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domingo, 13 de junio de 2010

EL VISITANTE Y OTRAS HISTORIAS -- THOMAS DYLAN



EL VISITANTE Y OTRAS HISTORIAS
THOMAS DYLAN


Una visión del mar
(1937)

A mediados del verano, un muchacho
feliz por no tener qué hacer y porque hacía calor,
se hallaba echado en un maizal.
Las hojas de maíz se mecían por encima de él como grandes abanicos
y los pájaros trinaban en las ramas de los árboles que ocultaban la casa.
Tendido de espaldas contra la Tierra,
contemplaba el cielo infinitamente azul que caía sobre los perfiles del maizal.
El aire, después de un cálido chaparrón de mediodía,
traía un aroma de conejos y vacas.
Se estiró como un gato y cruzó los brazos tras la nuca.

Ahora surcaba los mares como un velero,
navegaba entre las doradas olas del maizal
y se deslizaba por el cielo como un ave,
saltaba por las campiñas en botas de siete leguas
y construía un nido en el sexto de los siete árboles
que desde una verde y radiante colina
le saludaban aleteando las ramas.
Luego volvió a ser el muchacho de los cabellos revueltos
que, levantándose perezosamente,
buscaba tras los maizales la línea del río que serpenteaba entre las colinas.

Metió los dedos en el agua como provocando una ola
que traviesa hiciera rodar los cantos y estremeciera el limo dormido.
En el agua sus dedos se erigieron en diez pilares de torre
y un pececillo de hermosa cabeza y cola de látigo
sorteó las compuertas de las torres hábilmente.
Y mientras el pececillo huía por entre el laberinto de dedos hacia los guijarros
y el lecho de las aguas se removía inquieto,
se imaginó una historia.

Érase una princesa de un libro navideño que se había ahogado,
con los hombros descoyuntados y dos coletas pelirrojas
tersas como cuerdas de violín en torno al quebrado cuello.
Atrapada en las redes de un pescador, los peces le estaban arrancando el pelo.
Se olvidó de cómo terminaba la historia
si es que una historia que no tiene principio puede terminar de alguna manera.
¿Revivía la princesa alzándose como una sirena de entre las redes?
¿O sucedía que un príncipe, que salía de otro cuento,
le tensaba las coletas y hacía con los huesos de los hombros un arco de lira
a la que arrancaba fúnebres notas que resonaban en los ámbitos cortesanos?

El muchacho arrojó una piedra contra las verdes aguas,
luego vio que por entre unas matas se escabullía un conejo
y le disparó otra piedra a la cola.
Un pez brincó entre las aguas cazando insectos
y una alondra pasó volando como una saeta.
Aquel verano era el más hermoso desde el principio de los siglos.
No creía en Dios,
pero era Dios quien había alumbrado aquel verano
tan lleno de azules aires, y aquel calor y aquellas palomas que poblaban el bosque.
En las anónimas colinas que se avistaban a la distancia,
no había torres de minas, chimeneas ni remolques,
sólo siete árboles que semejaban hombres y mujeres tendidos al Sol.
No encontraba palabras que expresaran la maravilla de aquel verano
o el murmullo de los pájaros del bosque
o el susurro del maizal mecido por la brisa del mar.
No había palabras para Sol y Cielo,
para el campo entero del estío.
Todo era hermosísimo, las aves y el maizal...

Campo a través llegó hasta la falda de las colinas.
El cuento de la princesa ya se había pasado.
Aquella tarde,
bajo el verde inocente de los árboles y entre los jilgueros que volaban hacia el Sol,
no había mar en que aquélla pudiera ahogarse prendida del cabello.
El mar se había retirado y tras sí quedaron
un campo sembrado de maíz, una casa escondida y una colina.

Del séptimo árbol se descolgó de pronto la princesa,
era tan alta como el primero de los árboles
y llevaba un vestido de seda hecho jirones.
Tenía las piernas llenas de rozaduras, manchas de fresa por los labios,
rotas y negras las uñas, los dedos de los pies le asomaban por las sandalias.
Se puso encima de un montoncito
y con sólo hacerlo el campo que la rodeaba
y la curva del río que brillaba allí mismo
se volvieron tan pequeños
que pareció que una enorme montaña se alzase sobre una cuchilla
y unas gotas de agua.
Los árboles de la granja parecieron fósforos,
y en la distancia, ahora ya mínima, los picos de Jarvis,
y detrás de éstos, el monte Cader, ya en los bordes de Inglaterra,
eran tan sólo toperas o sombras.

El muchacho contempló asombrado la desaparición del río,
vio cómo la Tierra se tragaba los sembrados
y cómo los árboles del bosque se reducían a pequeños tallitos
y cómo el campo y el paisaje entero le cabían en el cuenco de la mano,
encogida la Tierra como prenda recién lavada.
Pero, de repente, de la minúscula gotita de agua del río
se levanto un aire que devolvía todo a su verdadero tamaño,
y el tallito pequeño se desdoblaba en el bosque
que escondía con su ramaje la casa
y el maizal volvió a salir donde estaba.
Sucedió en medio segundo.

De las copas de los árboles volvían a surgir bandadas de gorriones
como en una nube,
líneas negras que formaban cantarines triángulos por la estela solar,
tendiendo una alada pasarela, hasta que el viento volvía a soplar,
ahora desde el gigantesco mar
y se estrellaba contra el montante de la pasarela
y los gorriones caían como presas de caza.
Todo sucedió en medio segundo.

La muchacha del vestido de seda se sentó en la hierba y cruzó las piernas.
El aire levantaba los jirones de aquellos harapos
y se le veían las piernas tersas y obscuras como la cáscara de una bellota.
El muchacho, tímidamente acurrucado en la sombra,
vio morir a la princesa por segunda vez
mientras una campesina ocupaba su puesto.
¿Por qué se había asustado con la desbandada de los pájaros?
¿Cómo se había podido dejar impresionar por aquel destello
que había hecho parecer al contorno todo cosa tan pequeña?
¿Quién le había hecho creer que la princesa era alta como un árbol?
Era una muchacha tan corriente como cualquiera de esas otras
que los domingos cortan flores y meriendan por el Valle de Whippet.

–¿Qué estabas haciendo ahí arriba en el árbol? –preguntó él,
sintiendo una cierta vergüenza ante su sonrisa,
que ahora se le tornaba en una tímida mueca
mientras la hierba verdeaba entre las piernas bien curtidas de la muchacha–.
¿Estabas buscando nidos? –insistió, y se sentó a su lado.
Y en aquel mismo retazo verde, en la séptima sombra,
volvió a acometerle el primer terror,
el miedo que eriza los cabellos y saca los ojos de sus órbitas.
Las manchas de aquellos labios no eran de fresa sino de sangre,
no estaban rotas las uñas, sino afiladas como diez hojas de cuchilla
dispuestas a cortarle la lengua.
Si gritaba pidiendo auxilio, ella crearía nuevos animales,
tigres de Camarthen que saldrían del bosque y le comerían las manos.

Y se quedó a su lado sin hacer nada,
sentado a la izquierda y escuchando el latir de su corazón
donde se ahogaban todos los sonidos del verano.
Las hojas de los árboles crecían hasta tomar el tamaño de un hombre,
la corteza de los árboles era un río enorme con infinitos afluentes,
y el musgo y los verdes anillos de los troncos eran praderas de verde terciopelo.
Y luego, en la dimensión de los gigantes,
entre los árboles paraísos de todas las tormentas,
ella se echó sobre él y ya no pudo ver ni el maizal ni la casa de su tío,
porque un pelo rojizo y estropajoso se lo ocultaba a la vista,
y el cielo y las crestas del monte ya sólo eran dos puntos perdidos
en las pupilas de aquellos ojos.

«Esto es la muerte –se dijo el muchacho–, la consumación,
la tos infernal que hace vomitar piedras,
el rostro con que se castiga el mirarse demasiado en el espejo».
Las bocas de los dos se aproximaron.
Ella le pasó los dedos por los párpados.
Esto es un cuento, dijo ella, que trata de un muchacho a quien besa una bruja.
Voló hasta un montículo
que cambiaba de tamaño como cambia el humor de una rana.
Le acarició los ojos y se estrechó contra él.
Y después que lo hubo amado y provocado su muerte,
se lo llevó dentro de ella a una cabaña en el bosque.

Pero este cuento, como todos los cuentos, termina con el beso.
Ahora él no era más que un muchacho abrazado a aquella chica.
Y la colina estaba sobre un río de verdad
y los picos y los árboles que apuntaban hacia Inglaterra
eran los mismos que Jarvis había conocido siempre
en sus paseos con sus caballos y amantes,
a lo largo de medio siglo, un siglo atrás.

Un retazo de viento prendido en la luz solar
que iluminaba el pequeño paisaje,
como un viento entre paredes de un vacío caserón,
con­virtió los rincones en montañas
y pobló los áticos de sombras que despuntaban por el te­jado.
Por todos los pasillos del paisaje corría el aire
como un puñado de voces de creciente intensidad
hasta oírse una última ya grave para dejar el caserón lleno de murmullos.

–¿De dónde vienes? –le preguntó ella al oído.
Seguía sentada a su lado,
y aunque ya no le abrazaba, tenía una rodilla entre las pier­nas del muchacho
y con una mano le sujetaba las de él.
¿Por qué tener miedo de aquella mu­chacha de tostada piel
si no era mayor ni más fuerte que las pálidas muchachas
que en su pueblo tenían hijos antes de casarse?
–Del valle de Ammán –dijo el muchacho.
–Tengo una hermana en Egipto –dijo ella–.
Vive en una pirámide... –y se le acercó todavía más.
–Me están llamando para el té –dijo el muchacho.

Ella se levantó el vestido hasta la cintura.
«Si ella me ama hasta hacerme morir
–se dijo el muchacho a la sombra del séptimo ár­bol
que cambiaba de forma cada tres minu­tos–,
me llevará dentro de sí a una cabaña en el bosque,
a un agujero en el tronco de un árbol
donde mi tío no podrá encontrarme.
Este es el cuento del niño robado.
Me ha pues­to un puñal en el estómago y me va a sacar las tripas.»
Volvió a decirle al oído:
«Voy a tener un hijo en cada una de estas colinas. ¿Cómo te llamas, Ammán?»

Ya estaba cayendo la tarde.
Perezosa y anó­nima corría en dirección oeste a través de nu­bes de insectos,
saltaba por lomas, árboles, maizales, ríos y praderas,
y llegaba hasta el mar como si un vientecillo la estuviera soplan­do a la popa.
Lenta y azul, como aire soñador que alivia el cuerpo,
venía a quedarse al cobijo de las aguas serenas de las playas grises de plata
entre el luminoso cerco de pájaros
que con laurel en el pico esperaban al día siguiente,
el mañana en que habrían de coronar
las des­moronadas torres de los castillos de arena.

Se pasó las manos por las ropas y se mesó el cabello
cuando el día ya estaba muriendo,
y se revolvió a un lado sin atender a la puesta de Sol
ni al obscurecer del contorno.
El mucha­cho despertó en el interior de un extraño sue­ño,
dentro de un verano más amplio aún
que la negra nube posada en el centro incorrupti­ble
de un ascua de luz.

Un viento lleno de cu­chillas giratorias lo sacaba desde el amor
y a través de galerías pobladas de pájaros de blan­ca carne,
lo llevaba hacia una nueva cumbre
y allí, irguiéndose arrogante en pleno atarde­cer,
parecía desafiar irrespetuosamente a las brisas marinas y a las estrellas.
Sacó el pecho y con la cabeza alta,
en actitud insultante,
salió de los ámbitos del amor por una estrecha oquedad entre dos puertas
hasta llegar a un enorme salón con un mirador
desde el que se divisaba la Tierra.

Asomado al extremo del barandal de hierro,
el mundo giraba ante él vertiginosamente
y en él reconocía los surcos del arado,
las huellas de los hombres y las bestias,
las gotas, crestas y efluvios de las aguas,
las estrías de polvo en la muerte
que estaba firmada con una rúbrica de plumón
y sombra de tiempo,
veía todos los helados ban­cales, todos los confines del mar,
todo allí en la esfera metálica que se encontraba al otro lado de las puertas.

Vio la negra huella pulgar de una ciudad
y la huella fósil de un hombre que había vivido feliz por las praderas,
los restos fósiles del verde campo
y la mano de una ciudad ahogada en el fondo de Europa,
y por la palma impresa vio el brazo de un im­perio quebrado como Venus,
y por el brazo los pechos, y por la historia los muslos,
y en­tre los muslos la primera huella de Occidente
entre la obscuridad misma y el verde Edén.

El jardín, llegado ese punto, se hundió
bajo las aguas de Asia ya convertidas en Tierra
que ro­taban al ritmo de una música en aquel atar­decer.
Mientras Dios dormía,
el muchacho había subido por una escalera
y al final de aquélla
aparecía un cuarto techado y asolado
con páginas vivas del libro de los días,
las páginas eran jardines, las palabras árboles
y el Edén crecía por encima de él para hacerse otro Edén,
y se perdía en interminables corredores de pá­jaros y follaje.

Ahora se había detenido en un repecho
donde los polos del mundo se besaban a su espalda.
Y el muchacho tropezó como Atlas
y vino a estrellarse contra la verja
desde donde había estado contemplando el mundo y el tiem­po zozobrante,
y ahora volvía al campo en la colina posada bajo la nube.

–Despiértate –le dijo al oído.
Tenía en la sonrisa un extraño rictus,
y el Edén se encogía en la séptima sombra.
Ella le dijo que le mi­rara a los ojos.
El había pensado que tenía los ojos pardos o verdes,
pero en realidad eran azules como el mar y con negras pestañas,
el pelo lo tenía negro y espeso.
Le alborotó ella el pelo y tomando una de sus manos,
se la llevó hasta el pecho para que supiera
que el pezón de su corazón era encarnado.

Él la miró a los ojos, pero eran un espejo circular,
y al apartarse de ellos, vio que los árboles se habían hecho transparentes.
Ella podía hacer que los árboles se volvieran de cristal
y las paredes de la casa de tafetán.
Le dijo cómo se llamaba, pero él lo olvidó nada más oírlo.
Le dijo qué edad tenía, y era una cifra nueva.
«Mírame a los ojos», le dijo.

No faltaba más que una hora para que empezara la noche,
ya empezaban a aparecer la Luna y los luceros.
Le tomó de la mano
y corriendo entre los árboles
hasta más allá de los montes, las ortigas y las flores silvestres,
más allá del silencio,
llegaron a la luz solar
y al murmullo del mar que rompía con­tra los acantilados.

La colina estaba entre dos luces,
la noche del bosque y la amarilla mancha de una playa al Sol,
diez millas de campos de maíz se per­dían en lontananza
allá donde la arena dorada cubría las peñas.
La Luna brillaba sobre siete árboles
y el Sol de un extraño día sobre mó­viles cascadas.
La colina aparecía entre una lechuza y una gaviota.

El muchacho oyó el canto de las dos aves:
pardas alas sobresalían por entre unas ramas
y otras blancas aletea­ban sobre las olas del mar.
El canto de las gaviotas le animaba a correr por las cálidas arenas
hasta recibir el abrazo de las aguas:
la espuma de las olas trenzaría en torno a él una cadena.
La muchacha le tomó de la mano y frotó la mejilla contra su hombro.
Él se sen­tía feliz de tenerla cerca: era la princesa del cuento,
la dama misteriosa que había hecho cambiar el tamaño de las cosas
y que lo había conducido por el túnel del amor hasta la casa de entre nubes.
Estaba allí sola, en el cerco de la Luna y en las siete sombras.

Aquella mañana hacía calor y el Sol brilla­ba inesperadamente.
Una muchacha le susurró al oído:
«Ven corriendo conmigo hasta la ori­lla del mar.»
Y los pechos le bailaban en su loca carrera
y el pelo le flotaba al descuido,
mientras le precedía en la marcha
hacia los bordes de un mar sin agua
y en busca de los pequeños y estruendosos cantos
que se rom­pían en mil pedazos con las acometidas de un mar seco.

Y por la fulgente línea del horizonte náufrago
donde el vuelo de las aves parecía la navegación de un velero,
desde los cuatro pun­tos de la brújula,
emergiendo entre lechos de algas,
fundiéndose entre trópico y oriente,
traspasando montes helados y bancos de ba­llenas,
a través de corredores del amanecer y del crepúsculo,
jardines de sal y campos de arenques,
torbellinos y tormentas,
escapando por las torrenteras de los montes,
cayendo por cataratas,
un blanquecino mar de gentes,
te­rrible número mortal de olas,
un mar inun­dado en granizos de todos los siglos antes de Cristo,
que padeció el viento tormentoso del mañana,
se precipitaba con las voces del mun­do entero sobre la playa interminable.

–¡Vuelve, vuelve! –gritó el muchacho.
Mas ella siguió sorda su carrera y se per­dió por el mar.
La cara se le había vuelto una pálida gota de agua
y los miembros, blancos ya como nieve y en la espuma perdidos,
eran la espuma de la marea.
El corazón era una roja campanilla
que sonaba en la cresta de una ola,
espuma era su incoloro cabello,
se con­fundía su voz en las aguas de carne y hueso.

Él volvió a gritar
pero ella se había con­fundido entre la gente
que la marea arrastraba bajo el grave arco de la Luna.
Ya no se la dis­tinguía
entre el bosque de contundentes gestos marinos,
manos que se alzaban implorantes,
erguidas cabezas y ojos de las máscaras que miraban hacia el mismo lado.
¿En qué parte del mar estaría?
Entre los blancos y movedi­zos ojos de coral.

«¡Vuelve, vuelve! Escapa del mar, amor.»
Entre la procesión de las olas.
La campanilla de su pecho repicaba en la arena.
Corrió él hasta el amarillo pie de las dunas y seguía exclamando:
«¡Escapa del mar!»
Pero ¿dónde estaba?
En las aguas antaño verdes
donde nadan los peces, donde se posan las ga­viotas,
donde las piedras luminosas cobran tersas y suaves formas,
hasta quedarse ador­mecidas en los verdes fondos,
por donde cru­zan los vapores mercantes
y donde anónimos y locos animales vienen a abrebar aguas sa­ladas.
Tropezó en la arena y en las flores de arena
como un ciego contra el Sol,
que se escurría por el cerco de sus hombros.

Una vez las aguas del mar contaron como en un murmullo una historia.
El murmullo marino adormeció el eco de los dorados huecos
de los árboles plantados más allá de la playa,
arañó la madera de los troncos
hasta que pájaros y bestias salieron al Sol.
A su lado pasó volando un cuervo, salido de una ventana
y enfilando la torre de vientos ciegos que sacudía los furores del mañana
como un espantapájaros de las tormentas.
–Érase una vez –dijo la voz del mar.
–No te aventures más –dijo el eco.
–Ella toca para ti una campanita en el mar.
–Yo soy la lechuza y el eco: ya nunca volverás.

En el horizonte de la colina un viejo remataba un barco
y la luz del mar perfilaba al sesgo sobre las cubiertas de aquél
y en las cuadernas orientales,
la sagrada montaña de una sombra.
Y por los cielos y de sus guaridas y jardines,
por blancos precipicios hechos de plumas,
por estrepitosos terraplenes y crestas,
desde las grutas de las colinas,
las sombrías figuras de pájaros, bestias e insectos
se arrastraban hacia el interior de las puertas bien labradas.
Al vuelo del cuervo siguió una paloma con un verde pétalo.
Una ligera lluvia empezó a caer.


Nota

El digitalizador considera muy relacionados al texto anterior Una visión del mar y a En la dirección del comienzo con el poema La colina de los helechos (Fern hill), que a título ilustrativo se transcribe a continuación, en traducción de Félix della Paolera (en Antología de la poesía universal, estudio preliminar y selección de Luis Gregorich, Biblioteca Básica Universal 006, Centro Editor de América Latina, 1978).
Aunque hay que aclarar que todos los textos de Dylan están muy relacionados entre sí, y que la mayor parte de ellos son poesía, independientemente de que algunos se presenten con el “aspecto” de prosa.

Cuando era libre y joven bajo las ramas del manzano
próximo a la casa cantarina y feliz porque la hierba estaba verde,
la noche encima de la estelar cañada,
el tiempo me dejaba celebrarle y ascender
dorado en el colmo de sus ojos,
y honrado entre los carros era príncipe en los pueblos manzaneros
y señorial tuve en un tiempo el rastro de árboles y hojas
con margaritas y cebada
hacia los ríos de la luz legada.

Y mientras era verde y sin cuidados, célebre entre los graneros
próximos al corral dichoso y cantaba porque la granja era mi casa,
en el Sol que sólo es joven una vez,
el Tiempo me dejaba jugar y ser
dorado por merced de sus arbitrios,
y siendo verde y dorado era montero y pastor de los becerros
respondían a mi cuerno, claro y frío ladraban los zorros por las lomas
y el domingo repicaba lentamente
en los guijarros de los arroyos sacros.

Era un correr de Sol a Sol, era hermoso, los henares
altos como la casa, el sonar de las chimeneas, era aéreo
y travieso, bello y acuo
y fuego verde como hierba
y de noche bajo las estrellas simples
cuando corría a dormir las lechuzas iban llevándose la granja,
todo a lo largo de la Luna, bendecido entre establos, escuchaba
a los vencejos volando con las niaras, y los potros
relumbrando en lo obscuro.

Y luego despertar, y la granja, como un errante, regresado,
blanco de rocío, gallo al hombro; todo era
brillante, era adánico y vírgen,
otra vez reunido el Cielo
y redondeado el Sol ese día mismo.
Debió ser después que la simple luz naciera
en el hilante sitio, prístino, los deslumbrados potros saliendo calmosos,
del relinchante establo verde
hacia los prados de la loa.

Y honrado entre zorros y faisanes junto a la alegre casa
bajo las recientes nubes y dichoso porque duraba el corazón,
en el Sol una y otra vez nacido
mis descuidadas sendas recorría,
corrían mis anhelos por el heno alto como la casa
y nada me importaba, en mis negocios celestiales, que el
Tiempo permitiese,
en su armonioso giro, unas pocas y ciertas canciones matinales
antes que los niños verdes y dorados
lo siguiesen a la gracia.

Nada me importaba, en los días inocentes, que el Tiempo me llevase
de la sombra de mi mano hasta el desván atestado de golondrinas,
en la Luna que siempre está saliendo,
ni que corriendo al sueño
yo lo oyese volar con los altos prados
y despertase en la granja huida para siempre de la Tierra sin niños,
Oh, mientras fui joven y libre, en la merced de sus arbitrios
el Tiempo me mantuvo verde y moribundo
aunque canté en mis cadenas como el mar.

El limón
(1936)

Una mañana, bajo el arco de una lámpara, cuidadosa y silenciosamente, el doctor, con ba­tín y guantes de goma, injertó en un tronco de pollo una cabeza de gato. La criatura gaticéfala parecía tambalearse dentro de su urna, intentó aguzar la vista por las ranuras ocula­res pero nada distinguía. Sólo bajo la piel y las plumas reconocía los latidos de un extraño temblor, y cuando levantó la pata derecha contra la pared de vidrio, el cuerpo entero se le venció a la izquierda. Si se le cambia el sexo a un perro macho, chillará como una perra encelada y husmeará perplejo por las pajas de su camastro. Un perro así de extraño, con un ovario injertado, aullaba en una jaula. El doctor acercó la oreja al cristal esperando un sonido desconocido. Por las ventanas del labo­ratorio se colaba el Sol mañanero, y con el Sol, con su mismo color, un aire luminoso. El doc­tor, con los oídos llenos de música, se paseaba entre los frascos y probetas donde se encon­traban los seres de sus experimentos. Estaban los mutilados en silencio. Los recién nacidos de la jaula de conejos inhalaban aire muy com­placidamente. Mañana sería el turno del hurón que ahora, junto a la ventana, saltaba al Sol.
La colina era grande como una montaña y en su cumbre más alta aparecía altanera la casa. Entre sus muchas habitaciones, una ser­vía de refugio de lechuzas, mientras que en los sótanos las sabandijas se multiplicaban sobre lechos de paja y engordaban hasta tener el tamaño de un conejo. Los habitantes de la casa se deslizaban por entre las mesas de blan­cos manteles como una muchedumbre de fan­tasmas y cuando se encontraban cara a cara por los corredores se cubrían la cara por te­mor a descubrir un extraño o acudían hasta el gran recibidor de la entrada preguntándose entre sí cómo se llamaban los recién nacidos. Los rostros aquellos iban sin embargo desva­neciéndose paulatinamente, y cada una de las desapariciones recibía el reemplazo de la figura de una mujer amamantando un niño o la de un hombre ciego. Todos tenían llaves de la casa.
Había entre todos aquellos un niño que tenía el nombre mismo de la casa, hijo de la casa, y que jugueteaba con las sombras de los corredores y dormía en una de las habitacio­nes superiores herméticamente cerrada. Los habitantes de la casa dormían a la Luna, escu­chaban los chillidos de las gaviotas y el rumor del oleaje cuando el viento sur rompía las olas contra la ribera, y dormían con los ojos abier­tos.
El doctor se despertó con el trino de los pájaros, el Sol se alzaba todos los días como en una acuarela y el día, como los embriones de los matraces, ganaba fuerza y color cuando el paso de las horas lo salpicaba de lluvia, brillo o partículas de luz invernal. Aquella ma­ñana, como ya tenía por costumbre, se dirigió hacia sus tubos de ensayo mientras la coma­dreja saltaba junto al ventanal. Con inmortal calma, con el interminable comienzo de una sonrisa que ninguna madre había alumbrado, observó cómo los pequeñuelos lamían a sus madres y a sus padres, y cómo latían los re­cién incubados y cómo las crías abrían el pico. Él era el poder y el cuchillo de arcilla, él era el sonido y la substancia: había compuesto una mano de cristal, una mano venosa cosida sobre la carne y alimentada del calor de una falsa luz donde habían crecido largas uñas. La vida surgía de aquellos dedos suyos, en una humareda de ácidos, hasta la superficie de hierbas hirvientes. Tenía la muerte en un millar de poderes. Había helado un crucifijo de vapor. Toda la química de la Tierra, el misterio de la materia. «Ves –dijo en voz alta–, una mar­ca en la frente de una rana donde antes no había nada», en aquella habitación, la más alta de la casa, no había misterio.
La casa era un misterio. Todo en ella suce­día en un haz de luz. Las manos del niño ten­tando a ciegas las paredes de los corredores eran un movimiento de luces, aunque ya la última llama de una vela se hubiera desvane­cido al final de las escaleras y las líneas de luz que surgían por las rendijas de puertas cerradas se hubieran apagado repentinamente. Nant, el niño, no estaba solo: sintió el frufrú de una rana y una mano, por debajo de la suya, que le rozaba destempladamente. «¿De quién es esa mano?», dijo en voz baja. Luego, bajando ya presa del pánico por las obscuras alfombras, gritó: «¡No me contestáis nunca!» «Es tu mano», respondió la obscuridad, y Nant se detuvo.
Para el doctor, la muerte y la eternidad eran demasiado duraderas.
Yo era el niño de aquel sueño y me detuve al saberme solo, al saber que aquella voz era la mía y que la obscuridad no era la muerte del Sol sino la obscura luz encerrada entre las paredes de aquellos corredores sin ventanas. Saqué el brazo y se convirtió en un árbol.
Aquella mañana, bajo el arco de una lám­para, el doctor preparaba un nuevo ácido, lo revolvía con una cuchara y lo veía ir tomando color en el tubo de ensayo hasta alcanzar el tono mismo del agua con un último cambio de temperatura. Era un ácido fortísimo que abra­saba el aire, y sin embargo, corrió por las ye­mas de sus dedos, suave como almíbar, sin quemarle. Cuidadosa y silenciosamente tomó el tubo de ensayo y abrió la puerta de una jaula. Era leche nueva para el gato. Vertió el ácido en una escudilla y la criatura gatocéfala se acercó a beberlo. En el sueño yo era aquella cabeza de gato, bebí el ácido y me dormí. Cuan­do me desperté era la muerte y entonces me olvidé del sueño y me transformé en un ser diferente, en la imagen de un niño aterrori­zado por la obscuridad. Y mi brazo, que ya no era la rama de un árbol, como un topo se es­curría de la luz y hacia la luz. En un momento ciego era un topo con manos de niño que es­carbaban no sé cómo, la tierra del País de Gales. Sabía que estaba soñando, cuando de repente la tremenda obscuridad de los corredores de la casa me despertó. Nadie había que pu­diera guiarme. El lector, un extraño vestido de blanco, fabricante de una lógica nueva en su torre de pájaros, era mi único amigo. Nant corrió hacia la torre del doctor, subió una es­calera de caracol y una escala medio deshecha y leyó, junto a un cirio, una señal que decía: «A Londres y al Sol.» El niño y yo, él en mi imagen y yo en la suya, éramos dos hermanos ascendiendo en compañía.
De la cintura le colgaba una cadena y con una llave que pendía de ella abrí la puerta y hallé al doctor como siempre solía, observan­do una urna de cristal. Se sonrió y no me hizo caso a pesar de mi ansiosa búsqueda de aquella sonrisa y aquellos blancos ropajes. «Le he dado el ácido y ha muerto –dijo el doctor–. Des­pués de morir, sin embargo, la gallina muerta se levantó, se estuvo restregando contra el cris­tal como un gato y yo me quedé contemplando su cabeza de gato. La muerte duró diez minutos.»
Del mar se levantó una negra tormenta que trajo la lluvia y doce vientos que expulsaron a los pájaros del semblante del firmamento. Con la tormenta vinieron también el hombre negro, el murmullo del fondo del mar, el rayo, el relámpago y las todopoderosas piedras. Era como una plaga, una placenta reventada en las entrañas de la atmósfera. Levantándose por entre una neblina, un anticristo surgido del fuego marino, como un crucifijo visible entre vapores, avanzaba revestido de lluvias. Y con la intensidad del ácido, se multiplicaban las tormentas y se hacía el color en las manos profanas de piedra.
Así era el mundo exterior.
Y las sombras que tenían picos de ave, atrapadas en una gigantesca tela de araña, las sombras esquivas que portaban una mujer en cada mano, estaban hechas de gaseosas subs­tancias. Y los caballos de espuma del mar ex­terior subían por las faldas de los montes como si fueran zorros. Un cráneo de caballo, un buey y un hombre negro arrancados de un marco de tierra: así era el mundo interior, aquel don­de los ácidos cobraban más fuerza y donde la muerte prolongaba diez días la vida de los muertos. Y allí estaban Nant y el doctor.
El doctor no conseguía verme. Y yo, que era en el sueño el doctor, el lógico forastero y fabricante de pájaros, sorbí el ácido vitali­zante y quise hallar el olvido, pero al llevar­me la probeta a la boca se me vino encima la tormenta, y a cada sorbo, un trueno, y un re­lámpago cruzaba el cielo cuando el doctor cayó al suelo.
–Hay un muerto en la torre –dijo una mujer a otra que junto a ella estaba apostada a la puerta del salón central.
«Hay un muerto en la torre», repitieron los ecos de los rincones y sus voces poblaron to­dos los ámbitos. Y en seguida se había llenado el salón aquel, y todos los habitantes de la casa se preguntaban entre sí cuál sería el nom­bre del nuevo difunto.
Nant estaba al lado del doctor. El doctor estaba muerto. Un pasillo llevaba hasta la to­rre de la muerte de los diez días y allí mismo, una mujer, con las manos de un hombre sobre los hombros, bailaba. Vírgenes de pechos des­nudos se unieron a los movimientos de aquélla, avanzando hacia las puertas del corredor. En el salón central compusieron una danza que celebraba la muerte. Era la danza de los impedidos, los moribundos y los ciegos, la danza de la abnegación de la muerte, la danza de los niños, la danza de los que sueñan con el ojo entreabierto y el cerebro agitadamente desnu­do. Y mientras se movían, parecían estar dur­miendo. A mis pies yacía muerto el doctor. Me arrodillé y le conté las costillas, le tomé por el mentón y traté de quitarle de las manos el tubo del ácido. Pero tenía la mano agarrotada.
A la altura del codo sentí una voz: «Ábre­me la mano.» Iba a obedecer cuando una voz más tenue me susurró al oído: «No toques esa mano.» «Acaba con esa voz.» «No hagas caso a esa otra voz.» «Abre esa mano.» «No la to­ques.» Golpeé con los puños ambas voces y la mano de Nant se convirtió en un árbol.
Al mediodía había arreciado la tormenta. Durante toda la tarde estuvo martilleando con­tra la torre y arrancando como de cuajo las pizarras del tejado. Era una tormenta que ve­nía del mar, de las profundidades de los lechos marinos y de las raíces de los bosques. Nada oía yo sino la voz del trueno en que se ahoga­ban las dos voces contradictorias. Vi que un relámpago iluminaba la casa entera y tuve la impresión de que era un ser humano que blan­día contra mí un enorme y brillante tridente. Cuando empezó a caer la tarde, la tormenta aún no había amainado y las vírgenes semidesnudas seguían bailando. Era la danza de la celebración de la muerte en el mundo interior.
Por encima del trueno oí una voz: «Hay que enterrar al muerto. Esta no es la muerte eterna sino una muerte temporal, es un sueño sin corazón. Hay que enterrar a ese muerto.» Corta y eterna la voz se repetía en el interior de mi corazón. Con la tormenta las voces se oían cada vez más lejos, pero en una tregua de lluvia aún las pude oír incitándome a abrir la mano o a no tocarla. Agarré entonces aque­lla entumecida mano, le abrí los dedos y me llevé el tubo del ácido a la boca. Sentí un ardor en los labios al tiempo que alguien golpeaba estruendosamente la puerta. Eran los habitan­tes de la casa que con inmenso vocerío recla­maban el cuerpo del nuevo difunto. Mi cora­zón de niño saltó hecho pedazos. Desvié los ojos hacia una mesa y allí, en un plato, había un limón. Practiqué un corte en su corteza y vertí el ácido dentro. Me sobresaltó una tor­menta de voces y golpes: la puerta de la torre había sido arrancada de cuajo. El difunto ha­bía sido hallado. Después de luchar contra el humano torrente de extraños, alcancé la esca­lera de caracol y bajé hasta los corredores, llevando el limón guardado en el pecho.
Nant y yo éramos hermanos en este mundo furioso, lejos de los pueblos tranquilos, lejos del mar que Inglaterra guarda en el cuenco de sus manos, lejos de los grandiosos chapi­teles y de las tumbas santas que a su sombra moran. Nant y yo, una sola cabeza, compar­tiendo los mismos pies, corríamos por los sa­lones y no veíamos sombra alguna ni oíamos ningún rumor inquietante. Todo estaba limpio de perversión. Buscamos algún demonio por los rincones, pero los secretos de los rincones ya nos pertenecían. Seguimos corriendo y la sangre nos bullía exultante. Llevábamos la muerte en el pecho, un amarillo y cumplido tumor, un ácido fruto. Me separé de Nant con dolor y terror, y mientras él seguía corriendo en solitario por la casa, yo hallé la senda lu­minosa que llevaba a la colina de Cathmarw y al Valle Negro. Ahora trepaba él por las escaleras de piedra hasta la última torre. La muerte le estaba esperando y él la besó en la mejilla y le tocó los senos, y entonces cesó la tormenta.
Con unas tijeras que ella llevaba, Nant cortó el limón en dos mitades.
Y al beber su jugo, la tormenta se volvió a desatar.
Así fue como llegó la muerte al mundo in­terior.

Después de la feria
(1934)

Ya estaba cerrada la feria, habían apagado las luces de los tenderetes de coco y los caba­llitos de madera, inmóviles en la obscuridad, aguardaban las músicas y el zumbido de ma­quinaria que volviera de nuevo a hacerlos trotar. En las casetas, las lamparillas de nafta se habían ido difuminando una a una y sobre cada uno de los tableros de juegos habían ido echando las fundas de lona. Todo el gentío había vuelto a sus casas y ya sólo quedaban lucecitas en los ventanucos de los carromatos.
Nadie había reparado en aquella niña. A un lado del tiovivo, vestida de negro, escucha­ba el último hilillo de pasos ya lejanos que se marcaban en el serrín mientras agonizaba un ligero murmullo de silenciosas despedidas. Y entonces, sola ella en medio de aquel desierto de perfiles de caballitos y humildes barquitos fantásticos, se puso a buscar un lugar donde dormir. Aquí y allí, levantando las lonas que parecían mortajas cubriendo los tenderetes, se abría paso entre la obscuridad. Le asustaban los ratones que correteaban por los tablamentos repletos de desperdicios y el mismo latir de las lonas que el aire hacía bambolearse como un velamen. Ahora se había escondido junto a los tiovivos. Se coló en uno de ellos y con el crujido de los pasos repiquetearon las campanitas que los caballos llevaban col­gadas al cuello. No se atrevió a respirar hasta que no se reanudó el tranquilo silencio y la obscuridad no se hubo olvidado del ruido. En todas las góndolas, en todos los puestos bus­caba con los ojos un lecho. Pero no había un solo lugar en toda la feria donde pudiera echarse a dormir. Un sitio porque era dema­siado silencioso, otro porque los ratones an­daban allí. En el puesto del astrólogo había un montoncito de paja, se arrodilló a su cos­tado y al extender la mano sintió que tocaba una mano de niño.
No, no había un solo lugar. Se dirigió len­tamente hacia los carromatos que se habían estacionado más lejos del centro de la feria y descubrió que sólo en dos de ellos había luces. Agarró con fuerza su bolsa vacía y se quedó a la espera mientras elegía uno en que molestar. Por fin se decidió a llamar a la ven­tana de uno pequeño y decrépito que tenía al lado. Empinada de puntillas, ojeó su interior. Delante de una cocinilla, tostando una reba­nada de pan, estaba sentado el hombre más gordo que ella había visto nunca. Dio tres golpecitos con los nudillos en el cristal y luego se escondió en las sombras. Oyó que el hom­bre salía hasta los escalones y preguntaba: «¿quién?, ¿quién?», pero no se atrevió a res­ponder. «¿Quién? ¿Quién?», repitió.
La voz de aquel hombre, tan fina como grueso su cuerpo, le hizo reír.
Y él, al descubrir la risa, se volvió hacia donde la obscuridad la ocultaba. «Primero lla­mas –dijo–, luego te escondes y después te ríes, ¿eh?»
La niña apareció entonces en un círculo de luz sabiendo que ya no hacía falta seguir es­condida.
–Una niña –dijo–. Anda, entra y sacú­dete los pies.
Ni siquiera la esperó; ya se ha­bía vuelto a retirar al carromato y ella no tuvo otro remedio que seguirle, subir los escalones y meterse en aquel desordenado cuartucho. El hombre había vuelto a sentarse y seguía tos­tándose la misma rebanada de pan.
–¿Estás ahí? –preguntó, porque ahora le daba la espalda.
–¿Cierro la puerta? –preguntó la niña.
Y la cerró sin esperar respuesta.
Se sentó en un camastro y le observó tos­tar el pan.
–Yo sé tostar el pan mejor que tú –dijo la niña.
–No lo dudo –dijo el Gordo.
Vio cómo colocaba en un plato un trozo carbonizado y cómo, en seguida, ponía otro frente al fuego, que se quemó inmediatamente.
–Déjame tostártelo –dijo ella.
Y él le alargó con torpeza el tenedor y la barra en­tera.
–Córtalo –dijo–, tuéstalo y cómetelo.
Ella se sentó en la silla.
–Mira cómo me has hundido la cama –di­jo el Gordo–, ¿quién eres tú para hundirme la cama?
–Me llamo Annie –le dijo.
En seguida todo el pan estuvo tostado y untado de mantequilla, y la niña lo dispuso en dos platos y acercó dos sillas a la mesa.
–Yo me voy a comer lo mío en la cama –dijo el Gordo–. Tú tómatelo aquí.
Cuando acabaron de cenar, él apartó su silla y se puso a contemplarla desde el otro extremo de la mesa.
–Yo soy el Gordo –dijo–. Soy de Treorchy. El adivinador de al lado es de Aberdare.
–Yo no soy de la feria –dijo la niña–, vengo de Cardiff.
–Esa es una ciudad grande –asintió el Gordo.
Y le preguntó que por qué andaba por allí.
–Por dinero –dijo Annie.
Y luego él le contó cosas de la feria, los si­tios por donde había andado y la gente que había conocido. Le dijo los años que tenía, lo que pensaba, cómo se llamaban sus herma­nos y cómo le gustaría ponerle a su hijo. Le enseñó una postal del puerto de Boston y un retrato de su madre que era levantadora de pesos. Y le contó cómo era el verano en Ir­landa.
–Yo he sido siempre gordo –dijo–– y aho­ra ya soy el Gordo. Como soy tan gordo nadie me quiere tocar.
Y le contó que en Sicilia y por el Medite­rráneo había una ola de calor. Ella le habló del niño que había en el puesto del Astrólogo.
–Eso son las estrellas otra vez –dijo él.
–Ese niño se va a morir –dijo Annie.
El abrió la puerta y salió a la obscuridad. Ella no se movió, se quedó mirando a su alrededor pensando que a lo mejor él se había ido a buscar un policía. Sería una fatalidad volver a ser cogida por la policía. Al otro lado de la puerta abierta, la noche se veía inhóspita y ella acercó la silla a la cocina.
–Mejor que me cojan caliente –dijo.
Por el ruido supo que el Gordo se acercaba y se puso a temblar. Subió los escalones como una montaña andarina y ella apretó las manos por debajo de su delgado pecho. Pudo ver, aun en la obscuridad, que el Gordo sonreía.
–Mira lo que han hecho las estrellas –di­jo, y traía en los brazos al niño del Astrólogo.
Ella lo acunó y el niño lloriqueaba en su regazo mientras la niña contaba el miedo que había pasado después que se hubo ido.
–¿Y qué iba a hacer yo con un policía?
Ella le contó que un policía la estaba bus­cando.
–¿Y qué has hecho tú para que te ande buscando la policía?
Ella no contestó y tan sólo se llevó al niño al pecho estéril. Y él vio lo delgadita que es­taba.
–Tienes que comer, Cardiff –dijo.
Y entonces se echó a llorar el niño. De un gemidito pasó el llanto a convertirse en una tormenta de desesperación. La niña lo movía pero nada lograba aliviarlo.
–¡Para, para! –dijo el Gordo, pero el llan­to se hizo mayor.
Annie lo sofocaba con besi­tos, pero el aullido persistía.
–Tenemos que hacer algo –dijo ella.
–Cántale una canción de cuna.
Así lo hizo, pero al niño no le gustaba.
–Sólo podemos hacer una cosa –dijo–, tenemos que llevarle hasta el tiovivo.
Y con el niño abrazado al cuello, bajó pre­cipitadamente las escaleras del carromato y corrió por entre la feria desierta con el Gordo jadeante a sus talones.
Entre los tenderetes y puestos llegaron has­ta el centro de la feria donde se alzaban los caballitos del tiovivo y se subió a una de las monturas.
–Pónlo en marcha –dijo ella.
Desde lejos podía oírse al Gordo dando vueltas al manubrio con que se echaba a an­dar aquel mecanismo que hacía galopar a los caballos el día entero. Y ella oía bien el sal­modiante respiro de las máquinas. Al pie de los caballitos, las tablas se estremecían en un crujido. La niña vio que el Gordo apalancaba una manivela y que venía a sentarse en la montura del más pequeño de todos los caba­llos. Y el tiovivo empezó a dar vueltas, despa­cito al principio y ganando velocidad después, y el niño que llevaba al pecho la pequeña ahora ya no lloraba y batía las palmas. El airecillo nocturno le mesaba el cabello, la mú­sica le vibraba en los oídos. Los caballitos seguían dando vueltas y vueltas, y el trepidar de sus pezuñas acallaba los lamentos del vien­to nocturno.
Y así fue como empezaron a salir de sus carromatos las gentes y así los encontraron al Gordo y a la niña de negro que llevaba en los brazos un pequeño. En sus corceles mecá­nicos giraban al compás de una incesante mú­sica de órgano.

El visitante
(1935)

Las manos le pesaban, aunque toda la no­che las había tenido posadas sobre las sába­nas y no las había movido más que para lle­várselas a la boca y al alborotado corazón. Las venas, insalubres, torrentes azules, se precipi­taban hacia un blanco mar. A su lado una taza desportillada despedía un vaho de leche. Ol­fateó la mañana y supo entonces que los gallos volvían a asomar las crestas y cacareaban al Sol. ¿Qué eran aquellas sábanas que le envol­vían sino un sudario? ¿Y qué era aquel fati­goso tictac del reloj, situado entre los retra­tos de su madre y su difunta esposa, sino la voz de un viejo enemigo? El tiempo era lo su­ficientemente generoso como para dejar que el Sol llegara a la cama y lo bastante misericorde como para arrancárselo por sorpresa cuando se cernía la noche y más necesitado estaba él de luz roja y claro calor.
Rhiana estaba al cuidado de un muerto: acercó a aquellos labios muertos el borde des­cascarillado de la taza. Aquello que latía bajo las costillas era imposible que fuera el cora­zón. Los corazones de los muertos no laten. Mientras esperaba a ser amortajado y embal­samado, Rhiana le había abierto el pecho con una plegadora, le había extirpado el corazón y lo había metido en el reloj. La oyó decir por tercera vez: «Bébete la leche.» Y al sentir que su amargor se le deslizaba por la lengua y que las manos de ella le acariciaban la frente, supo que no estaba muerto. Aún vivía. Los meses, serpenteando entre secos días, seguían su cau­ce de millas y millas en pos de los años.
Hoy vendría a sentarse allí y a charlar con él. Oyó dentro de la cabeza la batalla de voces de Callaghan y Rhiana, luego se quedó dormi­do saboreando la sangre de las palabras. Las manos le pesaban. Por dentro de aquel cuerpo escurrido y blanco en cuyos costados sobresa­lían los filos de las costillas, se había apostado una sombra de melancolía. Sus manos habían apretado otras manos y habían lanzado algo al vacío. Ahora eran unas manos muertas. Po­día retorcérselas entre los cabellos o llevarlas insensibles hasta el estómago o dejar que se perdieran en el valle abierto entre los pechos de Rhiana. Cualquier cosa que hiciera con ellas, estaban tan muertas como las manecillas del reloj y a su compás giraban.
–¿Cierro la ventana hasta que caliente más el Sol? –dijo Rhiana.
–No tengo frío.
Estuvo a punto de decirle que los muertos no sienten ni el calor ni el frío, que ni el Sol ni el viento pueden metérseles entre las ropas. Pero ella se habría reído con aquella condescendencia suya, le habría besado en la frente y le hubiera dicho:
–¿Por qué estás aquí, Peter, qué tienes? Mañana estarás bien.
Un día había de salir a vagar por las coli­nas de Jarvis como el fantasma de un niño y le oiría decir a la gente: «Ese es el fantasma de Peter, un poeta que estuvo muerto varios años antes de que lo enterrasen.»
Rhiana le tapó los hombros con la sábana, le dio un beso como todas las mañanas y se llevó la taza.
Un hombre había dibujado con pincel un marco de colores bajo el Sol y había pintado círculos y más círculos alrededor de su esfera. La muerte era un hombre con una guadaña, pero aquel día de verano no había vida que segar.
El enfermo esperaba a su visitante. Peter estaba esperando a Callaghan. Su cuarto era un mundo dentro de otro mundo. Dentro de él había un mundo que giraba y giraba y don­de salía un Sol y se ponía una Luna. Callaghan era el viento del oeste y Rhiana, como un vien­to del sur, le quitaba los escalofríos del otro viento.
Se llevó la mano a la cabeza y la posó allí como una piedra sobre otra. Nunca había so­nado la voz de Rhiana tan remota como cuan­do dijo que se bebiera la leche. ¿Y qué era ella sino una enamorada hablando enloquecida a su amor bajo la tapa de un ataúd arropado? ¿Quién habría andado hurgando en él duran­te la noche para despojarle de todo menos de un corazón ajeno? Aquel corazón guardado en la armadura de sus costillas no le pertenecía, tampoco era suyo aquel hormigueo en las ve­nas de los pies. Ya no podía mover los brazos ni siquiera para abrazar a una muchacha y protegerla de vientos y ladrones. Nada había bajo el Sol más lejano que su propio nombre. La poesía era una simple ristra de palabras puestas a secar. Dio forma con los labios a una leve esfera de sonidos y pronunció una palabra.
No hay mañana para los muertos. No cabía pensar que tras la noche y el sueño la vida iba a volver a brotar como una flor por las rendi­jas de un ataúd.
El cuarto era un amplio lugar en torno a él. Los retratos mendaces de las mujeres le con­templaban desde sus marcos. A un lado el rostro de su madre, un óvalo amarillento den­tro de un marco de terciopelo y oro viejo, y al otro la difunta Mary. Aunque el viento de Callaghan soplara con fuerza, nunca lograría abatir la pared que había tras ella. Pensaba en ella tal y como había dicho, recordaba su Peter, querido, Peter, y la sonrisa de sus ojos.
Recordó que no había vuelto él a sonreír desde aquella noche, hacía ya siete años, en que el corazón se le había estremecido con tanta violencia que le había hecho caer. Había hallado fuerzas en el precioso crepúsculo. So­bre las colinas y el tejado habían desfilado an­chas lunas, y a la primavera había seguido el verano. ¿Cómo había podido vivir sin que Ca­llaghan hubiera aventado con un ruidoso so­plido las telarañas del mundo y sin que Millicent hubiera derramado sobre él todo su cariño? Pero los muertos no necesitan amigos. Miró con perplejidad por encima de la tapa del ataúd. Un hombre de cera hierático y rí­gido le devolvió la mirada. Después los ojos se desviaron y se contemplaron el rostro.
Nada hubo en el cambio de los días más que la divinidad que él había construido en torno a ella. Su hijo mató a Marya en las en­trañas. El notó que su cuerpo se volvía vapor y que los hombres ligeros como el aire pasa­ban a través de él con sus pies metálicos.
Empezó a gritar:
–¡Rhiana, Rhiana!, me han levantado y me están dando patadas en el costado. La sangre me corre gota a gota. ¡Rhiana!
Ella subió corriendo y una y otra vez le limpiaba las lágrimas de las mejillas con la manga del vestido.
Siguió allí tumbado toda la mañana, mien­tras el día crecía y maduraba camino del me­diodía. Rhiana entraba y salía y él olfateaba la leche y los tréboles de su vestido cuando se inclinaba sobre él. Nuevamente sorprendido seguía sus refrescantes evoluciones por la es­tancia, el movimiento de sus manos mientras quitaban el polvo al marco del retrato de Mary. Con la misma sorpresa, pensó, siguen los muertos la velocidad del movimiento y el florecer de la piel. Ella debía estar cantando mientras recorría la habitación de un lado a otro poniendo las cosas en su sitio, zumbando como una abeja. Y si hubiera hablado o reído, o se hubiera enganchado las uñas con el fino metal de los candelabros rechinando en un sollozo de campana, o si su cuarto se hubiera llenado de repente de un estruendo de pájaros, él se hubiera echado nuevamente a llorar. Le agradó contemplar las inmóviles olas de las ropas de la cama, y pensó que era una isla emplazada en algún lugar de los mares del Sur. En esta isla de rica y milagrosa vegeta­ción los frutos, los vientos del Pacífico los ha­cían caer al suelo y allí se convertían en am­paro de las expediciones veraniegas.
Y pensando en la isla, pensó también en el agua y sintió su ausencia. El vestido de Rhiana ondulando a su paso, creaba un murmullo de agua. La llamó a su lado y, poniéndole la ma­no en la pechera, sintió un tacto de agua. «Agua», le dijo. Y le contó cómo de niño se había tumbado a veces sobre las rocas jugue­teando con los dedos en la corriente. Ella le trajo entonces un vaso de agua y se lo puso a la altura de los ojos para que pudiera ver la habitación a través de un muro de agua. No quiso beber él y ella retiró el vaso. Imaginó la frescura del mar. Aquella tarde de verano le hubiera gustado estar sumergido totalmente en el agua y ser, no una isla que flotara sobre ella, sino un verde lugar en el fondo de una vertiginosa caverna marina. Pensó unas pala­bras bonitas y compuso un verso acerca de un olivo que crecía en el fondo de un lago. Pero el árbol era un árbol de palabras y el lago rimaba con otra palabra.
–Siéntate y léeme, Rhiana.
–Después de que comas –dijo ella.
Y le trajo comida.
Él no podía comprender que ella hubiera bajado a la cocina y que le estuviera preparando la comida con sus propias manos. Pero se había ido y ya estaba de vuelta otra vez con la sencillez de una doncella del Antiguo Tes­tamento. Su nombre no tenía sentido, pero sonaba muy bien. Era un nombre extraño to­mado de la Biblia. Aquella mujer le había la­vado el cuerpo después de arrancárselo al ár­bol y sus dedos expertos y frescos habían acariciado los huecos de su corteza como diez bendiciones. Él le gritó: «Pónme bajo el brazo hierbas dulces y mojadas de tu saliva y estaré fragante.»
–¿Qué te leo? –preguntó ella sentándose a su lado.
Él movió la cabeza, no le importaba lo que le leyera, sólo quería escuchar su voz y en nada quería pensar sino en las inflexiones de su tono.


Ah! gentle may i lay me down,
and gentle rest my head,
and gentle sleep the sleep of death,
and gentle hear the voice
of Him that walketh in the garden
in the evening time. *

* _

Dulcemente quisiera yacer,
y dulcemente apoyar mi cabeza,
dulcemente dormir el sueño de los muer­tos
y dulcemente oír la voz
de Aquel que cruza por mi jardín
a esta hora de la tarde.

Callaghan tenía el abrigo mojado y le rozó a Peter el rostro.
–Callaghan, Callaghan –le dijo con la bo­ca apretada contra la negra tela de su abrigo.
Sintió los movimientos del cuerpo de Ca­llaghan, el tensarse y relajarse de sus múscu­los, notó la curva de sus hombros, el impacto de sus pies sobre el suelo movedizo. Un viento de arcilla y limo subió hasta su rostro.
Sólo cuando sintió un arañazo de ramas en la espalda supo que iba desnudo. Para no gri­tar, apretó firmemente los labios como un dique contra aquella carne floja. Callaghan también iba desnudo como un niño.
–Vamos desnudos. Aún nos quedan los huesos, los órganos, la piel y la carne. Tienes en el pelo una cinta de sangre. No te asustes. Un tejido de venas te cubre las piernas.
El mundo se echaba encima de ellos, en el vacío se precipitaba un viento aventando los frutos del combate bajo la Luna. Peter oyó un canto de pájaros, pero era un canto nunca oído, muy distinto de aquel otro que salía de las gar­gantas de los pájaros de su ventana. Eran pá­jaros ciegos.
–¿Son ciegos? –dijo Callaghan–. Tienen mundos en los ojos. Su trino es blanco y ne­gro. No te asustes. Bajo la cáscara de sus hue­vos, hay unos ojos que brillan.
De repente se detuvo. Peter tenía, entre sus brazos, la ligereza de una pluma. Lo depositó dulcemente sobre un verde ribazo. Allí comen­zaba el viaje infinito de un valle cargado de hierbas y entecos árboles hasta perderse en la lejanía donde la Luna pendía obscura como un cordón umbilical. A uno y otro lado surgía de entre los bosques un afilado rumor de fai­sanes y escopetas que caían como una lluvia. Pero al momento la noche se había serenado y aquel trepidar de ramas arrumbadas por donde los pies de Callaghan pisaban chas­queando vino a hacerse un suave rumor.
Peter, con la conciencia de su corazón en­fermo, se llevó una mano al costado y lo en­contró vacío. Las puntas de los dedos flotaron por un torrente de sangre, pero las venas no se podían ver. Estaba muerto. Ahora sabía que estaba muerto. El fantasma de Peter, invisi­blemente herido, fantasma de sangre, se irguió desafiante frente a la corrupción de la noche.
–¿Dónde estamos? –dijo la voz de Peter.
–En el valle de Jarvis –dijo Callaghan.
Callaghan también estaba muerto. Ni uno de sus cabellos podía moverse bajo la helada que estaba cayendo sin cesar.
–Este no es el valle de Jarvis.
–Este es el valle desnudo.
La Luna, doblando y redoblando la fuerza de sus haces, iluminaba las cortezas, las raí­ces y las ramas de los árboles de Jarvis, los perfiles de sus piedras, las negras hormigas que se arrastraban entre ellas, los guijarros de los arroyos, la hierba secreta, los incansa­bles gusanos de la muerte. Las comadrejas y las ratas, con el pelo emblanquecido por la Luna, salían de sus agujeros por los flancos de las colinas, rabiando y enceladas en busca de gargantas donde clavar la furia de sus dien­tes. Y cuando el ganado, presa ya de las coma­drejas que huían, caía al suelo desmoronado, todas las moscas, levantando su vuelo des­de los estercoleros, venían sobre sus cabezas y allí se posaban como una nube. Del fondo de aquel valle desnudo emergía el olor de la muerte y se colaba por la enorme nariz de la montaña hasta la cara de la Luna. Las moscas zumbaban sobre los rebaños abatidos. Las ratas peleaban encarnizadamente por entre las heridas de las ovejas. Aún le quedaba a Peter un poco de tiempo antes de que los muertos, apenas identificados, quedaran enterrados bajo una Tierra que el viento arrastraba sonora y poderosamente derribando a su paso nubes de insectos que caían sobre la hierba. Los gu­sanos de la muerte deshacían ya las fibras de los huesos de los animales, los devoraban es­pléndida y minuciosamente, de entre las cuen­cas de los esqueletos crecían malas hierbas y de los pechos abandonados brotaban flores, cuyas hojas tenían el carnoso color de la muer­te. Y la sangre que había manado de aquellos cuerpos corría ahora por las verdes superfi­cies y se posesionaba de las semillas que, plan­tadas en el curso del viento, anunciaban la boca de la primavera. Rojos regatos de san­gre, un amasijo de venas retorcidas poblaba espesamente el campo entero como un coágu­lo de areniscas.
Peter, dentro de su fantasma, gritaba con alegría. En el valle desnudo había vida, vida en su misma desnudez. Peter contemplaba las aguas turbulentas de los torrentes, las flores surgiendo de entre los muertos y la multipli­cación de raíces revestidas de un extraño po­der en cada tramo de sangre derramada.
Se detuvieron los arroyos. El polvo de la muerte ahogaba las gargantas de la primave­ra, yacía sobre las aguas como un obscuro hie­lo, y la luz, hasta entonces un movimiento inundado de ojos, empezó a helarse en el cla­ror de Luna.
–Vida en esta desnudez –dijo Callaghan, burlonamente, y Peter vio que el fantasma de su dedo señalaba los muertos arroyos.
Y mientras hablaba, la forma que el cora­zón de Peter había tenido en el tiempo de la carne tangible sentía sobre sí la llamada del terror, y una vida estallaba dentro de cada piedra a modo de cuerpos de niño nacidos en mil úteros. Los arroyos volvieron a correr y la luz de la Luna brillaba con un nuevo esplendor sobre el valle, magnificando las sombras en torno y haciendo salir a los topos de sus inver­nales escondrijos, y arrojándolos a la media noche inmortal del mundo.
–Está empezando a aclarar por el filo del monte –dijo Callaghan.
Y levantó en sus bra­zos al invisible Peter.
En efecto, empezaba a amanecer en las sil­vestres lejanías de Jarvis, aún desnudas bajo la Luna.
Callaghan se echó a correr por la cresta del monte hacia el interior de los bosques don­de los árboles corrían a su paso. Peter gritó exultante de alegría.
Oyó una carcajada de Callaghan que el viento trajo hasta él con un estertor de trueno. Al bramido del viento siguió una conmo­ción bajo la capa de la Tierra. Unas veces bajo las raíces y otras en las copas de los árboles. Los dos extraños corrían desesperadamente, saltaban por encima de los cercados y grita­ban sin cesar.
–Escucha el canto del gallo –dijo Peter.
Y se subió el embozo de la sábana hasta la mandíbula.
Un hombre había dibujado un círculo rojo por el Este. El fantasma de otro círculo alre­dedor de la esfera de la Luna giraba en torno a una nube. Se pasó la lengua por los labios revestidos milagrosamente de carne y piel. Te­nía en la boca un extraño sabor como si la última noche, hacía ya trescientos años, se hubiera dormido teniendo la corola de una amapola entre ellos. Seguía en su cabeza el viejo rumor de Callaghan. Entre el amanecer y la noche le había hablado de la muerte, ha­bía escuchado una carcajada que aún le retum­baba en los oídos. El gallo volvió a cantar y se oyó el trino de un pájaro como una guadaña en un trigal.
Rhiana, con la garganta desnuda y dulce, entró en la habitación.
–Rhiana –dijo–, dame la mano.
Ella no le oyó. Se quedó junto a la cama y le miró con infinito dolor.
–Dame la mano –dijo.
Y poco después:
–¿Por qué me echas la sábana encima de la cara?

Los enemigos
(1934)

Ya había amanecido en los verdes acres del valle de Jarvis y el señor Owen arrancaba la mala hierba de su jardín. Un poderoso vien­to le tiraba de la barba y a sus pies parecía bramar el mundo vegetal. Un grajo perdido en el cielo graznaba en busca de compañía. Al fin, su vuelo enfiló solitario el Oeste con un lamento en el pico. El señor Owen, irguiendo los hombros descansadamente, levantó la vista al cielo y contempló aquel obscuro batir de alas contra un rojo Sol. En su fría cocina, la señora Owen suspiraba ante un puchero de sopa. Tiempo atrás, el valle era tan sólo un albergue del ganado. Sólo los vaqueros baja­ban de la colina para guiar con sus voces a las vacas y ordeñarlas después. Ningún extra­ño había pisado jamás el valle. El señor Owen había llegado hasta allí un atardecer de verano después de vagar solitario por toda la comar­ca. Aquel día y a aquella hora las vacas yacían plácidamente tumbadas y el arroyo saltaba cantando entre las guijas. «Aquí –pensó el señor Owen–, en medio de este valle, edificaré una casita pequeña con un jardín.» Y volviendo a trazar la misma ruta que lo había llevado hasta el valle por las ventosas colinas, regresó a su pueblo y contó a su mujer lo que había visto. Y así fue como acabó por levantarse en­tre los verdes campos una humilde casita. Plantaron en torno a ella un huerto y en torno al huerto se alzó un cercado que impedía el paso de las vacas.
Todo eso sucedió a principios de año. Aho­ra habían pasado otoño y verano. El jardín ya había florecido y desflorecido. La escarcha cubría la hierba. El señor Owen volvió a in­clinarse sobre la Tierra para arrancar hierbajos y el viento retorcía las testas próximas del gramaje y arrancaba una oración de sus ver­des fauces. Pacientemente iba arrancando y estrangulando los hierbajos, provocando en la Tierra un combate: entre sus dedos morían los insectos que habían excavado galerías allí don­de había brotado la mala hierba. Y se iba can­sando de matarlos y cansándose aún más de arrancar raíces y tallos podridos y verdes.
La señora Owen, asomada a las profundi­dades del puchero, había dejado a la sopa her­vir con libertad. Bullía obscura y espesa hasta que vino a iluminarla el reflejo de un arco iris. Relucía, fulgente como el Sol y gélida co­mo la estrella polar, entre los pliegues de su vestido donde ella tenía puesto el puchero con todo candor. Los posos del té del desayuno le habían anunciado la llegada de un extraño. La señora Owen se preguntaba qué le diría el puchero.
Por las raíces descuajadas culebreaba un gusano retorciéndose al tacto de los dedos y ciego en la luz. De pronto se había llenado la hondonada entera de viento, del gemir de las raíces, de alientos del bajo cielo. No sólo las mandrágoras chillan: las retorcidas raíces chi­llan también. Todos los hierbajos que el se­ñor Owen arrancaba del suelo chillaban como niños de pecho. En el pueblecito del otro lado del monte, al compás del colérico viento, las ropas tendidas en los jardines se mecían en extrañas danzas. Y mujeres de inflados vien­tres sentían un golpe nuevo en las entrañas al inclinarse sobre artesas de agua hirviendo. La vida les corría por las venas, los huesos, y la carne que los envolvía, carne que tenía su es­tación y su clima mientras el valle envolvía las casas con la carne de su verde hierba.
Como una tumba profanada, la bola de cris­tal del puchero iba rindiendo su cadáver a los ojos de la señora Owen. Esta contemplaba los labios de las mujeres y los cabellos de los hombres que iban cobrando forma en la su­perficie de aquel mundo transparente. Pero de repente desaparecieron las formas como por ensalmo y ya sólo distinguía los perfiles de las colinas de Jarvis. Por el valle invisible que se abría bajo aquella superficie venía ca­minando un hombre con un sombrero negro. Si seguía su marcha acabaría por caerle en el regazo. «Por las colinas viene caminando un hombre con un sombrero negro», exclamó di­rigiendo la voz al otro lado de la ventana. El señor Owen se sonrió y siguió desherbando. Fue en aquel tiempo cuando el reverendo Davies, perdido desde por la mañana, se apostó contra un árbol plantado en la divisoria de las colinas de Jarvis. Un ventarrón removía las ramas y la magnífica Tierra verdosa trepi­daba incierta a sus pies. Dondequiera que di­rigiese la vista, las lomas del monte se alzaban erizadas contra el cielo y dondequiera que bus­case refugio de la tormenta, hallaba una ate­morizada obscuridad. Cuanto más caminaba, más extraño se volvía el paisaje en torno suyo. Ora se remontaba hasta altitudes impensables, ora descendía vertiginoso por un valle no ma­yor que la palma de su mano. Los árboles se movían como seres humanos. Fue coincidencia providencial alcanzar la divisoria de los mon­tes cuando el Sol llegaba a su cenit. El mundo se deslizaba entre dos horizontes y él se quedó junto a un árbol y contempló el valle. Había en la campiña una casita rodeada por un huer­to. En torno a ella, bramaba el valle, como un boxeador se había plantado ante ella el vien­to, pero la casa permanecía impasible. Le pa­reció al reverendo que la casa había sido arrancada del caserío del pueblo por un ave gigantesca que la había depositado en medio de un tumultuario Universo.
Pero al compás que sorteaba los peñasco­sos riscos del monte se iba difuminando de la bola de la señora Owen. Una nube le arre­bató el sombrero negro y ahora vagaba bajo la nube la sombra anciana de un fantasma con heladas estrellas en la barba y sonrisa de me­dia luna. Nada sabía de esto el reverendo Davies, que se iba arañando las manos entre las peñas. Era viejo, se había emborrachado con el vino del oficio matinal y aquello que le bro­taba de los cortes no era sino sangre humana.
Nada sabía tampoco de las transformacio­nes del globo el buen señor Owen que, con el rostro junto a la tierra, seguía arrancando los cuellos de los escandalosos hierbajos. Había oído la profecía del sombrero negro de boca de la señora Owen, y se había sonreído pues siempre sonreía ante la fe de aquélla en los poderes del misterio. Había levantado la ca­beza al oír sus voces, pero con una sonrisa había preferido la llamada más clara de la Tierra. «Multiplicaos, multiplicaos», había di­cho a los gusanos sorprendidos en las galerías y había hecho de ellos mitades pardas para que se alimentasen y creciesen por todo el huerto, para que salieran hasta los campos y llegaran a los vientres del ganado.
Nada de aquello sabía el señor Davies. Vio la figura de un hombre con barba industriosa­mente reclinado sobre el suelo. Vio que la casa era una hermosa imagen con el pálido rostro de una mujer apretado a la cristalera de una ventana. Y quitándose el sombrero negro, se presentó como párroco de un pueblo que es­taba a unas diez millas de allí.
–Está usted sangrando –dijo el señor Owen.
Las manos del señor Davies estaban en ver­dad inundadas de sangre. Cuando la señora Owen observó las heridas del párroco, le hizo sentar en un sillón que había junto a la ven­tana y le preparó una taza de té.
–Le he visto a usted por el monte –dijo ella, y él le preguntó entonces que cómo había podido verle si las alturas estaban a tanta dis­tancia.
–Tengo buena vista –respondió aquélla.
Y él no lo puso en duda. Aquella mujer te­nía los ojos más extraños que él había visto nunca.
–Esto es muy tranquilo –dijo el reve­rendo.
–No tenemos reloj –dijo la mujer ponien­do mesa para tres.
–Es usted muy amable.
–Somos amables con cuantos llegan hasta aquí.
El reverendo se preguntaba cuántos ven­drían a parar a casa tan solitaria en medio del valle, pero decidió no hacer ninguna pregunta por miedo a que la mujer hallara una res­puesta. Se dijo que la mujer tenía cierto mis­terio, que debía amar la obscuridad, pues todo estaba muy obscuro. Era ya demasiado mayor como para inquirir los secretos de la obscuri­dad, y ahora se sentía aún mayor con el traje talar deshecho en jirones y empapado y con las manos frígidas liadas entre las vendas que le había puesto aquella extraña mujer. Los vientos de la mañana podían ya con él, ya po­día cegarle el repentino advenimiento de la obscuridad. La lluvia podía pasar a través suyo como pasa a través de los fantasmas. Viejo, canoso y cansado, se había sentado junto a la ventana y casi se hacía invisible perfilado con­tra las estanterías y el lienzo blanco del si­llón.
Pronto estuvo lista la comida y el señor Owen entró desde el jardín sin lavarse.
–¿Bendecimos la mesa? –preguntó el se­ñor Davies cuando los tres estuvieron senta­dos a la mesa.
La señora Owen cabeceó asintiendo.
–Oh, Dios Todopoderoso, bendice estos alimentos –dijo el señor Davies; levantó la vista mientras seguía la oración y observó que los Owen habían cerrado los ojos–. Gracias te damos, Señor, por los dones que Tú nos de­paras –y notó que los labios de los Owen se movían imperceptiblemente.
No oía lo que de­cían pero supo que no pronunciaban la misma oración.
–Amén –dijeron los tres juntos.
El señor Owen, orgulloso en el comer, se inclinaba sobre el plato igual que se había inclinado sobre la Tierra. Afuera se distinguían el pardo cuerpo de la Tierra, el verde pellejo de la hierba y el pecho de las colinas de Jarvis. Un viento atería la Tierra animal y el Sol absorbía el rocío de los campos. En las orillas del mar, los granos de arena se estarían mul­tiplicando mientras el mar rodaba por ellos. Sintió en la garganta la aspereza de los ali­mentos: le parecía que la corteza de la carne tenía un sentido y que también lo tenía el lle­varse la comida a la boca. Observó, con repentina satisfacción, que la señora Owen tenía la garganta desnuda.
También ella estaba inclinada sobre su pla­to, pero jugueteaba por los bordes de éste con los dientes del tenedor. No comía porque se habían posado sobre ella los viejos poderes y no se atrevía siquiera a levantar la cabeza y a alumbrar el verdor de su mirada. Sabía decir por el sonido la dirección del viento en el valle. Sabía, por las formas de las sombras en el mantel, la situación del Sol. Oh, si pu­diera volver a coger el globo y contemplar la extensión de obscuridad que cubría aquella luz invernal. Pero le rondaba por la cabeza una obscuridad que iba arrumbando la luz a su al­rededor. Tenía a la izquierda un fantasma. Con todas sus fuerzas convocó a la luz intan­gible que halaba al fantasma y la mezcló con la obscuridad de su propia cabeza.
El señor Davies, como si un pájaro le es­tuviera chupando la sangre, sintió una desola­ción en las venas y, en un dulce delirio, contó sus aventuras por los montes, el frío y el vien­to que había pasado y cómo aquéllos habían subido y bajado ante sus ojos. Había estado perdido, dijo, y había encontrado un obscuro retiro en que refugiarse del intimidante vien­to. La obscuridad le había asustado y había va­gado por el monte zarandeado por la mañana como un barco sin rumbo. Por todas partes se había sentido sacudido en el vacío o aterrori­zado por las acuciantes tinieblas. No había lu­gar en que pudiera ir a parar un viejo, dijo apiadándose de sí. Por amor a su parroquia, amaba también las tierras que la rodeaban, pero el monte se había vencido a su paso o lo había levantado por los aires. Y porque ama­ba a Dios, amaba también la obscuridad donde los hombres de edad rendían culto al obscuro invisible. Pero ahora las cuevas de los montes se habían poblado de formas y voces que se burlaban de él porque era viejo.
«Tiene miedo de la obscuridad –pensó la señora Owen–, de la maravillosa obscuridad.»
El señor Owen pensó sonriente: «Tiene mie­do del gusano de la tierra, de la copulación del árbol, del sebo viviente de las entrañas del mundo.»
Contemplaron al viejo y pareció más que nunca un fantasma. La ventana le dibujaba en torno a la cabeza un círculo difuso de luz.
De repente el señor Davies se arrodilló y se puso a rezar. No comprendía el frío de su corazón ni el miedo que le paralizaba al arro­dillarse, pero mientras decía la oración que había de salvarlo, contempló los ojos som­bríos de la señora Owen y la mirada risueña de su marido. De rodillas en la alfombra, a la cabecera de la mesa, miraba fijamente a la obscura mente y al burdo cuerpo obscuro. Los miraba y rezaba como un viejo dios acosado por sus enemigos.

El árbol
(1934)

Sobre la casita que a distancia se encaraba con las colinas de Jarvis, se alzaba una torre donde anidaban los pájaros mañaneros y en torno a la cual merodeaban de noche las le­chuzas. Desde el pueblo se divisaba en el ven­tanuco de la torre una luz como de luciérna­ga detrás de las vidrieras. Pero el interior del cuartucho sobre el cual hacían su nido los go­rriones pocas veces estaba iluminado; de sus techos descascarillados pendían telas de ara­ña, se dominaban desde él veinte millas a la redonda y sus rincones polvorientos con hue­llas de pezuña albergaban algún secreto.
El niño conocía la casita palmo a palmo, conocía los irregulares arriates y el cobertizo repleto de flores que desbordaban los tiestos, pero no lograba hallar la llave que abriera la puertecilla de la torre.
La casa cambiaba a vaivén de su capricho y los arriates podían tornarse mar, ribera o cielo. Cuando un arriate se convertía en una triste milla marina y él cruzaba navegando una superficie quebrada bajo las olas, del coberti­zo surgía el jardinero como en un feraz islote de motorrales. También el jardinero, asido a un tallo, se hacía a la mar. A horcajadas de una escoba podía volar hasta donde el niño quisiera. El jardinero conocía todas las histo­rias desde el principio del mundo.
–Al principio había un árbol –decía.
–¿Cómo era el árbol?
–Como aquel donde está silbando el mirlo.
–Es un halcón, es un halcón –exclamaba el niño.
El jardinero levantaba la vista hacia el ár­bol y veía un gigantesco halcón emperchado sobre una rama o un águila que se mecía al viento.
El jardinero amaba la Biblia. Cuando el Sol declinaba y el jardín se llenaba de gente, solía sentarse en el cobertizo a la luz de una vela y leía el pasaje del primer amor y la leyenda de la manzana y la serpiente. Pero lo que más le gustaba era la muerte de Cristo en un madero. En torno a él, los árboles for­maban un cerco, y los tonos de sus cortezas y el fluir escondido de la savia por sus raíces le anunciaban el paso de las estaciones. Su mundo se tornaba y cambiaba al ritmo con que la primavera mudaba la desnudez del ra­maje. De aquella Tierra en forma de manzana nacía su Dios como un árbol echando en los brotes a sus hijos que las brisas invernales arrastraban a la deriva. El invierno y la muer­te se movían en el mismo viento. El jardine­ro, sentado en su cobertizo, leía la historia de la crucifixión, mientras contemplaba los tiestos en el alféizar las noches de invierno. En noches así solía pensar que el amor no era nada y que muchos de sus hijos se troncha­ban.
El niño transfiguraba los arriates en sus juegos. El jardinero le llamaba por el nombre de su madre y, sentándoselo sobre las rodillas, le contaba las maravillas de Jerusalén y el nacimiento en un pesebre.
–En el principio era la ciudad de Belén –le susurraba al niño antes de que la campana del crepúsculo le reclamase al té.
–¿Dónde está Belén?
–Muy lejos –decía el jardinero–. Hacia el Este.
Al Este se alzaban las lomas de Jarvis, ocultando el Sol, al tiempo que los árboles levantaban de entre las yerbas la Luna.
El niño estaba en la cama. Contemplaba su caballo balancín y quiso tener alas para, montado en él, surcar los cielos de Arabia. Pero los vientos de Gales batían contra los visillos y subía un cri-cri de grillos desde la sucia parcela que había bajo la ventana. Sus juguetes estaban muertos. Se puso a llorar y luego lo dejó al no saber la razón de sus lá­grimas. La noche era ventosa y fría, se en­contraba calentito entre las sábanas, la noche era inmensa como el monte y él solo era un niño en su cama.
Cerró los ojos y vio una cueva más pro­funda que la obscuridad del jardín donde el primer árbol que había soltado imposibles pá­jaros se erguía solitario con un fulgor de fue­go. Se escaparon lágrimas de sus párpados y pensó que el primer árbol estaba plantado muy cerca de él, como un amigo en el jardín. Saltó de la cama y se acercó de puntillas a la puerta. El caballo balancín se columpió sobre sus muelles y el niño, sobresaltado, se escurrió sigilosamente y volvió al lecho. Miró al caballito y estaba inmóvil. Volvió a levan­tarse otra vez, avanzó de puntillas sobre la al­fombra, alcanzó la puerta, dio una vuelta al picaporte y escapó a todo correr. A ciegas, su­bió hasta el final de las escaleras, ya arriba, contempló los obscuros escalones que llegaban hasta la puerta de entrada, vio cómo una hues­te de sombras se revolvía por los rincones y al oír sus sinuosas voces, imaginó las cuencas de sus ojos y la delgadez de sus brazos caídos. Eran sombras pequeñas, secretas y sin san­gre, surgidas de invisibles armaduras y envuel­tas en cendales de tela de araña. Le tocaron en el hombro y le hablaron al oído en un susurro. Corrió escaleras abajo: ni una sombra en la entrada y los rincones vacíos. Extendió la ma­no, acarició la obscuridad, y creyó sentir que una seca cabeza de terciopelo se le escurría por entre los dedos rozándole las uñas como una bruma. Pero no había nadie. Abrió la puer­ta y las sombras se precipitaron en el jardín. Una vez en el sendero, sus temores le abandonaron. La Luna se había posado sobre los matorrales y la escarcha se extendía por la hier­ba. Llegó al término del sendero hasta el ár­bol iluminado más viejo aún que la luz con un hervor de bichos bajo la corteza y las ra­mas saliéndole del tronco como brazos hela­dos de mujer. El niño tocó el árbol, éste se dobló a su tacto. Y una estrella que brillaba en el cielo más que ninguna se quemó sobre la torre de los pájaros con un fulgor que no alcanzó a alumbrar más que las deshojadas ramas, el tronco y las inquietas raíces. El niño se dirigió hacia el árbol sin vacilar. Rezó fren­te a él sus oraciones, arrodillado sumisamente sobre la ennegrecida leña que el viento de la noche había arrastrado. Y entonces, temblan­do de amor y de frío, volvió a correr entre los arriates de nuevo hacia casa.

Al Este de la comarca vivía un tonto que vagabundeaba por aquellos parajes, alimentán­dose del pan que le daban de limosna en las granjas. En cierta ocasión el párroco le había regalado un traje que cubría desmañadamen­te su escuálida figura y flotaba en el viento al pasar por los campos. Tenía los ojos tan abiertos y tan limpio el cuello que nadie podía negarse a sus súplicas. Y si pedía agua, leche le daban.
–¿De dónde eres?
–Del Este –decía.
Todos sabían que era un tonto, y le daban de comer por limpiar los jardines. Una vez, al clavar el rastrillo en el estiércol, oyó que del fondo de su corazón subía una voz. Echó ma­no de un montón de heno, atrapó un ratón, le hizo una carantoña en el hocico y lo dejó es­capar.

Todo el día estuvo el niño pensando en el árbol, le acompañó en sus sueños toda la no­che, mientras la Luna se alzaba sobre los cam­pos. Una mañana, a mediados de diciembre, cuando el viento batía la casa desde las colinas más remotas y cuando aún la nieve de las horas obscuras blanqueaba los tejados y la hier­ba, salió corriendo hacia el cobertizo. El jar­dinero andaba componiendo un rastrillo que había encontrado roto. Sin decir una palabra, el niño se sentó a sus pies sobre un cajón de semillas y se quedó mirándole coser los dien­tes del rastrillo. Le pareció que nunca lo lo­graría con aquel alambre. Observó las botas del jardinero, húmedas de nieve, las rodilleras de sus pantalones, los botones desabrocha­dos de su zamarra y los pliegues de la barriga que se adivinaban bajo una remendada camisa de franela. Miró sus manos ocupadas con los dorados nudos del alambre, eran unas manos toscas, pardas: había bajo sus rotas uñas man­chas de tierra y en las puntas de los dedos un amarilleo de tabaco. El rostro del jardinero tenía una expresión decidida mientras pasaba el alambre por entre los dientes del rastrillo, presintiendo que se iban a desprender del man­go. Al niño le impresionaron la fuerza y la su­ciedad del viejo, pero, al mirarle la larga y espesa barba blanca e impoluta como la nieve, recuperó en seguida la confianza. Era la barba de un apóstol.
–Le he rezado al árbol –dijo el niño.
–Reza siempre a los árboles –dijo el jar­dinero, que pensaba en el calvario y en el Paraíso.
–Le rezo al árbol todas las noches.
El alambre se escurrió por entre los dien­tes del rastrillo.
–Le he rezado a aquel árbol.
El alambre se rompió con un chasquido.
El niño, levantando el dedo por encima del invernadero señalaba el árbol que, a diferen­cia de los demás del jardín, no tenía huellas de nieve.
–Es el árbol mayor –dijo el jardinero, y el niño, encaramado ahora en el cajón, gritó con tanta fuerza que el malparado rastrillo cayó al suelo con estruendo.
–Es el primer árbol, el primero de que tú me hablaste. Al principio había un árbol, dijiste. Yo te oí –exclamó el niño.
–El mayor es tan bueno como los demás –dijo el jardinero con voz condescendiente.
–El primero de todos los árboles –mur­muró el niño.
Reconfortado de nuevo por la voz del jar­dinero, le dirigió una sonrisa al árbol a través de los cristales, y el alambre volvió a escu­rrirse del rastrillo roto.
–Dios crece en los árboles raros –dijo el viejo–. Sus árboles vienen a extraños parajes a descansar.
Y mientras el jardinero desplegaba la his­toria de las doce estaciones de la cruz, el ár­bol agitaba sus ramas como saludando al niño. De los negros pulmones del jardinero surgió una voz de apóstol.
Le ayudaron a subir al árbol y le pusieron clavos en la tripa y en los pies. La sangre del Sol de mediodía, sobre el tronco del viejo ár­bol, teñía su corteza.

Desde las colinas de Jarvis, el tonto con­templaba el valle impoluto en cuyas aguas y praderas las brumas se levantaban y perdían.
Vio que el rocío se deshilachaba, que el gana­do se miraba en los arroyos y que las obscuras nubes huían al rumor del Sol. Sobre los bordes de un cielo transparente apareció el Sol como un caramelo en un vaso de agua. El tonto sin­tió hambre cuando las primeras gotas invisi­bles de lluvia cayeron en sus labios, tomó en las manos unas briznas de hierba y, después de probarlas, le parecía notar su verdor en la lengua. Había luz en su boca y la luz era ru­mor en sus oídos: todo el valle era un dominio de luz. Ya conocía las colinas de Jarvis, por encima de las laderas del contorno se erguían sus perfiles, podían distinguirse a millas, y mi­llas de distancia, pero nadie le había hablado nunca del valle al que se abrían las colinas. Belén, gritó el tonto al valle, meditando el so­nido de las palabras e infundiéndoles toda la gloria de aquella mañana galesa. Se sintió her­mano del mundo que le rodeaba, aspiró el aire igual que un recién nacido abraza y ab­sorbe la luz. La vida del valle de Jarvis que era un vapor que ascendía de aquel cuerpo de árboles y prados y de aquel manojo de arroyos le prestaba sangre nueva. La noche le había secado las venas y el amanecer del valle le devolvía la sangre.
–Belén –dijo el tonto al valle.

El jardinero no tenía nada que darle al niño, así que, sacándose una llave del bolsillo, le dijo:
–Esta es la llave de la torre. El día de No­chebuena te abriré sus puertas.
Antes de obscurecer, el niño y él subieron las escaleras de la torre, metieron la llave en la cerradura, y la puerta, como la tapadera de una caja secreta, se abrió a su paso. El cuar­to estaba vacío.
–¿Dónde están los secretos? –preguntó el niño, mientras contemplaba las enmarañadas vigas, las telarañas de los rincones y las vidrie­ras emplomadas.
–Basta con que te haya dado la llave –di­jo el jardinero, que creía que en su bolsillo, junto con plumas de aves y semillas, se escon­día la llave del Universo.
Como no había secretos, el niño se puso a llorar. Exploró una vez y otra la estancia va­cía, pateaba el polvo tratando de hallar algu­na disimulada trampa y golpeaba con los nu­dillos las desnudas paredes en busca de la hue­ca voz del cuarto que pudiera haber más allá de la torre. Pasó la mano por las telarañas de la ventana y a través del polvo divisó la nieve de la Nochebuena. Un mundo de colinas se escalonaba hasta el compás del cielo y cum­bres que el niño nunca había visto alargaban los brazos a los copos de nieve. Se extendían ante él peñas y bosques, anchos mares de Tie­rra estéril y una marea nueva de cielos ba­rriendo las negras playas. Hacia el Este, som­bras de criaturas inefables y una madriguera de árboles.
–¿Quiénes son aquéllas?, ¿quiénes son?
–Son las colinas de Jarvis –dijo el jar­dinero–, que han estado ahí desde el princi­pio.
Tomó al niño de la mano y lo apartó de la ventana. La llave volvió a introducirse en la cerradura.
Aquella noche el niño durmió bien, había una fuerza especial en la nieve y en la obscuri­dad, una música inalterable en el silencio de las estrellas y un silencio en el viento veloz. Belén estaba más cerca de lo que él esperaba.

La mañana de Navidad el tonto entró en el jardín. Tenía el pelo húmedo y los zapatos nevados, rotos y enfangados. Cansado del lar­go viaje desde las colinas de Jarvis y desma­yado de hambre, se sentó junto al viejo árbol hasta donde el jardinero había arrastrado un tronco. Entrelazó los dedos, mirando los de­solados parterres y las malas hierbas que cre­cían en los bordes del sendero. Por encima de un alero rojo sobresalía la torre como un árbol de piedra y cristal. Se subió el cuello del abrigo, pues un viento fresco golpeaba el ár­bol, se miró las manos y vio que rezaban. En­tonces el miedo del jardín vino sobre él, los matorrales se habían vuelto enemigos y los árboles, en avenida hasta la verja, levantaban sus brazos pavorosamente. Mirando a las co­linas el lugar parecía estar muy alto; desde el temblor de los penachos de una nueva monta­ña, parecía, en cambio, estar muy bajo. El viento soplaba aquí con fuerza rasgando rabio­samente el silencio, arrancando de las ramas viejas una voz judía. El silencio latía como un corazón. Sentado ante las crueles colinas, oyó una voz que desde su interior clamaba:
–¿Por qué me trajiste aquí?
No pudo decir por qué había venido, le ha­bían dicho que viniera y alguien le había guiado, pero no sabía decir quién. De los arriates surgió una voz y empezó a diluviar.
–Dejadme –dijo el tonto, volviéndose con­tra el cielo–. Tengo lluvia en la cara y viento en las mejillas.
Y abrazó la lluvia.
Allí lo encontró el niño, al amparo del ár­bol, soportando la tortura del tiempo con divina paciencia, con una triste mueca de sonrisa en los labios y el cabello desaliñado al viento.
¿Quién era aquel extraño? Tenía fuego en los ojos y el cuello desnudo bajo el abrigo, pero sonreía sentado contra el árbol el día de Na­vidad.
–¿De dónde has venido? –preguntó el niño.
–Del Este –respondió el tonto.
No le había engañado el jardinero y la torre tenía un secreto. El árbol raído que relucía en la noche era el primero de todos los árboles.
Y volvió a preguntar:
–¿De dónde has venido?
–De las colinas de Jarvis.
–Ponte de pie contra el árbol.
El tonto, sonriendo todavía, se levantó y re­clinó la espalda contra el tronco.
–Pon los brazos así.
El tonto extendió los brazos.
El niño escapó corriendo hacia el cobertizo, y al llegar a los arriates empapados, vio que el tonto no se había movido, que todavía seguía allá, con la espalda contra el árbol y los brazos abiertos erguido y sonriente.
–Déjame atarte las manos.
El tonto sintió cómo el alambre inútil del rastrillo le ceñía las muñecas, se le clavaba en la carne, y la sangre de las heridas manaba brillante y caía sobre el árbol.
–Hermano –dijo.
Y vio que el niño soste­nía en la palma de la mano unos clavos de plata.

El mapa del amor
(1937)

–Aquí viven –dijo Sam Rib– las bestias de dos espaldas.
Señaló su mapa del Amor, cuadrátula de mares, islas y continentes extra­ños con una selva obscura en cada extremo. La isla de las dos espaldas, en la línea del ecuador, se encogía a su tacto como piel afectada de lu­pus y el mar de sangre que la rodeaba encon­traba un nuevo movimiento en sus aguas. El semen, cuando subía la marea, rompía contra las bullentes costas; los granos de arena se multiplicaban; las estaciones se sucedían; el verano, con ardor paterno, daba paso al otoño y a los primeros aguijones del invierno, dejan­do que la isla conformase en sus recodos los cuatro vientos contrarios.
–Aquí –dijo Sam Rib, poniendo los de­dos en las montañas de un islote– viven las primeras bestias del amor.
Y también la progenie de los primeros amores mezclados, como no ignoraba, con las matas que barniza­ban sus verdes elevaciones, con su propio viento y la savia que nutría el primer chirrido de un amor que nunca, mientras no llegara la primavera, encontraba la respuesta nerviosa en las hojas correspondientes.
Beth Rib y Reuben señalaron el mar verde que rodeaba la isla. Este corría por entre las quebrazas como niño por sus primeras grutas. Marcaron los canales bajo el mar, dibujados esquemáticamente, que engarzaban la isla de las primeras bestias con las tierras palustres. Avergonzados de las plantas semilíquidas que brotaban del pantano, los venenos trazados a pluma que se cocían en las matas y la copu­lación en el barro secundario, los niños se ru­borizaron.
–Aquí –dijo Sam Rib– hay dos meteoros que se mueven.
Siguió con el dedo los trián­gulos finamente dibujados de dos vientos y la boca de dos querubines arrinconados. Los me­teoros se movían en un solo sentido. Se arrastraban individualmente por sobre las abomi­naciones de la ciénaga, gozosos del amor de sus propias lluvias y nevadas, del amor del ruido de sus propios suspiros y los placeres de sus propios padecimientos verdes. Los me­teoros, garzón y doncella, se desplazaban en medio de aquel mundo agitado, tronando la tempestad marina bajo ellos, divididas las nu­bes en innúmeros anhelos de movimiento mien­tras ellos se limitaban a observar con descaro el descarnado muro de viento.
–Volved, oh pródigos sintéticos, al labo­ratorio de vuestro padre –declamó Sam Rib– y al cebado becerro del tubo de ensayo.
Se­ñaló los cambios de dirección, en que las líneas dibujadas a pluma de los temporales ya sepa­rados sobrevolaban la profundidad del mar y la segunda fisura entre los dos mundos de amantes. Los querubes soplaron más fuerte; el viento de los dos meteoros trastocadores y las espumas del mar unificados continuaron su empuje; los temporales se detuvieron frente a la costa única de dos países acoplados. Dos torres desnudas sobre los dos-amores-en-un-grano de los millones de la arena combinaban aquéllos, según informaban las flechas del ma­pa, en un solo ímpetu. Pero las flechas de tinta los hacían retroceder; dos torres agostadas, húmedas de pasión, temblaban de terror a la vista de su primera cópula y dos sombras pá­lidas arrollaron la Tierra.
Beth Rib y Reuben escalaron la colina que proyectaba un ojo de piedra sobre el valle des­guarnecido; corrieron colina abajo cogidos de la mano, cantando mientras lo hacían, y de­jaron sus botitas en la hierba húmeda del pri­mero de los veinte campos. En el valle había un espíritu que campearía cuando todas las colinas y árboles, todas las rocas y arroyos hu­bieran quedado enterrados bajo la muerte del Occidente. Y allí se alzaba el primer campo, donde el loco Jarvis, cien años atrás, había derramado su simiente en la entraña de una muchacha calva que había vagado desde su lejano país y yacido con él en los ayes del amor.
Y el cuarto campo, un lugar de maravillas, donde los muertos pueden retorcer las piernas de todos los borrachos desde sus tumbas mar­chitas y los ángeles caídos guerrean por sobre las aguas de los ríos. Plantado en el suelo del valle a una profundidad mayor de la que las ciegas raíces pudieran abrir tras sus compa­ñeras, el espíritu del cuarto campo emergía de las tinieblas arrancando lo profundo y tenebroso de los corazones de todos los que bollan el valle a una treintena de kilómetros o más de las lindes del condado montañoso.
En el campo décimo y central, Beth Rib y Reuben llamaron a la puerta de los cortijos para preguntar por el enclave de la primera isla rodeada de colinas amantes. Llamaron a la puerta trasera y les espetaron un reproche fantasmal.
Descalzos y cogidos de la mano corrieron por los diez campos restantes hasta la orilla del Idris, donde el viento olía a algas marinas y el espíritu del valle estaba engarzado con la lluvia del mar. Pero llegó la noche, mano so­bre muslo, y las figuraciones de las dilatacio­nes sucesivas del río por entonces anieblado arrojó a su lado una nueva forma. Una forma isleña, amurallada de obscuridad, a un kilómetro río arriba. Furtivamente, Beth Rib y Reuben caminaron de puntillas hasta el agua murmuriante. Vieron que la forma crecía, desenlaza­ron sus dedos, se quitaron las ropas estivales y, desnudos, se precipitaron al río.
–Río arriba, río arriba –susurró ella.
–Río arriba –dijo él.
Flotaron río abajo cuando una corriente tiró con fuerzas de sus piernas, pero salvaron ésta y nadaron hacia la isla todavía en creci­miento. Brotó el barro del lecho del río y libó de los pies de Beth.
–Río abajo, río abajo –dijo ella y ambos forcejearon con el barro.
Reuben, rodeado de algas, luchó con las cabezas grises que pugnaban con sus manos y siguió a la muchacha hasta la orilla del valle de altura.
Sin embargo, mientras Beth seguía nadan­do, el agua le hizo cosquillas; el agua le pre­sionaba su costado.
–Amor mío –exclamó Reuben, excitado por el cosquilleo de las aguas y las manos de las algas.
Y, al detenerse desnudos en el campo vigé­simo, susurró ella:
–Amor mío.
Al principio, el miedo les hizo retroceder. Mojados como estaban, tiraron de las ropas hacia sí.
–Al otro lado de los campos –dijo ella.
Al otro lado de los campos, en la dirección de las colinas y la morada de montaña de Sam Rib, los niños corrieron como torres agosta­das, abandonado su lazo, aturdidos por el ba­rro y sufriendo el sonrojo producido por el primer cosquilleo del agua de la isla neblinosa.
–Aquí viven –dijo Sam Rib– las prime­ras bestias del amor.
Los niños escuchaban en el frescor de la mañana siguiente, demasia­do asustados para rozarse las manos. Volvió a señalar la combada colina que daba a la isla e indicó el curso de los canales delineados que casaban barro con barro, verde marino con un verde más profundo y todas las montañas del amor y las islas en un solo territorio.
–He aquí los consortes vegetales, los consortes ver­des, los granos –dijo Sam Rib– y las aguas divisorias que emparejan y se emparejan. El Sol con la hierba y la lozanía, la arena con el agua y el agua con la hierba perenne empare­jan y se emparejan para gestación y fomento del globo.
Sam Rib se había casado con una mujer verde, al igual que el tío abuelo Jarvis lo había hecho con su muchacha calva; se ha­bía casado con una acuosidad femenina para gestación y fomento de los niños que se rubo­rizaban junto a él. Observó cómo las tierras pantanosas estaban tan cerca de la primera bestia que doblara la espalda, una colina el orbe de las bestias dobladas de abajo tan alta como la colina del tío abuelo que la noche pasada había enarcado el entrecejo y envuelto en cuescos. La colina del tío abuelo había he­rido los pies de los niños, pues los cebos y las botitas se habían perdido para siempre en­tre las matas del primer campo.
Al pensar en la colina, Beth Rib y Reuben se quedaron quietos. Oyeron decir a Sam que la colina de la primera isla era de descenso tan suave como la lana, tan lisa como el hielo para deslizarse. Recordaron el dócil descenso de la noche anterior.
–Colina mansa –dijo Sam Rib–, de subi­da trabajosa.
Lindando con la colina de los adolescentes había una blanca carretera de piedra y hielo señalada por los pies deslizantes o el trineo de los niños que bajaran; otra carretera, al pie, ascendía en un reguero de san­gre y piedra roja señalado por las huellas va­cilantes de los niños que subieran. El descenso era suave como lana. Un fallo en la primera isla y la colina ascendente se rodearía de una punzante masa de cuescos.
Beth Rib y Reuben, que nunca olvidarían los encorvados peñascos y los pedernales entre la hierba, se miraron por primera vez en aquel día. Sam Rib le había hecho a ella y lo moldearía a él, haría y moldearía al muchacho y a la joven conjuntamente hasta conformar un escalador doble que suspirase por la isla y se fundiera allí en un esfuerzo singular. Volvió a hablarles del barro, pero no quiso que se asustaran. Y que las grises cabezas de las algas estaban rotas y que nunca volverían a hinchar­se en las manos del nadador. El día del ascenso había transcurrido; restaba el primer descen­so, colina en el mapa del amor, dos ramas de hueso y olivo en las manos infantiles.
Los pródigos sintéticos volvieron aquella noche a la estancia de la colina, a través de grutas y cámaras que corrían hasta el techo, distinguiendo el techo de estrellas y con la feli­cidad en sus manos cerradas. Ante ellos estaba el valle roturado y el pasto de los veinte cam­pos nutría al ganado; el ganado de la noche se rebullía junto a las cercas o saltaba a las cáli­das aguas del Idris. Beth Rib y Reuben corrie­ron colina abajo, aún bajo sus pies la ternura de las piedras; acelerando la marcha, descendieron el ijar de Jarvis, el viento en el cabello, azotando sus aletas palpitantes aromas mari­nos que soplaban del norte y del sur, donde no había ningún mar; y, reduciendo la veloci­dad, llegaron al primer campo y la linde del valle para encontrar sus botines venustamente dispuestos en un lugar hollado por alguna pe­zuña, en la hierba.
Se calzaron las botitas y corrieron por en­tre las hojas que caían.
–He aquí el primer campo –dijo Beth Rib a Reuben.
Los niños se detuvieron, la noche iluminada por la Luna siguiendo su curso, una voz surgiendo al filo de la obscuridad.
Dijo la voz:
–Vosotros sois los niños del amor.
–Y tú, ¿dónde estás?
–Soy Jarvis.
–¿Y quién eres?
–Aquí, queridos míos, aquí en la cerca, con una mujer sabia.
Pero los niños se alejaron corriendo de la voz que surgía del cercado.
–Aquí, en el segundo campo.
Se detuvieron para recuperar el aliento y una comadreja, produciendo su ruidito, pasó corriendo por sus pies.
–Cógete más fuerte.
–Yo te cogeré más fuerte.
Dijo una voz:
–Sujetaos más fuerte, niños del amor.
–¿Dónde estás?
–Soy Jarvis.
–¿Quién eres?
–Estoy aquí, aquí, yaciendo con una vir­gen de Dolgelley.
En el tercer campo, el hombre que corres­pondía a Jarvis penetraba a una muchacha verde y, mientras les llamaba niños del amor, penetraba al espectro de la joven y el aroma de suero de mantequilla de su aliento. Penetra­ba a una tullida en el cuarto campo, pues la torsión de los miembros femeninos prolonga­ban el amor, y maldijo a los niños indiscretos que le habían sorprendido con una amante de miembros tiesos en el quinto campo, delimitan­do las divisiones.
Una muchacha de la Cuenca del Tigre sujetaba con fuerza a Jarvis, y sus labios forma­ban sobre el cuello del hombre un corazón rojo y partido; allí estaba el campo sexto y rizado por los temporales, donde, apartándose del peso de las manos femeninas, vio el hom­bre la inocencia de ambos, dos flores que sa­cudían la oreja de un cerdo.
–Rosa mía –dijo Jarvis, pero el séptimo amor perfumaba sus manos, sus manos pulsa­doras que sostenían el cancro de Glamorgan bajo la octava cerca. Del Corazón del Monas­terio de Bethel, una mujer santa le sirvió por novena vez.
Y los niños, en el campo central, gritaron mientras diez voces subían, subían, bajaban de los diez espacios de la medianoche y el mundo cercado.
Era noche cerrada cuando respondieron, cuando los gritos de una voz respondieron compasivamente a la pregunta a dos voces que trinó en las rayas del aire que subía, subía y bajaba.
–Nosotros –dijeron– somos Jarvis, Jarvis bajo la cerca, en los brazos de una mujer, una mujer verde, una mujer calva como tejón, sobre una pata de paloma.
Contaron el número de sus amores ante los oídos de los niños. Beth Rib y Reuben oyeron los diez oráculos y se rindieron con timidez. Más allá de los campos restantes, entre los susurros de las diez últimas amantes, ante la voz del avejentado Jarvis, grisáceo su pelo en las últimas sombras, se precipitaron al Idris. La isla relucía, el agua parloteaba, había un ademán de miembros en cada caricia del vien­to que mellaba el río sereno. El se quitó las ropas estivales y ella dispuso los brazos como un cisne. El muchacho desnudo estaba a su espalda; y ella se volvió y lo vio zambullirse en los escarceos de su aguja. Tras ellos, mo­rían las voces de los padres de ella.
–Río arriba –exclamó Beth–, río arriba.
–Río arriba –replicó él.
Sólo las cálidas aguas cartografiadas co­rrieron aquella noche sobre las playas de la isla de las primeras bestias, blanca bajo la Luna nueva.

-
La mujer y el ratón
(1936)

1
En los aleros del manicomio los pájaros anunciaban la llegada de la primavera. Su trino imperturbable no se rendía al lastimero aullido canino de un loco que alargando los brazos por entre las rendijas de una de las habita­ciones superiores parecía desgarrar el cielo que se extendía entre su ventanuco y los nidos. El aire traía un fresco aroma hasta el blanco edi­ficio y sus contornos. Por la tapia que lo sepa­raba del mundo, el manicomio asomaba las verdes manecillas de sus árboles.
En los jardines los enfermos se hallaban sentados contemplando el Sol, las flores o la nada, o bien paseaban sosegadamente por los senderos de gravilla que crujían estremecidamente a su paso. Eran parterres donde hubieran podido corretear en silencio niños con tra­jes de colores. Había en todo el edificio una dulce expresión como si allí se supiera tan sólo de las cosas amables de la vida y de las emociones discretas. En una de las habitaciones centrales se encontraba un niño que se había seccionado con unas tijeras los pulgares.
A un lado del sendero principal que unía la verja con el edificio, ligeramente apartada de él, una niña con los brazos en alto hacía señas a los pájaros. En vano intentaba seducir a los gorriones articulando y retorciendo los dedos. «Tiene que ser primavera», dijo. Los go­rriones cantaban exultantes, y al poco dejaron de cantar.
Volvió a sentirse el aullido de la habitación superior. Apresado entre los barrotes de la ven­tana aparecía el rostro del loco. Abría la enor­me circunferencia de la boca y gruñía contra el Sol escuchando las inflexiones de sus voces con atención despiadada. Tenía los ojos, de mi­rada perdida, clavados contra los céspedes y sentía la rotación de los años que tenuemente retrocedían. Los barrotes de hierro se derre­tían bajo el Sol. Como una flor, se abrió en un latido una nueva habitación.

2
Se había despertado todavía en la obscuri­dad, y ahora escrutaba en el cabo del cerebro el sentido del sueño para que bajo cada uno de sus símbolos posara una claridad separada. Había símbolos olvidados, habían desfilado muy de prisa por un crujir de hojas, los gestos manuales de una mujer que se contoneaba en el firmamento, una lluvia y un rumor de viento. Recordaba la cara ovalada de la mujer y el color de sus ojos. Recordaba el tono de su voz, pero no lo que había dicho. Había estado pa­seando por la hierba y sus palabras habían caído con las hojas y había hablado con el viento que golpeteaba las cristaleras como un viejo.
En la tragedia loca de un griego había ha­bido siete mujeres con idéntico rostro corona­das de un aro de cabellos locos y negros. Una a una habían pasado por la hierba y desapa­recido después. Le habían vuelto la cara into­lerablemente angustiada de dolor.
El sueño había cambiado ahora. Donde es­tuvieron las mujeres, había ahora una avenida de árboles. Los árboles de las márgenes se in­clinaban y entrelazaban las manos y todo se tornaba un negro bosque. Se había visto a sí mismo, absurdamente desnudo, franquearlo hasta las profundidades. Al pisar un haz de leña, sintió una mordedura. De nuevo estaba ante él el rostro de la mujer. Aquel rostro fati­gado era todo su sueño. Los cambiantes deta­lles, los celestiales cambios del sueño, los apalancados árboles y las dentelleantes ramas, todo lo demás no era sino la trama de su deli­rio. No era la sombra enfermiza del pecado lo que enturbiaba su rostro, era la enfermiza sombra de no haber jamás pecado y de no ha­ber estado nunca bien.
Encendió la vela de la mesilla de madera que tenía junto a la cama. La llama confundió las sombras de la habitación y extrajo de la obscuridad deformadas figuras humanas. Oyó el reloj por vez primera. No había oído hasta entonces otra cosa que el viento del exterior y los claros sonidos de invierno del mundo noc­turno. Mas ahora el ligero tictac se sentía como el corazón de un ser oculto allí. Ahora no oía a los pájaros de la noche. El sonoro reloj aho­gaba su llanto o acaso el viento conmoviera gélidamente los entresijos de su plumaje. Re­cordó los negros cabellos de la mujer de los árboles y de las siete mujeres paseando por la hierba.
Ya no podía escuchar la voz de la razón. A su lado latía el pulso de un corazón nuevo. Dejó satisfecho que el sueño dictara su propio ritmo. Cuando el Sol se ponía, se levantaba una y otra vez y, bajo la negrura loca de las estre­llas, paseaba por los montes mientras el viento acariciaba su pelo y su nariz. De lo alto de los montes salían a la obscuridad conejos y ratas consolados por las sombras de la hiriente luz del Sol. La mujer se había alzado también en la obscuridad y atrapaba centenares de estrellas y le enseñaba un misterio que pendía y brillaba en las alturas de la noche celestial, más allá de las constelaciones que se abrían al otro lado de los visillos.
Volvió a dormirse y despertó con el día. Mientras se vestía, un perro arañó la puerta. Lo dejó entrar y le acarició el húmedo hocico. Hacía demasiado calor para un día de invierno. Una brisa ligera no aliviaba la acidez del calor. Al abrir la ventana, los rayos oblicuos del Sol retorcieron sus imágenes en los haces implaca­bles de luz.
Mientras comía trataba de no pensar en la mujer. Se había alzado de las profundidades de la obscuridad. Ahora se había perdido nueva­mente, estaba ahogada o muerta. Al resplandor de la impoluta cocina, entre los blancos tablo­nes, los candelabros de bronce, los platos de las estanterías y el fragor del reloj y la tetera, se sentía atrapado entre el creer y el no creer en ella. Ahora se fijaba en las líneas de su cue­llo. Vio su carne en el pan cortado, su sangre, que aún fluía por los canales de su misterioso cuerpo, en el agua de primavera.
Pero otra voz le decía que estaba muerta. Era la mujer de una historia de locos. Se obli­gó a escuchar la voz que repetía que estaba muerta. Muerta, viva, ahogada, en pie. Las dos voces se cruzaban por el cerebro. Se resistía a pensar que se hubiera apagado en ella la últi­ma chispa de vida. Está viva, viva, exclamaron las dos voces al tiempo.
Mientras estiraba las sábanas vio un block y sentándose a la mesa tomó con elegancia un lapicero. Por el monte sobrevoló un gavilán. Por delante de la ventana planearon unas ga­viotas, con las alas distendidas e inmóviles, chirriando. En un agujero junto a las madri­gueras, una rata amamantaba a su retoño mien­tras el Sol se remontaba hacia las nubes. Y él dejó el lapicero.

3
Una mañana de invierno, después de haber rasgado inútilmente el canto del gallo los ám­bitos del jardín, aquella que con él había vivido tanto tiempo, surgió con todo el esplendor de su juventud. Había proclamado su voluntad de ser libre y de escapar de la ruta de sus sueños. Si no hubiera estado en el principio, no hu­biera habido principio. Cuando él era niño, había danzado ella por su vientre, y había atizado sus infantiles entrañas. Y ahora por fin él había hecho nacer a quien le había acompañado desde el principio. Con él vivieron un perro, un ratón y una mujer de cabellos negros.

4
No es poco, pensó, la escritura que ante mí se extiende. Es la historia de la creación, la fábula del nacimiento. Otro ser se había ge­nerado de sí. No de sus entrañas, sino de su alma y de su cabeza fecunda. Había alcanzado él la casa de la colina donde el ser que llevaba en su interior madurara y naciera lejos de la mirada de los hombres. Entendió que el viento que traía el grito de la mujer había hablado en su último sueño. «Hazme nacer», había ex­clamado. Y él había dado el ser a esa mujer. Revestida de carne, la vida recibida le haría ahora caminar, hablar y cantar. Y supo tam­bién que era un ser absoluto sobre las impo­lutas páginas. Había un oráculo en la punta del lápiz.
Después de comer estuvo limpiando la co­cina. Cuando hubo fregado hasta el último pla­to, contempló aquel espacio. En un rincón, junto a la puerta, se abría un agujero del ta­maño de media corona. Halló una piececita de hojalata y la clavó tapando el agujero de modo que nada pudiera entrar ni salir por él. Se puso el abrigo y salió en dirección del mar y los montes.
De la irrumpiente marea saltaban quebra­das las aguas hasta caer y encharcar las hen­diduras de las rocas. Descendió hasta el semicírculo de la playa y los racimos de conchas no se rompían con sus pisadas. Sintió en un costado los latidos del corazón y volvió la mi­rada hacia el punto en que las rocas mayores trepaban desafiantes hacia los prados. Y allí, al pie del acantilado, le hacía frente la sonrisa dibujada en el rostro ovalado de la mujer. La espuma salpicaba su cuerpo desnudo y por entre los pies le corrían ligeras volutas de agua marina. Levantó la mujer la mano y se llegó hasta donde ella estaba.

5
Con el frescor del atardecer pasearon por el jardín de la casa. Al recubrir su desnudez mantenía la mujer toda su belleza. Los pies enguantados se deslizaban con la misma lige­reza que si anduvieran descalzos. Su voz tenía la claridad de una campana y la cabeza sobre­salía con dignidad elegante. En el paseo por los estrechos senderos, sintió acordes los chi­rridos de las gaviotas. Y ella señalaba con el dedo arbustos y pájaros, y alumbraba en alas y hojas placeres nuevos, nueva belleza en el fragor agitado de las aguas contra las guijas y vida nueva en las muertas ramas de los árboles.
–Qué tranquilo es este lugar –dijo ella contemplando la obscura acometida del mar en la ribera–. ¿Es siempre así?
–Cuando son aguas de tormenta, no –con­testó–. Los niños juegan por el monte y los enamorados bajan a las orillas.
El atardecer se tornó noche tan de repente que en el mismo lugar que ella ocupaba se alzaba ahora una sombra lunar. La tomó de la mano y juntos corrieron hacia la casa.
–Antes de llegar yo, estabas muy solo –di­jo ella.
Contra el hogar crepitó una brasa y él se echó hacia atrás y un movimiento de las ma­nos mostró su susto.
–Te asustas con facilidad –dijo ella–. A mí no me asusta nada.
Pero repensó sus palabras y entonces dijo con voz queda:
–Tal vez un día no tenga piernas con que andar ni manos con que tocar ni corazón bajo el pecho.
–Mira las estrellas –dijo él–. Forman en el cielo una figura. Son letras que componen una palabra. Alguna noche levantaré la vista y leeré la palabra.
Pero ella le besó y apaciguó su temor.

6
El loco recordaba las inflexiones de su voz, oía de nuevo el susurro de sus prendas y veía la curvatura espléndida de su pecho. En los oídos le tronaba su propio aliento. Una niña en la playa hacía señas a los gorriones. Un niño ronroneaba en alguna parte y acariciaba los negros lomos de un caballo de madera que relinchaba y se tumbaba después plácidamente.

7
Durmieron abrazados la primera noche, uni­dos en la obscuridad. Las sombras, perdida su antigua deformidad, se habían perfilado y re­cortado con la presencia de la mujer.
Y las estrellas los contemplaban y fulgían en sus ojos.
–Mañana tendrás que contarme lo que sueñes –dijo él.
–Será lo que he soñado siempre –dijo ella–. Paseo por la hierba, voy y vengo por el mismo retazo hasta que me sangran los pies. Son siete imágenes de mí misma yendo y vi­niendo por el mismo lugar.
–Ese es mi sueño. Siete es un número má­gico.
–¿Mágico? –dijo ella.
–Una mujer construye un hombre de cera y le clava un alfiler en el pecho, y el hombre muere. Existe un pequeño demonio que nos dice lo que ha de hacerse. Muere una mujer y se la ve pasear. Una mujer se convierte en monte.
Ella descansó la cabeza en los hombros del loco y se durmió.
Él la besó en la boca y le acarició el cabello.
Ella dormía y él no podía dormir. Miraba las estrellas en atenta vigilia. Ahogado en te­rrores, las aguas hambrientas se cernían sobre su cráneo.
–Tengo dentro un demonio –dijo.
Ella se revolvió al sonido de las palabras, pero de nuevo quedó su cabeza inmóvil y ya­ciente su cuerpo en el lecho frío.
–Tengo dentro un demonio, pero no le digo lo que ha de hacer. El demonio me levanta la mano y yo escribo, y de las palabras brota la vida. Ella es la mujer del demonio.
Emitió una queja de satisfacción y se acu­rrucó junto a él. El cálido aliento de la mujer recorría su cuello y el pie de aquélla reposaba en el suyo como un ratón. Observó la belleza de su sueño. Aquella belleza no podía haber nacido del mal. Dios, a quien había buscado en su soledad, había hecho esta mujer para ser su compañera de igual forma que había dado antes a Adán aquella costilla de su cuerpo lla­mada Eva.
Volvió a besarla y la vio sonreír en el sueño.
–Dios a mi lado –se dijo.

8
No había dormido con Raquel ni desperta­do con Leah. Tenía en las mejillas la palidez del amanecer. Con la uña acarició suavemente su rostro, y ella no se movió.
Pero no había habido en su sueño una mu­jer. Ni siquiera una hila de cabello femenino se había descolgado del cielo. Dios había des­cendido en una nube y la nube se había trans­formado en un nido de serpientes. El mezquino silbo de las serpientes había sugerido un ru­mor de aguas y en ellas había perecido ahogado. Se había hundido en los abismos, por debajo de los verdes escorzos y las pompas de los peces, en los abismos óseos del fondo del mar.
Y allá, detrás de una blanca cortina, se mo­vían gentes sin propósito, entonando una leta­nía de palabras sin cordura.
–¿Qué has encontrado debajo del árbol?
–Un hombre de aire.
–No, no, debajo del otro árbol.
–Un feto dentro de una botella.
–No, no, debajo del otro árbol.
–Una ratonera.
Se había hecho invisible. No había más que su voz. Había cruzado en un vuelo un tramo de jardines caseros y la voz, enredada en una maraña de antenas de radio, le sangraba como si tuviera substancia. Desde unas hamacas, unos hombres escuchaban el vómito de unos alta­voces:
–¿Qué has encontrado debajo del árbol?
–Un hombre de cera.
–No, no, debajo del otro árbol...
Nada recordaba sino retazos de frases, los movimientos de un hombro que se volvía, el rápido vuelo, la caída de las sílabas. Poco a poco, sin embargo, el sentido se venía aproxi­mando a su cerebro. Ya podía traducir todos los símbolos de sus sueños y alzó el lapicero para que todo quedara claro y firme en el pa­pel. Mas las palabras se resistían. Y cuando tomó asiento para escuchar más de cerca, el sonido ya no se sentía. Ella abrió los ojos.
–¿Qué estás haciendo? –dijo.
Dejó el papel y la besó antes de vestirse.
–¿Qué has soñado esta noche? –le pregun­tó a la mujer después del desayuno.
–Nada. He dormido, sólo eso. Y tú, ¿qué has soñado?
–Nada –repuso.

9
El grito exultante de la creación venía en el rumor del hervor del agua, llegaba hasta los cegadores reflejos de la loza y de las baldosas que ella barría con el candor de una pequeña que barre su casa de muñecas. Tan sólo se dis­tinguía en ella el flujo desbordado de la crea­ción, la majestad trascendente de ser y vivir en los pliegues insensibles de la carne que dis­curría por todo su cuerpo. Tras los horrores de la interpretación de los símbolos, no podía entender él por qué el mar apuntaba con la cresta de cada una de sus olas a las fértiles y remotas estrellas, por qué la agonizante mar­cha de la Luna trasponía aquella escena feroz.
Ella había dado forma a sus imágenes aque­lla tarde. Se inclinó levemente y enturbió la luz de la lámpara, y por cada uno de los poros de su mano surgía resplandeciente el óleo de la vida.
Y ahora en el jardín recordaban su primer paseo por él.
–Qué solo te sentías antes de que yo lle­gase.
–Qué pronto te asustabas.
Nada de aquella belleza se había perdido al cubrir su desnudez. Aunque él hubiera dormido a su lado, ahora le satisfacía conocer su cuer­po. La fue desnudando y luego la amó allí mis­mo, en un lecho de hierbas.

10
El ratón había estado aguardando la consu­mación. Arrugando los ojos, se deslizaba clan­destinamente por el túnel que nacía en la pared de la cocina, sembrado de pequeños fragmen­tos de papel a medio roer. Sus pasitos quedos y frágiles avanzaban por la obscuridad, araña­ban sus uñitas la madera. Clandestinamente procedía por el recinto abierto entre los muros y saludaba con un chillidito a la ciega luz que se filtraba por las grietas hasta limar definiti­vamente aquel telón de hojalata. Lentamente la luz de la Luna se iba posando sobre aquel espacio en que el ratón, persistente en su des­trucción, iba ganando terreno a la claridad. Cayó la última barrera. Y ya estaba el ratón sobre las baldosas de la cocina.

11
Aquella noche el loco hablaba del amor en el jardín del Edén.
–Plantaron en Oriente un jardín y Adán fue a habitarlo. Hicieron de él a Eva, hueso de su hueso, carne de su carne. Vivían desnu­dos, como tú en las orillas del mar lo estabas, pero Eva no pudo ser tan bella. Comieron con el demonio y el demonio los vio desnudos y en­tonces cubrieron su desnudez. Por primera vez habían reconocido el mal en sus hermosos cuerpos.
–Tú viste, entonces, el mal en el mío –dijo ella– cuando estaba desnuda. Tan pronto es­taba desnuda como vestida. ¿Por qué cubriste mi desnudez?
–No era bueno contemplarla –dijo él.
–Pero si era hermosa... Tú mismo has di­cho que era hermosa –dijo ella.
–No era bueno contemplarla.
–Has dicho que el cuerpo de Eva era bello. Y sin embargo, dices que no era bueno contem­plarme. ¿Por qué cubriste mi desnudez?
–No era bueno contemplarla.

12
–Sé bienvenido –dijo el demonio al lo­co–. Mírame bien. Crezco y crezco. Mira cómo me multiplico. Mira mis ojos tristes y griegos. Y el deseo vehemente de nacer en mi torva mirada. ¡Qué divertido!
–Soy un muchacho del manicomio que des­pluma a los pájaros. Recuerda los leones que murieron crucificados. ¡Quién sabe si no fui yo mismo quien abrió la puerta del sepulcro para que Cristo saliera!
El loco había escuchado la bienvenida una y otra vez. Constantemente desde aquel atar­decer del segundo día que siguió al amor en el Paraíso, desde el día en que le había dicho a la mujer que no era bueno contemplar su desnudez, había escuchado la bienvenida y ha­bía visto que aquellas palabras, desprendidas de un arco de lluvia, habían ardido en el mar. Tan sólo una sílaba en los oídos, la primera de ellas, y ya él había comprendido que ninguna cosa de la Tierra podría salvarle, y que el ratón saldría.
Ya había salido el ratón.
El loco dio un grito a la niña que hacía señas a los pájaros: una bandada formaba en una rama apiñadamente.

13
–¿Por qué cubriste mi desnudez?
–No era bueno contemplarla.
–¿Por qué, no, no, debajo del otro árbol?
–No era bueno, encontré una cruz de cera.
Y mientras ella le preguntaba aturdida y dulcemente el porqué aquel a quien ella tanto amaba encontraba impúdica su desnudez, él sentía que los quebrados fragmentos de una vieja endecha se interponían en la pregunta.
–Así pues, ¿por qué? –decía ella–. ¿No, no, debajo del otro árbol?
Se oyó a sí mismo contestar:
–No era bueno, encontré una espina que hablaba.
Las cosas reales e irreales mudaban de lu­gar y, cuando un pájaro rompió en un trino, sintió que en aquella garganta se escondía un balbuceo de primavera.
Ella se alejó de su presencia con una son­risa donde aún se dibujaba una pregunta y pa­sando la cresta de una loma, desapareció por la semiobscuridad en que la figura contorneada de una casa de campo semejaba otra mujer. Y luego volvió diez veces más con diez aspec­tos diferentes. Con su aliento le acariciaba la oreja, con el dorso de la mano rozaba la frialdad de sus labios, y en la distancia, a una milla, encendió las luces de la casa.
Contemplando las estrellas se hizo de noche. El viento cortaba la noche nueva. Muy de im­proviso se oyeron los gritos de un pájaro so­brevolando la espesura y el ulular hambriento de una lechuza en el lejano bosque.
El gran ojo verde y oriental de Sirio con­tradecía los latidos de su corazón. Se puso la mano ante los ojos, así no lo deslumbraría la estrella, y se encaminó calmosamente en direc­ción a la lucecita que brillaba en los alrededo­res de aquel hogar. Era la unión de todos los elementos: viento, fuego y mar, amor y desa­mor, todos enhebrando un círculo en torno a sí.
La mujer no estaba sentada junto al fuego, plegado el vestido y sonriente, según la había imaginado. Pronunció su nombre desde la es­calera. Se acercó hasta el dormitorio vacío y luego la llamó por el jardín. Había desapare­cido y todo el misterio de su presencia había dejado tras de sí el ámbito del hogar. Aquellas sombras que había creído ver difuminarse en el momento en que ella había aparecido, po­blaban ahora los rincones con un murmullo de femeninas voces. Mientras subía las escaleras, sintió que las voces de las sombras se hacían cada vez más penetrantes y el lugar todo rever­beraba con ellas y ya no podía escucharse el viento.

14
Se había dormido con lágrimas en las me­jillas y dolor en el alma. Había llegado al fin a aquel mismo hueco de nube donde su padre solía sentarse.
–Padre –dijo–, he recorrido el mundo entero en busca de algo que mereciera ser ama­do, pero ya he desistido y sólo vago de un lugar a otro, entre horribles gemidos, reconozco en la voz de las ranas y los vencejos mi propia voz, distingo mi propio rostro en el rostro enig­mático de las fieras.
Extendió los brazos esperando que descen­diera la palabra desde aquella vieja boca escon­dida tras la blanca barba de heladas lágrimas. Y suplicó al viejo que hablase.
–Háblame, a mí, a tu hijo. Recuerda nues­tras lecturas de los clásicos en las azoteas. Recuerda cómo tañías el arpa irlandesa hasta que los gansos, los siete gansos del Judío erran­te, se alzaban graznando por el aire. Háblame, padre, soy tu único hijo, el pródigo ido de los herbazales de los pequeños pueblos, ido del olor y el murmullo de las ciudades, ido de los desiertos de espinas y de los mares profundos. Eres un hombre sabio y viejo.
Seguía suplicando la palabra del viejo, pero, acercándose a él y contemplando su cara, dis­tinguió entre la boca y los ojos un tinte de muerte, y un nido de ratones en la espesura de su barba helada.
Era una debilidad volar y, sin embargo, voló. Era una debilidad de la sangre ser invisible, y sin embargo lo era. Pensaba y soñaba impensadamente a la vez, conocía sus flaquezas y la locura de volar, pero no tenía la fortaleza de resistirse. Voló como un pájaro sobrevuela la campiña, pero pronto se había desvanecido el cuerpo del pájaro y ya era una voz voladora solamente. Los postigos de una ventana abierta le saludaban, tal como el espantapájaros salu­da meciendo sus harapos al pájaro sabio, y se colaba por una ventana hasta posarse encima de una cama junto a una muchacha durmiente.
–Despierta, muchacha –dijo–, soy tu amante que llega de noche.
Ella despertó a su voz.
–¿Quién me llamaba?
–Te llamaba yo.
–¿Y dónde estás?
–Te estoy hablando al oído desde la almo­hada donde yace tu cabeza.
–¿Y quién eres tú?
–Soy una voz.
–Deja entonces de hablarme al oído y salta a mi mano para poder tocarte y acariciarte. Salta a mi mano, voz.
Se tumbó cálidamente en aquella palma.
–¿Dónde estás?
–En tu mano.
–¿En qué mano?
–En la mano izquierda que tienes sobre el pecho. Si cierras el puño me aplastarás. Estoy en las raíces de los dedos.
–Háblame.
–Yo tuve un cuerpo y fui siempre una voz. Como en verdad soy, así vengo hasta ti en la noche, voz de tu almohada.
–Sé quién eres. Eres la voz inmóvil y susurrante que no debiera escuchar. Me han di­cho que no escuche la voz susurrante e inmóvil que habla de noche. Tienes que marcharte.
–Soy tu amante.
–No debo escucharte –dijo la muchacha, y cerró el puño súbitamente.

15
Sin temor de la lluvia, llegó hasta el jardín y enterró la cara en la Tierra húmeda. Con las orejas apretadas contra el suelo, sentía que el gran corazón que latía bajo el mantillo y la hierba se tensaba antes de hacerse pedazos. En sueños decía a cualquier figura:
–Levántame. Sólo peso diez libras. Soy ahora más ligero. Seis libras. Dos libras. Me asoma la espina dorsal por el pecho.
Como una llave se pierde en la maleza, así se había perdido el secreto de aquella alqui­mia que había tornado la pequeña rotación de los sentidos sin equilibrio en momentos de oro. En medio de la noche se había confundido un secreto, y la confusión de la locura que prece­día a la muerte descendería sobre su cerebro como una bestia.
Escribió en el papel sin saber lo que es­cribía, aterrado ante la mirada de las palabras inolvidables.

16
Y esto es todo cuanto fue: había nacido una mujer, no de unas entrañas, sino de un alma y de una idea. Y aquel que de la nada le había dado el ser amó su obra y la obra le amó a él. Pero he aquí también que un milagro aconteció al hombre. El hombre se enamoró del milagro, pero no pudo retenerlo a su lado y el mila­gro se fue de él. Y con él vivían un perro, un ratón y una mujer de cabello negro. La mujer se marchó un día, y el perro murió.

17
Enterró al perro a un extremo del jardín. «Descansa en paz», le dijo al perro muerto. Pero la fosa era poco profunda, y las ratas que habitaban las galerías de la tumba mordisquea­ron la mortaja.

18
Vio en las aceras de la ciudad el paso va­gabundo de la mujer, sus pechos tersos bajo un abrigo negro en que se habían apoyado las cabezas canas de hombres de edad. Su vida, lo sabía, duraría ya poco. Con él había pasado también su primavera. Tras el verano y el oto­ño, la edad profana que separa la vida y la muerte, seguiría el retorcido hechizo del invier­no. Aquel que conoce las sutilezas de toda ra­zón y percibe a las cuatro unidas en todos los símbolos de la Tierra, trastocaría la cronología de las estaciones. No llegaría a haber invierno.

19
Pensad ahora en la vieja efigie del Tiempo, en su luenga barba encanecida por un Sol egip­cio, sus pies desnudos bañados de mar. Ob­servad cómo arremeto contra nuestro perso­naje. He detenido su corazón, fragmentado como un orinal. No, no es una lluvia. Es el líquido humor de un corazón destrozado. Luna y parhelio refulgen en el mismo cielo. Atur­dido por la vertiginosa persecución del Sol en pos de la Luna, y por el centelleo cegador de las estrellas, subo corriendo para leer de nue­vo la historia del amor de un hombre y una mujer. Me echo en el suelo para observar el agujero de media corona en la pared perfora­do y las huellas de las pisadas de un ratón en el suelo.
Pensad ahora en la vieja efigie de las esta­ciones. Quebrad el ritmo y movimiento de las viejas imágenes, el trotar de primavera, el galopito del verano, la triste zancada del otoño y el paso arrastrado del invierno. Quebrad, pieza a pieza, el cambio continuo del movi­miento hasta que se torne un zanquivano an­dar.
Pensad en el Sol, para quien no tengo otra imagen que un ojo reventado, y en la Luna rota.

20
Poco a poco el caos se fue haciendo me­nor y las cosas del mundo exterior ya no se transmutaban en las formas de su pensamien­to. En torno suyo reinaba cierta paz, y de nue­vo se oía una música de la creación trepidar sobre las aguas cristalinas, bajar del cielo sa­grado hasta los húmedos confines de la Tierra por donde el mar flotaba. Lentamente fue ca­yendo la noche y el monte ascendía por las estrellas. Tomó el cuaderno y con letra clara escribió en la última página:

21
La mujer ha muerto.

22
Había en tal muerte cierta dignidad. Y el héroe que llevaba dentro parecía sobresalir con todo su poder. Él mismo que había dado ser a la mujer volvía ahora a llevársela. Y ella moría sin saber siquiera qué mano celestial se había posado sobre ella y la había poseído.
Se echó a andar cuesta abajo, paso a paso y en los labios se le dibujaba una sonrisa fren­te al mar. En la orilla sintió un latido cordial y se volvió a contemplar las rocas mayestáticas que trepaban por el verdor. Allí, al pie del promontorio, con la cara hacia él, yacía ella sonriente. El agua del mar iba cubriendo su desnudez. Él, entonces, se fue hacia ella y con las uñas le tocaba las frías mejillas.

23
Sumido en el último dolor, se hallaba en pie ante la ventana abierta de su dormitorio. Y la noche era una isla en un mar de sentido y misterio. Y la voz de la noche era una voz de resignación. Y la cara de la Luna era el ros­tro de la humildad.
Ya conocía el último portento antes de la tumba y el misterio que incomprensiblemente combina Cielo y Tierra. Sabía que su milagro no había podido mantenerse en presencia del ojo Sirio y del ojo de Dios. La mujer le había enseñado lo maravillosa que era la vida. Y ahora que ya sabía del placer de la sangre de los árboles y que conocía las profundidades de los pozos de las nubes, ahora habría de ce­rrar los ojos y morir. Abrió los ojos y miró las estrellas. Un millón de estrellas escribían la misma palabra. Y la palabra de las estrellas quedaba claramente impresa en el firmamento.

24
El ratón, que había salido del agujero, ha­bía aparecido por la cocina solitaria, por entre las sillas desvencijadas y las porcelanas rotas. Sus patitas se posaban plácidamente por aquel suelo pintado todo de grotescas figuras de ni­ñas y pájaros. Y a hurtadillas volvió a meter­se por el agujero y siguió excavando por las paredes. No había otro ruido en la cocina que los arañazos del ratón en la madera.

25
En los aleros del manicomio los pájaros trinaban y el loco, con el rostro aplastado con­tra las rejas, junto a los niños, aullaba al Sol.
En un banco, al lado del sendero de gravilla, una niña hacía gestos a los pájaros mien­tras que en un parterre bailaban de la mano tres viejecitas bobaliconamente y al son de un órgano italiano llegado del mundo de fuera.
–La primavera ha llegado –dijeron los guardianes.

El vestido
(1936)

Llevaban ya dos días siguiéndole por todo el contorno: al pie de las colinas, sin embargo, había logrado despistarlos y ahora, acurruca­do tras unos matorrales amarillentos, les oía vocear mientras rastreaban con torpeza los hondos del valle. Apostado tras un árbol y desde los altos del horizonte, les había visto batir los prados como perros ojeadores, apa­leando los setos e imitando un desmayado au­llar hasta que la bruma, que había descendido inesperadamente desde un primaveral cielo, vino a ocultárselos de la vista. Era una bruma maternal que le arropaba por los hombros, bajo cuya rasgada camisa, la sangre se le se­caba como en la hoja de un acero. Aquella bruma le calentaba: posada en sus labios, le servía de bebida y alimento. En medio de aquel mantillo de algodón, esbozó una sonrisa felina. Desviándose de la ladera en que se ha­bían montado las guardias, se adentraba por la parte en que el bosque se espesaba, siguien­do una senda que acaso le llevara a la luz, al fuego y a un cuenco de sopa. Pensó entonces en el chisporroteo de brasas de una chimenea y en una joven madre, apostada ante el fuego, solitaria, imaginó sus cabellos. En ellos en­contrarían sus manos un nido ideal. Corrió por entre los árboles hasta hallarse en una es­trecha senda. ¿Qué dirección tomar allí? No sabía si caminar hacia la Luna o escapar de ella. La bruma la ocultaba y perdía, pero podía distinguir, por un rincón del cielo en que se había disipado, puntos de estrellas. Se puso a caminar hacia el norte, en la dirección de las estrellas, que musitaban un sordo canto, y sin­tió el chapoteo de sus pies sobre aquella es­ponja de Tierra.
Ahora había tiempo para poner en orden sus ideas, pero nada más ponerse a ello, un mochuelo gritó entre los árboles que se des­plomaban sobre el camino, y se detuvo a ha­cerle un guiño compartiendo la melancolía de su lamento. El mochuelo se abalanzaría ense­guida sobre un ratón. Lo estuvo contemplando, hasta que el persistente chirrido que emitía sentado en una rama acabó por asustarle. Unos metros más adelante, sintió que volaba por encima de él con un fresco grito. Pobre liebre, pensó, se la ha de llevar una comadre­ja. El camino subía hacia las estrellas, y el bosque, el valle y el recuerdo de las escopetas empezaron a desvanecerse a sus espaldas.
Oyó unos pasos. De entre la bruma surgió la figura de un viejo, radiante de lluvia.
–Buenas noches –dijo el viejo.
–Noches así... –dijo el loco.
El viejo, silbando, apresuró el paso en dirección a los árboles, que escoltaban los dos lados del sendero.
–Que me descubran los sabuesos –decía entre dientes el loco mientras se encaramaba por unos riscos–, que me busquen –y con la astucia de un zorro, volvió hasta el punto en que el camino de brumas se partía en tres brazos.
«Al demonio las estrellas», se dijo, y se echó a andar hacia la obscuridad.
A sus pies, el mundo era una pelota que pateaba en su carrera. Por encima de él, es­taban los árboles. Oyó a lo lejos cómo un perro de caza se había quedado atrapado en una trampa y corrió más todavía pensando que acaso tuviera al enemigo en los talones. «Pa­to, muchachos, pato», exclamó igual que un cazador, pero con una vocecita tibia, como si estuviera señalando la estela de una estrella errante.
Cuando recordó de pronto que llevaba sin dormir desde su huida, dejó de correr. La llu­via, ya como fatigada de sacudir la Tierra, se había remansado y era un soplo de viento, briznas de cereal mecidas al vuelo. Si cogiera el sueño, el sueño sería una muchacha. Du­rante las dos últimas noches, mientras estuvo corriendo por entre desiertos parajes, había soñado que conocía a una muchacha. «Acués­tate», le decía ella, y tendía en el suelo su ves­tido como si fuera un lecho y se acostaba con él. Pero a mitad del sueño mientras la leña a sus pies crujía como un frufrú de vestido, ha­bía escuchado el vocerío de enemigos por el campo. Y había tenido que seguir y seguir corriendo, dejando el sueño bien atrás. Sol, Luna o negro cielo, había sorteado los vientos antes de iniciar su huida.
–¿Dónde anda Jack? –habían pregunta­do en el jardín del lugar del que había escapado.
–Por los montes con un cuchillo de car­nicero –respondían con una sonrisa.
Pero había tirado el cuchillo contra un ár­bol y aún debía temblar estremecido en el tronco, y ahora sólo tenía, mientras corría sin parar por el frío, un sueño que le hacía bra­mar.
Y ella, sola en casa, estaba cosiéndose un vestido nuevo. Era un vestido de campesina, radiante de bordados de flores. Sólo unas pun­tadas más y ya estaría listo. Dos flores brota­rían de sus pechos.
En el paseo del domingo, de la mano de su marido, por los campos y las calles del pue­blo, los niños habrían de sonreír detrás de ellos. Su ceñida cintura levantaría una mur­muración de viudas. Se deslizó en su vestido nuevo y comprobó, al mirarse en el espejo que había sobre la chimenea, que estaba más gua­pa de lo que hubiera podido soñar. Le hacía más blanco el rostro y más negra su obscura melena.
Un perro, levantando la cabeza, estremeció la noche con un aullido. Ella volvió dejando a un lado las visiones, se acercó a la ventana y corrió las cortinas. Fuera, andaban buscando a un loco. Tenía los ojos verdes, decían, y es­taba casado. Decían que el loco había cortado los labios a su mujer porque sonreía a los hombres. Se lo habían llevado, pero él, des­pués de robar un cuchillo en la cocina, había apuñalado a su celador y andaba escapado por el valle.
Desde lejos el loco vio una lucecita en la casa y se acercó hasta el seto del jardín sigilo­samente. Sin llegar a verla, advirtió que el jar­dín tenía un cercado. Las manos se le habían desgarrado en las puntas de un oxidado alam­bre y bajo sus rodillas crepitaban unas hier­bas húmedas. Después de deslizarse entre los alambres del cercado, las criaturas del jardín y sus escarchas vinieron a recibir su cabeza de flores. Se había destrozado los dedos, aún le manaban otras viejas heridas. Convertido en un hombre de sangre salió de la obscuridad del enemigo y alcanzó las escaleras. Y dijo en un murmullo: «Que no me disparen.» Y abrió la puerta.
Ella estaba en el centro de la habitación. Tenía suelta la melena y desabrochados los botones de la pechera del vestido. ¿Por qué aulló el perro tan desoladoramente en aquel instante? Asustada con el aullido y recordan­do viejas historias, se había dejado caer en una mecedora. ¿Qué habrá sido de la mujer del loco?, se preguntaba mientras se mecía. No podía imaginarse una mujer sin labios.
La puerta se había abierto silenciosamente. Él entró en la habitación con los brazos en alto y tratando de sonreír.
–Has vuelto –dijo ella.
Dio la vuelta a la silla y lo miró. Había sangre hasta en sus verdes ojos. Le puso la mano en la boca. «Que no disparen», dijo él.
Al mover el brazo, el vestido se le había abierto y él contempló maravillado la blancura de su frente, sus asustados ojos, su crispa­da boca y las flores de su vestido. El vestido bailaba ahora en medio de la luz. Ella vino a sentarse frente a él, cubierto de flores. «Duer­me», dijo el loco. Y, de rodillas, dejó que su cabeza aturdida se reclinara contra el regazo de la mujer.

Los huertos
(1936)

Había soñado que en el pueblecito marinero habían roto en llamas un centenar de huertos y que todas las lenguas de fuego de aquella tarde sin viento batían por el follaje. Los pá­jaros habían remontado el vuelo huyendo de las nubéculas rojas que se formaban repenti­namente sobre las ramas. Pero al descender la noche y salir la Luna y acompasarse el mar que dormía a tan sólo una milla, un viento apa­gó el fuego y los pájaros volvieron. Era él un granjero en un sueño que acababa como había empezado: con la mano carnosa y fantasmal de una mujer que señalaba los árboles. Tren­zándose los cabellos claros y obscuros, sonreía la mujer a la figura hermana que se erguía impasible en una sombra circular junto a los muros del huerto. Los pájaros volaron hasta posarse en los hombros de su hermana sin temor a su cara de espantapájaros ni a la des­nuda cruz de madera que se ocultaba bajo sus harapos. Él besó a la mujer y ella le devolvió el beso. Entonces vinieron los cuervos hasta sus brazos y ella le abrazó. El hermoso espan­tapájaros le estaba besando y señalaba los ár­boles mientras el fuego perecía.
Aquella mañana veraniega Marlais desper­tó con los labios todavía húmedos del beso. Era una historia aún más terrible que las his­torias de los venerables locos del Libro Negro de Llareggubb, pues la mujer del huerto y su hermana estaca de los muros eran los amantes eternos de un espantapájaros. Y los huertos ar­dientes del pueblo marino, y las nubes en las copas de los árboles, ¿qué harían con su amor de las mujeres que convocan a los pájaros? To­dos los árboles del mundo podían arder desde las raíces a las hojas más altas, y él no derra­maría una gota de agua contra las llamas del pasto más cercano. Ella era amante, y su her­mana con pájaros en los hombros le sujetaba y abrazaba con más fuerza aún que la mujer de Llan-Asia.
Por la ventana de la buhardilla veía el cielo azul pálido y limpio posado sobre el laberinto de chimeneas y tejados, promesa de un hermo­so día en los ríos del Sol. Allí, en el perfil de una chimenea, se alzaba su hijo de piedra y desnudo, y las tres comadres ciegas, despidien­do fuego por el cráneo y haciendo un corrillo al calor de cualquier día. Ningún hombre ha­bía vuelto su cabeza de veleta a contemplar a las muchachas pelirrojas y morenas del pueblo para convertirlas con su solo movimiento en pilares de piedra. Un viento llegado del fin del mundo había congelado a los paseantes de los tejados cuando el pueblo era sólo un puñado de casas. Y ahora un redondel de colinas de carbón, donde los niños jugaban a los indios, proyectaba su sombra sobre los negros blo­ques de las cien calles. Y las ciegas comadres de piedra se abrazaban junto a su hijo desnu­do y a las vírgenes enladrilladas bajo las torres y los cuellos de los montes.
El mar corría a su izquierda, doce valles allá, pasando la cadena de volcanes y la gran piña de los bosques y las diez ciudades meti­das en un agujero. Besaba las orillas de Glamorgan, donde media montaña se había des­moronado contra un bosque salvaje desde un racimo de ciudades estremeciendo el suelo del País de Gales. Pero ahora, pensaba Marlais, el mar está tranquilo y frío, lleno de delfines: corre en todas las direcciones desde su verde centro, lamiendo los cantos de la Tierra, dan­do voz a las conchas de las ardientes arenas de la arrumbada montaña. Las líneas del tiem­po nunca confundirán con las azules superfi­cies del mar y su lecho sin fondo. Pensó en el mar en movimiento. Cuando el Sol se hundía, el fuego se adentraba en las líquidas caver­nas. Recordó, mientras se vestía, los cien fue­gos en torno a las copas de los manzanos y el incierto sabor salobre del viento que perecía al levantar el hermoso espantapájaros su ma­no señaladora. Agua y fuego, manzanos y mar, dos hermanas y una bandada de pájaros, todo florecía y revoloteaba aquella mañana a mitad del verano en la buhardilla de la casa plantada en la ladera de la ciudad ennegrecida.
Afiló el lápiz y cerró el cielo, se echó para atrás el pelo enmarañado, ordenó los papeles de una historia infernal que tenía en el escritorio, y al garabatear con rabia sobre una pá­gina en blanco las palabras «mar» y «fuego» rompió la punta del lápiz. Ni el fuego ilumina­ba, aventuraba, ni encendía con sus impávi­dos signos las líneas de los renglones, ni el agua se cernía sobre las cegadas cabezas de las palabras no escritas. La historia estaba muerta. Érase un blanco árbol con manzanas donde una helada torre de lechuzas se colum­piaba en un viento antártico. Unas muchachas desnudas, con los pezones de fresa, yacían al Sol en la arena y allí, junto a los mares de Azov o Karelia, una mujer, impía y gélida, se lamentaba. La montaña estaba en contra suya. Luchaba con las palabras como un hombre contra el Sol, y el Sol victorioso del mediodía se imponía a la historia sin vida.
Poned alrededor del mundo un anillo bico­lor de cabello de mujeres, blanco y negro car­bón contra el tinte veraniego de los límites de hierba y cielo, tallos de cuatro senos en las astas de los confines del mar del verano, ojos en las conchas marinas, dos árboles frutales en una montaña de carbón: así se devana a vuestros ojos la mañana, tornada atardecer, del pobre Marlais. Dos árboles frondosos ar­dían incandescentes bajo sus párpados, donde la noche más íntima llevaba por los escondri­jos del cráneo hasta el primer e inmenso mun­do del ojo lejano. Imaginad los brotes de un huerto nocturno, una mujer encantada de vér­tebras en reja quemándose las manos en las hojas, un hombre en llamas que a una milla del mar revuelca vuestro corazón con un vien­to: escrita queda así para vosotros la muerte en vida de Marlais en el giro circular de aquel día que discurría sin tiempo.
El mundo era la cosa más triste que había en torno y las estrellas del norte, donde la sombra burlona de la Luna daba vueltas, eran un estrago de rostros del sur. Sólo el arbolado pecho dentado del espantapájaros de la mujer podía mantener firme la cabeza como una manzana en la blanca madera inaccesible a los gusanos y sólo su solitario pecho de púas po­día atravesar al gusano en el sueño que dor­mía bajo los párpados de su amor. Redonda y real, la Luna alumbraba a las mujeres de Llan-Asia y a las vírgenes transidas de amor de aquella calle.
La palabra está demasiado con nosotros. Levantó su lápiz y su sombra, torre de plomo y madera, se posó sobre el papel en blanco. Tomó con los dedos la torre del lápiz, la me­dia luna de su uña pulgar salía y se ponía tras su tejado de plomo. La torre se derrumbó, se derrumbó la ciudad de palabras, las murallas de un poema, las simétricas letras. La luz de­clinaba entre las desintegradas cifras y el Sol desapareció en busca de una mañana descono­cida y la palabra del mar se arrolló en el Sol. «Imágenes, todo imágenes –gritó a la torre derrumbada, y ya era de noche–. ¿A qué arpa pertenece el mar? ¿A qué ardiente vela el Sol?» Imagen de hombre, se puso en pie y descorrió los visillos. La paz, como una sonrisa, se pa­seaba por los tejados del pueblo. «Imágenes, todo imágenes», exclamó Marlais, saliendo por la ventana y pisando ya una superficie de te­jados.
A su alrededor, relucían las pizarras en el humillo de las magníficas rimeras tejadas y por entre los vapores de las colinas. Debajo de él, en un mundo de palabras, los hombres se movían sin propósito escapando del tiempo. Va­leroso en su desolación, se llegó hasta los bor­des de los tejados y allí se detuvo alzado peli­grosamente sobre el minúsculo tráfago y las luces de las señales urbanas. A sus pies se ha­llaba el juguete de la ciudad. Pasaban los co­ches de mazapán, cambiando y frenando, y des­lizándose por los suelos de las guarderías hasta alcanzar las manos de un niño. Pero enseguida le venció la altura y sintió que las piernas tambaleantes se debilitaban con su peso y que el cerebro se le hinchaba como una vejiga de aire. Era la imagen de una ciudad niña que palpitaba en la confusión. Tenía polvo en los ojos, ojos que flotaban en el polvo que ascen­día de las calles. Y ya en los tejados más bajos se tocó el pecho izquierdo. Muerte eran los fulgentes imanes de las calles; el viento le arrancó la visión de la muerte. Ahora estaba desnudado de temor, tenía la fuerza de los músculos nocturnos. Por las azoteas corrió hacia la Luna. La Luna se acercaba en la más fría gloria de su corte de estrellas empujando y arrastrando las aguas del mar. Y él obser­vaba celoso su rumbo, buscando una palabra para cada uno de sus pasos en la dirección del cielo, clamando contra su imperturbable cara y confundido por sus máscaras diversas. Las máscaras de la muerte y la danza, cubriendo sus gigantescas facciones, transformaban el firmamento. Se revolvía tras una nube y volvía a parecer sonriente contra la pared del aire. Imágenes, todo eran imágenes, desde Marlais, batido y desharrapado, hasta la ho­rrible ciudad, invisible él sobre los tejados a los ojos de la calle, ciega la calle a sus pies para su andariega palabra. La mano que se abría ante él era una vida de cinco dedos.
Un niño lloraba, pero el llanto se fue des­vaneciendo. En un solo murmullo se confundieron las voces calmadas y enardecidas que rompían el común silencio, en uno solo el do­lor de la mujer que proclamaba su desdicha retorciéndose por los tabiques y el de la dama elegante y contenida. La palabra está dema­siado con nosotros, y la palabra muerta. Las nubes de muselina, aparecidas por entre las grandes viviendas, estallan en una lluvia fría sobre los suburbios. El granizo crepita contra las pistas de ceniza y los angélicos adoquines. Una sola cosa son lluvia y asfalto. Todo uno, granizo y ceniza, carne y áspero polvo. Por en­cima del zumbido de los hogares, lejos del territorio celeste y del cerco de hielo, pregun­taba a cada sombra. Hombre entre fantasmas y fantasma embaucado, aún buscaba la últi­ma respuesta.
Incontestablemente se alzó la voz del niño desnudo por una boca de piedra que ya en­tonces no humeaba. «Quien se mueve loca­mente por entre nosotros, sobre los tejados, a mi frío costado de encarnado ladrillo y jun­to a las mujeres de las veletas heladas, quien anda por esta calle, quien recorre la noche entera sin amante bajo la imagen de los pa­raísos galeses del estío, tiene dos amantes hermanas a diez ciudades de aquí. Más allá de los bosques, a la izquierda, más allá del mar, sus amantes arden eternamente por él junto a un centenar de huertos.» Las voces de las coma­dres se alzaron incontestablemente. «Quien anda por las vírgenes de piedra es nuestro vir­gen Marlais, viento y fuego, el cobarde de los tejados ardientes.»
Se metió por una ventana que había abierta.
La roja savia de los árboles corría a borbo­tones desde la caldera de las raíces al fragor de la flor y las copas de los árboles, la noche aquella que siguió al paseo por el vacío. Se sen­tían como velas guardadas en un baúl que no pueden apagarse porque el calor de la ca­beza sulfúrica de la hierba sigue ardiendo amarillenta bajo el cadáver del Sol. Y allí en un vuelo recorría, medio hombre, medio niebla, los círculos de manzanas planeando sobre el camino que llevaba del mar a la ciudad en pleno calor del mediodía mientras rompía el alba.
Y cuando el Sol, alzándose como un río so­bre los montes, se ocultaba bajo un árbol, la mujer señaló los cien huertos y las bandadas de pájaros que rodeaban a su despertar. Era el segundo e intolerable despertar de una vida demasiado bella como para romperse, pero ya el sueño se había roto. Quien había andado junto a las vírgenes al lado de los huertos, era un virgen más, viento y fuego, y un co­barde en el destructivo venir de la mañana. Después de vestirse y desayunar, subió por esta calle hasta el final de la cuesta y volvió la vista hacia el mar invisible.
–Buenos días, Marlais –dijo un viejo sentado con seis galgos en la hierba ennegrecida.
–Buenos días, David Davies.
–Muy temprano te has levantado –dijo David Dosveces.
–Voy a dar un paseo hasta el mar.
–El mar de color de vino –dijo David Dosveces.
Marlais cruzó a grandes pasos las verdes sendas que llevaban hasta la divisoria del Valle de Whippet, tras el círculo de la ciudad, donde los árboles, retorcidos entre escorias y humos, se desgarraban al cielo y el negro sue­lo. Las ramas muertas parecían suplicar que las raíces levantaran en vilo la Tierra y abrie­ran una docena de canales vacíos para las ho­jas y el espíritu de la madera mascada, de­jando en el valle un agujero para la savia de manos de topo, una larga tumba para el es­queleto de la última primavera que a través de Tierra antaño verde había brincado cuando los montes con perfiles despuntados de tene­dor estaban tiesos y rígidos. Los árboles de Whippet eran los largos muertos del sur de la comarca. Cuantos habían sido tragados por la Tierra, cortada en tajo ahora, señalaban ha­cia la colina con aquellos dedos amenazado­res con negras uñas-hojas. En el País de Ga­les, la muerte había convertido a los muertos galeses en aquellas mutiladas imágenes del valle.
El día era un pasar de días. Con la caída del hombre desde el Sol y con el pináculo de los primeros paraísos, los mediodías se suce­dían en cada mediodía, en cada chinche de fuego, en cada asesino de cuento (las leyendas de los mares rusos se desvanecían al desper­tar los árboles con el incendio). Y todos los veranos del valle, todas las tardes del verano, antes monumentales, escarlatas y espléndidas, y ahora pétreas y mortecinas, resplandecían en el paseo del mar. Paseaba con firmeza por el valle ancestral donde sus antepasados se hallaban apostados por la colina escapando de su polvo de madera y llenos de gorriones. En la antesala del hoyo donde se contenía Llan-Asia como si una tumba guardara a toda una ciudad, se halló atrapado en el humo de los bosques y como un fantasma se descolgó por los barrios sencillos que se abrían por el interior de las raíces, hasta las empinadas calles.
–¿Dónde vas, Marlais? –le preguntó un cojo junto a un negro parterre.
–Hacia el mar, Mr. William Williams.
–El mar de sirenas lleno –dijo Will Peg.
Marlais salió del valle de tubérculos y llegó a la montaña baldía atravesando un valle de semillas y un campo de cormoranes. Sobre el cráneo de Prince Price un cuervo graznaba con infernal aliento. La tarde se rompió, la Tierra se contorsionaba y como un árbol o un relámpago, el viento, asomando entre las raí­ces, se cernía por escoria y humo al caer el crepúsculo. Rodeado de ecos, voces candentes y viajeras, y demonios con cuernos, se sentía vibrar en territorio enemigo al tiempo que la noche nueva se cernía como la pesadilla de un atardecer. «Que se derrumben los árboles –de­cían los polvorientos viajeros–, que los can­tos se desfolien y se pudran y desaparezcan los tojos, que el movimiento ampuloso de los montes se trague a prados y Tierra por la tum­ba que conduce al Edén. Vientos de fuego, fó­siles, bóvedas y ataúdes, puñado de polvo que al jardín conduce. Y allá la serpiente se enros­ca al tronco del árbol de cuya piel se desgaja la chispa de manzana que lo hace vibrar. Un espantapájaros se ilumina sobre el tamiz de las ramas cimeras y, a uno en el círculo del Sol, se levantan todos los árboles nuevos for­mando un huerto en torno al crucifijo.» A la medianoche, dos valles más se abren a sus pies, valles obscuros en que se perfila la gene­rosa palma de la montaña minera donde duer­men dos ciudades. A la una de la madrugada pasaba por Aberbabel, que el valle sujetaba en un puño a sus pies. Ya no era ahora un jo­ven, sino un legendario caminante, un hombre del pueblo que tenía por corazón un grillo. Pasó junto a la iglesia de Aberbabel, atajó por el camposanto donde las lápidas de piedra pa­recían inquietas y vio a un hombre en cami­són con las mejillas coloradas, que andaba levitado.
Los valles pasaron. De las colinas rezu­mantes de agua, momentos de montaña, surgió el undécimo valle como una hora. Y el perfil de los cien huertos magnificados con el inmaculado resplandor de la Luna menguante aparecía ahora intemporalmente por el ojo de duende del telescopio, por el círculo de luz que como anillo nupcial coronaba la última colina al lado del mar. Tal era el espectáculo abierto tras el telescopio, y así era el mundo que Marlais vio al amanecer después de la primera de las once aventuras jamás contadas a ambos lados suyos, los muros irrompibles, más altos que los tallos de legumbre que fe­cundaron una historia en el techo del mundo, de piedra, tierra, escarabajo y árbol. Un ce­menterio ante él se perdía con el demonio de la cama y llevaba hasta el camino entre el mar y el pueblo donde los huertos florecían sobre las empalizadas de madera y los caminos se abrían en la dirección de los cuatro puntos cardinales. Hasta la cumbre de la colina su­bía una línea de piedras sorteadas de árboles, en la profundidad del paisaje, con la misma hondura de la historia del fuego final que atra­vesaba las cámaras del Edén, refrescaba una verde estructura tras un encarnado descenso. Y al fondo de todos los fondos, como pie­dra poblada de ciudades, como río enmarca­do en un cristal de lugares, la colina donde ahora se hallaba. Ya no era un hombre del pueblo peregrino, sino Marlais el poeta, en la antesala de la ruina, al lado mismo de la muerte, sobre el Infierno mismo a su roja izquier­da, hasta llegar al primero de los prados en que las manzanas no fecundadas iban a gritar fuego en el viento desde una media montaña que se derrumbaba hacia el oeste en dirección al mar. Como una figura en un dibujo, Mar­lais, en el centro y al mediodía, se hallaba en el interior de un círculo de manzanos y eran círculos concéntricos que se alargaban millas y millas hasta alcanzar un grupo de pueblos. Se tumbó en la hierba y el mediodía se le posó encima heridor. Durmió hasta que lo desper­tó un sonsonete que se sentía por el campo. Era la tarde apacible de los huertos de las hermanas y la hermana del pelo claro tocaba la campanita llamando al té.
Había llegado ya casi al final del viaje in­descriptible. La muchacha rubia, en un prado que desde donde estaba Marlais formaba un declive de escalera, extendió un mantel sobre una piedra lisa. Puso en una taza té y leche y cortó el pan en rebanadas tan finas que po­día verse Londres a través de ellas. Se quedó contemplando la escalera y el seto podado y transparente, y mientras Marlais subía con sus harapos y desaliñado, el pecho desnudo le brillaba bajo el Sol, y ella se levantaba, le sonreía y le ponía té. Este fue el final de las historias jamás contadas. Se sentaron en el prado junto a la mesa de piedra como amantes de merienda, demasiado enamorados como para poder siquiera intercambiar una palabra, con la familia contemplándolos desde un seto. Ella ha­bía tocado la campanita llamando a su hermana y había llamado a un amante que habitaba a once valles de allí. Las tazas de los otros amantes estaban vacías.
Y aquel que había soñado que cien huertos se echaban a arder vio de repente en la tarde apacible cómo a través de la floresta salían lenguas de fuego. Los árboles crepitaban y ful­gían al Sol, los pájaros salían escapando al vuelo y en cada rama se levantaba una nubecilla roja, la corteza se desprendía como piel vieja y las nonatas y encendidas manzanas gi­raban enloquecidas devoradas por el haz de luz. Los árboles eran antorchas y fuegos de artificio, lentamente consumiéndose en el hor­no de los prados y formando un arco ardiente mientras que sobre los calcinados caminos se desplomaban las frutas carbonizadas y ceni­cientas.
Aquel que había soñado un sueño de niño con su mano carnosa y fantasmal en la tarde apacible, vio ahora, en el cenit del fuego, entre las astilladas raíces de la entrada del huerto, que ella levantaba pesadamente la mano se­ñalando los pájaros y los árboles. El cielo lle­vaba una ráfaga de fuego alado y soplaba un aire de crepúsculo. Y mientras la noche lle­gaba, ella sonreía como en el corto sueño de los once valles de edad. Coja como Pisa, la noche se reclinaba contra los muros. Ninguna trompeta golpeará los muros del País de Ga­les hasta derribarlos antes del último chas­quido musical. Señaló a su hermana en una sombra junto al jardín esfumándose y la fi­gura de cabeza obscura con cuervos en los hom­bros apareció al lado de Marlais.
Este fue el final de una historia más te­rrible aún que las historias de los vivos en los hogares montañosos de las colinas de Jarvis, y el valle artificial que riega el Idris es un territorio de niños que lleva por el mar hasta el undécimo valle. Allí se escondía un sueño que no era sueño. El viento del mundo real vino a apagar los fuegos. Un espantapájaros apuntaba a los árboles extinguidos.
Todo eso había soñado antes del fuego y la extinción de las flores, antes del amanecer y del diluvio de sal, ya no era un sueño junto a los huertos. Besó a las dos hermanas secretas y el espantapájaros le devolvió el beso. Oyó que los pájaros revoloteaban por los hombros de su amante. Y contempló el pecho dentado, el ojo de púas y su mano leñosa y seca.

En la dirección del comienzo
(1938)

Un gran atardecer de primavera
en la ligera tienda plantada en el campo mecido por la brisa,
junto al mar y al bote encallado
de mástil de cedro, de popa adornada con conchas y picos,
plegada la vela de tono salmón y dos remos por aletas;
surcando el cielo en vuelo remoto gaviotas, gorriones, pelícanos y cigüeñas
hasta el confín del océano
y hasta el grano primero de una tierra infinita,
hilada en la testa de un copo de arena,
rodando un aro de plumas por la obscuridad de la primavera
del año del dolor y del delirio;
cuando las rocas, ojo de aguja, sombra de un nervio, corte del corazón,
hendidas fibras y tejidos de arcilla sintieron, en un fragor de odisea,
que las hojas de laurel se desprendían de la piedra lunar
como un astillado roble contra las olas innumerables e inmortales,
un hombre nació en la dirección del comienzo.

Y desde el sueño,
donde la Luna le había transportado
por las montañas de sus ojos y por los fuertes brazos que tras ella caen,
llenos de mares y de dedos que todo ven, hasta el mar batido,
combatió al borde de la noche y se dirigió hasta el comienzo
como un ganso que se remonta a las alturas
e invocó el nombre de las furias desde el índice turbulento de tumbas y aguas.
¿Quién era el extraño
venido como granizo, cortado en escarchas,
planta acuática de níveas hojas para sus cabellos,
más alto que el mástil de cedro,
entre la blanca lluvia del norte y el mar
preso de ballenas en las cuencas de los ojos,
de la ciudad de pescadores de la isla flotante?

Ella era salina y blanca,
se movía como un prado,
meciéndose en un filo y rodeada de pájaros,
habitando la noche su desasosegado corazón,
y él sintió sus manos entre las copas de los árboles
–se zambulló una pluma, se deslizaron sus dedos sobre las voces–
y el mundo fue ahogándose
en la visión de una extraña sirena de hierbas, nieve y bestias marinas.
El mundo fue sorbido hasta la última gota del agua de sus lagos.
La catarata de la última partícula era una espuma devanada
que llegaba hasta la Tierra
como si la lluvia celestial se hubiera desplomado de las nubes
de cuello de tórtola como un maná de suaves y rendidas especias,
y como si el brusco granizo derramara en su caída
una nube de ceniza y flores o un aleteo de pérfida alimaña
que transpasara una pirámide levantada en barro
o un lento y majestuoso compás de humo y hojas.

En el centro mismo del encanto
era él un hombre de orilla en el profundo mar,
atado por la melena al ojo del pecho del cíclope,
con los muslos fatigados acordados en la voz de ella.
En la música que ella arrancaba de sus trenzas hirsutas
y que al aire lanzaba con su mano,
perecían ahogados los marineros y flotaban osos blancos.
Ella le arrebató los miedos
y por el bosque de su voz de pelo de serpiente
y demoledora le transportaba hacia la luz.
La revelación transpasaba sus paralizados miembros.
¿Cuál era su génesis,
la última centella del juicio
o el chorro de la primera ballena en la vastedad marina?
¿O la conflagración final, un fuego funeral, un cohete consumido,
o el punto donde la hojarasca de la primera primavera ascendía
por las barreras del mar,
y donde pulverizaban las cerraduras de los jardines
que chorreaban agua sobre la gran vela de la montaña?
¿De quién era la imagen en el viento,
la huella en el acantilado,
y el eco que golpeaba en busca de respuesta?

Ella tenía orlado el pelo de serpientes,
se deslizaba por el salado y saltarín prado,
por las crónicas y las peñas,
por las obscuras anatomías,
por el mismo mar anclado.
Ella bramó en el útero de la mula. Balbuceó en la galopante dinastía.
Voz grave en la vieja tumba, mantuvo al Sol su lengua queda y calma.
El observó su imagen proscripta,
trazada con el veneno de un mal sueño
y enmarcada contra el viento,
huella de su pulgar que se encorvaba por la mano
como una sombra retejida,
interrogación del eco conocido:
¿cuál es mi génesis,
la fuente de granito que se extingue
donde la llama primera funde el esculpido mundo,
o la hoguera de crines de león en el umbral de la última bóveda?

Aquella tarde una voz transpasó la luz
y viajó por las ondas del mar,
en una sola dirección
pareció salvar los escollos esquivos una voz
que surgía de allí donde el mar de oro verde cantárida tiñe la ruta del pulpo
que se arrastra entre la espuma,
desde los cuatro rincones del mapa
donde un querubín, en el perfil de una isla,
soplaba las nubes contra el mar.

-

La conversación de Navidad
(1947)

Niño: Hace ya años, años y años, cuando tú eras pequeño...
Yo: ...y había lobos en el País de Gales, y pájaros del color de rojas enaguas de franela que airosos se dibujaban contra el perfil de arpa de los montes, cuando íbamos a cantar y a revolcarnos, noches y días enteros, por cue­vas que olían a tardes de domingo encerradas en la humedad de la granja, y con quijadas de difuntos ahuyentábamos a los ingleses y a los osos...
Niño: Y tú no eres tan viejo como el vigé­simo segundo señor Benyon que aún se acuerda de cuando todavía no existía el motor. Hace años y años, cuando tú eras pequeño.
Yo: Sí, antes del motor, antes de que se hu­biera inventado la rueda misma, antes de que los caballos parecieran gentiles damiselas, cuan­do a pelo montábamos por las colinas de los felices delirios...
Niño: Tú no deliras tanto como la señora Griffith, la de esta misma calle, que dice que cuando mete las orejas en el agua del pantano oye hablar en galés a los peces. Cuando tú eras pequeño, ¿cómo era la Navidad?
Yo: Solía nevar.
Niño: También nevó el año pasado. Yo hice un muñeco de nieve y mi hermano vino a derri­barlo, yo entonces le di una paliza y luego por fin nos fuimos juntos a merendar.
Yo: Pero la nieve era entonces distinta. La nieve nuestra caía de los cielos como si la es­tuvieran vaciando a paletadas, blancas todas, me parece que era como un inmenso chal que abrigaba los campos, y se escurría esquiva de entre los brazos, las manos y los troncos de los árboles. En una sola noche la nieve dejaba en los tejados un musgo puro y venerable, su­bía como hiedra por todas las paredes y se posaba encima del cartero que llamaba a una puerta y lo hacía parecer una helada tormenta de blancas tarjetas de felicitación.
Niño: ¿Había carteros entonces también?
Yo: Con los ojos saltones y la nariz colo­rada, y los pies helados que se sacudían en los felpudos mientras llamaban a la puerta dando unos golpes muy varoniles. Pero los niños de dentro sólo oían un repiqueteo de campanas.
Niño: ¿El cartero aporreaba la puerta y se oía el timbre? ¿Eso dices?
Yo: Las campanitas estaban dentro de los niños y ellos las oían.
Niño: Yo sólo siento truenos de vez en cuan­do, nunca campanas.
Yo: También había campanas de iglesia.
Niño: ¿Dentro de los niños?
Yo: No, no, no, en los campanarios, blancos como la nieve y negros como el murciélago. Campanas que tañían obispos y cigüeñas. Y su alegre tantán se oía por toda la ciudad, envuel­ta en aquella inmensa venda de nieve, y se oía desde la espuma helada de los montes de man­tecado y azúcar y desde el crepitante mar. Era como si al pie de mi ventana reventaran de felicidad todas las iglesias, como si allí mismo se hubieran puesto a cantar todos los gallos de veleta.
Niño: Háblame de nuevo de los carteros.
Yo: Eran carteros muy normales, les gus­taba andar, les gustaban los perros, las Navi­dades y la nieve. Llamaban a las puertas que tenían aldabones azules...
Niño: El de la nuestra es negro.
Yo: Y allí se quedaban de pie en los por­ches pequeños y estáticos, pisando los felpudos blanquecinos, frotándose vigorosamente las ma­nos y resoplando fuerte, y aquellas bocanadas de aliento frío parecían fantasmas saliendo de sus bocas y se sacudían un tobillo contra otro como niños enrabietados.
Niño: ¿Y los regalos?
Yo: Ya, los regalos. Y el aguinaldo. Heladito de frío, con una rosa en el botón de su nariz, bajaba zumbando el cartero por la cuesta centelleante y gélida y en todas las casas le ofrecían una tacita de té. Iba encaramado en las botas aquellas tan aglomeradas de hielo que parecían cajones de pescado. El saco del correo le bailaba como una helada joroba, do­blaba vertiginosamente la esquina y al fin se esfumaba.
Niño: Cuéntame cosas de los regalos.
Yo: Estaban primero los regalos prácticos, bufandas dentro de las cuales podías desapa­recer como en tiempos de las diligencias, gran­des guantes como para un gigante acidioso. También pañuelos de rayas tejidos como de seda estirable y que llegaban hasta los pies. Y aquellas enormes boinas escocesas que se te calaban hasta los ojos y ya no veías más que aquella labor de remiendos para cubrir cazuelas, pellizas hechas de rabo de conejo, chubas­queros para víctimas de una tribu de reduc­tores de cabezas. Las tías, con aquella teoría de que la lana debe ir bien pegadita al cuerpo, te regalaban unas camisetas que picaban como sabañones y era entonces cuando uno se daba cuenta de por qué ellas se habían despellejado. Y también me regalaron una vez, ¡ay!, una bolsita de crochet, pero la tía que me la hizo ya pasó a mejor vida la pobre. Y libros sin viñe­tas donde unos niños a quienes se había pues­to tenazmente en guardia contra los peligros que entrañaba ir a patinar al estanque helado del señor Garge, acababan, con todo, yéndose a patinar y perecían ahogados. Y otros libros donde te lo decían todo acerca de la vida de las avispas.
Niño: ¿Y los regalos no prácticos?
Yo: La noche de Nochebuena yo colgaba a los pies de la cama mi media negra de calceta y me prometía siempre aguardar toda la noche despierto, entre la Luna y la nieve, para poder escuchar el trote de los renos encima del te­jado y ver bajar por el hueco de la chimenea la bota generosa, pero un polvillo de nieve me cegaba y a pesar de los esfuerzos que hacía por seguir con la vista fija en el fuego del ho­gar y en las sombras que nacían de las llamas, donde alcanzaba a reconocer el perfil de mi enorme media colgada, me había quedado ya dormido cuando se producía el temblor de la chimenea y el cuarto se llenaba del estallido blando y rojo de la Navidad. Y de repente, por la mañana, no había ya nieve por el suelo del dormitorio, pero la media rebosaba de puro llena y era como si tuviera vida por dentro. Si le dabas un pequeño apretón se estremecía como un ratoncillo. Olía a mandarina. Le col­gaba un bracito de peluche como si fuera el de una cría de canguro. Si la apretabas por el centro había algo que se espachurraba, apre­tabas otra vez y se volvía a despachurrar otra cosa. Arañabas la escarcha de los cristales y a través del garabato se podía ver un pajarito silencioso en medio de la nieve en la magní­fica soledad de la calle.
Niño: ¿Y había dulces?
Yo: Pues claro que los había. Merengues, huevos duros, caramelos de café con leche, azucarillos de menta y anís, rosquillas, budines, melindres y tortas de manteca. Y había tam­bién batallones de relucientes soldaditos de plomo, que se ponían en formación de com­bate aunque nunca llegasen a luchar. Y juegos de Serpientes, y el juego de la Escalera Loca, y el Mecano Sencillo para Pequeños Ingenie­ros (sí, sencillo para Leonardo). Y un pito con que hacíamos ladrar a los perros que desper­taban al vecino de al lado y le hacían aporrear la pared con un bastón y entonces se nos descolgaba el cuadro que allí había. Y un paquete de cigarrillos con uno colgado entre los labios, salías a la calle y te apostabas en una esquina a esperar inútilmente a que pasara una respe­table anciana a echarte la regañina para enton­ces tragártelo con una sonrisa burlona. Y luego, en la punta misma del calcetín, te encontrabas con una moneda de seis peniques fulgente como plata. Y al cabo, bajabas a desayunar bajo un techo lleno de globos.
Niño: ¿Y venían los tíos como en mi casa?
Yo: Siempre hay tíos por Navidad, los mis­mos tíos. La mañana de Navidad, tras los pitos que excitaban a los perros y los cigarrillos de chocolate, yo salía a recorrer la ciudad nevada en busca de pequeños mundos y siempre en­contraba algún pájaro muerto por el embar­cadero o junto a los columpios vacíos. Un jil­guero quizá, cuyo corazoncito aún latía tími­damente bajo el aterido buche. De las iglesias salían los señores y las señoras, con las meji­llas y las puntas de la nariz enrojecidas y el cabello albino, y se apiñaban en corrillos de donde sobresalían las negras plumas chillonas de los sombreros en contraste con el pagano blancor de la nieve. En las entradas de todas las casas había colgadas hojitas de acebo, y en todas las mesas se habían dispuesto botellas de cerveza, copitas de jerez, galletas, nueces y cucharitas de postre. Los gatos se acurrucaban junto a los bien nutridos fuegos de los hoga­res, a cuyo calor y chisporroteo se asaban cas­tañas. Y en los salones se sentaban unos seño­res bastante gordos que se habían despojado de los cuellos duros y que eran, casi con toda certeza, los tíos. Encendían unos enormes pu­ros y después de la primera bocanada, lo con­templaban prudentemente, luego le daban otra chupada, tosían y luego lo volvían a contem­plar en vertical, entre índice y pulgar, como si estuvieran esperando que explotase. Y había también unas cuantas tías, a quienes nadie quería ver por parte alguna de la casa, que se sentaban frágil y delicadamente en los bordes mismos de las sillas, temerosas de romperse cual tacitas ya gastadas. Pero no había dema­siada gente paseando por las calles nevadas: un viejecito, con hongo gris, guantes amarillos y polainas salpicadas de nieve, se daba su pa­seíto por el parque, todos los años, y daba la impresión de que no perdonaría el paseíto ni aunque fuera el día del juicio final. Y a veces dos robustos jovenzuelos, fumadores de pipa, sin abrigo y con bufandas que les bailaban al viento, se llegaban en una caminata hasta el desamparado mar para abrir el apetito y para limpiarse los pulmones, o quién sabe para qué, a pasearse entre las olas hasta no dejar de ellos más rastro que las dos nubéculas de rizo­so humo que salían de sus inextinguibles zarzas.
Niño: ¿Y no ibas a casa a almorzar el día de Navidad?
Yo: Sí, claro, siempre iba. Me sentaba al descuido y dejaba que me hiciera cosquillas en la nariz un aroma de salsas, pájaros, coñac y tartas de fruta, y entonces, de un callejón infestado de nieve, salía un muchacho que era exactamente igual que yo, con un cigarrillo de boquilla rosa y una sombra violeta en el ojo, chuleando y dándose aires. Lo detesté nada más verlo y ya estaba a punto de tocar mi pito de llamar al perro para ver si se le quitaba aquella cara de idiota, cuando de repente él, haciendo un guiño violeta, se llevó el pito a los labios y silbó tan estridente y exquisita­mente que a todas las ventanas de la calle se asomaron rostros de inflados carrillos y bocas entreabiertas por donde sobresalían pedazos de pavo.
Niño: ¿Y qué comíais el día de Navidad?
Yo: Pavo y budín caliente.
Niño: ¿Estaba bueno?
Yo: No era cosa de este mundo.
Niño: ¿Y qué hacíais después de comer?
Yo: Los tíos se sentaban frente a la chime­nea, se quitaban el cuello de la camisa, se desa­brochaban, trenzaban las manos con la cadena del reloj, daban un ronquidito y se dormían. Las madres, las tías y las hermanas andaban de acá para allá llevando y trayendo loza. El perro se ponía malo. La tía Beattie tenía que tomarse tres aspirinas, y la tía Hannah, que adoraba el oporto, se salía al centro del jardín lleno de nieve a cantar como un zorzal en pri­mavera. Yo me ponía a hinchar globos para ver hasta dónde resistían, y cuando explotaban, cosa que siempre acababa por suceder, los tíos se sobresaltaban y resoplaban fuertemente. En aquellas largas sobremesas, mientras los tíos roncaban como delfines y la nieve caía, yo me iba a sentar al cuarto de delante entre adornos y colgaduras chinas, mordisqueando un dátil, y trataba de hacer uno de los modelos guerre­ros siguiendo las instrucciones del mecano y acababa por salirme una cosa que más parecía un tranvía de vapor. Luego, a la hora del té, los tíos, ya recuperados, se sentaban a meren­dar tan contentos. Y en el centro de la mesa resplandecía con tono de marmórea tumba un gran bizcocho helado. Era el único día del año en que la tía Hannah le echaba ron al té. Y después de merendar teníamos música. Uno de los tíos tocaba el violín, uno de los primos cantaba Cerezo en flor y otro tío entonaba El tambor de Drake. La casa estaba muy caliente. La tía Hannah, que se había calentado con una copita de aguardiente, cantaba una canción en la que desfilaban un amor imposible, corazones desangrándose y mucha muerte, y luego otra en que decía que su corazón era como un nido. Y entonces todo el mundo se echaba a reír y yo me iba a la cama. Y a través de la ventana del dormitorio, al resplandor de la Luna y de aquella interminable nieve cenicienta, podía ver las luces de las ventanas de todas las otras casas de nuestra calle y oír un mur­mullo de música que, saliendo de todas ellas, poblaba el inminente anochecer. Cerraba el gas y me metía en la cama. Le decía algunas pala­bras a la próxima y sagrada obscuridad y por fin me dormía.
Niño: Pero todo eso parece una Navidad normal y corriente.
Yo: En efecto lo era.
Niño: Entonces las Navidades de cuando tú eras pequeño eran como las de ahora.
Yo: Diferentes sí lo eran, sí que lo eran.
Niño: ¿Y en qué eran diferentes?
Yo: Eso no te lo debo decir.
Niño: ¿Por qué no me lo debes decir? ¿Por qué para mí las Navidades son diferentes?
Yo: No debo decírtelo.
Niño: ¿Por qué no pueden ser las Navidades para mí igual que eran para ti cuando eras pe­queño?
Yo: No te lo debo decir. No debo. Porque estamos en Navidad.

Cómo llegar a ser poeta
(1950)

Con evidente exceso de confianza, me ha invitado un editor a escribir sobre este asunto.
¡Tantos otros asuntos como podía haberme sugerido! Los enredos de las escenas de seduc­ción en el teatro Watts-Dunton, Charles Mor­gan, mi personaje favorito de ficción, Mr. T. S. Eliot y la crisis del dolar, la influencia de Lau­rel en Hardy y de Hardy en Laurel... Como escribe Fowler en su Diccionario de Uso del Inglés, «cuántas palabras no se podrían decir de todas esas cosas si tales fueran mis temas de ensayo». Pero, contrariado artesano, volveré a mi tema original.
Ya de entrada, y a modo de nota supuesta­mente informativa, quiero aclarar que yo no considero la Poesía como un Arte ni Oficio, ni como la expresión rítmica y verbal de una necesidad o premura espirituales, sino simple­mente como el medio para un fin social, siendo dicho fin la consecución de un estado en socie­dad lo bastante sólido como para justificar que el poeta tienda a eliminar o se deshaga de ciertos amaneramientos, fundamentales en un primer período, en el habla, la indumen­taria y la conducta. Para justificar también ingresos económicos que satisfagan sus necesidades más apremiantes, de no haber sido aquél víctima ya del Mal de los Poetas o del Gran Basurero (Londres). Para justificar, en fin, una seguridad permanente ante el temor de tener que seguir escribiendo. No pretendo preguntarme si la poesía es cosa buena en sí misma, pregunta sin respuesta posible, sino tan sólo si puede convertirse en un buen ne­gocio.
Para empezar, presentaré al lector, aña­diendo comentarios que acaso vengan a resul­tar en ocasiones innecesarios, unos cuantos tipos de poetas que se han hecho con cierta autoridad social o financiera.
Primeramente están, aunque no sigamos un orden según la importancia, los poetas funcio­narios, a quienes se ha concedido el certificado de «líricos». Dichos poetas pueden a su vez subdividirse en dos clases diferentes según su aspecto físico. Está el poeta delgadito, de as­pecto más que imberbe, labios descaradamente sensuales y tan tentadores como un ponedero para una gallina, desprovisto de toda masculinidad, ojos empequeñecidos y enrojecidos por sus lecturas francesas –pues el francés es len­gua que no comprende–, instalado en un ático provinciano en su etapa de repelente juventud, la voz como uña de ratón raspando papel de estaño, nariz transparente e incoloro aliento. Y está también el poeta de gran papada y poblada pelambrera, fumador de pipa y de nariz peluda, de ojos penetrantes donde se refleja toda la sabiduría de Sussex, con el olor de los perros que detesta prendido en sus añosas ves­timentas, con la voz de un culto Airedale que ha aprendido a pronunciar las vocales en cur­sos por correspondencia, y amigo íntimo de Chesterton, a quien nunca llegó a conocer.
Veamos ahora de qué forma ha alcanzado nuestro hombre esa envidiable y actual posi­ción de Poeta que ha hecho rentable la Poesía.
Después de ingresar como funcionario en la Administración a una edad en que muchos de nuestros jóvenes poetas se refugian en la Radio, equivalente del Mar en nuestros días, queda en un principio sepultado bajo mon­tañas de papeles que, en años futuros, ha de despreciar, con mordacidad no exenta de re­torcida ironía, en su En torno a mis carpetas y anaqueles. Transcurridos unos años, empieza a asomarse por entre los archivos y expedien­tes donde vive su vida ordenadita y ratonil, y aquí picotea una miga de queso y allí una pizca de excrementos, valiéndose de sus pulgares sucios de tinta. Su oído, misteriosamente sen­sible, reconoce ya familiarmente el susurro de las hojas de los cartapacios. Y aprende muy pronto que un poema en la revista de los fun­cionarios es, si no un peldaño más, al menos un lametón en la dirección más adecuada. Y entonces escribe un poema. Y un poema, desde luego, sobre la Naturaleza. En él se confiesa el deseo de escapar de la aburrida rutina y de abrazar la nada sofisticada vida del labrador. Desea, pero sin escándalo, despertar con las aves. Manifiesta su opinión de que a su pe­queña fuerza más convendría la reja de un arado que la misma pluma que blande. Decoroso panteísta, se identifica con los riachue­los, los monótonos molinos, los rosados culitos de las lecheras, con las bermejas mejillas de los cazadores de ratas, con los zagales y los puercos, con el bisbiseo de los corrales y con las camuesas. Tienen sus poemas el aroma del campo, la campiña y las flores, el aroma de las axilas de Triptolomeo, de los graneros, henares y hogueras, y, sobre todo, el aroma de maizal. Se publica el poema. Bastará citar un breve extracto lírico de su comienzo:

The roaring street is hushed!
Hushed, do I say?
The wing of a bird has hrushed.
Time’s cobweds away.
Still, still as death, the air
over the grey stones!
And over the grey thoroughfare
I hear sweet tones!
A blackbird open its bill.
–A blackbird, aye!–
And sing its liquid fill
from the London sky. *

* _
La calle estruendosa ha quedado en silencio
¿Silencio, digo?
El aleteo de un pájaro ha sacudido
las telarañas del Tiempo.
Plácido, plácido cual la muerte, el aire
sobre las piedras grises.
Y sobre la calle gris
dulces tonos siento.
Abre su pico un mirlo.
¡Un mirlo, ay!
Y derrama su líquida carga
desde los cielos de Londres.

Poco después de la publicación, recibe en un pasillo el saludo asentidor de Hotchkiss, de la «Inland Revenue», poeta a su vez de fin de semana, ya acreditado con dos pequeños volúmenes, media pulgada en el Quién es quién de la Poesía o en el Calendario Newbolt, ca­sado con una mujer de cuello anguloso y de­rrotado flequillo, propietario de un coche que siempre le lleva («le lleva», porque el coche se diría que anda solo) a Sussex –al modo en que el caballo de un reverendo trotaría im­pensadamente hasta las puertas de una taber­na–, y acreditado también con una monogra­fía, aún sin terminar, sobre la influencia de Blunden en la literatura religiosa.
Hotchkiss, en un almuerzo con Sowerby, de la Customs, a su vez figura literaria de cierta importancia que cuenta con una colum­na semanal en el Will o’ Lincoln’s Weekly y que tiene su nombre en el catálogo editorial de Obras Maestras del Club Quincenal (pre­cios reducidos para escritores y descuento del setenta y cinco por ciento en las obras com­pletas de Mary Webb para Navidad), comenta como al azar: «Sowerby, tiene usted en su de­partamento a un tipo bastante prometedor. El joven Cribbe. He estado leyendo parte de su Deseo de la garza...»
Y el nombre de Cribbe corre ya por los más fétidos círculos literarios.
A continuación se le pide su contribución, con un pequeño conjunto de poemas, para la antología de Hotchkiss, Gaitas nuevas que So­werby elogia –«un extraño don para la frase inolvidable»– en su Will o’ Lincoln’s. Cribbe envía copias de la antología, firmadas todas ellas laboriosamente: «Al más grande poeta de Inglaterra, en homenaje», dedicatoria repe­tida para los veinte poetas más insoportables del país. Alguno de estos delicados presentes reciben la correspondiente respuesta agradecida. Sir Tom Knight, interrumpiendo breve y aturdidamente sus momentos de contempla­ción y retiro en un inolvidable y único fin de semana, encuentra un momento para mandar­le unos garabatos escritos de su mano en papel timbrado con blasones. «Apreciado señor Crib­be –escribe sir Tom–, en mucho estimo su pequeño homenaje. Su poema Nocturno de los lirios puede compararse a cualquier Shanks. Siga, siga. Hay lugar para usted en este Olim­po.» Y aunque el poema de Cribbe no sea en realidad el Nocturno de los lirios, sino Al es­cuchar a Delius en el cementerio, la cosa no le molesta y archiva la carta después de qui­tarle de un soplido la caspa que traía, y siente en seguida la quemazón de reunir todos sus poemas para hacer con ellos, ¡misericordia!, un libro. El huso y el jilguero, dedicado «a Clem Sowerby, jardinero de verdes dedos en el Jardín de las Hespérides».
Aparece el libro. Se da cuenta de él, favo­rablemente, en Middlesex. Y Sowerby, dema­siado modesto como para hacer la reseña des­pués de dedicatoria tan gratificante, lo reseña, eso sí, con nombre supuesto. «Este joven poe­ta –escribe– no es, afortunadamente, tan "modernista" como para rendir reverencia a la iluminadora fuente de su inspiración. Crib­be llegará lejos.»
Y Cribbe va en busca de sus editores. Se le extiende un contrato: Stitch & Time se com­prometen a publicar su próximo libro a con­dición de hacerse con la opción de los derechos de sus próximas nueve novelas. Cribbe se avie­ne también a leer ocasionalmente manuscritos que le envíe la editorial, y vuelve a casa pro­visto de un paquete que contiene un libro sobre El desarrollo del movimiento oxoniense en Finlandia de un tal Costwold Major, tres tragedias en verso blanco que tienen a María Estuardo por protagonista, y una novela que lleva por título Mañana, Jennifer.
Hasta ese contrato, nunca había pensado Cribbe en escribir una novela. Pero sin desa­nimarse ante el hecho de no saber distinguir a la gente –el mundo es para él una amorfa masa indiferenciada, con la excepción de algu­nas celebridades y de sus jefes en el departa­mento, pues nada de lo que pueda decir o hacer la gente le interesa si no se relaciona con su carrera literaria–, no desanimándole tampoco lo limitado de su invención, compa­rable a la de una ardilla o una rueda de mo­lino, se sienta en una silla, se remanga la ca­misa, se afloja el cuello, aprieta bien la pipa y se pone a estudiar fervorosamente la mejor manera de alcanzar un éxito comercial sin te­ner talento alguno. Pronto llega a la conclu­sión de que las ventas rápidas y las famas efímeras sólo llegan de la mano de novelas fuertes con títulos tales como Dispuesto a todo o Los dados de la muerte, de novelas prole­tarias que tratan de la conversión al materia­lismo dialéctico de chicos de la calle, con títu­los del tipo de Lluvia roja para ti, Alf, o de novelas como Melodía en Jauja, con un obscuro protagonista ligeramente cojo llamado Dirk Conway y la historia de su amor con dos mu­jeres, la lasciva Ursula Mountclare y la peque­ña y tímida Fay Waters. Y en seguida descu­bre, en las orgullosas revistas de circulación mensual, que las ventas menos importantes resultarán de novelas como El zodíaco interior, de G. H. Q. Bidet, despiadado análisis de los conflictos ideológicos que surgen entre Philip Armour, físico impotente de fama internacio­nal, Tristram Wolf, escultor bisexual, y la vir­ginal, exótica y dinámica esposa de Philip, Ti­tania, profesora de Economía de los Balcanes, y estudio de cómo personajes tan altamente sensibilizados –con el perfume de la era post-sartriana– se relacionan mientras comparten un trabajo por el bien de la Existencia, en una clínica de la Unesco.
Nada de bobadas. Cribbe comprende, poco después de iniciar una exploración con teodo­lito y máscara antigás por las más densas pá­ginas de Foyle, que lo que hay que escribir es una novela que se venda con facilidad y sin sensacionalismo en provincias y capitales y que trate, casualmente, del nacimiento, educación, vaivenes económicos, matrimonios, separacio­nes y muertes de cinco generaciones de una familia algodonera del Lancashire. Esta novela, advierte en seguida, debe tener la forma de una trilogía y cada una de sus partes ha de llevar un título eficaz y frío, algo así como La urdimbre, La trama y El camino. Y se pone a trabajar. De las reseñas de la primera novela de Cribbe, pueden seleccionarse párrafos tales como: «Una caracterización excelente unida a una perfecta habilidad narrativa», «Una his­toria llena de acontecimientos», «el lector llega a conocer a George Steadiman, a su esposa Muriel, al viejo Tobías Matlock (personaje de­licioso) y a todos los habitantes de la Casa Loom como si se tratara de miembros de la propia familia», «la austeridad de los Northcotes se apodera del lector», «tan inglesa como la lluvia de Manchester», «Cribbe es un autén­tico monstruo», «un relato con la clase de Phyllis Bottome». A partir del éxito, Cribbe se asocia a un club de escritores y se convierte en solicitado conferenciante, y llega incluso a hacer con regularidad críticas en las revistas (El resplandor de la prosa), elogiando una de cada dos novelas que se le envían e invitando a cenar al Club Servile, en el que ha sido acep­tado recientemente, a uno de cada tres escri­tores jóvenes que conoce.
Cuando por fin aparece la trilogía comple­ta, Cribbe sube como la espuma, pasa a formar parte del comité del Club de escritores, asiste a los funerales que se celebran en honor de los hombres de letras muertos en el transcurso de los últimos cincuenta años, rescinde su viejo contrato, saca una nueva novela que es selec­cionada por un Club de lectores para su oferta mensual, y se le ofrece, en la casa Stitch & Time, un puesto de «consejero» que acepta, abandona la Administración, se compra una casa de campo en los alrededores de Londres («¿No te parece increíble que esté a sólo trein­ta millas de Londres? Mira, un somorgujo crestado». Y pasa volando un estornino) y... una secretaria con la que acaba casándose por sus dotes táctiles, ¿Poesía? Acaso de vez en cuando un soneto para el Sunday Times. Ocasionalmente un librito de versos («Fue mi pri­mer amor, sabes»). Pero ya no le preocupa más, por más que fuera ella quien le condu­jera hasta donde ahora se encuentra. ¡Lo ha conseguido!

Y ahora, vengamos a contemplar por un momento otra clase de poeta, muy diferente, a quien llamaremos Cedric. Si se quiere seguir los pasos de Cedric –cosa que le haría feliz y por la que no llamaría jamás a un policía de no ser el sargento terrible y siniestro de Mecklenburg Square, que parece un Greco–, debe nacerse en la sordidez de la clase media o debe asistirse a una de las escuelas propias de esa clase (escuela que, claro está, debe odiarse, pues resulta esencial ser un incomprendido desde el comienzo), y llegar a la universidad con una reputación sólida ya de futuro poeta y, a ser posible, con un aspecto que oscile en­tre el de oficial de la Guardia y el de querida de un fotógrafo de sociedad. Se me puede preguntar ahora que cómo es posible llegar con esa reputación ya firme de «poeta digno de observación». (La observación de poetas va camino de ser tan popular como la observación de pájaros. Y parece razonable suponer que llegará el día en que el estado se decida a com­prar las oficinas de El Poetastro para conver­tirlas en parque nacional.) Pues bien, dicha pregunta escapa a los límites de estas más que elementales notas mías, y es que, además, debe asumirse que todo aquel que opta por abrazar la carrera poética sabe perfectamente cómo jugar esa baza en caso necesario. Se requiere también que el tutor universitario de Cedric resulte ser íntimo amigo del director de su an­tiguo colegio. En fin, ya tenemos ahí a Cedric, conocido por unas cuantas mentes privilegia­das en gracia a sus sensibles poemas de ramas doradas, frondas preciosas, ambrosía del pri­mer beso discreto en las barrocas cavernas lu­nares (uno de los roperos del colegio), en los umbrales de la fama y el mundo rendido de admiración a sus pies como una fila de baila­rinas genuflexas.
Si la acción transcurriera en los años vein­te, el primer libro de poemas de Cedric, publi­cado mientras estudiaba todavía en la univer­sidad, podría muy bien titularse Laúdes y áspides. Tendría la nostalgia de una vida que nunca existió. Expresaría un hastío existencial. (Vio en cierta ocasión el mundo por la ven­tanilla de un tren y le pareció irreal.) Sería una mezcla discretamente chillona, un pastel astutamente evocativo elaborado con ciruelas arrancadas del árbol de los Sitwells y compa­ñía, un invernáculo dulcemente cacofónico de exótica horticultura y curiosidades cómico-eró­ticas, de donde he extraído estas líneas típicas:


A cornucopia of phalluses
cascade on the vermilion palaces
in arabesques and syrup rigadoons.
Quince-breasted Circes of the zenanas
do catch this rain of cherry-wigged bananas
and saraband beneath the raspberry moons. *

* _

Una cornucopia de falos
se derrama torrencial sobre bermellones palacios
en arabescos y almibarinos rigodones.
Circes de amembrillados pechos de los serra­llos
se apoderan de este diluvio de plátanos de tonos cereza
y danzan la zarabanda bajo lunas de frambuesa.

Y tras una trifulca con las autoridades aca­démicas, se pierde en los Registros nostálgicos, y ya es todo un hombre.
Si la acción ocurriera durante los treinta, el libro podría llamarse Paros, Yo te aviso, y podría ofrecer dos tipos de versos. Bien un verso largo, lánguido y descuidado en el ritmo, abruptamente quebrado y con imágenes de conciencia social:

After the incessant means-test of conspiratorial winter
scrutinizing the tragic history of each robbed branch,
look! the triumphant bourgeoning!
spring gay as a workers' procession
to the newly opened gymnasium!
Look! the full employment of the blossoms! *

* _

Tras la inspección constante del conspiratorio in­vierno
escrutador de la trágica historia de cada rama robada
¡ved el retoñar triunfante,
la primavera feliz cual procesión de obreros
hasta el gimnasio recién abierto!
¡Ved el pleno empleo de la flor!

O bien una composición atrevida atestada de lenguaje callejero y coloquial, con retazos de canciones, algo de la música rítmica de Kipling y cierta recargada tristeza.

We're sitting pretty
in the appalling city.
I know where we're going
I don't know where from but.
Take it from me, boy;
you are my cup of tea, boy;
we're sitting on a big black bomb. *

* _

¡Qué bien estamos
en la espantosa ciudad.
Sé adonde vamos
pero no sé de dónde venimos.
Vente conmigo, amigo;
sólo te quiero a ti, amigo;
estamos encima de una gran bomba negra.

¡Conciencia social! Ese es el lema. Y mien­tras se toma un café, confiesa que quiere pa­sarse unas largas vacaciones en «un sitio vivo de verdad» («Adrián es la única persona que sabe hacer café en esta isla brutal». «Oye, Rodney, ¿dónde compras estos deliciosos pastelitos de color rosa?» «Es un secreto.» «Venga, dime dónde. Y te digo yo cómo se prepara esa receta que el coronel de Basil se trajo de Ceilán, sólo lleva tres libras de mantequilla y una cáscara de mango»). «Sí, un sitio auténtica­mente vivo. O sea, vivo, ¿no? Como el Valle de Rhondda o así. O sea, es que a mí aquello de verdad que me atrae, o sea que te quedas allí como sin hacer nada, ¿no? ¡Libros, libros! Lo que importa es la gente. O sea, hay que conocer a los mineros.» Y se marcha con Regie a pasar unas largas vacaciones en Bonn. A lo cual ha de seguir un librito de escritos político-viajeros que le convierten ya en pro­mesa que años más tarde pasa a consagrarse y llega a desempeñar el puesto de secretario literario de la CIAM (Consejo Internacional de las Artes del Mañana).
Si Cedric escribiera en los años cuarenta, lo más probable es que se sintiera atrapado y sin salida en una especie de apocalíptico rebozo, y que su primer libro se titulase Ma­crocosmo de lágrimas o Heliogábalo en Pen­tecostés. Cedric puede entonces mezclar sus metáforas y tópicos como fangoso engrudo y empapar los símbolos de que se sirve con ran­cia leche de burra para que así gane el con­junto en viscosa verborrea.
Después, Londres y las reseñas. Reseñas, claro está, de obras de otros poetas. Es tarea sencilla si se hace mal y aunque al principio no lo parezca, acaba por resultar siempre muy gananciosa. El vocabulario que un autor cons­cientemente deshonesto de reseñas de poesía contemporánea debe de aprender es muy limi­tado. Corriente, en primer lugar, y luego, im­pacto, efecto, conciencia, zeitgeist, esfera de influencia, Audeniano, último Yeats, período de transición, constructivismo, ingeniosamen­te salpicado, contribución, interminable, la dra­mática y breve despedida de toda la obra de un poeta adulto y responsable. Hay unas cuan­tas reglas fundamentales que deben ser obser­vadas: cuando se escribe una reseña, de por ejemplo, dos libros de versos absolutamente distintos, póngase el uno frente al otro como si se hubieran escrito los dos para un mismo concurso. He aquí una ilustración del mecanismo tan valioso y tan evitador de innecesarios derroches: «Tras los comentarios poéticos del Sr. A, tan sutiles y bien trenzados que se di­rían epigramas, la narrativa heroica, prolija y sonora del Sr. B adquiere una resonancia ex­trañamente hueca si consideramos la riqueza de sus textos y la vibrante orquestación de los mismos.» Hay que decidirse con sumo cuidado a admirar apasionadamente a un poeta determinado, guste o no su poesía. Todo se va a cargar a su cuenta, se le va a convertir en un segundo yo, va a ser patentado, se va a llegar con él hasta la tumba. Su nombre ha de citarse gratuitamente en todas las reseñas: «E. es, por desgracia, un poeta excesivamente dado al rosicler (y no como Héctor Whistle)». «Al leer la admirable, si bien en ocasiones pedes­tre, traducción de D., echamos de menos ese templado ardor y esa consumada capacidad de Hector Whistle.» Téngase cuidado con la elección del poeta, no vaya uno a convertirse en cazador furtivo. Se impone la siguiente pre­gunta previa: «¿Es Hector Whistle pichón de otra escopeta?»
Léanse todas las demás reseñas de los libros que se han de reseñar antes de pronunciarse sobre ellos una sola palabra. Cítense fragmen­tos de poemas sólo en caso de urgencia, pues una reseña debe siempre de versar sobre quien la hace y nunca sobre el poeta. Cuidado con censurar a un mal poeta rico, a no ser que se trate de uno notoriamente malo, ya difunto o exiliado en América, pues no se suele tardar en acceder desde las reseñas poéticas a la direc­ción de quién sabe qué revista, y muy bien pudiera suceder que ese mismo mal poeta rico fuera su mecenas.
Volviendo a Cedric, supongamos que, como resultado de una comparación por él estable­cida entre la poesía de un joven adinerado y la poesía de Auden –en detrimento de éste–, se ha hecho con la dirección de una nueva pu­blicación literaria. (También puede haberse hecho con nueva vivienda. En caso contrario, debiera insistir en que la nueva publicación necesita locales más cómodos, y trasladar su sede a ellos.) El primer problema con que Ce­dric se enfrenta es el de cómo llamarla. No es tarea fácil, ya que la mayoría de los nombres desprovistos de significación –elemento esen­cial para el éxito del nuevo proyecto– han sido agotados ya. Horizonte, Polémica, Vendimia, Carabela, Semilla, Transición, Nuevo reino, Foco, Panorama, Acento, Apocalipsis, Arena, Circo, Cronos, Avisos, Viento y Lluvia. Sí, en efecto, ya han sido usados todos. Pero la mente de Cedric se devana incesantemente: Vacío, Volcán, Limbo, La piedra miliar, Necesidad, Erupción, Útero, Sismógrafo, Vulcano, Cogni­ción, Cisma, Datos, Fuego... y al fin, Clarobscuro, ya está. Lo demás es muy sencillo: sim­plemente editar.
Vayamos ahora muy someramente con otros métodos para convertir la poesía en empresa de alto rendimiento.
El Desmadre provinciano o el sistema de Viva-Rimbaud-y-a-por-ellos. Yo francamente no lo recomiendo mucho, pues son necesarias de­terminadas condiciones. Antes de aparecer avasalladoramente en un centro de actividad literaria –o sea el bar adecuado, en los primeros años, las casas adecuadas después, y finalmente los clubs adecuados– ha de tenerse detrás un cuerpo (la cabeza no es precisa) de versos fe­roces e incomprensibles. (Como ya he dicho antes, no es mi empeño describir cómo se lo­gran estos éxtasis gauchistas y verbosos. Hart Crane descubrió un buen día que escuchar bo­rracho a Sibelius le hacía ponerse a escribir hasta ya no poder más. Un amigo mío que ha padecido violentas jaquecas desde los ocho años, encuentra tan sencillo escribir así que tiene que hacerse nudos en el pañuelo para acordarse de que hay que parar de vez en cuan­do. Hay muchos métodos y siempre hay un camino si existe el deseo de un ligero delirio.) En fin, este poeta necesita estar en posesión de la constitución y la sed de un caballo que sólo se alimentara de sal, el pellejo de un hipo­pótamo, ilimitada energía, prodigioso engrei­miento, falta absoluta de escrúpulos y –más importante que nada, nunca estará de más in­sistir sobre este punto– una casa lejos de la capital adonde regresar cuando se deprima.
Me temo que tendré que pasar muy por alto otros tipos de mi clasificación.
Del poeta que tan sólo escribe porque quie­re escribir, a quien publicar o dejar de publi­car no le preocupa en absoluto, y que puede enfrentarse tranquilamente con la pobreza y el anonimato, de ése pocas cosas de valor pue­do decir. Este no es un hombre de negocios. La posteridad no es rentable.
Anotemos también otra clase de poesía, altamente no recomendada:
Poemas para tarjetas de felicitación: am­plio mercado, ganancias mínimas.
Poemas para las cajas de galletas: muy variable.
Poemas para niños: pueden acabar con el autor y con los niños.
Necrológicas en verso: es difícil competir con los valores tradicionales.
Poesía como forma de chantaje (por abu­rrimiento): peligroso. La víctima puede contraatacar con la lectura de su tragedia incom­pleta, «El termo», sobre la vida de san Ber­nardo.
Y finalmente: Poemas en las paredes de los retretes. La compensación es puramente psico­lógica.
Muchas gracias.

Los seguidores
(1952)

Eran las seis en punto de una tarde de in­vierno. Por los arcos iluminados de las farolas se dibujaba el chispear de una llovizna borrosa y menuda, y el resplandor amarillento de las luces se perfilaba sobre las aceras. Entre un chapoteo de botas de goma, alzados los cue­llos de sus impermeables, empapados los som­breros hongo, los más jóvenes salían de las oficinas de vuelta a casa, desafiando un viento de cardo...
–Buenas noches, señor Macey.
–¿Vienes por aquí, Charlie?
–¡Uf, qué noche más asquerosa!
–Buenas noches, señor Swan.
Y los mayores, colgados de los negros pa­jarracos de sus paraguas, se dejaban arrastrar, deslizándose por las estelas de la luz de gas, hacia sus cálidos, seguros hogares a prueba de tormenta, hacia esposas ya llamadas madres, perros pulgueros viejos y tiernos, y parloteos de radio.
Y las jóvenes oficinistas, chorreante el ca­bello bajo las capuchas, pintarrajeadas y per­fumadas, corrían entre risitas y cogidas del brazo tras los estridentes tranvías y chillaban al salpicarse las medias con el aceite irisado de los charcos entre las resbaladizas vías.
Dos muchachas estaban desvistiendo un maniquí en un escaparate.
–¿Adonde vas a ir esta noche?
–Depende de Arthur. Ahí viene ésa.
–Edna, cuidado con la combinación.
Echaron los cierres de otra tienda.
Un niño que vendía periódicos voceaba muy suavemente desde un portal:
–¡Terremoto en Japón! ¡Terremoto en Ja­pón!
El agua que goteaba de un canalón le es­taba empapando los periódicos, pero él seguía allí de pie quieto en su charquito.
La chica de la joyería, lisa y flaca, sin parar de lloriquear en un pañuelo, estaba echando con toda parsimonia los cierres metálicos y atracándolos con la barra de través. Bajo aquella lluvia gris parecía como si toda ella estuviera llorando.
Una apacible pareja enlutada estaba reti­rando las coronas expuestas delante de la flo­ristería y ya se perdían por la mortecina y olo­rosa obscuridad del interior. Después se apaga­ron las luces.
Un hombre con un globo atado a la visera empujaba una misteriosa carretilla hacia un callejón sin salida.
Un niño con cara de viejo, sentado en su cochecito, a la puerta de la taberna observaba con absoluta pasividad cuanto le rodeaba.
Era la tarde de invierno más triste que he visto en mi vida. Pasó junto a mí una pareja riéndose a carcajadas. El chico, guapo y anti­pático, llevaba a la chica cogida por la cintura y lo que hacía la cosa más triste es que a ella eso parecía hacerla tan feliz.
Leslie y yo habíamos quedado en la esqui­na de Crimea Street. Éramos más o menos de la misma edad, demasiado mayores y dema­siado pequeños. Leslie llevaba un paraguas cerrado que no usaba nunca, aunque a veces lo utilizaba para llamar a algún timbre. Se estaba dejando bigote pero no acababa de salirle del todo. Yo llevaba una visera a cuadros, que me solía ladear un poco. Nos saludamos muy serios:
–Hola, viejo, buenas noches.
–Buenas noches, Leslie.
–Llegas puntual, ¿eh?
Una rubia maciza pasaba en aquel momen­to por allí correteando, muy pendiente de sí y dejando como un rastro de olor a conejo empapado. Llevaba unos zapatos de tacón alto que le chapoteaban por la suela y repiquetea­ban por el tacón. Leslie emitió, a su paso, un silbido admirativo pero bajito.
–Primero vamos a tratar de negocios –le dije yo.
–¡También tú...! –dijo Leslie.
–Pero si está muy gorda...
–A mí me gustan de esa talla –dijo Les­lie–. ¿Te acuerdas de Penélope Bogan? Y encima, casada.
–Venga, hombre. Menuda pajarraca era aquélla. ¿Cuánto dinero tienes, Les?
–Trece peniques. ¿Tú qué tal andas?
–Estoy en medio chelín.
–¿Adonde entonces? ¿A Las Brújulas?
–En el Marlborough el queso lo dan gra­tis.
Nos pusimos a andar en dirección al Marl­borough sorteando varillas de paraguas, al tiempo que el aire ceñía contra nuestros cuer­pos los tenues impermeables al resplandor de las farolas. Los desperdicios callejeros, pape­les, cáscaras, colillas, grumos de porquería, empapados, revueltos y arrastrados por el ven­daval, se quedaban flotando en los canales de los desagües con un rumor que se mezclaba al reumático estruendo de los descarnados tranvías y al pitido ululante de un barco aban­donado en mitad de la bahía como una gran lechuza. Leslie dijo:
–¿Y qué vamos a hacer luego, oye?
–Podemos seguir a alguna chica.
–¿Te acuerdas de aquella que seguimos por Kitchener Street, la que perdió el bolso?
–Sí, se lo debías haber devuelto.
–Para un mendrugo de pan con mermela­da que tenía dentro...
–Venga, pasa –dije yo.
El Marlborough estaba frío y desierto. De las paredes humedecidas colgaban carteles di­versos: Prohibido cantar. Prohibido bailar. Prohibido vender. Prohibido jugar.
–Anda, anímate a cantar –le dije a Les­lie–, luego bailo yo, echamos una partida de naipes por lo serio y acabo dejando aquí has­ta los tirantes.
La camarera, rubia platino y con un par de dientes de oro como un conejito millonario, se estaba limando y pintando las uñas. Cuando entramos hizo un alto para mirarnos y siguió pintándose y limándose las uñas sin ninguna convicción.
–Se ve bien que no es sábado –dije yo–. Buenas noches. Dos pintas.
–Y una libra esterlina –dijo Leslie tra­tando de hacerse el gracioso.
–Dame tu dinero lo primero –le dije a Leslie bajito, y luego ya más alto para que se oyera–: Se nota mucho que no es sábado, no se ve ni un borracho.
–Es que no hay ni un alma –dijo Les­lie.
Entre aquellas desconchadas y descolori­das paredes parecía imposible que se hubiera podido llegar a emborrachar nunca nadie. So­lían venir representantes que contaban chis­tes y se tomaban su whisky con soda, en com­pañía de mujeres teñidas y bulliciosas, de las de un-oporto-con-limón. Por aquellos rincones, los tristes clientes asiduos, cuando ya se les empezaba a trabar la lengua, se convertían en entes sublimes que inventaban pasados fla­mantes y se las daban de ricos, influyentes y famosos. Viejecitas réprobas vestidas de ne­gro acudían también a pimplar y cotillear. In­felices don nadies que se lanzaban a arreglar el mundo. Un tipo de pendientes, un tal Frilly Willy, tocaba un piano desvencijado que so­naba como un organillo dentro del agua, hasta que la mujer del tabernero decía «basta». Entraban y salían extraños, salían sobre todo. De los valles bajaban mineros a beber desatinadamente y era frecuente que formaran gres­ca. Siempre había como un ganso flotando por el aire denso de aquel inhóspito y sórdido local perdido: discusiones, risitas, bravucona­das, disparates y atrocidades, emociones, chá­charas necias, paz, nunca dejaba de haber algo en aquel monótono confín de la ciudad donde muere el ferrocarril. Pero aquella tarde era el bar más triste que he visto en mi vida.
Leslie dijo en voz baja: «¿Tú crees que nos fiará una cerveza?»
–Espera un poco, hombre –susurré yo–. Hay que ablandarla primero.
Pero la camarera me había oído y me lan­zó una mirada que me traspasó como si estu­viera poniendo al descubierto toda mi vida desde mi primera cuna y luego sacudió la ca­beza como dejándome por imposible.
–No sé lo que es –dijo Leslie mientras volvíamos por Crimea Street bajo la lluvia–, pero estoy como sin ganas esta noche.
–Es que es la noche más triste del mun­do –dije.
Empapados y solitarios nos paramos a mi­rar las carteleras de un cine que llamábamos El Picadero. Una semana tras otra, durante años, habíamos entrado a sentarnos allí, al borde de aquellas desvencijadas butacas, en aquella parpadeante, húmeda y confortable obscuridad, al principio con nuestros caramelos y cacahuetes que crujían como disparos y lue­go con nuestros pitillos: de una marca especialmente barata que hubiera hecho reventar a un comedor de fuego.
–¿Entramos a ver a Lon Chaney –dije– y a Richard Talmadge y a Milton Sills y a... a Noah Beary... y a Richard Dix y a Slim Summerville y a Hoot Gibson?
Suspiramos los dos melancólicamente.
–Nos vamos haciendo viejos –dije.
Apretamos el paso y salpicábamos al arras­trar los pies a los que se cruzaban con noso­tros.
–¿Por qué no abres el paraguas? –dije.
––No se puede. Mira a ver si puedes tú.
Lo intentamos los dos a la vez y se infló de repente la panza del paraguas. Las varillas atravesaron y rasgaron la tela y el viento azo­taba aquellos andrajos que se pusieron a re­zongar sobre nuestras cabezas como un despeluchado pájaro matemático. Lo quisimos ce­rrar, pero una varilla le asomaba ahora por los harapientos costillares. Leslie lo llevaba a rastras por la acera.
Una chica llamada Dulcie que iba corrien­do hacia el Picadero nos saludó sonriente y nos paramos con ella.
–Ha pasado una cosa terrible –le dije.
Era tan tonta aquella chica, con quince años que tenía, que una vez se había comido una pastilla de jabón sólo porque Leslie le dijo que con eso se rizaba el pelo.
–Ya sé –dijo ella–. Que se os ha roto el paraguas.
–Te equivocas –dijo Leslie–. No es nues­tro este paraguas. Nos lo han tirado desde una azotea. ¿No lo notas?
Ella cogió el paraguas por el mango cuida­dosamente.
–Ahí arriba hay uno que se dedica a tirar paraguas –dije–. Puede ser peligroso.
Ella se sonrió intranquila y luego se revol­vió silenciosa y angustiada cuando oyó que Leslie decía:
–Sabe Dios, igual le da luego por tirar bastones.
–O máquinas de coser –dije yo.
–Espéranos aquí, Dulcie, que vamos a ha­cer una investigación –dijo Leslie.
Nos echamos a andar calle abajo y en cuanto doblamos la esquina salimos corriendo.
Al llegar al café Rabiotti dijo Leslie:
–Nos hemos portado mal con Dulcie...
Pero ya no volvimos a hablar del asunto.
Una chica calada de lluvia nos rozó al pa­sar. Sin decir una palabra, nos pusimos a se­guirla. Andaba dando enormes zancadas, me­dio al galope, y nosotros la íbamos siguiendo sin perderle pie, primero por Inkerman Street y por el Paradise Passage más tarde.
–No sé para qué tanto seguir a la gente –dijo Leslie–. Es una imbecilidad. Es que no sirve para nada. Te pones a mirar por la ventana para ver lo que hacen, te encuentras siempre con las cortinas echadas. Yo creo que sólo a ti y a mí se nos ocurren estas cosas.
–Vete tú a saber –dije yo.
La chica dobló por St. Augustus Crescents una amplia mancha de niebla iluminada.
–La gente siempre sigue a la gente. ¿Qué nombre te parece que le podemos poner a ésta?
–Hermione Weatherby –dijo Leslie, que siempre acertaba con los nombres.
Hermione era esbelta y musculosa y caminaba bajo aquella punzante y molesta lluvia como una digna profesora de gimnasia.
–Vete tú a saber lo que te puedes encon­trar por ahí. A lo mejor vive en una casa grande con todas sus hermanas...
–¿Cuántas?
–Siete. Todas llenas de amor. Y al llegar a casa se ponen kimonos y se echan encima de camas turcas a oír música y a cuchichearse cosas al oído y todo lo que están esperando es que llegue alguien así como tú y yo, gente perdida, y nos salen todas al encuentro coto­rreando como estorninos y nos ponen kimonos a nosotros también y ya de esa casa no sali­mos como no sea muertos. A lo mejor es una casa preciosa, bulliciosa, acogedora, como un baño caliente lleno de pájaros.
–Déjate de pájaros en el baño –dijo Les­lie–. Igual llega a casa y se abre las venas. A mí me da igual lo que haga con tal de que sea interesante.
Ella dio un saltito, dobló la esquina y se metió por una calle donde suspiraban los árboles y relucían amigables luces en las ven­tanas.
–Déjate de plumas en la bañera –dijo Les­lie.
Hermione se metió en el número trece de Miramar.
–Miramar no sé cómo, como no sea con un periscopio –dijo Leslie.
Nos paramos en la acera de enfrente, al resplandor vacilante de una farola. Y cuando Hermione abrió la puerta nos acercamos de puntillas y nos metimos por un lateral hasta llegar a la parte trasera de la casa adonde daba una ventana que no tenía cortinas.
La madre de Hermione, cordial y gordita como una lechuza, estaba friendo patatas con su delantal puesto.
–Tengo hambre –dije.
–¡Chsss!
Llegamos al borde mismo de la ventana y en esto Hermione entró en la cocina. Ya era mayor, tendría unos treinta años, con un cor­te de pelo a lo garçon y ojos grandes y cálidos. Llevaba unas gafas de esas que se rematan en un cuernecito y llevaba un pichi a cuadros y una blusa blanca con chorrera. Parecía in­tentar componer la figura de una secretaria de película que sólo con quitarse las gafas, atusarse el pelo y ponerse de tiros largos se convertiría en un ser deslumbrante y lograría que su jefe Warner Baxter se pusiera nervioso y no parara hasta casarse con ella. Pero lo malo era que si Hermione se quitaba las ga­fas, no podía distinguir entre Warner Baxter y el cobrador de la luz.
Estábamos tan cerca de la ventana que oíamos el chisporroteo de las patatas.
–¿Qué tal por la oficina, querida? Vaya un tiempo –dijo la madre de Hermione sin de­jar de vigilar las patatas.
–¿A ésa qué nombre le pones, Les?
–Hetty.
Todo en aquella cálida cocina, desde el bote de té y el reloj de la abuela hasta la gata con su ronroneo de tetera era bueno, aburrido y suficiente.
–El señor Truscott ha estado insoportable –dijo Hermione calzándose las zapatillas.
–¿Y el kimono? –dijo Leslie.
–Toma una taza de té –dijo Hetty.
–Todo es demasiado perfecto en esta rato­nera ––dijo Leslie–, ¿pero y las siete herma­nas como estorninos? –se quejó.
La lluvia empezó a arreciar. Ya caía a cán­taros sobre el negro jardín, sobre aquella con­fortable casita, sobre nosotros y sobre la ciu­dad escondida y callada. En aquel momento, en el refugio de Marlborough, el piano subma­rino seguiría destripando «Daisy» y las bulli­ciosas mujeres estarían sorbiendo como galli­nas el oporto de sus vasitos.
Hetty y Hermione se pusieron a cenar. Dos muchachos calados hasta los tuétanos las con­templaban con envidia.
–Echa un poquito de salsa en las patatas –cuchicheó Leslie.
Y mira por dónde, Hermio­ne le obedeció.
–¿Es que no pasa nunca nada en ninguna parte? –dije yo–. ¿En ninguna parte del mundo? Yo creo que todas esas historias de crímenes y violaciones se las inventan los pe­riódicos. Ya no queda pecado ni amor ni muer­te ni perlas ni divorcios ni abrigos de visón ni arsénico en el chocolate ni nada de nada...
–Ya nos podrían poner un poquito de mú­sica para que bailáramos –dijo Leslie–. No todas las noches tienen dos tíos que vengan a verlas. Todas las noches desde luego que no. Por todas partes de la ciudad pululaba gen­te que no tenía nada que hacer ni sabía adon­de ir, gente sin un penique en el bolsillo, gente perdida bajo la lluvia. Pero no pasaba nada.
–Me voy a coger una pulmonía –dijo Leslie.
La gata y el fuego acompasaban con un ronroneo el tictac del tiempo que se iba llevando nuestras vidas. Ya habían terminado de cenar Hetty y Hermione cuando después de un largo rato sin dirigirse la palabra se miraron sonrientes, confiadas y felices, en el seno de aquella cajita iluminada, se pusieron de pie y se quedaron frente a frente.
–Va a pasar algo divertido –dije yo con voz muy tenue.
–Ahora, ahora –dijo Leslie.
Ya ni siquiera hacíamos caso de aquella lluvia pertinaz.
Las dos mujeres se seguían mirando con una sonrisa silenciosa.
–Ahora, ahora.
Y oímos cómo Hetty decía con un hilo de voz:
–Trae el álbum, querida.
Hermione abrió un aparador, sacó un pá­lido álbum de fotos y lo puso en medio de la mesa. Luego ella y Hetty se sentaron y se pu­sieron a hojearlo.
–Mira el tío Eliot, el que murió en Porthcawl –dijo Hetty–. Al que le daban calam­bres.
Y miraban con todo cariño al tío Eliot pero sin verlo.
–Mira, Martha, las lanas, tú ya no te acor­darás de ella, querida, pero le daba por la lana, la lana y la lana. Quería que la enterra­sen con un jersey malva que tenía, pero su marido, que había estado en la India, no qui­so dar su brazo a torcer. Y mira tu tío Mor­gan –dijo Hetty– de los Kidwelly Morgan, ¿te acuerdas de él el día de la nevada?
Hermione pasó la página.
–Mira a Myfanwy que se volvió loca de repente, ¿no te acuerdas? Estaba ordeñando la vaca. Tu primo Jim, el cura, hasta que se descubrió todo. Y nuestra Beryl –dijo Hetty.
Hablaba como si estuviera repitiendo una entrañable lección sabida de memoria, pero sabíamos que ella y Hermione estaban a la expectativa de algo. Hermione pasó otra pá­gina y cuando las dos se sonrieron con com­plicidad comprendimos que había llegado el tan anhelado momento.
–Mi hermana Katinka –dijo Hetty.
–La tía Katinka –dijo Hermione.
Y con­templaron la foto más de cerca.
–¿Te acuerdas de aquel día en Aberystwyth Katinka? –dijo Hetty–, el día que salimos de excursión con los del coro...
–Yo llevaba mi nuevo vestido blanco –di­jo una nueva voz.
Leslie me agarró la mano con fuerza.
–Y un sombrero de paja con pajaritos –dijo nítidamente la voz aquella.
Hermione y Hetty no despegaban los la­bios.
–A mí siempre me encantaron los pajari­tos en los sombreros. Bueno, las plumas, se entiende. Era el tres de agosto y yo tenía vein­titrés años.
–Veintitrés ibas a cumplir en octubre –di­jo Hetty.
–Es verdad, cariño –replicó la voz–. Yo era Escorpión. Nos encontramos con Douglas Pugh por el paseo y me dijo: «Hoy pareces una reina, Katinka.» Eso me dijo, que pare­cía una reina. ¿Y qué hacen, por cierto, esos dos chicos mirando ahí por la ventana?
Salimos de estampida por el callejón has­ta que aparecimos en St. August Crescent. La lluvia arreciaba como anegando la ciudad. Nos paramos a tomar aliento. Ni nos hablábamos ni nos mirábamos, seguimos andando bajo la lluvia y al llegar a la esquina de Victoria nos volvimos a parar.
–Buenas noches, viejo –dijo Leslie.
–Buenas noches –dije yo.
Y cada cual tiró por su lado.

Una historia
(1953)

... Si es que historia puede llamarse. Prin­cipio, en verdad, no tiene, final tampoco y casi nada en medio. Todo queda reducido a un día de excursión en autocar a Porthcawl –adonde, por cierto, el autocar nunca llegó–, en los tiempos en que yo era bastante más espigado y más simpático.
Estaba yo pasando por entonces una tem­porada con mi tío y su mujer. Aunque ella fuera mi tía, nunca se me había ocurrido con­siderarla más que como la mujer de mi tío, y esto no sólo a causa de la apariencia de gi­gante pelirrojo y estridente con que él parecía desbordar cada rincón de su cálido nido igual que un búfalo acorralado en una despensa, sino también porque ella, por su parte, se movía por la casa a pasitos sigilosos y como en sor­dina que parecían amortiguarse sobre almoha­dillas gatunas, y tan pronto se la veía quitando el polvo a los perritos de porcelana como po­niéndole la mesa al búfalo o bien afanada en preparar ciertas ratoneras por las que nunca se dejaba entrillar. Pero, eso sí, una vez que desaparecía de nuestra vista como por ensal­mo, a no ser por cierto chillidito agudo que se escapaba de sus labios, por el que llegaba a saberse que había volado a picotear su alpiste, podía uno incluso olvidarse de que jamás hu­biera estado ella en la habitación.
Por contra, allí estaba él siempre, acodado en el mostrador de la tiendecita que tenían en la parte delantera de la casa, con aquella panza de barco y aquellos tirantes que le apre­taban las carnes como maromas, atiborrado de comida y resoplando como un trombón. O si no, venga de atracarse en la cocina con raciones que habrían dejado saciada a una tripulación entera. A medida que comía era como si la casa se fuera volviendo más peque­ña y él parecía un oleaje rompiendo contra los muebles con aquel chaleco que se había convertido en una bulliciosa pradera llena de mondas, grasa, desperdicios y colillas después de una merendola, al tiempo que el fuego fo­restal de su cabellera crepitaba zigzagueando entre los jamones que colgaban del techo. Tan pequeña era ella que no alcanzaba a pegarle como no fuera encaramada en una silla, y así, todos los sábados por la noche la izaba él, se la ponía bajo el brazo y la depositaba en una de las sillas de la cocina desde cuya altura le era posible emprenderla a golpes contra mi tío con el primer trasto que le viniera a mano, que era siempre, por más señas, uno de los perritos de porcelana. Y los domingos, ya com­pletamente borracho, se ponía él a cantar con aquel vozarrón de tenor que tantos premios le había hecho ganar.
Cuando oí mencionar por vez primera la excursión me hallaba yo sentado sobre una saca de arroz, detrás del mostrador, a la som­bra de la tripa de tonel de mi tío, leyendo el anuncio de un desinfectante que era cuanta lectura había. Ya mi tío sólo llenaba la tienda, así que cuando se personaron el señor Ben­jamín Franklyn, el señor Weazley, Noah Bowen y Will Sentry, pensé que íbamos a reven­tar. Era como estar embutidos en un cajón con tufo a queso, trementina, picadura de ta­baco, migas de galleta, sebo y ropa sudada. El señor Benjamín Franklyn manifestó que ya había reunido el dinero necesario para el au­tocar y veinte cajones de cerveza rubia, y que había cobrado a cada uno una libra de más, cantidad que pensaba repartir entre los excur­sionistas cuando se hiciera la primera parada de refresco, y que ya estaba más que harto, dijo, de verse perseguido por Will Sentry.
–Todo el día, vaya donde vaya –decía– lo llevo pegado a los talones como un perro faldero de un solo ojo. Me han salido una sombra y un perro. ¿A mí qué falta me hace ningún perro policía con bufanda?
Will Sentry se puso colorado y dijo:
–¡Qué mentira! A mí que me registren.
–Ya no puede uno tener ni intimidad –si­guió el señor Franklyn–. Se le pega a uno tanto que hasta miedo te da echar un paso atrás, no sea que vayas a aparecer sentado encima suyo. Lo que me maravilla –dijo– es no encontrármelo en la cama por las no­ches.
–Porque le sentaría mal a tu mujer –dijo Will Sentry.
Y ahí volvió a enredarse Franklyn en explicoteos, que los demás trataban de paliar diciéndole: «No hagas caso a Will Sentry...» «El viejo Will lo hace sin mala intención...» «Sólo está con el ojo en el dinero, Benjie.»
–¿Es que nadie se va a fiar de mí? –ex­clamó sorprendido el señor Franklyn.
Todos guardaron silencio, y al rato dijo Noah Bowen:
–Ya sabes tú lo que es el comité. Desde lo de Bob el violinista todo el mundo anda con la mosca tras de la oreja.
–¿Te crees que me voy a beber yo los fondos de la excursión igual que el violinista? –dijo el señor Franklyn.
–Poder, podrías –susurró mi tío.
–Yo dimito –dijo el señor Franklyn.
–Mientras tengas nuestro dinero, no se acepta la dimisión –dijo Will Sentry.
El señor Weazley medió en plan concilia­dor y al cabo de un rato se pusieron todos a jugar a las cartas en la densa penumbra de aquella quesera. Mi tío estallaba en resopli­dos cada vez que ganaba, mientras el señor Weazley refunfuñaba a chirriditos. Yo acabé por quedarme dormido encima de aquella pra­dera grasienta que era el chaleco de mi tío.
Al domingo siguiente, cuando estábamos mi tío y yo tan tranquilos comiéndonos unas sar­dinas de lata –porque su mujer los domingos se negaba a dejarnos jugar a las damas–, el señor Franklyn entró en la cocina. La mujer de mi tío andaba también por allí, no sabría decir dónde. Tal vez estuviera metida en la caja del reloj de mi abuela, colgada de las pesas. Un poquito después la puerta volvió a abrirse y Sentry se coló de refilón sobando nerviosamente las alas de su sombrero hongo. Se sentó Franklyn en el sofá pequeño, los dos muy de negro, anaftalinados y tiesos, como si fueran de funeral.
–He traído la lista –dijo el señor Fran­klyn–. Ya han pagado todos los socios. Pue­des preguntárselo a éste.
Mi tío se caló las gafas, se limpió la hirsuta boca con un pañuelo que era como desplegar la bandera británica, dejó encima de la mesa la cuchara con que andaba hurgando en las sardinas, cogió la lista de nombres del señor Franklyn, se quitó las gafas para así poder leer y fue poniendo junto a cada nombre una cruz.
–Enoch Davies. Aja, buenos puños tiene ése. Pero nunca se sabe. Little Gerwain. Un bajo bien melodioso. El señor Cadwalladwr. Bien, bien. Ese puede dar la hora de partida mejor que un reloj. El señor Weazley. No fal­taba más. Hasta en París ha estado ése. Lásti­ma que se maree en los autocares. El año pa­sado tuvimos que parar nueve veces por su culpa, entre La Colmena y El Dragón Rojo. Noah Bowen. Un tipo tranquilo. Tiene lengua de tórtola. No hay quien discuta con él. Jenkins Loughor. Ese que no toque el dinero, que siempre lo hemos pagado muy caro. El señor Jervis. Tan pulcro él.
–Pues el año pasado quiso meternos un cerdo en el autobús –dijo Will Sentry.
–Tú a lo tuyo y deja a la gente tranquila –dijo mi tío.
Will Sentry se puso colorado.
–Es el dueño de Simbad el Marino, hay que aguantarlo. El viejo O. Jones.
–¿Y ése por qué? –dijo Will Sentry.
–Porque el viejo O. Jones siempre ha ve­nido –dijo mi tío.
Eché un vistazo a la mesa de la cocina. La lata de sardinas había desaparecido. «Caram­ba –me dije–, la mujer del tío es más rápida que una centella.»
–Cuthbert Johnny Fortnight. Menuda pa­peleta –dijo mi tío.
–Le gusta meterse con las mujeres –dijo Will Sentry.
–Y a ti también –dijo el señor Franklyn–. Pero te quedas con las ganas.
Por fin mi tío acabó aprobando la lista en­tera y tan sólo se detuvo indeciso al dar con uno de los nombres.
–Si no fuera porque somos buenos cris­tianos a ése lo tirábamos al mar.
–A tiempo estamos en Porthcawl –dijo el señor Franklyn.
Y no hizo más que marcharse, y ya llevaba detrás a no más de una pulgada, la sombra de Will Sentry con aquel claqueteo de sus re­lucientes botas domingueras sobre las baldo­sas de la cocina.
Y entonces, de repente, ahí estaba ya la mujer de mi tío apostada ante el aparador blandiendo un perro de porcelana.
«Caramba –volví a decirme–, qué diablo de mujer ésta, si es que puede llamársele mu­jer.»
Aún no habíamos dado la luz de la cocina y aparecía su figura perdida en un bosque de sombras en el que brillaban como ojos blan­cos y rosados los platos del aparador.
–Oiga, señor Thomas –le dijo a mi tío con su vocecita aterciopelada–. Si usted se va el sábado de excursión, yo me largo a casa de mi madre.
«Anda, Dios, si tiene madre y todo –dije para mí–. Caray con el ratoncito descarado.»
–La excursión o yo, señor Thomas.
Yo no lo hubiera pensado dos veces, pero pasó lo menos medio minuto antes de que mi tío dijera:
–Pues bueno, Sarah, cariño, la excursión.
La levantó en vilo, se la puso bajo el bra­zo, la llevó hasta una silla de la cocina y entonces ella le dio un golpe en la cabeza con el perrito de porcelana. Y a continuación la de­positó en el suelo, momento que yo aproveché para dar las buenas noches.
El resto de la semana se estuvo la mujer de mi tío deslizando presurosa y sigilosamen­te por todos los rincones de la casa empuñan­do un plumero que blandía como si fuera un arco, mientras mi tío no cesaba de soplar y resoplar inflándose como un fuelle. Yo por mi parte me pasé todo el tiempo dando vueltas sin saber qué hacer. Por fin, a la hora del desa­yuno, el domingo por la mañana, la misma mañana de la excursión, hallé una nota sobre la mesa de la cocina. Decía: «Hay huevos en la despensa. No te olvides de quitarte las botas antes de meterte en la cama». Rápida como una centella, la mujer de mi tío se había lar­gado.
Cuando mi tío vio la notita, se sacó del bolsillo con un supremo esfuerzo aquella ban­dera que le servía de pañuelo y se sonó la na­riz con tal fanfarria y alboroto que los platos del aparador parecieron estremecerse.
–Ya tenemos la misma de todos los años –dijo.
Y luego, mirándome, añadió:
–Pero esta vez va a ser distinto. Tú te vas a venir a la excursión conmigo, y los demás que piensen lo que quieran.
El autocar llegó hasta la puerta de casa y cuando los excursionistas nos vieron a los dos juntitos allí tan planchaditos y endomingados se les oyó rezongar y gruñir como dentro de una jaula de gorilas.
–¿Es que vas a traerte un niño? –pre­guntó el señor Franklyn cuando nos vio subir.
Y me dirigió una mirada terrorífica.
–Los niños me dan mala espina –dijo el señor Weazley.
–Este no ha pagado su parte –dijo Will Sentry.
–Aquí no hay sitio para los niños. En los autocares se marean siempre.
–¿Y tú qué, Enoch Davies? –dijo mi tío.
–Igual podías haberte traído... mujeres.
Y por la forma en que esto sonó, parecía como si las mujeres fueran aún cosa peor que los niños.
–Mejor eso que traer ancianos.
–A mí los abuelos también me dan muy mala espina –dijo el señor Weazley.
–¿Y qué vamos a hacer con él cuando ten­gamos que bajarnos a echar un traguito?
–Yo soy abuelo –dijo el señor Weazley.
–Veintiséis minutos para empezar –excla­mó un viejo que llevaba jipijapa, sin mirar siquiera el reloj.
E inmediatamente se olvidaron de mí.
–¡Este señor Cadwalladwr! –decían to­dos.
Y el autocar se puso en marcha calle abajo. A las puertas de sus casas, unas cuantas mujeres se habían parado a contemplarnos como con cierto desdén. Un niño pequeño agi­taba la mano diciendo adiós y su madre vino a darle un tirón de orejas. Era una preciosa mañana de agosto.
Ya habíamos salido del pueblo y cruzado el puente y ya íbamos cuesta arriba en direc­ción al bosque cuando el señor Franklyn, que andaba pasando lista, clamó a voz en grito:
–¿Dónde está el viejo Jones?
–¿Que dónde está el viejo Jones?
–Nos lo hemos olvidado.
–Sin el viejo no se puede seguir.
Y aunque el señor Weazley no cesó de far­fullar imprecaciones durante todo el camino, dimos la vuelta y volvimos al pueblo hasta la taberna de El Príncipe de Gales, en donde el viejo Jones nos estaba aguardando pacientemente sin otra compañía que una bolsa de lona.
–Yo no quería venir –dijo el viejo Jones, mientras lo aupaban al autocar dándole palmaditas en la espalda; luego lo sentaron no sin violencia y en seguida le pusieron una bo­tella en la mano–. Pero siempre acabo vi­niendo.
Y ya a cruzar el puente, y luego la cuesta arriba, y ya bordeando el verde esplendor del bosque por un camino zigzagueante y polvo­riento, entre pacíficas vacas y un revuelo de ánades, hasta volver a oírse la voz del señor Weazley:
–¡Pararse, pararse, que me he dejado la dentadura en la repisa de la chimenea!
–¿Y qué más da? –dijeron–. No te irás a comer a nadie, ¿verdad?
–Y le dieron una botella con una pajarita.
–Es que a lo mejor me apetece echar más de una sonrisita –dijo.
–Lo que es tú... –contestaron.
–¿Qué hora es, señor Cadwalladwr?
–Ya sólo quedan doce minutos –repuso a gritos el viejecillo del jipijapa.
Y todos se pusieron a echarle maldiciones.
El autocar se detuvo frente al Rebaño de la Montaña, una taberna pequeña y triste, cuyo tejado de paja semejaba una peluca con pei­neta. En un mástil que había junto al retrete tremolaba la bandera de Siam. Yo sabía que era la bandera de Siam por la colección de cromos. A la puerta, el patrón iba dándonos la bienvenida uno a uno con afectuosa sonri­sa de lobo. Era un hombre alto y flaco, tenía los colmillos ennegrecidos, los ojos aplomados y un rizo grasiento en medio de la frente.
–¡Hermoso día de agosto! –dijo al tiem­po que se llevaba una garra al rizo.
Idéntica bienvenida debía haberle dado al rebaño de la montaña antes de devorárselo –me dije.
Los excursionistas se metieron mugiendo y balando en el bar.
–Quédate ahí cuidando del autocar –dijo mi tío–. Mira que nadie lo vaya a robar.
–Como no lo roben las vacas –dije yo.
Pero mi tío ni me oía, dentro ya del bar y enfrascado en su concierto de placenteros resoplidos. Yo me quedé mirando a las vacas que tenía enfrente, y las vacas se quedaron mirándome a mí. ¡Qué otra cosa podíamos hacer! Pasaron cuarenta y cinco minutos con la parsimonia de una nube que cruza el cielo. El Sol relucía por encima de la solitaria carre­tera, sobre el niño perdido y no deseado y sobre los ojos acuosos de las vacas. En la obscuridad del bar, los demás, contentos y feli­ces, ya habían empezado a romper vasos. Por la carretera venía en bicicleta un cebollero con boina y una ristra de cebollas a modo de co­llar.
–Quelle un grand matin, monsieur –dije yo.
–Aquí tienes a un francés, muchacho –dijo al tiempo que se apeaba.
Yo le seguí hasta la puerta y pude echar un vistazo al interior del bar. Apenas acerté a reconocer a ninguno de los excursionistas. A todos se les había mudado el color. Pasa­ban del remolacha al castaño obscuro, retozan­do por entre la húmeda penumbra de aquel agujero como traviesos niños grandes, cuando en medio surgieron las barbas rojas y la desmedida panza de mi tío. Por el suelo, entre un mar de vidrios rotos, yacía el cuerpo del señor Weazley.
–¡Otra ronda para todos! –decía Bob el violinista, un hombrecillo evanescente de brillantes ojos azules y grave sonrisa.
–¡Mira que ponerte a raptar huérfanos!
–Este niño se lo has comprado a los gi­tanos, ¿no?
–Tened confianza en el viejo Bob, que nunca os defraudará.
–Ya me vengaré yo de ésta –dijo Bob el violinista con una sonrisa de navaja–. Pero os perdono, chicos.
Y en medio del vicioso desenfreno de aque­lla confusa babel se oyó gritar:
–Sal ahí fuera y verás lo que es bueno.
–Déjalo mejor para más tarde.
–Es que ahora es cuando a mí me ape­tece.
–¡Mirad a Will Sentry cómo le bailan los pies!
–Mirad cómo el señor Weazley le hace re­verencias al suelo.
El señor Weazley se puso en pie graznando como un ganso.
–El chico ese me ha empujado a propósi­to –dijo señalándome con el dedo.
Y yo salí de allí a escape en busca de mis dulces y pacientes vacas.
El tiempo seguía deslizándose como una nube, las vacas remoloneaban, y en cuanto las tuve a la vista me puse a pegarles pedradas y entonces, sorprendidas, se alejaron a remolo­near a otra parte.
Mi tío dio un silbido, hinchando los mo­fletes como si estuviera inflando un globo y uno a uno, empezaron todos los excursionistas a desfilar tras él gimoteando. Habían dejado al Rebaño de la Montaña sin nada que abre­var. El cebollero había organizado una rifa, y el señor Weazley, que había ganado el pre­mio, llevaba colgada del cuello la ristra de cebollas.
–¿Y de qué le sirve a uno, pregunto yo, una ristra de cebollas cuando se ha dejado la dentadura en la chimenea? –dijo.
Cuando miré por la ventanilla trasera del retumbante autocar, nuevamente en marcha, observé que, con la distancia, la taberna se iba haciendo cada vez más pequeña y la ban­dera de Siam, desde el mástil que había junto al retrete, ondeaba ahora a media asta.
El Toro Azul, El Dragón, La Estrella de Ga­les, Las Uvas Agrias, El Pastor, Las Campanas de Aberdovey; ¿qué otra cosa podía hacer, en medio de aquel salvaje agosto, sino tratar de aprenderme los nombres de cada una de aque­llas paradas, mientras me dejaban al cuidado del autocar? Y siempre que se pasaba por de­lante de una taberna, el señor Weazley, levan­tando el tono de su voz grave, exclamaba:
–¡Parad, muchachos, que me falta aliento!
Y vuelta a lo mismo. La hora de cierre nada nuevo supuso a los excursionistas. Las puertas de las tabernas ya habían sido cerradas, pero detrás de ellas, mientras la hora de la siesta discurría plácidamente, todos seguían entonan­do ruidosamente cuantos himnos se les venían a la boca. Y cuando en El Chorro Mágico un policía, que se había colado por la puerta tra­sera, descubrió la presencia de aquel coro cervecero, Noah Bowen le susurró al oído:
–Ssssh, la taberna está cerrada.
–¿De dónde son ustedes? –preguntó el policía con voz azul y abotonada.
Y le dijeron de dónde.
–Pues allí vive una tía mía –dijo el po­licía.
Y al rato ya estaba cantando con ellos Dormido en un nido...
Por fin nos volvimos a poner en marcha, el autocar iba dando tumbos en medio de aquel fragor de botellas y tenores, hasta que vinimos a parar a la orilla de un río que corría entre sauces.
–¡Agua! –gritaron.
–¡Porthcawl! –canturreó mi tío.
–¿Dónde están los burros? –dijo el señor Weazley.
Y todos se precipitaron, tambaleantes, a chapotear entre las blancas y frías aguas de la corriente profiriendo alaridos. El señor Franklyn, que estaba intentado bailar una pol­ca en aquel suelo de resbaladizos guijarros, cayó al agua por dos veces.
–Todo cuesta –dijo sin perder la dignidad, mientras, empapado, buscaba el refugio de la orilla.
–¡Qué fría está! –exclamaban.
–Está estupenda.
–Está suave como ala de mosquito.
–Esto es mejor que Porthcawl.
Y el crepúsculo, gentil y cálido, vino a po­sarse sobre los treinta seres que, empapados y beodos, se desentendían del mundo entero allí donde el mundo termina, al oeste del País de Gales. Y «¿quién va ahí?», le gritaba Will Sentry a un pato salvaje que remontaba el vuelo.
En El Rincón del Ermitaño se detuvieron a tomarse un ron con el que engañar al frío.
–En 1898 yo jugué con el Aberavon –le dijo uno que había allí a Enoch Davies.
–¡Mentira! –dijo Enoch Davies.
–Puedo enseñarte fotos –dijo el otro.
–Estarán falsificadas –dijo Enoch Davies.
–Te puedo enseñar la camiseta.
–La habrás robado.
–Tengo amigos que lo pueden atestiguar –le repuso furibundo.
–Los habrás comprado.
Al regreso a casa, a través de la hirviente obscuridad salpicada de Luna, el viejo O. Jones se puso a hacerse la cena en una cocinilla de alcohol, en pleno autocar. En mitad de los humos, el señor Weazley dejaba escapar su ronca tos azul. «Parad, parad –decía–, que me falta aliento.» Y todos nos bajamos al res­coldo de la Luna. No había a la vista taberna alguna. Así que se bajaron los cajones sobran­tes de cerveza y la cocinilla de alcohol con el viejo O. Jones agarrado a ella, se dispuso todo sobre la hierba, y se sentaron todos en círculo a beber y a cantar mientras el viejo O. Jones calentaba su puré y sus salchichas y la Luna volaba sobre nuestras cabezas. Y allí me eché a dormir contra el maltratado chaleco de mi tío, y ya en el suelo, Will Sentry le gritaba a la Luna pasajera:
–¿Quién va ahí?


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