TERROR-GOTICO - AMBROSE BIERCE -- VARIOS CUENTOS
Al Otro Lado De La Pared
Hace muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en
San Francisco. Hacía mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo
aquel periodo mis negocios en Oriente habían prosperado más de lo que esperaba. Como
era rico, podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistad con los compañeros
de juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El más importante para mí era
Mohum Dampier, un antiguo amigo del colegio con quien había mantenido
correspondencia irregular hasta que dejamos de escribirnos, cosa muy normal entre
hombres. Es fácil darse cuenta de que la escasa disposición a redactar una sencilla carta de
tono social está en razón del cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente.
Se trata, simple y llanamente, de una ley.
Recordaba a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos
semejantes a los míos, que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia
muchas de las cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de la que,
sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no echar nada en
falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del país, se consideraba un
orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera dedicado al comercio o a la política, o
hubiera recibido distinción alguna. Mohum era un poco sentimental y su carácter
supersticioso lo hacía inclinarse al estudio de temas relacionados con el ocultismo.
Afortunadamente gozaba de una buena salud mental que lo protegía contra creencias
extravagantes y peligrosas. Sus incursiones en el campo de lo sobrenatural se mantenían
dentro de la región conocida y considerada como certeza.
La noche que lo visité había tormenta. El invierno californiano estaba en su apogeo:
una lluvia incesante regaba las calles desiertas y, al ser empujada por irregulares ráfagas
de viento, se precipitaba contra las casas con una fuerza increíble. El cochero encontró el
lugar, una zona residencial escasamente poblada cerca de la playa, con dificultad. La casa,
bastante fea, se elevaba en el centro de un terreno en el que, según pude distinguir en la
oscuridad, no había ni flores ni hierba. Tres o cuatro árboles, que se combaban y crujían a
causa del temporal, parecían intentar huir de su tétrico entorno en busca de mejor fortuna,
lejos, en el mar. La vivienda era una estructura de dos pisos, hecha de ladrillo, que tenía
una torre en una esquina, un piso más arriba. Era la única zona iluminada. La apariencia
del lugar me produjo cierto estremecimiento, sensación que se vio aumentada por el
chorro de agua que sentía caer por la espalda mientras corría a buscar refugio en el portal.
Dampier, en respuesta a mi misiva informándole de mi deseo de visitarlo, había
contestado: «No llames, abre la puerta y sube.» Así lo hice. La escalera estaba pobremente
iluminada por una luz de gas que había al final del segundo tramo. Conseguí llegar al
descansillo sin destrozar nada y atravesé una puerta que daba a la iluminada estancia
cuadrada de la torre. Dampier, en bata y zapatillas, se acercó, tal y como yo esperaba, a
saludarme, y aunque en un principio pensé que me podría haber recibido más
adecuadamente en el vestíbulo, después de verlo, la idea de su posible inhospitalidad
desapareció.
No parecía el mismo. A pesar de ser de mediana edad, tenía canas y andaba bastante
encorvado. Lo encontré muy delgado; sus facciones eran angulosas, y su piel, arrugada y
pálida como la muerte, no tenía un solo toque de color. Sus ojos, excepcionalmente
grandes, centelleaban de un modo misterioso.
Me invitó a sentarme y, tras ofrecerme un cigarro, manifestó con sinceridad obvia y
solemne que estaba encantado de verme. Después tuvimos una conversación trivial
durante la cual me sentí dominado por una profunda tristeza al ver el gran cambio que
había sufrido. Debió captar mis sentimientos porque inmediatamente dijo, con una gran
sonrisa:
—Te he desilusionado: non sum qualis eram.
Aunque no sabía qué decir, al final señalé:
—No, que va, bueno, no sé: tu latín sigue igual que siempre.
Sonrió de nuevo.
—No —dijo—, al ser una lengua muerta, esta particularidad va aumentando. Pero,
por favor, ten paciencia y espera: existe un lenguaje mejor en el lugar al que me dirijo.
¿Tendrías algún inconveniente en recibir un mensaje en dicha lengua?
Mientras hablaba su sonrisa iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a los
ojos con una seriedad que me produjo angustia. Sin embargo no estaba dispuesto a
dejarme llevar por su actitud ni a permitirle que descubriera lo profundamente afectado
que me encontraba por su presagio de muerte.
—Supongo que pasará mucho tiempo antes de que el lenguaje humano deje de
sernos útil —observé—, y para entonces su necesidad y utilidad habrán desaparecido.
Mi amigo no dijo nada y, como la conversación había tomado un giro desalentador y
no sabía qué decir para darle un tono más agradable, también yo permanecí en silencio.
De repente, en un momento en que la tormenta amainó y el silencio mortal contrastaba de
un modo sobrecogedor con el estruendo anterior, oí un suave golpeteo que provenía del
muro que tenía a mis espaldas. El sonido parecía haber sido producido por una mano,
pero no como cuando se llama a una puerta para poder entrar, sino más bien como una
señal acordada, como una prueba de la presencia de alguien en una habitación contigua;
creo que la mayoría de nosotros ha tenido más experiencias de este tipo de comunicación
de las que nos gustaría contar. Miré a Dampier. Si había algo divertido en mi mirada no
debió captarlo. Parecía haberme olvidado y observaba la pared con una expresión que no
soy capaz de definir, aunque la recuerdo como si la estuviera viendo. La situación era
desconcertante. Me levanté con intención de marcharme; entonces reaccionó.
—Por favor, vuelve a sentarte —dijo—, no ocurre nada, no hay nadie ahí.
El golpeteo se repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez.
—Lo siento —dije—, es tarde. ¿Quieres que vuelva mañana?
Volvió a sonreír, esta vez un poco mecánicamente.
—Es muy gentil de tu parte, pero completamente innecesario. Te aseguro que ésta es
la única habitación de la torre y no hay nadie ahí. Al menos...
Dejó la frase sin terminar, se levantó y abrió una ventana, única abertura que había
en la pared de la que provenía el ruido.
—Mira.
Sin saber qué otra cosa podía hacer, lo seguí hasta la ventana y me asomé. La luz de
una farola cercana permitía ver claramente, a través de la oscura cortina de agua que
volvía a caer a raudales, que «no había nadie». Ciertamente, no había otra cosa que la
pared totalmente desnuda de la torre.
Dampier cerró la ventana, señaló mi asiento y volvió a tomar posesión del suyo.
El incidente no resultaba en sí especialmente misterioso; había una docena de
explicaciones posibles (ninguna de las cuales se me ha ocurrido todavía). Sin embargo me
impresionó vivamente el hecho de que mi amigo se esforzara por tranquilizarme, pues ello
daba al suceso una cierta importancia y significación. Había demostrado que no había
nadie, pero precisamente eso era lo interesante. Y no lo había explicado todavía. Su
silencio resultaba irritante y ofensivo.
—Querido amigo —dije, me temo que con cierta ironía—, no estoy dispuesto a poner
en cuestión tu derecho a hospedar a todos los espectros que desees de acuerdo con tus
ideas de compañerismo; no es de mi incumbencia. Pero como sólo soy un simple hombre
de negocios, fundamentalmente terrenales, no tengo necesidad alguna de espectros para
sentirme cómodo y tranquilo. Por ello, me marcho a mi hotel, donde los huéspedes aún
son de carne y hueso.
No fue una alocución muy cortés, lo sé, pero mi amigo no manifestó ninguna
reacción especial hacia ella.
—Te ruego que no te vayas —observó—. Agradezco mucho tu presencia. Admito
haber escuchado un par de veces con anterioridad lo que tú acabas de oír esta noche.
Ahora sé que no eran ilusiones mías y esto es verdaderamente importante para mí; más de
lo que te imaginas. Enciende un buen cigarro y ármate de paciencia mientras te cuento
toda la historia.
La lluvia volvía a arreciar, produciendo un rumor monótono, que era interrumpido
de vez en cuando por el repentino azote de las ramas agitadas por el viento. Era bastante
tarde, pero la compasión y la curiosidad me hicieron seguir con atención el monólogo de
Dampier, a quien no interrumpí ni una sola vez desde que empezó a hablar.
—Hace diez años —comenzó—, estuve viviendo en un apartamento, en la planta
baja de una de las casas adosadas que hay al otro lado de la ciudad, en Rincón Hill. Esa
zona había sido una de las mejores de San Francisco, pero había caído en desgracia, en
parte por el carácter primitivo de su arquitectura, no apropiada para el gusto de nuestros
ricos ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras públicas la habían afeado. La hilera de
casas, en una de las cuales yo habitaba, estaba un poco apartada de la calle; cada vivienda
tenía un diminuto jardín, separado del de los vecinos por unas cercas de hierro y dividido
con precisión matemática por un paseo de gravilla bordeado de bojes, que iba desde la
verja a la puerta.
»Una mañana, cuando salía, vi a una chica joven entrar en el jardín de la casa
izquierda. Era un caluroso día de junio y llevaba un ligero vestido blanco. Un ancho
sombrero de paja decorado al estilo de la época, con flores y cintas, colgaba de sus
hombros. Mi atención no estuvo mucho tiempo centrada en la exquisita sencillez de sus
ropas, pues resultaba imposible mirarla a la cara sin advertir algo sobrenatural. Pero no,
no temas; no voy a deslucir su imagen describiéndola. Era sumamente bella. Toda la
hermosura que yo había visto o soñado con anterioridad encontraba su expresión en
aquella inigualable imagen viviente, creada por la mano del Artista Divino. Me
impresionó tan profundamente que, sin pensar en lo impropio del acto, descubrí mi
cabeza, igual que haría un católico devoto o un protestante de buena familia ante la
imagen de la Virgen. A la doncella no parecía disgustarle mi gesto; me dedicó una mirada
con sus gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más, entró en la casa.
Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la mano, consciente de mi rudeza
y tan dominado por la emoción que la visión de aquella belleza incomparable me
inspiraba, que mi penitencia resultó menos dolorosa de lo que debería haber sido.
Entonces reanudé mi camino, pero dejé el corazón en aquel lugar. Cualquier otro día
habría permanecido fuera de casa hasta la caída de la noche, pero aquél, a eso de la media
tarde, ya estaba de vuelta en el jardín, interesado por aquellas pocas flores sin importancia
que nunca antes me había detenido a observar. Mi espera fue en vano; la chica no
apareció.
»A aquella noche de inquietud le siguió un día de expectación y desilusión. Pero al
día siguiente, mientras caminaba por el barrio sin rumbo, me la encontré. Desde luego no
volví a hacer la tontería de descubrirme; ni siquiera me atreví a dedicarle una mirada
demasiado larga para expresar mi interés. Sin embargo mi corazón latía aceleradamente.
Tenía temblores y, cuando me dedicó con sus grandes ojos negros una mirada de evidente
reconocimiento, totalmente desprovista de descaro o coquetería, me sonrojé.
»No te cansaré con más detalles; sólo añadiré que volví a encontrármela muchas
veces, aunque nunca le dirigí la palabra ni intenté llamar su atención. Tampoco hice nada
por conocerla. Tal vez mi autocontrol, que requería un sacrificio tan abnegado, no resulte
claramente comprensible. Es cierto que estaba locamente enamorado, pero, ¿cómo puede
uno cambiar su forma de pensar o transformar el propio carácter?
»Yo era lo que algunos estúpidos llaman, y otros más tontos aún gustan ser llamados,
un aristócrata; y, a pesar de su belleza, de sus encantos y elegancia, aquella chica no
pertenecía a mi clase. Me enteré de su nombre (no tiene sentido citarlo aquí) y supe algo
acerca de su familia. Era huérfana y vivía en la casa de huéspedes de su tía, una gruesa
señora de edad, inaguantable, de la que dependía. Mis ingresos eran escasos y no tenía
talento suficiente como para casarme; debe de ser una cualidad que nunca he tenido. La
unión con aquella familia habría significado llevar su forma de vida, alejarme de mis libros
y estudios y, en el aspecto social, descender al nivel de la gente de la calle. Sé que este tipo
de consideraciones son fácilmente censurables y no me encuentro preparado para
defenderlas. Acepto que se me juzgue, pero, en estricta justicia, todos mis antepasados, a
lo largo de generaciones, deberían ser mis codefensores y debería permitírseme invocar
como atenuante el mandato imperioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de
un enlace de este tipo. En resumen, mis gustos, costumbres, instinto e incluso la sensatez
que pueda quedarme después de haberme enamorado, se vuelven contra él. Además,
como soy un romántico incorregible, encontraba un encanto exquisito en una relación
impersonal y espiritual que el conocimiento podría convertir en vulgar, y el matrimonio
con toda seguridad disiparía. Ninguna criatura, argüía yo, podría ser más encantadora
que esta mujer. El amor es un sueño delicioso; entonces, ¿por qué razón iba yo a procurar
mi propio despertar?
»El comportamiento que se deducía de toda esta apreciación y parecer era obvio. Mi
honor, orgullo y prudencia, así como la conservación de mis ideales me ordenaban huir,
pero me sentía demasiado débil para ello. Lo más que podía hacer —y con gran esfuerzo—
era dejar de ver a la chica, y eso fue lo que hice. Evité incluso los encuentros fortuitos en el
jardín. Abandonaba la casa sólo cuando sabía que ella ya se había marchado a sus clases
de música, y volvía después de la caída de la noche. Sin embargo era como si estuviera en
trance; daba rienda suelta a las imaginaciones más fascinantes y toda mi vida intelectual
estaba relacionada con ellas. ¡Ah, querido amigo! Tus acciones tienen una relación tan
clara con la razón que no puedes imaginarte el paraíso de locura en el que viví.
»Una tarde, el diablo me hizo ver que era un idiota redomado. A través de una
conversación desordenada, y sin buscarlo, me enteré por la cotilla de mi casera que la
habitación de la joven estaba al lado de la mía, separada por una pared medianera.
Llevado por un impulso torpe y repentino, di unos golpecitos suaves en la pared.
Evidentemente, no hubo respuesta, pero no tuve humor suficiente para aceptar un
rechazo. Perdí la cordura y repetí esa tontería, esa infracción, que de nuevo resultó inútil,
por lo que tuve el decoro de desistir.
»Una hora más tarde, mientras estaba concentrado en algunos de mis estudios sobre
el infierno, oí, o al menos creí oír, que alguien contestaba mi llamada. Dejé caer los libros y
de un salto me acerqué a la pared donde, con toda la firmeza que mi corazón me permitía,
di tres golpes. La respuesta fue clara y contundente: uno, dos, tres, una exacta repetición
de mis toques. Eso fue todo lo que pude conseguir, pero fue suficiente; demasiado, diría
yo.
»Aquella locura continuó a la tarde siguiente, y en adelante durante muchas tardes, y
siempre era yo quien tenía la última palabra. Durante todo aquel tiempo me sentí
completamente feliz, pero, con la terquedad que me caracteriza, me mantuve en la
decisión de no ver a la chica. Un día, tal y como era de esperar, sus contestaciones cesaron.
«Está enfadada —me dije— porque cree que soy tímido y no me atrevo a llegar más lejos»;
entonces decidí buscarla y conocerla y... Bueno, ni supe entonces ni sé ahora lo que podría
haber resultado de todo aquello. Sólo sé que pasé días intentando encontrarme con ella,
pero todo fue en vano. Resultaba imposible verla u oírla. Recorrí infructuosamente las
calles en las que antes nos habíamos cruzado; vigilé el jardín de su casa desde mi ventana,
pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pensé que se había marchado; pero no
intenté aclarar mi duda preguntándole a la casera, a la que tenía una tremenda ojeriza
desde que me habló de la chica con menos respeto del que yo consideraba apropiado.
»Y llegó la noche fatídica. Rendido por la emoción, la indecisión y el desaliento, me
acosté temprano y conseguí conciliar un poco el sueño. A media noche hubo algo, un
poder maligno empeñado en acabar con mi paz para siempre, que me despertó y me hizo
incorporarme para prestar atención a no sé muy bien qué. Me pareció oír unos ligeros
golpes en la pared: el fantasma de una señal conocida. Un momento después se repitieron:
uno, dos, tres, con la misma intensidad que la primera vez, pero ahora un sentido alerta y
en tensión los recibía. Estaba a punto de contestar cuando el Enemigo de la Paz intervino
de nuevo en mis asuntos con una pícara sugerencia de venganza. Como ella me había
ignorado cruelmente durante mucho tiempo, yo le pagaría con la misma moneda. ¡Qué
tontería! ¡Que Dios sepa perdonármela! Durante el resto de la noche permanecí despierto,
escuchando y reforzando mi obstinación con cínicas justificaciones.
»A la mañana siguiente, tarde, al salir de casa me encontré con la casera, que entraba:
»—Buenos días, señor Dampier —dijo—; ¿se ha enterado usted de lo que ha pasado?
Le dije que no, de palabra, pero le di a entender con el gesto que me daba igual lo
que fuera. No debió captarlo porque continuó:
—A la chica enferma de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído nada? Llevaba semanas
enferma y ahora...
Casi salto sobre ella.
»—Y ahora... —grité—, y ahora ¿qué?
»—Está muerta.
»Pero aún hay algo más. A mitad de la noche, según supe más tarde, la chica se había
despertado de un largo estupor, tras una semana de delirio, y había pedido —éste fue su
último deseo— que llevaran su cama al extremo opuesto de la habitación. Los que la
cuidaban consideraron la petición un desvarío más de su delirio, pero accedieron a ella. Y
en ese lugar aquella pobre alma agonizante había realizado la débil aspiración de intentar
restaurar una comunicación rota, un dorado hilo de sentimiento entre su inocencia y mi vil
monstruosidad, que se empeñaba en profesar una lealtad brutal y ciega a la ley del Ego.
»¿Cómo podía reparar mi error? ¿Se pueden decir misas por el descanso de almas
que, en noches como ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados de acá para allá por
vientos caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la oscuridad con signos y presagios
que sugieren recuerdos y augurios de condenación?
»Esta ha sido su tercera visita. La primera vez fui escéptico y verifiqué por métodos
naturales el carácter del incidente; la segunda, respondí a los golpes, varias veces
repetidos, pero sin resultado alguno. Esta noche se completa la «tríada fatal» de la que
habla Parapelius Necromantius. Es todo lo que puedo decir.»
Cuando hubo terminado su relato no encontré nada importante que decir, y
preguntar habría sido una impertinencia terrible. Me levanté y le di las buenas noches de
tal forma que pudiera captar la compasión que sentía por él; en señal de agradecimiento
me dio un silencioso apretón de manos. Aquella noche, en la soledad de su tristeza y
remordimiento, entró en el reino de lo Desconocido.
Al Otro Lado De La Pared
Hace muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en
San Francisco. Hacía mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo
aquel periodo mis negocios en Oriente habían prosperado más de lo que esperaba. Como
era rico, podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistad con los compañeros
de juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El más importante para mí era
Mohum Dampier, un antiguo amigo del colegio con quien había mantenido
correspondencia irregular hasta que dejamos de escribirnos, cosa muy normal entre
hombres. Es fácil darse cuenta de que la escasa disposición a redactar una sencilla carta de
tono social está en razón del cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente.
Se trata, simple y llanamente, de una ley.
Recordaba a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos
semejantes a los míos, que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia
muchas de las cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de la que,
sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no echar nada en
falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del país, se consideraba un
orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera dedicado al comercio o a la política, o
hubiera recibido distinción alguna. Mohum era un poco sentimental y su carácter
supersticioso lo hacía inclinarse al estudio de temas relacionados con el ocultismo.
Afortunadamente gozaba de una buena salud mental que lo protegía contra creencias
extravagantes y peligrosas. Sus incursiones en el campo de lo sobrenatural se mantenían
dentro de la región conocida y considerada como certeza.
La noche que lo visité había tormenta. El invierno californiano estaba en su apogeo:
una lluvia incesante regaba las calles desiertas y, al ser empujada por irregulares ráfagas
de viento, se precipitaba contra las casas con una fuerza increíble. El cochero encontró el
lugar, una zona residencial escasamente poblada cerca de la playa, con dificultad. La casa,
bastante fea, se elevaba en el centro de un terreno en el que, según pude distinguir en la
oscuridad, no había ni flores ni hierba. Tres o cuatro árboles, que se combaban y crujían a
causa del temporal, parecían intentar huir de su tétrico entorno en busca de mejor fortuna,
lejos, en el mar. La vivienda era una estructura de dos pisos, hecha de ladrillo, que tenía
una torre en una esquina, un piso más arriba. Era la única zona iluminada. La apariencia
del lugar me produjo cierto estremecimiento, sensación que se vio aumentada por el
chorro de agua que sentía caer por la espalda mientras corría a buscar refugio en el portal.
Dampier, en respuesta a mi misiva informándole de mi deseo de visitarlo, había
contestado: «No llames, abre la puerta y sube.» Así lo hice. La escalera estaba pobremente
iluminada por una luz de gas que había al final del segundo tramo. Conseguí llegar al
descansillo sin destrozar nada y atravesé una puerta que daba a la iluminada estancia
cuadrada de la torre. Dampier, en bata y zapatillas, se acercó, tal y como yo esperaba, a
saludarme, y aunque en un principio pensé que me podría haber recibido más
adecuadamente en el vestíbulo, después de verlo, la idea de su posible inhospitalidad
desapareció.
No parecía el mismo. A pesar de ser de mediana edad, tenía canas y andaba bastante
encorvado. Lo encontré muy delgado; sus facciones eran angulosas, y su piel, arrugada y
pálida como la muerte, no tenía un solo toque de color. Sus ojos, excepcionalmente
grandes, centelleaban de un modo misterioso.
Me invitó a sentarme y, tras ofrecerme un cigarro, manifestó con sinceridad obvia y
solemne que estaba encantado de verme. Después tuvimos una conversación trivial
durante la cual me sentí dominado por una profunda tristeza al ver el gran cambio que
había sufrido. Debió captar mis sentimientos porque inmediatamente dijo, con una gran
sonrisa:
—Te he desilusionado: non sum qualis eram.
Aunque no sabía qué decir, al final señalé:
—No, que va, bueno, no sé: tu latín sigue igual que siempre.
Sonrió de nuevo.
—No —dijo—, al ser una lengua muerta, esta particularidad va aumentando. Pero,
por favor, ten paciencia y espera: existe un lenguaje mejor en el lugar al que me dirijo.
¿Tendrías algún inconveniente en recibir un mensaje en dicha lengua?
Mientras hablaba su sonrisa iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a los
ojos con una seriedad que me produjo angustia. Sin embargo no estaba dispuesto a
dejarme llevar por su actitud ni a permitirle que descubriera lo profundamente afectado
que me encontraba por su presagio de muerte.
—Supongo que pasará mucho tiempo antes de que el lenguaje humano deje de
sernos útil —observé—, y para entonces su necesidad y utilidad habrán desaparecido.
Mi amigo no dijo nada y, como la conversación había tomado un giro desalentador y
no sabía qué decir para darle un tono más agradable, también yo permanecí en silencio.
De repente, en un momento en que la tormenta amainó y el silencio mortal contrastaba de
un modo sobrecogedor con el estruendo anterior, oí un suave golpeteo que provenía del
muro que tenía a mis espaldas. El sonido parecía haber sido producido por una mano,
pero no como cuando se llama a una puerta para poder entrar, sino más bien como una
señal acordada, como una prueba de la presencia de alguien en una habitación contigua;
creo que la mayoría de nosotros ha tenido más experiencias de este tipo de comunicación
de las que nos gustaría contar. Miré a Dampier. Si había algo divertido en mi mirada no
debió captarlo. Parecía haberme olvidado y observaba la pared con una expresión que no
soy capaz de definir, aunque la recuerdo como si la estuviera viendo. La situación era
desconcertante. Me levanté con intención de marcharme; entonces reaccionó.
—Por favor, vuelve a sentarte —dijo—, no ocurre nada, no hay nadie ahí.
El golpeteo se repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez.
—Lo siento —dije—, es tarde. ¿Quieres que vuelva mañana?
Volvió a sonreír, esta vez un poco mecánicamente.
—Es muy gentil de tu parte, pero completamente innecesario. Te aseguro que ésta es
la única habitación de la torre y no hay nadie ahí. Al menos...
Dejó la frase sin terminar, se levantó y abrió una ventana, única abertura que había
en la pared de la que provenía el ruido.
—Mira.
Sin saber qué otra cosa podía hacer, lo seguí hasta la ventana y me asomé. La luz de
una farola cercana permitía ver claramente, a través de la oscura cortina de agua que
volvía a caer a raudales, que «no había nadie». Ciertamente, no había otra cosa que la
pared totalmente desnuda de la torre.
Dampier cerró la ventana, señaló mi asiento y volvió a tomar posesión del suyo.
El incidente no resultaba en sí especialmente misterioso; había una docena de
explicaciones posibles (ninguna de las cuales se me ha ocurrido todavía). Sin embargo me
impresionó vivamente el hecho de que mi amigo se esforzara por tranquilizarme, pues ello
daba al suceso una cierta importancia y significación. Había demostrado que no había
nadie, pero precisamente eso era lo interesante. Y no lo había explicado todavía. Su
silencio resultaba irritante y ofensivo.
—Querido amigo —dije, me temo que con cierta ironía—, no estoy dispuesto a poner
en cuestión tu derecho a hospedar a todos los espectros que desees de acuerdo con tus
ideas de compañerismo; no es de mi incumbencia. Pero como sólo soy un simple hombre
de negocios, fundamentalmente terrenales, no tengo necesidad alguna de espectros para
sentirme cómodo y tranquilo. Por ello, me marcho a mi hotel, donde los huéspedes aún
son de carne y hueso.
No fue una alocución muy cortés, lo sé, pero mi amigo no manifestó ninguna
reacción especial hacia ella.
—Te ruego que no te vayas —observó—. Agradezco mucho tu presencia. Admito
haber escuchado un par de veces con anterioridad lo que tú acabas de oír esta noche.
Ahora sé que no eran ilusiones mías y esto es verdaderamente importante para mí; más de
lo que te imaginas. Enciende un buen cigarro y ármate de paciencia mientras te cuento
toda la historia.
La lluvia volvía a arreciar, produciendo un rumor monótono, que era interrumpido
de vez en cuando por el repentino azote de las ramas agitadas por el viento. Era bastante
tarde, pero la compasión y la curiosidad me hicieron seguir con atención el monólogo de
Dampier, a quien no interrumpí ni una sola vez desde que empezó a hablar.
—Hace diez años —comenzó—, estuve viviendo en un apartamento, en la planta
baja de una de las casas adosadas que hay al otro lado de la ciudad, en Rincón Hill. Esa
zona había sido una de las mejores de San Francisco, pero había caído en desgracia, en
parte por el carácter primitivo de su arquitectura, no apropiada para el gusto de nuestros
ricos ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras públicas la habían afeado. La hilera de
casas, en una de las cuales yo habitaba, estaba un poco apartada de la calle; cada vivienda
tenía un diminuto jardín, separado del de los vecinos por unas cercas de hierro y dividido
con precisión matemática por un paseo de gravilla bordeado de bojes, que iba desde la
verja a la puerta.
»Una mañana, cuando salía, vi a una chica joven entrar en el jardín de la casa
izquierda. Era un caluroso día de junio y llevaba un ligero vestido blanco. Un ancho
sombrero de paja decorado al estilo de la época, con flores y cintas, colgaba de sus
hombros. Mi atención no estuvo mucho tiempo centrada en la exquisita sencillez de sus
ropas, pues resultaba imposible mirarla a la cara sin advertir algo sobrenatural. Pero no,
no temas; no voy a deslucir su imagen describiéndola. Era sumamente bella. Toda la
hermosura que yo había visto o soñado con anterioridad encontraba su expresión en
aquella inigualable imagen viviente, creada por la mano del Artista Divino. Me
impresionó tan profundamente que, sin pensar en lo impropio del acto, descubrí mi
cabeza, igual que haría un católico devoto o un protestante de buena familia ante la
imagen de la Virgen. A la doncella no parecía disgustarle mi gesto; me dedicó una mirada
con sus gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más, entró en la casa.
Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la mano, consciente de mi rudeza
y tan dominado por la emoción que la visión de aquella belleza incomparable me
inspiraba, que mi penitencia resultó menos dolorosa de lo que debería haber sido.
Entonces reanudé mi camino, pero dejé el corazón en aquel lugar. Cualquier otro día
habría permanecido fuera de casa hasta la caída de la noche, pero aquél, a eso de la media
tarde, ya estaba de vuelta en el jardín, interesado por aquellas pocas flores sin importancia
que nunca antes me había detenido a observar. Mi espera fue en vano; la chica no
apareció.
»A aquella noche de inquietud le siguió un día de expectación y desilusión. Pero al
día siguiente, mientras caminaba por el barrio sin rumbo, me la encontré. Desde luego no
volví a hacer la tontería de descubrirme; ni siquiera me atreví a dedicarle una mirada
demasiado larga para expresar mi interés. Sin embargo mi corazón latía aceleradamente.
Tenía temblores y, cuando me dedicó con sus grandes ojos negros una mirada de evidente
reconocimiento, totalmente desprovista de descaro o coquetería, me sonrojé.
»No te cansaré con más detalles; sólo añadiré que volví a encontrármela muchas
veces, aunque nunca le dirigí la palabra ni intenté llamar su atención. Tampoco hice nada
por conocerla. Tal vez mi autocontrol, que requería un sacrificio tan abnegado, no resulte
claramente comprensible. Es cierto que estaba locamente enamorado, pero, ¿cómo puede
uno cambiar su forma de pensar o transformar el propio carácter?
»Yo era lo que algunos estúpidos llaman, y otros más tontos aún gustan ser llamados,
un aristócrata; y, a pesar de su belleza, de sus encantos y elegancia, aquella chica no
pertenecía a mi clase. Me enteré de su nombre (no tiene sentido citarlo aquí) y supe algo
acerca de su familia. Era huérfana y vivía en la casa de huéspedes de su tía, una gruesa
señora de edad, inaguantable, de la que dependía. Mis ingresos eran escasos y no tenía
talento suficiente como para casarme; debe de ser una cualidad que nunca he tenido. La
unión con aquella familia habría significado llevar su forma de vida, alejarme de mis libros
y estudios y, en el aspecto social, descender al nivel de la gente de la calle. Sé que este tipo
de consideraciones son fácilmente censurables y no me encuentro preparado para
defenderlas. Acepto que se me juzgue, pero, en estricta justicia, todos mis antepasados, a
lo largo de generaciones, deberían ser mis codefensores y debería permitírseme invocar
como atenuante el mandato imperioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de
un enlace de este tipo. En resumen, mis gustos, costumbres, instinto e incluso la sensatez
que pueda quedarme después de haberme enamorado, se vuelven contra él. Además,
como soy un romántico incorregible, encontraba un encanto exquisito en una relación
impersonal y espiritual que el conocimiento podría convertir en vulgar, y el matrimonio
con toda seguridad disiparía. Ninguna criatura, argüía yo, podría ser más encantadora
que esta mujer. El amor es un sueño delicioso; entonces, ¿por qué razón iba yo a procurar
mi propio despertar?
»El comportamiento que se deducía de toda esta apreciación y parecer era obvio. Mi
honor, orgullo y prudencia, así como la conservación de mis ideales me ordenaban huir,
pero me sentía demasiado débil para ello. Lo más que podía hacer —y con gran esfuerzo—
era dejar de ver a la chica, y eso fue lo que hice. Evité incluso los encuentros fortuitos en el
jardín. Abandonaba la casa sólo cuando sabía que ella ya se había marchado a sus clases
de música, y volvía después de la caída de la noche. Sin embargo era como si estuviera en
trance; daba rienda suelta a las imaginaciones más fascinantes y toda mi vida intelectual
estaba relacionada con ellas. ¡Ah, querido amigo! Tus acciones tienen una relación tan
clara con la razón que no puedes imaginarte el paraíso de locura en el que viví.
»Una tarde, el diablo me hizo ver que era un idiota redomado. A través de una
conversación desordenada, y sin buscarlo, me enteré por la cotilla de mi casera que la
habitación de la joven estaba al lado de la mía, separada por una pared medianera.
Llevado por un impulso torpe y repentino, di unos golpecitos suaves en la pared.
Evidentemente, no hubo respuesta, pero no tuve humor suficiente para aceptar un
rechazo. Perdí la cordura y repetí esa tontería, esa infracción, que de nuevo resultó inútil,
por lo que tuve el decoro de desistir.
»Una hora más tarde, mientras estaba concentrado en algunos de mis estudios sobre
el infierno, oí, o al menos creí oír, que alguien contestaba mi llamada. Dejé caer los libros y
de un salto me acerqué a la pared donde, con toda la firmeza que mi corazón me permitía,
di tres golpes. La respuesta fue clara y contundente: uno, dos, tres, una exacta repetición
de mis toques. Eso fue todo lo que pude conseguir, pero fue suficiente; demasiado, diría
yo.
»Aquella locura continuó a la tarde siguiente, y en adelante durante muchas tardes, y
siempre era yo quien tenía la última palabra. Durante todo aquel tiempo me sentí
completamente feliz, pero, con la terquedad que me caracteriza, me mantuve en la
decisión de no ver a la chica. Un día, tal y como era de esperar, sus contestaciones cesaron.
«Está enfadada —me dije— porque cree que soy tímido y no me atrevo a llegar más lejos»;
entonces decidí buscarla y conocerla y... Bueno, ni supe entonces ni sé ahora lo que podría
haber resultado de todo aquello. Sólo sé que pasé días intentando encontrarme con ella,
pero todo fue en vano. Resultaba imposible verla u oírla. Recorrí infructuosamente las
calles en las que antes nos habíamos cruzado; vigilé el jardín de su casa desde mi ventana,
pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pensé que se había marchado; pero no
intenté aclarar mi duda preguntándole a la casera, a la que tenía una tremenda ojeriza
desde que me habló de la chica con menos respeto del que yo consideraba apropiado.
»Y llegó la noche fatídica. Rendido por la emoción, la indecisión y el desaliento, me
acosté temprano y conseguí conciliar un poco el sueño. A media noche hubo algo, un
poder maligno empeñado en acabar con mi paz para siempre, que me despertó y me hizo
incorporarme para prestar atención a no sé muy bien qué. Me pareció oír unos ligeros
golpes en la pared: el fantasma de una señal conocida. Un momento después se repitieron:
uno, dos, tres, con la misma intensidad que la primera vez, pero ahora un sentido alerta y
en tensión los recibía. Estaba a punto de contestar cuando el Enemigo de la Paz intervino
de nuevo en mis asuntos con una pícara sugerencia de venganza. Como ella me había
ignorado cruelmente durante mucho tiempo, yo le pagaría con la misma moneda. ¡Qué
tontería! ¡Que Dios sepa perdonármela! Durante el resto de la noche permanecí despierto,
escuchando y reforzando mi obstinación con cínicas justificaciones.
»A la mañana siguiente, tarde, al salir de casa me encontré con la casera, que entraba:
»—Buenos días, señor Dampier —dijo—; ¿se ha enterado usted de lo que ha pasado?
Le dije que no, de palabra, pero le di a entender con el gesto que me daba igual lo
que fuera. No debió captarlo porque continuó:
—A la chica enferma de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído nada? Llevaba semanas
enferma y ahora...
Casi salto sobre ella.
»—Y ahora... —grité—, y ahora ¿qué?
»—Está muerta.
»Pero aún hay algo más. A mitad de la noche, según supe más tarde, la chica se había
despertado de un largo estupor, tras una semana de delirio, y había pedido —éste fue su
último deseo— que llevaran su cama al extremo opuesto de la habitación. Los que la
cuidaban consideraron la petición un desvarío más de su delirio, pero accedieron a ella. Y
en ese lugar aquella pobre alma agonizante había realizado la débil aspiración de intentar
restaurar una comunicación rota, un dorado hilo de sentimiento entre su inocencia y mi vil
monstruosidad, que se empeñaba en profesar una lealtad brutal y ciega a la ley del Ego.
»¿Cómo podía reparar mi error? ¿Se pueden decir misas por el descanso de almas
que, en noches como ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados de acá para allá por
vientos caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la oscuridad con signos y presagios
que sugieren recuerdos y augurios de condenación?
»Esta ha sido su tercera visita. La primera vez fui escéptico y verifiqué por métodos
naturales el carácter del incidente; la segunda, respondí a los golpes, varias veces
repetidos, pero sin resultado alguno. Esta noche se completa la «tríada fatal» de la que
habla Parapelius Necromantius. Es todo lo que puedo decir.»
Cuando hubo terminado su relato no encontré nada importante que decir, y
preguntar habría sido una impertinencia terrible. Me levanté y le di las buenas noches de
tal forma que pudiera captar la compasión que sentía por él; en señal de agradecimiento
me dio un silencioso apretón de manos. Aquella noche, en la soledad de su tristeza y
remordimiento, entró en el reino de lo Desconocido.
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Carrera Inconclusa
Carrera Inconclusa
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James Burne Worson era zapatero, habitante de Leamington, Warwickshire,
Inglaterra. Era propietario de un pequeño local, en uno de esos pasajes que nacen de la
carretera a Warwick. Dentro de su humilde círculo, lo estimaban hombre honesto, aunque
algo dado (como tantos de su clase en los pueblos ingleses) a la bebida. Cuando se
emborrachaba, solía comprometerse en apuestas insensatas. En una de tales ocasiones,
harto frecuentes, se ufanaba de sus hazañas como corredor y atleta, lo que tuvo como
resultado una competición contra natura. Apostaron un soberano de oro, y se
comprometió a hacer todo el camino a Coventry corriendo ida y vuelta; se trata de una
distancia que supera las cuarenta millas. Esto fue el 3 de septiembre de 1873. Partió de
inmediato; el hombre con quien había hecho la apuesta —no se recuerda su nombre—,
acompañado por Barham Wise, lencero, y Hamerson Burns, creo que fotógrafo, lo siguió
en su carro o carreta ligera.
Durante varias millas, Worson anduvo muy bien, a paso regular, sin fatiga aparente,
porque poseía, en verdad, gran poder de resistencia, y no estaba tan intoxicado como para
que tal poder lo traicionara. Los tres hombres, en su carruaje, lo seguían a escasa distancia,
y, ocasionalmente, se burlaban amistosamente de él o lo estimulaban, según se los imponía
el ánimo. Súbitamente —en plena carretera, a menos de doce yardas de distancia, y
mientras todos lo estaban observando— el hombre pareció tropezar. No cayó a tierra:
desapareció antes de tocarla. Jamás se halló rastro de él.
Tras permanecer en el sitio y merodearlo, presa de la irresolución y la incertidumbre,
los tres hombres regresaron a Leamington, narraron su increíble historia, y fueron, al fin,
puestos a buen recaudo. Pero gozaban de buena reputación, siempre se los había juzgado
sinceros, estaban sobrios en el momento del hecho, y nada conspiró jamás para desmentir
el relato juramentado de su extraordinaria aventura; éste, no obstante, provocó divisiones
de la opinión pública en todo el Reino Unido. Si tenían algo que ocultar eligieron, por
cierto, uno de los medios más asombrosos que haya escogido jamás un ser humano en su
sano juicio.
James Burne Worson era zapatero, habitante de Leamington, Warwickshire,
Inglaterra. Era propietario de un pequeño local, en uno de esos pasajes que nacen de la
carretera a Warwick. Dentro de su humilde círculo, lo estimaban hombre honesto, aunque
algo dado (como tantos de su clase en los pueblos ingleses) a la bebida. Cuando se
emborrachaba, solía comprometerse en apuestas insensatas. En una de tales ocasiones,
harto frecuentes, se ufanaba de sus hazañas como corredor y atleta, lo que tuvo como
resultado una competición contra natura. Apostaron un soberano de oro, y se
comprometió a hacer todo el camino a Coventry corriendo ida y vuelta; se trata de una
distancia que supera las cuarenta millas. Esto fue el 3 de septiembre de 1873. Partió de
inmediato; el hombre con quien había hecho la apuesta —no se recuerda su nombre—,
acompañado por Barham Wise, lencero, y Hamerson Burns, creo que fotógrafo, lo siguió
en su carro o carreta ligera.
Durante varias millas, Worson anduvo muy bien, a paso regular, sin fatiga aparente,
porque poseía, en verdad, gran poder de resistencia, y no estaba tan intoxicado como para
que tal poder lo traicionara. Los tres hombres, en su carruaje, lo seguían a escasa distancia,
y, ocasionalmente, se burlaban amistosamente de él o lo estimulaban, según se los imponía
el ánimo. Súbitamente —en plena carretera, a menos de doce yardas de distancia, y
mientras todos lo estaban observando— el hombre pareció tropezar. No cayó a tierra:
desapareció antes de tocarla. Jamás se halló rastro de él.
Tras permanecer en el sitio y merodearlo, presa de la irresolución y la incertidumbre,
los tres hombres regresaron a Leamington, narraron su increíble historia, y fueron, al fin,
puestos a buen recaudo. Pero gozaban de buena reputación, siempre se los había juzgado
sinceros, estaban sobrios en el momento del hecho, y nada conspiró jamás para desmentir
el relato juramentado de su extraordinaria aventura; éste, no obstante, provocó divisiones
de la opinión pública en todo el Reino Unido. Si tenían algo que ocultar eligieron, por
cierto, uno de los medios más asombrosos que haya escogido jamás un ser humano en su
sano juicio.
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El Amo De Moxon
El Amo De Moxon
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—¿Lo dices en serio?... ¿Realmente crees que una máquina puede pensar?
No obtuve respuesta inmediata. Moxon estaba ocupado aparentemente con el fuego
del hogar, revolviendo con habilidad aquí y allá con el atizador, como si toda su atención
estuviera centrada en las brillantes llamas. Hacía semanas que observaba en él un hábito
creciente de demorar su respuesta, aun a las más triviales y comunes preguntas. Su aire
era, no obstante, más de preocupación que de deliberación: se podía haber dicho que
"tenía algo que le daba vueltas en la cabeza".
—¿Qué es una "máquina"? La palabra ha sido definida de muchas maneras. Aquí
tienes la definición de un diccionario popular: "Cualquier instrumento u organización por
medio del cual se aplica y se hace efectiva la fuerza, o se produce un efecto deseado". Bien,
¿entonces un hombre no es una máquina? Y debes admitir que él piensa... o piensa que
piensa.
—Si no quieres responder mi pregunta —dije irritado— ¿por qué no lo dices?... eso
no es más que eludir el tema. Sabes muy bien que cuando digo "máquina" no me refiero a
un hombre, sino a algo que el hombre fabrica y controla.
—Cuando no lo controla a él —dijo, levantándose abruptamente y mirando hacia
afuera por la ventana, donde nada era visible en la oscura noche tormentosa. Un momento
más tarde se dio vuelta y agregó con una sonrisa.
—Discúlpame, no deseaba evadir la pregunta. Considero al diccionario humano
como un testimonio inconsciente y sugestivo que aporta algo a la discusión. No puedo dar
una respuesta directa tan fácilmente; creo que una máquina piensa en el trabajo que está
realizando.
Esa era una respuesta suficientemente directa, por cierto. No completamente
placentera, pues tendía a confirmar la triste suposición de que la devoción de Moxon al
estudio y al trabajo en su taller mecánico no le había sido beneficiosa. Sabía, por otra
fuente, que sufría de insomnio, y ese no es un mal agradable. ¿Habría afectado su mente?
La respuesta a mi pregunta parecía evidenciar eso; quizá hoy yo hubiera pensado en
forma diferente. Pero entonces era joven, y entre los dones otorgados a la juventud no está
excluida la ignorancia. Excitado por el gran estímulo de la discusión, dije:
—¿Y con qué discurre y piensa, en ausencia de cerebro?
Su respuesta, que llegó más o menos con la demora acostumbrada, utilizó una de sus
técnicas favoritas, ya que a su vez me preguntó:
—¿Con qué piensa una planta... en ausencia de cerebro?
—¡Ah, las plantas pertenecen a la categoría de los filósofos! Me gustaría conocer
algunas de sus conclusiones; puedes omitir las premisas.
—Quizá —contestó, aparentemente poco afectado por mi ironía— puedas inferir sus
convicciones de sus actos. Usaré el ejemplo familiar de la mimosa sensitiva, las muchas
flores insectívoras y aquellas cuyo estambre se inclina sacudiendo el polen sobre la abeja
que ha penetrado en ella, para que ésta pueda fertilizar a sus consortes distantes. Pero
observa esto. En un lugar despejado planté una enredadera. Cuando asomaba muy poco a
la superficie planté una estaca a un metro de distancia. La enredadera fue en su busca de
inmediato, pero cuando estaba por alcanzarla la saqué y la coloqué a unos treinta
centímetros. La enredadera alteró inmediatamente su curso, hizo un ángulo agudo, y otra
vez fue por la estaca. Repetí esta maniobra varias veces, pero finalmente, como
descorazonada, abandonó su búsqueda, ignoró mis posteriores intentos de distracción y se
dirigió a un árbol pequeño, bastante lejos, donde trepó. Las raíces del eucalipto se
prolongan increíblemente en busca de humedad. Un horticultor muy conocido cuenta que
una de ellas penetró en un antiguo caño de desagüe y siguió por él hasta encontrar una
rotura, donde la sección del caño había sido quitada para dejar lugar a una pared de
piedra construida a través de su curso. La raíz dejó el desagüe y siguió la pared hasta
encontrar una abertura donde una piedra se había desprendido. Reptó a través de ella y
siguió por el otro lado de la pared retornando al desagüe, penetrando en la parte
inexplorada y reanudando su viaje.
—¿Y a qué viene todo esto?
—¿No comprendes su significado? Muestra la conciencia de las plantas. Prueba que
piensan.
—Aun así... ¿qué entonces? Estamos hablando, no de plantas, sino de máquinas.
Suelen estar compuestas en parte de madera —madera que no tiene ya vitalidad— o sólo
de metal. ¿Pensar es también un atributo del reino mineral?
—¿Cómo puedes entonces explicar el fenómeno, por ejemplo, de la cristalización?
—No lo explico.
—Porque no puedes hacerlo sin afirmar lo que deseas negar, sobre todo la
cooperación inteligente entre los elementos constitutivos de los cristales. Cuando los
soldados forman fila o hacen pozos cuadrados, llamas a esto razón. Cuando los patos
salvajes en vuelo forman la letra V lo llamas instinto. Cuando los átomos homogéneos de
un mineral, moviéndose libremente en una solución, se ordenan en formas
matemáticamente perfectas, o las partículas de humedad en las formas simétricas y
hermosas del copo de nieve, no tienes nada que decir. Todavía no has inventado un
nombre que disimule tu heroica irracionalidad.
Moxon estaba hablando con una animación inusual y gran seriedad. Al hacer una
pausa escuché en el cuarto adyacente que conocía como su "taller mecánico", al que nadie
salvo él entraba, un singular ruido sordo, como si alguien aporreara una mesa con la mano
abierta. Moxon lo oyó al mismo tiempo y, visiblemente agitado, se levantó corriendo hacia
donde provenía el ruido. Pensé que era raro que alguien más estuviera allí, y el interés en
mi amigo —duplicado por un toque de curiosidad injustificada— me hizo escuchar
atentamente, y creo, soy feliz de decirlo, no por el ojo de la cerradura. Hubo ruidos
confusos como de lucha o forcejeos; el piso se sacudió. Oí claramente un respirar pesado y
un susurro ronco que exclamó:
—¡Maldito seas!
Luego todo volvió al silencio, y al momento Moxon reapareció y dijo, con una
semisonrisa de disculpa:
—Perdóname por dejarte solo tan abruptamente. Tengo allí una máquina que había
perdido la calma y rompía cosas.
Fijé los ojos sobre su mejilla izquierda que mostraba cuatro excoriaciones paralelas
con rastros de sangre y dije:
—¿Cómo hace para cortarse las uñas?
Podía haberme guardado la broma; no pareció prestarle atención, pero se sentó en la
silla que había abandonado y retomó el monólogo interrumpido como si nada hubiera
sucedido.
—Sin duda no tienes que estar de acuerdo con los que (no necesito nombrárselos a
un hombre de tu cultura) afirman que toda la materia es conciencia, que todo átomo es
vida, sentimiento, ser consciente. Yo lo estoy. No existe nada muerto, materia inerte; todo
está vivo; todo está imbuido de fuerza, en acto y potencia; todo lo sensible a las mismas
fuerzas de su entorno y susceptible de contagiar a lo superior y a lo inferior reside en
organismos tan superiores como puedan ser inducidos a entrar en relación, como los de
un hombre cuando está modelado por un instrumento de voluntad. Absorbe algo de su
inteligencia y propósitos... en proporción a la complejidad de la máquina resultante y de
como ésta trabaje.
"¿Recuerdas la definición de 'vida' de Herbert Spencer? La leí hace treinta años. Debe
de haberla modificado más tarde, eso creo, pero en todo este tiempo he sido incapaz de
pensar una sola palabra que pueda ser cambiada, agregada o sacada. Me parece no sólo la
mejor definición sino la única posible.
"Vida —dijo— es una definitiva combinación de cambios heterogéneos, simultáneos
y sucesivos, en correspondencia con las coexistencias y sucesiones externas'".
—Eso define al fenómeno —dije— pero no indica su causa.
—Eso —replicó— es todo lo que cualquier definición puede hacer. Tal como Mills
señala, no sabemos nada de la causa excepto como antecedente... nada, en efecto, salvo un
consecuente. Ciertos fenómenos nunca ocurren sin otros, de los que son disímiles: al
primero, para abreviar, lo llamamos causa, al segundo, efecto. Quien haya visto a un
conejo perseguido por un perro y no haya visto jamás conejos y perros por separado,
puede llegar a creer que el conejo es la causa del perro.
"Ah, creo que me desvío de la cuestión principal —prosiguió Moxon con tono
doctoral—. Lo que deseo destacar es que en la definición de la vida formulada por Spencer
está incluida la actividad de una máquina; así, en esa definición todo puede aplicarse a la
maquinaria. Según aquel filósofo, si un hombre está vivo durante su período activo,
también lo está una máquina mientras funciona. En mi calidad de inventor y fabricante de
máquinas, afirmo que esto es absolutamente cierto".
Moxon quedó silencioso y la pausa se prolongó algún rato, en tanto él contemplaba
el fuego de la chimenea de manera absorta.
Se hizo tarde y quise marcharme, pero no me sedujo la idea de dejar a Moxon en
aquella mansión aislada, totalmente solo, excepto la presencia de alguien que yo no podía
imaginar ni siquiera quién era, aunque a juzgar por el modo cómo trató a mi amigo en el
taller, tenía que ser un individuo altamente peligroso y animado de malas intenciones.
Me incliné hacia Moxon y lo miré fijamente, al tiempo que indicaba la puerta del
taller.
—Moxon —indagué— ¿quién está ahí dentro?
Al ver que se echaba a reír, me sorprendí lo indecible.
—Nadie —repuso, serenándose—. El incidente que te inquieta fue provocado por mi
descuido al dejar en funcionamiento una máquina que no tenía en qué ocuparse, mientras
yo me entregaba a la imposible labor de iluminarte sobre algunas verdades. ¿Sabes, por
ejemplo, que la Conciencia es hija del Ritmo?
—Oh, ya vuelve a salirse por la tangente —le reproché, levantándome y poniéndome
el abrigo—. Buenas noches, Moxon. Espero que la máquina que dejaste funcionando por
equivocación lleve guantes la próxima vez que intentes pararla.
Sin querer observar el efecto de mi indirecta, me marché de la casa.
Llovía aún, y las tinieblas eran muy densas. Lejos, brillaban las luces de la ciudad. A
mis espaldas, la única claridad visible era la que surgía de una ventana de la mansión de
Moxon, que correspondía precisamente a su taller.
Pensé que mi amigo habría reanudado los estudios interrumpidos por mi visita. Por
extrañas que me parecieran en aquella época sus ideas, incluso cómicas, experimentaba la
sensación que se hallaban relacionadas de forma trágica con su vida y su carácter, y tal vez
con su destino.
Sí, casi me convencí de que sus ideas no eran las lucubraciones de una mente
enfermiza, puesto que las expuso con lógica claridad. Recordé una y otra vez su última
observación: "La Conciencia es hija del Ritmo". Y cada vez hallaba en ella un significado
más profundo y una nueva sugerencia.
Sin duda alguna, constituían una base sobre la cual asentar una filosofía. Si la
conciencia es producto del ritmo, todas las cosas son conscientes puesto que todas tienen
movimiento, y el movimiento siempre es rítmico. Me pregunté si Moxon comprendía el
significado, el alcance de esta idea, si se daba cuenta de la tremenda fuerza de aquella
trascendental generalización. ¿Habría llegado Moxon a su fe filosófica por la tortuosa
senda de la observación práctica?
Aquella fe era nueva para mí, y las afirmaciones de Moxon no lograron convertirme
a su causa; mas de pronto tuve la impresión de que brillaba una luz muy intensa a mi
alrededor, como la que se abatió sobre Saulo de Tarso, y en medio de la soledad y la
tormenta, en medio de las tinieblas, experimenté lo que Lewes denomina "la infinita
variedad y excitación del pensamiento filosófico".
Aquel conocimiento adquiría para mí nuevos sentidos, nuevas dimensiones. Me
pareció que echaba a volar, como si unas alas invisibles me levantaran del suelo y me
impulsasen a través del aire.
Cediendo al impulso de conseguir más información de aquél a quien reconocía como
maestro y guía, retrocedí y poco después volví a estar frente a la puerta de la residencia de
Moxon.
Estaba empapado por la lluvia pero no me sentía incómodo. Mi excitación me
impedía encontrar el llamador e instintivamente probé la manija. Ésta giró y, entrando,
subí las escaleras que llevaban a la habitación que tan recientemente había dejado. Todo
estaba oscuro y silencioso; Moxon, tal como lo había supuesto, estaba en el cuarto
contiguo... el "taller mecánico". Me deslicé a lo largo de la pared hasta encontrar la puerta
de comunicación y la golpeé con fuerza varias veces, pero no obtuve respuesta, lo que
atribuí al ruido exterior, pues el viento estaba soplando muy fuerte y arrojaba cortinas de
lluvia contra las delgadas paredes. El tamborileo sobre el único techo que cubría el cuarto
sin revestimiento era intenso e incesante. Nunca había sido invitado al taller mecánico... en
realidad se me había negado la entrada como a todos los demás, excepto una persona, un
diestro operario en metales de quien no sabía nada, excepto que su nombre era Haley y su
hábito el silencio. Pero en mi exaltación espiritual olvidé la discreción y los buenos
modales y abrí la puerta. Lo que vi expulsó con rapidez todas las especulaciones
filosóficas.
Moxon estaba sentado de cara a mí sobre el lado opuesto de una mesita con un
candelero, que era toda la luz que había en la habitación. Frente a él, de espaldas a mí,
estaba sentada otra persona. Sobre la mesa, entre los dos, había un tablero de ajedrez; los
hombres estaban jugando. Sabía muy poco de ajedrez pero por las pocas piezas que
permanecían sobre el tablero era obvio que el juego estaba por concluir. Moxon estaba
totalmente interesado... no tanto, eso me pareció, en el juego sino en su antagonista, sobre
el cual había fijado de tal manera la vista que, parado donde estaba, en la línea directa de
su visión, permanecía sin embargo inobservado. Su cara tenía un blanco fantasmal y sus
ojos brillaban como diamantes. A su antagonista sólo lo veía de atrás, pero era suficiente,
no tuve interés en ver su cara.
Aparentemente no tenía más de un metro y medio de estatura, con proporciones que
recordaban al gorila... ancho de hombros, grueso y corto cuello y una gran cabeza
cuadrada con una maraña de pelo negro que coronaba un fez carmesí. Una túnica del
mismo color, ligeramente sujeta a la cintura, caía hasta el asiento —aparentemente un
cajón— sobre el cual se sentaba; no se le veían las piernas ni los pies. El brazo izquierdo
parecía descansar sobre la falda; movía las piezas con la mano derecha, que parecía
desproporcionadamente grande.
Yo había retrocedido un poco y ahora estaba parado a un lado y junto a la puerta, en
las sombras. Si Moxon hubiera observado algo más que la cara de su oponente no hubiera
visto otra cosa que la puerta abierta. Algo me impidió entrar o retirarme, la sensación —no
sé cómo llegó a mí— de que estaba presenciando una tragedia inminente y que podía
ayudar a mi amigo permaneciendo donde estaba. Apenas tuve una rebelión consciente
contra la poca delicadeza de lo que estaba haciendo.
El juego fue rápido. Moxon apenas miraba el tablero al hacer sus movimientos y,
para mi ojo inexperto, parecía mover las piezas más cercanas a su mano. Su movimiento al
hacerlo era rápido, nervioso y falto de precisión. La respuesta de su antagonista,
igualmente pronta en la iniciación, continuaba con un lento, uniforme, mecánico y, pensé,
casi teatral movimiento del brazo, que era una dolorosa prueba para mi paciencia. Había
algo aterrador en todo eso, y comencé a temblar. Pero lo cierto es que estaba mojado y
aterido.
Dos o tres veces después de mover una pieza, el extraño inclinaba ligeramente la
cabeza, y cada vez que lo hacía observé que Moxon desviaba su rey. Al momento tuve la
idea de que el hombre era mudo. ¡Entonces era una máquina... un jugador de ajedrez
autómata! Recordé que una vez Moxon me había contado que había inventado un
mecanismo de ese tipo, pero yo no había comprendido que ya lo había construido. ¿Así
que toda su charla sobre la conciencia y la inteligencia de las máquinas era sólo un mero
preludio para la exhibición eventual de este artefacto... un truco para intensificar el efecto
de su acción mecánica sobre mi ignorancia de su existencia?
Buen fin éste para mis transportes intelectuales... ¡la infinita variedad y excitación del
pensamiento filosófico! Estaba a punto de retirarme con disgusto cuando ocurrió algo que
atrapó mi atención. Observé un encogimiento en los grandes hombros de la criatura, como
si estuviera irritada: tan natural era —tan enteramente humano— que mi nueva visión del
asunto me hizo sobresaltar. No fue solamente esto, un momento más tarde golpeó la mesa
abruptamente con su puño. Este gesto pareció sobresaltar a Moxon más que a mí: empujó
la silla un poco hacia atrás, como alarmado.
En ese momento Moxon, que debía jugar, levantó la mano sobre el tablero y la lanzó
sobre una de sus piezas, como un gavilán sobre su presa, exclamando "jaque mate". Se
puso de pie con rapidez y se paró detrás de la silla. El autómata permaneció inmóvil en su
lugar.
El viento había cesado, pero escuchaba, a intervalos decrecientes, la vibración y el
retumbar cada vez más fuerte de la tormenta. En una de esas pausas comencé a oír un
débil zumbido o susurro que, tal como la tormenta, se hacía por momentos más fuerte y
nítido. Parecía provenir del cuerpo del autómata, y era un inequívoco rumor de ruedas
girando. Me dio la impresión de un mecanismo desordenado que había escapado a la
acción represiva y reguladora de su mecanismo de control... como si un retén se hubiera
zafado de su engranaje. Pero antes de que hubiera tenido tiempo para esbozar otras
conjeturas sobre su origen mi atención se vio atrapada por un movimiento extraño del
autómata. Una convulsión débil pero continua pareció haberse posesionado de él. El
cuerpo y la cabeza se sacudían como si fuera un hombre con perlesía o frío intenso y el
movimiento fue aumentando a cada instante hasta que la figura entera se agitó con
violencia. Saltó súbitamente sobre los pies y con un movimiento tan rápido que fue difícil
seguir con los ojos se lanzó sobre la mesa y la silla, con los dos brazos extendidos por
completo... la postura de un nadador antes de zambullirse. Moxon trató de retroceder
fuera de su alcance pero lo hizo con demasiada lentitud: vi las horribles manos de la
criatura cerrarse sobre su garganta, y sus manos aferradas a las muñecas metálicas.
Cuando la mesa se dio vuelta la vela cayó al piso y se apagó, y todo fue oscuridad. Pero el
ruido de lucha era espantosamente nítido, y lo más terrible de todo eran los roncos,
chirriantes sonidos emitidos por un hombre estrangulado que intentaba respirar. Guiado
por el infernal alboroto me lancé al rescate de mi amigo, pero es muy difícil avanzar
rápidamente en la oscuridad; de golpe todo el cuarto se iluminó con un enceguecedor
resplandor blanco que fijó en mi cerebro y mi corazón la vívida imagen de los
combatientes en el piso, Moxon abajo, su garganta aún bajo las garras de esas manos de
hierro, con la cabeza forzada hacia atrás, los ojos desorbitados, la boca totalmente abierta y
la lengua afuera; mientras que —¡horrible contraste!— una expresión de tranquilidad y
profunda meditación aparecía en la cara pintada de su asesino, ¡como si estuviera
solucionando un problema de ajedrez! Eso fue lo que vi, luego todo fue oscuridad y
silencio.
Tres días más tarde recobré la conciencia en un hospital. Mientras el recuerdo de la
trágica noche volvía a mi dolida cabeza reconocí en mi cuidador al operario confidencial
de Moxon, ese tal Haley. Respondiendo a mi mirada se aproximó, sonriendo.
—Cuéntemelo todo —logré decir con voz débil—, todo lo que ocurrió.
—En realidad —dijo— ha estado inconsciente desde el incendio de la casa... de
Moxon. Nadie sabe qué hacía usted allí. Tendrá que dar algunas explicaciones. El origen
del fuego también es misterioso. Mi idea es que la casa fue golpeada por un rayo.
—¿Y Moxon?
—Ayer lo enterraron... lo que quedaba de él.
Aparentemente esta persona reticente podía abrirse en ocasiones; mientras transmitía
estas horrendas informaciones a un enfermo se le veía muy amable. Después de un
momento de punzante sufrimiento mental aventuré otra pregunta:
—¿Quién me rescató?
—Bueno, si eso le interesa... yo lo hice.
—Muchas gracias, señor Haley, y Dios lo bendiga por eso. ¿Ha usted rescatado
también al encantador producto de su habilidad, el jugador de ajedrez autómata que
asesinó a su inventor?
El hombre permaneció en silencio un largo tiempo, sin mirarme. Luego giró la cabeza
y dijo gravemente:
—¿Usted lo sabe todo?
—Sí —repliqué—, vi cómo estrangulaba a Moxon.
Eso fue hace muchos años. Si tuviera que responder hoy a la misma pregunta estaría
mucho menos seguro.
El Caso Del Desfiladero De Coulter
—¿Cree usted, coronel, que a su valiente Coulter le agradaría emplazar uno de sus
cañones aquí? —preguntó el general.
No parecía que pudiera hablar en serio: aquél, verdaderamente, no parecía un lugar
donde a ningún artillero, por valiente que fuera, le gustase colocar un cañón. El coronel
pensó que posiblemente su jefe de división quería darle a entender, en tono de broma, que
en una reciente conversación entre ellos se había exaltado demasiado el valor del capitán
Coulter.
—Mi general —replicó, con entusiasmo—, a Coulter le gustaría emplazar un cañón
en cualquier parte desde la que alcanzara a esa gente —con un gesto de la mano señaló en
dirección al enemigo.
—Es el único lugar posible —afirmó el general.
Hablaba en serio, entonces.
El lugar era una depresión, una «mella» en la cumbre escarpada de una colina. Era
un paso por el que ascendía una ruta de peaje, que alcanzaba el punto más alto de su
trayecto serpenteando a través de un bosque ralo y luego hacía un descenso similar,
aunque menos abrupto, en dirección al enemigo. En una extensión de kilómetro y medio a
la derecha y kilómetro y medio a la izquierda, la cadena de montañas, aunque ocupada
por la infantería federal, asentada justo detrás de la escarpada cumbre como mantenida
por la sola presión atmosférica, era inaccesible a la artillería. El único lugar utilizable era el
fondo del desfiladero, apenas lo bastante ancho para establecer el camino. Del lado de los
confederados, ese punto estaba dominado por dos baterías apostadas sobre una elevación
un poco más baja, al otro lado de un arroyo, a medio kilómetro de distancia. Lo árboles de
una granja disimulaban todos los cañones excepto uno que, como con descaro, estaba
emplazado en un claro, justo enfrente de una construcción bastante destacada: la casa de
un plantador. El cañón, sin embargo, estaba bastante protegido en su exposición porque la
infantería federal había recibido la orden de no tirar. El desfiladero de Coulter, como se le
llamó después, no era un lugar, en aquella agradable tarde de verano, donde a nadie le
«agradara emplazar un cañón».
Tres o cuatro caballos muertos yacían en el camino, tres o cuatro hombres muertos
estaban ordenadamente colocados en hilera a uno de los lados, un poco hacia atrás, en la
pendiente de la colina. Todos menos uno eran soldados de caballería de la vanguardia
federal. Uno era Furriel. El general que comandaba la división y el coronel en jefe de la
brigada, seguidos de su estado mayor y de su escolta, habían cabalgado hasta el fondo del
desfiladero para examinar la batería enemiga, que se había disimulado inmediatamente
tras unas altas nubes de humo. Resultaba inútil curiosear sobre unos cañones que se
enmascaraban como las sepias, y el examen había sido breve. Cuando terminó, a poca
distancia del sitio donde había comenzado, se produjo la conversación que hemos relatado
parcialmente. «Es el único lugar —repitió el general con aire pensativo— desde donde
llegar a ellos.»
El coronel le miró con gravedad.
—Sólo hay espacio para un cañón, mi general. Uno contra doce.
—Es verdad... para uno solo cada vez —dijo el comandante de la división esbozando
algo parecido a una sonrisa—. Pero, entonces, su bravo Coulter... tiene una batería en él
mismo.
Su tono irónico no dejaba lugar a dudas. Al coronel le irritó, pero no supo qué decir.
El espíritu de subordinación militar no promueve la réplica, ni siquiera la tácita
desaprobación.
En aquel momento, un joven oficial de artillería ascendía lentamente a caballo por el
camino, escoltado por su clarín. Era el capitán Coulter. No debía de tener más de veintitrés
años. De mediana estatura, muy esbelto y flexible, montaba su caballo con algo del aire de
un civil. En su rostro había algo singularmente distinto a los de los hombres que le
rodeaban; era delgado, tenía la nariz grande y los ojos grises, un ligero bigote rubio y un
largo, bastante desordenado cabello, también rubio. Su uniforme mostraba señales de
descuido: la visera del gastado kepis estaba ligeramente ladeada; la chaqueta, sólo
abotonada a la altura del cinturón, dejaba ver en buena medida una camisa blanca,
bastante limpia para aquella etapa de la campaña. Pero aquella indolencia sólo afectaba a
su atuendo y a su porte: la expresión de sus ojos grises demostraba un profundo interés
hacia cuanto le rodeaba: escrutaban como faros el paisaje a derecha e izquierda; después se
detenían mucho rato en el cielo que se veía sobre el desfiladero: hasta llegar al punto más
alto del camino, no había nada más que ver en aquella dirección. Al pasar frente a sus jefes
de división y de brigada por el lado del camino los saludó mecánicamente y se dispuso a
proseguir. El coronel le indicó por señas que se detuviera.
—Capitán Coulter —dijo—, el enemigo ha situado doce piezas de artillería en la
colina contigua. Si comprendo bien al general, le ordena a usted que emplace un cañón
aquí e inicie el combate.
Hubo un inexpresivo silencio. El general miró, impasible, a un regimiento distante
que ascendía apretadamente y muy despacio por la colina, a través de la densa maleza, en
espiral, como una deshilvanada nube de humo azul. Pareció que el capitán Coulter no
había observado al general. Después habló, lentamente y con aparente esfuerzo:
—¿En la próxima colina, dice usted, mi coronel? ¿Están los cañones cerca de la casa?
—¡Ah, ya ha recorrido usted este camino antes! Sí, justo ante la casa.
—¿Y es... necesario... abrir fuego? ¿La orden es formal?
Hablaba con voz ronca y entrecortada. Había palidecido visiblemente. El coronel
estaba sorprendido y mortificado. Lanzó una mirada de reojo al general. Ningún indicio
en aquel rostro inmóvil, tan duro como el bronce. Un momento después, el general se
alejaba cabalgando, seguido de los miembros de su estado mayor y de su escolta. El
coronel, humillado e indignado, se disponía a ordenar que arrestaran al capitán Coulter
cuando éste pronunció en voz baja unas pocas palabras dirigidas a su clarín, saludó y se
dirigió cabalgando en línea recta hacia el desfiladero. Cuando llegó a la cima del camino,
con los gemelos ante los ojos, se mostró recortado contra el cielo, y él y su caballo
dibujaron una nítida figura ecuestre. El clarín había bajado la pendiente a toda carrera y
desapareció detrás de un bosque. Entonces, se oyó sonar su clarín entre los cedros y, en
increíblemente poco tiempo, un cañón seguido de un furgón de municiones, cada cual
tirado por seis caballos y manejado por su equipo completo de artilleros, apareció
traqueteando y arrasando la cuesta en medio de un torbellino de polvo. Luego, fue
empujado a mano hasta la cumbre fatal, entre los caballos, que quedaron muertos. El
capitán hizo un ademán con el brazo, los hombres que cargaban el cañón se movieron con
asombrosa agilidad y, casi antes de que las tropas que seguían el camino hubieran dejado
de escuchar el ruido de las ruedas, una enorme nube blanca se abatió sobre la colina con
un ensordecedor estruendo: el combate del desfiladero de Coulter había empezado.
No se pretende aquí relatar con detalle los episodios y las vicisitudes de este horrible
combate, un combate sin incidentes y con las únicas alternancias de diferentes grados de
desesperación. Casi en el momento en que el cañón del capitán Coulter lanzaba su nube de
humo como un desafío, doce nubes se elevaron en respuesta por entre los árboles que
rodeaban la casa de la plantación, y el rugido profundo de una detonación múltiple resonó
como un eco roto. Desde ese momento hasta el final, los cañones federales lucharon su
batalla sin esperanza, en una atmósfera de hierro candente cuyos pensamientos eran
relámpagos y cuyas hazañas eran la muerte.
Como no deseaba ver los esfuerzos que no podía apoyar, ni la carnicería que no
podía impedir, el coronel había escalado la cumbre hasta un punto situado a cuatrocientos
metros a la izquierda, desde donde el desfiladero, invisible pero impulsando sucesivas
masas de humo, semejaba el cráter de un volcán en tronante erupción. Observó los
cañones enemigos con sus prismáticos, constatando hasta donde podía los efectos del
fuego de Coulter —si Coulter vivía todavía para dirigirlo—. Vio que los artilleros
federales, ignorando las piezas del enemigo cuya posición sólo podían determinar por el
humo, consagraban toda su atención al que continuaba emplazado en el terreno abierto: el
césped de delante de la casa. Alrededor y por encima de este duro cañón explotaron los
obuses a intervalos de pocos segundos. Algunos hicieron explosión en la casa, como se
pudo ver por unas delgadas columnas de humo que subían por las brechas del techo. Se
veían claramente formas de hombres y caballos postrados en el suelo.
—Si nuestros hombres están haciendo tan buen trabajo con un solo cañón —dijo el
coronel a un ayudante de campo que estaba cerca— deben estar sufriendo como el
demonio el fuego de doce. Baje y presente a quien dirija ese cañón mis felicitaciones por la
eficacia de su fuego.
Se volvió a su ayudante mayor y agregó:
—¿Observó usted la maldita resistencia de Coulter a obedecer órdenes?
—Sí, mi coronel.
—Bueno, no hable de esto con nadie, por favor. No creo que el general se preocupe
de formular acusaciones. Tendrá sin duda bastante qué hacer para explicar su papel en
este modo tan poco usual de divertir a la retaguardia de un enemigo en retirada.
Un joven oficial se aproximó desde la parte de abajo, escalando sin aliento la
pendiente. Casi antes de saludar, exclamó, jadeando:
—Mi coronel, me envía el coronel Harmon para informarle que los cañones del
enemigo se hallan al alcance de nuestros fusiles y casi todos son visibles desde numerosos
puntos de la colina.
El jefe de brigada le miró sin demostrar el menor interés.
—Lo sé —respondió, tranquilamente.
El joven ayudante estaba visiblemente azorado.
—El coronel Harmon quisiera autorización para silenciar esos cañones.
—Yo también —replicó el coronel con en el tono de antes—. Salude de mi parte al
coronel Harmon y dígale que todavía rigen las órdenes del general para que la infantería
no abra fuego.
El ayudante saludó y se retiró. El coronel hundió los talones en tierra y dio media
vuelta para continuar mirando los cañones del enemigo.
—Coronel —dijo el ayudante mayor—, no sé si debería decir nada, pero hay algo
extraño en todo esto. ¿Sabía usted que el capitán Coulter es del Sur?
—No. ¿Lo era, de verdad?
—Oí que el verano pasado, la división que el general comandaba entonces se
encontraba en las cercanías de la plantación de Coulter; acampó allí durante unas semanas
y...
—¡Escuche! —le interrumpió el coronel levantando la mano—. ¿Oye usted eso?
Eso era el silencio del cañón federal. El estado mayor, los asistentes, las líneas de
infantería situadas detrás de la cumbre, todos habían «oído» y miraban con curiosidad en
la dirección del cráter, de donde no ascendía ya humo sino sólo algunas nubes esporádicas
procedentes de los obuses enemigos. Entonces llegó el toque de un clarín y el ruido débil
de unas ruedas. Un minuto más tarde, las agudas detonaciones comenzaron con redoblada
actividad. El cañón destruido había sido reemplazado por otro, intacto.
—Sí —dijo el ayudante mayor, continuando su historia—, el general conoció a la
familia Coulter. Hubo problemas, ignoro de qué naturaleza... Algo que concernía a la
esposa de Coulter. Es una rabiosa secesionista, corno casi todos en la familia, excepto
Coulter, pero es una buena esposa y una dama muy educada. En el cuartel general del
ejército se recibió una queja. El general fue transferido a esta división. Resulta extraño que
después de eso la batería de Coulter haya sido asignada a ella.
El coronel se había levantado de la roca donde estaba sentado. Sus ojos llameaban de
generosa indignación.
—Dígame, Morrison —dijo, mirando a su chismoso oficial del estado mayor
directamente a la cara—, ¿le contó esa historia un caballero o un embustero?
—No quiero revelar cómo me llegó, mi coronel, a, menos que sea preciso —enrojeció
ligeramente—, pero apuesto mi vida a que es verdad.
El coronel se giró hacia un corrillo de oficiales que estaba a cierta distancia.
—¡Teniente Williams! —gritó.
Uno de los oficiales se apartó del grupo y, adelantándose, saludó y dijo:
—Discúlpeme, mi coronel, creía que estaba usted informado. Williams ha muerto
abajo, al pie del cañón. ¿En qué puedo servirle, señor?
El teniente Williams era el edecán que había tenido el placer de transmitir al oficial
que comandaba la batería las felicitaciones de su jefe de brigada.
—Vaya —dijo el coronel— y ordene la retirada de esa pieza inmediatamente. No...
Iré yo mismo.
Bajó a todo correr la cuesta que conducía a la parte de atrás del desfiladero,
franqueando rocas y malezas, seguido de su pequeña escolta, entre un tumultuoso
desorden. Cuando llegaron al pie de la cuesta, montaron. Sus caballos, que los esperaban,
enfilaron a trote rápido por el camino; doblaron un recodo y desembocaron en el
desfiladero. ¡El espectáculo que encontraron allí era espeluznante!
En aquel desfiladero, apenas suficientemente ancho para un solo cañón, habían
amontonado los restos de por lo menos cuatro piezas. Si habían percibido el silencio de
sólo el último inutilizado, era porque habían faltado hombres para sustituirlo rápidamente
por otro. Los desechos se esparcían a ambos lados del camino; los hombres habían logrado
mantener un espacio libre en el medio en el que la quinta pieza estaba ahora haciendo
fuego. ¿Los hombres? ¡Parecían demonios del infierno! Todos sin gorra, todos desnudos
hasta la cintura, su piel, humeante, negra de manchas de pólvora y salpicada de gotas de
sangre. Todos trabajaban como dementes, manejando el ariete y los cartuchos, las palancas
y el gancho de disparo. A cada golpe de retroceso, apoyaban contra las ruedas sus
hombros tumefactos y sus manos ensangrentadas, y encajaban de nuevo el pesado cañón
en su lugar. No había órdenes. En aquel enloquecido revuelo de alaridos y explosiones de
obuses; entre el silbido agudo de las esquirlas de hierro y de las astillas que volaban por
todas partes, no se hubiera oído ninguna orden. Los oficiales, si es que quedaban oficiales,
no se distinguían de los soldados. Todos trabajaban juntos, cada uno, mientras aguantaba,
dirigido por miradas. Cuando el cañón era escobillado, se cargaba; cuando estaba cargado,
se apuntaba y se tiraba. El coronel vio algo que no había visto jamás en toda su carrera
militar, algo horrible y misterioso: ¡el cañón sangraba por la boca! En un momento en que
faltaba agua, el artillero que esponjaba la pieza había empapado la esponja en un charco
de sangre de uno de sus camaradas. No había ningún conflicto en todo aquel trabajo. El
deber del instante era obvio. Cuando un hombre caía, otro, muy poco más limpio, parecía
surgir de la tierra en lugar del muerto, para caer a su vez.
Con los cañones deshechos yacían también los hombres deshechos, al lado de los
restos, por encima y por debajo. Y, retrocediendo por el camino, ¡una horripilante
procesión! se arrastraban con las manos y las rodillas los heridos capaces de moverse. El
coronel, que compasivamente había enviado a su escolta hacia la derecha, hubo de pasar
con su caballo por encima de los que estaban definitivamente muertos para no aplastar a
aquellos que todavía conservaban un resto de vida. Mantuvo su camino con tranquilidad
en medio de aquel infierno, se acercó al lado del cañón y, en la oscuridad de la última
descarga, golpeó en la mejilla al hombre que sostenía el ariete, que se derrumbó creyendo
que había muerto. Un demonio siete veces condenado brotó de entre el humo para ocupar
su puesto, pero se detuvo y fijó en el oficial a caballo una mirada no terrenal; los dientes le
brillaban entre los labios negros; los ojos, salvajes y desorbitados, ardían como brasas bajo
las cejas ensangrentadas. El coronel hizo un ademán autoritario señalándole la parte de
atrás. El demonio se inclinó, en señal de obediencia. Era el capitán Coulter.
Simultáneamente a la señal de alto del coronel, el silencio cayó sobre todo el campo
de batalla. La procesión de proyectiles dejó de correr en aquel desfile de muerte porque el
enemigo también había dejado de tirar. Su ejército había desaparecido desde hacía horas;
el comandante de la retaguardia, que había mantenido arriesgadamente su posición con la
esperanza de silenciar el cañón federal, también había hecho callar sus piezas en aquel
extraño minuto.
—No era consciente del alcance de mi autoridad —dijo el coronel sin dirigirse a
nadie, mientras cabalgaba hacia la cima de la colina para averiguar qué había ocurrido.
Una hora más tarde, su brigada hacía vivac en el campo enemigo, y los soldados
examinaban con respeto casi religioso, como fieles ante las reliquias de un santo, los
cuerpos de una veintena de caballos despatarrados y los restos de tres cañones inservibles.
Los caídos habían sido retirados; sus cuerpos desmembrados y desgarrados hubieran
satisfecho demasiado al enemigo.
Naturalmente, el coronel se alojó con su familia militar en la casa de la plantación.
Aunque bastante derruida, era mejor que un campamento al aire libre. Los rnuebles
estaban muy desarreglados y rotos. Las paredes y los techos habían cedido en algunas
partes y un olor a pólvora lo impregnaba todo. Las camas, los armarios para la ropa
femenina y las alacenas no estaban rnuy dañados. Los nuevos inquilinos de una noche se
instalaron como en su casa, y la virtual aniquilación de la batería de Coulter les brindó un
animado tema de conversación.
Durante la cena, un asistente que pertenecía a la escolta apareció en el comedor y
pidió permiso para hablar con el coronel.
—¿Qué ocurre, Barbour? —preguntó el coronel amablemente, habiendo escuchado
sus palabras.
—Mi coronel, en el sótano pasa algo raro. No sé qué... creo que hay alguien allí. Yo
había bajado a registrar.
—Bajaré a ver —dijo un oficial del estado mayor, levantándose.
—Yo también —repuso el coronel—. Que los demás se queden. Guíenos, asistente.
Tomaron un candelero de la mesa y bajaron las escaleras del sótano. El asistente
temblaba visiblemente. El candelero iluminaba débilmente, pero en seguida, mientras
avanzaban, su estrecho círculo de luz reveló una forma humana sentada en el suelo contra
la pared de piedra negra que ellos habían venido siguiendo. Tenía las rodillas en alto y la
cabeza echada hacia atrás. El rostro, que hubiera debido verse de perfil, permanecía
invisible porque el hombre estaba tan inclinado hacia delante que su largo cabello lo
ocultaba. Y, de un modo extraño, su barba, de un color mucho más oscuro, caía en una
gran masa enredada y se desplegaba sobre el suelo a su lado. Se detuvieron
involuntariamente. Después, el coronel, tomando el candelero de la temblorosa mano del
asistente, se aproximó al hombre y le examinó con atención. La barba negra era la
cabellera de una mujer muerta. La mujer muerta apretaba entre sus brazos a un bebé
muerto. Y el hombre estrechaba a los dos entre sus brazos, los apretaba contra su pecho,
contra sus labios. En el cabello del hombre había sangre. A medio metro, cerca de una
depresión irregular de la tierra fresca que formaba el suelo del sótano —una excavación
reciente, con un pedazo convexo de hierro y los bordes arqueados visibles en uno de los
lados—, se veía el pie de un niño. El coronel alzó el candelero lo más alto que pudo. El
piso del cuarto de arriba se había agujereado y las astillas de madera colgaban apuntando
en todas direcciones.
—Esta casamata no es a prueba de bombas —dijo el coronel gravemente. No se le
ocurrió que su resumen del asunto guardaba cierta frivolidad.
Permanecieron un momento al lado del grupo sin decir una palabra: el oficial del
estado mayor pensaba en su cena interrumpida; el asistente, en lo que podía contener un
tonel que había en el otro rincón del sótano. De pronto, el hombre que habían creído
muerto levantó la cabeza y los miró tranquilamente a la cara. Tenía la piel negra como el
carbón; sus mejillas parecían tatuadas desde los ojos por irregulares líneas blancas. Los
labios también eran blancos, como los de un negro de teatro. Tenía sangre en la frente.
El oficial del estado mayor retrocedió un paso y el asistente, dos.
—¿Qué hace usted aquí, amigo? —preguntó el coronel, inmutable.
—Esta casa me pertenece, señor —fue la réplica, deliberadamente cortés.
—¿Le pertenece? ¡Ah, entiendo! ¿Y éstos?
—Mi mujer y mi hija. Soy el capitán Coulter.
—¿Lo dices en serio?... ¿Realmente crees que una máquina puede pensar?
No obtuve respuesta inmediata. Moxon estaba ocupado aparentemente con el fuego
del hogar, revolviendo con habilidad aquí y allá con el atizador, como si toda su atención
estuviera centrada en las brillantes llamas. Hacía semanas que observaba en él un hábito
creciente de demorar su respuesta, aun a las más triviales y comunes preguntas. Su aire
era, no obstante, más de preocupación que de deliberación: se podía haber dicho que
"tenía algo que le daba vueltas en la cabeza".
—¿Qué es una "máquina"? La palabra ha sido definida de muchas maneras. Aquí
tienes la definición de un diccionario popular: "Cualquier instrumento u organización por
medio del cual se aplica y se hace efectiva la fuerza, o se produce un efecto deseado". Bien,
¿entonces un hombre no es una máquina? Y debes admitir que él piensa... o piensa que
piensa.
—Si no quieres responder mi pregunta —dije irritado— ¿por qué no lo dices?... eso
no es más que eludir el tema. Sabes muy bien que cuando digo "máquina" no me refiero a
un hombre, sino a algo que el hombre fabrica y controla.
—Cuando no lo controla a él —dijo, levantándose abruptamente y mirando hacia
afuera por la ventana, donde nada era visible en la oscura noche tormentosa. Un momento
más tarde se dio vuelta y agregó con una sonrisa.
—Discúlpame, no deseaba evadir la pregunta. Considero al diccionario humano
como un testimonio inconsciente y sugestivo que aporta algo a la discusión. No puedo dar
una respuesta directa tan fácilmente; creo que una máquina piensa en el trabajo que está
realizando.
Esa era una respuesta suficientemente directa, por cierto. No completamente
placentera, pues tendía a confirmar la triste suposición de que la devoción de Moxon al
estudio y al trabajo en su taller mecánico no le había sido beneficiosa. Sabía, por otra
fuente, que sufría de insomnio, y ese no es un mal agradable. ¿Habría afectado su mente?
La respuesta a mi pregunta parecía evidenciar eso; quizá hoy yo hubiera pensado en
forma diferente. Pero entonces era joven, y entre los dones otorgados a la juventud no está
excluida la ignorancia. Excitado por el gran estímulo de la discusión, dije:
—¿Y con qué discurre y piensa, en ausencia de cerebro?
Su respuesta, que llegó más o menos con la demora acostumbrada, utilizó una de sus
técnicas favoritas, ya que a su vez me preguntó:
—¿Con qué piensa una planta... en ausencia de cerebro?
—¡Ah, las plantas pertenecen a la categoría de los filósofos! Me gustaría conocer
algunas de sus conclusiones; puedes omitir las premisas.
—Quizá —contestó, aparentemente poco afectado por mi ironía— puedas inferir sus
convicciones de sus actos. Usaré el ejemplo familiar de la mimosa sensitiva, las muchas
flores insectívoras y aquellas cuyo estambre se inclina sacudiendo el polen sobre la abeja
que ha penetrado en ella, para que ésta pueda fertilizar a sus consortes distantes. Pero
observa esto. En un lugar despejado planté una enredadera. Cuando asomaba muy poco a
la superficie planté una estaca a un metro de distancia. La enredadera fue en su busca de
inmediato, pero cuando estaba por alcanzarla la saqué y la coloqué a unos treinta
centímetros. La enredadera alteró inmediatamente su curso, hizo un ángulo agudo, y otra
vez fue por la estaca. Repetí esta maniobra varias veces, pero finalmente, como
descorazonada, abandonó su búsqueda, ignoró mis posteriores intentos de distracción y se
dirigió a un árbol pequeño, bastante lejos, donde trepó. Las raíces del eucalipto se
prolongan increíblemente en busca de humedad. Un horticultor muy conocido cuenta que
una de ellas penetró en un antiguo caño de desagüe y siguió por él hasta encontrar una
rotura, donde la sección del caño había sido quitada para dejar lugar a una pared de
piedra construida a través de su curso. La raíz dejó el desagüe y siguió la pared hasta
encontrar una abertura donde una piedra se había desprendido. Reptó a través de ella y
siguió por el otro lado de la pared retornando al desagüe, penetrando en la parte
inexplorada y reanudando su viaje.
—¿Y a qué viene todo esto?
—¿No comprendes su significado? Muestra la conciencia de las plantas. Prueba que
piensan.
—Aun así... ¿qué entonces? Estamos hablando, no de plantas, sino de máquinas.
Suelen estar compuestas en parte de madera —madera que no tiene ya vitalidad— o sólo
de metal. ¿Pensar es también un atributo del reino mineral?
—¿Cómo puedes entonces explicar el fenómeno, por ejemplo, de la cristalización?
—No lo explico.
—Porque no puedes hacerlo sin afirmar lo que deseas negar, sobre todo la
cooperación inteligente entre los elementos constitutivos de los cristales. Cuando los
soldados forman fila o hacen pozos cuadrados, llamas a esto razón. Cuando los patos
salvajes en vuelo forman la letra V lo llamas instinto. Cuando los átomos homogéneos de
un mineral, moviéndose libremente en una solución, se ordenan en formas
matemáticamente perfectas, o las partículas de humedad en las formas simétricas y
hermosas del copo de nieve, no tienes nada que decir. Todavía no has inventado un
nombre que disimule tu heroica irracionalidad.
Moxon estaba hablando con una animación inusual y gran seriedad. Al hacer una
pausa escuché en el cuarto adyacente que conocía como su "taller mecánico", al que nadie
salvo él entraba, un singular ruido sordo, como si alguien aporreara una mesa con la mano
abierta. Moxon lo oyó al mismo tiempo y, visiblemente agitado, se levantó corriendo hacia
donde provenía el ruido. Pensé que era raro que alguien más estuviera allí, y el interés en
mi amigo —duplicado por un toque de curiosidad injustificada— me hizo escuchar
atentamente, y creo, soy feliz de decirlo, no por el ojo de la cerradura. Hubo ruidos
confusos como de lucha o forcejeos; el piso se sacudió. Oí claramente un respirar pesado y
un susurro ronco que exclamó:
—¡Maldito seas!
Luego todo volvió al silencio, y al momento Moxon reapareció y dijo, con una
semisonrisa de disculpa:
—Perdóname por dejarte solo tan abruptamente. Tengo allí una máquina que había
perdido la calma y rompía cosas.
Fijé los ojos sobre su mejilla izquierda que mostraba cuatro excoriaciones paralelas
con rastros de sangre y dije:
—¿Cómo hace para cortarse las uñas?
Podía haberme guardado la broma; no pareció prestarle atención, pero se sentó en la
silla que había abandonado y retomó el monólogo interrumpido como si nada hubiera
sucedido.
—Sin duda no tienes que estar de acuerdo con los que (no necesito nombrárselos a
un hombre de tu cultura) afirman que toda la materia es conciencia, que todo átomo es
vida, sentimiento, ser consciente. Yo lo estoy. No existe nada muerto, materia inerte; todo
está vivo; todo está imbuido de fuerza, en acto y potencia; todo lo sensible a las mismas
fuerzas de su entorno y susceptible de contagiar a lo superior y a lo inferior reside en
organismos tan superiores como puedan ser inducidos a entrar en relación, como los de
un hombre cuando está modelado por un instrumento de voluntad. Absorbe algo de su
inteligencia y propósitos... en proporción a la complejidad de la máquina resultante y de
como ésta trabaje.
"¿Recuerdas la definición de 'vida' de Herbert Spencer? La leí hace treinta años. Debe
de haberla modificado más tarde, eso creo, pero en todo este tiempo he sido incapaz de
pensar una sola palabra que pueda ser cambiada, agregada o sacada. Me parece no sólo la
mejor definición sino la única posible.
"Vida —dijo— es una definitiva combinación de cambios heterogéneos, simultáneos
y sucesivos, en correspondencia con las coexistencias y sucesiones externas'".
—Eso define al fenómeno —dije— pero no indica su causa.
—Eso —replicó— es todo lo que cualquier definición puede hacer. Tal como Mills
señala, no sabemos nada de la causa excepto como antecedente... nada, en efecto, salvo un
consecuente. Ciertos fenómenos nunca ocurren sin otros, de los que son disímiles: al
primero, para abreviar, lo llamamos causa, al segundo, efecto. Quien haya visto a un
conejo perseguido por un perro y no haya visto jamás conejos y perros por separado,
puede llegar a creer que el conejo es la causa del perro.
"Ah, creo que me desvío de la cuestión principal —prosiguió Moxon con tono
doctoral—. Lo que deseo destacar es que en la definición de la vida formulada por Spencer
está incluida la actividad de una máquina; así, en esa definición todo puede aplicarse a la
maquinaria. Según aquel filósofo, si un hombre está vivo durante su período activo,
también lo está una máquina mientras funciona. En mi calidad de inventor y fabricante de
máquinas, afirmo que esto es absolutamente cierto".
Moxon quedó silencioso y la pausa se prolongó algún rato, en tanto él contemplaba
el fuego de la chimenea de manera absorta.
Se hizo tarde y quise marcharme, pero no me sedujo la idea de dejar a Moxon en
aquella mansión aislada, totalmente solo, excepto la presencia de alguien que yo no podía
imaginar ni siquiera quién era, aunque a juzgar por el modo cómo trató a mi amigo en el
taller, tenía que ser un individuo altamente peligroso y animado de malas intenciones.
Me incliné hacia Moxon y lo miré fijamente, al tiempo que indicaba la puerta del
taller.
—Moxon —indagué— ¿quién está ahí dentro?
Al ver que se echaba a reír, me sorprendí lo indecible.
—Nadie —repuso, serenándose—. El incidente que te inquieta fue provocado por mi
descuido al dejar en funcionamiento una máquina que no tenía en qué ocuparse, mientras
yo me entregaba a la imposible labor de iluminarte sobre algunas verdades. ¿Sabes, por
ejemplo, que la Conciencia es hija del Ritmo?
—Oh, ya vuelve a salirse por la tangente —le reproché, levantándome y poniéndome
el abrigo—. Buenas noches, Moxon. Espero que la máquina que dejaste funcionando por
equivocación lleve guantes la próxima vez que intentes pararla.
Sin querer observar el efecto de mi indirecta, me marché de la casa.
Llovía aún, y las tinieblas eran muy densas. Lejos, brillaban las luces de la ciudad. A
mis espaldas, la única claridad visible era la que surgía de una ventana de la mansión de
Moxon, que correspondía precisamente a su taller.
Pensé que mi amigo habría reanudado los estudios interrumpidos por mi visita. Por
extrañas que me parecieran en aquella época sus ideas, incluso cómicas, experimentaba la
sensación que se hallaban relacionadas de forma trágica con su vida y su carácter, y tal vez
con su destino.
Sí, casi me convencí de que sus ideas no eran las lucubraciones de una mente
enfermiza, puesto que las expuso con lógica claridad. Recordé una y otra vez su última
observación: "La Conciencia es hija del Ritmo". Y cada vez hallaba en ella un significado
más profundo y una nueva sugerencia.
Sin duda alguna, constituían una base sobre la cual asentar una filosofía. Si la
conciencia es producto del ritmo, todas las cosas son conscientes puesto que todas tienen
movimiento, y el movimiento siempre es rítmico. Me pregunté si Moxon comprendía el
significado, el alcance de esta idea, si se daba cuenta de la tremenda fuerza de aquella
trascendental generalización. ¿Habría llegado Moxon a su fe filosófica por la tortuosa
senda de la observación práctica?
Aquella fe era nueva para mí, y las afirmaciones de Moxon no lograron convertirme
a su causa; mas de pronto tuve la impresión de que brillaba una luz muy intensa a mi
alrededor, como la que se abatió sobre Saulo de Tarso, y en medio de la soledad y la
tormenta, en medio de las tinieblas, experimenté lo que Lewes denomina "la infinita
variedad y excitación del pensamiento filosófico".
Aquel conocimiento adquiría para mí nuevos sentidos, nuevas dimensiones. Me
pareció que echaba a volar, como si unas alas invisibles me levantaran del suelo y me
impulsasen a través del aire.
Cediendo al impulso de conseguir más información de aquél a quien reconocía como
maestro y guía, retrocedí y poco después volví a estar frente a la puerta de la residencia de
Moxon.
Estaba empapado por la lluvia pero no me sentía incómodo. Mi excitación me
impedía encontrar el llamador e instintivamente probé la manija. Ésta giró y, entrando,
subí las escaleras que llevaban a la habitación que tan recientemente había dejado. Todo
estaba oscuro y silencioso; Moxon, tal como lo había supuesto, estaba en el cuarto
contiguo... el "taller mecánico". Me deslicé a lo largo de la pared hasta encontrar la puerta
de comunicación y la golpeé con fuerza varias veces, pero no obtuve respuesta, lo que
atribuí al ruido exterior, pues el viento estaba soplando muy fuerte y arrojaba cortinas de
lluvia contra las delgadas paredes. El tamborileo sobre el único techo que cubría el cuarto
sin revestimiento era intenso e incesante. Nunca había sido invitado al taller mecánico... en
realidad se me había negado la entrada como a todos los demás, excepto una persona, un
diestro operario en metales de quien no sabía nada, excepto que su nombre era Haley y su
hábito el silencio. Pero en mi exaltación espiritual olvidé la discreción y los buenos
modales y abrí la puerta. Lo que vi expulsó con rapidez todas las especulaciones
filosóficas.
Moxon estaba sentado de cara a mí sobre el lado opuesto de una mesita con un
candelero, que era toda la luz que había en la habitación. Frente a él, de espaldas a mí,
estaba sentada otra persona. Sobre la mesa, entre los dos, había un tablero de ajedrez; los
hombres estaban jugando. Sabía muy poco de ajedrez pero por las pocas piezas que
permanecían sobre el tablero era obvio que el juego estaba por concluir. Moxon estaba
totalmente interesado... no tanto, eso me pareció, en el juego sino en su antagonista, sobre
el cual había fijado de tal manera la vista que, parado donde estaba, en la línea directa de
su visión, permanecía sin embargo inobservado. Su cara tenía un blanco fantasmal y sus
ojos brillaban como diamantes. A su antagonista sólo lo veía de atrás, pero era suficiente,
no tuve interés en ver su cara.
Aparentemente no tenía más de un metro y medio de estatura, con proporciones que
recordaban al gorila... ancho de hombros, grueso y corto cuello y una gran cabeza
cuadrada con una maraña de pelo negro que coronaba un fez carmesí. Una túnica del
mismo color, ligeramente sujeta a la cintura, caía hasta el asiento —aparentemente un
cajón— sobre el cual se sentaba; no se le veían las piernas ni los pies. El brazo izquierdo
parecía descansar sobre la falda; movía las piezas con la mano derecha, que parecía
desproporcionadamente grande.
Yo había retrocedido un poco y ahora estaba parado a un lado y junto a la puerta, en
las sombras. Si Moxon hubiera observado algo más que la cara de su oponente no hubiera
visto otra cosa que la puerta abierta. Algo me impidió entrar o retirarme, la sensación —no
sé cómo llegó a mí— de que estaba presenciando una tragedia inminente y que podía
ayudar a mi amigo permaneciendo donde estaba. Apenas tuve una rebelión consciente
contra la poca delicadeza de lo que estaba haciendo.
El juego fue rápido. Moxon apenas miraba el tablero al hacer sus movimientos y,
para mi ojo inexperto, parecía mover las piezas más cercanas a su mano. Su movimiento al
hacerlo era rápido, nervioso y falto de precisión. La respuesta de su antagonista,
igualmente pronta en la iniciación, continuaba con un lento, uniforme, mecánico y, pensé,
casi teatral movimiento del brazo, que era una dolorosa prueba para mi paciencia. Había
algo aterrador en todo eso, y comencé a temblar. Pero lo cierto es que estaba mojado y
aterido.
Dos o tres veces después de mover una pieza, el extraño inclinaba ligeramente la
cabeza, y cada vez que lo hacía observé que Moxon desviaba su rey. Al momento tuve la
idea de que el hombre era mudo. ¡Entonces era una máquina... un jugador de ajedrez
autómata! Recordé que una vez Moxon me había contado que había inventado un
mecanismo de ese tipo, pero yo no había comprendido que ya lo había construido. ¿Así
que toda su charla sobre la conciencia y la inteligencia de las máquinas era sólo un mero
preludio para la exhibición eventual de este artefacto... un truco para intensificar el efecto
de su acción mecánica sobre mi ignorancia de su existencia?
Buen fin éste para mis transportes intelectuales... ¡la infinita variedad y excitación del
pensamiento filosófico! Estaba a punto de retirarme con disgusto cuando ocurrió algo que
atrapó mi atención. Observé un encogimiento en los grandes hombros de la criatura, como
si estuviera irritada: tan natural era —tan enteramente humano— que mi nueva visión del
asunto me hizo sobresaltar. No fue solamente esto, un momento más tarde golpeó la mesa
abruptamente con su puño. Este gesto pareció sobresaltar a Moxon más que a mí: empujó
la silla un poco hacia atrás, como alarmado.
En ese momento Moxon, que debía jugar, levantó la mano sobre el tablero y la lanzó
sobre una de sus piezas, como un gavilán sobre su presa, exclamando "jaque mate". Se
puso de pie con rapidez y se paró detrás de la silla. El autómata permaneció inmóvil en su
lugar.
El viento había cesado, pero escuchaba, a intervalos decrecientes, la vibración y el
retumbar cada vez más fuerte de la tormenta. En una de esas pausas comencé a oír un
débil zumbido o susurro que, tal como la tormenta, se hacía por momentos más fuerte y
nítido. Parecía provenir del cuerpo del autómata, y era un inequívoco rumor de ruedas
girando. Me dio la impresión de un mecanismo desordenado que había escapado a la
acción represiva y reguladora de su mecanismo de control... como si un retén se hubiera
zafado de su engranaje. Pero antes de que hubiera tenido tiempo para esbozar otras
conjeturas sobre su origen mi atención se vio atrapada por un movimiento extraño del
autómata. Una convulsión débil pero continua pareció haberse posesionado de él. El
cuerpo y la cabeza se sacudían como si fuera un hombre con perlesía o frío intenso y el
movimiento fue aumentando a cada instante hasta que la figura entera se agitó con
violencia. Saltó súbitamente sobre los pies y con un movimiento tan rápido que fue difícil
seguir con los ojos se lanzó sobre la mesa y la silla, con los dos brazos extendidos por
completo... la postura de un nadador antes de zambullirse. Moxon trató de retroceder
fuera de su alcance pero lo hizo con demasiada lentitud: vi las horribles manos de la
criatura cerrarse sobre su garganta, y sus manos aferradas a las muñecas metálicas.
Cuando la mesa se dio vuelta la vela cayó al piso y se apagó, y todo fue oscuridad. Pero el
ruido de lucha era espantosamente nítido, y lo más terrible de todo eran los roncos,
chirriantes sonidos emitidos por un hombre estrangulado que intentaba respirar. Guiado
por el infernal alboroto me lancé al rescate de mi amigo, pero es muy difícil avanzar
rápidamente en la oscuridad; de golpe todo el cuarto se iluminó con un enceguecedor
resplandor blanco que fijó en mi cerebro y mi corazón la vívida imagen de los
combatientes en el piso, Moxon abajo, su garganta aún bajo las garras de esas manos de
hierro, con la cabeza forzada hacia atrás, los ojos desorbitados, la boca totalmente abierta y
la lengua afuera; mientras que —¡horrible contraste!— una expresión de tranquilidad y
profunda meditación aparecía en la cara pintada de su asesino, ¡como si estuviera
solucionando un problema de ajedrez! Eso fue lo que vi, luego todo fue oscuridad y
silencio.
Tres días más tarde recobré la conciencia en un hospital. Mientras el recuerdo de la
trágica noche volvía a mi dolida cabeza reconocí en mi cuidador al operario confidencial
de Moxon, ese tal Haley. Respondiendo a mi mirada se aproximó, sonriendo.
—Cuéntemelo todo —logré decir con voz débil—, todo lo que ocurrió.
—En realidad —dijo— ha estado inconsciente desde el incendio de la casa... de
Moxon. Nadie sabe qué hacía usted allí. Tendrá que dar algunas explicaciones. El origen
del fuego también es misterioso. Mi idea es que la casa fue golpeada por un rayo.
—¿Y Moxon?
—Ayer lo enterraron... lo que quedaba de él.
Aparentemente esta persona reticente podía abrirse en ocasiones; mientras transmitía
estas horrendas informaciones a un enfermo se le veía muy amable. Después de un
momento de punzante sufrimiento mental aventuré otra pregunta:
—¿Quién me rescató?
—Bueno, si eso le interesa... yo lo hice.
—Muchas gracias, señor Haley, y Dios lo bendiga por eso. ¿Ha usted rescatado
también al encantador producto de su habilidad, el jugador de ajedrez autómata que
asesinó a su inventor?
El hombre permaneció en silencio un largo tiempo, sin mirarme. Luego giró la cabeza
y dijo gravemente:
—¿Usted lo sabe todo?
—Sí —repliqué—, vi cómo estrangulaba a Moxon.
Eso fue hace muchos años. Si tuviera que responder hoy a la misma pregunta estaría
mucho menos seguro.
El Caso Del Desfiladero De Coulter
—¿Cree usted, coronel, que a su valiente Coulter le agradaría emplazar uno de sus
cañones aquí? —preguntó el general.
No parecía que pudiera hablar en serio: aquél, verdaderamente, no parecía un lugar
donde a ningún artillero, por valiente que fuera, le gustase colocar un cañón. El coronel
pensó que posiblemente su jefe de división quería darle a entender, en tono de broma, que
en una reciente conversación entre ellos se había exaltado demasiado el valor del capitán
Coulter.
—Mi general —replicó, con entusiasmo—, a Coulter le gustaría emplazar un cañón
en cualquier parte desde la que alcanzara a esa gente —con un gesto de la mano señaló en
dirección al enemigo.
—Es el único lugar posible —afirmó el general.
Hablaba en serio, entonces.
El lugar era una depresión, una «mella» en la cumbre escarpada de una colina. Era
un paso por el que ascendía una ruta de peaje, que alcanzaba el punto más alto de su
trayecto serpenteando a través de un bosque ralo y luego hacía un descenso similar,
aunque menos abrupto, en dirección al enemigo. En una extensión de kilómetro y medio a
la derecha y kilómetro y medio a la izquierda, la cadena de montañas, aunque ocupada
por la infantería federal, asentada justo detrás de la escarpada cumbre como mantenida
por la sola presión atmosférica, era inaccesible a la artillería. El único lugar utilizable era el
fondo del desfiladero, apenas lo bastante ancho para establecer el camino. Del lado de los
confederados, ese punto estaba dominado por dos baterías apostadas sobre una elevación
un poco más baja, al otro lado de un arroyo, a medio kilómetro de distancia. Lo árboles de
una granja disimulaban todos los cañones excepto uno que, como con descaro, estaba
emplazado en un claro, justo enfrente de una construcción bastante destacada: la casa de
un plantador. El cañón, sin embargo, estaba bastante protegido en su exposición porque la
infantería federal había recibido la orden de no tirar. El desfiladero de Coulter, como se le
llamó después, no era un lugar, en aquella agradable tarde de verano, donde a nadie le
«agradara emplazar un cañón».
Tres o cuatro caballos muertos yacían en el camino, tres o cuatro hombres muertos
estaban ordenadamente colocados en hilera a uno de los lados, un poco hacia atrás, en la
pendiente de la colina. Todos menos uno eran soldados de caballería de la vanguardia
federal. Uno era Furriel. El general que comandaba la división y el coronel en jefe de la
brigada, seguidos de su estado mayor y de su escolta, habían cabalgado hasta el fondo del
desfiladero para examinar la batería enemiga, que se había disimulado inmediatamente
tras unas altas nubes de humo. Resultaba inútil curiosear sobre unos cañones que se
enmascaraban como las sepias, y el examen había sido breve. Cuando terminó, a poca
distancia del sitio donde había comenzado, se produjo la conversación que hemos relatado
parcialmente. «Es el único lugar —repitió el general con aire pensativo— desde donde
llegar a ellos.»
El coronel le miró con gravedad.
—Sólo hay espacio para un cañón, mi general. Uno contra doce.
—Es verdad... para uno solo cada vez —dijo el comandante de la división esbozando
algo parecido a una sonrisa—. Pero, entonces, su bravo Coulter... tiene una batería en él
mismo.
Su tono irónico no dejaba lugar a dudas. Al coronel le irritó, pero no supo qué decir.
El espíritu de subordinación militar no promueve la réplica, ni siquiera la tácita
desaprobación.
En aquel momento, un joven oficial de artillería ascendía lentamente a caballo por el
camino, escoltado por su clarín. Era el capitán Coulter. No debía de tener más de veintitrés
años. De mediana estatura, muy esbelto y flexible, montaba su caballo con algo del aire de
un civil. En su rostro había algo singularmente distinto a los de los hombres que le
rodeaban; era delgado, tenía la nariz grande y los ojos grises, un ligero bigote rubio y un
largo, bastante desordenado cabello, también rubio. Su uniforme mostraba señales de
descuido: la visera del gastado kepis estaba ligeramente ladeada; la chaqueta, sólo
abotonada a la altura del cinturón, dejaba ver en buena medida una camisa blanca,
bastante limpia para aquella etapa de la campaña. Pero aquella indolencia sólo afectaba a
su atuendo y a su porte: la expresión de sus ojos grises demostraba un profundo interés
hacia cuanto le rodeaba: escrutaban como faros el paisaje a derecha e izquierda; después se
detenían mucho rato en el cielo que se veía sobre el desfiladero: hasta llegar al punto más
alto del camino, no había nada más que ver en aquella dirección. Al pasar frente a sus jefes
de división y de brigada por el lado del camino los saludó mecánicamente y se dispuso a
proseguir. El coronel le indicó por señas que se detuviera.
—Capitán Coulter —dijo—, el enemigo ha situado doce piezas de artillería en la
colina contigua. Si comprendo bien al general, le ordena a usted que emplace un cañón
aquí e inicie el combate.
Hubo un inexpresivo silencio. El general miró, impasible, a un regimiento distante
que ascendía apretadamente y muy despacio por la colina, a través de la densa maleza, en
espiral, como una deshilvanada nube de humo azul. Pareció que el capitán Coulter no
había observado al general. Después habló, lentamente y con aparente esfuerzo:
—¿En la próxima colina, dice usted, mi coronel? ¿Están los cañones cerca de la casa?
—¡Ah, ya ha recorrido usted este camino antes! Sí, justo ante la casa.
—¿Y es... necesario... abrir fuego? ¿La orden es formal?
Hablaba con voz ronca y entrecortada. Había palidecido visiblemente. El coronel
estaba sorprendido y mortificado. Lanzó una mirada de reojo al general. Ningún indicio
en aquel rostro inmóvil, tan duro como el bronce. Un momento después, el general se
alejaba cabalgando, seguido de los miembros de su estado mayor y de su escolta. El
coronel, humillado e indignado, se disponía a ordenar que arrestaran al capitán Coulter
cuando éste pronunció en voz baja unas pocas palabras dirigidas a su clarín, saludó y se
dirigió cabalgando en línea recta hacia el desfiladero. Cuando llegó a la cima del camino,
con los gemelos ante los ojos, se mostró recortado contra el cielo, y él y su caballo
dibujaron una nítida figura ecuestre. El clarín había bajado la pendiente a toda carrera y
desapareció detrás de un bosque. Entonces, se oyó sonar su clarín entre los cedros y, en
increíblemente poco tiempo, un cañón seguido de un furgón de municiones, cada cual
tirado por seis caballos y manejado por su equipo completo de artilleros, apareció
traqueteando y arrasando la cuesta en medio de un torbellino de polvo. Luego, fue
empujado a mano hasta la cumbre fatal, entre los caballos, que quedaron muertos. El
capitán hizo un ademán con el brazo, los hombres que cargaban el cañón se movieron con
asombrosa agilidad y, casi antes de que las tropas que seguían el camino hubieran dejado
de escuchar el ruido de las ruedas, una enorme nube blanca se abatió sobre la colina con
un ensordecedor estruendo: el combate del desfiladero de Coulter había empezado.
No se pretende aquí relatar con detalle los episodios y las vicisitudes de este horrible
combate, un combate sin incidentes y con las únicas alternancias de diferentes grados de
desesperación. Casi en el momento en que el cañón del capitán Coulter lanzaba su nube de
humo como un desafío, doce nubes se elevaron en respuesta por entre los árboles que
rodeaban la casa de la plantación, y el rugido profundo de una detonación múltiple resonó
como un eco roto. Desde ese momento hasta el final, los cañones federales lucharon su
batalla sin esperanza, en una atmósfera de hierro candente cuyos pensamientos eran
relámpagos y cuyas hazañas eran la muerte.
Como no deseaba ver los esfuerzos que no podía apoyar, ni la carnicería que no
podía impedir, el coronel había escalado la cumbre hasta un punto situado a cuatrocientos
metros a la izquierda, desde donde el desfiladero, invisible pero impulsando sucesivas
masas de humo, semejaba el cráter de un volcán en tronante erupción. Observó los
cañones enemigos con sus prismáticos, constatando hasta donde podía los efectos del
fuego de Coulter —si Coulter vivía todavía para dirigirlo—. Vio que los artilleros
federales, ignorando las piezas del enemigo cuya posición sólo podían determinar por el
humo, consagraban toda su atención al que continuaba emplazado en el terreno abierto: el
césped de delante de la casa. Alrededor y por encima de este duro cañón explotaron los
obuses a intervalos de pocos segundos. Algunos hicieron explosión en la casa, como se
pudo ver por unas delgadas columnas de humo que subían por las brechas del techo. Se
veían claramente formas de hombres y caballos postrados en el suelo.
—Si nuestros hombres están haciendo tan buen trabajo con un solo cañón —dijo el
coronel a un ayudante de campo que estaba cerca— deben estar sufriendo como el
demonio el fuego de doce. Baje y presente a quien dirija ese cañón mis felicitaciones por la
eficacia de su fuego.
Se volvió a su ayudante mayor y agregó:
—¿Observó usted la maldita resistencia de Coulter a obedecer órdenes?
—Sí, mi coronel.
—Bueno, no hable de esto con nadie, por favor. No creo que el general se preocupe
de formular acusaciones. Tendrá sin duda bastante qué hacer para explicar su papel en
este modo tan poco usual de divertir a la retaguardia de un enemigo en retirada.
Un joven oficial se aproximó desde la parte de abajo, escalando sin aliento la
pendiente. Casi antes de saludar, exclamó, jadeando:
—Mi coronel, me envía el coronel Harmon para informarle que los cañones del
enemigo se hallan al alcance de nuestros fusiles y casi todos son visibles desde numerosos
puntos de la colina.
El jefe de brigada le miró sin demostrar el menor interés.
—Lo sé —respondió, tranquilamente.
El joven ayudante estaba visiblemente azorado.
—El coronel Harmon quisiera autorización para silenciar esos cañones.
—Yo también —replicó el coronel con en el tono de antes—. Salude de mi parte al
coronel Harmon y dígale que todavía rigen las órdenes del general para que la infantería
no abra fuego.
El ayudante saludó y se retiró. El coronel hundió los talones en tierra y dio media
vuelta para continuar mirando los cañones del enemigo.
—Coronel —dijo el ayudante mayor—, no sé si debería decir nada, pero hay algo
extraño en todo esto. ¿Sabía usted que el capitán Coulter es del Sur?
—No. ¿Lo era, de verdad?
—Oí que el verano pasado, la división que el general comandaba entonces se
encontraba en las cercanías de la plantación de Coulter; acampó allí durante unas semanas
y...
—¡Escuche! —le interrumpió el coronel levantando la mano—. ¿Oye usted eso?
Eso era el silencio del cañón federal. El estado mayor, los asistentes, las líneas de
infantería situadas detrás de la cumbre, todos habían «oído» y miraban con curiosidad en
la dirección del cráter, de donde no ascendía ya humo sino sólo algunas nubes esporádicas
procedentes de los obuses enemigos. Entonces llegó el toque de un clarín y el ruido débil
de unas ruedas. Un minuto más tarde, las agudas detonaciones comenzaron con redoblada
actividad. El cañón destruido había sido reemplazado por otro, intacto.
—Sí —dijo el ayudante mayor, continuando su historia—, el general conoció a la
familia Coulter. Hubo problemas, ignoro de qué naturaleza... Algo que concernía a la
esposa de Coulter. Es una rabiosa secesionista, corno casi todos en la familia, excepto
Coulter, pero es una buena esposa y una dama muy educada. En el cuartel general del
ejército se recibió una queja. El general fue transferido a esta división. Resulta extraño que
después de eso la batería de Coulter haya sido asignada a ella.
El coronel se había levantado de la roca donde estaba sentado. Sus ojos llameaban de
generosa indignación.
—Dígame, Morrison —dijo, mirando a su chismoso oficial del estado mayor
directamente a la cara—, ¿le contó esa historia un caballero o un embustero?
—No quiero revelar cómo me llegó, mi coronel, a, menos que sea preciso —enrojeció
ligeramente—, pero apuesto mi vida a que es verdad.
El coronel se giró hacia un corrillo de oficiales que estaba a cierta distancia.
—¡Teniente Williams! —gritó.
Uno de los oficiales se apartó del grupo y, adelantándose, saludó y dijo:
—Discúlpeme, mi coronel, creía que estaba usted informado. Williams ha muerto
abajo, al pie del cañón. ¿En qué puedo servirle, señor?
El teniente Williams era el edecán que había tenido el placer de transmitir al oficial
que comandaba la batería las felicitaciones de su jefe de brigada.
—Vaya —dijo el coronel— y ordene la retirada de esa pieza inmediatamente. No...
Iré yo mismo.
Bajó a todo correr la cuesta que conducía a la parte de atrás del desfiladero,
franqueando rocas y malezas, seguido de su pequeña escolta, entre un tumultuoso
desorden. Cuando llegaron al pie de la cuesta, montaron. Sus caballos, que los esperaban,
enfilaron a trote rápido por el camino; doblaron un recodo y desembocaron en el
desfiladero. ¡El espectáculo que encontraron allí era espeluznante!
En aquel desfiladero, apenas suficientemente ancho para un solo cañón, habían
amontonado los restos de por lo menos cuatro piezas. Si habían percibido el silencio de
sólo el último inutilizado, era porque habían faltado hombres para sustituirlo rápidamente
por otro. Los desechos se esparcían a ambos lados del camino; los hombres habían logrado
mantener un espacio libre en el medio en el que la quinta pieza estaba ahora haciendo
fuego. ¿Los hombres? ¡Parecían demonios del infierno! Todos sin gorra, todos desnudos
hasta la cintura, su piel, humeante, negra de manchas de pólvora y salpicada de gotas de
sangre. Todos trabajaban como dementes, manejando el ariete y los cartuchos, las palancas
y el gancho de disparo. A cada golpe de retroceso, apoyaban contra las ruedas sus
hombros tumefactos y sus manos ensangrentadas, y encajaban de nuevo el pesado cañón
en su lugar. No había órdenes. En aquel enloquecido revuelo de alaridos y explosiones de
obuses; entre el silbido agudo de las esquirlas de hierro y de las astillas que volaban por
todas partes, no se hubiera oído ninguna orden. Los oficiales, si es que quedaban oficiales,
no se distinguían de los soldados. Todos trabajaban juntos, cada uno, mientras aguantaba,
dirigido por miradas. Cuando el cañón era escobillado, se cargaba; cuando estaba cargado,
se apuntaba y se tiraba. El coronel vio algo que no había visto jamás en toda su carrera
militar, algo horrible y misterioso: ¡el cañón sangraba por la boca! En un momento en que
faltaba agua, el artillero que esponjaba la pieza había empapado la esponja en un charco
de sangre de uno de sus camaradas. No había ningún conflicto en todo aquel trabajo. El
deber del instante era obvio. Cuando un hombre caía, otro, muy poco más limpio, parecía
surgir de la tierra en lugar del muerto, para caer a su vez.
Con los cañones deshechos yacían también los hombres deshechos, al lado de los
restos, por encima y por debajo. Y, retrocediendo por el camino, ¡una horripilante
procesión! se arrastraban con las manos y las rodillas los heridos capaces de moverse. El
coronel, que compasivamente había enviado a su escolta hacia la derecha, hubo de pasar
con su caballo por encima de los que estaban definitivamente muertos para no aplastar a
aquellos que todavía conservaban un resto de vida. Mantuvo su camino con tranquilidad
en medio de aquel infierno, se acercó al lado del cañón y, en la oscuridad de la última
descarga, golpeó en la mejilla al hombre que sostenía el ariete, que se derrumbó creyendo
que había muerto. Un demonio siete veces condenado brotó de entre el humo para ocupar
su puesto, pero se detuvo y fijó en el oficial a caballo una mirada no terrenal; los dientes le
brillaban entre los labios negros; los ojos, salvajes y desorbitados, ardían como brasas bajo
las cejas ensangrentadas. El coronel hizo un ademán autoritario señalándole la parte de
atrás. El demonio se inclinó, en señal de obediencia. Era el capitán Coulter.
Simultáneamente a la señal de alto del coronel, el silencio cayó sobre todo el campo
de batalla. La procesión de proyectiles dejó de correr en aquel desfile de muerte porque el
enemigo también había dejado de tirar. Su ejército había desaparecido desde hacía horas;
el comandante de la retaguardia, que había mantenido arriesgadamente su posición con la
esperanza de silenciar el cañón federal, también había hecho callar sus piezas en aquel
extraño minuto.
—No era consciente del alcance de mi autoridad —dijo el coronel sin dirigirse a
nadie, mientras cabalgaba hacia la cima de la colina para averiguar qué había ocurrido.
Una hora más tarde, su brigada hacía vivac en el campo enemigo, y los soldados
examinaban con respeto casi religioso, como fieles ante las reliquias de un santo, los
cuerpos de una veintena de caballos despatarrados y los restos de tres cañones inservibles.
Los caídos habían sido retirados; sus cuerpos desmembrados y desgarrados hubieran
satisfecho demasiado al enemigo.
Naturalmente, el coronel se alojó con su familia militar en la casa de la plantación.
Aunque bastante derruida, era mejor que un campamento al aire libre. Los rnuebles
estaban muy desarreglados y rotos. Las paredes y los techos habían cedido en algunas
partes y un olor a pólvora lo impregnaba todo. Las camas, los armarios para la ropa
femenina y las alacenas no estaban rnuy dañados. Los nuevos inquilinos de una noche se
instalaron como en su casa, y la virtual aniquilación de la batería de Coulter les brindó un
animado tema de conversación.
Durante la cena, un asistente que pertenecía a la escolta apareció en el comedor y
pidió permiso para hablar con el coronel.
—¿Qué ocurre, Barbour? —preguntó el coronel amablemente, habiendo escuchado
sus palabras.
—Mi coronel, en el sótano pasa algo raro. No sé qué... creo que hay alguien allí. Yo
había bajado a registrar.
—Bajaré a ver —dijo un oficial del estado mayor, levantándose.
—Yo también —repuso el coronel—. Que los demás se queden. Guíenos, asistente.
Tomaron un candelero de la mesa y bajaron las escaleras del sótano. El asistente
temblaba visiblemente. El candelero iluminaba débilmente, pero en seguida, mientras
avanzaban, su estrecho círculo de luz reveló una forma humana sentada en el suelo contra
la pared de piedra negra que ellos habían venido siguiendo. Tenía las rodillas en alto y la
cabeza echada hacia atrás. El rostro, que hubiera debido verse de perfil, permanecía
invisible porque el hombre estaba tan inclinado hacia delante que su largo cabello lo
ocultaba. Y, de un modo extraño, su barba, de un color mucho más oscuro, caía en una
gran masa enredada y se desplegaba sobre el suelo a su lado. Se detuvieron
involuntariamente. Después, el coronel, tomando el candelero de la temblorosa mano del
asistente, se aproximó al hombre y le examinó con atención. La barba negra era la
cabellera de una mujer muerta. La mujer muerta apretaba entre sus brazos a un bebé
muerto. Y el hombre estrechaba a los dos entre sus brazos, los apretaba contra su pecho,
contra sus labios. En el cabello del hombre había sangre. A medio metro, cerca de una
depresión irregular de la tierra fresca que formaba el suelo del sótano —una excavación
reciente, con un pedazo convexo de hierro y los bordes arqueados visibles en uno de los
lados—, se veía el pie de un niño. El coronel alzó el candelero lo más alto que pudo. El
piso del cuarto de arriba se había agujereado y las astillas de madera colgaban apuntando
en todas direcciones.
—Esta casamata no es a prueba de bombas —dijo el coronel gravemente. No se le
ocurrió que su resumen del asunto guardaba cierta frivolidad.
Permanecieron un momento al lado del grupo sin decir una palabra: el oficial del
estado mayor pensaba en su cena interrumpida; el asistente, en lo que podía contener un
tonel que había en el otro rincón del sótano. De pronto, el hombre que habían creído
muerto levantó la cabeza y los miró tranquilamente a la cara. Tenía la piel negra como el
carbón; sus mejillas parecían tatuadas desde los ojos por irregulares líneas blancas. Los
labios también eran blancos, como los de un negro de teatro. Tenía sangre en la frente.
El oficial del estado mayor retrocedió un paso y el asistente, dos.
—¿Qué hace usted aquí, amigo? —preguntó el coronel, inmutable.
—Esta casa me pertenece, señor —fue la réplica, deliberadamente cortés.
—¿Le pertenece? ¡Ah, entiendo! ¿Y éstos?
—Mi mujer y mi hija. Soy el capitán Coulter.
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El Engendro Maldito
El Engendro Maldito
_
I
No Siempre Se Come Lo Que Está Sobre La Mesa
A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre
leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su
escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela
para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era
posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector.
Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos
rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido
un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba
sobre la mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una
sábana. Era un muerto.
El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que algo
ocurriera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura
que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante
vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan
diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos
que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando
de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber
sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según
se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de
fijar la atención en cosas superfluas.
Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.
El que leía era un poco diferente; tenía algo de hombre de mundo, sagaz, aunque su
indumentaria revelaba una cierta relación con los demás. Su ropa apenas habría resultado
aceptable en San Francisco; su calzado no era el típico de la ciudad, y el sombrero que
había en el suelo a su lado (era el único que no lo llevaba puesto) no podía ser considerado
un adorno personal sin perder todo su sentido. Tenía un semblante agradable, aunque
mostraba una cierta severidad aceptada y cuidada en función de su cargo. Era el juez, y
como tal se hallaba en posesión del libro que había sido encontrado entre los efectos
personales del muerto, en la misma cabaña en que se desarrollaba la investigación.
Cuando terminó su lectura se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. En ese
instante la puerta se abrió y entró un joven. Se apreciaba claramente que no había nacido
ni se había educado en la montaña: iba vestido como la gente de la ciudad. Su ropa, sin
embargo, estaba llena de polvo, ya que había galopado mucho para asistir a aquella
reunión.
Solamente el juez le hizo un breve saludo.
—Lo esperábamos —dijo—. Es necesario acabar con este asunto esta misma noche.
—Lamento haberlos hecho esperar —dijo el joven, sonriendo—. Me marché, no para
eludir su citación, sino para enviar a mi periódico un relato de los hechos como el que
supongo quiere usted oír de mí.
El juez sonrió.
—Ese relato tal vez difiera del que va a hacernos aquí bajo juramento.
—Como usted guste —replicó el joven enrojeciendo con vehemencia—. Aquí tengo
una copia de la información que envié a mi periódico. No se trata de una crónica, que
resultaría increíble, sino de una especie de cuento. Quisiera que formara parte de mi
testimonio.
—Pero usted dice que es increíble.
—Eso no es asunto suyo, señor juez; si yo juro que es cierto.
El juez permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza inclinada. El resto de
los asistentes charlaba en voz baja sin apartar la mirada del rostro del cadáver. Al cabo de
unos instantes el juez alzó la vista y dijo:
—Continuemos con la investigación.
Los hombres se quitaron los sombreros y el joven prestó juramento.
—¿Cuál es su nombre? —le preguntó el juez.
—William Harker.
—¿Edad?
—Veintisiete años.
—¿Conocía usted al difunto Hugh Morgan?
—Sí.
—¿Estaba usted con él cuando murió?'
—Sí, muy cerca.
—Y ¿cómo se explica...? su presencia, quiero decir.
—Había venido a visitarlo para ir a cazar y a pescar. Además, también quería
estudiar su tipo de vida, tan extraña y solitaria. Parecía un buen modelo para un personaje
de novela. A veces escribo cuentos.
—Y yo a veces los leo.
—Gracias.
—Cuentos en general, no me refería sólo a los suyos.
Algunos de los presentes se echaron a reír.
En un ambiente sombrío el humor se aprecia mejor. Los soldados ríen con facilidad
en los intervalos de la batalla, y un chiste en la capilla mortuoria, sorprendentemente,
suele hacernos reír.
—Cuéntenos las circunstancias de la muerte de este hombre —dijo el juez—. Puede
utilizar todas las notas o apuntes que desee.
El joven comprendió. Sacó un manuscrito del bolsillo de su chaqueta y, tras acercarlo
a la vela, pasó las páginas hasta encontrar el pasaje que buscaba. Entonces empezó a leer.
II
Lo Que Puede Ocurrir En Un Campo De Avena Silvestre
«...apenas había amanecido cuando abandonamos la casa. Íbamos en busca de
codornices, cada uno con su escopeta, y nos acompañaba un perro. Morgan dijo que la
mejor zona estaba detrás de un cerro, que señaló, y que cruzamos por un sendero rodeado
de arbustos. Al otro lado el terreno era bastante llano y espesamente cubierto de avena
silvestre. Cuando salimos de la maleza Morgan iba unas cuantas yardas por delante de mí.
De repente oímos, muy cerca, a nuestra derecha y también enfrente, el ruido de un animal
que se revolvía con violencia entre unas matas.
»—Es un ciervo —dije—. Ojalá hubiéramos traído un rifle.
»Morgan, que se había parado a examinar los arbustos, no dijo nada, pero había
cargado los dos cañones de su escopeta y se disponía a disparar. Parecía algo excitado y
esto me sorprendió, pues era célebre por su sangre fría, incluso en momentos de súbito e
inminente peligro.
»—Venga —dije—. No esperarás acabar con un ciervo a base de perdigones,
¿verdad?
»No contestó, pero cuando se volvió hacia mí vi su rostro y quedé impresionado por
su expresión tensa. Comprendí entonces que algo serio ocurría, y lo primero que pensé fue
que nos habíamos topado con un oso. Colgué mi escopeta y avancé hasta donde estaba
Morgan.
»Los arbustos ya no se movían y el ruido había cesado, pero mi amigo observaba el
lugar con la misma atención.
»—Pero ¿qué pasa? ¿Qué diablos es? —le pregunté.
»—¡Ese maldito engendro! —contestó sin volverse.
Su voz sonaba ronca y extraña. Estaba temblando.
»Iba a decir algo cuando vi que la avena que había en torno al lugar se movía de un
modo inexplicable. No sé cómo describirlo. Era como si, empujada por una ráfaga de
viento, no sólo se cimbreara sino que se tronchaba y no volvía a enderezarse; y aquel
movimiento se acercaba lentamente hacia nosotros.
»Aunque no recuerdo haber pasado miedo, nada antes me había afectado de un
modo tan extraño como aquel fenómeno insólito e inenarrable. Recuerdo —y lo saco a
colación porque me vino entonces a la memoria— que una vez, al mirar distraídamente
por una ventana, confundí un cercano arbolito con otro de un grupo de árboles, mucho
más grandes, que estaban más lejos. Parecía del mismo tamaño que éstos, pero al estar
más clara y marcadamente definido en sus detalles, no armonizaba con el resto. Fue un
simple error de perspectiva pero me sobresaltó y llegó incluso a aterrorizarme. Confiamos
tanto en el buen funcionamiento de las leyes naturales que su suspensión aparente nos
parece una amenaza para nuestra seguridad, un aviso de alguna calamidad inconcebible.
Del mismo modo, aquel movimiento de la maleza, al parecer sin causa, y su aproximación
lenta e inexorable resultaban inquietantes. Mi compañero estaba realmente asustado;
apenas pude dar crédito a mis ojos cuando le vi arrimarse la escopeta al hombro y vaciar
los dos cañones contra el cereal en movimiento. Antes de que el humo de la descarga
hubiera desaparecido oí un grito feroz —un alarido como el de una bestia salvaje— y vi
que Morgan tiraba su escopeta y, a todo correr, desaparecía de aquel lugar. En ese mismo
instante fui arrojado al suelo por el impacto de algo que el humo ocultaba —una sustancia
blanda y pesada que me embistió con gran fuerza.
»Cuando me puse de pie y recuperé mi escopeta, que me había sido arrebatada de las
manos, oí a Morgan gritar como si agonizara. A sus gritos se unían aullidos feroces, como
cuando dos perros luchan entre sí. Completamente aterrorizado, me incorporé con gran
dificultad y dirigí la vista hacia el lugar por el que mi amigo había desaparecido. ¡Que
Dios me libre de otro espectáculo como aquél! Morgan estaba a unas treinta yardas; tenía
una rodilla en tierra, la cabeza, con su largo cabello revuelto, descoyuntada
espantosamente hacia atrás, y era presa de unas convulsiones que zarandeaban todo su
cuerpo. Su brazo derecho estaba levantado y, por lo que pude ver, había perdido la mano.
Al menos yo no la veía. El otro brazo había desaparecido. A veces, tal como ahora
recuerdo aquella escena extraordinaria, no podía distinguir más que una parte de su
cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado (ya sé, es extraño, pero no sé
expresarlo de otra forma) y al cambiar de posición volviera a apreciarse de nuevo en su
totalidad.
»Debió de ocurrir todo en unos pocos segundos, durante los cuales Morgan adoptó
todas las posturas posibles del obstinado luchador que es derrotado por un peso y una
fuerza superiores. Yo sólo lo veía a él y no siempre con claridad. Durante el incidente
soltaba gritos y profería maldiciones acompañadas de unos rugidos furiosos como nunca
antes había oído salir de la garganta de un hombre o una bestia.
»Permanecí en pie por un momento sin saber qué hacer, hasta que decidí tirar la
escopeta y correr en ayuda de mi amigo. Creí que estaba sufriendo un ataque o una
especie de colapso. Antes de llegar a su lado, lo vi caer y quedar inerte. Los ruidos habían
cesado pero volví a ver, con un sentimiento de terror como jamás había experimentado, el
misterioso movimiento de la avena que se extendía desde la zona pisoteada en torno al
cuerpo de Morgan hacia los límites del bosque. Sólo cuando hubo alcanzado los primeros
árboles, aparté la vista de aquel insólito fenómeno y miré a mi compañero. Estaba
muerto.»
III
Un Hombre, Aunque Esté Desnudo, Puede Estar Hecho Jirones
El juez se levantó y se acercó al muerto. Tiró de un extremo de la sábana y dejó el
cuerpo al descubierto. Estaba desnudo y, a la luz de la vela, mostraba un color amarillento.
Presentaba unos grandes hematomas de un azul oscuro, causados sin duda alguna por las
contusiones, y parecía que lo habían golpeado en el pecho y los costados con un garrote.
Había unas horribles heridas y tenía la piel desgarrada, hecha jirones.
El juez llegó hasta el extremo de la mesa y desató el nudo que sujetaba un pañuelo de
seda por debajo de la barbilla hasta la parte superior de la cabeza. Al retirarlo vimos lo que
tenía en la garganta. Los miembros del jurado que se habían levantado para ver mejor
lamentaron su curiosidad y volvieron la cabeza. El joven Harker fue hacia la ventana
abierta y se inclinó sobre el alféizar, a punto de vomitar. Después de cubrir de nuevo la
garganta del muerto, el juez se dirigió a un rincón de la habitación en el que había un
montón de prendas. Empezó a coger una por una y a examinarlas mientras las sostenía en
alto.
Estaban destrozadas y rígidas por la sangre seca. El resto de los presentes prefirió no
hacer un examen más exhaustivo. A decir verdad, ya habían visto este tipo de cosas antes.
Lo único que les resultaba nuevo era el testimonio de Harker.
—Señores —dijo el juez—, estas son todas las pruebas que tenemos. Ya saben su
cometido; si no tienen nada que preguntar, pueden salir a deliberar.
El presidente del jurado, un hombre de unos sesenta años, alto, con barba y
toscamente vestido, se levantó y dijo:
—Quisiera hacer una pregunta, señor. ¿De qué manicomio se ha escapado este
último testigo?
—Señor Harker —dijo el juez con tono grave y tranquilo—; ¿de qué manicomio se ha
escapado usted?
Harker enrojeció de nuevo pero no contestó, y los siete individuos se levantaron y
abandonaron solemnemente la cabaña uno tras otro.
—Si ha terminado ya de insultarme, señor —dijo Harker tan pronto como se quedó a
solas con el juez—, supongo que puedo marcharme, ¿no es así?
—En efecto.
Harker avanzó hacia la puerta y se detuvo con la mano en el picaporte. Su sentido
profesional era más fuerte que su amor propio. Se volvió y dijo:
—Ese libro que tiene ahí es el diario de Morgan, ¿verdad?. Debe de ser muy
interesante porque mientras prestaba mi testimonio no dejaba de leerlo. ¿Puedo verlo? Al
público le gustaría...
—Este libro tiene poco que añadir a nuestro asunto —contestó el juez mientras se lo
guardaba—; todas las anotaciones son anteriores a la muerte de su autor.
Al salir Harker, el jurado volvió a entrar y permaneció en pie en torno a la mesa en la
que el cadáver, cubierto de nuevo, se perfilaba claramente bajo la sábana. El presidente se
sentó cerca de la vela, sacó del bolsillo lápiz y papel y redactó laboriosamente el siguiente
veredicto, que fue firmado, con más o menos esfuerzo, por el resto:
—Nosotros, el jurado, consideramos que el difunto encontró la muerte al ser atacado
por un puma, aunque alguno cree que sufrió un colapso.
IV
Una Explicación Desde La Tumba
En el diario del difunto Hugh Morgan hay ciertos apuntes interesantes que pueden
tener valor científico. En la investigación que se desarrolló junto a su cuerpo el libro no fue
citado como prueba porque el juez consideró que podría haber confundido a los miembros
del jurado. La fecha del primero de los apuntes mencionados no puede apreciarse con
claridad por estar rota la parte superior de la hoja correspondiente; el resto expone lo
siguiente:
«...corría describiendo un semicírculo, con la cabeza vuelta hacia el centro, y de
pronto se detenía y ladraba furiosamente. Al final echó a correr hacia el bosque a gran
velocidad. En un principio pensé que se había vuelto loco, pero al volver a casa no
encontré otro cambio en su conducta que no fuera el lógico del miedo al castigo.»
«¿Puede un perro ver con la nariz? ¿Es que los olores impresionan algún centro
cerebral con imágenes de las cosas que los producen?»
«2 sep. Anoche, mientras miraba las estrellas en lo alto del cerco que hay al este de la
casa, vi cómo desaparecían sucesivamente, de izquierda a derecha. Se apagaban una a una
por un instante, y en ocasiones unas pocas a la vez, pero todas las que estaban a un grado
o dos por encima del cerco se eclipsaban totalmente. Fue como si algo se interpusiera entre
ellas y yo, pero no conseguí verlo pues las estrellas no emitían suficiente luz para delimitar
su contorno. ¡Uf! Esto no me gusta nada...»
Faltan tres hojas con los apuntes correspondientes a varias semanas.
«27 sep. Ha estado por aquí de nuevo. Todos los días encuentro pruebas de su
presencia. Me he pasado la noche otra vez vigilando en el mismo puesto, con la escopeta
cargada. Por la mañana sus huellas, aún frescas, estaban allí, como siempre. Podría jurar
que no me quedé dormido ni un momento —en realidad apenas duermo. ¡Es terrible,
insoportable! Si todas estas asombrosas experiencias son reales, me voy a volver loco; y si
son pura imaginación, es que ya lo estoy.»
«3 oct. No me iré, no me echará de aquí. Esta es mi casa y mi tierra. Dios aborrece a
los cobardes...»
«5 oct. No puedo soportarlo más. He invitado a Harker a pasar unas semanas. Él
tiene la cabeza en su sitio. Por su actitud podré juzgar si me cree loco.»
«7 oct. Ya encontré la solución al misterio. Anoche la descubrí de repente, como por
revelación. ¡Qué simple, qué horriblemente simple!»
«Hay sonidos que no podemos oír. A ambos extremos de la escala hay notas que no
hacen vibrar ese instrumento imperfecto que es el oído humano. Son muy agudas o muy
graves. He visto cómo una bandada de mirlos ocupan la copa de un árbol, de varios
árboles, y cantan todos a la vez. De repente, y al mismo tiempo, todos se lanzan al aire y
emprenden el vuelo. ¿Cómo pueden hacerlo si no se ven unos a otros? Es imposible que
vean el movimiento de un jefe. Deben de tener una señal de aviso o una orden, de un tono
superior al estrépito de sus trinos, que es inaudible para mí. He observado también el
mismo vuelo simultáneo cuando todos estaban en silencio, no sólo entre mirlos, sino
también entre otras aves como las perdices, cuando están muy distanciadas entre los
matorrales, incluso en pendientes opuestas de una colina.»
«Los marineros saben que un grupo de ballenas que se calienta al sol o juguetea
sobre la superficie del océano, separadas por millas de distancia, se zambullen al mismo
tiempo y desaparecen en un momento. La señal es emitida en un tono demasiado grave
para el oído del marinero que está en el palo mayor o el de sus compañeros en cubierta,
que sienten la vibración en el barco como las piedras de una catedral se conmueven con el
bajo del órgano.»
«Y lo que pasa con los sonidos, ocurre también con los colores. A cada extremo del
espectro luminoso el químico detecta la presencia de los llamados rayos 'actínicos'.
Representan colores —colores integrales en la composición de la luz— que somos
incapaces de reconocer. El ojo humano también es un instrumento imperfecto y su alcance
llega sólo a unas pocas octavas de la verdadera 'escala cromática'. No estoy loco; lo que
ocurre es que hay colores que no podemos ver.»
«Y, Dios me ampare, ¡el engendro maldito es de uno de esos colores!»
I
No Siempre Se Come Lo Que Está Sobre La Mesa
A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre
leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su
escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela
para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era
posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector.
Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos
rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido
un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba
sobre la mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una
sábana. Era un muerto.
El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que algo
ocurriera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura
que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante
vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan
diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos
que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando
de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber
sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según
se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de
fijar la atención en cosas superfluas.
Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.
El que leía era un poco diferente; tenía algo de hombre de mundo, sagaz, aunque su
indumentaria revelaba una cierta relación con los demás. Su ropa apenas habría resultado
aceptable en San Francisco; su calzado no era el típico de la ciudad, y el sombrero que
había en el suelo a su lado (era el único que no lo llevaba puesto) no podía ser considerado
un adorno personal sin perder todo su sentido. Tenía un semblante agradable, aunque
mostraba una cierta severidad aceptada y cuidada en función de su cargo. Era el juez, y
como tal se hallaba en posesión del libro que había sido encontrado entre los efectos
personales del muerto, en la misma cabaña en que se desarrollaba la investigación.
Cuando terminó su lectura se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. En ese
instante la puerta se abrió y entró un joven. Se apreciaba claramente que no había nacido
ni se había educado en la montaña: iba vestido como la gente de la ciudad. Su ropa, sin
embargo, estaba llena de polvo, ya que había galopado mucho para asistir a aquella
reunión.
Solamente el juez le hizo un breve saludo.
—Lo esperábamos —dijo—. Es necesario acabar con este asunto esta misma noche.
—Lamento haberlos hecho esperar —dijo el joven, sonriendo—. Me marché, no para
eludir su citación, sino para enviar a mi periódico un relato de los hechos como el que
supongo quiere usted oír de mí.
El juez sonrió.
—Ese relato tal vez difiera del que va a hacernos aquí bajo juramento.
—Como usted guste —replicó el joven enrojeciendo con vehemencia—. Aquí tengo
una copia de la información que envié a mi periódico. No se trata de una crónica, que
resultaría increíble, sino de una especie de cuento. Quisiera que formara parte de mi
testimonio.
—Pero usted dice que es increíble.
—Eso no es asunto suyo, señor juez; si yo juro que es cierto.
El juez permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza inclinada. El resto de
los asistentes charlaba en voz baja sin apartar la mirada del rostro del cadáver. Al cabo de
unos instantes el juez alzó la vista y dijo:
—Continuemos con la investigación.
Los hombres se quitaron los sombreros y el joven prestó juramento.
—¿Cuál es su nombre? —le preguntó el juez.
—William Harker.
—¿Edad?
—Veintisiete años.
—¿Conocía usted al difunto Hugh Morgan?
—Sí.
—¿Estaba usted con él cuando murió?'
—Sí, muy cerca.
—Y ¿cómo se explica...? su presencia, quiero decir.
—Había venido a visitarlo para ir a cazar y a pescar. Además, también quería
estudiar su tipo de vida, tan extraña y solitaria. Parecía un buen modelo para un personaje
de novela. A veces escribo cuentos.
—Y yo a veces los leo.
—Gracias.
—Cuentos en general, no me refería sólo a los suyos.
Algunos de los presentes se echaron a reír.
En un ambiente sombrío el humor se aprecia mejor. Los soldados ríen con facilidad
en los intervalos de la batalla, y un chiste en la capilla mortuoria, sorprendentemente,
suele hacernos reír.
—Cuéntenos las circunstancias de la muerte de este hombre —dijo el juez—. Puede
utilizar todas las notas o apuntes que desee.
El joven comprendió. Sacó un manuscrito del bolsillo de su chaqueta y, tras acercarlo
a la vela, pasó las páginas hasta encontrar el pasaje que buscaba. Entonces empezó a leer.
II
Lo Que Puede Ocurrir En Un Campo De Avena Silvestre
«...apenas había amanecido cuando abandonamos la casa. Íbamos en busca de
codornices, cada uno con su escopeta, y nos acompañaba un perro. Morgan dijo que la
mejor zona estaba detrás de un cerro, que señaló, y que cruzamos por un sendero rodeado
de arbustos. Al otro lado el terreno era bastante llano y espesamente cubierto de avena
silvestre. Cuando salimos de la maleza Morgan iba unas cuantas yardas por delante de mí.
De repente oímos, muy cerca, a nuestra derecha y también enfrente, el ruido de un animal
que se revolvía con violencia entre unas matas.
»—Es un ciervo —dije—. Ojalá hubiéramos traído un rifle.
»Morgan, que se había parado a examinar los arbustos, no dijo nada, pero había
cargado los dos cañones de su escopeta y se disponía a disparar. Parecía algo excitado y
esto me sorprendió, pues era célebre por su sangre fría, incluso en momentos de súbito e
inminente peligro.
»—Venga —dije—. No esperarás acabar con un ciervo a base de perdigones,
¿verdad?
»No contestó, pero cuando se volvió hacia mí vi su rostro y quedé impresionado por
su expresión tensa. Comprendí entonces que algo serio ocurría, y lo primero que pensé fue
que nos habíamos topado con un oso. Colgué mi escopeta y avancé hasta donde estaba
Morgan.
»Los arbustos ya no se movían y el ruido había cesado, pero mi amigo observaba el
lugar con la misma atención.
»—Pero ¿qué pasa? ¿Qué diablos es? —le pregunté.
»—¡Ese maldito engendro! —contestó sin volverse.
Su voz sonaba ronca y extraña. Estaba temblando.
»Iba a decir algo cuando vi que la avena que había en torno al lugar se movía de un
modo inexplicable. No sé cómo describirlo. Era como si, empujada por una ráfaga de
viento, no sólo se cimbreara sino que se tronchaba y no volvía a enderezarse; y aquel
movimiento se acercaba lentamente hacia nosotros.
»Aunque no recuerdo haber pasado miedo, nada antes me había afectado de un
modo tan extraño como aquel fenómeno insólito e inenarrable. Recuerdo —y lo saco a
colación porque me vino entonces a la memoria— que una vez, al mirar distraídamente
por una ventana, confundí un cercano arbolito con otro de un grupo de árboles, mucho
más grandes, que estaban más lejos. Parecía del mismo tamaño que éstos, pero al estar
más clara y marcadamente definido en sus detalles, no armonizaba con el resto. Fue un
simple error de perspectiva pero me sobresaltó y llegó incluso a aterrorizarme. Confiamos
tanto en el buen funcionamiento de las leyes naturales que su suspensión aparente nos
parece una amenaza para nuestra seguridad, un aviso de alguna calamidad inconcebible.
Del mismo modo, aquel movimiento de la maleza, al parecer sin causa, y su aproximación
lenta e inexorable resultaban inquietantes. Mi compañero estaba realmente asustado;
apenas pude dar crédito a mis ojos cuando le vi arrimarse la escopeta al hombro y vaciar
los dos cañones contra el cereal en movimiento. Antes de que el humo de la descarga
hubiera desaparecido oí un grito feroz —un alarido como el de una bestia salvaje— y vi
que Morgan tiraba su escopeta y, a todo correr, desaparecía de aquel lugar. En ese mismo
instante fui arrojado al suelo por el impacto de algo que el humo ocultaba —una sustancia
blanda y pesada que me embistió con gran fuerza.
»Cuando me puse de pie y recuperé mi escopeta, que me había sido arrebatada de las
manos, oí a Morgan gritar como si agonizara. A sus gritos se unían aullidos feroces, como
cuando dos perros luchan entre sí. Completamente aterrorizado, me incorporé con gran
dificultad y dirigí la vista hacia el lugar por el que mi amigo había desaparecido. ¡Que
Dios me libre de otro espectáculo como aquél! Morgan estaba a unas treinta yardas; tenía
una rodilla en tierra, la cabeza, con su largo cabello revuelto, descoyuntada
espantosamente hacia atrás, y era presa de unas convulsiones que zarandeaban todo su
cuerpo. Su brazo derecho estaba levantado y, por lo que pude ver, había perdido la mano.
Al menos yo no la veía. El otro brazo había desaparecido. A veces, tal como ahora
recuerdo aquella escena extraordinaria, no podía distinguir más que una parte de su
cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado (ya sé, es extraño, pero no sé
expresarlo de otra forma) y al cambiar de posición volviera a apreciarse de nuevo en su
totalidad.
»Debió de ocurrir todo en unos pocos segundos, durante los cuales Morgan adoptó
todas las posturas posibles del obstinado luchador que es derrotado por un peso y una
fuerza superiores. Yo sólo lo veía a él y no siempre con claridad. Durante el incidente
soltaba gritos y profería maldiciones acompañadas de unos rugidos furiosos como nunca
antes había oído salir de la garganta de un hombre o una bestia.
»Permanecí en pie por un momento sin saber qué hacer, hasta que decidí tirar la
escopeta y correr en ayuda de mi amigo. Creí que estaba sufriendo un ataque o una
especie de colapso. Antes de llegar a su lado, lo vi caer y quedar inerte. Los ruidos habían
cesado pero volví a ver, con un sentimiento de terror como jamás había experimentado, el
misterioso movimiento de la avena que se extendía desde la zona pisoteada en torno al
cuerpo de Morgan hacia los límites del bosque. Sólo cuando hubo alcanzado los primeros
árboles, aparté la vista de aquel insólito fenómeno y miré a mi compañero. Estaba
muerto.»
III
Un Hombre, Aunque Esté Desnudo, Puede Estar Hecho Jirones
El juez se levantó y se acercó al muerto. Tiró de un extremo de la sábana y dejó el
cuerpo al descubierto. Estaba desnudo y, a la luz de la vela, mostraba un color amarillento.
Presentaba unos grandes hematomas de un azul oscuro, causados sin duda alguna por las
contusiones, y parecía que lo habían golpeado en el pecho y los costados con un garrote.
Había unas horribles heridas y tenía la piel desgarrada, hecha jirones.
El juez llegó hasta el extremo de la mesa y desató el nudo que sujetaba un pañuelo de
seda por debajo de la barbilla hasta la parte superior de la cabeza. Al retirarlo vimos lo que
tenía en la garganta. Los miembros del jurado que se habían levantado para ver mejor
lamentaron su curiosidad y volvieron la cabeza. El joven Harker fue hacia la ventana
abierta y se inclinó sobre el alféizar, a punto de vomitar. Después de cubrir de nuevo la
garganta del muerto, el juez se dirigió a un rincón de la habitación en el que había un
montón de prendas. Empezó a coger una por una y a examinarlas mientras las sostenía en
alto.
Estaban destrozadas y rígidas por la sangre seca. El resto de los presentes prefirió no
hacer un examen más exhaustivo. A decir verdad, ya habían visto este tipo de cosas antes.
Lo único que les resultaba nuevo era el testimonio de Harker.
—Señores —dijo el juez—, estas son todas las pruebas que tenemos. Ya saben su
cometido; si no tienen nada que preguntar, pueden salir a deliberar.
El presidente del jurado, un hombre de unos sesenta años, alto, con barba y
toscamente vestido, se levantó y dijo:
—Quisiera hacer una pregunta, señor. ¿De qué manicomio se ha escapado este
último testigo?
—Señor Harker —dijo el juez con tono grave y tranquilo—; ¿de qué manicomio se ha
escapado usted?
Harker enrojeció de nuevo pero no contestó, y los siete individuos se levantaron y
abandonaron solemnemente la cabaña uno tras otro.
—Si ha terminado ya de insultarme, señor —dijo Harker tan pronto como se quedó a
solas con el juez—, supongo que puedo marcharme, ¿no es así?
—En efecto.
Harker avanzó hacia la puerta y se detuvo con la mano en el picaporte. Su sentido
profesional era más fuerte que su amor propio. Se volvió y dijo:
—Ese libro que tiene ahí es el diario de Morgan, ¿verdad?. Debe de ser muy
interesante porque mientras prestaba mi testimonio no dejaba de leerlo. ¿Puedo verlo? Al
público le gustaría...
—Este libro tiene poco que añadir a nuestro asunto —contestó el juez mientras se lo
guardaba—; todas las anotaciones son anteriores a la muerte de su autor.
Al salir Harker, el jurado volvió a entrar y permaneció en pie en torno a la mesa en la
que el cadáver, cubierto de nuevo, se perfilaba claramente bajo la sábana. El presidente se
sentó cerca de la vela, sacó del bolsillo lápiz y papel y redactó laboriosamente el siguiente
veredicto, que fue firmado, con más o menos esfuerzo, por el resto:
—Nosotros, el jurado, consideramos que el difunto encontró la muerte al ser atacado
por un puma, aunque alguno cree que sufrió un colapso.
IV
Una Explicación Desde La Tumba
En el diario del difunto Hugh Morgan hay ciertos apuntes interesantes que pueden
tener valor científico. En la investigación que se desarrolló junto a su cuerpo el libro no fue
citado como prueba porque el juez consideró que podría haber confundido a los miembros
del jurado. La fecha del primero de los apuntes mencionados no puede apreciarse con
claridad por estar rota la parte superior de la hoja correspondiente; el resto expone lo
siguiente:
«...corría describiendo un semicírculo, con la cabeza vuelta hacia el centro, y de
pronto se detenía y ladraba furiosamente. Al final echó a correr hacia el bosque a gran
velocidad. En un principio pensé que se había vuelto loco, pero al volver a casa no
encontré otro cambio en su conducta que no fuera el lógico del miedo al castigo.»
«¿Puede un perro ver con la nariz? ¿Es que los olores impresionan algún centro
cerebral con imágenes de las cosas que los producen?»
«2 sep. Anoche, mientras miraba las estrellas en lo alto del cerco que hay al este de la
casa, vi cómo desaparecían sucesivamente, de izquierda a derecha. Se apagaban una a una
por un instante, y en ocasiones unas pocas a la vez, pero todas las que estaban a un grado
o dos por encima del cerco se eclipsaban totalmente. Fue como si algo se interpusiera entre
ellas y yo, pero no conseguí verlo pues las estrellas no emitían suficiente luz para delimitar
su contorno. ¡Uf! Esto no me gusta nada...»
Faltan tres hojas con los apuntes correspondientes a varias semanas.
«27 sep. Ha estado por aquí de nuevo. Todos los días encuentro pruebas de su
presencia. Me he pasado la noche otra vez vigilando en el mismo puesto, con la escopeta
cargada. Por la mañana sus huellas, aún frescas, estaban allí, como siempre. Podría jurar
que no me quedé dormido ni un momento —en realidad apenas duermo. ¡Es terrible,
insoportable! Si todas estas asombrosas experiencias son reales, me voy a volver loco; y si
son pura imaginación, es que ya lo estoy.»
«3 oct. No me iré, no me echará de aquí. Esta es mi casa y mi tierra. Dios aborrece a
los cobardes...»
«5 oct. No puedo soportarlo más. He invitado a Harker a pasar unas semanas. Él
tiene la cabeza en su sitio. Por su actitud podré juzgar si me cree loco.»
«7 oct. Ya encontré la solución al misterio. Anoche la descubrí de repente, como por
revelación. ¡Qué simple, qué horriblemente simple!»
«Hay sonidos que no podemos oír. A ambos extremos de la escala hay notas que no
hacen vibrar ese instrumento imperfecto que es el oído humano. Son muy agudas o muy
graves. He visto cómo una bandada de mirlos ocupan la copa de un árbol, de varios
árboles, y cantan todos a la vez. De repente, y al mismo tiempo, todos se lanzan al aire y
emprenden el vuelo. ¿Cómo pueden hacerlo si no se ven unos a otros? Es imposible que
vean el movimiento de un jefe. Deben de tener una señal de aviso o una orden, de un tono
superior al estrépito de sus trinos, que es inaudible para mí. He observado también el
mismo vuelo simultáneo cuando todos estaban en silencio, no sólo entre mirlos, sino
también entre otras aves como las perdices, cuando están muy distanciadas entre los
matorrales, incluso en pendientes opuestas de una colina.»
«Los marineros saben que un grupo de ballenas que se calienta al sol o juguetea
sobre la superficie del océano, separadas por millas de distancia, se zambullen al mismo
tiempo y desaparecen en un momento. La señal es emitida en un tono demasiado grave
para el oído del marinero que está en el palo mayor o el de sus compañeros en cubierta,
que sienten la vibración en el barco como las piedras de una catedral se conmueven con el
bajo del órgano.»
«Y lo que pasa con los sonidos, ocurre también con los colores. A cada extremo del
espectro luminoso el químico detecta la presencia de los llamados rayos 'actínicos'.
Representan colores —colores integrales en la composición de la luz— que somos
incapaces de reconocer. El ojo humano también es un instrumento imperfecto y su alcance
llega sólo a unas pocas octavas de la verdadera 'escala cromática'. No estoy loco; lo que
ocurre es que hay colores que no podemos ver.»
«Y, Dios me ampare, ¡el engendro maldito es de uno de esos colores!»
_
El Golpe De Gracia
El Golpe De Gracia
_
La lucha había sido dura e incesante. Todos los sentidos lo atestiguaban: hasta el
gusto de la batalla flotaba en el aire. Pero ya había terminado; sólo quedaba auxiliar a los
heridos y enterrar a los muertos...; "limpiar un poco", como decía el humorista del pelotón
de sepultureros. Era bastante lo que había que limpiar. Hasta donde abarcaba la vista
dentro del bosque, entre los árboles descuajados, veíanse restos de hombres y caballos,
entre los que se movían los camilleros recogiendo y transportando a los pocos que daban
señales de vida. La mayor parte de los heridos habían muerto desangrados, cuando hasta
el derecho de atenderlos se hallaba en disputa. Los heridos tenían que esperar,
reglamentaban las ordenanzas del ejército. La mejor manera de cuidarlos es ganar la
batalla. Debe admitirse que la victoria es una indudable ventaja para un hombre que
necesita atención médica, pero muchos no viven para sacarle partido.
Los muertos eran puestos en hilera, en grupos de quince o veinte, mientras se
cavaban las fosas que habían de recibirlos. A algunos, que estaban demasiado lejos, se les
enterraba donde habían caído. Nadie se esforzaba demasiado por identificarlos, aunque en
la mayoría de los casos los pelotones de enterradores que espigaban en el mismo terreno
que contribuyeran a segar anotaban los nombres de los muertos victoriosos. A las bajas
enemigas, ya era bastante que las contaran. Aunque esto tenía su compensación, porque a
muchos los contaban varias veces; de ahí que el total que aparecía en el comunicado del
comandante vencedor denotaba más bien una esperanza que un resultado.
A corta distancia del sitio donde uno de los pelotones de enterradores había
establecido su "vivac de la muerte", un oficial de los federales se apoyaba contra un árbol.
Desde los pies hasta el cuello, su actitud era de fatiga en reposo. Pero la cabeza movíase
inquieta de un lado a otro. Su mente, al parecer, no descansaba. Quizá no sabía en qué
dirección marcharse. Lo más probable era que no permaneciese allí mucho tiempo, porque
ya los rayos oblicuos del sol poniente manchaban de rojo los claros del bosque, y los
soldados exhaustos abandonaban su tarea. Era difícil que pernoctara entre los muertos.
Después de la batalla, nueve hombres de cada diez le preguntaban a uno el paradero de
alguna sección del ejército... como si alguien lo supiera. Indudablemente este oficial estaba
extraviado. Tras descansar un instante, marcharía en pos de los pelotones de sepultureros.
Cuando todos se fueron, empezó a caminar a través del bosque, en dirección al rojo
poniente, cuya luz le manchaba la cara con reflejos sanguíneos. El aire de confianza con
que ahora avanzaba sugería que estaba en terreno familiar; había logrado orientarse.
Marchaba sin mirar los muertos que yacían a derecha e izquierda. Tampoco le detenía la
sorda queja de algún infeliz, olvidado por los grupos de rescate, que pasaría mala noche
bajo las estrellas, sin más compañía que la sed. El oficial nada podía hacer: no era médico,
no tenía agua.
Al extremo de una angosta quebrada —una simple depresión del terreno— yacía un
pequeño grupo de cadáveres. Los vio. Apartose de pronto del camino que seguía y caminó
rápido hacia ellos. Escrutándolos al pasar, se detuvo al fin ante uno que estaba a corta
distancia de los demás, cerca de un matorral de arbustos. Lo miró atentamente: parecía
moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El cuerpo gritó.
El oficial era el capitán Downing Madwell, de un regimiento de infantería de
Massachusetts, soldado inteligente y audaz, amén de hombre honorable.
En el regimiento había dos hermanos de apellido Halcrow. Caffal y Creede Halcrow.
Caffal Halcrow era sargento en la compañía del capitán Madwell. Y esos dos hombres, el
sargento y el capitán, eran íntimos amigos. Dentro de lo que permitía la diferencia de
graduación, la disparidad de obligaciones y los requisitos de la disciplina militar, estaban
siempre juntos. En realidad, se habían criado juntos. Y una costumbre del corazón no se
desarraiga fácilmente. Caffal Halcrow nada tenía de marcial en su carácter ni en sus
gustos, pero la idea. de separarse de su amigo le resultaba desagradable; y por eso se alistó
en la compañía de la que Madwell era entonces teniente. Ambos habían ascendido dos
grados, pero entre el suboficial más alto y el oficial más subalterno, el abismo social es
ancho y profundo; y aquella vieja relación, mantenida con dificultad, ya no podía ser
idéntica.
Creede Halcrow, hermano de Caffal, era mayor del regimiento. Un hombre cínico,
saturnino. Entre él y el capitán Madwell reinaba una antipatía natural, que las
circunstancias habían alimentado y fortalecido hasta convertirla en activa animosidad. De
no mediar la influencia moderadora de Caffal, es indudable que cada uno de estos
patriotas habría tratado de privar a su país de los servicios del otro...
*
Al iniciarse la batalla esa mañana, el regimiento cumplía una misión de avanzada, a
una milla del cuerpo principal del ejército. Fue atacado y casi rodeado en el bosque, pero
mantuvo a pie firme el terreno. Al disminuir momentáneamente la lucha, el mayor
Halcrow se dirigió hacia el capitán Madwell. Cambiaron un saludo formal, y dijo el
mayor:
—Capitán, el coronel le ordena avanzar con su compañía hasta el nacimiento de esa
quebrada, y mantener la posición hasta nueva orden. No necesito subrayarle el carácter
peligroso de la maniobra, pero si usted lo desea, imagino que puede entregar el mando a
su primer teniente. No se me ordenó, sin embargo, autorizar esta substitución. Es
simplemente una sugerencia personal y extraoficial.
A ese atroz insulto, replicó fríamente el capitán Madwell:
—Señor, le invito a participar en la maniobra. Un oficial montado sería un blanco
perfecto, y siempre he sostenido la opinión de que usted valdría más si estuviera muerto.
Ya en 1862 se cultivaba en los círculos militares el arte de la réplica.
Media hora más tarde la compañía del capitán Madwell fue desalojada de su
posición, con pérdidas equivalentes a un tercio de sus efectivos. Entre los muertos estaba
el sargento Halcrow. Poco después el regimiento debió replegarse a las líneas principales,
y al terminar la lucha se encontraba a varias millas de distancia.
El capitán estaba ahora de pie junto al amigo y subordinado.
El sargento Halcrow se hallaba mortalmente herido. El desgarrado uniforme dejaba
ver el abdomen. Algunos de los botones de la casaca habían sido arrancados y estaban
dispersos por el suelo, con otros fragmentos de su ropa. El cinturón de cuero estaba
partido, y parecía que se lo hubieran arrancado de bajo del cuerpo. No había mucha
sangre derramada. La única herida visible era un ancho e irregular desgarrón en el
abdomen, sucio de tierra y hojas muertas, por donde asomaba un extremo lacerado de
intestino. En toda su experiencia, el capitán Madwell no habla visto una herida semejante.
No podía imaginar cómo fue producida, ni explicar las circunstancias que la
acompañaban: el uniforme extrañamente rasgado, el cinturón partido, las manchas de la
piel. Se arrodilló para efectuar un examen más atento. Cuando se puso de pie, volvió los
ojos en varias direcciones, como buscando un enemigo. A cincuenta yardas de distancia,
en la cresta de una loma baja, cubierta de arbustos, vio varios objetos oscuros que se
movían entre los hombres caídos...: una manada de cerdos. Uno le daba la espalda, con los
cuartos delanteros levantados. Apoyaba las patas en un cuerpo humano; la cabeza baja era
invisible. La erizada eminencia del lomo se recortaba en negro contra el rojo poniente. El
capitán Madwell apartó los ojos y volvió a clavarlos en eso que había sido su amigo.
El hombre que había padecido esas monstruosas mutilaciones estaba vivo. De a ratos
movía las piernas. Con cada inspiración lanzaba un gemido. Miraba azorado la cara del
amigo; y si éste lo tocaba, soltaba un grito. En su feroz agonía, había arañado el suelo en
que se encontraba tendido; sus manos crispadas estaban llenas de tierra, hojas y palitos.
No conseguía articular una palabra. Era imposible saber si sentía algo que no fuera dolor.
La expresión de su rostro era un ruego; en sus ojos parecía reflejarse una plegaria. ¿Qué
pedía?
Imposible equivocar el significado de esa mirada. El capitán la había visto con
demasiada frecuencia en los ojos de aquellos cuyos labios aún podían suplicar la muerte.
Conscientemente o no, este retorcido fragmento de humanidad, esta imagen del
sufrimiento, esta mezcla de hombre y bestia, este humilde Prometeo sin heroísmo,
suplicaba a todos, a todas las cosas, a todo lo que no era él, la bendición de no existir. A la
tierra y al cielo, a los árboles, al hombre, a todo cuanto adquiría forma en los sentidos o en
la conciencia, este padecer hecho carne dirigía su callada plegaria.
¿Qué significaba? Lo que concedemos a la más ruin criatura desprovista de razón
para pedirlo, lo que sólo negamos a los infortunados de nuestra propia especie: la
anhelada liberación, el rito de compasión máxima, el golpe de gracia.
El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y otra vez, sin
resultado, hasta que lo ahogó la emoción. Sus lágrimas, encegueciéndolo, cayeron sobre
aquel pálido rostro. Ahora no veía más que un objeto borroso y móvil, pero los gemidos
eran más claros que nunca, cortados a breves intervalos por agudos gritos. Dio media
vuelta, llevándose la mano a la frente, y se alejó. Los cerdos, al verlo, alzaron los hocicos
encarnados, lo miraron suspicaces un momento, y después, gruñendo ásperamente al
unísono, se alejaron a la carrera. Un caballo, con la pata horriblemente astillada por un
cañonazo, alzó la cabeza del suelo y lanzó un doloroso relincho. Madwell avanzó un paso,
desenfundó el revólver, y le pegó un tiro entre los ojos, observando atento la agonía de la
pobre bestia, que contrariamente a lo qué él esperaba, fue larga y violenta. Pero al fin
quedó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos, que habían desnudado los dientes en
una mueca atroz, parecieron aflojarse. El perfil nítido y fino de la cabeza adquirió un
aspecto de profunda paz y reposo.
En el oeste, a lo largo de la distante loma arbolada, se extinguían los últimos
esplendores del atardecer. La luz que acariciaba los troncos de los árboles se había
degradado a un gris tierno; en lo alto de las copas anidaban las sombras como grandes
pájaros oscuros. Llegaba la noche, y entre el capitán Madwell y el campamento, se
extendía a lo largo de muchos kilómetros el bosque espectral. Sin embargo, ahí estaba,
junto al animal muerto, desvinculado al parecer de cuanto le rodeaba. Los ojos clavados en
el suelo, la mano izquierda floja al costado, la derecha esgrimiendo la pistola. De pronto
alzó la cara, miró a su amigo moribundo y volvió rápidamente a su lado. Se arrodilló a
medias, montó el arma, apoyó el cañón en la frente del sargento, desvió los ojos y apretó el
gatillo.
No hubo detonación. Su última bala la había gastado en el caballo. El moribundo
gimió y sus labios se movieron convulsivamente. La espuma que brotaba de ellos tenía un
tinte sanguinolento. El capitán Madwell se puso de pie y desenvainó la espada. Pasó los
dedos de la mano izquierda a lo largo del filo desde la empuñadura a la punta. La tendió
recta ante sí como para probar sus nervios. La hoja no temblaba. El mortecino fulgor que
reflejaba la luz del cielo, permanecía inmóvil y firme. Se inclinó, desgarró con la mano
izquierda la camisa del moribundo. Irguiéndose, le puso la punta de la espada sobre el
corazón. Esta vez no apartó los ojos. Aferrando la empuñadura con ambas manos, empujó
con todas sus fuerzas. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre. Atravesó el cuerpo y se
clavó en la tierra. El capitán Madwell estuvo a punto de caer sobre su obra. El moribundo
encogió las piernas, y al mismo tiempo se llevó el brazo al pecho, sujetando el acero con
tanta fuerza que los nudillos de la mano se le pusieron blancos. Con este violento pero
inútil esfuerzo por quitarse la espada, agrandó la herida, por la que escapó un hilo de
sangre, que se filtró sinuosamente por el roto uniforme.
En ese momento tres hombres salían silenciosamente del montecito de arbustos que
había ocultado su avance. Dos eran enfermeros y traían angarillas.
El tercero era el mayor Creede Halcrow.
La lucha había sido dura e incesante. Todos los sentidos lo atestiguaban: hasta el
gusto de la batalla flotaba en el aire. Pero ya había terminado; sólo quedaba auxiliar a los
heridos y enterrar a los muertos...; "limpiar un poco", como decía el humorista del pelotón
de sepultureros. Era bastante lo que había que limpiar. Hasta donde abarcaba la vista
dentro del bosque, entre los árboles descuajados, veíanse restos de hombres y caballos,
entre los que se movían los camilleros recogiendo y transportando a los pocos que daban
señales de vida. La mayor parte de los heridos habían muerto desangrados, cuando hasta
el derecho de atenderlos se hallaba en disputa. Los heridos tenían que esperar,
reglamentaban las ordenanzas del ejército. La mejor manera de cuidarlos es ganar la
batalla. Debe admitirse que la victoria es una indudable ventaja para un hombre que
necesita atención médica, pero muchos no viven para sacarle partido.
Los muertos eran puestos en hilera, en grupos de quince o veinte, mientras se
cavaban las fosas que habían de recibirlos. A algunos, que estaban demasiado lejos, se les
enterraba donde habían caído. Nadie se esforzaba demasiado por identificarlos, aunque en
la mayoría de los casos los pelotones de enterradores que espigaban en el mismo terreno
que contribuyeran a segar anotaban los nombres de los muertos victoriosos. A las bajas
enemigas, ya era bastante que las contaran. Aunque esto tenía su compensación, porque a
muchos los contaban varias veces; de ahí que el total que aparecía en el comunicado del
comandante vencedor denotaba más bien una esperanza que un resultado.
A corta distancia del sitio donde uno de los pelotones de enterradores había
establecido su "vivac de la muerte", un oficial de los federales se apoyaba contra un árbol.
Desde los pies hasta el cuello, su actitud era de fatiga en reposo. Pero la cabeza movíase
inquieta de un lado a otro. Su mente, al parecer, no descansaba. Quizá no sabía en qué
dirección marcharse. Lo más probable era que no permaneciese allí mucho tiempo, porque
ya los rayos oblicuos del sol poniente manchaban de rojo los claros del bosque, y los
soldados exhaustos abandonaban su tarea. Era difícil que pernoctara entre los muertos.
Después de la batalla, nueve hombres de cada diez le preguntaban a uno el paradero de
alguna sección del ejército... como si alguien lo supiera. Indudablemente este oficial estaba
extraviado. Tras descansar un instante, marcharía en pos de los pelotones de sepultureros.
Cuando todos se fueron, empezó a caminar a través del bosque, en dirección al rojo
poniente, cuya luz le manchaba la cara con reflejos sanguíneos. El aire de confianza con
que ahora avanzaba sugería que estaba en terreno familiar; había logrado orientarse.
Marchaba sin mirar los muertos que yacían a derecha e izquierda. Tampoco le detenía la
sorda queja de algún infeliz, olvidado por los grupos de rescate, que pasaría mala noche
bajo las estrellas, sin más compañía que la sed. El oficial nada podía hacer: no era médico,
no tenía agua.
Al extremo de una angosta quebrada —una simple depresión del terreno— yacía un
pequeño grupo de cadáveres. Los vio. Apartose de pronto del camino que seguía y caminó
rápido hacia ellos. Escrutándolos al pasar, se detuvo al fin ante uno que estaba a corta
distancia de los demás, cerca de un matorral de arbustos. Lo miró atentamente: parecía
moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El cuerpo gritó.
El oficial era el capitán Downing Madwell, de un regimiento de infantería de
Massachusetts, soldado inteligente y audaz, amén de hombre honorable.
En el regimiento había dos hermanos de apellido Halcrow. Caffal y Creede Halcrow.
Caffal Halcrow era sargento en la compañía del capitán Madwell. Y esos dos hombres, el
sargento y el capitán, eran íntimos amigos. Dentro de lo que permitía la diferencia de
graduación, la disparidad de obligaciones y los requisitos de la disciplina militar, estaban
siempre juntos. En realidad, se habían criado juntos. Y una costumbre del corazón no se
desarraiga fácilmente. Caffal Halcrow nada tenía de marcial en su carácter ni en sus
gustos, pero la idea. de separarse de su amigo le resultaba desagradable; y por eso se alistó
en la compañía de la que Madwell era entonces teniente. Ambos habían ascendido dos
grados, pero entre el suboficial más alto y el oficial más subalterno, el abismo social es
ancho y profundo; y aquella vieja relación, mantenida con dificultad, ya no podía ser
idéntica.
Creede Halcrow, hermano de Caffal, era mayor del regimiento. Un hombre cínico,
saturnino. Entre él y el capitán Madwell reinaba una antipatía natural, que las
circunstancias habían alimentado y fortalecido hasta convertirla en activa animosidad. De
no mediar la influencia moderadora de Caffal, es indudable que cada uno de estos
patriotas habría tratado de privar a su país de los servicios del otro...
*
Al iniciarse la batalla esa mañana, el regimiento cumplía una misión de avanzada, a
una milla del cuerpo principal del ejército. Fue atacado y casi rodeado en el bosque, pero
mantuvo a pie firme el terreno. Al disminuir momentáneamente la lucha, el mayor
Halcrow se dirigió hacia el capitán Madwell. Cambiaron un saludo formal, y dijo el
mayor:
—Capitán, el coronel le ordena avanzar con su compañía hasta el nacimiento de esa
quebrada, y mantener la posición hasta nueva orden. No necesito subrayarle el carácter
peligroso de la maniobra, pero si usted lo desea, imagino que puede entregar el mando a
su primer teniente. No se me ordenó, sin embargo, autorizar esta substitución. Es
simplemente una sugerencia personal y extraoficial.
A ese atroz insulto, replicó fríamente el capitán Madwell:
—Señor, le invito a participar en la maniobra. Un oficial montado sería un blanco
perfecto, y siempre he sostenido la opinión de que usted valdría más si estuviera muerto.
Ya en 1862 se cultivaba en los círculos militares el arte de la réplica.
Media hora más tarde la compañía del capitán Madwell fue desalojada de su
posición, con pérdidas equivalentes a un tercio de sus efectivos. Entre los muertos estaba
el sargento Halcrow. Poco después el regimiento debió replegarse a las líneas principales,
y al terminar la lucha se encontraba a varias millas de distancia.
El capitán estaba ahora de pie junto al amigo y subordinado.
El sargento Halcrow se hallaba mortalmente herido. El desgarrado uniforme dejaba
ver el abdomen. Algunos de los botones de la casaca habían sido arrancados y estaban
dispersos por el suelo, con otros fragmentos de su ropa. El cinturón de cuero estaba
partido, y parecía que se lo hubieran arrancado de bajo del cuerpo. No había mucha
sangre derramada. La única herida visible era un ancho e irregular desgarrón en el
abdomen, sucio de tierra y hojas muertas, por donde asomaba un extremo lacerado de
intestino. En toda su experiencia, el capitán Madwell no habla visto una herida semejante.
No podía imaginar cómo fue producida, ni explicar las circunstancias que la
acompañaban: el uniforme extrañamente rasgado, el cinturón partido, las manchas de la
piel. Se arrodilló para efectuar un examen más atento. Cuando se puso de pie, volvió los
ojos en varias direcciones, como buscando un enemigo. A cincuenta yardas de distancia,
en la cresta de una loma baja, cubierta de arbustos, vio varios objetos oscuros que se
movían entre los hombres caídos...: una manada de cerdos. Uno le daba la espalda, con los
cuartos delanteros levantados. Apoyaba las patas en un cuerpo humano; la cabeza baja era
invisible. La erizada eminencia del lomo se recortaba en negro contra el rojo poniente. El
capitán Madwell apartó los ojos y volvió a clavarlos en eso que había sido su amigo.
El hombre que había padecido esas monstruosas mutilaciones estaba vivo. De a ratos
movía las piernas. Con cada inspiración lanzaba un gemido. Miraba azorado la cara del
amigo; y si éste lo tocaba, soltaba un grito. En su feroz agonía, había arañado el suelo en
que se encontraba tendido; sus manos crispadas estaban llenas de tierra, hojas y palitos.
No conseguía articular una palabra. Era imposible saber si sentía algo que no fuera dolor.
La expresión de su rostro era un ruego; en sus ojos parecía reflejarse una plegaria. ¿Qué
pedía?
Imposible equivocar el significado de esa mirada. El capitán la había visto con
demasiada frecuencia en los ojos de aquellos cuyos labios aún podían suplicar la muerte.
Conscientemente o no, este retorcido fragmento de humanidad, esta imagen del
sufrimiento, esta mezcla de hombre y bestia, este humilde Prometeo sin heroísmo,
suplicaba a todos, a todas las cosas, a todo lo que no era él, la bendición de no existir. A la
tierra y al cielo, a los árboles, al hombre, a todo cuanto adquiría forma en los sentidos o en
la conciencia, este padecer hecho carne dirigía su callada plegaria.
¿Qué significaba? Lo que concedemos a la más ruin criatura desprovista de razón
para pedirlo, lo que sólo negamos a los infortunados de nuestra propia especie: la
anhelada liberación, el rito de compasión máxima, el golpe de gracia.
El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y otra vez, sin
resultado, hasta que lo ahogó la emoción. Sus lágrimas, encegueciéndolo, cayeron sobre
aquel pálido rostro. Ahora no veía más que un objeto borroso y móvil, pero los gemidos
eran más claros que nunca, cortados a breves intervalos por agudos gritos. Dio media
vuelta, llevándose la mano a la frente, y se alejó. Los cerdos, al verlo, alzaron los hocicos
encarnados, lo miraron suspicaces un momento, y después, gruñendo ásperamente al
unísono, se alejaron a la carrera. Un caballo, con la pata horriblemente astillada por un
cañonazo, alzó la cabeza del suelo y lanzó un doloroso relincho. Madwell avanzó un paso,
desenfundó el revólver, y le pegó un tiro entre los ojos, observando atento la agonía de la
pobre bestia, que contrariamente a lo qué él esperaba, fue larga y violenta. Pero al fin
quedó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos, que habían desnudado los dientes en
una mueca atroz, parecieron aflojarse. El perfil nítido y fino de la cabeza adquirió un
aspecto de profunda paz y reposo.
En el oeste, a lo largo de la distante loma arbolada, se extinguían los últimos
esplendores del atardecer. La luz que acariciaba los troncos de los árboles se había
degradado a un gris tierno; en lo alto de las copas anidaban las sombras como grandes
pájaros oscuros. Llegaba la noche, y entre el capitán Madwell y el campamento, se
extendía a lo largo de muchos kilómetros el bosque espectral. Sin embargo, ahí estaba,
junto al animal muerto, desvinculado al parecer de cuanto le rodeaba. Los ojos clavados en
el suelo, la mano izquierda floja al costado, la derecha esgrimiendo la pistola. De pronto
alzó la cara, miró a su amigo moribundo y volvió rápidamente a su lado. Se arrodilló a
medias, montó el arma, apoyó el cañón en la frente del sargento, desvió los ojos y apretó el
gatillo.
No hubo detonación. Su última bala la había gastado en el caballo. El moribundo
gimió y sus labios se movieron convulsivamente. La espuma que brotaba de ellos tenía un
tinte sanguinolento. El capitán Madwell se puso de pie y desenvainó la espada. Pasó los
dedos de la mano izquierda a lo largo del filo desde la empuñadura a la punta. La tendió
recta ante sí como para probar sus nervios. La hoja no temblaba. El mortecino fulgor que
reflejaba la luz del cielo, permanecía inmóvil y firme. Se inclinó, desgarró con la mano
izquierda la camisa del moribundo. Irguiéndose, le puso la punta de la espada sobre el
corazón. Esta vez no apartó los ojos. Aferrando la empuñadura con ambas manos, empujó
con todas sus fuerzas. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre. Atravesó el cuerpo y se
clavó en la tierra. El capitán Madwell estuvo a punto de caer sobre su obra. El moribundo
encogió las piernas, y al mismo tiempo se llevó el brazo al pecho, sujetando el acero con
tanta fuerza que los nudillos de la mano se le pusieron blancos. Con este violento pero
inútil esfuerzo por quitarse la espada, agrandó la herida, por la que escapó un hilo de
sangre, que se filtró sinuosamente por el roto uniforme.
En ese momento tres hombres salían silenciosamente del montecito de arbustos que
había ocultado su avance. Dos eran enfermeros y traían angarillas.
El tercero era el mayor Creede Halcrow.
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El Guardián Del Muerto
I
En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada,
un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las
nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban
cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las
habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesita para leer
que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre.
Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado
que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las
paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las
facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que
en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio
que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin
más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido
sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la
iglesia —con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía
uno comprender por qué se molestaban en marcar la hora— se abrió la única puerta del
cuarto, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un
movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que
giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban
por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto era
ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes mirando el
cadáver; luego, encogiéndose levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y
levantó la persiana. Afuera, la oscuridad era absoluta; los vidrios estaban cubiertos de
polvo. Pasó la mano por el polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los
vidrios, estaba reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados en cada extremo de la
mampostería. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo. Esta circunstancia no le inspiró
mayor curiosidad y ni siquiera trató de abrirlas. Si era un prisionero, no intentaba
evadirse. Después de haber terminado la inspección del cuarto, se instaló en el sillón, sacó
un libro del bolsillo, acercó la mesita con el candelero y empezó a leer. Era un hombre
joven —no pasaría de los treinta— de tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño.
Tenía el rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa " firmeza" en el mentón
y en la mandíbula que, según dicen, es índice de un temperamento resuelto. Por la
expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso fuera poco sensible a las sugestiones de los
demás. Ahora esos ojos estaban fijos en el libro, pero de vez en cuando los apartaba para
mirar el cadáver. Al parecer, no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los
muertos ejercen sobre los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por ese
deliberado impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas impresionables y
tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera recordar la situación en que se hallaba.
Este guardián del muerto, qué duda cabe, cumplía su obligación con inteligencia y
serenidad, tal como su aspecto lo hacía presumir. Así continuó alrededor de media hora.
Después cerró el libro, quizás al terminar un capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de
pie, alzó la mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una de las
ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a la chimenea vacía
frente a la cual estuvo sentado. Al cabo de un momento fue hasta la mesa donde yacía el
cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto la cabeza: apareció una melena oscura y un
sudario de lienzo muy fino bajo el cual se distinguían aún más las facciones del muerto.
Entonces resguardó sus propios ojos de la luz, interponiendo su mano libre entre ellos y el
candelero, y detuvo en su inmóvil acompañante una severa y tranquila mirada. Satisfecho
con su examen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y antes de volver al sillón
tomó algunos fósforos del candelero y los guardó en el bolsillo de su chaqueta. Después
sacó la vela del cilindro hueco del candelero y la observó con atención, como si calculara
cuanto tiempo habría de durar. Tenía dos pulgadas de largo. ¡Una hora más, y quedaría a
oscuras! Insertó la vela en el candelero, sopló, apagó la llama.
II
En un consultorio de Kearny Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres
bebían ponche y fumaban. Era tarde, casi medianoche, y no había escaseado el ponche.
Estaban en casa del doctor Helberson, el más circunspecto de los tres. Tenía unos treinta
años. Los otros eran menores. Todos ellos médicos.
—El temor supersticioso que inspiran los muertos a los vivos es hereditario e
incurable —dijo el doctor Helberson—. No tiene por qué avergonzarnos. Es una herencia,
sencillamente, como la incapacidad para las matemáticas, o la tendencia a mentir.
Los otros rieron.
—¿Es que la mentira no debe avergonzar a un hombre? —preguntó el más joven de
los tres. Este último, en realidad, era un practicante. Todavía no se había recibido.
—Mi querido Harper, no he dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a
mentir.
—¿Pero cree usted —dijo el tercero— que este supersticioso temor a los muertos, no
fundado en razón alguna, sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún temor.
—Usted no lo siente en teoría —contestó Helberson—. Espere que se cumplan
determinadas condiciones, lo que Shakespeare llama "la confabulación de las
circunstancias", y lo verá manifestarse de una manera no muy agradable que le abrirá los
ojos. Los médicos y los soldados, desde luego, son menos vulnerables que otros a este
temor.
—¡Médicos y soldados! ¿Por qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas
las clases criminales.
—No, mi querido Mancher. Los jurados no permiten a los verdugos familiarizarse
demasiado con la muerte. De otro modo, llegaría a no conmoverlos.
El joven Harper, que había ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.
—¿Qué condiciones se requieren para que cualquier hombre nacido de mujer llegue
a tener conciencia, hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos compartimos
según usted? —preguntó con sobrada elocuencia.
—Bueno, yo diría que si un hombre estuviera encerrado toda la noche con un
cadáver, solo, en la oscuridad de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre la
cabeza y refugiarse en ellas, podría jactarse con justicia de no haber nacido de mujer; ni
siquiera, como Macduff, de ser el resultado de una cesárea.
—Pensé que sus condiciones no acabarían nunca —replicó Harper—. Pero sé de un
hombre que no vacilaría en aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.
—¿Quién es?
—Se llama Jarette. No es de California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no
tengo dinero para hacer apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera —repitió.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Prefiere jugar a comer. En cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera
algo así como una enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía religiosa.
Decididamente, Helberson empezaba a interesarse.
—¿Cómo es el tal Jarette? —preguntó.
—¿Cómo es? Se parece a Mancher. Podrían ser mellizos.
Helberson contestó resueltamente:
—Acepto la apuesta.
—Debo agradecerle muchísimo el cumplido, estoy seguro —dijo Mancher
arrastrando las palabras. Se estaba durmiendo. Agregó—: ¿Puedo entrar en la apuesta?
—No contra mí —dijo Helberson—. No quiero su dinero.
—Muy bien. Entonces seré el cadáver.
Los otros se echaron a reír.
Ya hemos visto el resultado de esta descabellada conversación.
III
Al apagar la escasa ración de su vela, el señor Jarette se propuso conservarla para
alguna imprevista necesidad. Quizá pensara vagamente que tanto daba estar a oscuras al
principio como al fin, y ese cabo de vela, en caso de que la situación se hiciera realmente
insoportable, le garantizaba un medio de alivio, o hasta de libertad. De cualquier modo era
prudente contar con una pequeña reserva de luz, aunque sólo fuera para poder mirar el
reloj.
No bien apagó la vela y la colocó a su lado, en el suelo, se instaló cómodamente en el
sillón, echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Deseaba y esperaba dormir. Quedó
decepcionado; nunca en su vida había tenido menos sueño. Pocos minutos después se dio
por vencido. Pero entonces ¿qué hacer? No podía andar a tientas en la oscuridad más
absoluta, corriendo el peligro de tropezar con las paredes, también de llevarse por delante
la mesa y perturbar descomedidamente al muerto. Nadie discute el derecho de los
muertos de descansar en paz, exentos de cualquier violencia. Jarette casi logró persuadirse
de que consideraciones semejantes, reteniéndolo en el sillón, lo obligaban a no afrontar
una probable caída.
Mientras pensaba en ello, creyó haber oído un leve ruido que llegaba de la mesa. Qué
clase de ruido era, no hubiese podido decirlo. Continuó inmóvil. ¿Para qué volver la
cabeza en la oscuridad? Sin embargo, escuchó atentamente. ¿Por qué no habría de hacerlo?
Y mientras escuchaba, sintiendo como un vértigo, se aferró a los brazos del sillón. Le
zumbaban los oídos, la sangre se le subía a la cabeza, el chaleco le apretaba el tórax. Se
preguntó a qué obedecían esas molestias ¿Eran síntomas de miedo? Hundió el pecho,
lanzando un profundo suspiro, y cuando la gran cantidad de aire con que llenó de nuevo
sus pulmones exhaustos hizo desaparecer aquella sensación de vértigo, comprendió que
en el afán de escuchar había contenido la respiración hasta llegar por poco a sofocarse. Era
una revelación humillante. Se levantó, empujó el sillón con el pie y avanzó hasta el centro
del cuarto. Pero no avanzaba mucho en la oscuridad. Tanteando, encontró la pared, siguió
hasta el rincón, dio vuelta, pasó las dos ventanas y allí, en el otro rincón, entró en violento
contacto con la mesita y la tiró al suelo. El ruido lo hizo estremecer. Quedó fastidiado.
¿Cómo diablos pude olvidar dónde coloqué la mesita?, murmuró, buscando su camino a
lo largo de la tercera pared con el propósito de llegar a la chimenea.
Debo poner las cosas en su justo sitio, dijo el señor Jarette, y palpó el piso hasta dar
con el candelero.
Cuando por fin lo encendió, volvió los ojos a la mesa de cocina donde, naturalmente,
nada había cambiado. La mesita con el atril seguía en el suelo. Había olvidado poner las
cosas en su justo sitio. Paseó la mirada por el cuarto, desplazando las sombras más
profundas con el candelero, llegó hasta la puerta, hizo girar el picaporte y empujó con
todas sus fuerzas. Como la puerta no cediera, sintió una especie de satisfacción. Más aún,
corrió el pestillo que tenía por dentro y en el cual no había reparado en el momento de
entrar. Volvió a sentarse y miró su reloj; eran las nueve y media. Sorprendido, pegó el reloj
a la oreja: oyó el tictac del minutero. Ahora la vela estaba sensiblemente más corta.
Apagándola nuevamente, la colocó en el piso junto a él, como antes. El señor Jarette no
estaba cómodo; estaba profundamente insatisfecho con el ambiente que lo rodeaba, y
consigo mismo por sentirse insatisfecho. ¿Qué puedo temer? —pensó—. Esto es ridículo y
vergonzoso. No seré tan estúpido. Pero no infunde valor el decirnos seamos valientes, ni
reconocer que en tal o cual circunstancia nos beneficia el decirlo. Mientras más se
condenaba a sí mismo, más argumentos encontraba Jarette para fundar su condena.
Mientras mayor era el número de sus tranquilizadoras y armoniosas variaciones sobre el
tema de la inocuidad de los difuntos, menos podía soportar sus propias y discordantes
inquietudes. Cómo es posible —exclamó en medio de la angustia de su espíritu—, cómo es
posible que yo, tan luego yo, que no tengo supersticiones de ninguna clase, que no creo en
la inmortalidad del alma, que sé, y ahora más que nunca, que la vida ultraterrena no es
sino el sueño de un deseo, pierda mi apuesta, y junto con mi apuesta ¡el honor, la propia
estimación, tal vez el juicio! ¡Todo porque algunos de mis salvajes antepasados, que vivían
en las cavernas, concibieron la monstruosa idea de que los muertos se levantan y caminan
por la noche! En eso, distintamente, inequívocamente, el señor Jarette oyó tras de sí un
leve ruido de pasos, cautelosos, nítidos, cada vez más próximos.
IV
A la mañana siguiente, poco antes del amanecer, el doctor Helberson y su joven
amigo Harper recorrían muy despacio las calles de la Costa Norte. Iban al cupé del doctor.
—Joven inexperto —dijo el hombre de más edad—, ¿aún tiene usted confianza en el
valor o en la estolidez de su amigo? ¿Cree usted que he perdido mi apuesta?
—Sé que la ha perdido —dijo el otro, pero esta vez con menos énfasis.
—Bueno, de todo corazón espero que así sea —lo dijo con formalidad casi solemne—.
Harper, este asunto me inquieta —agregó a la media luz intermitente que entraba
oblicuamente en el cupé, cuando pasaban junto a los faroles de la calle, su rostro tenía un
aspecto muy severo—. No habría aceptado la apuesta si su amigo no me hubiese irritado
por el desdén que demostró ante mi duda sobre su incapacidad de resistencia, una
condición meramente física, y por haber sugerido con impasible descortesía que el cadáver
fuera el de un médico. Si algo sucediera, estamos perdidos. Mucho me temo que lo
merecemos.
—¿Qué puede suceder? Hasta si el asunto tomara un sesgo grave, cosa que no creo,
Mancher sólo tiene que resucitar y explicar cómo sucedió. Muy diferente sería con un
sujeto auténtico de la Morgue, o con uno de sus pacientes difuntos.
El doctor Mancher, por lo tanto había cumplido su promesa: era el cadáver. El doctor
Helberson permaneció largo rato silencioso mientras el cupé, a paso de tortuga, tomaba
por la misma calle que ya había recorrido dos o tres veces.
—Bueno —dijo por fin—, esperemos que Manchester, si ha necesitado resucitar de
entre los muertos, se haya conducido con discreción. De otro modo, su error empeoraría
las cosas.
—Sí, Jarette podría matarlo —dijo Harper—. Cuando el cupé pasó junto a un farol de
gas, miró su reloj—. Pero ya son casi las cuatro de la mañana —agregó.
Un momento después los dos hombres bajaban del coche y caminaban
impetuosamente hacia la casa durante mucho tiempo vacía, perteneciente al doctor
Herlberson, en la cual habían encerrado al señor Jarette. Al acercarse, encontraron a un
hombre que corría. Se detuvo de golpe.
—¿Pueden decirme —les gritó— dónde hay un médico?
—¿Qué ocurre? —preguntó Helberson, evasivamente.
—Vaya y vea con sus propios ojos —dijo el hombre prosiguiendo su carrera.
Se apresuraron, llegaron a la casa. En la puerta de calle vieron entrar a varias
personas muy excitadas. Al lado y al frente, en los edificios vecinos, asomaban muchas
cabezas por las ventanas abiertas de par en par. Los dueños de aquellas cabezas hacían
preguntas y no contestaban a las preguntas que les dirigían. Había luz en los pocos cuartos
con las ventanas cerradas: sus ocupantes se estaban vistiendo para bajar. El farol de la
calle, justo enfrente de la casa que era el centro de todas las miradas, arrojaba sobre la
escena una débil luz amarilla, como insinuando que podía descubrir muchos otros
pormenores si lo hubiese querido. Harper, mortalmente pálido, se detuvo junto a la puerta
y posó su mano en el brazo de su acompañante. Dijo:
—Estamos perdidos, doctor. Tenemos la suerte en contra. No entremos. Es preferible
escapar.
Sus desaprensivas palabras contrastaban con el tono extrañamente agitado de la voz.
—Yo soy médico —dijo el doctor Helberson tranquilamente—. Necesitan uno.
Subieron unos pocos peldaños y se dispusieron a entrar. La puerta cancel estaba
abierta. El farol de la calle iluminaba el umbral lleno de gente. Algunas personas habían
llegado al último tramo de la escalera; como no las dejaran seguir adelante, allí
aguardaban, apostadas. Todas hablaban a la vez. Súbitamente, hubo una gran conmoción:
se abrió una puerta y un hombre se lanzó contra los que intentaban detenerlo. Cayó sobre
los asustados curiosos, haciéndolos a un lado, obligándolos a ponerse de espaldas a la
pared o a prenderse de la baranda, tomándolos por el cuello y golpeándolos
bárbaramente, o arrojándolos escaleras abajo y pasándolos por encima. Andaba sin
sombrero, con la ropa en desorden. Más aterradora que su fuerza, en apariencia
sobrehumana, era la expresión de sus ojos desorbitados e inquietos. Su cara,
cuidadosamente afeitada, estaba exangüe. Tenía el pelo blanco como la nieve. Como
hubiera más espacio al pie de la escalera, y la multitud se hiciera a un lado para dejarlo
pasar, Harper gritó:
—¡Jarette, Jarette!
El doctor Helbeson tomó a Harper por las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia
atrás. El hombre los miró sin parecer reconocerlos, bajó los pocos peldaños que conducían
de la puerta cancel a la de la calle, y desapareció. Un policía corpulento, que no había
logrado bajar con tanto éxito, surgió momentos después y corrió tras él, mientras las
cabezas de las ventanas —ahora de mujeres y niños— gritaban:
—¡Por allí, por allí!
Ya la escalera estaba en parte despejada. Casi toda la muchedumbre se había
precipitado a la calle para observar la fuga y persecución. El doctor Helberson, seguido de
Harper, pudo llegar hasta arriba.
En la puerta que daba al último corredor, un agente de policía les interceptó el paso.
—Somos médicos, —dijo el doctor, y entraron a un cuarto lleno de hombres apiñados
alrededor de una mesa. Apenas se distinguían en la penumbra. Los recién venidos,
adelantándose dificultosamente, miraron por encima de los que estaban en primera fila.
En la mesa, con las piernas tapadas con unas sábanas, yacía el cuerpo de un hombre. Los
rayos de una linterna que sostenía un policía, de pie junto al cadáver, lo iluminaban
brillantemente. Todos los demás, el policía mismo, estaban en la sombra, excepto aquellos
muy próximos a la cabeza del muerto. El rostro del muerto, amarillo, repulsivo, horrible,
tenía los ojos a medio abrir, mirando hacia el techo, la mandíbula caída; en los labios, en el
mentón, en las mejillas había rastros de espuma. Un hombre alto, evidentemente un
médico, se inclinó sobre el cadáver, le pasó la mano por debajo de la pechera de la camisa
y le introdujo dos dedos en la boca abierta.
—Hace casi tres horas que este hombre ha muerto —dijo—. Es un caso para el
médico forense.
Sacó una tarjeta de bolsillo, la entregó al oficial y se abrió camino hasta la puerta.
—¡Váyanse todos! ¡Fuera! —gritó el oficial bruscamente, y el cuerpo del muerto
desapareció como por arte de magia cuando la linterna enfocó, aquí y allá, las caras de la
multitud.
El efecto fue increíble. Los hombres, enceguecidos, confusos, casi aterrorizados, se
precipitaron ruidosamente hacia la puerta apretujándose, codeándose y cayendo los unos
encima de los otros a medida que iban saliendo, como las huestes de la noche heridas por
los dardos de Apolo. Sobre la masa tumultuosa, acorralada, el oficial disparaba su luz
implacable, incesante. Arrastrados por la corriente, Helberson y Harper fueron barridos
del cuarto y lanzados a la calle escaleras abajo.
—¡Dios mío, doctor! ¿No le dije que Jarette lo mataría? —exclamó Harper no bien se
apartaron de la multitud.
—Entiendo que sí —replicó el otro sin aparente emoción.
Prosiguieron caminando en silencio hacia el este, ya gris; se perfilaban las viviendas
sobre la línea de la colina. Ya andaba por las calles el carro del lechero. Muy pronto el
panadero entraría en escena. Se oían vocear los primeros diarios.
—Tengo la impresión, jovencito —dijo el doctor Helberson—, que usted y yo hemos
trasnochado demasiado en los últimos tiempos. No es bueno para la salud. Necesitamos
un cambio. ¿Qué le parecería un viaje a Europa?
—¿Cuándo?
—En cualquier momento. Esta tarde a las cuatro, por ejemplo, sería una hora
conveniente.
—Lo encontraré en el barco —dijo Harper.
V
Estos dos hombres, siete años después, conversaban amigablemente en Nueva York,
sentados en un banco de Madison Square. Un tercero, que los había estado observando sin
que ellos lo advirtieran, terminó por acercarse y los saludó con la mayor cortesía,
quitándose el sombrero y descubriendo su pelo ondulado, blanco como la nieve. Dijo:
—Les pido disculpas, señores, pero cuando se ha matado a un hombre para poder
resucitar, es mejor ponerse sus ropas y escaparse en la primera oportunidad.
Helberson y Harper cambiaron miradas significativas. Parecían divertidos.
Helberson miró con simpatía al desconocido y replicó:
—Esa fue siempre mi idea. Estoy enteramente de acuerdo con sus ventaj...
Súbitamente se detuvo, mortalmente pálido. Clavó los ojos en el hombre y quedó
boquiabierto. Temblaba.
—¡Ah! —exclamó el desconocido—, veo que se siente usted mal, doctor. En caso de
que no pueda atenderse, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacerlo por usted.
—¿Quién diablos es usted? —preguntó Harper desafiante.
El desconocido se acercó más a ellos. Inclinándose susurró:
—A veces me llamo a mí mismo Jarette, pero no tengo inconveniente en decirles,
dada la vieja amistad que nos une, que soy el doctor William Mancher. Los dos hombres
saltaron del banco.
—¡Mancher! —exclamaron jadeantes, y Helberson agregó:
—¡Dios mío, es verdad!
El desconocido sonrió vagamente.
—Sí —dijo—, es bastante cierto, qué duda cabe.
Vaciló, como si intentara recordar algo, y luego empezó a tararear una canción
popular. Se hubiera dicho que los dos hombres ya no le interesaban.
—Mire usted, Mancher —dijo el doctor Helberson—, cuéntenos exactamente lo que
ocurrió aquella noche a Jarette, desde luego.
—Ah, sí, a Jarette —dijo el otro—. Es extraño que haya olvidado contárselos a
ustedes. Lo cuento tan a menudo. Vean ustedes, yo sabía, porque le oí a él mismo decirlo,
que no estaba demasiado tranquilo. Entonces no resistí a la tentación de volver a la vida y
entretenerme un poco a costa de él. No pude resistir, en verdad. Todo estaba muy bien,
pero no pensé, seriamente. Y después... bueno, fue toda una historia hacerlo ocupar mi
lugar, y entonces. ¡Malditos sean ustedes, no podía salir! ¡Malditos sean!
Nada semejante a la ferocidad con que articuló las últimas palabras. Los otros dos
retrocedieron alarmados.
—¿Nosotros? ¿Cómo, cómo? —balbuceó Helberson, perdiendo por completo el
dominio de sí—. Nosotros no tenemos nada que ver en eso.
—¿No dije que ustedes eran los doctores Hellborn y Sharper1? —preguntó el loco,
riendo.
—Mi nombre es Helberson, y este caballero es el señor Harper —le contestó,
tranquilizado—. Pero ahora no somos médicos. Somos... bueno, hablemos claro, viejo,
somos jugadores.
—Muy buena profesión. Muy buena, en verdad. Y dicho sea de paso, espero que
Sharper, aquí presente, haya pagado lo que apostó a Jarette, como un honesto jugador. Sí,
una profesión muy buena y honorable —repitió con aire pensativo. Antes de alejarse,
El Guardián Del Muerto
I
En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada,
un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las
nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban
cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las
habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesita para leer
que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre.
Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado
que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las
paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las
facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que
en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio
que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin
más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido
sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la
iglesia —con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía
uno comprender por qué se molestaban en marcar la hora— se abrió la única puerta del
cuarto, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un
movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que
giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban
por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto era
ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes mirando el
cadáver; luego, encogiéndose levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y
levantó la persiana. Afuera, la oscuridad era absoluta; los vidrios estaban cubiertos de
polvo. Pasó la mano por el polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los
vidrios, estaba reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados en cada extremo de la
mampostería. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo. Esta circunstancia no le inspiró
mayor curiosidad y ni siquiera trató de abrirlas. Si era un prisionero, no intentaba
evadirse. Después de haber terminado la inspección del cuarto, se instaló en el sillón, sacó
un libro del bolsillo, acercó la mesita con el candelero y empezó a leer. Era un hombre
joven —no pasaría de los treinta— de tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño.
Tenía el rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa " firmeza" en el mentón
y en la mandíbula que, según dicen, es índice de un temperamento resuelto. Por la
expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso fuera poco sensible a las sugestiones de los
demás. Ahora esos ojos estaban fijos en el libro, pero de vez en cuando los apartaba para
mirar el cadáver. Al parecer, no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los
muertos ejercen sobre los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por ese
deliberado impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas impresionables y
tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera recordar la situación en que se hallaba.
Este guardián del muerto, qué duda cabe, cumplía su obligación con inteligencia y
serenidad, tal como su aspecto lo hacía presumir. Así continuó alrededor de media hora.
Después cerró el libro, quizás al terminar un capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de
pie, alzó la mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una de las
ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a la chimenea vacía
frente a la cual estuvo sentado. Al cabo de un momento fue hasta la mesa donde yacía el
cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto la cabeza: apareció una melena oscura y un
sudario de lienzo muy fino bajo el cual se distinguían aún más las facciones del muerto.
Entonces resguardó sus propios ojos de la luz, interponiendo su mano libre entre ellos y el
candelero, y detuvo en su inmóvil acompañante una severa y tranquila mirada. Satisfecho
con su examen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y antes de volver al sillón
tomó algunos fósforos del candelero y los guardó en el bolsillo de su chaqueta. Después
sacó la vela del cilindro hueco del candelero y la observó con atención, como si calculara
cuanto tiempo habría de durar. Tenía dos pulgadas de largo. ¡Una hora más, y quedaría a
oscuras! Insertó la vela en el candelero, sopló, apagó la llama.
II
En un consultorio de Kearny Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres
bebían ponche y fumaban. Era tarde, casi medianoche, y no había escaseado el ponche.
Estaban en casa del doctor Helberson, el más circunspecto de los tres. Tenía unos treinta
años. Los otros eran menores. Todos ellos médicos.
—El temor supersticioso que inspiran los muertos a los vivos es hereditario e
incurable —dijo el doctor Helberson—. No tiene por qué avergonzarnos. Es una herencia,
sencillamente, como la incapacidad para las matemáticas, o la tendencia a mentir.
Los otros rieron.
—¿Es que la mentira no debe avergonzar a un hombre? —preguntó el más joven de
los tres. Este último, en realidad, era un practicante. Todavía no se había recibido.
—Mi querido Harper, no he dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a
mentir.
—¿Pero cree usted —dijo el tercero— que este supersticioso temor a los muertos, no
fundado en razón alguna, sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún temor.
—Usted no lo siente en teoría —contestó Helberson—. Espere que se cumplan
determinadas condiciones, lo que Shakespeare llama "la confabulación de las
circunstancias", y lo verá manifestarse de una manera no muy agradable que le abrirá los
ojos. Los médicos y los soldados, desde luego, son menos vulnerables que otros a este
temor.
—¡Médicos y soldados! ¿Por qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas
las clases criminales.
—No, mi querido Mancher. Los jurados no permiten a los verdugos familiarizarse
demasiado con la muerte. De otro modo, llegaría a no conmoverlos.
El joven Harper, que había ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.
—¿Qué condiciones se requieren para que cualquier hombre nacido de mujer llegue
a tener conciencia, hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos compartimos
según usted? —preguntó con sobrada elocuencia.
—Bueno, yo diría que si un hombre estuviera encerrado toda la noche con un
cadáver, solo, en la oscuridad de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre la
cabeza y refugiarse en ellas, podría jactarse con justicia de no haber nacido de mujer; ni
siquiera, como Macduff, de ser el resultado de una cesárea.
—Pensé que sus condiciones no acabarían nunca —replicó Harper—. Pero sé de un
hombre que no vacilaría en aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.
—¿Quién es?
—Se llama Jarette. No es de California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no
tengo dinero para hacer apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera —repitió.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Prefiere jugar a comer. En cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera
algo así como una enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía religiosa.
Decididamente, Helberson empezaba a interesarse.
—¿Cómo es el tal Jarette? —preguntó.
—¿Cómo es? Se parece a Mancher. Podrían ser mellizos.
Helberson contestó resueltamente:
—Acepto la apuesta.
—Debo agradecerle muchísimo el cumplido, estoy seguro —dijo Mancher
arrastrando las palabras. Se estaba durmiendo. Agregó—: ¿Puedo entrar en la apuesta?
—No contra mí —dijo Helberson—. No quiero su dinero.
—Muy bien. Entonces seré el cadáver.
Los otros se echaron a reír.
Ya hemos visto el resultado de esta descabellada conversación.
III
Al apagar la escasa ración de su vela, el señor Jarette se propuso conservarla para
alguna imprevista necesidad. Quizá pensara vagamente que tanto daba estar a oscuras al
principio como al fin, y ese cabo de vela, en caso de que la situación se hiciera realmente
insoportable, le garantizaba un medio de alivio, o hasta de libertad. De cualquier modo era
prudente contar con una pequeña reserva de luz, aunque sólo fuera para poder mirar el
reloj.
No bien apagó la vela y la colocó a su lado, en el suelo, se instaló cómodamente en el
sillón, echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Deseaba y esperaba dormir. Quedó
decepcionado; nunca en su vida había tenido menos sueño. Pocos minutos después se dio
por vencido. Pero entonces ¿qué hacer? No podía andar a tientas en la oscuridad más
absoluta, corriendo el peligro de tropezar con las paredes, también de llevarse por delante
la mesa y perturbar descomedidamente al muerto. Nadie discute el derecho de los
muertos de descansar en paz, exentos de cualquier violencia. Jarette casi logró persuadirse
de que consideraciones semejantes, reteniéndolo en el sillón, lo obligaban a no afrontar
una probable caída.
Mientras pensaba en ello, creyó haber oído un leve ruido que llegaba de la mesa. Qué
clase de ruido era, no hubiese podido decirlo. Continuó inmóvil. ¿Para qué volver la
cabeza en la oscuridad? Sin embargo, escuchó atentamente. ¿Por qué no habría de hacerlo?
Y mientras escuchaba, sintiendo como un vértigo, se aferró a los brazos del sillón. Le
zumbaban los oídos, la sangre se le subía a la cabeza, el chaleco le apretaba el tórax. Se
preguntó a qué obedecían esas molestias ¿Eran síntomas de miedo? Hundió el pecho,
lanzando un profundo suspiro, y cuando la gran cantidad de aire con que llenó de nuevo
sus pulmones exhaustos hizo desaparecer aquella sensación de vértigo, comprendió que
en el afán de escuchar había contenido la respiración hasta llegar por poco a sofocarse. Era
una revelación humillante. Se levantó, empujó el sillón con el pie y avanzó hasta el centro
del cuarto. Pero no avanzaba mucho en la oscuridad. Tanteando, encontró la pared, siguió
hasta el rincón, dio vuelta, pasó las dos ventanas y allí, en el otro rincón, entró en violento
contacto con la mesita y la tiró al suelo. El ruido lo hizo estremecer. Quedó fastidiado.
¿Cómo diablos pude olvidar dónde coloqué la mesita?, murmuró, buscando su camino a
lo largo de la tercera pared con el propósito de llegar a la chimenea.
Debo poner las cosas en su justo sitio, dijo el señor Jarette, y palpó el piso hasta dar
con el candelero.
Cuando por fin lo encendió, volvió los ojos a la mesa de cocina donde, naturalmente,
nada había cambiado. La mesita con el atril seguía en el suelo. Había olvidado poner las
cosas en su justo sitio. Paseó la mirada por el cuarto, desplazando las sombras más
profundas con el candelero, llegó hasta la puerta, hizo girar el picaporte y empujó con
todas sus fuerzas. Como la puerta no cediera, sintió una especie de satisfacción. Más aún,
corrió el pestillo que tenía por dentro y en el cual no había reparado en el momento de
entrar. Volvió a sentarse y miró su reloj; eran las nueve y media. Sorprendido, pegó el reloj
a la oreja: oyó el tictac del minutero. Ahora la vela estaba sensiblemente más corta.
Apagándola nuevamente, la colocó en el piso junto a él, como antes. El señor Jarette no
estaba cómodo; estaba profundamente insatisfecho con el ambiente que lo rodeaba, y
consigo mismo por sentirse insatisfecho. ¿Qué puedo temer? —pensó—. Esto es ridículo y
vergonzoso. No seré tan estúpido. Pero no infunde valor el decirnos seamos valientes, ni
reconocer que en tal o cual circunstancia nos beneficia el decirlo. Mientras más se
condenaba a sí mismo, más argumentos encontraba Jarette para fundar su condena.
Mientras mayor era el número de sus tranquilizadoras y armoniosas variaciones sobre el
tema de la inocuidad de los difuntos, menos podía soportar sus propias y discordantes
inquietudes. Cómo es posible —exclamó en medio de la angustia de su espíritu—, cómo es
posible que yo, tan luego yo, que no tengo supersticiones de ninguna clase, que no creo en
la inmortalidad del alma, que sé, y ahora más que nunca, que la vida ultraterrena no es
sino el sueño de un deseo, pierda mi apuesta, y junto con mi apuesta ¡el honor, la propia
estimación, tal vez el juicio! ¡Todo porque algunos de mis salvajes antepasados, que vivían
en las cavernas, concibieron la monstruosa idea de que los muertos se levantan y caminan
por la noche! En eso, distintamente, inequívocamente, el señor Jarette oyó tras de sí un
leve ruido de pasos, cautelosos, nítidos, cada vez más próximos.
IV
A la mañana siguiente, poco antes del amanecer, el doctor Helberson y su joven
amigo Harper recorrían muy despacio las calles de la Costa Norte. Iban al cupé del doctor.
—Joven inexperto —dijo el hombre de más edad—, ¿aún tiene usted confianza en el
valor o en la estolidez de su amigo? ¿Cree usted que he perdido mi apuesta?
—Sé que la ha perdido —dijo el otro, pero esta vez con menos énfasis.
—Bueno, de todo corazón espero que así sea —lo dijo con formalidad casi solemne—.
Harper, este asunto me inquieta —agregó a la media luz intermitente que entraba
oblicuamente en el cupé, cuando pasaban junto a los faroles de la calle, su rostro tenía un
aspecto muy severo—. No habría aceptado la apuesta si su amigo no me hubiese irritado
por el desdén que demostró ante mi duda sobre su incapacidad de resistencia, una
condición meramente física, y por haber sugerido con impasible descortesía que el cadáver
fuera el de un médico. Si algo sucediera, estamos perdidos. Mucho me temo que lo
merecemos.
—¿Qué puede suceder? Hasta si el asunto tomara un sesgo grave, cosa que no creo,
Mancher sólo tiene que resucitar y explicar cómo sucedió. Muy diferente sería con un
sujeto auténtico de la Morgue, o con uno de sus pacientes difuntos.
El doctor Mancher, por lo tanto había cumplido su promesa: era el cadáver. El doctor
Helberson permaneció largo rato silencioso mientras el cupé, a paso de tortuga, tomaba
por la misma calle que ya había recorrido dos o tres veces.
—Bueno —dijo por fin—, esperemos que Manchester, si ha necesitado resucitar de
entre los muertos, se haya conducido con discreción. De otro modo, su error empeoraría
las cosas.
—Sí, Jarette podría matarlo —dijo Harper—. Cuando el cupé pasó junto a un farol de
gas, miró su reloj—. Pero ya son casi las cuatro de la mañana —agregó.
Un momento después los dos hombres bajaban del coche y caminaban
impetuosamente hacia la casa durante mucho tiempo vacía, perteneciente al doctor
Herlberson, en la cual habían encerrado al señor Jarette. Al acercarse, encontraron a un
hombre que corría. Se detuvo de golpe.
—¿Pueden decirme —les gritó— dónde hay un médico?
—¿Qué ocurre? —preguntó Helberson, evasivamente.
—Vaya y vea con sus propios ojos —dijo el hombre prosiguiendo su carrera.
Se apresuraron, llegaron a la casa. En la puerta de calle vieron entrar a varias
personas muy excitadas. Al lado y al frente, en los edificios vecinos, asomaban muchas
cabezas por las ventanas abiertas de par en par. Los dueños de aquellas cabezas hacían
preguntas y no contestaban a las preguntas que les dirigían. Había luz en los pocos cuartos
con las ventanas cerradas: sus ocupantes se estaban vistiendo para bajar. El farol de la
calle, justo enfrente de la casa que era el centro de todas las miradas, arrojaba sobre la
escena una débil luz amarilla, como insinuando que podía descubrir muchos otros
pormenores si lo hubiese querido. Harper, mortalmente pálido, se detuvo junto a la puerta
y posó su mano en el brazo de su acompañante. Dijo:
—Estamos perdidos, doctor. Tenemos la suerte en contra. No entremos. Es preferible
escapar.
Sus desaprensivas palabras contrastaban con el tono extrañamente agitado de la voz.
—Yo soy médico —dijo el doctor Helberson tranquilamente—. Necesitan uno.
Subieron unos pocos peldaños y se dispusieron a entrar. La puerta cancel estaba
abierta. El farol de la calle iluminaba el umbral lleno de gente. Algunas personas habían
llegado al último tramo de la escalera; como no las dejaran seguir adelante, allí
aguardaban, apostadas. Todas hablaban a la vez. Súbitamente, hubo una gran conmoción:
se abrió una puerta y un hombre se lanzó contra los que intentaban detenerlo. Cayó sobre
los asustados curiosos, haciéndolos a un lado, obligándolos a ponerse de espaldas a la
pared o a prenderse de la baranda, tomándolos por el cuello y golpeándolos
bárbaramente, o arrojándolos escaleras abajo y pasándolos por encima. Andaba sin
sombrero, con la ropa en desorden. Más aterradora que su fuerza, en apariencia
sobrehumana, era la expresión de sus ojos desorbitados e inquietos. Su cara,
cuidadosamente afeitada, estaba exangüe. Tenía el pelo blanco como la nieve. Como
hubiera más espacio al pie de la escalera, y la multitud se hiciera a un lado para dejarlo
pasar, Harper gritó:
—¡Jarette, Jarette!
El doctor Helbeson tomó a Harper por las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia
atrás. El hombre los miró sin parecer reconocerlos, bajó los pocos peldaños que conducían
de la puerta cancel a la de la calle, y desapareció. Un policía corpulento, que no había
logrado bajar con tanto éxito, surgió momentos después y corrió tras él, mientras las
cabezas de las ventanas —ahora de mujeres y niños— gritaban:
—¡Por allí, por allí!
Ya la escalera estaba en parte despejada. Casi toda la muchedumbre se había
precipitado a la calle para observar la fuga y persecución. El doctor Helberson, seguido de
Harper, pudo llegar hasta arriba.
En la puerta que daba al último corredor, un agente de policía les interceptó el paso.
—Somos médicos, —dijo el doctor, y entraron a un cuarto lleno de hombres apiñados
alrededor de una mesa. Apenas se distinguían en la penumbra. Los recién venidos,
adelantándose dificultosamente, miraron por encima de los que estaban en primera fila.
En la mesa, con las piernas tapadas con unas sábanas, yacía el cuerpo de un hombre. Los
rayos de una linterna que sostenía un policía, de pie junto al cadáver, lo iluminaban
brillantemente. Todos los demás, el policía mismo, estaban en la sombra, excepto aquellos
muy próximos a la cabeza del muerto. El rostro del muerto, amarillo, repulsivo, horrible,
tenía los ojos a medio abrir, mirando hacia el techo, la mandíbula caída; en los labios, en el
mentón, en las mejillas había rastros de espuma. Un hombre alto, evidentemente un
médico, se inclinó sobre el cadáver, le pasó la mano por debajo de la pechera de la camisa
y le introdujo dos dedos en la boca abierta.
—Hace casi tres horas que este hombre ha muerto —dijo—. Es un caso para el
médico forense.
Sacó una tarjeta de bolsillo, la entregó al oficial y se abrió camino hasta la puerta.
—¡Váyanse todos! ¡Fuera! —gritó el oficial bruscamente, y el cuerpo del muerto
desapareció como por arte de magia cuando la linterna enfocó, aquí y allá, las caras de la
multitud.
El efecto fue increíble. Los hombres, enceguecidos, confusos, casi aterrorizados, se
precipitaron ruidosamente hacia la puerta apretujándose, codeándose y cayendo los unos
encima de los otros a medida que iban saliendo, como las huestes de la noche heridas por
los dardos de Apolo. Sobre la masa tumultuosa, acorralada, el oficial disparaba su luz
implacable, incesante. Arrastrados por la corriente, Helberson y Harper fueron barridos
del cuarto y lanzados a la calle escaleras abajo.
—¡Dios mío, doctor! ¿No le dije que Jarette lo mataría? —exclamó Harper no bien se
apartaron de la multitud.
—Entiendo que sí —replicó el otro sin aparente emoción.
Prosiguieron caminando en silencio hacia el este, ya gris; se perfilaban las viviendas
sobre la línea de la colina. Ya andaba por las calles el carro del lechero. Muy pronto el
panadero entraría en escena. Se oían vocear los primeros diarios.
—Tengo la impresión, jovencito —dijo el doctor Helberson—, que usted y yo hemos
trasnochado demasiado en los últimos tiempos. No es bueno para la salud. Necesitamos
un cambio. ¿Qué le parecería un viaje a Europa?
—¿Cuándo?
—En cualquier momento. Esta tarde a las cuatro, por ejemplo, sería una hora
conveniente.
—Lo encontraré en el barco —dijo Harper.
V
Estos dos hombres, siete años después, conversaban amigablemente en Nueva York,
sentados en un banco de Madison Square. Un tercero, que los había estado observando sin
que ellos lo advirtieran, terminó por acercarse y los saludó con la mayor cortesía,
quitándose el sombrero y descubriendo su pelo ondulado, blanco como la nieve. Dijo:
—Les pido disculpas, señores, pero cuando se ha matado a un hombre para poder
resucitar, es mejor ponerse sus ropas y escaparse en la primera oportunidad.
Helberson y Harper cambiaron miradas significativas. Parecían divertidos.
Helberson miró con simpatía al desconocido y replicó:
—Esa fue siempre mi idea. Estoy enteramente de acuerdo con sus ventaj...
Súbitamente se detuvo, mortalmente pálido. Clavó los ojos en el hombre y quedó
boquiabierto. Temblaba.
—¡Ah! —exclamó el desconocido—, veo que se siente usted mal, doctor. En caso de
que no pueda atenderse, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacerlo por usted.
—¿Quién diablos es usted? —preguntó Harper desafiante.
El desconocido se acercó más a ellos. Inclinándose susurró:
—A veces me llamo a mí mismo Jarette, pero no tengo inconveniente en decirles,
dada la vieja amistad que nos une, que soy el doctor William Mancher. Los dos hombres
saltaron del banco.
—¡Mancher! —exclamaron jadeantes, y Helberson agregó:
—¡Dios mío, es verdad!
El desconocido sonrió vagamente.
—Sí —dijo—, es bastante cierto, qué duda cabe.
Vaciló, como si intentara recordar algo, y luego empezó a tararear una canción
popular. Se hubiera dicho que los dos hombres ya no le interesaban.
—Mire usted, Mancher —dijo el doctor Helberson—, cuéntenos exactamente lo que
ocurrió aquella noche a Jarette, desde luego.
—Ah, sí, a Jarette —dijo el otro—. Es extraño que haya olvidado contárselos a
ustedes. Lo cuento tan a menudo. Vean ustedes, yo sabía, porque le oí a él mismo decirlo,
que no estaba demasiado tranquilo. Entonces no resistí a la tentación de volver a la vida y
entretenerme un poco a costa de él. No pude resistir, en verdad. Todo estaba muy bien,
pero no pensé, seriamente. Y después... bueno, fue toda una historia hacerlo ocupar mi
lugar, y entonces. ¡Malditos sean ustedes, no podía salir! ¡Malditos sean!
Nada semejante a la ferocidad con que articuló las últimas palabras. Los otros dos
retrocedieron alarmados.
—¿Nosotros? ¿Cómo, cómo? —balbuceó Helberson, perdiendo por completo el
dominio de sí—. Nosotros no tenemos nada que ver en eso.
—¿No dije que ustedes eran los doctores Hellborn y Sharper1? —preguntó el loco,
riendo.
—Mi nombre es Helberson, y este caballero es el señor Harper —le contestó,
tranquilizado—. Pero ahora no somos médicos. Somos... bueno, hablemos claro, viejo,
somos jugadores.
—Muy buena profesión. Muy buena, en verdad. Y dicho sea de paso, espero que
Sharper, aquí presente, haya pagado lo que apostó a Jarette, como un honesto jugador. Sí,
una profesión muy buena y honorable —repitió con aire pensativo. Antes de alejarse,
agregó a modo de despedida—: Pero yo me aferro a la antigua. Soy médico en el asilo de
Bloomingdale, médico del personal. Mi tarea es cuidar al director.
1 En inglés, Hellborn significa 'infernal'; sharper, 'tahúr'.
Bloomingdale, médico del personal. Mi tarea es cuidar al director.
1 En inglés, Hellborn significa 'infernal'; sharper, 'tahúr'.
_
El Hipnotizador
El Hipnotizador
_
Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me entretengo con el
hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos similares, suelen preguntarme si tengo un
concepto claro de la naturaleza de los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan.
A esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un
investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del taller de la Naturaleza, que trata
con vulgar curiosidad de robarle los secretos del oficio. Los intereses de la ciencia tienen
tan poca importancia para mí, como parece que los míos han tenido para la ciencia.
No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante simples, y de ninguna
manera trascienden nuestros poderes de comprensión si sabemos hallar la clave; pero por
mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmente romántica y obtengo
más satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijera de mí, cuando era
un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber sido hechos más para ser mirados que
para mirar... tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su
indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras ellos parecía
—me aventuro a creerlo—, siempre más dedicada a alguna bella concepción que ha creado
a su imagen, que preocupada por las leyes de la naturaleza y la estructura material de las
cosas. Todo esto, por irrelevante y egoísta que parezca, está relacionado con la explicación
de la escasa luz que soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención
y por el que existe una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis poderes
y oportunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que presento simplemente
como relato.
La primera noción de que yo poseía extraños poderes me vino a los catorce años, en
la escuela. Habiendo olvidado una vez de llevar mi almuerzo, miraba codiciosamente el
que una niñita se disponía a comer. Levantó ella los ojos, que se encontraron con los míos
y pareció incapaz de separarlos de mi vista. Luego de un momento de vacilación, vino
hacia mí, con aire ausente, y sin una palabra me entregó la canastita con su tentador
contenido y se marchó. Con inefable encanto alivié mi hambre y destruí la canasta.
Después de lo cual ya no volví a preocuparme de traer el almuerzo: la niñita fue mi
proveedora diaria; y no sin frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión mi sencilla
necesidad, combiné el placer y el provecho, obligándola a participar del festín y
haciéndole engañosas propuestas de viandas que, eventualmente, yo consumía hasta la
última migaja. La niña estaba persuadida de haberse comido todo ella, y más tarde,
durante el día, sus llorosos lamentos de hambre sorprendían a la maestra y divertían a los
alumnos, que le pusieron el sobrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de una paz más
allá de lo comprensible.
Un aspecto desagradable de este estado de cosas, en otros sentidos tan satisfactorio,
era la necesidad de secreto: el traspaso del almuerzo, por ejemplo, debía hacerse a cierta
distancia de la enloquecedora muchedumbre, en un bosque; y me ruborizo en pensar en
los muchos otros indignos subterfugios producto de la situación. Como por naturaleza era
(y soy) de disposición franca y abierta, esto se iba haciendo cada vez más fastidioso, y si no
hubiera sido por la repugnancia de mis padres a renunciar a las obvias ventajas del nuevo
régimen, hubiera vuelto al antiguo, alegremente. El plan que finalmente adopté para
librarme de las consecuencias de mis propios poderes, despertó un amplio y vivo interés
en esa época, aunque la parte que consistió en la muerte de la niña fue severamente
condenada, pero esto no hace a la finalidad de este relato.
Después, durante unos años, tuve poca oportunidad de practicar hipnotismo; los
pequeños intentos que hice estaban desprovistos de otro premio que no fuera el
confinamiento a pan y agua, y a veces, en realidad, no traían nada mejor que el látigo de
nueve colas. Sólo cuando estaba por abandonar la escena de estos pequeños desengaños,
realicé una hazaña verdaderamente importante.
Me habían llevado a la oficina del director de la cárcel y me habían dado un traje de
civil, una irrisoria suma de dinero y una gran cantidad de consejos que, debo confesarlo,
eran de mucha mejor calidad que la ropa. Cuando atravesaba el portón hacia la luz de la
libertad, me di vuelta de súbito y, mirando seriamente en los ojos al director, lo puse
rápidamente bajo mi control.
—Usted es un avestruz —le dije.
El examen post mortem reveló que su estómago contenía una gran cantidad de
artículos indigestos, la mayor parte de metal o madera. Atragantado en el esófago, un
picaporte; lo que según el veredicto del jurado, constituyó la causa inmediata de la muerte.
Yo era por naturaleza un hijo bueno y afectuoso, pero, al retornar al mundo del que
tanto tiempo había estado separado, no pude evitar recordar que todas mis penas surgían
como un arroyuelo de la tacaña economía de mis padres en aquel asunto del almuerzo
escolar; y no tenía razón alguna para creer que se habían reformado.
En el camino entre Succotash Hill y Sud Asfixia hay unas tierras donde existió una
edificación conocida como rancho de Pete Gilstrap, en donde este caballero solía asesinar a
los viajeros para ganarse el sustento. La muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi todos
los viajes hacia otro camino ocurrieron tan al mismo tiempo que nadie ha podido decir
aún cuál fue causa y cuál efecto. De todos modos las tierras estaban ahora desiertas y el
pequeño rancho había sido incendiado hacía mucho. Mientras iba a pie a Sud Asfixia, el
hogar de mi niñez, encontré a mis padres, camino de la colina. Habían atado la yunta y
almorzaban bajo un roble, en medio de la campiña. La vista del almuerzo revivió en mí los
dolorosos recuerdos de los días escolares y despertó el león dormido en mi pecho.
Acercándome a la pareja culpable, que en seguida me reconoció, me aventuré a sugerir
que compartiría su hospitalidad.
—De este festín, hijo mío —dijo el autor de mis días, con la característica
pomposidad que la edad no había marchitado—, no hay más que para dos. No soy, eso
creo, insensible a la llama hambrienta de tus ojos, pero...
Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente tomó por llama del
hambre no era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador. En pocos segundos estaba a
mi servicio. Unos pocos más bastaron para la dama, y los dictados de un justo
reconocimiento pudieron ponerse en acción.
—Antiguo padre —dije—, imagino que ya entiendes que tú y esta señora no son ya
lo que eran.
—He observado un cierto cambio sutil —fue la dudosa respuesta del anciano
caballero—, quizás atribuible a la edad.
—Es más que eso —expliqué—, tiene que ver con el carácter, con la especie. Tú y la
señora son, en realidad, dos potros salvajes y enemigos.
—Pero, John —exclamó mi querida madre—, no quieres decir que yo...
—Señora —repliqué solemnemente, fijando mis ojos en los suyos—, lo es.
Apenas habían caído estas palabras de mis labios cuando ella estaba ya en cuatro
patas y, empujando al viejo, chillaba como un demonio y le enviaba una maligna patada a
la canilla. Un instante después él también estaba en cuatro patas, separándose de ella y
arrojándole patadas simultáneas y sucesivas. Con igual dedicación pero con inferior
agilidad, a causa de su inferior engranaje corporal, ella se ocupaba de lo mismo. Sus
piernas veloces se cruzaban y mezclaban de la más sorprendente manera; los pies se
encontraban directamente en el aire, los cuerpos lanzados hacia adelante, cayendo al suelo
con todo su peso y por momentos imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el combate,
expresando su frenesí con los innombrables sonidos de las bestias furiosas que creían ser;
toda la región resonaba con su clamor. Giraban y giraban en redondo y los golpes de sus
pies caían como rayos provenientes de las nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban
hacia adelante y retrocedían, golpeándose salvajemente con golpes descendentes de
ambos puños a la vez, y volvían a caer sobre sus manos, como incapaces de mantener la
posición erguida del cuerpo. Las manos y los pies arrancaban del suelo pasto y guijarros;
las ropas, la cara, el cabello estaban inexpresablemente desfigurados por la sangre y la
tierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la remisión de los golpes;
quejidos, gruñidos, ahogos, su recepción. Nada más auténticamente militar se vio en
Gettysburg o en Waterloo: la valentía de mis queridos padres en la hora del peligro no
dejará de ser nunca para mí fuente de orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos
estropeados, haraposos, sangrientos y quebrados vestigios de humanidad atestiguaron de
forma solemne de que el autor de la contienda era ya un huérfano.
Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y desde entonces lo he sido,
juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde, después de quince años de
proceso, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que el caso pase a la
Corte de Traslados de Nuevas Pruebas.
Tales son algunos de mis principales experimentos en la misteriosa fuerza o agente
conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o no ser empleada por hombres
malignos para finalidades indignas es algo que no sabría decir.
Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me entretengo con el
hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos similares, suelen preguntarme si tengo un
concepto claro de la naturaleza de los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan.
A esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un
investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del taller de la Naturaleza, que trata
con vulgar curiosidad de robarle los secretos del oficio. Los intereses de la ciencia tienen
tan poca importancia para mí, como parece que los míos han tenido para la ciencia.
No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante simples, y de ninguna
manera trascienden nuestros poderes de comprensión si sabemos hallar la clave; pero por
mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmente romántica y obtengo
más satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijera de mí, cuando era
un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber sido hechos más para ser mirados que
para mirar... tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su
indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras ellos parecía
—me aventuro a creerlo—, siempre más dedicada a alguna bella concepción que ha creado
a su imagen, que preocupada por las leyes de la naturaleza y la estructura material de las
cosas. Todo esto, por irrelevante y egoísta que parezca, está relacionado con la explicación
de la escasa luz que soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención
y por el que existe una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis poderes
y oportunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que presento simplemente
como relato.
La primera noción de que yo poseía extraños poderes me vino a los catorce años, en
la escuela. Habiendo olvidado una vez de llevar mi almuerzo, miraba codiciosamente el
que una niñita se disponía a comer. Levantó ella los ojos, que se encontraron con los míos
y pareció incapaz de separarlos de mi vista. Luego de un momento de vacilación, vino
hacia mí, con aire ausente, y sin una palabra me entregó la canastita con su tentador
contenido y se marchó. Con inefable encanto alivié mi hambre y destruí la canasta.
Después de lo cual ya no volví a preocuparme de traer el almuerzo: la niñita fue mi
proveedora diaria; y no sin frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión mi sencilla
necesidad, combiné el placer y el provecho, obligándola a participar del festín y
haciéndole engañosas propuestas de viandas que, eventualmente, yo consumía hasta la
última migaja. La niña estaba persuadida de haberse comido todo ella, y más tarde,
durante el día, sus llorosos lamentos de hambre sorprendían a la maestra y divertían a los
alumnos, que le pusieron el sobrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de una paz más
allá de lo comprensible.
Un aspecto desagradable de este estado de cosas, en otros sentidos tan satisfactorio,
era la necesidad de secreto: el traspaso del almuerzo, por ejemplo, debía hacerse a cierta
distancia de la enloquecedora muchedumbre, en un bosque; y me ruborizo en pensar en
los muchos otros indignos subterfugios producto de la situación. Como por naturaleza era
(y soy) de disposición franca y abierta, esto se iba haciendo cada vez más fastidioso, y si no
hubiera sido por la repugnancia de mis padres a renunciar a las obvias ventajas del nuevo
régimen, hubiera vuelto al antiguo, alegremente. El plan que finalmente adopté para
librarme de las consecuencias de mis propios poderes, despertó un amplio y vivo interés
en esa época, aunque la parte que consistió en la muerte de la niña fue severamente
condenada, pero esto no hace a la finalidad de este relato.
Después, durante unos años, tuve poca oportunidad de practicar hipnotismo; los
pequeños intentos que hice estaban desprovistos de otro premio que no fuera el
confinamiento a pan y agua, y a veces, en realidad, no traían nada mejor que el látigo de
nueve colas. Sólo cuando estaba por abandonar la escena de estos pequeños desengaños,
realicé una hazaña verdaderamente importante.
Me habían llevado a la oficina del director de la cárcel y me habían dado un traje de
civil, una irrisoria suma de dinero y una gran cantidad de consejos que, debo confesarlo,
eran de mucha mejor calidad que la ropa. Cuando atravesaba el portón hacia la luz de la
libertad, me di vuelta de súbito y, mirando seriamente en los ojos al director, lo puse
rápidamente bajo mi control.
—Usted es un avestruz —le dije.
El examen post mortem reveló que su estómago contenía una gran cantidad de
artículos indigestos, la mayor parte de metal o madera. Atragantado en el esófago, un
picaporte; lo que según el veredicto del jurado, constituyó la causa inmediata de la muerte.
Yo era por naturaleza un hijo bueno y afectuoso, pero, al retornar al mundo del que
tanto tiempo había estado separado, no pude evitar recordar que todas mis penas surgían
como un arroyuelo de la tacaña economía de mis padres en aquel asunto del almuerzo
escolar; y no tenía razón alguna para creer que se habían reformado.
En el camino entre Succotash Hill y Sud Asfixia hay unas tierras donde existió una
edificación conocida como rancho de Pete Gilstrap, en donde este caballero solía asesinar a
los viajeros para ganarse el sustento. La muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi todos
los viajes hacia otro camino ocurrieron tan al mismo tiempo que nadie ha podido decir
aún cuál fue causa y cuál efecto. De todos modos las tierras estaban ahora desiertas y el
pequeño rancho había sido incendiado hacía mucho. Mientras iba a pie a Sud Asfixia, el
hogar de mi niñez, encontré a mis padres, camino de la colina. Habían atado la yunta y
almorzaban bajo un roble, en medio de la campiña. La vista del almuerzo revivió en mí los
dolorosos recuerdos de los días escolares y despertó el león dormido en mi pecho.
Acercándome a la pareja culpable, que en seguida me reconoció, me aventuré a sugerir
que compartiría su hospitalidad.
—De este festín, hijo mío —dijo el autor de mis días, con la característica
pomposidad que la edad no había marchitado—, no hay más que para dos. No soy, eso
creo, insensible a la llama hambrienta de tus ojos, pero...
Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente tomó por llama del
hambre no era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador. En pocos segundos estaba a
mi servicio. Unos pocos más bastaron para la dama, y los dictados de un justo
reconocimiento pudieron ponerse en acción.
—Antiguo padre —dije—, imagino que ya entiendes que tú y esta señora no son ya
lo que eran.
—He observado un cierto cambio sutil —fue la dudosa respuesta del anciano
caballero—, quizás atribuible a la edad.
—Es más que eso —expliqué—, tiene que ver con el carácter, con la especie. Tú y la
señora son, en realidad, dos potros salvajes y enemigos.
—Pero, John —exclamó mi querida madre—, no quieres decir que yo...
—Señora —repliqué solemnemente, fijando mis ojos en los suyos—, lo es.
Apenas habían caído estas palabras de mis labios cuando ella estaba ya en cuatro
patas y, empujando al viejo, chillaba como un demonio y le enviaba una maligna patada a
la canilla. Un instante después él también estaba en cuatro patas, separándose de ella y
arrojándole patadas simultáneas y sucesivas. Con igual dedicación pero con inferior
agilidad, a causa de su inferior engranaje corporal, ella se ocupaba de lo mismo. Sus
piernas veloces se cruzaban y mezclaban de la más sorprendente manera; los pies se
encontraban directamente en el aire, los cuerpos lanzados hacia adelante, cayendo al suelo
con todo su peso y por momentos imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el combate,
expresando su frenesí con los innombrables sonidos de las bestias furiosas que creían ser;
toda la región resonaba con su clamor. Giraban y giraban en redondo y los golpes de sus
pies caían como rayos provenientes de las nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban
hacia adelante y retrocedían, golpeándose salvajemente con golpes descendentes de
ambos puños a la vez, y volvían a caer sobre sus manos, como incapaces de mantener la
posición erguida del cuerpo. Las manos y los pies arrancaban del suelo pasto y guijarros;
las ropas, la cara, el cabello estaban inexpresablemente desfigurados por la sangre y la
tierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la remisión de los golpes;
quejidos, gruñidos, ahogos, su recepción. Nada más auténticamente militar se vio en
Gettysburg o en Waterloo: la valentía de mis queridos padres en la hora del peligro no
dejará de ser nunca para mí fuente de orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos
estropeados, haraposos, sangrientos y quebrados vestigios de humanidad atestiguaron de
forma solemne de que el autor de la contienda era ya un huérfano.
Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y desde entonces lo he sido,
juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde, después de quince años de
proceso, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que el caso pase a la
Corte de Traslados de Nuevas Pruebas.
Tales son algunos de mis principales experimentos en la misteriosa fuerza o agente
conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o no ser empleada por hombres
malignos para finalidades indignas es algo que no sabría decir.
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El Incidente Del Puente Del Búho
El Incidente Del Puente Del Búho
_
I
Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido
discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las
muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por
encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas
sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos,
dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil,
debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado
improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán.
En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro
izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho,
postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les
interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del
entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un
bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de
allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto
ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con
aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de
bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los
espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata
de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro
derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había
un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la
izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía. La
compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en
frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El
capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin
hacer ningún gesto. Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias
respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el
código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.
El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a
juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz vertical, boca firme,
ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de
su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes
ojos de color grisáceo desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un
hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código
castrense establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes.
Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno
retiró la madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, lo
saludó y se colocó detrás de éste. El oficial, a su vez, se desplazó un paso. Estos
movimientos dejaron al reo y al suboficial en los límites de la misma tabla que cubría tres
durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del
todo, a un cuarto durmiente. La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora
lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se
balancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta acción,
debido a su simplicidad, era la más eficaz. No le habían cubierto el rostro ni vendado los
ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo y miró vagamente el agua que
corría por debajo de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que flotaba en la
superficie le llamó la atención y la siguió con la vista. Apenas avanzaba. ¡Qué indolente
corriente!
Cerró los ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos. El
agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el río contra las orillas
escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo en
conjunto lo había distraído. Y en este momento tenía plena conciencia de un nuevo motivo
de distracción. Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no
comprendía ni podía ignorar, un ruido metálico, como los martillazos de un herrero sobre
el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia
cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares plazos de
tiempo, tan pausadamente como las campanas que doblan a muerte. Esperaba cada
llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran cada vez
más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos eran menos frecuentes, pero
aumentaba su contundencia y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar...
Oía el tictac de su reloj.
Abrió los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis
manos —pensó— podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y
nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría en el bosque y huiría
hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia está
fuera del alcance de la Posición más avanzada de los invasores.» Mientras se sucedían
estos pensamientos, reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al
sargento. El suboficial se colocó en un extremo.
II
Peyton Farquhar, cultivador adinerado, provenía de una respetable familia de
Alabama. Propietario de esclavos, político, como todos los de su clase fue, por supuesto,
uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo y alma, a la causa de los Estados
del Sur. Determinadas condiciones, que no podemos divulgar aquí, impidieron que se
alistara en el valeroso ejército cuyas nefastas campañas finalizaron con la caída de Corinth,
y se enojaba de esta trabazón sin gloria, anhelando conocer la vida del soldado y encontrar
la ocasión de distinguirse. Estaba convencido de que esta ocasión llegaría para él, como
llega a todo el mundo en tiempo de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ninguna
acción le parecía demasiado modesta para la causa del Sur, ninguna aventura lo
suficientemente temeraria si era compatible con la vida de un ciudadano con alma de
soldado, que con buena voluntad y sin apenas escrúpulos admite en buena parte este
refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.
Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco,
próximo a la entrada de su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en la verja y
pidió de beber. La señora Farquhar sólo deseaba servirle con sus níveas manos. Mientras
fue a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al polvoriento soldado y le pidió
ávidamente información del frente.
—Los yanquis están reparando las vías del ferrocarril —dijo el hombre— porque se
preparan para avanzar. Han llegado hasta el Puente del Búho, lo han reparado y han
construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada en carteles por
todas partes, el comandante ha dictaminado que cualquier civil a quien se le sorprenda en
intento de sabotaje a las líneas férreas será ejecutado sin juicio previo. Yo he visto la orden.
—¿A qué distancia está el Puente del Búho? —pregunto Faquhar.
—A unos cincuenta kilómetros.
—¿No hay tropas a este lado del río?
—Un solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre la vía férrea, y un solo vigía
de este lado del puente.
—Suponiendo que un hombre —un ciudadano aficionado a la horca— pudiera
despistar la avanzadilla y lograse engañar al vigía —dijo el plantador sonriendo—, ¿qué
podría hacer?
El militar pensó:
—Estuve allí hace un mes. La creciente de este invierno pasado ha acumulado una
enorme cantidad de troncos contra el muelle, en esta parte del puente. En estos momentos
los troncos están secos y arderían con mucha facilidad.
En ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las
gracias, saludó al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora después, ya de noche,
volvió a pasar frente a la plantación en dirección al norte, de donde había venido. Aquella
tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.
III
Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió la conciencia, como si
estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la garganta,
seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes, cruzaban todo su
cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas concretas de su sistema
nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación de que un enorme torrente de fuego
le subía la temperatura insoportablemente. La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas
sensaciones le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía
un enorme dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un
péndulo de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que lo
rodeaba se alzó hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus
oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia supo que la cuerda se había
roto y él había caído al río. Ya no tenía la sensación de estrangulamiento: el nudo
corredizo alrededor de su garganta, además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus
pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los
ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable!
Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta convertirse en un
efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió a su pesar que subía de
nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado —pensó—
no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería
justo.»
Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que
trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si fuera un
tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un malabarista sin demostrar
interés alguno por el resultado. Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana
energía. ¡Ah, era una tentativa admirable! ¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se
separaron y flotaron hasta la superficie. Pudo discernir sus manos a cada lado, en la
creciente luz. Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo. Quitaron
salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de
una culebra de agua. «¡Ponla de nuevo, ponla de nuevo!» Creyó gritar estas palabras a sus
manos, porque después de liberarse de la soga sintió el dolor más inhumano hasta
entonces. El cuello le hacía sufrir increíblemente, la cabeza le ardía; el corazón, que apenas
latía, estalló de inmediato como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia
incomprensible torturó y retorció todo su cuerpo. Pero sus manos no le respondieron a la
orden. Golpeaban el agua con energía, en rápidas brazadas de arriba hacia abajo, y lo
sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. El resplandor del sol lo cegó; su pecho se
expandió con fuertes convulsiones. Después, un dolor espantoso y sus pulmones
aspiraron una gran bocanada de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito.
Ahora tenía plena conciencia de sus facultades; eran, verdaderamente,
sobrenaturales y sutiles. La terrible perturbación de su organismo las había definido y
despertado de tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta ahora. Sentía los
movimientos del agua sobre su cara, escuchaba el ruido que hacían las diminutas olas al
golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía cada árbol, cada hoja con todos
sus nervios y con los insectos que alojaba: langostas, moscas de brillante cuerpo, arañas
grises que tendían su tela de ramita en ramita. Contempló los colores del prisma en cada
una de las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los
moscardones que volaban sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas, las
pisadas de las arañas acuáticas, como remos que levanta una barca, todo eso era para él
una música totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista y escuchó el deslizar de su
propio cuerpo que surcaba la corriente.
Había llegado a la superficie con el rostro a favor de la corriente. El mundo visible
comenzó a dar vueltas lentamente. Entonces vio el puente, el fortín, a los vigías, al capitán,
a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul.
Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial le apuntaba con su revólver,
pero no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista
resultaban extravagantes y terribles; sus siluetas, grandiosas.
De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a
muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo estampido y
observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la boca del cañón ascendía
una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le apuntaba a través de la mirilla del
fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído
que todos los tiradores famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro.
Un remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente tenía a la vista el bosque
que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de él; en un ritmo
monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta el
chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, conocía bastante bien los
campamentos y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus
quehaceres matinales. Con qué frialdad, con qué pausada voz que calmaba a los soldados
e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas
palabras crueles:
—¡Atención, compañía ...! ¡Armas al hombro...! ¡Listos...! ¡Apunten...! ¡Fuego...!
Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le
resonaba en los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga
de la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal brillante,
extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos,
después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello y la camisa: era de un color
desagradable, y Farquhar lo sacó con energía.
Llegó a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del
agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación. Mientras tanto, los
soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones. Otra vez
dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El perseguido vio todo esto por encima de su
hombro. En ese momento nadaba enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo
estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente. «El teniente —pensó
— no cometerá un segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado
apegado a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir una salva como si fuese un solo tiro?
En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar a voluntad. ¡Qué Dios me
proteja, no puedo esquivar a todos!»
A dos metros de allí se escuchó el increíble estruendo de una caída de agua seguido
de un estrepitoso escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo, y parecía
propasarse en el aire en dirección al fortín, donde sucumbió en una explosión que golpeó
las profundidades mismas del río. Se levantó una empalizada líquida, curvándose por
encima de él; lo cegó y lo ahogó. ¡Un cañón se había unido a las demás armas! El obús
sacudió el agua, oyó el proyectil, que zumbó delante de él despedazando las ramas de los
árboles del bosque cercano.
«No empezarán de nuevo —pensó—. La próxima vez cargarán con metralla. Debo
fijarme en la pieza de artillería, el humo me dirigirá. La detonación llega demasiado tarde:
se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.» De inmediato comenzó a dar vueltas y
más vueltas en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las orillas, el bosque, el
puente, el fortín y los hombres ahora distantes, todo se mezclaba y desaparecía. Los
objetos ya no eran sino sus colores; todo lo que veía eran banderas de color. Atrapado por
un remolino, marchaba tan rápidamente que tenía vértigo y náuseas. Instantes después se
encontraba en un montículo, en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos. Su
inmovilidad inesperada, el contacto de una de sus manos contra la pedriza, le devolvió los
sentidos y lloró de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó encima,
bendiciéndola en voz alta. Para su parecer era la cosa más preciosa que podría imaginar en
esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardinería; le llamó la
atención el orden determinado en su disposición, respiró el aroma de sus flores. La luz
brillaba entre los troncos de una forma extraña y el viento entonaba en sus hojas una
armoniosa música interpretada por una arpa eólica. No quería seguir huyendo, le bastaba
permanecer en aquel lugar perfecto hasta que lo capturaran.
El silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los árboles lo despertaron de su
sueño. El artillero, decepcionado, le había enviado una descarga al azar como despedida.
Se alzó de un brinco, subió la cuesta del río con rapidez y se adentró en el bosque.
Caminó todo el día, guiándose por el sol. El bosque era interminable; no aparecía por
ningún sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador. Ignoraba vivir en una
región tan salvaje, y en este pensamiento había algo de sobrenatural.
Al anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado, con los pies heridos.
Continuaba vivo por el pensamiento de su familia. Al final encontró un camino que lo
llevaba a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad. Y, sin embargo, no
daba la impresión de ser muy conocido. No colindaba con ningún campo; por ninguna
parte aparecía vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro, sugería un
indicio de humanidad próxima. Los cuerpos de los dos enormes árboles parecían dos
murallas rectilíneas; se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama de una
lección de perspectiva. Por encima de él, levantó la vista a través de una brecha en el
bosque, y vio enormes estrellas áureas que no conocía, agrupadas en extrañas
constelaciones. Supuso que la disposición de estas estrellas escondía un significado
nefasto. De cada lado del bosque percibía ruidos en una lengua desconocida.
Le dolía el cuello; al tocárselo lo encontró inflamado. Sabía que la soga lo había
marcado con un destino trágico. Tenía los ojos congestionados, no podía cerrarlos. Su
lengua estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes apaciguaba su fiebre. La
hierba cubría toda aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo a sus pies.
Dejando a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha dormido mientras caminaba,
porque contempla otra nueva escena; quizá ha salido de una crisis delirante. Se encuentra
delante de las rejas de su casa. Todo está como lo había dejado, todo rezuma belleza bajo el
sol matinal. Ha debido caminar, sin parar, toda la noche. Mientras abre las puertas de la
reja y sube por la gran avenida blanca, observa unas vestiduras flotar ligeramente: su
esposa, con la faz fresca y dulce, sale a su encuentro bajando de la galería, colocándose al
pie de la escalinata con una sonrisa de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y
dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él se lanza para abrazarla. En el momento en que
se dispone a hacerlo, siente en su nuca un golpe que le atonta. Una luz blanca y
enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido al del cañón... y después
absoluto silencio y absoluta oscuridad.
Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un
lado a otro del Puente del Búho.
I
Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido
discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las
muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por
encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas
sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos,
dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil,
debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado
improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán.
En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro
izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho,
postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les
interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del
entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un
bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de
allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto
ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con
aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de
bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los
espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata
de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro
derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había
un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la
izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía. La
compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en
frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El
capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin
hacer ningún gesto. Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias
respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el
código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.
El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a
juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz vertical, boca firme,
ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de
su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes
ojos de color grisáceo desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un
hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código
castrense establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes.
Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno
retiró la madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, lo
saludó y se colocó detrás de éste. El oficial, a su vez, se desplazó un paso. Estos
movimientos dejaron al reo y al suboficial en los límites de la misma tabla que cubría tres
durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del
todo, a un cuarto durmiente. La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora
lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se
balancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta acción,
debido a su simplicidad, era la más eficaz. No le habían cubierto el rostro ni vendado los
ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo y miró vagamente el agua que
corría por debajo de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que flotaba en la
superficie le llamó la atención y la siguió con la vista. Apenas avanzaba. ¡Qué indolente
corriente!
Cerró los ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos. El
agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el río contra las orillas
escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo en
conjunto lo había distraído. Y en este momento tenía plena conciencia de un nuevo motivo
de distracción. Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no
comprendía ni podía ignorar, un ruido metálico, como los martillazos de un herrero sobre
el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia
cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares plazos de
tiempo, tan pausadamente como las campanas que doblan a muerte. Esperaba cada
llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran cada vez
más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos eran menos frecuentes, pero
aumentaba su contundencia y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar...
Oía el tictac de su reloj.
Abrió los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis
manos —pensó— podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y
nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría en el bosque y huiría
hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia está
fuera del alcance de la Posición más avanzada de los invasores.» Mientras se sucedían
estos pensamientos, reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al
sargento. El suboficial se colocó en un extremo.
II
Peyton Farquhar, cultivador adinerado, provenía de una respetable familia de
Alabama. Propietario de esclavos, político, como todos los de su clase fue, por supuesto,
uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo y alma, a la causa de los Estados
del Sur. Determinadas condiciones, que no podemos divulgar aquí, impidieron que se
alistara en el valeroso ejército cuyas nefastas campañas finalizaron con la caída de Corinth,
y se enojaba de esta trabazón sin gloria, anhelando conocer la vida del soldado y encontrar
la ocasión de distinguirse. Estaba convencido de que esta ocasión llegaría para él, como
llega a todo el mundo en tiempo de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ninguna
acción le parecía demasiado modesta para la causa del Sur, ninguna aventura lo
suficientemente temeraria si era compatible con la vida de un ciudadano con alma de
soldado, que con buena voluntad y sin apenas escrúpulos admite en buena parte este
refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.
Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco,
próximo a la entrada de su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en la verja y
pidió de beber. La señora Farquhar sólo deseaba servirle con sus níveas manos. Mientras
fue a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al polvoriento soldado y le pidió
ávidamente información del frente.
—Los yanquis están reparando las vías del ferrocarril —dijo el hombre— porque se
preparan para avanzar. Han llegado hasta el Puente del Búho, lo han reparado y han
construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada en carteles por
todas partes, el comandante ha dictaminado que cualquier civil a quien se le sorprenda en
intento de sabotaje a las líneas férreas será ejecutado sin juicio previo. Yo he visto la orden.
—¿A qué distancia está el Puente del Búho? —pregunto Faquhar.
—A unos cincuenta kilómetros.
—¿No hay tropas a este lado del río?
—Un solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre la vía férrea, y un solo vigía
de este lado del puente.
—Suponiendo que un hombre —un ciudadano aficionado a la horca— pudiera
despistar la avanzadilla y lograse engañar al vigía —dijo el plantador sonriendo—, ¿qué
podría hacer?
El militar pensó:
—Estuve allí hace un mes. La creciente de este invierno pasado ha acumulado una
enorme cantidad de troncos contra el muelle, en esta parte del puente. En estos momentos
los troncos están secos y arderían con mucha facilidad.
En ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las
gracias, saludó al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora después, ya de noche,
volvió a pasar frente a la plantación en dirección al norte, de donde había venido. Aquella
tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.
III
Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió la conciencia, como si
estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la garganta,
seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes, cruzaban todo su
cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas concretas de su sistema
nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación de que un enorme torrente de fuego
le subía la temperatura insoportablemente. La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas
sensaciones le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía
un enorme dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un
péndulo de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que lo
rodeaba se alzó hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus
oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia supo que la cuerda se había
roto y él había caído al río. Ya no tenía la sensación de estrangulamiento: el nudo
corredizo alrededor de su garganta, además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus
pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los
ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable!
Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta convertirse en un
efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió a su pesar que subía de
nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado —pensó—
no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería
justo.»
Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que
trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si fuera un
tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un malabarista sin demostrar
interés alguno por el resultado. Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana
energía. ¡Ah, era una tentativa admirable! ¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se
separaron y flotaron hasta la superficie. Pudo discernir sus manos a cada lado, en la
creciente luz. Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo. Quitaron
salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de
una culebra de agua. «¡Ponla de nuevo, ponla de nuevo!» Creyó gritar estas palabras a sus
manos, porque después de liberarse de la soga sintió el dolor más inhumano hasta
entonces. El cuello le hacía sufrir increíblemente, la cabeza le ardía; el corazón, que apenas
latía, estalló de inmediato como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia
incomprensible torturó y retorció todo su cuerpo. Pero sus manos no le respondieron a la
orden. Golpeaban el agua con energía, en rápidas brazadas de arriba hacia abajo, y lo
sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. El resplandor del sol lo cegó; su pecho se
expandió con fuertes convulsiones. Después, un dolor espantoso y sus pulmones
aspiraron una gran bocanada de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito.
Ahora tenía plena conciencia de sus facultades; eran, verdaderamente,
sobrenaturales y sutiles. La terrible perturbación de su organismo las había definido y
despertado de tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta ahora. Sentía los
movimientos del agua sobre su cara, escuchaba el ruido que hacían las diminutas olas al
golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía cada árbol, cada hoja con todos
sus nervios y con los insectos que alojaba: langostas, moscas de brillante cuerpo, arañas
grises que tendían su tela de ramita en ramita. Contempló los colores del prisma en cada
una de las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los
moscardones que volaban sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas, las
pisadas de las arañas acuáticas, como remos que levanta una barca, todo eso era para él
una música totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista y escuchó el deslizar de su
propio cuerpo que surcaba la corriente.
Había llegado a la superficie con el rostro a favor de la corriente. El mundo visible
comenzó a dar vueltas lentamente. Entonces vio el puente, el fortín, a los vigías, al capitán,
a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul.
Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial le apuntaba con su revólver,
pero no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista
resultaban extravagantes y terribles; sus siluetas, grandiosas.
De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a
muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo estampido y
observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la boca del cañón ascendía
una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le apuntaba a través de la mirilla del
fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído
que todos los tiradores famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro.
Un remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente tenía a la vista el bosque
que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de él; en un ritmo
monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta el
chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, conocía bastante bien los
campamentos y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus
quehaceres matinales. Con qué frialdad, con qué pausada voz que calmaba a los soldados
e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas
palabras crueles:
—¡Atención, compañía ...! ¡Armas al hombro...! ¡Listos...! ¡Apunten...! ¡Fuego...!
Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le
resonaba en los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga
de la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal brillante,
extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos,
después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello y la camisa: era de un color
desagradable, y Farquhar lo sacó con energía.
Llegó a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del
agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación. Mientras tanto, los
soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones. Otra vez
dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El perseguido vio todo esto por encima de su
hombro. En ese momento nadaba enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo
estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente. «El teniente —pensó
— no cometerá un segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado
apegado a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir una salva como si fuese un solo tiro?
En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar a voluntad. ¡Qué Dios me
proteja, no puedo esquivar a todos!»
A dos metros de allí se escuchó el increíble estruendo de una caída de agua seguido
de un estrepitoso escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo, y parecía
propasarse en el aire en dirección al fortín, donde sucumbió en una explosión que golpeó
las profundidades mismas del río. Se levantó una empalizada líquida, curvándose por
encima de él; lo cegó y lo ahogó. ¡Un cañón se había unido a las demás armas! El obús
sacudió el agua, oyó el proyectil, que zumbó delante de él despedazando las ramas de los
árboles del bosque cercano.
«No empezarán de nuevo —pensó—. La próxima vez cargarán con metralla. Debo
fijarme en la pieza de artillería, el humo me dirigirá. La detonación llega demasiado tarde:
se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.» De inmediato comenzó a dar vueltas y
más vueltas en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las orillas, el bosque, el
puente, el fortín y los hombres ahora distantes, todo se mezclaba y desaparecía. Los
objetos ya no eran sino sus colores; todo lo que veía eran banderas de color. Atrapado por
un remolino, marchaba tan rápidamente que tenía vértigo y náuseas. Instantes después se
encontraba en un montículo, en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos. Su
inmovilidad inesperada, el contacto de una de sus manos contra la pedriza, le devolvió los
sentidos y lloró de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó encima,
bendiciéndola en voz alta. Para su parecer era la cosa más preciosa que podría imaginar en
esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardinería; le llamó la
atención el orden determinado en su disposición, respiró el aroma de sus flores. La luz
brillaba entre los troncos de una forma extraña y el viento entonaba en sus hojas una
armoniosa música interpretada por una arpa eólica. No quería seguir huyendo, le bastaba
permanecer en aquel lugar perfecto hasta que lo capturaran.
El silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los árboles lo despertaron de su
sueño. El artillero, decepcionado, le había enviado una descarga al azar como despedida.
Se alzó de un brinco, subió la cuesta del río con rapidez y se adentró en el bosque.
Caminó todo el día, guiándose por el sol. El bosque era interminable; no aparecía por
ningún sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador. Ignoraba vivir en una
región tan salvaje, y en este pensamiento había algo de sobrenatural.
Al anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado, con los pies heridos.
Continuaba vivo por el pensamiento de su familia. Al final encontró un camino que lo
llevaba a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad. Y, sin embargo, no
daba la impresión de ser muy conocido. No colindaba con ningún campo; por ninguna
parte aparecía vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro, sugería un
indicio de humanidad próxima. Los cuerpos de los dos enormes árboles parecían dos
murallas rectilíneas; se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama de una
lección de perspectiva. Por encima de él, levantó la vista a través de una brecha en el
bosque, y vio enormes estrellas áureas que no conocía, agrupadas en extrañas
constelaciones. Supuso que la disposición de estas estrellas escondía un significado
nefasto. De cada lado del bosque percibía ruidos en una lengua desconocida.
Le dolía el cuello; al tocárselo lo encontró inflamado. Sabía que la soga lo había
marcado con un destino trágico. Tenía los ojos congestionados, no podía cerrarlos. Su
lengua estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes apaciguaba su fiebre. La
hierba cubría toda aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo a sus pies.
Dejando a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha dormido mientras caminaba,
porque contempla otra nueva escena; quizá ha salido de una crisis delirante. Se encuentra
delante de las rejas de su casa. Todo está como lo había dejado, todo rezuma belleza bajo el
sol matinal. Ha debido caminar, sin parar, toda la noche. Mientras abre las puertas de la
reja y sube por la gran avenida blanca, observa unas vestiduras flotar ligeramente: su
esposa, con la faz fresca y dulce, sale a su encuentro bajando de la galería, colocándose al
pie de la escalinata con una sonrisa de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y
dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él se lanza para abrazarla. En el momento en que
se dispone a hacerlo, siente en su nuca un golpe que le atonta. Una luz blanca y
enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido al del cañón... y después
absoluto silencio y absoluta oscuridad.
Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un
lado a otro del Puente del Búho.
_
El Pastor Haíta
El Pastor Haíta
_
A pesar de los años y la experiencia, Haíta conservaba las ilusiones de la juventud.
Sus pensamientos eran puros y amables porque su vida era sencilla y en su alma no cabía
la ambición. Se levantaba al amanecer e iba a rezar al santuario de Hastur, el dios de los
pastores, que lo escuchaba complacido. Después de cumplir este rito piadoso, Haíta abría
la puerta del corral y con el corazón alegre sacaba a pacer a su rebaño, mientras comía una
ración de queso y de torta de avena, deteniéndose, a veces, para recoger algunas fresas
húmedas de rocío, o para abrevar su sed en el agua de los manantiales que bajaban de las
colinas, engrosaban el arroyo que atravesaba el valle e iban a perderse quién sabe dónde.
Durante el largo día de verano, mientras sus ovejas arrancaban el buen pasto que los
dioses hicieron crecer para ellas, o yacían con las patas delanteras debajo del pecho,
rumiando indolentemente, Haíta, recostado a la sombra de un árbol o sentado en una roca,
tocaba en su flauta de cañas una música tan dulce que en ocasiones vislumbraba con el
rabillo del ojo a las deidades menores del bosque que se incorporaban de entre los
matorrales para oírlo, y se desvanecían en cuanto quería volverse para mirarlas. De esto —
porque acaso pensaba si no llegaría a convertirse en una de sus propias ovejas— dedujo
solemnemente que la felicidad viene cuando no se la busca, pero que jamás la vemos si
andamos tras ella. Porque después de Hastur, que nunca le concedió la merced de
mostrarse a sus ojos, lo que Haíta más valoraba era el amistoso interés de sus vecinos, los
tímidos inmortales del bosque y del arroyo. Al anochecer, llevaba de vuelta su rebaño al
corral, se aseguraba de que la tranquera estuviese bien cerrada y se retiraba a su gruta
para descansar y soñar.
Así pasaba los días de su vida, todos iguales, salvo cuando las tormentas expresaban
la cólera de un dios ofendido. Entonces Haíta, refugiado en su gruta, cubriéndose la cara
con las manos, imploraba que sólo a él lo castigaran por sus pecados y que el mundo se
librara de ser destruido. A veces, cuando llovía a cántaros y el arroyo se desbordaba,
obligándolo a llevar precipitadamente a su aterrorizado rebaño a las tierras altas,
intercedía por los hombres que, según le dijeron, vivían en la llanura, más allá de las dos
colinas azules que formaban el pórtico de su valle.
—Oh Hastur —así rogaba—, eres bueno por haberme dado montañas tan próximas a
mi vivienda y a mi corral para que yo y mis ovejas podamos escapar de los enojados
torrentes. Pero debes eximir al resto del mundo de alguna manera que yo ignoro. Si no
fuera así, Hastur, no podría reverenciarte más.
Y Hastur, sabiendo que Haíta era un joven de palabra, perdonaba a las ciudades y
desviaba las aguas hacia el mar.
Así había vivido siempre. Nunca pudo concebir otro modo de existencia. El santo
ermitaño que moraba a la entrada del valle, a una hora de distancia, y a quien oyó hablar
de las grandes ciudades donde habitan los hombres —¡pobres almas!— que no tienen
ovejas, no supo darle razón de aquellos tiempos lejanos durante los cuales él mismo,
según infería, debió de ser pequeño e indefenso como una oveja.
Fue al pensar en esos misterios y maravillas, y en ese horrible transformarse en
silencio y corrupción que alguna vez, estaba seguro, habría de ocurrirle, como vio
ocurrirle a tantas de sus ovejas, como ocurría a todos los seres vivientes excepto a los
pájaros, cuando Haíta por primera vez tuvo conciencia de la desdicha de su suerte.
—No puedo ignorar —dijo— cómo y de dónde he venido. Para cumplir con mis
deberes necesito saber las razones por las cuales me fueron encomendados. ¿Y qué alegría
pueden darme si no sé cuánto habrá de durar? Quizá antes de que vuelva a nacer el sol,
habré sido transformado, y entonces ¿qué será de mis ovejas? ¿Y qué será de mí?
Meditando en ello, Haíta se volvió melancólico y adusto. Ya no hablaba alegremente
a su rebaño, ni acudía con presteza al santuario de Hastur. Ahora, en la brisa, oía el
susurro de malignas deidades cuya existencia observaba por primera vez. Cada nube era
el presagio de un desastre, y las tinieblas estaban llenas de horror. De su flauta de cañas no
brotaban melodías, sino un triste lamento. Los espíritus del bosque y de las aguas no
acudían de la espesura para oírlo; antes bien, huían a las primeras notas, como lo
demostraban las hojas agitadas y los tallos doblados de las flores. Cejó en su vigilancia y
perdió a muchas de sus ovejas, extraviadas por las colinas. Las que quedaban
enflaquecieron y enfermaron por falta de buenos pastos, porque Haíta, en vez de buscar
para ellas nuevas praderas, día tras día las conducía al mismo lugar, abstraído en sus
pensamientos, obsesionado por el misterio de la vida y de la muerte, meditando en la
insondable inmortalidad.
Un día, mientras daba rienda suelta a sus lúgubres reflexiones, se puso bruscamente
en pie, saltó de la roca en donde estaba sentado, señaló el cielo con la mano derecha, y
exclamó:
—Ya no suplicaré a los dioses que me concedan su inefable sabiduría. Tienen el
deber de no hacerme daño. Yo cumpliré con el mío lo mejor que pueda, y en caso de que
llegue a equivocarme, ¡que la culpa recaiga sobre sus cabezas!
De pronto, mientras así hablaba, un intenso resplandor cayó sobre él, obligándolo a
levantar la cabeza. Pensó que las nubes se abrían y dejaban arder al sol. Pero no había
nubes. A poca distancia de su mano, surgió una hermosa doncella. Tan hermosa era, que
las flores subyugadas cerraron su pétalos y doblaron sus corolas; tan dulce era su mirada,
que los picaflores acudieron como si fueran a libar en sus ojos y las abejas del bosque
revolotearon en torno a sus labios. Y tal luz irradiaba, que los objetos desviaron sus
sombras, arrojándolas lejos de sus pies, y esas mismas sombras fueron girando mientras
ella se movía.
El pastor, en éxtasis, se arrodilló ante la doncella, en señal de adoración, y la doncella
apoyó una mano en su cabeza.
—Ven —le dijo, con una voz en que resonaba la música de todas las campanillas de
su rebaño—, ven, no debes adorarme porque no soy una diosa, pero si eres sincero y
laborioso, viviré contigo.
Haíta se puso de pie, la tomó de la mano, tartamudeó su alegría y su gratitud, y así,
las manos entrelazadas, se sonrieron en los ojos. El pastor la miraba con reverencia y
arrebato. Murmuró:
—Te ruego, adorable doncella, que me digas tu nombre, y cómo y de dónde has
llegado.
Al oír estas palabras, ella posó sobre sus labios un dedo amonestador y empezó a
retirarse. Su hermosura sufrió un cambio visible que hizo estremecer a Haíta sin saber por
qué, pues ella continuaba siendo hermosa. Una sombra gigantesca oscureció el paisaje,
corriendo por el valle con la velocidad de un buitre. En la penumbra, la doncella se volvió
opaca e indistinta. Su voz parecía venir de muy lejos mientras exclamaba en un tono de
triste reproche:
—¡Joven ingrato y presuntuoso! ¿Deberé abandonarte en seguida? ¿Nada habrá
podido refrenar tu curiosidad? ¿Por qué rompes el eterno pacto con semejante ligereza?
Indeciblemente afligido, Haíta cayó de rodillas y le imploró que se quedara. Luego,
levantándose y buscándola en la creciente oscuridad, corrió dando vueltas cada vez más
amplias, llamándola a gritos. Todo fue en vano. Ya no podía verla, pero oyó su voz en las
tinieblas. Ésta le decía:
—No, no darás conmigo si me buscas. Vuelve a tu trabajo, pastor de poca fe, o ya
nunca nos encontraremos.
Había caído la noche. Los lobos aullaban en las colinas y las ovejas aterrorizadas se
agazapaban a los pies de Haíta. Obligado por la necesidad de la hora, éste olvidó su
decepción, condujo su rebaño al corral, volvió al santuario, dejando que la gratitud
manara de su corazón porque Hastur le había permitido salvar sus ovejas, después se
retiró a su gruta y durmió.
Despertó cuando el sol ya estaba alto y brillaba en la gruta, iluminándola con su
esplendor. Allí sentada junto a él, la doncella le sonreía con una sonrisa que parecía la
música visible de su flauta de cañas. Él no se atrevió a despegar los labios, temiendo
ofenderla como antes. No sabía qué palabras decir.
—Porque has asistido a tu rebaño —dijo ella— y no has olvidado de dar gracias a
Hastur que mantuvo alejados a los lobos en la noche, aquí me tienes de nuevo. ¿Quieres
que sea tu compañera?
—¿Quién no te querría para siempre? —contestó Haíta—. Oh, nunca más me dejes,
hasta... hasta que el silencio y la quietud se apoderen de mí.
Haíta ignoraba la palabra muerte.
—Quisiera en verdad —prosiguió— que fueras de mi mismo sexo para que
lucháramos alegremente y corriéramos carreras y nunca nos cansáramos uno del otro.
Al oír estas palabras, la doncella se puso de pie y salió de la gruta. Haíta, saltando de
su lecho de fragantes hojas para alcanzarla y detenerla, pudo observar, atónito, que llovía
a cántaros y que el arroyo, en medio del valle, se había salido de madre. Balaban
aterrorizadas las ovejas, porque las aguas invadían el corral. Y peligraban las ciudades
desconocidas de la distante llanura.
Pasaron muchos días antes que Haíta viera de nuevo a la doncella. Una tarde volvía
del extremo del valle, a donde fue a llevarle leche de ovejas, torta de avena y un cesto de
fresas al santo ermitaño, demasiado viejo y débil para procurarse alimento.
—¡Pobre viejo! —dijo en voz alta mientras regresaba a su morada—. Volveré mañana
y lo traeré en hombros hasta mi gruta, donde podré cuidarlo. Para esto, sin duda, Hastur
me ha criado durante tantos años. Para esto me ha dado salud y fuerza.
La doncella le salió al paso, envuelta en resplandecientes vestiduras, y le dijo con una
sonrisa que le quitó el habla:
—De nuevo he venido a vivir contigo si ahora me quieres, porque no deseo vivir con
nadie más. Tal vez ahora hayas aprendido y no me quieras distinta de lo que soy, ni
pretendas saber cómo y de dónde vengo.
Haíta se arrojó a sus pies.
—Hermosa criatura —exclamó—, si te dignas aceptarlos, mi alma y mi corazón, que
reverencian a Hastur, serán tuyos para siempre. Pero ¡ay! eres caprichosa e imprevisible.
Antes de que amanezca, quizá te haya perdido. Prométeme, te lo ruego, que si acaso
llegara a ofenderte en mi ignorancia, sabrás perdonarme y no te apartarás de mi lado.
No bien terminó de hablar, un tropel de osos bajó de las colinas, abalanzándose sobre
él con rojas fauces y ardientes ojos. De nuevo desapareció la doncella, y Haíta echó a
correr para salvar su vida. No se detuvo hasta llegar a la cabaña del santo ermitaño, de
donde había salido. Atrancó la puerta para impedir que los osos entraran, después se
arrojó al suelo y lloró.
—Hijo mío —dijo el ermitaño desde su jergón de paja que las manos de Haíta habían
juntado aquella mañana—, no estás llorando por los osos. Dime qué pena te aflige, porque
la vejez puede curar las heridas de la juventud con el bálsamo de la sabiduría.
Haíta se lo dijo todo: tres veces había encontrado a la radiante doncella, y tres veces
la perdió. Relató minuciosamente lo que pasó entre ellos, sin omitir una palabra.
Terminó, y el santo ermitaño guardó silencio. Después de unos instantes, dijo:
—Hijo mío, he oído tu relato, y reconozco a la doncella. Yo mismo la he visto, como
tantos otros. Has de saber que se llama, pues ni siquiera permite que averigües su nombre,
Felicidad. Bien dijiste que era caprichosa. Impone condiciones que ningún hombre puede
cumplir, y las hace pagar con su abandono. Se presenta cuando nadie la busca, y no
admite preguntas. La menor curiosidad, la menor señal de duda, el menor recelo, y
desaparece. ¿Por cuánto tiempo la tuviste antes de que huyera?
—Apenas un instante —confesó Haíta, enrojeciendo de vergüenza.
—¡Desgraciado joven! —dijo el santo ermitaño—. Si no fuera por tu indiscreción, la
hubieses retenido un instante más.
A pesar de los años y la experiencia, Haíta conservaba las ilusiones de la juventud.
Sus pensamientos eran puros y amables porque su vida era sencilla y en su alma no cabía
la ambición. Se levantaba al amanecer e iba a rezar al santuario de Hastur, el dios de los
pastores, que lo escuchaba complacido. Después de cumplir este rito piadoso, Haíta abría
la puerta del corral y con el corazón alegre sacaba a pacer a su rebaño, mientras comía una
ración de queso y de torta de avena, deteniéndose, a veces, para recoger algunas fresas
húmedas de rocío, o para abrevar su sed en el agua de los manantiales que bajaban de las
colinas, engrosaban el arroyo que atravesaba el valle e iban a perderse quién sabe dónde.
Durante el largo día de verano, mientras sus ovejas arrancaban el buen pasto que los
dioses hicieron crecer para ellas, o yacían con las patas delanteras debajo del pecho,
rumiando indolentemente, Haíta, recostado a la sombra de un árbol o sentado en una roca,
tocaba en su flauta de cañas una música tan dulce que en ocasiones vislumbraba con el
rabillo del ojo a las deidades menores del bosque que se incorporaban de entre los
matorrales para oírlo, y se desvanecían en cuanto quería volverse para mirarlas. De esto —
porque acaso pensaba si no llegaría a convertirse en una de sus propias ovejas— dedujo
solemnemente que la felicidad viene cuando no se la busca, pero que jamás la vemos si
andamos tras ella. Porque después de Hastur, que nunca le concedió la merced de
mostrarse a sus ojos, lo que Haíta más valoraba era el amistoso interés de sus vecinos, los
tímidos inmortales del bosque y del arroyo. Al anochecer, llevaba de vuelta su rebaño al
corral, se aseguraba de que la tranquera estuviese bien cerrada y se retiraba a su gruta
para descansar y soñar.
Así pasaba los días de su vida, todos iguales, salvo cuando las tormentas expresaban
la cólera de un dios ofendido. Entonces Haíta, refugiado en su gruta, cubriéndose la cara
con las manos, imploraba que sólo a él lo castigaran por sus pecados y que el mundo se
librara de ser destruido. A veces, cuando llovía a cántaros y el arroyo se desbordaba,
obligándolo a llevar precipitadamente a su aterrorizado rebaño a las tierras altas,
intercedía por los hombres que, según le dijeron, vivían en la llanura, más allá de las dos
colinas azules que formaban el pórtico de su valle.
—Oh Hastur —así rogaba—, eres bueno por haberme dado montañas tan próximas a
mi vivienda y a mi corral para que yo y mis ovejas podamos escapar de los enojados
torrentes. Pero debes eximir al resto del mundo de alguna manera que yo ignoro. Si no
fuera así, Hastur, no podría reverenciarte más.
Y Hastur, sabiendo que Haíta era un joven de palabra, perdonaba a las ciudades y
desviaba las aguas hacia el mar.
Así había vivido siempre. Nunca pudo concebir otro modo de existencia. El santo
ermitaño que moraba a la entrada del valle, a una hora de distancia, y a quien oyó hablar
de las grandes ciudades donde habitan los hombres —¡pobres almas!— que no tienen
ovejas, no supo darle razón de aquellos tiempos lejanos durante los cuales él mismo,
según infería, debió de ser pequeño e indefenso como una oveja.
Fue al pensar en esos misterios y maravillas, y en ese horrible transformarse en
silencio y corrupción que alguna vez, estaba seguro, habría de ocurrirle, como vio
ocurrirle a tantas de sus ovejas, como ocurría a todos los seres vivientes excepto a los
pájaros, cuando Haíta por primera vez tuvo conciencia de la desdicha de su suerte.
—No puedo ignorar —dijo— cómo y de dónde he venido. Para cumplir con mis
deberes necesito saber las razones por las cuales me fueron encomendados. ¿Y qué alegría
pueden darme si no sé cuánto habrá de durar? Quizá antes de que vuelva a nacer el sol,
habré sido transformado, y entonces ¿qué será de mis ovejas? ¿Y qué será de mí?
Meditando en ello, Haíta se volvió melancólico y adusto. Ya no hablaba alegremente
a su rebaño, ni acudía con presteza al santuario de Hastur. Ahora, en la brisa, oía el
susurro de malignas deidades cuya existencia observaba por primera vez. Cada nube era
el presagio de un desastre, y las tinieblas estaban llenas de horror. De su flauta de cañas no
brotaban melodías, sino un triste lamento. Los espíritus del bosque y de las aguas no
acudían de la espesura para oírlo; antes bien, huían a las primeras notas, como lo
demostraban las hojas agitadas y los tallos doblados de las flores. Cejó en su vigilancia y
perdió a muchas de sus ovejas, extraviadas por las colinas. Las que quedaban
enflaquecieron y enfermaron por falta de buenos pastos, porque Haíta, en vez de buscar
para ellas nuevas praderas, día tras día las conducía al mismo lugar, abstraído en sus
pensamientos, obsesionado por el misterio de la vida y de la muerte, meditando en la
insondable inmortalidad.
Un día, mientras daba rienda suelta a sus lúgubres reflexiones, se puso bruscamente
en pie, saltó de la roca en donde estaba sentado, señaló el cielo con la mano derecha, y
exclamó:
—Ya no suplicaré a los dioses que me concedan su inefable sabiduría. Tienen el
deber de no hacerme daño. Yo cumpliré con el mío lo mejor que pueda, y en caso de que
llegue a equivocarme, ¡que la culpa recaiga sobre sus cabezas!
De pronto, mientras así hablaba, un intenso resplandor cayó sobre él, obligándolo a
levantar la cabeza. Pensó que las nubes se abrían y dejaban arder al sol. Pero no había
nubes. A poca distancia de su mano, surgió una hermosa doncella. Tan hermosa era, que
las flores subyugadas cerraron su pétalos y doblaron sus corolas; tan dulce era su mirada,
que los picaflores acudieron como si fueran a libar en sus ojos y las abejas del bosque
revolotearon en torno a sus labios. Y tal luz irradiaba, que los objetos desviaron sus
sombras, arrojándolas lejos de sus pies, y esas mismas sombras fueron girando mientras
ella se movía.
El pastor, en éxtasis, se arrodilló ante la doncella, en señal de adoración, y la doncella
apoyó una mano en su cabeza.
—Ven —le dijo, con una voz en que resonaba la música de todas las campanillas de
su rebaño—, ven, no debes adorarme porque no soy una diosa, pero si eres sincero y
laborioso, viviré contigo.
Haíta se puso de pie, la tomó de la mano, tartamudeó su alegría y su gratitud, y así,
las manos entrelazadas, se sonrieron en los ojos. El pastor la miraba con reverencia y
arrebato. Murmuró:
—Te ruego, adorable doncella, que me digas tu nombre, y cómo y de dónde has
llegado.
Al oír estas palabras, ella posó sobre sus labios un dedo amonestador y empezó a
retirarse. Su hermosura sufrió un cambio visible que hizo estremecer a Haíta sin saber por
qué, pues ella continuaba siendo hermosa. Una sombra gigantesca oscureció el paisaje,
corriendo por el valle con la velocidad de un buitre. En la penumbra, la doncella se volvió
opaca e indistinta. Su voz parecía venir de muy lejos mientras exclamaba en un tono de
triste reproche:
—¡Joven ingrato y presuntuoso! ¿Deberé abandonarte en seguida? ¿Nada habrá
podido refrenar tu curiosidad? ¿Por qué rompes el eterno pacto con semejante ligereza?
Indeciblemente afligido, Haíta cayó de rodillas y le imploró que se quedara. Luego,
levantándose y buscándola en la creciente oscuridad, corrió dando vueltas cada vez más
amplias, llamándola a gritos. Todo fue en vano. Ya no podía verla, pero oyó su voz en las
tinieblas. Ésta le decía:
—No, no darás conmigo si me buscas. Vuelve a tu trabajo, pastor de poca fe, o ya
nunca nos encontraremos.
Había caído la noche. Los lobos aullaban en las colinas y las ovejas aterrorizadas se
agazapaban a los pies de Haíta. Obligado por la necesidad de la hora, éste olvidó su
decepción, condujo su rebaño al corral, volvió al santuario, dejando que la gratitud
manara de su corazón porque Hastur le había permitido salvar sus ovejas, después se
retiró a su gruta y durmió.
Despertó cuando el sol ya estaba alto y brillaba en la gruta, iluminándola con su
esplendor. Allí sentada junto a él, la doncella le sonreía con una sonrisa que parecía la
música visible de su flauta de cañas. Él no se atrevió a despegar los labios, temiendo
ofenderla como antes. No sabía qué palabras decir.
—Porque has asistido a tu rebaño —dijo ella— y no has olvidado de dar gracias a
Hastur que mantuvo alejados a los lobos en la noche, aquí me tienes de nuevo. ¿Quieres
que sea tu compañera?
—¿Quién no te querría para siempre? —contestó Haíta—. Oh, nunca más me dejes,
hasta... hasta que el silencio y la quietud se apoderen de mí.
Haíta ignoraba la palabra muerte.
—Quisiera en verdad —prosiguió— que fueras de mi mismo sexo para que
lucháramos alegremente y corriéramos carreras y nunca nos cansáramos uno del otro.
Al oír estas palabras, la doncella se puso de pie y salió de la gruta. Haíta, saltando de
su lecho de fragantes hojas para alcanzarla y detenerla, pudo observar, atónito, que llovía
a cántaros y que el arroyo, en medio del valle, se había salido de madre. Balaban
aterrorizadas las ovejas, porque las aguas invadían el corral. Y peligraban las ciudades
desconocidas de la distante llanura.
Pasaron muchos días antes que Haíta viera de nuevo a la doncella. Una tarde volvía
del extremo del valle, a donde fue a llevarle leche de ovejas, torta de avena y un cesto de
fresas al santo ermitaño, demasiado viejo y débil para procurarse alimento.
—¡Pobre viejo! —dijo en voz alta mientras regresaba a su morada—. Volveré mañana
y lo traeré en hombros hasta mi gruta, donde podré cuidarlo. Para esto, sin duda, Hastur
me ha criado durante tantos años. Para esto me ha dado salud y fuerza.
La doncella le salió al paso, envuelta en resplandecientes vestiduras, y le dijo con una
sonrisa que le quitó el habla:
—De nuevo he venido a vivir contigo si ahora me quieres, porque no deseo vivir con
nadie más. Tal vez ahora hayas aprendido y no me quieras distinta de lo que soy, ni
pretendas saber cómo y de dónde vengo.
Haíta se arrojó a sus pies.
—Hermosa criatura —exclamó—, si te dignas aceptarlos, mi alma y mi corazón, que
reverencian a Hastur, serán tuyos para siempre. Pero ¡ay! eres caprichosa e imprevisible.
Antes de que amanezca, quizá te haya perdido. Prométeme, te lo ruego, que si acaso
llegara a ofenderte en mi ignorancia, sabrás perdonarme y no te apartarás de mi lado.
No bien terminó de hablar, un tropel de osos bajó de las colinas, abalanzándose sobre
él con rojas fauces y ardientes ojos. De nuevo desapareció la doncella, y Haíta echó a
correr para salvar su vida. No se detuvo hasta llegar a la cabaña del santo ermitaño, de
donde había salido. Atrancó la puerta para impedir que los osos entraran, después se
arrojó al suelo y lloró.
—Hijo mío —dijo el ermitaño desde su jergón de paja que las manos de Haíta habían
juntado aquella mañana—, no estás llorando por los osos. Dime qué pena te aflige, porque
la vejez puede curar las heridas de la juventud con el bálsamo de la sabiduría.
Haíta se lo dijo todo: tres veces había encontrado a la radiante doncella, y tres veces
la perdió. Relató minuciosamente lo que pasó entre ellos, sin omitir una palabra.
Terminó, y el santo ermitaño guardó silencio. Después de unos instantes, dijo:
—Hijo mío, he oído tu relato, y reconozco a la doncella. Yo mismo la he visto, como
tantos otros. Has de saber que se llama, pues ni siquiera permite que averigües su nombre,
Felicidad. Bien dijiste que era caprichosa. Impone condiciones que ningún hombre puede
cumplir, y las hace pagar con su abandono. Se presenta cuando nadie la busca, y no
admite preguntas. La menor curiosidad, la menor señal de duda, el menor recelo, y
desaparece. ¿Por cuánto tiempo la tuviste antes de que huyera?
—Apenas un instante —confesó Haíta, enrojeciendo de vergüenza.
—¡Desgraciado joven! —dijo el santo ermitaño—. Si no fuera por tu indiscreción, la
hubieses retenido un instante más.
_
El Patriota Ingenioso
El Patriota Ingenioso
_
Después de haber obtenido una audiencia con el Rey, un Patriota Ingenioso sacó un
papel del bolsillo y dijo:
—Dios bendiga a Su Majestad. Aquí tengo una fórmula para construir una armadura
blindada que ningún cañón podrá perforar. Si esta armadura es adoptada por la Armada
Real nuestras naves de guerra serán invulnerables y por ende invencibles. Aquí también
están los informes de los Ministros de su Majestad atestiguando los méritos de la
invención. Cederé lo derechos sobre ella por un millón de tumtums.
Después de examinar los papeles, el Rey los hizo a un lado y le prometió una orden
para el Ministro Tesorero del Departamento de Extorsión por un millón de tumtums.
—Y aquí —dijo el Patriota Ingenioso, sacando otro papel de otro bolsillo— están los
planos de un cañón que he inventado que puede perforar esa armadura. El hermano real
de Su Majestad, el Emperador de Bang, está ansioso por adquirirlo, pero mi lealtad hacia
el trono de Su Majestad y hacia su persona me obligan a ofrecerlo a Su Majestad. El precio
es de un millón de tumtums.
Después de recibir la promesa de otra letra introdujo la mano en un bolsillo diferente
a los dos anteriores y remarcó:
—El precio del cañón irresistible debió haber sido mucho mayor, Su Majestad, pero
el hecho es que los misiles pueden ser tan efectivamente desviados por mi nuevo método
de tratar las armaduras blindadas con...
El Rey indicó al Gran Factotum que se aproximara.
—Revisa a este hombre —le dijo— y dime cuántos bolsillos tiene.
—Cuarenta y tres, señor —dijo el Gran Factotum, completando su escrutinio.
—Dios bendiga a Su Majestad —gritó el Patriota Ingenioso, aterrorizado— Uno de
ellos contiene tabaco.
—Sosténganlo por los tobillos y sacúdanlo —ordenó el Rey—, luego denle una orden
por cuarenta y dos millones de tumtums y mándenlo a decapitar. Emitamos un decreto
castigando la ingenuidad con la pena capital.
Después de haber obtenido una audiencia con el Rey, un Patriota Ingenioso sacó un
papel del bolsillo y dijo:
—Dios bendiga a Su Majestad. Aquí tengo una fórmula para construir una armadura
blindada que ningún cañón podrá perforar. Si esta armadura es adoptada por la Armada
Real nuestras naves de guerra serán invulnerables y por ende invencibles. Aquí también
están los informes de los Ministros de su Majestad atestiguando los méritos de la
invención. Cederé lo derechos sobre ella por un millón de tumtums.
Después de examinar los papeles, el Rey los hizo a un lado y le prometió una orden
para el Ministro Tesorero del Departamento de Extorsión por un millón de tumtums.
—Y aquí —dijo el Patriota Ingenioso, sacando otro papel de otro bolsillo— están los
planos de un cañón que he inventado que puede perforar esa armadura. El hermano real
de Su Majestad, el Emperador de Bang, está ansioso por adquirirlo, pero mi lealtad hacia
el trono de Su Majestad y hacia su persona me obligan a ofrecerlo a Su Majestad. El precio
es de un millón de tumtums.
Después de recibir la promesa de otra letra introdujo la mano en un bolsillo diferente
a los dos anteriores y remarcó:
—El precio del cañón irresistible debió haber sido mucho mayor, Su Majestad, pero
el hecho es que los misiles pueden ser tan efectivamente desviados por mi nuevo método
de tratar las armaduras blindadas con...
El Rey indicó al Gran Factotum que se aproximara.
—Revisa a este hombre —le dijo— y dime cuántos bolsillos tiene.
—Cuarenta y tres, señor —dijo el Gran Factotum, completando su escrutinio.
—Dios bendiga a Su Majestad —gritó el Patriota Ingenioso, aterrorizado— Uno de
ellos contiene tabaco.
—Sosténganlo por los tobillos y sacúdanlo —ordenó el Rey—, luego denle una orden
por cuarenta y dos millones de tumtums y mándenlo a decapitar. Emitamos un decreto
castigando la ingenuidad con la pena capital.
-_-
El Secreto Del Barranco De Macarger
El Secreto Del Barranco De Macarger
_
Al noroeste de Indian Hill, a unas nueve millas en línea recta, se encuentra el
barranco de Macarger. No tiene mucho de barranco, pues se trata de una mera depresión
entre dos sierras boscosas de una altura considerable. Desde la boca hasta la cabecera,
porque los barrancos, como los ríos, tienen una anatomía propia, la distancia no es
superior a las dos millas, y la anchura en el fondo sólo rebasa en un punto las doce yardas;
durante la mayor parte del recorrido, a ambos lados del pequeño arroyo que fluye por él
en invierno y se seca al llegar la primavera, no hay terreno llano. Las escarpadas laderas
de las colinas, cubiertas por una vegetación casi impenetrable de manzanita y chamiso, no
tienen otra separación que la de la anchura del curso del río. Nadie, a no ser un ocasional
cazador intrépido de los contornos, se aventura a meterse en el barranco de Macarger que,
cinco millas más adelante, no se sabe ni qué nombre tiene. En esa zona, y en cualquier
dirección, hay muchos más accidentes topográficos notables que no tienen nombre y
resultaría vano intentar descubrir, preguntando a los lugareños, el origen del nombre de
éste.
A medio camino entre la cabecera y la desembocadura del barranco de Macarger, la
colina de la derecha según se asciende está surcada por otro barranco, corto y seco, y
donde ambos se unen hay un espacio llano de unos dos o tres acres, en el que hace unos
cuantos años había un viejo albergue con una sola habitación. Cómo habían sido reunidos
los materiales de aquella casa, pocos y simples como eran, en aquel lugar casi inaccesible,
es un enigma en cuya solución habría más de satisfacción que de beneficio. Posiblemente
el lecho del arroyo sea un camino en desuso. Es seguro que el barranco fue explorado en
otra época con bastante minuciosidad por mineros, que debieron de conocer algún medio
de entrar, al menos, con animales de carga para transportar las herramientas y los víveres.
Al parecer, sus beneficios no fueron suficientes para justificar una inversión considerable y
enlazar el barranco de Macarger con cualquier centro civilizado que disfrutara del honor
de tener un aserradero. La casa, sin embargo, estaba allí; la mayor parte de ella. Le faltaba
la puerta y el marco de una ventana, y la chimenea de barro y piedras se había convertido
en un rimero desagradable sobre el que crecía una espesa maleza. El humilde mobiliario
que pudiera haber habido y la mayor parte de la baja techumbre de madera había servido
como combustible en los fuegos de campamento de los cazadores; cosa que también debió
de ocurrirle a la cubierta del viejo pozo que, en la época de la que escribo, se abría allí bajo
la forma de un hoyo cercano, no muy profundo pero bastante ancho.
Una tarde de verano, en 1874, siguiendo el lecho seco del arroyo, llegué al barranco
de Macarger a través del estrecho valle en el que desemboca. Iba cazando codornices y
llevaba ya unas doce en la bolsa cuando me topé con la casa descrita, cuya existencia
ignoraba hasta entonces. Después de inspeccionar las ruinas con bastante atención,
reanudé mi actividad cinegética y, como quiera que tuve un gran éxito, la prolongué hasta
casi el anochecer, momento en que me di cuenta de que me encontraba muy lejos de
cualquier lugar habitado, y demasiado lejos como para llegar a uno antes de que cayera la
noche. Pero en el zurrón llevaba comida y la casa podría proporcionarme refugio, si es que
era eso lo que necesitaba en una noche cálida y seca en las estribaciones de Sierra Nevada,
donde se puede dormir cómodamente al raso sobre un lecho de agujas de pino. Tengo
tendencia a la soledad y me encanta la noche; por eso mi proposición de dormir al aire
libre fue pronto aceptada, y cuando la noche se echó encima yo ya tenía mi cama hecha
con ramas y briznas de hierba en una esquina de la habitación y asaba una codorniz en el
fuego que había encendido en el hogar. El humo salía por la ruinosa chimenea, la luz
iluminaba la habitación con su agradable resplandor y, mientras consumía mi sencilla
comida a base de ave sin más aderezos y bebía lo que quedaba de una botella de vino tinto
que durante toda la tarde había sustituido al agua de la que carecía la región, experimenté
una sensación de bienestar que alojamientos y comidas mejores no siempre producen.
Sin embargo, faltaba algo. Tenía sensación de bienestar, pero no de seguridad. Me
descubrí a mí mismo mirando a la entrada abierta y a la ventana sin marco con más
frecuencia de lo que sería justificable. Fuera de estas aberturas todo estaba oscuro, por lo
que fui incapaz de reprimir un cierto sentimiento de aprensión mientras mi fantasía se
hacía una imagen del mundo exterior y la llenaba de entidades poco amistosas, naturales y
sobrenaturales, entre las cuales destacaban, en los apartados respectivos, el oso pardo, del
que yo sabía que todavía se veía de vez en cuando por la región, y el fantasma, del que
tenía razones para pensar que no era así. Desgraciadamente, nuestros sentimientos no
siempre respetan la ley de las probabilidades, y aquella noche lo posible y lo imposible
resultaban para mí igualmente inquietantes.
Todo aquel que haya tenido experiencias similares debe de haber observado que uno
se enfrenta a los peligros reales e imaginarios de la noche con mucho menos reparo al aire
libre que en una casa sin puerta. Eso fue lo que sentí mientras yacía sobre mi frondoso
canapé en una esquina de la habitación, junto a la chimenea, en la que el fuego se iba
extinguiendo. Tan fuerte llegó a ser la sensación de la presencia de algo maligno y
amenazador en aquel lugar que me di cuenta de que era incapaz de apartar la vista de la
entrada, que en aquella profunda oscuridad era cada vez menos visible. Cuando la última
llama produjo un chispazo y se apagó, agarré la escopeta que había dejado a mi lado y
dirigí el cañón hacia la entrada ya imperceptible, con el pulgar en uno de los percutores,
dispuesto a cargar el arma, la respiración contenida y los músculos tensos y rígidos. Pero
al cabo de un rato dejé el arma con un sentimiento de vergüenza y mortificación. ¿De qué
tenía miedo? ¿Y por qué? Yo, para quien la noche había sido
un rostro más familiar
que el de ningún hombre...
¡Yo, en quien aquel elemento de superstición hereditaria del que nadie está
completamente libre había conferido a la soledad, a la oscuridad y al silencio un interés y
un encanto de lo más seductor! No podía comprender mi desvarío y, olvidándome en mis
conjeturas de la cosa conjeturada, me quedé dormido. Y entonces soñé.
Me encontraba en una gran ciudad de un país extranjero; una ciudad cuyos
habitantes pertenecían a mi misma raza, con pequeñas diferencias en el habla y en el
vestir. En qué consistían exactamente esas diferencias era algo que no podía precisar; mi
sensación de ellas no era clara. La ciudad estaba dominada por un castillo enorme sobre
un promontorio elevado cuyo nombre sabía, pero era incapaz de pronunciar. Recorrí
muchas calles, unas anchas y rectas, con construcciones altas y modernas; otras estrechas,
oscuras y tortuosas, con viejas casas pintorescas de tejados a dos aguas, cuyas plantas
superiores, decoradas profusamente con grabados en madera y piedra, sobresalían hasta
casi encontrarse por encima de mi cabeza.
Buscaba a alguien a quien nunca había visto, aunque sabía que cuando lo encontrara
lo reconocería. Mi búsqueda no era casual y sin objeto. Tenía un método. Iba de una calle a
otra sin dudarlo y conseguía abrirme paso por un laberinto de intrincados callejones, sin
temor a perderme.
De repente me detuve ante una puerta baja de una sencilla casa de piedra que podría
haber sido la vivienda de un artesano de los mejores y entré sin anunciarme. En la
estancia, amueblada de un modo bastante modesto e iluminada por una sola ventana con
pequeños cristales en forma de diamante, no había más que dos personas: un hombre y
una mujer. No se dieron cuenta de mi presencia, circunstancia que, como suele ocurrir en
los sueños, parecía completamente natural. No conversaban; estaban sentados lejos el uno
del otro, con aire taciturno y sin hacer nada.
La mujer era joven y muy corpulenta, con hermosos ojos grandes y una cierta belleza
solemne. El recuerdo de su expresión permanece extraordinariamente vivo en mí, pero en
los sueños uno no observa los detalles de los rostros. Sobre los hombros llevaba un chal a
cuadros. El hombre era mayor, moreno, con un rostro de maldad que resultaba aún más
lúgubre debido a una gran cicatriz que se extendía diagonalmente desde la sien izquierda
hasta el bigote negro. Aunque en mi sueño daba la impresión de que, más que pertenecer
a la cara, la rondaba como algo independiente (no sé expresarlo de otra manera). En el
momento que vi a aquel hombre y a aquella mujer supe que eran marido y mujer.
No recuerdo con claridad lo que ocurrió después; todo resultaba confuso e
inconsistente, debido, creo, a un atisbo de consciencia. Era como si dos imágenes, la escena
del sueño y mi verdadero entorno, se hubieran mezclado, una incrustada en el otro, hasta
que la primera fue desdibujándose, desapareció, y me encontré completamente despierto
en la habitación vacía, tranquilo y absolutamente consciente de mi situación.
Mi estúpido miedo había desaparecido y, cuando abrí los ojos, vi que el fuego, que
no estaba apagado del todo, se había reavivado al caer una rama e iluminaba de nuevo la
habitación. Debía de haber dormido sólo unos minutos, pero aquella pesadilla sin
importancia me había impresionado tan vivamente que ya no tenía sueño. Al cabo de un
rato, me levanté, avivé el fuego y, tras encender una pipa, procedí a meditar sobre mi
visión de un modo tremendamente metódico y absurdo.
Me habría dejado entonces perplejo tener que explicar en qué sentido era digna de
atención. En el primer momento de análisis serio que dediqué al asunto, reconocí en
Edimburgo la ciudad de mi sueño, ciudad en la que nunca había estado; por tanto, si el
sueño era un recuerdo, lo era de imágenes y descripciones. Tal reconocimiento me
impresionó bastante; era como si hubiera algo en mi mente que insistiera de un modo
rebelde, contra la razón y la voluntad, en la importancia de todo esto. Y aquella facultad,
fuera la que fuese, aseguraba además un control de mi discurso.
—Claro —dije en voz alta, de modo involuntario—, los MacGregor deben de
proceder de Edimburgo.
En aquel momento, ni la esencia de aquel comentario, ni el hecho de haberlo hecho,
me sorprendió lo más mínimo. Me pareció completamente normal que yo conociera el
nombre de mis compañeros de sueño y algo de su historia. Pero pronto comprendí el
absurdo de todo aquello. Empecé a reírme a carcajadas, vacié las cenizas de la pipa y me
tumbé de nuevo sobre el lecho de ramas y hierba, donde me quedé absorto contemplando
el débil fuego, sin volver a pensar ni en el sueño ni en el entorno. De pronto, la única llama
que aún quedaba se redujo por un momento y, elevándose de nuevo, se separó de las
ascuas y se extinguió en el aire. La oscuridad se hizo absoluta.
En ese instante, al menos eso me pareció antes de que el resplandor de la llama
hubiera desaparecido de mi vista, se produjo un sonido sordo y seco, como el de un
cuerpo pesado al caer, que hizo temblar el suelo sobre el que descansaba. Me incorporé de
golpe y tanteé en la oscuridad en busca de la escopeta; pensé que alguna bestia salvaje
habría entrado de un salto a través de la ventana abierta. Mientras la endeble estructura
seguía temblando por el impacto, oí un ruido de golpes, de pies que se arrastraban por el
suelo y, después, como si lo tuviera ahí al lado, el estremecedor grito de una mujer en
agonía mortal. Nunca había oído ni concebido un grito tan espantoso. Me asustó
profundamente. Por un momento no fui consciente de otra cosa que de mi propio terror.
Por fortuna, mi mano había encontrado el arma que estaba buscando y aquel tacto familiar
hizo que me restableciera. Me puse en pie de un salto, entornando los ojos para ver algo a
través de la oscuridad. Los violentos sonidos habían cesado pero, lo que era aún más
terrible, se oía, a intervalos más o menos largos, el débil jadeo intermitente de una criatura
viva que agonizaba.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la lánguida luz de los rescoldos, pude distinguir
las formas de la puerta y de la ventana, más negras que el negro de las paredes. Luego, la
distinción entre la pared y el suelo se hizo apreciable y por fin conseguí captar los
contornos y toda la extensión del suelo, de un extremo al otro de la habitación. No se veía
nada y el silencio era absoluto.
Con una mano un tanto temblorosa y la otra agarrando todavía la escopeta, avivé el
fuego e hice un examen crítico de la situación. No había rastro alguno de que la habitación
hubiera sido visitada. Sobre el polvo que cubría el suelo se podían ver mis propias huellas,
pero ninguna otra. Encendí de nuevo la pipa, me abastecí de combustible partiendo un par
de tablones delgados del interior de la casa (no me atrevía a salir a la oscuridad exterior) y
pasé el resto de la noche fumando, pensando y alimentando el fuego. Aunque me
hubieran regalado años de vida, no habría permitido que aquel pequeño fuego se apagara
de nuevo.
Algunos años más tarde conocí en Sacramento a un hombre llamado Morgan, para
quien llevaba una carta de presentación de un amigo suyo de San Francisco. Una noche,
mientras cenaba con él en su casa, observé varios «trofeos» en la pared que indicaban que
era aficionado a la caza. Resultó que así era y, al relatar algunas de sus proezas, mencionó
haber estado en la región donde había tenido lugar mi aventura.
—Señor Morgan —le pregunté bruscamente—, ¿conoce usted un lugar allí arriba
llamado el barranco de Macarger?
—Sí, y tengo buenas razones para ello —contestó—. Fui yo quien informó a la
prensa, el año pasado, del descubrimiento de un esqueleto allí.
No tenía conocimiento de ello. La información, al parecer, había sido publicada
mientras yo estaba fuera, en el Este.
—Por cierto —dijo Morgan—, el nombre del barranco es una corrupción; debería
llamarse «de MacGregor». Querida —añadió dirigiéndose a su esposa—, el señor Elderson
ha derramado su vino.
Lo que no era del todo exacto. Sencillamente se me había caído, con copa y todo.
—En otro tiempo hubo una vieja choza en el barranco —prosiguió Morgan cuando el
desastre acarreado por mi torpeza había sido subsanado—, pero precisamente antes de mi
visita fue derribada, o mejor dicho, desparramada, porque los escombros fueron
diseminados por todo su alrededor; hasta las planchas del suelo estaban separadas. Entre
dos traviesas que todavía quedaban en pie, mi compañero y yo encontramos los restos de
un chal a cuadros y, al examinarlo, descubrimos que rodeaba los hombros de un cuerpo de
mujer de la que apenas quedaban los huesos, cubiertos en parte por restos de ropa, y por
la piel, seca y marrón. Pero le ahorraremos las descripciones a la señora Morgan —añadió
sonriendo. En verdad, la dama había mostrado un gesto que era más de repugnancia que
de compasión—. Sin embargo —continuó—, es necesario decir que el cráneo apareció
fracturado por varios lugares, como si hubiera sido golpeado con un instrumento no muy
afilado; y que el propio instrumento, una pequeña piqueta con manchas de sangre, yacía
bajo unos tablones cercanos.
El señor Morgan se volvió hacia su esposa.
—Perdona, querida —dijo con afectación solemne—, por mencionar estos
desagradables detalles, incidentes naturales, aunque lamentables, de una discusión
conyugal, consecuencia, sin duda, de una desafortunada insubordinación de la esposa.
—Tendría que ser capaz de hacerlo —repuso la dama con serenidad—; me lo has
pedido tantas veces y con esas mismas palabras...
Me dio la impresión de que estaba muy contento de continuar con su relato.
—A raíz de éstas y de otras circunstancias —señaló—, el juez dedujo que la difunta,
Janet MacGregor, había encontrado la muerte a causa de los golpes infligidos por alguna
persona desconocida para el jurado; pero añadió que las pruebas apuntaban hacia la
culpabilidad de su marido, Thomas MacGregor. Pero de él no se ha vuelto a saber ni a oír
nada. Se supo que la pareja procedía de Edimburgo, aunque no... Pero, querida, ¿no te das
cuenta de que hay agua en el plato de los huesos del señor Elderson?
Yo había dejado un hueso de pollo en mi lavamanos.
—En un pequeño armario encontré una fotografía de MacGregor, pero ello no
condujo a su captura.
—¿Me permite verla? —pregunté.
La fotografía mostraba a un hombre moreno con un rostro de maldad que resultaba
aún más lúgubre debido a una gran cicatriz que se extendía, diagonalmente, desde la sien
izquierda hasta el bigote negro.
—A propósito, señor Elderson —dijo mi amable anfitrión—, ¿puedo saber por qué
me preguntó usted por el barranco de Macarger?
—Perdí una mula cerca de allí una vez —contesté—, y ese infortunio me ha... me ha
trastornado bastante.
—Querida —dijo el señor Morgan con la entonación mecánica de un intérprete que
traduce—, la pérdida de la mula del señor Elderson le ha hecho servirse pimienta en el
café.
Al noroeste de Indian Hill, a unas nueve millas en línea recta, se encuentra el
barranco de Macarger. No tiene mucho de barranco, pues se trata de una mera depresión
entre dos sierras boscosas de una altura considerable. Desde la boca hasta la cabecera,
porque los barrancos, como los ríos, tienen una anatomía propia, la distancia no es
superior a las dos millas, y la anchura en el fondo sólo rebasa en un punto las doce yardas;
durante la mayor parte del recorrido, a ambos lados del pequeño arroyo que fluye por él
en invierno y se seca al llegar la primavera, no hay terreno llano. Las escarpadas laderas
de las colinas, cubiertas por una vegetación casi impenetrable de manzanita y chamiso, no
tienen otra separación que la de la anchura del curso del río. Nadie, a no ser un ocasional
cazador intrépido de los contornos, se aventura a meterse en el barranco de Macarger que,
cinco millas más adelante, no se sabe ni qué nombre tiene. En esa zona, y en cualquier
dirección, hay muchos más accidentes topográficos notables que no tienen nombre y
resultaría vano intentar descubrir, preguntando a los lugareños, el origen del nombre de
éste.
A medio camino entre la cabecera y la desembocadura del barranco de Macarger, la
colina de la derecha según se asciende está surcada por otro barranco, corto y seco, y
donde ambos se unen hay un espacio llano de unos dos o tres acres, en el que hace unos
cuantos años había un viejo albergue con una sola habitación. Cómo habían sido reunidos
los materiales de aquella casa, pocos y simples como eran, en aquel lugar casi inaccesible,
es un enigma en cuya solución habría más de satisfacción que de beneficio. Posiblemente
el lecho del arroyo sea un camino en desuso. Es seguro que el barranco fue explorado en
otra época con bastante minuciosidad por mineros, que debieron de conocer algún medio
de entrar, al menos, con animales de carga para transportar las herramientas y los víveres.
Al parecer, sus beneficios no fueron suficientes para justificar una inversión considerable y
enlazar el barranco de Macarger con cualquier centro civilizado que disfrutara del honor
de tener un aserradero. La casa, sin embargo, estaba allí; la mayor parte de ella. Le faltaba
la puerta y el marco de una ventana, y la chimenea de barro y piedras se había convertido
en un rimero desagradable sobre el que crecía una espesa maleza. El humilde mobiliario
que pudiera haber habido y la mayor parte de la baja techumbre de madera había servido
como combustible en los fuegos de campamento de los cazadores; cosa que también debió
de ocurrirle a la cubierta del viejo pozo que, en la época de la que escribo, se abría allí bajo
la forma de un hoyo cercano, no muy profundo pero bastante ancho.
Una tarde de verano, en 1874, siguiendo el lecho seco del arroyo, llegué al barranco
de Macarger a través del estrecho valle en el que desemboca. Iba cazando codornices y
llevaba ya unas doce en la bolsa cuando me topé con la casa descrita, cuya existencia
ignoraba hasta entonces. Después de inspeccionar las ruinas con bastante atención,
reanudé mi actividad cinegética y, como quiera que tuve un gran éxito, la prolongué hasta
casi el anochecer, momento en que me di cuenta de que me encontraba muy lejos de
cualquier lugar habitado, y demasiado lejos como para llegar a uno antes de que cayera la
noche. Pero en el zurrón llevaba comida y la casa podría proporcionarme refugio, si es que
era eso lo que necesitaba en una noche cálida y seca en las estribaciones de Sierra Nevada,
donde se puede dormir cómodamente al raso sobre un lecho de agujas de pino. Tengo
tendencia a la soledad y me encanta la noche; por eso mi proposición de dormir al aire
libre fue pronto aceptada, y cuando la noche se echó encima yo ya tenía mi cama hecha
con ramas y briznas de hierba en una esquina de la habitación y asaba una codorniz en el
fuego que había encendido en el hogar. El humo salía por la ruinosa chimenea, la luz
iluminaba la habitación con su agradable resplandor y, mientras consumía mi sencilla
comida a base de ave sin más aderezos y bebía lo que quedaba de una botella de vino tinto
que durante toda la tarde había sustituido al agua de la que carecía la región, experimenté
una sensación de bienestar que alojamientos y comidas mejores no siempre producen.
Sin embargo, faltaba algo. Tenía sensación de bienestar, pero no de seguridad. Me
descubrí a mí mismo mirando a la entrada abierta y a la ventana sin marco con más
frecuencia de lo que sería justificable. Fuera de estas aberturas todo estaba oscuro, por lo
que fui incapaz de reprimir un cierto sentimiento de aprensión mientras mi fantasía se
hacía una imagen del mundo exterior y la llenaba de entidades poco amistosas, naturales y
sobrenaturales, entre las cuales destacaban, en los apartados respectivos, el oso pardo, del
que yo sabía que todavía se veía de vez en cuando por la región, y el fantasma, del que
tenía razones para pensar que no era así. Desgraciadamente, nuestros sentimientos no
siempre respetan la ley de las probabilidades, y aquella noche lo posible y lo imposible
resultaban para mí igualmente inquietantes.
Todo aquel que haya tenido experiencias similares debe de haber observado que uno
se enfrenta a los peligros reales e imaginarios de la noche con mucho menos reparo al aire
libre que en una casa sin puerta. Eso fue lo que sentí mientras yacía sobre mi frondoso
canapé en una esquina de la habitación, junto a la chimenea, en la que el fuego se iba
extinguiendo. Tan fuerte llegó a ser la sensación de la presencia de algo maligno y
amenazador en aquel lugar que me di cuenta de que era incapaz de apartar la vista de la
entrada, que en aquella profunda oscuridad era cada vez menos visible. Cuando la última
llama produjo un chispazo y se apagó, agarré la escopeta que había dejado a mi lado y
dirigí el cañón hacia la entrada ya imperceptible, con el pulgar en uno de los percutores,
dispuesto a cargar el arma, la respiración contenida y los músculos tensos y rígidos. Pero
al cabo de un rato dejé el arma con un sentimiento de vergüenza y mortificación. ¿De qué
tenía miedo? ¿Y por qué? Yo, para quien la noche había sido
un rostro más familiar
que el de ningún hombre...
¡Yo, en quien aquel elemento de superstición hereditaria del que nadie está
completamente libre había conferido a la soledad, a la oscuridad y al silencio un interés y
un encanto de lo más seductor! No podía comprender mi desvarío y, olvidándome en mis
conjeturas de la cosa conjeturada, me quedé dormido. Y entonces soñé.
Me encontraba en una gran ciudad de un país extranjero; una ciudad cuyos
habitantes pertenecían a mi misma raza, con pequeñas diferencias en el habla y en el
vestir. En qué consistían exactamente esas diferencias era algo que no podía precisar; mi
sensación de ellas no era clara. La ciudad estaba dominada por un castillo enorme sobre
un promontorio elevado cuyo nombre sabía, pero era incapaz de pronunciar. Recorrí
muchas calles, unas anchas y rectas, con construcciones altas y modernas; otras estrechas,
oscuras y tortuosas, con viejas casas pintorescas de tejados a dos aguas, cuyas plantas
superiores, decoradas profusamente con grabados en madera y piedra, sobresalían hasta
casi encontrarse por encima de mi cabeza.
Buscaba a alguien a quien nunca había visto, aunque sabía que cuando lo encontrara
lo reconocería. Mi búsqueda no era casual y sin objeto. Tenía un método. Iba de una calle a
otra sin dudarlo y conseguía abrirme paso por un laberinto de intrincados callejones, sin
temor a perderme.
De repente me detuve ante una puerta baja de una sencilla casa de piedra que podría
haber sido la vivienda de un artesano de los mejores y entré sin anunciarme. En la
estancia, amueblada de un modo bastante modesto e iluminada por una sola ventana con
pequeños cristales en forma de diamante, no había más que dos personas: un hombre y
una mujer. No se dieron cuenta de mi presencia, circunstancia que, como suele ocurrir en
los sueños, parecía completamente natural. No conversaban; estaban sentados lejos el uno
del otro, con aire taciturno y sin hacer nada.
La mujer era joven y muy corpulenta, con hermosos ojos grandes y una cierta belleza
solemne. El recuerdo de su expresión permanece extraordinariamente vivo en mí, pero en
los sueños uno no observa los detalles de los rostros. Sobre los hombros llevaba un chal a
cuadros. El hombre era mayor, moreno, con un rostro de maldad que resultaba aún más
lúgubre debido a una gran cicatriz que se extendía diagonalmente desde la sien izquierda
hasta el bigote negro. Aunque en mi sueño daba la impresión de que, más que pertenecer
a la cara, la rondaba como algo independiente (no sé expresarlo de otra manera). En el
momento que vi a aquel hombre y a aquella mujer supe que eran marido y mujer.
No recuerdo con claridad lo que ocurrió después; todo resultaba confuso e
inconsistente, debido, creo, a un atisbo de consciencia. Era como si dos imágenes, la escena
del sueño y mi verdadero entorno, se hubieran mezclado, una incrustada en el otro, hasta
que la primera fue desdibujándose, desapareció, y me encontré completamente despierto
en la habitación vacía, tranquilo y absolutamente consciente de mi situación.
Mi estúpido miedo había desaparecido y, cuando abrí los ojos, vi que el fuego, que
no estaba apagado del todo, se había reavivado al caer una rama e iluminaba de nuevo la
habitación. Debía de haber dormido sólo unos minutos, pero aquella pesadilla sin
importancia me había impresionado tan vivamente que ya no tenía sueño. Al cabo de un
rato, me levanté, avivé el fuego y, tras encender una pipa, procedí a meditar sobre mi
visión de un modo tremendamente metódico y absurdo.
Me habría dejado entonces perplejo tener que explicar en qué sentido era digna de
atención. En el primer momento de análisis serio que dediqué al asunto, reconocí en
Edimburgo la ciudad de mi sueño, ciudad en la que nunca había estado; por tanto, si el
sueño era un recuerdo, lo era de imágenes y descripciones. Tal reconocimiento me
impresionó bastante; era como si hubiera algo en mi mente que insistiera de un modo
rebelde, contra la razón y la voluntad, en la importancia de todo esto. Y aquella facultad,
fuera la que fuese, aseguraba además un control de mi discurso.
—Claro —dije en voz alta, de modo involuntario—, los MacGregor deben de
proceder de Edimburgo.
En aquel momento, ni la esencia de aquel comentario, ni el hecho de haberlo hecho,
me sorprendió lo más mínimo. Me pareció completamente normal que yo conociera el
nombre de mis compañeros de sueño y algo de su historia. Pero pronto comprendí el
absurdo de todo aquello. Empecé a reírme a carcajadas, vacié las cenizas de la pipa y me
tumbé de nuevo sobre el lecho de ramas y hierba, donde me quedé absorto contemplando
el débil fuego, sin volver a pensar ni en el sueño ni en el entorno. De pronto, la única llama
que aún quedaba se redujo por un momento y, elevándose de nuevo, se separó de las
ascuas y se extinguió en el aire. La oscuridad se hizo absoluta.
En ese instante, al menos eso me pareció antes de que el resplandor de la llama
hubiera desaparecido de mi vista, se produjo un sonido sordo y seco, como el de un
cuerpo pesado al caer, que hizo temblar el suelo sobre el que descansaba. Me incorporé de
golpe y tanteé en la oscuridad en busca de la escopeta; pensé que alguna bestia salvaje
habría entrado de un salto a través de la ventana abierta. Mientras la endeble estructura
seguía temblando por el impacto, oí un ruido de golpes, de pies que se arrastraban por el
suelo y, después, como si lo tuviera ahí al lado, el estremecedor grito de una mujer en
agonía mortal. Nunca había oído ni concebido un grito tan espantoso. Me asustó
profundamente. Por un momento no fui consciente de otra cosa que de mi propio terror.
Por fortuna, mi mano había encontrado el arma que estaba buscando y aquel tacto familiar
hizo que me restableciera. Me puse en pie de un salto, entornando los ojos para ver algo a
través de la oscuridad. Los violentos sonidos habían cesado pero, lo que era aún más
terrible, se oía, a intervalos más o menos largos, el débil jadeo intermitente de una criatura
viva que agonizaba.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la lánguida luz de los rescoldos, pude distinguir
las formas de la puerta y de la ventana, más negras que el negro de las paredes. Luego, la
distinción entre la pared y el suelo se hizo apreciable y por fin conseguí captar los
contornos y toda la extensión del suelo, de un extremo al otro de la habitación. No se veía
nada y el silencio era absoluto.
Con una mano un tanto temblorosa y la otra agarrando todavía la escopeta, avivé el
fuego e hice un examen crítico de la situación. No había rastro alguno de que la habitación
hubiera sido visitada. Sobre el polvo que cubría el suelo se podían ver mis propias huellas,
pero ninguna otra. Encendí de nuevo la pipa, me abastecí de combustible partiendo un par
de tablones delgados del interior de la casa (no me atrevía a salir a la oscuridad exterior) y
pasé el resto de la noche fumando, pensando y alimentando el fuego. Aunque me
hubieran regalado años de vida, no habría permitido que aquel pequeño fuego se apagara
de nuevo.
Algunos años más tarde conocí en Sacramento a un hombre llamado Morgan, para
quien llevaba una carta de presentación de un amigo suyo de San Francisco. Una noche,
mientras cenaba con él en su casa, observé varios «trofeos» en la pared que indicaban que
era aficionado a la caza. Resultó que así era y, al relatar algunas de sus proezas, mencionó
haber estado en la región donde había tenido lugar mi aventura.
—Señor Morgan —le pregunté bruscamente—, ¿conoce usted un lugar allí arriba
llamado el barranco de Macarger?
—Sí, y tengo buenas razones para ello —contestó—. Fui yo quien informó a la
prensa, el año pasado, del descubrimiento de un esqueleto allí.
No tenía conocimiento de ello. La información, al parecer, había sido publicada
mientras yo estaba fuera, en el Este.
—Por cierto —dijo Morgan—, el nombre del barranco es una corrupción; debería
llamarse «de MacGregor». Querida —añadió dirigiéndose a su esposa—, el señor Elderson
ha derramado su vino.
Lo que no era del todo exacto. Sencillamente se me había caído, con copa y todo.
—En otro tiempo hubo una vieja choza en el barranco —prosiguió Morgan cuando el
desastre acarreado por mi torpeza había sido subsanado—, pero precisamente antes de mi
visita fue derribada, o mejor dicho, desparramada, porque los escombros fueron
diseminados por todo su alrededor; hasta las planchas del suelo estaban separadas. Entre
dos traviesas que todavía quedaban en pie, mi compañero y yo encontramos los restos de
un chal a cuadros y, al examinarlo, descubrimos que rodeaba los hombros de un cuerpo de
mujer de la que apenas quedaban los huesos, cubiertos en parte por restos de ropa, y por
la piel, seca y marrón. Pero le ahorraremos las descripciones a la señora Morgan —añadió
sonriendo. En verdad, la dama había mostrado un gesto que era más de repugnancia que
de compasión—. Sin embargo —continuó—, es necesario decir que el cráneo apareció
fracturado por varios lugares, como si hubiera sido golpeado con un instrumento no muy
afilado; y que el propio instrumento, una pequeña piqueta con manchas de sangre, yacía
bajo unos tablones cercanos.
El señor Morgan se volvió hacia su esposa.
—Perdona, querida —dijo con afectación solemne—, por mencionar estos
desagradables detalles, incidentes naturales, aunque lamentables, de una discusión
conyugal, consecuencia, sin duda, de una desafortunada insubordinación de la esposa.
—Tendría que ser capaz de hacerlo —repuso la dama con serenidad—; me lo has
pedido tantas veces y con esas mismas palabras...
Me dio la impresión de que estaba muy contento de continuar con su relato.
—A raíz de éstas y de otras circunstancias —señaló—, el juez dedujo que la difunta,
Janet MacGregor, había encontrado la muerte a causa de los golpes infligidos por alguna
persona desconocida para el jurado; pero añadió que las pruebas apuntaban hacia la
culpabilidad de su marido, Thomas MacGregor. Pero de él no se ha vuelto a saber ni a oír
nada. Se supo que la pareja procedía de Edimburgo, aunque no... Pero, querida, ¿no te das
cuenta de que hay agua en el plato de los huesos del señor Elderson?
Yo había dejado un hueso de pollo en mi lavamanos.
—En un pequeño armario encontré una fotografía de MacGregor, pero ello no
condujo a su captura.
—¿Me permite verla? —pregunté.
La fotografía mostraba a un hombre moreno con un rostro de maldad que resultaba
aún más lúgubre debido a una gran cicatriz que se extendía, diagonalmente, desde la sien
izquierda hasta el bigote negro.
—A propósito, señor Elderson —dijo mi amable anfitrión—, ¿puedo saber por qué
me preguntó usted por el barranco de Macarger?
—Perdí una mula cerca de allí una vez —contesté—, y ese infortunio me ha... me ha
trastornado bastante.
—Querida —dijo el señor Morgan con la entonación mecánica de un intérprete que
traduce—, la pérdida de la mula del señor Elderson le ha hecho servirse pimienta en el
café.
_
El Viudo Turmore
El Viudo Turmore
_
Las circunstancias bajo las que Joram Turmore se convirtió en viudo nunca fueron
popularmente comprendidas. Yo las conozco, naturalmente, pues yo soy Joram Turmore;
mi mujer, la difunta Elizabeth Mary Turmore, tampoco las ignora, y aunque ella las
cuente, aún permanecen en secreto ya que no hay un alma que le haya creído jamás.
Cuando me casé con Elizabeth Mary Johnin era muy rica, de lo contrario yo no
hubiese podido afrontar el casamiento, puesto que no tenía un centavo y el Cielo no había
puesto en mi corazón ninguna intención de ganarlo. Tenía la Cátedra de Gatos en la
Universidad de Graymaulkin y los ejercicios escolásticos me inhabilitaban para el peso de
cualquier negocio u ocupación. Además, yo no podía olvidar que era un Turmore, un
miembro de la familia cuyo lema desde el tiempo de Guillermo de Normandía había sido
Laborare est errare. La única infracción que se conoce de la sagrada tradición familiar
ocurrió cuando don Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, ilustre ladrón del siglo XVII,
asistió personalmente a una difícil operación llevada a cabo por algunos de sus
empleados. Esa mancha sobre nuestro blasón no puede contemplarse sin sentir la más
desgarrada mortificación.
Mi Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin jamás se destacó, por
supuesto, por el trabajo. En ninguna época hubo más de dos estudiantes de la Noble
Ciencia, y tan sólo repitiendo las conferencias manuscritas de mi predecesor, que había
encontrado entre sus pertenencias (murió en el mar, camino de Malta), podía apenas saciar
lo suficiente su hambre de conocimientos sin ganar siquiera la distinción que se otorgaba a
manera de salario.
Naturalmente, bajo tan apremiantes circunstancias, vi a Elizabeth Mary como a una
suerte de especial Providencia. Ella imprudentemente rehusó compartir conmigo su
fortuna, pero eso no me preocupó para nada, ya que si bien de acuerdo con las leyes del
país (como es sabido), la esposa tiene el control de su patrimonio durante su vida, éste
pasa al marido a su muerte: ni siquiera puede ella disponer de él por testamento. La
mortalidad entre esposas es considerable pero no excesiva.
Habiéndome casado con Elizabeth Mary y, en cierta forma, habiéndola ennoblecido
haciéndola una Turmore, sentí que la forma de su muerte debía igualarse a su distinción
social. Si yo la hubiera matado por cualquiera de los métodos maritales ordinarios hubiera
incurrido en justo reproche, por no poseer el orgullo familiar adecuado. Mas no podía
encontrar un plan adecuado.
En esta emergencia decidí consultar el archivo Turmore, una valiosa colección de
documentos, incluidos los registros de la familia desde el tiempo de su fundador en el
siglo VII de nuestra era. Sabía que entre estos sagrados títulos debería encontrar detallados
relatos de los principales asesinatos cometidos por mis santos ancestros durante cuarenta
generaciones. De entre esa masa de papeles no podía dejar de sacar las más valiosas
sugerencias.
La colección contenía también muy interesantes reliquias. Había títulos de nobleza
concedidos a mis antepasados por hacer desaparecer atrevida e ingeniosamente a
pretendientes al trono o a sus ocupantes; estrellas, cruces y otras condecoraciones
atestiguando servicios del más secreto e innombrable carácter; heterogéneos regalos de los
conspiradores más grandes del mundo que representaban un valor monetario intrínseco
incalculable. Había joyas, trajes, espadas de honor y toda suerte de "testimonios de
estima"; el cráneo de un rey transformado en copa de vino; títulos de vastas fincas, largo
tiempo confiscadas, vendidas o abandonadas; un breviario iluminado que había
pertenecido a don Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, de infausta memoria; orejas
embalsamadas de muchos de los más reconocidos enemigos de la familia; el intestino
delgado de un cierto indigno hombre del estado italiano hostil a los Turmore que,
enroscado como una soga de saltar, había servido a la juventud de seis generaciones
consanguíneas... momentos y recuerdos preciosos más allá de las valoraciones de la
imaginación pero, por los mandatos sagrados de tradición y sentimiento, para siempre
inalienables por la venta o el regalo.
Como cabeza de la familia, yo era el custodio de todos estos preciosísimos bienes
heredados y, para su segura conservación, había construido sobre los cimientos de mi casa
una fortaleza de mampostería maciza, cuyas sólidas paredes de piedra y cuya única puerta
de hierro podían desafiar por igual el choque de un terremoto, el incansable azote del
Tiempo o la mano profana de la Codicia.
A estos tesoros del alma, fragantes de sentimiento y ternura, ricos en sugerencias de
crímenes, me volví para encontrar ahora las claves del asesinato. Para mi indecible
asombro y dolor, lo encontré vacío. Cada estante, cada cajón, cada cofre había sido
saqueado. ¡De tan única e incomparable colección no quedaba vestigio! Sin embargo,
probé que hasta que yo mismo había abierto la maciza puerta de metal, ni un cerrojo, ni
una barra había sido movida: los sellos de la cerradura estaban intactos.
Pasé la noche entre la lamentación y la indagación; ambas fueron infructuosas. El
misterio era impenetrable a la conjetura y ningún bálsamo podía calmar semejante dolor.
Pero ni una sola vez durante esa horrible noche mi firme espíritu pudo abandonar su alto
designio contra Elizabeth Mary, y el alba me halló aún más resuelto a cosechar los frutos
de mi matrimonio. Mi gran pérdida pareció acercarme a relaciones espirituales más
profundas con mis ancestros muertos, y darme una nueva e inevitable obediencia a la
persuasión que hablaba en cada glóbulo de mi sangre.
Inmediatamente formé un plan de acción, y procurándome un fuerte cordel entré a la
habitación de mi esposa, encontrándola, como esperaba, profundamente dormida. Antes
de que se despertara la tenía fuertemente atada de pies y manos. Estaba muy sorprendida
y dolorida, pero sin atender a sus protestas hechas a viva voz, la llevé a la ahora saqueada
fortaleza, allí donde nunca permití que entrara y de cuyos tesoros no la había advertido.
Sentándola, todavía atada, contra un ángulo de la pared, pasé los siguientes dos días con
sus noches en acarrear al lugar ladrillos y argamasa. A la mañana del tercer día la tuve
firmemente emparedada, desde el suelo hasta el techo. Durante todo este tiempo no tuve
en cuenta sus ruegos de piedad más que (ante su promesa de no resistir, que debo decir
que ella cumplió con honor) para concederle la libertad de sus piernas. Le concedí un
espacio de cerca de cuatro pies por seis. Cuando coloqué los últimos ladrillos en la parte
superior, en contacto con el cielo raso de la fortaleza, me dijo adiós con lo que me pareció
la serenidad de la desesperación, y me fui a descansar sintiendo que había observado
fielmente las tradiciones de una antigua e ilustre familia. Mi única amarga reflexión, en lo
que a mi conducta concernía, surgió al tomar conciencia de que había trabajado durante la
realización de mi designio; pero nadie lo sabría jamás.
Después de descansar durante una noche, fui a ver al juez de la Corte de Sucesiones
y Herencias y firmé una declaración jurada de todo lo que había hecho, excepto el trabajo
manual de construir la pared, que imputé a un sirviente. Su Excelencia designó a un
comisionado de la Corte, quien realizó un cuidadoso examen del trabajo y, según su
informe, Elizabeth Mary Turmore fue formalmente declarada muerta al fin de la semana.
De acuerdo con la ley tomé posesión de sus bienes que, a pesar de no ser mucho más
valiosos que mis tesoros perdidos, me elevaron de la pobreza a la riqueza y me trajeron el
respeto de los grandes y de los buenos.
Unos seis meses más tarde me llegaron extraños rumores: el fantasma de mi mujer
muerta había sido visto en distintos lugares de la región, pero siempre a una considerable
distancia de Graymaulkin. Estos rumores, de cuya auténtica fuente no me pude enterar,
diferían en varios detalles, pero eran semejantes en atribuir a la aparición un alto grado de
prosperidad mundana aparente combinada con una audacia poco común en los
fantasmas. ¡No sólo estaba el espíritu ataviado con ropajes costosos, sino que caminaba a
mediodía y, más aún, conducía! Me sentí indeciblemente molesto con estos cuentos y,
pensando que podría haber algo más que superstición en la creencia popular de que sólo
espíritus de los muertos no enterrados pueden caminar sobre tierra, decidí llevar a
algunos obreros equipados con picos y barras hacia la fortaleza en la que nadie había
entrado durante mucho tiempo. Les ordené demoler la pared de ladrillo que había
construido alrededor de la compañera de mis alegrías. Había resuelto dar al cuerpo de
Elizabeth Mary un entierro como el que creía que su parte inmortal aceptaría como un
equivalente del privilegio de encontrarse a gusto entre las apariciones de los vivos.
En pocos minutos volteamos la pared y, metiendo una lámpara a través de la brecha,
miré adentro. ¡Nada! Ni un hueso, ni un cabello, ni un jirón de ropa... ¡el angosto espacio
que, de acuerdo con mi testimonio, contenía legalmente todo lo que había sido mortal de
la difunta señora Turmore, estaba absolutamente vacío! Este admirable descubrimiento,
para una mente ya perturbada por tanto misterio y excitación, era más de lo que yo podía
soportar. Lancé un grito y caí en un estado de paroxismo. Durante meses estuve entre la
vida y la muerte, afiebrado y delirante; no me recuperé hasta que mi médico tuvo el
cuidado de sacar de mi caja fuerte un estuche de mis más valiosas joyas y huir del país.
Al verano siguiente tuve ocasión de visitar mi bodega, en un rincón de la cual había
construido la fortaleza, que hacía tiempo se encontraba en desuso. Al mover un tonel de
oporto, lo arrojé con fuerza contra la pared medianera y me sorprendió descubrir que
desplazaba dos grandes piedras cuadradas que formaban una parte de la pared.
Apoyando sobre ellas las manos, las empujé fácilmente y, mirando a través del
hueco, vi que habían caído dentro del nicho en el cual yo había emparedado a mi
lamentada esposa. Frente a la abertura que su caída había dejado, a una distancia de
cuatro pies, estaba la pared que mis propias manos habían construido a fin de encarcelar a
la infortunada y gentil esposa. Ante una revelación tan significativa, comencé a explorar la
bodega. Detrás de una hilera de barriles encontré cuatro objetos muy interesantes desde el
punto de vista histórico, pero sin valor alguno.
En primer lugar, los restos enmohecidos de un traje ducal florentino del siglo XI;
segundo, un breviario de resplandeciente pergamino con el nombre de don Aldebaran
Turmore de Peters-Turmore inscripto en colores en la primera página; tercero, una
calavera transformada en copa y muy manchada de vino; cuarto, la cruz de hierro de un
Caballero Comendador de la Orden Imperial Austríaca de Asesinos por Veneno.
Eso era todo; ni un objeto que tuviera valor comercial, ni papeles, ni nada. Pero esto
era suficiente para aclarar el misterio de la fortaleza. Mi esposa había adivinado
tempranamente la existencia y el propósito de este apartamento, y, con la destreza del
genio había efectuado una entrada, desprendiendo las dos piedras de la pared.
En diferentes oportunidades, y a través de esta abertura, había sustraído la colección
entera que, sin duda, logró convertir en dinero. Cuando con un inconsciente sentido de la
justicia (cuyo recuerdo no me trae ninguna satisfacción) decidí emparedarla, por alguna
maligna fatalidad escogí aquella parte donde estaban las piedras removidas y, sin duda
antes de que hubiera terminado mi trabajo, ella las movió y, deslizándose hacia la bodega,
las volvió a colocar en su sitio. Se escapó del sótano fácilmente, sin ser observada, para
disfrutar sus infames ganancias en lejanos lugares.
Me he esforzado en procurar una orden de prisión, pero el dignísimo Barón de la
Corte de Sumarios y Condenas me recuerda que ella está legalmente muerta y dice que mi
único recurso es apelar ante el Jefe de Cadáveres y solicitar una orden de exhumación y
resurrección. Tal parece que debo sufrir sin remedio este enorme daño a manos de una
mujer desprovista tanto de principios como de vergüenza.
Las circunstancias bajo las que Joram Turmore se convirtió en viudo nunca fueron
popularmente comprendidas. Yo las conozco, naturalmente, pues yo soy Joram Turmore;
mi mujer, la difunta Elizabeth Mary Turmore, tampoco las ignora, y aunque ella las
cuente, aún permanecen en secreto ya que no hay un alma que le haya creído jamás.
Cuando me casé con Elizabeth Mary Johnin era muy rica, de lo contrario yo no
hubiese podido afrontar el casamiento, puesto que no tenía un centavo y el Cielo no había
puesto en mi corazón ninguna intención de ganarlo. Tenía la Cátedra de Gatos en la
Universidad de Graymaulkin y los ejercicios escolásticos me inhabilitaban para el peso de
cualquier negocio u ocupación. Además, yo no podía olvidar que era un Turmore, un
miembro de la familia cuyo lema desde el tiempo de Guillermo de Normandía había sido
Laborare est errare. La única infracción que se conoce de la sagrada tradición familiar
ocurrió cuando don Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, ilustre ladrón del siglo XVII,
asistió personalmente a una difícil operación llevada a cabo por algunos de sus
empleados. Esa mancha sobre nuestro blasón no puede contemplarse sin sentir la más
desgarrada mortificación.
Mi Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin jamás se destacó, por
supuesto, por el trabajo. En ninguna época hubo más de dos estudiantes de la Noble
Ciencia, y tan sólo repitiendo las conferencias manuscritas de mi predecesor, que había
encontrado entre sus pertenencias (murió en el mar, camino de Malta), podía apenas saciar
lo suficiente su hambre de conocimientos sin ganar siquiera la distinción que se otorgaba a
manera de salario.
Naturalmente, bajo tan apremiantes circunstancias, vi a Elizabeth Mary como a una
suerte de especial Providencia. Ella imprudentemente rehusó compartir conmigo su
fortuna, pero eso no me preocupó para nada, ya que si bien de acuerdo con las leyes del
país (como es sabido), la esposa tiene el control de su patrimonio durante su vida, éste
pasa al marido a su muerte: ni siquiera puede ella disponer de él por testamento. La
mortalidad entre esposas es considerable pero no excesiva.
Habiéndome casado con Elizabeth Mary y, en cierta forma, habiéndola ennoblecido
haciéndola una Turmore, sentí que la forma de su muerte debía igualarse a su distinción
social. Si yo la hubiera matado por cualquiera de los métodos maritales ordinarios hubiera
incurrido en justo reproche, por no poseer el orgullo familiar adecuado. Mas no podía
encontrar un plan adecuado.
En esta emergencia decidí consultar el archivo Turmore, una valiosa colección de
documentos, incluidos los registros de la familia desde el tiempo de su fundador en el
siglo VII de nuestra era. Sabía que entre estos sagrados títulos debería encontrar detallados
relatos de los principales asesinatos cometidos por mis santos ancestros durante cuarenta
generaciones. De entre esa masa de papeles no podía dejar de sacar las más valiosas
sugerencias.
La colección contenía también muy interesantes reliquias. Había títulos de nobleza
concedidos a mis antepasados por hacer desaparecer atrevida e ingeniosamente a
pretendientes al trono o a sus ocupantes; estrellas, cruces y otras condecoraciones
atestiguando servicios del más secreto e innombrable carácter; heterogéneos regalos de los
conspiradores más grandes del mundo que representaban un valor monetario intrínseco
incalculable. Había joyas, trajes, espadas de honor y toda suerte de "testimonios de
estima"; el cráneo de un rey transformado en copa de vino; títulos de vastas fincas, largo
tiempo confiscadas, vendidas o abandonadas; un breviario iluminado que había
pertenecido a don Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, de infausta memoria; orejas
embalsamadas de muchos de los más reconocidos enemigos de la familia; el intestino
delgado de un cierto indigno hombre del estado italiano hostil a los Turmore que,
enroscado como una soga de saltar, había servido a la juventud de seis generaciones
consanguíneas... momentos y recuerdos preciosos más allá de las valoraciones de la
imaginación pero, por los mandatos sagrados de tradición y sentimiento, para siempre
inalienables por la venta o el regalo.
Como cabeza de la familia, yo era el custodio de todos estos preciosísimos bienes
heredados y, para su segura conservación, había construido sobre los cimientos de mi casa
una fortaleza de mampostería maciza, cuyas sólidas paredes de piedra y cuya única puerta
de hierro podían desafiar por igual el choque de un terremoto, el incansable azote del
Tiempo o la mano profana de la Codicia.
A estos tesoros del alma, fragantes de sentimiento y ternura, ricos en sugerencias de
crímenes, me volví para encontrar ahora las claves del asesinato. Para mi indecible
asombro y dolor, lo encontré vacío. Cada estante, cada cajón, cada cofre había sido
saqueado. ¡De tan única e incomparable colección no quedaba vestigio! Sin embargo,
probé que hasta que yo mismo había abierto la maciza puerta de metal, ni un cerrojo, ni
una barra había sido movida: los sellos de la cerradura estaban intactos.
Pasé la noche entre la lamentación y la indagación; ambas fueron infructuosas. El
misterio era impenetrable a la conjetura y ningún bálsamo podía calmar semejante dolor.
Pero ni una sola vez durante esa horrible noche mi firme espíritu pudo abandonar su alto
designio contra Elizabeth Mary, y el alba me halló aún más resuelto a cosechar los frutos
de mi matrimonio. Mi gran pérdida pareció acercarme a relaciones espirituales más
profundas con mis ancestros muertos, y darme una nueva e inevitable obediencia a la
persuasión que hablaba en cada glóbulo de mi sangre.
Inmediatamente formé un plan de acción, y procurándome un fuerte cordel entré a la
habitación de mi esposa, encontrándola, como esperaba, profundamente dormida. Antes
de que se despertara la tenía fuertemente atada de pies y manos. Estaba muy sorprendida
y dolorida, pero sin atender a sus protestas hechas a viva voz, la llevé a la ahora saqueada
fortaleza, allí donde nunca permití que entrara y de cuyos tesoros no la había advertido.
Sentándola, todavía atada, contra un ángulo de la pared, pasé los siguientes dos días con
sus noches en acarrear al lugar ladrillos y argamasa. A la mañana del tercer día la tuve
firmemente emparedada, desde el suelo hasta el techo. Durante todo este tiempo no tuve
en cuenta sus ruegos de piedad más que (ante su promesa de no resistir, que debo decir
que ella cumplió con honor) para concederle la libertad de sus piernas. Le concedí un
espacio de cerca de cuatro pies por seis. Cuando coloqué los últimos ladrillos en la parte
superior, en contacto con el cielo raso de la fortaleza, me dijo adiós con lo que me pareció
la serenidad de la desesperación, y me fui a descansar sintiendo que había observado
fielmente las tradiciones de una antigua e ilustre familia. Mi única amarga reflexión, en lo
que a mi conducta concernía, surgió al tomar conciencia de que había trabajado durante la
realización de mi designio; pero nadie lo sabría jamás.
Después de descansar durante una noche, fui a ver al juez de la Corte de Sucesiones
y Herencias y firmé una declaración jurada de todo lo que había hecho, excepto el trabajo
manual de construir la pared, que imputé a un sirviente. Su Excelencia designó a un
comisionado de la Corte, quien realizó un cuidadoso examen del trabajo y, según su
informe, Elizabeth Mary Turmore fue formalmente declarada muerta al fin de la semana.
De acuerdo con la ley tomé posesión de sus bienes que, a pesar de no ser mucho más
valiosos que mis tesoros perdidos, me elevaron de la pobreza a la riqueza y me trajeron el
respeto de los grandes y de los buenos.
Unos seis meses más tarde me llegaron extraños rumores: el fantasma de mi mujer
muerta había sido visto en distintos lugares de la región, pero siempre a una considerable
distancia de Graymaulkin. Estos rumores, de cuya auténtica fuente no me pude enterar,
diferían en varios detalles, pero eran semejantes en atribuir a la aparición un alto grado de
prosperidad mundana aparente combinada con una audacia poco común en los
fantasmas. ¡No sólo estaba el espíritu ataviado con ropajes costosos, sino que caminaba a
mediodía y, más aún, conducía! Me sentí indeciblemente molesto con estos cuentos y,
pensando que podría haber algo más que superstición en la creencia popular de que sólo
espíritus de los muertos no enterrados pueden caminar sobre tierra, decidí llevar a
algunos obreros equipados con picos y barras hacia la fortaleza en la que nadie había
entrado durante mucho tiempo. Les ordené demoler la pared de ladrillo que había
construido alrededor de la compañera de mis alegrías. Había resuelto dar al cuerpo de
Elizabeth Mary un entierro como el que creía que su parte inmortal aceptaría como un
equivalente del privilegio de encontrarse a gusto entre las apariciones de los vivos.
En pocos minutos volteamos la pared y, metiendo una lámpara a través de la brecha,
miré adentro. ¡Nada! Ni un hueso, ni un cabello, ni un jirón de ropa... ¡el angosto espacio
que, de acuerdo con mi testimonio, contenía legalmente todo lo que había sido mortal de
la difunta señora Turmore, estaba absolutamente vacío! Este admirable descubrimiento,
para una mente ya perturbada por tanto misterio y excitación, era más de lo que yo podía
soportar. Lancé un grito y caí en un estado de paroxismo. Durante meses estuve entre la
vida y la muerte, afiebrado y delirante; no me recuperé hasta que mi médico tuvo el
cuidado de sacar de mi caja fuerte un estuche de mis más valiosas joyas y huir del país.
Al verano siguiente tuve ocasión de visitar mi bodega, en un rincón de la cual había
construido la fortaleza, que hacía tiempo se encontraba en desuso. Al mover un tonel de
oporto, lo arrojé con fuerza contra la pared medianera y me sorprendió descubrir que
desplazaba dos grandes piedras cuadradas que formaban una parte de la pared.
Apoyando sobre ellas las manos, las empujé fácilmente y, mirando a través del
hueco, vi que habían caído dentro del nicho en el cual yo había emparedado a mi
lamentada esposa. Frente a la abertura que su caída había dejado, a una distancia de
cuatro pies, estaba la pared que mis propias manos habían construido a fin de encarcelar a
la infortunada y gentil esposa. Ante una revelación tan significativa, comencé a explorar la
bodega. Detrás de una hilera de barriles encontré cuatro objetos muy interesantes desde el
punto de vista histórico, pero sin valor alguno.
En primer lugar, los restos enmohecidos de un traje ducal florentino del siglo XI;
segundo, un breviario de resplandeciente pergamino con el nombre de don Aldebaran
Turmore de Peters-Turmore inscripto en colores en la primera página; tercero, una
calavera transformada en copa y muy manchada de vino; cuarto, la cruz de hierro de un
Caballero Comendador de la Orden Imperial Austríaca de Asesinos por Veneno.
Eso era todo; ni un objeto que tuviera valor comercial, ni papeles, ni nada. Pero esto
era suficiente para aclarar el misterio de la fortaleza. Mi esposa había adivinado
tempranamente la existencia y el propósito de este apartamento, y, con la destreza del
genio había efectuado una entrada, desprendiendo las dos piedras de la pared.
En diferentes oportunidades, y a través de esta abertura, había sustraído la colección
entera que, sin duda, logró convertir en dinero. Cuando con un inconsciente sentido de la
justicia (cuyo recuerdo no me trae ninguna satisfacción) decidí emparedarla, por alguna
maligna fatalidad escogí aquella parte donde estaban las piedras removidas y, sin duda
antes de que hubiera terminado mi trabajo, ella las movió y, deslizándose hacia la bodega,
las volvió a colocar en su sitio. Se escapó del sótano fácilmente, sin ser observada, para
disfrutar sus infames ganancias en lejanos lugares.
Me he esforzado en procurar una orden de prisión, pero el dignísimo Barón de la
Corte de Sumarios y Condenas me recuerda que ella está legalmente muerta y dice que mi
único recurso es apelar ante el Jefe de Cadáveres y solicitar una orden de exhumación y
resurrección. Tal parece que debo sufrir sin remedio este enorme daño a manos de una
mujer desprovista tanto de principios como de vergüenza.
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