. Si resultamos
muertos en la batalla moriremos como mártires; si vencemos, viviremos como
héroes. Retar a los obstáculos y a las dificultades es más noble que retirarse
a la tranquilidad. Las palomillas que revolotean alrededor de la lámpara hasta
morir son más admirables que el topo, habitante de oscuro túnel. Ven, Selma, y
caminaremos por este áspero sendero con firmeza, con los ojos hacia el sol,
para que no veamos las calaveras ni las serpientes entre las rocas y entre las
espinas. Si el miedo nos detiene en medio del camino, sólo oiremos burlas de
las voces de la noche, pero si llegamos valerosamente a la cima de la montaña
nos reuniremos con los espíritus celestiales, cantando en triunfo y alegría.
Ten valor, Selma; enjuga esas lágrimas y borra la tristeza de tu rostro.
Levántate, y sentémonos cerca del lecho de tu padre, porque su vida depende de
tu vida, y tu sonrisa es su único remedio.
Me miró
bondadosa y cariñosamente.
-¿Me
estás pidiendo que tenga paciencia, cuando eres tú quien más lo necesita?
-dijo-. ¿Dará un hombre hambriento su pan a otro hombre hambriento? ¿O un
hombre enfermo dará su medicina a otro hombre, cuando él mismo la necesita
desesperadamente?
Se
levantó; inclinó ligeramente la cabeza, y caminamos hasta la habitación del
anciano, y nos sentamos a cada lado del lecho. Selma sonrió forzadamente y
simuló paciencia, y su padre trató de hacerle creer que se sentía mejor y que
ya se estaba poniendo bueno; pero padre e hija tenían conciencia de la tristeza
del otro, y oían suspiros no exhalados. Eran como dos fuerzas iguales, tirando
una de otra silenciosamente, y anulándose. El padre tenía el corazón transido
por el dolor de la hija. Eran dos almas puras, una que partía, y la otra que
agonizaba de dolor, y que se abrazaban con amor ante la muerte. Y yo estaba en
medio de esas dos almas, con mi propio corazón turbado. Éramos tres personas
unidas y aniquiladas por la mano del Destino: un anciano que parecía una morada
en ruinas tras la inundación, una joven mujer cuyo símbolo era un lirio segado
por el afilado borde de una segadora, y un joven que apenas era un débil
retoño, marchitado por una nevada, y los tres éramos juguetes en manos del
Destino.
Farris
Efendi hizo un débil movimiento y extendió la temblorosa mano hacia Selma, y
con la voz vibrante de ternura y amor, le dijo:
-Toma mi
mano, hija mía.-Selma hizo lo que su padre le pedía, y el anciano dijo:-He
vivido lo suficiente, y he disfrutado de los frutos de las estaciones. He
experimentado todas las fases de la vida con ecuanimidad. Perdí a tu madre
cuando tenías tres años, y te dejó como un preciado tesoro en mis manos. Te vi
crecer, y tu rostro reprodujo las facciones de tu madre, como las estrellas se
reflejan en un estanque de aguas tranquilas. Tu carácter, tu inteligencia y tu
belleza son los de tu madre, hasta tu manera de hablar y tus gestos y ademanes.
Has sido mi único consuelo en esta vida, porque fuiste la imagen de tu madre en
palabras y actos. Ahora, estoy viejo, y el único reposo para mí está en las
suaves alas de la muerte. Consuélate, hija mía, porque he podido vivir hasta
verte convertida en mujer. Sé feliz, porque viviré en ti después de mi muerte.
Mi partida de hoy no será diferente de mi partida de mañana u otro día
cualquiera, porque nuestros días son caducos, cual las hojas de otoño. La hora
de mi muerte se aproxima a grandes pasos, y mi alma ansía unirse al alma de tu
madre.
Al
pronunciar estas palabras dulce y amorosamente, la faz del anciano estaba
radiante de gozo. Luego, el anciano sacó de abajo de la almohada un pequeño
retrato enmarcado en oro. Con los ojos en el retrato, el agonizante dijo a su
hija:
-Mira tu
madre, hija mía, en este retrato.
Selma se
enjugó las lágrimas y después de contemplar largo rato la foto, la besó varias
veces, y volvió a llorar.
- ¡Madre
mía, amada madre mía! -exclamó, y luego volvió a posar los labios en el
retrato, como si quisiera imprimir el alma en esa imagen.
La más
bella palabra en labios de los seres humanos es la palabra madre, y el llamado más dulce es madre mía. Es una palabra llena de
esperanza y de amor; una dulce y amable palabra que surge de las profundidades
del corazón. La madre lo es todo; es nuestro consuelo en la tristeza, nuestra
esperanza en el dolor, y nuestra fuerza en la debilidad. Es la fuente del amor,
de la misericordia, de la conmiseración y del perdón. Quien pierde a su madre
pierde a un alma pura que bendice y custodia constantemente al hijo.
Todo en
la Naturaleza habla de la madre. El Sol es la madre de la Tierra, y le da su
alimento de calor; nunca deja al universo por las noches sin antes arrullar a
la Tierra con el canto del mar y con el himno que entonan las aves y los
arroyos. Y la tierra es la madre de los árboles y de las flores. Les da vida,
los cuida y los amamanta. Los árboles y las flores se vuelven madres de sus
grandes frutos y de sus semillas. Y la madre, el prototipo de toda existencia,
es el espíritu eterno, lleno de belleza y amor.
Selma
Karamy no conoció a su madre, pero lloró al ver la fotografía de su
progenitora, y exclamó: ¡Madre
mía! La palabra madre está
oculta en nuestros corazones, y acude a nuestros labios en horas de tristeza y
en horas de felicidad, como el perfume que emana del corazón de la rosa y se
mezcla con el aire diáfano, así como con el aire nebuloso.
Selma
contempló la imagen de su madre, y la besó muchas veces, hasta que, exhausta se
dejó caer en el lecho de su padre.
El
anciano le puso ambas manos en la cabeza.
-Hijita
mía -le dijo-, te
he mostrado un retrato de tu madre, en el
papel; pero escucha bien, y haré que oigas sus propias palabras.
Selma
alzó la cabeza, como un pajarillo en el nido que oye el aletear de su madre, y
miró atentamente a su padre. Farris Efendi abrió la boca, y dijo:
-Tu
madre te estaba criando cuando perdió a su propio padre; gritó y lloró, pero
era una mujer sensata y paciente. Se sentó a mi lado, en esta misma habitación,
en cuanto terminó el funeral, me tomó la mano y me dijo: "Farris, mi padre
ha muerto, y tú eres mi único consuelo en este mundo. Los afectos del corazón
están divididos como las ramas del cedro; si el cedro pierde una rama vigorosa,
sufre, pero no muere. Dará toda su savia a la rama contigua, para que crezca y
llene el espacio vacío. Esto fue lo que tu madre me dijo cuando murió su padre,
y tú deberás decir lo mismo cuando la muerte se lleve mi cuerpo al lugar del
descanso, y mi alma, a Dios.
Selma le
respondió, con lágrimas y pesadumbre:
-Cuando
mi madre perdió a su padre, tú ocupaste el lugar de mi abuelo; pero, ¿quién
tomará tu lugar cuando te hayas ido? Ella se quedó al cuidado de un amante y
verdadero esposo; ella encontró consuelo en su hijita, pero, ¿quién será mi
consuelo cuando mueras? Tú has sido mi padre y mi madre, y el compañero de mi
juventud.
Y
diciendo estas palabras, Selma volvió el rostro y me miró. Y tomando una orilla
de mi traje, dijo:
-Este es
el único amigo que tendré después de que te hayas ido; pero, ¿cómo puede
consolarme, si él mismo sufre? ¿Cómo puede un corazón roto encontrar consuelo
en un alma atormentada y decepcionada? Una mujer triste no puede hallar
consuelo en la tristeza de su prójimo, ni un ave puede volar con las alas
rotas. El es el amigo de mi alma, pero ya he colocado una pesada carga de
tristeza sobre él, y he oscurecido su vista con mis lágrimas, al punto de que
no puedo ver sino la oscuridad. Es un hermano a quien quiero tiernamente, pero
es como todos los hermanos; comparte mi tristeza y mis lágrimas, con lo que aumenta mi amargura y quema mi
corazón.
Las
palabras de Selma apuñalaron mi corazón, y sentí que no podía soportar más
dolor. El anciano la escuchaba con expresión dolida, temblando como la luz de
una lámpara al viento. Luego extendió la mano, y dijo:
Déjame
irme en paz, hija mía. He roto los barrotes de esta jaula vieja; déjame volar y
no me detengas, porque tu madre me está llamando. El cielo está claro y el mar
está en calma, y mi velero está a punto de zarpar; no demores su viaje. Deja
que mi cuerpo repose con los que ya están gozando el reposo eterno; deja que mi
sueño termine, y que mi alma despierte con la aurora; que tu alma bese a la mía
con el beso de la esperanza; que no caigan gotas de tristeza o amargura en mi
cuerpo, pues las flores y el césped rechazarían su alimento. No derrames lágrimas
de dolor en mi mano, pues crecerían espinas en mi tumba. No ahondes arrugas de
agonía en mi frente, pues el viento, al pasar, podría leer el dolor de mi
frente, y se negaría a llevar el polvo de mis huesos a las verdes praderas...
Te amé mucho, hija mía, mientras viví, y te amaré cuando esté muerto, y mi alma
velará por ti y te protegerá siempre.
Luego,
Farris Efendi me miró con los ojos entornados. Hijo mío -me dijo-, sé un
verdadero hermano para Selma, como tu padre lo fue para mí. Sé un amparo y su
amigo en la necesidad, y no dejes que lleve luto por mí, porque llevar luto por
los muertos es una equivocación. Relátale cuentos agradables y cántale los
cantos de la vida, para que pueda olvidar sus penas. Recuérdame, y dale más
recuerdos a tu padre; pídele que te cuente de nuestra juventud, y dile que lo
quise en la persona de su hijo, en la última hora de mi vida.
Reinó el
silencio, y podía yo ver la palidez de la muerte en el rostro del anciano.
Luego, nos miró a uno y otro, y susurró:
-No
llaméis al médico pues podría prolongar mi sentencia en esta cárcel, con su
medicina. Han terminado los días de la esclavitud, y mi alma busca la libertad
de los cielos. Y tampoco llaméis al sacerdote, porque sus conjuros no podrían
salvarme, si soy un pecador, ni podría apresurar mi llegada al Cielo, si soy
inocente. La voluntad de la humanidad no puede cambiar la voluntad de Dios, así
como un astrólogo no puede cambiar el curso de los astros. Pero después de mi
muerte, que los médicos y los sacerdotes hagan lo que les
plazca, pues mi barco seguirá con las velas desplegadas hasta el lugar de mi
destino final.
A la
media noche, Farris Efendi abrió los cansados ojos por última vez, los enfocó
en Selma, que estaba arrodillada a un lado de la cama. Trató de hablar el agonizante,
pero no pudo hacerlo, pues la muerte ya estaba ahogando su voz. Sin embargo,
hizo un último esfuerzo.
-La
noche ha pasado... -susurró- ¡Oh Selma! ...
Luego,
inclinó la cabeza, su rostro se volvió blanco, y pude ver una última sonrisa en
sus labios, al exhalar el último suspiro.
Selma
tocó la mano de su padre. Estaba fría. Luego, la joven alzó la cabeza y miró el
rostro de quien le había dado la vida. Estaba cubierto por el velo de la
muerte. Selma estaba tan anonadada por el dolor, que no podía derramar más
lágrimas, ni suspirar, ni hacer movimiento alguno. Por un momento se quedó
mirándolo como una estatua, con los ojos fijos; luego, se inclinó hacia
adelante hasta tocar el piso con la frente, y dijo:
- ¡Oh
Señor, ten misericordia de nosotros, y cura nuestras alas rotas!
Farris
Efendi Karamy murió; su alma fue abrazada por la eternidad, y su cuerpo volvió
a la tierra. Mansour Bey Galib se posesionó de su fortuna, y Selma se convirtió
en una prisionera de por vida; una vida de dolor y sufrimientos.
Yo me
sentí perdido entre la tristeza y la ensoñación. Los días y las noches se
cernían sobre mí como el águila sobre su presa. Muchas veces traté de olvidar
mi desventura ocupándome en la lectura de libros y escrituras de generaciones
pasadas, pero era como tratar de extinguir el fuego con el aceite, pues no
podía yo ver en la procesión del pasado sino tragedias, y no oía yo sino
llantos y gemidos de dolor. El libro de Job me atraía más que los Salmos, y prefería las
elegías de jeremías al Cantar de Salomón, Hamlet estaba más cerca de mi corazón
que todos los demás dramas de los escritores occidentales. Así, la
desesperación debilita nuestra vida y cierra nuestros oídos. En tal estado de
ánimo, no vemos más que los espectros de la tristeza, y no oímos más que el latir
de nuestros agitados corazones.
VIII
ENTRE CRISTO E ISHTAR
En medio de los jardines y
colinas que unen la ciudad de Beirut con el Líbano hay un pequeño templo, muy
antiguo, cavado en la roca, rodeado de olivos, almendros y sauces.
Aunque este templo está como
a un kilómetro de la carretera principal, en la época de mi relato muy pocas
personas aficionadas a las reliquias y a las ruinas antiguas habían visitado
ese santuario. Era uno de los muchos sitios interesantes escondidos y olvidados
que hay en el Líbano. Por estar tan apartado, se había convertido en un refugio
para las personas religiosas, y en un santuario para amantes solitarios.
Al entrar en este templo, el
visitante ve en el muro oriental, un antiguo cuadro fenicio esculpido en la roca,
que representa a Ishtar, diosa del amor y de la belleza, sentada en su trono,
rodeada de siete vírgenes desnudas, en diversas actitudes. La primera de ellas
lleva una antorcha; la segunda, una guitarra; la tercera, un incensario; la
cuarta, una jarra de vino; la quinta, un ramo de rosas; la sexta, una guirnalda
de laurel; la séptima, un arco y una flecha; y las siete miran a Ishtar
reverentemente.
En el segundo muro hay otro
cuadro, más moderno que el primero, que representa a Cristo clavado en la cruz,
y a su lado están su doliente Madre, María Magdalena, y otras dos mujeres,
llorando. Este cuadro bizantino tiene una inscripción que demuestra que se
esculpió en el siglo XV o en el XVI. En
el muro occidental hay dos tragaluces redondos, a través de los cuales los
rayos del sol entran en el recinto e iluminan las imágenes y dan la impresión
de estar pintadas con agua dorada. En medio del templo hay un altar
rectangular, de mármol, con viejas pinturas a los lados, algunas de las cuales
apenas pueden distinguirse bajo las petrificadas manchas de sangre, que
demuestran que el pueblo antiguo ofrecía sacrificios en esa roca y vertían
perfume, vino y aceite sobre ella.
No hay nada más en ese
pequeño templo, excepto un profundo silencio, que revela a los vivientes los
secretos de la diosa y que haba sin palabras de pasadas generaciones y de la
evolución de las religiones. Tal espectáculo lleva al poeta a un mundo muy lejano,
y convence al filósofo de que los hombres nacieron con tendencia hacia la
religiosidad; sintieron los hombres la necesidad de lo invisible, y crearon
símbolos, cuyo significado divulgó los secretos, los deseos de su vida y de su
muerte.
En este templo casi
desconocido, me reunía yo con Selma una vez al mes, y pasaba varias horas: en
su compañía, contemplando esas extrañas imágenes, pensando en el Cristo
crucificado, y meditando en los jóvenes y en las ,jóvenes fenicios
que vivieron, amaron y rindieron culto a la belleza en la persona de Ishtar,
quemando incienso ante su estatua y derramando perfume en su santuario, es un
pueblo del que no ha quedado más rastro que su nombre, repetido por la marca
del tiempo ante el rostro de la eternidad.
Resulta difícil describir
con palabras los recuerdos de aquellas horas de mis encuentros con Selma;
aquellas celestiales horas, llenas de dolor, felicidad, tristeza, esperanza y
miseria espiritual.
Nos reuníamos secretamente
en el viejo templo a recordar los viejos días, a hablar de nuestro presente, a
atisbar con recelo el futuro, y a sacar gradualmente a la superficie los
ocultos secretos de las profundidades de nuestros corazones, ex uniéndonos las
quejas de nuestra frustración y nuestro sufrimiento, tratando de consolarnos
con esperanzas imaginarias y sueños melancólicos. De vez en cuando nos
calmaban, enjugábamos nuestras lágrimas y empezábamos a sonreír, olvidándonos de todo, excepto del amor; nos
abrazábamos hasta que nuestros corazones se enternecían; luego, Selma me daba
un casto beso en la frente, y llenaba mi corazón de éxtasis; yo le devolvía el
beso al inclinar ella su cuello de marfil, mientras sus mejillas se coloreaban
ligeramente de rojo, como el primer rayo de la aurora en la frente de la
montaña. Contemplábamos silenciosamente el lejano horizonte, donde las nubes se
teñían con el color anaranjado del ocaso.
Nuestra
conversación no se limitaba al amor; de vez en cuando hablábamos de diferentes
temas, y hacíamos comentarios. Durante el curso de la conversación Selma
hablaba del lugar de la mujer en la sociedad, de la huella que la generación
pasada había dejado en su carácter, de las relaciones entre marido y mujer,
porque la miran detrás del velo sexual, y no ven en ella sino lo externo; la
miran a través de un lente de aumento de odio, y no encuentran en ella sino
debilidad y sumisión.
En otra
ocasión, me dijo, señalando los cuadros esculpidos en el templo:
-En el
corazón de esta roca están dos símbolos que reflejan la esencia de los deseos
de la mujer, y que revelan los secretos de su alma, que oscila entre el amor y
la tristeza, entre el cariño y el sacrificio, entre Ishtar sentada en su-trono
y María al pie de la cruz. El hombre adquiere gloria y fama, pero la mujer paga
el precio.
Sólo
Dios supo el secreto de nuestros encuentros, además de las bandadas de pájaros
que volaban sobre el templo. Selma solía ir en su coche a un sitio llamado
Parque del Pachá, y desde allí caminaba hasta el templo, donde me encontraba,
esperándola ansiosamente.
No
temíamos que nos observaran, ni nuestras conciencias nos reprochaban nada, el
espíritu purificado por el fuego y lavado por las lágrimas está por encima de
lo que la gente llama vergüenza y oprobio; está libre de las leyes de la
esclavitud y de las viejas costumbres que ponen trabas a los afectos del
corazón humano.
Ese
espíritu puede comparecer orgullosamente y sin vergüenza alguna ante el trono
de Dios.
La
sociedad humana se ha plegado durante setenta siglos a leyes corrompidas, hasta
el punto de no poder entender el significado de las leyes superiores y eternas.
Los ojos
del hombre se han acostumbrado a la pálida luz de las velas, y no pueden
contemplar la luz del sol. La enfermedad espiritual se hereda de generación en
generación, hasta llegar a ser parte de la gente, que la considera no una
enfermedad, sino un don natural, que Dios impuso a Adán. Si estas personas
encuentran a alguien liberado de los gérmenes de tal enfermedad, piensan que
ese individuo vive en la vergüenza y en el oprobio.
Los que
piensan mal de Selma Karamy porque salía del hogar de su esposo para
entrevistarse conmigo en el templo están enfermos, y forman parte de esos
débiles mentales que consideran a los sanos unos rebeldes. Son como insectos
que se arrastran en la oscuridad por miedo a que los pisen los transeúntes.
El prisionero oprimido que puede escapar de su cárcel y no lo hace, es un
cobarde. Selma, prisionera inocente y oprimida, no pudo libertarse de sus
cadenas. ¿Se la puede censurar porque mirara a través de la ventana de su
prisión los verdes campos y el espacioso cielo? ¿Dirá la gente que Selma fue
infiel por salir de su casa para ir a sentarse á mi lado ante Cristo e Ishtar?
Que la gente diga lo que quiera: Selma había pasado por los pantanos que
sumergen a otros espíritus, y había llegado a un mundo que no podían alcanzar
los aullidos de los lobos, ni el cascabeleo de las serpientes.
Que la
gente diga lo que quiera de mí, porque el espíritu que ha visto el espectro de
la muerte no puede atemorizarse con los rostros de los ladrones; el soldado que
ha visto brillar sobre su cabeza las espadas, y correr arroyos de sangre bajo
sus pies, camina imperturbable, a pesar de las piedras que le arrojan los niños
callejeros.
IX
EL SACRIFICIO
Un día,
a fines de junio, cuando la gente salía de la ciudad para ir a la montaña
huyendo del calor del verano, fui, como siempre, al templo a reunirme con
Selma, llevando conmigo un librito de poemas andaluces. Al llegar al templo, me
senté a esperarla, leyendo a intervalos mi libro, recitando aquellos versos que
llenaban mi corazón de éxtasis, y que traían a mi memoria el recuerdo de los
reyes, de los poetas y caballeros que se despidieron de Granada, y que tuvieron
que dejarla, con lágrimas en los ojos y tristeza en los corazones; que tuvieron
que dejar sus palacios, sus instituciones y sus esperanzas. Al cabo de una
hora, vi a Selma que caminaba por los jardines y se acercaba al templo;
se iba apoyando en su paraguas, como si estuviera soportando todas las
preocupaciones del mundo sobre sus hombros. Al entrar en el templo, y sentarse a mi lado, noté un cambio en sus ojos, y me apresuré
a preguntarle qué le ocurría.
Selma
intuyó mi pensamiento, me puso una mano en la cabeza y me dijo:
-Acércate
a mí; ven, amado mío, y deja que sacie mi sed,
porque la hora de la separación ha llegado.
-¿Se
enteró tu esposo de nuestras citas aquí? -le pregunté.
-A mi
esposo no le importa nada de mi persona -me respondió-, ni se molesta en
averiguar lo que haga, pues está muy ocupado con esas pobres muchachas a las
que la pobreza ha llevado a las casas de mala fama; esas muchachas que venden
sus cuerpos por pan, amasado con sangre y lágrimas.
-¿Qué te
impide, que vuelvas a este templo a sentarte a mi lado, reverentemente, ante Dios? -le
pregunté-. ¿Te exige tu conciencia que nos separemos?
Y Selma me
contestó, con lágrimas en los ojos:
-No,
amado mío, mi espíritu no exige que nos separemos, porque tú eres parte de mí.
Mis ojos nunca se cansan de mirarte, porque tú eres la luz de mis ojos; pero si
el Destino dispuso que yo tuviera que caminar por el áspero sendero de la vida
cargada con cadenas, no es justo que tu suerte sea como la
mía. No puedo decirte todo, porque mi lengua está muda de dolor; mis labios
están sellados por la pena, y no pueden moverse; sólo puedo decirte que temo
que caigas en la misma trampa en que yo caía
-¿Qué
quieres decir, Selma, y de quién tienes miedo? Mi amada se llevó las manos al
rostro.
-El
obispo ya ha descubierto que cada mes he estado saliendo de la tumba en que me
enterró -dijo.
-¿El
obispo descubrió que nos vemos aquí?
-Si lo
hubiera descubierto, no me estarías viendo sentada aquí a tu lado; pero algo
sospecha, y ha ordenado a sus sirvientes y espías que me vigilen bien. He
llegado a sentir que la casa en que vivo y el sendero por el que camino están
llenos de ojos que me vigilan, y de dedos que me señalan, y de oídos al acecho
de mis pensamientos.-Guardó silencio un momento, y luego añadió, con lágrimas
que mojaban sus mejillas: -No temo al obispo, pues el agua no asusta a los ahogados,
pero temo. que tú caigas en una trampa y seas su víctima; tú aún
eres joven y libre como la luz del sol. No temo
al oscuro destino qué ha disparado todas sus flechas a mi pecho, pero temo que
la serpiente muerda tu pie y detenga tu ascensión hacia la
cima de la montaña en que el futuro te espera con sus placeres y sus glorias.
-Quien
no ha sido víctima de las mordeduras de las serpientes del día, y quien no ha
sentido las tarascadas de los lobos de la noche, puede
decepcionarse ante los días y las noches. Pero escúchame, Selma; escucha bien:
¿Es la separación el único medio de evitar la maldad de las personas? ¿Acaso se
ha cerrado la senda del amor y de la libertad, y no queda más salida que la
sumisión a la voluntad de los esclavos de la muerte?
-No
queda más remedio que separarnos, y decirnos adiós. Con espíritu rebelde, le
tomé la mano.
-Nos
hemos sometido a la voluntad de la gente durante mucho tiempo -dije, nervioso-,
desde que nos conocimos hasta este momento nos han dirigido los ciegos, y junto
con ellos,
hemos rendido culto a sus ídolos. Desde que te conocí hemos estado en manos del
obispo como dos pelotas con las que ha jugado a su antojo. ¿Nos hemos de
someter a su voluntad hasta que la muerte nos lleve? ¿Acaso Dios nos dio el
soplo de la vida para colocarlo bajo los pies de la muerte? ¿Nos dio El la
libertad para hacer de ella una sombra de la esclavitud? Quien extingue el
fuego de su propio espíritu con sus propias manos, es un infiel a los ojos del
Cielo, pues el Cielo encendió el fuego que arde en nuestros espíritus. Quien no
se rebela contra la opresión, es injusto consigo mismo. Te amo, Selma, y tú me
amas también; y el amor es un tesoro precioso; es el don de Dios a los
espíritus sensibles y de altas miras. ¿Desperdiciaremos tal tesoro, para que
los cerdos lo dispersen y lo pisoteen? Este mundo está lleno de maravillas y de
bellezas. ¿Por qué hemos de vivir en el estrecho túnel que el obispo y sus
secuaces han cavado para nosotros? La vida está llena de felicidad y de
libertad; ¿por qué no quitamos este pesado yugo de tus hombros, y por qué no
rompemos las cadenas de tus pies, para caminar libremente hacia la paz?
Levántate, y dejemos este pequeño templo, para ir al templo mayor de Dios.
Salgamos de este país y de toda esta esclavitud e ignorancia, y vayamos a otro
país muy lejano, donde no nos alcancen las manos de los ladrones. Vayamos a la
costa al amparo de la noche, y tomemos un barco que nos lleve al otro lado del
océano, donde podamos llevar una nueva vida de felicidad y comprensión. No
vaciles, Selma, porque estos minutos son más preciosos para nosotros que las
coronas de los reyes, y más sublimes que los tronos de los ángeles. Sigamos la
columna de luz que nos conduzca, desde este árido desierto, hasta los verdes
campos donde crecen las flores y las plantas aromáticas.
Selma movió la cabeza
negativamente, y se quedó mirando el techo del templo; una triste sonrisa
apareció en sus labios.
-No; no, amado mío -dijo-.
El Cielo ha puesto en mi mano una copa llena de vinagre; me he obligado a
beberla hasta las heces; hasta que sólo queden unas cuantas gotas, que beberé
pacientemente. No soy digna de una nueva vida de amor y paz; no soy
suficientemente fuerte para gustar de los placeres y de las dulzuras de la
vida, porque un pájaro con las alas rotas no puede volar por el espacioso
cielo. Los ojos acostumbrados a la débil luz de una vela no son lo bastante
fuertes para contemplar el sol. No me hables de felicidad; su recuerdo me hace
sufrir. No menciones en mi presencia la paz; su sombra me aterroriza; mírame, y
te mostraré la santa antorcha que el Cielo ha encendido en las cenizas de mi
corazón. Tú bien sabes que te amo como una madre a su único hijo, y que el amor
me ha enseñado a protegerte hasta de mí misma. Es el amor purificado con fuego,
el que me impide seguirte a tierras lejanas. El amor mata mis deseos, para que
puedas vivir libre y virtuosamente. El amor limitado exige la posesión del
amado, pero el amor ilimitado sólo pide para sí mismo. El amor que aparece en
la ingenuidad y el despertar de la juventud se satisface con la posesión y se
reafirma con los abrazos. Pero el amor nacido en el firmamento y que ha bajado
a la tierra con los secretos de la noche no se satisface sino con la eternidad
y la inmortalidad; no hace reverencias sino a la deidad.
"Cuando supe que el
obispo quería impedirme salir de la casa de su sobrino y despojarme de mi único
placer, me paré ante la ventana de mi habitación y miré hacia el mar, pensando
en los vastos países que hay más allá, y en la libertad real y en la personal
independencia que se puede encontrar allá. Me vi a mí misma viviendo a tu lado, protegida por la sombra de tu espíritu,
y sumergida en el océano de tu cariño. Pero todos estos pensamientos que
iluminan el corazón de una mujer y que la hacen rebelarse contra las viejas
costumbres, y desean vivir a la sombra de la libertad y de la justicia, me
hicieron reflexionar que así nuestro amor será limitado y débil, indigno de
alzarse ante el rostro del sol. Grité como un rey despojado de su reino y de
sus tesoros, pero inmediatamente vi tu rostro a través de mis lágrimas, y tus
ojos que me miraban, y recordé lo que un día me dijiste:
"Ven, Selma, ven y seamos fuertes torres
ante la tempestad. Enfrentémonos como valerosos soldados al enemigo y
opongámonos a sus armas. Si nos matan, moriremos como mártires; y si vencemos, viviremos como héroes.
Retar a los obstáculos y a las penalidades
es más noble que retirarse a la tranquilidad. Estas
palabras, amado mío, las pronunciaste cuando las alas de la muerte se cernían
sobre el lecho de muerte de mi padre; las recordé ayer, mientras las alas de la
desesperación se cernían sobre mi cabeza. Me sentí más fuerte, y sentí incluso
en la oscuridad de mi prisión, una especie de preciosa libertad que paliaba
nuestras dificultades y disminuía nuestras tristezas. Descubrí que nuestro amor
era tan profundo como el océano, tan alto como las estrellas, y tan espacioso
como el Cielo. Vine a verte, y en mi débil espíritu hay una nueva fuerza, esta
fuerza es la capacidad de sacrificar algo muy grande, para obtener algo todavía
más grande; es el sacrificio de mi felicidad, para que puedas seguir siendo
virtuoso y honorable a los ojos de la gente, y para que estés lejos de sus
traiciones y de su persecución...
"En
otras ocasiones, al venir a este sitio, sentía yo que pesadas cadenas me
impedían caminar; pero hoy, vine con una nueva determinación que se ríe de las
cadenas y acorta el camino. Venía yo a este templo como un fantasma asustado,
hoy vine como una mujer valerosa que siente lo imperioso del sacrificio, y que
conoce el valor del sufrimiento; como una mujer que quiere proteger a su amado
de la gente ignorante y de su propio espíritu hambriento. Me sentaba yo a tu
lado como una sombra temblorosa, hoy vine a mostrarte mi ser verdadero, ante
Ishtar y ante Cristo.
"Soy
un árbol que ha crecido en la sombra, y hoy extendí mis ramas para temblar un
poco a la luz del día. Vine a decirte adiós, amado mío, y espero que nuestra
despedida sea tan bella y tan terrible como nuestro amor. Que nuestra despedida
sea como el fuego, que funde el oro y lo hace más resplandeciente.
Selma no
me permitió hablar ni protestar, sino que me miró, con. los ojos
brillantes, con una gran dignidad en el rostro, y parecía un ángel que
impusiera silencio y respeto.
Luego me
abrazó fuertemente, lo que nunca había hecho antes y puso sus suaves brazos
alrededor de mi cuello, y estampó un profundo, largo, dulcísimo beso en mi
boca.
Al irse
ocultando el sol, retirando sus rayos de aquellos jardines y de aquellos
huertos, Selma caminó hacia la parte central del templo, y contempló largamente
sus muros y sus ángulos, como si quisiera verter la luz de sus ojos en las imágenes y en los
símbolos. Luego, dio otros pasos al frente, y se arrodilló con reverencia ante
la imagen de Cristo, besó sus pies, y susurró:
- ¡Oh,
Cristo!, he escogido tu cruz y he abandonado el mundo de los placeres y
felicidad de Ishtar; he llevado la corona de espinas y he rechazado la corona
de laurel; me he bañado con sangre y lágrimas, y he rechazado el perfume y el
incienso; he bebido vinagre de la copa que tendría que dar vino y néctar;
acéptame, Señor, entre tus fieles, y condúceme a Galilea, junto con los que han
elegido tu camino, contentos en sus sufrimientos, y gozosos en sus tristezas.
Luego,
Selma se levantó y me miró.
-Ahora,
volveré feliz a mi oscura cueva, donde reside el horrible fantasma. No me
tengas lástima, amado mío, y no te entristezcas por mí, porque el alma que ve
una vez la sombra de Dios no volverá a tener miedo, desde entonces, a los
fantasmas de los demonios. Y el ojo que ha visto el cielo no será cerrado por los
dolores del mundo.
Y al acabar de decir estas palabras, Selma salió del santuario; permanecí
allí, perdido en un hondo mar de pensamientos, absorto en el mundo de la
revelación, donde Dios se sienta en su trono y donde los ángeles registran los
actos de los seres humanos, donde las almas recitan la tragedia de la vida, y
donde las novias del Cielo cantan los himnos del amor, de la tristeza y de la
inmortalidad.
La noche
ya había llegado cuando salí de mi meditación, y me encontré estupefacto, en
los jardines, repitiendo el eco de cada palabra que había pronunciado Selma,
recordando su silencio, sus actos, sus movimientos, sus expresiones y el toque
de sus manos, hasta que me di cuenta cabal del significado de la despedida y
del dolor de la soledad. Me sentí. deprimido y con el corazón roto.
Fue entonces cuando descubrí que los hombres, aunque nazcan libres, seguirán
siendo esclavos de las estrictas leyes que sus mayores promulgaron, y que el
firmamento, que imaginamos inmutable, es la sumisión del día de hoy a la
voluntad del día de mañana, y la sumisión del ayer a la voluntad del presente.
Muchas
veces, desde aquella noche, he pensado en la ley espiritual .que hizo que Selma
prefiriera la muerte a la vida, y muchas veces he comparado la nobleza del
sacrificio con la felicidad de la rebelión para saber cuál de las dos actitudes
es más noble y más hermosa; pero hasta ahora he obtenido sólo una verdad de
todo ello, y esta verdad es la sinceridad, que es la que puede hacer que todas
nuestras acciones sean hermosas y honorables. Y esta sinceridad estaba en Selma
Karamy.
X
LA LIBERTADORA
Cinco
años del matrimonio de Selma transcurrieron, sin que hubiera hijos que
reforzaran los lazos espirituales entre ella y su esposo, lazos que hubieran
podido acercar a sus almas contrastantes.
La mujer
estéril es vista con desdén en todas partes, porque la mayoría de los hombres
desean perpetuarse en su posteridad.
El
hombre común considera a su esposa, cuando no puede tener hijos, como a un
enemigo; la detesta, la abandona y desea su muerte. Mansour Bey Galib era de
esa clase de hombres; en lo material, era como la tierra, duro como el acero y
codicioso como un sepulcro. Su. deseo de tener un hijo que llevara su nombre y
prolongara su reputación hizo que odiara a Selma, a pesar de su belleza y de su
dulzura.
Un árbol
que crece en una cueva no da fruto; y Selma, que vivía en la parte oscura de la
vida, no concebía...
El ruiseñor no hace
su nido en la jaula, a menos que la esclavitud sea el sino de su raza... Selma
era una prisionera del dolor, y era voluntad del Cielo que no hubiese otro
prisionero que le hiciera compañía. Las flores del campo son hijas del afecto
del sol y del amor de la Naturaleza; y los hijos de los hombres son las flores
del amor y de la compasión.
El
espíritu del amor y de la compasión nunca reinó en su hermosa casa de Ras
Beirut. Sin embargo, se arrodillaba Selma todas las noches y pedía a Dios un
hijo en quien encontrar compañía y consuelo... Oró hasta que el Cielo oyó sus
plegarias.
El árbol
de la cueva floreció y, al fin dio fruto. El ruiseñor enjaulado empezó a hacer
su nido con las plumas de sus alas.
Selma
extendió los encadenados brazos hacia el Cielo, y recibió el precioso don, y
nada en el mundo pudo hacerla más feliz que saber que iba a ser madre...
Esperó
ansiosamente, contando los días, y ansiando el tiempo en que el canto más dulce
del Cielo, la voz de su hijo, sonara como campanitas de cristal en sus oídos.
Empezó
Selma a ver la aurora de un futuro menos negro, a través de sus lágrimas..
Era el
mes de Nisán cuando Selma estaba en el lecho del dolor y del trabajo de parto,
donde luchaban la vida y la muerte. El médico y la comadrona se preparaban a
entregar al mundo a un nuevo huésped. Pero a altas horas de la noche, Selma
empezó a gritar, con gritos que eran una separación de la. vida... Un grito que
se prolongó en el firmamento de la nada... Un grito de fuerza debilitada ante
la quietud de fuerzas superiores... El grito de mi pobre Selma, que se debatía
entre los pies de la vida y los pies de la muerte...
Al alba,
Selma dio a luz un varón. Al abrir los ojos la madre, vio rostros sonrientes en
toda la habitación, y luego vio que la vida y la muerte aún luchaban en su
lecho. Cerró los ojos, y exclamó, por primera vez:
- ¡Oh,
hijo mío!
La
comadrona envolvió al recién nacido en pañales de seda, y lo puso junto a su
madre, pero el médico se quedó mirando a Selma, moviendo tristemente la cabeza.
Gritos
de gozo despertaron a los vecinos, que se precipitaron a felicitar al
padre por el nacimiento de su heredero, pero el médico miró a Selma y al hijo,
y movió tristemente la cabeza.
Los sirvientes corrieron a
dar la buena nueva a Mansour Bey sin saber que el médico seguía considerando a
Selma y al niño con honda preocupación.
Al salir el sol, Selma se
llevó el niño al pecho, y el niño abrió los ojos y miró a su madre. El médico
tomó al niño de los brazos de Selma y con lágrimas en los ojos, dijo:
-Es un huésped que se va...
El niño falleció mientras
los vecinos celebraban con el padre en la gran sala de la casa, y mientras
bebían vino a la salud del heredero. Selma miró al médico, y le rogó:
-Deme a mi hijo, y deje que le de un beso...
Y aunque el niño estaba
muerto, los sonidos de las copas entrechocando por los brindis de alegría,
resonaban en la gran sala.
El niño nació al alba, y
murió al llegar los primeros rayos del sol...
No vivió para consolar y
acompañar a su madre.
Su vida había empezado al
terminar la noche y cesó al principiar el día, como una gota de rocío vertida
por los ojos de la oscuridad y secada al contacto de la luz.
Fue una perla que la marea
arrojó a la costa y que la misma marea devolvió a las profundidades del mar...
Un lirio que acababa de
abrirse del capullo de la vida y que aplastó el pie de la muerte.
Fue un huésped querido que
iluminó un instante el corazón de Selma, y cuya partida mató su alma.
Tal es la vida de los
hombres, la vida de las naciones, la vida de soles, lunas y estrellas.
Y Selma miró intensamente al
médico.
- ¡Deme a mi hijo y déjeme
abrazarlo -gritó-; deme a mi hijo, y déjeme darle el pecho!
Pero el doctor inclinó la
cabeza y su voz se quebró al decir:
-Señora, su hijo está
muerto; tenga paciencia.
Al oír estas palabras del
médico, Selma dio un terrible grito. Luego, permaneció inmóvil un momento, y
sonrió, como con alegría. Su rostro se iluminó como si hubiera descubierto
algo, y dijo dulcemente:
-Denle a mi hijo; quiero
tenerlo cerca de mí, aunque esté muerto.
El médico le llevó el niño
muerto a Selma y se lo puso en los brazos. Selma lo abrazó, luego volvió el
rostro a la pared, y le habló a su hijo, en estos términos:
-Hijo mío, has venido por
mí; has venido a mostrarme el camino que conduce a la playa. Aquí estoy, hijo
mío; llévame, y salgamos de esta oscura cueva.
Y un minuto después, un rayo
de sol penetró entre las cortinas de las ventanas e iluminó dos cuerpos
inmóviles, que yacían en la cama, custodiados por la profunda dignidad del
silencio y protegidos por las alas de la muerte. El médico salió de la habitación
con lagrimas en los ojos, y cuando llegó a la gran sala, la celebración se
convirtió en un funeral; pero Mansour Bey Galib nunca pronunció una palabra de
lamento, ni derramó una sola lágrima. Se quedó de pie, inmóvil como una
estatua, con una copa de vino en la mano derecha.
Al día siguiente, Selma fue
amortajada con su blanco vestido de novia y puesta en un ataúd; la mortaja del
niño fueron sus pañales de seda; sus ataúd, los brazos de su madre; su tumba el
calmado pecho que no lo alimentó. Eran dos cuerpos en un solo ataúd. Seguí
reverentemente el cortejo que acompañó a Selma y a su hijo hasta su último
reposo.
Al llegar al cementerio, el
obispo Galib empezó a cantar los salmos funerarios, mientras los demás
sacerdotes oraban, y en los indiferentes rostros de todos ellos vi un velo de
ignorancia y vacuidad.
Al bajar el féretro, uno de
los asistentes dijo en voz baja: -Es la primera vez que veo a dos cuerpos en un
ataúd. -Parece que el niño hubiera venido a rescatar a su madre de un esposo
inmisericorde -dijo otra persona.
Y otra persona exclamó:
-Miren a Mansour Bey: dirige
la vista al cielo, como si sus ojos fueran de hielo. No parece que haya perdido
a su esposa y a su hijo en un solo día.
Y otra persona más, comentó:
-Su tío, el obispo, volverá
a casarlo mañana con una mujer más rica y más
fuerte.
El
obispo y los sacerdotes siguieron cantando y murmurando plegarias hasta que el
sepulturero terminó de llenar la fosa. Luego, todos se fueron acercando uno a
uno, a ofrecer sus respetos y sus condolencias al obispo y a su sobrino, con
tiernas palabras, pero yo me quedé aparte, solitario, sin un alma que me
consolara, como si Selma y su hijo no hubieran significado nada para mí.
El
cortejo salió del cementerio; el sepulturero se quedó cerca de la nueva tumba,
sosteniendo una pala en la mano. Me acerqué al sepulturero y le pregunté:
-¿Recuerda
usted dónde enterró a Farris Efendi Karamy? Me miró un momento, y luego señaló
la tumba de Selma. -Allí mismo; puse a su hija sobre él, y en el pecho de su
hija reposa su nieto, y encima de ellos llené la fosa con tierra, con esta
pala.
-En esta
fosa -le dije- también ha enterrado usted mi corazón.
Y
mientras el sepulturero desaparecía detrás de los álamos, no pude más; me dejé
caer sobre la tumba de Selma, y lloré.