EL GRABADO EN LA CASA
H. P. LOVECRAFT
H. P. LOVECRAFT
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LOS amantes del horror rondan extraños, apartados lugares. Suyas son las catacumbas
de Ptolemaida y los cincelados mausoleos de los reinos de pesadilla. A la luz de la luna
ascienden las torres de los castillos en ruinas del Rin y trastabillean al descender escaleras
llenas de telarañas bajo las derrumbadas piedras de ignotas ciudades en el Asia. Sus santuarios
son el bosque embrujado y la desolada montaña, y frecuentan siniestros monolitos en islas
deshabitadas. Pero el verdadero epicúreo de lo terrible, aquel para quien un nuevo espasmo de
indecible espanto resulta la meta y la justificación de la vida, gusta ante todo de las viejas y
solitarias casas de labor que se levantan en las regiones más apartadas de Nueva Inglaterra, ya
que allí es donde los tétricos factores de fuerza, aislamiento, extravagancia e ignorancia se
conjugan para llegar a la cumbre de lo espantoso.
El más temible de todos los panoramas lo constituyen esas remotas casitas de madera
vista, lejos de caminos transitados, normalmente agazapadas sobre alguna ladera húmeda y
herbosa, o recostadas contra algún gigantesco afloramiento rocoso. Han permanecido así,
recostadas o agazapadas, durante doscientos años o más, mientras medraban las plantas
rastreras y los árboles crecían y se multiplicaban. Ahora están casi ocultas tras la desbocada
explosión de verdor y bajo el amparo de sudarios de sombra; pero las ventanas de pequeños
recuadros aún vigilan de forma temible, como parpadeando presas de un letal estupor
destinado a mantener a raya la locura atenuando el recuerdo de indescriptibles sucesos.
Esas casas han sido morada de generaciones de los personajes más extraños que el
mundo haya podido ver. Sosteniendo lúgubres y fanáticas creencias que los exiliaron de entre
los suyos, sus antepasados buscaron la libertad en lo virgen. Ellos son los vástagos de una
raza de conquistadores crecidos, en la práctica, libres de las restricciones de los suyos, y no
obstante sujetos a la espantosa esclavitud de los inaprensibles fantasmas de su interior.
Divorciados de la luz de la civilización, el empuje de estos puritanos se vertió en cauces
singulares y, debido a su aislamiento, su morbosa autorrepresión, su lucha por la vida en
medio de una naturaleza despiadada, reaparecieron en ellos ciertos rasgos oscuros y furtivos,
fruto de las prehistóricas profundidades de su herencia norteña. Esta gente, tanto por
necesidad práctica como por austeridad filosófica, abominaba de sus debilidades. Flaqueando
como cualquier mortal, su rígido código los empujaba a preferir la ocultación de sus fallos, de
forma que cada vez les disgustaba más lo que escondían. Tan sólo las silenciosas,
somnolientas, vigilantes casas de las regiones remotas podrían desvelar lo que había estado
oculto desde los primeros días; pero ellas no hablan, estando poco predispuestas a sacudirse la
somnolencia que les ayuda a olvidar. A veces uno llega apensar que sería de misericordia
derribar tales casas, ya que deben soñar con frecuencia.
Hacia uno de esos edificios carcomidos por el tiempo me vi empujado una tarde de
noviembre, en 1896, por culpa de un chaparrón tan fuerte y helado que cualquier refugio
resultaba preferible a la intemperie. Había viajado algún tiempo entre las gentes del valle
Miskatonic buscando cierta información genealógica, y, debido a lo problemático de mi ruta,
remota e intrincada, había creído conveniente usar una bicicleta a pesar de lo avanzado de la
estación. Me encontraba en un camino aparentemente abandonado que tomé al creerlo el atajo
más corto hacia Arkam, y no había encontrado otro refugio que la antigua y repulsiva
edificación de madera que parpadeaba con sus fatigadas ventanas bajo dos olmos inmensos y
deshojados al pie de una colina rocosa. Aunque apartada de la carretera abandonada, aquella
casa no pudo por' menos que impresionarme de forma desagradable desde el instante en que
le puse los ojos encima. Con sinceridad, las construcciones saludables no acechan el paso del
viajero de una forma tan furtiva y atenta, y en mis investigaciones genealógicas me había
topado con leyendas del siglo pasado que me ponían en guardia contra lugares de tal catadura.
Pero la fuerza de los elementos arreciaba de tal manera que venció mis reparos y no dudé en
pedalear cuesta arriba por una ladera llena de malezas hacia esa puerta cerrada que resultaba a
un tiempo sugerente y reservada.
Al principio hubiera jurado que la casa estaba abandonada, pero según me acercaba ya
no estuve tan seguro, ya que aunque los senderos estaban cubiertos de hierbas, parecían
conservar demasiado bien su perfil como para considerarlos completamente desiertos. Así que
en vez de tantear la puerta, llamé, sintiendo al hacerlo un estremecimiento difícil de explicar.
Mientras esperaba plantado sobre la piedra tosca y musgosa que hacía la vez de umbral,
observé a través de las ventanas más próximas
y por el recuadro de cristal en el travesaño situado sobre mi cabeza, notando que, a
pesar de encontrarse envejecidos, arañados y casi opacos por el polvo, los cristales no estaban
rotos. Así pues, la edificación debía estar habitada a pesar de su aislamiento y general estado
de abandono. Sin embargo, mis golpes no obtuvieron respuesta, por lo que, tras repetir la
llamada, agité el herrumbroso picaporte, encontrando que la puerta no tenía puesto el pestillo.
En el interior había un pequeño vestíbulo con paredes de las que se desprendía el yeso, y por
la entrada llegaba un olor débil, aunque notablemente hediondo. Entré empujando la bicicleta
y cerré la puerta a mis espaldas. Delante nacía una escalera estrecha, flanqueada por una
puerta pequeña que sin duda llevaba al sótano, mientras que a diestra y siniestra había puertas
cerradas conduciendo a habitaciones de la planta baja.
Apoyando mi bicicleta en la pared, abrí la puerta de la izquierda y pasé a una pequeña
estancia de techo bajo, débilmente iluminada a través de dos ventanas polvorientas y amueblada
de la forma más somera y primitiva que uno pueda imaginar. Parecía ser una especie de
sala de estar, ya que contenía una mesa y algunas sillas, así como un inmenso hogar sobre
cuya repisa sonaba un viejo reloj. Había pocos libros o periódicos, y en las tinieblas no pude
leer sus títulos. Lo que más me llamó la atención fue el tremendo primitivismo de cada uno de
los detalles expuestos. Yo había encontrado que casi todas las casas de esta parte eran ricas en
recuerdos del pasado, pero en ésta la antigüedad resultaba completa hasta un extremo
excepcional, ya que no pude encontrar en toda la estancia un solo artículo manufacturado en
épocas posteriores a la independencia. De haber dispuesto de un mobiliario menos humilde,
aquel lugar hubiera resultado el paraíso de un coleccionista.
Inspeccionando esa pintoresca morada, sentí aumentar la aversión que antes me
despertara su poco acogedor aspecto. No sabría decir con exactitud qué me producía temor o
rechazo,pero algo en su atmósfera parecía apestar a vejez impía, a desagradable tosquedad, a
secretos que debieran ser olvidados. Me sentía poco inclinado a sentarme, y fui de un lado
para otro examinando los diversos artículos antes vistos. Lo primero que inspeccioné fue un
libro de mediano tamaño que estaba sobre la mesa, mostrando un aspecto tan antediluviano
que me sorprendí de encontrarlo fuera de un museo o una biblioteca. Estaba encuadernado en
cuero, con refuerzos de metal, y gozaba de excelente estado de conservación, siendo además
de esa clase de volúmenes que uno no suele encontrar en una casa tan pobre. Al abrir la
primera página, mi asombro no hizo sino crecer, ya que se reveló como nada menos que la
relación de Pigafetta sobre la región del Congo, escrito en latín a partir de las notas del marino
López, e impreso en Francfort en 1598. Yo había oído hablar a menudo del libro, con sus
curiosas ilustraciones obra de los hermanos De Bry, por lo que por un instante olvidé mi
desasosiego llevado del deseo de pasar las páginas que tenía ante mí. Los grabados eran en
efecto interesantes, repletos de imaginación y descripciones inexactas, mostrando negros de
piel blanca y rasgos caucásicos; no habría cerrado tan pronto el libro de no mediar una
circunstancia, completamente trivial, pero que sacudió mis cansados nervios haciendo
rebrotar la inquietud. Lo que me disgustó fue sencillamente la tendencia del tomo a abrirse
por la lámina XII, que mostraba con rudeza la tienda de un carnicero entre los caníbales
anziques. Sentí cierta vergüenza de mi susceptibilidad a algo tan liviano, pero, no obstante, el
dibujo me turbaba, especialmente al sumarle algunos pasajes cercanos que describían la
gastronomía de los anziques.
Me había vuelto a un estante cercano y me encontraba examinando su escaso
contenido de libros -una biblia del dieciocho; un Pilgrim's Progress de la misma época,
ilustrado con toscos grabados en madera e impreso por el fabricante de almanaques Isaiah
Thomas; el degenerado mamotreto de Cotton
Mather, el Magnalia Christi Americana, y unos cuantos libros más, todos
evidentemente de la misma edad- cuando mi atención se vio desviada por el inconfundible
sonido de pasos en la estancia del piso de arriba. Al principio me vi presa del asombro y el
sobresalto, habida cuenta de la falta de respuesta a mi anterior llamada a la puerta, e
inmediatamente después concluí que esos pasos procedían de alguien que acabada de
despertar de un profundo sueño, así que escuché menos sorprendido cómo las pisadas
sonaban en las crujientes escaleras. El paso resultaba firme, aunque parecía teñido de una
curiosa prevención, algo que resultaba más inquietante por cuanto las pisadas eran firmes.
Al entrar en la habitación había cerrado la puerta a mis espaldas. Ahora, tras un instante de
silencio en el que el caminante debió demorarse inspeccionando la bicicleta que había
dejado en el vestíbulo, escuché manipular con torpeza el picaporte y vi que la puerta de
paneles se abría de nuevo.
El umbral fue ocupado por un personaje de tan singular apariencia que hubiera
proferido una exclamación en voz alta de no mediar las ataduras de la buena educación.
Anciano, con barbas blancas, harapiento, mi anfitrión gozaba de un físico y un continente
que despertaban asombro y respeto a un tiempo. No bajaba del metro ochenta de altura y,
pese a su general aspecto de vejez y pobreza, sus proporciones resultaban fuertes y
poderosas. El rostro, casi oculto por una larga y espesa barba, parecía anormalmente
rubicundo y menos surcado de arrugas de lo que cabría esperar, mientras que sobre su frente
alta caía una mata de blancos cabellos apenas clareados por los años. Sus ojos azules, si bien
algo inyectados en sangre, resultaban inexplicablemente agudos y ardientes. A pesar de su
desaliño, el hombre podría haber gozado de un aspecto tan distinguido como imponente. Ese
desaliño, no obstante, resultaba ofensivo a pesar de su rostro y su porte. Apenas puedo decir
qué eran sus ropas, ya que parecían poco más que un puñado de andrajos sobre un par de
botas altas y pesadas, y su falta de limpieza se encuentra más allá de cualquier descripción.
El aspecto de este hombre, y el miedo instintivo que me despertaba, por lo que me
habían dispuesto de antemano para algo parecido a la hostilidad; por lo que me vi cogido por
la sorpresa, así como por una sensación de extraña incongruencia, cuando me señaló una silla
dirigiéndose a mí, con una voz débil y suave llena de respeto adulador y hospitalidad
conciliadora. Su habla era de lo más curiosa, una variante extrema del dialecto yanqui, que
yo había creído ya extinta; así que lo estudié con más detenimiento mientras se arrellanaba
enfrente para hablar.
-Alcanzao por la lluvia, ¿eh? -dijo a modo de saludo-. Suerte qu'estaba a la vera de la
casa y se l'ocurrió allegarse. Creo que dormía, o l'habría escuchao... ya no soy mozo y
necesito mis buenas cabezás estos días. ¿Y s'encamina pa lejos? No se ve a mucho por esta
vereda desde que nos privaron del coche d'Arkham.
Contesté que me dirigía a Arkham, disculpándome por mi desconsiderada irrupción en
su domicilio, lo que le llevó a proseguir.
-Merced que m'hace, señorito... se ven pocas caras nuevas po aquí, y no hay demasio
pa entretenerse estos días. Me da qu'es usté bostoniano, ¿eh? Nunca estuve acullá, pero sé
decí quién es de ciudá na más echarle l'ojo encima... tuvimos un maestro d'aldea allá po
l'ochenta y cuatro, pero fuese de sopetón y nadie tuvo nuevas d'el desde'ntonces -aquí el viejo
se echó a reír entre dientes, sin dar explicación alguna a mis preguntas. Parecía hallarse de
excelente humor, aunque teñido por esa extravagancia que su aspecto hacía suponer. Divagó
durante algún tiempo en forma casi febril, hasta que se me ocurrió preguntarle cómo había
adquirido un libro tan raro como el Regnum Congo de Pigafetta. No se me había pasado la
impresión causada por tal volumen y sentía cierta renuencia a mencionarlo, pero la
curiosidad venció a los indeterminados temores que había ido acumulando sin descanso
desde el momento en que puse los ojos en la casa. Para mi alivio, la pregunta no provocó una
situación embarazosa, ya que el viejo respondió abierta y veleidosamente.
-Oh, ¿ese libro africano? El capitán Ebenezer Holt vendiómelo n'el sesenta y ocho... le
dieron muerte en la guerra.
La mención del nombre de Ebenezer Holt me hizo prestarle mayor atención, ya que me
había topado con él durante mi trabajo genealógico, aunque no había ningún dato posterior a
la independencia. Me pregunté si mi anfitrión no podría ayudarme con mi tarea, y decidí
preguntarle más tarde. Él continuaba.
-Ebenecer estuvo muchos años en un mercante de Salem, y en cá puerto echaba mano a
algo raro. Trajo esto de Londres, me da... le gustaba hurgar en las tiendas. Estaba una vez en
casa suya, en la colina, chalaneando, cuando l'eché l'ojo a este libro. M'encapriché de los
grabaos, así que hicimos un trueque. Es un libro raro... esto, déjeme buscar las lentes... -el
viejo rebuscó en sus andrajos, sacando unas gafas sucias y asombrosamente antiguas, con
pequeños cristales octogonales y arco metálico. Calándoselas, se acercó al volumen de la
mesa y pasó cuidadosamente las páginas.
-Ebenezer podía leer algo d'esto... latines... pero yo no pueo. Dos o tres maestros me
leyeron algo y el reverendo Clark, ése que dicen que s'ahogo en la poza... entiende usté algo?
Manifesté ser capaz y le traduje un párrafo del principio. Si erré, él no era erudito
capaz de corregirme, ya que parecía puerilmente complacido con mi versión inglesa. Su
proximidad iba resultando bastante ofensiva, pero no veía la forma de apartarme sin
ofenderlo. Me resultaba divertido la infantil querencia de este viejo ignorante por las
imágenes de un libro que no podía leer, y me pregunté hasta qué punto sería capaz de
descifrar lospocos volúmenes en inglés que adornaban el cuarto. Esa demostración de
simpleza aquietó mucha de la indefinible aprensión que había sentido, y me sonreí mientras
mi anfitrión parloteaba.
-Raro cómo los dibujos le hacen pensar a uno. Repare n'este cerca d'el principio. ¿Vio
nunca árboles así, con hojas tan grandes meneándose. Y hombres así... no puén ser negros...
mira que es raro; como pieles rojas, a fe mía, aunque'sten en África. Algunos d'estos
bichejos se ven como monos, o medio monos medio hombres, pero nunca supe de ná como
esto -entonces señaló a una fabulosa criatura, fruto de la imaginación del artista, que podría
describirse como un dragón con cabeza de caimán.
-Pero ahora l'enseño lo mejó... a la mitá -el habla del viejo se hizo más espesa, y el
resplandor de sus ojos más brillante; pero' sus manos temblorosas, aunque más desmañadas
que antes, aún fueron capaces de lograr su objetivo. El libro se abrió, casi por propio
impulso, como si se debiera a la frecuencia con que esa página era consultada, por la
repulsiva lámina duodécima que mostraba la tienda de un carnicero entre los caníbales
anziques. Mi desasosiego volvió, aunque no di muestras de ello. Lo más extravagante de
todo era que el dibujante había representado a estos africanos como hombres blancos... los
miembros y los cuartos colgados de los muros de la carnicería resultaban espantosos, al
tiempo que el carnicero con su hacha aparecía odiosamente incongruente. Pero a mi
anfitrión la imagen parecía deleitarle tanto como a mí me desagradaba.
-Qué le paece? ¿A que nunca se vió ná igual por estos pagos? En cuanto leché Tojo le
dije a Eb Holt: «Aquesto's algo que te despierta y te hace agita la sangre.» Cuando leo en
las Escrituras sobre matanzas... como cuando acabaron con los madianitas... pienso en estas
cosas, pero no las tengo dibujás. Aquí pué uno ver tó eso... me dá qu'es pecao, ¿pero no
nacemos y vivimos en pecao?... ese tio cortao en cachos me da cosquilleo cá vez que lo
miro... no pueo dejá de mirá... ¿ve cómo l'a cortao el carnicero los pies? Ahí en la banqueta
está la cabeza con un brazo al lao, el otro está tirao en el suelo junto a del tajo.
Según aquel hombre farfullaba presa de un éxtasis extremecedor, la expresión de su
rostro barbudo y cubierto con gafas se tornó indescriptible, mientras que el tono de su voz
bajaba en vez de subir. Apenas puedo recordar mis propias sensaciones. Todo el terror que
antes sintiera de difusa forma, me acució ahora activa y vívidamente, y comprendí que odiaba
a aquella criatura anciana y horrenda que me agobiaba de forma terrible. Su locura, o al
menos su perversión parcial, estaban más allá de toda duda. Apenas musitaba ahora,
empleando un tono bajo, más terrible que el grito, y yo temblaba escuchándolo.
-Como digo, hay que vé lo que l'hace pensa a uno estos dibujos raros. ¿Sabe, señorito?
Éste es el que me gusta. Cuando troqué'l libro a Eb lo miraba mucho, especialmente cuando
escuchaba a despotricar cada domingo con su gran peluca. Una vez probé algo distinto...
espero, señorito, que no s'asuste... tó lo qu'hice era mirá el dibujo antes de matá las ovejas p'al
mercao... matá ovejas era más divertío después de mirar esto.
El tono del viejo se había vuelto extremadamente bajo, resultando a veces tan débil que
las palabras apenas eran audibles. Oía la lluvia y el golpeteo contra las sucias ventanas de
pequeños recuadros, y sentí el retumbar de un trueno acercándose, algo bastante insólito para
la estación. Un relámpago y un estruendo terroríficos hicieron retemblar la frágil casa hasta
sus cimientos, pero el murmurador pareció no percatarse.
-Matá ovejas era más divertío... pero unté sabe, no era bastante satisfactorio. Extraño
cómo un antojo le engancha a uno... por el amor de Dios, joven, no lo cuente por ahí, pero
juro por el Serió que este dibujo iba despertándome hambre de cosas que no podía plantar ni
comprar... oiga, tranquilo, qué le pasa... no hicé na, sólo me preguntaba qué pasaría de
hacerlo... dicen quela carne hace carne y sangre y le da a uno nueva vida, así que me pregunté
si esto no le haría a un hombre vivir más y más tiempo de ser ese el caso....
Pero el susurro no llegó a continuar. La interrupción no fue debida a mi espanto, ni a la
tormenta que arreciaba con rapidez y en cuya furia abrí repentinamente los ojos entre una
humeante soledad de ruinas ennegrecidas. Fue debido a un suceso muy sencillo aunque de lo
más insólito.
El libro estaba abierto. ante nosotros, con el dibujo vuelto repulsivamente hacia arriba.
Al tiempo que el viejo susurraba «de ser ése el caso», se escuchó un débil golpe de chapoteo,
y apareció algo sobre el amarillento papel del abierto volumen. Pensé en la lluvia y en
goteras, pero la lluvia no es roja. Sobre la carnicería de los caníbales anziques relucía
llamativamente una pequeña salpicadura roja, prestando credibilidad al horror del grabado. El
viejo se percató, dejando de susurrar aun antes de que le obligara a ello mi expresión de
horror; lo vio y alzó rapidamente la vista hacia el suelo de la habitación que abandonara una
hora antes. Yo seguí su mirada y pude contemplar sobre nuestras cabezas, en el
descascarillado yeso del viejo cielo raso, una gran mancha irregular de húmedo carmesí que
parecía crecer ante nuestros ojos. Ni grité ni me moví, limitándome simplemente a cerrar los
ojos. Y un instante después llegó el titánico rayo de rayos, haciendo estallar aquella maldita
casa de indecibles secretos y trayéndome lo único que podía salvar mi cordura, la
inconsciencia.
de Ptolemaida y los cincelados mausoleos de los reinos de pesadilla. A la luz de la luna
ascienden las torres de los castillos en ruinas del Rin y trastabillean al descender escaleras
llenas de telarañas bajo las derrumbadas piedras de ignotas ciudades en el Asia. Sus santuarios
son el bosque embrujado y la desolada montaña, y frecuentan siniestros monolitos en islas
deshabitadas. Pero el verdadero epicúreo de lo terrible, aquel para quien un nuevo espasmo de
indecible espanto resulta la meta y la justificación de la vida, gusta ante todo de las viejas y
solitarias casas de labor que se levantan en las regiones más apartadas de Nueva Inglaterra, ya
que allí es donde los tétricos factores de fuerza, aislamiento, extravagancia e ignorancia se
conjugan para llegar a la cumbre de lo espantoso.
El más temible de todos los panoramas lo constituyen esas remotas casitas de madera
vista, lejos de caminos transitados, normalmente agazapadas sobre alguna ladera húmeda y
herbosa, o recostadas contra algún gigantesco afloramiento rocoso. Han permanecido así,
recostadas o agazapadas, durante doscientos años o más, mientras medraban las plantas
rastreras y los árboles crecían y se multiplicaban. Ahora están casi ocultas tras la desbocada
explosión de verdor y bajo el amparo de sudarios de sombra; pero las ventanas de pequeños
recuadros aún vigilan de forma temible, como parpadeando presas de un letal estupor
destinado a mantener a raya la locura atenuando el recuerdo de indescriptibles sucesos.
Esas casas han sido morada de generaciones de los personajes más extraños que el
mundo haya podido ver. Sosteniendo lúgubres y fanáticas creencias que los exiliaron de entre
los suyos, sus antepasados buscaron la libertad en lo virgen. Ellos son los vástagos de una
raza de conquistadores crecidos, en la práctica, libres de las restricciones de los suyos, y no
obstante sujetos a la espantosa esclavitud de los inaprensibles fantasmas de su interior.
Divorciados de la luz de la civilización, el empuje de estos puritanos se vertió en cauces
singulares y, debido a su aislamiento, su morbosa autorrepresión, su lucha por la vida en
medio de una naturaleza despiadada, reaparecieron en ellos ciertos rasgos oscuros y furtivos,
fruto de las prehistóricas profundidades de su herencia norteña. Esta gente, tanto por
necesidad práctica como por austeridad filosófica, abominaba de sus debilidades. Flaqueando
como cualquier mortal, su rígido código los empujaba a preferir la ocultación de sus fallos, de
forma que cada vez les disgustaba más lo que escondían. Tan sólo las silenciosas,
somnolientas, vigilantes casas de las regiones remotas podrían desvelar lo que había estado
oculto desde los primeros días; pero ellas no hablan, estando poco predispuestas a sacudirse la
somnolencia que les ayuda a olvidar. A veces uno llega apensar que sería de misericordia
derribar tales casas, ya que deben soñar con frecuencia.
Hacia uno de esos edificios carcomidos por el tiempo me vi empujado una tarde de
noviembre, en 1896, por culpa de un chaparrón tan fuerte y helado que cualquier refugio
resultaba preferible a la intemperie. Había viajado algún tiempo entre las gentes del valle
Miskatonic buscando cierta información genealógica, y, debido a lo problemático de mi ruta,
remota e intrincada, había creído conveniente usar una bicicleta a pesar de lo avanzado de la
estación. Me encontraba en un camino aparentemente abandonado que tomé al creerlo el atajo
más corto hacia Arkam, y no había encontrado otro refugio que la antigua y repulsiva
edificación de madera que parpadeaba con sus fatigadas ventanas bajo dos olmos inmensos y
deshojados al pie de una colina rocosa. Aunque apartada de la carretera abandonada, aquella
casa no pudo por' menos que impresionarme de forma desagradable desde el instante en que
le puse los ojos encima. Con sinceridad, las construcciones saludables no acechan el paso del
viajero de una forma tan furtiva y atenta, y en mis investigaciones genealógicas me había
topado con leyendas del siglo pasado que me ponían en guardia contra lugares de tal catadura.
Pero la fuerza de los elementos arreciaba de tal manera que venció mis reparos y no dudé en
pedalear cuesta arriba por una ladera llena de malezas hacia esa puerta cerrada que resultaba a
un tiempo sugerente y reservada.
Al principio hubiera jurado que la casa estaba abandonada, pero según me acercaba ya
no estuve tan seguro, ya que aunque los senderos estaban cubiertos de hierbas, parecían
conservar demasiado bien su perfil como para considerarlos completamente desiertos. Así que
en vez de tantear la puerta, llamé, sintiendo al hacerlo un estremecimiento difícil de explicar.
Mientras esperaba plantado sobre la piedra tosca y musgosa que hacía la vez de umbral,
observé a través de las ventanas más próximas
y por el recuadro de cristal en el travesaño situado sobre mi cabeza, notando que, a
pesar de encontrarse envejecidos, arañados y casi opacos por el polvo, los cristales no estaban
rotos. Así pues, la edificación debía estar habitada a pesar de su aislamiento y general estado
de abandono. Sin embargo, mis golpes no obtuvieron respuesta, por lo que, tras repetir la
llamada, agité el herrumbroso picaporte, encontrando que la puerta no tenía puesto el pestillo.
En el interior había un pequeño vestíbulo con paredes de las que se desprendía el yeso, y por
la entrada llegaba un olor débil, aunque notablemente hediondo. Entré empujando la bicicleta
y cerré la puerta a mis espaldas. Delante nacía una escalera estrecha, flanqueada por una
puerta pequeña que sin duda llevaba al sótano, mientras que a diestra y siniestra había puertas
cerradas conduciendo a habitaciones de la planta baja.
Apoyando mi bicicleta en la pared, abrí la puerta de la izquierda y pasé a una pequeña
estancia de techo bajo, débilmente iluminada a través de dos ventanas polvorientas y amueblada
de la forma más somera y primitiva que uno pueda imaginar. Parecía ser una especie de
sala de estar, ya que contenía una mesa y algunas sillas, así como un inmenso hogar sobre
cuya repisa sonaba un viejo reloj. Había pocos libros o periódicos, y en las tinieblas no pude
leer sus títulos. Lo que más me llamó la atención fue el tremendo primitivismo de cada uno de
los detalles expuestos. Yo había encontrado que casi todas las casas de esta parte eran ricas en
recuerdos del pasado, pero en ésta la antigüedad resultaba completa hasta un extremo
excepcional, ya que no pude encontrar en toda la estancia un solo artículo manufacturado en
épocas posteriores a la independencia. De haber dispuesto de un mobiliario menos humilde,
aquel lugar hubiera resultado el paraíso de un coleccionista.
Inspeccionando esa pintoresca morada, sentí aumentar la aversión que antes me
despertara su poco acogedor aspecto. No sabría decir con exactitud qué me producía temor o
rechazo,pero algo en su atmósfera parecía apestar a vejez impía, a desagradable tosquedad, a
secretos que debieran ser olvidados. Me sentía poco inclinado a sentarme, y fui de un lado
para otro examinando los diversos artículos antes vistos. Lo primero que inspeccioné fue un
libro de mediano tamaño que estaba sobre la mesa, mostrando un aspecto tan antediluviano
que me sorprendí de encontrarlo fuera de un museo o una biblioteca. Estaba encuadernado en
cuero, con refuerzos de metal, y gozaba de excelente estado de conservación, siendo además
de esa clase de volúmenes que uno no suele encontrar en una casa tan pobre. Al abrir la
primera página, mi asombro no hizo sino crecer, ya que se reveló como nada menos que la
relación de Pigafetta sobre la región del Congo, escrito en latín a partir de las notas del marino
López, e impreso en Francfort en 1598. Yo había oído hablar a menudo del libro, con sus
curiosas ilustraciones obra de los hermanos De Bry, por lo que por un instante olvidé mi
desasosiego llevado del deseo de pasar las páginas que tenía ante mí. Los grabados eran en
efecto interesantes, repletos de imaginación y descripciones inexactas, mostrando negros de
piel blanca y rasgos caucásicos; no habría cerrado tan pronto el libro de no mediar una
circunstancia, completamente trivial, pero que sacudió mis cansados nervios haciendo
rebrotar la inquietud. Lo que me disgustó fue sencillamente la tendencia del tomo a abrirse
por la lámina XII, que mostraba con rudeza la tienda de un carnicero entre los caníbales
anziques. Sentí cierta vergüenza de mi susceptibilidad a algo tan liviano, pero, no obstante, el
dibujo me turbaba, especialmente al sumarle algunos pasajes cercanos que describían la
gastronomía de los anziques.
Me había vuelto a un estante cercano y me encontraba examinando su escaso
contenido de libros -una biblia del dieciocho; un Pilgrim's Progress de la misma época,
ilustrado con toscos grabados en madera e impreso por el fabricante de almanaques Isaiah
Thomas; el degenerado mamotreto de Cotton
Mather, el Magnalia Christi Americana, y unos cuantos libros más, todos
evidentemente de la misma edad- cuando mi atención se vio desviada por el inconfundible
sonido de pasos en la estancia del piso de arriba. Al principio me vi presa del asombro y el
sobresalto, habida cuenta de la falta de respuesta a mi anterior llamada a la puerta, e
inmediatamente después concluí que esos pasos procedían de alguien que acabada de
despertar de un profundo sueño, así que escuché menos sorprendido cómo las pisadas
sonaban en las crujientes escaleras. El paso resultaba firme, aunque parecía teñido de una
curiosa prevención, algo que resultaba más inquietante por cuanto las pisadas eran firmes.
Al entrar en la habitación había cerrado la puerta a mis espaldas. Ahora, tras un instante de
silencio en el que el caminante debió demorarse inspeccionando la bicicleta que había
dejado en el vestíbulo, escuché manipular con torpeza el picaporte y vi que la puerta de
paneles se abría de nuevo.
El umbral fue ocupado por un personaje de tan singular apariencia que hubiera
proferido una exclamación en voz alta de no mediar las ataduras de la buena educación.
Anciano, con barbas blancas, harapiento, mi anfitrión gozaba de un físico y un continente
que despertaban asombro y respeto a un tiempo. No bajaba del metro ochenta de altura y,
pese a su general aspecto de vejez y pobreza, sus proporciones resultaban fuertes y
poderosas. El rostro, casi oculto por una larga y espesa barba, parecía anormalmente
rubicundo y menos surcado de arrugas de lo que cabría esperar, mientras que sobre su frente
alta caía una mata de blancos cabellos apenas clareados por los años. Sus ojos azules, si bien
algo inyectados en sangre, resultaban inexplicablemente agudos y ardientes. A pesar de su
desaliño, el hombre podría haber gozado de un aspecto tan distinguido como imponente. Ese
desaliño, no obstante, resultaba ofensivo a pesar de su rostro y su porte. Apenas puedo decir
qué eran sus ropas, ya que parecían poco más que un puñado de andrajos sobre un par de
botas altas y pesadas, y su falta de limpieza se encuentra más allá de cualquier descripción.
El aspecto de este hombre, y el miedo instintivo que me despertaba, por lo que me
habían dispuesto de antemano para algo parecido a la hostilidad; por lo que me vi cogido por
la sorpresa, así como por una sensación de extraña incongruencia, cuando me señaló una silla
dirigiéndose a mí, con una voz débil y suave llena de respeto adulador y hospitalidad
conciliadora. Su habla era de lo más curiosa, una variante extrema del dialecto yanqui, que
yo había creído ya extinta; así que lo estudié con más detenimiento mientras se arrellanaba
enfrente para hablar.
-Alcanzao por la lluvia, ¿eh? -dijo a modo de saludo-. Suerte qu'estaba a la vera de la
casa y se l'ocurrió allegarse. Creo que dormía, o l'habría escuchao... ya no soy mozo y
necesito mis buenas cabezás estos días. ¿Y s'encamina pa lejos? No se ve a mucho por esta
vereda desde que nos privaron del coche d'Arkham.
Contesté que me dirigía a Arkham, disculpándome por mi desconsiderada irrupción en
su domicilio, lo que le llevó a proseguir.
-Merced que m'hace, señorito... se ven pocas caras nuevas po aquí, y no hay demasio
pa entretenerse estos días. Me da qu'es usté bostoniano, ¿eh? Nunca estuve acullá, pero sé
decí quién es de ciudá na más echarle l'ojo encima... tuvimos un maestro d'aldea allá po
l'ochenta y cuatro, pero fuese de sopetón y nadie tuvo nuevas d'el desde'ntonces -aquí el viejo
se echó a reír entre dientes, sin dar explicación alguna a mis preguntas. Parecía hallarse de
excelente humor, aunque teñido por esa extravagancia que su aspecto hacía suponer. Divagó
durante algún tiempo en forma casi febril, hasta que se me ocurrió preguntarle cómo había
adquirido un libro tan raro como el Regnum Congo de Pigafetta. No se me había pasado la
impresión causada por tal volumen y sentía cierta renuencia a mencionarlo, pero la
curiosidad venció a los indeterminados temores que había ido acumulando sin descanso
desde el momento en que puse los ojos en la casa. Para mi alivio, la pregunta no provocó una
situación embarazosa, ya que el viejo respondió abierta y veleidosamente.
-Oh, ¿ese libro africano? El capitán Ebenezer Holt vendiómelo n'el sesenta y ocho... le
dieron muerte en la guerra.
La mención del nombre de Ebenezer Holt me hizo prestarle mayor atención, ya que me
había topado con él durante mi trabajo genealógico, aunque no había ningún dato posterior a
la independencia. Me pregunté si mi anfitrión no podría ayudarme con mi tarea, y decidí
preguntarle más tarde. Él continuaba.
-Ebenecer estuvo muchos años en un mercante de Salem, y en cá puerto echaba mano a
algo raro. Trajo esto de Londres, me da... le gustaba hurgar en las tiendas. Estaba una vez en
casa suya, en la colina, chalaneando, cuando l'eché l'ojo a este libro. M'encapriché de los
grabaos, así que hicimos un trueque. Es un libro raro... esto, déjeme buscar las lentes... -el
viejo rebuscó en sus andrajos, sacando unas gafas sucias y asombrosamente antiguas, con
pequeños cristales octogonales y arco metálico. Calándoselas, se acercó al volumen de la
mesa y pasó cuidadosamente las páginas.
-Ebenezer podía leer algo d'esto... latines... pero yo no pueo. Dos o tres maestros me
leyeron algo y el reverendo Clark, ése que dicen que s'ahogo en la poza... entiende usté algo?
Manifesté ser capaz y le traduje un párrafo del principio. Si erré, él no era erudito
capaz de corregirme, ya que parecía puerilmente complacido con mi versión inglesa. Su
proximidad iba resultando bastante ofensiva, pero no veía la forma de apartarme sin
ofenderlo. Me resultaba divertido la infantil querencia de este viejo ignorante por las
imágenes de un libro que no podía leer, y me pregunté hasta qué punto sería capaz de
descifrar lospocos volúmenes en inglés que adornaban el cuarto. Esa demostración de
simpleza aquietó mucha de la indefinible aprensión que había sentido, y me sonreí mientras
mi anfitrión parloteaba.
-Raro cómo los dibujos le hacen pensar a uno. Repare n'este cerca d'el principio. ¿Vio
nunca árboles así, con hojas tan grandes meneándose. Y hombres así... no puén ser negros...
mira que es raro; como pieles rojas, a fe mía, aunque'sten en África. Algunos d'estos
bichejos se ven como monos, o medio monos medio hombres, pero nunca supe de ná como
esto -entonces señaló a una fabulosa criatura, fruto de la imaginación del artista, que podría
describirse como un dragón con cabeza de caimán.
-Pero ahora l'enseño lo mejó... a la mitá -el habla del viejo se hizo más espesa, y el
resplandor de sus ojos más brillante; pero' sus manos temblorosas, aunque más desmañadas
que antes, aún fueron capaces de lograr su objetivo. El libro se abrió, casi por propio
impulso, como si se debiera a la frecuencia con que esa página era consultada, por la
repulsiva lámina duodécima que mostraba la tienda de un carnicero entre los caníbales
anziques. Mi desasosiego volvió, aunque no di muestras de ello. Lo más extravagante de
todo era que el dibujante había representado a estos africanos como hombres blancos... los
miembros y los cuartos colgados de los muros de la carnicería resultaban espantosos, al
tiempo que el carnicero con su hacha aparecía odiosamente incongruente. Pero a mi
anfitrión la imagen parecía deleitarle tanto como a mí me desagradaba.
-Qué le paece? ¿A que nunca se vió ná igual por estos pagos? En cuanto leché Tojo le
dije a Eb Holt: «Aquesto's algo que te despierta y te hace agita la sangre.» Cuando leo en
las Escrituras sobre matanzas... como cuando acabaron con los madianitas... pienso en estas
cosas, pero no las tengo dibujás. Aquí pué uno ver tó eso... me dá qu'es pecao, ¿pero no
nacemos y vivimos en pecao?... ese tio cortao en cachos me da cosquilleo cá vez que lo
miro... no pueo dejá de mirá... ¿ve cómo l'a cortao el carnicero los pies? Ahí en la banqueta
está la cabeza con un brazo al lao, el otro está tirao en el suelo junto a del tajo.
Según aquel hombre farfullaba presa de un éxtasis extremecedor, la expresión de su
rostro barbudo y cubierto con gafas se tornó indescriptible, mientras que el tono de su voz
bajaba en vez de subir. Apenas puedo recordar mis propias sensaciones. Todo el terror que
antes sintiera de difusa forma, me acució ahora activa y vívidamente, y comprendí que odiaba
a aquella criatura anciana y horrenda que me agobiaba de forma terrible. Su locura, o al
menos su perversión parcial, estaban más allá de toda duda. Apenas musitaba ahora,
empleando un tono bajo, más terrible que el grito, y yo temblaba escuchándolo.
-Como digo, hay que vé lo que l'hace pensa a uno estos dibujos raros. ¿Sabe, señorito?
Éste es el que me gusta. Cuando troqué'l libro a Eb lo miraba mucho, especialmente cuando
escuchaba a despotricar cada domingo con su gran peluca. Una vez probé algo distinto...
espero, señorito, que no s'asuste... tó lo qu'hice era mirá el dibujo antes de matá las ovejas p'al
mercao... matá ovejas era más divertío después de mirar esto.
El tono del viejo se había vuelto extremadamente bajo, resultando a veces tan débil que
las palabras apenas eran audibles. Oía la lluvia y el golpeteo contra las sucias ventanas de
pequeños recuadros, y sentí el retumbar de un trueno acercándose, algo bastante insólito para
la estación. Un relámpago y un estruendo terroríficos hicieron retemblar la frágil casa hasta
sus cimientos, pero el murmurador pareció no percatarse.
-Matá ovejas era más divertío... pero unté sabe, no era bastante satisfactorio. Extraño
cómo un antojo le engancha a uno... por el amor de Dios, joven, no lo cuente por ahí, pero
juro por el Serió que este dibujo iba despertándome hambre de cosas que no podía plantar ni
comprar... oiga, tranquilo, qué le pasa... no hicé na, sólo me preguntaba qué pasaría de
hacerlo... dicen quela carne hace carne y sangre y le da a uno nueva vida, así que me pregunté
si esto no le haría a un hombre vivir más y más tiempo de ser ese el caso....
Pero el susurro no llegó a continuar. La interrupción no fue debida a mi espanto, ni a la
tormenta que arreciaba con rapidez y en cuya furia abrí repentinamente los ojos entre una
humeante soledad de ruinas ennegrecidas. Fue debido a un suceso muy sencillo aunque de lo
más insólito.
El libro estaba abierto. ante nosotros, con el dibujo vuelto repulsivamente hacia arriba.
Al tiempo que el viejo susurraba «de ser ése el caso», se escuchó un débil golpe de chapoteo,
y apareció algo sobre el amarillento papel del abierto volumen. Pensé en la lluvia y en
goteras, pero la lluvia no es roja. Sobre la carnicería de los caníbales anziques relucía
llamativamente una pequeña salpicadura roja, prestando credibilidad al horror del grabado. El
viejo se percató, dejando de susurrar aun antes de que le obligara a ello mi expresión de
horror; lo vio y alzó rapidamente la vista hacia el suelo de la habitación que abandonara una
hora antes. Yo seguí su mirada y pude contemplar sobre nuestras cabezas, en el
descascarillado yeso del viejo cielo raso, una gran mancha irregular de húmedo carmesí que
parecía crecer ante nuestros ojos. Ni grité ni me moví, limitándome simplemente a cerrar los
ojos. Y un instante después llegó el titánico rayo de rayos, haciendo estallar aquella maldita
casa de indecibles secretos y trayéndome lo único que podía salvar mi cordura, la
inconsciencia.
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