Brian Lumley
La casa de Cthulhu
Donde en extraños ángulos se yerguen las murallas, enjutos centinelas de relucientes sombras velan la tumba de la inferna1 bestia no muerta...
Y dioses y mortales temen el hollar allá donde el portal a prohibidas esferas y tiempos está cerrado; mas monstruosos horrores aguardan al pasajero de extranos años...
Cuando despierte aquella que no está muerta...
«Arlyeh», fragmento de Leyendas de los Viejos Misterios de Teh Atht.
Traducido por Thelred Gustau de los Manuscritos de Theem'hdra.
Ocurrió pues en otro tiempo que Zar-thule el Conquistador, que es llamado Saqueador de Saqueadores, Buscador de Tesoros y Expoliador de Ciudades, navegó hacia el este con sus naves dragón; sí, orgulloso bajo las restallantes velas de sus naves dragón. El viento le era ahora favorable, y los remeros se apoyaban languidamente sobre sus asegurados remos, mientras los soñolientos timoneles mantenían el rumbo. Entonces Zar-thule divisó en el mar la isla Arlyeh, sobre la cual se alzaban altas y retorcidas torres de piedra negra, cuyas tortuosas estructuras se contorsionaban en ángulos desconocidos y alejados por completo del conocimiento del hombre. Sí, y aquella isla estaba rojizamente iluminada por el sol, que se ocultaba en sus imponentes riscos y llameaba tras las asimétricas espiras y torres de vigía construidas por manos distintas de las humanas.
Y aunque Zar-thule sentía una gran voracidad y empezaba a notarse cansado de las grandes extensiones de mar abiertas tras la prominente cola de su nave Fuego Rojo, y aunque miró con enrojecidos y rapaces ojos hacia la negra isla, dominó a sus saqueadores, ordenándoles que anclaran muy mar adentro hasta que el sol estuvo profundamente sumergido y desapareció en el Reino de Cthon; tragado por Chton, que permanece sentado en silencio para burlarse del sol, atrapado en su red mas allá del Borde del Mundo. Por supuesto, ésa era la norma que seguían siempre los incursores de Zar-thule, los cuales realizaban mejor sus acciones de noche, puesto que entonces Gleeth, el ciego Dios de la Luna, no les veía, ni oía en su celestial sordera los horribles gritos que siempre acompañaban a sus incursiones.
Porque, no obstante su crueldad, que estaba más allá de toda palabra, Zar-thule no era un estúpido. Sabía que sus lobos debían descansar antes de emprender una acción, que si los tesoros de la Casa de Cthulhu eran ciertos, como imaginaba en el ojo de su mente..., entonces era probable que estuvieran muy bien guardados por guerreros que no iban a entregarlos fácilmente. Y sus saqueadores estaban tan cansados como el propio Zar-thule, de modo que les hizo descansar a todos bajo los pintados escudos que se alineaban a lo largo de las cubiertas y recoger las grandes velas de piel de dragón teñida, y montó una guardia que en mitad de la noche debería despertar a los hombres de sus veinte naves para lanzarse al saqueo de la isla de Arlyeh.
Lejos estaba el momento en que los saqueadores de Zar-thule habían remado, antes de que los vientos les fueran lavorables; sí, lejos el tiempo del saqueo de Yaht-Haal, la Ciudad de Plata al borde de las tierras heladas. Sus provisiones estaban casi agotadas, sus espadas herrumbrosas por la sal del océano; mas ahora comieron todo lo que les quedaba y bebieron todos los licores de que disponían, y limpiaron y afilaron sus terribles hojas antes de entregarse en brazos de Shoosh, Diosa de los Durmientes. Sabían muy bien que pronto entrarían en incursión, cada cual por su cuenta, y el botín estaría de acuerdo con lo mucho que sus espadas fueran esgrimidas y lo profundo y ávido que bebieran.
Y Zar-thule les había prometido grandes tesoros, sí, inmensos tesoros de la Casa de Cthulhu, porque allí en la saqueada y destruida ciudad al borde de las tierras heladas, había oído de los crispados y burbujeantes labios de Voth Vehm el nombre de la prohibida isla de Arlyeh. Voth Vehm, en la agonía de terribles torturas, había gritado el nombre de su hermano-sacerdote, Hath Vehm, que guardaba la Casa de Cthulhu en Arlyeh. Y Voth Vehm había respondido incluso en la hora de su muerte a las torturas adicionales de Zar-thule; gritando que Arlyeh era una isla prohibida esclavizada por el Durmiente pero todavía tenebroso y terrible dios Cthulhu, la puerta de cuya casa guardaba su hermano-sacerdote.
Entonces había razonado Zar-thule que Adyeh debía de contener inmensas riquezas, porque sabía que los hermanos-sacerdotes no se traicionaban los unos a los otros; y, sí, sin duda Voth Vehm había hablado tan terriblemente de su tenebroso y terrible dios Cthulhu a fin de alejar la avaricia de Zar-thule del santuario en medio del océano de su hermano-sacerdote, Hath Vehm. Así pensó Zar-thule, cavilando sobre las palabras del muerto y desfigurado hierofante, hasta que decidió abandonar la saqueada ciudad. Entonces, con las llamas ascendiendo brillantes en el cielo y reflejándose en su rojiza estela, Zar-thule puso a sus naves dragón rumbo a mar abierto; sí, las puso rumbo a mar abierto, cargadas con el botín de plata, en busca de Arlyeh y los tesoros e la Casa de Cthulhu. Y así había llegado hasta aquel lugar.
Poco antes de la hora de la medianoche, la guardia arrancó a Zar-thule, y todos los descansados hombres de las naves dragón, de los brazos de Shoosh; y entonces, bajo el moteado rostro de plata de Gleeth, el ciego Dios de la Luna, viendo que el viento había decaído, sacaron sus remos y los hundieron profundamente en el agua, y así se acercaron a la orilla. A una docena de brazas de la playa, Zar-thule lanzó su grito de saqueo, y sus tambores empezaron a batir fuerte y rítmicamente, indicando a los entrenadlos pero todavía indómitos saqueadores que podían avanzar al asalto.
La quilla rozó la arena, y de la proa de dragón saltó Zar-thule a las lóbregas y someras aguas, y todos sus capitanes y hombres, para vadear hasta la orilla y cruzar la franja negra de noche de la playa agitando sus espadas... ¡Y todo ello para nada! Porque la isla siguió tranquila y silenciosa, y aparentemente desierta...
Sólo entonces se dio cuenta el Expoliador de Ciudades del verdaderamente pavoroso aspecto de la isla. Negros montones de mampostería derrumbada, festoneados con algas arrastradas por la marea, se erguían de la oscura y húmeda arena, y de aquellas desoladas e inmemoriales reliquias parecía emerger un presagio de que no sólo eran un recuerdo de tiempos pasados; grandes cangrejos se movían por entre las arcaicas ruinas, y miraban con pedunculados ojos color rubí a los intrusos; incluso las pequenas olas rompían con un fantasmal hush, hush, hush contra la arena, los guijarros y los despojos primordiales de desmoronadas pero aparentemente sensitivas torres y tabernáculos. Los tambores tartamudearon y se detuvieron, y el silencio reinó.
Entonces muchos de aquellos saqueadores reconocieron extraños dioses y recordaron extrañas supersticiones, y Zar-thule se dio cuenta de ello y no le gustó su silencio. ¡Era un silencio que podía conducir al amotinamiento!
–¡Ja! –exclamó, él que no adoraba ni a dios ni a demonio, ni prestaba oídos a las sombras de la noche–. Ved..., los guardianes han sabido de nuestra llegada y han huido al extremo más alejado de la isla... O quizá han cerrado filas en la Casa de Cthulhu.
Y diciendo esto formó a sus hombres en un cuerpo compacto y avanzó hacia el interior de la isla.
Mientras avanzaban pasaron junto a aglomeraciones de construcciones paleolíticas no abatidas aún por el océano, recorriendo silenciosas calles cuyas fantásticas fachadas les devolvían el batir de los tambores con una estraña monotonía apagada.
Momificados rostros de contemporanea antigüedad parecían espiarles desde las vacías y extrañamente inclinadas torres y escarpadas espiras; huidizos fantasmas que revoloteaban de sombra en sombra al compas de los hombres que avanzaban, hasta que algunos de ellos sintieron crecer su temor y suplicaron a Zar-thule:
–Amo, permítenos marcharnos de aquí, porque parece que no hay ningún tesoro, y este lugar no es parecido a ningún otro; hiede a muerte, y parece como si los muertos estuvieran caminando por entre las sombras.
Pero Zar-thule agarró a uno de los que estaban cerca de él murmurando así, y gritó:
-¡Cobarde! ¡No mereces vivir!
Y alzando su espada, la dejó caer sobre el tembloroso hombre, partiéndolo en dos partes, de tal modo que el hendido cuerpo lanzó un solo y breve grito antes de caer con dos golpes sordos sobre la negra tierra. Pero entonces Zar-thule se dio cuenta de que eran muchos los que estaban terriblemente asustados, de modo que hizo encender antorchas y las hizo distribuir, y siguieron su camino isla adentro Mas allá, pasadas unas bajas y oscuras colinas, llegaron a un gran conjunto de extrañamente labrados y monolíticos edificios, todos ellos con el mismo diseño, comprendiendo confusos ángulos y superficies, y todos con el hedor de un profundo pozo, sí, el hedor de un profundo pozo a su alrededor. Y en el centro de aquellos pestilentes megalitos se erguía la mayor torre de todas ellas, un enormie menhir que se alzaba som ventanas hasta gran altura y en cuya base cuatro rechoncos pedestales ofrecían el aspecto de monstruos tentaculares de aterrador aspecto, lúgubremente tallados.
–¡Ja! -exclamó Zar-thule–. Seguro que ésta es la Casa de Cthulhu; ¡y ved que todos sus guardianes y sacerdotes han huido antes de nuestra llegada para escapar al pillaje!
Pero una trémula voz, vieja y aturdidora, respondió desde las sombras de la base de uno de los grandes pedestales, diciendo:
–Nadie ha huido, oh, saqueador, porque no hay nadie para huir aquí, excepto yo... Y yo no puedo huir porque guardo la puerta contra aquellos que puedan pronunciar Las Palabras.
Al sonido de su vieja voz en la quietud, todos los saqueadores se sobresaltaron, y miraron nerviosamente hacia las agitantes sombras más allá de las antorchas; pero un intrépido capitán avanzó unos pasos para extraer de la oscuridad a un viejo, viejo hombre... , y, oh, todos retrocedieron de inmediato apenas vieron el aspecto de aquel mago. Porque sobre su rostro y manos, sí, y sobre todas las partes visibles de su cuerpo, una especie de liquen gris y velludo parecía arrastrarse sobre su piel, mientras permanecía allí de pie, encorvado y temblando a causa de su increíble edad.
–¿Quién eres tú? -preguntó Zar-thule, horrorizado ante la visión de un espectáculo tan terrible de espantosa enfermedad; sí, incluso é1 horrorizado...
–Soy Hath Vehm, hermano-sacerdote de Veth Vehm, que sirve a los dioses en los templos de Yaht-Haal, la Ciudad da Plata. Soy Hath Vehm, mantenedor de la Puerta en la Casa de Cthulhu, y te advierto que está prohibido tocarme.
Miró con húmedos ojos al capitán que lo sujetaba,hastaque el saqueador retiró sus manos.
–Y yo soy Zar-thule el Conquistador –exclamó Zar-thule, menos sorprendido ahora–. Saqueador da Saqueadores, Buscador de Tesoros y Expoliador de Ciudades.
He saqueado Yaht-Haal, sí, he saqueado la Ciudad de Plata, y la he incendiadohastadejarla arrasada. Y he torturado a Veth Vehm hasta la muerte.
Pero al morir gritó un nombre, sí, pese a los carbones ardientes que horadaban su vientre. Y era tu nombre el que gritó. Y era realmente un hermano tuyo, Hath Vehm, puesto que me advirtió acerca del terrible dios Cthulhu y de su «prohibida» isla Arlyeh. Pero yo sabía que no decía la verdad, que lo único que estaba haciendo era proteger un gran y sagrado tesoro, y a su hermano-sacerdote, que guarda ese tesoro, ¡indudablemente en medio de extrañas ruinas, para alejar a los asustadizos y supersticiciosos saqueadores! Pero Zar-thule no es ni un miedoso ni un crédulo, viejo. Aquí estoy, ¡y te digo por tu vida que sabré la forma de entrar en esta casa del tesoro antes de una hora!
Entonces los capitanes y hombres de Zar-thule se envalentonaron. Oyendo a su jefe hablarle así al anciano sacerdote de la isla, y notando la temblorosa enfermedad y la horrible desfiguración del viejo, fueron avanzando poco a poco hasta la imponente torre de oscuros ángulos, hasta que uno de ellos encontró una puerta. Era una puerta grande, alta, sólida, ancha, y en ninguna forma escondida a quien la buscara; y sin embargo, a veces parecía estrecha en su parte superior e indistinta en sus bordes. Se alzaba en mitad da la pared de la Casa de CthuIhu, y no obstante parecía como si estuviera inclinada hacia un lado... ¡y entonces, al momento siguiente, parecía inclinarse hacia el otro! Su superficie estaba tallada con rostros inhumanos que miraban de soslayo, mezclados con hórridos jeroglíficos, y aquellos caracteres desconocidos parecían contorsionarse en torno a los esperpénticos rostros, y sí, también esos rostros se movían y hacían muecas a la luz de las vacilantes llamas de las antorchas.
El anciano Hath Vehm vino hacia ellos mientras se apiñaban maravillados junto a la gran puerta y los dijo:
–Sí, ésa es la puerta da la Casa de Cthulhu; yo soy su guardián.
–Bien –dijo Zar–thule, que también había acudido hasta allí–, y ¿hay alguna llave para esta puerta? No parece haber ningún medio de entrar.
–Sí, hay una llave, pero no es una que tú puedas imaginar fácilmente; ¡porque no es de metal, sino de palabras!
–¿Magia? –preguntó Zar-thule sin intimidarse, puesto que había oído hablar muchas veces de tales taumaturgias.
–¡Sí, magia! -admitió el Guardián de la Puerta.
Zar-thule apoyó la punta de su espada en la garganta del viejo, observando mientras lo hacía que la velluda excrecencia gris ascendía hacia el rostro del viejo y su huesudo cuello, y dijo:
–¡Entonces pronuncia esas palabras ahora y deja que hagamos nuestro trabajo!
–No, no puedo decir Las Palabras... He jurado guardar la puerta y que Las Palabras no sean pronunciadas munca, ni por mi mismo ni por ningún otro que quiera abrir la Casa de Cthulhu con fines estúpidos o impropios. Puedes matarme, sí, puedes arrancarme la vida con esa hoja que apoyas ahora en mi garganta, pero no pronunciaré Las Palabras...
–¡Y yo digo que lo harás... finalmente! –exclamó Zar-thule con voz absolutamente fría..., más fría aún que el agua nieve del norte.
Tras lo cual bajó su espada y ordenó a dos de sus hombres que avanzaran, tomaran al anciano y lo ataran con correas en estacas clavadas con rapidez en el suelo, una estaca para cada brazo y una para cada pierna, de modo que quedara tendido de espaldas contra el suelo, brazos y piernas abiertos, no lejos de la enorme y extrañamente tallada puerta en la pared de la Casa de Cthulhu.
Entonces fue encendido un fuego con los diseminados matojos de las bajas colinas y maderos tomados de la orilla, y otros de los saqueadores de Zar-thule salieron a atrapar a unos cuantos grandes pájaros nocturnos que no conocían el poder de volar; y mientras, otros encontraron un manantial de salina agua y llenaron con ella sus pellejos. Pronto una insípida pero satisfactoria comida giraba en los espetones sobre el fuego, y en el mismo fuego las puntas de unas espadas brillaron rojas, luego blancas; hasta que Zar-thule y los capitanes y hombres hubieron llenado sus estómagos, tras lo cual el Saqueador de Saqueadores hizo un gesto a sus torturadores indicándoles que podían empezar con su tarea. Y los torturadores avanzaron para recobrar sus espadas; sí, porque naturalmente aquellas espadas con sus puntas en el fuego eran las de ellos. Zar-thule había adiestrado personalmente a aquellos torturadores, de tal modo que eran virtuososen las artes de las tenazas y los hierros candentes.
Pero entonces se produjo una distraccion. Durante algún tiempo uno de los capitanes –su nombre era Cush- ad; era el que primero había encontrado al viejo sacerdote entre las sombras del gran pedestal y lo había arrastrado hacia delante– había permanecido contemplándose las manos de una forma extraña a la luz del luego y frotándoselas contra la piel de su chaqueta. De pronto lanzó una maldición y saltó en pie, derramando a su alrededor todos los restos de su comida. Empezó a dar saltos como si estuviera aterrado, golpeando locamente con sus manos las piedras planas que había a su alrededor. Luego de repente se detuvo y lanzó penetrantes miradas a sus desnudos antebrazos. En el mismo momento los ojos parecieron salírsele de las órbitas y gritó como si hubiera sido atravesado una y otra vez con una hoja puntiaguda; corrió hacia el fuego y metió las manos en él, hasta los codos. Luego volvió a extraer los brazos de las llamas, vacilando y gimiendo y apelando a algunos de sus dioses, y se alejó tambaleándose hacia la noche, sus brazos humeando y chorreando un liquido burbujeante sobre el suelo.
Desconcertado, Zar-thule envió a un hombre tras él con una antorcha, el cual pronto regresó temblando y con un rostro muy pálido a la luz del fuego para explicar cómo el loco había caído –o saltado– en una profunda grieta, donde yacía ahora muerto, pero que antes de saltar había podido ver muy claramente sobre su rostro ¡algo gris y velludo arrastrándose! Y mientras caía, sí, mientras se estrellaba abajo, matándose, había gritado: «¡Inmundo, inmundo, inmundo!».
Entonces, mientras estaban escuchando aquello, todos recordaron las palabras de advertencia del viejo sacerdote cuando Cush-had lo había sacado de su escondite, y la forma en que sus llameantes ojos habían mirado al infortunado capitán, y todos contemplaron al anciano allí donde yacía fuertemente atado al suelo. Los dos saqueadores cuya tarea había sido atarlo allí se miraron el uno al otro con ojos muy abiertos, sus rostros palideciendo perceptiblemente a la luz de las llamas, e iniciaron un pausado y secreto examen de sus personas; sí, un examen minucioso...
Zar-thule notó que el miedo soplaba en los corazones de sus saqueadores como el viento del este cuando sopla rápido y salvaje en el desierto de Sheb. Escupió al suelo y alzó la espada, gritando:
–¡Escuchadme! Todos sois unos cobardes supersticiosos, todos vosotros, con vuestros temores y supersticiones de viejas comadres. ¿Qué tenéis aquí para asustaros? ¡Un hombre viejo, solo, en una negra roca en medio del mar!
–Pero yo vi aquello que reptaba por el rostro de Cush-had... –empezó a decir el hombre que había seguido al enloquecido capitán.
–Sólo creíste ver algo –le interrumpió secamente Zar-thule–. Únicamente el vacilante resplandor de la llama de tu antorcha, y nada mas. ¡Cush-had era un loco!
–Pero...
–¡Cush-had era un loco! –dijo Zar-thule de nuevo, y su voz se volvió muy fría–.
¿Estáis también locos todos vosotros? ¡Queda sitio para todos en el fondo de aquella grieta!
El hombre retrocedió, encogiéndose, y no dijo nada más, y de nuevo llamó Zar-thule a sus torturadores y les dijo que tenían que empezar con su trabajo.
Las horas pasaron.
Por viejo y fríamente sordo que fuera Gleeth, el Dios de la Luna, es probable que captara algo de los agónicos gritos y el hedor de carne humana quemándose que ascendieron de Arlyeh aquella noche, porque pareció sumergirse en el cielo muy rápidamente.
Ahora, sin embargo, la destrozada y ennegrecida figura tendida sobre el suelo ante la puerta en la pared de la Casa de Cthulhu ya no tenía fuerzas suficientes para gritar; y Zar-thule desesperaba, porque se había dado cuenta de que pronto el sacerdote de la isla se sumiría en el último y más largo de los sueños; y sin embargo Las Palabras no eran pronunciadas. El rey de los saqueadores estaba perplejo también por la terca negativa del anciano a admitir que la puerta en el impresionante menhir ocultaba un tesoro; pero al final atribuyó todo aquello a los votos que sin duda debía de haber formulado Hath Vehm en su iniciación al sacerdocio.
Los torturadores no habían realizado bien su trabajo. Habían temido tocar al anciano con nada que no fueran sus espadas al rojo; no habían puesto –ni siquiera cuando fueron amenazados de la más terrible de las maneras– sus manos sobre él ni se habían acercado más de lo absolutamente necesario para la aplicación de su agónico arte. Los dos saqueadores responsables de atar al anciano estaban ahora muertos, asesinados por antiguos camaradas sobre los cuales habían puesto inadvertidamente sus manos de forma amistosa; y aquellos que habían sido tocados, sus asesinos, eran evitados ahora por sus compañeros y permanecían sentados completamente aparte de los demás saqueadores.
Cuando la primera luz del alba empezó a asomar detrás del mar oriental, Zar-thule perdió finalmente la paciencia y se volvió hacia el agonizante sacerdote con auténtica furia. Tomó su espada, alzándola sobre su cabeza con las dos manos..., y entonces Hath Vehm habló:
–Espera –susurró, su voz convertida en un torturado y apenas audible graznido–.
Espera, oh, saqueador...; te dire Las Palabras.
–¿Qué? –gritó Zar-thule, bajando la hoja–. ¿Abrirás la puerta?
–Sí –le llegó el graznante susurro–. Abriré la Puerta... Pero primero dime:
¿saqueaste realmente Yaht-Haal, la Ciudad da Plata, y la arrasaste con el fuego, y torturaste a mi hermano- acerdote hasta la muerte?
–Todo eso hice –asintió insensiblemente Zar-thule.
–Entonces acércate. –La voz de Hath Vehm se hizo apenas audible–. Más cerca, oh, rey de los saqueadores, para que puedas oírme en mi hora final.
Ansiosamente, el Buscador de Tesoros inclinó el oído hacia los labios del anciano, arrodillándose a su lado allí donde yacía... ¡y de inmediato Hath Vehm alzó la cabeza del suelo y escupió sobre Zar-thule!
Entonces, antes de que el Expoliador de Ciudades pudiera pensar o hacer nigún movimiento para secar el legamoso escupitajo de su frente, Hath Vehm dijo Las Palabras; en una voz clara y fuerte las dijo... Palabras de una terrible resonancia y una extraña cadencia que solamente un adepto podría repetir... E inmediatamente la puerta emitió un gran retumbar en la prominente pared de extraños ángulos.
Olvidando por un momento el contaminado insulto del anciano sacerdote, Zar-thule se volvió para ver la enorme y perversamente grabada puerta temblar y osciar y luego, movida por alguna fuerza desconocida, moverse o deslizarse hasta que de ella sólo quedo un enorme agujero abierto a las tinieblas. Entonces, a la primera luz del alba, la horda de saqueadores se abalanzó para buscar el tesoro con sus propios ojos; sí, para buscar el tesoro al otro lado de la abierta puerta. Y Zar-thule entró también en la Casa de Cthulhu, pero de nuevo el agonizante hierofante le gritó:
–¡Espera! ¡Hay más palabras, oh, rey de los saqueadores!
–¿Más palabras?
Zar-thule se volvió, y el sacerdote, cuya vida se le escapaba con rapidez, sonrió melancólicamente a la vista de la velluda mancha gris que empezaba a reptar por la frente del bárbaro encima de su ojo izquierdo.
–¡Si, más palabras! Escucha: hace mucho, mucho tiempo, cuando el mundo era muy joven, antes de que Arlyeh y la Casa de Cthulhu se hundieran por primera vez en el mar, viejos y sabios dioses establecieron un conjuro según el cual, cuando la Casa de Cthulhu emergiera de las aguas y fuera asaltada por hombres estúpidos, pudiera ser cerrada de nuevo..., sí, e incluso la propia Arlyeh se sumergiera de nuevo bajo el salado elemento. ¡Ahora yo pronunciaré esas otras Palabras!
Rápidamente, el rey de los saqueadores se abalanzó hacia é1, con la espada alzada, pero antes de que su hoja pudiera caer, Hath Vehm gritó muy alto aquellas otras extrañas y terribles Palabras; y entonces, toda la isla se sacudió, vitima de un gran terremoto. Movida por una terrible rabia y un terrible miedo, la espada de Zar-thule cayó, y separó de un solo tajo la retorcientee y espumeante cabeza del anciano de su furioso cuerpo; pero mientras la cabeza rodaba libre de su atadura, la isla sufrió un nuevo estremecimiento, y el suelo retumbó y empezó a henderse.
De la abierta puerta de la Casa de Cthulhu, por la que se había precipitado la horda de ansiosos saqueadores en busca del tesoro, empezaron a surgir agudos y singularmente horribles gritos de miedo y tormento..., y un repentino y aún más horrible hedor. Y entonces supo Zar-thule, con una absoluta seguridad, que no había ningún tesoro.
Grandes nubes negras se acumularon rápidamente, y lívidos relámpagos arañaron el cielo; los vientos azotaron el largo pelo negro de Zar-thule sobre su rostro, mientras se agachaba presa de horror ante la abierta puerta de la Casa de Cthulhu. Más y más se desorbitaron sus ojos mientras intentaba mirar más allá de la fétida oscuridad de aquella inconmensurablemente antigua abertura... Pero un momento más tarde dejó caer su gran espada al suelo y gritó; sí, incluso el Saqueador de Saqueadores gritó. Porque dos de sus locos habían surgido de la oscuridad, en una forma que recordaba más a unos cachorros azotados que a auténticos lobos, chillando, balbuceando y trastabillando frenéticamente bajo los extraños ángulos del orificio de aquella boca... ¡Pero habían salido tan sólo para ser atrapados de nuevo y estrujados como uvas maduras por titánicos tentáculos que aparecieron flagelantes desde las oscuras profundidades de más allá! Aquellos apéndices gomosos arrastraron de nuevo los aplastados cuerpos hacia la intensa oscuridad, de la cual brotaron instantáneamente los más monstruosos y nauseabundos babeos y sorbidos, antes de que los despedazados miembros fueran arrojados de nuevo a la luz del amanecer. Esta vez cayeron al borde de la abertura, y tras ellos apareció... ¡un rostro!
Zar-thule contempló cara a cara el enormemente hinchado rostro Cthulhu, y gritó de nuevo cuando los horribles ojos de aquel Ser lo descubrieron allí donde permanecía acuclillado... ¡Lo descubrieron y se iluminaron con una espantosa luz!
El rey de los saqueadores hizo una pausa, inmovilizado por el pavor, pero tan sólo por un momento –y sin embargo lo bastante largo como para que el definitivo horror de la cosa enmarcada en el titánico umbral penetrara en cerebro–, antes de que sus piernas recobraran las fuerzas. Entonces se dio la vuelta y huyó; corriendo por las bajas y negras colinas hacia la orilla y hacia la nave, que sin saber cómo, él solo y en su frenético terror, consiguió alejar de allí. Mas en el ojo de su mente quedó grabada indeleblemente a fuego aquella horripilante visión, el terrible Rostro y Cuerpo del Señor Cthulhu.
Primero habían sido los tentáculos, brotando de una verde y pulposa cabeza de la que asomaban como mortíferos pétalos en el corazón de una obscenamente híbrida orquídea; después un escamoso y amorfamente elástico cuerpo de inmensas proporciones, con garrudas patas delante y detrás largas y estrechas alas que reunían en ellas todo el horror de la patente incapacidad de unas alas de alzar jamás aquella fantástica masa..., ¡y luego 1os ojos! ¡Nunca antes había visto Zar-thule el diabólico desenfreno expresado en la definitiva y astuta malignidad de los ojos de Cthulhu!
Cthulhu no había terminado todavía con Zar-thule, puesto que mientras el rey de los saqueadores forcejeaba alocadamente con su vela, el monstruo avanzó cruzando las bajas colinas a la luz del amanecer, babeando y descendiendo hasta el mismo borde del agua. Entorces, cuando Zar-thule vio recortada contra la mañana la montana que era Ctnulhu, enloqueció durante un tiempo; lanzándose de lado a lado de la nave hasta el punto de caer casi al mar, echando espuma por la boca y balbuceando horriblemente lastimeras plegarias... Sí, incluso Zar-thule, cuyos labios jamás habían pronunciado plegarias antes, rogaba ahora a algunos dioses benevolentes de los que había oído hablar. ¡Y pareció como si esos compasivos dioses, si es que existen, le hubieran oído!
Con un retumbar y un estallido mayores que cualquiera que hubiera visto antes, llegó el despedazamiento final, que salvó la mente, el cuerpo y el alma de Zar-thule; toda la isla se escindió como fruta madura; la enorme masa de Arlyeh se partió en varios pedazos, que se hundieron en el mar. Con un penetrante grito de frustrada rabia y deseo –un grito que Zar-thule oyó dentro de su mente tanto como de sus oídos–, el monstruo Cthulhu se hundió también con la isla y su casa, desapareciendo en las agitadas olas.
Entonces se produjo una gran tormenta que pareció precursora del Fin del Mundo; vientos fantasmales aullaron, y olas demoniacas se estrellaron encima y contra la nave dragón de Zar-thule, quien durante dos días farfulló y gimió doblado sobre sí mismo, en los estremecidos restos de lo que habla sido su nave Fuego Rojo, antes de que la gigantesca tormenta claudicara.
Finalmente, casi muerto de hambre, el otrora Saqueador de Saqueadores fue descubierto a la deriva en medio de una calma chicha, no lejos de las regiones fronterizas de Teem'hdra; y entonces, en las bodegas de la nave de un rico comerciante, fue llevado hasta los muelles de la ciudad de Klühn, la capital de Teem'hdra.
Fue llevado a tierra empujado al extremo de largos remos, tambaleante, débil y lloriqueante, y horrorizado de seguir viviendo... ¡porque había visto a Cthulhu!
La utilización de los remos tuvo mucho que ver con su apariencia, porque ahora Zar-thule había cambiado, se había convertido en algo que en en menos tolerantes partes del mundo no hubiera merecido otra cosa que ser quemado. Pero los habitantes de Klühn eran gente compasiva; no lo quemaron, sino que lo bajaron en una cesta a una profunda celda subterránea, con antorchas para iluminar el lugar, y pan y agua diarios, que lo mantuvieran con vida hasta que su vida se agotara por sí misma. Cuando hubo recuperado parcialmente la salud y la cordura, hombres sabios y médicos acudieron a hablar con él desde arriba y preguntarle por su extraña aflicción, que mantenía asombrados a todos.
Yo, Ten Atht, fui uno de los que acudía a él, y así llegué a conocer su relato.
Y sé que es cierto porque a menudo a lo largo de los años he vuelto a oír historias acerca de ese repulsivo Señor Cthulhu que cayó de las estrellas cuando el mundo era un niño incipiente. Hay leyendas y leyendas, sí, y una de ellas es que cuando pasado el tiempo correspondiente y las estrellas tengan la configuración correcta, Cthulhu se arrastrará babeante fuera de Su Casa en Arlyeh, y el mundo temblará ante Su pisada, y estallará en locura ante Su contacto.
Dejo este testimonio para los hombres aún no nacidos, un testimonio y una advertencia: dejadlo solo por completo, porque no esta muerto quien duerme profundamente, y mientras quizá las mareas submarinas han extirpado para siempre la alienigena contaminación que alcanzó a Arlyeh –ese síntoma delía de Cthulhu que creció espantosamente sobre Hath Vehm y se transfirió a algunos de los saqueadores de Zar-thule–, el propio Cthulhu vive todavía, y aguarda a aquellos que puedan liberarlo. Lo sé. En sueños... ¡yo mismo he oído su llamada!
Y cuando sueños como ése aparecen en mitad de la noche para amargar el dulce abrazo de Shoosh, me despierto temblando, y camino arriba y abajo por los suelos pavimentados de cristal de mis estancias sobre la bahía de Klühn, hasta que Cthon suelta el sol de su red para que se alce de nuevo. Y una y otra vez recuerdo el aspecto de Zar-thule la última vez que lo vi a la vacilante luz de las antorchas en su profunda celda subterránea; una vacilante masa gris de aspecto mucilaginoso, que se movía no por voluntad propia sino por razón del parásito que no deja de crecer, y que vive sobre él y dentro de él...
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