BLOOD

william hill

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domingo, 26 de diciembre de 2010

BLOOD

Cómo se desangran los expoliadores




Locke elevó la vista hacia los árboles. El viento se agitaba entre las copas, y la conmoción de las ramas cargadas sonó como el río en plena creciente. Se trataba de una entre miles de representaciones. La primera vez que había llegado a la selva, le había asombrado la multiplicidad de bestias y flores, el implacable desfile de la vida. Pero ya había aprendido. Esa diversidad germinativa era una impostura: la jungla fingía ser un jardín natural. No lo era. Allí donde el ingenuo intruso veía sólo un brillante despliegue de esplendores naturales, Locke lograba reconocer que se gestaba una sutil conspiración en la cual cada cosa era el reflejo de alguna otra. Los árboles, el río; un capullo, un pájaro. En el ala de una mariposa, el ojo de un mono; en los lomos de una lagartija, los rayos del sol sobre las piedras. Vueltas y vueltas en un vertiginoso círculo de representaciones; una galería de espejos que confundía los sentidos y que, con el tiempo, llegaba a carcomer la razón. Fíjate en nosotros —pensó ébriamente mientras estaban de pie, alrededor de la tumba de Cherrick—, también estamos dentro del mismo juego. Vivimos, pero representamos a los muertos mejor que los muertos mismos.
El cuerpo estaba cubierto de costras cuando lo elevaron para meterlo en un saco y conducirlo hasta aquel miserable trozo de terreno, detrás de la casa de Tetelman, para darle sepultura. Había una media docena de tumbas. Todas de europeos, a juzgar por los nombres rudamente grabados a fuego en las cruces de madera, muertos por el calor, las víboras o la añoranza.
Tetelman intentó decir una breve plegaria en español, pero el rugido de los árboles y la algarabía de los pájaros, que regresaban a sus moradas antes de que cayera la noche, la ahogaron. Al cabo de unos instantes, se dio por vencido y todos regresaron al fresco interior de la casa, donde Stumpf estaba sentado, bebiendo brandy y mirando con expresión vacía la mancha oscurecida de los listones del suelo.
En el exterior, dos de los indios domesticados de Tetelman echaban con las palas la fértil tierra de la selva sobre el saco de Cherrick, ansiosos por acabar con el trabajo y marcharse antes del anochecer. Locke los observaba desde la ventana. Los sepultureros no hablaban mientras trabajaban; se limitaban a llenar la tumba poco profunda y a aplanar la tierra lo mejor que podían con las plantas de los pies, duras como el cuero.
Las patadas asestadas al suelo adquirieron un ritmo. A Locke se le ocurrió pensar que quizá fuera el mal efecto del whisky barato; conocía a pocos indios que no bebieran como cosacos. Tambaleándose un poco, comenzaron a bailar sobre la tumba de Cherrick.
¿Locke?
Locke se despertó. Un cigarrillo brillaba en la oscuridad. Cuando el fumador le dio una calada y la brasa ardió con más intensidad, de la noche surgieron las facciones gastadas de Stumpf.
Locke, ¿estás despierto?
¿Qué quieres?
No puedo dormir —repuso la máscara—, he estado pensando. Pasado mañana llegará el avión de suministros que viene de Santarém. En unas cuantas horas podríamos estar allí. Lejos de todo esto.
Claro.
Quiero decir para siempre. Lejos de esto — insistió Stumpf.
¿Para siempre?
Con la colilla del cigarrillo, Stumpf encendió otro antes de comentar:
No creo en las maldiciones. Al menos me parece que no creo en ellas.
¿Quién ha hablado de maldiciones?
Tú viste el cuerpo de Cherrick. Lo que le ocurrió...
Hay una enfermedad..., ¿cómo se llama...? —dijo Locke—. Ya sabes, esa enfermedad que no permite que la sangre coagule bien.
Hemofilia —contestó Stumpf—. No tenía hemofilia, y lo sabemos. Lo he visto arañarse y cortarse cientos de veces. Y se curaba como tú y yo.
Locke atrapó un mosquito que le había aterrizado sobre el pecho y lo estrujó entre el pulgar y el índice.
De acuerdo. ¿De qué murió, entonces?
Viste las heridas mejor que yo, pero tengo la impresión de que se le rompía la piel en cuanto lo tocaban.
Eso es lo que parecía —asintió Locke.
Tal vez sea algo que se le contagió de los indios.
Yo no he tocado a ninguno —aclaró Locke, captando su idea.
Ni yo. Pero él sí, ¿te acuerdas?
Locke se acordaba, no resultaba fácil olvidar escenas como aquélla, por más que lo intentara.
Dios —dijo en voz baja—. ¡Qué jodida situación!
Me vuelvo a Santarém. No quiero que vengan a buscarme.
No van a hacerlo.
¿Cómo lo sabes? Metimos la pata en ese punto. Pudimos haberlos sobornado. Obligarlos a abandonar esas tierras de otra manera.
Lo dudo. Has oído lo que dijo Tetelman. Son territorios ancestrales.
Puedes quedarte con mi parte del terreno —le dijo Stumpf—. No quiero saber nada más.
¿Hablas en serio? ¿Lo abandonas todo? —Me siento sucio. Somos expoliadores, Locke. —Será tu fin.
Lo digo en serio. No soy como tú. En realidad, nunca he tenido estómago para estas cosas. ¿Me comprarás el tercio que me corresponde?
Depende del precio.
Lo que quieras darme, te lo dejo por lo que quieras dar.
Concluida la confesión, Stumpf volvió a la cama; se recostó en la oscuridad y terminó el cigarrillo. No tardaría en amanecer. Otro amanecer en la selva: un intervalo precioso, demasiado breve, antes de que el mundo comenzara a sudar. Cuánto odiaba aquel lugar. Al menos no había tocado a ninguno de los indios, ni siquiera se había acercado a ellos. Fuera cual fuese la enfermedad que le transmitieran a Cherrick, él no se habría contagiado. En menos de cuarenta y ocho horas estaría en Santarém, y de allí se iría a alguna ciudad, cualquier ciudad, a la que la tribu no podría seguirlo. Ya había cumplido con su penitencia, ¿no?, había pagado por su codicia y su arrogancia con la peste que llevaba en el vientre y los terrores de los que no volvería a separarse. Que fuera aquello castigo suficiente, rogaba, y antes de que los simios comenzaran a anunciar el día se sumió en el sueño del expoliador.
Un escarabajo con el caparazón parecido a una piedra preciosa, atrapado debajo de la red antimosquitos de Stumpf, giró en círculos decrecientes y zumbones buscando una salida. No logró hallarla. Exhausto por la búsqueda, planeó sobre el hombre dormido y fue a posarse sobre su frente. Vagó sobre ella, bebiendo de los poros. Bajo su paso imperceptible, la piel de Stumpf se abrió y se rompió, formando un sendero de diminutas heridas.


Habían llegado al caserío indio a mediodía; el sol era como el ojo de un basilisco. Al principio creyeron que el lugar estaba desierto. Locke y Cherrick se habían internado en el recinto de chozas, dejando en el jeep a Stumpf. que padecía un ataque de disentería, para que no le diera de lleno el calor. Cherrick fue el primero en ver al niño. Era un crío con el vientre hinchado, de unos cuatro o cinco años, que llevaba la cara cubierta de gruesas bandas pintadas con el tinte rojo sacado de la planta del urucú. Había salido de su escondite para espiar a los invasores; la curiosidad lo había vuelto temerario. Cherrick se quedó inmóvil, igual que Locke. De las chozas y del refugio de los árboles que rodeaban el recinto de moradas fue saliendo el resto de la tribu, de uno en uno, a mirar, igual que el niño, a los recién llegados. Si en sus rostros anchos, de narices chatas, había algún asomo de sentimiento, Locke no logró captarlo Aquella gente —pensaba en cada indio como parte de una sola y miserable tribu— le resultaba imposible de descifrar; su única habilidad residía en el engaño.
¿Qué hacéis aquí? —inquirió. El sol le quemaba la nuca—. Estos terrenos son nuestros.
El niño seguía mirándolo a la cara. Sus ojos almendrados se resistían a temerle.
No te entienden —le dijo Cherrick.
Tráeme al alemán. Y que él se lo explique.
No puede moverse.
Tráemelo hasta aquí —dijo Locke — . Aunque se haya cagado en los pantalones.
Cherrick retrocedió hasta el sendero, dejando a Locke en medio del círculo de chozas. Locke miró de portal en portal, de árbol en árbol, intentando calcular cuántos eran. No habría más de tres docenas de indios; las dos terceras partes eran mujeres y niños, descendientes de los grandes pueblos que en una época habían vagado a millares por la cuenca del Amazonas. Ahora, aquellas tribus estaban casi diezmadas. Estaban arrasando y quemando la selva en la que antaño prosperaran durante generaciones; por sus cotos de caza avanzaban velozmente las autopistas de ocho carriles. Todo lo que consideraban sagrado —lo salvaje \ el lugar que ocupaban en este sistema— era pisoteado y violado: eran exiliados en su propia tierra. Aun así, se negaban a rendir homenaje a sus nuevos amos, a pesar de los rifles que traían consigo. Sólo la muerte los convencería de su derrota, reflexionó Locke.
Cherrick encontró a Stumpf despatarrado en el asiento delantero del jeep, con sus descoloridas facciones más decaídas que nunca.
Locke quiere que vayas —le dijo, sacudiéndolo para sacarlo del sopor—. El villorrio sigue ocupado. Tendrás que hablar con ellos.
No puedo moverme —gimió Stumpf—. Me estoy muriendo...
Locke te quiere vivo o muerto —le explicó Cherrick.
El temor que Locke les inspiraba, temor del que nunca hablaban, era quizá una de las pocas cosas que tenían en común; eso y la codicia.
Me siento fatal —dijo Stumpf.
Si no te llevo, vendrá él mismo a buscarte —le indicó Cherrick.
Era un argumento irrefutable. Stumpf lanzó una desesperada mirada al otro hombre, asintió con la cabeza enorme y dijo:
Está bien, ayúdame.
Cherrick no tenía ninguna gana de tocar a Stumpf. El hedor de su enfermedad era insoportable; era como si el contenido de sus tripas le rezumara a través de los poros; su piel tenía el lustre de la carne rancia. A pesar de todo, tomó la mano tendida. Sin ayuda, Stumpf habría sido incapaz de recorrer los cientos de metros que separaban el jeep del recinto de chozas.
Allá adelante, Locke gritaba.
Date prisa —le urgió Cherrick, tirando de Stumpf para bajarlo del asiento delantero y conducirlo hasta donde Locke vociferaba—. Acabemos con todo esto de una vez.
Cuando los dos hombres llegaron al círculo de chozas, la escena no había variado mucho. Locke miró a su alrededor en busca de Stumpf.
Tenemos invasores —le dijo.
Eso veo —repuso Stumpf, agobiado.
Diles que se vayan de nuestras tierras. Diles que esto es nuestro territorio, que lo hemos comprado. Sin inquilinos.
Stumpf asintió sin mirar a los ojos enfurecidos de Locke. En ocasiones lo odiaba tanto como se odiaba a sí mismo.
Vamos... —lo instó Locke.
Con un ademán indicó a Cherrick que soltara a Stumpf. Cherrick obedeció. El alemán se tambaleó con la cabeza inclinada. Tardó unos segundos en elaborar su discurso, luego alzó la cabeza y pronunció unas cuantas palabras mustias en mal portugués. La declaración fue recibida con las mismas expresiones impasibles que la actuación de Locke. Stumpf volvió a intentarlo, reordenando su inadecuado vocabulario para despertar una luz de entendimiento entre aquellos salvajes.
El niño al que tanto habían divertido las cabriolas de Locke miraba ahora fijamente a este tercer demonio; de su rostro se había borrado la sonrisa. Éste no era tan cómico como el primero; éste estaba enfermo y se le veía macilento: olía a muerte. El niño se tapó la nariz para no inhalar la maldad que despedía.
Stumpf escrudriñó a su audiencia con la vista nublada. Si habían entendido y fingían aquella impasible incomprensión, era una actuación sin mácula. Derrotadas sus limitadas habilidades, aturdido, se volvió hacia Locke.
No me entienden —le dijo.
Vuelve a decírselo.
Creo que no hablan portugués.
Díselo de todos modos.
No tenemos por qué hablar con ellos —comentó en voz baja Cherrick, al tiempo que amartillaba el rifle — . Están en nuestras tierras. Y tenemos derecho a...
No —dijo Locke — . No hay necesidad de dispararles. No, si podemos convencerlos de que se vayan pacíficamente.
No saben lo que es el sentido común —insistió Cherrick—. Míralos. Son animales. Viven en la mugre.
Stumpf había vuelto a intentar comunicarse con ellos; esta vez acompañó sus palabras titubeantes con unos gestos dignos de compasión.
Diles que tenemos que trabajar —le sugirió Locke.
Lo hago lo mejor que puedo —replicó Stumpf, irritado.
Tenemos papeles.
No creo que eso pueda llegar a impresionarlos —replicó Stumpf con un cauteloso sarcasmo que el otro hombre no captó.
Diles que se vayan. Que busquen otro terreno que ocupar. Observando cómo Stumpf intentaba traducir estos sentimientos en palabras y al lenguaje de los signos, Locke empezó a repasar las alternativas que le quedaban. Una de dos: o los indios —los txukahamei o los achual o cualquiera que fuera la maldita tribu— aceptaban sus exigencias y se marchaban, o tendrían que echarlos a la fuerza. Como Cherrick había dicho, estaban en su derecho. Tenían papeles de los organismos de desarrollo; tenían mapas en los que se señalaba la división entre un terreno y el siguiente; contaban con todas las autorizaciones, desde las firmas hasta las balas. No tenía un vivo deseo de derramar sangre. El mundo seguía demasiado lleno de liberales de sangrante corazón y de sentimentalistas de ojos tiernos como para hacer del genocidio la solución más conveniente. Pero en anteriores ocasiones se habían utilizado las armas, y volverían a utilizarse, hasta que el último indio sucio se hubiera puesto un par de pantalones y hubiera dejado de comerse a los simios.
A pesar de la batahola de los liberales, las armas tenían su encanto. Eran rápidas, y absolutas. Una vez emitidos sus discursos breves y agudos, no había peligro de que se produjeran ulteriores protestas, no dejaban lugar a que al cabo de diez años algún indio mercenario que hubiera encontrado un ejemplar de Marx en alguna cuneta pudiera regresar exigiendo sus territorios tribales, con petróleo, minerales y todo lo demás. Una vez desaparecidos, era para siempre.
Sólo de pensar en ver muertos a esos salvajes de rostros colorados, a Locke le empezó a picar el dedo con el que apretaba el gatillo: sintió una comezón física. Stumpf había terminado de repetir su discurso sin resultados. Gruñó y se volvió hacia Locke. —Voy a vomitar —dijo.
Tenía la cara pálida y brillante; el resplandor de su piel hacía que sus dientecitos parecieran sucios. —Tú mismo —repuso Locke.
Por favor. Tengo que acostarme. No quiero que ellos me vean. —No te moverás hasta que te hagan caso —le informó Locke, negando con la cabeza—. Si no nos hacen caso, verás algo por lo que merecerá la pena que vomites.
Mientras hablaba, Locke jugueteó con la caja del rifle, y pasó la uña rota del pulgar por las muescas que llevaba grabadas. Había por lo menos una docena; cada una representaba la tumba de una persona. La selva ocultaba el asesinato con mucha facilidad, parecía incluso que perdonara el crimen de una forma enigmática.
Stumpf se apartó de Locke y volvió a escrutar a los mudos circunstantes. Había tantos indios, pensó; y, aunque llevaba pistola, era un tirador inepto. Suponiendo que arremetieran contra Locke, Cherrick y el mismo, no lograrían sobrevivir. Y sin embargo, al mirar a los indios, no lograba encontrar ninguna señal de agresión. Antaño habían sido guerreros. ¿Ahora? Eran como niños castigados, enfurruñados y obstinadamente estúpidos. En una o dos de las mujeres quedaba algún rastro de belleza; su piel, aunque mugrienta, era delicada, y tenían los ojos negros. De haber estado en mejores condiciones de salud, sus desnudeces le habrían excitado, se habría sentido tentado de estrujar entre las manos aquellos cuerpos relucientes. Tal como estaban las cosas, su fingida incomprensión no hacía más que irritarlo. En medio del silencio, parecían como de otra especie, misteriosos e indescifrables como mulas o pájaros. ¿Acaso no le habían dicho en Uxituba que muchos de ellos ni siquiera ponían nombre a sus hijos, que cada uno de ellos era como una extremidad de la tribu, anónimo y por lo tanto inamovible? Al ver en cada par de ojos la misma mirada oscura, lo creía. Creía que no se estaban enfrentando a tres docenas de individuos, sino a un sistema fluido de odio hecho carne. Se echó a temblar sólo de pensarlo.
Por primera vez desde que aparecieran los hombres blancos, uno de la tribu se movió. Era un anciano; se notaba que tendría unos treinta años más que el resto de la tribu. Iba desnudo, igual que los demás. La carne mustia de sus piernas y sus tetillas parecía cuero bronceado; aunque sus ojos pálidos indicaban que estaba ciego, su paso era perfectamente seguro. Cuando estuvo frente a los intrusos, abrió la boca —las encías consumidas carecían de dientes— y habló. Lo que salió de su enjuta garganta no era una lengua hecha de palabras, sino de sonidos, una mezcla confusa de sonidos de la selva. Aquella manifestación no presentaba un modelo discernible, era simplemente una muestra —apabullante, a su manera— de personificaciones. Aquel hombre rugía como un jaguar, chillaba como un papagayo; en su garganta albergaba el sonido de la lluvia al mojar las orquídeas y el aullido de los monos.
Los sonidos asquearon a Stumpf. La selva lo había enfermado, deshidratado, exprimido. Y aquel hombre enjuto de ojos reumáticos le estaba vomitando a la cara aquel asqueroso lugar entero. El crudo calor reinante en el círculo de chozas hizo que a Stumpf le latiera la cabeza, y mientras escuchaba el clamor del sabio tuvo la certeza de que el anciano acomodaba el ritmo de su tonta perorata a los latidos que él mismo sentía en las sienes y las muñecas.
¿Qué dice? —inquirió Locke.
¿A qué te parece que suena? —repuso Stumpf, irritado por la estúpida pregunta de Locke —. Son sólo ruidos.
El desgraciado nos está maldiciendo —comentó Cherrick. Stumpf se volvió para fijarse en el tercer hombre. Cherrick tenía los ojos desorbitados.
Es una maldición —le dijo a Stumpf.
Locke se echó a reír, indiferente ante la aprensión de Cherrick.
Apartó a Stumpf de un empellón y quedó encarado con el viejo, cuya perorata cantada bajó de tono, hasta hacerse melodiosa. Cantaba el crepúsculo, pensó Stumpf: aquella breve ambigüedad entre el día feroz y la noche sofocante. Sí, era eso. En la canción logró captar el ronroneo y el arrullo de un reino somnoliento. Tan persuasivo resultaba que deseó tenderse allí mismo y ponerse a dormir. Locke rompió el hechizo.
¿Qué estás diciendo? —escupió casi en la cara tortuosa del indio—. ¡Habla con cordura!
Pero los sonidos nocturnos prolongaron su susurro, como un torrente ininterrumpido.
Ésta es nuestra aldea —intervino otra voz.
El hombre hablaba como para traducir las palabras del anciano. Locke se volvió abruptamente para localizar a quien había hablado. Era un joven delgado, cuya piel pudo haber sido dorada en otra época.
Nuestra aldea. Nuestra tierra.
Hablas inglés —le dijo Locke.
Un poco—repuso el joven.
¿Por qué no me contestaste antes? —inquirió Locke.
Su furia se exacerbó al notar el desinterés reflejado en el rostro del indio.
No me correspondía —repuso el hombre—. Él es el más viejo.
¿El jefe, quieres decir?
El jefe está muerto. Toda su familia está muerta. Éste es el más sabio de todos...
Entonces dile...
No hace falta decirle nada —le interrumpió el joven — . Te entiende.
¿También habla inglés?
No — repuso el otro—, pero te entiende. Eres... transparente.
Locke captó a medias que el joven intentaba insultarlo, pero no estaba del todo seguro. Lanzó una mirada asombrada a Stumpf. El alemán sacudió la cabeza. Locke concentró su atención en el joven.
De todos modos, díselo. Díselo a todos. Esta tierra es nuestra. La hemos comprado.
La tribu siempre ha vivido aquí —fue la respuesta.
Pues ahora ya no —le dijo Cherrick.
Tenemos papeles... —intervino Stumpf suavemente, con la esperanza de que el enfrentamiento acabara pacíficamente — , papeles del gobierno.
Nosotros estábamos aquí antes que el gobierno —repuso el muchacho.
El viejo había dejado de hablar como la selva. Tal vez haya llegado al comienzo de un nuevo día y por eso se detiene, pensó Stumpf. El anciano se alejó, indiferente a la presencia de los inoportunos visitantes.
Dile que vuelva —exigió Locke, apuntando al joven con el rifle. El ademán no ocultaba ambigüedad alguna—. Oblígalo a que diga a los demás que tienen que irse.
El muchacho no pareció impresionado por la amenaza del rifle, y se mostró claramente reacio a darle órdenes a uno de sus mayores, por más que existiera un imperativo. Se limitó a observar cómo regresaba el anciano a la choza de la que había salido. En el recinto, los demás comenzaron a retirarse. Al parecer, la retirada del viejo había sido la señal de que se había acabado la fiesta.
¡No! —rugió Cherrick — . No estáis escuchando.
El color de sus mejillas había aumentado un tono, y su voz, una octava. Avanzó con el rifle en alto.
¡Maldita escoria!
A pesar de su histeria, perdió audiencia rápidamente. El anciano había llegado a la puerta de su choza, y dobló la espalda para desaparecer en el interior; los pocos miembros de la tribu que mostraban algún interés por los hechos observaban a los europeos con un aire de lástima por su locura. Aquello enfureció aún más a Cherrick.
¡Escuchadme! —aulló. El sudor le perlaba la frente cuando volvió la cabeza a una de las figuras en retirada, y luego a otra—. ¡Escuchadme, bastardos!
Tranquilo... —le dijo Stumpf.
Aquello desató a Cherrick. Sin advertencia alguna, se llevó el rifle al hombro, apuntó hacia la puerta abierta de la choza en la que había desaparecido el anciano y disparó. De la copa de los árboles adyacentes salieron volando unos pájaros; los perros pusieron pies en polvorosa. Del interior de la choza salió un gritito, que no se parecía en nada a la voz del anciano. Al oírlo, Stumpf cayó de rodillas, sosteniéndose el vientre, abatido por los espasmos. Con la cara sepultada en el suelo, no logró ver la diminuta figura que salió de la choza y trotó a la luz. Cuando levantó la cabeza para mirar y vio cómo el niño de la cara roja se agarraba el vientre, abrigó la esperanza de que sus ojos mintieran. Pero no mintieron. Lo que fluía entre los deditos del niño era sangre, y lo que se reflejaba en su cara era la muerte. Cayó sobre la tierra batida, ante el umbral de la choza, se retorció y murió.
En una de las chozas, una mujer comenzó a sollozar calladamente. Por un instante, el mundo giró sobre la cabeza de un alfiler, exquisitamente equilibrado entre el silencio y el grito que debía romperlo, entre la tregua contenida y la atrocidad que iba a desencadenarse.
¡Maldito bastardo! —murmuró Locke dirigiéndose a Cherrick. Le tembló la voz al emitir la condena—. Apártate. Stumpf, ponte de pie. No esperaremos. Levántate y síguenos o te quedas aquí.
Stumpf continuaba mirando el cuerpo del niño. Conteniendo los sollozos, se incorporó.
Ayúdame —suplicó.
Locke le tendió el brazo.
Cúbrenos —le ordenó a Cherrick.
El hombre asintió, mortalmente pálido. Algunos de los de la tribu se habían vuelto a contemplar la retirada de los europeos; a pesar de la tragedia sus expresiones eran más inescrutables que nunca. Sólo el llanto de la mujer, probablemente la madre del niño muerto, reptó entre las figuras silenciosas, lamentando su pena.
El rifle de Cherrick tembló mientras vigilaba la cabeza de puente Había echado sus cálculos; si se producía una colisión de frente, tenían pocas probabilidades de sobrevivir. Pero incluso ahora que el enemigo se retiraba, entre los indios no se produjo ningún movimiento. Sólo quedaban los hechos acusadores: el niño muerto, el rifle caliente. Cherrick se arriesgó y miró por encima del hombro. Locke y Stumpf ya estaban cerca del jeep, y los salvajes todavía no se habían movido.
Entonces, cuando volvió la mirada hacia el recinto de chozas, fue como si la tribu respirara al unísono un único y sólido aliento; al oír aquel sonido, Cherrick sintió que la muerte se le encajaba en la garganta como la espina de un pescado, demasiado profunda como para quitársela con los dedos, demasiado grande como para defecarla. Esperaba ahí, alojada en su anatomía, incontestable, inapelable. El movimiento que se produjo ante la puerta de la choza lo distrajo de aquella presencia. Dispuesto a volver a cometer el mismo error, empuñó el rifle con más fuerza. El anciano había vuelto a aparecer. Pasó por encima del cadáver del niño, que yacía donde había caído. Cherrick volvió a mirar por encima del hombro. ¿Seguro que habían llegado al jeep? Stumpf había trastabillado y Locke tiraba de él para que se pusiera en pie. Al ver al anciano avanzar hacia él, Cherrick dio un cauteloso paso atrás, seguido de otro más. Pero el viejo no tenía miedo. Atravesó a paso rápido el recinto de chozas y se colocó tan cerca de Cherrick, con el cuerpo vulnerable como siempre, que el cañón del rifle se le hundió en el vientre arrugado.
En sus manos había sangre, lo bastante fresca como para resbalarle por los brazos cuando exhibió las palmas ante Cherrick. Cherrick se preguntó si habría tocado al niño al salir de la choza. Si lo había hecho, había sido gracias a un asombroso juego de prestidigitación, porque Cherrick no había visto nada. Truco o no, el significado de la exhibición resultaba claro: lo estaban acusando de asesinato. Cherrick no estaba dispuesto a amilanarse. Devolvió la mirada al anciano, contestando a su desafío con más desafío.
Pero el viejo bastardo no hizo nada, se limitó a mostrarle las palmas sangrantes, con los ojos anegados de lágrimas. Cherrick sintió que volvía a crecer en él la ira. Hundió un dedo en las carnes del viejo.
No me asustas — le dijo—. ¿Me entiendes? No soy un imbécil.
Mientras hablaba, creyó ver un cambio en las facciones del viejo. Era un reflejo del sol, o la sombra de un pájaro, no cabía duda, pero bajo la corrupción de la edad se podía ver un parecido con el niño muerto ante la puerta de la choza: la boca pequeñita sonreía incluso. Entonces, con la misma sutileza con la que había aparecido, la ilusión se desvaneció.
Cherrick retiró la mano del pecho del viejo y entrecerró los ojos para protegerse de otros espejismos. Y reemprendió la retirada. Apenas había dado tres pasos cuando algo, a su izquierda, salió de su escondite. Se dio la vuelta, levantó el rifle y disparó. Un cerdo moteado, al huir de una manada que estaba pastando alrededor de las chozas, fue alcanzado en el cogote por la bala. Trastabilló sobre sí mismo y cayó de cabeza en el polvo.
Cherrick volvió a apuntar al anciano. Pero éste no se había movido, excepto para abrir la boca. De su paladar salió el mismo sonido del cerdo agonizante. Un chillido ahogado, lastimero y ridículo que acompañó a Cherrick por el sendero que conducía al jeep. Locke tenía el motor encendido.
Sube —le ordenó.
Cherrick no necesitó que lo animasen, y se lanzó al asiento delantero. En el interior del vehículo hacía un calor abrasador y olía a los fluidos corporales de Stumpf, pero era más parecido a un refugio seguro que el lugar donde habían estado en la última hora.
Era un cerdo —le dijo Cherrick—. Maté un cerdo.
Ya lo vi —repuso Locke.
Ese viejo bastardo...
Dejó la frase sin terminar. Se miró los dos dedos con los que había tocado al anciano.
Lo toqué —murmuró, perplejo por lo que veía.
Las yemas de sus dedos sangraban, aunque el sitio donde había tocado al viejo estaba limpio.
Locke pasó por alto la confusión de Cherrick, hizo marcha atrás para dar la vuelta y se alejó del villorrio por un sendero en el que, durante la hora que habían permanecido allí, parecía haber vuelto a crecer la maleza.


En el pequeño establecimiento ubicado al sur de Averio no abundaba la civilización, pero contaba con la suficiente. Allí había caras blancas y agua limpia. Stumpf, cuyo estado había empeorado durante el viaje de regreso, recibió tratamiento por parte de Dancy, un inglés con los modales de un conde privado de sus privilegios y cara de filete aplanado. Sostenía que en sus tiempos sobrios había sido médico, y aunque no tenía pruebas de su título, nadie puso en duda su derecho a tratar a Stumpf. El alemán deliraba en ocasiones con violencia, pero Dancy, cuyas manos estaban cargadas de pesados anillos de oro, manifestaba un positivo deleite al cuidar a su agitado paciente.
Mientras Stumpf desvariaba debajo de la red antimosquitos, Locke y Cherrick permanecieron sentados en la oscuridad iluminada por una lámpara y bebieron. Luego narraron la historia de su encuentro con la tribu. Fue Tetelman, el dueño del almacén, quien tuvo más que decir cuando la historia hubo concluido. Conocía bien a los indios.
Hace años que vivo aquí —dijo, dándole nueces al mono sarnoso que saltaba sobre su regazo—. Sé cómo piensa esta gente. Por sus actos pueden parecer estúpidos, incluso cobardes. Pero os aseguro yo, que entiendo de esto, que no son ni lo uno ni lo otro.
Cherrick lanzó un gruñido. El mono azogado lo miró con ojos glaucos.
Ni siquiera intentaron atacarnos —explicó Cherrick—, aunque había diez de ellos por cada uno de nosotros. Si eso no es cobardía, ¿qué es entonces?
Tetelman se repantigó en la silla chirriante, echando al animal de su regazo. Tenía el rostro arrebolado y ajado. Sólo sus labios, constantemente humedecidos con la bebida, tenían un cierto color; parecía una vieja prostituta, pensó Locke.
Hace treinta años —dijo Tetelman—, todo este territorio les pertenecía. Nadie lo quería; ellos iban adonde querían, hacían lo que les apetecía. En lo que a nosotros, los blancos, respectaba, la jungla era sucia y estaba llena de enfermedades: no queríamos saber nada de ella. La verdad es que en cierto sentido teníamos razón. Es sucia y está llena de enfermedades; pero también cuenta con reservas que codiciamos profundamente: minerales, quizá petróleo, poder.
Pagamos por esas tierras —le explicó Locke; los dedos le temblaban en el borde quebrado de la copa—. Es todo lo que tenemos.
¿Pagaron por ellas? —se burló Tetelman. El mono parloteaba a sus pies, al parecer tan divertido por aquella afirmación como su dueño—. No. Sólo pagaron para que alguien hiciera la vista gorda y ustedes pudieran apropiarse de las tierras por la fuerza. Pagaron por tener derecho a engañar a los indios de la mejor forma que se les ocurriera. Eso es lo que sus dólares han comprado, señor Locke. El gobierno de este país está contando los meses que faltan para que la última tribu del subcontinente sea borrada de la faz de la tierra por gente como usted. De nada sirve hacerse el inocente ultrajado. Llevo aquí demasiado tiempo...
Cherrick lanzó un escupitajo al suelo desnudo. Tetelman y su perorata le habían encendido la sangre.
¿Y para qué vino a parar aquí, si es usted tan listo? —inquirió al comerciante.
Por la misma razón que usted —repuso Tetelman llanamente.
Tetelman posó la mirada sobre los árboles que había más allá del terreno ubicado detrás del almacén. Sus siluetas se agitaban contra el cielo; sería el viento o las aves nocturnas.
¿Y cuál es esa razón? —inquirió Cherrick, controlando a duras penas la hostilidad.
La codicia —respondió Tetelman mansamente, sin dejar de observar los árboles.
Algo correteó por el bajo tejado de madera. El mono que yacía a los pies de Tetelman escuchó con la cabeza erguida.
Creí que aquí me haría rico, igual que usted. Me concedí un plazo de dos años. Como mucho, tres. De eso hace ya veinte largos años. —Frunció el ceño; fueran cuales fuesen los pensamientos que le surcaron los ojos, no cabía duda de que eran amargos—. La selva te devora y luego, tarde o temprano, te escupe.
A mí no —dijo Locke.
Claro que sí —dijo Tetelman volviendo los ojos hacia él. Estaban húmedos—. La destrucción está en el aire, señor Locke. Puedo olerla.
Dicho esto, se volvió a mirar por la ventana.
Lo que estaba en el tejado tenía ahora compañía.
No vendrán aquí, ¿verdad? —dijo Cherrick—. ¿No nos seguirán?
La pregunta, formulada casi en un suspiro, suplicaba una respuesta negativa. Aunque se esforzara, Cherrick no lograba apartar de su mente las escenas del día anterior. No era el cadáver del niño lo que tanto le perseguía, de eso no tardaría en aprender a olvidarse. Era el anciano —con su rostro cambiante, iluminado por el sol— y las palmas levantadas como para mostrar un estigma, eso era lo que no lograba olvidar.
No se preocupe —le dijo Tetelman, con un cierto tono de condescendencia—. De vez en cuando viene uno, quizá dos, a venderme algún papagayo, o unos cuantos cacharros, pero nunca han venido en grupos grandes. No les gusta esto. Para ellos es la civilización, y los intimida. Además, serían incapaces de lastimar a mis invitados. Me necesitan.
¿Lo necesitan? —inquirió Locke.
¿Quién podría necesitar a esta piltrafa de hombre?
Utilizan nuestras medicinas. Dancy se las proporciona. Y de vez en cuando les damos mantas. Como le dije, no son tontos.
En la habitación contigua, Stumpf había comenzado a aullar. La voz consoladora de Dancy intentaba conjurar el pánico. Era evidente que no lo lograba.
Su amigo está muy mal —dijo Tetelman.
No es mi amigo —repuso Cherrick.
Se pudre —murmuró Tetelman para sí.
¿Qué se pudre?
El alma. —Aquella palabra sonó completamente fuera de lugar en los labios de Tetelman brillantes por el whisky—. Es como la fruta, ¿sabe? Se pudre.
En cierta manera, los gritos de Stumpf le dieron fuerza a la observación. No era la voz de una persona sana, en ella había una cierta podredumbre.
Para apartar su atención del alboroto del alemán, más que por verdadero interés, Cherrick preguntó:
¿Qué le dan a usted a cambio de las medicinas y las mantas? ¿Mujeres?
Aquella posibilidad divirtió abiertamente a Tetelman, que se echó a reír; sus dientes de oro brillaron.
No me sirven para nada —dijo—, he padecido la sífilis durante demasiados años. —Chasqueó los dedos y el mono se encaramó a su regazo—. El alma no es lo único que se pudre.
¿Qué es lo que saca de ellos a cambio de los suministros? —preguntó Locke.
Chucherías —respondió Tetelman —. Jarras, cuencos, felpudos Los norteamericanos me los compran y los vuelven a vender en Manhattan. Todo el mundo quiere comprar cosas de las tribus extinguidas. Memento morí.
¿Extinguidas? —dijo Locke.
La palabra tenía un sonido seductor; a él le sonaba a vida.
Claro —dijo Tetelman—. Ya están acabados. Si no se los cargan ustedes, ellos lo harán por sí mismos.
¿Suicidándose? —inquirió Locke.
A su manera. Se desmoralizan. Lo he visto en muchas ocasiones. Una tribu pierde sus tierras, y junto con la tierra se va su apetito por la vida. Dejan de cuidarse. Las mujeres no quedan preñadas; los hombres jóvenes se dan a la bebida; los viejos se dejan morir de hambre. En uno o dos años es como si no hubieran existido nunca.
Locke se bebió el resto de la copa, brindando en silencio por la fatal sabiduría de esos pueblos. Sabían cuándo morirse, cosa que no podía decirse de alguna gente que había conocido. Al pensar en el deseo de muerte de aquellos indios se sintió absuelto de los últimos vestigios de culpa. ¿Qué eran las armas en sus manos, sino un instrumento de la evolución?


Al cuarto día de haber llegado al almacén, la fiebre de Stumpf disminuyó, muy a pesar de Dancy.
Lo peor ha pasado —anunció—. Dejen que descanse un par de días más y podrán volver al trabajo.
¿Cuáles son sus planes? —quiso saber Tetelman.
Locke observaba la lluvia desde el porche. Eran cortinas de agua que descendían de unas nubes tan bajas que rozaban las copas de los árboles. Luego, tan de repente como había llegado, el aguacero desapareció, como si alguien hubiera cerrado un grifo. Asomó el sol; la selva lavada volvía a humear, a retoñar, a prosperar.
No sé lo que haremos — repuso Locke —. Quizá consigamos ayuda y volvamos a nuestras tierras.
Hay ciertas formas —dijo Tetelman.
Cherrick, que estaba sentado junto a la puerta para beneficiarse de la escasa brisa disponible, tomó el vaso que su mano apenas había abandonado en los últimos días y volvió a llenarlo.
No más armas —dijo.
No había tocado el rifle desde el día en que llegaran al almacén; en realidad, sólo tenía contacto con la botella y la cama. Su piel parecía estar perpetuamente erizada.
No hace falta utilizar armas —murmuró Tetelman.
La frase quedó en el aire como una promesa no cumplida.
¿Deshacernos de ellos sin armas? —inquirió Locke — . Si quiere decir que hemos de esperar a que mueran de muerte natural, no soy tan paciente.
No —replicó Tetelman—, podemos ser más rápidos.
¿Cómo?
Con ellos me gano la vida —le contestó Tetelman echándole una mirada indolente — . Al menos en parte. Me está usted pidiendo que provoque mi propia quiebra.
«No sólo parece una vieja prostituta —pensó Locke—, sino que piensa como una vieja prostituta.»
¿Cuánto cuesta su información? —preguntó.
Una participación en lo que encuentre en sus terrenos —respondió Tetelman.
¿Qué podemos perder? —inquirió Locke, asintiendo con la cabeza— . Cherrick, ¿estás de acuerdo en darle una participación?
Cherrick asintió encogiéndose de hombros.
De acuerdo —dijo Locke—, hable.
Necesitan medicinas —le explicó Tetelman— porque son muy susceptibles a nuestras enfermedades. Una plaga decente puede diezmarlos prácticamente de la noche a la mañana.
Locke meditó al respecto sin mirar a Tetelman.
Caerían de un solo golpe —prosiguió Tetelman — . Prácticamente no tienen defensas contra ciertas bacterias. Como nunca tuvieron que crear resistencias contra ellas... La gonorrea. La viruela. Incluso el sarampión.
¿Cómo? —inquirió Locke.
Otro silencio. Más allá de la escalera del porche, donde acababa la civilización, la selva se henchía para ir en busca del sol. En el calor líquido, las plantas florecían, se pudrían y volvían a florecer.
He preguntado que cómo —repitió Locke.
Con mantas —respondió Tetelman —, con las mantas de los muertos.


Poco antes del amanecer del día en que Stumpf se recuperó, Cherrick se despertó de repente, arrancado de su reposo por una pesadilla. Afuera, todo estaba oscuro como la pez; ni la luna ni las estrellas aliviaban la profundidad de la noche. Por el reloj de su cuerpo, que su vida de mercenario había adiestrado hasta adquirir una exactitud impresionante, supo que no tardaría mucho en amanecer, y no tenía ganas de volver a apoyar la cabeza y dormir. Porque en sus sueños le esperaba el anciano. Las palmas levantadas, la sangre brillante no era lo único que acosaban a Cherrick. Eran las palabras que en sueños surgían de la boca desdentada del anciano lo que le producían el sudor frío que ahora le cubría el cuerpo.
¿Qué decían esas palabras? No lograba recordarlas, pero lo deseaba; quería arrastrar los sentimientos hasta conducirlos a la vigilia, para poder diseccionarlos y desecharlos por ridículos. Pero no lograba recordarlos. Se quedó tendido sobre su miserable camastro, la oscuridad lo envolvía con demasiada fuerza como para moverse; de repente, las manos ensangrentadas estaban allí, frente a él, suspendidas del techo. No había ningún rostro, ni cielo, ni tampoco la tribu. Sólo las manos.
Estoy soñando —se dijo Cherrick, pero no era tan tonto como para aceptarlo.
Y entonces, la voz. Su deseo se había hecho realidad; oía las palabras que había oído en sueños. Casi ninguna tenía sentido. Cherrick yacía en su camastro, como un recién nacido que escucha a sus padres hablar pero incapaz de comprender el significado de la conversación. Era un ignorante; saboreó la acritud de su estupidez por primera vez desde la infancia. La voz le hizo temer las ambigüedades de las que nunca había hecho caso, los susurros que su vida gritona había hecho inaudibles. Se esforzó por comprender, y no se sintió del todo frustrado. El hombre hablaba del mundo, y del exilio del mundo; hablaba de cómo destruye lo que uno trata de poseer. Cherrick luchó, deseando poder detener aquella voz para pedirle explicaciones. Pero se apagaba ya, escoltada por los gritos salvajes de los papagayos, por las voces roncas y llamativas que surgían de repente, por todas partes. A través de la malla de su red antimosquitos, Cherrick logró ver el cielo relumbrar tras las ramas de los árboles.
Se sentó en la cama. Las manos y la voz habían desaparecido, y con ellas todo, excepto un murmullo irritante de lo que casi había logrado comprender. Mientras dormía, había arrojado la única sábana y ahora se miraba el cuerpo con disgusto. Tenía la espalda, las nalgas y la parte trasera de los muslos doloridas. Había sudado demasiado sobre esas sábanas toscas, pensó. No era la primera vez en los últimos días que recordaba una pequeña casa en Bristol, la que en algunas época había sido su hogar.
El ruido de los pájaros le llenaba la cabeza. Se arrastró hasta el borde del camastro y apartó la red antimosquitos. Al tocarla, el tosco material de la red le restregó la palma de la mano. La soltó y maldijo por lo bajo. Hoy también sentía en la piel unas ansias de ternura, las mismas ansias que experimentara desde el día en que llegara al almacén. Incluso las plantas de los pies, apretadas contra el suelo por el peso de su cuerpo, parecían sufrir al tocar cada nudo y cada astilla. No veía la hora de alejarse de aquel lugar.
Un cálido hilillo le surcó la muñeca y le llamó la atención; se sorprendió de ver un pequeño surco de sangre bajarle por el brazo desde la mano. Tenía un corte en la yema del pulgar, donde la red antimosquitos le había arrancado la carne. Sangraba, aunque no copiosamente. Se chupó la herida y volvió a sentir esa sensibilidad extraña en el tacto que sólo la bebida abundante adormilaba. Escupiendo sangre, empezó a vestirse.
La ropas fueron como latigazos en la espalda. La camisa, endurecida por el sudor seco, le raspaba los hombros y el cuello; era como si sintiera los hilos aplastarle las terminaciones nerviosas. Por la forma en que lo raspaba, la camisa parecía hecha de tela de saco.
Oyó a Locke moverse en la habitación contigua. Terminó de vestirse con cuidado y fue a reunirse con él. Locke estaba sentado ante la mesa, junto a la ventana. Estudiaba con atención un mapa de Tetelman y bebía una taza de amargo café que Dancy gustaba de preparar, y que tomaba con una gota de leche condensada. Los dos hombres tenían poco que decirse. Desde el incidente de la aldea había desaparecido todo intento de simular amistad o respeto. El único hecho que los mantenía unidos era el contrato que habían firmado con Stumpf. En lugar de desayunar con whisky, cosa que Locke había considerado como un síntoma más de su declive, Cherrick se sirvió una taza del vomitivo brebaje de Dancy y salió a contemplar la mañana.
Se sentía raro. Había algo en el amanecer de aquel día que le provocaba una profunda inquietud. Conocía los peligros de cortejar temores infundados, e intentó prohibirlos, pero eran incontestables.
¿Sería sólo el agotamiento lo que esa mañana lo hacía tan dolorosamente consciente de sus muchos malestares? ¿Por qué si no iba a sentir con tanta fuerza la presión de sus ropas malolientes? El roce del borde de la bota contra el hueso del tobillo, la rítmica raspadura que le producía el pantalón en la pierna cuando caminaba, incluso el arañazo del aire que bullía alrededor de su cara y sus brazos expuestos. El mundo presionaba contra él —al menos era ésa la sensación—, presionaba como si quisiera eliminarlo.
Se le acercó una enorme libélula gimiente, con sus alas iridiscentes, y fue a chocar contra su brazo. El dolor de la colisión le hizo soltar el tazón. No se rompió, pero rodó hasta el porche y se perdió en la maleza. Enfadado, Cherrick apartó de él al insecto de un manotazo, y una mancha de sangre sobre el antebrazo tatuado señaló la defunción de la libélula. Se limpió. La sangre volvió a manar del mismo sitio, plena y oscura.
No era sangre de insecto, sino la suya propia. De algún modo, la libélula le había provocado un corte, pero no había sentido nada. Irritado, observó con más detenimiento la piel perforada. Le herida no era importante, pero sí dolorosa.
En el interior de la casa, oyó hablar a Locke. Vociferaba y le describía a Tetelman lo inútiles que eran sus compañeros de aventuras.
Stumpf no está hecho para este tipo de trabajos —dijo—. Y Cherrick...
¿Qué tienes que decir de mí?
Cherrick entró en la miserable estancia, limpiándose un nuevo flujo de sangre que le brotaba del brazo.
Eres paranoico —repuso Locke sin molestarse en mirarlo a la cara—. Paranoico, y no eres digno de confianza.
Sólo porque maté a un indio mocoso —adujo Cherrick. que no estaba de humor para soportar las impertinencias de Locke. Cuanto más se limpiaba la sangre del brazo lastimado, más le dolía — . Tú no tuviste cojones como para hacerlo por ti mismo.
Locke no se molestó en apartar la vista del mapa que estaba examinando. Cherrick se acercó a la mesa.
¿Me has oído? —preguntó.
Para añadir fuerza a la pregunta, dio un puñetazo en la mesa. Con el impacto, la mano se le abrió. La sangre saltó en todas direcciones, manchando el mapa.
Cherrick aulló y se apartó de la mesa; la sangre le salía a borbotones de la raja enorme que se le había abierto en el costado de la mano. Se le veía el hueso. A través del tumulto del dolor que le bullía en la cabeza, logró oír una voz suave. Las palabras eran inaudibles, pero sabía de quién eran.
¡No te escucharé! —gritó, sacudiendo la cabeza como un perro con una pulga en la oreja. Retrocedió tambaleándose hasta llegar a la pared, pero el más leve contacto le produjo otra agonía —. ¡No voy a escucharte, maldita sea!
¿De qué rayos está hablando? —inquirió Dancy. apoyado en el marco de la puerta.
Los gritos lo habían despertado y sostenía todavía las Obras completas de Shelley, sin las cuales Tetelman había confesado no poder dormir.
Locke reformuló la pregunta a Cherrick. que estaba de pie, con los ojos desmesuradamente abiertos, en un rincón del cuarto; de entre los dedos le manaba la sangre e intentaba vanamente restañar la herida de la mano.
¿Qué estás diciendo?
El me habló —repuso Cherrick —. El viejo.
¿Qué viejo? —inquirió Tetelman.
Se refiere al de la aldea —aclaró Locke. Y dirigiéndose a Cherrick. preguntó—: ¿Es a él a quien te refieres?
Quiere echarnos. Exiliados. Igual que ellos. ¡Igual que ellos!
El terror de Cherrick escapaba rápidamente al control de cualquiera y. por supuesto, al suyo propio.
Tiene una insolación —dijo Dancy. sin perder su manía de diagnosticar.
Locke sabía que no era así.
Vamos a vendarte la mano —le dijo, acercándose lentamente a Cherrick.
Lo he oído... —murmuró Cherrick.
Te creo. Tranquilízate. Ya saldremos de ésta. —No —repuso el otro—. Nos sacarán de aquí. Todo lo que tocamos. Todo lo que tocamos.
Daba la impresión de que iba a desmoronarse, y Locke se acercó para sostenerlo. Cuando sus manos tocaron los hombros de Cherrick, la carne se partió debajo de la camisa, y de inmediato las manos de Locke se empaparon de rojo. Las apartó, consternado. Cherrick cayó de rodillas, y éstas se convirtieron en nuevas heridas. Se miró la camisa y los pantalones manchados.
¿Qué me está pasando? —lloriqueó.
Deja que te ayude —dijo Dancy acercándose a él.
¡No! ¡No me toques! —suplicó Cherrick, pero no se podía rehusar que Dancy prestara su ayuda sanitaria.
Ya, tranquilízate —dijo, en su mejor estilo de enfermero.
Al sujetarlo Dancy, que sólo pretendía levantarlo para que no estuviera apoyado sobre las rodillas sangrantes, se le abrieron nuevos cortes donde lo tocaba. Dancy sintió cómo brotaba la sangre bajo sus manos y cómo se le arrancaba la carne del hueso. La sensación superó incluso su gusto por la agonía. Al igual que Locke. abandonó al hombre perdido.
Se está pudriendo —murmuró.
El cuerpo de Cherrick se había roto por una docena de sitios o más. Intentó incorporarse y. tambaleante, volvió a venirse abajo; la carne se le abría cada vez que tocaba la pared, o una silla o el suelo. No había ayuda posible. Los demás sólo podían estar allí, como espectadores de una ejecución, esperando los últimos estertores. Incluso Stumpf se había levantado de la cama para ver a qué se debían tantos gritos. Se apoyó en el marco de la puerta; la cara, demacrada por la enfermedad, era toda incredulidad.
Un minuto más. y la pérdida de sangre derrotó a Cherrick. Se desplomó y quedó boca abajo, despatarrado en el suelo. Dancy se acercó a él, se agachó junto a su cabeza.
¿Está muerto? —preguntó Locke. —Casi —repuso Dancy.
Podrido —dijo Tetelman, como si la palabra explicara la atrocidad que acababan de presenciar.
En la mano llevaba un crucifijo grande, tallado rudamente. Parecía artesanía india, pensó Locke. El Mesías crucificado en el árbol tenía ojos endrinos y estaba indecentemente desnudo. A pesar de los clavos y las espinas, sonreía.
Dancy tocó el cuerpo de Cherrick. dejando que brotara la sangre bajo su mano y le dio la vuelta; se inclinó hacia la cara aterrada. El hombre agonizante movía los labios de forma apenas perceptible.
¿Qué estás diciendo? —inquirió Dancy. y se acercó aún más para captar las palabras del hombre.
De la boca de Cherrick salía una baba llena de sangre, pero ningún sonido.
Locke se acercó, y apartó a Dancy. Las moscas ya revoloteaban alrededor del rostro de Cherrick. Locke puso su cabeza con cuello de toro a la vista de Cherrick.
~ ¿Me oyes? —inquirió.
El cuerpo gruñó.
¿Me reconoces?
Otro gruñido.
¿Quieres darme tu parte de la tierra?
El gruñido fue más suave esta vez, casi un suspiro.
Tenemos testigos —le informó Locke —. Di simplemente que sí Te oirán. Sólo di que sí.
El cuerpo hacía lo que podía. Abrió la boca un poco más.
Dancy... —dijo Locke —. ¿Ha oído lo que dijo?
Dancy no pudo disimular el horror que le producía la insistencia de Locke, pero asintió.
Eres testigo.
Si no queda remedio —dijo el inglés.
En el fondo de su cuerpo, Cherrick sintió la espina de pescado con la que se había atragantado la primera vez en la aldea; se retorció una última vez y acabó su vida.
¿Ha dicho que sí, Dancy? —inquirió Tetelman.
Dancy sintió la proximidad física del bruto que estaba arrodillado a su lado. No sabía lo que había dicho el hombre muerto, pero, ¿qué importaba? De todos modos, Locke se quedaría con las tierras, ¿o no?
Dijo que sí.
Locke se puso de pie, y fue a servirse otra taza de café.
Sin pensarlo, Dancy posó los dedos sobre los párpados de Cherrick para sellar su vacía mirada. Bajo la más ligera de las presiones, los párpados se partieron y la sangre tiñó las lágrimas que habían manado, allí donde antes habían estado los ojos de Cherrick.
Lo enterraron hacia el anochecer. Aunque durante el calor del mediodía el cuerpo había estado en la parte más fresca de la tienda, junto con los comestibles, cuando lo metieron en el interior de una loneta para ser enterrado ya había empezado a descomponerse. Por la noche. Stumpf le había ofrecido a Locke el último tercio de los terrenos, que fue a engrosar la parte de Cherrick; Locke, el realista de siempre, había aceptado. Las condiciones, que eran punitivas, se elaboraron al día siguiente. Al anochecer de aquel día, tal como Stumpf había esperado. llegó el avión de suministros. Locke, aburrido ya de las desdeñosas miradas de Tetelman, también había decidido volver a Santarém, donde se emborracharía para borrarse la selva del cuerpo durante unos días, y volver renovado. Tenía la intención de comprar provisiones frescas y, si podía, contratar a un chófer y un tirador de confianza.
El vuelo fue ruidoso, incómodo y aburrido; los dos hombres no intercambiaron palabra durante todo el trayecto. Stumpf mantenía los ojos fijos en las zonas de selva que iban sobrevolando y que aún seguían en pie, aunque el paisaje varió muy poco de una hora a la siguiente. Un panorama verde oscuro, roto de vez en cuando por la relumbre del agua, o una columna de humo azul que se elevaba aquí y allá, donde despejaban el terreno; y poco más.
En Santarém se separaron con un solo apretón de manos, que dejó dolorido cada nervio de la mano de Stumpf y que le produjo un corte en la carne tierna entre el pulgar y el índice.
Santarém no era Río, reflexionó Locke mientras se dirigía a un bar del sur de la ciudad, dirigido por un veterano de Vietnam al que le gustaban los espectáculos ad hoc con animales. Uno de los pocos placeres seguros de Locke, de los que nunca se cansaba, consistía en observar a una nativa, de rostro muerto como una torta fría de mandioca, entregarse a un perro o un burro a cambio de unos cuantos dólares mugrientos. En su mayoría, las mujeres de Santarém eran tan insípidas como la cerveza, pero Locke no tenía buen ojo para apreciar la belleza del sexo opuesto: lo único que le importaba era que sus cuerpos funcionaran razonablemente y no estuvieran enfermos. Encontró el bar y se dispuso a pasar la noche intercambiando indecencias con el americano. Cuando se cansó —poco después de medianoche—, compró una botella de whisky y salió a buscar una cara contra la que apagar su calentura.


La mujer estrábica estaba a punto de acceder a determinado pecadillo de Locke, al que se había negado resueltamente hasta que la embriaguez la persuadió y abandonó la escasa esperanza de dignidad que poseía, cuando llamaron a la puerta.
¡Joder! —protestó Locke.
Sí —dijo la mujer—. Joder. Joder.
Al parecer, era la única palabra que sabía en inglés. Locke no le prestó atención y, borracho, se arrastró hasta el borde del manchado colchón. Volvieron a llamar a la puerta.
¿Quién es? —preguntó.
¿Senhor Locke? —dijo la voz desde el pasillo; al parecer se trataba de un niño.
¿Sí? —dijo Locke. Había perdido los pantalones entre la maraña de sábanas—. Sí, ¿qué quieres?
Mensagem — repuso el niño—. Urgente. Urgente. —¿Para mí?
Había encontrado los pantalones y empezó a ponérselos. La mujer, nada descontenta de la separación, lo observaba desde el cabezal de la cama, jugueteando con una botella vacía. Locke se abrochó al mismo tiempo que iba desde la cama hasta la puerta: una distancia de tres pasos. Abrió. A juzgar por la negrura de sus ojos y el lustre peculiar de la piel, el niño que estaba en el oscuro pasillo parecía de ascendencia india. Llevaba una camiseta con la marca Coca-Cola.
Mensagem, senhor Locke... —insistió el niño—, do hospital.
El niño miró a la mujer que yacía en la cama. Sonrió de oreja a oreja al observar sus cabriolas.
¿Del hospital?—inquirió Locke.
Sim. Hospital «Sacrado Coraçao de María».
No podía ser otro que Stumpf, pensó Locke. ¿A quién más conocía en este rincón del infierno, que acudiera a él? A nadie. Desde su altura miró al lascivo niño.
Vem contigo —le dijo el niño—, vem contigo. Urgente.
No —dijo Locke — . No voy. Ahora no. ¿Me entiendes? Más tarde. Más tarde.
Tá morrendo — le informó el niño encogiéndose de hombros. —¿Se muere? —preguntó Locke.
Sim. Tá morrendo.
Que se muera. ¿Me entiendes? Vuelve y dile que no iré hasta que esté listo.
E meu dinheiro? —inquirió el niño, volviendo a encogerse de hombros, cuando notó que Locke iba a cerrar la puerta.
Vete al infierno —repuso Locke, y le cerró la puerta en la cara.
Dos horas más tarde, después de un desmañado acto sexual exento de pasión, cuando Locke abrió la puerta, descubrió que, para vengarse. el niño había defecado en el umbral.


El hospital «Sacrado Coraçao de María» no era un lugar para caer enfermo; mientras recorría los sucios pasillos, Locke pensó que era mejor morirse en la propia cama, en compañía del propio sudor, que ir a parar allí. El olor del desinfectante no lograba tapar del todo el hedor del dolor humano. Las paredes estaban impregnadas de él; formaba una capa grasienta sobre las lámparas, daba brillo a los suelos sin lavar. ¿Qué le habría ocurrido a Stumpf para ir a parar allí? ¿Una pelea de taberna, una discusión con algún chulo por el precio de una mujer? El alemán era lo bastante idiota como para meterse hasta el cuello por algo tan insignificante.
¿Senhor Stumpf? —inquirió a la mujer de blanco con la que se encontró en el pasillo—. Busco al senhor Stumpf.
La mujer negó con la cabeza y señaló en dirección al hombre de aspecto atormentado que se encontraba al fondo del pasillo, y que se había detenido un momento para encender un pequeño cigarro. Le soltó el brazo a la enfermera y abordó al hombre. Estaba envuelto por una apestosa nube de humo.
Busco al senhor Stumpf —le dijo.
El hombre lo observó, interrogante.
¿Es usted Locke?—preguntó.
Sí.
Ah —dijo y le dio una chupada al cigarro. La causticidad del humo expelido era capaz de provocar la recaída del paciente más duro—. Soy el doctor Edson Costa —le informó el hombre, tendiéndole la mano húmeda y fría—. Su amigo ha estado esperándole toda la noche.
¿Qué le pasa?
Se ha lastimado el ojo —respondió Edson Costa, abiertamente indiferente al estado de Stumpf—. Y tiene unas erosiones menores en las manos y la cara. Pero no quiere que nadie se le acerque. Él mismo se ha medicado.
¿Porqué? —preguntó Locke.
El doctor se mostró perplejo. Y repuso:
Paga para que lo pongamos en una habitación limpia. Paga mucho. De modo que lo meto en una. ¿Quiere verlo? Quizá pueda llevárselo.
Quizá —dijo Locke, sin entusiasmo.
La cabeza... —dijo el doctor—. Tiene delirios.
Sin más explicaciones, el hombre salió a considerable velocidad, dejando tras de sí un reguero de humo de tabaco. Después de dar varias vueltas, salió del edificio principal, atravesó un pequeño patio interior y llegó a una habitación con una mampara de cristal en la puerta.
Aquí está su amigo —le dijo el doctor, y tirando la colilla, agregó—: Dígale que si no me paga más, mañana tendrá que irse.
Locke espió a través de la mampara de cristal. La habitación de color blanco mugriento estaba vacía, excepto por la cama y una mesita, y estaba iluminada por la misma luz mortecina que maldecía cada centímetro de aquel miserable establecimiento. Stumpf no estaba en la cama, sino en cuclillas, en un rincón del cuarto. Tenía el ojo izquierdo cubierto por una venda abultada, sostenida en su sitio por otra, enrollada alrededor de la cabeza.
Locke lo observó durante un buen rato antes de que Stumpf se percatara de que lo estaban mirando. Levantó la cabeza lentamente. El ojo sano, para compensar la pérdida de su compañero, parecía haberse hinchado al doble de su tamaño natural. Reflejaba terror suficiente como para él y su hermano gemelo; en realidad, reflejaba terror como para una docena de ojos.
Cautelosamente, como un hombre cuyos huesos fueran tan frágiles que temiera que un soplo imprudente fuera a destrozarlos, Stumpf se incorporó apoyándose en la pared y se dirigió a la puerta. No la abrió, sino que se dirigió a Locke a través del cristal.
¿Por qué no viniste? —inquirió.
Estoy aquí.
Pero antes —dijo Stumpf. Tenía la cara despellejada, como si le hubieran dado una paliza—. Antes.
Tenía cosas que hacer —replicó Locke—. ¿Qué te ha pasado?
Es verdad, Locke —dijo el alemán—, todo es verdad.
¿De qué estás hablando?
Tetelman me lo dijo. Los desvarios de Cherrick. Eso de que somos exiliados. Es verdad. Quieren echarnos.
Ahora no estamos en la selva —le dijo Locke—. Aquí no tienes nada de qué temer.
Claro que sí —dijo Stumpf; el ojo estaba más abierto que nunca—¡Claro que sí! Lo vi...
¿A quién?
Al anciano de la aldea. Estuvo aquí. —Es ridículo.
Estuvo aquí, maldita sea —insistió Stumpf—. Ahí donde estás tú ahora. Me miraba a través del cristal.
Has estado bebiendo demasiado.
Le ocurrió a Cherrick y ahora me ocurre a mí. Hacen que sea imposible vivir...
Yo no tengo ningún problema —dijo Locke soltanto una risotada.
No dejarán que escapes —le dijo Stumpf—. Ninguno de nosotros escapará. Hasta que les demos una compensación.
Tienes que abandonar la habitación —le informó Locke. no dispuesto a soportar más tonterías—. Me han dicho que tienes que irte de aquí mañana.
No — repuso Stumpf—. No puedo irme. No puedo. —No tienes nada que temer.
El polvo —dijo el alemán — . El polvo que hay en el aire. Me cortará. Me entró una mota en el ojo, sólo una mota, y en seguida me empezó a sangrar como si no fuera a parar nunca. Apenas puedo acostarme, porque es como si las sábanas estuvieran llenas de clavos. Las plantas de los pies me duelen como si fueran a partírseme. Tienes que ayudarme.
¿Cómo? —inquirió Locke.
Págales la habitación. Págales para que pueda quedarme hasta que consigas un especialista de Sao Luis. Luego vuelve a la aldea. Locke. Vuelve y díselo. Diles que no quiero las tierras. Diles que ya no me pertenecen.
Volveré, pero cuando sea hora.
Tienes que ir de prisa —suplicó Stumpf—. Diles que me dejen en paz.
De repente, la expresión de la cara parcialmente cubierta cambió. Stumpf miró más allá de Locke. al espectáculo que había en el fondo del corredor. De su boca, laxa por el terror, salieron palabras apenas audibles:
Por favor.
Perplejo ante la expresión de aquel hombre. Locke se volvió. El corredor estaba desierto, a excepción de unas gruesas polillas que hostigaban la bombilla.
No hay nada allí —le dijo, regresando a la puerta del cuarto de Stumpf.
En el cristal reforzado con alambre de la ventana estaban las huellas claras de dos palmas ensangrentadas.
Está aquí —dijo el alemán, mirando fijamente el milagro del cristal sangrante.
Locke no tuvo que preguntar a quién se refería. Levantó la mano para tocar las marcas. Las huellas de las manos, aún húmedas, estaban de su lado del cristal, no del de Stumpf.
Dios mío —murmuró.
¿Cómo pudo nadie haberse deslizado entre él y la puerta, dejar sus huellas y volver a escaparse otra vez en el breve instante que había tardado en darse la vuelta? Desafiaba todo razonamiento. Volvió a mirar corredor abajo. Seguía desierto. Sólo la bombilla, que se columpiaba levemente, como embestida por una brisa pasajera, y las alas de las polillas, susurrantes.
¿Qué está pasando? —inquirió Locke en un susurro.
Embelesado por las huellas de las manos. Stumpf apoyó ligeramente la punta de los dedos en el vidrio. Al tocarlo, de sus dedos manó la sangre, y unos hilillos bajaron por el cristal. No apartó los dedos, sino que se limitó a mirar fijamente a Locke con la desesperación reflejada en el ojo.
¿Lo ves? —preguntó con voz muy queda.
¿A qué estás jugando? —inquirió Locke, también con voz muy queda—. Tiene que ser un truco.
No.
No tienes la enfermedad de Cherrick. No es posible. No los tocaste. Así lo acordamos, maldita sea —dijo ardientemente—. Cherrick los tocó, nosotros no.
Stumpf observó a Locke con algo parecido a la pena reflejada en el rostro.
Nos equivocamos —dijo suavemente. Los dedos, que había apartado del cristal, seguían sangrando, y la sangre le bajaba por el anverso de las manos y los brazos—. Locke, esto no es algo que puedas derrotar o someter. Se nos escapa de las manos. — Levantó los dedos ensangrentados y su propio juego de palabras le hizo sonreír—. ¿Lo ves?
La calma repentina y fatalista del alemán asustó a Locke. Tendió la mano, aferró el picaporte y lo meneó. La habitación estaba cerrada con llave. La llave estaba en el lado de adentro, en el sitio en que Stumpf había pagado para que estuviera.
No entres —le dijo Stumpf—. No te acerques a mí.
Su sonrisa se había desvanecido. Locke apoyó el hombro contra la Puerta.
He dicho que no te acerques a mí —gritó Stumpf con voz chillona.
Se alejó de la puerta en el momento en que Locke se abalanzaba contra ella. Al ver que no tardaría en ceder, dio el grito de alarma. Locke no le prestó la menor atención, sino que continuó abalanzándose contra la puerta. Se produjo el sonido de la madera al astillarse.
En alguna parte, allí cerca, Locke oyó la voz de una mujer que había acudido en respuesta a los gritos de Stumpf. Daba igual; agarraría al alemán antes de que llegara algún tipo de ayuda, y entonces, por Dios que le borraría de la cara a aquel bastardo hasta el último vestigio de sonrisa. Volvió a lanzarse contra la puerta con renovado fervor, una y otra vez. La puerta cedió.
En el interior del antiséptico capullo de su habitación, Stumpf sintió la primera punzada de aire sucio del mundo exterior. No fue más que una ligera brisa que invadió su santuario provisional, pero llevaba consigo toda la basura del mundo. Hollín y semillas, escamas de piel desprendidas de miles de cueros cabelludos, pelusas, arena y pelos, el polvillo brillante del ala de una polilla. Motas tan diminutas que el ojo humano sólo alcanzaba a vislumbrar en un haz de blancos rayos de sol; todas ellas, motas diminutas y remolineantes, inocuas para la mayoría de los organismo vivos. Pero para Stumpf aquella nube fue letal; en segundos, su cuerpo se convirtió en un campo de heridas diminutas y sangrantes.
Chilló y corrió hacia la puerta para volver a cerrarla de un golpe; fue como si se hubiera lanzado a una lluvia de pequeñas cuchillas que, una por una, fueron lacerándolo. Empujando contra la puerta para impedir que Locke entrase, las manos heridas se rompieron. Ya era demasiado tarde para impedirle el paso. El hombre había abierto la puerta de par en par, y había entrado; con cada uno de sus movimientos levantaba oleadas de aire que cortaban a Stumpf. Locke aferró al alemán por la muñeca. Al hacerlo, la piel del alemán se abrió como tocado por un cuchillo.
Detrás de él, una mujer lanzó un grito horrorizado. Locke se dio cuenta de que Stumpf ya no estaba en condiciones de retractarse por haberse reído, y lo soltó. Adornado con cortes en todas las partes del cuerpo expuestas al aire y con otras heridas que fueron formándosele. Stumpf retrocedió, enceguecido, y cayó junto a la cama. El aire destructor seguía despedazándolo cuando cayó; cada uno de sus agonizantes estertores despertaban nuevos torrentes que lo hicieron pedazos.
Ceniciento, Locke se apartó del lugar donde yacía el cuerpo, y salió al corredor tambaleándose. Lo bloqueaba un grupo de curiosos; se hicieron a un lado cuando lo vieron acercarse, demasiado intimidados por su corpulencia y por la mirada enloquecida que llevaba en el rostro como para hacerle frente. Volvió sobre sus pasos a través del laberinto perfumado de enfermedad, atravesó el pequeño patio y entró en el edificio principal. Brevemente vio a Edson Costa que salía en su persecución, pero no se quedó para dar explicaciones.
En el vestíbulo, que a pesar de la hora estaba atestado de víctimas de uno u otro tipo, su mirada hostil se posó en un niño pequeño, acunado en el regazo de su madre. Al parecer se había lastimado en el vientre. La camisa, excesivamente grande, estaba manchada de sangre; tenía el rostro empapado de lágrimas. La madre no levantó los ojos cuando Locke avanzó entre la multitud. Sin embargo, el niño sí lo hizo. Alzó la cabeza como si hubiera sabido que Locke estaba a punto de pasar y sonrió, radiante.
En la tienda de Tetelman no había nadie que Locke conociera; toda la información que logró sacar a la fuerza a los obreros contratados, en su mayoría tan borrachos que no podían siquiera tenerse en pie, fue que sus amos habían partido hacia la selva el día anterior. Locke persiguió al más sobrio del grupo y lo persuadió con amenazas de que lo acompañara hasta la aldea en calidad de traductor. No tenía una idea clara de cómo haría las paces con la tribu. Lo único de lo que estaba seguro era de que tendría que demostrar su inocencia. Argüiría que, después de todo, no había sido él quien disparara el tiro letal. No cabía duda de que había habido disensiones, pero no le había causado ningún daño a la gente. ¿Cómo podían ellos, en conciencia, conspirar para hacerle daño? Si deseaban castigarlo, no iba a negarse a sus exigencias. En realidad, ¿acaso no obtendrían una satisfacción en ello? Últimamente había visto demasiado sufrimiento. Quería que lo liberaran de él. Cualquier cosa que le pidieran, siempre que estuviera dentro de lo razonable, lo cumpliría, cualquier cosa con tal de no morir igual que los otros. Incluso estaba dispuesto a devolverles las tierras.
El viaje fue muy ajetreado y su arisco acompañante se quejaba con frecuencia y de un modo incoherente. Locke hizo oídos sordos. No había tiempo que perder. Su ruidoso avance —el motor del jeep se quejaba ante cada nueva acrobacia que se le exigía— hizo revivir a la selva por los cuatro costados, y sonó un repertorio de chillidos, lamentos y aullidos. Era un lugar urgente, hambriento, pensó Locke; y por primera vez desde que pusiera el pie en este subcontinente, lo odió con todo su corazón. Aquel lugar no le daba a uno ocasión de encontrarle un sentido a los acontecimientos; a lo más que se podía aspirar era a que se le concediera a uno un rincón donde respirar por un momento entre un escuálido florecer y el siguiente.
Media hora antes del anochecer, exhaustos por el viaje, llegaron a las afueras de la aldea. El sitio no había cambiado nada en los escasos días que habían permanecido alejados de allí, pero el círculo de chozas se notaba claramente desierto. Las puertas estaban abiertas; los fuegos comunales, siempre encendidos, eran un cúmulo de cenizas. No había ni niños ni cerdos que se volvieran a mirarlo mientras atravesaba el recinto. Al llegar al centro del círculo, se quedó inmóvil; buscó a su alrededor alguna pista de lo ocurrido. No encontró nada. La fatiga lo volvió audaz. Reuniendo sus desperdigadas fuerzas, gritó hacia la maleza:
¿Dónde estáis?
Dos guacamayos rojo brillante, de alas irregulares, salieron volando y chillando de los árboles, en el extremo opuesto de la aldea. Poco después, una figura surgió de la espesura de jacarandás y balsas. No era uno de la tribu, sino Dancy. Se detuvo antes de dejarse ver del todo; al reconocer a Locke, una amplia sonrisa le surcó el rostro, y avanzó hacia el recinto. Detrás de él, el follaje tembló cuando los demás se abrieron Paso. Estaba Tetelman, y unos cuantos noruegos dirigidos por un tipo "amado Bj0rnstr0m, a quien Locke había visto brevemente en el almacén. La cara, bajo un mechón de pelo descolorido por el sol, era igual que la langosta hervida.
Dios mío —dijo Tetelman—, ¿qué está haciendo aquí?
Eso mismo le pregunto yo —repuso Locke, irritado.
Con un ademán, Bj0rnstr0m ordenó a sus tres compañeros que bajaran los rifles y se adelantó con una sonrisa conciliatoria.
Señor Locke —dijo el noruego, tendiéndole la mano enguantada de cuero—, me alegra volver a verle.
Locke bajó la vista y con disgusto observó el guante manchado; con una mirada de autoadmonición, Bj0rnstr0m se lo quitó. La mano que quedó al descubierto era prístina.
Discúlpeme —le dijo—. Estuvimos trabajando.
¿En qué? —preguntó Locke.
La acidez estomacal fue subiendo lentamente hasta depositársele en la garganta.
Esos indios —repuso Tetelman lanzando un escupitajo.
¿Dónde está la tribu? —preguntó Locke.
Bj0rnstr0m dice que tiene derechos sobre este territorio... —intervino nuevamente Tetelman.
¿Dónde está la tribu? —insistió Locke.
El noruego jugueteó con el guante.
¿Les dieron dinero para que se fueran? —inquirió Locke.
No exactamente — repuso Bj0rnstr0m.
Su inglés era impecable, como su perfil.
Que venga —sugirió Dancy con cierto entusiasmo—. Dejad que lo vea con sus propios ojos.
¿Por qué no? —dijo Bj0rnstr0m asintiendo con la cabeza—. No toque nada, señor Locke. Dígale a su porteador que se quede donde está.
Dancy ya se había dado media vuelta y se dirigía hacia la espesura: Bj0rnstr0m hizo lo mismo, escoltando a Locke por el recinto, hacia un corredor abierto en medio del denso follaje. Locke apenas lograba seguirles; a cada paso, sus piernas se mostraban más reacias a continuar. A lo largo del sendero, el suelo estaba bien apisonado. Sobre la tierra húmeda había un mantillo de hojas y flores de orquídeas pisoteadas.
Habían cavado una fosa en un pequeño claro, a unos cien metros de recinto. La fosa no era profunda, ni tampoco muy grande. Los olores mezclados de la cal y la gasolina tapaban los demás aromas.
Tetelman, que había llegado al claro delante de Locke, se abstuvo de acercarse al borde de la excavación, pero Dancy no se mostró tan melindroso. A grandes zancadas rodeó el extremo más alejado de la fosa y con el dedo le hizo señales a Locke para que se fijara en su contenido.
La tribu ya se estaba pudriendo. Yacían donde los habían arrojado, en un amontonamiento de pechos, nalgas, caras y piernas; sus cuerpos salpicados, aquí y allá, de manchas negras y púrpura. En el aire, encima de los cuerpos, las moscas se agolpaban en una confusa nube.
Una lección —comentó Dancy.
Locke no logró apartar la vista, mientras Bj0rnstr0m se dirigió al otro costado de la fosa, para unirse a Dancy.
¿Son todos? —preguntó Locke. El noruego asintió.
De un solo plumazo —dijo, pronunciando cada palabra con una precisión perturbadora.
Las mantas —dijo Tetelman, indicando el arma asesina.
Pero tan de prisa... —murmuró Locke.
Es muy eficaz —dijo Dancy—. Y difícil de probar. Incluso en el caso de que alguien pregunte.
Las enfermedades son algo natural —observó Bj0rnstr0m —. Quizá podamos trabajar juntos.
Locke ni siquiera intentó responder. Los otros miembros del grupo noruego habían apoyado sus rifles en el suelo y se disponían a continuar con el trabajo: del solitario montón, junto a la fosa, sacaron los pocos cuerpos que quedaban por arrojar junto a sus congéneres.
Entre la maraña, Locke logró ver a un niño y a un viejo al que los enterradores estaban recogiendo. El cadáver daba la impresión de carecer de articulaciones cuando lo balancearon por encima del borde del agujero. Cayó dando tumbos por la leve pendiente y quedó boca arriba, con los brazos estirados a ambos lados de la cabeza, en un gesto de sumisión, o de expulsión. Se trataba del anciano al que Cherrick se había enfrentado. Las palmas de sus manos todavía estaban rojas. En la frente tenía un limpio agujero de bala. Al parecer, la enfermedad y la desesperación no habían sido del todo eficaces.
Locke se quedó mirando mientras arrojaban el siguiente cuerpo a la fosa común, y a un tercero que le siguió.
Bj0rnstr0m se paseó por el extremo más alejado de la fosa y encendió un cigarrillo. Sus ojos se encontraron con los de Locke.
Así es la vida —dijo.
Detrás de Locke, Tetelman habló.
Creímos que no volvería —dijo, intentando quizá justificar su alianza con Bj0rnstr0m.
Stumpf ha muerto —dijo Locke.
Mejor, menos para dividir —comentó Tetelman, acercándose y poniéndole una mano sobre el hombro.
Locke no respondió; se limitó a mirar fijamente los cadáveres, a los que estaban cubriendo de cal; lentamente fue advirtiendo el calorcillo que le bajaba por el cuerpo desde el punto en que Tetelman lo había tocado. Asqueado, el hombre había quitado la mano, y se quedó mirando la creciente mancha de sangre de la camisa de Locke.




Crepúsculo en las torres




Las fotografías de Mironenko que le habían enseñado a Ballard distaban mucho de ser instructivas. Sólo en una o dos de ellas aparecía el rostro del hombre de la KGB, plenamente; las restantes eran en su mayoría confusas y poco claras: delataban sus orígenes furtivos. Eso no preocupó demasiado a Ballard. Una larga experiencia, en ocasiones amarga, le había enseñado que el ojo estaba siempre demasiado dispuesto al engaño, pero existían otras facultades..., los restos de unos sentidos que la vida moderna había vuelto obsoletos... y que él había aprendido a poner en juego, para oler los síntomas más leves de traición. De esta capacidad se valdría cuando se encontrara con Mironenko. Con ellos le arrancaría la verdad a aquel hombre.
¿La verdad? Ahí residía la cuestión más intrincada, porque, en este contexto, ¿acaso no era la sinceridad una fiesta móvil? Sergei Zakharovich Mironenko había sido Jefe de Sección de la Directiva S de la KGB durante once años, y había tenido acceso a la información más confidencial sobre la dispersión de ilegales soviéticos en Occidente. Sin embargo, en las últimas semanas se había desencantado de sus amos actuales y había manifestado su consiguiente deseo de desertar al Servicio de Seguridad Británico. A cambio de los complicados esfuerzos que se tendrían que realizar por su culpa, se había ofrecido a actuar como agente dentro de la KGB durante un período de tres meses, concluido el cual lo conducirían al seno de la democracia y lo ocultarían donde sus vengativos jefes supremos no lograran encontrarlo jamás. Le había tocado a Ballard encontrarse cara a cara con el ruso, en la esperanza de establecer si la deslealtad de Mironenko para con su ideología era real o fingida. La respuesta no vendría de labios de Mironenko, y Ballard lo sabía. sino de algún matiz de su comportamiento que sólo el instinto lograría comprender.
En otra época, Ballard habría encontrado fascinante el acertijo, cada uno de sus pensamientos vigilantes habrían dado vueltas al problema por descifrar. Pero tal compromiso había pertenecido a un hombre convencido de que sus actos ejercían un efecto significativo sobre el mundo. Ahora había ganado en experiencia. Los agentes del Este y del Oeste se dedicaban a sus trabajos secretos sin interrupción. Conspiraban, confabulaban, de vez en cuando (aunque raramente) derramaban sangre. Se producían derrotas, pactos especiales y victorias tácticas menores. Pero al final las cosas seguían más o menos como siempre.
Esta ciudad, por ejemplo. Ballard había ido por primera vez a Berlín en abril de 1969. Entonces tenía veintinueve años; acababa de terminar el adiestramiento intensivo y estaba listo para vivir un poco. Aunque allí no se había sentido cómodo. La ciudad le resultó carente de encanto, a menudo desierta. Odell, su colega durante los dos primeros años, había tenido que probarle que Berlín era merecedora de sus afectos, y cuando Ballard cayó, quedó perdido para el resto de su vida. Se sentía más en casa en esta ciudad dividida que en Londres. Su desasosiego, su idealismo fallido y —quizá lo más agudo de todo— su terrible aislamiento, se parecían mucho a él. La ciudad y él mantenían una presencia en un erial de ambiciones muertas.
Encontró a Mironenko en la Germalde Galerie, y sí, las fotografías habían mentido. El ruso parecía tener más de cuarenta y seis años, y se le veía más enfermo que en aquellos retratos robados. Ninguno de los dos hombres dio muestras de reconocerse. Recorrieron la colección de la galería durante una buena media hora; Mironenko demostró un interés marcado, aparentemente genuino, hacia las obras expuestas. Sólo cuando ambos estuvieron seguros de que no los observaban, el ruso abandonó el edificio y condujo a Ballard hasta el amable suburbio de Dahlem, a una casa segura, mutuamente acordada. Allí, en la cocina pequeña y sin calefacción se sentaron y hablaron.
El dominio del inglés de Mironenko era inseguro, o al menos eso parecía, aunque Ballard tuvo la impresión de que sus esfuerzos por encontrar el sentido eran tanto tácticos como gramaticales. De haber estado él en la situación del ruso, muy bien podría haber presentado la misma fachada; rara vez resultaba dañino parecer menos competente de lo que uno era. A pesar de las dificultades que tenía para expresarse, las declaraciones de Mironenko eran inequívocas.
Ya no soy comunista —dijo humildemente — . No he sido miembro del partido, al menos no aquí. —Se llevó el puño al pecho y agregó— : Desde hace muchos años.
Sacó del bolsillo de la chaqueta un pañuelo blancuzco, se quitó un guante, y de entre los pliegues del pañuelo extrajo un frasco de tabletas. —Perdóneme —dijo, y con unos golpecitos sacó las tabletas de la botella—. Tengo dolores. En la cabeza y en las manos.
Ballard esperó hasta que se hubo tragado la medicación antes de preguntarle:
¿Por qué empezó a dudar?
El ruso se guardó el frasco y el pañuelo en el bolsillo; su rostro estaba falto de toda expresión.
¿Cómo llega un hombre a perder la... la fe? —preguntó a su vez—. ¿Acaso será porque he visto demasiado, o tal vez demasiado poco?
Observó el rostro de Ballard para comprobar si sus palabras titubeantes tenían algún sentido. Al no encontrar allí comprensión alguna, volvió a intentarlo.
Creo que el hombre que no cree que está perdido, lo está.
La paradoja fue expresada de forma elegante; la sospecha de Ballard en cuanto al verdadero dominio de Mironenko del inglés se confirmó.
¿Está usted perdido en estos momentos? —inquirió Ballard.
Mironenko no respondió. Se quitó el otro guante y se miró las manos. Las píldoras que se había tragado no parecían ejercer ningún efecto sobre el dolor del que se había quejado. Abrió y cerró los puños, como un artrítico que comprobara el avance de su enfermedad. Sin levantar la vista, dijo:
Me enseñaron que el Partido tenía soluciones para todo. Eso me liberó del temor.
¿Y ahora?
¿Ahora? —repitió—. Ahora tengo unos extraños pensamientos. Me llegan de ninguna parte...
Siga —lo animó Ballard.
Tiene que conocerme por dentro y por fuera, ¿verdad? —Mironenko ensayó una sonrisa forzada—. ¿Hasta lo que sueño?
Sí —respondió Ballard.
Nosotros haríamos lo mismo —replicó, asintiendo con la cabeza. Después de una pausa, agregó—: A veces he pensado que me partiría. ¿Entiende lo que digo? Que me rompería, porque dentro de mí llevo una rabia tan grande... Y eso hace que tenga miedo, Ballard. Creo que verán cuánto los odio. —Miró a su interrogador—. Tienen que darse prisa, o me descubrirán. Procuro no pensar en lo que harían. —Volvió a hacer una pausa. Se le había borrado del rostro todo vestigio de sonrisa, por más carente de humor que fuera—. La Directiva cuenta con Departamentos de los que ni siquiera yo estoy enterado. Hospitales especiales donde nadie puede entrar. Saben cómo despedazarle el alma a un hombre.
Ballard, el pragmático de siempre, se preguntó si el vocabulario de Mironenko no era un tanto ampuloso. De haber estado él en manos de la KGB dudaba mucho que estuviera pensando en la satisfacción de su propia alma. Al fin y al cabo, era en el cuerpo donde se alojaban las terminaciones nerviosas.


Hablaron durante una hora o más; la conversación giró en torno de la política y los recuerdos personales, las trivialidades y la confesión—Acabada la entrevista, a Ballard no le cabía ninguna duda sobre la antipatía que Mironenko profesaba a sus amos. Era, como él mismo lo había dicho, un hombre sin fe.
Al día siguiente, Ballard se encontró con Cripps en el restaurante del Hotel Schweizerhof, y le presentó un informe oral sobre Mironenko.
Está dispuesto y espera. Pero insiste en que nos demos prisa en decidirnos.
Era de suponer —comentó Cripps.
Ese día, el ojo de vidrio le molestaba; el aire frío, explicó, lo volvía lerdo. Se movía a una velocidad levemente inferior que su ojo verdadero, y en ocasiones se veía obligado a darle un ligero toque con el dedo para ponerlo en movimiento.
No permitiremos que nos metan prisas para tomar una decisión —dijo Cripps.
¿Dónde está el problema? No tengo ninguna duda sobre su compromiso, ni sobre su desesperación.
Ya te he oído —repuso Cripps—. ¿Quieres algo de postre?
¿Es que dudas de mis evaluaciones? ¿Es eso?
Toma algo dulce para terminar, así no me sentiré un perfecto réprobo.
Crees que me equivoco con respecto a él, ¿verdad? —insistió Ballard. Al ver que Cripps no contestaba, se inclinó sobre la mesa y volvió a insistir—: Es así, ¿verdad?
Simplemente digo que tenemos motivos para ir con cuidado —repuso Cripps — . Si finalmente decidimos aceptarlo a bordo, los rusos se sentirán muy disgustados. Hemos de estar seguros de que el trato vale la pena como para soportar el mal tiempo que se nos avecina. En estos momentos, las cosas se presentan muy arriesgadas.
¿Y cuándo no? —replicó Ballard—. Dime una sola ocasión en que no haya habido una crisis en perspectiva.
Se reclinó en la silla e intentó leer en el rostro de Cripps. El ojo de vidrio era, si acaso, más cándido que el verdadero.
Estoy harto de este maldito juego —murmuró Ballard. —¿Por el ruso? —inquirió Cripps; su ojo de vidrio dio vueltas.
Puede ser.
Créeme —le dijo Cripps—, tengo buenos motivos para ir con cuidado con este hombre. —Dime uno.
No hay nada comprobado.
¿Qué tienes contra él? —insistió Ballard.
Ya te lo he dicho, son rumores —repuso Cripps.
¿Por qué no se me informó?
Cripps sacudió ligeramente la cabeza y repuso:
En este momento es algo puramente académico. Me has proporcionado un buen informe. Sólo quiero que entiendas que si las cosas no salen como crees que deberían, no es porque no hayamos confiado en tus evaluaciones.
Ya veo.
No, no ves nada —dijo Cripps—. Te sientes torturado, y no te culpo del todo.
¿Y ahora, qué? ¿Se supone que tengo que olvidar que conocí a ese hombre?
No vendría nada mal —repuso Cripps—. Ojos que no ven, corazón que no siente.


Estaba claro que Cripps no se fiaba de Ballard como para aceptar sus consejos. Aunque en la semana siguiente Ballard realizó discretamente diversas averiguaciones sobre el caso Mironenko, estaba cantado que alguien había advertido a su círculo habitual de contactos para que mantuvieran la boca cerrada.
Tal como estaban las cosas, las siguientes noticias sobre el caso le llegaron a Ballard a través de las páginas de los diarios de la mañana, en un artículo sobre un cadáver hallado en una casa, cerca de la estación, en Kaiser Damm. En el momento de leer la noticia, no tenía forma de saber cómo podía estar ligada con Mironenko, pero la nota contenía detalles suficientes como para despertar su interés. Por una parte, sospechaba que la casa indicada en el artículo había sido utilizada en algunas ocasiones por el Servicio; por otra, el artículo explicaba que dos hombres no identificados habían estado a punto de ser sorprendidos en el acto de sacar el cadáver de allí, con lo que se veía que aquél no era un crimen pasional.
Alrededor del mediodía fue a ver a Cripps a sus oficinas, con la esperanza de obligarlo a darle alguna explicación, pero Cripps no estaba disponible, ni lo estaría, según le explicó la secretaria, hasta nuevo aviso; habían surgido ciertos asuntos en Munich que lo habían obligado a regresar allí. Ballard le dejó dicho que quería hablar con él en cuanto regresara.
Cuando volvió a salir al aire frío, notó que se había ganado un admirador: un individuo de cara delgada, cuyos cabellos se le habían retirado de la frente, dejándole una ridícula melena en la parte más alta de la cabeza. Ballard lo reconoció; lo había visto en el entorno de Cripps, pero no lograba ponerle nombre a la cara. Se lo proporcionaron rápidamente.
Suckling —dijo el hombre.
Ah, claro, hola —dijo Ballard.
Creo que será mejor que hablemos, si tiene un momento —le explicó el hombre.
Su voz estaba tan contraída como sus facciones; Ballard no quería saber nada de sus chismorreos. Estaba apunto de rechazar la oferta, cuando Suckling le dijo:
Supongo que se habrá enterado de lo que le pasó a Cripps.
Ballard negó con la cabeza. Encantado de poseer aquella piedra preciosa, Suckling agregó:
Tenemos que hablar.
Caminaron por la Kantstrasse hacia el zoológico. La calle bullía de peatones que iban a comer, pero Ballard apenas reparó en ellos. La historia que Suckling le desveló mientras caminaban exigía su absoluta atención.
Se la refirió con sencillez. Al parecer, Cripps había arreglado un encuentro con Mironenko para realizar su propia evaluación de la integridad del ruso. La casa de Schöneberg, escogida para la reunión, había sido utilizada en varias ocasiones anteriores, y durante mucho tiempo se la había considerado como uno de los lugares más seguros de la ciudad. Sin embargo, la noche anterior quedó probado que no era así. Los hombres de la KGB habían seguido a Mironenko hasta la casa y luego intentaron aguarles la fiesta. No había testigos que pudieran decir lo que ocurrió después: los dos hombres que habían acompañado a Cripps, uno de los cuales era Odell, el antiguo colega de Ballard, habían muerto, y Cripps estaba en coma.
¿Y Mironenko? —inquirió Ballard.
Se lo llevaron a la madre patria, al menos eso se presume —repuso Suckling encogiéndose de hombros.
Ballard olfateó un soplo de engaño en el hombre.
Me conmueve que me mantenga usted al día —le comentó a Suckling— . Pero ¿por qué?
Odell y usted eran amigos, ¿no? —fue la respuesta—. Ahora que Cripps está fuera de circulación, ya no le quedan muchos.
¿De veras?
No es mi intención ofenderlo —se apresuró a aclarar Suckling—. Pero tiene usted reputación de disidente.
Vaya al grano —le ordenó Ballard.
No hay ningún grano —protestó Suckling—. Simplemente creí que tenía que enterarse de lo ocurrido. Con esto me estoy jugando el pescuezo.
Buen intento el suyo —dijo Ballard.
Se detuvo. Suckling dio un paso o dos antes de volverse para encontrarse con un Ballard sonriente.
¿Quién le ha enviado?
Nadie —repuso Suckling.
Muy astuto esto de ponerme al tanto sobre el chismorreo de la corte. Estuve a punto de creérmelo. Es usted muy verosímil.
El rostro de Suckling no era lo suficientemente rechoncho como para ocultar un tic en la mejilla.
¿Por qué motivo sospechan de mí? ¿Creen que conspiro con Mironenko? ¿Es eso? No, no creo que sean tan estúpidos.
Suckling sacudió la cabeza, como un médico en presencia de una enfermedad incurable, y dijo:
Le gusta hacerse enemigos, ¿eh?
Es un riesgo del oficio. No se me ocurriría dejar de dormir por eso. En realidad no lo hago.
Hay cambios en el aire —dijo Suckling—. En su lugar, me aseguraría de tener las respuestas preparadas.
A la mierda las respuestas —repuso Ballard cortésmente —. Creo que ya es hora de que prepare las preguntas adecuadas.
El que enviaran a Suckling para sondearlo olía a desesperación Querían información desde dentro, pero, ¿sobre qué? ¿Acaso creían de verdad que estaba relacionado con Mironenko o, lo que era peor, con la KGB misma? Dejó que se aplacara su resentimiento, porque levantaba demasiado barro y necesitaba aguas claras si quería encontrar el modo de salir de aquella confusión. De alguna manera, Suckling estaba perfectamente en lo cierto: tenía enemigos, y con Cripps de baja, era vulnerable. En tales circunstancias existían dos tipos de medidas. Podía regresar a Londres y ocultarse, o quedarse en Berlín a esperar la siguiente maniobra por parte de ellos. Se decidió por esto último. El encanto del juego del escondite se fue difuminando rápidamente.
Al desviarse hacia el norte, en dirección a Leibnizstrasse, por el rabillo del ojo vio el reflejo de un hombre de chaqueta gris en un escaparate. Fue un leve atisbo, pero tuvo la sensación de que conocía la cara de ese hombre. Se preguntó si le habrían asignado un perro guardián. Se dio la vuelta y sus ojos se encontraron con los de aquel hombre; sostuvo su mirada. El sospechoso pareció incómodo y apartó la vista. Una actuación, quizá; aunque quizá no. Poco importaba, pensó Ballard. Que lo vigilaran todo lo que quisieran. Estaba libre de culpa. Siempre y cuando más acá de la locura existiera tal estado.


Una extraña felicidad embargó a Sergei Mironenko; felicidad que había llegado sin ton ni son y que llenaba su corazón a rebosar.
Hasta el día anterior, las circunstancias le habían parecido insoportables. El dolor en las manos, la cabeza y la columna había empeorado lentamente, y ahora lo acompañaba una comezón tan conminatoria que había tenido que cortarse las uñas al ras para no producirse serios daños. Había llegado a la conclusión de que su cuerpo se rebelaba en contra de él. Ése era el pensamiento que había intentado explicarle a Ballard: que se encontraba dividido, y que temía que pronto iba a quedar partido en dos. Pero hoy había desaparecido el temor.
Pero no los dolores. Eran peores que el día anterior. Los músculos y los ligamentos le dolían como si los hubieran trabajado más allá de los límites de su propio diseño; en todas las articulaciones tenía moretones donde la sangre había roto sus cauces, debajo de la piel. Pero la sensación de rebelión inminente había desaparecido para ser reemplazada por una lánguida tranquilidad. Y en su centro, una felicidad total.
Cuando intentó reflexionar acerca de los últimos acontecimientos, descifrar qué había desatado esta transformación, su memoria le jugó sucio. Lo habían citado para encontrarse con el superior de Ballard, de eso se acordaba. Pero ya no recordaba si había acudido a la cita. La noche había quedado en blanco.
Ballard sabría cómo estaban las cosas, reflexionó. Desde el principio le había caído bien y había confiado en el inglés; presintió que, a pesar de las muchas diferencias existentes entre ambos, se parecían más de lo esperado. Y se dejó guiar por ese instinto; encontraría a Ballard, de eso estaba seguro. El inglés se sorprendería de verlo, al principio se enfadaría incluso. Pero cuando le contara a Ballard la felicidad que acababa de encontrar, ¿acaso no le perdonaría sus pecados?
Ballard cenó tarde, y bebió hasta más tarde aún en El Cuadrilátero, un pequeño bar de travestidos al que había ido por primera vez con Odell, hacía ya casi veinte años. Sin duda, su guía había tenido la intención de probar su sofisticación mostrándole al colega bisoño la decadencia de Berlín, pero Ballard, aunque nunca había experimentado ningún frisson sexual en compañía de la clientela del Cuadrilátero, se había sentido inmediatemente como en casa. Respetaban su neutralidad; nadie intentaba abordarlo. Dejaban simplemente que bebiera y observara el desfile de géneros.
Al ir allí, aquella noche, había despertado el fantasma de Odell, cuyo nombre sería borrado de las conversaciones por su relación con el asunto Mironenko. Ballard había asistido a ese proceso en otras ocasiones. La historia no perdonaba los errores, a menos que fueran tan profundos que alcanzaran una especie de grandeza. Para los Odells del mundo, hombres ambiciosos que se habían encontrado, muy a pesar de ellos, en un callejón sin salida que no daba lugar a retirada alguna; para tales hombres no se pronunciarían bonitas palabras, ni se les concederían medallas. Sólo existiría para ellos el olvido.
Aquellas reflexiones le produjeron melancolía, y bebió mucho para mantener sus ebrios pensamientos, pero cuando a eso de las dos de la madrugada salió a la calle, su depresión se encontraba obnubilada sólo a medias. Los buenos burgueses de Berlín hacía rato que estaban en la cama; al día siguiente había que ir a trabajar. El sonido del tráfico de la Kurfürstendamm era la única señal cercana de vida. Se dirigió hacia allí; sus pensamientos eran muy ligeros.
Detrás de él, risas. Un muchacho, encantadoramente vestido de estrella de cine, pasó tambaleante por la acera, del brazo de su serio acompañante. Ballard reconoció al travestido, que era parroquiano del bar; el cliente, a juzgar por su traje sobrio, provenía de fuera de la ciudad y deseaba saciar su sed de muchachos vestidos de chicas a espaldas de su esposa. Ballard siguió caminando. La risa del muchacho, de una musicalidad abiertamente forzada, le produjo dentera.
Oyó a alguien correr cerca de allí; por el rabillo del ojo vio moverse una sombra. Seguramente sería su perro guardián. Aunque el alcohol le había obnubilado los instintos, sintió que despuntaba una cierta ansiedad, cuyas raíces no logró precisar. Siguió caminando. Unos temblores ligeros como plumas le recorrieron el cráneo.
Un poco más adelante, notó que la risa proveniente de la calle que había dejado atrás había cesado. Miró por encima del hombro, como esperando ver abrazados al muchacho y a su cliente. Pero habían desaparecido; se habían escabullido por uno de los callejones, sin duda, a concluir su trato en la oscuridad. Cerca de allí, en alguna parte, un perro se había puesto a ladrar furiosamente. Ballard se dio la vuelta para observar el camino por el que había venido, retando a la calle desierta a que le mostrara sus secretos. Fuera lo que fuese lo que le producía el zumbido en la cabeza y la comezón en las palmas de las manos, no era una ansiedad cualquiera. En la calle había algo extraño; a pesar de su aspecto inocente, ocultaba ciertos terrores.
Las luces brillantes de Kurfürstendamm se encontraban a unos minutos de distancia, pero no quería volverle la espalda a este misterio para refugiarse en ellas. Siguió caminando por donde había venido, lentamente. El perro ya no experimentaba alarma alguna, y había callado; por toda compañía tenía el sonido de sus pasos.
Llegó a la esquina del primer callejón y escudriñó en su interior. No había luces en las ventanas ni en los portales. No presintió ninguna presencia humana en la oscuridad. Cruzó el callejón y caminó hasta el siguiente. Un olor sensual flotó de repente en el aire, y se hizo más profuso cuando se acercó a la esquina. Mientras lo aspiraba, el zumbido de la cabeza se hizo más agudo, hasta alcanzar la amenaza del trueno.
En la garganta del callejón titiló una luz solitaria, un magro relumbre proveniente de una ventana superior. Gracias a ella, vio el cuerpo del cliente del travestido, despatarrado en el suelo. Lo habían mutilado de una forma tan traumática que daba la impresión de que habían intentado volverlo del revés. De las vísceras desparramadas, manaba un olor pleno en toda su complejidad.
Ballard había visto muertes violentas en otras ocasiones, y se creyó indiferente al espectáculo. Pero algo en aquel callejón le había desaliñado la calma. Empezaron a temblarle las piernas. Entonces, más allá del haz luminoso, el muchacho habló. —En nombre de Dios... —dijo.
Su voz había perdido toda pretensión de femineidad, era un murmullo de genuino terror.
Ballard avanzó un paso por el callejón. Ni el muchacho ni el motivo de su susurrante plegaria fueron visibles hasta que hubo avanzado unos diez metros. El muchacho se encontraba medio sepultado entre las basuras, junto a una pared. Le habían arrancado las lentejuelas y los tafetanes; su cuerpo era pálido y asexuado. No pareció notar la presencia de Ballard: sus ojos estaban fijos en las más profundas sombras.
A Ballard le temblaron aún más las piernas cuando siguió la mirada del muchacho; era lo máximo que podía hacer para impedir que los dientes le castañetearan. No obstante, continuó avanzando, no por el bien del muchacho (le habían enseñado que el heroísmo tenía poco mérito), sino porque sentía curiosidad; más que curiosidad, estaba ansioso por ver qué clase de hombre era capaz de semejante violación fortuita. Ver cara a cara semejante ferocidad le pareció en ese momento lo más importante del mundo.
El muchacho lo vio y murmuró una penosa súplica, pero Ballard apenas la oyó. Presintió que otros ojos lo miraban, y al posarse sobre él, fue como si lo hubieran golpeado. El ruido de la cabeza adquirió un ritmo enloquecedor, como el sonido de los rotores de un helicóptero. En segundos, se convirtió en un rugido enceguecedor.
Ballard se tapó los ojos con las manos y se tambaleó hacia atrás, contra la pared, apenas consciente de que el asesino salía de su escondite (alguien removió la basura) y se aprestaba a huir. Sintió que algo lo rozaba y abrió los ojos justo a tiempo para ver al hombre alejarse por el pasadizo. Parecía deformado; tenía como una joroba y la cabeza demasiado grande. Ballard le gritó, pero el enloquecido siguió corriendo; sólo se detuvo un momento para mirar el cadáver antes de continuar a toda velocidad hacia la calle.
Ballard se apartó de la pared y se irguió. El ruido de la cabeza disminuyó un poco, el mareo se le pasaba.
Detrás de él, el muchacho había comenzado a gemir.
¿Lo ha visto? ¿Lo ha visto?
¿Quién era? ¿Alguien a quien conocía usted?
El muchacho se quedó mirando a Ballard con sus enormes ojos pintados, como un ciervo asustado.
¿Alguien...? —dijo.
Ballard se disponía a repetir la pregunta cuando oyó el chirrido de unos frenos, seguido del sonido de un impacto. El muchacho se cubrió con el roto trousseau, y Ballard volvió a la calle. Cerca de allí se oían voces; se dirigió hacia ellas a toda prisa. Atravesado en la calzada se encontraba un coche grande, con las luces encendidas. Alguien ayudaba al conductor a salir de su asiento, mientras sus pasajeros —venían de una fiesta a juzgar por los trajes y los rostros enrojecidos por la bebida— discutían furiosamente cómo había ocurrido el accidente. Una de las mujeres hablaba de un animal que había visto en el camino, pero otro de los pasajeros la corrigió. El cuerpo que yacía en la cuneta, donde había sido arrojado por el impacto, no era el de un animal.
Ballard apenas había logrado ver al asesino en el callejón, pero supo instintivamente que era éste. No había rastro de las deformaciones que había creído distinguir; era sólo un hombre vestido con un traje que había visto mejores épocas. Yacía boca abajo, en un charco de sangre. La policía había llegado ya, y un oficial le gritó que se apartara del cuerpo; Ballard pasó por alto la orden y se acercó para ver el rostro del muerto. En él no había muestras de la ferocidad que tanto había ansiado ver. Sin embargo, reconocía en él muchas cosas.
Era Odell.


Dijo a los oficiales que no había visto el accidente, lo que en esencia era cierto, y huyó de allí antes de que se descubrieran los hechos acaecidos en el callejón adyacente.
Al regresar a sus habitaciones, cada rincón le formulaba una nueva pregunta. La principal de todas: ¿por qué le habían mentido sobre la muerte de Odell? ¿Qué psicosis había hecho presa de él para que matara de la forma que Ballard había visto? Sabía que no obtendría la respuesta a estas pregunta de quienes en otras épocas fueran sus colegas. La única persona a la que hubiera podido arrancarle alguna respuesta era Cripps. Recordó la discusión que tuvieron sobre Mironenko. y «los motivos para tener cuidado» mencionados por Cripps en relación con el ruso. El ojo de vidrio había sabido entonces que había algo en el aire, aunque ni siquiera él mismo había logrado imaginar el grado del verdadero desastre. Dos agentes muy valiosos habían sido asesinados; Mironenko había desaparecido, supuestamente estaría muerto: él mismo — si había de creer a Suckling— estaba al borde de la muerte. Todo aquello había comenzado con Sergei Zakharovick Mironenko. el hombre perdido de Berlín. Al parecer su tragedia era contagiosa.
Ballard decidió que al día siguiente encontraría a Suckling y lo obligaría a darle alguna respuesta. Mientras tanto, le dolían la cabeza y las manos, y quería dormir. La fatiga le impedía razonar adecuadamente, y si en algún momento necesitó de esa facultad, era ahora. A pesar del agotamiento, el sueño tardó una hora o más en llegar, y cuando por fin lo hizo, no le sirvió de alivio. Soñó con unos susurros y, por encima de ellos, elevándose como para ahogarlos, el rugido de los helicópteros. En dos ocasiones despertó del sueño con la cabeza a punto de estallarle: y en las dos ocasiones, un ansia por comprender lo que decían los susurros lo devolvieron a la almohada. Cuando despertó por tercera vez. el ruido de las sienes se había vuelto acuciante: era como un asalto que arrasaba con todo pensamiento, y le hizo temer por su cordura. Casi incapaz de ver la habitación de tanto dolor, salió de la cama a rastras.
Por favor... —murmuró, como si hubiera alguien que pudiera ayudarlo a superar su miseria.
De la oscuridad surgió una voz tranquila que le contestó:
¿Qué quieres?
No interrogó al interrogador, se limitó a decir:
Que me quiten el dolor.
Puedes hacerlo tú mismo —le informó la voz.
Se apoyó contra la pared, sosteniéndose la cabeza con las manos y llorando agónicas lágrimas. —No sé cómo.
Los sueños son los que te causan dolor —repuso la voz—, has de olvidarlos. ¿Entiendes? Olvídalos, y el dolor cesará.
Entendió las instrucciones, pero no sabía cómo llevarlas a cabo. En el sueño no tenía ningún poder. Era él el objeto de esos murmullos, y no al revés. Pero la voz insistió.
El sueño te hace daño, Ballard. Has de sepultarlo. Sepúltalo bien hondo.
¿Sepultarlo?
Haz con él una imagen, Ballard. Imagínatelo detalladamente.
Hizo lo que le ordenaban. Se imaginó un cortejo fúnebre, y un ataúd; dentro del ataúd, el sueño. Hizo que los enterradores cavaran bien hondo, tal como la voz le sugiriera, para que no pudiera nadie desenterrar jamás aquella dolorosa cosa. Pero cuando imaginó que bajaban el ataúd a la fosa, oyó que la tapa crujía. El sueño no se estaba quieto. Rechazaba el confinamiento. La tapa del ataúd comenzó a romperse.
¡De prisa! —le urgió la voz.
El ruido de los rotores era ensordecedor. Empezó a manarle sangre de la nariz; sintió un sabor salado en la garganta.
¡Acaba con él! —aulló la voz por encima del tumulto—. ¡Tápalo!
Ballard miró dentro de la fosa. El ataúd se sacudía.
¡Tápalo, maldita sea!
Intentó obligar al cortejo fúnebre a que obedeciera; les exigió que empuñaran las palas y sepultaran aquella ofensiva cosa viviente, pero no le hicieron caso. En cambio, miraron fijamente hacia el interior de la tumba, igual que él. y observaron cómo el contenido del ataúd luchaba por alcanzar la luz.
¡No! —exigió la voz, con creciente cólera—. ¡No debes mirar!
El ataúd bailó en la fosa. La tapa se astilló. Brevemente, Ballard logró ver algo brillante entre las maderas.
¡Te matará! —gritó la voz.
Como para probar su aserción, el volumen del sonido se elevó hasta volverse insoportable, llevándose al cortejo fúnebre, el ataúd y todo lo demás en una llamarada de dolor. De repente, dio la impresión de que lo que la voz había dicho era verdad, que estaba al borde de la muerte. Pero no era el sueño el que conspiraba para matarlo, sino el centinela que habían apostado entre él y el sueño: aquella cacofonía que le destrozaba los sesos.
Hasta ese momento no había notado que había caído al suelo, postrado bajo aquel asalto. Tendió las manos ciegamente y encontró la pared, se arrastró hasta ella; las máquinas seguían rugiendo detrás de sus ojos, la sangre se le agolpó en la cara.
Se incorporó como pudo y comenzó a avanzar hacia el lavabo. A su espalda, la voz había logrado controlar su rabieta e iniciaba la exhortación desde el principio. Su sonido era tan íntimo que se volvió del todo con la esperanza de ver a su interlocutor; no se sintió defraudado. Por unos fugaces instantes le dio la impresión de encontrarse en una pequeña habitación sin ventanas, de blancas paredes. La luz era brillante y en el centro del cuarto estaba la cara de la que provenía la voz. Sonreía.
Los sueños te dan dolor —dijo. Otra vez el primer mandamiento— . Entiérralos, Ballard, y el dolor habrá cesado.
Ballard lloraba como un niño; aquella mirada escrutadora le provocaba vergüenza. Apartó la mirada de su tutor, para ocultar las lágrimas.
Confía en nosotros —le dijo otra voz, muy cercana—. Somos tus amigos.
No se fiaba de sus bonitas palabras. El dolor del que decían querer salvarlo era obra de ellos; era como una vara con la que le pegaban si los sueños volvían a surgir.
Queremos ayudarte —dijo otra voz, o quizá la misma.
No... —murmuró Ballard—. No, maldita sea... No..., no os... creo...
La habitación desapareció y volvió a encontrarse en el dormitorio, aferrado a la pared como un alpinista a la cara de un risco. Antes de que regresaran con más palabras, y más dolor, a tientas, llegó a la puerta del lavabo y ciegamente se abalanzó hacia la ducha. Por un momento, el pánico se apoderó de él mientras buscaba los grifos; después, el agua salió a borbotones. Estaba terriblemente fría, pero puso la cabeza debajo del chorro, mientras la violencia embestida de los rotores intentaba destrozarle el cráneo. El agua helada le cayó por la espalda; dejó que la lluvia lo mojara como un torrente y, poco a poco, los helicópteros se fueron alejando. Aunque temblaba de frío, no se movió hasta que el último se hubo marchado; entonces, se sentó en el borde de la bañera, secándose el agua que le caía por el cuello, la cara y el cuerpo, y poco después, cuando sintió que sus piernas recuperaban las fuerzas, volvió al dormitorio.
Se acostó sobre las mismas sábanas arrugadas, en la misma posición en que había yacido antes; sin embargo, nada era igual. No sabía qué había cambiado en él, ni cómo, pero así permaneció, sin que el sueño molestara su serenidad durante el resto de la noche. Intentó descifrar aquel enigma; poco antes del amanecer recordó las palabras que había balbuceado al encontrarse cara a cara con el engaño. Palabras simples, pero ¡cuánto poder encerraban!
No os creo... —dijo; y los mandamientos temblaron.


Faltaba media hora para el mediodía cuando llegó a la pequeña empresa exportadora de libros que servía de tapadera a Suckling. Se sentía ingenioso, a pesar de la mala noche que había pasado; rápidamente logró engatusar a la recepcionista para que lo dejase pasar, y entró en el despacho de Suckling sin hacerse anunciar. Cuando Suckling vio al visitante, saltó de su asiento como si le hubieran disparado.
Buenos días —le dijo Ballard — . Creo que ya es hora de que hablemos.
Los ojos de Suckling se posaron velozmente en la puerta del despacho, que Ballard había dejado entreabierta.
Lo siento, ¿hay corriente? —inquirió Ballard cerrando la puerta con suavidad—. Quiero vera Cripps.
Suckling paseó la vista por el mar de libros y manuscritos que amenazaban con tragarse su escritorio y le preguntó:
¿Cómo se le ocurre venir aquí? ¿Se ha vuelto loco? —Dígales que soy amigo, de la familia —sugirió Ballard. —No puedo creer que sea usted tan estúpido.
Dígame cómo llegar hasta Cripps y me iré.
Suckling no le prestó atención y prosiguió con su andanada: —He tardado dos años en crearme esta tapadera. Ballard se echó a reír.
¡Informaré de esto, maldita sea!
Debería hacerlo —repuso Ballard, levantando la voz—. Mientras tanto, ¿dónde está Cripps?
Aparentemente convencido de que estaba ante un loco, Suckling controló su ataque de ira y le dijo:
Está bien, haré que alguien vaya a visitarlo y lo conduzca hasta él.
No me parece bien —repuso Ballard.
En dos zancadas se acercó a Suckling y lo sujetó por la solapa. En diez años había pasado a lo sumo unas tres horas en compañía de Suckling, pero en su presencia no había habido un solo instante en el que no hubiera sentido unas ganas tremendas de hacer lo que se disponía a hacer en ese momento. Le apartó las manos de golpe y lo empujó contra la pared tapizada de libros. Una pila de libros cayó al tocarla Suckling con el pie.
Se lo repito, quiero ver al viejo.
Quíteme sus sucias manos de encima —le ordenó Suckling, con redoblada furia porque lo habían tocado.
Insisto, quiero ver a Cripps.
Haré que le llamen la atención por esto. ¡Haré que lo echen!
Ballard se inclinó hacia la cara enrojecida y sonrió.
De todas maneras yo estoy fuera. Han muerto varios, ¿lo recuerda? Londres necesita un chivo expiatorio, y creo que seré yo. —Suckling se quedó de una pieza—. De modo que no tengo nada que perder, ¿verdad? —No hubo respuesta. Ballard se acercó más a Suckling y lo aferró con mayor fuerza—. ¿Verdad?
Cripps ha muerto —le informó Suckling, perdiendo el valor.
Lo mismo dijo de Odell —repuso Ballard sin soltarlo. Al oír aquel nombre, los ojos de Suckling se abrieron desmesuradamente — . Y lo vi anoche, en la ciudad.
¿Vio a Odell?
Claro que sí.
Al mencionar al hombre muerto, Ballard recordó la escena del callejón. El olor del cuerpo, los sollozos del muchacho. Existían otras creencias, pensó Ballard, más allá de la que una vez había compartido con la criatura que tenía debajo de él. Creencias cuyas devociones se construían con sangre y sudor, cuyos dogmas eran sueños. ¿Acaso no era la oración perfecta para bautizarse en esa nueva creencia con la sangre del enemigo?
En algún rincón de su mente logró oír los helicópteros, pero no los dejó levantar vuelo. Se sentía fuerte; las manos, la cabeza, tenían fuerza. Cuando acercó las uñas hacia los ojos de Suckling, la sangre manó fácilmente. Debajo de la carne tuvo una visión momentánea de la cara, de los rasgos de Suckling desnudos hasta la esencia misma.
¿Señor?
Ballard miró por encima del hombro. La recepcionista estaba de pie. en el umbral de la puerta.
Lo siento —se disculpó la muchacha, dispuesta a retirarse.
A juzgar por el sonrojo de la chica, era como si hubiese interrumpido una cita de amantes.
Quédese —le ordenó Suckling—. El señor Ballard... ya se iba.
Ballard soltó a su presa. Surgirían otras oportunidades de cobrarse la vida de Suckling.
Ya volveremos a vernos —le dijo.
Suckling sacó un pañuelo del bolsillo superior de la chaqueta y se lo apretó contra la cara.
Cuente con ello —repuso.


Ahora irían por él, no le cabía ninguna duda. Era un elemento molesto, y lucharían por acallarlo lo antes posible. La idea no le disgustaba. Lo que habían intentado hacerle olvidar con el lavado de cerebro era más ambicioso de lo que había previsto; aunque le habían enseñado a enterrarlo muy hondo, estaba cavando para surgir a la superficie. Todavía no lograba verlo, pero sabía que estaba cerca. En más de una ocasión, cuando iba camino de regreso a sus habitaciones, imaginó que. detrás de él, alguien lo observaba. Quizá lo seguían todavía, pero su instinto le indicaba lo contrario. La presencia que sentía cerca —tan cerca que a veces se encontraba justo a sus espaldas— era quizá otra parte de él. Se sintió protegido por aquella presencia, como si fuera un dios menor.
En cierto modo había esperado encontrarse con un comité de recepción en sus habitaciones, pero no había nadie. Estaba claro que Suckling había tenido que demorar su llamada de alarma, o bien que la jerarquía superior continuaba discutiendo las tácticas. Se metió en los bolsillos las escasas pertenencias que deseaba ocultar de los ojos calculadores del enemigo y abandonó otra vez el edificio sin que nadie hiciera nada por detenerlo.
Era una gran sensación estar vivo, a pesar del frío, que hacía que las calles mortecinas fueran más mortecinas aún. Sin motivo aparente, decidió ir al zoológico; aunque durante veinte años había visitado la ciudad en muchas ocasiones jamás había visto el zoológico. Mientras caminaba, se le ocurrió que nunca había sido tan libre como en ese momento en que se había despojado del poder como de una chaqueta vieja. Con razón le tenían miedo. Tenían motivos.
La Kantstrasse estaba atestada, pero se abrió paso entre los transeúntes con facilidad, como si presintieran una extraña certeza en él que los obligaba a apartarse. Al acercarse a la entrada del zoo, sin embargo, alguien tropezó con él. Se volvió para recriminar al muchacho, pero sólo alcanzó a verle la nuca cuando se confundía con la multitud que iba hacia Herdenbergstrasse. Sospechó que habían intentado robarle, y se registró los bolsillos. Encontró un trozo de papel en uno de ellos. No fue tan tonto como para examinarlo en el acto, sino que echó un vistazo a su alrededor para comprobar si reconocía al correo. El hombre ya había desaparecido.
Demoró la visita al zoo y se dirigió al Tiergarten; allí —en la espesura del gran parque— buscó un lugar donde leer el mensaje. Era de Mironenko, y le pedía una cita para hablar de un asunto de considerable urgencia; le indicaba una casa en Marienfelde como lugar de encuentro. Ballard memorizó los detalles y destruyó la nota.
Era perfectamente posible que la nota fuera una trampa, tendida por los de su bando o por los del opuesto. Quizá era una forma de poner a prueba su lealtad, o de manipularlo para hacerlo caer en una situación en la que pudieran despacharlo fácilmente. Sin embargo, a pesar de sus dudas, no le quedaba más remedio que acudir, en la esperanza de que quien lo citaba fuera en realidad Mironenko. Fueran cuales fuesen los peligros de aquel encuentro, no le resultaban del todo nuevos. En realidad, y teniendo en cuenta las dudas que había abrigado durante tanto tiempo acerca de la eficacia de la visita, ¿no habían sido todas las citas concertadas por él unas citas a ciegas?
Hacia el anochecer, el aire húmedo se espesó hasta formar una niebla; cuando bajó del autobús en Hildburghauserstrasse ya se había apoderado de la ciudad, otorgándole al frío nuevos poderes para producir incomodidades.
Ballard avanzó rápidamente por las calles silenciosas. Apenas conocía el barrio, pero su proximidad al Muro le había arrancado el escaso encanto que alguna vez pudo haber tenido. Muchas de las casas estaban deshabitadas, y las pocas que no lo estaban se encontraban cerradas a cal y canto para impedir el paso de la noche, el frío y las luces que brillaban desde las torres de vigilancia. Sólo con la ayuda del mapa logró encontrar la callecita que indicaba la nota de Mironenko.
En la casa no había luces. Ballard llamó con fuerza, pero en el vestíbulo no oyó la respuesta de unos pasos. Había pensado ya en varias posibilidades, pero el que en la casa no le contestaran no había sido una de ellas. Volvió a llamar una y otra vez. Sólo entonces oyó ruidos en el interior; finalmente, le abrieron la puerta. El pasillo estaba pintado de gris y marrón, e iluminado por una bombilla desnuda. El hombre cuya silueta quedó recortada contra el monótono interior no era Mironenko.
¿Sí? ¿Qué quiere? —le preguntó.
Hablaba alemán con un claro acento moscovita.
Busco a un amigo mío —respondió Ballard.
El hombre, que era casi tan ancho como el umbral de la puerta, negó con la cabeza.
Aquí no hay nadie. Sólo estoy yo.
Me dijeron...
Se habrá equivocado de casa.
En cuanto el portero hubo hecho el comentario, desde el fondo del triste pasillo le llegaron unos ruidos. Alguien derribaba unos muebles y empezaba a gritar.
El ruso miró por encima del hombro y se disponía a cerrarle la puerta en la cara a Ballard, pero éste puso el pie entre la puerta y el marco y se lo impidió. Aprovechando la distracción del hombre, Ballard apoyó el hombro contra la puerta y empujó. Se encontró en el pasillo —en realidad ya lo había recorrido hasta la mitad— antes de que el ruso fuera en su persecución. Los ruidos habían aumentado, ahogados ahora por los chillidos de un hombre. Ballard siguió aquellos sonidos hasta dejar atrás los dominios de la solitaria bombilla y adentrarse en la oscuridad del fondo de la casa. En aquel punto habría muy bien podido perderse, pero justo en ese instante una puerta se abrió violentamente delante de él.
La habitación tenía el suelo de madera roja; brillaba como si lo acabaran de pintar. Y apareció el decorador en persona. Le habían abierto el torso desde el cuello hasta el ombligo. Se apretaba con las manos el canal abierto, pero poco pudo hacer para detener el torrente; la sangre le brotaba a chorros, y junto con ella saltaron las vísceras. La mirada del hombre encontró la de Ballard; sus ojos estaban llenos de muerte a rebosar, pero su cuerpo aún no había recibido la instrucción de echarse y morir; avanzó a tientas, en un deplorable intento de huir de la escena de la ejecución.
Ballard se quedó petrificado ante el espectáculo que contemplaba, y el ruso logró darle alcance; lo sujetó y lo arrastró de vuelta al pasillo. gritándole a la cara. Ballard no entendió palabra de la asustada perorata en ruso, pero no hizo falta que le tradujeran lo que le decían aquellas manos que se cerraron alrededor de su garganta. El ruso no era tan hábil como él, y aunque en las manos tenía la fuerza de un experto estrangulador, Ballard no hubo de hacer ningún esfuerzo para sentirse superior a su contrincante. Apartó las manos que le apretaban el cuello y lo golpeó en la cara. Fue un golpe fortuito. El ruso cayó contra la escalera y dejó de gritar.
Ballard se volvió a mirar la habitación roja. El muerto había desaparecido, aunque en el umbral de la puerta quedaban trozos de su carne.
Desde el interior le llegó una carcajada.
Ballard se volvió hacia el ruso y preguntó:
En nombre de Dios, ¿qué es lo que ocurre?
El otro se limitó a mirar fijamente hacia la puerta abierta.
Al hablar Ballard, las risas cesaron. Una sombra se movió sobre la pared manchada de sangre del interior, y una voz dijo:
¿Ballard?
La voz era ronca, como si el hablante hubiera gritado un día y una noche enteros, pero era la voz de Mironenko.
No se quede ahí fuera, hace frío —le dijo—; entre. Y traiga a Solomonov.
El ruso hizo un esfuerzo por llegar hasta la puerta principal, pero Ballard logró asirlo antes de que hubiera logrado dar un par de pasos.
No hay nada que temer, camarada —le dijo Mironenko—, el perro se ha marchado.
A pesar de la frase tranquilizadora, Solomonov comenzó a sollozar cuando Ballard lo empujó hacia la puerta abierta.
Mironenko tenía razón; adentro hacía más calor. Y no había señales del perro. Sin embargo, había sangre en abundancia. El hombre que Ballard había visto tambalearse en el umbral de la puerta había sido arrastrado de vuelta a aquel matadero mientras el inglés luchaba con Solomonov. El cuerpo había sido tratado con una atrocidad sorprendente. Le habían abierto la cabeza a golpes; y por el suelo estaban desparramadas sus vísceras.
Acuclillado en un oscuro rincón de aquel horrible cuarto se encontraba Mironenko. A juzgar por la hinchazón de la cara y del torso, lo habían golpeado sin piedad, pero en la cara sin afeitar se dibujó una sonrisa para su salvador.
Sabía que vendría —le dijo. Posó la mirada en Solomonov—. Me siguieron. Supongo que tenían intención de matarme. ¿Era eso lo que pretendíais, camarada?
Solomonov negó con la cabeza, lleno de miedo. Sus ojos pasaron rápidamente de la magullada cara redonda de Mironenko a los trozos de vísceras desperdigados por todas partes, sin encontrar refugio alguno.
¿Qué los detuvo? —inquirió Ballard.
Mironenko se puso de pie. Incluso aquel lento movimiento hizo estremecerse a Solomonov.
Díselo al señor Ballard —le ordenó Mironenko—. Dile lo que ocurrió. —Solomonov estaba demasiado aterrado para contestar—. Es de la KGB —le explicó Mironenko—. Los dos son de confianza. Pero se ve que no les tenían tanta confianza como para avisarles. Pobres idiotas. Los enviaron a asesinarme armados de un revólver y una plegaria. —Se echó a reír ante aquel pensamiento—. En estas circunstancias, ninguna de las dos cosas les sirvió de mucho.
Déjame ir... —murmuró Solomonov — , te lo suplico. No diré nada.
Dirás lo que ellos quieran que digas, camarada, tal como hacemos todos —repuso Mironenko—. ¿No es así, Ballard? ¿No somos esclavos de nuestra fe?
Ballard observó atentamente la cara de Mironenko; reflejaba una plenitud no del todo atribuible a las magulladuras. Un hormigueo parecía recorrerle la piel.
Nos han vuelto desmemoriados —dijo Mironenko.
¿De qué nos olvidamos? —preguntó Ballard. —De nosotros mismos —fue la respuesta.
Al contestar, Mironenko salió de su mugriento rincón y se plantó en la luz.
¿Qué le habían hecho Solomonov y su compañero muerto? La carne de Mironenko era una masa de pequeñas contusiones, y en el cuello y las sienes tenía unos bultos ensangrentados que Ballard habría confundido con moretones, de no haberlos visto palpitar, como si algo anidara debajo de la piel. Sin embargo, Mironenko no dio señales de incomodidad cuando tendió la mano hacia Solomonov. Al tocar al frustrado asesino, éste perdió el control de la vejiga, pero las intenciones de Mironenko no eran asesinas. Con una pavorosa ternura le quitó una lágrima que se deslizaba por la mejilla de Solomonov.
Vuelve con ellos —aconsejó al tembloroso hombre —. Cuéntales lo que has visto.
Solomonov apenas podía creer lo que oía, o bien sospechó —igual que Ballard— que aquel perdón era una trampa, y que cualquier intento por alejarse de allí provocaría unas consecuencias fatales.
Pero Mironenko insistió.
Vete. Déjanos, por favor. ¿O preferirías quedarte y comer?
Solomonov dio un solo paso vacilante hacia la puerta. Al comprobar que no le había caído ningún golpe, dio otro paso, y un tercero, y luego salió por la puerta y se marchó.
¡Cuéntales! —les gritó Mironenko. Se oyó un portazo.
¿Contarles qué? —preguntó Ballard.
Que he recordado —repuso Mironenko—. Que he encontrado la piel que me habían robado.
Por primera vez desde que entrara en la casa, Ballard comenzó a sentir náuseas. No eran ni por la sangre ni por los huesos que yacían a sus pies, sino por la mirada de Mironenko. En una ocasión había visto unos ojos igual de brillantes. Pero ¿dónde?
Usted... —dijo en voz baja—, usted lo ha hecho.
Por supuesto —repuso Mironenko.
¿Cómo? —preguntó Ballard. En la cabeza comenzó a retumbarle un estruendo familiar. Intentó no prestarle atención y quiso obligar al ruso a darle una explicación —. ¿Cómo, maldita sea?
Somos iguales —repuso Mironenko—. Lo huelo en usted.
No —negó Ballard.
El clamor aumentaba.
Las doctrinas no son más que palabras. Lo que importa no es lo que nos enseñan, sino lo que sabemos, en lo más hondo, en el alma.
En otra ocasión había hablado del alma, de los lugares que sus amos habían construido para destrozar a los hombres. Entonces, Ballard lo había tomado como una extravagancia, pero ya no estaba tan seguro.
¿Qué otra finalidad tenía el cortejo fúnebre sino la de subyugar una parte secreta de él? La parte más honda, el alma.
Antes de que Ballard lograra encontrar las palabras para expresarse, Mironenko quedó inmóvil; sus ojos relucían con mayor brillo que nunca.
Están afuera —le dijo.
¿Quiénes?
¿De veras importa? —inquirió el ruso encogiéndose de hombros—. Los suyos, los míos. Da igual, cualquiera de los dos bandos nos acallará, si puede.
Era verdad.
Hemos de darnos prisa —dijo, y se dirigió al pasillo.
La puerta principal estaba entreabierta. Mironenko se plantó ante ella en unos segundos. Ballard lo siguió. Juntos se escabulleron hacia la calle.
La niebla había espesado. Remoloneaba alrededor de las farolas, ensuciando su luz, convirtiendo cada portal en un escondite. Ballard no esperó para tentar a los perseguidores a que salieran, sino que siguió a Mironenko, que ya le llevaba bastante ventaja; se movía con rapidez, a pesar de su corpulencia. Ballard tuvo que acelerar el paso para no perder de vista al hombre. Lo distinguía un momento, y al momento siguiente se perdía, envuelto en la niebla.
La zona residencial que atravesaron dio paso a unos edificios anónimos, depósitos tal vez, cuyas paredes sin ventanas se elevaban en la densa oscuridad. Ballard le gritó para que aminorara su baldada marcha. El ruso se detuvo y se volvió hacia Ballard; su perfil osciló en la luz asediada. ¿Sería una jugarreta de la niebla, o acaso el estado de Mironenko se había deteriorado desde que abandonaran la casa? Daba la impresión de que su cara se caía a pedazos; los bultos del cuello se habían hinchado todavía más.
No tenemos que correr —le dijo Ballard—. No nos siguen.
Siempre nos siguen —respondió Mironenko.
Para confirmar la observación, Ballard oyó en una calle cercana unos pasos amortiguados por la niebla.
No hay tiempo para discutir —murmuró Mironenko, se volvió en redondo y echó a correr.
En unos segundos, la niebla volvió a encerrarlo en su secreto.
Ballard titubeó un momento más. Aunque sabía que era una imprudencia, quiso ver a sus perseguidores para reconocerlos en un futuro. Pero mientras las suaves pisadas de Mironenko se fueron acallando con la distancia, notó que los otros pasos también habían cesado. ¿Sabrían que los estaba esperando? Contuvo el aliento, pero no recibió señales de ellos. La niebla criminal siguió remoloneando. Al parecer, se encontraba solo, envuelto en ella. A regañadientes, desistió de su propósito y fue tras el ruso a toda carrera.
Unos metros más adelante, el camino se bifurcaba. En ninguna de las dos direcciones vio señales de Mironenko. Maldiciendo la estupidez que lo obligó a demorarse, Ballard se internó por el camino en el que la mortaja de la niebla era más densa. La calle era breve y terminaba en un muro tapizado de púas; detrás del muro había una especie de parque. La niebla se aferraba a este espacio de tierra húmeda con más tenacidad que en la calle, y Ballard no lograba ver más que un par de metros de la parte del jardín en el que se hallaba. Su intuición le decía que había escogido el camino correcto, que Mironenko había escalado el muro y que lo esperaba en alguna parte, muy cerca. A sus espaldas, la niebla guardaba silencio. Sus perseguidores habían perdido su pista o bien habían equivocado el camino o las dos cosas. Subió al muro evitando a duras penas las púas, y se dejó caer del lado opuesto.
La calle le había parecido tan silenciosa que hubiera podido oír el ruido de un alfiler al caer, pero en realidad no era así, porque en el interior del parque había un silencio aún mayor. Allí, la niebla era más fría, y se cernía sobre él con más insistencia a medida que avanzaba por el césped humedecido. El muro que había dejado atrás —su único punto de referencia en aquel erial— se convirtió en un fantasma y acabó por desaparecer. Condenado ya, avanzó unos cuantos pasos, sin tener la certeza de seguir un camino recto. De repente, la cortina de niebla se abrió y vio una figura que lo esperaba a unos metros de distancia. Las magulladuras le desfiguraban de tal manera la cara que Ballard no habría reconocido a Mironenko a no ser por los ojos que seguían ardiendo, brillantes.
El hombre no esperó a Ballard, sino que se volvió y salió a medio galope hacia la insolidez, dejando al inglés detrás, que lo siguió maldiciendo la persecución y la presa. En ese momento sintió un movimiento muy cerca. Sus sentidos de nada le sirvieron en el cerrado abrazo de la niebla y la noche, pero vio con esos otros ojos, oyó con esos otros oídos y supo que no estaba solo. ¿Acaso Mironenko había abandonado la carrera y había vuelto para escoltarlo? Pronunció su nombre, consciente de que al hacerlo revelaría su situación a cualquiera y a todos, pero igualmente seguro de que quienquiera que lo acechase ya sabía exactamente dónde estaba.
Hable —le dijo.
De la niebla no surgió respuesta alguna.
Entonces, otro movimiento. La niebla se enroscó sobre sí misma y Ballard divisó entre sus divididos velos una silueta. ¡Mironenko! Volvió a gritar su nombre, y dio unos cuantos pasos en la lobreguez; de repente, alguien avanzó hacia él. Vio al fantasma sólo por un momento, el suficiente como para ver unos ojos incandescentes y unos dientes tan enormes que deformaban la boca, convertida en una mueca permanente. De esos dos hechos —dientes y ojos— tuvo una certeza plena. De las demás rarezas —el vello erizado, los monstruosos miembros— no estuvo tan seguro. Tal vez su mente, exhausta por el ruido y el dolor, había terminado por perder todo asidero con el mundo real, e inventaba terrores para asustarlo y hacerlo volver a la ignorancia.
¡Maldición! —exclamó, desafiando al trueno que volvía para enceguecerlo otra vez y a los fantasmas que no lograría ver.
Como para poner a prueba su desafío, la niebla rieló y se abrió, y algo que hubiera podido ser humano, pero que yacía con el vientre en el suelo, se mostró furtivamente y desapareció. A su derecha oyó unos gruñidos; a su izquierda apareció otra silueta indeterminada y se desvaneció. Al parecer, estaba rodeado de locos y perros salvajes.
¿Y Mironenko, dónde estaría? ¿Formaría parte de aquel grupo, o sería presa de él? Al oír a su espalda una palabra pronunciada a medias, se volvió en redondo y vio una figura que, claramente, era la del ruso, pero volvió a ocultarse en la niebla. Esta vez la persiguió a la carrera, y su velocidad se vio recompensada. La figura reapareció ante él; Ballard tendió la mano para aferrar la chaqueta del hombre. Sus dedos encontraron un asidero y, de golpe, Mironenko se olvidó; un gruñido escapó de su garganta, y Ballard se quedó mirando fijamente una cara que casi le arrancó un grito. Su boca era una herida fresca, los dientes enormes, los ojos unas rajas de oro fundido; los bultos del cuello se habían hinchado y extendido, y la cabeza del ruso ya no surgía del cuerpo sino que formaba parte de una energía indivisa, se convertía en torso sin que entre ambos hubiera interrupción alguna.
Ballard — dijo la bestia con una sonrisa.
La voz se aferraba a la coherencia con gran dificultad, pero Ballard logró captar en ella algún vestigio de la de Mironenko. Cuanto más exploraba la carne ardiente, más crecía su asombro.
No tenga miedo —le dijo Mironenko.
¿Qué enfermedad es ésta?
La única enfermedad que padecía era la del olvido, y ya estoy curado. ..
Al hablar hizo unas muecas, como si cada palabra se formara contrariando los instintos de su garganta.
Ballard se llevó la mano a la cabeza. A pesar de la aversión que le producía el dolor, el ruido aumentaba cada vez más. ' —También usted lo recuerda, ¿verdad? Es igual que yo.
No —balbució Ballard.
Mironenko tendió hacia él una mano erizada de pelos para tocarlo y le dijo:
No tema, no está solo. Somos muchos. Hermanos todos.
No soy su hermano —protestó Ballard.
El ruido era tremendo, pero era peor la cara de Mironenko. Asqueado, le volvió la espalda, pero el ruso se limitó a seguirlo.
¿Acaso no saborea la libertad, Ballard? Y la vida. Está al alcance de la mano.
Ballard continuó caminando; comenzó a sangrarle la nariz. No hizo nada por impedirlo.
Sólo duele durante unos momentos —le explicó Mironenko— Después, el dolor desaparece...
Ballard mantuvo la cabeza gacha y los ojos fijos en el suelo. Al ver que sus palabras no surtían efecto. Mironenko se quedó atrás.
¡No permitirán que vuelva! —le gritó—. Ha visto usted demasiado.
El rugido de los helicópteros no logró acallar aquellas palabras. Ballard sabía que encerraban la verdad. Vaciló, y a través del ruido oyó que Mironenko murmuraba:
Mire...
La niebla se había vuelto menos densa, y a través de los jirones de bruma logró ver la pared del parque. Detrás de él, la voz de Mironenko se había convertido en un gruñido.
Mire lo que es.
Los rotores rugían; Ballard sintió como si las piernas fueran a doblársele. Pero siguió avanzando hacia el muro. Cuando estuvo a unos metros de él, Mironenko volvió a llamarlo, pero ya no con palabras. Sólo oyó un rugido muy quedo. Ballard no logró resistir la tentación de mirar, aunque sólo fuera una vez. Y miró por encima del hombro.
La niebla volvió a confundirlo, pero no del todo. Durante unos momentos que fueron a la vez eternos y excesivamente breves, Ballard vio en toda su gloria la cosa que había sido Mironenko; al verlo, el sonido de los rotores aumentó a un nivel ensordecedor. Se tapó la cara con las manos. En ese momento sonó un disparo, luego otro, y luego una ráfaga. Cayó al suelo abatido por la debilidad, así como para defenderse; se descubrió la cara y en la niebla vio moverse a varias siluetas humanas. Aunque se había olvidado de sus perseguidores, ellos no se habían olvidado de él. Lo habían seguido hasta el parque, se habían internado en el corazón de aquella locura, y ahora se encontraban perdidos en la niebla los hombres, los medio hombres y unas cosas que ya no lo eran, y por todas partes reinaba la confusión. Vio a un tirador disparando a una sombra, y acto seguido apareció ante él un aliado con un tiro en el estómago; vio aparecer una cosa a cuatro patas y la vio desaparecer erguida en dos; vio a otra correr riendo a través del hocico y llevando una cabeza humana agarrada por el pelo. Él también quedó envuelto en la confusión. Temiendo por su vida, se incorporó y, tambaleándose, regresó al muro. Prosiguió la sucesión de gritos, disparos y gruñidos; a cada paso esperaba toparse con una bala o una bestia. Logró llegar al muro con vida e intentó escalarlo, pero le fallaba la coordinación. No le quedo más remedio que seguir el muro en toda su extensión hasta llegar al portal.
Detrás de él proseguían las escenas de desenmascaramiento, transformación e identidad errada. Sus debilitados pensamientos volvieron brevemente a Mironenko. ¿Acaso él, o cualquiera de su tribu, sobrevivirían a esta masacre?
Ballard —dijo una voz en la niebla.


Al principio no logró recordar su nombre. Su mente vagaba como un niño extraviado, aunque su interrogador le exigía una y otra vez que prestara atención, habiéndole como si fueran viejos amigos. Y en verdad su ojo errante tenía un no sé qué de familiar, pues seguía su camino con más lentitud que su compañero. Por fin se acordó del nombre.
Tú eres Cripps —le dijo.
Claro que soy Cripps —repuso el hombre—. ¿Es que la memoria te está jugando una mala pasada? No te preocupes. Te he administrado unos supresores, para impedir que perdieras el equilibrio. Aunque no lo creo probable. Has luchado con el bando correcto, Ballard, a pesar de las considerables provocaciones. Cuando pienso en la forma en que murió Odell... — Suspiró—. ¿ Recuerdas algo de lo de anoche?
Al principio, su mente estaba en blanco. Pero luego, los recuerdos comenzaron a llegar. Unas formas vagas moviéndose en la niebla.
El parque —dijo, por fin.
Llegué a tiempo para sacarte. Sólo Dios sabe cuántos han muerto.
¿El otro..., el ruso...?
¿Mironenko? —sugirió Cripps—. No lo sé. Ya no estoy al cargo, simplemente intervine para salvar lo que pude. Tarde o temprano, Londres volverá a necesitarnos. En especial ahora que saben que los rusos cuentan con un cuerpo especial como el nuestro. Ya nos habían llegado rumores, y cuando te entrevistaste con él, comenzamos a sospechar de Mironenko. Por eso organicé la cita. Y cuando lo vi cara a cara, lo supe. Tenía algo en los ojos, algo hambriento.
Lo vi cambiar...
Sí, todo un espectáculo, ¿no? Hay que ver la fuerza que desata. Por eso desarrollamos el programa, para aprovechar esa fuerza y usarla a nuestro favor. Pero es difícil de controlar. Llevó años de terapia supresiva, hubo que enterrar lentamente el deseo de transformación, para quedarnos con un hombre con las facultades de la bestia. Un lobo con piel de cordero. Creímos que habíamos resuelto el problema: si los sistemas de creencias no mantenían dominado al sujeto, lo haría la respuesta dolorosa. Pero nos equivocamos. —Se puso de pie y se dirigió a la ventana—. Ahora tenemos que empezar de nuevo.
Suckling dijo que te habían herido.
No. Simplemente me degradaron. Me ordenaron que volviera a Londres.
Pero no volverás.
No logró ver a su interlocutor, aunque reconoció su voz. La había o en sus delirios, y le había mentido. Sintió un pinchazo en el cuello. El hombre se le había acercado por detrás y le había metido la aguja. —Duerma —le dijo la voz. Y con aquella palabra llegó el olvido.
No, ahora que te he encontrado, no. —Miró a Ballard de arriba a abajo—. Eres mi vindicación, Ballard. Eres una prueba viviente de que mis técnicas son viables. Tienes pleno conocimiento de tu estado, pero la terapia te mantiene dominado.
Se volvió hacia la ventana. La lluvia golpeaba el cristal. Ballard la sentía casi en la cabeza, en la espalda. Lluvia dulce, fresca. Por un dichoso momento, le pareció correr bajo la lluvia, cerca del suelo, y el aire se llenaba de los aromas que el chubasco arrancaba al asfalto.
Mironenkodijo...
Olvídate de Mironenko —le aconsejó Cripps—. Está muerto. Tú eres el último del antiguo orden, Ballard. Y el primero del nuevo.
Abajo sonó el timbre. Cripps se asomó a la ventana y miró hacia la calle.
Vaya, vaya —dijo—. Una delegación que viene a rogarnos que volvamos. Espero que te sientas halagado. —Se dirigió a la puerta—. Quédate aquí. No hace falta que te exhibamos esta noche. Estás cansado. Que esperen, ¿no? Que suden.
Abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Ballard oyó sus pasos en la escalera. Llamaron otra vez al timbre. Se levantó y fue hasta la ventana. La lasitud de la luz del atardecer concordaba con su propia lasitud; la ciudad y él compartían la misma armonía, a pesar de la maldición que pesaba sobre él. Abajo, un hombre salió del asiento trasero de un coche y se acercó a la puerta principal. Incluso desde ese ángulo agudo, Ballard reconoció a Suckling.
Se oyeron voces en el pasillo; al aparecer Suckling, la discusión se tornó más acalorada. Ballard fue hasta la puerta y escuchó, pero no logró entender demasiado, porque las drogas le obnubilaban la mente. Rogaba porque Cripps mantuviera su palabra y no les permitiera verlo. No quería ser una bestia como Mironenko. Aquello no era la libertad. Ser tan horrible no era la libertad: simplemente era una clase distinta de tiranía. Tampoco quería convertirse en el primero de la nueva y heroica orden de Cripps. Comprendió que no pertenecía a nadie, ni siquiera a sí mismo. Se encontraba irremediablemente perdido. Sin embargo, ¿acaso no había dicho Mironenko, durante aquella primera cita, que el hombre que no se creía perdido, estaba perdido? Quizá mejor así —mejor existir en el crepúsculo, entre un estado y el otro, prosperar lo mejor que podía con la duda y la ambigüedad— que sufrir las certezas de la torre.
La discusión cobró mayor impulso. Ballard abrió la puerta para oír mejor. Le llegó la voz de Suckling. Su tono era colérico, pero no por eso menos amenazante.
Se acabó —le decía a Cripps—. ¿Es que no entiende el inglés? —Cripps intentó protestar, pero Suckling lo interrumpió—. O nos acompaña de un modo pacífico, o Gideon y Sheppard lo sacarán a la fuerza. ¿Qué elige?
¿Qué es esto? —inquirió Cripps—. Usted no es quién, Suckling— Es usted un segundón cualquiera.
Eso era ayer —repuso el hombre—. Se han producido ciertos cambios. A todos nos llega el turno, ¿no es así? Usted debería saberlo mejor que nadie. En su lugar, me llevaría un impermeable. Está lloviendo.
Se produjo un breve silencio, luego Cripps dijo:
Está bien, les acompañaré.
Así se hace —dijo Suckling con suavidad—. Gideon, sube a echar un vistazo.
Estoy solo —dijo Cripps.
Le creo —comentó Suckling. Y dirigiéndose a Gideon, agregó—: De todos modos, sube.
Ballard oyó a alguien cruzar el pasillo, y luego una serie repentina de movimientos. Cripps intentaba huir o atacar a Suckling, o ambas cosas. Suckling gritó; se produjo un forcejeo. En medio de la confusión, sonó un solo disparo.
Cripps lanzó un grito, y luego se oyó el ruido que hizo al caer.
Acto seguido, la voz de Suckling gritó enfurecida:
Estúpido, estúpido.
Cripps masculló algo que Ballard no logró captar. ¿Acaso le habría pedido que lo remataran? Suckling le contestó:
No, volverá a Londres. Sheppard, córtale la hemorragia. Gideon, sube.
Ballard se apartó del descansillo de la escalera cuando Gideon inició el ascenso. Se sentía lento e inepto. No había forma de salir de aquella trampa. Lo arrinconarían y acabarían con él. Era una bestia; un perro enfurecido y ofuscado. Ojalá hubiera matado a Suckling cuando tenía fuerzas para hacerlo. Pero ¿de qué habría servido? El mundo estaba lleno de hombres como Suckling, hombres que esperaban que les llegara la hora para mostrar su verdadera naturaleza; hombres viles, blandos, secretos. De repente, la bestia comenzó a moverse dentro de Ballard, y pensó en el parque y la niebla, y en la sonrisa que había visto en la cara de Mironenko; sintió que lo embargaba la pena por algo que nunca había tenido: la vida de un monstruo.
Gideon se encontraba casi en lo alto de la escalera. Aunque eso sólo demoraría lo inevitable por unos momentos, Ballard se deslizó por el rellano y abrió la primera puerta que encontró. Era el cuarto de baño. En la puerta había un pestillo y lo corrió.
El cuarto se llenó del sonido del agua corriente. Se había roto un trozo del tubo de desagüe y por él caía un torrente de agua de lluvia sobre el alféizar de la ventana. Aquel sonido y el frío del cuarto de baño le recordaron la noche de los delirios. Recordó el dolor y la sangre, recordó la ducha —el agua golpeándole el cráneo, aliviándole el dolor amansador—. Al pensarlo, cuatro palabras surgieron de sus labios, incontroladas.
No me lo creo.
Gideon le oyó.
Hay alguien aquí arriba —gritó Gideon.
El hombre se acercó a la puerta y la aporreó.
¡Abra!
Ballard lo oyó con toda claridad, pero no contestó. Le quemaba la garganta, y el rugido de los rotores volvía a aumentar. Desesperado, se recostó contra la puerta.
Suckling tardó unos segundos en subir la escalera y plantarse delante de la puerta.
¿Quién está ahí dentro? —exigió saber— ¡Conteste! ¿Quién es?
Al no obtener respuesta, ordenó que subieran a Cripps. Se produjo un mayor alboroto cuando la orden fue obedecida.
Por última vez... —amenazó Suckling.
En la cabeza de Ballard, la presión fue en aumento. Esta vez daba la impresión de que el ruido tenía intenciones letales; le dolían los ojos, como si estuvieran a punto de saltárseles de las órbitas. En el espejo que había encima del lavabo logró vislumbrar algo, una cosa con ojos relucientes, y otra vez surgieron las palabras, «No me lo creo», pero esta vez su garganta, ocupada en otros menesteres, apenas logró pronunciarlas.
Ballard —dijo Suckling. El nombre sonó a triunfo—. Dios mío, también tenemos a Ballard. Es nuestro día de suerte.
No, pensó el hombre reflejado en el espejo. Ahí dentro no había nadie con ese nombre. En realidad, carecía de nombre, porque ¿no eran acaso los nombres el primer acto de fe, la primera tabla del ataúd en el que se enterraba la libertad? La cosa en la que se estaba convirtiendo era innombrable, no podía ser encerrada en un ataúd, ni sepultada. Nunca jamás.
Por un momento dejó de ver el cuarto de baño, y se encontró revoloteando sobre la tumba que le habían obligado a cavar, y en las profundidades bailaba el ataúd mientras su contenido pugnaba por impedir su prematuro enterramiento. Logró oír cómo se astillaba la madera, ¿o sería el ruido producido por la puerta al ser derribada?
La tapa del féretro se hizo pedazos. Una lluvia de clavos cayó sobre las cabezas de los miembros del cortejo fúnebre. El ruido, como si supiera que sus tormentos habían sido infructuosos, desapareció de repente, y con él los delirios. Se encontró otra vez en el cuarto de baño, frente a la puerta abierta. Los hombres que lo miraban tenían cara de tontos. Estupefactos por la sorpresa de contemplar el cambio producido. De contemplar el hocico, los pelos, los ojos dorados y los dientes amarillos. Sintió alborozo al ver el horror de aquellos hombres.
¡Mátalo! —dijo Suckling, y empujó a Gideon hacia el umbral.
El hombre ya había sacado el revólver del bolsillo y se disponía a apuntar, pero fue demasiado lento. La bestia le aferró la mano y le deshizo la carne contra el acero. Gideon aulló y bajó la escalera tambaleante, sin prestar atención a los gritos de Suckling.
Cuando la bestia levantó la mano para oler la sangre que bañaba su palma, se produjo un fogonazo y sintió un golpe en el hombro. Sheppard no tuvo ocasión de disparar por segunda vez antes de que su presa saliera por la puerta y se abalanzara sobre él. Dejó caer el arma e intentó fútilmente correr hacia la escalera, pero la mano de la bestia le abrió la nuca de un solo golpe. El asesino cayó de bruces y el estrecho rellano se llenó de su olor. Olvidándose de sus otros enemigos, la bestia se abalanzó sobre las vísceras y comió.
Alguien dijo:
Ballard.
La bestia se tragó los ojos del muerto de un solo bocado, como si fueran ostras de calidad.
Y otra vez, aquella palabra:
Ballard.
Habría continuado con el festín, pero el ruido de unos sollozos le hizo aguzar los oídos. Estaba muerto para sí mismo, pero no para la pena. Dejó caer la carne y se volvió a mirar hacia el rellano.
El hombre que lloraba lo hacía con un solo ojo; el otro miraba fijamente y, por raro que pareciera, seguía intacto. Pero el dolor del ojo vivo era verdaderamente profundo. Era desesperación, la bestia lo sabía; aquel sufrimiento se encontraba demasiado cercano a él como para que la dulzura de la transformación lo hubiera borrado por completo. Otro hombre sujetaba al que sollozaba, y había colocado el revólver en la sien del prisionero.
Si da un paso más —dijo el capturador—, le volaré la cabeza. ¿Me entiende?
La bestia se limpió la boca.
¡Dígaselo, Cripps! Es obra suya. Haga que lo entienda.
El hombre de un solo ojo intentó hablar, pero le fallaron las palabras. Por entre sus dedos, manaba sangre de la herida del abdomen.
Ninguno de los dos tiene por qué morir —dijo el capturador. A la bestia no le gustó la música de su voz; era aguda y engañosa—. Londres preferiría conservarlo con vida. ¿Por qué no se lo dice, Cripps? Dígale que no quiero hacerle daño.
El hombre sollozante asintió.
Ballard... —murmuró.
Su voz era más suave que la del otro. La bestia escuchó.
Dígame, Ballard... ¿qué se siente?
La bestia no logró entender bien la pregunta.
Por favor, dígamelo. Sólo por curiosidad se lo pregunto...
Maldita sea... —dijo Suckling, presionando el arma contra la carne de Cripps—. Esto no es una tertulia.
¿Bien? —preguntó Cripps, sin prestar atención al hombre ni al revólver.
¡Cállese!
Contésteme, Ballard. ¿Qué se siente?
Mientras miraba fijamente en los desesperados ojos de Cripps, el significado de los sonidos proferidos adquirió sentido, las palabras fueron ocupando su sitio, como las piezas de un mosaico.
¿Es bueno? —preguntó el hombre.
Ballard oyó que su garganta lanzaba una carcajada y allí encontró las silabas para contestar.
Sí —le contestó al hombre sollozante — . Sí, es bueno.
No había concluido la respuesta y la mano de Cripps aferró la de Suckling. Nunca se sabría si intentó suicidarse o escapar. Salió el disparo; una bala atravesó la cabeza de Cripps y desparramó su desesperación por el techo. Suckling se desembarazó del cuerpo y se dispuso a apuntar de nuevo, pero la bestia ya se le había echado encima.
Si hubiera tenido más de hombre, a Ballard se le habría ocurrido hacer sufrir a Suckling, pero no abrigaba tan perversa ambición. Sólo pensaba en eliminar al enemigo lo más eficazmente posible. Dos zarpazos letales lo hicieron. Una vez despachado el hombre, Ballard fue hasta donde yacía Cripps. Su ojo de vidrio había escapado de la destrucción. Continuaba mirando fijamente; el holocausto que los rodeaba no había hecho mella en él. Lo sacó de la cabeza mutilada y se lo metió en el bolsillo; luego salió a la calle, bajo la lluvia.
Oscurecía. No sabía a qué distrito de Berlín lo habían conducido, pero sus impulsos, libres ya de la razón, lo condujeron por las callejuelas más ocultas y entre las sombras, hasta un erial de las afueras de la ciudad, en medio del cual se elevaba una ruina solitaria. Cualquiera sabía qué había sido aquel edificio (¿un matadero? ¿un teatro de ópera?), pero por algún capricho del destino había escapado a la demolición, por más que todos los demás edificios, en varias manzanas a la redonda, hubieran sido derribados. Mientras avanzaba por las ruinas cubiertas de hierbajos, el viento cambió de dirección y le trajo el olor de su tribu. Eran muchos, y se refugiaban en las ruinas. Algunos se recostaban contra las paredes y compartían un cigarrillo; otros, completamente convertidos en lobos, vagaban en la oscuridad como fantasmas de ojos dorados; otros habrían pasado por humanos, salvo por sus huellas.
Aunque temía que los nombres estuvieran prohibidos en aquel clan, le preguntó a un macho que cubría a una hembra al abrigo de la pared si conocía a un hombre llamado Mironenko. La hembra tenía el lomo suave y sin pelos y del vientre le colgaba una docena de tetas henchidas.
Escucha —le dijo.
Ballard escuchó y oyó a alguien hablar en un rincón de las ruinas. La voz iba y venía. Siguió el sonido por el interior sin techo, hasta donde se encontraba un lobo, con un libro abierto entre las patas delanteras, rodeado de una atenta audiencia. Al aproximarse Ballard, uno o dos del grupo volvieron sus ojos luminosos hacia él. El lector se detuvo.
¡ Chist! — le chistó uno—, el camarada nos está leyendo.
Era Mironenko quien había hablado. Ballard entró a formar parte del corro y se colocó junto a él, y el lector comenzó la historia desde el principio.
«Y Dios los bendijo y les dijo: "Creced y multiplicaos, y llenad la tierra..."»
Ballard había oído ya aquellas palabras, pero esa noche le parecieron nuevas.
«... y conquistadla: y dominad a los peces del mar, y a las aves del cielo...»
Echó un vistazo a su alrededor, a medida que las palabras describían su curso familiar.
«...y a todas las cosas vivientes que se mueven sobre la tierra.» En alguna parte, muy cerca, lloraba una bestia.

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