Nona
PRESENTACIÓN
Cuando alguien se halla esclavizado por una intensa emoción tiende a perder la perspectiva, el control... O, en vez de eso, entrega el control a otra persona. Pero, a pesar de la momentánea satisfacción de ese acto, tarde o temprano se llega a la comprensión de que se ha entregado lo único que una persona posee realmente: la libertad. Y la reacción es variable: disgusto con uno mismo, autocompasión, horror..., y algo peor. El éxito de Stephen King se basa menos en las historias que narra que en el cuidado hacia los personajes sobre los que escribe. Dicho cuidado hace reales a los personajes, y con ello los relatos se hacen igualmente reales. En cuanto eso sucede, no hay escape posible, tanto si uno quiere como si no.
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No sé cómo explicarlo, ni siquiera ahora. No sé decir por qué hice aquellas cosas. No supe decirlo en el juicio, tam-poco. Y aquí hay mucha gente que se interesa por ello. Hay un psiquiatra. Pero yo guardo silencio. Mis labios están sellados. Excepto aquí, en mi celda. Aquí no guardo silencio. Me despierto dando gritos.
En el sueño la veo andando hacia mí. Viste una túnica blanca, casi transparente, y su expresión es de deseo y triunfo combinados. Llega hasta mí cruzando una oscura habitación con suelo de piedra y yo huelo a secas rosas de octubre. Sus brazos están abiertos y yo voy hacia ella con los míos extendidos para abrazarla.
Siento pavor, repugnancia..., e indecible nostalgia. Pavor y repugnancia porque sé qué clase de lugar es éste, y nos-talgia porque amo a esa mujer. Siempre la amaré. A veces deseo que la pena de muerte existiera todavía. Un corto pa-seo por un oscuro corredor, una silla de recto respaldo provista de un casco de acero, grapas..., luego una rápida sacu-dida y estaña con ella.
Conforme nos aproximamos en el sueño, mi temor aumenta, pero me es imposible alejarme de ella. Mis manos aprietan el liso plano de su espalda, su piel cercana bajo la seda. Ella sonríe con esos hondos, negros ojos. Su cabeza se inclina hacia la mía y los labios se separan, preparados para el beso.
Ahí es cuando ella cambia, se arruga. Su cabello se vuelve áspero y enmarañado, pasa de negro a un horrible tono pardo que se derrama por la cremosa blancura de sus mejillas. Los ojos menguan y se convierten en cuentas. El blanco de los ojos desaparece y ella me mira con ojos tan minúsculos como dos pulidos fragmentos de azabache. La boca se transforma en unas fauces en las que sobresalen torcidos dientes amarillentos.
Trato de chillar, intento despertarme.
No puedo. Estoy atrapado de nuevo. Siempre estaré atrapado. Estoy apresado por una inmensa y fétida rata de ce-menterio. Las luces oscilan ante mis ojos. Rosas de octubre. En alguna parte una campana toca a muerto.
–Mío –musita este ser–. Mío, mío, mío.
El olor a rosas es su aliento mientras se abalanza sobre mí, flores muertas en un osario.
Entonces grito, y despierto.
Creer que lo que hicimos juntos me ha vuelto loco. Pero mi mente sigue funcionando de un modo u otro, y jamás he desistido de buscar las respuestas. Sigo deseando saber cómo fue todo..., y qué fue...
Me permiten tener papel y una pluma con punta de fieltro. Y voy a poner todo por escrito. Responderé todas las pre-guntas y quizás al hacer eso pueda encontrar la respuesta a otras dudas personales. Y cuando haya terminado, hay otra cosa. Algo que no me permitieron tener. Algo que cogí. Está ahí, debajo del colchón, un cuchillo del comedor de la cárcel.
Debo empezar hablándoles de Augusta.
Mientras escribo es de noche, una magnífica noche de agosto perforada por relumbrantes estrellas. Las veo a través de la reja de mi ventana, que da al patio de ejercicios y permite ver un trozo de cielo que puedo tapar con los dos de-dos. Hace calor, y estoy desnudo si se exceptúan los calzoncillos. Oigo el suave ruido veraniego de ranas y grillos. Pe-ro no puedo recuperar el invierno simplemente cerrando los ojos. El amargo frío de aquella noche, la desolación, las duras e insociables luces de una ciudad que no era la mía. Era el catorce de febrero. Fíjense, recuerdo todos los deta-lles.
Miren mis brazos..., cubiertos de sudor, con carne de gallina.
Augusta...
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Cuando llegué a Augusta estaba más muerto que vivo, tanto frío hacía. Había elegido un buen día para decir adiós al escenario de la universidad y viajar en autostop al oeste. Pensé que iba a morir congelado antes de salir del estado.
Un policía me había echado a patadas en el enlace interestatal, amenazando con detenerme si me sorprendía con el pulgar extendido otra vez. La lisa extensión de autopista con cuatro carriles había sido como la pista de aterrizaje de un aeropuerto; el viento aullaba y arrastraba membranas de nieve polvo, chirriaba en el pavimento. Y para los anóni-mos Ellos sentados detrás de las vidrieras de seguridad, todos los que están de pie en el enlace en una noche oscura son violadores o asesinos, y si tienen cabello largo puede añadirse además una acusación de pederastas y maricas.
Lo intenté un rato en la carretera de acceso, pero en vano. Y hacia las ocho menos cuarto comprendí que, si no lle-gaba pronto a un sitio caliente, acababa desmayándome.
Anduve dos kilómetros y medio antes de encontrar un bar gasolinera en la 202, justo dentro de los límites de la ciu-dad. COMILONAS JOE, decía el anuncio luminoso. Había tres grandes camiones estacionados en el aparcamiento de grava, y un sedán nuevo. Había una marchita guirnalda navideña en la puerta que nadie se había molestado en retirar, y junto a ella un termómetro con el mercurio situado bajo la raya del cero. No tenía nada para taparme las orejas aparte del cabello, y mis guantes de cuero estaban rotos. Las puntas de mis dedos parecían objetos de adorno.
Abrí la puerta y entré.
El calor fue lo primero que me sorprendió, acogedor y magnífico. Después, una canción montañesa que sonaba en el tocadiscos automático, con la inconfundible voz de Merle Haggard: «No dejamos que nuestro pelo sea largo y desgre-ñado, como hacen los hippies en San Francisco.»
El tercer detalle que me sorprendió fue La Mirada. Te enteras de lo que es La Mirada cuando dejas que el pelo te caiga por debajo de los lóbulos de las orejas. En ese mismo momento la gente sabe que no eres de los Leones, ni de los Alces, ni de la Asociación de Veteranos de Guerra. Sabes qué es La Mirada, pero nunca te acostumbras a ella. En ese instante las personas que estaban dedicándome La Mirada eran cuatro camioneros que ocupaban una sola mesa, otros dos en la barra, un par de ancianas con sencillos abrigos de piel y el cabello teñido de azul, el encargado de las comi-das rápidas y un torpe muchacho con burbujas de jabón en las manos. Había una mujer sentada en el extremo más ale-jado de la barra, pero solamente miraba el fondo de su taza de café.
Ella fue el cuarto detalle que me sorprendió.
Todos tenemos edad suficiente para saber que no existe el flechazo. Es algo que inventaron los poetas para poder hablar del influjo erótico de la luna. Algo para chicos que se cogen la mano en el baile de fin de curso, ¿de acuerdo?
Pero ver a esa mujer me hizo sentir algo. Pueden reírse, aunque no lo harían si la hubieran visto. Era casi insoporta-blemente hermosa.
Comprendí que sin duda alguna todos los clientes del establecimiento pensaban lo mismo que yo. Del mismo modo que sabía que ella habría sufrido La Mirada antes de llegar yo. Tenía un cabello negro como el carbón, tan negro que parecía casi azul bajo los fluorescentes. Le caía sueltamente sobre las hombreras del caído abrigo color canela. Su piel era blanca como la leche, con una suavísima pincelada de sangre que subsistía bajo la epidermis..., el frío que había traído consigo. Oscuras, tiznadas pestañas. Ojos solemnes ligeramente rasgados en las comisuras. Una boca carnosa y móvil bajo una nariz recta, aristocrática. No pude averiguar qué aspecto tenía su cuerpo. No me preocupé por ello.
Ustedes tampoco lo habrían hecho. Lo único que precisaba ella era aquella cara, aquel cabello, aquella apariencia. Era exquisita. Es la única palabra de mi idioma que conozco para definirla.
Nona.
Me senté a dos taburetes de distancia de ella, y el camarero se acercó y me miró.
–¿Qué?
–Café solo, por favor.
Marchó a prepararlo.
–Es igual que Jesucristo, ¿no? –dijo alguien a mi espalda.
El torpe lavaplatos se echó a reír. Un fugaz sonido, «jiu-jiu». Los camioneros de la barra lo imitaron.
El camarero me trajo el café, lo dejó bruscamente en el mostrador y derramó un poco sobre la casi helada carne de mi mano, que retiré al momento.
–Lo siento –dijo en tono indiferente.
–¡Él mismo se la curará! –gritó uno de los camioneros de la mesa.
Las gemelas del pelo azul pagaron la cuenta y salieron apresuradamente. Uno de los caballeros de la carretera andu-vo hasta el tocadiscos e introdujo otra moneda. Johnny Cash empezó a cantar «Un chico llamado Susie». Soplé para enfriar mi café.
Alguien me dio un tirón en la manga. Volví la cabeza y allí estaba ella: se había trasladado al taburete vacío. Mirar de cerca aquella cara era casi cegador. Derramé más café.
–Lo lamento.
Su voz era baja, casi atonal.
–Es culpa mía. Todavía no he recuperado el tacto.
–Yo...
Se interrumpió, al parecer falta de palabras. De pronto comprendí que estaba asustada. Noté que la primera reacción que había experimentado al verla por primera vez me abrumaba de nuevo: protegerla, cuidarla, conseguir que no tuvie-ra miedo.
–Necesito que me lleven en coche –concluyó precipitadamente–.
No me atrevía a pedírselo a los otros
Hizo un gesto apenas perceptible en dirección a los camioneros de la mesa.
¿Cómo hacerles entender que yo habría dado cualquier cosa, «cualquier cosa», por poder decirle, «Naturalmente, termina tu café, tengo el coche aparcado aquí mismo»? Parece una locura afirmar que me sentía así después de oír cua-tro palabras salidas de su boca, e idéntico número de la mía, pero es cierto. Es cierto. Mirarla era como ver a la «Mona Lisa» o la «Venus de Milo» cobrar palpitante vida. Y había otra emoción: como si una luz repentina y potente se hubiera encendido en la confusa oscuridad de mi mente. Sería más fácil si pudiera decir que ella era una conquista ca-llejera y yo un hombre rápido con las mujeres, rápido, buen actor y con muchísimo palique, pero ni ella ni yo éramos tal cosa. Lo único que comprendía yo es que no tenía lo que ella necesitaba, y eso me torturaba.
–Estoy haciendo autostop –le expliqué–. Un policía me echó a patadas del enlace interestatal y he venido aquí sólo para protegerme del frío. Lo siento.
–¿Eres universitario?
–Ya no. Me fui antes de que me echaran.
–¿Vas a casa?
–No tengo casa donde ir. Estaba bajo tutela del estado. Fui a la universidad gracias a una beca. La desaproveché. Ahora no sé dónde voy a ir.
Mi biografía en cinco frases. Me deprimió.
Ella se echó a reír (ese sonido me provocó calor y frío) y bebió un poco de café.
–Somos gatos escapados del mismo saco, me parece.
Me disponía a adoptar mi mejor talante conservador, decir algo ingenioso como «¡No me digas», cuando una mano cayó sobre mi hombro.
Volví la cabeza. Era uno de los camioneros de la mesa. Tenía vello rubio en el mentón y una cerilla de cocina aso-maba por su boca. Oía a gasolina.
–Creo que ya has terminado tu café –dijo.
Sus labios se abrieron alrededor de la cerilla para esbozar una mueca. Tenía muchísimos dientes muy blancos.
–¿Qué?
–Estás dejando mal olor en el local, chico. Porque eres un chico, ¿no? Es difícil asegurarlo.
–Usted tampoco huele a rosas –repuse–. Huele a cárter.
Me propinó una fuerte palmada en la mejilla. Vi minúsculos puntos negros.
–Nada de peleas aquí –dijo el camarero–. Si quiere pelea con él, hágalo afuera.
–Vamos, maldito comunista –ordenó el camionero.
Es el momento donde se supone que la chica debe decir algo como «Suéltelo» o «Es usted un bruto». Pero ella no dijo nada. Estaba observándonos con febril concentración. Alarmante. Creo que fue la primera vez que reparé en el tamaño real de sus ojazos.
–¿Hace falta que te dé otro guantazo, marica?
–No. Vamos, sinvergüenza de mierda.
No sé cómo brotó eso de mi boca. No me gusta pelear. No soy buen luchador. Incluso soy peor insultando. Pero es-taba enfadado, en ese momento. Tuve ese impulso y deseé golpear, matar al camionero. Quizás él lo presintió. Una breve sombra de duda fluctuó en su semblante, la incertidumbre inconsciente sobre si había elegido el peor hippie po-sible. Pero la sombra desapareció. El camionero no iba a dar marcha atrás ante un esnob de pelo largo, elitista y afe-minado que usaba la bandera para limpiarse el culo... Al menos no delante de sus compañeros. No un fornido camio-nero hijo de perra como él.
La cólera palpitó de nuevo en mi interior. ¿Marica? ¿Marica? Me sentía trastornado, y me alegraba de sentirme así. Mi lengua estaba desbocada. Mi estómago era una losa.
Nos acercamos a la puerta, y los amigos de mi rival casi se partieron la espalda al levantarse para ver la pelea.
¿Nona? Pensé en ella, pero de un modo vago, en las profundidades de mi mente. Sabía que Nona estada allí, que me protegería. Lo sabía de la misma forma que sabía que hada frío afuera. Era extraño saber eso de una mujer a la que co-nocía desde hacía cinco minutos. Extraño, pero no pensé en ello hasta más tarde. Mi mente estaba casi dominada... no, casi anulada por la gruesa nube de rabia. Mis impulsos eran homicidas.
El frío era tan notable y tan puro que parecíamos cortarlo con nuestros cuerpos a modo de cuchillos. La helada grava del aparcamiento chirriaba ásperamente bajo las peladas botas de mi rival y bajo mis zapatos. La Luna, llena e hincha-da, nos contemplaba con un insulso ojo tenuemente lloroso a causa de la humedad de la alta atmósfera, en un cielo tan negro como la noche en el infierno. Proyectábamos menudas sombras enanas detrás de nuestros pies bajo el mono-cromo destello de la solitaria luz de sodio dispuesta en lo alto de un poste más allá de los camiones aparcados. Nuestro aliento humeaba en el aire en forma de breves ráfagas. El camionero se volvió hacia mí, con las enguantadas manos cerradas.
–Muy bien, hijo de puta –dijo.
Yo pensé estar inflándome..., todo mi cuerpo parecía inflarse. No sé cómo, vagamente, comprendí que mi intelecto iba a quedar eclipsado por algo inmenso e invisible que jamás había sospechado estuviera en mi interior. Era terrorífi-co..., pero al mismo tiempo lo acepté con agrado, lo deseé, lo anhelé. En ese último momento de pensamiento coheren-te creí que mi cuerpo era una pétrea pirámide de violencia personificada, o un turbulento y asesino ciclón capaz de ba-rrer cualquier cosa que se pusiera por delante. El camionero parecía pequeño, débil, insignificante. Me reí de él. Reí, y el sonido fue tan tétrico y desolado como aquel cielo perforado por la Luna.
El se acercó agitando los puños. Paré el derecho, noté el izquierdo en mi mejilla y acto seguido le di una patada en el vientre. El aire brotó del hombre con blanca y humeante precipitación. Trató de retroceder, agarrándose la parte gol-peada y tosiendo.
Me situé a su espalda, todavía riendo igual que un perro de campo ladra a la Luna, y le golpeé tres veces antes de que él pudiera dar un cuarto de vuelta: en el cuello, en el hombro y en una enrojecida oreja. El camionero lanzó un ala-rido, y una de sus chapuceras manos rozó mi nariz. La furia que me dominaba se multiplicó (¡a mí! ¡ha intentado pe-garme!) y le propiné otra patada, levantando mucho el pie, como si pateara una pelota en el aire. El hombre chilló en la noche y oí el crujido de una costilla al partirse. Quedó encogido y salté sobre él.
En el juicio uno de los camioneros declaró que yo actué como un animal salvaje. Y era cierto. No recuerdo muchos detalles, pero sí que yo bufaba y gruñía como un perro rabioso.
Me puse a horcajadas encima de él, le agarré con ambas manos su grasiento cabello y le froté la cara en la grava. Bajo el insulso destello de la lámpara de sodio su sangre parecía negra, como sangre de escarabajo.
–¡Dios mío, basta ya! –exclamó alguien.
Varias manos asieron mis hombros y me apartaron. Vi caras que remolineaban y empecé a repartir golpes.
El camionero estaba intentando alejarse a rastras. Su cara era una fija máscara de sangre y asombrados ojos. Conti-nué dándole patadas mientras esquivaba a los demás, gruñendo de satisfacción siempre que conectaba un golpe.
Él no podía defenderse ya. Sólo pensaba en huir. Tras las patadas sus ojos se entrecerraban como los de una tortuga, y su cuerpo dejaba de moverse. Luego continuaba arrastrándose. Pensé que era un estúpido. Decidí matarlo. Iba a dar-le patadas hasta matarlo. Después acababa con todos los demás, con todos excepto con Nona.
Le di otra patada y el camionero quedó tendido de espaldas y me miró confusamente.
–Me rindo –gimió–. Me rindo. Por favor. Por favor...
Me arrodillé junto a él y noté que la grava me mordía las rodillas a través de mis delgados tejanos.
–Aquí voy, bastardo –musité–. Toma rendición.
Aferré su cuello con mis manos.
Tres hombres saltaron sobre mí al momento y me separaron a golpes del camionero. Me levanté, todavía risueño, y corrí hacia ellos. Retrocedieron los tres, varones fornidos, todos blancos de miedo. Y la furia se apagó.
Así mismo, se apagó y quedé sólo yo, de pie en el aparcamiento de «Comilonas Joe», jadeante, sintiéndome marea-do y horrorizado.
Volví la cabeza y miré el bar. La chica estaba allí, con sus hermosas facciones iluminadas por el triunfo. Alzó un puño a la altura del hombro a modo de saludo.
Contemplé al hombre tendido en el suelo. Aún trataba de arrastrarse, y cuando me acerqué a él sus ojos se revolvie-ron de espanto.
–¡No lo toque! –pitó uno de sus amigos.
Los miré, confuso.
–Lo siento... No pretendía..., hacerle tanto daño. Si me dejan ayudar a...
–Váyase de aquí, eso es lo que ha de hacer –dijo el camarero.
Estaba junto a Nona al pie de la escalera, con una espátula llena de grasa en la mano–. Voy a llamar a la policía.
–¿Olvida que fue él el que empezó? Él...
–No me venga con monsergas, asqueroso maricón –repuso él. Se irguió–. Lo único que sé es que usted ha armado un lío y por poco mata a ese tipo. ¡Voy a llamar a la policía!
Dio media vuelta y entró rápidamente en el local.
–Vale –dije, a nadie en especial–. Vale, vale.
Había dejado dentro mis guantes de cuero, pero no era buena idea ir a recogerlos. Metí las manos en los bolsillos y eché a andar hacia el enlace interestatal. Calculé que mis posibilidades de que un coche me recogiera antes de la llega-da de la policía eran de una contra diez. Tenía las orejas heladas y el estómago revuelto. Vaya nochecita.
–¡Espera! ¡Eh, espera! .
Me volví. Era ella, que corría hacia mí con el cabello al viento.
–¡Has estado estupendo! –dijo–. ¡Estupendo!
–Lo he dejado mal herido –dije tristemente–. Nunca había hecho algo parecido.
–¡Ojalá lo hubieras matado!
Parpadeé ante ella bajo la rígida iluminación.
–Oí las cosas que decían de mí antes de que tú llegaras. Lanzaban esas risotadas asquerosas... Ja, ja, mirad, la joven-cita ha salido a dar una vuelta en plena noche. ¿Dónde vas, guapa? ¿Te llevo a algún sitio? Puedes montarte si me de-jas montarte. ¡Malditos!
Lanzó una furiosa mirada por encima del hombro como si pudiera matarlos con un repentino rayo surgido de sus ojos oscuros. Luego dirigió esos ojos hacia mí, y de nuevo creí que aquel reflector se encendía en mi mente.
–Te acompaño.
–¿Adónde? ¿A la cárcel? –Tiré de mi pelo con ambas manos–. Con esto, el primer tipo que nos deje subir a su coche será un polizonte. Ese granuja hablaba en serio cuando ha dicho que llamaba a la policía.
–Yo pararé un coche. Tú quédate detrás de mí. Siendo yo, algún coche parará.
No podía discutírselo y tampoco queda hacerlo. ¿Un flechazo? Lo dudo. Pero había algo.
–Toma –dijo ella–. Los habías olvidado.
Me dio mis guantes.
Ella no había vuelto a entrar, y eso significaba que los había tenido en la mano desde el principio. Sabía que iba a venir conmigo. Noté una misteriosa sensación. Me puse los guantes y caminamos por la carretera de acceso hasta la entrada de la autopista.
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Ella no se había equivocado. Paró el primer coche que venía hacia la autopista. Antes de eso yo le había preguntado cómo se llamaba.
–Nona –fue su escueta respuesta.
No dijo nada más, pero eso bastaba. Me satisfacía.
No hicimos más comentarios mientras aguardábamos, aunque pareció como si habláramos. No voy a amargarles con una charla sobre facultades extrasensoriales y cosas similares. No hubo nada de eso. Pero no nos hacía falta. Lo habrán notado ustedes también en compañía de una persona a la que aprecian mucho, o si han tomado alguna de esas drogas con iniciales en vez de nombre. No es preciso hablar. La comunicación parece desarrollarse en una banda emotiva de alta frecuencia. Un movimiento de la mano y basta. No hacen falta modales sociales. Pero nosotros no nos conocía-mos. Yo sólo sabía el nombre de pila de ella y, ahora que lo pienso, creo que no le dije el mío. Pero nos entendíamos. Era amor. Me repugna tener que repetirlo, pero lo considero preciso. No me atrevería a ensuciar esa palabra después de todo lo que pasamos, no después de lo que hicimos, no después de Blainsville, no después de los sueños.
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Un agudo y plañidero lamento interrumpió el frío silencio de la noche, un sonido creciente y decreciente.
–Es la ambulancia, creo –dije.
–Sí.
Silencio de nuevo. La luz de la Luna estaba desapareciendo tras una gruesa membrana nubosa. Pensé que nevaría antes del amanecer. Unos faros brotaron en la colina.
Permanecí detrás de Nona sin necesidad de que ella me lo dijera.
La mujer se arregló el cabello y alzó su hermoso rostro. Al ver que el vehículo se dirigía hacia la entrada de la auto-pista, me abrumó una sensación de irrealidad. Irreal que aquella preciosa chica me hubiera elegido compañero de via-je, irreal que yo hubiera golpeado a un hombre hasta el punto de ser precisa una ambulancia, irreal pensar que podía encontrarme en la cárcel por la mañana. Irreal. Me sentía atrapado en una telaraña. Pero ¿quién era la araña?
Nona alzó el pulgar. El coche, un Chevrolet, pasó junto a nosotros y pensé que iba a continuar su camino. Después las luces traseras se encendieron y Nona me cogió de la mano.
–¡Vamos, ya tenemos coche!
Ella me sonrió con infantil deleite y yo le devolví la sonrisa. El entusiasmado conductor había extendido el brazo pa-ra abrir la puerta a Nona. Cuando la lámpara del techo se encendió pude ver al tipo: un hombre bastante fornido con un elegante abrigo de lana de camello, con canas bajo las alas de su sombrero y prósperas facciones suavizadas por años de buenas comidas. Un hombre de negocios o un viajante. Solo. Al verme tuvo una reacción tardía, pero unos segun-dos demasiado tarde para arrancar y huir de allí. Y de este modo era mejor para él. Más tarde podría engañarse, creer que nos había visto a los dos, que él era un alma bondadosa dando una oportunidad a una joven pareja.
–Fría noche –dijo mientras Nona se acomodaba junto a él y yo al lado de ella.
–Desde luego –repuso dulcemente Nona–. ¡Gracias!
–Sí –dije yo–. Gracias.
–No hay de qué.
Y arrancamos, dejando atrás sirenas, camioneros frustrados y Comilonas Joe.
Me habían echado del enlace interestatal a las siete y media. Sólo eran las ocho y media. Es asombroso cuántas co-sas se pueden hacer en poco tiempo, o cuántas cosas pueden hacer por ti.
Estábamos acercándonos a las luces amarillas intermitentes que señalaban la posición de las cabinas de peaje de Augusta.
–¿Adónde van? –preguntó el conductor.
Una pregunta a bocajarro. Yo esperaba llegar a Kittery y hacer una inesperada visita a un conocido que era maestro allí. Aún parecía una respuesta tan buena como cualquier otra y estaba abriendo la boca cuando Nona se adelantó.
–Vamos a Blainsville. Es un pueblo situado al sur de Lewiston-Auburn.
Blainsville. El nombre me hizo sentir raro. En tiempos yo había estado en buenas relaciones con Blainsville. Pero eso fue antes de que Ace Carmody me metiera en un lío.
El conductor frenó, sacó un ticket de peaje y poco después proseguimos nuestro viaje–
–Yo sólo voy a Gardner –dijo él, mintiendo tranquilamente–. La siguiente salida. Pero habrán recorrido un buen tre-cho.
–Desde luego –repuso Nona, con la misma dulzura que antes–. Ha sido muy amable parándose en una noche tan fría.
Y mientras hablaba yo captaba su enojo en aquella emotiva longitud de onda, furia pura y llena de veneno. Me asus-té, tanto como podía asustarme un tic-tac en un envoltorio.
–Me llamo Blanchette –dijo el conductor–. Norman Blanchette.
Agitó la mano en dirección a nosotros para que la estrecháramos.
–Cheryl Craig –dijo Nona mientras le daba un delicado apretón de manos.
Yo me dejé guiar por ella y dije un nombre falso.
–Mucho gusto –balbuceé.
Su mano era blanda y fofa. Era como una botella de agua caliente en forma de mano. El pensamiento me repugnó. Me repugnaba habernos visto forzados a implorar auxilio a un hombre tan paternalista que había aprovechado la opor-tunidad de recoger a una guapa autostopista solitaria, una mujer que podía acceder o no a pasar una hora en una habi-tación de motel a cambio de dinero para comprar un billete de autobús. Me repugnaba saber que él iba a dejarnos en la salida de Gardner para volver a la autopista por la entrada del sur, felicitándose por su tacto para resolver una enojosa situación. Todos los detalles de aquel hombre me repugnaban. Los porcinos bultos de sus carrillos, sus peinadas pati-llas, su olor a colonia...
¿Y qué derecho tenía él? ¿Qué derecho?
La aversión se espesó y las flores de la rabia florecieron de nuevo.
Los faros de su magnífico sedán Impala perforaban la noche con suma facilidad, y mi furia ansiaba soltarse y es-trangular todo lo que rodeaba a aquel hombre. La clase de música que yo sabía escuchaba él cuando se tumbara en su elegante sillón con el periódico de la tarde en las botellas de agua caliente que eran sus manos, el tinte azul del cabello de su mujer, los niños a los que siempre mandaban al cine, a la escuela o de excursión (la cuestión era que no estuvie-ran en casa molestando), sus esnobistas amigos y las fiestas de borrachos a las que acudiría con ellos...
Pero quizá su colonia fuera lo peor. Llenaba el coche con el dulce y enfermizo hedor de la hipocresía. Olía al desin-fectante perfumado que usan en los mataderos al acabar los turnos.
El coche rasgaba la noche con Norman Blanchette sosteniendo el volante en sus hinchadas manos. Sus aseadas uñas brillaban tenuemente con las luces del tablero de mandos. Sentí el deseo de bajar por completo la ventanilla y asomar la cabeza al frío y purificador aire nocturno, revolcarme en su frígida frescura... Pero yo estaba paralizado, paralizado en las ateridas fauces de mi mudo e inexplicable odio.
Fue entonces cuando Nona puso la lima de uñas en mi mano.
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Cuando tenía tres años padecí un caso grave de gripe y fui al hospital. Estando yo allí, mi padre se durmió con el ci-garro encendido en la cama y la casa ardió sin que pudieran salvarse mis padres y mi hermano mayor, Drake. Conser-vo sus fotos. Parecen actores en una antigua película de terror de 1958, rostros no tan conocidos como los de las gran-des estrellas, más parecidos a Elisha Cook, Mara Corday y cierto actor infantil que ustedes tal vez no recuerden, Bran-don Dewilde.
No tenía familiares con los que ir, y estuve cinco años en un orfanato de Portland. Luego pasé a ser pupilo del esta-do. Eso significa que una familia te recoge y el estado paga treinta dólares mensuales por la manutención. No creo que jamás haya existido un pupilo del estado aficionado a la langosta. Normalmente un matrimonio acepta dos o tres pupi-los como práctica forma de inversión. Si un niño está bien alimentado puede ganarse su manutención haciendo queha-ceres en la localidad y esos escasos treinta dólares se transforman en una ganga. Mis padres adoptivos se apellidaban Hollis y vivían en Falmouth. No en la zona elegante próxima al club de campo y el muelle deportivo, sino más lejos, hacia el límite de Blainsville. Poseían una casa de campo de tres pisos y catorce habitaciones. En la cocina el carbón proporcionaba calor que ascendía escalera arriba como podía, y en enero te acostabas con tres mantas y a pesar de eso ninguna seguridad tenías de encontrar tus pies al despertar por la mañana, hasta que los apoyabas en el suelo y podías verlos. La señora Hollis era gruesa. El señor Hollis tenía un carácter hosco, raramente hablaba, y durante todo el año llevaba puesto un gorro de caza a cuadros rojos y negros. La casa era una confusión sin orden ni concierto de muebles más voluminosos que útiles, artículos comprados en ventas benéficas, colchones mohosos, perros, gatos y piezas de motor envueltas en papel de periódico. Tenía tres «hermanos», los tres pupilos como yo. Nos conocíamos de vista, como viajeros de autobús abonados.
Obtuve buenas notas en la escuela y abandoné los estudios para jugar a béisbol cuando era alumno de segundo año en un centro de enseñanza secundaria. Hollis insistió machaconamente en que olvidara el deporte, pero yo continué hasta el incidente con Ace Carmody.
Después perdí los deseos de seguir jugando, no con la cara hinchada y llena de heridas, no con los chismes que Bet-sy Dirisko iba contando por allí. Abandoné el equipo, y Hollis me consiguió un empleo en los almacenes locales.
En febrero de mi penúltimo curso presenté la solicitud de ingreso en la universidad, pagando por ella doce dólares que había escondido en el colchón. Me aceptaron con una pequeña beca y una buena combinación de trabajo y estudio en la biblioteca. La expresión de los Hollis cuando les enseñé los documentos de ayuda económica es el mejor recuer-do de mi vida.
Uno de mis «hermanos», Curt, se fue de casa. Yo era incapaz de hacer lo mismo. Era demasiado pasivo para dar un paso de esa índole. Habría vuelto al cabo de dos horas de caminata por la carretera. La universidad era la única salida para mí, y la aproveché.
Lo último que me dijo la señora Hollis cuando partí fue: «Escribe, ¿me oyes? Y envíanos algo cuando puedas». Nunca volví a ver a ninguno de ellos. Obtuve buenas calificaciones en primer curso y aquel verano conseguí un em-pleo fijo en la biblioteca. Les envié una felicitación de Navidad el primer año, pero fue la única.
En el primer semestre de segundo curso me enamoré. Era lo más importante que me había sucedido hasta entonces. ¿Guapa? Les habría hecho retroceder dos pasos. Hasta la fecha no tengo la menor idea de qué vio ella en mí. Después fui un simple hábito difícil de abandonar, como fumar o conducir con el codo asomado por la ventanilla. Ella me retu-vo algún tiempo, quizá porque no queda abandonar la costumbre. Tal vez me conservó como cosa rara, o quizá sim-plemente por vanidad. Buen chico, échate, levántate, coge el papel. Toma un beso de buenas noches. No importa. Du-rante cierto tiempo fue amor, luego algo parecido a amor y finalmente se acabó.
Me había acostado con ella dos veces, en ambas ocasiones después de que otras cosas hubieran ocupado el lugar del amor. Eso fomentó la costumbre durante algún tiempo. Después ella volvió tras la festividad del Día de Acción de Gracias y dijo que se había enamorado de un chico de Delta Tau Delta. Un tipo nacido en su mismo pueblo. Intenté recuperarla y casi lo conseguí una vez, pero ella poseía algo que no había tenido hasta entonces: perspectiva. La cosa no resultó y cuando terminaron las vacaciones de Navidad los dos estaban comprometidos. Fuera cual fuera mi pro-greso, todos esos años desde que el incendio borrara del mapa a los actores de películas de la serie B que antaño for-maran mi familia, ese detalle lo interrumpió. Aquel alfiler que ella llevaba en la blusa, regalo de su novio.
Y después, volví a las andadas..., impotente otra vez con las tres o cuatro chicas más complacientes. Podría culpar de ello a mi infancia, decir que nunca tuve modelos sexuales, pero no sería cierto. Jamás había tenido un solo proble-ma con aquella chica. Pero ella se había ido.
Empecé a tener miedo a las mujeres, un poco. Y no tanto con las que era impotente como con las que no lo era, con las que podía hacer el amor. Me ponían nervioso. Me preguntaba una y otra vez dónde ocultaban las hachas que les gustaba afilar y cuándo iban a consentirme disfrutar con ellas. No soy tan extraño en ese aspecto. Muéstrenme un hombre casado o un hombre con una mujer fija y les demostraré que están preguntándose (quizás únicamente en las primeras horas de la mañana, o los viernes por la noche, cuando ella ha salido a comprar): ¿Qué hace ella cuando no está conmigo? ¿Qué piensa realmente de mí? Y quizá, sobre todo, se pregunten, ¿Cuánto ha conseguido de mí? ¿Cuán-to queda? En cuanto empecé a pensar en estas cosas, no pude olvidarlas un momento.
Me consolé con la bebida y mis calificaciones iniciaron una bajada en picado. Al terminar el primer semestre de aquel curso recibí una carta advirtiéndome que, si no había una mejora antes de seis semanas, retendrían el pago de la beca del segundo semestre. Yo y otros habíamos ido por ahí borrachos y continuamos así durante todas las vacaciones. El último día fuimos a un burdel y yo funcioné muy bien. Había tanta oscuridad que no se veían las caras.
Mis notas siguieron prácticamente igual. Llamé por teléfono una vez a la chica y grité. También ella gritó, y de un modo que creo la complació. Ni la odié entonces ni la odio ahora. Pero me asustó mucho.
El 9 de febrero recibí una carta del decano de Artes y Ciencias diciendo que yo había suspendido dos de cada tres asignaturas. El 13 de febrero llegó una vacilante misiva de la chica. Quería que todo se arreglara entre nosotros. Pen-saba casarse con el tipo de Delta Tau Delta en julio o agosto, y yo estaba invitado si quería asistir. Eso era casi diverti-do. ¿Qué regalo de boda podía hacerle? ¿Mi pene con una cinta roja atada al prepucio?
El día 14, san Valentín, decidí que era hora de cambiar de escenario. Nona apareció después, pero ustedes ya cono-cen los detalles. Si quieren que todo esto sirva de algo, deben comprender cómo la juzgaba yo. Ella era más guapa que la chica, pero no se trataba de eso. Las caras guapas abundan en una nación próspera. Era su personalidad interna. Ha-bía erotismo, pero el erotismo que emanaba de ella era como el de una enredadera..., sexo ciego, algo así como un se-xo que se aferra, imposible rechazarlo, que no tiene tanta importancia porque es tan instintivo como la fotosíntesis. No como un animal (eso implica lujuria) sino como una planta. Yo sabía que hacíamos el amor, que lo hacíamos como lo hacen los hombres y las mujeres, pero que nuestra cópula sería tan insulsa, distante y sin sentido como la hiedra que asciende poco a poco por un enrejado bajo el sol de agosto.
El sexo era importante sólo porque no carecía de importancia.
Creo... no, estoy seguro de que la violencia fue la verdadera fuerza motriz. La violencia fue real y no un simple sue-ño. La violencia de Comilonas Joe, la violencia de Norman Blanchette. Y hubo un rasgo ciego y vengativo en ello. Quizás ella fuera una trepadora enredadera al fin y al cabo, ya que la dionea de Venus es una especie de enredadera, pero esa planta es carnívora y ejecuta movimientos animales cuando una mosca o un trozo de carne cruda es puesto en sus fauces. Y todo fue real. La esporulante enredadera sólo puede soñar que fornica, pero estoy seguro que la dionea saborea esa mosca, paladea los esfuerzos cada vez más débiles conforme sus fauces se cierran.
La última parte fue mi pasividad. Yo no podía rellenar el agujero que había en mi vida. No el agujero dejado por la chica cuando dijo adiós (no deseo hacerla responsable de ello) sino el agujero que siempre había existido, el remolineo oscuro y confuso que nunca cesaba en mi interior. Nona llenó ese hueco. Hizo de mí su brazo. Me obligó a moverme y actuar.
Me hizo noble.
Ahora ya pueden comprenderlo un poco. Por qué sueño en ella. Por qué la fascinación perdura pese al remordimien-to y la aversión. Por qué la odio. Por qué la temo. Y por qué incluso ahora sigo amándola.
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Había doce kilómetros desde el peaje de Augusta hasta Gardner y los cubrimos en pocos minutos. Aferré rígidamen-te la lima de uñas junto a mi costado y contemplé el verde aviso luminoso que se encendía y apagaba en la noche: CONSERVE LA DERECHA PARA SALIDA 14. La Luna había desaparecido y el cielo escupía nieve.
–Ojalá fuera más lejos –dijo Blanchette.
–No se preocupe –repuso Nona cordialmente, y noté que su furia zumbaba y se enterraba en la carne inferior de mi cráneo igual que una taladradora–. Déjenos en lo alto de la rampa.
Blanchette redujo la velocidad al observar el disco de cincuenta kilómetros por hora. Yo sabía qué iba a hacer. Pensé que mis piernas se habían convertido en ardiente plomo.
La parte superior de la rampa estaba iluminada por un elevado foco. A la izquierda vi las luces de Gardner sobre un fondo nuboso cada vez más espeso. A la derecha, nada aparte de negrura. No había tráfico en ningún sentido en la ca-rretera de acceso.
Me apeé. Nona se deslizó en el asiento y ofreció una última sonrisa a Norman Blanchette. Yo no sentía inquietud. Ella estaba colaborando en la comedia.
Blanchette esbozó una irritante sonrisa porcina, aliviado porque casi se había librado de nosotros.
–Bien, buenas no...
–¡Oh, el bolso! ¡No se vaya con mi bolso!
–Yo lo cogeré –le dije.
Me agaché dentro del coche. Blanchette vio el objeto que yo llevaba en la mano y la porcina sonrisa se esfumó.
En ese momento aparecieron luces en la colina, pero era demasiado tarde para volverse atrás. Nada me habría dete-nido. Cogí el bolso de Nona con la mano izquierda. Con la derecha introduje la lima de acero en la garganta del con-ductor, que gimió brevemente.
Salí del automóvil. Nona estaba haciendo señas al coche que se acercaba. No lo vi con claridad debido a la oscuri-dad y la nieve. Lo único que distinguí fueron los brillantes círculos de los faros. Me agazapé detrás del vehículo de Blanchette y atisbé por las ventanillas traseras.
Las voces casi se perdían en el absorbente cuello del viento.
– ¿... problema, señorita?
–... padre –Viento–... ; Un ataque al corazón! ¿Podría... ?
Di la vuelta sigilosamente al Impala de Norman Blanchette, me agaché. Entonces los vi, la esbelta figura de Nona y una silueta más alta. Al parecer se hallaban junto a una camioneta. Se acercaron hacia la ventanilla del conductor del Chevrolet, donde Norman yacía sobre el volante con la lima de Nona en el cuello. El conductor de la camioneta era un jovencito abrigado con lo que parecía un anorak de las Fuerzas Aéreas. Metió la cabeza en el coche. Yo me levanté de-trás de él.
–¡Dios mío, señorita! –dijo él–. ¡Este hombre tiene sangre! ¿Qué... ?
Pasé el brazo derecho en torno a su cuello y agarré mi muñeca con la mano del otro brazo. Tiré hacia arriba. La ca-beza chocó con el borde de la puerta y produjo un hueco ¡chok! Quedó fláccido en mis brazos. Pude conformarme con eso. El no había visto bien a Nona, no sabía nada de mí. Pude conformarme con eso. Pero él era un entremetido, un es-torbo, alguien que obstruía nuestro camino, que intentaba perjudicarnos. Ya estaba harto de que me fastidiaran. Lo es-trangulé.
Después alcé la mirada y vi a Nona iluminada por los opuestos faros del coche y la camioneta. Su expresión era un extravagante rictus de odio, amor, triunfo y alegría. Extendió sus brazos hacia mí y yo corrí hacia ellos. Nos besamos. Sus labios estaban fríos, pero no su lengua. Introduje ambas manos en los secretos huecos de su cabello y el viento bramó alrededor de los dos.
–Ahora arregla esto –dijo ella–. Antes de que venga alguien más.
Lo arreglé. Fue una chapuza, pero no hacía falta más. Precisábamos un poco más de tiempo. Después de eso nada importada. Estábamos a salvo.
El cuerpo del jovencito era ligero. Lo cogí con ambos brazos, lo llevé al otro lado de la carretera y lo eché al barran-co por encima de las vallas. Su cadáver rebotó fláccidamente hasta llegar al fondo, daba vueltas, como el espantapája-ros que el señor Hollis me ordenaba poner en el maizal todos los años en el mes de julio. Volví a por Blanchette.
Éste era más pesado, y para colmo sangraba como un cerdo colgado. Intenté levantarlo, retrocedí tres pasos, me tambaleé y el cuerpo se soltó de mis brazos y cayó a la carretera. Le di la vuelta. La nieve recién caída se había pegado a su cara, transformándola en un espeluznante rostro de esquiador.
Me agaché, lo cogí por las axilas y lo arrastré hasta el terraplén. Sus pies dejaron surcos en la nieve. Lo lancé abajo y lo vi deslizarse sobre su espalda por el terraplén, con los brazos por encima de la cabeza. Sus ojos estaban desorbita-dos, contemplaban embelesados los copos que caían ante ellos. Si seguía nevando, los cadáveres serían dos vagos bul-tos cuando llegaran los quitanieves.
Volví al otro lado de la carretera. Nona había subido ya a la camioneta sin necesidad de decírselo. Vi la pálida man-cha de su cara, los oscuros agujeros de sus ojos, pero nada más. Subí al coche de Blanchette, me senté en las franjas de sangre formadas sobre el nudoso forro de vinilo del asiento y llevé el coche hacia el barranco. Apagué los faros, en-cendí todos los intermitentes y salí. Para cualquier persona que pasara por allí se trataba de un conductor que había te-nido problemas con el motor y se había dirigido a la ciudad para buscar un garaje. Sencillo pero práctico. Me compla-ció mucho mi improvisación. Como si hubiera pasado toda mi vida asesinando. Corrí hacia la solitaria camioneta, me situé ante el volante y lo giré hacia la entrada de la autopista.
Ella se acercó más a mí, sin tocarme pero muy cerca. A veces, cuando se movía, notaba un mechón de su pelo en mi cuello. Como si me tocara un minúsculo electrodo. En otra ocasión tuve que extender la mano y palpar su pierna, para asegurarme de que era real. Ella se rió en silencio. Todo era real. El viento bramaba en torno a las ventanillas, arrojaba nieve en grandes y aleteantes ráfagas.
Nos dirigimos hacia el sur.
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Al otro lado del puente de Gretna, al entrar en la 126 en dirección a Freeport, se encuentra una inmensa granja reno-vada que exhibe el risible nombre de la Liga Juvenil de Blainsville. Tienen doce boleras de bolos ahusados con torci-dos recogedores automáticos que normalmente están averiados tres días a la semana, algunos viejos sillones, un toca-discos con los grandes éxitos de 1957, tres mesas de billar y una barra para tomar Coca Cola y patatas fritas donde también puedes alquilar zapatos para las boleras con la apariencia de haber acabado de quitárselos de los pies algún borrachín muerto. El nombre del lugar es risible porque casi todos los jóvenes de Blainsville van por las noches al au-tocine de Gretna Hill o a las carreras para turismos de Oxford Plains. Las personas que pasan por aquí suelen ser ru-fianes de Gretna, Falmouth, Freeport y Yarmouth. Por término medio hay una pelea por noche en el aparcamiento.
Yo empecé a visitar el lugar cuando era alumno de segundo curso en la escuela de enseñanza secundaria. Uno de mis amigos, Chris Kennedy, trabajaba allí tres noches por semana, y si no había nadie esperando mesa me dejaba jugar gratis al billar. No era mucho, pero mejor que volver a la casa de los Hollis.
Allí conocí a Ace Carmody. Era de Gretna, y nadie dudaba que era el tipo más rudo de las tres localidades próximas. Conducía un astillado y estriado Ford y se rumoreaba que era capaz de empujarlo varios kilómetros si tenía que hacer-lo. Se presentaba igual que un rey, con el cabello peinado hacia atrás con fijador, brillante y con un copete sobre la frente, jugaba alguna partida de billar (era un experto, por supuesto), compraba a Shelley un refresco cuando ella lle-gaba y después se iba con la chica. Casi se escuchaba un suspiro de alivio por parte de los presentes cuando la rayada puerta de entrada gruñía antes de cerrarse. Nadie salió nunca a pelear con Ace Carmody en el aparcamiento.
Nadie, es decir, excepto yo.
Shelley Roberson era su chica, la más guapa de Blainsville, supongo. No creo que ella fuera terriblemente inteligen-te, pero eso no importaba después de mirarla. Tenía la tez más perfecta que yo conocía, y no era debido a mejunjes y cosméticos. Cabello negro como el carbón, ojos oscuros, boca generosa y un cuerpo que no desentonaba..., y que a ella no le importaba exhibir. ¿Quién se atrevía a darle conversación e intentar avivar el fuego de su locomotora mientras Ace se hallaba cerca? Nadie cuerdo, esa es la respuesta.
Yo estaba chiflado por ella. No como con la chica y no como con Nona, aunque Shelley parecía una versión más jo-ven de la segunda, pero mi amor era, a su manera, tan desesperado y tan serio. Si alguna vez han padecido algún caso grave de amor pueril, comprenderán cuáles eran mis sentimientos. Ella tenía diecisiete años, era dos años mayor que yo.
Empecé a ir allí cada vez con más frecuencia, incluso las noches que Chris no venía, sólo para verla un momento. Yo me sentía como un observador de pájaros, con la excepción de que el juego era desesperado para mí. Al regresar a casa mentía cuando los Hollis me preguntaban dónde había estado y subía a mi cuarto. Escribía largas y apasionadas cartas a mi amada, explicándole todo lo que me habría gustado hacerle, y después las rompía. En las aulas de estudio del instituto soñaba que le pedía que se casara conmigo y huyéramos a México. Ella debía de barruntar lo que pasaba, y tenía que sentirse halagada, porque era muy amable conmigo cuando Ace no estaba cerca. Se acercaba y hablaba conmigo, me permitía comprarle un refresco, nos sentábamos en dos taburetes y su pierna rozaba la mía. Eso me vol-vía loco.
Una noche, a principios de noviembre, yo me encontraba fantaseando, jugando una partidita de billar con Chris, aguardando la llegada de Shelley. El local estaba desierto porque aún no eran las ocho, y un solitario viento soplaba en el exterior, portando la amenaza del in,>femo.
–Será mejor que te apartes –dijo Chris mientras metía la bola número nueve en el rincón.
–Qué me aparte ¿de qué?
–Ya lo sabes.
–No, no lo sé.
Me rasqué la cabeza.
Chris puso otra bola en la mesa. Dispuso las seis y mientras lo hacía fui al tocadiscos y eché una moneda.
–Shelley Roberson. –Apuntó cuidadosamente al uno y lo envió paralelo al borde de la mesa–. Jimmy Donner ha comentado con Ace tu forma de ir como un perro detrás de ella. Jimmy piensa que es muy divertido, porque ella tiene más años que tú y todo eso, pero Ace no se ha reído.
–Ella no significa nada para mí –dije con unos labios que no eran los míos.
–Mejor que no lo sea –repuso Chris.
Y en ese instante entraron dos tipos y mi amigo fue al mostrador y les entregó una bola pinta.
Ace se presentó cerca de las nueve, solo. Nunca antes se había fijado en mí, y yo casi había olvidado las palabras de Chris. Cuando eres invisible acabas creyendo que eres invulnerable. Yo estaba jugando en una máquina, muy concen-trado. Ni siquiera noté que el local iba quedando en silencio conforme la gente dejaba de jugar a los bolos o al billar. Lo siguiente que supe es que alguien me había echado contra la máquina. Caí al suelo hecho un ovillo. Me levanté sin-tiéndome asustado y aturdido. Ace había movido la máquina, dejándome sin las tres partidas que me quedaban. Estaba de pie allí, mirándome, sin un pelo desarreglado, con la cremallera de su chaqueta militar medio bajada.
–Si no dejas de molestar –dijo en voz baja– te haré una cara nueva.
Se fue. Todos estaban mirándome y yo deseé que el suelo me tragara hasta que descubrí algo así como reacia admi-ración en los semblantes de casi todos los presentes. Me quité el polvo de la ropa, impasible, y puse otra moneda en la máquina. La señal de FALTA se encendió. Un par de tipos se acercaron y me dieron unos golpecitos en la espalda an-tes de marcharse, sin decir nada.
A las once, hora de cierre del local, Chris se ofreció para llevarme a casa.
–Vas a caerte si no andas con cuidado.
–No te preocupes por mí –dije.
Chris no contestó.
Dos o tres noches después Shelley entró sola hacia las siete. Había otro tipo allí, un rollizo joven llamado John Da-no, pero apenas reparé en su presencia. Era más invisible incluso que yo.
Shelley vino derecha hacia la máquina donde yo estaba jugando, y se puso tan cerca que olí el aroma de jabón de su piel. El olor me aturdió.
–Me enteré de lo que Ace te hizo –dijo–. Se supone que no debo hablar contigo y no pienso hacerlo, pero tengo algo que hará más fáciles las cosas.
Me besó. Después se fue, antes de que yo pudiera despegar mi lengua del paladar. Seguí jugando mareado. Ni si-quiera vi a John Dano cuando salió a difundir la noticia. Yo no veía otra cosa aparte de aquellos ojos tan oscuros.
Y esa noche acabé en el aparcamiento con Ace Carmody, y me dio una señora paliza. Hacía frío, muchísimo frío, y al final me eché a llorar, sin importarme quiénes estaban mirándome o escuchándome, que eran todos. La solitaria lámpara de sodio contempló la escena despiadadamente. Ni uno solo de mis puñetazos tocó a Ace.
–Muy bien –dijo él, acuclillado junto a mí. Ni siquiera jadeaba. Sacó una navaja automática de su bolsillo y apretó el cromado botón. Quince centímetros de plata bañada por la Luna emergieron en el mundo–. Esto te espera la próxima vez. Grabaré mi nombre en tus pelotas.
Se levantó, me dio una última patada y se fue. Quedé tendido allí quizá diez minutos, estremeciéndome en el duro pavimento. Nadie vino en mi ayuda, nadie me dio unas palmaditas en la espalda, ni siquiera Chris. Shelley no se pre-sentó para hacer más fáciles las cosas. Finalmente me puse de pie y volví a casa en autostop. Expliqué a la señora Ho-llis que me había cogido un coche conducido por un borracho y que el coche se había salido de la carretera. Jamás volví a la bolera.
Ace murió dos años más tarde en una montaña al estrellarse con su elegante Ford contra un volquete de una brigada de reparación de carreteras. Tengo entendido que había abandonado a Shelley por entonces y que ella había ido real-mente cuesta abajo a partir de entonces, incluido un caso de gonorrea durante el descenso. Chris dijo que la había visto una noche en una cafetería de las afuera de Lewiston, incitando a beber a los hombres. Había perdido casi todos los dientes y se había partido la nariz en algún punto de su carrera, me explicó Chris. Dijo que yo no la reconocería si la viera. Pero por aquel entonces Shelley ya no me interesaba, en ningún sentido.
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La camioneta no llevaba neumáticos para nieve, y antes de llegar a la salida de Lewiston empezamos a resbalar en el polvo recién caído. Tardamos más de tres cuartos de hora en recorrer los treinta y cinco kilómetros.
El encargado de la cabina de peaje de Lewiston cogió el ticket y los sesenta centavos.
–Un viaje resbaloso, ¿eh?
Ninguno de los dos le contestamos. Estábamos cerca del lugar al que deseábamos ir. De no haber tenido ese curioso contacto mudo con ella, lo habría deducido igualmente por su forma de sentarse en el asiento lleno de polvo de la ca-mioneta, sus manos dobladas con fuerza en su regazo, los ojos fijos en la carretera con feroz intensidad. Noté un esca-lofrío que me recorría el cuerpo.
Proseguimos por la carretera 136. No había muchos coches circulando. El viento era fresco y la nieve estaba alcan-zando alturas sin precedentes. Al otro lado de Gretna Village pasamos junto a un enorme Buick Riviera que tras pati-nar se había subido a la cuneta. Todos sus intermitentes estaban encendidos y yo vi una espectral imagen doble del Impala de Norman Blanchette. Aquel coche debía de estar ya cubierto de nieve, reducido a un bulto fantasmal en la oscuridad. El conductor del Buick trató de hacerme parar, pero yo pasé junto a él sin reducir velocidad y lo dejé atrás salpicado de barro. Los limpiaparabrisas estaban atascados a causa de la nieve acumulada. Extendí una mano y di un golpe al que tenía delante. Parte de la nieve se soltó y conseguí ver con algo más de claridad.
Gretna era un pueblo desierto, todo estaba a oscuras y cerrado. Conecté el intermitente de la derecha para cruzar el puente que conducía a Blainsville. Las ruedas traseras intentaron eludir mi control, pero evité el patinazo. Delante, al otro lado del río, vi la oscura sombra que era el local de la Liga Juvenil de Blainsville. Tenía un aspecto abandonado y solitario. De pronto me sentí apenado, apenado por tanta violencia. Y por tanta muerte. En ese momento Nona habló por primera vez desde la salida de Gardner.
–Tenemos a la policía detrás.
–¿Nos... ?
–No. Llevan las luces apagadas.
Pero el detalle me puso nervioso y quizá por eso ocurrió lo que ocurrió. La carretera 136 tiene una curva de noventa grados en la orilla del río donde está Gretna y luego sigue en línea recta por el puente y entra en Blainsville. Tomé la curva, pero había hielo en el lado de Blainsville.
–Maldita sea. ..
La parte trasera de la camioneta patinó y, antes de que yo pudiera dominar la situación, chocó con uno de los grue-sos puntales de acero del puente. Dimos varias vueltas como en un coche loco de parque de atracciones, y lo siguiente que vi fue el brillo de los reflectores del vehículo policial que iba detrás de nosotros. El coche frenó (vi los reflejos ro-jos en la nieve que caía) pero el hielo también le afectó. Se echó encima de la camioneta. Topamos de nuevo con los puntales del puente y hubo un estridente chirrido. Caí sobre el regazo de Nona e incluso en esa confusa fracción de se-gundo tuve tiempo de saborear la lisa firmeza de su muslo. Después todo quedó quieto. El vehículo policial tenía en-cendida la luz giratoria. Proyectaba azuladas e inquietas sombras que cruzaban el techo de la camioneta y las ristras llenas de nieve del puente de Gretna–Blainsville. La luz interior del coche se encendió en el momento en que el policía se apeaba.
Si él no hubiera ido detrás de nosotros no habría pasado nada. Ese pensamiento daba vueltas y más vueltas en mi ca-beza, como una aguja de tocadiscos confinada a un surco defectuoso. En mi semblante había una tensa mueca fija cuando busqué a tientas en el suelo de la camioneta. Buscaba algo para golpear al policía.
Había una caja de herramientas abierta. Encontré una llave de cubo y la dejé en el asiento entre Nona y yo. El poli-cía asomó la cabeza por la ventanilla. Su rostro se alteraba como el de un diablo con la intermitente luz azul.
–Circula con demasiada velocidad dadas las condiciones, ¿no le parece, amigo?
–Usted iba demasiado cerca, ¿no le parece? –pregunté–. Dadas las condiciones.
Quizá se sonrojara. Difícil asegurarlo con las fluctuaciones de la luz.
–¿Está acusándome de algo, hijo?
–Sí, si es que piensa cargarme con la culpa de las abolladuras de su coche.
–Enséñeme su carnet de conducir y los documentos del vehículo.
Saqué la cartera y le di el carnet.
–¿Y la documentación del vehículo?
–Es la camioneta de mi hermano. La documentación la tiene él.
–¿Ah, si? –Me miró fijamente, intentando hacerme bajar los ojos. Cuando comprendió que iba a tardar demasiado, miró a Nona. Le había arrancado los ojos por la expresión que vi en ello–. ¿Cómo se llama usted?
–Cheryl Craig, señor.
–¿Y que hace usted en la camioneta del hermano de este hombre en plepa tormenta de nieve, Cheryl?
–Ibamos a ver a mi tío.
–¿En Blainsville?
–Sí.
–No conozco ningún Craig en Blainsville.
–Se llama Barlow. Vive en Bowen Hill.
–¿Ah, sí?
Se acercó a la parte trasera de la camioneta para mirar la matrícula. Abrí la puerta y asomé la cabeza. El policía es-taba anotando el número. El hombre volvió y yo seguía inclinado hacia fuera, iluminado de cintura para arriba por el destello de los faros del coche policial.
–Voy a... ¿Qué lleva por toda la ropa, hijo?
No tuve que mirar qué llevaba yo por toda la ropa. También lo llevaba Nona en su ropa. Lo había olido en el abrigo color canela de ella cuando la besé. Hasta ahora yo creía que aquel gesto, inclinarme con la puerta abierta, había sido un acto impensado. Pero después de escribir esta crónica he cambiado de opinión. No creo que fuera un acto impensa-do, ni mucho menos. Creo que deseaba que el policía lo viera. Agarré la llave de tubo.
–¿A qué se refiere?
El dio dos pasos hacia mí.
–A usted le pasó algo... Se ha herido, eso parece. Será mejor...
Blandí la llave. Había perdido la gorra en el choque y su cabeza estaba descubierta. Le golpeé en el cráneo, por en-cima de la frente. Jamás he olvidado el sonido del golpe, igual que medio kilo de mantequilla que cae a un suelo duro.
–De prisa –dijo Nona.
Apoyó su tranquilizadora mano en mi cuello. La tenía muy fría, como el ambiente de un húmedo sótano. Mi madre adoptiva, la señora Hollis... , tenía un sótano para guardar alimentos. . .
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Es curioso que recuerde ese detalle. La señora Hollis me mandaba allí en invierno a buscar conservas que ella mis-ma preparaba. No en latas de verdad, naturalmente, sino en gruesos potes de vidrio con gomas bajo la tapa.
Bajé allí un día a fin de coger una lata de judías en conserva para la cena. Todas las conservas estaban en cajas, con letreros escritos pulcramente por la señora Hollis. Recuerdo que ella siempre deletreaba mal la palabra frambuesa, y eso me hacía sentir secretamente superior.
Aquel día pasé junto a las cajas señaladas con el letrero «franvuesas» y me dirigí al rincón donde estaban las judías blancas. El lugar estaba frío y oscuro. Las paredes eran de tierra oscura y cuando el tiempo era húmedo exudaban agua que formaba goteantes y torcidos regueros. El olor era un secreto y siniestro efluvio compuesto de seres vivos, tierra y alimentos en conserva, un olor notablemente similar al de las partes íntimas de una mujer. En una rincón había una vieja y destrozada prensa que estaba allí desde mi llegada a la casa, y a veces yo jugaba con la máquina y fingía que podía hacerla funcionar de nuevo. Me encantaba aquel sótano. En aquellos tiempos (yo tenía nueve o diez años) era mi lugar favorito. La señora Hollis se negaba a poner los pies allí, y la dignidad de su marido se resentía si tenía que bajar a buscar conservas. Por eso iba yo, y olía aquel peculiar aroma secreto y gozaba de la intimidad de su uterina reclu-sión. Estaba iluminado por una solitaria bombilla llena de telarañas colgada por el señor Hollis, seguramente antes de la guerra con los bóers. De vez en cuando yo retorcía las manos y obtenía enormes y alargados conejos en la pared.
Cogí las judías y me disponía a salir cuando oí crujidos bajo una de las viejas cajas. Me acerqué y la levanté.
Había una rata parda, de costado. Movió su cabeza hacia mí y me miró. Su lomo se agitó con violencia y sus dientes asomaron. Era la rata más grande que había visto yo, y me acerqué más. Estaba alumbrando. Dos de las crías, peladas y ciegas, mamaban ya en la barriga del animal. Otra estaba saliendo al mundo.
La madre me miró, desesperada, preparada para morder. Sentí deseos de matarla, de acabar con las crías, de aplas-tarlas, pero no pude. Era lo más horrible que había visto. Mientras observaba, una araña de color marrón (un falangio, creo) se arrastró con rapidez por el suelo. La rata la atrapó y se la comió.
Huí. Al subir la escalera caí y rompí el pote de judías. La señora Hollis me zurró, y jamás volví a bajar al sótano sal-vo por obligación.
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Estaba mirando al policía mientras recordaba.
–De prisa –repitió Nona.
Aquel cuerpo era mucho más ligero que el de Norman Blanchette, o tal vez mi adrenalina estaba fluyendo con más libertad. Lo cogí con ambos brazos y lo llevé al borde del puente. Las cataratas de Gretna apenas eran visibles corrien-te abajo, y al otro lado el puente de caballetes del ferrocarril era una solitaria sombra, igual que un patíbulo. El viento nocturno aullaba y bramaba, y la nieve golpeaba mi cara. Por un momento sostuve al policía contra mi pecho como si fuera un dormido niño recién nacido, y luego recordé quién era realmente y lo lancé por la barandilla hacia la oscuri-dad.
Volvimos a la camioneta y subirnos, pero el vehículo no arrancaba. Lo intenté una y otra vez hasta que olí el dulzón aroma a gasolina en el desbordado carburador, y me detuve.
–Vamos –dije.
Fuimos al coche policial. El asiento delantero estaba repleto de impresos para multas, y había dos tablillas con suje-tapapeles. La radio de onda corta situada bajo el tablero crujió y crepitó.
–Unidad cuatro, adelante, cuatro. ¿Me recibe?
Bajé la mano y apagué el aparato, no sin antes golpearme los nudillos con algo mientras buscaba el interruptor apro-piado. Era una escopeta de caza. Seguramente propiedad personal del policía. La desenganché y la entregué a Nona, que la puso en su regazo. Di marcha atrás al coche. Estaba abollado pero no averiado. Tenía neumáticos para nieve que se aferraban perfectamente al hielo causante de los desperfectos.
Y llegamos a Blainsville. Las casas, aparte de algún remolque vivienda apartado de la carretera, habían desapareci-do. La misma carretera estaba sin hollar todavía y no había marcas aparte de las que dejábamos nosotros. Monolíticos abetos sobrecargados de nieve se alzaban imponentes alrededor de nuestro coche, y me hicieron sentir minúsculo e in-significante, un pequeño bocado atrapado por la gigantesca garganta de la noche. Eran más de las diez.
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No hice mucha vida social durante mi primer año en la universidad.
Estudié mucho y trabajé en la biblioteca, guardando libros, reparando encuadernaciones y aprendiendo a catalogar. En la primavera jugué en el equipo suplente de béisbol.
Casi al final del año académico, poco antes de los exámenes, se celebró un baile en el gimnasio. Yo no tenía nada que hacer, estaba bien preparado para los dos primeros exámenes finales, y bajé a dar una vuelta. Había pagado ya el dólar de la entrada, y fui al gimnasio.
El lugar estaba a oscuras, atestado, lleno de sudor y frenesí como sólo un baile universitario antes del hacha de los exámenes finales puede estar. Había erotismo en el ambiente. No hacía falta olerlo. Casi podías extender los brazos y asirlo en ambas manos, como un grueso trapo mojado. Podías prever que se haría el amor más tarde, o algo similar a hacer el amor. La gente lo hacía bajo las gradas, en el aparcamiento de la planta generadora de vapor y en los dormito-rios. Harían el amor desesperados hombres-niños a punto de ir al servicio militar y bonitas universitarias que abando-narían los estudios ese año para volver a casa y fundar una familia. Lo harían con lágrimas y risas, ebrios y sobrios, tensamente y sin ninguna inhibición. Pero, sobre todo, lo harían rápidamente.
Había algunos varones solos, pero no muchos. No era una noche para salir solo. Pasé junto a la tarima del conjunto. Al acercarme al sonido, el ritmo, la música se convirtió en algo palpable. El conjunto tenía detrás un semicírculo de amplificadores de metro y medio de altura, y podías notar la fluctuación de tus tímpanos siguiendo el ritmo de la sig-natura del bajo.
Me apoyé en la pared y miré. Los bailarines ejecutaban los movimientos prescritos (como si fueran tríos en vez de parejas, con un tercer elemento invisible pero entre los otros dos, encorvado por delante y por detrás) y agitaban los pies sobre el serrín esparcido anteriormente en el barnizado piso. No vi a nadie conocido y empecé a sentirme solita-rio, placenteramente solitario. Me hallaba en esa fase de la noche donde imaginas que todo el mundo está mirándote, a ti, el romántico desconocido, por el rabillo del ojo.
Media hora más tarde salí y pedí un refresco en el vestíbulo.
Cuando volví a entrar alguien había iniciado un baile circular y me obligaron a participar. Mis brazos se apoyaron en los hombros de dos chicas hasta entonces desconocidas. Dimos vueltas y más vueltas. Tal vez había doscientas perso-nas en el círculo, y éste ocupaba medio gimnasio. Luego una parte del círculo se deshizo y veinte o treinta personas formaron otro en el centro del primero y se movieron en dirección contraria. Me mareé. Vi una chica parecida a She-lley Roberson, pero comprendí que se trataba de una fantasía. Cuando quise localizarla de nuevo, ni la vi a ella ni a nadie que se le pareciera.
En cuanto el numerito terminó, me sentí débil y no muy bien. Pasé otra vez junto al conjunto y me senté. La música sonaba con excesiva fuerza, el ambiente era empalagoso. Oí los latidos de mi corazón en la cabeza, igual que sucede después de la peor borrachera de tu vida.
Hasta ahora pensaba que lo que sucedió a continuación se debió a que yo estaba cansado y un poco mareado después de tantas vueltas, pero tal como he dicho antes, este relato ha aportado mayor claridad.
No puedo seguir pensando lo mismo.
Alcé los ojos otra vez hacia los bailarines, hacia las maravillosas personas que corrían en la penumbra. Pensé que todos los varones estaban aterrorizados, con la cara alargada hasta componer grotescas máscaras que se movían a cá-mara lenta. Era comprensible. Todas las féminas (universitarias con suéters, faldas cortas o pantalones acampanados) estaban transformándose en ratas. Al principio ese detalle no me asustó. Incluso me reí. Sabía que estaba presenciando una alucinación, y durante un rato contemplé la escena con práctico desapasionamiento.
Luego una jovencita se puso de puntillas para besar a su compañero, y ya no aguanté más. Un rostro peludo y retor-cido con negros ojos que parecían postas se alzó con la boca abierta, dejando ver los dientes...
Me fui.
Permanecí en el vestíbulo un momento, medio distraído. Había un cuarto de aseo al final del pasillo, pero pasé junto a él y subí la escalera.
El vestuario se hallaba en la tercera planta y tuve que echar a correr en el último tramo de escalera. Abrí la puerta de un empujón y corrí hacia uno de los retretes. Vomité entre los combinados olores de linimento, sudorosos uniformes y cuero aceitado. La música de abajo quedaba muy lejos, y el silencio del vestuario era virginal. Me sentí aliviado.
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Habíamos llegado a una señal de «Stop» en Southwest Bend. El recuerdo del baile me había excitado por alguna ra-zón incomprensible para mí. Estaba temblando.
Nona me miró, me ofreció la sonrisa de sus oscuros ojos.
–¿Ahora?
No pude responderle. Temblaba demasiado para hablar. Ella hizo un lento gesto de asentimiento.
Me dirigí hacia un desvío de la carretera 7 que debía de ser un camino forestal en verano. No me introduje demasia-do porque tenía miedo de perderme. Apagué los faros y escamas de nieve empezaron a amontonarse en silencio en el parabrisas. Algo así como un sonido escapaba, era arrastrado fuera de mi boca. Creo que debió de ser una imitación oral de los pensamientos de un conejo atrapado en un cepo.
–Aquí –dijo Nona–. Aquí mismo.
Fue un éxtasis.
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Casi no pudimos volver a la carretera principal. El quitanieves había pasado por allí, con sus anaranjadas luces par-padeando con brillantez en la noche, dejando un enorme muro de nieve en nuestro camino.
Había una pala en el maletero del coche. Tardé media hora en apartar la nieve, y por entonces ya era medianoche. Nona conectó la radio policial mientras yo hacía eso, y el aparato nos informó de lo que debíamos saber. Habían en-contrado los cadáveres de Blanchette y el jovencito de la camioneta. Sospechaban que nosotros habíamos robado el vehículo policial. El policía se llamaba Essegian, un apellido curioso. Había un importante jugador de rugby llamado Essegian..., creo que jugaba con los Dodgers. Quizá yo había matado a un familiar suyo. No me inquietó enterarme del apellido del policía. El había estado siguiéndonos demasiado cerca y nos había molestado.
Salimos a la carretera principal.
Noté la excitación de Nona, intensa, caliente, ardiendo. Me detuve el tiempo suficiente para limpiar el parabrisas con el brazo y luego proseguimos nuestro camino.
Atravesamos la parte oeste de Blainsville y supe por dónde girar sin necesidad de que me lo dijeran. Un letrero cu-bierto de nieve informaba que ésa era la carretera de Stackpole.
El quitanieves no había pasado por allí, pero un vehículo nos había precedido. Las huellas de sus neumáticos conti-nuaban marcadas en la turbulenta nieve.
Dos kilómetros; después menos de dos kilómetros. La brutal ansiedad, la urgencia de Nona llegaba hasta mí y de nuevo me sentí nervioso. Doblamos una curva y allí estaba el camión de la empresa eléctrica, carrocería de brillante tono anaranjado y luces de aviso que vibraban con el color de la sangre. Estaba bloqueando la carretera.
No pueden imaginar la rabia de Nona (de los dos, en realidad, porque después de todo lo ocurrido éramos una sola persona). No pueden imaginar la abrumadora sensación de intensa paranoia, la convicción de que todo el mundo pre-tendía fastidiarnos.
Había dos hombres. El primero era una sombra acurrucada en la oscuridad. El segundo sostenía una linterna y se acercó a nosotros haciendo oscilar la luz como un espeluznante ojo. Y había algo más aparte de odio. Había miedo..., miedo de que todo saliera mal en el último momento.
El hombre estaba gritando, y yo abrí la ventanilla.
–¡No puede pasar por aquí! ¡Vaya por la carretera de Bowen! ¡Tenemos un cable cargado aquí mismo! ¡No puede...!
Salí del coche, alcé la escopeta y disparé los dos cartuchos. El hombre salió forzosamente despedido hacia atrás y chocó en el anaranjado camión y yo me tambaleé y caí contra el coche. El herido fue deslizándose hacia el suelo cen-tímetro a centímetro, sin dejar de mirarme incrédulamente, y por fin se derrumbó en la nieve.
–¿Hay más cartuchos? –pregunté a Nona.
–Si.
Me los dio. Abrí la escopeta, expulsé los cartuchos usados y puse los nuevos.
El compañero del muerto se había incorporado y estaba observándome con enorme incredulidad. Me gritó algo que se perdió en el viento. Parecía una pregunta, pero no importaba. Yo iba a matarlo. Me acerqué a él y el hombre perma-neció inmóvil, mirándome.
No se movió, ni siquiera cuando alcé la escopeta. Creo que no tenía la menor idea de lo que estaba pasando. Creo que pensó estar soñando.
Disparé, demasiado bajo. Un torbellino de nieve hizo erupción y cubrió al desgraciado. Después el hombre chilló, lanzó un enorme chillido de terror y echó a correr, pasando con un gigantesco salto sobre el cable eléctrico extendido en la carretera. Disparé el segundo cartucho y fallé de nuevo. El hombre se perdió en la oscuridad y yo me olvidé de él. Ya no nos molestaba. Volví al vehículo policial.
–Tendremos que ir a pie –dije.
Pasamos junto al cadáver, saltamos sobre el chisporroteante cable y seguimos caminando por la carretera, siguiendo las espaciadísimas huellas del fugado. La nieve acumulada alcanzaba a veces las rodillas de Nona, pero ella se mantu-vo siempre por delante de mí. Ambos jadeábamos.
Llegamos a una elevación y bajamos por una estrecha pendiente. A un lado se alzaba una torcida y abandonada ca-baña con ventanas sin vidrios. Nona se detuvo y asió mi brazo.
–Allí –dijo, y señaló hacia el otro lado.
Me tenía agarrado el brazo con fuerza, dolorosamente a pesar de estar mi abrigo en medio. Su semblante estaba fijo en un feroz rictus de triunfo.
–Allí. Allí.
Era un cementerio.
Resbalamos y caímos al cruzar la cuneta y trepamos por una pared de piedra cubierta de nieve. Yo también había es-tado allí, por supuesto. Mi madre real había nacido en Blainsville, y aunque ella no había vivido allí con mi padre, el terreno de la familia había estado ubicado allí. Mi madre lo recibió como regalo de sus padres, que habían vivido y muerto en Blainsville. Durante el incidente con Shelley Roberson yo había ido con frecuencia al cementerio para leer poemas de John Keats y Percy Shelley. Supongo que pensarán que hacer tal cosa es una condenada extravagancia, pe-ro yo no pensaba lo mismo.
Ni siquiera ahora lo juzgo así. Me sentía cerca de ellos, consolado.
Después de que Ace Carmody me diera aquella paliza jamás regresé al cementerio. No hasta que Nona me condujo allí.
Resbalé y caí en el suelto polvo de nieve, y me torcí el tobillo. Me levanté y continué andando con esa pierna levan-tada y la escopeta a modo de muleta. El silencio era infinito e increíble. La nieve caía formando suaves líneas rectas, se amontonaba sobre las inclinadas lápidas y cruces, enterraba todo excepto las puntas de los oxidados mástiles, que sólo sostenían banderas el Día de los Veteranos y la festividad dedicada a los soldados muertos en campaña. El silen-cio era impío por su intensidad, y por primera vez sentí terror.
Nona me condujo hacia una construcción de piedra que se alzaba en la arrugada pendiente de la colina, detrás del cementerio. Una cripta. Ella tenía la llave. Yo sabía que ella tendría una llave, y así fue.
Nona sopló para apartar la nieve de la cerradura y localizó el agujero. El ruido de las guardas al girar pareció exten-derse por la oscuridad. Nona se apoyó en la puerta y ésta giró hacia adentro.
El olor que brotó del interior fue frío como el otoño, frío como el ambiente del sótano de los Hollis. Sólo pude ver una pequeña parte de la cripta. Había hojas secas en el suelo de piedra. Nona entró, se detuvo, me miró por encima del hombro.
–No –dije.
Ella se rió de mí.
Permanecí en la oscuridad mientras percibía que todo iba confluyendo: el pasado, el presente y el futuro. Sentí de-seos de correr, de correr y chillar, de correr con la suficiente rapidez para anular todo lo que había hecho.
Nona seguía mirándome, la mujer más hermosa del mundo, la única cosa que había sido mía en toda mi vida. Me hi-zo un gesto con las manos sobre el cuerpo. No voy a explicarles el significado. Lo habrían sabido si lo hubieran visto.
Entré. Ella cerró la puerta.
La cripta estaba a oscuras pero yo veía perfectamente. El lugar estaba iluminado por un fuego verde que ardía des-pacio. Se extendía por las paredes y serpenteaba por el suelo cubierto de hojas como si fueran retorcidas lenguas. Ha-bía un féretro en el centro de la cripta, pero estaba vacío. Pétalos de marchitas rosas yacían diseminados alrededor. Nona me llamó por gestos y señaló la puertecilla situada en la parte trasera. Una puerta pequeña, sin letrero alguno. Me produjo pavor. Creo que en ese momento lo comprendí. Ella me había utilizado y se había reído de mí. Iba a des-truirme.
Pero no pude contenerme. Me acerqué a la puertecilla porque debía hacerlo. Aquel telégrafo mental seguía emitien-do algo que yo consideraba gozo, un gozo terrible, demente, y triunfo. Mi mano se extendió trémula hacia la puerta. Estaba cubierta de verde fuego.
La abrí y vi lo que había dentro.
Era la chica, mi chica. Muerta. Sus ojos contemplaban inexpresivos aquella cripta de octubre, miraban los míos. Oía a besos furtivos.
Estaba desnuda y la habían rajado desde el cuello hasta las ingles. Su cuerpo era un estéril útero. Y sin embargo algo vivía allí. Las ratas. No pude verlas pero las escuché, oí sus murmullos allí dentro, en las entrañas de ella. Sabía que al cabo de un momento la reseca boca de la chica se abriría y me hablaría de amor. Retrocedí, con todo el cuerpo entu-mecido y el cerebro flotando en una oscura nube de espanto.
Miré a Nona. Ella estaba riéndose, con los brazos extendidos hacia mí. Y en una repentina llamarada de compren-sión lo comprendí, lo comprendí, lo comprendí. Había pasado la última prueba. ¡Estaba libre !
Volví la cabeza hacia la puertecilla y naturalmente no era más que un vacío armario de piedra con hojas muertas en el suelo.
Me acerqué a Nona. Me acerqué a la vida.
Sus brazos me rodearon el cuello y yo atraje su cuerpo hacia el mío.
En ese momento ella empezó a cambiar, a fluctuar y derretirse como cera. Los oscuros ojazos se volvieron peque-ños, como cuentas. El cabello se hizo burdo, perdió color. La nariz se acortó, las ventanas nasales se dilataron. Su cuerpo se aterronó y encogió junto al mío.
Me estaba abrazando una rata.
Su boca sin labios se extendió hacia la mía.
No chillé. No me quedaban chillidos. Dudo que vuelva a chillar.
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Qué calor hace aquí.
No me importa el calor, realmente no. Me gusta sudar si después puedo ducharme, siempre he considerado el sudor como una virtud masculina, pero a veces hay bichos que pican..., arañas, por ejemplo.
¿Sabían que las hembras de las arañas pican y devoran a sus compañeros? Lo hacen, inmediatamente después del apareamiento. Y además oigo ruidos presurosos en las paredes. No me gusta eso.
Tengo el calambre de los escribientes, y la punta de fieltro de la pluma está blanda y espumosa. Pero ya he termina-do. Y las cosas parecen distintas. No las veo igual que antes.
¿Saben que durante algún tiempo casi me convencieron de que yo había hecho todas esas cosas horribles? Aquellos hombres del bar para camioneros, el tipo del camión de la empresa eléctrica que huyó. Dijeron que yo iba solo. Yo es-taba solo cuando me encontraron, casi muerto de frío en aquel cementerio, junto a las lápidas de mi padre, mi madre y mi hermano Drake. Pero eso sólo significa que ella se fue, es evidente. Cualquier tonto lo comprendería. Pero me ale-gra que ella se fuera. De verdad. Aunque deben saber que ella estuvo conmigo siempre, en todas las etapas del viaje.
Voy a suicidarme. Será mucho mejor. Estoy harto de culpabilidad, agonía y pesadillas, y además no me gustan los ruidos de las paredes.
Ahí dentro puede haber cualquier cosa. O nada.
No estoy loco. Yo lo sé y confío en que ustedes lo sepan también. Si afirmas que no estás loco, eso se supone que significa que sí lo estás.
Pero me aburren esos jueguecillos. Ella me acompañó, fue real. La amo. El amor auténtico no muere jamás. Así fir-maba yo todas mis cartas a Shelley, las cartas que luego rompía.
Nunca he hecho daño a ninguna mujer, ¿verdad que no?
Jamás hago daño a ninguna mujer.
Ella fue mi único amor auténtico.
Qué calor hace aquí. Y no me gustan los ruidos de las paredes.
El amor auténtico no muere nunca.
FIN
PRESENTACIÓN
Cuando alguien se halla esclavizado por una intensa emoción tiende a perder la perspectiva, el control... O, en vez de eso, entrega el control a otra persona. Pero, a pesar de la momentánea satisfacción de ese acto, tarde o temprano se llega a la comprensión de que se ha entregado lo único que una persona posee realmente: la libertad. Y la reacción es variable: disgusto con uno mismo, autocompasión, horror..., y algo peor. El éxito de Stephen King se basa menos en las historias que narra que en el cuidado hacia los personajes sobre los que escribe. Dicho cuidado hace reales a los personajes, y con ello los relatos se hacen igualmente reales. En cuanto eso sucede, no hay escape posible, tanto si uno quiere como si no.
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No sé cómo explicarlo, ni siquiera ahora. No sé decir por qué hice aquellas cosas. No supe decirlo en el juicio, tam-poco. Y aquí hay mucha gente que se interesa por ello. Hay un psiquiatra. Pero yo guardo silencio. Mis labios están sellados. Excepto aquí, en mi celda. Aquí no guardo silencio. Me despierto dando gritos.
En el sueño la veo andando hacia mí. Viste una túnica blanca, casi transparente, y su expresión es de deseo y triunfo combinados. Llega hasta mí cruzando una oscura habitación con suelo de piedra y yo huelo a secas rosas de octubre. Sus brazos están abiertos y yo voy hacia ella con los míos extendidos para abrazarla.
Siento pavor, repugnancia..., e indecible nostalgia. Pavor y repugnancia porque sé qué clase de lugar es éste, y nos-talgia porque amo a esa mujer. Siempre la amaré. A veces deseo que la pena de muerte existiera todavía. Un corto pa-seo por un oscuro corredor, una silla de recto respaldo provista de un casco de acero, grapas..., luego una rápida sacu-dida y estaña con ella.
Conforme nos aproximamos en el sueño, mi temor aumenta, pero me es imposible alejarme de ella. Mis manos aprietan el liso plano de su espalda, su piel cercana bajo la seda. Ella sonríe con esos hondos, negros ojos. Su cabeza se inclina hacia la mía y los labios se separan, preparados para el beso.
Ahí es cuando ella cambia, se arruga. Su cabello se vuelve áspero y enmarañado, pasa de negro a un horrible tono pardo que se derrama por la cremosa blancura de sus mejillas. Los ojos menguan y se convierten en cuentas. El blanco de los ojos desaparece y ella me mira con ojos tan minúsculos como dos pulidos fragmentos de azabache. La boca se transforma en unas fauces en las que sobresalen torcidos dientes amarillentos.
Trato de chillar, intento despertarme.
No puedo. Estoy atrapado de nuevo. Siempre estaré atrapado. Estoy apresado por una inmensa y fétida rata de ce-menterio. Las luces oscilan ante mis ojos. Rosas de octubre. En alguna parte una campana toca a muerto.
–Mío –musita este ser–. Mío, mío, mío.
El olor a rosas es su aliento mientras se abalanza sobre mí, flores muertas en un osario.
Entonces grito, y despierto.
Creer que lo que hicimos juntos me ha vuelto loco. Pero mi mente sigue funcionando de un modo u otro, y jamás he desistido de buscar las respuestas. Sigo deseando saber cómo fue todo..., y qué fue...
Me permiten tener papel y una pluma con punta de fieltro. Y voy a poner todo por escrito. Responderé todas las pre-guntas y quizás al hacer eso pueda encontrar la respuesta a otras dudas personales. Y cuando haya terminado, hay otra cosa. Algo que no me permitieron tener. Algo que cogí. Está ahí, debajo del colchón, un cuchillo del comedor de la cárcel.
Debo empezar hablándoles de Augusta.
Mientras escribo es de noche, una magnífica noche de agosto perforada por relumbrantes estrellas. Las veo a través de la reja de mi ventana, que da al patio de ejercicios y permite ver un trozo de cielo que puedo tapar con los dos de-dos. Hace calor, y estoy desnudo si se exceptúan los calzoncillos. Oigo el suave ruido veraniego de ranas y grillos. Pe-ro no puedo recuperar el invierno simplemente cerrando los ojos. El amargo frío de aquella noche, la desolación, las duras e insociables luces de una ciudad que no era la mía. Era el catorce de febrero. Fíjense, recuerdo todos los deta-lles.
Miren mis brazos..., cubiertos de sudor, con carne de gallina.
Augusta...
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Cuando llegué a Augusta estaba más muerto que vivo, tanto frío hacía. Había elegido un buen día para decir adiós al escenario de la universidad y viajar en autostop al oeste. Pensé que iba a morir congelado antes de salir del estado.
Un policía me había echado a patadas en el enlace interestatal, amenazando con detenerme si me sorprendía con el pulgar extendido otra vez. La lisa extensión de autopista con cuatro carriles había sido como la pista de aterrizaje de un aeropuerto; el viento aullaba y arrastraba membranas de nieve polvo, chirriaba en el pavimento. Y para los anóni-mos Ellos sentados detrás de las vidrieras de seguridad, todos los que están de pie en el enlace en una noche oscura son violadores o asesinos, y si tienen cabello largo puede añadirse además una acusación de pederastas y maricas.
Lo intenté un rato en la carretera de acceso, pero en vano. Y hacia las ocho menos cuarto comprendí que, si no lle-gaba pronto a un sitio caliente, acababa desmayándome.
Anduve dos kilómetros y medio antes de encontrar un bar gasolinera en la 202, justo dentro de los límites de la ciu-dad. COMILONAS JOE, decía el anuncio luminoso. Había tres grandes camiones estacionados en el aparcamiento de grava, y un sedán nuevo. Había una marchita guirnalda navideña en la puerta que nadie se había molestado en retirar, y junto a ella un termómetro con el mercurio situado bajo la raya del cero. No tenía nada para taparme las orejas aparte del cabello, y mis guantes de cuero estaban rotos. Las puntas de mis dedos parecían objetos de adorno.
Abrí la puerta y entré.
El calor fue lo primero que me sorprendió, acogedor y magnífico. Después, una canción montañesa que sonaba en el tocadiscos automático, con la inconfundible voz de Merle Haggard: «No dejamos que nuestro pelo sea largo y desgre-ñado, como hacen los hippies en San Francisco.»
El tercer detalle que me sorprendió fue La Mirada. Te enteras de lo que es La Mirada cuando dejas que el pelo te caiga por debajo de los lóbulos de las orejas. En ese mismo momento la gente sabe que no eres de los Leones, ni de los Alces, ni de la Asociación de Veteranos de Guerra. Sabes qué es La Mirada, pero nunca te acostumbras a ella. En ese instante las personas que estaban dedicándome La Mirada eran cuatro camioneros que ocupaban una sola mesa, otros dos en la barra, un par de ancianas con sencillos abrigos de piel y el cabello teñido de azul, el encargado de las comi-das rápidas y un torpe muchacho con burbujas de jabón en las manos. Había una mujer sentada en el extremo más ale-jado de la barra, pero solamente miraba el fondo de su taza de café.
Ella fue el cuarto detalle que me sorprendió.
Todos tenemos edad suficiente para saber que no existe el flechazo. Es algo que inventaron los poetas para poder hablar del influjo erótico de la luna. Algo para chicos que se cogen la mano en el baile de fin de curso, ¿de acuerdo?
Pero ver a esa mujer me hizo sentir algo. Pueden reírse, aunque no lo harían si la hubieran visto. Era casi insoporta-blemente hermosa.
Comprendí que sin duda alguna todos los clientes del establecimiento pensaban lo mismo que yo. Del mismo modo que sabía que ella habría sufrido La Mirada antes de llegar yo. Tenía un cabello negro como el carbón, tan negro que parecía casi azul bajo los fluorescentes. Le caía sueltamente sobre las hombreras del caído abrigo color canela. Su piel era blanca como la leche, con una suavísima pincelada de sangre que subsistía bajo la epidermis..., el frío que había traído consigo. Oscuras, tiznadas pestañas. Ojos solemnes ligeramente rasgados en las comisuras. Una boca carnosa y móvil bajo una nariz recta, aristocrática. No pude averiguar qué aspecto tenía su cuerpo. No me preocupé por ello.
Ustedes tampoco lo habrían hecho. Lo único que precisaba ella era aquella cara, aquel cabello, aquella apariencia. Era exquisita. Es la única palabra de mi idioma que conozco para definirla.
Nona.
Me senté a dos taburetes de distancia de ella, y el camarero se acercó y me miró.
–¿Qué?
–Café solo, por favor.
Marchó a prepararlo.
–Es igual que Jesucristo, ¿no? –dijo alguien a mi espalda.
El torpe lavaplatos se echó a reír. Un fugaz sonido, «jiu-jiu». Los camioneros de la barra lo imitaron.
El camarero me trajo el café, lo dejó bruscamente en el mostrador y derramó un poco sobre la casi helada carne de mi mano, que retiré al momento.
–Lo siento –dijo en tono indiferente.
–¡Él mismo se la curará! –gritó uno de los camioneros de la mesa.
Las gemelas del pelo azul pagaron la cuenta y salieron apresuradamente. Uno de los caballeros de la carretera andu-vo hasta el tocadiscos e introdujo otra moneda. Johnny Cash empezó a cantar «Un chico llamado Susie». Soplé para enfriar mi café.
Alguien me dio un tirón en la manga. Volví la cabeza y allí estaba ella: se había trasladado al taburete vacío. Mirar de cerca aquella cara era casi cegador. Derramé más café.
–Lo lamento.
Su voz era baja, casi atonal.
–Es culpa mía. Todavía no he recuperado el tacto.
–Yo...
Se interrumpió, al parecer falta de palabras. De pronto comprendí que estaba asustada. Noté que la primera reacción que había experimentado al verla por primera vez me abrumaba de nuevo: protegerla, cuidarla, conseguir que no tuvie-ra miedo.
–Necesito que me lleven en coche –concluyó precipitadamente–.
No me atrevía a pedírselo a los otros
Hizo un gesto apenas perceptible en dirección a los camioneros de la mesa.
¿Cómo hacerles entender que yo habría dado cualquier cosa, «cualquier cosa», por poder decirle, «Naturalmente, termina tu café, tengo el coche aparcado aquí mismo»? Parece una locura afirmar que me sentía así después de oír cua-tro palabras salidas de su boca, e idéntico número de la mía, pero es cierto. Es cierto. Mirarla era como ver a la «Mona Lisa» o la «Venus de Milo» cobrar palpitante vida. Y había otra emoción: como si una luz repentina y potente se hubiera encendido en la confusa oscuridad de mi mente. Sería más fácil si pudiera decir que ella era una conquista ca-llejera y yo un hombre rápido con las mujeres, rápido, buen actor y con muchísimo palique, pero ni ella ni yo éramos tal cosa. Lo único que comprendía yo es que no tenía lo que ella necesitaba, y eso me torturaba.
–Estoy haciendo autostop –le expliqué–. Un policía me echó a patadas del enlace interestatal y he venido aquí sólo para protegerme del frío. Lo siento.
–¿Eres universitario?
–Ya no. Me fui antes de que me echaran.
–¿Vas a casa?
–No tengo casa donde ir. Estaba bajo tutela del estado. Fui a la universidad gracias a una beca. La desaproveché. Ahora no sé dónde voy a ir.
Mi biografía en cinco frases. Me deprimió.
Ella se echó a reír (ese sonido me provocó calor y frío) y bebió un poco de café.
–Somos gatos escapados del mismo saco, me parece.
Me disponía a adoptar mi mejor talante conservador, decir algo ingenioso como «¡No me digas», cuando una mano cayó sobre mi hombro.
Volví la cabeza. Era uno de los camioneros de la mesa. Tenía vello rubio en el mentón y una cerilla de cocina aso-maba por su boca. Oía a gasolina.
–Creo que ya has terminado tu café –dijo.
Sus labios se abrieron alrededor de la cerilla para esbozar una mueca. Tenía muchísimos dientes muy blancos.
–¿Qué?
–Estás dejando mal olor en el local, chico. Porque eres un chico, ¿no? Es difícil asegurarlo.
–Usted tampoco huele a rosas –repuse–. Huele a cárter.
Me propinó una fuerte palmada en la mejilla. Vi minúsculos puntos negros.
–Nada de peleas aquí –dijo el camarero–. Si quiere pelea con él, hágalo afuera.
–Vamos, maldito comunista –ordenó el camionero.
Es el momento donde se supone que la chica debe decir algo como «Suéltelo» o «Es usted un bruto». Pero ella no dijo nada. Estaba observándonos con febril concentración. Alarmante. Creo que fue la primera vez que reparé en el tamaño real de sus ojazos.
–¿Hace falta que te dé otro guantazo, marica?
–No. Vamos, sinvergüenza de mierda.
No sé cómo brotó eso de mi boca. No me gusta pelear. No soy buen luchador. Incluso soy peor insultando. Pero es-taba enfadado, en ese momento. Tuve ese impulso y deseé golpear, matar al camionero. Quizás él lo presintió. Una breve sombra de duda fluctuó en su semblante, la incertidumbre inconsciente sobre si había elegido el peor hippie po-sible. Pero la sombra desapareció. El camionero no iba a dar marcha atrás ante un esnob de pelo largo, elitista y afe-minado que usaba la bandera para limpiarse el culo... Al menos no delante de sus compañeros. No un fornido camio-nero hijo de perra como él.
La cólera palpitó de nuevo en mi interior. ¿Marica? ¿Marica? Me sentía trastornado, y me alegraba de sentirme así. Mi lengua estaba desbocada. Mi estómago era una losa.
Nos acercamos a la puerta, y los amigos de mi rival casi se partieron la espalda al levantarse para ver la pelea.
¿Nona? Pensé en ella, pero de un modo vago, en las profundidades de mi mente. Sabía que Nona estada allí, que me protegería. Lo sabía de la misma forma que sabía que hada frío afuera. Era extraño saber eso de una mujer a la que co-nocía desde hacía cinco minutos. Extraño, pero no pensé en ello hasta más tarde. Mi mente estaba casi dominada... no, casi anulada por la gruesa nube de rabia. Mis impulsos eran homicidas.
El frío era tan notable y tan puro que parecíamos cortarlo con nuestros cuerpos a modo de cuchillos. La helada grava del aparcamiento chirriaba ásperamente bajo las peladas botas de mi rival y bajo mis zapatos. La Luna, llena e hincha-da, nos contemplaba con un insulso ojo tenuemente lloroso a causa de la humedad de la alta atmósfera, en un cielo tan negro como la noche en el infierno. Proyectábamos menudas sombras enanas detrás de nuestros pies bajo el mono-cromo destello de la solitaria luz de sodio dispuesta en lo alto de un poste más allá de los camiones aparcados. Nuestro aliento humeaba en el aire en forma de breves ráfagas. El camionero se volvió hacia mí, con las enguantadas manos cerradas.
–Muy bien, hijo de puta –dijo.
Yo pensé estar inflándome..., todo mi cuerpo parecía inflarse. No sé cómo, vagamente, comprendí que mi intelecto iba a quedar eclipsado por algo inmenso e invisible que jamás había sospechado estuviera en mi interior. Era terrorífi-co..., pero al mismo tiempo lo acepté con agrado, lo deseé, lo anhelé. En ese último momento de pensamiento coheren-te creí que mi cuerpo era una pétrea pirámide de violencia personificada, o un turbulento y asesino ciclón capaz de ba-rrer cualquier cosa que se pusiera por delante. El camionero parecía pequeño, débil, insignificante. Me reí de él. Reí, y el sonido fue tan tétrico y desolado como aquel cielo perforado por la Luna.
El se acercó agitando los puños. Paré el derecho, noté el izquierdo en mi mejilla y acto seguido le di una patada en el vientre. El aire brotó del hombre con blanca y humeante precipitación. Trató de retroceder, agarrándose la parte gol-peada y tosiendo.
Me situé a su espalda, todavía riendo igual que un perro de campo ladra a la Luna, y le golpeé tres veces antes de que él pudiera dar un cuarto de vuelta: en el cuello, en el hombro y en una enrojecida oreja. El camionero lanzó un ala-rido, y una de sus chapuceras manos rozó mi nariz. La furia que me dominaba se multiplicó (¡a mí! ¡ha intentado pe-garme!) y le propiné otra patada, levantando mucho el pie, como si pateara una pelota en el aire. El hombre chilló en la noche y oí el crujido de una costilla al partirse. Quedó encogido y salté sobre él.
En el juicio uno de los camioneros declaró que yo actué como un animal salvaje. Y era cierto. No recuerdo muchos detalles, pero sí que yo bufaba y gruñía como un perro rabioso.
Me puse a horcajadas encima de él, le agarré con ambas manos su grasiento cabello y le froté la cara en la grava. Bajo el insulso destello de la lámpara de sodio su sangre parecía negra, como sangre de escarabajo.
–¡Dios mío, basta ya! –exclamó alguien.
Varias manos asieron mis hombros y me apartaron. Vi caras que remolineaban y empecé a repartir golpes.
El camionero estaba intentando alejarse a rastras. Su cara era una fija máscara de sangre y asombrados ojos. Conti-nué dándole patadas mientras esquivaba a los demás, gruñendo de satisfacción siempre que conectaba un golpe.
Él no podía defenderse ya. Sólo pensaba en huir. Tras las patadas sus ojos se entrecerraban como los de una tortuga, y su cuerpo dejaba de moverse. Luego continuaba arrastrándose. Pensé que era un estúpido. Decidí matarlo. Iba a dar-le patadas hasta matarlo. Después acababa con todos los demás, con todos excepto con Nona.
Le di otra patada y el camionero quedó tendido de espaldas y me miró confusamente.
–Me rindo –gimió–. Me rindo. Por favor. Por favor...
Me arrodillé junto a él y noté que la grava me mordía las rodillas a través de mis delgados tejanos.
–Aquí voy, bastardo –musité–. Toma rendición.
Aferré su cuello con mis manos.
Tres hombres saltaron sobre mí al momento y me separaron a golpes del camionero. Me levanté, todavía risueño, y corrí hacia ellos. Retrocedieron los tres, varones fornidos, todos blancos de miedo. Y la furia se apagó.
Así mismo, se apagó y quedé sólo yo, de pie en el aparcamiento de «Comilonas Joe», jadeante, sintiéndome marea-do y horrorizado.
Volví la cabeza y miré el bar. La chica estaba allí, con sus hermosas facciones iluminadas por el triunfo. Alzó un puño a la altura del hombro a modo de saludo.
Contemplé al hombre tendido en el suelo. Aún trataba de arrastrarse, y cuando me acerqué a él sus ojos se revolvie-ron de espanto.
–¡No lo toque! –pitó uno de sus amigos.
Los miré, confuso.
–Lo siento... No pretendía..., hacerle tanto daño. Si me dejan ayudar a...
–Váyase de aquí, eso es lo que ha de hacer –dijo el camarero.
Estaba junto a Nona al pie de la escalera, con una espátula llena de grasa en la mano–. Voy a llamar a la policía.
–¿Olvida que fue él el que empezó? Él...
–No me venga con monsergas, asqueroso maricón –repuso él. Se irguió–. Lo único que sé es que usted ha armado un lío y por poco mata a ese tipo. ¡Voy a llamar a la policía!
Dio media vuelta y entró rápidamente en el local.
–Vale –dije, a nadie en especial–. Vale, vale.
Había dejado dentro mis guantes de cuero, pero no era buena idea ir a recogerlos. Metí las manos en los bolsillos y eché a andar hacia el enlace interestatal. Calculé que mis posibilidades de que un coche me recogiera antes de la llega-da de la policía eran de una contra diez. Tenía las orejas heladas y el estómago revuelto. Vaya nochecita.
–¡Espera! ¡Eh, espera! .
Me volví. Era ella, que corría hacia mí con el cabello al viento.
–¡Has estado estupendo! –dijo–. ¡Estupendo!
–Lo he dejado mal herido –dije tristemente–. Nunca había hecho algo parecido.
–¡Ojalá lo hubieras matado!
Parpadeé ante ella bajo la rígida iluminación.
–Oí las cosas que decían de mí antes de que tú llegaras. Lanzaban esas risotadas asquerosas... Ja, ja, mirad, la joven-cita ha salido a dar una vuelta en plena noche. ¿Dónde vas, guapa? ¿Te llevo a algún sitio? Puedes montarte si me de-jas montarte. ¡Malditos!
Lanzó una furiosa mirada por encima del hombro como si pudiera matarlos con un repentino rayo surgido de sus ojos oscuros. Luego dirigió esos ojos hacia mí, y de nuevo creí que aquel reflector se encendía en mi mente.
–Te acompaño.
–¿Adónde? ¿A la cárcel? –Tiré de mi pelo con ambas manos–. Con esto, el primer tipo que nos deje subir a su coche será un polizonte. Ese granuja hablaba en serio cuando ha dicho que llamaba a la policía.
–Yo pararé un coche. Tú quédate detrás de mí. Siendo yo, algún coche parará.
No podía discutírselo y tampoco queda hacerlo. ¿Un flechazo? Lo dudo. Pero había algo.
–Toma –dijo ella–. Los habías olvidado.
Me dio mis guantes.
Ella no había vuelto a entrar, y eso significaba que los había tenido en la mano desde el principio. Sabía que iba a venir conmigo. Noté una misteriosa sensación. Me puse los guantes y caminamos por la carretera de acceso hasta la entrada de la autopista.
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Ella no se había equivocado. Paró el primer coche que venía hacia la autopista. Antes de eso yo le había preguntado cómo se llamaba.
–Nona –fue su escueta respuesta.
No dijo nada más, pero eso bastaba. Me satisfacía.
No hicimos más comentarios mientras aguardábamos, aunque pareció como si habláramos. No voy a amargarles con una charla sobre facultades extrasensoriales y cosas similares. No hubo nada de eso. Pero no nos hacía falta. Lo habrán notado ustedes también en compañía de una persona a la que aprecian mucho, o si han tomado alguna de esas drogas con iniciales en vez de nombre. No es preciso hablar. La comunicación parece desarrollarse en una banda emotiva de alta frecuencia. Un movimiento de la mano y basta. No hacen falta modales sociales. Pero nosotros no nos conocía-mos. Yo sólo sabía el nombre de pila de ella y, ahora que lo pienso, creo que no le dije el mío. Pero nos entendíamos. Era amor. Me repugna tener que repetirlo, pero lo considero preciso. No me atrevería a ensuciar esa palabra después de todo lo que pasamos, no después de lo que hicimos, no después de Blainsville, no después de los sueños.
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Un agudo y plañidero lamento interrumpió el frío silencio de la noche, un sonido creciente y decreciente.
–Es la ambulancia, creo –dije.
–Sí.
Silencio de nuevo. La luz de la Luna estaba desapareciendo tras una gruesa membrana nubosa. Pensé que nevaría antes del amanecer. Unos faros brotaron en la colina.
Permanecí detrás de Nona sin necesidad de que ella me lo dijera.
La mujer se arregló el cabello y alzó su hermoso rostro. Al ver que el vehículo se dirigía hacia la entrada de la auto-pista, me abrumó una sensación de irrealidad. Irreal que aquella preciosa chica me hubiera elegido compañero de via-je, irreal que yo hubiera golpeado a un hombre hasta el punto de ser precisa una ambulancia, irreal pensar que podía encontrarme en la cárcel por la mañana. Irreal. Me sentía atrapado en una telaraña. Pero ¿quién era la araña?
Nona alzó el pulgar. El coche, un Chevrolet, pasó junto a nosotros y pensé que iba a continuar su camino. Después las luces traseras se encendieron y Nona me cogió de la mano.
–¡Vamos, ya tenemos coche!
Ella me sonrió con infantil deleite y yo le devolví la sonrisa. El entusiasmado conductor había extendido el brazo pa-ra abrir la puerta a Nona. Cuando la lámpara del techo se encendió pude ver al tipo: un hombre bastante fornido con un elegante abrigo de lana de camello, con canas bajo las alas de su sombrero y prósperas facciones suavizadas por años de buenas comidas. Un hombre de negocios o un viajante. Solo. Al verme tuvo una reacción tardía, pero unos segun-dos demasiado tarde para arrancar y huir de allí. Y de este modo era mejor para él. Más tarde podría engañarse, creer que nos había visto a los dos, que él era un alma bondadosa dando una oportunidad a una joven pareja.
–Fría noche –dijo mientras Nona se acomodaba junto a él y yo al lado de ella.
–Desde luego –repuso dulcemente Nona–. ¡Gracias!
–Sí –dije yo–. Gracias.
–No hay de qué.
Y arrancamos, dejando atrás sirenas, camioneros frustrados y Comilonas Joe.
Me habían echado del enlace interestatal a las siete y media. Sólo eran las ocho y media. Es asombroso cuántas co-sas se pueden hacer en poco tiempo, o cuántas cosas pueden hacer por ti.
Estábamos acercándonos a las luces amarillas intermitentes que señalaban la posición de las cabinas de peaje de Augusta.
–¿Adónde van? –preguntó el conductor.
Una pregunta a bocajarro. Yo esperaba llegar a Kittery y hacer una inesperada visita a un conocido que era maestro allí. Aún parecía una respuesta tan buena como cualquier otra y estaba abriendo la boca cuando Nona se adelantó.
–Vamos a Blainsville. Es un pueblo situado al sur de Lewiston-Auburn.
Blainsville. El nombre me hizo sentir raro. En tiempos yo había estado en buenas relaciones con Blainsville. Pero eso fue antes de que Ace Carmody me metiera en un lío.
El conductor frenó, sacó un ticket de peaje y poco después proseguimos nuestro viaje–
–Yo sólo voy a Gardner –dijo él, mintiendo tranquilamente–. La siguiente salida. Pero habrán recorrido un buen tre-cho.
–Desde luego –repuso Nona, con la misma dulzura que antes–. Ha sido muy amable parándose en una noche tan fría.
Y mientras hablaba yo captaba su enojo en aquella emotiva longitud de onda, furia pura y llena de veneno. Me asus-té, tanto como podía asustarme un tic-tac en un envoltorio.
–Me llamo Blanchette –dijo el conductor–. Norman Blanchette.
Agitó la mano en dirección a nosotros para que la estrecháramos.
–Cheryl Craig –dijo Nona mientras le daba un delicado apretón de manos.
Yo me dejé guiar por ella y dije un nombre falso.
–Mucho gusto –balbuceé.
Su mano era blanda y fofa. Era como una botella de agua caliente en forma de mano. El pensamiento me repugnó. Me repugnaba habernos visto forzados a implorar auxilio a un hombre tan paternalista que había aprovechado la opor-tunidad de recoger a una guapa autostopista solitaria, una mujer que podía acceder o no a pasar una hora en una habi-tación de motel a cambio de dinero para comprar un billete de autobús. Me repugnaba saber que él iba a dejarnos en la salida de Gardner para volver a la autopista por la entrada del sur, felicitándose por su tacto para resolver una enojosa situación. Todos los detalles de aquel hombre me repugnaban. Los porcinos bultos de sus carrillos, sus peinadas pati-llas, su olor a colonia...
¿Y qué derecho tenía él? ¿Qué derecho?
La aversión se espesó y las flores de la rabia florecieron de nuevo.
Los faros de su magnífico sedán Impala perforaban la noche con suma facilidad, y mi furia ansiaba soltarse y es-trangular todo lo que rodeaba a aquel hombre. La clase de música que yo sabía escuchaba él cuando se tumbara en su elegante sillón con el periódico de la tarde en las botellas de agua caliente que eran sus manos, el tinte azul del cabello de su mujer, los niños a los que siempre mandaban al cine, a la escuela o de excursión (la cuestión era que no estuvie-ran en casa molestando), sus esnobistas amigos y las fiestas de borrachos a las que acudiría con ellos...
Pero quizá su colonia fuera lo peor. Llenaba el coche con el dulce y enfermizo hedor de la hipocresía. Olía al desin-fectante perfumado que usan en los mataderos al acabar los turnos.
El coche rasgaba la noche con Norman Blanchette sosteniendo el volante en sus hinchadas manos. Sus aseadas uñas brillaban tenuemente con las luces del tablero de mandos. Sentí el deseo de bajar por completo la ventanilla y asomar la cabeza al frío y purificador aire nocturno, revolcarme en su frígida frescura... Pero yo estaba paralizado, paralizado en las ateridas fauces de mi mudo e inexplicable odio.
Fue entonces cuando Nona puso la lima de uñas en mi mano.
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Cuando tenía tres años padecí un caso grave de gripe y fui al hospital. Estando yo allí, mi padre se durmió con el ci-garro encendido en la cama y la casa ardió sin que pudieran salvarse mis padres y mi hermano mayor, Drake. Conser-vo sus fotos. Parecen actores en una antigua película de terror de 1958, rostros no tan conocidos como los de las gran-des estrellas, más parecidos a Elisha Cook, Mara Corday y cierto actor infantil que ustedes tal vez no recuerden, Bran-don Dewilde.
No tenía familiares con los que ir, y estuve cinco años en un orfanato de Portland. Luego pasé a ser pupilo del esta-do. Eso significa que una familia te recoge y el estado paga treinta dólares mensuales por la manutención. No creo que jamás haya existido un pupilo del estado aficionado a la langosta. Normalmente un matrimonio acepta dos o tres pupi-los como práctica forma de inversión. Si un niño está bien alimentado puede ganarse su manutención haciendo queha-ceres en la localidad y esos escasos treinta dólares se transforman en una ganga. Mis padres adoptivos se apellidaban Hollis y vivían en Falmouth. No en la zona elegante próxima al club de campo y el muelle deportivo, sino más lejos, hacia el límite de Blainsville. Poseían una casa de campo de tres pisos y catorce habitaciones. En la cocina el carbón proporcionaba calor que ascendía escalera arriba como podía, y en enero te acostabas con tres mantas y a pesar de eso ninguna seguridad tenías de encontrar tus pies al despertar por la mañana, hasta que los apoyabas en el suelo y podías verlos. La señora Hollis era gruesa. El señor Hollis tenía un carácter hosco, raramente hablaba, y durante todo el año llevaba puesto un gorro de caza a cuadros rojos y negros. La casa era una confusión sin orden ni concierto de muebles más voluminosos que útiles, artículos comprados en ventas benéficas, colchones mohosos, perros, gatos y piezas de motor envueltas en papel de periódico. Tenía tres «hermanos», los tres pupilos como yo. Nos conocíamos de vista, como viajeros de autobús abonados.
Obtuve buenas notas en la escuela y abandoné los estudios para jugar a béisbol cuando era alumno de segundo año en un centro de enseñanza secundaria. Hollis insistió machaconamente en que olvidara el deporte, pero yo continué hasta el incidente con Ace Carmody.
Después perdí los deseos de seguir jugando, no con la cara hinchada y llena de heridas, no con los chismes que Bet-sy Dirisko iba contando por allí. Abandoné el equipo, y Hollis me consiguió un empleo en los almacenes locales.
En febrero de mi penúltimo curso presenté la solicitud de ingreso en la universidad, pagando por ella doce dólares que había escondido en el colchón. Me aceptaron con una pequeña beca y una buena combinación de trabajo y estudio en la biblioteca. La expresión de los Hollis cuando les enseñé los documentos de ayuda económica es el mejor recuer-do de mi vida.
Uno de mis «hermanos», Curt, se fue de casa. Yo era incapaz de hacer lo mismo. Era demasiado pasivo para dar un paso de esa índole. Habría vuelto al cabo de dos horas de caminata por la carretera. La universidad era la única salida para mí, y la aproveché.
Lo último que me dijo la señora Hollis cuando partí fue: «Escribe, ¿me oyes? Y envíanos algo cuando puedas». Nunca volví a ver a ninguno de ellos. Obtuve buenas calificaciones en primer curso y aquel verano conseguí un em-pleo fijo en la biblioteca. Les envié una felicitación de Navidad el primer año, pero fue la única.
En el primer semestre de segundo curso me enamoré. Era lo más importante que me había sucedido hasta entonces. ¿Guapa? Les habría hecho retroceder dos pasos. Hasta la fecha no tengo la menor idea de qué vio ella en mí. Después fui un simple hábito difícil de abandonar, como fumar o conducir con el codo asomado por la ventanilla. Ella me retu-vo algún tiempo, quizá porque no queda abandonar la costumbre. Tal vez me conservó como cosa rara, o quizá sim-plemente por vanidad. Buen chico, échate, levántate, coge el papel. Toma un beso de buenas noches. No importa. Du-rante cierto tiempo fue amor, luego algo parecido a amor y finalmente se acabó.
Me había acostado con ella dos veces, en ambas ocasiones después de que otras cosas hubieran ocupado el lugar del amor. Eso fomentó la costumbre durante algún tiempo. Después ella volvió tras la festividad del Día de Acción de Gracias y dijo que se había enamorado de un chico de Delta Tau Delta. Un tipo nacido en su mismo pueblo. Intenté recuperarla y casi lo conseguí una vez, pero ella poseía algo que no había tenido hasta entonces: perspectiva. La cosa no resultó y cuando terminaron las vacaciones de Navidad los dos estaban comprometidos. Fuera cual fuera mi pro-greso, todos esos años desde que el incendio borrara del mapa a los actores de películas de la serie B que antaño for-maran mi familia, ese detalle lo interrumpió. Aquel alfiler que ella llevaba en la blusa, regalo de su novio.
Y después, volví a las andadas..., impotente otra vez con las tres o cuatro chicas más complacientes. Podría culpar de ello a mi infancia, decir que nunca tuve modelos sexuales, pero no sería cierto. Jamás había tenido un solo proble-ma con aquella chica. Pero ella se había ido.
Empecé a tener miedo a las mujeres, un poco. Y no tanto con las que era impotente como con las que no lo era, con las que podía hacer el amor. Me ponían nervioso. Me preguntaba una y otra vez dónde ocultaban las hachas que les gustaba afilar y cuándo iban a consentirme disfrutar con ellas. No soy tan extraño en ese aspecto. Muéstrenme un hombre casado o un hombre con una mujer fija y les demostraré que están preguntándose (quizás únicamente en las primeras horas de la mañana, o los viernes por la noche, cuando ella ha salido a comprar): ¿Qué hace ella cuando no está conmigo? ¿Qué piensa realmente de mí? Y quizá, sobre todo, se pregunten, ¿Cuánto ha conseguido de mí? ¿Cuán-to queda? En cuanto empecé a pensar en estas cosas, no pude olvidarlas un momento.
Me consolé con la bebida y mis calificaciones iniciaron una bajada en picado. Al terminar el primer semestre de aquel curso recibí una carta advirtiéndome que, si no había una mejora antes de seis semanas, retendrían el pago de la beca del segundo semestre. Yo y otros habíamos ido por ahí borrachos y continuamos así durante todas las vacaciones. El último día fuimos a un burdel y yo funcioné muy bien. Había tanta oscuridad que no se veían las caras.
Mis notas siguieron prácticamente igual. Llamé por teléfono una vez a la chica y grité. También ella gritó, y de un modo que creo la complació. Ni la odié entonces ni la odio ahora. Pero me asustó mucho.
El 9 de febrero recibí una carta del decano de Artes y Ciencias diciendo que yo había suspendido dos de cada tres asignaturas. El 13 de febrero llegó una vacilante misiva de la chica. Quería que todo se arreglara entre nosotros. Pen-saba casarse con el tipo de Delta Tau Delta en julio o agosto, y yo estaba invitado si quería asistir. Eso era casi diverti-do. ¿Qué regalo de boda podía hacerle? ¿Mi pene con una cinta roja atada al prepucio?
El día 14, san Valentín, decidí que era hora de cambiar de escenario. Nona apareció después, pero ustedes ya cono-cen los detalles. Si quieren que todo esto sirva de algo, deben comprender cómo la juzgaba yo. Ella era más guapa que la chica, pero no se trataba de eso. Las caras guapas abundan en una nación próspera. Era su personalidad interna. Ha-bía erotismo, pero el erotismo que emanaba de ella era como el de una enredadera..., sexo ciego, algo así como un se-xo que se aferra, imposible rechazarlo, que no tiene tanta importancia porque es tan instintivo como la fotosíntesis. No como un animal (eso implica lujuria) sino como una planta. Yo sabía que hacíamos el amor, que lo hacíamos como lo hacen los hombres y las mujeres, pero que nuestra cópula sería tan insulsa, distante y sin sentido como la hiedra que asciende poco a poco por un enrejado bajo el sol de agosto.
El sexo era importante sólo porque no carecía de importancia.
Creo... no, estoy seguro de que la violencia fue la verdadera fuerza motriz. La violencia fue real y no un simple sue-ño. La violencia de Comilonas Joe, la violencia de Norman Blanchette. Y hubo un rasgo ciego y vengativo en ello. Quizás ella fuera una trepadora enredadera al fin y al cabo, ya que la dionea de Venus es una especie de enredadera, pero esa planta es carnívora y ejecuta movimientos animales cuando una mosca o un trozo de carne cruda es puesto en sus fauces. Y todo fue real. La esporulante enredadera sólo puede soñar que fornica, pero estoy seguro que la dionea saborea esa mosca, paladea los esfuerzos cada vez más débiles conforme sus fauces se cierran.
La última parte fue mi pasividad. Yo no podía rellenar el agujero que había en mi vida. No el agujero dejado por la chica cuando dijo adiós (no deseo hacerla responsable de ello) sino el agujero que siempre había existido, el remolineo oscuro y confuso que nunca cesaba en mi interior. Nona llenó ese hueco. Hizo de mí su brazo. Me obligó a moverme y actuar.
Me hizo noble.
Ahora ya pueden comprenderlo un poco. Por qué sueño en ella. Por qué la fascinación perdura pese al remordimien-to y la aversión. Por qué la odio. Por qué la temo. Y por qué incluso ahora sigo amándola.
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Había doce kilómetros desde el peaje de Augusta hasta Gardner y los cubrimos en pocos minutos. Aferré rígidamen-te la lima de uñas junto a mi costado y contemplé el verde aviso luminoso que se encendía y apagaba en la noche: CONSERVE LA DERECHA PARA SALIDA 14. La Luna había desaparecido y el cielo escupía nieve.
–Ojalá fuera más lejos –dijo Blanchette.
–No se preocupe –repuso Nona cordialmente, y noté que su furia zumbaba y se enterraba en la carne inferior de mi cráneo igual que una taladradora–. Déjenos en lo alto de la rampa.
Blanchette redujo la velocidad al observar el disco de cincuenta kilómetros por hora. Yo sabía qué iba a hacer. Pensé que mis piernas se habían convertido en ardiente plomo.
La parte superior de la rampa estaba iluminada por un elevado foco. A la izquierda vi las luces de Gardner sobre un fondo nuboso cada vez más espeso. A la derecha, nada aparte de negrura. No había tráfico en ningún sentido en la ca-rretera de acceso.
Me apeé. Nona se deslizó en el asiento y ofreció una última sonrisa a Norman Blanchette. Yo no sentía inquietud. Ella estaba colaborando en la comedia.
Blanchette esbozó una irritante sonrisa porcina, aliviado porque casi se había librado de nosotros.
–Bien, buenas no...
–¡Oh, el bolso! ¡No se vaya con mi bolso!
–Yo lo cogeré –le dije.
Me agaché dentro del coche. Blanchette vio el objeto que yo llevaba en la mano y la porcina sonrisa se esfumó.
En ese momento aparecieron luces en la colina, pero era demasiado tarde para volverse atrás. Nada me habría dete-nido. Cogí el bolso de Nona con la mano izquierda. Con la derecha introduje la lima de acero en la garganta del con-ductor, que gimió brevemente.
Salí del automóvil. Nona estaba haciendo señas al coche que se acercaba. No lo vi con claridad debido a la oscuri-dad y la nieve. Lo único que distinguí fueron los brillantes círculos de los faros. Me agazapé detrás del vehículo de Blanchette y atisbé por las ventanillas traseras.
Las voces casi se perdían en el absorbente cuello del viento.
– ¿... problema, señorita?
–... padre –Viento–... ; Un ataque al corazón! ¿Podría... ?
Di la vuelta sigilosamente al Impala de Norman Blanchette, me agaché. Entonces los vi, la esbelta figura de Nona y una silueta más alta. Al parecer se hallaban junto a una camioneta. Se acercaron hacia la ventanilla del conductor del Chevrolet, donde Norman yacía sobre el volante con la lima de Nona en el cuello. El conductor de la camioneta era un jovencito abrigado con lo que parecía un anorak de las Fuerzas Aéreas. Metió la cabeza en el coche. Yo me levanté de-trás de él.
–¡Dios mío, señorita! –dijo él–. ¡Este hombre tiene sangre! ¿Qué... ?
Pasé el brazo derecho en torno a su cuello y agarré mi muñeca con la mano del otro brazo. Tiré hacia arriba. La ca-beza chocó con el borde de la puerta y produjo un hueco ¡chok! Quedó fláccido en mis brazos. Pude conformarme con eso. El no había visto bien a Nona, no sabía nada de mí. Pude conformarme con eso. Pero él era un entremetido, un es-torbo, alguien que obstruía nuestro camino, que intentaba perjudicarnos. Ya estaba harto de que me fastidiaran. Lo es-trangulé.
Después alcé la mirada y vi a Nona iluminada por los opuestos faros del coche y la camioneta. Su expresión era un extravagante rictus de odio, amor, triunfo y alegría. Extendió sus brazos hacia mí y yo corrí hacia ellos. Nos besamos. Sus labios estaban fríos, pero no su lengua. Introduje ambas manos en los secretos huecos de su cabello y el viento bramó alrededor de los dos.
–Ahora arregla esto –dijo ella–. Antes de que venga alguien más.
Lo arreglé. Fue una chapuza, pero no hacía falta más. Precisábamos un poco más de tiempo. Después de eso nada importada. Estábamos a salvo.
El cuerpo del jovencito era ligero. Lo cogí con ambos brazos, lo llevé al otro lado de la carretera y lo eché al barran-co por encima de las vallas. Su cadáver rebotó fláccidamente hasta llegar al fondo, daba vueltas, como el espantapája-ros que el señor Hollis me ordenaba poner en el maizal todos los años en el mes de julio. Volví a por Blanchette.
Éste era más pesado, y para colmo sangraba como un cerdo colgado. Intenté levantarlo, retrocedí tres pasos, me tambaleé y el cuerpo se soltó de mis brazos y cayó a la carretera. Le di la vuelta. La nieve recién caída se había pegado a su cara, transformándola en un espeluznante rostro de esquiador.
Me agaché, lo cogí por las axilas y lo arrastré hasta el terraplén. Sus pies dejaron surcos en la nieve. Lo lancé abajo y lo vi deslizarse sobre su espalda por el terraplén, con los brazos por encima de la cabeza. Sus ojos estaban desorbita-dos, contemplaban embelesados los copos que caían ante ellos. Si seguía nevando, los cadáveres serían dos vagos bul-tos cuando llegaran los quitanieves.
Volví al otro lado de la carretera. Nona había subido ya a la camioneta sin necesidad de decírselo. Vi la pálida man-cha de su cara, los oscuros agujeros de sus ojos, pero nada más. Subí al coche de Blanchette, me senté en las franjas de sangre formadas sobre el nudoso forro de vinilo del asiento y llevé el coche hacia el barranco. Apagué los faros, en-cendí todos los intermitentes y salí. Para cualquier persona que pasara por allí se trataba de un conductor que había te-nido problemas con el motor y se había dirigido a la ciudad para buscar un garaje. Sencillo pero práctico. Me compla-ció mucho mi improvisación. Como si hubiera pasado toda mi vida asesinando. Corrí hacia la solitaria camioneta, me situé ante el volante y lo giré hacia la entrada de la autopista.
Ella se acercó más a mí, sin tocarme pero muy cerca. A veces, cuando se movía, notaba un mechón de su pelo en mi cuello. Como si me tocara un minúsculo electrodo. En otra ocasión tuve que extender la mano y palpar su pierna, para asegurarme de que era real. Ella se rió en silencio. Todo era real. El viento bramaba en torno a las ventanillas, arrojaba nieve en grandes y aleteantes ráfagas.
Nos dirigimos hacia el sur.
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Al otro lado del puente de Gretna, al entrar en la 126 en dirección a Freeport, se encuentra una inmensa granja reno-vada que exhibe el risible nombre de la Liga Juvenil de Blainsville. Tienen doce boleras de bolos ahusados con torci-dos recogedores automáticos que normalmente están averiados tres días a la semana, algunos viejos sillones, un toca-discos con los grandes éxitos de 1957, tres mesas de billar y una barra para tomar Coca Cola y patatas fritas donde también puedes alquilar zapatos para las boleras con la apariencia de haber acabado de quitárselos de los pies algún borrachín muerto. El nombre del lugar es risible porque casi todos los jóvenes de Blainsville van por las noches al au-tocine de Gretna Hill o a las carreras para turismos de Oxford Plains. Las personas que pasan por aquí suelen ser ru-fianes de Gretna, Falmouth, Freeport y Yarmouth. Por término medio hay una pelea por noche en el aparcamiento.
Yo empecé a visitar el lugar cuando era alumno de segundo curso en la escuela de enseñanza secundaria. Uno de mis amigos, Chris Kennedy, trabajaba allí tres noches por semana, y si no había nadie esperando mesa me dejaba jugar gratis al billar. No era mucho, pero mejor que volver a la casa de los Hollis.
Allí conocí a Ace Carmody. Era de Gretna, y nadie dudaba que era el tipo más rudo de las tres localidades próximas. Conducía un astillado y estriado Ford y se rumoreaba que era capaz de empujarlo varios kilómetros si tenía que hacer-lo. Se presentaba igual que un rey, con el cabello peinado hacia atrás con fijador, brillante y con un copete sobre la frente, jugaba alguna partida de billar (era un experto, por supuesto), compraba a Shelley un refresco cuando ella lle-gaba y después se iba con la chica. Casi se escuchaba un suspiro de alivio por parte de los presentes cuando la rayada puerta de entrada gruñía antes de cerrarse. Nadie salió nunca a pelear con Ace Carmody en el aparcamiento.
Nadie, es decir, excepto yo.
Shelley Roberson era su chica, la más guapa de Blainsville, supongo. No creo que ella fuera terriblemente inteligen-te, pero eso no importaba después de mirarla. Tenía la tez más perfecta que yo conocía, y no era debido a mejunjes y cosméticos. Cabello negro como el carbón, ojos oscuros, boca generosa y un cuerpo que no desentonaba..., y que a ella no le importaba exhibir. ¿Quién se atrevía a darle conversación e intentar avivar el fuego de su locomotora mientras Ace se hallaba cerca? Nadie cuerdo, esa es la respuesta.
Yo estaba chiflado por ella. No como con la chica y no como con Nona, aunque Shelley parecía una versión más jo-ven de la segunda, pero mi amor era, a su manera, tan desesperado y tan serio. Si alguna vez han padecido algún caso grave de amor pueril, comprenderán cuáles eran mis sentimientos. Ella tenía diecisiete años, era dos años mayor que yo.
Empecé a ir allí cada vez con más frecuencia, incluso las noches que Chris no venía, sólo para verla un momento. Yo me sentía como un observador de pájaros, con la excepción de que el juego era desesperado para mí. Al regresar a casa mentía cuando los Hollis me preguntaban dónde había estado y subía a mi cuarto. Escribía largas y apasionadas cartas a mi amada, explicándole todo lo que me habría gustado hacerle, y después las rompía. En las aulas de estudio del instituto soñaba que le pedía que se casara conmigo y huyéramos a México. Ella debía de barruntar lo que pasaba, y tenía que sentirse halagada, porque era muy amable conmigo cuando Ace no estaba cerca. Se acercaba y hablaba conmigo, me permitía comprarle un refresco, nos sentábamos en dos taburetes y su pierna rozaba la mía. Eso me vol-vía loco.
Una noche, a principios de noviembre, yo me encontraba fantaseando, jugando una partidita de billar con Chris, aguardando la llegada de Shelley. El local estaba desierto porque aún no eran las ocho, y un solitario viento soplaba en el exterior, portando la amenaza del in,>femo.
–Será mejor que te apartes –dijo Chris mientras metía la bola número nueve en el rincón.
–Qué me aparte ¿de qué?
–Ya lo sabes.
–No, no lo sé.
Me rasqué la cabeza.
Chris puso otra bola en la mesa. Dispuso las seis y mientras lo hacía fui al tocadiscos y eché una moneda.
–Shelley Roberson. –Apuntó cuidadosamente al uno y lo envió paralelo al borde de la mesa–. Jimmy Donner ha comentado con Ace tu forma de ir como un perro detrás de ella. Jimmy piensa que es muy divertido, porque ella tiene más años que tú y todo eso, pero Ace no se ha reído.
–Ella no significa nada para mí –dije con unos labios que no eran los míos.
–Mejor que no lo sea –repuso Chris.
Y en ese instante entraron dos tipos y mi amigo fue al mostrador y les entregó una bola pinta.
Ace se presentó cerca de las nueve, solo. Nunca antes se había fijado en mí, y yo casi había olvidado las palabras de Chris. Cuando eres invisible acabas creyendo que eres invulnerable. Yo estaba jugando en una máquina, muy concen-trado. Ni siquiera noté que el local iba quedando en silencio conforme la gente dejaba de jugar a los bolos o al billar. Lo siguiente que supe es que alguien me había echado contra la máquina. Caí al suelo hecho un ovillo. Me levanté sin-tiéndome asustado y aturdido. Ace había movido la máquina, dejándome sin las tres partidas que me quedaban. Estaba de pie allí, mirándome, sin un pelo desarreglado, con la cremallera de su chaqueta militar medio bajada.
–Si no dejas de molestar –dijo en voz baja– te haré una cara nueva.
Se fue. Todos estaban mirándome y yo deseé que el suelo me tragara hasta que descubrí algo así como reacia admi-ración en los semblantes de casi todos los presentes. Me quité el polvo de la ropa, impasible, y puse otra moneda en la máquina. La señal de FALTA se encendió. Un par de tipos se acercaron y me dieron unos golpecitos en la espalda an-tes de marcharse, sin decir nada.
A las once, hora de cierre del local, Chris se ofreció para llevarme a casa.
–Vas a caerte si no andas con cuidado.
–No te preocupes por mí –dije.
Chris no contestó.
Dos o tres noches después Shelley entró sola hacia las siete. Había otro tipo allí, un rollizo joven llamado John Da-no, pero apenas reparé en su presencia. Era más invisible incluso que yo.
Shelley vino derecha hacia la máquina donde yo estaba jugando, y se puso tan cerca que olí el aroma de jabón de su piel. El olor me aturdió.
–Me enteré de lo que Ace te hizo –dijo–. Se supone que no debo hablar contigo y no pienso hacerlo, pero tengo algo que hará más fáciles las cosas.
Me besó. Después se fue, antes de que yo pudiera despegar mi lengua del paladar. Seguí jugando mareado. Ni si-quiera vi a John Dano cuando salió a difundir la noticia. Yo no veía otra cosa aparte de aquellos ojos tan oscuros.
Y esa noche acabé en el aparcamiento con Ace Carmody, y me dio una señora paliza. Hacía frío, muchísimo frío, y al final me eché a llorar, sin importarme quiénes estaban mirándome o escuchándome, que eran todos. La solitaria lámpara de sodio contempló la escena despiadadamente. Ni uno solo de mis puñetazos tocó a Ace.
–Muy bien –dijo él, acuclillado junto a mí. Ni siquiera jadeaba. Sacó una navaja automática de su bolsillo y apretó el cromado botón. Quince centímetros de plata bañada por la Luna emergieron en el mundo–. Esto te espera la próxima vez. Grabaré mi nombre en tus pelotas.
Se levantó, me dio una última patada y se fue. Quedé tendido allí quizá diez minutos, estremeciéndome en el duro pavimento. Nadie vino en mi ayuda, nadie me dio unas palmaditas en la espalda, ni siquiera Chris. Shelley no se pre-sentó para hacer más fáciles las cosas. Finalmente me puse de pie y volví a casa en autostop. Expliqué a la señora Ho-llis que me había cogido un coche conducido por un borracho y que el coche se había salido de la carretera. Jamás volví a la bolera.
Ace murió dos años más tarde en una montaña al estrellarse con su elegante Ford contra un volquete de una brigada de reparación de carreteras. Tengo entendido que había abandonado a Shelley por entonces y que ella había ido real-mente cuesta abajo a partir de entonces, incluido un caso de gonorrea durante el descenso. Chris dijo que la había visto una noche en una cafetería de las afuera de Lewiston, incitando a beber a los hombres. Había perdido casi todos los dientes y se había partido la nariz en algún punto de su carrera, me explicó Chris. Dijo que yo no la reconocería si la viera. Pero por aquel entonces Shelley ya no me interesaba, en ningún sentido.
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La camioneta no llevaba neumáticos para nieve, y antes de llegar a la salida de Lewiston empezamos a resbalar en el polvo recién caído. Tardamos más de tres cuartos de hora en recorrer los treinta y cinco kilómetros.
El encargado de la cabina de peaje de Lewiston cogió el ticket y los sesenta centavos.
–Un viaje resbaloso, ¿eh?
Ninguno de los dos le contestamos. Estábamos cerca del lugar al que deseábamos ir. De no haber tenido ese curioso contacto mudo con ella, lo habría deducido igualmente por su forma de sentarse en el asiento lleno de polvo de la ca-mioneta, sus manos dobladas con fuerza en su regazo, los ojos fijos en la carretera con feroz intensidad. Noté un esca-lofrío que me recorría el cuerpo.
Proseguimos por la carretera 136. No había muchos coches circulando. El viento era fresco y la nieve estaba alcan-zando alturas sin precedentes. Al otro lado de Gretna Village pasamos junto a un enorme Buick Riviera que tras pati-nar se había subido a la cuneta. Todos sus intermitentes estaban encendidos y yo vi una espectral imagen doble del Impala de Norman Blanchette. Aquel coche debía de estar ya cubierto de nieve, reducido a un bulto fantasmal en la oscuridad. El conductor del Buick trató de hacerme parar, pero yo pasé junto a él sin reducir velocidad y lo dejé atrás salpicado de barro. Los limpiaparabrisas estaban atascados a causa de la nieve acumulada. Extendí una mano y di un golpe al que tenía delante. Parte de la nieve se soltó y conseguí ver con algo más de claridad.
Gretna era un pueblo desierto, todo estaba a oscuras y cerrado. Conecté el intermitente de la derecha para cruzar el puente que conducía a Blainsville. Las ruedas traseras intentaron eludir mi control, pero evité el patinazo. Delante, al otro lado del río, vi la oscura sombra que era el local de la Liga Juvenil de Blainsville. Tenía un aspecto abandonado y solitario. De pronto me sentí apenado, apenado por tanta violencia. Y por tanta muerte. En ese momento Nona habló por primera vez desde la salida de Gardner.
–Tenemos a la policía detrás.
–¿Nos... ?
–No. Llevan las luces apagadas.
Pero el detalle me puso nervioso y quizá por eso ocurrió lo que ocurrió. La carretera 136 tiene una curva de noventa grados en la orilla del río donde está Gretna y luego sigue en línea recta por el puente y entra en Blainsville. Tomé la curva, pero había hielo en el lado de Blainsville.
–Maldita sea. ..
La parte trasera de la camioneta patinó y, antes de que yo pudiera dominar la situación, chocó con uno de los grue-sos puntales de acero del puente. Dimos varias vueltas como en un coche loco de parque de atracciones, y lo siguiente que vi fue el brillo de los reflectores del vehículo policial que iba detrás de nosotros. El coche frenó (vi los reflejos ro-jos en la nieve que caía) pero el hielo también le afectó. Se echó encima de la camioneta. Topamos de nuevo con los puntales del puente y hubo un estridente chirrido. Caí sobre el regazo de Nona e incluso en esa confusa fracción de se-gundo tuve tiempo de saborear la lisa firmeza de su muslo. Después todo quedó quieto. El vehículo policial tenía en-cendida la luz giratoria. Proyectaba azuladas e inquietas sombras que cruzaban el techo de la camioneta y las ristras llenas de nieve del puente de Gretna–Blainsville. La luz interior del coche se encendió en el momento en que el policía se apeaba.
Si él no hubiera ido detrás de nosotros no habría pasado nada. Ese pensamiento daba vueltas y más vueltas en mi ca-beza, como una aguja de tocadiscos confinada a un surco defectuoso. En mi semblante había una tensa mueca fija cuando busqué a tientas en el suelo de la camioneta. Buscaba algo para golpear al policía.
Había una caja de herramientas abierta. Encontré una llave de cubo y la dejé en el asiento entre Nona y yo. El poli-cía asomó la cabeza por la ventanilla. Su rostro se alteraba como el de un diablo con la intermitente luz azul.
–Circula con demasiada velocidad dadas las condiciones, ¿no le parece, amigo?
–Usted iba demasiado cerca, ¿no le parece? –pregunté–. Dadas las condiciones.
Quizá se sonrojara. Difícil asegurarlo con las fluctuaciones de la luz.
–¿Está acusándome de algo, hijo?
–Sí, si es que piensa cargarme con la culpa de las abolladuras de su coche.
–Enséñeme su carnet de conducir y los documentos del vehículo.
Saqué la cartera y le di el carnet.
–¿Y la documentación del vehículo?
–Es la camioneta de mi hermano. La documentación la tiene él.
–¿Ah, si? –Me miró fijamente, intentando hacerme bajar los ojos. Cuando comprendió que iba a tardar demasiado, miró a Nona. Le había arrancado los ojos por la expresión que vi en ello–. ¿Cómo se llama usted?
–Cheryl Craig, señor.
–¿Y que hace usted en la camioneta del hermano de este hombre en plepa tormenta de nieve, Cheryl?
–Ibamos a ver a mi tío.
–¿En Blainsville?
–Sí.
–No conozco ningún Craig en Blainsville.
–Se llama Barlow. Vive en Bowen Hill.
–¿Ah, sí?
Se acercó a la parte trasera de la camioneta para mirar la matrícula. Abrí la puerta y asomé la cabeza. El policía es-taba anotando el número. El hombre volvió y yo seguía inclinado hacia fuera, iluminado de cintura para arriba por el destello de los faros del coche policial.
–Voy a... ¿Qué lleva por toda la ropa, hijo?
No tuve que mirar qué llevaba yo por toda la ropa. También lo llevaba Nona en su ropa. Lo había olido en el abrigo color canela de ella cuando la besé. Hasta ahora yo creía que aquel gesto, inclinarme con la puerta abierta, había sido un acto impensado. Pero después de escribir esta crónica he cambiado de opinión. No creo que fuera un acto impensa-do, ni mucho menos. Creo que deseaba que el policía lo viera. Agarré la llave de tubo.
–¿A qué se refiere?
El dio dos pasos hacia mí.
–A usted le pasó algo... Se ha herido, eso parece. Será mejor...
Blandí la llave. Había perdido la gorra en el choque y su cabeza estaba descubierta. Le golpeé en el cráneo, por en-cima de la frente. Jamás he olvidado el sonido del golpe, igual que medio kilo de mantequilla que cae a un suelo duro.
–De prisa –dijo Nona.
Apoyó su tranquilizadora mano en mi cuello. La tenía muy fría, como el ambiente de un húmedo sótano. Mi madre adoptiva, la señora Hollis... , tenía un sótano para guardar alimentos. . .
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Es curioso que recuerde ese detalle. La señora Hollis me mandaba allí en invierno a buscar conservas que ella mis-ma preparaba. No en latas de verdad, naturalmente, sino en gruesos potes de vidrio con gomas bajo la tapa.
Bajé allí un día a fin de coger una lata de judías en conserva para la cena. Todas las conservas estaban en cajas, con letreros escritos pulcramente por la señora Hollis. Recuerdo que ella siempre deletreaba mal la palabra frambuesa, y eso me hacía sentir secretamente superior.
Aquel día pasé junto a las cajas señaladas con el letrero «franvuesas» y me dirigí al rincón donde estaban las judías blancas. El lugar estaba frío y oscuro. Las paredes eran de tierra oscura y cuando el tiempo era húmedo exudaban agua que formaba goteantes y torcidos regueros. El olor era un secreto y siniestro efluvio compuesto de seres vivos, tierra y alimentos en conserva, un olor notablemente similar al de las partes íntimas de una mujer. En una rincón había una vieja y destrozada prensa que estaba allí desde mi llegada a la casa, y a veces yo jugaba con la máquina y fingía que podía hacerla funcionar de nuevo. Me encantaba aquel sótano. En aquellos tiempos (yo tenía nueve o diez años) era mi lugar favorito. La señora Hollis se negaba a poner los pies allí, y la dignidad de su marido se resentía si tenía que bajar a buscar conservas. Por eso iba yo, y olía aquel peculiar aroma secreto y gozaba de la intimidad de su uterina reclu-sión. Estaba iluminado por una solitaria bombilla llena de telarañas colgada por el señor Hollis, seguramente antes de la guerra con los bóers. De vez en cuando yo retorcía las manos y obtenía enormes y alargados conejos en la pared.
Cogí las judías y me disponía a salir cuando oí crujidos bajo una de las viejas cajas. Me acerqué y la levanté.
Había una rata parda, de costado. Movió su cabeza hacia mí y me miró. Su lomo se agitó con violencia y sus dientes asomaron. Era la rata más grande que había visto yo, y me acerqué más. Estaba alumbrando. Dos de las crías, peladas y ciegas, mamaban ya en la barriga del animal. Otra estaba saliendo al mundo.
La madre me miró, desesperada, preparada para morder. Sentí deseos de matarla, de acabar con las crías, de aplas-tarlas, pero no pude. Era lo más horrible que había visto. Mientras observaba, una araña de color marrón (un falangio, creo) se arrastró con rapidez por el suelo. La rata la atrapó y se la comió.
Huí. Al subir la escalera caí y rompí el pote de judías. La señora Hollis me zurró, y jamás volví a bajar al sótano sal-vo por obligación.
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Estaba mirando al policía mientras recordaba.
–De prisa –repitió Nona.
Aquel cuerpo era mucho más ligero que el de Norman Blanchette, o tal vez mi adrenalina estaba fluyendo con más libertad. Lo cogí con ambos brazos y lo llevé al borde del puente. Las cataratas de Gretna apenas eran visibles corrien-te abajo, y al otro lado el puente de caballetes del ferrocarril era una solitaria sombra, igual que un patíbulo. El viento nocturno aullaba y bramaba, y la nieve golpeaba mi cara. Por un momento sostuve al policía contra mi pecho como si fuera un dormido niño recién nacido, y luego recordé quién era realmente y lo lancé por la barandilla hacia la oscuri-dad.
Volvimos a la camioneta y subirnos, pero el vehículo no arrancaba. Lo intenté una y otra vez hasta que olí el dulzón aroma a gasolina en el desbordado carburador, y me detuve.
–Vamos –dije.
Fuimos al coche policial. El asiento delantero estaba repleto de impresos para multas, y había dos tablillas con suje-tapapeles. La radio de onda corta situada bajo el tablero crujió y crepitó.
–Unidad cuatro, adelante, cuatro. ¿Me recibe?
Bajé la mano y apagué el aparato, no sin antes golpearme los nudillos con algo mientras buscaba el interruptor apro-piado. Era una escopeta de caza. Seguramente propiedad personal del policía. La desenganché y la entregué a Nona, que la puso en su regazo. Di marcha atrás al coche. Estaba abollado pero no averiado. Tenía neumáticos para nieve que se aferraban perfectamente al hielo causante de los desperfectos.
Y llegamos a Blainsville. Las casas, aparte de algún remolque vivienda apartado de la carretera, habían desapareci-do. La misma carretera estaba sin hollar todavía y no había marcas aparte de las que dejábamos nosotros. Monolíticos abetos sobrecargados de nieve se alzaban imponentes alrededor de nuestro coche, y me hicieron sentir minúsculo e in-significante, un pequeño bocado atrapado por la gigantesca garganta de la noche. Eran más de las diez.
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No hice mucha vida social durante mi primer año en la universidad.
Estudié mucho y trabajé en la biblioteca, guardando libros, reparando encuadernaciones y aprendiendo a catalogar. En la primavera jugué en el equipo suplente de béisbol.
Casi al final del año académico, poco antes de los exámenes, se celebró un baile en el gimnasio. Yo no tenía nada que hacer, estaba bien preparado para los dos primeros exámenes finales, y bajé a dar una vuelta. Había pagado ya el dólar de la entrada, y fui al gimnasio.
El lugar estaba a oscuras, atestado, lleno de sudor y frenesí como sólo un baile universitario antes del hacha de los exámenes finales puede estar. Había erotismo en el ambiente. No hacía falta olerlo. Casi podías extender los brazos y asirlo en ambas manos, como un grueso trapo mojado. Podías prever que se haría el amor más tarde, o algo similar a hacer el amor. La gente lo hacía bajo las gradas, en el aparcamiento de la planta generadora de vapor y en los dormito-rios. Harían el amor desesperados hombres-niños a punto de ir al servicio militar y bonitas universitarias que abando-narían los estudios ese año para volver a casa y fundar una familia. Lo harían con lágrimas y risas, ebrios y sobrios, tensamente y sin ninguna inhibición. Pero, sobre todo, lo harían rápidamente.
Había algunos varones solos, pero no muchos. No era una noche para salir solo. Pasé junto a la tarima del conjunto. Al acercarme al sonido, el ritmo, la música se convirtió en algo palpable. El conjunto tenía detrás un semicírculo de amplificadores de metro y medio de altura, y podías notar la fluctuación de tus tímpanos siguiendo el ritmo de la sig-natura del bajo.
Me apoyé en la pared y miré. Los bailarines ejecutaban los movimientos prescritos (como si fueran tríos en vez de parejas, con un tercer elemento invisible pero entre los otros dos, encorvado por delante y por detrás) y agitaban los pies sobre el serrín esparcido anteriormente en el barnizado piso. No vi a nadie conocido y empecé a sentirme solita-rio, placenteramente solitario. Me hallaba en esa fase de la noche donde imaginas que todo el mundo está mirándote, a ti, el romántico desconocido, por el rabillo del ojo.
Media hora más tarde salí y pedí un refresco en el vestíbulo.
Cuando volví a entrar alguien había iniciado un baile circular y me obligaron a participar. Mis brazos se apoyaron en los hombros de dos chicas hasta entonces desconocidas. Dimos vueltas y más vueltas. Tal vez había doscientas perso-nas en el círculo, y éste ocupaba medio gimnasio. Luego una parte del círculo se deshizo y veinte o treinta personas formaron otro en el centro del primero y se movieron en dirección contraria. Me mareé. Vi una chica parecida a She-lley Roberson, pero comprendí que se trataba de una fantasía. Cuando quise localizarla de nuevo, ni la vi a ella ni a nadie que se le pareciera.
En cuanto el numerito terminó, me sentí débil y no muy bien. Pasé otra vez junto al conjunto y me senté. La música sonaba con excesiva fuerza, el ambiente era empalagoso. Oí los latidos de mi corazón en la cabeza, igual que sucede después de la peor borrachera de tu vida.
Hasta ahora pensaba que lo que sucedió a continuación se debió a que yo estaba cansado y un poco mareado después de tantas vueltas, pero tal como he dicho antes, este relato ha aportado mayor claridad.
No puedo seguir pensando lo mismo.
Alcé los ojos otra vez hacia los bailarines, hacia las maravillosas personas que corrían en la penumbra. Pensé que todos los varones estaban aterrorizados, con la cara alargada hasta componer grotescas máscaras que se movían a cá-mara lenta. Era comprensible. Todas las féminas (universitarias con suéters, faldas cortas o pantalones acampanados) estaban transformándose en ratas. Al principio ese detalle no me asustó. Incluso me reí. Sabía que estaba presenciando una alucinación, y durante un rato contemplé la escena con práctico desapasionamiento.
Luego una jovencita se puso de puntillas para besar a su compañero, y ya no aguanté más. Un rostro peludo y retor-cido con negros ojos que parecían postas se alzó con la boca abierta, dejando ver los dientes...
Me fui.
Permanecí en el vestíbulo un momento, medio distraído. Había un cuarto de aseo al final del pasillo, pero pasé junto a él y subí la escalera.
El vestuario se hallaba en la tercera planta y tuve que echar a correr en el último tramo de escalera. Abrí la puerta de un empujón y corrí hacia uno de los retretes. Vomité entre los combinados olores de linimento, sudorosos uniformes y cuero aceitado. La música de abajo quedaba muy lejos, y el silencio del vestuario era virginal. Me sentí aliviado.
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Habíamos llegado a una señal de «Stop» en Southwest Bend. El recuerdo del baile me había excitado por alguna ra-zón incomprensible para mí. Estaba temblando.
Nona me miró, me ofreció la sonrisa de sus oscuros ojos.
–¿Ahora?
No pude responderle. Temblaba demasiado para hablar. Ella hizo un lento gesto de asentimiento.
Me dirigí hacia un desvío de la carretera 7 que debía de ser un camino forestal en verano. No me introduje demasia-do porque tenía miedo de perderme. Apagué los faros y escamas de nieve empezaron a amontonarse en silencio en el parabrisas. Algo así como un sonido escapaba, era arrastrado fuera de mi boca. Creo que debió de ser una imitación oral de los pensamientos de un conejo atrapado en un cepo.
–Aquí –dijo Nona–. Aquí mismo.
Fue un éxtasis.
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Casi no pudimos volver a la carretera principal. El quitanieves había pasado por allí, con sus anaranjadas luces par-padeando con brillantez en la noche, dejando un enorme muro de nieve en nuestro camino.
Había una pala en el maletero del coche. Tardé media hora en apartar la nieve, y por entonces ya era medianoche. Nona conectó la radio policial mientras yo hacía eso, y el aparato nos informó de lo que debíamos saber. Habían en-contrado los cadáveres de Blanchette y el jovencito de la camioneta. Sospechaban que nosotros habíamos robado el vehículo policial. El policía se llamaba Essegian, un apellido curioso. Había un importante jugador de rugby llamado Essegian..., creo que jugaba con los Dodgers. Quizá yo había matado a un familiar suyo. No me inquietó enterarme del apellido del policía. El había estado siguiéndonos demasiado cerca y nos había molestado.
Salimos a la carretera principal.
Noté la excitación de Nona, intensa, caliente, ardiendo. Me detuve el tiempo suficiente para limpiar el parabrisas con el brazo y luego proseguimos nuestro camino.
Atravesamos la parte oeste de Blainsville y supe por dónde girar sin necesidad de que me lo dijeran. Un letrero cu-bierto de nieve informaba que ésa era la carretera de Stackpole.
El quitanieves no había pasado por allí, pero un vehículo nos había precedido. Las huellas de sus neumáticos conti-nuaban marcadas en la turbulenta nieve.
Dos kilómetros; después menos de dos kilómetros. La brutal ansiedad, la urgencia de Nona llegaba hasta mí y de nuevo me sentí nervioso. Doblamos una curva y allí estaba el camión de la empresa eléctrica, carrocería de brillante tono anaranjado y luces de aviso que vibraban con el color de la sangre. Estaba bloqueando la carretera.
No pueden imaginar la rabia de Nona (de los dos, en realidad, porque después de todo lo ocurrido éramos una sola persona). No pueden imaginar la abrumadora sensación de intensa paranoia, la convicción de que todo el mundo pre-tendía fastidiarnos.
Había dos hombres. El primero era una sombra acurrucada en la oscuridad. El segundo sostenía una linterna y se acercó a nosotros haciendo oscilar la luz como un espeluznante ojo. Y había algo más aparte de odio. Había miedo..., miedo de que todo saliera mal en el último momento.
El hombre estaba gritando, y yo abrí la ventanilla.
–¡No puede pasar por aquí! ¡Vaya por la carretera de Bowen! ¡Tenemos un cable cargado aquí mismo! ¡No puede...!
Salí del coche, alcé la escopeta y disparé los dos cartuchos. El hombre salió forzosamente despedido hacia atrás y chocó en el anaranjado camión y yo me tambaleé y caí contra el coche. El herido fue deslizándose hacia el suelo cen-tímetro a centímetro, sin dejar de mirarme incrédulamente, y por fin se derrumbó en la nieve.
–¿Hay más cartuchos? –pregunté a Nona.
–Si.
Me los dio. Abrí la escopeta, expulsé los cartuchos usados y puse los nuevos.
El compañero del muerto se había incorporado y estaba observándome con enorme incredulidad. Me gritó algo que se perdió en el viento. Parecía una pregunta, pero no importaba. Yo iba a matarlo. Me acerqué a él y el hombre perma-neció inmóvil, mirándome.
No se movió, ni siquiera cuando alcé la escopeta. Creo que no tenía la menor idea de lo que estaba pasando. Creo que pensó estar soñando.
Disparé, demasiado bajo. Un torbellino de nieve hizo erupción y cubrió al desgraciado. Después el hombre chilló, lanzó un enorme chillido de terror y echó a correr, pasando con un gigantesco salto sobre el cable eléctrico extendido en la carretera. Disparé el segundo cartucho y fallé de nuevo. El hombre se perdió en la oscuridad y yo me olvidé de él. Ya no nos molestaba. Volví al vehículo policial.
–Tendremos que ir a pie –dije.
Pasamos junto al cadáver, saltamos sobre el chisporroteante cable y seguimos caminando por la carretera, siguiendo las espaciadísimas huellas del fugado. La nieve acumulada alcanzaba a veces las rodillas de Nona, pero ella se mantu-vo siempre por delante de mí. Ambos jadeábamos.
Llegamos a una elevación y bajamos por una estrecha pendiente. A un lado se alzaba una torcida y abandonada ca-baña con ventanas sin vidrios. Nona se detuvo y asió mi brazo.
–Allí –dijo, y señaló hacia el otro lado.
Me tenía agarrado el brazo con fuerza, dolorosamente a pesar de estar mi abrigo en medio. Su semblante estaba fijo en un feroz rictus de triunfo.
–Allí. Allí.
Era un cementerio.
Resbalamos y caímos al cruzar la cuneta y trepamos por una pared de piedra cubierta de nieve. Yo también había es-tado allí, por supuesto. Mi madre real había nacido en Blainsville, y aunque ella no había vivido allí con mi padre, el terreno de la familia había estado ubicado allí. Mi madre lo recibió como regalo de sus padres, que habían vivido y muerto en Blainsville. Durante el incidente con Shelley Roberson yo había ido con frecuencia al cementerio para leer poemas de John Keats y Percy Shelley. Supongo que pensarán que hacer tal cosa es una condenada extravagancia, pe-ro yo no pensaba lo mismo.
Ni siquiera ahora lo juzgo así. Me sentía cerca de ellos, consolado.
Después de que Ace Carmody me diera aquella paliza jamás regresé al cementerio. No hasta que Nona me condujo allí.
Resbalé y caí en el suelto polvo de nieve, y me torcí el tobillo. Me levanté y continué andando con esa pierna levan-tada y la escopeta a modo de muleta. El silencio era infinito e increíble. La nieve caía formando suaves líneas rectas, se amontonaba sobre las inclinadas lápidas y cruces, enterraba todo excepto las puntas de los oxidados mástiles, que sólo sostenían banderas el Día de los Veteranos y la festividad dedicada a los soldados muertos en campaña. El silen-cio era impío por su intensidad, y por primera vez sentí terror.
Nona me condujo hacia una construcción de piedra que se alzaba en la arrugada pendiente de la colina, detrás del cementerio. Una cripta. Ella tenía la llave. Yo sabía que ella tendría una llave, y así fue.
Nona sopló para apartar la nieve de la cerradura y localizó el agujero. El ruido de las guardas al girar pareció exten-derse por la oscuridad. Nona se apoyó en la puerta y ésta giró hacia adentro.
El olor que brotó del interior fue frío como el otoño, frío como el ambiente del sótano de los Hollis. Sólo pude ver una pequeña parte de la cripta. Había hojas secas en el suelo de piedra. Nona entró, se detuvo, me miró por encima del hombro.
–No –dije.
Ella se rió de mí.
Permanecí en la oscuridad mientras percibía que todo iba confluyendo: el pasado, el presente y el futuro. Sentí de-seos de correr, de correr y chillar, de correr con la suficiente rapidez para anular todo lo que había hecho.
Nona seguía mirándome, la mujer más hermosa del mundo, la única cosa que había sido mía en toda mi vida. Me hi-zo un gesto con las manos sobre el cuerpo. No voy a explicarles el significado. Lo habrían sabido si lo hubieran visto.
Entré. Ella cerró la puerta.
La cripta estaba a oscuras pero yo veía perfectamente. El lugar estaba iluminado por un fuego verde que ardía des-pacio. Se extendía por las paredes y serpenteaba por el suelo cubierto de hojas como si fueran retorcidas lenguas. Ha-bía un féretro en el centro de la cripta, pero estaba vacío. Pétalos de marchitas rosas yacían diseminados alrededor. Nona me llamó por gestos y señaló la puertecilla situada en la parte trasera. Una puerta pequeña, sin letrero alguno. Me produjo pavor. Creo que en ese momento lo comprendí. Ella me había utilizado y se había reído de mí. Iba a des-truirme.
Pero no pude contenerme. Me acerqué a la puertecilla porque debía hacerlo. Aquel telégrafo mental seguía emitien-do algo que yo consideraba gozo, un gozo terrible, demente, y triunfo. Mi mano se extendió trémula hacia la puerta. Estaba cubierta de verde fuego.
La abrí y vi lo que había dentro.
Era la chica, mi chica. Muerta. Sus ojos contemplaban inexpresivos aquella cripta de octubre, miraban los míos. Oía a besos furtivos.
Estaba desnuda y la habían rajado desde el cuello hasta las ingles. Su cuerpo era un estéril útero. Y sin embargo algo vivía allí. Las ratas. No pude verlas pero las escuché, oí sus murmullos allí dentro, en las entrañas de ella. Sabía que al cabo de un momento la reseca boca de la chica se abriría y me hablaría de amor. Retrocedí, con todo el cuerpo entu-mecido y el cerebro flotando en una oscura nube de espanto.
Miré a Nona. Ella estaba riéndose, con los brazos extendidos hacia mí. Y en una repentina llamarada de compren-sión lo comprendí, lo comprendí, lo comprendí. Había pasado la última prueba. ¡Estaba libre !
Volví la cabeza hacia la puertecilla y naturalmente no era más que un vacío armario de piedra con hojas muertas en el suelo.
Me acerqué a Nona. Me acerqué a la vida.
Sus brazos me rodearon el cuello y yo atraje su cuerpo hacia el mío.
En ese momento ella empezó a cambiar, a fluctuar y derretirse como cera. Los oscuros ojazos se volvieron peque-ños, como cuentas. El cabello se hizo burdo, perdió color. La nariz se acortó, las ventanas nasales se dilataron. Su cuerpo se aterronó y encogió junto al mío.
Me estaba abrazando una rata.
Su boca sin labios se extendió hacia la mía.
No chillé. No me quedaban chillidos. Dudo que vuelva a chillar.
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Qué calor hace aquí.
No me importa el calor, realmente no. Me gusta sudar si después puedo ducharme, siempre he considerado el sudor como una virtud masculina, pero a veces hay bichos que pican..., arañas, por ejemplo.
¿Sabían que las hembras de las arañas pican y devoran a sus compañeros? Lo hacen, inmediatamente después del apareamiento. Y además oigo ruidos presurosos en las paredes. No me gusta eso.
Tengo el calambre de los escribientes, y la punta de fieltro de la pluma está blanda y espumosa. Pero ya he termina-do. Y las cosas parecen distintas. No las veo igual que antes.
¿Saben que durante algún tiempo casi me convencieron de que yo había hecho todas esas cosas horribles? Aquellos hombres del bar para camioneros, el tipo del camión de la empresa eléctrica que huyó. Dijeron que yo iba solo. Yo es-taba solo cuando me encontraron, casi muerto de frío en aquel cementerio, junto a las lápidas de mi padre, mi madre y mi hermano Drake. Pero eso sólo significa que ella se fue, es evidente. Cualquier tonto lo comprendería. Pero me ale-gra que ella se fuera. De verdad. Aunque deben saber que ella estuvo conmigo siempre, en todas las etapas del viaje.
Voy a suicidarme. Será mucho mejor. Estoy harto de culpabilidad, agonía y pesadillas, y además no me gustan los ruidos de las paredes.
Ahí dentro puede haber cualquier cosa. O nada.
No estoy loco. Yo lo sé y confío en que ustedes lo sepan también. Si afirmas que no estás loco, eso se supone que significa que sí lo estás.
Pero me aburren esos jueguecillos. Ella me acompañó, fue real. La amo. El amor auténtico no muere jamás. Así fir-maba yo todas mis cartas a Shelley, las cartas que luego rompía.
Nunca he hecho daño a ninguna mujer, ¿verdad que no?
Jamás hago daño a ninguna mujer.
Ella fue mi único amor auténtico.
Qué calor hace aquí. Y no me gustan los ruidos de las paredes.
El amor auténtico no muere nunca.
FIN
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