TE DEGOLLARÉ DE NUEVO, KATHLEEM
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Fredric Brown
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Escuché cómo se acercaban los pasos desde el fondo del pasillo y mientras vigilaba la puerta, la puerta que no tenía manecilla por mi lado, ésta se abrió.
Había creído reconocer las pisadas y no me había equivocado. Era el joven simpático, aquel cuyo brillante cabello contrastaba con su blanca chaqueta del uniforme.
- Hola, Red - le dije.
- Hola, mister Marlin - me contestó él -. Le... le llevaré a la oficina. Ahora están allí los doctores.
Parecía más nervioso que yo.
- ¿Cuánto tiempo falta aún?
- ¿Cuánto...? Oh, ya comprendo. Ahora están examinando a un par más antes que a usted. Tiene tiempo.
Así pues, no me levanté del borde de la cama donde me hallaba sentado. Extendí las manos ante mí, con las palmas hacia fuera y los dedos rígidos. Ya no temblaban. Permanecían rígidos como los de una estatua, y casi igual de útiles. ¡Oh, podía moverlos! Podía cerrar los puños muy despacio. Pero para tocar el clarinete y el saxo servían tanto como un manojo de plátanos. Las volví..., en mis muñecas aún podían verse las feas cicatrices, allí donde, algo menos de un año antes, yo mismo las había cortado con una navaja de afeitar. Lo bastante hondo como para llegar a alguno de los tendones que hacen mover los dedos.
Moví los dedos, doblándolos despacio hacia el interior de las palmas. El interno me observaba.
- Todo llegará, mister Marlin - dijo -. Ejercicio, eso es lo único que necesitan.
No era cierto. Él sabía que yo sabía que él lo sabía, por lo que no me molesté en contestar y él siguió hablando casi a la defensiva.
- De todos modos, puede aún hacer arreglos y dirigir. Puede sostener perfectamente una batuta. Y... he pensado algo para usted, mister Marlin.
- ¿Sí, Red?
- El trombón. ¿Por qué no prueba con un trombón? Podría aprender de prisa y no se necesita movimiento de dedos para tocarlo.
Despacio, muy despacio, negué con la cabeza. No intenté explicar lo que sentía. Era algo imposible de explicar, de todas formas. No era sólo la habilidad física lo que había desaparecido. Era más que eso.
Volví a mirar mis manos y luego las metí con cuidado en los bolsillos, allí donde no tuviera que verlas.
Miré de nuevo al interno. En su mirada se leía un algo que reconocí y pude recordar. Era la mirada que yo había visto cientos de veces en caras jóvenes más allá de las candilejas... de adoración al héroe. Desde muy lejos, del pasado, me llegó a la memoria esa mirada.
Aún podía mirarme de esa forma, incluso después de...
- Red - le pregunté -. ¿No cree que estoy loco?
- Desde luego que no, mister Marlin. No creo que nunca... - y su voz se quebró.
Procuré atizarle. Quizás era una crueldad, pero más cruel era todo para mí.
- ¿No cree que haya estado loco? ¿Cree que no lo estaba cuando intenté matar a mi esposa?
- Bueno, eso fue pasajero. Usted sufrió una crisis nerviosa. Había estado trabajando demasiado, casi veinte horas al día. Ya casi habían llegado a la cumbre del éxito, usted y su orquesta. Personalmente, mister Marlin, creo que ya la habían alcanzado. Sólo que mucha gente aún no se había dado cuenta de ello. Pero lo habrían hecho si...
- Si yo no se la hubiera dado con queso - dije.
¡Vaya forma de expresar que me había vuelto loco y que había intentado matar a mi mujer, y luego suicidarme, y que había perdido la memoria!, pensé.
Red miró su reloj de pulsera, cogió una silla y se sentó frente a mí. Hablaba de prisa.
- No tenemos mucho tiempo, mister Marlin - dijo -, y deseo que pase el examen al que le van a someter esos doctores, para que pueda salir de aquí. Una vez haya pasado esto, estoy seguro de que usted mejorará. Su memoria irá recuperándose, poco a poco, una vez se encuentre en su ambiente.
Me encogí de hombros. No me importaba demasiado.
- De acuerdo. Hagamos un repaso. La última vez no fue bien, pero... probaré.
- Usted es Johnny Marlin - dijo -. El gran Johnny Marlin. Toca el primer clarinete, aunque eso no tiene demasiada importancia. Usted es el mejor saxo alto del mundo, según creo. Quedó el cuarto en el festival de Down Beat hace un año, pero...
Le interrumpí.
- Dirá usted que tocaba el clarinete y el saxo. Ya nunca más lo tocaré, Red. ¿Podría meterse eso en la cabeza?
No hubiera querido llegar tan lejos, pero perdí el control de mis palabras.
Red no pareció haberme oído. Su mirada se dirigió de nuevo hacia su reloj de pulsera y luego hacia mí. Comenzó a hablar otra vez.
- Tenemos aún unos diez minutos. Me gustaría saber qué es lo que usted recuerda y lo que no, de todo lo que le he estado contando durante el pasado mes. A ver: ¿cuál es su verdadero nombre? Bueno... antes de que usted adoptara el nombre profesional.
- John Dettman - contesté -. Nacido el primero de junio, en mil novecientos veinte, en el lado malo de la vida. Huérfano a los cinco. Salido, del orfanato a los dieciséis. Trabajé en la compañía de autobuses de Cleveland, pudiendo ahorrar con ello el dinero suficiente para comprar un clarinete y tomar lecciones. Compré un saxo un año más tarde, y a los dieciocho conseguí mi primer trabajo en una orquesta.
- ¿Qué orquesta?
- La de «Heinie Wills»; una banda local de Cleveland que actuaba en el Danceland. Durante una temporada estuve de tercer saxo, y luego de primero. Más tarde trabajé para un sexteto llamado... ¿cuál era su nombre, Red? Ya no me acuerdo.
- «The Basin Streeters», mister Marlin. Dígame, ¿recuerda usted realmente alguna de estas cosas, o simplemente repite lo que yo le he estado contando?
- La mayor parte de las cosas no las recuerdo en absoluto, Red. Algunas veces me parece recordar algo vagamente, pero todo resulta muy confuso. Pero continuemos. Junto con los «Basin Streeters» viajé por todo el país durante bastante tiempo, y los dejé en Chicago para trabajar por primera vez con mi nombre profesional. Mire, creo que me he aprendido muy bien toda esa lista de orquestas y ya no nos queda demasiado tiempo. Vamos a pasarlo por alto. Me alisté en la Marina en el cuarenta y dos, y debía tener por entonces veintidós años. Un año en «Fort Billings» y luego Inglaterra. Fui herido por una bomba antes de que pudiera apoyar el índice en el gatillo de mi escopeta, excepción hecha de los tiros de entrenamiento. Estuve un mes en el hospital, luego me embarcaron de nuevo hacia aquí para llevarme a un hospital donde pasé seis meses. De allí salí con el título de P.N.
Él conocía tan bien como yo el significado de esas dos letras, pero se lo traduje: «Psico-neurótico. Chalado. Loco de atar.»
Abrió la boca para replicar algo, pero decidió que ya no quedaba tiempo para ello.
- Así pues, ahorré dinero, tanto antes como durante el alistamiento - dije -, y pude montar mi propia orquesta. Eso debió ser pasado el cuarenta y cuatro, ¿no?
Red asintió.
- ¿Recuerda los nombres de las ciudades donde actuaron, de sus compañeros de orquesta y todo lo que le he contado sobre ellos?
- Bastante bien - le contesté.
De todas formas, no habla tiempo para entrar en esos detalles.
- Y a principios del cuarenta y siete, cuando ya comenzaba a tener fama, me casé con Kathy Courteen. La famosa Kathy Courteen, dueña de medio Chicago y que tiene más dinero que cerebro. Y supongo que será cierto, dado que se casó conmigo. Nos casamos el diez de junio del cuarenta y siete. ¿Por qué se casó conmigo, Red?
- ¿Y por qué no? - me contestó -. ¡Usted es Johnny Marlin!
Lo gracioso del caso es que no me tomaba el pelo. Se le notaba en el tono de voz. Creía que el llamarse Johnny Marlin ya era ser alguien. Miré mis manos. Habían vuelto a salir de los bolsillos.
Creo que de pronto me di cuenta del porqué deseaba salir de aquella dorada casa de locos que le estaba costando a Kathy Courteen, quiero decir a Kathy Marlin, el precio de un abrigo de pieles por cada semana que yo permanecía allí encerrado. Realmente, no era que yo quisiera salir. Lo que deseaba con todas mis fuerzas era huir de aquella aureola de héroe que me prestaba aquel muchacho pelirrojo que se había vuelto loco por la orquesta de Johnny Marlin, y por el saxofón de Johnny Marlin.
- ¿Ha visto alguna vez a Kathy, Red? - le pregunté.
Asintió en silencio.
- He visto fotografías de ella en los diarios. Es muy guapa.
- ¿Incluso con la cicatriz atravesándole la garganta? - recalqué.
Sus ojos procuraron evitar los míos. Se dirigieron rápidamente hacia el reloj de pulsera, y luego se levantó.
- Más vale que bajemos ya - dijo.
Se encaminó hacia la puerta sin manecilla, abriéndola con una llave y sosteniéndola galantemente para que yo pudiera pasar delante hacia el corredor.
Su mirada me hizo enloquecer, como siempre. No sé cómo se las arreglaba, pero Red siempre me miraba desde arriba, desde una altura tres pulgadas mayor que la mía.
Luego, uno al lado del otro, bajamos por las amplias escalinatas de aquel lujoso y carísimo manicomio que en sus tiempos había sido la mansión de un millonario y que ahora era una casa de reposo para millonarios, con más empleados que locos.
Entramos en la oficina y la enfermera de cabellos canos que se hallaba tras el escritorio nos dijo que podíamos pasar.
- Suerte, mister Marlin - dijo Red -. Apuesto a que todo saldrá bien esta vez.
Atravesé la puerta. Había tres de ellos. Como la última vez.
- Siéntese, por favor, mister Marlin - dijo el doctor Glasspiegel, que era quien presidía la mesa.
Estaban sentados cada uno en un extremo de la mesa rectangular, dejando para mí el cuarto lado y la cuarta silla. Me deslicé sobre ella e introduje de nuevo las manos en los bolsillos. Sabía que si volvía a mirarlas o que si pensaba en ellas, diría alguna locura y tendría que volver a quedarme otra temporada más en aquel sitio.
Luego me hicieron una serie de preguntas. Por turnos. Algunas sobre mi pasado, demostrando que las enseñanzas de Red no habían sido inútiles. Una o dos veces, pero no muy a menudo, me atasqué y tuve que reconocer que mi memoria aún flaqueaba en algunos puntos. Otras, las preguntas fueron sobre el presente y resultaron fáciles. Quiero decir que resultaba fácil adivinar qué respuestas eran las que ellos deseaban, y así poder dárselas.
Pero la última vez también había sido igual, lo recordaba bien, hacía de ello un mes. Y en alguna parte me había equivocado. No me habían soltado. Quizá, pensé, porque así podían sacar más dinero mientras me retenían. En realidad, no lo creía así; aquellos hombres eran los de más fama dentro de su profesión.
Hubo una pausa en todo aquel interrogatorio. Parecía como si estuvieran esperando algo. Pero ¿qué? Estuve preguntándomelo por unos momentos hasta que recordé que en la última entrevista habla ocurrido lo mismo.
Se abrió la puerta que habla a mis espaldas; despacio, pero pude oírla. Y pude recordar que la vez pasada ocurrió igual. Precisamente cuando me dijeron que ya podía volver a mi habitación y mientras ellos discutían mi caso, alguien había entrado. Y yo había pasado por su lado mientras salía.
De pronto, me di cuenta de qué era lo que había pasado por alto. Había entrado alguien a quien yo debí reconocer, y no lo hice. Y ahora me iba a someter al mismo test. Antes de volverme procuré recordar todo lo que Red me había contado sobre gente que yo había conocido... pero apenas me había dado datos sobre el físico de estas personas. Parecía una situación desesperada.
- Puede volver a su habitación, mister Marlin - me estaba diciendo el doctor Classpiegel -. Nosotros... vamos a discutir ahora su caso.
- Gracias - contesté mientras me levantaba.
Vi cómo se quitaba sus gafas de concha y golpeaba nerviosamente con ellas el reverso de la mano que tenía apoyada sobre la mesa. De acuerdo, pensé, ahora ya conozco el truco y no me cogeréis desprevenido. Haré que Red me enseñe fotos de mi orquesta y de las demás en que he trabajado y tantas fotografías como sea posible de las personas que conocí.
Me volví. El hombre que había en la puerta, de pie como si esperase mi salida, era bajo y grueso. Podía leerse en su mirada una cierta tensión, como si quisiera avisarme de algo con ella. Miraba más allá de mí, hacia los doctores.
Intenté pensar con rapidez. ¿A quién conocía yo que fuera bajo y...?
Probé suerte. Había tenido un trompeta llamado Tubby Hayes.
- ¡Tubby! - exclamé.
Y di en el blanco. Su rostro se iluminó como un anuncio callejero, sonrió de oreja a oreja, y me alargó la mano.
- ¡Johnny! ¡Johnny, cuánto me alegro de verte!
Parecía como si hubiera tomado mi brazo por la palanca de una bomba de agua.
- ¡Tubby Hayes! - dije, para darles a conocer que también recordaba su apellido -. No me digas que tú también estás chalado. ¿Es por eso por lo que estás aquí?
Se rió nerviosamente.
- Vine a buscarte, Johnny. Eso es, uh, si... - y miró a mis espaldas.
El doctor Glasspiegel se estaba aclarando la voz. El y los demás médicos se habían levantado ya de sus sillas.
- Sí - dijo -, creo que mister Marlin está ya en disposición de dejarnos.
Colocó su mano en mi hombro. Todos los demás me rodeaban.
- Sus reacciones son ya normales, mister Marlin - dijo.
- Su memoria aún falla un poco pero creo que irá progresando gradualmente. Con más rapidez, supongo, cuando se encuentre rodeado de su ambiente familiar, que aquí. ¿Tiene usted ya... algún plan?
- No - contesté con franqueza.
- No trabaje demasiado otra vez. Tómese las cosas con calma durante una temporada y...
Después de éste siguieron otros muchos consejos. Y luego venga a firmar papeles y a preparar mi salida. Había pasado casi una hora cuando subimos a un taxi Tubby y yo.
Tubby dio las señas al taxista, y pude reconocerlas. «El Carleton». Allí era donde habla vivido el año pasado. Donde Kathy aún vivía.
- ¿Cómo está Kathy? - quise saber.
- Muy bien, Johnny. Imagino que muy bien. Quiero decir...
- ¿Qué quieres decir?
Pareció apurarse.
- Bueno..., en realidad no la he visto. Los muchachos no le caemos simpáticos, Johnny. Ya lo sabes. Aunque debo reconocer que se portó bien con nosotros. Ya sabes que decidimos que era imposible sostener la orquesta faltando tú, Johnny, y que la disolvimos. Pues bien, ella nos pagó lo que se nos debía, las tres semanas que tú estuviste encerrado, y nos lo dobló; nos abonó tres semanas más para que nos largásemos.
- ¿Y qué tal los muchachos, Tubby?
- Muy bien, Johnny. Todos muy bien. Bueno, excepto Harry. Es la clase de persona que se pierde fácilmente entre la nieve si comprendes a lo que me refiero.
- Vaya - dije, sin continuar para no comprometerme. No sabía si yo debía estar enterado o no de que Harry tomaba cocaína. Y además, en la orquesta habían trabajado dos hombres que se llamaban Harry.
Así pues, se había disuelto la banda. En cierto modo me alegraba. Si alguien volviera a reunirnos, quizá se escucharía alguna sugerencia para que yo regresara al sitio de donde ahora venía.
- Hace un mes - dije - me examinaron en el Hospital Mental y fallé. ¿Eras tú? ¿Estabais vosotros allí entonces?
- Pasaste junto a mí mientras te dirigías hacia la puerta, Johnny. Y no me viste.
- ¿Estabas allí por este motivo? ¿Las dos veces?
- Sí, Johnny. El doctor Glasspiegel lo sugirió. Creo que pensó en mí porque fui muchas veces a preguntar por ti. ¿Por qué no dejaban que nos viéramos?
- El reglamento - contesté -. Es parte del sistema de Glasspiegel. Aislamiento completo durante el periodo de cura. Ni siquiera he visto a Kathy.
- ¡No! - exclamó Tubby -. Me dijeron que no podías tener visitas, pero no creí que llegaran tan lejos. - Suspiró -. Debe de estar sobre ascuas esperándote, Johnny. Por lo que he oído decir, te ha guardado las ausencias...
- ¡Sólo Dios sabrá por qué! - contesté -. Después de haberle cortado...
- Cierra la boca - me cortó secamente Tubby -. No debes hablar ni pensar en esas cosas. Glasspiegel dijo que mientras te fueras recuperando...
- De acuerdo - dije -. ¿Sabe Kathy que llegamos?
- ¿Los dos? Yo no entraré, Johnny. Sólo te acompañaré hasta la puerta. No, ella no lo sabe. ¿No le pediste al doctor que no la llamase?
- No deseaba una recepción. Quiero llegar sin jaleo. Desde luego, se lo pedí al doctor, pero pensé que quizás él la habría avisado de todos modos. Así ella podría esconder los cuchillos.
- Johnny...
- De acuerdo - corté.
Miré por la ventanilla del taxi. Reconocí donde estábamos, así como la distancia que nos separaba del «Carleton». Era gracioso comprobar que mi topografía no se había perdido igual que el resto de mi memoria. Conocía aún las calles y sus nombres y sin embargo me era imposible reconocer a mi mejor amigo o a mi esposa. El cerebro es una cosa curiosa, pensé.
- De una preocupación te has librado - dijo Tubby Hayes -. Ese loco de su hermano, Myon Courteen, el único que conseguía ponerte los pelos de punta.
El interno pelirrojo había mencionado que Kathy tenía un hermano. Por lo visto, yo no debía apreciarlo demasiado.
- ¿Lo empujó alguien dentro de un pozo? - dije siguiéndole el hilo.
- Se marchó al Este. Ahora es un play-boy en Los Ángeles. Supongo que al fin se peleó con Kathy y que ella le fijó una pensión dejando que marchara.
Nos acercábamos al «Carleton», sólo faltaban media docena de manzanas para llegar y, de pronto, me di cuenta de que había un montón de cosas que aún no sabía y que debía conocer.
- Vamos a tomar un trago, Tubby - le propuse -. Yo... aún no estoy preparado para entrar en casa.
- De acuerdo, Johnny - dijo, y habló con el taxista.
Paramos frente a una taberna escandalosamente iluminada. No me resultaba familiar como el resto de la calle y Tubby se dio cuenta de ello.
- Sí, es nueva - me aclaró -. Hace sólo unos pocos meses que la inauguraron.
Entramos y nos sentamos en la barra. Tubby pidió dos whiskys con soda sin consultarme, por lo que adiviné que eso era lo que yo acostumbraba a tomar antes. No lo recordaba. Fuera como fuese, sabía bien, y era mi primer trago desde hacía once meses, por lo que al empezar a beber, incluso sentí un pequeño latigazo.
Y cuando lo hube acabado, sabía mejor que bien. Me miré en el espejo azul que había detrás de la barra y pensé: he aquí el panorama que se te presenta. Puedo beber y emborracharme hasta el fin siempre que quiera... con el dinero de Kathy. Sabía que no tenía dinero propio porque Tubby me había dicho que la orquesta y yo habíamos pasado tres semanas francamente malas antes de que yo entrara en el sanatorio.
Pedimos una segunda ronda.
- ¿Cómo puede ser que Myron no tenga dinero, siendo hermano de Kathy? - le pregunté a Tubby.
Me miró extrañado. Hasta aquel momento lo había estado haciendo muy bien.
- Sí, aún hay cosas que me cuestan de recordar - le expliqué.
- Ya veo - dijo -. Bien, eso es fácil de comprender. Myron representa para los Courteen algo más que una oveja negra. Es un maldito haragán y un asqueroso entremetido. Lo desheredaron, y Kathy se quedó con todo. Pero cuida de él.
Tomó un sorbo de su vaso y volvió a dejarlo sobre el mostrador.
- ¿Sabes, Johnny? - dijo -. Ninguno de nosotros simpatizaba demasiado con Kathy porque ella se oponía a que tuvieras una orquesta y te quería sólo para ella. Pero estábamos equivocados con ella. Sabe ser elegante en todas las ocasiones y con todos, sin importarle lo que le hayan hecho. Incluso con Myron.
- Incluso conmigo - añadí.
- Bueno... Te salvó la vida, Johnny. Con su sangre...
Enmudeció repentinamente.
- Olvídalo, Johnny.
Apuré mi segundo vaso.
- Te diré la verdad, Tubby. No puedo olvidarlo... porque no me acuerdo de ello. Pero debo saberlo todo antes de encararme con ella. ¿Qué ocurrió aquella noche?
- Johnny, yo...
- Adelante - dije -, cuéntame.
Suspiró.
- De acuerdo, Johnny. Habías estado trabajando cerca de las veinticuatro horas diarias para sacarnos adelante, y nos obligabas a pedirte que descansaras, y lo mismo hacía Kathy.
- Ahórrate los preámbulos.
- Aquella noche, después de tocar en el hotel, ensayamos una nueva pieza. Estuviste extraño, Johnny. Se te olvidó la melodía y tuviste un fuerte dolor de cabeza. Te obligamos a que volvieras pronto a casa, a pesar de que tú no querías. Y cuando llegaste a casa... bueno, nos jugaste una mala pasada, Johnny. Peleaste con tu mujer; no sé de qué la acusabas. Y te volviste loco. Cogiste tu navaja, acostumbrabas a afeitarte con ella, y... bien, intentaste matarla. Y luego hiciste igual contigo.
- Me escondes algunos detalles - objeté -. ¿Cómo me salvé la vida?
- Bueno, Johnny, tú no llegaste a matarla como habías pensado. El navajazo profundizó uno de los lados en su garganta pero ella debió de apartarse y apenas la rozó ligeramente con lo que no llegó a la yugular ni afectó a ningún órgano de importancia. Pero brotó mucha sangre y ella se desmayó; y pensando que estaba muerta, supongo, te diste un corte en cada muñeca. Pero ella volvió en sí y vio que te desangrabas con rapidez. A pesar de su estado, consiguió colocarte unos torniquetes en los brazos y detener la hemorragia mientras gritaba pidiendo auxilio, hasta que uno de los criados se despertó y avisó al médico del «Carleton». Eso es todo, Johnny.
- Es suficiente, ¿no crees?
Medité unos instantes sobre lo que acaba de escuchar y luego añadí:
- Gracias, Tubby. Mira, ahora vete y déjame solo. Necesito pensar en todo eso y digerirlo todo, y luego andaré el resto del camino. ¿De acuerdo?
- De acuerdo, Johnny - me contestó -. ¿Me llamarás pronto?
- Desde luego - dije -. Gracias por todo.
- ¿No me necesitarás, Johnny?
- No. Me encuentro perfectamente.
Cuando salió, pedí otro whisky. El tercero, y tendría que ser el último ya que comenzaba a sentirlos. No deseaba volver borracho a casa para encararme con Kathy.
Me senté, bebiendo despacio, de forma que pudiese verme en el espejo azulado del bar. No era un tipo mal parecido, en un espejo azul. Sólo que ahora debía estar muerto en vez de encontrarme sentado allí. Debí haber muerto aquella noche, hacía once meses. Había intentado morir.
Estaba casi solo en el bar. Sólo había una pareja bebiendo martinis en el fondo del mismo. Ella era una rubia que parecía ser una corista. Me pregunté vanamente si Kathy sería rubia. No me había acordado de preguntarlo. Si ahora entrase Kathy, pensé, no la reconocería.
La rubia recogió algunas monedas de cambio de encima del mostrador y se dirigió hacia el tocadiscos automático. Introdujo una moneda y manejó algunos botones, volviendo luego hacia la barra con gran ostentación de caderas. El tocadiscos comenzó a funcionar. Era un viejo y buen disco: la versión de Harry James de los Memphis Blues. Una melodía triste y metálica de los días en que Harry aún no era comercial.
Permanecí escuchando y a punto de estallar. Debes sobreponerte, pensé. Cada vez que escuches una melodía como ésta no puedes seguir deseando suicidarte porque ya no puedes tocar más. No eres la única persona en el mundo que ya no puede tocar. Y los otros se aguantan.
Tenía las manos apoyadas frente a mí en la barra e intenté moverlas de nuevo, mientras oía la música, sabiendo de antemano que me seria imposible. Ya nunca más servirían. Los pulgares estaban intactos, pero los cuatro dedos restantes de cada mano se abrían y cerraban a la vez, siéndome imposible hacerlo por separado, como si estuvieran unidos por la membrana de los palmípedos.
Quizás el whisky hacía que empezara a sentirme mejor, pero... la cuestión es que comencé a pensar que quizás tampoco sería tan irremediable mi situación como yo me lo presentaba.
En aquel momento acabó el disco de Harry James, mientras otro se deslizaba en el tocadiscos y comenzaba a sonar.
También era triste. Mood Indigo. Pude reconocer las notas de la introducción. Me pregunté si todos los discos serían tristes, especialmente elegidos para hacer juego con los espejos tristes y azulados de las barras de los bares.
Una melodía profunda y triste pero, de todas formas, un buen arreglo y bien interpretado. Con unos cuantos whiskys y un estado de ánimo melancólico, esta melodía, Mood Indigo, es capaz de atenazar las cuerdas vitales y hacerlas vibrar en toda su intensidad. Aquellos aumentos y disminuciones estaban hechos por mano experta. Los instrumentos de viento disminuían el tono para dar paso al piano, que tomaba el primer puesto por unos momentos, respaldado por el sonido de las escobillas sobre la batería, modulando luego a un tono más alto, con lo que se comprendía que la melodía iba a cambiar de tema.
Y cambiaba realmente, esta vez a cargo de un saxo, un saxo con un sonido triste y aterciopelado, destacando de los demás instrumentos y trazando unos pequeños arabescos de contrapunto en forma tan casual que parecía que nunca se hubiera separado de la melodía. Un saxo alto vertiendo un sonido alto y cálido, unas notas que parecían de oro fundido.
Separé los dedos de la copa de whisky que rodeaban, me levanté y me dirigí hacia el tocadiscos automático. Lo sabía de antemano pero miré a pesar de ello. El disco que estaba sonando era el número 9, y el número 9 se titulaba Mood Indigo... por Johnny Marlin.
Durante unos segundos que me parecieron siglos sentí la necesidad de detener aquella melodía, de incrustar el puño en el vidrio de la máquina y arrancar el brazo del tocadiscos. Tenía que hacerlo, porque actuaba en mi interior abrasándome. Ese sonido que venía del pasado me hacía recordar, y me daba cuenta de que el único medio que tenía para sobrevivir era no recordar.
Quizás habría llegado a romper el cristal. No lo sé. Pero en vez de ello vi el cordón y el enchufe que daban corriente al tocadiscos y que procedían de la pared, detrás de él. Tiré del enchufe y el tocadiscos se apagó y dejó de sonar. Luego salí hacia la oscuridad mientras el asombro se reflejaba en los rostros de los tres espectadores, la rubia y su escolta, y el barman.
El barman gritó no sé qué, pero no insistió al ver que yo continuaba mi camino sin volverme. Pude verlos en el espejo trasero de la puerta de salida mientras la abría, y daban un espectáculo gracioso.
Debí caminar unos seis bloques hasta llegar al «Carleton» bajo el crepúsculo que se iba apagando. Crucé el amplio vestíbulo recubierto con paneles de caoba hasta llegar al ascensor. El solemne ascensorista me pareció más familiar que Tubby. Por lo menos tenía la leve impresión de haberlo visto con anterioridad.
- Buenas tardes, mister Marlin - dijo, sin preguntar a qué piso iba.
Pero su voz sonaba extraña, tensa, y esperé un momento antes de cerrar la puerta, sacando la cabeza fuera del ascensor y mirando a su alrededor. Tuve la impresión de que deseaba la llegada de otro pasajero, y que temía tener que cerrar la puerta del ascensor, de un lugar tan pequeño, siendo él y yo los únicos pasajeros.
Sin embargo no se presentó nadie más y cerró la puerta accionando luego la palanca del ascensor. El edificio comenzó a deslizarse hacia abajo hasta quedar quieto en el piso once. Salí a otro vestíbulo chapado de caoba y la puerta del ascensor se cerró tras de mí.
Se trataba de un pequeño recibimiento, con sólo cuatro puertas que debían conducir a unas suites espaciosas. Supe cuál de ellas era la puerta que buscaba, la de mi casa... o quizás debería decir la de Kathy. Con mi dinero nunca podría pagar una suite como aquélla.
No fue Kathy quien me abrió la puerta. Lo supe pues se trataba de una chica vistiendo uniforme de camarera. Y debía ser nueva en la casa, ya que me miró sin interés.
- ¿Está en casa mistress Marlin? - pregunté.
- No, señor. No tardará en volver, señor.
Entré y dije que esperaría. La seguí hasta una habitación que parecía la biblioteca.
- Entre, por favor - me dijo -. ¿Qué nombre debo anunciar?
- Marlin - contesté mientras pasaba por su lado -. Johnny Marlin.
Se notó que contenía la respiración levemente.
- Sí, señor - dijo, y salió apresuradamente de la habitación.
Sus tacones no podían oírse sobre las gruesas alfombras que cubrían el vestíbulo, pero aseguraría que echó a correr. Huyendo de un loco homicida, hacia la parte más alejada del apartamento, buscando seguramente la protección de una cocinera que empuñaría el cuchillo de trinchar, al enterarse de que el dueño de la casa había regresado. Y probablemente mañana tendríamos nuevos sirvientes, si es que se encontraba alguien dispuesto a venir.
Caminé por la estancia durante un rato, y al fin decidí buscar mi habitación. Si obro subconscientemente, daré con ella, pensé. Mi subconsciente me guiará. Y dio resultado, pues llegué donde me proponía.
Me senté en el borde de la cama durante un rato, con la frente entre las manos, preguntándome por qué habría ido a mi habitación. Miré a mi alrededor. Era un dormitorio amplio, recubierto de caoba como el resto del edificio, y decorado con gusto. El pequeño Johnny Dettman de los bajos fondos de Cleveland había subido muy alto para llegar a tener una habitación como aquélla, toda para él. Al otro lado de la habitación se veía un mueble tocadiscos con una bien surtida discoteca. La mayor parte de las fotografías que cubrían las paredes pertenecían a orquestas. En el vestidor, un marco de plata encuadraba la fotografía de una mujer.
Ésa debía ser Kathy, por supuesto. Me acerqué a ella para mirarla. Era hermosa, desde luego; una morena de grandes ojos con los labios torcidos en un mohín gracioso, unos labios prometedores. La niebla se hacía cada vez menos densa. Casi la recordaba ya.
Miré la fotografía durante mucho tiempo y luego volví a colocarla en su sitio, dirigiéndome seguidamente hacia el armario. Lo abrí encontrándome con gran cantidad de trajes, muchos pares de zapatos y varios sombreros. Pude recordar que John Dettman tuvo que ir al colegio durante todo un año vistiendo un jersey, ya que no tenía dinero para un abrigo.
Pero faltaba algo en aquel armario. Las cajas de los instrumentos. En el suelo, a la derecha, deberían estar los dos estuches de los saxos y los clarinetes. En su interior guardaban un par de saxos altos dorados y dos clarinetes «Selmer» de color negro. Al fondo debería encontrarse el estuche mayor del saxo barítono, con el que a veces yo me distraía en casa.
Pero no estaban allí, y en mi interior se lo agradecí a Kathy. Ella debió comprender lo que yo sentiría si llegaba a verlos.
Cerré la puerta con cuidado y abrí la siguiente, la del baño. Entré y quedé mirándome en el espejo colocado sobre el lavabo. Éste no era azul. Estudié mi rostro, y era corriente. No parecía existir ninguna razón para que alguien me amase como lo hacía mi esposa. No era ni alto ni bien parecido. Tan sólo unos labios que, en otro tiempo, habían sabido tocar el saxo.
Eso era yo.
El espejo era la puertecilla de un armario empotrado, destinado a los útiles de baño. Todos ellos se encontraban cuidadosamente colocados en sus estanterías, como si yo no hubiera pasado una larga temporada fuera de casa, o como si se me esperase a diario. Incluso, y casi retrocedí al verlas, dos navajas de afeitar, de las que emplean los barberos, colocadas al fondo de la estantería al lado de la pasta y la brocha.
¿Estaba loca Kathy dejándolas allí, después del uso que yo les había dado? ¿Habría sido una de esas dos? Porque, por supuesto, yo podría haber tenido tres, pero... No; no podía recordarlo, solamente eran dos, un par que hacían juego.
En el hospital había empleado maquinilla eléctrica, como es lógico. Todos lo hacíamos, incluso los que estaban allí por razones menos peligrosas que las mías. Y ahora seguiría utilizándola. Ahora mismo las cogería y las arrojaría a la caldera. Si mi esposa era tan inconsciente como para dejar una cosa así al alcance de mi mano, yo no. ¿Cómo podía estar seguro de que nunca más iba a ocurrirme algo parecido?
Mi mano tembló ligeramente mientras las recogía y cerraba la puertecilla. Ahora mismo me haría cargo de ellas. Salí del baño y, estaba cruzando mi habitación, cuando se oyó un débil golpe en la puerta, la puerta que comunicaba con el dormitorio de Kathy.
- Johnny... - oí que decía.
Escondí rápidamente las navajas en el bolsillo interior de mi chaqueta y contesté, no recuerdo exactamente el qué. Parecía que el corazón se me hubiera subido hasta la garganta, imposibilitándome el habla. Se abrió la puerta dejándome ver a Kathy que entró como si una ráfaga de viento la impulsara hacia mis brazos. Me habló con el rostro escondido junto a mi pecho.
- Johnny, Johnny - dijo -. ¡Me alegro tanto de que hayas vuelto!
Nos besamos, y el beso duró mucho rato. Pero no me hizo sentir ninguna sensación especial. Si anteriormente había estado enamorado de Kathy, ahora debería comenzar de nuevo. Si, resultaba agradable poder besarla, tanto como podía serlo el besar a cualquier otra mujer hermosa. No me costaría repetirlo. Pero pensé que resultaría aún más fácil si pudiera apartar de mí aquel tupido velo, si pudiera recordar.
- Me alegro de estar de vuelta - dije.
Sus brazos me rodearon, casi convulsivos. Había un gran sillón al lado del tocadiscos. La cogí en mis brazos, puesto que ella no se separaba de mí, y la llevé hacia el sillón. Me senté y ella lo hizo en mis rodillas. Al cabo de un minuto se enderezó y sus ojos se encontraron con los míos, interrogadores.
- ¿Me quieres, Johnny? - fue la pregunta.
Pero en aquel momento yo no lo sabía. Quizá cuando mi memoria regresara sería así... sino, ya me las arreglaría para quererla. Pero en aquel momento eludí la pregunta y su mirada.
Por el contrario, dirigí mi vista hacia su garganta y vi la cicatriz, No resultaba tan horrible como la habla imaginado. Era una línea larga y delgada imposible de adivinar a un metro de distancia.
- Cirugía plástica, Johnny - dijo -. Hacen maravillas. Un año más y habrá desaparecido por completo. No... no tiene ninguna importancia.
Luego, como para contrarrestar que yo no continuase hablando de ello, añadió rápidamente:
- Me desprendí de tus saxofones, Johnny. Pensé..., que ya no querrías que anduviesen por ahí. Los médicos dicen que nunca más..., podrás tocar.
- Creo que es mejor que no anden por ahí - admití.
- Será maravilloso, Johnny. Quizá me odies por lo que voy a decirte pero soy casi... feliz. Ya sabes que eso era lo que se interponía entre nosotros, tu música y tu orquesta. Y, ahora ya no será así, ¿verdad? ¿No formarás otra orquesta, sólo para dirigirla pero sin tocar, o cualquier otra tontería de éstas, verdad, Johnny?
- No, Kathy - contesté.
Ya nada, pensé, tendría significado para mí si no tocaba. Había intentado olvidarlo todo. Cerré los ojos e intenté por un momento dejar de pensar.
- Será maravilloso, Johnny. Podrás hacer todas las cosas que yo deseaba y que tú no podías hacer. Podremos viajar, pasar los inviernos en Florida, y divertirnos. Podemos pasar algún tiempo en la Riviera, esquiar en el Tirol y jugar a la ruleta en Montecarlo, y... todo lo que siempre he deseado, Johnny.
- Resulta agradable tener unos cuantos millones - dije.
Se echó hacia atrás y me miró.
- Johnny, no volverás a empezar con eso, ¿verdad? ¡Oh, Johnny, no puedes... ahora!
No, pensé, no podía. Sólo Dios sabía por qué ella únicamente le deseaba, a él, pero el pequeño Johnny Dettman se había convertido en un hombre con las espaldas bien guardadas, en el querido de una mujer rica. No podía obtener dinero de la única forma que él sabía ganarlo. Ya no podía siquiera conseguir un empleo como conductor de camión ni cavar zanjas. Pero sabría cómo sostener una taza de té sobre su rodilla y sonreír a las viudas ricas. Tendría que hacerlo. Volvió a acosarme aquel argumento interminable.
Pero ya no cabía discusión. Nunca más habría nada que discutir.
- Bésame, Johnny - dijo Kathy, y cuando lo hube hecho, añadió -: ¿Ponemos un poco de música? Podríamos bailar... ¿no habrás olvidado cómo se baila, verdad, Johnny?
Saltó de mis rodillas y se dirigió hacia la discoteca.
- Alguno de los míos, ¿quieres, Kathy? - pedí.
Pensé que debía acostumbrarme a ello lo antes posible. Así ya no volvería a sentirme, nunca más, como cuando estuve a punto de atravesar con el puño el vidrio del tocadiscos automático.
- Desde luego, Johnny.
Los eligió de uno de los álbumes, una media docena, y los colocó en el gramófono. Comenzó a sonar el primero. Era una melodía alegre y simple que habíamos tocado alguna vez... «Chickery chik, cha la, cha la...» Volvió hacia mí con los brazos extendidos para que bailásemos, y lo hice, comprobando que aún recordaba cómo se baila.
Bailamos dirigiéndonos hacia los ventanales que conducían hacia la terraza y los abrimos, saliendo a una galería recubierta con baldosas de mármol y a la noche iluminada por una luna llena que cabalgaba en lo alto del firmamento.
«Chickery chik...» una bonita melodía, aunque simple. Sin cantar, desde luego. Nunca lo habíamos hecho. Ni siquiera instrumentos de cuerda, pero con mucho ritmo, con una batería como fondo. Y un saxo alto en primer plano, acariciador como la seda.
Y comencé a recordar aquella disputa. Habíamos tenido una discusión de esas a las que no se les encuentra fin. Músico o play-boy como porvenir para mí. Ahora recordaba ya a Kathy, y de pronto intenté no hacerlo. Quizá sería mejor olvidar toda aquella amargura, las peleas y el trabajo excesivo y todo lo que llevaba hacia aquellos momentos de depresión.
Sin embargo, nuestros pies se movían suavemente sobre el mármol. Kathy bailaba bien. Y el disco llegó a su final.
- Será maravilloso, Johnny - me susurraba. teniéndote ahora todo para mí... eres mío ahora, Johnny.
- Sí - contesté.
Tendré que serlo, pensé.
Comenzó a sonar el segundo disco, que contrastaba con el anterior. Una melodía tan triste como la de Mood Indigo, pero mucho más sensual. St. James Infirmary, en versión de Johnny Marlin y su orquesta. Recordé el caluroso día en que lo grabamos. Tampoco era cantado pero, mientras lo bailábamos, la letra fluía hacia mi boca con el oro líquido del saxo alto que yo toqué una vez.
«Bajé a St. James Infirmary... y vi allí a mi pequeña... tendida sobre una blanca mesa... tan dulce, tan fría, tan...»
Me aparté bruscamente, corrí hacia dentro y cerré el tocadiscos. Pude ver mi rostro reflejado en el espejo que había en el vestidor, mientras volvía. Estaba blanco como el de un cadáver. Regresé a la terraza. Kathy aún estaba allí. No se había movido.
- Johnny, ¿qué...?
- Esta tonadilla - corté -. La letra, Lo recuerdo, Kathy. Recuerdo aquella noche. Yo no lo hice.
Me sentí débil. Me apoyé contra la pared a mis espaldas. Kathy se me acercó más.
- Johnny..., ¿qué quieres decir?
- Lo recuerdo - añadí -. Entré, y tú estabas tirada ahí, con la sangre fluyendo por tu cuello y el traje, cuando entré en la habitación. No recuerdo lo que ocurrió luego, pero esto fue lo que debió sacarme de mis casillas, más que cualquier otra cosa. Fue en aquel momento cuando me volví loco, y no antes.
- Johnny, te equivocas...
La debilidad había desaparecido de mí. Me sentía más fuerte.
- Tu hermano - continué - te odiaba porque tú lo mantenías, igual como deseabas mantenerme a mí, ya que tú poseías el dinero que juzgaba le pertenecía a él, y tú se lo administrabas y le obligabas a hacer lo que querías. Naturalmente, él te odiaba. Ahora puedo recordarlo. Kathy, lo recuerdo. Eso era en las épocas en que había dejado el alcohol y empezaba a tomar drogas. Heroína, ¿no es verdad? Y esa noche él debió entrar, excitado y con ansia criminal, antes de que yo lo hiciera. Intentó matarte, y pensando que lo había logrado, huyó. Debió de ocurrir poco antes de que yo llegase.
- Johnny, por favor..., estás equivocado.
- Te acercaste a mí, cuando yo me había desmayado ya - continué -. Parece... parece increíble, Kathy, pero tuvo que ser así. Y Kathy, ese frío cerebro que tienes urdió el único medio que existía para conseguir lo que siempre habías deseado. Proteger a tu hermano, y tenerme como tú querías. Era un plan perfecto, Kathy. Me atabas de forma que nunca más podría tocar, y me ponías en la situación de pensar que había intentado matarte, de forma que aún me tendrías más sujeto a ti. Sabes conseguir lo que quieres, ¿verdad, Kathy? A cualquier precio. Pero no querías que yo muriese. Apostaría que incluso tenías preparados los torniquetes antes de que me cortaras las muñecas con la navaja.
Estaba hermosa, iluminada por la luna. Permaneció un instante derecha y altiva, y luego dio un paso hacia mí y me rodeó con sus suaves brazos.
- Sin embargo, no comprendo - añadí - cómo sabías que yo no iba a recordar lo que realmente... ¡Un momento, ya comprendo cómo lo hiciste! Yo llevaba una o dos copas de más a mi regreso. Pudiste oler mi aliento y pensaste que había vuelto perdidamente borracho. Y cuando me emborrachaba, luego no recordaba nunca lo que había hecho. Aquella noche no lo estaba, pero la impresión y la crisis nerviosa aún pudieron más. Malditas seas, Kathy.
- Pero, Johnny, ¿no es verdad que he ganado?
Estaba hermosa, sonriendo, con la cabeza hacia atrás y mirándome. Sí, había ganado. Tan dulce, tan fría, tan desnuda. Tan desnuda su garganta que a la luz de la luna pude ver la débil traza de su cicatriz, aquella línea de puntos. Y una de mis crispadas manos, en el interior del bolsillo, abrió a tientas una de las navajas, la extrajo del mismo, y golpeó ciegamente en todas direcciones.
FIN
__
Fredric Brown
___
Escuché cómo se acercaban los pasos desde el fondo del pasillo y mientras vigilaba la puerta, la puerta que no tenía manecilla por mi lado, ésta se abrió.
Había creído reconocer las pisadas y no me había equivocado. Era el joven simpático, aquel cuyo brillante cabello contrastaba con su blanca chaqueta del uniforme.
- Hola, Red - le dije.
- Hola, mister Marlin - me contestó él -. Le... le llevaré a la oficina. Ahora están allí los doctores.
Parecía más nervioso que yo.
- ¿Cuánto tiempo falta aún?
- ¿Cuánto...? Oh, ya comprendo. Ahora están examinando a un par más antes que a usted. Tiene tiempo.
Así pues, no me levanté del borde de la cama donde me hallaba sentado. Extendí las manos ante mí, con las palmas hacia fuera y los dedos rígidos. Ya no temblaban. Permanecían rígidos como los de una estatua, y casi igual de útiles. ¡Oh, podía moverlos! Podía cerrar los puños muy despacio. Pero para tocar el clarinete y el saxo servían tanto como un manojo de plátanos. Las volví..., en mis muñecas aún podían verse las feas cicatrices, allí donde, algo menos de un año antes, yo mismo las había cortado con una navaja de afeitar. Lo bastante hondo como para llegar a alguno de los tendones que hacen mover los dedos.
Moví los dedos, doblándolos despacio hacia el interior de las palmas. El interno me observaba.
- Todo llegará, mister Marlin - dijo -. Ejercicio, eso es lo único que necesitan.
No era cierto. Él sabía que yo sabía que él lo sabía, por lo que no me molesté en contestar y él siguió hablando casi a la defensiva.
- De todos modos, puede aún hacer arreglos y dirigir. Puede sostener perfectamente una batuta. Y... he pensado algo para usted, mister Marlin.
- ¿Sí, Red?
- El trombón. ¿Por qué no prueba con un trombón? Podría aprender de prisa y no se necesita movimiento de dedos para tocarlo.
Despacio, muy despacio, negué con la cabeza. No intenté explicar lo que sentía. Era algo imposible de explicar, de todas formas. No era sólo la habilidad física lo que había desaparecido. Era más que eso.
Volví a mirar mis manos y luego las metí con cuidado en los bolsillos, allí donde no tuviera que verlas.
Miré de nuevo al interno. En su mirada se leía un algo que reconocí y pude recordar. Era la mirada que yo había visto cientos de veces en caras jóvenes más allá de las candilejas... de adoración al héroe. Desde muy lejos, del pasado, me llegó a la memoria esa mirada.
Aún podía mirarme de esa forma, incluso después de...
- Red - le pregunté -. ¿No cree que estoy loco?
- Desde luego que no, mister Marlin. No creo que nunca... - y su voz se quebró.
Procuré atizarle. Quizás era una crueldad, pero más cruel era todo para mí.
- ¿No cree que haya estado loco? ¿Cree que no lo estaba cuando intenté matar a mi esposa?
- Bueno, eso fue pasajero. Usted sufrió una crisis nerviosa. Había estado trabajando demasiado, casi veinte horas al día. Ya casi habían llegado a la cumbre del éxito, usted y su orquesta. Personalmente, mister Marlin, creo que ya la habían alcanzado. Sólo que mucha gente aún no se había dado cuenta de ello. Pero lo habrían hecho si...
- Si yo no se la hubiera dado con queso - dije.
¡Vaya forma de expresar que me había vuelto loco y que había intentado matar a mi mujer, y luego suicidarme, y que había perdido la memoria!, pensé.
Red miró su reloj de pulsera, cogió una silla y se sentó frente a mí. Hablaba de prisa.
- No tenemos mucho tiempo, mister Marlin - dijo -, y deseo que pase el examen al que le van a someter esos doctores, para que pueda salir de aquí. Una vez haya pasado esto, estoy seguro de que usted mejorará. Su memoria irá recuperándose, poco a poco, una vez se encuentre en su ambiente.
Me encogí de hombros. No me importaba demasiado.
- De acuerdo. Hagamos un repaso. La última vez no fue bien, pero... probaré.
- Usted es Johnny Marlin - dijo -. El gran Johnny Marlin. Toca el primer clarinete, aunque eso no tiene demasiada importancia. Usted es el mejor saxo alto del mundo, según creo. Quedó el cuarto en el festival de Down Beat hace un año, pero...
Le interrumpí.
- Dirá usted que tocaba el clarinete y el saxo. Ya nunca más lo tocaré, Red. ¿Podría meterse eso en la cabeza?
No hubiera querido llegar tan lejos, pero perdí el control de mis palabras.
Red no pareció haberme oído. Su mirada se dirigió de nuevo hacia su reloj de pulsera y luego hacia mí. Comenzó a hablar otra vez.
- Tenemos aún unos diez minutos. Me gustaría saber qué es lo que usted recuerda y lo que no, de todo lo que le he estado contando durante el pasado mes. A ver: ¿cuál es su verdadero nombre? Bueno... antes de que usted adoptara el nombre profesional.
- John Dettman - contesté -. Nacido el primero de junio, en mil novecientos veinte, en el lado malo de la vida. Huérfano a los cinco. Salido, del orfanato a los dieciséis. Trabajé en la compañía de autobuses de Cleveland, pudiendo ahorrar con ello el dinero suficiente para comprar un clarinete y tomar lecciones. Compré un saxo un año más tarde, y a los dieciocho conseguí mi primer trabajo en una orquesta.
- ¿Qué orquesta?
- La de «Heinie Wills»; una banda local de Cleveland que actuaba en el Danceland. Durante una temporada estuve de tercer saxo, y luego de primero. Más tarde trabajé para un sexteto llamado... ¿cuál era su nombre, Red? Ya no me acuerdo.
- «The Basin Streeters», mister Marlin. Dígame, ¿recuerda usted realmente alguna de estas cosas, o simplemente repite lo que yo le he estado contando?
- La mayor parte de las cosas no las recuerdo en absoluto, Red. Algunas veces me parece recordar algo vagamente, pero todo resulta muy confuso. Pero continuemos. Junto con los «Basin Streeters» viajé por todo el país durante bastante tiempo, y los dejé en Chicago para trabajar por primera vez con mi nombre profesional. Mire, creo que me he aprendido muy bien toda esa lista de orquestas y ya no nos queda demasiado tiempo. Vamos a pasarlo por alto. Me alisté en la Marina en el cuarenta y dos, y debía tener por entonces veintidós años. Un año en «Fort Billings» y luego Inglaterra. Fui herido por una bomba antes de que pudiera apoyar el índice en el gatillo de mi escopeta, excepción hecha de los tiros de entrenamiento. Estuve un mes en el hospital, luego me embarcaron de nuevo hacia aquí para llevarme a un hospital donde pasé seis meses. De allí salí con el título de P.N.
Él conocía tan bien como yo el significado de esas dos letras, pero se lo traduje: «Psico-neurótico. Chalado. Loco de atar.»
Abrió la boca para replicar algo, pero decidió que ya no quedaba tiempo para ello.
- Así pues, ahorré dinero, tanto antes como durante el alistamiento - dije -, y pude montar mi propia orquesta. Eso debió ser pasado el cuarenta y cuatro, ¿no?
Red asintió.
- ¿Recuerda los nombres de las ciudades donde actuaron, de sus compañeros de orquesta y todo lo que le he contado sobre ellos?
- Bastante bien - le contesté.
De todas formas, no habla tiempo para entrar en esos detalles.
- Y a principios del cuarenta y siete, cuando ya comenzaba a tener fama, me casé con Kathy Courteen. La famosa Kathy Courteen, dueña de medio Chicago y que tiene más dinero que cerebro. Y supongo que será cierto, dado que se casó conmigo. Nos casamos el diez de junio del cuarenta y siete. ¿Por qué se casó conmigo, Red?
- ¿Y por qué no? - me contestó -. ¡Usted es Johnny Marlin!
Lo gracioso del caso es que no me tomaba el pelo. Se le notaba en el tono de voz. Creía que el llamarse Johnny Marlin ya era ser alguien. Miré mis manos. Habían vuelto a salir de los bolsillos.
Creo que de pronto me di cuenta del porqué deseaba salir de aquella dorada casa de locos que le estaba costando a Kathy Courteen, quiero decir a Kathy Marlin, el precio de un abrigo de pieles por cada semana que yo permanecía allí encerrado. Realmente, no era que yo quisiera salir. Lo que deseaba con todas mis fuerzas era huir de aquella aureola de héroe que me prestaba aquel muchacho pelirrojo que se había vuelto loco por la orquesta de Johnny Marlin, y por el saxofón de Johnny Marlin.
- ¿Ha visto alguna vez a Kathy, Red? - le pregunté.
Asintió en silencio.
- He visto fotografías de ella en los diarios. Es muy guapa.
- ¿Incluso con la cicatriz atravesándole la garganta? - recalqué.
Sus ojos procuraron evitar los míos. Se dirigieron rápidamente hacia el reloj de pulsera, y luego se levantó.
- Más vale que bajemos ya - dijo.
Se encaminó hacia la puerta sin manecilla, abriéndola con una llave y sosteniéndola galantemente para que yo pudiera pasar delante hacia el corredor.
Su mirada me hizo enloquecer, como siempre. No sé cómo se las arreglaba, pero Red siempre me miraba desde arriba, desde una altura tres pulgadas mayor que la mía.
Luego, uno al lado del otro, bajamos por las amplias escalinatas de aquel lujoso y carísimo manicomio que en sus tiempos había sido la mansión de un millonario y que ahora era una casa de reposo para millonarios, con más empleados que locos.
Entramos en la oficina y la enfermera de cabellos canos que se hallaba tras el escritorio nos dijo que podíamos pasar.
- Suerte, mister Marlin - dijo Red -. Apuesto a que todo saldrá bien esta vez.
Atravesé la puerta. Había tres de ellos. Como la última vez.
- Siéntese, por favor, mister Marlin - dijo el doctor Glasspiegel, que era quien presidía la mesa.
Estaban sentados cada uno en un extremo de la mesa rectangular, dejando para mí el cuarto lado y la cuarta silla. Me deslicé sobre ella e introduje de nuevo las manos en los bolsillos. Sabía que si volvía a mirarlas o que si pensaba en ellas, diría alguna locura y tendría que volver a quedarme otra temporada más en aquel sitio.
Luego me hicieron una serie de preguntas. Por turnos. Algunas sobre mi pasado, demostrando que las enseñanzas de Red no habían sido inútiles. Una o dos veces, pero no muy a menudo, me atasqué y tuve que reconocer que mi memoria aún flaqueaba en algunos puntos. Otras, las preguntas fueron sobre el presente y resultaron fáciles. Quiero decir que resultaba fácil adivinar qué respuestas eran las que ellos deseaban, y así poder dárselas.
Pero la última vez también había sido igual, lo recordaba bien, hacía de ello un mes. Y en alguna parte me había equivocado. No me habían soltado. Quizá, pensé, porque así podían sacar más dinero mientras me retenían. En realidad, no lo creía así; aquellos hombres eran los de más fama dentro de su profesión.
Hubo una pausa en todo aquel interrogatorio. Parecía como si estuvieran esperando algo. Pero ¿qué? Estuve preguntándomelo por unos momentos hasta que recordé que en la última entrevista habla ocurrido lo mismo.
Se abrió la puerta que habla a mis espaldas; despacio, pero pude oírla. Y pude recordar que la vez pasada ocurrió igual. Precisamente cuando me dijeron que ya podía volver a mi habitación y mientras ellos discutían mi caso, alguien había entrado. Y yo había pasado por su lado mientras salía.
De pronto, me di cuenta de qué era lo que había pasado por alto. Había entrado alguien a quien yo debí reconocer, y no lo hice. Y ahora me iba a someter al mismo test. Antes de volverme procuré recordar todo lo que Red me había contado sobre gente que yo había conocido... pero apenas me había dado datos sobre el físico de estas personas. Parecía una situación desesperada.
- Puede volver a su habitación, mister Marlin - me estaba diciendo el doctor Classpiegel -. Nosotros... vamos a discutir ahora su caso.
- Gracias - contesté mientras me levantaba.
Vi cómo se quitaba sus gafas de concha y golpeaba nerviosamente con ellas el reverso de la mano que tenía apoyada sobre la mesa. De acuerdo, pensé, ahora ya conozco el truco y no me cogeréis desprevenido. Haré que Red me enseñe fotos de mi orquesta y de las demás en que he trabajado y tantas fotografías como sea posible de las personas que conocí.
Me volví. El hombre que había en la puerta, de pie como si esperase mi salida, era bajo y grueso. Podía leerse en su mirada una cierta tensión, como si quisiera avisarme de algo con ella. Miraba más allá de mí, hacia los doctores.
Intenté pensar con rapidez. ¿A quién conocía yo que fuera bajo y...?
Probé suerte. Había tenido un trompeta llamado Tubby Hayes.
- ¡Tubby! - exclamé.
Y di en el blanco. Su rostro se iluminó como un anuncio callejero, sonrió de oreja a oreja, y me alargó la mano.
- ¡Johnny! ¡Johnny, cuánto me alegro de verte!
Parecía como si hubiera tomado mi brazo por la palanca de una bomba de agua.
- ¡Tubby Hayes! - dije, para darles a conocer que también recordaba su apellido -. No me digas que tú también estás chalado. ¿Es por eso por lo que estás aquí?
Se rió nerviosamente.
- Vine a buscarte, Johnny. Eso es, uh, si... - y miró a mis espaldas.
El doctor Glasspiegel se estaba aclarando la voz. El y los demás médicos se habían levantado ya de sus sillas.
- Sí - dijo -, creo que mister Marlin está ya en disposición de dejarnos.
Colocó su mano en mi hombro. Todos los demás me rodeaban.
- Sus reacciones son ya normales, mister Marlin - dijo.
- Su memoria aún falla un poco pero creo que irá progresando gradualmente. Con más rapidez, supongo, cuando se encuentre rodeado de su ambiente familiar, que aquí. ¿Tiene usted ya... algún plan?
- No - contesté con franqueza.
- No trabaje demasiado otra vez. Tómese las cosas con calma durante una temporada y...
Después de éste siguieron otros muchos consejos. Y luego venga a firmar papeles y a preparar mi salida. Había pasado casi una hora cuando subimos a un taxi Tubby y yo.
Tubby dio las señas al taxista, y pude reconocerlas. «El Carleton». Allí era donde habla vivido el año pasado. Donde Kathy aún vivía.
- ¿Cómo está Kathy? - quise saber.
- Muy bien, Johnny. Imagino que muy bien. Quiero decir...
- ¿Qué quieres decir?
Pareció apurarse.
- Bueno..., en realidad no la he visto. Los muchachos no le caemos simpáticos, Johnny. Ya lo sabes. Aunque debo reconocer que se portó bien con nosotros. Ya sabes que decidimos que era imposible sostener la orquesta faltando tú, Johnny, y que la disolvimos. Pues bien, ella nos pagó lo que se nos debía, las tres semanas que tú estuviste encerrado, y nos lo dobló; nos abonó tres semanas más para que nos largásemos.
- ¿Y qué tal los muchachos, Tubby?
- Muy bien, Johnny. Todos muy bien. Bueno, excepto Harry. Es la clase de persona que se pierde fácilmente entre la nieve si comprendes a lo que me refiero.
- Vaya - dije, sin continuar para no comprometerme. No sabía si yo debía estar enterado o no de que Harry tomaba cocaína. Y además, en la orquesta habían trabajado dos hombres que se llamaban Harry.
Así pues, se había disuelto la banda. En cierto modo me alegraba. Si alguien volviera a reunirnos, quizá se escucharía alguna sugerencia para que yo regresara al sitio de donde ahora venía.
- Hace un mes - dije - me examinaron en el Hospital Mental y fallé. ¿Eras tú? ¿Estabais vosotros allí entonces?
- Pasaste junto a mí mientras te dirigías hacia la puerta, Johnny. Y no me viste.
- ¿Estabas allí por este motivo? ¿Las dos veces?
- Sí, Johnny. El doctor Glasspiegel lo sugirió. Creo que pensó en mí porque fui muchas veces a preguntar por ti. ¿Por qué no dejaban que nos viéramos?
- El reglamento - contesté -. Es parte del sistema de Glasspiegel. Aislamiento completo durante el periodo de cura. Ni siquiera he visto a Kathy.
- ¡No! - exclamó Tubby -. Me dijeron que no podías tener visitas, pero no creí que llegaran tan lejos. - Suspiró -. Debe de estar sobre ascuas esperándote, Johnny. Por lo que he oído decir, te ha guardado las ausencias...
- ¡Sólo Dios sabrá por qué! - contesté -. Después de haberle cortado...
- Cierra la boca - me cortó secamente Tubby -. No debes hablar ni pensar en esas cosas. Glasspiegel dijo que mientras te fueras recuperando...
- De acuerdo - dije -. ¿Sabe Kathy que llegamos?
- ¿Los dos? Yo no entraré, Johnny. Sólo te acompañaré hasta la puerta. No, ella no lo sabe. ¿No le pediste al doctor que no la llamase?
- No deseaba una recepción. Quiero llegar sin jaleo. Desde luego, se lo pedí al doctor, pero pensé que quizás él la habría avisado de todos modos. Así ella podría esconder los cuchillos.
- Johnny...
- De acuerdo - corté.
Miré por la ventanilla del taxi. Reconocí donde estábamos, así como la distancia que nos separaba del «Carleton». Era gracioso comprobar que mi topografía no se había perdido igual que el resto de mi memoria. Conocía aún las calles y sus nombres y sin embargo me era imposible reconocer a mi mejor amigo o a mi esposa. El cerebro es una cosa curiosa, pensé.
- De una preocupación te has librado - dijo Tubby Hayes -. Ese loco de su hermano, Myon Courteen, el único que conseguía ponerte los pelos de punta.
El interno pelirrojo había mencionado que Kathy tenía un hermano. Por lo visto, yo no debía apreciarlo demasiado.
- ¿Lo empujó alguien dentro de un pozo? - dije siguiéndole el hilo.
- Se marchó al Este. Ahora es un play-boy en Los Ángeles. Supongo que al fin se peleó con Kathy y que ella le fijó una pensión dejando que marchara.
Nos acercábamos al «Carleton», sólo faltaban media docena de manzanas para llegar y, de pronto, me di cuenta de que había un montón de cosas que aún no sabía y que debía conocer.
- Vamos a tomar un trago, Tubby - le propuse -. Yo... aún no estoy preparado para entrar en casa.
- De acuerdo, Johnny - dijo, y habló con el taxista.
Paramos frente a una taberna escandalosamente iluminada. No me resultaba familiar como el resto de la calle y Tubby se dio cuenta de ello.
- Sí, es nueva - me aclaró -. Hace sólo unos pocos meses que la inauguraron.
Entramos y nos sentamos en la barra. Tubby pidió dos whiskys con soda sin consultarme, por lo que adiviné que eso era lo que yo acostumbraba a tomar antes. No lo recordaba. Fuera como fuese, sabía bien, y era mi primer trago desde hacía once meses, por lo que al empezar a beber, incluso sentí un pequeño latigazo.
Y cuando lo hube acabado, sabía mejor que bien. Me miré en el espejo azul que había detrás de la barra y pensé: he aquí el panorama que se te presenta. Puedo beber y emborracharme hasta el fin siempre que quiera... con el dinero de Kathy. Sabía que no tenía dinero propio porque Tubby me había dicho que la orquesta y yo habíamos pasado tres semanas francamente malas antes de que yo entrara en el sanatorio.
Pedimos una segunda ronda.
- ¿Cómo puede ser que Myron no tenga dinero, siendo hermano de Kathy? - le pregunté a Tubby.
Me miró extrañado. Hasta aquel momento lo había estado haciendo muy bien.
- Sí, aún hay cosas que me cuestan de recordar - le expliqué.
- Ya veo - dijo -. Bien, eso es fácil de comprender. Myron representa para los Courteen algo más que una oveja negra. Es un maldito haragán y un asqueroso entremetido. Lo desheredaron, y Kathy se quedó con todo. Pero cuida de él.
Tomó un sorbo de su vaso y volvió a dejarlo sobre el mostrador.
- ¿Sabes, Johnny? - dijo -. Ninguno de nosotros simpatizaba demasiado con Kathy porque ella se oponía a que tuvieras una orquesta y te quería sólo para ella. Pero estábamos equivocados con ella. Sabe ser elegante en todas las ocasiones y con todos, sin importarle lo que le hayan hecho. Incluso con Myron.
- Incluso conmigo - añadí.
- Bueno... Te salvó la vida, Johnny. Con su sangre...
Enmudeció repentinamente.
- Olvídalo, Johnny.
Apuré mi segundo vaso.
- Te diré la verdad, Tubby. No puedo olvidarlo... porque no me acuerdo de ello. Pero debo saberlo todo antes de encararme con ella. ¿Qué ocurrió aquella noche?
- Johnny, yo...
- Adelante - dije -, cuéntame.
Suspiró.
- De acuerdo, Johnny. Habías estado trabajando cerca de las veinticuatro horas diarias para sacarnos adelante, y nos obligabas a pedirte que descansaras, y lo mismo hacía Kathy.
- Ahórrate los preámbulos.
- Aquella noche, después de tocar en el hotel, ensayamos una nueva pieza. Estuviste extraño, Johnny. Se te olvidó la melodía y tuviste un fuerte dolor de cabeza. Te obligamos a que volvieras pronto a casa, a pesar de que tú no querías. Y cuando llegaste a casa... bueno, nos jugaste una mala pasada, Johnny. Peleaste con tu mujer; no sé de qué la acusabas. Y te volviste loco. Cogiste tu navaja, acostumbrabas a afeitarte con ella, y... bien, intentaste matarla. Y luego hiciste igual contigo.
- Me escondes algunos detalles - objeté -. ¿Cómo me salvé la vida?
- Bueno, Johnny, tú no llegaste a matarla como habías pensado. El navajazo profundizó uno de los lados en su garganta pero ella debió de apartarse y apenas la rozó ligeramente con lo que no llegó a la yugular ni afectó a ningún órgano de importancia. Pero brotó mucha sangre y ella se desmayó; y pensando que estaba muerta, supongo, te diste un corte en cada muñeca. Pero ella volvió en sí y vio que te desangrabas con rapidez. A pesar de su estado, consiguió colocarte unos torniquetes en los brazos y detener la hemorragia mientras gritaba pidiendo auxilio, hasta que uno de los criados se despertó y avisó al médico del «Carleton». Eso es todo, Johnny.
- Es suficiente, ¿no crees?
Medité unos instantes sobre lo que acaba de escuchar y luego añadí:
- Gracias, Tubby. Mira, ahora vete y déjame solo. Necesito pensar en todo eso y digerirlo todo, y luego andaré el resto del camino. ¿De acuerdo?
- De acuerdo, Johnny - me contestó -. ¿Me llamarás pronto?
- Desde luego - dije -. Gracias por todo.
- ¿No me necesitarás, Johnny?
- No. Me encuentro perfectamente.
Cuando salió, pedí otro whisky. El tercero, y tendría que ser el último ya que comenzaba a sentirlos. No deseaba volver borracho a casa para encararme con Kathy.
Me senté, bebiendo despacio, de forma que pudiese verme en el espejo azulado del bar. No era un tipo mal parecido, en un espejo azul. Sólo que ahora debía estar muerto en vez de encontrarme sentado allí. Debí haber muerto aquella noche, hacía once meses. Había intentado morir.
Estaba casi solo en el bar. Sólo había una pareja bebiendo martinis en el fondo del mismo. Ella era una rubia que parecía ser una corista. Me pregunté vanamente si Kathy sería rubia. No me había acordado de preguntarlo. Si ahora entrase Kathy, pensé, no la reconocería.
La rubia recogió algunas monedas de cambio de encima del mostrador y se dirigió hacia el tocadiscos automático. Introdujo una moneda y manejó algunos botones, volviendo luego hacia la barra con gran ostentación de caderas. El tocadiscos comenzó a funcionar. Era un viejo y buen disco: la versión de Harry James de los Memphis Blues. Una melodía triste y metálica de los días en que Harry aún no era comercial.
Permanecí escuchando y a punto de estallar. Debes sobreponerte, pensé. Cada vez que escuches una melodía como ésta no puedes seguir deseando suicidarte porque ya no puedes tocar más. No eres la única persona en el mundo que ya no puede tocar. Y los otros se aguantan.
Tenía las manos apoyadas frente a mí en la barra e intenté moverlas de nuevo, mientras oía la música, sabiendo de antemano que me seria imposible. Ya nunca más servirían. Los pulgares estaban intactos, pero los cuatro dedos restantes de cada mano se abrían y cerraban a la vez, siéndome imposible hacerlo por separado, como si estuvieran unidos por la membrana de los palmípedos.
Quizás el whisky hacía que empezara a sentirme mejor, pero... la cuestión es que comencé a pensar que quizás tampoco sería tan irremediable mi situación como yo me lo presentaba.
En aquel momento acabó el disco de Harry James, mientras otro se deslizaba en el tocadiscos y comenzaba a sonar.
También era triste. Mood Indigo. Pude reconocer las notas de la introducción. Me pregunté si todos los discos serían tristes, especialmente elegidos para hacer juego con los espejos tristes y azulados de las barras de los bares.
Una melodía profunda y triste pero, de todas formas, un buen arreglo y bien interpretado. Con unos cuantos whiskys y un estado de ánimo melancólico, esta melodía, Mood Indigo, es capaz de atenazar las cuerdas vitales y hacerlas vibrar en toda su intensidad. Aquellos aumentos y disminuciones estaban hechos por mano experta. Los instrumentos de viento disminuían el tono para dar paso al piano, que tomaba el primer puesto por unos momentos, respaldado por el sonido de las escobillas sobre la batería, modulando luego a un tono más alto, con lo que se comprendía que la melodía iba a cambiar de tema.
Y cambiaba realmente, esta vez a cargo de un saxo, un saxo con un sonido triste y aterciopelado, destacando de los demás instrumentos y trazando unos pequeños arabescos de contrapunto en forma tan casual que parecía que nunca se hubiera separado de la melodía. Un saxo alto vertiendo un sonido alto y cálido, unas notas que parecían de oro fundido.
Separé los dedos de la copa de whisky que rodeaban, me levanté y me dirigí hacia el tocadiscos automático. Lo sabía de antemano pero miré a pesar de ello. El disco que estaba sonando era el número 9, y el número 9 se titulaba Mood Indigo... por Johnny Marlin.
Durante unos segundos que me parecieron siglos sentí la necesidad de detener aquella melodía, de incrustar el puño en el vidrio de la máquina y arrancar el brazo del tocadiscos. Tenía que hacerlo, porque actuaba en mi interior abrasándome. Ese sonido que venía del pasado me hacía recordar, y me daba cuenta de que el único medio que tenía para sobrevivir era no recordar.
Quizás habría llegado a romper el cristal. No lo sé. Pero en vez de ello vi el cordón y el enchufe que daban corriente al tocadiscos y que procedían de la pared, detrás de él. Tiré del enchufe y el tocadiscos se apagó y dejó de sonar. Luego salí hacia la oscuridad mientras el asombro se reflejaba en los rostros de los tres espectadores, la rubia y su escolta, y el barman.
El barman gritó no sé qué, pero no insistió al ver que yo continuaba mi camino sin volverme. Pude verlos en el espejo trasero de la puerta de salida mientras la abría, y daban un espectáculo gracioso.
Debí caminar unos seis bloques hasta llegar al «Carleton» bajo el crepúsculo que se iba apagando. Crucé el amplio vestíbulo recubierto con paneles de caoba hasta llegar al ascensor. El solemne ascensorista me pareció más familiar que Tubby. Por lo menos tenía la leve impresión de haberlo visto con anterioridad.
- Buenas tardes, mister Marlin - dijo, sin preguntar a qué piso iba.
Pero su voz sonaba extraña, tensa, y esperé un momento antes de cerrar la puerta, sacando la cabeza fuera del ascensor y mirando a su alrededor. Tuve la impresión de que deseaba la llegada de otro pasajero, y que temía tener que cerrar la puerta del ascensor, de un lugar tan pequeño, siendo él y yo los únicos pasajeros.
Sin embargo no se presentó nadie más y cerró la puerta accionando luego la palanca del ascensor. El edificio comenzó a deslizarse hacia abajo hasta quedar quieto en el piso once. Salí a otro vestíbulo chapado de caoba y la puerta del ascensor se cerró tras de mí.
Se trataba de un pequeño recibimiento, con sólo cuatro puertas que debían conducir a unas suites espaciosas. Supe cuál de ellas era la puerta que buscaba, la de mi casa... o quizás debería decir la de Kathy. Con mi dinero nunca podría pagar una suite como aquélla.
No fue Kathy quien me abrió la puerta. Lo supe pues se trataba de una chica vistiendo uniforme de camarera. Y debía ser nueva en la casa, ya que me miró sin interés.
- ¿Está en casa mistress Marlin? - pregunté.
- No, señor. No tardará en volver, señor.
Entré y dije que esperaría. La seguí hasta una habitación que parecía la biblioteca.
- Entre, por favor - me dijo -. ¿Qué nombre debo anunciar?
- Marlin - contesté mientras pasaba por su lado -. Johnny Marlin.
Se notó que contenía la respiración levemente.
- Sí, señor - dijo, y salió apresuradamente de la habitación.
Sus tacones no podían oírse sobre las gruesas alfombras que cubrían el vestíbulo, pero aseguraría que echó a correr. Huyendo de un loco homicida, hacia la parte más alejada del apartamento, buscando seguramente la protección de una cocinera que empuñaría el cuchillo de trinchar, al enterarse de que el dueño de la casa había regresado. Y probablemente mañana tendríamos nuevos sirvientes, si es que se encontraba alguien dispuesto a venir.
Caminé por la estancia durante un rato, y al fin decidí buscar mi habitación. Si obro subconscientemente, daré con ella, pensé. Mi subconsciente me guiará. Y dio resultado, pues llegué donde me proponía.
Me senté en el borde de la cama durante un rato, con la frente entre las manos, preguntándome por qué habría ido a mi habitación. Miré a mi alrededor. Era un dormitorio amplio, recubierto de caoba como el resto del edificio, y decorado con gusto. El pequeño Johnny Dettman de los bajos fondos de Cleveland había subido muy alto para llegar a tener una habitación como aquélla, toda para él. Al otro lado de la habitación se veía un mueble tocadiscos con una bien surtida discoteca. La mayor parte de las fotografías que cubrían las paredes pertenecían a orquestas. En el vestidor, un marco de plata encuadraba la fotografía de una mujer.
Ésa debía ser Kathy, por supuesto. Me acerqué a ella para mirarla. Era hermosa, desde luego; una morena de grandes ojos con los labios torcidos en un mohín gracioso, unos labios prometedores. La niebla se hacía cada vez menos densa. Casi la recordaba ya.
Miré la fotografía durante mucho tiempo y luego volví a colocarla en su sitio, dirigiéndome seguidamente hacia el armario. Lo abrí encontrándome con gran cantidad de trajes, muchos pares de zapatos y varios sombreros. Pude recordar que John Dettman tuvo que ir al colegio durante todo un año vistiendo un jersey, ya que no tenía dinero para un abrigo.
Pero faltaba algo en aquel armario. Las cajas de los instrumentos. En el suelo, a la derecha, deberían estar los dos estuches de los saxos y los clarinetes. En su interior guardaban un par de saxos altos dorados y dos clarinetes «Selmer» de color negro. Al fondo debería encontrarse el estuche mayor del saxo barítono, con el que a veces yo me distraía en casa.
Pero no estaban allí, y en mi interior se lo agradecí a Kathy. Ella debió comprender lo que yo sentiría si llegaba a verlos.
Cerré la puerta con cuidado y abrí la siguiente, la del baño. Entré y quedé mirándome en el espejo colocado sobre el lavabo. Éste no era azul. Estudié mi rostro, y era corriente. No parecía existir ninguna razón para que alguien me amase como lo hacía mi esposa. No era ni alto ni bien parecido. Tan sólo unos labios que, en otro tiempo, habían sabido tocar el saxo.
Eso era yo.
El espejo era la puertecilla de un armario empotrado, destinado a los útiles de baño. Todos ellos se encontraban cuidadosamente colocados en sus estanterías, como si yo no hubiera pasado una larga temporada fuera de casa, o como si se me esperase a diario. Incluso, y casi retrocedí al verlas, dos navajas de afeitar, de las que emplean los barberos, colocadas al fondo de la estantería al lado de la pasta y la brocha.
¿Estaba loca Kathy dejándolas allí, después del uso que yo les había dado? ¿Habría sido una de esas dos? Porque, por supuesto, yo podría haber tenido tres, pero... No; no podía recordarlo, solamente eran dos, un par que hacían juego.
En el hospital había empleado maquinilla eléctrica, como es lógico. Todos lo hacíamos, incluso los que estaban allí por razones menos peligrosas que las mías. Y ahora seguiría utilizándola. Ahora mismo las cogería y las arrojaría a la caldera. Si mi esposa era tan inconsciente como para dejar una cosa así al alcance de mi mano, yo no. ¿Cómo podía estar seguro de que nunca más iba a ocurrirme algo parecido?
Mi mano tembló ligeramente mientras las recogía y cerraba la puertecilla. Ahora mismo me haría cargo de ellas. Salí del baño y, estaba cruzando mi habitación, cuando se oyó un débil golpe en la puerta, la puerta que comunicaba con el dormitorio de Kathy.
- Johnny... - oí que decía.
Escondí rápidamente las navajas en el bolsillo interior de mi chaqueta y contesté, no recuerdo exactamente el qué. Parecía que el corazón se me hubiera subido hasta la garganta, imposibilitándome el habla. Se abrió la puerta dejándome ver a Kathy que entró como si una ráfaga de viento la impulsara hacia mis brazos. Me habló con el rostro escondido junto a mi pecho.
- Johnny, Johnny - dijo -. ¡Me alegro tanto de que hayas vuelto!
Nos besamos, y el beso duró mucho rato. Pero no me hizo sentir ninguna sensación especial. Si anteriormente había estado enamorado de Kathy, ahora debería comenzar de nuevo. Si, resultaba agradable poder besarla, tanto como podía serlo el besar a cualquier otra mujer hermosa. No me costaría repetirlo. Pero pensé que resultaría aún más fácil si pudiera apartar de mí aquel tupido velo, si pudiera recordar.
- Me alegro de estar de vuelta - dije.
Sus brazos me rodearon, casi convulsivos. Había un gran sillón al lado del tocadiscos. La cogí en mis brazos, puesto que ella no se separaba de mí, y la llevé hacia el sillón. Me senté y ella lo hizo en mis rodillas. Al cabo de un minuto se enderezó y sus ojos se encontraron con los míos, interrogadores.
- ¿Me quieres, Johnny? - fue la pregunta.
Pero en aquel momento yo no lo sabía. Quizá cuando mi memoria regresara sería así... sino, ya me las arreglaría para quererla. Pero en aquel momento eludí la pregunta y su mirada.
Por el contrario, dirigí mi vista hacia su garganta y vi la cicatriz, No resultaba tan horrible como la habla imaginado. Era una línea larga y delgada imposible de adivinar a un metro de distancia.
- Cirugía plástica, Johnny - dijo -. Hacen maravillas. Un año más y habrá desaparecido por completo. No... no tiene ninguna importancia.
Luego, como para contrarrestar que yo no continuase hablando de ello, añadió rápidamente:
- Me desprendí de tus saxofones, Johnny. Pensé..., que ya no querrías que anduviesen por ahí. Los médicos dicen que nunca más..., podrás tocar.
- Creo que es mejor que no anden por ahí - admití.
- Será maravilloso, Johnny. Quizá me odies por lo que voy a decirte pero soy casi... feliz. Ya sabes que eso era lo que se interponía entre nosotros, tu música y tu orquesta. Y, ahora ya no será así, ¿verdad? ¿No formarás otra orquesta, sólo para dirigirla pero sin tocar, o cualquier otra tontería de éstas, verdad, Johnny?
- No, Kathy - contesté.
Ya nada, pensé, tendría significado para mí si no tocaba. Había intentado olvidarlo todo. Cerré los ojos e intenté por un momento dejar de pensar.
- Será maravilloso, Johnny. Podrás hacer todas las cosas que yo deseaba y que tú no podías hacer. Podremos viajar, pasar los inviernos en Florida, y divertirnos. Podemos pasar algún tiempo en la Riviera, esquiar en el Tirol y jugar a la ruleta en Montecarlo, y... todo lo que siempre he deseado, Johnny.
- Resulta agradable tener unos cuantos millones - dije.
Se echó hacia atrás y me miró.
- Johnny, no volverás a empezar con eso, ¿verdad? ¡Oh, Johnny, no puedes... ahora!
No, pensé, no podía. Sólo Dios sabía por qué ella únicamente le deseaba, a él, pero el pequeño Johnny Dettman se había convertido en un hombre con las espaldas bien guardadas, en el querido de una mujer rica. No podía obtener dinero de la única forma que él sabía ganarlo. Ya no podía siquiera conseguir un empleo como conductor de camión ni cavar zanjas. Pero sabría cómo sostener una taza de té sobre su rodilla y sonreír a las viudas ricas. Tendría que hacerlo. Volvió a acosarme aquel argumento interminable.
Pero ya no cabía discusión. Nunca más habría nada que discutir.
- Bésame, Johnny - dijo Kathy, y cuando lo hube hecho, añadió -: ¿Ponemos un poco de música? Podríamos bailar... ¿no habrás olvidado cómo se baila, verdad, Johnny?
Saltó de mis rodillas y se dirigió hacia la discoteca.
- Alguno de los míos, ¿quieres, Kathy? - pedí.
Pensé que debía acostumbrarme a ello lo antes posible. Así ya no volvería a sentirme, nunca más, como cuando estuve a punto de atravesar con el puño el vidrio del tocadiscos automático.
- Desde luego, Johnny.
Los eligió de uno de los álbumes, una media docena, y los colocó en el gramófono. Comenzó a sonar el primero. Era una melodía alegre y simple que habíamos tocado alguna vez... «Chickery chik, cha la, cha la...» Volvió hacia mí con los brazos extendidos para que bailásemos, y lo hice, comprobando que aún recordaba cómo se baila.
Bailamos dirigiéndonos hacia los ventanales que conducían hacia la terraza y los abrimos, saliendo a una galería recubierta con baldosas de mármol y a la noche iluminada por una luna llena que cabalgaba en lo alto del firmamento.
«Chickery chik...» una bonita melodía, aunque simple. Sin cantar, desde luego. Nunca lo habíamos hecho. Ni siquiera instrumentos de cuerda, pero con mucho ritmo, con una batería como fondo. Y un saxo alto en primer plano, acariciador como la seda.
Y comencé a recordar aquella disputa. Habíamos tenido una discusión de esas a las que no se les encuentra fin. Músico o play-boy como porvenir para mí. Ahora recordaba ya a Kathy, y de pronto intenté no hacerlo. Quizá sería mejor olvidar toda aquella amargura, las peleas y el trabajo excesivo y todo lo que llevaba hacia aquellos momentos de depresión.
Sin embargo, nuestros pies se movían suavemente sobre el mármol. Kathy bailaba bien. Y el disco llegó a su final.
- Será maravilloso, Johnny - me susurraba. teniéndote ahora todo para mí... eres mío ahora, Johnny.
- Sí - contesté.
Tendré que serlo, pensé.
Comenzó a sonar el segundo disco, que contrastaba con el anterior. Una melodía tan triste como la de Mood Indigo, pero mucho más sensual. St. James Infirmary, en versión de Johnny Marlin y su orquesta. Recordé el caluroso día en que lo grabamos. Tampoco era cantado pero, mientras lo bailábamos, la letra fluía hacia mi boca con el oro líquido del saxo alto que yo toqué una vez.
«Bajé a St. James Infirmary... y vi allí a mi pequeña... tendida sobre una blanca mesa... tan dulce, tan fría, tan...»
Me aparté bruscamente, corrí hacia dentro y cerré el tocadiscos. Pude ver mi rostro reflejado en el espejo que había en el vestidor, mientras volvía. Estaba blanco como el de un cadáver. Regresé a la terraza. Kathy aún estaba allí. No se había movido.
- Johnny, ¿qué...?
- Esta tonadilla - corté -. La letra, Lo recuerdo, Kathy. Recuerdo aquella noche. Yo no lo hice.
Me sentí débil. Me apoyé contra la pared a mis espaldas. Kathy se me acercó más.
- Johnny..., ¿qué quieres decir?
- Lo recuerdo - añadí -. Entré, y tú estabas tirada ahí, con la sangre fluyendo por tu cuello y el traje, cuando entré en la habitación. No recuerdo lo que ocurrió luego, pero esto fue lo que debió sacarme de mis casillas, más que cualquier otra cosa. Fue en aquel momento cuando me volví loco, y no antes.
- Johnny, te equivocas...
La debilidad había desaparecido de mí. Me sentía más fuerte.
- Tu hermano - continué - te odiaba porque tú lo mantenías, igual como deseabas mantenerme a mí, ya que tú poseías el dinero que juzgaba le pertenecía a él, y tú se lo administrabas y le obligabas a hacer lo que querías. Naturalmente, él te odiaba. Ahora puedo recordarlo. Kathy, lo recuerdo. Eso era en las épocas en que había dejado el alcohol y empezaba a tomar drogas. Heroína, ¿no es verdad? Y esa noche él debió entrar, excitado y con ansia criminal, antes de que yo lo hiciera. Intentó matarte, y pensando que lo había logrado, huyó. Debió de ocurrir poco antes de que yo llegase.
- Johnny, por favor..., estás equivocado.
- Te acercaste a mí, cuando yo me había desmayado ya - continué -. Parece... parece increíble, Kathy, pero tuvo que ser así. Y Kathy, ese frío cerebro que tienes urdió el único medio que existía para conseguir lo que siempre habías deseado. Proteger a tu hermano, y tenerme como tú querías. Era un plan perfecto, Kathy. Me atabas de forma que nunca más podría tocar, y me ponías en la situación de pensar que había intentado matarte, de forma que aún me tendrías más sujeto a ti. Sabes conseguir lo que quieres, ¿verdad, Kathy? A cualquier precio. Pero no querías que yo muriese. Apostaría que incluso tenías preparados los torniquetes antes de que me cortaras las muñecas con la navaja.
Estaba hermosa, iluminada por la luna. Permaneció un instante derecha y altiva, y luego dio un paso hacia mí y me rodeó con sus suaves brazos.
- Sin embargo, no comprendo - añadí - cómo sabías que yo no iba a recordar lo que realmente... ¡Un momento, ya comprendo cómo lo hiciste! Yo llevaba una o dos copas de más a mi regreso. Pudiste oler mi aliento y pensaste que había vuelto perdidamente borracho. Y cuando me emborrachaba, luego no recordaba nunca lo que había hecho. Aquella noche no lo estaba, pero la impresión y la crisis nerviosa aún pudieron más. Malditas seas, Kathy.
- Pero, Johnny, ¿no es verdad que he ganado?
Estaba hermosa, sonriendo, con la cabeza hacia atrás y mirándome. Sí, había ganado. Tan dulce, tan fría, tan desnuda. Tan desnuda su garganta que a la luz de la luna pude ver la débil traza de su cicatriz, aquella línea de puntos. Y una de mis crispadas manos, en el interior del bolsillo, abrió a tientas una de las navajas, la extrajo del mismo, y golpeó ciegamente en todas direcciones.
FIN
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