Los reploides
Nadie sabía exactamente durante cuánto tiempo había estado ocurriendo. No mucho. Dos días, dos semanas; no podía haber sido mucho más que eso, razonaba Cheyney. No es que importara, claro, pero permitió que la gente viera un poco más del espectáculo disfrutando de la emoción añadida de saber que el espectáculo era real. Cuando los Estados Unidos y el mundo entero se enteraron de la existencia de los reploides lo hicieron de una forma bastante espectacular. Quizá fuese mejor así. En estos tiempos si algo no resulta espectacular puede seguir y seguir eternamente sin que nadie se entere. Ni se cree en ello ni se deja de creer. Es, sencillamente, otra parte de ese extraño mantra cuasi divino que forma el cada vez más rápido flujo de acontecimientos y experiencia de este siglo que se va aproximando a su fin. Cada vez es más difícil atraer la atención de la gente. Necesitas ametralladoras en un aeropuerto atestado o una granada arrojada por el pasillo de un autobús cargado de monjas detenido en un bloqueo de carretera de algún país centroamericano donde hay demasiada vegetación y demasiadas armas. Los reploides pasaron a ser noticia nacional -e internacional- la mañana del 30 de noviembre de 1989, después de lo que ocurrió durante los dos primeros y caóticos minutos del Show de la noche que iba a ser grabado en Burbank, California, la noche anterior.
El encargado del estudio no apartaba los ojos de la segundero roja que iba subiendo hacia las doce. El público que llenaba el estudio observaba el reloj con tanta concentración como e 1 encargado. Cuando la manecilla roja del segundero alcanzara el doce serían las cinco y habría llegado el momento de empezar a grabar la enésima edición del Show de la noche.
La manecilla del segundero dejó atrás el número ocho y el público se removió y empezó a murmurar sintiendo su propia variedad especial del pánico al escenario. Después de todo, ellos representaban a la nación americana, ¿no? ¡Sí!
-Un poco de silencio, por favor -dijo con amabilidad el encargado del estudio, y el público se calló como un niño obediente.
El batería de Doc Severinsen ejecutó un veloz redoble en su tambor y se quedó quieto sosteniendo despreocupadamente los palillos entre los pulgares y los índices, observando al encargado y no al reloj, tal y como siempre hacía toda la gente del espectáculo. Para el equipo técnico y los que iban a actuar en el programa el encargado era el reloj. Cuando el segundero dejó atrás el número diez el encargado empezó su cuenta atrás en voz alta. «Cuatro», dijo, y luego alzó tres dedos, dos dedos, un dedo... y acabó apretando el puño del que sobresalía un dedo que apuntaba dramáticamente al público. Un letrero de APLAUSOS se encendió pero el público del estudio ya estaba condicionado para aplaudir; el letrero podría haber estado escrito en sánscrito y ellos habrían aplaudido igual.
Todo empezó tal y como se suponía que debía empezar, en el segundo preciso. Aquello no tenía nada de sorprendente: si el equipo técnico del Show de la noche trabajara en el departamento de policía de Los Ángeles ya podrían haberse jubilado con pensión completa y todos los honores. El grupo de Doc Severinsen, una de las mejores bandas de todo el mundo del espectáculo, empezó a interpretar el familiar tema del programa Ta-da-da-Da-da..., y la potente voz de Ed McMahon hizo vibrar la atmósfera del estudio con su entusiasmo de siempre.
-¡Desde Los Ángeles, capital mundial de la diversión y el entretenimiento, el Show de la noche, en vivo con Johnny Carson! ¡Esta noche Johnny Carson tiene como invitada a la actriz Cybill Shepherd, de Luz de luna! -Aplausos emocionados del público-. ¡El mago Doug Henning! -Aplausos todavía más potentes-. ¡Pee Wee Herman! -Una nueva oleada de aplausos, esta vez acompañados por los gritos de alegría lanzados por la claque de Pee Wee-. ¡Desde Alemania, los Schnauzers Voladores, los únicos acróbatas caninos del mundo! -Aplausos más fuertes mezclados con risas-. ¡Y, naturalmente, no hay que olvidar a Doc Severinsen, el único director de orquesta volador del mundo, y su banda canina!
Los miembros del grupo que no tocaban instrumentos de viento ladraron obedientemente. El público rió más fuerte y aplaudió con más entusiasmo.
En la sala de control del Estudio C nadie se reía.
Un hombre vestido con una chillona chaqueta deportiva y un rizado mechón de cabello negro sobre la frente estaba de pie en la parte de atrás, chasqueando distraídamente los dedos mientras contemplaba a Ed, pero eso era todo.
El director hizo por enésima vez la señal de que la Cámara Número Dos tomara un plano medio de Ed, y éste apareció en los monitores de EN PANTALLA. Tuvo el tiempo justo de oír como alguien murmuraba «¿Dónde diablos está?» antes de que la ampulosa voz de Ed anunciara, también por enésima vez:
-¡Y ahora aquí eeeeeees-tá Johnny! Aplausos enloquecidos del público.
-Cámara Tres -ordenó secamente el director del programa.
-Pero es que...
-¡Cámara Tres, maldita sea!
La Cámara Tres mandó su imagen al monitor de EN PANTALLA, mostrando la pesadilla particular de cada director de televisión, un decorado espantosamente vacío... y un instante después alguien, un desconocido, entró con paso confiado en ese espacio vacío como si tuviera todo el derecho del mundo a estar allí, llenándolo con una indiscutible presencia, encanto y autoridad. Pero, fuera quien fuese, estaba claro que no era Johnny Carson.* Y tampoco era ninguno de los otros rostros familiares a los que el público de la televisión y el estudio se habían acostumbrado durante las ausencias de Johnny. Este hombre era más alto que Johnny y en vez de la familiar cabellera plateada tenía un exuberante casquete de rizos negros que casi parecían dignos del dios Pan. El cabello del desconocido era tan negro que en algunas zonas daba la impresión de brillar con unos reflejos azules, como el cabello de Supermán en las historietas. La chaqueta deportiva que llevaba no era lo bastante chillona para encuadrarle en la categoría del vendedor de coches pueblerino que habla con acento nasal, pero Carson no la habría tocado ni con un palo de cinco metros.
El público siguió aplaudiendo pero el tono de los aplausos no tardó en volverse algo vacilante y éstos pronto empezaron a disminuir de potencia.
-¿Qué coño está pasando? -preguntó alguien en la sala de control.
El director se limitó a seguir con los ojos clavados en el escenario, fascinado.
En vez del familiar balanceo del palo de golf invisible, puntuado por un redoble de tambor y los entusiásticos gritos de aprobación lanzados por el público del estudio, aquel desconocido de oscuros cabellos, anchos hombros y chaqueta chillona empezó a mover las manos arriba y abajo, con los ojos yendo rítmicamente desde sus palmas hasta un punto situado justo encima de su cabeza: estaba imitando a un malabarista que tiene suspendido en el aire un montón de objetos frágiles y lo hacía con la despreocupada gracia de quien lleva mucho tiempo en el espectáculo. La única pista de que los objetos eran huevos o algo parecido y que si caían al suelo se romperían estaba en su rostro, y era tan sutil como una sombra. De hecho, era algo muy parecido a la forma en que los ojos de Johnny seguían la bola invisible que se alejaba hacia el hoyo igualmente invisible, dándose cuenta de que el golpe había sido bueno..., a menos, naturalmente, que decidiera optar por otro número, cosa que podía hacer y hacía de vez en cuando sin que el esfuerzo le produjese ni el más leve jadeo.
El desconocido se tomó su tiempo para dejar caer el último huevo, o lo que fuese, y sus ojos lo siguieron hasta el suelo con una exagerada expresión de abatimiento y horror. Después se quedó quieto durante un instante, como paralizado. Luego miró hacia la Cámara Tres Izquierda..., hacia Doc y el grupo, en otras palabras.
Tras haber visto la cinta varias veces Dave Cheyney llegó a lo que le parecía una conclusión irrefutable, aunque muchos de sus colegas -su compañero incluido- no compartían tal conclusión.
-Estaba esperando una respuesta del grupo -dijo Cheyney-. Fijaos, se le nota en la cara. Es algo tan viejo como el vodevil.
-Yo creía que el vodevil era eso donde una chica con traje de heroína se quitaba la ropa mientras el tipo que se pinchaba heroína tocaba la trompeta --comentó Pete Jacoby, su compañero.
Cheyney movió la mano en un gesto de impaciencia.
-Bueno, pues entonces piensa en la señora que solía tocar el piano acompañando a las películas mudas. O el tipo que hacía arpegios al órgano en los seriales de la radio.
Jacoby le miró con los ojos muy abiertos.
-Papi, ¿cuando tú eras niño ya tenían todas esas cosas? -le preguntó con voz aflautada.
-¿Quieres tomarte esto en serio por una vez? -le preguntó Cheyney-. Lo digo porque creo que estamos enfrentándonos a algo muy serio.
-No, es algo muy sencillo. Se trata de un chalado, y nada más.
-No -dijo Cheyney y volvió a accionar el botón de rebobinado del videocassette con una mano mientras encendía un nuevo cigarrillo con la otra-. Lo que tenemos es un tipo con mucha experiencia en el mundo del espectáculo más cabreado que una mona porque el tipo del tambor se ha olvidado de lo que debía hacer. -Hizo una pausa, puso cara pensativa y añadió-: ¡Cristo, Johnny lo hace continuamente...! Y si el tipo que se supone ha de responderle se olvidara de hacerlo creo que pondría la misma cara.
A esas alturas ya no importaba. El desconocido que no era Johnny Carson había tenido el tiempo suficiente para recuperarse, mirar al perplejo Ed McMahon y decir:
-Esta noche debe de haber luna llena, Ed... ¿Crees que...? -Y en ese momento los guardias de seguridad de la NBC irrumpieron en el estudio y cayeron sobre él-. ¡Eh! ¿Quién coño creen que son...?
Pero ya estaban sacándole del estudio.
En la sala de control del Estudio C reinaba el silencio más absoluto. Los monitores del público recogían el mismo silencio. La Cámara Cuatro enfocaba al público y mostraba ciento cincuenta rostros asombrados y silenciosos. La Cámara Dos, la que se usaba para los planos medios de Ed McMahon, mostraba a un hombre tan patidifuso que su expresión casi resultaba cómica.
El director sacó un paquete de Winston del bolsillo de su pecho, cogió un cigarrillo, se lo puso en la boca, se lo sacó, le dio la vuelta dejando el filtro al aire y le atizó un feroz mordisco que partió el cigarrillo en dos mitades. Arrojó la mitad con el filtro en una dirección y escupió la mitad que no tenía filtro en otra dirección distinta.
-Id a la biblioteca y coged un programa de Rickles -dijo-. Nada de Joan Rivers. Y si veo a Totie Fields alguien acabará despedido.
Después se alejó con la cabeza gacha. Cuando salía de la sala de control le dio tal empujón a una silla que ésta chocó contra la pared, rebotó y estuvo a punto de fracturarle el cráneo a un novato recién salido de la universidad del sur de California que estaba muy pálido: la silla acabó volcándose y cayendo al suelo.
-No te preocupes -tranquilizó uno de los ayudantes de producción al novato en voz baja-. Es su forma de cometer un seppuku honroso, nada más.
El hombre que no era Johnny Carson fue llevado a la comisaría de Burbank y se pasó el trayecto gritando que hablaría, no con su abogado, sino con su equipo de abogados. En Burbank, como en Beverly Hills y Hollywood Heights, la comisaría tiene un departamento conocido sencillamente como «funciones especiales de seguridad». Eso puede cubrir muchos aspectos del a veces un tanto enloquecido mundo de quienes hacen cumplir la ley en Ciudad Oropel. A los policías no les gusta y no sienten un gran respeto hacia él..., pero soportan su presencia. No cagas donde comes. Regla Número Uno.
«Funciones especiales de seguridad» puede ser el sitio al que es enviada una estrella de cine que esnifa coca y cuya última película alcanzó una recaudación bruta de setenta millones de dólares; también es el sitio donde se aparca a la maltrecha esposa de un productor de cine extremadamente poderoso y fue el sitio donde llevaron al hombre de los rizos oscuros.
El hombre que apareció en el escenario del Estudio C la tarde del 29 de noviembre ocupando el lugar de Johnny Carson se identificó a sí mismo como Ed Paladin. Pronunció el nombre con la expresión de quien espera ver como todos los que lo oyen caen de rodillas y algunos o algunas hasta le hacen una reverencia. Su permiso de conducir del Estado de California, su tarjeta de la Cruz Azul-Escudo Azul y sus tarjetas de la Amex y el Diner's Club también le identificaban como Edward Paladin.
El trayecto iniciado en el Estudio C terminó, al menos temporalmente, en la zona de «seguridad especial» de la comisaría de Burbank. Las paredes estaban recubiertas con paneles de un plástico muy duro que casi parecía caoba y la habitación contaba con un diván y unas sillas de bastante buen gusto. Sobre el cristal de la mesita de café había una cigarrera llena de Dunhills y el muestrario de revistas incluía Fortune, Variety, Vogue, Billboard y GQ. La alfombra del suelo no era tan espesa como para que se te hundieran los tobillos en ella pero lo parecía, y sobre la gran pantalla del televisor había una guía de la televisión por cable. Había un bar (que ahora estaba cerrado) y un precioso cuadro estilo neoJackson Pollock colgado en una de las paredes. Pero las paredes tenían un aislamiento especial de corcho y el espejo situado encima del bar era un poco demasiado grande y un poquito demasiado brillante: evidentemente, estaba hecho de un cristal especial que permitía observar sin ser visto.
El hombre que se llamaba a sí mismo Ed Paladin metió las manos en los bolsillos de esa chaqueta deportiva suya un poco demasiado chillona, miró a su alrededor con cara de disgusto y dijo:
-Un cuarto de interrogatorios sigue siendo un cuarto de interrogatorios se le llame como se le llame.
El detective de primera Richard Cheyney le observó tranquilamente en silencio durante unos instantes. Cuando habló usó el tono de voz suave y cortés que le había ganado un sobrenombre aplicado mitad en broma y mitad en serio, «El detective de las estrellas». Hablaba así en parte porque sentía un auténtico aprecio y respeto hacia las gentes del espectáculo y, en parte, porque no le inspiraban ni la más mínima confianza. La mitad de las veces mentían sin ni tan siquiera saberlo.
-Señor Paladin, por favor, ¿podría decirnos cómo llegó al escenario del Show de la noche y dónde está Johnny Carson?
-¿Quién es Johnny Carson?
Pete Jacoby -Cheyney solía pensar que cuando llegara a mayor quería ser Henny Youngman- le lanzó una rápida y seca mirada tan conseguida y eficaz como la famosa cara de palo de Jack Benny. Después se volvió hacia Jacoby y dijo:
-Johnny Carson es el tipo que hacía de Mr. Ed. Ya sabe, el caballo parlante... Verá, lo que intento explicarle es que mucha gente conoce a Mr. Ed, el famoso caballo parlante, pero una cantidad de personas realmente tremenda no sabe que fue a Ginebra para que le hiciesen una operación de cambio de especie y cuando volvió era...
Cheyney solía permitir que Jacoby hiciera sus numeritos (realmente, no había otra palabra con que definirlos, y Cheyney recordaba una ocasión en la que Jacoby consiguió que un hombre acusado de haber golpeado a su esposa y su bebé hasta matarlos acabara riéndose con tal entusiasmo que cuando firmó la confesión que permitiría encerrar a ese bastardo en la cárcel durante todo el resto de su vida el tipo estaba llorando, y no de remordimiento), pero esta noche no pensaba permitirlo. No necesitaba ver la llama que ardía bajo su trasero; podía sentirla, y la llama iba aumentando de potencia. Pete podía ser un poco lento a la hora de entender las cosas y quizá ésa fuera la razón por la que necesitaría dos o tres años más para llegar a detective de primera.... si es que alguna vez lo conseguía.
Unos diez años antes ocurrió algo realmente terrible en un pueblecito perdido llamado Chowchilla. Dos personas (al menos caminaban sobre dos piernas, si podías creer a los noticiarios) secuestraron un autobús lleno de niños, los enterraron vivos y pidieron una enorme suma de dinero. De lo contrario, dijeron, los críos se quedarían donde estaban y se dedicarían a intercambiarse cromos de béisbol hasta que se les acabara el aire. Aquella historia tuvo un final feliz pero podía haber sido una pesadilla. Y bien sabía Dios que Johnny Carson no era un autobús cargado de niños, pero el caso poseía ese mismo atractivo enloquecido: se trataba de un acontecimiento raro que tanto el Los Angeles Times-Mirror como el National Enquirer harían figurar en sus primeras planas. Lo que Pete no comprendía era que les había ocurrido algo extremadamente raro: vivían en el mundo del trabajo policial cotidiano, un mundo donde casi todo tiene alguna de las tonalidades del gris y, de repente, se habían visto colocados en una situación de los más feroces contrastes. Ofrecednos algún resultado dentro de veinticuatro horas, treinta y seis como mucho, o sentaros a ver cómo los federales se encargan de todo..., y empezad a decirle adiós a vuestros traseros.
Las cosas habían ocurrido tan deprisa que ni tan siquiera después pudo estar completamente seguro, pero Cheyney creía que hasta ese momento los dos habían estado actuando guiados por la presunción, no pregonada en voz alta, de que Carson había sido secuestrado y aquel tipo había tomado parte en el asunto.
-Bien, señor Paladin, vamos a hacerlo siguiendo el manual -dijo Cheyney.
Aunque se dirigía al hombre que le escuchaba atentamente desde una de las sillas (se negó a sentarse en el sofá nada más verlo), la mirada de Cheyney se clavó durante una fracción de segundo en Pete. Llevaban casi doce años siendo compañeros y le bastó con lanzarle aquella rápida mirada de soslayo.
Se acabaron los numeritos de comedia barata, Pete.
Mensaje recibido.
-En primer lugar, el Aviso Miranda -prosiguió Cheyney con voz afable-. Estoy obligado a informarle de que se encuentra bajo la custodia de la policía de Burbank. Aunque no estoy obligado a hacerlo ahora mismo, añadiré que una acusación preliminar de intrusión ilegal...
-¡Intrusión ¡legal! -El rostro de Paladin enrojeció a causa de la ira.
-...en una propiedad de la que la National Broadcasting Company es tanto dueña como inquilina ha sido presentada contra usted. Soy el detective de primera clase Richard Cheyney y este hombre es mi compañero, el detective de segunda clase Peter Jacoby. Me gustaría hablar con usted.
-Quiere decir que desean someterme a un jodido interrogatorio.
-En todo caso, se trata de un interrogatorio limitado a una sola pregunta -arguyó Cheyney-. Por lo demás, de momento sólo quiero hablar con usted. En otras palabras, tengo que hacerle una pregunta relacionada con la acusación que ha sido presentada; el resto está relacionado con otros asuntos.
-Bueno, ¿cuál es la jodida pregunta?
-Oh, eso sería ir en contra del manual -intervino Jacoby.
-Estoy obligado a informarle de que tiene derecho a... -dijo Cheyney.
-A que esté presente mi ahogado, ¿no? -cortó Paladin-. Y acabo de decidir que antes de responder a una sola de sus jodidas preguntas, y eso incluye donde he almorzado hoy y lo que he comido, él va a estar presente. Su nombre es Albert K. Dellums.
Pronunció aquel nombre como si el oírlo debiera hacer que los dos detectives se tambalearan sobre sus pies, pero Cheyney nunca lo había oído, y la cara que puso Pete le hizo darse cuenta de que él tampoco lo conocía.
Aquel Ed Paladin quizá acabara resultando ser alguna especie de loco pero no era ningún idiota. Captó las veloces miradas que se intercambiaron los dos detectives y supo descifrar fácilmente su significado. ¿Le conoces?, le preguntaron los ojos de Cheyney a los de Jacoby, y los de Jacoby replicaron: Jamás he oído hablar de él.
Y, por primera vez, una fugaz expresión de perplejidad -no era miedo, todavía no- cruzó por el rostro del señor Edward Paladin.
-Al Dellums -dijo, alzando la voz como hacen algunos norteamericanos cuando viajan al extranjero, aparentemente convencidos de que lograrán hacerse comprender por el camarero si hablan muy despacio y casi gritando-. Al Dellums, de Dellums, Carthage, Stoneham y Tayloe. Supongo que no debería sorprenderme tanto el que no hayan oído hablar de él... No es más que uno de los abogados mejor conocidos y de mayor importancia de todo el país. -Paladin tiró secamente del puño izquierdo de su chaqueta deportiva un poco demasiado chillona y le echó una mirada a su reloj-. Caballeros, si le llaman a su casa se enfadará bastante. Si llaman a su club, y creo que ésta es su noche de club, se pondrá tan furioso como un oso cabreado.
A Cheyney no le impresionaban las fanfarronadas. Si se pudieran vender a veinticinco centavos el kilo habría podido dejar de trabajar para el resto de su vida, pero aunque sólo había podido verlo durante una fracción de segundo, ese instante había bastado para que se diera cuenta de que el reloj de Paladin no sólo era un Rolex, sino que era un Rolex Estrella de Medianoche. Podía ser una imitación, naturalmente, pero su instinto le decía que era auténtico en parte porque tenía la firme convicción de que Paladin no estaba intentando impresionarle..., quería ver qué hora era, nada más y nada menos que eso. Y si el reloj era auténtico..., bueno, había modelos de yate que costaban menos dinero. ¿Qué estaba haciendo un hombre que podía permitirse el lujo de comprar un Rolex Estrella de Medianoche metido en un asunto tan raro como éste?
Y ahora debía ser Cheyney quien había puesto una cara de perplejidad lo bastante expresiva para que Paladin se diera cuenta de ella, pues le vio sonreír: sus labios se tensaron en una seca mueca desprovista de todo buen humor, revelando dientes protegidos por pulcras fundas.
-Esta habitación tiene un aire acondicionado estupendo -dijo, cruzando las piernas y poniéndose bien la raya del pantalón con un distraído papirotazo de los dedos-. Disfrútenlo mientras puedan. Patrullar la calle en Watts resulta bastante caluroso incluso en esta época del año.
-Cierre el pico, listo -ordenó Jacoby, con un tono de voz seco, ronco y algo gutural que no se parecía en nada al que empleaba para sus numeritos de comedia barata.
-¿Qué ha dicho?
-He dicho que cierre el pico cuando el detective Cheyney esté hablando con usted. Déme el número de su abogado. Me ocuparé de que le llamen. Mientras tanto, creo que debería tomarse la molestia de sacar la cabeza del trasero durante unos segundos y mirar a su alrededor: así se dará cuenta de dónde está y hasta qué punto es serio el lío en que se ha metido. Creo que debería reflexionar un poco sobre el hecho de que por el momento sólo hay una acusación contra usted pero quizá acaben cayéndole encima las suficientes para tenerle entre rejas hasta bien entrado el siglo próximo..., y puede que le caigan encima antes de que salga el sol mañana por la mañana.
Jacoby sonrió. La sonrisa que empleó tampoco se parecía en nada a la sonrisa hola-chicos-¿hay-aquí-alguien-de-Duluth? perteneciente a su repertorio de numeritos de comedia barata. Como la de Paladin, fue un breve tensarse de los labios, nada más.
-Tiene razón..., el aire acondicionado de aquí no está nada mal. Además, la televisión funciona y, cosa rara, la gente que sale en ella no tiene la cara verde como si estuvieran muriéndose de mareo. El café es bueno..., hecho con percolador, no instantáneo. Y ahora, si tiene ganas de contarnos dos o tres chistes más, puede esperar a su genio de las leyes en una de las celdas de retención temporal que hay en el quinto piso. En el quinto la única diversión es oír a los chicos que lloran llamando a sus mamás y a los borrachos que vomitan encima de sus playeras. No sé quién se cree que es y no me importa porque en lo que a mí concierne usted no es nadie. No le había visto jamás, no había oído hablar de usted en mi vida y si continúa jorobándome me encargaré de ensancharle la raja del culo gratis.
-Es suficiente -dijo Cheyney en voz baja.
-Se lo dejaré tan bien arreglado que podrá usarlo para aparcar una camioneta Ryder, señor Paladin... ¿Me entiende? ¿Capta, amigo?
Los ojos de Paladin no habrían podido estar más desorbitados ni aunque poseyeran zarcillos conectados a las cuencas. Se había quedado boquiabierto. Después, sin decir nada, se sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta («alguna especie de piel de lagarto -pensó Cheyney-. Dos meses de sueldo, quizá tres»). Encontró la tarjeta de su abogado (Cheyney vio que el número de su casa estaba anotado a mano en el reverso de la tarjeta, y no formaba parte de lo impreso en el anverso) y se la entregó a Jacoby. Sus dedos mostraban los primeros indicios de un leve temblor.
-¿Pete?
Jacoby le miró y Cheyney se dio cuenta de que no estaba fingiendo; Paladin había logrado irritar considerablemente a su compañero, lo que casi era una hazaña.
-Haz personalmente la llamada.
-De acuerdo.
Jacoby salió de la habitación.
Cheyney miró a Paladin y le asombró darse cuenta de que estaba empezando a sentir pena por aquel hombre. Antes había parecido perplejo; ahora parecía estar asombrado y asustado, como el hombre que despierta de una pesadilla para descubrir que la pesadilla no ha desaparecido.
-Observe con atención -dijo Cheyney en cuanto la puerta se hubo cerrado-, y le mostraré uno de los misterios del Oeste. Es decir, del oeste de Los Angeles.
Apartó el neoPollock colgado en la pared y reveló, no una caja fuerte, sino un conmutador. Lo accionó y dejó que el cuadro se deslizara volviendo a quedar en su sitio.
-Cristal de un solo sentido -explicó Cheyney, señalando con el pulgar hacia aquel espejo excesivamente grande que había encima del bar.
-No me sorprende demasiado -dijo Paladin.
Cheyney pensó que aquel hombre quizá poseyera algunos de los molestos hábitos egocéntricos de los Super Ricos y Muy Conocidos de Los Ángeles, pero también era un actor francamente soberbio: sólo un hombre de tanta experiencia como Cheyney podría haberse dado cuenta de que a Paladin le faltaba muy poco para echarse a llorar.
Pero no llorar porque se sintiera culpable de algo, y eso era lo sorprendente, lo que resultaba tan condenadamente... inexplicable.
No, le faltaba muy poco para llorar de perplejidad.
Volvió a sentir aquella absurda pena hacia él, absurda porque eso presuponía que el tipo era inocente: Cheyney no quería ser la pesadilla de Edward Paladin. No quería ser el mandamás de una novela de Kafka donde de repente nadie sabe quién es o por qué se encuentra allí.
-No puedo hacer nada respecto al espejo -le informó. Fue hacia la mesita de café y tomó asiento enfrente de Paladin-. Pero acabo de quitar el sonido, así que si me dice algo nadie se enterará, y viceversa. -Sacó un paquete de Kent del bolsillo de su pecho, se metió uno en la comisura de los labios y le ofreció el paquete a Paladin-. ¿Fuma?
Paladin cogió el paquete, lo examinó y sonrío.
-Qué casualidad: yo también fumaba Kent... No he fumado un cigarrillo desde la noche en que murió Yul Brynner, señor Cheyney. Creo que no tengo ganas de volver a empezar ahora.
Cheyney volvió a meterse el paquete en el bolsillo.
-¿Podemos hablar? -le preguntó.
Paladin puso los ojos en blanco.
-Oh, Dios mío; es Joan Raiford.
-¿Quién?
-Joan Raiford. Ya sabe: «Llevé a Elizabeth Taylor a Marinelandia y cuando vio a Shamu la Ballena me preguntó si la servían con guarnición de verduras...». Se lo repito, detective Cheyney: basta de niñerías. No tengo ni una sola razón para pensar que ese conmutador de allí sea auténtico. Dios mío, ¿tan inocente me cree?
¿Joan Raiford? ¿Es realmente eso lo que ha dicho? ¿Joan Raiford? -¿Qué ocurre? -le preguntó Paladin con afabilidad. Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas al revés que antes-. ¿Cree haber visto alguna salida limpia a todo esto? ¿Piensa que voy a derrumbarme, cree que acabaré contándolo todo, absolutamente todo, pero, por favor, poli, no deje que me frían?
-Creo que aquí está ocurriendo algo muy raro, señor Paladin -aventuró Cheyney poniendo toda la fuerza de su personalidad detrás de esas palabras-. Usted no entiende lo que ocurre y yo tampoco lo entiendo. En cuanto llegue su abogado quizá consigamos aclaramos y quizá no lo consigamos. Lo más probable es que no lo consigamos, así que escúcheme y use su cerebro, por el amor de Dios. Ya le he soltado el Aviso Miranda. Usted dijo que deseaba contar con la presencia de su abogado. Si hubiera algún magnetófono registrando lo que decimos, acabo de quedarme sin caso. A su abogado le bastaría decir que yo he intentado engañarle para conseguir una confesión y usted quedaría libre, sea lo que sea lo que le haya ocurrido a Carson, y yo podría irme preparando para trabajar como guardia de seguridad en uno de esos pueblecitos llenos de pulgas que hay junto a la frontera.
-Parece usted muy seguro de lo que dice -replicó Paladin-, pero yo no soy abogado.
Pero... Convénzame, decían sus ojos. Sí, hablemos de esto, veamos si podemos aclarar las cosas porque tiene razón: aquí está pasando algo muy raro. Así que..., bueno, convénzame.
-¿Vive su madre? -le preguntó de repente Cheyney.
-¿Qué...? Sí, pero ¿qué tiene que ver eso con...?
-¡O habla conmigo o yo personalmente me encargaré de buscar a dos policías de la patrulla motorizada y los tres iremos mañana a violarla! -aulló Cheyney-. ¡Se la meteré hasta el fondo del trasero! ¡Luego le cortaremos las tetas y las dejaremos encima del césped de su jardín, así que será mejor que hable!
El rostro de Paladin se había puesto tan blanco como la leche, de una blancura tan blanca que casi parecía azul.
-Y ahora, ¿está convencido? -le preguntó Cheyney en voz baja y suave-. No estoy loco. No voy a violar a su madre. Pero con semejante afirmación en una cinta magnetofónica, usted podría decir que era el tipo que estaba en esa loma de Dallas* y la policía de Burbank jamás exhibiría la cinta como prueba. Quiero hablar con usted, amigo. ¿Qué está pasando aquí?
Paladin meneó la cabeza con expresión de cansancio.
-No lo sé -concluyó.
Jacoby entró en la habitación situada al otro lado del cristal, reuniéndose con el teniente McEachern, Ed McMahon (que aún tenía cara de asombro) y un grupito de técnicos sentados tras una mesa llena de equipo electrónico muy sofisticado. Se rumoreaba que el jefe de policía del departamento de policía de Los Ángeles y el alcalde estaban compitiendo para ver quién llegaba antes a Burbank.
-¿Ha hablado? -preguntó Jacoby.
-Creo que va a hacerlo -dijo McEachern.
Sus ojos le habían lanzado una breve mirada a Jacoby cuando entró pero volvían a estar clavados en la ventana. El cristal de un solo sentido hacía que la piel de los hombres sentados al otro lado se volviera de un leve color amarillento: Cheyney estaba fumando y parecía relajado, Paladin estaba tenso pero intentaba controlarse. El sonido de sus voces brotaba con una limpidez perfecta y sin la más mínima distorsión de los altavoces incrustados en el techo: n cada esquina del cuarto había un Bose del último modelo.
-¿Ha conseguido hablar con su abogado? -preguntó McEachern sin apartar los ojos de los dos hombres.
-El número de su casa, anotado en la tarjeta, pertenece a una mujer de la limpieza llamada Howlanda Moore -explicó Jacoby.
McEachern le lanzó otra breve y rápida mirada.
-Negra, por su forma de hablar, y yo diría que nacida en el delta del Mississippi. Había niños gritando y peleándose como ruido de fondo. No llegó a decirles: «¡O arrancaré la pié a tiraz zi no callái», pero poco le faltó. Hace tres años que tiene ese número de teléfono. Volví a marcarlo dos veces.
-¡Jesús! -exclamó McEachern-. ¿Ha probado con el número de su despacho?
-Sí -replicó Jacoby-. Hablé con una cinta magnetofónica. Teniente, ¿cree que comprar acciones de la Confederada de Teléfonos es una buena inversión?
Las grises pupilas de McEachern se volvieron nuevamente hacia Jacoby.
-El número que hay en el anverso de la tarjeta pertenece a un agente de bolsa bastante importante -informó Jacoby en voz baja-. Busqué en la sección de abogados de las páginas amarillas. No encontré ningún Albert K. Dellums. El que más se le aproximaba era un tal Albert Dillon, sin inicial intermedia. El bufete de abogados de la tarjeta no figura en la guía telefónica.
-Cristo, apiádate de nosotros -dijo McEachern, y un instante después la puerta se abrió con un golpe seco y un hombrecillo con cara de mono entró en la habitación.
Al parecer, el alcalde había ganado la carrera a Burbank. -¿Qué está pasando aquí? -le preguntó a McEachern. -No lo sé -concluyó McEachern.
-Está bien -dijo Paladin con voz cansada-. Hablemos de ello. Detective Cheyney, me siento como el hombre que se ha pasado un par de horas subido a una atracción de feria que le ha dejado bastante desorientado. O como si alguien me hubiese metido LSD en la bebida... Dado que nadie nos oye, ¿cuál era esa única pregunta de su interrogatorio? Empecemos con eso.
-De acuerdo -accedió Cheyney-. ¿Cómo logró entrar en el complejo de la emisora y cómo llegó al Estudio C?
-Eso son dos preguntas.
-Le pido disculpas.
Paladin le dirigió una leve sonrisa.
-Entré en el complejo y en el estudio de la misma forma que he estado entrando en ese complejo y en ese estudio desde hace más de veinte años -le contó-. Con mi pase. Eso, añadido al hecho de que conozco a todos los guardias de seguridad del edificio. Mierda, llevo allí más tiempo que la mayoría de ellos...
-¿Puedo ver ese pase? -le preguntó Cheyney. Habló con voz tranquila pero una vena bastante grande había empezado a latir en su garganta.
Paladin le contempló con cierta cautela durante un par de segundos y acabó volviendo a sacarse la cartera de piel de lagarto del bolsillo. Hurgó en ella unos instantes y acabó arrojando un pase artístico de la NBC perfectamente correcto sobre la mesa.
Correcto en todo salvo en un detalle.
Cheyney apagó su cigarrillo, cogió el pase y lo examinó. El pase estaba laminado. En una esquina había el pavo real de la NBC, algo que sólo figuraba en los pases de los veteranos. El rostro de la foto era el de Edward Paladin. La talla y el peso eran correctos. Naturalmente, no había casilla para el color de los ojos, el de la cabellera o la edad; cuando tratas con grandes personalidades todo eso sobra. Camina con cuidado, forastero, pues aquí puede haber tigres...
Lo único que no encajaba del pase era su color: rosa salmón. Los pases artísticos de la NBC eran de color rojo.
Cheyney había visto otra cosa mientras Paladin buscaba su pase. -Por favor, ¿podría sacar un billete de dólar de su cartera y ponerlo sobre la mesa? -le pidió en voz baja y suave.
-¿Por qué?
-Enseguida se lo explicaré -contestó Cheyney-. Uno de cinco o uno de diez también valdrían.
Paladin le observó en silencio y volvió a abrir su cartera. Cogió su pase, se lo guardó y extrajo cuidadosamente un billete de dólar de la cartera. Le dio la vuelta y lo dejó de cara a Cheyney. Éste sacó su cartera del bolsillo de la chaqueta (era una vieja y sobada Lord Buxton que estaba empezando a romperse por las costuras; tendría que sustituirla por otra pero le resultaba más fácil pensarlo que hacerlo) y extrajo uno de los billetes de dólar que llevaba dentro. Lo puso junto al de Paladin y les dio la vuelta para que Paladin pudiera verlos del derecho..., y para que pudiera examinarlos.
Cosa que Paladin hizo en silencio durante casi un minuto. Su rostro se fue volviendo de un color rojo oscuro... y el color fue esfumándose poco a poco. Después Cheyney pensó que probablemente habría tenido intención de gritar ¿QUÉ COÑO ESTA PASANDO AQUÍ?, pero lo que salió de sus labios fue un débil jadeo ahogado.
-... qué...
-No lo sé -concluyó Cheyney.
El billete de un dólar de Cheyney estaba a la derecha, un papel gris verdoso que ya no era de un nuevo flamante pero sí seguía siendo lo suficientemente nuevo como para no tener ese aspecto arrugado y fláccido opio de los billetes que han cambiado de mano en muchas ocasiones. Un número 1 grande en las esquinas de arriba, un número 1 más pequeño en las de abajo, BILLETE DE LA RESERVA FEDERAL escrito en letras mayúsculas no muy grandes entre los números 1 de arriba y LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA en letras de mayor tamaño, con la letra A rodeada por una orla a la izquierda de la efigie de Washington, orla que iba acompañada por la afirmación de que ESTE BILLETE ES MONEDA LEGAL PARA TODAS LAS DEUDAS, PÚBLICAS Y PRIVADAS... Era un billete de la serie de 1985, y estaba firmado por James A. Baker III.
El billete de Paladin no se le parecía en nada.
Los números 1 de las cuatro esquinas eran iguales; la frase LOS ESTADOS UNIDOS DE AMERICA también era igual; la afinación de que el billete podía ser usado para pagar todas las deudas públicas y privadas era idéntica.
Pero el billete de Paladin era de un color azul celeste.
En vez de BILLETE DE LA RESERVA FEDERAL llevaba escrito MONEDA DEL GOBIERNO.
En vez de la letra A había una F.
Pero lo que más le llamó la atención a Cheyney fue la imagen del hombre que había en el billete, igual que le ocurrió a Paladin con el billete de Cheyney.
El billete gris verdoso de Cheyney lucía la efigie de George Washington.
El billete azul celeste de Paladin la de James Madison.
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