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jueves, 1 de abril de 2010

La pasión turca II -- Antonio Gala

La pasión turca

Antonio Gala

Tercer Cuaderno

Al pie de la escalerilla no vi esta vez a Yamam. Había nevado, y la nieve yacía sucia y amontonada en

los bordes de la pista. Lo divisé al otro lado de la aduana. Me extrañó verlo con abrigo y con cara de frío.

Yo no llevaba demasiado equipaje, pero sí más que la segunda vez.

-He venido a quedarme -le dije antes de nada.

-¿Cuánto tiempo?

—Siempre.

-¿Y tu marido?

-Mi marido eres tú. Hemos tenido un hijo, Yamam; ha muerto hace unos días... Tendremos muchos más.

-Ya hablaremos -replicó con un tono inexpresivo, y me pasó un brazo por los hombros-. ¿A qué hotel

vamos?

-No tuve tiempo de reservar habitación; he salido de repente.

-En ese caso, será mejor que vayamos, por lo menos esta noche, a mi apartamento.

Y me trajo a este lugar, donde escribo y espero.

De la primera noche que pasé aquí guardo un recuerdo que hoy me hace sonreír: Yamarn no pudo penetrarme.

Quizá la preocupación de saber que yo llegaba con intenciones definitivas; quizá el hecho de ser

un modesto anfitrión, ya que ésta era su casa; quizá verse en el apuro de ponerme en antecedentes de tantas

cosas como yo ignoraba... Su amor aquella noche fue largo, suave, casi femenino. Cuando, con mucha

reticencia, hubo de darse por vencido, yo lo despreocupé.

-Sólo tus besos y tus caricias bastan; ni siquiera, sólo tu presencia. Lo otro no significa nada hoy para

mí... También un exceso de amor supongo que produce estos efectos. Con mi marido estaba acostumbrada...

Un segundo después de haberlo dicho, supe que no debí decirlo. Yamam volvió la cabeza al otro lado y

rechazó mi mano que lo solicitaba. Comprendí que en adelante corría el riesgo, por haber sido testigo de

un fracaso, de que llegara a aborrecerme. Y en esta ciudad Yamam era lo único que tenía, y es lo único

que tengo. «No he entrado con buen pie», me confesé a mí misma.

Fue esa noche cuando entreví (no, fue bastante después) la semejanza, si se examinan desde fuera,

entre el comportamiento de Ramiro y el de Yamam conmigo. Cómo los dos, en el fondo, se eligen a ellos

mismos y, puestos en la alternativa, a mí me desatienden. Quizá el alma de los hombres es así: tienen sólo

una parte dedicada al amor, y las demás a otras actividades, sean las que sean: el comercio o la política o

el juego o los amigos...

Sin embargo, entre Yamam y Ramiro no cabe mayor oposición. No sería yo, que miro desde dentro,

quien cambiase todo el dolor que puede llegar a producirme la desatención de Yamam por todas las satisfacciones

que me hubiese proporcionado Ramiro de no vivir más que para satisfacerme.

Sé que hay días en que me desespero porque Yamam no es del todo mío como yo quisiera y como yo

soy de él. Hay días en que viene como si trajera puesta una chaqueta de otro, o como si se le hubiese olvidado

fuera algo y no consiguiera identificar yo qué. Anoche, sin ir más lejos, estaba distraído. Dos veces

preguntó: «¿Qué has dicho?», mientras yo le contaba cómo fue mi día. Lo acaricié y, cuando me correspondió,

sentí que no estaba él enteramente en las yemas de sus dedos. Y era la parte que faltaba la que

yo entonces más quería, sin la que no podía vivir ni un minuto más. Y le tomé la cara con mis dos manos,

y le obligué a mirarme, y le acerqué mi cara, y le busqué los ojos con mis ojos y su boca con mi boca. Hasta

que él se soltó, hastiado.

-Déjame, me haces daño.

-Y tú a mí -le repliqué airada.

Ahora comprendo qué torpe suelo ser. Cuando hoy llegue, lo recibiré de otra manera, más apacible y

más rendida, venga o no venga completamente mío.

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Siempre había supuesto que, cuando la erosión del tiempo destruye los vínculos cordiales del matrimonio,

quedaban la misericordia recíproca y la ternura que todo lo comprende. Los dos cónyuges jugaron tantas

veces su vida en común que se haría difícil saber dónde empezaba la de cada uno; la convivencia los

había desleído y asemejado, había limado las aristas: uno era el otro ya, padre del otro, hijo del otro... En

mi caso no fue así. De un tajo violento se quebró todo. Y ese tajo fue el que determinó la tercera fase de

mi amor por Yamam.

Porque cada vez que he venido a Estambul lo he querido de una manera diferente. La primera, fue un

amor inexperto, adolescente y voraz: mi despertar al cuerpo y al placer, con los ojos apretados, con una

simple e ingenua cerrazón amorosa, sin saber ni su apellido, ni imaginar su alma, ignorándolo todo, ignorando

hasta el porqué de esa pasión, sentida más que consentida.

La segunda vez lo amé como un eco de mi recuerdo de él, de mi rapto por él, de mi frenesí por la unidad

que dentro de mí formábamos los dos. Yo había dejado de ser yo, y él, a mis ojos, él. La satisfacción egoísta

de mi primera entrega se apaciguó un poco en una comunión de la carne más generosa y más segura.

El segundo sentimiento era más armonioso, y mi conciencia abiertamente se anegaba en la suya, desaparecía

mi voluntad en la suya sin defender su propia independencia.

En esta tercera etapa ya había un dominador y un dominado. Lo vi desde el primer instante. A través del

mostrador de la aduana lo vi. Yo iba a someterme libremente al sacrificio, aunque no sabía hasta qué punto.

Y tampoco sabía hasta qué punto iba a usar mis defensas. Todo es instintivo: para que el amor dure, hay

que acatar el instinto de muerte y también el de asesinato. El amor necesita, de cuando en cuando, renovar

sus víctimas. No siempre es vital la sumisión ni hasta la médula. (O así lo pienso mientras escribo esto;

quizá otro día escribiría otra cosa, pero hace dos que no veo a Yamam.)

El temor -el de perder al amante, o el de ser agredido por éles consustancial con el amor. El que domina

por la dulzura sabe que ejerce un dominio fatal, y se confía y deja de temer. Yo he observado cómo en

la balanza se invierte la posición de los platillos. El que domina por la fuerza percibe, en lo más hondo, que

necesita al dominado porque le da placer, y de un modo inconsciente se esclaviza al esclavo. Pero el esclavo,

del mismo modo, percibe que puede ser dañado en lo más suyo, en lo único que posee, y se previene

por un instinto de supervivencia; un instinto que es amoroso también, porque sin supervivencia no hay

amor... Y así el amor se corrompe porque el placer lo inunda, lo vence y hace que se abandone casi disuelto

en él; y el esclavo aparente, cuyo destino es satisfacer al otro cuando el otro lo pida, refrena, aprende

a refrenar su propio deseo de placer, con lo que adquiere sobre el amo una enorme ventaja.

Mi posición ha sido ésta. Pero ¿seguirá siéndolo o no? Quizá ha sonado la hora de la verdad. No lo sé;

dudo. En el amor se duda siempre; hasta de lo que ha sido sobradamente probado; hasta de lo que se cree

con más firmeza y en función de lo cual se vive. En la esencia del amor está la duda. Porque el amor es la

única pasión que paga con la moneda que ella misma fabrica: no necesita otra moneda, no otras manos.

Por eso, como su moneda no es la corriente, el amor es un monedero falso.

Hoy, hoy mismo, no creo que sea el amor una creación común, ni un sentimiento objetivo que se alza

ante nosotros, ni una razón que se imponga al otro para que nos ame como lo amamos, ni una realidad

incuestionable frente a los equívocos de nuestros corazones... No; hoy no creo que el amor sea nada de

eso, sino una pugna a muerte: a muerte sin indulto, porque pierdas o triunfes en esa lucha, mueres. Pero

mueres de amor fuera de ti.

De haber seguido en Huesca, me habría muerto sin salir de mí; por dentro ya me estaba muriendo. Por

mucho que hoy me duela, precisamente hoy, el amor -o como quiera que se llame esto- me ha salvado. No

estoy ya aislada; ahora comparto. Comparto algo terrible, sí, algo cuya finalidad ignoro y cuyo camino me

produce vértigo; pero estoy viva al lado de alguien vivo.

Sin embargo, no estoy ciega ni sorda. Sé que vivo en una habitación cerrada -y esto no es sólo una imagen-

respirando el aire que expiro una vez y otra vez; un aire que se enrarece más y más. Pero mi amor es

mi respiración. No puedo engañarme diciendo: «Si el aire no es puro, no respiraré». He de continuar respirando

aquí, en donde estoy, mi aire contaminado, mi aire envenenado. Si quiero amar, como si quiero

vivir, no puedo permitirme el lujo de dejar de respirar aquí, cualquiera que sea el aire que me cerque.

Y me trae sin cuidado no ver nada de fuera, ni respirar otro aire que éste. No tengo curiosidad alguna:

aquí empecé a vivir y aquí me acabaré. Si me empujaran a salir de este túnel, me moriría; como el pez que

el niño, para que respire mejor, saca del agua; incluso querría morirme fuera del túnel mío... Por supuesto

que, si de mí hubiese dependido, habría demandado que aquí dentro todo fuera claro y cómodo, y purísi-

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mo el aire. No obstante, aunque sea -si es que lo es- oscuro y terrible, lo prefiero a todo lo de fuera. O quizá

no es cuestión de preferir, porque sencillamente no me imagino fuera, ni concibo ese fuera sino como un

castigo.

Cuando escribí lo de más arriba, sobre esta habitación y este túnel, me refería a lo agobiante de mis

sentimientos pero también a lo agobiante de mi vida física.

Mi vida es como la que podría llevar una mujer de harén, salvo las excepciones de mis salidas al Bazar,

que no llegan a media docena. Y durante ellas he pasado las horas sentada en la tienda de Yamam, entre

otras cosas porque, hecha a la soledad y al silencio de la casa, me mortificaba el movimiento de fuera.

Yamam me ha puesto al corriente de lo que es ese mercado cubierto cuajado de sugestiones:

-Una jauría, un resumen de competencias desleales en el que, aunque no lo parezca, existe una red de

leyes muy tupida que impide actuar por libre a nadie. Todo funciona a través de los encargados de invitar

a los transeúntes a pasar a las tiendas, y que sólo tienen permitido hablarles o seducirlos hasta que

traspasan el límite de la tienda próxima, porque la calle también está comprada a la vez que los locales.

Hay miles de estos comisionistas, si así pueden llamarse, que no tienen un comercio propio y que se llevan

hasta el veinte o el treinta por ciento de las ventas, según su habilidad. De esta bicoca participan hasta

diplomáticos de guante blanco, con los que conviene pactar, pero nunca hacerse amigos de ellos, porque

entonces sentirían vergüenza de pedir la comisión y llevarían los clientes a otro lugar en el que se la dieran.

»En esta selva no hay aliados, ni escogidos; a nadie se reconoce primacía. Se trata de vender y nada

más, lo que sea, aunque sin dar ocasión a que la ley intervenga. Aquí se mueven diariamente quince millones

de dólares, y aquí se vienen a buscar las divisas extranjeras para los negocios imposibles de hacer

al descubierto con dinero cambiado en bancos oficiales. A través de este Bazar se percibe el temblor de

las bolsas, las inflaciones, los déficits. Y para intervenir en él, sólo hay que tener costumbre y buen olfato.

Y pericia para que los demás no intuyan, aunque la tengas, tu debilidad. No te digo más: si no hubiera calculadoras,

muchos vendedores no serían capaces de operar más que a tientas, y a fuerza de su

conocimiento de la sicología de los compradores, porque no conocen sino las cuatro reglas. A pesar de

todo, quizá el Bazar no funcione muy bien, pero cualquier otra alternativa ha funcionado peor; los comerciantes

de fuera son aún más timadores y, corno colegas, mucho más abusivos.

Este piso apenas lo abandono para hacer las compras necesarias, si es que lo necesario no lo trae

Yamam cuando viene del centro. Lo que sé lo sé a través de él; de lo que me entero me entero por él. Él

es mi diario, mi radio y mi televisión. He aprendido sólo las palabras de turco que podrían impedir mi muerte

de hambre. Y tampoco quiero aprender más. Reconozco en mí una reacción antiturca, precisamente por

ser este el mundo al que pertenece Yamam, y ser lo que nos separa; lo que me obstaculiza entender qué

dice a los otros, cómo piensa y sobre qué, y con quién habla. He llegado a odiar su actitud, tan alejada de

la mía, ante las ideas, ante las personas o los acontecimientos. No consigo doblegarme a pensar, a sentir,

a obrar como él, aunque Dios sabe que lo he intentado. No debería pensarlo, y menos escribirlo, pero sé

que él lo sospecha. Por eso abomina mis librillos de pasatiempos con crucigramas en castellano, y creo

que por eso se venga, al contarme su historia, o la de su familia, o la de su país, dándome diferentes versiones,

lo que me lleva a desconfiar de todas. No; no acierta el refrán de que quien quiere la col quiere las

hojitas de alrededor. Yo las aborrezco, porque lo que quiero es el cogollo de la col, mío y en exclusiva.

En cierta ocasión, mientras yo fregaba los platos después de la cena, sentado en la cocina, se explayó

sobre la región más al este de Turquía y me contó que su familia era de raza kurda; que había llegado a

Estambul desde las tierras adonde la llevaron, con otras muchas, a raíz de la rebelión de 1925. En otra

ocasión, ante la mezquita de Bayaceto, me dijo que su padre era uno de los lazis georgianos que compusieron

la fiel guardia personal de Kemal Atatürk.

A este personaje, con cuya fotografía tropiezas en cualquier pared turca, Yamam lo venera -aunque no

estoy segura de que opine siempre así- como portavoz de la buena suerte de que todo gobernante ha de

gozar para bien de su pueblo.

-Todo cuanto parecía contrario a él acababa por ponerse a su favor -comentaba una noche en que estuvo

especialmente locuaz, lo que, de cuando en cuando le sucede-. El día en que los occidentales, después

de la primera guerra, convocaron al sultán títere a la conferencia de Lausanne en 1922, Kemal Mustafá lo

aprovechó para abolir el sultanato. Y cuando prominentes musulmanes indios, como el Aga Khan, publicaron

una declaración en que requerían a mi pueblo a que defendiera el califato, Mustafá soliviantó la sen-

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sibilidad independentista nacional y se apoyó en ella para abolirlo de un plumazo y declarar laico al Estado.

-Yamam daba arrebatadas muestras de fervor-. Y cuando se produjo la sublevación kurda, la usó como

coartada para unificar el partido radical más avanzado con el liberal, que seguía las tendencias tradicionales

de los jóvenes Turcos. Y convocó los corazones de todos para defender la integridad nacional sin

fisuras...

-Pero, no hace mucho, me dijiste que tu familia era kurda...

-No me interrumpas, que estoy hablando yo... -Recuperó su tono de discurso-. Y cuando surgió la

insignificante conspiración de Esmirna contra él, que probablemente había inventado él mismo, la utilizó

para desplazar de la política a todos los que le estorbaban.

-¿Luego tú consideras que ahí, en esa destreza de prestidigitador, reside el arte de la política?

-No comprendo ni una palabra de lo que dices... En todas las revoluciones hay un momento crucíal en

que el representante de una tendencia ha de proceder sin compasión contra los que se le opongan. El jefe

ha de ser capaz unas veces de promover la opinión pública, y otras, de esperar que tal opinión se manifieste

antes de emprender la acción. Un caudillo tiene que situarse a la cabeza de su pueblo, pero sin alejarse

demasiado por delante de él para no perder el. imprescindible contacto, cosa que lo haría quedarse

solo... Lo mismo pasa con los amantes, morenita: uno gana, otro pierde.

»Atatürk lo modernizó todo. (Si quieres conocernos, tendrás que estudiar estos lances.) Los símbolos

del pasado, como el fez, se abolieron, con lo cual los orientalistas se quedaron con un palmo de narices. Y

se abolió el lenguaje arábigo, con la adopción del alfabeto romano. Se hizo obligatorio el empleo del apellido,

lo que nos costó sangre, y se igualó al hombre y a la mujer... Yamam se reía-. A esa igualdad trató

Atatürk de forzar al pueblo, pero él no fue capaz de asimilar la idea; intentó conformarse con una sola mujer,

pero no pudo. Hasta en eso tenía razón.

Yo empecé a sentir por Atatürk una indecible repugnancia. Desde ese día no consigo mirar con imparcialidad

sus retratos. Yamam continuaba:

-Se instauró el domingo como día festivo, y la religión fue un asunto privado. Existía libertad religiosa,

pero se prohibió enseñar el Corán en las escuelas. Ya estábamos hartos de abusos.

-Es decir, que de dar a Dios lo que era del César, pasasteis a dar al César lo que era de Dios. Qué

extremistas son los pueblos nacientes.

-¿Nacientes? -rugió Yamam-. Mi pueblo era ya viejo cuando los vuestros no habían ni aparecido.

Echaba chispas por sus enormes ojos. Yo sonreía encantada; y empleaba contra él argumentos que él

mismo, semanas o meses antes, me había dado. Yo no olvido nada de lo que es suyo.

Acuérdate de cuando me contaste la impresión que le produjo a Atatürk el parlamentarismo británico en

un viaje que hizo. Quiso que aquí hubiera también oposición, y encargó a un partidario suyo que, haciendo

una comedia, la representara en la Asamblea Nacional. Acuérdate, acuérdate: hizo tan bien la comedia

que los parlamentarios se liaron a golpes y estuvieron a punto de acabar a tiros. ¿No es un síntoma ese de

pueblo recién nacido?

Irritado, Yamam se había puesto de pie y paseaba como un león enjaulado. Hablaba sin cesar, hasta

cuando estaba hablando yo, como en alguna noche de nuestro viaje, con una desusada excitación que me

llevó a pensar si habría tomado algo. Entonces me explicó su utopía. Estaba magnífico; hacía gestos y

altibajos de voz de gran actor, y, más que la lección que pretendía darme, fue él Mismo quien me enseñó

lo que es el pueblo turco.

-Hay que renovar la más alta de las aspiraciones: reunir todos los pueblos y todas las gentes de lengua

turca del Oriente entero. Porque las virtudes auténticas de nuestro pueblo provienen de los remotos tiempos

de los nómadas y de las viejas instituciones y las formas de vida pura de los osmanlíes. ¡Pueblos recién

nacidos! -gritaba con desdén-. Lo negativo de esta Turquía de hoy arranca de los árabes y de los persas;

de lo musulmán, en una palabra. Hay que liberar a nuestra sociedad de su nefasta influencia...

-Pero ¿no eres tú musulmán?

-¿Yo? Sólo de palabra -vociferaba mientras bebía una botella de coñac, que no sé de dónde había

venido-. De los kirguises, de los kazakos, de los uzbekos y de los turcomanos es de donde emana la verdadera

sangre nuestra: de los pueblos ancestrales del Asia central. No quiero yo Europa -manoteaba con

asco-. Ni quiero la falsa profundidad de los árabes y los persas. Quiero mi propia cultura, mi sentido práctico

y mi sentido militar. Europa es una advenediza que engulle todo lo que se le acerca: una boa constrictor.

Ya verás tú dónde acaba la esencia de. lo español dentro de nada. Cuando todos allí seáis iguales, te

juro que todos seréis mucho peores.

Una tarde, atravesando sobre el Cuerno el puente al que da nombre, me relató cómo Kemal Atatürk

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había modernizado el arte de su pueblo, y había desterrado la norma musulmana que prohíbe la representación

de seres vivos.

-Encargó hacer estatuas para las ciudades principales; las instaló en las plazas y fachadas. E introdujo

la música occidental, aunque muy incluida además por la turca en un cierto período.

Yo, que echaba de menos mi música más que ninguna otra cosa, le repliqué que era inútil ir contra el

espíritu de una nación, y que Turquía, con todo su derecho, pero para mi daño, había vuelto a la música

suya como expresión de su propio carácter y de su propio corazón.

-Con razón la mujer del vicecónsul -concluí- me ha dicho que aquí todos adoráis a Atatürk, el fundador

de vuestra gran república, menos los conservadores que lo odian por su antiislamismo; menos los liberales,

que lo odian por su partido único; menos los izquierdistas que lo odian por ser el símbolo oficial del Estado;

menos los progresistas que lo odian por no haberse aproximado más a Occidente... Desengáñate, Yamam:

un pueblo que no tenga una música propia es un pueblo incompleto.

Habíamos atravesado el puente; aparcó sin mucho miramiento, se me quedó mirando, y con una voz

apeada y no ya de arenga, me dijo:

-Es posible que no estés equivocada. Pero necesito decirte que hay veces que te odio. Hay veces en

que no me pareces una verdadera mujer.

No me quedaba otro recurso que echarme a reír.

-¿Crees que no sé cuándo me odias? Pero no es por la causa que tú crees: tú en mí tienes y aceptas a

la compañera además de la mujer, cosa que no harías con una turca... La auténtica causa de que me odies

es porque sabes a la perfección que yo soy más dichosa que tú. Y que, cuanto peor me trates, más seguridad

tendré de pertenecerte del todo, y seré más feliz. Yo nunca querré olvidarte, Yamam, nunca querré que

me seas indiferente, igual que nunca querré provocar tu indiferencia ni tu olvido. Bueno o malo, tu trato significa

que aún estás a mi lado y que soy algo más que un mueble para ti. Pero hay una cosa que ha de

quedar clara, Yatnam, de una vez por todas: que de ningún modo me cambiaría contigo; yo lo paso mucho

mejor que tú.

Estuvo un rato mirándome como sin saber qué contestar. Por fin se acercó, me cobijó entre sus brazos

y me susurró al oído:

-Eso vamos a verlo ahora mismo.

Me enteré de que Yamam estaba separado de su mujer antes de enterarme de que estaba casado. Fue

un sábado, y él no había vuelto del Bazar todavía; los sábados solía retrasarse. Llamaron a la puerta. Era

una turca vieja, gorda, rubia, ni popular ni refinada, que debía de haber sido una belleza de joven. Llevaba

de cada mano un niño: un varón de unos ocho años y una hembrita de seis. Los empujó hacia el interior;

luego, con un brazo imperioso, me apartó a mí y avanzó dentro del apartamento. Saltaba a la vista que lo

conocía. Se dirigió en turco a los niños, que se sentaron en silencio, y ella, después de dejar un paquete

en la cocina, se dejó caer en el sofá del salón llenándolo por entero. juntó las manos sobre su regazo y, sin

decir una palabra o hacer un gesto más, se dispuso a esperar confortablemente lo que fuera preciso.

La expresión de Yamam, al abrir la puerta y encontrarse con la señora aquella, fue indescriptible. No se

atrevió a mirarme. Los niños corrieron hacia él gritando; él se inclinó y besó a la mujer que, señalándome

con el dedo, le dictó una orden no demasiado larga, pero taxativa, antes de salir majestuosa y omnipotente.

Yo no me había movido desde la llegada de los invasores. Estaba apoyada contra la pared, con los brazos

cruzados, aguardando que me leyeran una sentencia que ya me imaginaba. Yamam había tratado de

aplazarla lo más posible; pero su madre, impaciente y recelosa de mí, había mandado los plazos a hacer

gárgaras. La realidad era que Yamam se había casado muy joven con una muchacha «fea y riquísima»:

eso fue por lo menos lo que él me explicó. La boda la concertó por su madre como muy conveniente; había

tenido los dos hijos que veía -Abdul y Safia-, y luego no había podido soportar más a su mujer y se había

separado de ella. «No; divorciado, no: separado.» La madre no consintió otra cosa; no le parecía prudente

el divorcio desde un punto de vista económico. De los niños disponía los fines de semana; su madre debía

de haberse cansado de aguantarlos, y había resuelto dar un golpe de Estado.

Toda esa historia venía a decir que me despidiera de casarme con él. No puedo ocultar que, aunque

teóricamente el matrimonio no me atraía nada, me dio un vuelco el corazón. Allí estaba yo, apoyada todavía

en la pared, con los brazos cruzados, sin poder quejarme de nada, sin poder acusar de embustero a

Yamam, porque nunca me había dicho lo contrario de lo que ahora me decía: de lo que ahora me decía

seguro que por mandato de su madre. (Ni por un segundo dudé que aquella vieja gorda y rubia lo fuese.)

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Intentaba consolarme diciéndome a mí misma que mejor era así. «Los vínculos entre él y yo han de ser

nuestros, no oficiales, no sociales, sino pura y llanamente de amor personal. Si éste se acaba, ¿qué pinto

yo aquí, en Estambul, en un piso que da a un aparcamiento, en una ciudad cuyo idioma no hablo, y

esperando, como una tonta, hora por hora, la llegada de un amante que es el marido legal de otra mujer?»

Noté que se me saltaban las lágrimas y que me temblaba la barbilla. Sin cambiar de postura, desvié los

ojos: quizá Yamam deseaba que llorase. No lloré. Me bastó hacerme cargo de lo estúpido que sería que yo

le echase a Yamam en cara la pérdida de mi casa, de mi fortuna o de mi reputación. Al pensarlo se me

quitaron las ganas de llorar. Porque sólo con despertar en mi las ganas de renunciar a todas esas garambainas,

me había ya pagado y me había compensado de su pérdida. «Yo soy deudora suya para siempre,

puesto que él, con aparecer, le arrebató a mi vida su necia placidez.»

Tenía que ser sincera. ¿Acaso, desde que lo vi en el autobús, se me ocurrió a mí resistirme, ni hacerme

la decente, ni la violada, ni siquiera (lo que hubiese sido más lógico) procurar que él me sedujese? No;

supe, sin el menor asomo de duda, con la misma convicción que aún seguía teniendo en ese instante, que

había sonado mi hora y que no me era dado emplear ninguna técnica al uso para enardecer al que me

enardecía. Fue llegar y besar el santo: el santo y la peana. Hasta me sonreí por dentro al recordarme que

sólo mucho después, ya en Huesca y a solas, me había interrogado sobre cómo y de dónde obtuve yo la

certeza de que aquel guía me destacaba a mí entre las demás viajeras, o simplemente de que él me deseaba.

No me planteé tal cuestión; alargué la mano y cogí la manzana: como Eva en el paraíso. Peor, porque

aquí no hubo reptiles tentadores. Nadie me había engañado. Nadie; ni yo.

Volví los ojos hacia Yamam, sentado en el sofá que su madre había desalojado. Tenía la cabeza gacha.

Yo pensaba, amándolo: «En realidad, el corazón, si no está deformado, no se equivoca nunca. Qué difícil

es hacer algo que vaya contra la Naturaleza; lo menos natural es la omisión. Contra ella no van ni las mayores

locuras que se hacen por amor, ni siquiera el suicidio. El ser humano distingue lo que es mejor para

él -y la mujer aún más que el hombre-; conoce lo que en cada momento es capaz de producirle la mayor

dicha y el mayor placer. Y se dirige hacia ello... Lo único que iría contra su naturaleza sería no procurar

obtenerlo. Las más inesperadas acciones, esas que a las gentes moderadas y vulgares se les antojan aterradoras

o inverosímiles, cualquier alma enamorada las proyecta y las pone en práctica con la mayor naturalidad

».

No es que hoy escriba esto para justificar mi reacción de aquella tarde de sábado, apoyada en la pared

y con los brazos cruzados. Es que no quiero esconderme detrás de las palabras, ni detrás de los actos

ajenos. Cuando yo di el primer paso al frente incitada por mi amor a Yamam -o por mi deseo de Yamam,

da igual-, lo di a pesar de todo, y no ignoraba a lo que me exponía, aunque no supiese con todo detalle de

qué espinas iba a estar compuesta mi corona.

Descrucé los brazos; me separé de la pared; di un paso hacia el sofá. Yamam alzó la cabeza y se levantó.

-¿Estás enfadada? -me preguntó poniendo sus manos sobre mis hombros.

-¿A ti qué te parece?

No quería gritarle que mi amor por él era el más lógico, el más complementario y el más respetable que

podía existir; que mi si. tuación junto a él era la más legítima; que no se preocupara porque é1 era para mí,

sencillamente y absolutamente, mi media naranja; que con ninguna otra media, sino él con la mía y yo con

la suya, habríamos podido formar una completa... Cuánto se emplea tal terminología, y con qué poco tino:

la gente aspira a encontrar su otra mitad -aquella mitad de Aristófanes en El banquete- en su ciudad, en su

barrio, y hasta en su calle; no sé ni cómo no la buscan en su cama. Y no es así: cerca nos tropezamos con

los humildes premios de consolación; yo había tenido ya uno. Las medias naranjas verdaderas están lejos

casi siempre y son costosas. Lo que hemos de pedir, además de encontrarlas, es que el hallazgo no se produzca

demasiado tarde.

Tomé la cara de Yamam entre mis manos y la besé una vez, y otra, y otra; después escondí la mía en

su pecho.

A mí me había sucedido el milagro de la media naranja a los treinta años. No era aún tarde, pero la vida,

a esas alturas, ya es urgente; no queda tanto plazo de plenitud ni de hermosura. Intuí de repente mi privilegio

y me dispuse, como una esclava dócil, a recibir al ángel de la anunciación. ¿Cómo no manifestar mi

agradecimiento por haber estado a la puerta y con los ojos listos cuando pasó el amor? Escuchaba el latido

del corazón de Yamam. Abracé su cintura. Fue en ese instante, no antes ni por otra razón, cuando me

eché a llorar. No le dije a Yamam que lloraba de gratitud y de alegría.

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Era la tercera vez que el consulado español me invitaba a una fiesta. Las dos primeras había pretextado

alguna ocupación o un compromiso anterior, yo, que me pasaba la vida sin otro compromiso que

Yamam. Pero a la tercera fue la vencida. Se lo comenté a él, le enseñé la tarjeta, y me convenció de que

deberíamos ir.

-Quién sabe si un día se nos presentará una circunstancia en que necesitemos algo de ellos. Es útil estar

a bien con la oficialidad. Conocer gente nueva no nos vendrá mal en ningún caso. Nos pueden llevar

clientes a la tienda, además: turistas españoles que vengan despistados, grupos de empresa, representantes

gubernativos... Vamos a asistir.

Fue mi ignorancia de si él podía considerarse invitado lo que me había retraído antes. Lo consulté con

la secretaria del cónsul y me contestó que les encantaría que Yamam me acompañase.

La fiesta, que no era más que un cóctel en honor de no sé quién, fue en la residencia del cónsul: una

casa convencional -siempre me ha obsesionado esa palabra-, donde se veían por todas partes regalos de

boda inútiles y anticuados. El cónsul era un hombre grande y gordo, con cuerpo en forma de pera y cabeza

pequeña, que se casó ya mayor con una mujer de buena familia -no de buenísima, como ella alardeaba-.

Tenían hijos; allí estaban las fotos, pero yo no sé si eran de los dos o de quién. Daba igual, porque no los

conocí. Me recibió la mujer del vicecónsul, a la que había visto un par de veces en la oficina de visados:

una joven que parecía tener mucha más edad, consumida, amargada y redicha. No le caía bien a nadie, y

yo sentí por ella esa inmediata simpatía que une a los marginados. Se llama Paulina, y nada más verla adiviné

que execraba a su marido, gordísimo, aburrido, ordinario y sudoroso. Fue Paulina la que me presentó

al matrimonio anfitrión.

Nada más entrar, los ojos de todas las mujeres se clavaron en Yamam. Él lo advirtió tanto como yo; lo

noté por cierto movimiento de los hombros con que se engalló y por su manera de enderezar el cuello.

Estuve a punto de decirle que no se hiciera ilusiones. Lo estudiaban y calibraban con la mirada para ver

qué tenía el hombre aquel -o mejor, «aquel turco»- para haber convertido a una mujer decente en una aventurera.

No soy ninguna tonta; sé que Yamam decepcionaría a esas mujeres, y que, fuera de allí y sin llevarme

del brazo, les habría pasado inadvertido. Me dieron ganas de ponerme en jarras y decirles: «¿Veis?

Es un turco más, con una cara de ojos agradables y bigote corriente; con unas manos poderosas y una voz

espesa... Un hombre con el que una se cruza por la calle y, aunque le fuese en ello la vida, seria incapaz

de describirlo... Nadie se enamora de lo mismo -les habría apuntado luego a las mironas-, ni por los mismos

motivos. Y eso, si es que los motivos tienen algo que ver con el amor».

Los ventanales del salón donde estábamos daban a la falda de una colina llena de árboles que se alza

sobre un luna parle, cuyos tiovivos y cuyas norias giraban constelados de luminarias. Anochecía; se

encendieron las luces de los altos edificios de enfrente, y todo tomó unos tonos nacarados. El cielo, al

fondo, entre las enramadas, empezó a ponerse dorado y verde. Yamam estaba charlando con Paulina, que

era acaso la que manifestó más curiosidad por él. Yo me encontré sola, con un vaso vacío en la mano, contemplando

el anochecer. Se me acercó la mujer del cónsul con otro whisky. Mientras me lo alargaba,

arropado el cristal por una servilleta, con una inflexión maternal en la voz, me dijo:

-Pobre criatura...

-¿Yo? ¿Por qué?

-Me han contado algunos incidentes de su vida, y es como una novela.

Lo pronunció con tan amanerada compasión que no pude evitar reírme.

-¿Por qué? volví a preguntar. Ante su herida expresión continué-: No sé por qué, se lo aseguro.

-¿Le parece poco; querida mía, en los tiempos que corren, dedicarse a vivir una gran pasión?

Su tono había cambiado; en el fondo de él latía ahora una ligera irritación. Yo comprendía que la historia

de aquella mujer con su marido, por muy buena voluntad que se tuviera, nunca podría ser calificada de

«gran pasión», y que acaso ninguna de las mujeres que contemplé cuando me volví, dando la espalda al

ventanal, tenían la más remota idea de lo que era el amor. Yo estaba, pues, allí como un fenómeno de barraca

de feria; no por otra razón se habían tomado la molestia de invitarme tres veces. Me hice cargo de que

tenía que dar una explicación y salir de ese aprieto de una vez por todas. No podía fingirme una mosquita

muerta que iba allí a agradecer su comprensión y a implorar su benevolencia.

Comencé hablando con la consulesa, pero apenas abrí la boca se nos agregaron otras, y a continuación,

las demás. Yamam, intuyendo lo que sucedía, se enzarzó en una conversación semipolítica -yo oía repetirse

la palabra «Europa»- con el vicecónsul.

-Debe quedar muy claro -expuse- que yo no soy una mujer especial, que no tengo ningún vigor, ni pre-

La pasión turca Antonio Gala

75

tendo vivir como una Mata Hari. Yo era una provincianita como tantas otras -miré a las que se acercaban,

de una en una, y repetí-,como tahtisimas otras, de las que todo puede saberse, o incluso imaginarse. Hasta

que conocí a Yamam, que es el hombre que me acompaña. De él procede, de pies a cabeza, la que soy

ahora: nada fuerte tampoco, pero que rompió con su vida anterior... No admiren, sin embargo, a la provinciana

que fui; cuando sacó los pies del plato no tuvo ningún mérito, simplemente porque aquella que llevaba

hasta entonces no era su vida, es decir, no era la vida que soñaba y con la que yo me tropecé cuando

lo conocí. -Señalé a Yamam-. Sólo con conocerlo dio la vuelta a mi vida corno a un calcetín, perdónenme

la comparación...

Yo me sentía muy a gusto contando en público, después de unos meses tan solitarios, el proceso de mi

amor. Con cuánta razón se asegura que, después de amar, lo que más satisface a los enamorados es publicar

su amor.

-Sin embargo -agregué- no estoy convencida de que lo mío sea una gran pasión, como asegura nuestra

anfitriona, no sé con qué propósito. De lo que sí estoy convencida es de que las grandes pasiones no

son las que nos cuentan las novelas, sino las que nunca nos cuentan las novelas, por la única causa de

que contarlas no es posible. Supongo que consisten, sí, en numerosos y muy graves sufrimientos, y les doy

las gracias por compadecerme; pero también en grandísimos deleites, perdón también por la palabra. Las

grandes pasiones tienen (continúo suponiendo) tal intensidad que hacen familiar y simple la idea de la

muerte -sentía a aquellas mujeres, con ojos como platos, colgadas de mis labios-, porque es preferible

morir a dejar de vivir en este ardiente arrebato, que se resiste a ser expresado con palabras. -Clavé el

estoque a fondo-. Cuando se han conocido el cielo y el infierno, este mundo -giré mi mano señalando todo

el salón- es una aburrida tontería. Cuando se han conocido la angustia y también la serenidad compartida

que suele seguirla, la aventura papanatas de una vida apacible se convierte en una broma infantil y pesada...

En todo caso no opino que lo mío, permítanme que insista, sea una gran pasión, ni una novela, ni nada

que se le parezca. Si lo fuese, estaría dedicándome ahora mismo a vivirla y no a contarla. El amor, amigas

mías, no se lee ni se dice: se hace. Cualquier mujer normal elegiría, en el caso de que le fuera dado elegir,

una felicidad sosegada en Huesca o en cualquier otro sitio (ignoro de dónde son ustedes), una suerte

ramplona y catetita, en lugar de meterse en la selva, en la fiebre y en el sinvivir que es una gran pasión...

Lo que sucede es que, de pronto, los conceptos de dicha y de felicidad y hasta de Huesca, mudan, son ya

otros distintos, ¿qué le vamos a hacer?... De todas formas, señoras, se lo ruego, que esta conversación tan

íntima se quede entre nosotras.

Todas aquellas brujas volvían a mirar, de arriba abajo, con más intensidad aún que antes, y deteniéndose

a mitad de camino, a Yamam. Si me tenían envidia, no era por lo novelesco, ni por lo apasionado; era

más que nada por disfrutar de un hombre capaz de convertir el agua en vino. Qué curioso lo poco que se

piensa en una leve condición, imprescindible para que se cumpla ese milagro. Cuando yo estudiaba

religión, al leer los evangelios, siempre me detenta en el milagro de las bodas de Caná, y en cuál fue el

mandato de Jesús: «Llenad estas tinajas usque ad summum, hasta los bordes». Si no las hubieran llenado

hasta el límite de su posibilidad, seguramente el agua seguiría siendo agua. Y ninguna de las tinajas que

yo veía en aquel salón habrían estado dispuestas nunca a entregarse hasta la última gota. Mediadas de

agua estuvieron siempre, y mediadas continuarían de un agua cada vez menos limpia. Yo, que había sido

como ellas, no era la más indicada para sentir desprecio. Y comprobé que no lo sentía: ni desprecio, ni

amistad, ni enemistad. Yo me acuerdo de que en Huesca era muy amiga de mis amigas; por el contrario,

ahora no estoy bien dotada para ese sentimiento. Quizá porque mi corazón se encuentra literalmente

embargado por un dueño, y no es lo bastante grande para ser compartido.

Hoy domingo me ha subido Yamam, con sus hijos, a almorzar a la Colina de los Enamorados, Çamlica.

Hemos dejado el coche y hemos ascendido a pie, entre carreras y bromas y fotografías, hasta la cima.

Desde allí se ve entero Estambul, y se aclaran las complicaciones entre el viejo, el nuevo y el asiático, con

sus construcciones de madera y sus apiñados racimos de casas ilegales hechas en una noche. Al mediodía

subían las llamadas a la oración como un coro que todo lo unificara. Entre las islas del Príncipe el agua

parecía iluminada desde el interior, y se sonrosaba, igual que una cara que se ruboriza, ante la orilla que

cierra al fondo el mar de Mármara...

Delante de los niños, Yamam me ha pasado el brazo por los hombros y yo he sentido una emoción casi

pueblerina: el agradecimiento de 1a casada dichosa. Apenas he podido pasar bocado en la comida. Mi

familia era aquélla. ¿Por qué fui tan dura con las mujeres del consulado?

La pasión turca Antonio Gala

76

Cuando descendimos, unos vencejos, antes de que se hundiera el sol, daban sus últimos vuelos por las

orillas del Cuerno de Oro. El panorama era tan bello que cortaba la respiración. Un telón gris y un incendio

frío que se trasparentaba a su través, igual que una aparatosa escenografía. La masa del Estambul intramuros

se perfilaba sobre ese cielo, del mismo color que él, pero un punto más subido que las largas nubes

amortajadoras del sol...

Sin embargo, qué distinto este domingo, tan doméstico en apariencia, de aquellos otros de misa, vermú

y paella que me daban en Huesca.

Hacía ya un año que vivía en Estambul cuando los celos hicieron su aparición, o comenzaron por lo

menos a transformarse en insufribles.

Pocas horas después de llegar a este piso, me topé en el cuarto de baño, dentro de un armarito, con un

lazo de pelo muy brillante y unas cuantas horquillas. «Una mujer -me dije- ha vivido aquí antes; la de

Yamam no ha sido. ¿Sientes celos? No; ahora aquí reino yo, yo sola, y siempre será así.»

Al principio cuidaba con mimo el apartamento, me esforzaba en conservarlo ordenado y limpio igual que

una patena. Recibía a los hijos de Yamam los fines de semana, o los días que a su mujer se le antojaba

permitirles venir; cuando la niña perdió alguno de sus dientes aquí, el ratoncito Pérez, ante su fascinado

asombro, le regalaba algo, a pesar de haberme enterado de que su madre le tiraba los regalos al llegar a

su casa. Sonreía a los vecinos cuando me los tropezaba en el ascensor o en la escalera; intercambiaba

con las vecinas especias y menudos favores. No intentaba llevar el piso a mi terreno, ni hacerlo mío;

respetaba las cortinitas de falso encaje con un volante que cubrían las ventanas, el espeluznante tresillo de

terciopelo labrado, las reproducciones de dudosos cuadros de flores y paisajes en las paredes, la cocina

incómoda y mal distribuida. Procuraba no discutir, ni poner peros a aquel axioma que me repetía en mi

casa. de Huesca: «En Estambul la felicidad es corriente como un fruto de la tierra; se alarga la mano, y allí

está».

Al principio todo me parecía bien; pero me dieron demasiado tiempo para pensar en lo contrario. Ahora

veía el aparcamiento y cuatro árboles como todo paisaje, a los vecinos cada vez peor vestidos; me fastidiaba

el triste olor a col y a cominos del portal y la escalera... ¿Había cambiado el panorama? Había cambiado

yo. Yo, que me pasaba las horas muertas esperando a Yamam, fija en Yamam, en lo que haría Yamam;

limándome las uñas sin necesidad ninguna; mirándome al espejo para comprobar cada día, como una

histérica, los estragos de los minutos, los estragos que también juzgaría Yamam y que lo alejarían de mí...

El tiempo puede ser nuestro aliado o nuestro enemigo; el tiempo vuela o se eterniza; siempre acaba por

matarnos, pero hay que procurar tenerlo del lado nuestro hasta que nos asesine. Y todo el tiempo para mí

era demasiado; no pude hacer la digestión. Yamam empezó a quejarse del descuido del piso, y entonces

era cuando más arreciaban mis celos. Entonces yo le contestaba mal; no por sus protestas, ni por lo que

hubiera dicho, sino por todo lo que, durante horas y horas, yo había acumulado. Y él solía quedarse casi

medroso, como diciéndose «qué bicho le ha picado a ésta».

La semana pasada me dio por recibirlo con aquel broche de pelo del primer día y aquellas espantosas

horquillas. Se los metí, en cuanto abrió la puerta, por los ojos.

-¿Esto qué es?

-Creo que un broche y tres horquillas.

-¿De quién son? Los he encontrado aquí.

-Míos, no. -No se había inmutado. Me los quitó y los arrojó lejos-. Nunca te dije que tú fueras la primera

mujer de mi vida.

-Pero quiero ser la última -grité.

-Eso, aunque dependa un poco de ti y de mí, no está en nuestras manos. Y lo que estás haciendo es el

peor camino.

El amor es una avaricia; no comparte: posee con exclusión de los demás; peor todavía, consiste precisamente

en esa exclusión que la amistad no busca. Sin embargo, consiente una cierta tolerancia, que

abarca el trabajo, los colegas, los familiares, hasta los amigos. Sobrepasado ese punto, va a la deriva.

Sobrepasado ese punto, no hay razones ni hay porqués. Cuando he escuchado a alguien reprocharle a un

celoso que no tiene ningún fundamento para serlo, siempre me he dicho: «Claro, por eso es un celoso; si

tuviese fundamentos sería un cornudo». O una cornuda, ay..

También los celos son una pasión, una pasión muy grande. Yo la he sentido y aún la siento: injustifica-

La pasión turca Antonio Gala

77

da o no, subjetiva o no, montada en el aire como un fuego de artificio, montada en el filo de un cuchillo. De

un cuchillo que, más de una vez, he tenido la tentación de usar, y matar o matarme. Porque cuando se nos

priva de la totalidad que necesitamos para vivir, de lo que es nuestra agua y nuestro pan, levantar el cuchillo

no es ya una venganza, sino un gesto instintivo, una legitima defensa. Cuando alguien se siente amenazado

en lo más suyo, nada más lógico ni más urgente que eliminar la causa de la amenaza. Y, si la causa

no se ve, se agranda hasta que llena todo, y nos cerca, y basta extender la mano para que nos la escupa.

« ¿Qué hace Yamam cuando no está conmigo?»

Sus celos contra mí -«¿En qué empleaste el día? ¿A quién has recibido? Aquí hay dos vasos usados»-

yo los acepto como una declaración de amor. Pero ¿son de veras celos; de veras son amor? Yamam siente

las dudas del amor propio; ya me había puesto él en guardia contra eso al hablarme de sus compatriotas.

Cuando salimos -con qué poca frecuencia-, no me tolera mirar con curiosidad a nadie, ni volver la cabeza

hacia atrás ni a ningún lado, ni vestir pantalones, porque me ciñen el trasero. «Yo conozco a mi gente.» Lo

que él se propone -lo escribo ahora como lo siento ahora, quizá otro día escribiría otra cosa- es triunfar

sobre los otros, sobrepujarlos, exhibir a una deseable europea y que se enteren todos de que es tan sólo

suya.

Los celos, los míos, ansían la muerte de la persona temida, la que trata de arrebatarnos, o puede tratar,

o creemos que va a arrebatarnos, lo nuestro. Y es que la muerte es un dolor más natural que el del amor.

La muerte esta ahí, ya quieta; es algo concreto, un hecho fijo. Por ella es comprensible que se llore a mares,

que se lancen alaridos. Un amante celoso, ya en el colmo de su dolor, mata y descansa; ya está autorizado

para sollozar el resto de su vida sobre el cuerpo de quien nunca más le hará daño... Pero el amor propio

no se comporta así; a él no le importa; a él, al contrario, le halaga que haya gente alrededor, y contienda

y rivalidad, con tal de resultar vencedor él. Cuanto más admirada y pretendida yo, más glorioso Yamam...

Por el contrario, en el amor verdadero -al menos el que yo siento es así- no existe el amor propio. Él no

previene, ni calcula -«Si me dejo maltratar, me despreciará»-;,no echa cuentas; él se da, y asunto concluido.

Y, por tanto, los celos, con su pico corvo y sus ojos de fuego, lo devoran cuando menos lo espera,

porque se encuentra sin defensa alguna, porque también le ha dado sus defensas al otro. Se lo dijo muy

claro: «Sólo con esta armase me puede herir; tenla tú». Se ha entregado con el alma y la vida, y está al

arbitrio de la voluntad del otro, una voluntad susceptible de girar como una veleta y cambiar de mira... Por

eso -por vivir, o por sobrevivir- el amante verdadero llega hasta perdonar una infidelidad reconocida, cosa

muy dura para el del amor propio...

Estoy escribiendo para dejar de torturarme. En el fondo, lo único que me interesa es qué hace Yarnam

durante tantas horas, qué está haciendo ahora mismo.

Ayer, cuando llegó, antes de darle las buenas noches, se lo dije a voces. Estaba muy excitada, él comprendió

por qué.

-Necesito trabajar, necesito ocuparme. No sirvo para estar todo el día esperando al sultán. Voy a

volverme loca. O voy a apostarme con un cuchillo detrás de esa puerta y a clavártelo hasta la empuñadura...

Yo no soy una turca que se conforme con engordar mientras su hombre da vueltas por el mundo.

Yamam me escuchó, me apartó con la mano y se fue hacia la cocina haciendo gestos afirmativos con la

cabeza. Pero ¿qué puedo hacer más que esperar?

No ha tardado ni tres días en proporcionarme un quehacer.

-Como ni sabes turco ni te sale de las narices aprenderlo, te he buscado un empleo á la altura de tus

posibilidades.

Me tendió un mazo de tarjetas. En ellas, en turco y en francés, inglés, español y alemán, aparecen el

nombre y la dirección, dentro del Gran Bazar, de su tienda de alfombras y de la joyería de su hermano

Mehmet. Mi obligación consiste en distribuirlas por los hoteles.

-No te conformes con dejarlas en la recepción; dáselas personalmente a los clientes, eso los atraerá...

Eres bonita y elegante, y has de ir bien vestida. Porque la tarjeta de presentación vas a ser tú más que esas

cartulinas.

No estaba mal para empezar. Tendría la oportunidad de ir y venir, de distraerme de los celos, de acercarme

por sorpresa al Gran Bazar para ver lo que hacía él... No se me iban a caer los anillos por repartir

propaganda de un negocio, del que además vivía. Y no dejaba de ser un primer paso para entrar en la tienda

de alfombras, a la que suponía que era la madre quien vetaba mi entrada: ¿cómo no iba a declararle la

La pasión turca Antonio Gala

78

guerra a una extranjera, que ponía en peligro las productivas relaciones con su nuera y le secuestraba al

hijo?

De manera que he comenzado a ir de hotel en hotel -no más de dos por día- con mis tarjetas y mis crucigramas.

No me puedo ocultar a mí misma que muchos clientes, por no decir todos, me confunden con

una prostituta de alta escuela hasta que les entrego la tarjeta; algunos, incluso después de entregársela. El

juego me divierte.

Ayer tarde, en un hotel sueco acabado de inaugurar me he encontrado con tres parejas de españoles.

No he podido evitar acordarme de nuestras hazañas viajeras; hablo de Laura, de Felisa y de ml... Sentí un

enorme contento hablando con ellos de prisa, sin cuestionarme si me entendían o no. Qué bien me sonaba

el castellano. Había dos andaluzas, una de Sevilla y otra, de Málaga; cuánto me han hecho reír.

-Hija, corazón, qué amor tan grandísimo tiene que ser ése para arrastrar a una mujer de una vez a una

tierra como ésta. No es que sea mala: tan lejos, digo.

Le sugerí -yo, que apenas lo sé- los sitios donde podían comprar pieles, plata, y otras chucherías que

buscaban. La sevillana quería zapatos de seda, y la mandé al Bazar egipcio, que es mi predilecto; la

malagueña, ojitos de la suerte, y le anticipé lo que podía ofrecer según los tamaños y el número que comprara.

En agradecimiento, me han regalado una botella de vino dulce. Me hizo tanta ilusión que no vacilé

en aceptarla.

Cuando volvió Yamam a casa, encima de la mesa había dos vasos y la botella abierta. Igual que dos

novios -sorbo va, sorbo v¡e: nos la bebimos enterita, pese a que a mí el vino dulce me estraga el estómago.

De madrugada llegamos a ese maravilloso estado en que el suelo se separa un poco de uno y hay que

pisar con tino. Nos reíamos de todo y por todo. Brindamos hasta por Huesca, y la hermanamos con

Estambul. Hacíamos proyectos... Era una noche excepcional... Cuando Yamam se levantó, dio la vuelta a

la mesa y se paró a mi lado, comprendí que iba a tocar el cielo con las manos. Y así fue. Quien diga que

el sexo no es el atajo menos complicado y más cierto para unir a dos personas es porque no lo ha hecho

jamás como es debido.

Esta mañana me propuso Yamam llevarme a los hoteles. Al pasar por la estación de Sirkeci, la del

Oriente Exprés, he sentido, quizá subrayado por la resaca del vino y de lo demás de anoche, un reblandecimiento

en el alma. Siempre que miro esa estación, se me despierta en el pecho un aleteo, qué sé yo,

como quien va andando y solivianta en un boj un revuelo de pajarillos que brotan de él aleteando...

«Extrasístoles», diría un cardiólogo; sé que me pongo cursi. Pero me acuerdo de la primera vez que estuvimos

en el Gar Café desayunándonos.

Fue en mi segundo viaje, cuando nada de lo que sucede hoy era previsible. (O sí lo era.) Fuera temblaban

las ramas de un castaño en flor. Nos habíamos sentado junto a una fuente rodeada de plantas verdes.

Yo, para descansar del vapuleo que me daban los ojos de Yamam, divagaba por los techos en forma de

trapecio de color rosa y gris, por las vidrieras redondas... A él se le habían vertido unas gotas de su café

en el platillo, por llevarse la taza a la boca mirándome a los ojos, que yo apartaba para defenderme. Tomó

una servilleta de papel y la puso debajo de la taza sobre el plato... Yo me rendí a sus ojos: ya no dejó de

mirarme, ni yo a él. A nuestro alrededor, por la hora, la gente se apresuraba, salía y entraba a los andenes

o a la calle... Para mí sólo había en este mundo unos ojos parados en los míos y unas manos que habían

doblado la servilleta de papel...

No sé cuánto tiempo estuvimos allí: unos minutos o un siglo, ya dije antes que el tiempo vuela o se

remansa. No hablábamos; no nos movíamos. Hasta que él dijo: «Ya es la hora». Para alguien, para un

camarero que hubiese estado atento a nosotros, se habría acabado nuestro desayuno; para nosotros -para

mí por lo menos-,uno de los regalos de la felicidad más claros que he vivido... Jamás podrá repetirse de

una manera exacta. Es curioso que recordarlo me produzca un pellizco de dolor, como algo que definitivamente

se ha perdido. Y no obstante, tes que preferiría no haberlo disfrutado?

De ahí que esta mañana, como si Yamam estuviese desde anoche aún dentro de mí, le he dicho en una

voz bajísima:

-¿Quieres que tomemos un café en la estación?

Ya había frenado el coche -me ha contestado en voz muy baja.

Hemos tenido suerte: la mesa de hace dos años estaba desocupada. Nos hemos sentado con las ruanos

cogidas sobre ella; pero la realidad se ha impuesto: los cóleos, las drácenas y los potos que rodeaban la

fuente son de tela, y la fuente, que me pareció exótica, es escuetamente horrible. .

La pasión turca Antonio Gala

79

-¿Hemos ganado o hemos perdido, desde entonces, amor? -he preguntado al aire.

-Si yo adivino, sin que me aclares más, a qué entonces te refieres, será que hemos ganado; pero si tú me

lo preguntas en serio, o sea, si tú lo dudas, no puedo contestarte.

-Puesto que estamos juntos... -Le he besado la mano y él a mí-. En el amor todo lo que uno se imagina

existe. Qué pena que la imaginación de los amantes tienda tanto a lo amargo.

-La imaginación tuya, Desi, no la mía.

-No me lo consientas. Pégame, mátame, pero no me lo consientas.

Mientras tomábamos el café le he contado el portento de Filemón y Baucis, que tanto me emociona.

-Eran una pareja de viejecillos que vivía en un bosque. Júpiter (puede que fuera Apolo), tan aficionado

a disfrazarse, por lo general para acostarse con alguien, andaba por la Tierra vestido de pastor. Pero los

dioses no conocen bien la tierra de los hombres, y se había extraviado. Era noche cerrada, llovía, tronaba

y hacía frío.

Comprendió en su carne el susto de los seres humanos. Vio la choza de los dos viejecillos y les pidió

hospitalidad. Se la dieron de todo corazón: lo atendieron, lo secaron, le dispusieron la cena y le ofrecieron

su propia cama para dormir. El dios, conmovido a pesar de serlo, se dio a conocer. «Soy Júpiter», les dijo,

y adoptó una postura jupiterina. Ellos sonreían divertidos. «Soy Júpiter», y hacía pequeños milagros tiernos:

aparición y desaparición de luces, de palomas, de monedas de oro... Ellos dedujeron que era alguien

de un circo, quizá un ilusionista o algo peor. «He dicho que soy Júpiter», repitió el dios, ya sin demasiada

confianza en ser creído. «Pedirme lo que queráis.» Los viejecillos, aún incrédulos, se consultaron y, con

menos confianza todavía que el dios, le dijeron: «Auferat hora daos eadem, que muramos los dos al mismo

tiempo». «Así será», dijo Júpiter, recuperado por fin su aspecto divino.

-¿Y qué pasó después?

A la mañana siguiente había ardido el bosque, y Filemón y Baucis habían muerto en él.

-No me gusta el comportamiento de ese dios.

-Los dioses suelen ser bastante incomprensibles; por eso siguen siendo dioses... Cuando vaya al Bazar,

en la tienda de Mehmet, encargaré dos alianzas muy sencillas. En una mandaré grabar auferat hora, en la

otra, daos eadem. Ninguna de las dos cosas quiere decir nada sin la otra. Te daré la que elijas. Esperemos

que se cumpla la promesa del dios.

-Yo no quiero morir contigo; quiero vivir contigo.

Mientras le decía que sí con la cabeza, ¡pe di cuenta de que todo lo que nos hablamos dicho hoy nos lo

dijimos también hace dos años; pero entonces no fueron necesarias las palabras. Ni siquiera los mitos.

¿Quizá es que hemos perdido? Ay, qué amarga es la imaginación de los amantes.

Esta mañana estaba mareada y me dolía la cabeza: anoche dormí poco. Quise zafarme de la batahola

del Bazar.

-Espérame en el café que hay en el cementerio de Ali Pacha -me dijo Yamam-. Está a la izquierda, según

sales por la Çarsikapi Kapisi, que es la Puerta de la Puerta del Bazar. -Se reía-. tío entiendes?

-No; pero daré con él a pesar de tanta puerta y de mi dolor de cabeza.

Salí por donde me había dicho, y encontré un pasadizo con tumbas. A ese pórtico de muerte le sucedía,

al fondo, un patio extraordinariamente vivo. Unos cuantos viejecillos, de la edad de Filemón, fumaban su

narguile ante las tiendecitas de alrededor del patio, adornadas con kilims, en las que se habían transformado

las habitaciones de los antiguos estudiantes de una madraza. La madraza, o la escuela, era ahora

un bar octogonal, del que brotaba una suave música arabesca. Me senté y me sirvió un café el mismo hombre

que sacaba de un cubo, con unas tenazas, las ascuas de los narguiles, y lo dejaba luego a la entrada,

con un tubo encima para que las brasas respiraran.

Tardaba Yamam. Mi dolor de cabeza no desaparecía. Vi unas higueras y unas macetas con hortensias...

Después dejé de verlas; se conoce que me adormecí sobre el diván. La voz de Yamam me despertó.

-No era éste el cementerio que te dije, sino el de al lado. Ven.

Entramos en el otro, pegadito al primero, y aislado de la calle ruidosísima por un muro con rasgaduras

muy altas y enrejadas. Allí se había detenido la mañana. Como por ensalmo, se disipó mi dolor de cabeza.

A la izquierda hay un suntuoso mausoleo. Nos sentamos en una galería cubierta con cupulillas de ladrillo.

La paz era total. Bajo tres acacias muy altas, las tumbas descuidadas, con esbeltas estelas, entre ortigas

y dompedros y rosales. De una a otra estela, de un fez hasta un turbante, brillaban al sol los impasibles

hilos de una telaraña. Las palomas se posan sobre los mármoles funerales y los tratan sin el menor respeto.

La pasión turca Antonio Gala

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La vida continúa imperturbable. Ni el toldo rojo que anuncia coca-cola, ni una papelera de plástico azul al

pie de una columna, parecen fuera de lugar. Todo colabora al encanto. Tomo en silencio otro café, y

Yamam, una cerveza. De cuando en cuando se escucha una risa; no sabemos de quién. Tras una

portezuela se adivina el patio de la escuela de una mezquita que ya no está tampoco...

-Creo que los enterrados en este lugar están contentos -digo-. No me importaría que me enterraran aquí.

Yamam hace el gesto de espantar un mal agüero.

-Te leeré los posos del café. Pero haz exactamente lo que yo te dicte... Pon el plato sobre la taza.

Muévela, pero muy poco. Ahora coloca los pulgares encima del plato, y vuelca la taza de dentro a fuera.

Cuando el fondo de la taza se enfríe, leeré los posos. Puedes poner tu anillo para que se enfríe antes.

-Durante un minuto largo he mirado la taza y a Yamam con impaciencia-. Vamos ya. Se leen los posos de

la taza de izquierda a derecha a partir del asa. Luego verterás los del plato en la taza y leeré los que queden

para ver si confirman la primera lectura...

-¿Cómo se ve la muerte? -pregunto de improviso.

-¿Por qué me dices eso? .

-Porque estamos dentro de un cementerio.

Sin mirar la taza todavía, Yamam me pregunta muy serio:

-¿La muerte normal, o la provocada? -Me río, un poquito nerviosa.

-La provocada, claro.

-Se vería en unos grandes grumos, aislados y sin manchas alrededor, que aparecieran en las paredes

de la taza.

Ha mirado por fin dentro de ella. De pronto, sin hablar, ha volcado en la taza los posos del platillo y se

ha quitado ambos de delante.

-Otro día los leeré mejor. -Ha vuelto la cara hacia el mausoleo-. Hoy me ha perturbado no encontrarte

donde quedamos...

No podría decir por qué, pero no lo he creído. En torno nuestro todo continuaba en paz. Al salir, me

volvieron las molestias.

Con aquellos primeros mareos esperé más tiempo de la cuenta. Después no me cupo ya la menor duda:

estaba embarazada. Sentí tanta alegría que era yo la alegría. En la zona de los hoteles, iba por las aceras

cantando y llevando el compás. La mañana era esplendorosa; el otoño se proponía que lo echásemos de

menos. Cuando me pareció una hora prudente, telefoneé a Paulina, a la que habla visto alguna vez desde

la fiesta en el consulado. La puse en antecedentes de lo que me ocurría, y de mi necesidad de estar «científicamente

segura». Quedamos citadas, y me acompañó al laboratorio de un amigo de su marido. No me

hacía falta confirmación ninguna, pero no se lo diría a Yamam hasta tener el resultado positivo del análisis.

De vuelta del laboratorio, Paulina me habla dicho:

-¿Cómo crees que él lo tomará?

-No me cabe duda del embarazo, y tampoco de eso. Un hijo nuestro será lo mejor que puedo ofrecerle

a Yamam: la consecuencia de nuestro amor, la vinculación más perfecta y duradera. ,

-Los turcos son tan raros -dijo ella corno para sí.

-Los turcos, puede; pero no Yamam.

-En el peor de los casos, tú resiste; ponte brava si es necesario. Y avísame. -Yo estallaba de risa.

-No sé a qué te refieres... ¿Cómo voy a hacerme la valiente con él? ¿Cómo voy a exigirle, por ejemplo,

que sea puntual, que no vuelva tan tarde, que me mime, que tenga el humor justo que a mí en cada momento

me venga bien? Para eso necesitaría amarlo menos de lo que lo amo. Y, para amarlo menos, necesitaría

olvidarme de mí misma, porque yo ya no soy otra cosa que mi amor, que este amor... Por eso ahora estoy

que reboso de contento: porque está dando fruto.

Me toqué el vientre. Me había distraído hablando para mí; cuando me volví a mirarla, Paulina se encogió

de hombros:

-Los análisis estarán listos la semana que viene.

Pasé la semana sin zozobra ninguna. Sólo deseaba el papel para enseñárselo a Yamam. Además el día

que tuve que recogerlo coincidió con su cumpleaños; seria la mejor manera de celebrarlo. Cuando tuve en

mis manos el análisis -por descontado, positivo- ya sí que esperé ansiosamente a Yamam. Tenía una botella

de vino de Somontano, que había conseguido por medio de una azafata conocida de Laura, a la que

mandé noticias y recuerdos. Me estoy viendo ahora mismo: llevaba puesta, cosa que hacia cada vez más,

La pasión turca Antonio Gala

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una camisa de Yamam; esas últimas semanas también me ponía su ropa interior, fumaba sus cigarrillos al

mismo tiempo que él, usaba su peine y su cepillo de dientes, a conciencia de que le ponía nervioso, lo cual

me divertía más aún. Me había remangado la camisa y los bajos de sus pantalones de franela, y había dispuesto

la botella y unos canapés sobre la mesa del salón. Un pintor principiante nos había hecho un retrato

a los dos con sus hijos; era muy malo, pero allí estaba, en el ángulo próximo a la mesa.

Se abrió la puerta. Le grité:

-Felicidades, amor mío. Feliz cumpleaños -y lo abracé.

Serví una copa de vino de mi tierra y se la ofrecí al mismo tiempo que el papel. Se bebió la copa casi

del todo, chasqueó la lengua.

-Es bueno -dijo, y desdobló el papel-. ¿Esto qué es?

-Tú sabrás: está en turco.

Lo leyó, levantó los ojos, volvió a leerlo, me pareció que palidecía.

-No puede ser -dijo.

-Sí; si lo es, cariño. Vamos a tener un hijo.

-No puede ser -repitió.

Lo repitió con el mismo tono que la primera vez, pero ésta yo entendí lo que trataba de decirme: no que

no se lo creyera, sino que se oponía. Pensé en Paulina: «Cómo voy a hacerme la valiente con él?».

-Es de los dos, Yamam. Tus dos hijos -señalé el retrato-, a los que quiero y cuido, y tú lo sabes, son

tuyos nada más. Éste es de los dos...

-No puede ser.

Me venían los argumentos en desorden, y los exponía tal como se presentaban:

-Será mi compañía y mi razón de ser... Si me vine de España fue porque murió nuestro niño... Mi religión

no me permite ir contra él... No me hagas esto: ten piedad de mí; no te he pedido nada hasta ahora, pero

esto te lo pido de rodillas... ¿Es que no te importa que corra un riesgo grave? Aquí puedo morir...

Yo ya tengo dos hijos; ni quiero, ni puedo tener más. Nuestra situación es ilegal... Supongo que tu

religión también prohibe otras cosas... Siempre has dicho que tu razón de ser y tu compañía era yo...

También es un riesgo el parto, y además no sé por qué el que corras aquí va a ser mayor... No puede ser.

No discutamos esto. Si tienes el niño, no me tendrás a mí; dejarás de contar conmigo. No tengo más que

hablar.

Entré en el dormitorio dando un portazo. Él no intentó seguirme; no llamó a la puerta. Se quedó a dormir

en el cuarto de sus hijos, o sobre el sofá de terciopelo, o en el suelo, no sé... El cumpleaños de Yamam fue

inolvidable.

En aquel dormitorio me sentí como en la peor de las celdas. Me tumbé en la cama, cerré los ojos; la congoja

apenas si me dejaba respirar. Pensaba atropelladamente. ¿Qué estaba ocurriendo dentro de mí? No

era algo que me afectara a mí sólo, sino que venía de lejos, de más lejos que yo, y que mi madre también,

y que el resto de las madres. Sin razonamientos, lo veía todo con tanta claridad, que me deslumbró... Vi mi

vientre, el interior de mi vientre, y estaba vacío, y una fuerza como de viento fuerte o como de agua de cascada

me empujaba a llenarlo, y comenzaba a crecer esa fuerza en mí, y ésa era mi grandeza, y todo en el

mundo estaba previsto para eso... ¿Qué pene iba a envidiar yo? ¿Qué castración era la mía? Mi vientre me

hablaba: «Tu hijo es tu pene, y tu poder, y tu antiquísimo deseo y tu conformidad». Veía imágenes de niños,

vivos y muertos, y aún hoy no sé si estaba dormida o despierta, o estaba simplemente enferma de tanta

rebeldía muda; pero no angustiada, porque el embrión de vida que latía en mí me estaba sonriendo... Y

pensaba en mi madre, y yo era mi madre, y entre ella y yo no había ley ninguna: amor sólo, identidad sólo.

Nuestro cuerpo ya no era nada concreto, sino una posibilidad: el huequecito donde la vida se forma y crece.

Y eso era lo más alto de este mundo; era lo que me unía a todas las madres desde el principio, y tal unión

era lo que importaba, no los caminos personales por los que yo había llegado a tener dentro la vida... «La

especie», pensaba yo sin detenerme, y percibía el tremendo dominio de la palabra y el peso de sus órdenes

inmutables. La mujer tiene que descubrir en el hombre al niño, y en ella misma, a su propio niño; lo demás

es superfluo, lo demás está sólo al servicio de esto... No razonaba, no: veía la evidencia. Estaba sostenida

por una multitud; segura y fortificada por una multitud. Y entendía por fin una frase que brillaba como de

oro: «La mujer es un templo edificado sobre una cloaca». Nunca la había entendido; me daba risa desde

que la oí en el instituto en una clase de religión. Un templo, una cloaca... Cuánto sueño tenía... Yamam y

yo seguiríamos hablando de este tema; vaya si seguiríamos hablando.

La pasión turca Antonio Gala

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Él se negó a hablar más. La madre vino a recogerme unos días después. No habló tampoco. Me montó

en un taxi previamente concertado y pagado por Yamam. Decaía ya el otoño; se iba el sol y empezaba a

desplomarse el frío. Llegamos al barrio Fener, en la ladera norte del Cuerno, y entramos por una calle

cubierta de ropas tendidas desde una fachada a la de enfrente. El aire movía, como diciendo adiós, las telas

de colores. En las aceras, unos hombres troceaban una gran masa oscura del lignito de las calefacciones.

Varios niños jugaban ruidosamente a la pelota. Desde una ventanita, la cara de una muchacha me miró un

instante, detrás de una cortina. Yo no veía claro; se me habían enturbiado los ojos. Era como si la vida se

despidiera. Y en efecto, se despedía... El taxi se detuvo ante una pequeña casa de madera, con una parra

sin hojas trepando hacia el balcón. Se olía el áspero y azufrado olor del lignito cuando se quema, y una luz

tierna se derramaba sobre aquel pobre mundo, tan alejado de lo que a mí me sucedía.

La mujer masticaba algo verde. Me dio a oler éter o una cosa parecida, quizá láudano; pero no me

anestesió del todo; era un sopor, un adormecimiento; era como una cueva en que se olvida... La madre de

Yamam estaba sentada a mis pies en la misma silla rígida e incómoda en la que habían dejado mi ropa.

Aquella mujer manipulaba en mi cuerpo, y me producía asco. Me habían cubierto la cara con un velo, o con

un trapo, que me impedía ver. En un momento, todo muy vagamente, noté una hemorragia: algo me

humedecía los muslos, denso y lento. Hablaron en turco; levantaban las voces. De pronto un hombre, la

voz de un hombre, dio dos gritos mandándolas callar... Pasaba el tiempo de una manera espesa y nauseabunda.

Me hundí en una atmósfera casi mojada y muy oscura... Me sacó de ella la voz de Yamam; pero

yo no estaba segura de que fuese real, porque al abrir los ojos todo era movedizo y difuso, igual que un

paisaje a través de la niebla. Lo que veía lo mismo podía ser la casa de la mujer aquella o el piso de

Yamam: los dos me eran hostiles. Sea como fuera, sentí una arcada, apreté los párpados y no quise saber

ya nada más...

La voz de Yamam decía mi nombre; yo giré la cabeza hacia el lado contrario. No sé qué tiempo pasó,

porque en mi estado el tiempo no contaba... Entré en el cementerio, el de Huesca, bajo el frío. Yo temblaba.

Las primeras tumbas, las más antiguas, sin losas, con las cruces torcidas; luego, unos petulantes panteones,

con figuras desnarigadas, en la postura de esperar una trompeta que tardaría siglos en sonar...

Familia tal, familia cual. Leía los nombres y apellidos. Y andaba muy despacio, como flotando entre capillas

neogóticas o de un modernismo inconsecuente... Yo era una niña. La mano de alguien me conducía;

levanté los ojos: era mi padre. Le señalé los panteones.

-Estas casitas son preciosas. ¿Hay niñas aquí para jugar en ellas?

Mi padre no me contestaba, yo creía oírle repetir:

-Vanidad de los vivos... Orgullo de los vivos...

En la ubicuidad del sueño estábamos ya en otro lugar.

-Nosotros no tenemos panteón -me gritaba mi hermano mientras me deshacía el lazo de la cintura y salía

corriendo entre las tumbas.

-Éste es el panteón militar- dijo una voz; no lo dijo, pero yo lo sabía. Estaba más cuidado que los otros,

con las cruces iguales de hierro negro y las tumbas encaladas... Y de repente, allí estaba mi madre, tumbada,

sonriente, en el primer piso de los nichos. Alargué las flores; besé la lápida.

-¿Te han puesto tan bajita para que yo te alcance?

-No; porque era más barato. -Era la voz de mi hermano, pero no estaba él. Estaban Laura y Felisa empujando

cochecitos de niño.

La hierba, descuidada, crecía por todas partes. Yo, con el pecho fuera, le daba de mamar a mi hijo.

Estaba sola y avanzaba sin acamar la hierba, como si no pesase. El niño mamaba vorazmente, igual que

si de eso dependiera todo. Y dependía... Yo me había sentado en el cementerio infantil. Allí estaban

algunos que habrían muerto ya aunque hubiesen vivido ochenta años. Unos niños muy arrugados se acercaban

a mirar a mi niño: la niña María Luisa Marazo, el niño Miguel Gutiérrez... Entre las tumbitas ilegibles

saltaba Trajín sin mover la hierba alta... La niña Pilar, de tres meses... Y « El niño feto», «La niña feto»: no

decían más... Yo no tenía a mi niño entre los brazos ya, pero seguía con el pecho fuera... «El niño Carlos

Ayerbe Oliván, de dos meses...» Era igual que un cementerio de perrillos falderos, de animalitos de compañía;

tan solos allí, bajo la nieve, bajo la boira. Tan pequeños: «Silvia Lacoma, de veintiséis días», «La

niña feto»... Me oí gritar...

Sólo cuando empecé a ver cuerpos de niños troceados, ropas de niños ensangrentadas, cabezas de

muñecos que tenían vida y rodaban junto a cuerpos decapitados, brazos y pies de niños apilados,

pequeñas manos, ojos llenos de terror... Sólo entonces necesité volver a la realidad para huir, o a otra realidad

menos dañina que aquélla, o a otra ficción, la que fuese, con tal de escapar de aquel espanto que me

La pasión turca Antonio Gala

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estaba manchando. Y yo gritaba, me oía gritar...

Fue sólo entonces cuando abrí los ojos y vi que estaba en el dormitorio del apartamento y que, por tanto,

mal o bien, todo se había consumado. Vi a la madre de Yamam, con su pañuelo cubriéndole el pelo, sentada

allí al fondo, con la misma rigidez de alguien que acaba de sentarse. Dios sabe cuánto tiempo llevaríamos

en aquel cuarto juntas y tan enemigas. Se levantó sin decir nada; entró Yamam y en seguida

escuché el ruido de cerrarse la puerta de entrada.

Yamam me acariciaba el pelo, la frente, las mejillas. Volví a hacer el gesto, ahora consciente, de girar la

cabeza al lado opuesto. Entonces me acarició la nuca, el cuello, la oreja... Dibujaba con su dedo la oreja;

tocaba mi pendiente... Estaban cayéndoseme lágrimas de los ojos, que caían sobre mi sien y sobre mi

nariz; lo supe porque Yamam me las borraba con sus dedos, y se demoraba en el hueso de mi pómulo, y

trazaba el perfil de la mejilla que desciende hasta la boca, y la línea de mi mandíbula, y avanzaba después

hasta la barbilla, ahora tan temblorosa y tan desalentada.

-No -dije-. ¡No!

Y me puse a sollozar con todas mis fuerzas, que no eran demasiadas.

-Déjame que te quiera -murmuraba cerca de mi oído Yamam.

Yo había aprendido que las batallas morales se libran a solas; me quedaba por aprender en carne propia

que las del amor hay que reñirlas con un aliado, a no ser que se tengan que reñir con un verdugo. Y es esa

ambigüedad la que conduce a que nunca estemos ciertos definitivamente de si hemos ganado o perdido la

batalla... Levanté la cabeza, y vi flores en mi mesa de noche.

-Déjame que te quiera -seguía murmurando Yamam-. Tu y yo somos el paraíso. Tú y yo somos bastante.

Paulina, la mujer del vicecónsul, debió de imaginarse todo lo ocurrido, o buena parte. Una tarde, dentro

de esa misma semana, se presentó en la casa. Yo estaba con una bata espantosa y sin peinar. Ella traía

flores y bombones, lo que se lleva a una recién parida. No fue preciso contar nada: comprendió todo al

verme.

Le agradecí que no me recordara su premonición; pero le agradecí más aún que, al adoptar una posición

tan contraria a Yamam, me moviese a mí por reacción a defenderlo. Desde muy niña tengo la mala

costumbre de ponerme de parte del que pierde o del que no está.

-Para quien no se ciegue, todo esto era perfectamente previsible, Desi. Estos amores tan fuertes nunca

duran.

Yo pensaba: « ¿Qué tiene que ver mi felicidad con el tiempo, o mi desgracia con el tiempo? ¿Qué es

durar?». Y pregunté con una voz agria:

-¿Sólo lo malo dura?

-Infortunadamente, parece ser que sí... Desi, yo soy tu amiga. Reconozco que no soy amiga de Yamam.

Vengo aquí por ti. Vengo a decirte que tienes que terminar con esta sucia historia. Vuélvete a España, Desi.

No continúes bajando por una rampa que yo no sé adónde va a conducirte.

-Yo tampoco lo sé, Paulina, pero te lo diré cuando lo sepa.

Le ofrecí un bombón. Cambié de tema. Ella intentaba volver a proclamar su cariño por mí... En aquel

instante intuí que no la iba a ver más. No entendía por qué me había resultado tan simpática. O sí: por lo

contrario de su actitud de hoy, por su desvalimiento bajo una apariencia de fortaleza. Continuaba hablándome

y no la oía. Veía su cara seca, sus labios tan finos, su nariz cadavérica. Veía una mujer insatisfecha,

que detestaba a su marido, gordo y tosco. Recordé de pronto que ya lo había abandonado hacía un par de

años -ella, que me aconsejaba dejar a Yamam-, y se había visto obligada a volver porque carecía de medios

para sobrevivir... Veía a una mujer fracasada, con hijos -eso sí, con hijos-, pero descontenta de ellos, que

habían tomado, en la guerra declarada, el partido del padre. Oía, como un runrún, los cargos que me hacía.

Le ofrecí otro bombón. Pretendía intervenir en las vidas ajenas, disgustada de la suya, impotente para rectificarla,

desesperanzada de enamorar ya a nadie. Y a pesar de todo, en lo mío había acertado. Hasta la

boca me subía la cólera.

-Tú conoces mi historia; ya sabes que yo fui secretaria de mi marido. Me dejó embarazada porque

estábamos locos de amor. Y se casó conmigo, por supuesto... Él entonces era una maravilla... (De lo que

me decía, yo entendí que ella lo había cazado y que, eso saltaba a la vista, él nunca fue una maravilla.) Tú

no sabes lo que compensa de todo un hijo... (Yo entendí que el tenerlo no es todo; que la biología ha de

completarse con la biografía; que la madre defrauda siempre y quizá el hijo también.) Es por eso por lo que

estoy de tu parte... (Yo entendí que estaba ferozmente contra Yamam, que aquélla era una escena de falsa

compasión.) Yamam tiene una fama atroz: de mujeriego y de otras cosas. No es el momento de des-

La pasión turca Antonio Gala

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cubrírtelo, pero te aviso para que no te pille de sorpresa... (Cristianamente trataba de abrirme los ojos a

cuchilladas. Y yo había caído hasta entonces en la trampa; le había hecho confidencias que la excitaban,

que ponían al rojo su envidia por el amor sin cordura de los demás.)

Le ofrecí el último bombón y me puse de pie.

-Estoy agotada, te harás cargo. Cuando mejore un poco te telefonearé.

«Nunca más la voy a llamar -me dije-, nunca más le haré una confidencia.» Ni a ella, ni a nadie. Doy por

descontado que, en mis circunstancias, se obre o no por razones de bondad, nadie podría darme razonablemente

otro consejo. Pero yo ya he roto, por causas parecidas, con algunas personas de mi entorno:

con todas a las que hice alguna confidencia y me traicionaron. «Consejos no solicitados ni los doy ni los

recibo»: es una frase habitual mía. Quizá más que hacer confidencias, lo que pretendo siempre es recibir

confirmaciones. Pero se ha terminado.

Y es que las palabras no pueden expresar los sentimientos. Y el del amor, menos aún: cuando se cuenta,

se falsea, y los consejos que se suscitan son falseados también. Lo mejor es transformarse una en su

propio confidente, aun a riesgo de ser parcial con el hombre al que amamos. ¿Cómo hacer caso a un

advenedizo, cuando lo que se busca es un cómplice incondicional? El confidente es siempre el peor consejero,

porque no está sintiendo, sino razonando, y aquel que ama, no; precisamente cuando empiece a

razonar será que no está ya enamorado, y entonces no necesitará más confidentes. Se trata de dos vías

distintas y paralelas: marchan en dirección opuesta; jamás se encontrarán... ¿Que la enamorada se engaña

a sí misma y a su confidente porque adopta actitudes interesadas? Pues claro que sí; para eso se hacen

las confidencias: para desahogarse, no para levantar actas notariales ni para que nadie dé fe pública de

nada. Imparcial no lo será nunca quien ama. Aunque finja odiar y confiese odiar y exponga las quejas más

atroces, el que ama ya ha tomado partido por quien ama. Y está a solas con él, o ha de aprender a estar

con él a solas.

Cuando unas horas más tarde llegó Yamam, lo recibí sentada, pálida aún -me había visto en el espejo-,

y ligeramente más animada, aunque sólo fuese por las impertinencias de Paulina. Él lo notó inmediatamente.

-Estás mejor -me dijo.

-Es que alguien ha estado aquí y me ha ahorrado el trabajo de insultarte. -Me besó-. Dentro de poco tendremos

que tratar de unas cuantas acusaciones que han hecho en contra tuya.

-¿Podrá eso esperar hasta mañana? Lo que esta noche me apetece, Desideria, azúcar mío, es

acostarme contigo de una vez para siempre.

Y así fue.

Se reanudaron los días felices. No es bueno quedarse colgada del dolor. La vida avanza tan de prisa

que no nos permite mirar hacia atrás.

El ser humano es muy propenso a dictar sentencias; y más, cuanto más ignorante y cuanto más lejano

le queda aquello que condena. «Esto es estúpido», se escucha a todas horas. Y más aún: «Esto es malo;

esto es desordenado, y esto, contra la Naturaleza. Yo, que estoy en el orden y en la inteligencia y en la bondad,

lo afirmo y ratifico». Cuánta necedad. ¿Qué sabe nadie de lo que está detrás o debajo o dentro o al

trasluz de aquello que aparece? Juzgar a los demás, qué fatigoso y qué arriesgado, con lo difícil que es ya

conocerse uno mismo. Yo hablo aquí -o escribo, y eso que es sólo para mí- de lo que entiendo que pasa y

que me pasa; pero no estoy convencida de decir la verdad íntegra; ni siquiera convencida de acertar con

lo que pretendo decir, o con la forma de decirlo para que no se desvirtúe... En definitiva, lo que escribo es

el reflejo -y nada más, y pálido- de lo que hago y lo que siento; su reflejo en los otros, más aún que en mí.

Sí; se reanudaron los días felices. Retornó el tiempo suave; las mañanas eran diáfanas; la luz era tan

pura que ponía, sin intervenir, de manifiesto todos los colores. Yo acompañaba a Yamam: Algunos días nos

detentamos en la estación de ferrocarril camino del Bazar.

No lejos de él, hay una calle en cuesta que baja hasta el Kumkapi. Es mi preferida. Se llama Gedik

Pacha. Peatonal, tiene una hilera de farolas en .el centro y, naturalmente, tiendas a los lados. El mar de

Mármara la cierra como una lámina de plata rizada y destelleante, surcada siempre por uno o dos barquitos.

A la izquierda humean las chimeneas de unos modestos baños, en cuyas cúpulas destacan las claraboyas

de cristal. En un arriate minúsculo crece un cotoneáster que me trae a la memoria los altísimos del convento

de Las Miguelas en Huesca. Una mañana comí en un restaurante de dos mesas, pobrísimo, un plato

La pasión turca Antonio Gala

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que vi comer a un albañil: una especie de revuelto de huevos con tomate. Yamam me dijo que se llama

menemem, o sea, rápido rápido; pero yo sólo me enteré de lo bueno que estaba. Pasado el restaurante, a

la derecha, hay una iglesia armenia. De ella brotan los domingos las voces de un coro que canta en turco

una canción religiosa. A mí me recuerda otra que no lo es, y que estuvo de moda unos años antes de yo

venirme; su letra decía, poco más o menos: «Algo de mí, algo de mí se está muriendo...». Un mediodía muy

tibio me senté sobre una jardinera. Vino hacia mí un muchacho y me habló; le sonreí; me volvió a hablar...

Hasta que no le hablé yo a él no comprendió que yo no lo entendía. Entonces fue él quien sonrió y se fue.

¿Qué me estaría diciendo? No lo sabré jamás...

Tomábamos juntos en la tienda, con la clientela o en alguna pausa, un té de limón o de naranja o de

manzana.

-A mí me gusta el té de té -le decía a Yamam.

-De ése no hay. -Se reía y tomaba café.

-Déjame probarlo.

-Te va a quitar el sueño.

-Desde que vivo aquí no he necesitado más que dos noches tomar somníferos. Tengo aún intacto el

cargamento que me traje de España.

Sentada sobre mis piernas, casi a la turca, hacía mis crucigramas.

Alguna mañana, antes de ir al Bazar, pasaba por los hoteles repartiendo tarjetas.

-Me eres más útil aquí. Cuando te ven con esos pantalones vaqueros los turistas, les inspiras confianza.

Aunque seas morena, no les pareces turca.

Echando la cabeza hacia atrás Yamam reía, con su nuez prominente y su dentadura blanquísima, con

los ojos entrecerrados hasta juntar casi las rizadas pestañas de arriba y las de abajo. Y yo lo amaba.

«Creo que lo amo tanto -me decía- que ni la vida (no sólo la mía, la de nadie) ni la muerte tienen sentido

para mí sin él. Y, no obstante, estoy segura de que lo amo mil veces más de lo que creo... No soy digna

de tenerle a nadie un amor tan grande. Por tanto, no puedo dedicarme a otra cosa que a eso.» Y, llegada

a este punto, daba de lado mis crucigramas, y me dedicaba a mirar a Yamam. Lo veía hablar con los turistas,

en turco o en francés o en español; los convencía de lo que le daba a él la gana, a fuerza de simular

que no tenla ni el menor interés en convencerlos. Él intuía cuándo ellos aparentaban desinterés en comprar,

y lo superaba con el suyo; los desarmaba; les hacía suplicarle. Yo disfrutaba viendo caer a los clientes

-despacio, con pulso, sin tirar en exceso del hilo- en la tela de araña de Yamam. De cuando en cuando me

miraba, para comprobar que yo estaba atendiendo a su manera ágil y sutil de llevar el regateo. Yo gritaba

de repente: «¡Torero!», y él, impávido, proseguía su lidia. «Como con una goma elástica -me decía yo

entonces- estoy atada a él.» Puedo alejarme; puedo hasta proponerme escapar de su lado; puedo apartar

de él mi pensamiento... Y de pronto, con mayor fuerza que antes, algo me arrastra, y me encuentro más

pegada a él que nunca.

Por Navidad le escribí a mi padre. Fue una carta muy breve y muy sincera. Le deseaba en ella toda la

felicidad de este mundo; le pedía, aunque no expresamente, perdón por haberlo herido con mi conducta y

mi silencio; le decía que yo era feliz y que sólo me faltaba, para serlo del todo, su presencia, «porque te

echo de menos no sólo en estos días, y echo de menos, eso sí en estos días, las velas que un año hicimos

tú y yo codo con codo». Le enviaba besos para todos, «en especial para Trajín y Toisón», y acompañé

la carta que, por desconfianza en correos encomendé a mi amiga la azafata, con una caja de delicias turcas.

Hoy he recibido la respuesta. Serena y suave, como la que se dirige a una hija que estudia fuera o que

se casó y reside lejos con su marido. La letra es insegura, como la mano que la escribe. Me informa de

cosas menudas de Huesca, igual que si nada hubiera pasado... Aún baja a la tienda, que lleva una hermana

de la mujer de Agustín. «Trajín a veces viene a ver a su hijo; con él hablo muchísimo de ti. Los dos

me dan la lata que todos necesitamos para seguir viviendo.» Me dice que me quiere más que a nadie; que

me quiere más desde que no estoy allí; que no tarde tanto en escribirle. Y hay una posdata: «No te pongo

que seas feliz, porque me parece una tontería tan grande como si te recordara tu apellido. Hija, cariño mío,

tú y yo compartimos el mismo. Que para ti sea la vida tan dulce siempre como las delicias que me mandaste.

»

He besado la carta.

Hace semanas que no escribo en este cuaderno, lo había olvidado. Mejor, porque lo único que habría

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escrito en cada página es «soy feliz», «soy feliz», «soy feliz». Los días felices, al ser iguales, no tienen tampoco

historia. ¿Qué escribir de ellos?

Soy feliz. A mi modo, naturalmente; pero ¿qué otro modo conozco yo de serlo?

Hay dos novedades de las que me propongo escribir para reflexionar al mismo tiempo sobre ellas y para

agradecerlas a la vida. Se trata de dos personas que, por caminos muy distintos, han entrado en lamía, no

muy sobrada de habitantes. Una es una condesa; la otra, un deficiente mental.

Días atrás apareció en la tienda una mujer muy trabajada, de edad indefinida. Yamarn y yo volvíamos

de almorzar en un restaurante próximo al Bazar. Ella traía una de mis tarjetas en la mano. Por lo que dijo,

es criada de una extranjera, propietaria de algunas alfombras que estaba dispuesta a vender «a alguien

que no fuese turco». Se refería a mí. La tarjeta que me ofreció decía: Ariane d’Ursach, condesa de Tracia.

Se habla enterado de que yo era la dueña -es decir, que no se había enterado bien- de aquella tienda y

solicitaba una conversación conmigo. Era Yamam, con cierta sorna, quien la traducía. En contra de lo que

esperaba -que no tomaría en serio la propuesta-, me dijo al terminar:

-Acompáñala, y ves a esa señora.

-¿Ahora mismo?

-¿Por qué no?

La señora vivía por Galatasaray, en Beyoglu, muy cerca del Pera Palas; yo conocía la zona. Tomamos

un taxi la mujer y yo, y nos fuimos hacia allá. En el trayecto la observé. Pasaba bastante de los cincuenta

años; tenía aspecto kurdo: nariz ancha y grande, labios gruesos, pelo recio y un aire que inspiraba una confianza

instintiva. No me extrañó que Yamam la hubiese creído de inmediato.

La casa era una construcción de primeros de siglo, de las que tanto abundan en Pera. Alta y estrecha,

debía de tener cinco plantas. En un gran balcón de la tercera había un mástil de bandera vacío; quizá se

trataba de un edificio que había sido oficial. La mujer abrió la puerta de la planta baja, de la que arrancaba

un ascensor minúsculo. Entramos en un piso a oscuras, donde hacía mucho calor, a pesar de que la temperatura

de fuera no era alta. Las cortinas de las ventanas estaban corridas y las persianas bajadas. A la

luz de un par de arañas de buen cristal, inadecuadas por su gran tamaño, vislumbré una misteriosa figura

femenina sentada en un sillón de altísimo respaldo y con una pierna apoyada en un taburete redondo de

terciopelo verde. Fumaba un cigarro puro.

-Perdone que no me levante: me cuesta demasiado. Acérquese.

Me tendió la mano, y me indicó un sillón cerca del suyo. La curiosidad no me dejó sentarme. Era una

mujer muy vieja, pero fuerte aún, de estatura media, de pelo canoso, cortado a trasquilones y levantado

sobré la frente, de nariz puntiaguda, de pequeños y muy vivos ojos marrones, con manchas de vejez o de

hígado en la piel, una sombra de bigote, y manos menudas y arrugadas. Vestía una ropa muy usada, de la

que no podía decirse que era elegante. Por la contundencia de su voz deduje que estaba acostumbrada a

mandar y a ser obedecida. Ni era amable, ni se esforzaba en serlo; quizá la soledad, o su invalidez, le

habían agriado el carácter.

-Las alfombras están allí-apuntó con el dedo una cortina en arco detrás de un biombo anchísimo-,luego

las verá. Le he dicho que se siente.

Yo estaba distraída, como quien entra por primera vez en el baratillo de un anticuario. Dentro de aquel

salón grande había muebles muy buenos, casi todos art nouveau; cuadros que, al primer vistazo, eran muy

desiguales en calidad, con predominio de los orientalistas; una espléndida colección de iconos; varios

recargados espejos de suelo a techo, que confundían las perspectivas, y un incontable número de mesas

y sillas de paternidad muy diferente, de vitrinas llenas de cajitas y bibelots, de maceteros... Interrumpió mi

fisgoneo:

-Señorita, ¿se sienta o no? -Me senté-. Como veo que le interesa más mi habitación que yo, le aclararé

que estoy clavada en ella. Allí está el baño, allí la cocina. Hay otro cuarto doñde se guardan los trastos y

las porquerías inútiles, aunque todo lo que hay aquí lo es, incluso yo. Y detrás de esa cortina que tanto le

intriga está mi dormitorio. Eso es todo.

Yo no supe si pedir perdón por mi indiscreción, o echarme a reír. Me eché a reír, cosa que en seguida

noté que le habla gustado. Prosiguió:

-Esta horrible mujer, que no habla más que turco, salvo los insultos que le dirijo en francés y que ha

aprendido a identificar, es Harife. Se ocupa de hacer la limpieza: mal, como podrá observar. Lleva treinta y

siete años conmigo; llega a las ocho y se va a las dos, o eso dice. Vete, Harife. Hasta mañana. -La mujer

se inclinó, y salió del salón y del apartamento-. Es odiosa.; pero menos mal que la tengo. Yo no soy capaz

La pasión turca Antonio Gala

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ni de hacerme un té... Si quiere usted tomar uno vaya a la cocina y háganoslo. Yo no la piso, la cocina digo.

Mi padre me repetía: «Afortunadamente te has quedado soltera, tu esposo habría sido un pobre desgraciado

». No tenía razón en eso, como en nada de lo que decía, ni de lo que hacia. Era yugoslavo, de la parte

italiana. Tenía muchísimo dinero y muy poca vergüenza. Se casó con mi madre, una griega bellísima, y

después nos abandonó a ella y a mí por otra mujer. Mi madre murió de sufrimiento. Él era cónsul de

Yugoslavia en el Imperio otomano... Ya no hay imperios, ni padre, ni Yugoslavia, ni dinero, ni nada. No sé

por qué razón he quedado yo... Era derrochador, mujeriego, vividor e indeseable... Yo no nací en Turquía,

como es fácil de imaginar; pero tengo también la nacionalidad turca. La conseguí de un modo hasta cierto

punto interesante. Yo me relacionaba mucho, cuando Pera era Pera, con la diplomacia de la época. En una

cena, me sentaron a la derecha de Atatürk, que era entonces (y lo sigue siendo) el que partía el bacalao.

Se estaba creando la Turquía actual; era apasionante ver cómo brotaba un país; cómo se abocetaba, se le

daba la forma deseada, se elegían modelos. Era algo que ya no pasaba en Europa: nuestros países han

tardado siglos en hacerse, y nos los hemos encontrado ya hechos, deshechos y rehechos mil veces. No se

ha contado con nosotros para nada... Pues en esa cena Atatürk me preguntó si me comprometía a colaborar

con un país que echaba a andar, o sea, que si quería ser turca. Él era rubio y con un grandísimo atractivo;

yo debía de tener dieciocho años... No haga cuentas, por favor: no sé los que ahora tengo... Yo le

respondí que sí, y me concedió la nacionalidad. Pero, en definitiva, no sé de dónde soy. Ni me importa...

Usted querrá ver las alfombras. No tenga prisa, en seguida las verá. Son de origen diferente, buenas

todas... Ah, antes que nada: perdóneme que no le esté hablando en un idioma concreto; no sé cuál habla

usted.

-Español y francés.

-Bueno, en ese caso nos estamos entendiendo. Yo hablo ocho, pero me aburre hablar uno cada vez; los

empleo todos. El español no lo hablo, pero sí el catalán: qué mala educación ¿no? El griego lo aprendí de

mi ama de cría...

Estoy intentando transcribir el chaparrón de noticias contradictorias que me suministraba de sí misma,

en una babel de idiomas que, incomprensiblemente, yo entendía. Todo era un batiburrillo allí: la casa, la

dueña y su vocabulario.

-Si le interesa saberlo, mi casa tiene seis plantas con ésta. Las primeras eran de la familia; las dos últimas,

del servicio. Tengo seis huéspedes, uno por planta. Contando la del sótano, donde he hecho un

apartamento monísimo junto a las calderas. Yo me quedé con éste por mi pierna, aunque hay ascensor

cómo ha visto... No; no suponga que estoy impedida de ahora. Tuvimos un accidente cuando yo tenía ocho

años; murieron todos y yo perdí la pierna Un cirujano alemán me la volvió a poner; no me pregunte cómo.

No se lo pregunté; me parecía todo igualmente inverosímil. Sin embargo, no sabría decir por qué,

reconocía un fondo de rotunda verdad en cuanto aquella mujer me relataba. Continuó, y yo sabía que era

inútil interrumpirla o preguntarle nada: ella quería evidentemente hablar, y hablar evidentemente de lo que

quería.

-Llevo así, con la jodida pierna en alto, los tres últimos años. Puedo andar, pero no siento la necesidad.

Al principio me planteaba si las molestias vendrían de lo del barco... Hasta hace poco yo he tenido un barco;

lo capitaneaba yo misma. Cuatro o cinco meses los pasaba en el mar; siempre en el Mediterráneo, como

es natural.

-Quizá su reuma o su artrosis proceden de ahí.

-No diga memeces; nunca he tenido artrosis: he tenido desgana y nada más. Antes salía a la ópera, en

la que roe dormía, o a esos pasajes del Bósforo tan inolvidables; iba sólo a comer helados a Bebek, no crea

que a nada más... Pero ahora es tan difícil coger un taxi en Istiklal: las calles peatonales son terribles. Para

que todos vivan un poco mejor, nos han hecho la puñeta a los pocos que vivíamos bien: una gran torpeza,

la calidad de vida no es masificable... ¿Quiere hacernos un té?

Me levanté. Fui a la cocina. Ella seguía hablando. Yo pensaba lo que se iba a divertir Yamam cuando se

lo contara. Y, la verdad, me apetecía que me enseñase las alfombras; quizá se las sacara más baratas

después de escucharla perorar tanto.

-No se le ocurra siquiera coger agua del grifo... Usted es una muchacha muy atractiva, no sé qué pinta

aquí. No me refiero a mi casa, sino a esta ciudad... Coja uno de esa infinidad de tarros que está viendo:

contienen agua hervida. En Estambul no sólo es peligrosa el agua del grifo, sino las minerales embotelladas.

Yo he mandado muestras a unos parientes míos de Suiza, y me han dicho que no se me ocurra probarlas

por nada de este mundo... ¿Consiguió el té? Es usted encantadora. Ya me contará algo de su vida.

Si es que la dejo, está pensando. La dejaré; vamos a ser amigas.

La pasión turca Antonio Gala

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La cocina, sorprendentemente, estaba ordenada y limpísima. Se conocía que era obra de Harife. La condesa

adivinó la conclusión a la que había llegado, y me la rebatió.

-Harife es una bruja. Si lo sabré yo, que la llevo aguantando treinta y siete años, día por día, porque ella

no hace jamás fiesta, ni viernes ni domingos. Tenía dieciséis cuando entró aquí; era muy guapa. Ahora tiene

una barbaridad. Se casó, la imbécil, y tuvo cinco hijas. Es analfabeta, por supuesto. Nunca quise que

aprendiera nada. Yo la odio, y ella a m( más... Lo que usted ve a la derecha es mi cena. Claro, usted no la

identificará como una cena. Un yogur, un plátano y unas cuantas galletas mojadas en agua hervida, eso es

todo. Si no fuera porque fumo muchísimo, me habría muerto ya. Pero no tema, hay extractores de humo

en todas las habitaciones.

-Yo también fumo... -empecé a decir.

-Ustedes, las chicas tan hermosas, tienden a creer que las mujeres con bigote nunca hemos amado.

Qué equivocadas están. Hemos amado y hemos sido amadas... Yo estuve a dos dedos de casarme con

Karl; pero éramos primos hermanos y no obtuvimos la autorización pontificia. El papa tendrá gracia de estado,

pero no se portó bien. A pesar de todo, yo misma le regalé el castillo familiar con sus tierras; al norte

de Italia, en la frontera suiza. No me hacía falta para nada. No obstante, todo lo que se haga por los papas

es inútil... En una visita que hice a Roma, agradecido por mi donación, me preguntó qué quería. ¿Sabe lo

que le contesté? «No besaré los pies de Su Santidad, que no me concedió hace veinte años la dispensa

matrimonial; pero mi deseo es que Su Santidad me dé una vuelta en coche por Roma.» Y así lo hizo.

Yo estaba llevando el té al salón. No me atreví a indagar de qué papa me hablaba. Quizá ni ella misma

lo sabía, o puede que hablase de dos.

-Ah, ya trae el té. Guapa, simpática y eficiente. Es imprescindible que me diga de quién está enamorada.

Una muchacha como usted no esta aquí sino por amor.

Le sonreí. Sin darme cuenta, había empezado a abanicarme con una revista que estaba sobre una

mesa.

-Me gasto un dineral en calefacción. El té está buenísimo. He conseguido que, apretando un botón que

anda por ahí, se encienda la de todo el apartamento. Sólo lo apreté una vez, cuando me lo instalaron; desde

entonces, esto está a veintiocho grados.

-¿De día y de noche?

-Para mí ya tampoco hay eso. Yo duermo cuando puedo; en calderilla. Un ratito sí y otro no. Cuando se

larga ese ogro de Harife, me acuesto, y ya voy de tumbo en tumbo hasta que vuelve. Por eso tengo todo

cerrado, para no enterarme de que es de día y no debo dormir, , o de que es de noche y debería estar

dormida. Por eso, y porque esta luz y este sol son tan fuertes que me hacen dato a la piel y a los ojos...

Mis huéspedes me temen; ellos se figuran que no lo sé. Me temen, primero, porque los acecho y les exijo

que se queden un ratito charlando conmigo para que el tiempo no se me haga tan de plomo, y después,

porque no sé a qué horas vivo. Hay un huésped español jovencillo, que no tiene otro defecto que estar

enamorado de Turquía; yo, cuando sé que sube, abro la puerta y le reprendo: «¿Qué horas son éstas de

llegar?». Y son, a lo mejor, las tres de una tarde radiante, y el infeliz regresa de tomar el sol. A otro, un

alemán que trabaja en arqueología, ya ve usted qué porvenir, le dije ayer: «Harife no ha venido todavía.

Esta mujer me está dejando morir de hambre. Como todos los turcos, sólo sabe pedir dinero. (Usted está

aquí por eso, por no ser turca.) No sé qué hacer, Herr Funkel», y él me contestó muy germánico: «Señora

condesa, son exactamente las veintiuna y treinta y siete» -se rió de una forma cautivadora.

-Estoy admirablemente con usted, señora condesa, pero he de irme. Me esperan en el Bazar para cerrar

la tienda.

-No me llame señora condesa, llámeme Ariane. Y dígame su nombre.

-Desideria Oliván.

-Un nombre de una vez; me gusta. Vaya al dormitorio y mire esas alfombras.

Las vi con una luz insuficiente. A pesar de ello, comprendí que eran magníficas y que merecían cualquier

tipo de pena. Me enorgulleció haber intervenido en un negocio así: Yamam me respetaría un poco más. La

condesa persistía en hablar.

-Las tenía en el cuarto trastero, pero ocupan demasiado sitio. Diga Harife lo que diga, yo necesito espacio

para los diarios y las revistas. Me los mandan cada día para que esté al corriente, y a veces me surge

la duda de dónde he leído tal o cuál noticia; deben ser conservados. Las alfombras, para mí, son cosas

muertas: sin embargo, los periódicos son la vida. Lléveselas usted.

Me dijo el precio. Pensé que bromeaba. Asomé la cabeza detrás de la cortina. Ella seguía mojando galletitas

en el té.

La pasión turca Antonio Gala

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-¿Todas por esa cantidad?

-Ésa es la condición: todas. ¿Qué iba a hacer yo con las que no quisiera usted? Peores por mejores,

todas.

No había ninguna mala, pero por ese precio me parecieron todas buenísimas. Entendí que las razones

para dármelas regaladas eran tres: que de veras necesitaba espacio; que horcaba mi amistad para que la

visitase y la escuchase, y que no tenía ni la menor idea sobre el dinero.

-No tenga cuidado, Ariane. Mañana mandaré un coche a recogerlas todas.

-No; no mande a nadie, venga usted en persona.

Fui, en efecto, al día siguiente. Le llevé una caja grande de galletas danesas y un paquete de té inglés.

Se hizo el negocio. Bueno, el negocio lo hicimos Yamam y yo. Yamam no podía creérselo.

-Las alfombras son muchísimo mejores de lo que yo habría esperado. Aunque requieran permiso de

exportación, porque son muy antiguas, siempre habrá buenos clientes dispuestos a esperar por conseguirlas.

O las camuflaremos entre otras.

La segunda novedad que se ha producido se llama Mahmud.

Por el Bazar transitan de continuo ciegos, inválidos y mendigos que intentan vivir de lo que les sobra a

los que allí compran y venden. Muchos de ellos tienen menguadas sus facultades mentales. Yo, que siempre

me sitúo en la parte de los desdichados, procuro tener una limosna a mano para ellos, y hasta una sonrisa,

esté o no mi Magdalena para tafetanes. Quizá lo que me acerca a esta gente sea el egoísmo de cerciorarme

de que hay seres más infortunados de lo que yo lo he sido nunca.

En el Bazar nos conocemos todos, y estos menesterosos no son una excepción. A lo largo del día llegan

unos u otros. No entran, pero se apostan cerca y esperan que los vea yo. Me llaman cuñada, seguramente

porque Yamam, de la misma religión -más o menos-, es su hermano. No deja de ser una ingenua

manera de agasajarme, y me halaga desde luego que den por sentado que soy la esposa de Yamam.

Entre los deficientes, desde el primer día me atrajo uno habitual. Era un niño de unos nueve años,

descalcillo, que vendía chicles, caramelos, cigarrillos sueltos y otras naderías en una bandejita de madera

que se colgaba al cuello. No me pidió jamás una limosna; yo le compraba chicles, porque me enternecía

tan niño aún, tan desvalido y tan consciente, no obstante, de su oficio de vendedor. Todas las mañanas

comparecía, como quien cumple un deber, en la tienda. Cada vez le compraba yo más chicles, e incluso

empecé a devolverle los del día anterior. Abría entonces mucho los ojos y la boca, y emitía unos sonidos

ininteligibles, creí yo, para todos.

-Tu tonto te pregunta -me interpretó Yamam- que si no te han gustado.

-Dile que sí, que mucho; pero que me gusta más aún que él los venda otra vez.

Desde ese momento, él me cambiaba mis chicles por otros nuevos y se negaba a cobrármelos. Tuve

que regalarle cajetillas de tabaco, como si él fumara, aun a sabiendas de que las vendía. Hasta que una

noche, ya en casa, le propuse a Yamam que el chiquillo se quedase en la tienda. Sería bueno tener un

muchachito que limpiase los ceniceros; que trajese los tés y los cafés; que devolviese a los clientes sus

abrigos, y que retirase los vasos y las tazas.

-Tú me has enseñado -continué- que en el Bazar todos los oficios están muy separados, y que, por ejemplo,

quien despliega o pliega las alfombras jamás es el que hace el artículo de ellas al cliente. Como los

dos chicos que hay en la tienda tienen ya un cometido, ano opinas que nos daría cierto tono contar con una

especie de botones?

-Pero tú sabes que es tontito, Desi.

-Deja eso de mi cuenta.

Al día siguiente le planteé, a través de Yamam, mi ofrecimiento. Me miraba fijamente a mí, mientras

Yamam le hablaba. Al terminar, sonrió como un niño normal y me besó la manga del vestido; luego me puso

encima de la falda la bandejita de madera. Yo se la devolví, no sin emoción.

Vende hoy toda esta mercancía, y ven mañana.

Por la tarde, a la hora de cerrar, estaba allí con la bandejita vacía y repitiendo:

-Mañana... Mañana... Mañana...

-Sí, Mahmud, hasta mañana -le dije, acariciándole la cabeza.

Cuando llegamos Yamam y yo a abrir la tienda, lo vimos ya desde lejos. Venía pelado al cero y con unos

zapatos casi nuevos, claramente pequeños para él. Se los señalé.

-Son de mi hermano; tiene seis años dijo entre muecas y balbuceos-; mi madre me ha mandado

ponérmelos.

La pasión turca Antonio Gala

90

A partir de ese día (aparte de comprarle unos zapatos nuevos de su número, que él besaba sin cesar,

pero no se ponía para no ensuciarlos) he tratado de enseñarle las cuatro reglas y también algo de castellano.

Sé que me contempla, cuando. estoy distraída o cuando le doy sus clases, con tanta adoración que

me hace considerarme indigna de él. No quisiera defraudarlo nunca. Él ignora hasta qué extremo tiene sentido

mi tiempo libre ahora.

He vuelto a vera Ariane. En cuanto tengo tres o cuatro horas libres -con menos, sería imposible-, voy a

su casa. Me ha regalado una cajita, hermosa como una joya, y un icono. Hay momentos en que tengo que

ahuyentar la idea de que se ha enamorado de mí.

Yo estudié -me decía hoy- en la Istanbul High School for Girls. Fui tan buena alumna que, al graduarme,

me concedieron una beca para perfeccionar mi inglés en Londres. A mi vuelta, me aceptaron como profesora

en la escuela. En ella he enseñado treinta y tres años -lo decía con una sonrisa soñadora-. Buena

parte de mi vida estuve, pues, rodeada de las muchachitas más lindas de Estambul. Todas me recuerdan,

aun después de casadas... Me recuerdan, claro está, por insoportable, por exigente y por rígida. Yo, sin

embargo, fui dichosa... Cuando por la edad tuve que dejar las clases, comencé a recibir una pensión del

Estado, pero no sé de cuánto; el banco, sí. Si quiere que le diga la verdad, querida Desideria -bajaba la

voz- en los últimos años tengo la sensación de que paso apuros. Y es que los turcos siempre engañan,

siempre roban: la manicura, el electricista, el peluquero y Harife.

-¿Harife también?

-Ella, la primera, y eso que sabe que esta casa va a ser suya. Por cierto, me gustaría que fuese usted

testigo de la donación. Las cosas hay que hacerlas en vida; si no, los gobiernos se lo llevan todo... Yo,

antes, tenía amigas. Pocas; pero ahora, ni una. Para mí, que Harife me las espanta. O quizá hayan creído

que me he muerto. O que me he ido a vivir a Suiza con mis tíos, que también habrán muerto... Había una

Popi, una griega, que tenía gracia. El mes pasado, o el año pasado, la oí hablar con Harife en la puerta; no

sé por qué no entró... Como comprenderá usted, yo era muy conocida, con todas esas chicas de la escuela

que pertenecían a las mejores familias. Me respetaban todas las minorías: los armenios, los griegos, los

levantinos italianos, los sefardíes... Alcancé bastante poder; claro, como las chicas crecen, hacen buenas

bodas e influyen sobre sus maridos... Y además, con tantos años, he tenido tiempo de conocer viejas historias

turbias de mucha gente -sonreía de un modo muy pícaro-. Mire, esta calle llegó a estar toda levantada:

el asfalto era malo y se pudrieron las farolas; daba miedo entrar en ella. De pronto, me cansé. Cogí

una de esas libretas que tiene usted a su derecha -yo las había tomado por una enciclopedia en varios

tomos- e hice un par de llamadas. Se asfaltó la calle y se repuso el alumbrado. Esas libretas de teléfonos

tan desordenadas aún tienen alguna utilidad -soltó una pequeña y traviesa carcajada-. Supongo que habrá

muchos estambuliotas (qué feo es ese gentilicio, ¿verdad?) que descansarán cuando me muera... ¿Por qué

no me cuenta algo de usted? ¿No somos aún amigas?

-No tengo nada que contarle, Ariane, de veras, estoy en el Bazar, tengo un marido turco, soy feliz: eso

es todo.

-Prométame que, si un día deja de serlo, me contará por qué.

-Se lo prometo.

No sé si escribir que Mahmud avanza muy lentamente. Nada más llegar le pongo su tarea y él, con la

lengüecilla entre los dientes, trata de hacerla lo mejor posible. Cuando yo le mando que salude, ya dice:

«como osta oste» y yo sonrío triunfalmente.

Las cuentas se le dan un poquitín peor. Él antes sumaba o multiplicaba en chicles o en cigarrillos, y en

eso era infalible; ahora lo hace en cajetillas, que es lo único que nos atrevemos a mandarle comprar, o en

vasitos de té, y sigue sin cometer un error. Pero si no existen tales objetos, no hay resultados. Mahmud no

opera en abstracto: no le ve la utilidad... Aunque esto no es cierto del todo: algún progreso hace; bastante

progreso para su cabecita. Dice Yamam que hasta el turco lo pronuncia mejor. La división aún no la hemos

tocado, pero todo se andará. A mí se me cae la baba al verlo, con la baba caída, aplicarse, porque sé que

lo hace por mí. Le he tomado un cariño más grande del que hubiera supuesto.

Hoy fui a casa de Ariane para ser testigo y firmar en el documento de donación del edificio entero a

Harife. Al salir, me he tropezado en el portal con aquel huésped español del que me habló. Es un muchacho

madrileño que lleva tres años aquí. No sé si vino en busca de algo o huyendo de algo, pero está corno

pez en el agua. Es simpático y generoso, y quiere a su casera. Me ha hecho gestos de que saliéramos, con

un dedo en los labios, y hemos charlado un rato tomando un café en el Pera Palas.

La pasión turca Antonio Gala

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-Si nos hubiese oído Ariane, no habría consentido ni que nos conociéramos siquiera. Es muy

absorbente. -Se reía de un modo muy abierto.

A una pregunta o dos que le he hecho sobre ella, ha contestado confirmando casi todas mis sospechas.

-No deduzcas que la conozco mucho mejor que tú; sólo de más tiempo... Ha sido una gran despilfarradora.

Pero yo juzgo que su decadencia es todavía gloriosa. Fíjate, no soporta a nadie, no pide nada por

favor, no da las gracias, y, sin embargo, hay algo que denota en ella una exquisita educación: ciertos

gestos, una precisión en las palabras, una manera de dejar caer la cabeza hacia atrás al reírse... A mí me

trae frito. Está al otro lado de la puerta esperando que pase. Por muy cargado que venga de la calle, siempre

me detiene y me mete en el salón para que la escuche; cosa que a mí me encanta. Y habla y habla

hasta que, de repente, me tiende la mano y me dice: «Bueno, ya está bien. Adiós». Y me despide... Si se

te ocurre preguntarle algo, no te contesta: hace un movimiento vago y sigue con su relato. Y cuenta las

cosas como ella se las ha contado a sí misma muchas veces, igual que un papel muy ensayado. Yo sé

cuándo va a reír o a sonreír, cuándo va a levantar una mano, o va a recostar la cabeza en el sillón, o a

moverla de un lado para otro... No, de dinero, anda pez. Los pisos nos los tiene alquilados por un precio

ridículo; no se ha enterado de que la inflación crece, ni de nada. Tiene la cabeza en el año del catapún, y

nunca ha manejado dinero, ni lo entiende. Gracias a que necesita muy poquito. Yo no me atreví a decirle

que por qué no le sugería una subida de los alquileres; tampoco yo le había sugerido que me subiera las

alfombras-. Si no fuese por Harife, aquello sería un desmadre. Esa mujer es de una fidelidad canina. Ariane,

para insultarla, emplea el francés o el italiano, y la infeliz, que sabe que la está insultando, se muerde el

labio, agita la cabeza, se encoge de hombros y se va a la cocina. Podía haberle robado lo que le hubiese

dado la gana, pero jamás lo ha hecho. Yo las admiro a las dos, a cada una en su estilo.

-Dará gusto oír hablar a Ariane sobre el antiguo Estambul.

-No habla apenas. Al actual, desde luego, lo ignora, y del Estambul esplendoroso habla muy poco. Al

que se refiere es al que conoció: el de la calle Pera, la Istiklal de ahora, el de los extranjeros y las minorías:

el barrio donde ha vivido siempre y del que salió poco, el que va desde la torre Galata a la plaza Taksim.

El Estambul intramuros del otro lado del Cuerno de Oro para ella ha sido y es una inhabitable atracción de

turistas... Me congratulo de que tú tengas interés por ella. Ven a verla cuanto puedas. Sus antiguas amistades

la han abandonado; hasta un buitre llamado Popi, que estaba convencida de que se moriría mucho

antes.

Cuando nos despedíamos, reteniendo mi mano, me dijo:

-Qué raro que no nos hayamos conocido en el consulado. Ya nos veremos un día allí. Estoy encantado,

de todo corazón, de conocerte ahora. Que te vaya muy bien.

Le dejé una tarjeta de las tiendas, por si necesitaba orientar a algún turista o a algún comprador.

En Turquía, el Día de la Madre es el segundo domingo de mayo. Hoy era la víspera. Yamam y yo

hablábamos del tema, porque mañana almorzará con su madre, y sus hijos con la de ellos. Yo me quedaré

sola en el piso; los domingos el Bazar no se abre. Me quejaba -sé que por pura fórmula- y vi salir a Mahmud

de la tienda.

-¿Dónde vas, niño? -le pregunté.

Extrañamente ni me contestó, ni volvió la cabeza. Continué quejándome a Yamam; mi intención era que,

por lo menos, me consolara. Unos minutos después regresó Mahmud. Traía un ramo de rosas. Sin decir

nada, con los ojos muy brillantes, me lo ha puesto en el regazo y ha dado un paso atrás. Yo no lograba

entender cuál era el motivo del regalo. Con un gran esfuerzo, él ha dicho:

-Matre...

Me ha emocionado su expresión tan dulce. He besado las flores; lo he abrazado a él, y me he echado

a llorar.

Hoy mejor que nunca he comprendido que se puede ser madre de distintas maneras.

Hace un mes, estaba Yamam nervioso una mañana y pasaba las cuentas de su rosario de paciencia.

-,Cuántas tiene?

-¿Este tespih? Treinta y tres; pero el auténtico, noventa y nueve: los noventa y nueve nombres de Alá.

-¿Te los sabes todos?

-No hace falta: él sí se los sabe... Sólo lo uso para serenarme.

Yo junté mi mano con la suya y nos pusimos a pasar cuentas los dos.

La pasión turca Antonio Gala

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-Estáte amable con un cliente que va a venir hoy.

-¿De qué nacionalidad?

-Francés, y no será necesario que te lo presente; los franceses...

No le di importancia; cada día pasaban por la tienda bastantes clientes y un número aún más grande de

turistas.

-Éste es muy especial -insistió Yamam.

Siempre he tenido prevención contra los franceses. Como buena española, los encuentro envanecidos

y petulantes. Me aburren; son antipáticos, y su idioma -sobre todo si son de I’lle de France- me resulta insoportable.

-¿Qué quieres que le diga a tu cliente: la verdad? ¿Que, si me despierto por la noche, en vez de obsesionarme,

me digo: «Mejor, así tengo un ratito más para odiar a los franceses»?

-Te repito que estés amable, ya me entiendes -me respondió muy serio.

Llegó por la tarde. Era un francés típico: medio rubio, medio calvo, medio gordo; engreído y completamente

seguro de su charme y su glamour. Me miraba perdonándome la vida. Hablaba con Yamam en

francés y en turco. Por lo que deduje, tenían algún negocio común, del que el señor Dupont -no sé cómo

se llamaba- no se sentía muy satisfecho. Se lamentaba de calidades y de cantidades; Yamam procuraba

apaciguarlo, darle largas, bajar el tono de la discusión, aconsejarle un poco de tolerancia, pero sin éxito. Yo

intervine ofreciéndoles un té. Lo trajo Mahmud, y se lo serví con un gesto de lo más europeo. Pero el

francés ya había visto los terrones de azúcar sobre el plato que tapaba cada vaso de té.

-Me gustaría ofrecerle a la señora un buen té comm’il faut -me dijo desdeñoso.

Yamam se levantó para enseñarle un kilim de seda azul que acabábamos de recibir y del que se sentía

especialmente ufano. Me pareció un pretexto para ausentarse; estaba claro que a Dupont no le interesaban

las alfombras. Aprovechando la ausencia de Yamam, Dupont, como al desaire, me acarició un muslo.

Yamam estaba de espaldas. Lo llamé; se volvió; el francés no se inmutó, ni apartó su mano de mi muslo...

Permaneció en la tienda media hora más conmigo, mientras Yamam atendía a otros clientes, y me dejó una

tarjeta con el número de su habitación en el hotel.

-¿Quiere que nos veamos mañana? A las cinco estará bien. Tomaremos un té juntos y, después de que

pase todo, podremos también cenar, si le apetece.

Estaba tan sorprendida que no pude ni hablar.

Nada más irse, sublevada, le conté a Yamam lo ocurrido.

Ve a esa cita. Ya te advertí que fueras amable con él: es persona poderosísima.

-Pero ¿tú sabes lo que me estás pidiendo?

-Le das demasiada importancia. ¿Qué trabajo te cuesta complacerle y complacerme a mí?

Se alejó para recibir a una señora con sus dos hijas y un marido detrás que entraban por la puerta. Yo

no entendía nada; no me cabía en la cabeza. Me repetí asombrada: «Yamam no ve inconveniente en que

vaya a tomar un té y lo que sea a la habitación de este imbécil; incluso me lo ordena». No podía entenderlo.

Me senté en el banco corrido pegado a la pared del fondo; abrí el libro de crucigramas para ocultar que no

miraba a ningún sitio; intenté recapacitar sobre mí, sobre Yamam, sobre lo inverosímil de la situación... Me

levanté. Volví a contarle lo del francés.

-Te he comprendido perfectamente, Desi. Y tú a mí, también.

Me había hablado con la mayor frialdad. Salí de la tienda en busca de un teléfono. Llamé a Paulina. No

sé lo que le dije; no lo recuerdo. Supongo que le di la impresión de estar enloquecida. Sí sé que comenté:

«Yo tendría que matar a alguien, pero no sé a quién...». Quería irme a España, no tenía otro remedio. Le

suplicaba que el consulado me arreglase el problema del billete. No volvería nunca más al apartamento...

Sí; tenía mi documentación conmigo y en regla... Telefoneaba desde el Gran Bazar.

-Toma un taxi y vente a casa. Si no tienes dinero, lo pagaré yo aquí.

Al día siguiente volaba hacia Madrid. Me montaron en el avión atiborrada de pastillas; más aún de las

que me hicieron pasar la noche atontolinada, después de una conversación con una Paulina triunfante, feminista

y antiturca. Llevaba un maletín que me había prestado, unas cuantas pesetas y las tinieblas del fracaso

abriéndose camino en mi cabeza.

Todo mi escaso raciocinio se reducía a esto: «El amor no sirve para nada; no cambia nada; no resuelve

nada. Es una prisión donde no hay esperanza; su única salida es la muerte: la de uno mismo o la del amor;

pero ¿cuál es la preferible?»... El amor en mi vida era un castigo por un crimen que no sabía cuál era ni

cuándo lo cometí... «Ahora -pensé- sí sé el crimen que he cometido -escuchaba una voz: “¿Dónde está tu

La pasión turca Antonio Gala

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hijo?”-, pero ¿por qué se me castigó de antemano con lo que iba a ser precisamente la causa de tal

crimen?»

Desde hacía más de veinticuatro horas no discernía con claridad. Dejé de intentarlo. El avión había

despegado ante mi indiferencia.

«Ojalá nos matemos...» ¿Quién tendrá piedad de la enamorada? Nadie, a pesar de que no elige ella; no

elige ella, y por eso nadie la compadece ni la absuelve. Estaba herida de muerte, humillada, ofendida; pero

no podía dejar de amar. Odiaba a Yamam, deseaba su aniquilación; pero en mi mano no estaba dejar de

amarlo. ¿Hasta cuándo iba a ser así? ¿Qué curación podía esperar? ¿Era el alejamiento la mejor medicina?

Otra parte de mí -pequeña, pero que se ampliaba a medida que iba razonando- inquiría para qué tales

medicinas. ¿No estaría actuando en función de mi amor propio, de una soberbia incompatible con el amor,

en el que el cuello sólo sirve para que nos lo besen o para que nos lo pisen o para que nos lo corten? ¿Que

sufría? Bueno, ¿y qué? Los dolores hablan sido, desde el primer momento, mi mejor regalo. Si viniese

alguien a decirme -lo había repetido cien veces-: «Vuelve al tiempo en que no conocías a Yamam, y dejarás

de sufrir por él», ¿no lo habría mandado a paseo? Sería como pasar de una actividad vibrante a un limbo

alelado.

Más aún, ¿no afirmaba yo siempre que el dolor es una prueba más honda del amor que el placer, y deja

una huella más profunda? ¿El verdadero amor no es el que perdona y empieza cada día? ¿No me comportaba

como una chiquilla a la que no salieron las cosas como ella soñaba? Los placeres se parecen más

unos a otros; mirando para atrás, difícilmente identificaría éste o aquél. El dolor, por contra, es inconfundible.

¿A cuál se asemeja este que hoy me martiriza? A ninguno: no se trata de celos, ni de desconfianza,

ni de un defecto de amor suyo que yo ya intuía. «De esto no deberá opinar quien no lo haya sentido...

No soy masoquista, no: razono.» El placer se asimila a sí mismo; acaba por confundirse con otro, y

no es jamás infinito. El dolor -buena prueba era yo- no se parece a nada, ni a él mismo un segundo antes,

ni a otro dolor; no se repite nunca, y puede prolongarse sin medida en extensión y en profundidad.

«Lo que me ocurre es el resultado de un orden cuyas reglas desconozco tanto que lo tomo por un desorden...

» Me estaba adormeciendo... Un venerador de la Naturaleza se tiende a tomar el sol, o a la sombra

de un árbol, y aplasta hormigas y menudos insectos: seres que latían y correteaban cumpliendo su

incógnita misión. Se alza la mano, y se quebranta el laberinto en que habita la araña. Se pisa, y se destroza

el hormiguero hermético y sombrío. Se hace silbar una rama, y se perturban las ondulaciones del aire... En

la infinita cadena, romper un eslabón es aniquilar un secreto equilibrio. Ahí está, en torno nuestro y nosotros

formamos parte de ella- una pasión destructora de todo contra todo, con la que la Naturaleza también cuenta,

junto a su pasión reproductora. En este universo, que no captamos mientras estamos vivos, todo se

destruye entre sí... «Eso es lo que a mí me sucede... ¿Me habla dormido? Soñaba con los labios gruesos

de Yamam, con su sexo de glande tan suave, con sus estrechas caderas... ¿Y era eso lo que me había

destruido? ¿Por qué me di tan pronto por vencida? ¿No era mi intimidad con él superior a todas las demás

intimidades, incluyendo la mía conmigo misma? ¿No era yo más suya que mía? El hecho de no desear ser

más que suya, ¿no era lo que me había traído donde estaba? ¿Cómo decir «hasta aquí soy suya y ya

desde aquí, no»? ¿Qué condiciones eran ésas? No sacar placer de este aparente desastre sería defecto

mío. ¿No le dije yo: «Ámame y mándame»? Pues qué pronto puse trabas a su mandato. Sencillamente

quise que mi voluntad estuviese por encima de la suya. Y ése, desde luego, no es un problema de amor.

Cuando descendí del avión, pensaba de una manera opuesta a cuando me subí. Una vez más comprobé

qué perjudicial es dar intervención a nadie en las peripecias amorosas, en las perplejidades o en las iras

del corazón. Es como pedir socorro por una ventana antes de ratificar que arde la casa: los bomberos siempre

causan, por lo menos, tantos estragos como el fuego...

Sin embargo, en el taxi hacia Madrid volví a empeñarme en que la ruptura con Yamam, por desgarradora

que fuese, era imprescindible. Opinaba bien quien opinaba que yo descendía más y más bajo por una

rampa encerada y sin término. No era bueno alterar de tal modo la habitual estructura de los sentimientos,

de la entrega, de la renuncia. Porque siempre que uno renuncia a sí mismo es con la convicción de que

será bien recibido y bien tratado; si no, a nadie se le ocurrirla ponerse en manos de otro... «Pero entonces,

¿qué mérito tiene ninguna entrega? Eso es lo que más se parece a un matrimonio de mutua conveniencia.

Y de uno así es de lo que renegaste.»

El taxista me llevó a un hotel discreto. Era viernes, y, después de descansar, me eché a la calle. Antes

Madrid siempre me resultaba ruidoso y agobiante; ahora lo encontré demasiado tranquilo y muy civilizado,

La pasión turca Antonio Gala

94

sin duda en comparación con Estambul.

No deseaba estar sola, puesto que me contradecía permanentemente. Telefoneé a Julia y a Fermín;

quedé para almorzar al día siguiente: ya les contaría qué hacía en Madrid. Llamé a Pablo Acosta; en su

casa una voz femenina -¿se habría casado?- me comunicó que no estaba en España. Entré en un cine

para oír el doblaje español. Al salir, iban y venían coches por la Gran Vía y por la Castellana como si fuesen

las siete de la tarde. La temperatura era agradable, un aire fino lo oreaba todo. Al cruzar de un lateral

a otro del paseo, un hombre que no tendría treinta años, se me arrimó.

-Hola. ¿Vas a algún sitio concreto o estás paseando?

-Las dos cosas.

-Pues, si quieres, ya has llegado.

Me hizo gracia su inconsecuencia. Tenía el pelo rizado y no corto; vestía ropas falsamente vulgares, y

debía de haber dejado el coche hacía poco o de ir en su busca, porque jugueteaba con las llaves.

-¿Quieres tomar una copa conmigo?

-Si es sólo una copa, sí.

Lo vi despreocupado y muy directo.

-No sé por qué me da que tú no eres de aquí... Pero acento suramericano tampoco tienes.

Me llevó a un bar con terraza donde me sentí envuelta por mi idioma. Me emocionó absorber sin mediador

lo que se decían unos a otros, sus contestaciones, sus desafíos, sus piropos, sus tacos; y también

que algunas palabras quedaran fuera de mi comprensión. Eran jóvenes; unas parejas bailaban, otras apenas

se movían al ritmo de la música; cada cuál hacía lo que se le antojaba.

-Me llamo Iván.

Su nariz era corta, su sonrisa tan bonita que parecía fingida; empezaba a perder pelo, era algo más alto

que yo y puso su mano sobre mi hombro con un desahogo no ofensivo.

Acabo de llegar de Estambul.

-¿Eres azafata?

-;Sólo las azafatas vuelven de Estambul?

A estas alturas del año, más o menos. ¿Y qué haces allí?

-Estoy casada con un turco.

-No jodas, di la verdad. ¿Cómo vas a estar casada con un turco? -Me eché a reír-. Cuando te ríes da

gloria verte. Al abordarte, me pareciste una mujer desgraciada; ahora, ya no.

Fuimos a pie a su apartamento. Tenía necesidad de saber cómo me hacía el amor un hombre que no

fuera Yamam. Y terminé sabiéndolo al dedillo, porque ni un solo minuto dejé de discurrir... Supe cómo me

besaba, cómo subía sus manos desde mi cintura a mis pechos, cómo me volcaba sobre el sofá, y con qué

torpeza desabrochaba mis corchetes. Yo desabroché también su cinturón; le saqué la camisa; bajé la cremallera

de sus pantalones; rocé su pene en erección; miré sus ojos cerrados y su boca ansiosa... Me

entregué como consideraba en conciencia que debía hacerlo. Y deduje, con mayor lucidez que nunca, que

hay gente para la que hasta el placer es un trabajo. Ya había conocido mujeres así, pero quizá hasta

entonces no tuve la prueba personal: no se abandonan, no gozan; quieren corresponder y quedar bien. En

una conversación, en un baile, en la cama, les da igual. Tienen que estar presentes, hacerse notar, no pasar

inadvertidas, y eso les cansa tanto que las impide disfrutar, cobren o no cobren por ello.

El alma no puede sentir ni orgullo, ni vergüenza, ni curiosidad. Porque, mientras procura superar o satisfacer

cualquiera de tales sentimientos, el placer pasa y se evapora; y queda sólo la añoranza de lo que

pudo ser. Hay que sentirse segura -pobre o rica, como se sea, pero segura- y luego abandonarse a esa

seguridad.

Iván, con un cigarrillo encendido, me daba ya las gracias y ponderaba mi forma de hacer el amor.

-Me has convencido de que es cierto lo del turco -añadió riendo.

Me llevó en coche a mi hotel y nos comprometimos a telefonearnos. Yo sabía que no lo vería más: no

quedaba en mí nada de él, ni el rastro de un roce, ni de una caricia, nada. ¿Por qué me había resistido -si

es que no era una celada que me tendía Yamam- a acostarme con aquel francés horrendo? ¿No acababa

de acostarme con este madrileño joven y guapo? ¿Y qué había sucedido? ¿Qué terremoto, qué catástrofe?

Ahora, tendida en la cama, a punto de dormirme, meditaba qué osado es el que exige pruebas de amor:

para el que las recibe completas, significan una relativa confirmación, porque la absoluta en el amor no

existe; pero para el que las da, no son más que un peligro y una irresolución... Cuando ya entraba en el

sueño, sentí mi mano llena con los testículos de Yamam, y mi boca, llena con su pene. Y entre brumas me

dije que era insensato e inútil resistirse.

La pasión turca Antonio Gala

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Nada más llegar a casa de Julia, me di cuenta de que me había equivocado. Salieron los niños a saludarme,

comedidos y atildados. Aquélla era una familia instalada de un modo concluyente, envidiable a los

ojos de todos, y muerta, a los míos. Probablemente Julia le había recomendado a Fermín que se retrasase

para hablar conmigo a solas. Se refirió, en primer lugar, a nuestros conceptos religiosos (eso dijo), y a la

urgencia de que, dado el primer paso, retomara el buen camino... Todo se arreglaría si estaba dispuesta a

volver al redil. Yo pensaba: «La religión del amor es mi única religión. No creo en ningún dios que no sea

amor. El verdadero dios es el que a mi me ha unido con Yamam. Yo no lo busqué; ninguna fuerza humana,

ni divina, me apartará de él».

«¿Qué hago yo aquí?», me pregunté luego oyendo una retahíla de vulgaridades y monsergas. ¿Cómo

en tan poco tiempo me había distanciado tanto de esta mujer, que continuaba siendo como la conocí? El

orden; me hablaba ahora del orden, de que cualquiera tiene tentaciones de tirarlo todo por la borda, pero

se resiste.

-El matrimonio es algo serio, inamovible, indisoluble. No porque lo sea de antemano, sino aún más:

porque lo llega a ser, gracias a la recíproca comprensión y a la vida en común.

-Por eso yo no me encontraba casada con Ramiro y sí me encuentro casada con Yamam.

-Pero ¿estás o no casada con el turco? ¿Por qué rito? La Iglesia no reconoce los matrimonios de mixta

religión, sino en determinadas circunstancias. ¿Y en qué religión educarás a tus hijos? Son cuestiones que

hay que tener en cuenta...

Demasiadas preguntas. Decidí no contestar ninguna, y me sonreí mirándola a los ojos. La sonrisa no fue

convincente porque Julia concluyó:

-De todas maneras, no te veo muy contenta.

-Voy a ir a Huesca -dije de pronto, pensando en mi padre, en Trajín y en mis amigas.

-No lo hagas. Ramiro solicitó el traslado; está en Toledo. Tu hermano lo siguió; todos tomaron su partido:

es fácil de entender. Fermín y yo podemos intervenir, aunque lo veo complicado, si quieres volver con

Ramiro y él te acepta. Claro, en una ciudad donde no se sepa nada...

Yo pensaba: «Pero ¿por qué la gente de Huesca se siente insultada por mí? Si me querían, querrían mi

bien. Un amor como el mío es un don de la vida. Todos, aun a su pesar, tendrían que haberme dado la

enhorabuena... Pero estos amores son aborrecidos, anatematizados, y, aunque no se diga (porque la

envidia pregona una insuficiencia), envidiados también».

El mundo no ha sido hecho por los felices ni para los felices. Exige pagar un miserable peaje, como el

que me estaba exigiendo a mí, por la felicidad, o como quiera que se llame ese estado de plenitud y de

evasión de su orden riguroso... Inesperadamente se me saltaron las lágrimas; no sé si porque evocaba el

bien perdido, o porque me dolía la incomprensión, o la falta de generosidad ajena, o la ñoñería. En

cualquier caso, mi emoción no iba a ser bien interpretada. Abrí las manos.

-Estoy aquí. ¿Qué más puedo decir?

-Si Ramiro no te aceptase, sólo te queda perderte en Madrid, procurarte aquí una vida honrada, comenzar

otra vez. Fermín y yo te ayudaremos.

O sea, si me jorobo, si me sacrifico, si abdico de mi plenitud, ellos me recompensan con un trabajo que

tampoco es sencillo conseguir, del que derivará un mérito para sus conciencias, y que me dará un número

en sus admirables filas de castrados. ¿Cómo iba a decirle que yo nunca sería yo sin Yamam?

Cuando entró Fermín, se inauguró con la pregunta que yo esperaba.

-Pero ¿qué tiene el turco?

Me eché a reír.

-Tiene los ojos así -dije achinando los míos con dos dedos.

-¿Y eso qué tiene que ver?

-Nada y todo. ¿Qué tenías tú cuando te conoció Julia? ¿Qué tenía Julia cuando la conociste tú? Lo que

fuese, a fuerza de verlo, lo habéis perdido... El amor no requiere nada excepcional: asoma, se posa y ya

está.

-Es que tú te crees que el amor es lo único que hay en la vida. Y la vida está llena de cosas: los hijos,

el trabajo, la colectividad, la consideración, la buena fama y otras muchas más. El amor a secas es el principio

de una familia, un sentimiento más bien adolescente. Sirve para algo, siempre que aprenda a salir de

sí mismo y a crear y a procrear; pero, en otro caso, es un enemigo de la sociedad y de la persona.

-Es cierto -le dije.

No tenía gana de discutir, y además no hubiera servido para nada: Lo que sucedía es que hablábamos

La pasión turca Antonio Gala

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idiomas diferentes, creíamos en dioses diferentes, aspirábamos a fines diferentes. Por otra parte, estaba

convencida de que ellos llevaban razón. Yo ignoraba lo que tenía el turco, y, aunque lo hubiera sabido y

dicho, a ellos no les habría servido para nada: no habrían entendido.

Mi viaje a Madrid sirvió sólo para demostrarme -o para que me demostraran- que mi sitio estaba en

Estambul o donde quiera que estuviese Yamam.

Toqué el timbre del apartamento; no abrió nadie. Como era domingo, supuse que Yamam habría salido

con sus hijos. Me senté en el descansillo y me quedé dormida. Me despertó su voz.

-¿Qué haces aquí?

Abrió la puerta y de un empellón me metió dentro.

-¿Dónde has estado?

-En Madrid.

Me dio un revés tan grande que casi perdí el sentido. Tenla todo el derecho. Así quedaba claro, para él

y para mí, que había vuelto rendida. Mi cuarto viaje a Estambul se producía bajo el acatamiento a mi dueño.

Era como una esclava que hubiese huido de la plantación y la hubieran pescado las escopetas y los perros;

estaba a expensas de lo que el amo decidiese.

-Ahora tendría que echarte de esta casa; dejarte en medio de la calle... ¿Qué esperas que haga?

Yo me decía: «Si no existiera un riesgo de perderlo como el que yo he corrido, ¿qué sería del amor?

¿Qué valor tendría la vida sin la muerte? El hombre en general, pero el enamorado más, está siempre al

borde de un derrumbadero. Saberlo es lo que lo alerta y lo mantiene en vilo, lo que no lo deja dormirse.

¿Cómo alguien se preocupa de inventar fórmulas y recetas contra el tedio que mata al amor? ¿Qué tedio

es ése? Cuando una se siente tan desposeída, y posee a la vez todos los tesoros del mundo, ¿qué tedio

cabe?».

-Di: ¿qué esperas que haga? -repitió Yamam.

-Perdonar.

Me lancé a sus brazos. Él me rechazó.

-Ponte agua fría en la cara -me dijo.

Se me había hinchado el pómulo. Con los mismos nudillos con que me golpeó, ahora lo acariciaba.

Cuando se recupera lo que por un momento se creyó perdido, se reinaugura la creación entera. No hay

nada tan deslumbrante como realojarse en un cuerpo, posesionarse de los rincones conocidos, tomar con

tus manos lo que soñaste -en una pesadilla- que nunca más tendrías, recorrer con la lengua un territorio

cuya propiedad te sigue perteneciendo, apretar con las rodillas unos costados tan deseosos como deseados,

perder de nuevo la identidad, y sollozar, sollozar, sollozar, porque has regresado a casa, y te has introducido

en ella, y el dueño en ti, y todo está como antes, como nunca debió dejar de estar.

Dos días después vino Paulina. Nunca sabré -no quise preguntarle- por qué y cómo se había enterado

de mi vuelta; quizá se lo dijo Yamam mismo. Con una sonrisa sesgada y una expresión autocomplacida se

fijó en mi moradura. Venía a invitarme a una partida de cartas para el día siguiente en su casa.

-Como no tenéis teléfono... Estuve a punto de mandar a un empleado, pero no me atreví.

-Bien hecho. Ya sabes que esta casa no es mía.

-¿Vendrás entonces?

Yo juego mal al bridge. Y además los entretenimientos sociales no se han hecho para las mujeres felices.

-¿Felices? -preguntó con ironía-. ¿Y eso? -Señalaba mi mejilla.

-Eso es justamente la marca de la felicidad.

-Creo que es superfluo hablar más contigo. Supongo que, cuando se te ocurra emplear una técnica de

vaivén con tu querido, no contarás con el consulado de España, ni conmigo.

-Puedes estar segura.

De todos modos, en el consulado hicieron la vista gorda. No sé si por caridad con una compatriota desgraciada,

o por merodear en torno a un asunto que veían cada vez más negro. Continué recibiendo invitaciones,

incluso alguna nota conmiserativa de la esposa del cónsul.

Después de mi vuelta, bastantes mujeres de ese círculo se sentían aún más interesadas en mí -quizá

en Yamam-, y nos solían invitar a cócteles o a cenas. Él me animaba de cuando en cuando a ir. Y, si lo

La pasión turca Antonio Gala

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hacíamos, se producía un singular fenómeno. Delante de la gente (nunca antes de llegar donde fuera, y

aún menos antes de salir de casa), Yamam comenzó a reprocharme que me hubiese puesto tal pantalón

poco indicado, o tal abrigo demasiado ligero o demasiado claro. Él, que jamás se preocupó de mi vestuario

o de mi aspecto, salvo por celos mal entendidos, me reñía, cuando había alguien delante, por no haberme

maquillado o haberme maquillado en exceso. Si venía alguien conocido a recogernos, lo que no era corriente,

me obligaba a cambiarme cuando ya estábamos en la puerta. Yo me acostumbré a preguntarle, caso

por caso, qué me debía poner según su gusto. Pero eso, como intuía yo, no me dio resultado: él lo que

deseaba era lucirse, demostrar su poder sobre mí ante un auditorio y unos espectadores, tratarme como a

una turca sin serlo. Yo soportaba con regocijo esta nueva forma de posesión porque demostraba que, como

nunca, me tenía en sus manos.

Una tarde nos habíamos citado Yamam y yo en un hotel, después de cerrarse el Bazar, para tomar una

copa. Llegué un poco retrasada. Él estaba con el marido de Paulina, que se limpiaba el sudor provocado

por su gordura y la cerveza. Lo noté exasperado.

-¿Qué horas son éstas de llegar?

-He estado en unos baños en Galatasaray. -Se lo contaba a Federico-. Llevo años en Estambul y nunca

había ido. Vengo tan sedada... Qué prodigio.

Yamam me hizo girar hacia él y me atizó dos bofetadas no muy fuertes. Yo me encogí de hombros y le

dije:

-Bueno, vámonos. Ya has demostrado aquí tu majestad. ¿Dónde quieres demostrarla ahora?

Tal comportamiento conmigo contrasta con su carácter amable respecto a los demás. Con la gente casi

es demasiado comunicativo y gracioso. Yo me arguyo: «Quizá un hombre tan abierto, de un humor fácil y

aficionado a reír, no pueda amar con la pasión que yo amo. A mí suelen reprocharme mi sequedad y mal

humor. Aunque no soy así: lo que sucede es que estoy en lo mío, abstraída en mi tema, como cada loco

con el suyo. Mi mayor deseo es quedarme a solas con Yamam». En cierta ocasión, como si se refiriese a

otra persona o sacase una conclusión en general, la mujer del cónsul, advertida sin duda por sucesivos testigos

de la forma en que Yamam me trataba, dijo:

-No es prudente juzgar. Hay mujeres a quienes les gusta ser despreciadas. Solo aman a sus amantes

cuando éstos son crueles.

No me tomé el trabajo de replicar, pero le hubiera dicho:

-No; no los aman sólo cuando son crueles. O yo no, al menos. Yo amo a Yamam de cualquier manera

que sea. También cuando de repente, me sonríe y me estrecha contra él. Entonces puedo sencillamente

morirme... La vida hay que tomarla como viene, no sólo cuando es una juerga, y hay que poner al mal tiempo

buena cara. Pero de veras, no una cara fingida. En esto, fingir no sirve para nada.

Estaba escribiendo esta página y, de súbito, he olido a Yamam; no el olor habitual de la casa, que es

también el habitual suyo, sino el de su cuerpo. Levanté la cabeza del cuaderno y aquí estaba, tratando de

leer por encima de mi hombro. Me he vuelto y he saltado a sus brazos. ¿Cómo es posible -me preguntéque

estuviese tan enfrascada escribiendo que no haya oído la puerta, ni sus pasos? Luego me he echado

a reír. Mucho más sorprendente que el defecto de mi sordera es la virtud de mi olfato al anunciarme a

Yamam... Tengo metido su olor en mis narices y en mi piel. A ojos ciega, adivinaría si está él en una

habitación entre otros muchos hombres. ¿Y qué tiene su olor de especial? No lo sé. Es el suyo, y me basta.

Ayer por la mañana andaba por las enmarañadas calles del Bazar. Ya las distingo, aunque todavía me

desoriento a veces y he de recomenzar el itinerario desde el principio. Llevaba las tarjetas en la mano, y le

daba una o dos a cada grupo de turistas que veía deambular de un lado a otro preguntando, comparando,

ilusionándose o desilusionándose, llamándose mutuamente la atención sobre esta o aquella mercancía.

Ellos aceptaban las tarjetas y, al notar que no era turca, se asombraban y me sonreían, mientras miraban

la dirección, tan difícil de encontrar, pese al plano del reverso, en el dédalo del Bazar a ciertas horas.

De buenas a primeras, me ha parecido ver, ante unos kilims que colgaban a los lados de una puerta, a

aquel escritor español que admiro y con el que coincidí en el museo de El Cairo. Me he acercado y, en efecto,

era él. Lo acompañaban su secretario y una muchacha aproximadamente de mi edad. Lo he saludado:

-No me recordará. Nos vimos junto a la tumba de Ramsés II.

-Sí, sí; claro que la recuerdo. -Ha sonreído-. Tenemos las mismas preferencias.

Quizá no era cierto y sólo intentaba ser educado.

Inexplicablemente ha aparecido Yamam. Traía el entrecejo fruncido. Para evitar males mayores, se lo he

La pasión turca Antonio Gala

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presentado al escritor como mi marido. ¿Qué iba a hacer? Me complace decir esa palabra, sé que es una

tontería, pero en fin. Mi marido, un poco sin venir a cuento, ha dicho:

-Yo he vivido en Madrid en la plaza de Alonso Martínez.

-Qué bien -comentó, sin el menor interés, el escritor.

Yo he añadido que en nuestra tienda, que está a dos pasos, tengo los recortes de unos periódicos en

que lo entrevistan a él, y que está muy bien en las fotografías.

-Lo dudo, porque salgo fatal.

-Venga con nosotros. Vengan, quiero decir. -Me referí a sus acompañantes-. Tomaremos un té y, si les

apetece, verán los mejores kilims del Bazar. La mayoría, antiguos. Si es aficionado, le complacerán.

El se volvió hacia la muchacha como consultando su opinión; ella dijo «vamos», y nos dirigimos los cinco

hacia la tienda.

Yamam mandó a Mahmud por unos tés. Nos sentamos y le enseñé sus fotografías; le adulaba, pero también

le incomodaba: comprendo las ventajas del incógnito.

No me atreví a preguntarle qué hacía en Estambul, si ya lo conocía o era su primera visita. Vivía en el

Pera Palas: lo prefiere a los nuevos hoteles impersonales, aunque sea algo menos cómodo, y le apasiona

colarse en las fiestas de bodas atravesando la barrera de los grandes adornos de flores. Yo lo miraba

boquiabierta. Estuve a punto de hablarle de estos cuadernos, pero me contuve. No había leído todavía su

última novela, que me compré en el aeropuerto de Madrid.

-¿De verdad? -me preguntó, más convencido de la sinceridad de mi admiración.

Me sentía dueña de la tienda; volví a saborear lo que es un cliente propio, como en Huesca cuando

apartaba a Lorenzo y hacía yo el elogio de la alfombra. Sin consultar con Yamam, decidí.

-Vamos arriba. Estaremos más tranquilos, y le mostraré los kilims que, de ordinario, no mostramos.

¿Tiene alguna preferencia de color o de dibujo? ¿Busca algo para un lugar concreto?

-Soy muy aficionado. Tengo la casa llena. Creo que una casa no está puesta del todo hasta que no llegan

las alfombras y los cuadros... Es esta amiga -nos la había presentado: una periodista con la que había

coincidido en el consulado; se reencontraron con satisfacción y ahora visitaban juntos la ciudad- la que los

busca para una nueva casa. Ya la envidio: tener todavía suelos vacíos es una gran ventaja.

No sé por qué, yo presentía que la periodista no iba a comprar nada: era una mujer indecisa, alarmada

por los precios y convencida de que la engañarían. Llevaba una chuleta con una larga nómina de equivalencias

de moneda, que consultaba sin cesar.

-Permítame -le dije al escritor-. Quiero enseñarle la joya de la casa.

Yo me preguntaba a mí misma por qué había adoptado esa postura de vendedora grata. ¿Era por el

escritor, al que quería retener y al que había rogado que se dejase fotografiar en nuestra tienda, o era por

demostrarle a Yamam mi valor mercantil y los amigos entendidos y ricos que tenía en España? No lo sé; el

caso es que Yamam me vigilaba desde un discreto segundo plano, con la tácita complacencia con que el

maestro, semioculto, prueba ante los forasteros las facultades del discípulo.

-Yamam -le dije volviéndome hacia él-, ¿puedes mandar que suban el kilim verde Nilo? El que perteneció

a Ariane, la condesa de Tracia.

Yamam mandó subir el kilim. Yo me hinché y me crecí exhibiéndolo ante el escritor.

-Es una hermosa pieza. Combina los dibujos geométricos con una orla de flores no opuesta, por su distribución

y su trazado, al art nouveau. Es una obra muy original, también por el color del fondo y por la extraordinaria

calidad del hilo.

El escritor contemplaba el kilim y me oía con atención. La periodista y el secretario miraban otros kilims,

que desplegaban los muchachos y les comentaba Yamam, resignado a ocuparse de la comparserta. El

escritor llamó a su secretario.

-Cosme, ate acuerdas de las medidas del dormitorio de huéspedes? A sus tonos le iría bien este kilim.

-No estoy seguro, porque, como las mesillas de noche son de fábrica, habría que restarlas de las medidas

generales.

El escritor vacilaba sobre la distancia entre la entrada y los pies de las camas; el kilim le parecía mayor.

-De ancho, está bien, pero es más largo que el espacio libre.

-Da igual que pase debajo de las camas -le advertí-. Hará bonito y servirá de alfombrilla entre ellas.

-Quizá. Qué pena no saber las medidas.

Yo estaba empestillada en venderle el kilim al escritor: sería una buena promoción, aun rebajándole algo,

y demostraría a Yamam mi estilo europeo de llevar el trato. No vacilé.

-¿Hay alguien en su casa de Madrid? Pues telefonee desde aquí, y que tomen las medidas de ese cuar-

La pasión turca Antonio Gala

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to.

Miré a Yamam; él me hizo signos aprobatorios. Telefoneó el secretario. Se puso la cocinera, que era la

única que había en la casa.

-Cuando yo viajo, supongo que viajan todos.

La cocinera midió con un metro de sastre -dijo-, que era el que tenla, y con muchas fatigas.

-Es gorda, y le cuesta agacharse. No se le habrá ocurrido medir de pie.

El resultado fue adverso: sobraba kilim.

-Lo siento porque me gusta.

-Piense otro sitio para él. Debe llevárselo. Me agradaría tanto que estuviese en su casa... Se lo empaquetaríamos

bien y se lo mandaríamos, o yo personalmente lo llevaría al aeropuerto. No les dará molestia

ninguna.

El escritor me examinaba, preguntándose por ese plus de interés.

-Es usted una excelente vendedora. Si actúa igual con todo el mundo, su marido -se volvió a Yamam,

que lo escuchaba- puede dejar la tienda en sus manos con la mayor impunidad.

Hablaba como si hubiera presentido que las relaciones entre Yamam y yo no eran convencionales. Me

lancé por otra vía.

-Tienen cena con alguien esta noche? Estarán muy comprometidos, pero nos gustaría tanto invitarles...

-Esta noche tenemos una cena pesada.

-¿Y mañana?

El secretario sacó una agenda del bolsillo de atrás de su pantalón.

-Mañana hay otra más pesada; pero, si quieres, la puedo cancelar. Sé qué disculpa dar.

-Para mañana, entonces, si ustedes pueden.

El escritor tomó mi mano y la besó. Cuando salieron, Yamam se echó a reír.

-¿Crees que le venderás el kilim?

-Sí.

Me dio una palmada en las nalgas, me atrajo hacia él y me besó. Yo noté que el corazón se me esponjaba

igual que un crisantemo.

Fuimos a recogerlos a su hotel; yo, con el último libro del escritor para que me lo firmara. Lo hizo con un

cariño insólito. Algo debía de sospechar, porque en la dedicatoria escribió: «A Desideria Oliván, la única

mujer que, con una vida novelesca, no me ha dicho que sobre su vida se podría escribir una novela. Con

mi mejor deseo».

Los llevamos a los tres a cenar a aquel restaurante de Kumkapi donde inicié mi segundo viaje. Estaba

muy animado. Había dos grupos de turcos, vociferantes y bebidos.

-Ustedes no respetan mucho la prohibición alcohólica ¿verdad? -preguntó el escritora Yamam, quien

soltó una carcajada.

-Es que aquí el alcohol lo bebemos como medicina. Licor medicinal de clavel, de cereza, de azahar...

Todos los aguardientes son prescripciones facultativas. Antes, para beber, había que internarse en un hospital;

ahora basta con ir a cualquier tienda, una taberna o una farmacia.

Yo percibía una tensión grande en la periodista. Quizá andaba liada con el escritor, o con el secretario,

o con los dos. Hablaba con una libertad chocante. Cuando Yamam fue a encargar la cena, yo, aludiendo a

la dedicatoria del libro, comenté con un tono íntimo (porque apetecía contar o aludir a mi situación ante el

escritor, y lamentaba la presencia de los otros):

-He tenido tantas y tan variadas experiencias. Hasta llegar aquí...

-Mira, guapa-me interrumpió la periodista-: yo me he comido muchas más pollas que tú, así que no presumas.

El escritor la miró sobresaltado. Sólo considerando lo que corrientemente opinan los españoles de una

mujer emparejada con un negro o un árabe o un turco, se explicaba semejante pata de banco.

-No me cabe la menor duda -repliqué.

El escritor debió de hacer a la periodista una seña por debajo de la mesa, porque ella cambió de talante.

Y, corno un acto de desagravio, no imprescindible desde luego, me dijo:

-He decidido quedarme con el kilim. Sé que esta cena no tenía ese fin -yo pienso que sí lo pensaba-,

pero prefiero comunicárselo desde el primer momento.

El secretario parpadeó; era evidente que no le había dicho nada antes. Regresó Yamam.

-Nuestro amigo se queda con el kilim -le informé con alegría.

La pasión turca Antonio Gala

100

Yamam le tendió la mano:

-Hace una buena compra; se lo aseguro.

-Mutatis mutandis, usted ha hecho mejor adquisición todavía con Desi.

La cena se había enderezado, a pesar de su mal comienzo.

-Creo que se nota -dije-: estoy muy enamorada de Yamam. Aunque él me amara trescientas veces

menos que yo a él, con eso me bastaría. La semana pasada me regaló este ojo de cristal de la suerte. -Es

un ojo de medio centímetro de diámetro, con un pasador mínimo y un imperdible vulgar-. No vale absolutamente

nada, se le prende a los niños; darían cien por veinte duros.

-Qué barato compras -me interrumpió Yamam riendo.

-En esta camisa me lo prendió con sus propias manos. Pues no me atrevo a lavarla; no sé si me atreveré

algún día.

Yamam sacó tres ojitos como aquel de su bolsillo. Se los puso a los invitados, que le dieron las gracias.

-Probablemente vosotros no habréis sentido nada-comenté, y me di cuenta de que los había tuteado.

-Sí; de otra manera que tú -replicó el escritor tuteándome-, pero sí. Las turbulentas palpitaciones del

amor son tan intransferibles...

A lo largo de la cena, Yamam estuvo encantador. Con su voz densa y su castellano bueno, pero lentísimo

(tanto, que a veces da la impresión de que no terminará la frase, que por fin termina con acierto).

Contaba aventuras españolas suyas que yo no conocía; atendía a los vasos y los platos de los invitados;

requebraba a la periodista; daba fuego a los fumadores... A mí no se dirigía para nada, como si no estuviese.

Sólo, con oportunidad de no sé qué, me dijo:

-Lava ya esa blusa; no resistirla vértela puesta una vez más sin lavar.

Era su manera de proclamarse dueño y señor. Yo me referí a los hombres que bailaron la danza del vientre

durante mi primera noche en aquel restaurante. En un momento en que el secretario y la periodista

hablaban, atraídos, con Yamam, le musité al escritor:

-Mi marido baila muy bien las danzas turcas. Si se lo pido yo, no me hará caso; si se lo pides tú, bailará.

Quizá por condescendencia, el escritor se lo pidió. Se descalzó Yamam; despejó la mesa; se subió sobre

ella y, conjuntado con un par de músicos, danzó de un modo caliente y sensual. Miraba a los invitados con

ojos provocadores. Yo, en voz baja, le dije al escritor:

-Los turcos son muy calientabraguetas.

Él, animado por el alcohol, lanzó una risotada:

-Ya lo veo.

Yamam, al terminar, recibió nuestro aplauso; mandó cambiar los manteles y pidió unas copas más. Nos

quedamos solos la periodista, el escritor y yo. Ella puso su mano sobre la mía y me previno:

-Tienes que vigilar a tu marido; es un tío explosivo; puede gustarle a todo el mundo.

Quizá subrayó la última frase. Yo me sentí lisonjeada.

-Lo comprendo: fue lo que a mí me sucedió.

-No estaría yo tan fresca como tú.

-No lo estoy. ¿Cómo lo voy a estar? Pero quizá no por esa razón... Sé que se acuesta con mujeres. Sin

embargo, son de paso: si no, lo notaría. ¿Qué quieres que haga? Al fin y al cabo, es mío. Yo gozo más con

la pasión que siento que con la que inspiro. Me pasa lo que a Werther.

-Sí; pero me parece que a tu marido le pasa lo que a don Juan.

-Para mí el mundo está lleno de Yamam; sólo me habla de él y todo lo veo sólo a su través.

-Seguramente; pero para Yamam el mundo es como es y, si le habla de alguien, es de él mismo.

El escritor se hacía el desentendido.

-Casi es hora de irse -dijo-. ¿Dónde está Cosme?

-Con Damián -contestó riendo la periodista.

Bajaron desde arriba Yamam y el secretario.

-Estaba tratando de pagar -se excusó éste-, pero no me han dejado.

Los devolvimos a su hotel. Ya solos, al poner el coche en marcha, Yamam sin mirarme dijo:

-La cena ha sido un éxito.

Yo lo consideré como una alabanza: no pensaba en ese instante en la frase de la periodista: «Si el

mundo le habla de alguien, es de él mismo».

A Yamam lo habían excitado el vino y la conversación; tuvimos una larga y perezosa batalla de amor

muy satisfaciente, en la que comprobé el comprensible desconocimiento de la periodista. Como nos dormi-

La pasión turca Antonio Gala

101

mos tarde, no madrugamos. Yamam fue a abrir la tienda sin esperarme. Yo llegué a media mañana. Uno

de los muchachos me señaló el piso de arriba. Subí despacio. Al abrir la puerta entornada, vi la espalda de

Yamam, que besaba furiosamente y jadeando a una persona que ocultaba él mismo y que se apoyaba contra

la pared del fondo. Las alfombras del suelo y su acaloramiento les habían impedido oírme. Se tocaban

entre las piernas, y en un momento en que Yamam se inclinó vi a la otra persona: era el secretario del

escritor. Preferí bajar en silencio. Tomé un café que me trajo Mahmud antes de iniciar su clase. Tardaron

en bajar. Yamam venia ordenándose el pelo y se sorprendió al verme.

-Creí que no aparecerías -dijo.

-Pues ya me ves.

El secretario me saludó:

-Vine a daros nuestra dirección y el cheque del kilim... Quiero decir... Para que pongáis sobre el envoltorio

la dirección... O sea...

Estaba cortado por mi presencia y, en cuanto pudo, se fue. Hablé en voz muy tenue:

-No sé por qué das a nadie lo que yo sola merezco, porque te amo.

-¿No tienes bastante con lo que te doy? ¿Te quito algo?

-La atención me quitas; el día en que dejes de mirarme...

No preguntó por qué le hablaba así, ni afirmó, ni negó nada. Era una manera de situarse por encima de

mí. Tampoco yo le hice ningún reproche; no habría sido oportuno con Yamam, ni conveniente para mí.

¿Cómo confesarle la dimensión desmesurada de mis sentimientos, sus caídas repentinas, mi desesperación

de algunas horas? El hecho de que él lo conociera no iba a beneficiarme. Esa actitud cautelosa,

que por instinto yo adopto más cada día, acentúa progresivamente mi ensimismamiento. Tanto, que a veces

me recrimino: «¿Para qué necesito a Yamam? Me basto yo sola para amarlo».

Que Yamam no es el mismo, yo lo percibo y tiemblo. Aunque me repita que son cosas mías, consecuencia

de estar tan obcecada con él y tan desprendida de lo demás. ¿Y cómo atreverme a preguntarle el

porqué? Sobre la incertidumbre puedo seguir edificando mi mundo; sobre la certeza, quizá no... Para un

amante al uso, moderado, más o menos cálido, nada hay tan aburrido -incluso tan aterrador- como una

pasión volcánica y excesiva. Comprendo que Yamam haya llegado a sentir por mí -y la sentiría aún más si

yo me quejara- cierta antipatía, en el sentido liberal de la palabra. Él ha de verse, por turco y por machista,

como si fuese la mujer de la pareja; de ahí que yo haya de amordazarme con frecuencia, y maniatarme con

más frecuencia aún; porque tiendo a dominar y a tomar las iniciativas que él no toma, o a sugerirlas.

Recuerdo, al comienzo, su estupefacción después de los abrazos.

Tú sabes mucho. Tú sabes demasiado...

Yo había hecho ademanes y dicho palabras que el amor ingenuo me dictaba, y que a él le turbaban como

provenientes de alguien con muchísima experiencia. Quizá para él era una casada que le ponía cuernos

-ahora con él, con muchos otros antes- a su infortunado marido.

A mí me gustaría gritarle a la cara la tortura de mis celos y la pesadumbre de mi amor. Me gustaría decirle:

«No sabes lo que te estás perdiendo al saciar con gente mediocre, hembras o machos, los pequeños

deseos de tu cuerpo, no de tu corazón. Sólo yo, que te he estudiado con detenimiento, puedo ofrecerte el

auténtico placer. Me quedo, cada día más, fuera del mío, para asistir al tuyo y provocarlo, porque ya sólo

el tuyo es mi placer. Mientras, tú echas margaritas a puercos.

»Qué contraria, y cuánto más codiciable, la postura del que ama frente a la del que es amado. Te juro

que -no por mí, sino por ti- querría que me amaras con la misma violencia con que yo te amo: sólo entonces

verías lo que es bueno. Porque tú podrás encontrar una mujer más gorda u otra mujer más rubia; no te será

difícil encontrar otra más guapa o un hombre que te excite; pero no encontrarás ningún ser que te ame más

que yo.

»Puede que a ti no te importe eso, porque eres frío... No; no lo eres; te conozco muy bien. Lo que ocurre

es que finges frialdad para achicharrarme a mí, para tenerme embebida en tus ojos y en tus manos, igual

que un perro cariñoso que no separa de su amo la vista, siempre vacilante entre el fervor y la necesidad,

entre pedirle compañía o hacerle compañía... Tú me amas; lo sé. A tu manera, también lo sé. No sabrías

amarme a la mía, ni te sería posible, como no podría yo amarte a la tuya, reservándome escondrijos para

mí... Pero a menudo, cada día más a menudo, considero que sólo me amas porque te amo yo; para corresponderme.

Cuánto daría -mi vida daría- con tal de que me amaras por ti mismo, aunque yo no te amase...

Claro que, si yo no te amase, ¿qué habría de importarme que me amaras, ni la forma en que lo hicieras?

La pasión turca Antonio Gala

102

»Ahora me acontece constantemente: estoy casi desentendida de ti, esperándote, escribiendo estos

cuadernos, o sin nada que hacer, porque la casa me produce dejadez, y alzo de pronto los ojos sin darme

cuenta, como buscando a mi alrededor la causa de mi amargura. Igual que si me hubiera sobrecogido el

suspiro en que mi respiración, al interrumpirse, se convierte... Luego recapacito que no soy infeliz, y me

consuelo un poco, pero un poco no más. Si nada pasa, ¿por qué suspiro? Qué torpes somos; no distinguimos

la expectación de la desdicha. Tenemos almas de bueyes, Yamam, y rumiar sería nuestro mejor

empleo. Rumiar lo ya vivido, lo pasado, lo gozado o sufrido; pero rumiar, sin emprender nada nuevo,

temerosos del azar, cobardes ante la aventura, acogidos al calorcito de la nonada que ya hemos conseguido...

Rumiar, rumiar, qué pena.

»La otra noche cenábamos tú y yo en el restaurante que hay al lado de casa. Yo no hablaba; hacía bolitas

de pan con dedos trémulos. No sé si reparaste; creo que sí, porque, al ver que me brillaban lágrimas

en los ojos, me diste unos golpes en la mano con tu cuchillo. Pero no me consolaron; eran sólo una advertencia

de que detestas los numeritos que tú no provocas... Qué velada tan fría, qué cena tan intratable. Yo

frente a mi dios, que callaba por desinterés; un dios que podía levantarse e irse para no retornar, porque

ya no le resultaba atractiva... Por la tarde te había acariciado, te había incitado sin éxito. Cuando saliste de

la ducha te rodeé con la sábana de felpa, te sequé con lentitud, besé tu sexo delicadamente.

»-¿Nos vamos a cenar? -dijiste.

»En eso consistió mi amarga cena. Y ahora allí, callada, y tú, callado, comunicándome mensajes con el

cuchillo. Me anonadaba el sufrimiento del que trata de hablar, de decir algo simpático que rompa la violencia

y el silencio que se está prolongando demasiado, que va a desembocar ya en la plaza siniestra de la

hostilidad, de la que con tanta dificultad se sale. El sufrimiento del que trata de hablar y no puede ni decir

“esta boca es mía, tórnala”, por ejemplo.

»Por eso hablo contigo desde este cuaderno; porque el foso que tú cavas durante el día es muy difícil

salvarlo en la cama por la noche, y lo que sucede en la cama deja de suceder al día siguiente, y vuelve a

producirse el abismo de ayer, la estremecedora distancia... Si pudiera gritarte todo esto a ti en lugar de

escribirlo... Si pudiera gritarte: “Haz lo que te venga bien de mí menos dejarme: ¿a qué puedo aspirar que

no sea eso?”».

Quizá el desánimo que sentía durante las últimas semanas dimanaba de una causa física: estoy otra vez

embarazada. No sé cómo pudo ocurrir. He puesto de mi parte todo para evitarlo. ¿Qué harán conmigo

ahora? Quizá la premonición de este nuevo tormento, de esta renuncia obligada era lo que desde mi subconsciente

me desmoralizaba.

He decidido entrevistarme con la madre de Yamam. No sé ni su nombre. La veo como una pirámide

abrumadora que se desplomará sobre mí en cuanto me acerque. Pero ella es quien decide en algo que me

afecta esencialmente: a mi vida y a otra que ayudaría a la mía y que está ya influyendo en ella.

Otra vez desolada, ignorando dónde mirar, ni en quién confiar sin correr el riesgo de que se transforme

en enemigo. He tenido el teléfono en la mano para llamar a Paulina; he colgado. Sé su contestación: «Ten

a tu hijo en España y no vuelvas». ¿Es lo que debería hacer? ¿No lo probé sin éxito? Me encuentro acorralada

sabiendo lo que todos me aconsejarían. Y también yo si no fuese yo; pero sí soy. Y, cuando una

mujer como yo se entrega a un hombre, se entrega hasta la muerte, haya o no papeles por medio, o sangre

de por medio. No se cambia de padre ni de madre, no se cambia de destino ni se elige. El mío es

Yamam, lo quiera yo o no, lo quiera él o no. En mi poder no está desenamorarme. Si pudiese mirar a otro

lado sin morir, si pudiese escuchar otras voces, o permanecer sola incluso, lo haría. Pero no puedo; sé que

no puedo... Y otra vez se me plantea la más ardua de las elecciones: una en que no me es dado elegir y

que me desgarra sólo con plantearse.

Yo sé que la madre de Yamam va a tomar el té, con unas viejas amigas, en un hotel nuevo junto al

Bósforo. Esta tarde me he presentado allí. Vi el grupo de cinco o seis mujeres -todas vestidas de una manera

falsamente europea, todas teñidas de rubio menos ella-, sentadas en torno a una mesa no lejos de una

fuente de mármol blanco. Les habían servido un té con pastelillos, pastas y emparedados. Comían con

fruición, y hablaban con la boca llena, pasándose los platos. Yo las observaba, triste, desde un sofá próximo;

a ellas y al vestíbulo alto y claro, bajo la violenta luz que entraba por las grandes cristaleras del fondo.

La fuente cantaba una canción tan encarcelada y fuera de lugar como las plantas naturales de los macetones,

y como yo... La madre de Yamam me miró. Me incorporé. Ella me hizo un ademán para detenerme

La pasión turca Antonio Gala

103

y darme a entender que luego me vería. Me hallaba como un enfermo grave, sin cita previa, ante un médico

que tiene su salvación en la mano y que se dedica a reír y a cambiar impresiones con unos amigos,

indiferentes todos a su desgracia.

Tres cuartos de hora después, la madre de Yamam, con el imperio y la dimensión de una fragata, se levantó,

pasó por mi lado haciéndome una seña y me condujo a otro sofá en un pasillo oscuro. Llevaba un

extraño sombrero de terciopelo, que en ella se convertía en turbante; unas mechas de pelo ya canoso le

catan sobre las orejas. Se sentó, girando nerviosa los numerosos anillos de sus dedos y fumando a la vez.

No sé si sabe alguna palabra de español. Yo, por gestos y con alguna expresión sencilla, le he dado á

entender mi embarazo. Con un infinito desprecio, negó con la cabeza. Luego me salpicó con una sarta de

sonidos violenta y contenida a un tiempo, que tenía la intensidad de un martilleo. Yo junté las manos suplicante;

me dejé caer y me puse de rodillas. Ella, alarmada, miró alrededor y tiró de mí. Con un implacable

meneo de las manos, rehusó continuar. Y una vez de pie, volvió hacia abajo el dedo pulgar derecho.

Para mí fue como para el condenado a muerte en un circo la omnipotente voluntad del césar. Fui tras

ella; me retuvo con una irremediable brusquedad, y se apresuró para seguir comiendo a dos carrillos sus

pasteles. Yo, oculta en los servicios, después de haber vomitado, me eché a llorar. ¿Hacia dónde miraría?

Por la noche me hallé frente a un Yamam severo.

-Creí que no ibas a cometer una segunda estupidez.

-Es una tercera -he dicho, empeorando las cosas.

Él ha tachado mi primer embarazo con un encogimiento de hombros.

-Ya están ahí mis hijos: quiérelos y tenlos los días que me correspondan.

-,Es un delito desear uno tuyo y mío también?

-Sí; es un delito. Tú y yo no estamos casados y nunca lo estaremos. Si tanto lo deseas, no te queda otro

recurso que volver a España y tenerlo allí.

Unos días atrás había recibido, a través del consulado, la noticia oficial de que a mi marido le habían

concedido el divorcio.

-Pero podríamos casarnos. Ya no existe el obstáculo de mi matrimonio.

-Existe el del mío -ha respondido tajante Yamam.

-Tú me habías dado a entender... Yo no sabía que estabas casado ni que tenías hijos.

-Si ésas eran condiciones imprescindibles, ahora sabes ya que no se dan. Vete si quieres irte.

Se ha metido en el dormitorio y ha dejado la puerta entornada. Yo me he visto tan sola que me he puesto

a escribir.

Lo dejo aquí, pero no sé qué hacer: no ya mañana o la semana próxima, ni siquiera ahora mismo. No

sé si entrar en el dormitorio, o ir al cuarto de los niños, o dormir en el sofá de terciopelo labrado, que esta

noche también veo como un irreconciliable enemigo.

Me quedé en el sofá. Yamam apagó pronto la luz. Yo no dormí. Recordé los somníferos de Huesca, pero

estaban en los altos del armario y no me atreví a molestar.

Vi amanecer desde la alargada ventana del salón, tras las cortinillas de volantes. Un gris, melancólico,

nublado, húmedo amanecer.

No tengo a quién recurrir, ni a mí siquiera. ¿En qué se ha convertido mi paraíso? No sólo los sueños,

hasta el sueño me ha abandonado. Tuve un ansia vehemente de dormir y de no despertarme...

Por la mañana, sin darme los buenos días, Yamam entró en el cuarto de baño; le preparé una muda y

una camisa limpia. Mientras se vestía, me aseé yo. No me habló en todo el trayecto hacia el Bazar. Al pasar

por la estación del Oriente Exprés no pude evitar que me invadiese una indecible angustia. No me estaba

permitido llorar; hubiera sido la gota decisiva. Corno no nos habíamos desayunado, se me fue la cabeza

sin querer a los pastelillos que ayer devoraba la madre de Yamam. Me dije: «Estás mejor, puesto que tienes

hambre». No era cierto. El hambre no significa más que un estómago vacío. Qué ventura, pensé, si en mi

vida hubieran coincidido el amor y el respeto de los otros, la protección social, «el aplauso de los

ruiseñores», de aquella crónica que hoy veo tan distante como si nadie la hubiera escrito nunca.

No tenía ni una lira en mi bolso; las últimas las había gastado en el taxi que me llevó al hotel, del que

volví caminando. Para acortar el desierto que me apartaba de Yamam, me acerqué a él, después de haber

tenido, en el aseo público común del Bazar, unas náuseas que me partían en dos.

-Necesito desayunarme. ¿Me puedes dar algo de dinero?

Me ha venido a la memoria una frase de Flaubert (quizá tener un libro me habría ayudado anoche): de

La pasión turca Antonio Gala

104

todas las borrascas que caen sobre el amor, una petición de dinero es la más desastrosa. Me he encontrado

miserable y mal pagada; me he encontrado sucia y nada atrayente. Yamam, en silencio, me ha tendido

unos billetes. La sonrisa con que se lo agradecí debió de ser la de una ruin mendiga. He tenido que

volver al aseo público común, porque la náusea seca no cesaba.

Cuando salí de él, tropecé con el gentío que llenaba el Bazar, en parte para comprar, en parte para protegerse

de la lluvia mansa y desangelada que caía fuera. Sin saber por qué, me vino al recuerdo el significado

de mi nombre. Un día me entretuve en buscarlo en el diccionario del profesor de latín: un hombre alto,

seco, con gafitas redondas y unas manos mucho más chicas de lo que le correspondía. Se murmuraba que

había sido seminarista o hermano de no sé qué congregación.

-Desideria -me ayudó él a buscarlo-. Aquí está: desiderium, desiderii, neutro.

-¿Neutro?

-Sí.

-¿Y el femenino?

-Tu nombre no es femenino, niña, es plural. ¿Ves? «Valete, mea desideria», escribió Cicerón. Y quería

decir: «Adiós prendas mías», o «adiós, amores míos».

Yo repetía, sin ver a la gente entre la que andaba: «Adiós, amores míos». ¿Qué hacía yo allí, en el

corazón viejo y mercachifle de Estambul, citando a Cicerón? Algo de mí se estaba entenebreciendo sin

recurso.

Esta vez me llevaron a un médico judío. Pienso que clandestino por la forma en que la clínica estaba

disimulada dentro de Balat, el antiguo barrio griego. Le ayudaba una comadrona tapada con unos trapos

blancos. Mi bajo estado de ánimo recalcó mi preocupación por la falta de asepsia, que me parecía descubrir

en todas partes. Yamam desapareció en cuanto me recibieron; se quedó su madre, que le gritó al irse unas

frases en un tono muy duro. Yo supuse que eran su negativa a seguir remediando torpezas de él o mías.

Según demostró, estaba dispuesta a remediarlas definitivamente; quizá fue eso lo que advirtió a Yamam.

Cuando al día siguiente, aún febril y muy cansada, me devolvieron a la casa, Yamam me dijo:

-Por fin hemos salido de esta preocupación.

Por su expresión intuí algo y pregunté:

-¿Qué quieres darme a entender?

-Ya no podrás quedarte más embarazada. Ha habido complicaciones...

Herida como estaba, deduje que la complicación era la que les producían a su madre y a él mis embarazos.

Ignoro lo que han hecho conmigo; no me encuentro mal y, sin embargo, se ha descolgado sobre mí una

sábana negra. Cuánta contradicción: ¿por qué, si los embarazos han sido mi mayor martirio -los abortos,

mejor dicho-,lamentarme ahora que se han evitado para siempre? ¿Por qué la eliminación de cualquier

posibilidad de ser madre, si nunca me lo hubiesen permitido, me causa tal congoja? ¿O es que estoy dispuesta

a acongojarme por todo lo que me suceda?

Recaí tres días después. He estado una semana entre la vida y la muerte. Nadie me dice el porqué, si

ha sido una infección o una intervención inhábil. Todos repiten: «Ya estás bien, ya pasó lo malo». Y nada

más. El médico, al que, entre nubes, yo adivinaba preocupado y hasta asustado, vino dos veces por día.

Como mi vida estaba en sus manos, lo recibía, a pesar de la fiebre, igual que a un ángel salvador; un ángel

con una cara reservada y cetrina y de una diminuta estatura. Estoy viva y no sé si lo celebro. Tengo el

remordimiento de haberme salvado a costa de mis hijos. Pero ¿cuáles, o es que he perdido la cabeza?

Todos los posibles se concretan ahora en el pequeño Carlos, en quien tan tenazmente me propuse no pensar.

Durante mi enfermedad me abrazaban, tendían sus brazos hacia mi, sus bocas redondas, sus manos

gordezuelas, reposaban su cabeza en mi pecho y yo entonaba viejas nanas que me enseñó, de niña,

Marina, para acunar a mis muñecas; luego volvían la cabeza y mamaban, y yo sostenía mi pezón entre dos

dedos para que la leche fluyera mejor, abundante y templada... Hasta que me adormecía, si es que esas

imágenes no eran ya fruto de mi adormecimiento.

Nunca como en estos días últimos he tenido presentes los paisajes de mi infancia: las calladas montañas,

impávidas pero llenas de vida, como fieles amigos que no nos abandonan; los fríos ibones que a

veces visitábamos, donde se refleja, invertido, el verdor casi negro y el olor de las misteriosas riberas...

Dejábamos atrás el convento de Las Miguelas y pronto comenzábamos a ver la Guarguera y las sierras

La pasión turca Antonio Gala

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matizadas desde el verde al morado, desde el pardo al añil. No sé por qué recuerdo, sobre todo, el otoño,

cuando ya en Monrepós se divisaba la nieve deslumbrante, las Tres Marías tras el Monte Perdido...

Trepaba la tierra hasta el horizonte y, amontonados sobre ellos, el cobrizo de los robles y los castaños, el

oro de los álamos, el impávido verde de los pinos sustituidos luego por los abetos, el violeta de las hayas

desnudas, el rojo de los cerezos... Los árboles serenos en los que podía trepar y que me sujetaban fieles,

sin traicionarme. Antes que nada de lo malo sucediera, cuando gozaba de la certeza de un padre

todopoderoso, a cuya orden cicatrizaban hasta las heridas -«Sana, sana, culito de rana»- y se resolvían trabas

e impedimentos. Mi padre, heroico e indulgente, que me traía velas de colores que ninguna de mis amigas

tenía; las velas con formas de animales fantásticos, que a mí me apenaba encender porque se me

gastaban. « Hay más, tontica; te traeré más», pero yo no las encendía. Mi mesilla de noche estaba llena

de ellas... «Valete, mea desideria.» Adiós, prendas mías, recuerdos, afectos, todo lo que quise antes de

saber qué era y lo duro que es el amor.

«Ya no podré teneros», les decía yo a mis hijos esta misma mañana, sentada ante la ventana de la cocina

por la que un sol tan indeciso y tan débil como yo penetraba. «No podré ya teneros...» Llamaron a la

puerta. Fui a abrirla medio desvanecida. Mandaban una carta desde el consulado. He tenido un sobresalto;

al abrirla me temblaban los dedos. Había motivos: era una carta helada de mi hermano Agustín comunicándome

la muerte de mi padre, «por si te interesara saberlo, ya que has sido tú quien la ha apresurado

».

He apoyado mi frente sobre la mesa; desde los pies, desde más abajo de los pies, desde esta tierra que

siento a cada instante menos mía, me ha subido un sollozo... Ya no puedo teneros, hijos ni padres míos.

En el fondo, erais lo mismo: eslabones de la misma cadena. Los más imprescindibles. Yo no lo era, ni

Yamam lo era. En mi cadena, yo me acabo y la acabo... Miraba por la ventana el cielo extranjero... «Si tu

madre te viera...», me decía cada vez en voz más baja. Ya me veis todos; nada puedo ocultaros. Ahora ya

estáis todos dentro de mí, hijos míos, padres míos. Ya soy sola yo, vosotros, y sólo en mí existís...

Hasta que he podido llorar, los sollozos me han desgarrado la garganta. Valete, esta vez sí, mea desideria...

La pasión turca Antonio Gala

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Cuarto cuaderno

Mi convalecencia, entre una y otra recaída, ha durado más de lo que nadie calculó. Aún ahora no me

siento vivir del todo. Es como si la muerte -una especie de muerte contagiosa- me hubiera puesto una

venda sobre los ojos para impedirme ver, y querer ver y entenderme a mí misma. No he tenido ánimos ni

de levantarme de la cama para sentarme aquí, ni de venir aquí... «Para qué? -me preguntaba-: ¿para

quedarme en una ventana que se abre al mismo aparcamiento y a los mismos cielos ajenos?»

Yamam se ha portado muy bien. Los primeros días no salió; después traía por la noche el almuerzo del

día siguiente; encargó a una vecina que viniera a verme a media mañana y a media tarde, y él comparecía

siempre a la hora de la cena. Cocinaba para mí con esa delectación con que lo hacen los turcos; pero yo

apenas si pasaba bocado. Prefería además que me viera lo menos posible. La mayor parte de las noches,

apagaba la luz cuando lo oía llegar; no porque haya dejado de quererle, sino para que, por mi debilidad y

mi enflaquecimiento, no dejara de quererme él a mí. Pero él hacía la cena y me la llevaba a la cama.

-No estás en situación de perder ni una sola comida.

Durante este tiempo ha dormido en el cuarto de sus hijos, que no venían para no importunarme.

Me asustaba mirarme al espejo: las ojeras lívidas, el arco de las cejas tan pronunciado, los pómulos que

me endurecen la cara... La fiebre me hacía sudar, y me encontraba sucia desde el atardecer. Mi único alivio

era ponerme los pijamas de Yamam, sus camisas gastadas, y convencerme de que nuestra historia no

ha terminado... Lo que otro sabe cualquiera puede aprenderlo; pero el corazón -la única posesión verdadera,

origen de todo lo demás- no es más que de cada uno...

Muy poco a poco, tanteando, empiezo a encontrar gusto en el sol que se posa con suavidad sobre esta

mesa; en la comida, que antes me revolvía el estómago; en los olores fuertes que suben desde la escalera

y las cocinas de abajo, y en los de la ropa interior de Yamam, que han tocado sus axilas o su vientre; en el

murmullo continuo de la calle... Las cosas sin ninguna importancia, en las que no había reparado, comienzan

a proporcionarme una emoción indescriptible, como si estuviesen recién nacidas y me nombrasen con

ternura, agazapadas ahí, a la espera de que volviese a ellas. Ver en el perchero de la entrada la gabardina

de Yamam, lo que me da a entender que el buen tiempo ha llegado; meter mis manos en sus bocamangas,

o descolgarla y ponérmela, tan grande, y ajustármela con el cinturón y conservarla puesta toda la

mañana. Ordenar la ropa en los cajones; colgar sus trajes después de acariciarlos. Limpiar muy despacio

y a fondo la cocina, y sentarme un poquito para que me deslumbre la luz que reverbera contra los azulejos...

Y recordar el cariño de Trajín, que me habría hecho una guardia constante, satisfecho de que estuviese

mala y me fuera imposible salir a la calle sin él; recordarlo en aquel día especial, en el jardín de los

jefes de Ramiro, donde había un seto de plumbagos, del que él volvió lleno de motas azules, adornado y

precioso, sacudiéndose como un hombrecito al que no le van las cosas de mujeres. Y recobrar el gozo de

tener a Yamam, de recibirlo y servirle un vaso de vino, y probarlo después que él dé el primer sorbo; el gozo

de tocar sus dedos con los míos sin ninguna fuerza, y abrir los suyos y colocar entre ellos mis dedos y

esperar la presión de su mano. Y tomarle la mano y ver su vello, sus uñas, sus nudillos, y decirle: «Estas

uñas hay que cortarlas ya», y coger el cortaúñas, y, con mucha ternura, írselas cortando mientras él me

atenta cómo le ha ido el día. O presentir sus pasos en la escalera, y preparar la mesa, y encender una vela

recordando las mías de colotes, y beber agua mientras él bebe vino, y atisbarnos por encima del cristal

como si aún fuéramos los cómplices que éramos. Y sentir todo el día ganas de llorar de puro agradecimiento

por estar viva y seguir amándolo.

Ayer me llevó a dar un paseo en el coche. Era una mañana limpia y azul como una aguamarina. Frenó

junto a un paso elevado bajo el que habían instalado unos cuantos vecinos, improvisadamente, un mercadillo

de palomas. Las veía en sus jaulas: blancas, pintadas, zuritas, moñudas con las colas redondas y

rizadas, tan diferentes y tan semejantes, con los ojos redondos y amilanados bordeados de rojo. Las habría

comprado todas y las habría echado a volar. Yamam tenía las manos sobre los muslos; yo puse las mías

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bajo ellos, como con frío, y recliné la cabeza en su hombro. Oía el zureo de las palomas y el vocerío de los

vendedores ambulantes. Tres o cuatro viejos, enterados de lo del mercadillo, habían acarreado allí sus

puestos de frutas, de los primeros helados, de alpiste y cañamones para la mercancía. Se me antojó un

helado de limón. Era tan malo que nunca lo hubiera comido en otras circunstancias que esas, en que

recibía toda la mañana como una bienvenida en la que no puedes despreciar lo que te ofrecen. Lo comí

entre remilgos, como una niña pequeña malcriada... Y me pregunté si no estaría exagerando o prolongando

mi desvalimiento, la ineptitud de la convalecencia, para depender más de Yamam, para que él me compadeciese

y ni le pasara por la imaginación abandonarme.

Fue con ese helado de limón en la mano cuando comprendí que llevaba un mal camino; que no debía

consentirme ser una carga para Yamam; que iniciar una técnica con el fin de retenerlo era el primer paso

de la derrota; que necesitaba tener muy claro hasta dónde me permitiría llegar él y desde dónde yo estaba

obligada a ser la misma de antes: fuerte, valiente y ágil. Aunque ésta fuera también otra táctica -pero menos

molesta para él-,tenía que desterrar el empalago. No era prudente hacer lo que hice el viernes: cortarle un

rizo para ponerlo en un guardapelo de mi abuela, con la vana esperanza de que él me pidiera a mí otro. No

era prudente suplicarle ningún juramento, ni hacérselo; él ponía una cara de conejo asustado por una trampa

de la que temiera no escapar. No era prudente cansarlo con mi amor, ni entregarme de nuevo más y

más, cuando en aquellas largas semanas de mi enfermedad quizá algo había sucedido que lo separaba de

mí, y era preciso, con cuidado, acercarlo otra vez; no acercarme yo, sino tirar de él y que él viniera, sin

darse cuenta, por su pie. A la manera con que él trataba a los clientes. Si había olfateado que, cuanto yo

más me entregaba; él se reservaba más, ¿por qué, idiota, aumenté mi ternura? ¿No lo veía distraerse, mirar

hacia otro sitio? Tenía que refrenarme, aunque me fuese doblemente costoso; porque, según mis reflexiones

en los duermevelas del crepúsculo, había llegado a la conclusión de que el placer con Yamam no iba

a bastarme ya, de que tenía que proponerme su conquista interior, apoderarme de él y no dejar que se

escabullera nunca. Una tarea intrincada, emprendida además en las peores condiciones.

Esa misma mañana de domingo, después de decidir que mi flojedad se había acabado, vimos pasar por

la ribera dos osos con argollas en la nariz, y supliqué a Yamam que frenase el coche, y me bajé, y me

acerqué apoyada en su brazo. Un hombre oscuro y con una cicatriz de la sien a la boca, que hacía de amo

y por quien sentí una inmediata aversión, los golpeaba con un palo largo, y luego les ordenaba sostener el

palo con la torpe dignidad con la que sostiene un falso rey su cetro. Uno de los osos me observó con una

pacífica extrañeza cuando lo acaricié, y me inundé toda de misericordia, porque me sentí mucho más cerca

de él que de todo el mundo. «Después de mi propósito, voy a echarme a llorar; qué cobarde me dejó la

enfermedad», pensé: «Para qué me habré bajado de ese maldito coche?». Pero me hacía sufrir el alambre

de sus hocicos y su esclavitud y esa paciencia de quienes habían nacido para la libertad. Se aproximaron

unos niños, y reían al verlos balancear sus grandes cabezas de ojos ausentes, sus cuellos vigorosos; sus

patas hechas para la carrera y el juego del amor. Descendían luego las garras en un gesto de implorar la

limosna, y los niños les daban manotazos. Yo tragaba saliva para evitar las lágrimas. Porque estábamos

allí todos retratados, Dios mío: en el hombre oscuro que los explotaba, en los niños feroces que se

divertían, en ellos mismos, en los osos, que se dejaban caer de pronto a cuatro patas y arrastraban por el

polvo su majestad.

-Vámonos -le dije a Yamam-. Dale algo a ese hombre, pero aclárale que es sólo para sus animales.

-Como que te crees que los saca de paseo para que se distraigan -me contestó riendo.

Nos montamos en el coche sin que le diera nada.

Me recriminé por mi comportamiento y por mi sentimentalismo pueril. «De ahora en adelante -me dijeno

irás más a pecho descubierto, salvo que quieras recibir patadas. Si necesitas emplear una estrategia,

empléala, por sinuosa que sea. El fin a que aspiras -reconquistar su amor- lo justifica todo. (Aun ahora

cuando escribo la palabra todo, me refiero, en efecto, a todo.) Una amante que defiende lo suyo no se tolera

melindres. Y más si ya no es joven, ni está haciendo los primeros escarceos, tan seductores para el

amor que empieza, es decir, cuando no es joven ni lo parece; cuando no la resguardan esas nieblas que

emborronan los ojos sedientos y embellecen el cuerpo codiciado. Has envejecido en unas semanas

demasiado como para dejarte en manos de la casualidad. Proponerte una meta tan alta desde tan abajo

es el primer síntoma claro de que ya estás curada. Actúa en consecuencia.»

La semana anterior había cumplido treinta y dos años.

La pasión turca Antonio Gala

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No he tardado mucho en recuperar peso y en mejorar de aspecto. Yamam me dio más dinero del habitual

para mis reconstituyentes y nti sobrealimentación, y yo vendí a una vecina presumida un collar de oro

que traje de España. Con ello he podido pagarme los masajes en el hotel de Suecia, que me pareció el más

europeo y el más indicado. Se ha hidratado mi piel y han desaparecido las arrugas. Compré un buen perfume,

y me arreglo con el mayor cuidado. Ahora aparento menos años que antes de la enfermedad;

agradezco a mi cuerpo su colaboración. Que el resultado es bueno lo compruebo en las miradas de

Yamam, al que había invadido la perezosa inercia de no contar conmigo sino como una manejable compañera

de piso. En su opinión nos habíamos transformado en un matrimonio de hecho, que es el más convencional

y aburrido de todos, y, por si fuera poco, el más frágil.

Esta mañana he vuelto a repartir publicidad en los hoteles. En el vestíbulo de uno, fumando un cigarrillo,

he confirmado que los hombres miraban, primero, mis piernas cruzadas bajo la falda algo subida; luego,

mis pechos, firmes a los dos lados del escote en pico; por fin, mi cara, que ya no me aterra ver en el espejo,

y a la que doy, si quiero, una expresión jovial y coqueta. No oculto que forzaba un poco mi naturaleza,

tan desdeñosa con quien no sea Yamam, y que hubo momentos en que me sentí incómoda al ser examinada

con aprobación y hasta con apetito. Pero ha valido la pena ratificar que vuelvo a ser la que era y que

estoy de verdad en pie de guerra.

La prueba era inevitable. Ayer Yamam me anunció que cenaríamos hoy con dos franceses: el delegado

de una firma importantísima, que instala en Estambul una filial, y un cliente familiar de la tienda, secretario

cultural o algo así del consulado de Francia.

Cuando Yamam ha venido a recogerme, yo estaba ya maquillada, peinada con una trenza recogida y el

pelo muy tirante a la española, y un traje de brocado que se vino conmigo y que no había tenido ocasión

de ponerme, o por lo menos no necesidad. Me ha inspeccionado de abajo arriba y luego de arriba abajo;

yo bromeaba adoptando una postura clásica de maniquí. Se me acercó, y vi resurgir en él las brasas.

Habría bastado que yo dejase caer el chal para que su pensamiento se consumara. Sin embargo, he sonreído

y he adelantado las dos manos para detenerlo.

Ya estoy vestida.

Pero sentí tanta satisfacción que me he encerrado un momento en el baño para escribir estas líneas.

-¿Por qué no me dejas pasar? —-está diciéndome.

Enhorabuena Desi, y adelante.

La cena de hace tres días ha constituido una victoria. No sé desde el punto de vista del negocio, pero sí

del mío propio.

Dentro de lo malo, el delegado francés era un tipo elegante y muy bien educado; adulador desde el

primer momento, generoso (se ocupó de mi tabaco y me compró unas flores) y oportuno. (No llegué a saber

en ningún momento para qué cenábamos con él. Aunque lo suponía, lo he sabido luego: Yamam aspira a

que los suelos de salones y oficinas del nuevo local se revistan con alfombras de su tienda.) El secretario

consular, al que -también lo supongo- Yamam habrá ofrecido una comisión, no estaba mal tampoco, pero

era más bajo, menos esbelto y menos guapo que su compatriota. Ambos me agasajaron durante toda la

cena y se comportaron conmigo como si Yamam no estuviese. Yo, contra lo que me habría sucedido antes,

me hallaba en la gloria. En ningún momento se me ocurrió ni pedirle a él fuego, entre otras razones porque

los otros dos se desvivían por dármelo. Sé que mi francés no es irreprochable, pero mi acento les hace gracia

a los franceses y procuré resaltarlo. Me moví en una línea peligrosa como la de un funámbulo: de un

lado, entreabrir la puerta para que no se sintieran excluidos de nada de antemano; de otro, entrecerrarla

para multiplicar el deseo de abrirla de un empujón.

No niego que me divirtió el jugueteo; sin embargo, como ninguno de los dos pretendientes -creo que así

puedo llamarlos- me interesaba, transcurría el tiempo sin que me decidiera, lo cual excitaba la competitividad

de ambos, los mantenía en jaque como dos servidores aspirantes a la blanca mano de doña Leonor,

y desconcertaba a Yamam, que me veía actuar por primera vez, y asistía a mi actuación como a un partido

de tenis, volviendo la cabeza a un lado, y a otro sin la más ligera noción de cómo acabaría:

Detesto el coñac, cualquiera que sea su nacionalidad. Esa noche, no obstante, bebí uno francés, y alabé

su bouquet y el suave golpe que sube desde el fondo del paladar a la nariz. Estuve amable y divertida, es

decir, escuché, que es como más divertida y más amable le resulta a un hombre una mujer.

Me percaté, de repente, de que no me había pintado las uñas, y me entraron ganas de echarlo a rodar

todo, como una actriz novicia que se equivoca en su primera representación. Me contuve y tomé nota. A

La pasión turca Antonio Gala

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cambio, traduje la letra de la jota en que la Virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa. Ellos me aseguraron

que no les preocupaba, porque en Francia tenían suficientes vírgenes.

-Si todos los franceses son como ustedes dos, no habrá tantas -repliqué.

Conté dos o tres anécdotas chistosas de mi país y, más que nada, oí anécdotas del suyo; eran vulgares

y me repateaban, pero yo fingía estar obnubilada.

El que lo estaba en realidad era Yamam; tal era mi propósito: dejar sentado que los europeos éramos

afines y lo pasábamos muy bien entre nosotros. En un momento dado, su pie -no podía ser de otro: no

habla dado justificación tan clara a los demás- me buscó por debajo de la mesa, y yo, con una fastidiosa

espontaneidad, me dirigí por encima a él:

-Perdona, Yamam: ¿decías algo?

Él, ruborizado, negó con la cabeza y sacó no sé de dónde una sonrisa postiza. Yo ahondé la puñalada:

-Quizá se le ha hecho tarde. Es que Yamam madruga para abrir su precioslsima tienda del Bazar.

Quería establecer que quien abordaba el posible pretexto de la cena era yo, y me deshice en elogios de

los tapices, kilims, alfombras, bordados, etcétera, de Turquía, y concretamente de los de «mi amigo

Yamam».

-Cuando a ti te apetezca -concluí para dejar sentado que a mí no me apetecía-, nos vamos.

-No quieren ustedes que tomemos una copa en algún lugar grato? -dijo el delegado-. Yo apenas conozco

Estambul. Hasta el momento, no he salido del barrio de Galata.

-Quizá no salga usted nunca de él -le replicó riendo el secretario, que se llama Armand y el otro, Denis-.

Aquí las familias bien de toda la vida dicen que Mehmet tomó la ciudad en 1453, pero los turcos no la

tomaron de verdad hasta 1983, y en coche. Ahora sí que es suya. Se cuenta que las calles de Estambul

están pavimentadas de oro; pero el medio millón largo de automóviles que circula por él no deja comprobarlo.

Yamam se levantó. Yo temí un exabrupto; había olvidado que los turcos no son dados a ellos: prefieren

otros sistemas de dar a entender lo que pretenden o lo que les fastidia.

-La misma confianza que tengo yo al despedirme les ruego que la tengan conmigo quedándose y disfrutando

de una agradable soirée.

Yo hice ademán de incorporarme.

-Ah, no se querrá usted llevar a Desia. -Así me había llamado Denis durante toda la cena-. Desia es la

reina de esta reunión; sin ella, la noche caería decapitada.

-¿Como Marie Antoinette? -pregunté.

-No, no -dijo Yamam-. Que Desi los acompañe en mi nombre. Los deseos de ustedes son para mí

mandatos.

-Qué amables son los turcos -comentó el delegado, subrayando más las diferencias.

Se levantaron también los franceses.

-Ya nos pondremos de acuerdo en qué día pasaremos por el Bazar Cubierto -comentó Armand.

-Cuando quieran.

Yamam estaba delante de mí. Me miraba. Le tendí la mano con la palma hacia abajo. Vaciló, la besó y

se fue.

Por descontado, a partir de ese momento dejó de importarme lo que sucediese. Mi representación había

concluido; la había hecho para un único espectador que acababa de dejar la sala. Me costó más esfuerzo

prolongarla que iniciarla, pero la prolongué. Yo sabía que mi campaña no era cosa de unas horas, y nadie

se aprende su papel para una sola sesión.

Nos fuimos al hotel del delegado, quizá el más caro de la ciudad, en el que yo había estado por la

mañana repartiendo tarjetas como una asalariada. Ahora nos encontrábamos allí con un vaso en la mano,

sentados ante una mesa discreta, y bailando de cuando en cuando. Era evidente que el secretario consular,

no sé si soltero o casado, había renunciado en favor de Denis a la posibilidad de conseguirme. Puesta entre

la espada y la pared, yo habría elegido a éste. Y, al parecer, estaba entre la espada y la pared. Después

de un baile lento, el secretario se despidió muy cordial y no sin mi promesa de volvernos a ver en seguida.

Al fin, solos -dijo con un incierto sentido de la originalidad el delegado.

-Relativamente -repliqué mostrándole la sala abarrotada.

-¿Quiere que lo estemos un poco más?

Me miraba con unos ojos cuyo color, hasta ese momento, no había identificado: pardos, acaramelados,

verdosos, grises, según la luz que les daba; pero, como la luz allí era absolutamente inquieta continué sin

La pasión turca Antonio Gala

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saber a qué carta quedarme; en cualquier caso eran bonitos.

-Oh, no -le respondí bajando los míos.

Comprendí por instinto que había llegado la hora del pudor. Lo sentía, pero podía haberlo ocultado perfectamente;

sin embargo, lo que interesaba era exagerarlo. Después de la exhibición, el rechazo y la huida

para provocar el celo del cazador, que así se creería dos veces triunfante: por la dificultad tanto como por

la presa.

-Es demasiado tarde... No vaya a molestarse en llevarme. Pediremos un taxi.

-¿Qué está diciendo? Primero, que la llevaría yo en el taxi: ni tengo coche, ni sabría por esta ciudad tan

complicada de la que además no me fío... Segundo, que no quiero que se vaya. No me haga tanto daño.

-No exagere, Denis. Tengo miedo de usted.

Pensaba que es más excitante para un hombre que una mujer tema entregársele. Claro, que con Yamam

había obrado al contrario, pero precisamente porque no pensé.

-He hecho muy mal no yéndome con Yamam. Es la primera vez que cometo tal disparate.

El ardid exigía que se dedujera que, ya que no mi primer contacto con un hombre, sí era mi primer contacto

con quien no tuviese ningún derecho sobre mí. (La relación entre Yamam y yo no me convenía aclararla.)

Yo misma me admiraba de tener tales conocimientos que producían efectos radicales: Denis estaba

prácticamente a mis pies y me adoraba, si bien de un modo algo bobalicón. Para no pasarme de casta y

de sencilla, continué:

Ahora tendré que dormir en casa de una amiga íntima, la mujer del homólogo de Armand en el consulado

español. ¿Me acompaña al teléfono antes de que sea más tarde?

-Si yo me atreviese... En el hotel tengo una suite con un par de dormitorios; le cedo uno y el salón.

Acepte, Desia.

-Oh, Denis. ¿Cómo puede pensar...? Es usted un conquistador terrorífico. Y lo malo es que yo soy una

boba.

-Lo primero no es cierto; lo segundo, tampoco. Es usted la mujer con más esprit y más duende (para

decirlo en los idiomas de los dos) que he conocido nunca.

No hablé; lo miré fijamente -sus ojos estaban verdosos- y coloqué mi mano sobre la izquierda suya. Su

derecha se apresuró a cubrir la mía.

Denis tiene un cuerpo atlético; pero hace el amor con demasiada suficiencia y demasiada prisa. Por

segundos, me recordó a Ramiro. No sé si se propuso dejar enhiesto el pabellón francés y tuvo que sacrificar

su propio pabellón, pero con ese cuerpo, que ganaba desnudo, podían hacerse mejores contradanzas.

O quizá sea -me acuerdo ahora de Laura- que la rutina (o la costumbre, mejor dicho) no es la enemiga

del amor, sino una aliada cuya fuerza hay quien no aprende a utilizar.

No me fue posible abandonarme aunque lo hubiera querido. A cada movimiento de Denis, a cada contacto,

a cada beso, yo me repetía: «Yamam hubiera hecho tal cosa, o besado tal sitio, o tocado tal resorte».

El amor físico no se improvisa; menos aún que el otro, que sólo reclama pruebas falseables. En el físico,

hay que mostrarlo y demostrarlo todo. Yo me conformé con manifestar una cierta timidez y bastante inexperiencia

para no alarmarlo; o sea, interpreté el papel, tan fácil, de la que no sabe casi nada y arde en ganas

de que su pareja se lo enseñe todo.

-Desia, me has hecho tan feliz -musitó Denis en mi oído.

-Llámame siempre así -musité yo en el suyo.

Me pareció muy adecuado tener un nombre distinto, como una consigna, para él. Aprovechar su equivocación

fue hacer de la necesidad virtud, lo que en nuestras circunstancias no dejaba de ser una paradoja.

Cerca del mediodía, durante el desayuno -con mi mano izquierda entre las de Denis- telefoneé a

Yamam. Hacía tres horas que estaba en el Bazar. Le dije que le hablaba desde casa de Paulina.

-¿Estás segura? -preguntó con un tono que no supe cómo interpretar.

-Segurísima, la estoy viendo ahora mismo.

Lo dije sin un titubeo, pero también sin un exceso de firmeza, para que lo entendiera a su gusto. Amaba

tanto a Yamarn mientras le mentía, o mientras le ocultaba la verdad; tenia que hacerme tanta violencia para

no salir corriendo a pedirle perdón...

-¿Cuándo vendrás?

-En cuanto me sea posible. Un beso. -Colgué.

-Te quedas a almorzar conmigo -afirmó Denis.

La pasión turca Antonio Gala

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—Sería incapaz de almorzar con esta ropa de noche, por muy en Estambul que estemos: se me quitarla

el apetito.

-Abajo hay boutiques. Llamamos y que te suban algo.

-Prefiero bajar yo: no me fío del gusto de las turcas, y menos del de las americanas. Cuando terminemos,

me encasqueto esa falda y una camisa tuya, y bajo.

-Que lo carguen a mi cuenta. Y que confirmen por teléfono, si quieren.

-Te lo agradezco, Denis. No he traído dinero.

Él se separó de la mesa. Yo estaba envuelta en una sábana. Me miró con detenimiento.

-Es una lástima que pienses en vestirte... Acabas de decir «cuando terminemos». ¿A qué te referías?

-Al desayuno, por supuesto -sonreí.

Me cogió en brazos y me llevó a la cama. No sé si por su esplendidez, tan poco francesa, o porque

escuché algo celosa la voz de Yamam, la segunda función fue bastante mejor que la primera. Yo me distraje,

no obstante, un momento: mientras me preguntaba a mí misma si no tendría alma de puta cara.

Cuánto me habría gustado que Yamam lo supiera.

Llegué al Bazar a la hora del cierre: lo había calculado. Llevaba un elegante traje sastre azul noche; a

poco que se entendiese, se deducía la buena firma. No me puse más adorno que un prendedor de solapa

de alta bisutería. Di por supuesto que el pagador iba a ser la empresa del delegado y me pasé un poquito;

nunca me había sabido mejor una compra. El saco de tela azul marino en que me entregaron el vestido me

sirvió para meter la ropa de la noche anterior, y para producir una primera impresión de viaje, que era lo

que procuraba.

Vi a Yamam a la puerta, sentado en un taburete; en otro, su hermano, cuya barriga daba casi en el suelo.

Cuando avancé por la estrecha calle del Bazar que desemboca allí, dejé a ambos con la boca abierta. Los

muchachos y Mahmud se preparaban para cerrar. Por lo que pudiera pasar entre Yamam y yo, Mehmet

huyó a su joyería.

Yo cerraré -le dijo a los muchachos Yamam. Y a mí-: ¿Pasas?

Entramos y echó el cierre por dentro. No habló. Me tomó con suavidad la cintura y subimos al piso alto.

Antes de un minuto me había despojado del traje azul noche, y se habla arrancado su pantalón y su camisa;

el resto me ocupé yo de quitárselo. En seguida comprendí por qué era insustituible, y cómo habían servido

de ensayo preparatorio las dos séances del francés: mi cuerpo, fatigado, se abrió igual que una fruta

madura.

Yendo hacia casa, al pasar por la estación Sirkeci, un tren silbó. Siempre se me han clavado en el alma

los pitidos de los trenes; me suenan a desolación, a despedida, a una aflicción punzante y alargada. Me

estremecí. ¿Qué era lo que temía? ¿No poseía de nuevo a Yamam que, de vez en cuando, me miraba de

reojo como un experto que calibra una alhaja, o acaso como un chalán que valora una jaca? Sí; lo poseía.

Y de ahí exactamente provenía mi temor... El tren volvió a silbar. Yo, a pesar de haberme propuesto mantener

una cruda neutralidad, no logré evitar cogerme del brazo de Yamam.

Subimos las escaleras de la casa en silencio, como habíamos venido. Yo sentía fijos sobre mi trasero

los ojos de Yamam. Hace tiempo me dijo que ésa era la facción más hermosa y la que más le enloquecía

de mi cuerpo.

-Facción, en castellano -le dije muy refitolera-, es una parte de la cara.

-¿Y es que no es una cara todo el cuerpo?

Me detuve en el último rellano y me volví. Yamam tenía apretadas las mandíbulas. Abrió la puerta con

una mano poco serena. Me dejo pasar y cerró, sin mirar, con un pie.

Ven -murmuró.

Me condujo de la mano al dormitorio, y me demostró de nuevo que mi cuerpo no conseguiría olvidarlo

jamás.

Llevo dos meses obligándome a la discreción; no piropeo ni jaleo a Yamam. A veces lo miro con

aprobación y espero que comprenda. Participo de todas sus locuras y sus inventos, con la intención de que

él encuentre mi cuerpo también inolvidable. Pero no hago comentarios después de sus abrazos; me conformo

con quedarme en silencio mirando al techo y fumando un pitillo. Él aguarda la frase y el beso agradecidos,

la ponderación o la lisonja con que, en un pasado próximo, solían concluir nuestros actos de amor;

pero yo enmudezco. Lo que no está en mi poder es impedir las explosiones que en mí suscitan sus manos

La pasión turca Antonio Gala

112

o cualquiera de sus miembros; ésas, no obstante, tampoco él las percibe con mucha lucidez: afortunadamente.

Antes había ocasiones en que yo me reprochaba: «Eres imbécil. Estás hablando como se habla en los

libros», y me callaba muerta de vergüenza. Yamam me miraba animándome a seguir, y eso me daba pie

para imaginar que acaso los libros turcos expresen el amor y las pasiones con un lenguaje distinto del nuestro,

y que a Yamam mis palabras le sonaban inéditas todavía. Ahora estoy más convencida que nunca de

que las palabras no sirven para casi nada. Su potencia es escasa; se quedan cortas, como una prenda de

vestir a la que el uso y los lavados han encogido. Cuando yo le manifestaba paladinamente mi amor a

Yamam, seguro que no me creía, a fuerza de haber oído decir lo mismo y con las mismas expresiones tantas

veces. Cuántas mujeres se le habrán declarado, cuántas habrán gritado su nombre atravesadas por él

y casi en la agonía. Y todas han terminado de la misma manera: en la indiferencia y el olvido...

Malditas palabras. Al amado no ha de decírsele que él es el absoluto y tú su esclava; él ya lo sabe, pero

no se lo cree. No hay que decírselo, sino probárselo. ¿Y cómo? Porque el amado siempre está vuelto hacia

otro sitio, entretenido, pensando en otra cosa, hasta que le da el avenate de poseer, y posee y te come y

te bebe y te digiere. Como le dije aquella noche al escritor español, a mí lo que más me gustaría es ser un

genio del idioma para acertar con la expresión que convenciera de mi amor a Yamam. O inventar otra

lengua, si es que la monotonía de la pasión puede expresarse de otra manera que monótonamente. Una

lengua no usada todavía, tersa e insólita, con vocablos que pareciesen nombres de pájaros y flores de un

universo más cálido y más iluminado, como el universo que yo creí que era Estambul... Malditas sean las

palabras, porque hasta para maldecirlas tenemos que emplearlas.

Habían pasado cuatro días desde mi primer encuentro con Denis. Al quinto, tuve un almuerzo con él,

agradable y sin posteriores complicaciones. En la mañana del décimo, contentísimo, Yamam me comunicó

que había firmado su contrato con la filial francesa, por el que, sobre los planos del arquitecto, se le encargaba

alfombrar las salas nobles del edificio.

-Es mucho dinero, preciosa mía, y en buena parte te lo debo a ti.

No aludió más al tema, y pareció incluso arrepentirse de esa breve mención. A lo largo de. la mañana,

entró en la tienda un turco seco, granujiento y de malísima catadura, que sacó a Yamam fuera. Estuvo

ausente una media hora. Al regresar, su satisfacción parecía esfumada; tan visiblemente, que le pregunté

si el contrato francés se había derrumbado.

-No; se trata de otro asunto... ¿Querrías hacerme un favor importante?

-Sabes que sí.

-Esta tarde, a las cuatro, llevarás un sobre que te daré a la dirección que en él va escrita.

Dijo una dirección -era una casa de Yeniköy-, que anoté mentalmente.

-¿Eso es todo?

-No puedo decirte más. Tendrás que obrar según las circunstancias. Eres lo bastante hábil y lo bastante

lista como para no necesitar asesores.

Almorzamos juntos. Estuvo muy amable. Alardeó de llevar al lado a la mujer más guapa del restaurante,

que era demasiado sencillo como para enorgullecerme. Se hallaba en los limites del Bazar, e íbamos antes

a él con frecuencia. En realidad, el primer piropo me lo echó el dueño, tendiendo a mis pies el delantal;

según él parecía aún más joven que la última vez.

Nos sentamos al aire libre. Desde un árbol central, una parra irradiaba sus ramas. Al pie había un acuario

alto y vacío que servía de techo a una gata con cinco o seis crías. Unas cuantas tiendecillas se abrían

alrededor de ese patio; ante una de ellas, dos preciosas alfombras extendidas. Una brisa templada movía

las servilletas de papel... Yo miraba enternecida los juegos de los gatitos. La madre comía de un plato que

le habían puesto los alemanes de una mesa próxima, hasta que el camarero la espantó con unas palmadas.

Los gatos, que habían aprendido ya a lamerse las patas, lo hacían embelesados. Uno no dejaba de mirar

hacia arriba, como si esperase echar a volar en cualquier momento; otro, tenía una curiosidad tan grande

que la desparramaba por todas las cosas sin detenerla en ninguna, lo cual le hacía parecer autista... Se lo

comenté a Yamam. Él me besó en los labios y se levantó para pedir una música. Bajo una sombrilla de

propaganda, había una fuente por la que salía el agua de un depósito si se bombeaba con una palanca.

Apoyada en el depósito, sin dueño,` una tabla de mármol tallada. Los turistas alemanes, desmoralizados

por la complicación de los billetes, pagaron cada cual lo suyo cuando se levantaron.

Nuestra comida se prolongó con el raqui y la conversación. Yamam evocaba buenos momentos nuestros,

referidos todos a nuestro viaje por Anatolia. Yo me preguntaba la causa de tan pertinaz asociación

La pasión turca Antonio Gala

113

de ideas. Al final, con su boca muy cerca de mi oído, fue traduciendo la letra de una canción arabesca que

empezó a sonar:

-La he pedido yo, y dice: «Tú eres mi nombre y la luz de mis estrellas; el ramo de yerbabuena con que

adorno mi té y las huellas de mis dedos... Tú eres el corazón de la tarde en la que soy feliz. Tú eres el barco

que me lleva, río abajo, al mar de la hermosura...».

Yo no me quería dejar llevar río abajo. Sobreponiéndome, aprobaba con la cabeza, mientras Yamam

hacía suyos, muy bajitos, los versos de la canción.

-«Tú eres el perfume del mundo. Nunca podré despedirme de ti, porque vienes conmigo...»

Sin transición, sacó un sobre y lo puso sobre la mesa.

-He resuelto acompañarte yo. No a la casa del hombre al que se lo has de dar, pero cerca. ¿Vamos?

El trayecto fue largo. Yamam iba tarareando la melodía de la canción y repitiendo algunos versos. Yo los

recordaba mejor que él; quizá se los había inventado. Nos acercamos a una de las zonas residenciales del

Bósforo,, donde la vegetación crece armoniosa entre las casas opulentas y por encima de las tapias de los

jardines, como si en la vida todo fuera intachable, y no existiera el mal. La tarde era caliente y perfumada;

el césped había recuperado su color verde intenso y los cerezos florecían. Yamam detuvo el coche y me

señaló una villa, no muy grande, pero muy bien cuidada.

-Espero que él luego mandará que te lleven. Si es antes de las siete, estaré en el Bazar; después, en el

bar de la estación.

Lo miré a los ojos intentando descifrar el misterio de tanta exquisitez. Me besó con denuedo y me abrió

la puerta del coche.

-Ciao -dijo.

El hombre era un turco inmenso. Debía de ser muy rico; cada detalle de la casa estaba puesto allí para

demostrarlo. Desde los amplios ventanales del salón se divisaba el embarcadero y un barco meciéndose

en el agua. Mi temor a no entenderme con él se evaporó en seguida: hablaba en cuatro o cinco idiomas,

como Ariane, mezclando unos con otros y supliendo con las manos las posibles lagunas. Me ofreció un té

o un whisky; acepté, por si acaso, el segundo. Luego saqué el sobre de mi bolso y lo puse ante él encima

de la mesa. Él lo abrió sin mirarme. Yo escudriñaba todo, hasta donde mis ojos alcanzaban. Era difícil

encontrar algo sobre qué descansarlos; pocas veces había visto una colección de objetos más caros y más

feos, combinados con una irresponsabilidad tal que cortaba la respiración. El hombre contaba billetes de

dólares que venían dentro del sobre. Al final, resollando como un hipopótamo y enjugándose el sudor, dijo:

-Aquí falta mucho dinero, señora. ¿O señorita?

-Señorita -preferí contestar.

-Demasiados dólares... No sé si Yamim (¿es su nombre Yamim?) sabe a lo que se expone. Está jugando

con fuego desde hace tiempo. Mi organización no tolera ni fallos ni fraudes.

Esto es lo que deduje de su gorgoteo políglota. Dejó pasar un minuto, que se me hizo interminable. Yo

no tenia la menor idea de lo que podía aducir. De pronto, sonrió, si aquella mueca era digna de llamarse

sonrisa.

-Salvo que usted sea la encargada de saldar el total de esta deuda.

-Yo no tengo... -comencé a decir, mientras abría mi bolso, no sé por qué.

-Oh, sí tiene; ya lo creo que tiene.

Movió su sillón para acercarlo al mío. Comprendí: se trataba de una encerrona. Salir de allí no digo ya

ilesa, pero intacta, era una utopía: el salón estaba lleno de tiradores para llamar al servicio. Y darle al gordo

en la cabeza con algo contundente era una remotísima posibilidad: tendría que conseguir primero que no

se levantara, porque media muy cerca de dos metros. Él, entretanto, reta sacudiendo la cabeza. Destapó

un azucarerito de oro y me tendió una diminuta cucharilla.

-¿Quieres?

No era azúcar, por supuesto.

-No, gracias.

Él sorbió por un lado y otro de sus anchas narices. Tocó una tortuga, también de oro, que era un timbre,

y apareció un criado vestido de frac.

-Que no se me interrumpa. Si llamase el ministro, que yo lo llamaré; que diga dónde está. Si es mi hija,

que la recogerán a las siete donde diga.

Con un gesto despidió al criado. Yo no tenía miedo: veta todo como si le sucediera a otra persona; ni

siquiera albergaba rencor contra Yamam. Estaba persuadida de que me podían asesinar allí mismo y tirar

mi cuerpo al Bósforo sin que se volviera a oír mi nombre. Era, pues, consciente de que no me quedaba otra

La pasión turca Antonio Gala

114

salida que pagar lo que le faltaba al sobre. Sólo tenía la esperanza de que el individuo inmenso no gozase

de aficiones demasiado horrorosas... Sin el menor motivo, me acordé de mis amigas de Huesca. Fue un

fogonazo: las vi en el parque con sus hijos brincando alrededor, y vi a Trajín. Me dije: «No es mal recuerdo

para terminar». Me trajo a la realidad el hombre que, cogida por los hombros, me levantaba del sillón.

No sé qué edad tendría; quizá pasaba de los setenta años, pero eso daba igual: no se me iba a preguntar

mi opinión; había que saldar una deuda y nada más; preferí no fijarme en quién cobraba. Cerré los

ojos y sentí que me tomaba en volandas y me depositaba, con mucha consideración, sobre un sofá tan

gigantesco como él. Se interesó cortésmente por mi comodidad. Afirmé. Se derrumbó a mi lado y me

desnudó prenda por prenda, con una exasperante lentitud. Yo seguía con los ojos cerrados, me besó los

párpados.

Así, así -dijo.

Acabó de desnudarme. Yo ya estaba impaciente por terminar como fuera. No sucedía nada. Pasaba el

tiempo y no sucedía nada. Lo había sentido levantarse. Abrí los ojos, aunque no del todo. El hombre, con

los suyos en blanco, se masturbaba junto a mí. De no ser por sus jadeos, se hubiera oído el vuelo de una

mosca; no creo que las hubiera, salvo que fueran de oro. Concluyó con un estertor y su suspiro. Cuando

volví a mirar, estaba derrengado en un sillón; ni el cinturón se habla aflojado. Pasaron unos minutos. Yo no

osaba moverme. Le oí decir:

-Vístete. Eres muy bonita. Me gustas mucho. Siempre que no se lo des a ese holgazán que te ha mandado,

coge de esta mesa lo que quieras.

Yo me vestía apresuradísimamente. Miré la mesa. Señalé con el dedo el azucarerito. El hombre se echó

a reír.

-Seguro que el contenido se lo darás a Yamam (su nombre es Yamam, ahora lo recuerdo), pero si te

gusta...

Enroscó la tapa y me lo alargó. Yo lo guardé en mi bolso.

-Dile que es para uso estrictamente personal, eso si: que no me entere yo de lo contrario. Ése es capaz

de vender a su madre. Y ya le comunicaré a él cuándo quiero que vuelvas.

Tiró del cordón; vino otro criado.

-Que lleven a la señora, ¿o señorita?, donde ella vaya. Adiós. -Me besó la palma de la mano. Yo ya

salía-. Dime, ¿de dónde eres?

-Soy española.

-Me lo figuré, tu apasionamiento es típico de España.

Pensé en el apasionamiento de la Maja desnuda de mi paisano Goya, y me sonreí. Al fin y al cabo, pasar

con nota, a los treinta y dos años, un examen tan minucioso no era moco de pavo.

Mandé al chófer que me dejara en Eminönü. Compré comida para las palomas y la eché por el aire. Todo

él fue, a mi alrededor, un batido de alas. Tuve la tentación de tirar también el contenido del azucarero, pero

había hecho otro plan. Aún calentaba el sol. Me eché sobre la cabeza el chal que llevaba al hombro y entré

a la Mezquita Nueva (que no lo es, tiene más de cuatro siglos). Escondida tras una columna, volqué gran

parte del contenido del azucarero en mi polvera, previamente vaciada. Me postré, y me acometió de repente

toda la angustia que creí superada. Noté el fresco y la humedad del sitio. Una gruesa turca me puso sobre

la cabeza el chal que se me había escurrido, y me tocó cariñosamente el brazo... Con la cara entre las

manos rompí a llorar. Sólo un momento; luego me levante y salí. Crucé hacia el puente Galata; anduve un

trecho por él y me di media vuelta. Allí estaba Estambul, algo velado por la contaminación y por el polvo

que descubre la primavera. En mitad del Cuerno de Oro -de oro, pensaba, sintiendo contra mi costado el

azucarero- no sabía si reír o seguir llorando. Tenía enfrente la mezquita de donde venía, el Bazar egipcio,

la estación a la que iba a ir luego, el Topkapi, el Serrallo, Santa Sofía, la Mezquita Azul, la postal entera...

Nunca más había vuelto a la Mezquita Azul... Entre la bruma el puente sobre el Bósforo.

En mi primer viaje, Laura y yo buscamos, yendo en un transbordador, el lugar preciso que inventó

Espronceda para que el capitán, sentado, viera lo que ve... Espanté las moscas que subían de los restau-

La pasión turca Antonio Gala

115

Y ve el capitán pirata,

cantando alegre en la popa,

Asia a un lado, al otro Europa

y allá a su frente Estambul.

rantes del puente... Ya era casi la hora. Caminé despacio hasta la estación donde había sido tan feliz.

Yamam tomaba café en una mesa.

-¿Quieres azúcar? -le dije, poniéndole por delante, con un golpe, el azucarero.

-Con el café turco -contestó sin inmutarse- hay que decir, al pedirlo, la cantidad de azúcar que se quiere.

Yo lo tomo con mucha.

-Pide otro para mí, pero esta vez sin azúcar. La tarde me ha acostumbrado a los tragos amargos. -Él

había cogido el objeto y lo examinaba-. Es de oro, sí; pero quizá el contenido valga más. -Se lo arrebaté y

lo devolví a mi bolso-. Creí que te conocía.

-Nunca has querido conocerme.

-Porque te había aceptado tal como eres, tal como fueras...

-¿Y ahora ya no me aceptas?

Alargó una mano reclamando la mía. Yo miraba alrededor aquel local que también había querido disfrazar

al principio. Se me nublaron los ojos. «No -me dije-; no. Ahora quiero conocer a Yamam, cueste lo

que cueste.» Alargué mi mano.

Ahora te acepto, pero a pesar de todo. Creo que he iniciado mi viaje de vuelta.

-De vuelta, ¿adónde?

A ti. -Era. preciso aterrizar. Sacudí la cabeza para cambiar de tema; le señalé ¡ni bolso-. Tienes amigos

muy interesantes.

-Son anteriores a ti -se excusó. Me había dado la vuelta a la mano y seguía sus rayas, como si me leyera

la buenaventura.

Ahora comprendo algunas cosas -murmuré. Y él también murmuró:

-¿Te apetece que cenemos por aquí, como habíamos pensado, o nos vamos a casa?

Su voz estaba preñada de promesas.

-Vámonos -dije.

Ya me quedaban muy pocas cosas que perder.

Ayer por la mañana regresé de París. He estado una semana larga. Denis iba a pasar unos días allí; me

invitó, y acepté.

De nuevo era preciso elegir, sobre esta cuerda floja en la que vivo, entre dar a Yamam la impresión de

independencia, incluso de estar por encima de él, o arriesgarme a perderlo. Nada más decidir que iba,

comencé a martirizarme: «Una semana es demasiado tiempo: puede pasar todo en ella. Pero, por otro lado,

también estuve meses fuera, antes de liarme la manta a la cabeza, y siempre encontré a Yamam dispuesto

a recibirme... Sí; pero era otro Yamam. Y además, tú no sabes lo que hizo entretanto; no creerás que te

guardaba ausencias; no te las guarda ahora, conque... Mira, en el fondo da igual que te vayas o que te

quedes: nunca va a ser tuyo como tú eres suya. Por lo menos, algo tendrás que contarle a tu regreso».

El piso de Denis es admirable. En la orilla izquierda, sobre el Sena, que se ve brillar entre los árboles.

Un piso para un enamorado de París, como él. Nunca me habían enseñado la ciudad -tampoco estuve tantas

veces- con el afecto de ahora. He paseado sola, y hemos paseado juntos. A veces yo iba por las

mañanas a las plazas, a los jardines, a los monumentos que la noche anterior me había mostrado Denis,

y qué distintos eran... Si no supiese yo a quién amo, habría imaginado que era mi amor por Denis el que

engalanaba las fachadas, los árboles, las cúpulas, los campanarios, todo. Denis me enriquece más de lo

que nunca me enriqueció Ramiro. Junto a él, una vida sin amor sí se comprendería. Es atento, riguroso,

arrogante, correcto y guapo. He visto volverse muchas cabezas femeninas, y alguna masculina, paseando

con él... Ay, en el caso de que Estambul no existiera, me quedaría en París. Qué raro que le tuviese antes

tanta manía.

Una mañana que Denis tenía libre me instó a ir de compras.

-¿Qué mujer pasa por París sin equiparse un poco?

Lo primero que compré fueron unos gemelos de lapislázuli; eran para Yamam, pero rectifiqué a tiempo

y, una vez bien envueltos -«Sí, son para un regalo»-, se los tendí a Denis. Él rozó mi cara con la suya y me

besó con levedad. Si le hubiese hecho el regalo por-interés, no habría surtido un efecto mejor: se empeñó

en que comprara todo lo que veía, todo aquello donde mis ojos se posaban.

-No voy a poder mirar más que el Arco del Triunfo, Denis, por favor...

-No lo mires, porque tendría que hablar no sé si con el Gobierno o con la alcaldía, y hemos de estar de

vuelta en Estambul dentro de nada.

La pasión turca Antonio Gala

116

En el amor es higiénico y aséptico. No mejora con el uso, ni conmigo tiene por qué. Me ha acompañado

cuanto tiempo ha tenido libre; no me ha exhibido, pero tampoco me ha ocultado. Ignoro si tiene mujer;

no me pareció oportuno preguntarlo, y él tampoco me ha preguntado nada. Supongo que es divorciado;

pero, si tiene hijos, apostaría a que no los ha visto. La última noche paseamos por la plaza de los Vosgos.

-Qué pena no poder besarte ahí en medio, pero a estas horas cierran el jardín.

-Hazlo aquí mismo. -Le ofrecí mis labios-. Gracias por tu París.

-Mi París ha sido bastante estropeado por reinas españolas: Ana de Austria, María Teresa y, ya el colmo,

Eugenia de Montijo.

Hubo un momento -me llevaba del brazo y yo me había dejado caer sobre él- en que al hablarme de

algo indiferente (una fecha, o la luna, o qué sé yo) se le enronqueció la voz. Pensé: «Mira que si ahora me

pide en matrimonio o quiere unas relaciones fijas»... Me detuve; lo miré de frente:

-Paseos como éste sólo se pueden dar cuando se es libre. Por eso yo no quisiera dejar de serlo nunca.

Te lo agradezco de todo corazón.

Nos besamos un poco más a fondo. En realidad, son más peligrosos los hombres como Denis, que no

ejercen su poder en la cama.

Por supuesto, había comprado para Yamam otros gemelos. Cuando él y yo volvimos juntos a casa

(nunca la había visto tan rematadamente fea, pero tampoco tan nuestra), saqué cubitos de hielo y metí en

una cacerola alta una botella de champán; su único mérito era que la había traído yo en mano desde París.

Yamam decía desde el salón:

-¿Cómo puedes haberte gastado tanto en comprar una joya en una tienda que no es la de Mehmet? Me

tendré que quitar los gemelos cuando vaya a verlo; si no, se moriría del disgusto... Son magníficos, Desi.

Gracias.

Salí con la botella y dos copas. En aquel momento lo amaba más que a todo, y estaba persuadida de

que lo amaría siempre. Bebimos el champán de prisa -dos o tres copas-, porque éramos conscientes de lo

que nos esperaba al otro lado de la puerta. Pero lo cierto es que no llegamos al otro lado. Sobre el kilim

parecido al que le vendí al escritor hicimos ilimitadamente el amor. Si me hubieran preguntado después, no

habría sabido contestar en dónde está París.

En realidad, ni siquiera podría contestar dónde estoy yo. Cuando acabo de escribir estas líneas, considero

cómo los puentes levadizos que abate el amor físico, en medio de los cuales nos entremezclamos

Yamam y yo, una vez concluido, se levantan, y yo lo veo alejarse por la otra orilla sin volver la cara. No sé

qué hacer para impedirlo y retenerlo. Presiento que mi viaje a París ha sido negativo. Él escucha la llamada

del cuerpo -acaso del suyo más que del mío-, pero hace oídos de mercader a toda otra llamada. Quizá

me he equivocado de estrategia. ¿Cómo dar marcha atrás?

Yamam y yo hemos viajado a Bursa. No levanto castillos en el aire: por alguna razón secreta le convenía

que yo le acompañase.

-Es la primitiva capital del imperio. Célebre por sus melocotones, por sus sedas y por sus baños. Y muy

conservadora; hay que tener cuidado... -¿Bromeaba? Quizá no-. Si le llaman la Verde (vuelvo a ser, como

ves, el guía que conociste), no es por lo que tú puedes maliciosamente pensar, sino por su Mezquita Verde,

por su Mercado Verde, por ser la Ciudad Santa y por lo que llueve.

En efecto, ha llovido todo el tiempo. En un café, frente al hotel, Yamam se ha reunido con dos turcos que

chorreaban agua: uno, muy grueso, y el otro, muy delgado. Los dos me atisbaban de soslayo. Comprendí

que, en ausencia mía, las cosas se habrían desarrollado de distinta manera. Yamam no ha querido separarse

de mi ni un solo minuto. ¿Se sentía amenazado? En ocasiones -en el Zoco de la Seda, de un modo

marcadísimo-, vigilaba por encima del hombro, como receloso de que alguien nos siguiera.

El regreso lo hemos hecho parte en coche y parte en ferry. Desde un cielo plomizo, llovía sobre el mar

de Mármara, de un verde casi negro, plateado levemente en las orillas. Qué distinto este mar del que vi por

primera vez, o del que cierra, cerca del Bazar, mis calles predilectas. Este mar está muerto... La lluvia resbala

sobre los cristales de las ventanas del ferry, y es como si yo misma estuviese llorando y lo viera todo

á través de las lágrimas. Las nubes son muy bajas, sombrías y cerradas. Hace frío. Me estremezco. Por

arriba y por abajo, cuanto veo es gris y agobiante...

Sobre el agua espesa cae una lluvia espesa. No se ven las riberas, y el horizonte parece estar al alcance

de la mano. Desde que dejamos el coche, Yamam no me ha dirigido la palabra. Me pongo en pie para mirar

La pasión turca Antonio Gala

117

al interior.

-Otro invierno -dice Yamam, que continúa sentado.

Su voz me suena abrumada, lastimera y remota. No me atrevo a indagar el porqué.

-Sí; otro invierno que viene -suspiro.

Las ráfagas más claras que se ven en el mar las produce la lluvia que, al caer con fuerza, levanta un

poco de espuma. Qué inútil la lluvia sobre el mar. Qué inútil todo... Tras el vaho de la ventana, se va perfilando

paulatinamente la costa. Limpio con un guante el cristal, y apoyo la frente sobre él. Me hacen bien

su humedad y su lisura.

-¿Qué te pasa? -me pregunta, todavía sentado, Yamam.

-Nada. ¿Qué va a pasarme? Nada.

Ya llegamos -dice tras una pausa.

-¿Dónde llegamos? ¿Qué más da ya? -musito.

Me penetra en los labios el frío del cristal, y no sólo en los labios.

Estaba ordenando el armario: me agobia la ropa mal distribuida. El corazón me dijo que tendría toda la

noche para ordenarlo. Al abrir la parte de Yamam, eché en falta bastante ropa suya. Últimamente con frecuencia

deja de venir por las noches. Hace dos fines de semana estuvieron aquí sus hijos. Los traía su

abuela. Le dije que él no estaba, que había salido de viaje, o eso me había dicho. Sonrió de una forma

siniestra; dijo günaydin sacudiendo la mano, ya de espaldas, y se llevó a sus nietos. La oí reírse escaleras

abajo.

En el armario encontré estos cuadernos. Hacía mucho que no escribía: ¿para qué lo iba a hacer si ya

no me consuela? A Yamam lo veo en el Bazar, o aquí cuando viene, cansado y silencioso. De vez en cuando

me indica con quién debo salir, qué debo averiguar. Es duro para mí reconocerlo, pero ya no me importa.

Haré lo que me diga; ojalá me pidiera más a menudo cualquier cosa: eso querría decir que confía en mí,

o que me necesita.

A Denis lo he dejado de ver; ya no tendría sentido. Denis cumplía una misión, o la cumplía yo a su lado.

Si Yamam obtuvo lo que se proponía, la misión se acabó. Ya es estúpido imaginar que, por verme solicitada,

Yamam se sienta atraído por mí. Lo he interpretado tan mal como a un desconocido. No me queda otro

recurso que estar aquí por si vuelve, o verlo en el Bazar cuando levanto los ojos de las cuentas o los palotes

de Mahmud. Estoy tan sola que hay días en que me hago la encontradiza con alguna vecina -hasta con la

que se ha hecho integrista de gabardina y de pañuelo- para obtener una sonrisa humana. Muchas tardes

visito a Ariane.

-A esta señorita le está estallando el corazón -me dijo la penúltima vez-, y no quiere reconocerlo.

-Soy feliz, Ariane. De veras.

-Cuando se es feliz no se hacen tantas visitas a viejas bigotudas.

Ariane y Mahmud, sin enterarse, son quienes todavía me sostienen.

En el Bazar deambulo sin rumbo; procuro interesarme por alguna pareja, seguirla, saber qué busca y

ofrecerme a ayudarla. Todos desconfían. En Estambul los extranjeros siempre piensan que cualquiera

desea sacar tajada de ellos. Tienen razón; no puedo reprochárselo...

Un día estuve a punto de recurrir a Paulina. Cogió ella el teléfono; yo no me atreví a hablar. Oí cómo

decía «cerdos» y colgaba.

La semana pasada me fui caminando hasta la Mezquita Azul. Atravesé el espacio sombreado por

árboles que la precede; la vi más majestuosa e impasible que nunca. Entré, y tenía el fulgor de un acuario.

No miré sus vidrieras ni sus azulejos. Sentí un desgarrón dentro de mí, y me arrodillé en el lugar reservado

a las mujeres. Dentro de aquel espacio sagrado es como si, de una incomprensible manera, me recuperara;

recuperara parte de cuanto había perdido. En el amor estaba pasando de una zona que creí conocida,

y que era sólo habitual, a otra insospechada, toda en tinieblas. Di con la frente en el suelo. Aquel gesto

humillante me pareció de una significación total: la revelación repentina de una vida diferente, de un destino

que era el mío, pero llevado a sus postreras consecuencias... No entendí nada; sólo mi sufrimiento,

como un modo de volver a mí misma después de haber estado trastornada o extraviada... Levanté la

cabeza, pero no sabía dónde mirar. Aquélla no era una iglesia católica, en que hay retablos y tabernáculo.

Cerré los ojos; el rostro de Yamam y su cuerpo se hacían más presentes. Qué trayecto tan largo había

recorrido...

La pasión turca Antonio Gala

118

En él perseguí -o así empezó todo- el placer, no el amor. ¿Qué esperaba ahora? También el placer me

había perseguido a mí, y nos dimos de manos a boca uno con otro. Los deseos satisfechos, provocados y

satisfechos, me habían producido una impresión de plenitud, de conformidad con el mundo... Durante

mucho tiempo ni siquiera me paré a considerar que Yamam existía fuera de mí, distinto de mí. La separación

entre él y yo no existía; el placer nos juntaba, nos unificaba. No me pregunté nunca «quién es, de

qué vive, quién lo rodea». Él estaba ahí desnudo para complacerme, y yo, desnuda para complacerlo a él,

sin antecedentes, sin más datos que la presencia, que se desvanecía en el abrazo y retornaba luego.

Recordé que ni le había hablado de la muerte de mi padre...

Abrí los ojos. Miré hacia arriba. Vi la cúpula grandiosa. Desde las vidrieras más altas descendía una luz

indolente y rosada. Por los grandes vitrales más bajos se filtraba otra azul mate. La de poniente entraba

por mi espalda y relumbraba en la azulejería. Al fondo. en el mirhab dorado, había unas lámparas

pequeñas. No tardarían en encenderse los miles de bombillas en círculos. Todo era luz; pero yo permanecía

a oscuras. En esa oscuridad pensé: «Yo era los dos, y los dos eran yo». A mi lado ahora había un fantasma

que sólo se concretaba cuando yo lo tocaba, para dejar de ser hasta un fantasma. Ahora ya era yo

sola... Antes el deseo nos hacía naufragar; a su través, yo buscaba a Yamam y lo sumergía y lo ahogaba

en mi deseo. Y en los interludios, sosegada el ansia, yo me miraba en el espejo de Yamam, que se miraba

en mí, y no había más realidad que ésa... No entiendo lo que digo, pero sé que fue así... Sin embargo,

lo único que me consuela hoy es que cualquier cambio me será favorable; para bien o para mal, cualquiera.

Hasta la muerte; quizá la muerte sobre todo.

Cuánto ha cambiado el contenido de estos cuadernos. Fueron un entretenimiento o un recordatorio, y

se han transformado en un estercolero donde no me atrevo a volcar todo lo que mi alma necesita volcar

para sobrevivir...

Pero ¿qué hacía yo en aquella mezquita? ¿A quién buscaba? ¿No había sido Yamam mi dios, o mejor

dicho, no fui yo mi dios? ¿No me había sometido a ese ser supremo que ahora se disipaba? Yo convertí mi

amor en algo sagrado y adorable... Ahora podría explicar, cuando había dejado de creer en él, aquel dogma

de la Trinidad que tanto me confundió de niña: el amor del Padre a sí mismo es el Hijo, y el amor recíproco

de uno y otro, el Espíritu Santo. Y existe éste tan real como ellos, a la vez que ellos, como Yamam y el

amor a Yamam... Pero uno de los dos había muerto, y yo no sabía cuál. Hubo un tiempo en que pensé que

no lo necesitaba; que mi amor era tan grande que lo excedía... Hace una semana, en una mezquita, ya

demasiado tarde, llegaba a la conclusión de que el amor exige el sacrificio de cada uno; por ser precisamente

sagrado, exige el sacrificio. La adoración significa la renuncia total, la muerte voluntaria... Quizá si

yo muriera -y la idea me agradaba- Yamam pensara en mí como hasta ahora no lo ha hecho, y creyese por

fin cuánto lo amo. No es que mi muerte fuera una venganza, pero me conforta entenderla de ese modo...

Aunque es probable que las mujeres que él conoce dijeran: «La española se mató por él», y eso las atrajera

más, y así también mi muerte colaboraría a mi sustitución, a mis reiteradas sustituciones en sus brazos...

Me puse en pie. Salí atropelladamente. La tarde caía fuera sin apelación. Los últimos grupos de turistas

montaban agotados en un autobús semejante a aquel en que encontré a Yamam. El aire movía las ramas

de los árboles; dos de ellas producían aquel quejido que me trajo a la memoria el columpio de mi niñez. En

mitad de la noche que se acercaba me encontraría absolutamente sola.

Entonces descubrí que no me había calzado. Me senté para hacerlo, y surgieron unos vendedores. Me

hablaron en muchos idiomas; el más joven se dirigió a mí en español.

-¿Quieres comprar postales de Estambul? -Negué con la cabeza-. ¿Por qué? -me preguntó ofendido. De

un tirón me arrancó del cuello una cadena de oro, de la que colgaba el pequeño ojo de la suerte de Yamam.

Todos ellos echaron a correr.

Aún la tarde era infinitamente delicada, y el aire, una luz tibia. Venido desde el Mármara, estremecía las

hojas de los altos castaños. «¿Por qué tengo que sufrir yo? ¿Por qué tiene que sufrir nadie entre tanta hermosura?

»

Esta mañana me sucedió algo inverosímil. No es un mal signo contarlo en este cuaderno: vuelvo a salir

de mí, donde me había escondido.

Nada más despertarme -estaba sola- me propuse dar una vuelta por los hoteles pata cerciorarme de su

provisión de tarjetas. Al salir del segundo tropecé con un hombre que también salía. Me cedió el paso. Me

volví para darle las gracias, y descubrí que era Pablo Acosta. Al mismo tiempo sentí vergüenza yo llevaba

en la mano un mazo de tarjetas- y una irreprimible alegría. La segunda se sobrepuso a la primera; con naturalidad

le tendí una tarjeta.

La pasión turca Antonio Gala

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-Es la dirección de la tienda de Yamam -le dije como si continuáramos una conversación.

Le echó una ojeada y se la guardó en un bolsillo. Estábamos frente a frente. Pablo retrocedió un paso

para observarme como quien observa un bicho raro. Luego, sonriendo, tiró de mí y nos abrazamos. Yo tenía

un nudo en la garganta que me impedía hablar. Me condujo a un sofá del vestíbulo. Nos sentamos sin que

me soltara las manos. A mis ojos había desaparecido la decoración que nos rodeaba, los clientes que entraban

y salían, los botones con chaleco bordado y fez, y los camareros que atendían las mesas. Veía sólo el

campo de mi infancia, los prados encendidos por el sol, las montañas azules y moradas, la serenidad de

los veranos, la naturaleza adusta y acogedora. Miraba a Pablo, pero tampoco lo veía como estaba frente a

mí, sino al adolescente fuerte, bromista, que tenía ya, como mi padre, el don de apoyar; que me acompañaba

a casa llevando mis libros y los suyos como si no llevara nada; alto ya, honrado y buena persona

ya... Pablo me hizo una castañeta delante de la cara. Me desperté y le sonreí.

-Bueno, ahora dime cómo estás.

-Bien -respondí.

-¿Y por qué estás mal? Cuéntamelo todo.

-Tampoco entonces fui feliz, no creas, aunque ahora me lo parezca.

-¿Cuándo es entonces? ¿Quieres decir de niña y de jovencita?

Me había entendido; me había adivinado. Él, que trata recuerdos como para llenar aquel vestíbulo y

poner boca abajo mi vida, me entendía sin necesidad de palabras.

-¿Y ahora? -preguntó.

-Sí; soy feliz... No debo siquiera preguntármelo; cuando me lo pregunto, sé que no aspiro a la felicidad,

sino a otra cosa más definitiva. De eso no hablo:.. Yo me metí en un berenjenal sin nada que me guiara,

pero también. sin nada que me estorbase... Es cuestión mía, Pablo.

No me había soltado las manos.

-Ya lo sé; por eso te estoy preguntando a ti.

-Sería largo y complicado de contestar.

-Tenemos tiempo. ¿Almorzamos juntos?

-Dime antes qué haces tú aquí.

-Lo mismo que tú: asuntos profesionales.

-¿Yo? -me reí.

-No me refiero a las alfombras, de las que por lo visto te sigues ocupando; me refiero al amor. Tú eres

una profesional del amor, en el buen sentido de la palabra, o sea, en el terrible.

-¿Qué sabes tú? -me sonreía.

-Estás hablando con un policía eficaz.

Dudé si me hablaba en serio o no, si vislumbraba o si sabía; pero no me importó. Yo descansaba en su

rostro, de facciones tan correctas y tan armónicas que sólo después de cierto tiempo se daba una cuenta

de lo guapo que era. Hay caras que gustan a primera vista y luego cansan; con la de Pablo sucedía al contrario:

nada llamativa al principio, se iba desvelando su interés hasta juzgarla más atractiva cada día... Ya

con verlo me encontraba mejor. Y, ahora que me encontraba mejor, no me apetecía hablarle de lo mal que

me había encontrado.

-Sólo almorzaré contigo si me prometes no preguntarme nada.

-Hecho.

-¿Cuánto te quedarás?

-Varios días, o un mes, según pinten las cartas... Pero tú tampoco deberás preguntarme. Respetemos

los dos los secretos profesionales. Conversaremos de lo anterior a ellos. O no conversaremos si no quieres.

Comimos en el Pasaje de las Flores. Entremeses fríos, que yo le iba explicando como una cicerone competente:

el clérigo mareado, los muslos de mujer, mejillones fritos, menudillos a la parrilla y pescado. No sé

de qué hablábamos: de nosotros, quitándonos la palabra, provocando y entrelazando recuerdos como

cerezas; de la gente que pasaba casi chocando con nuestra mesa. Reíamos, y yo me negaba a rememorar

nada que no se relacionase con Pablo. Temía echarme a llorar. De haber llorado, habría sido de gratitud,

pero eso tampoco me aventuraba a decirlo. Qué vida tan opuesta la mía si me hubiera enamorado de

Pablo... Bueno, siempre confiamos en que, de amar a otra persona, nos habría ido mejor. Los conocidos

suelen ser mejores amigos que amantes; a los amantes no los conocemos... Con qué facilidad habíamos

reanudado nuestra amistad; qué pocas veces él o yo levantamos la mano para decir top secret. Hasta esa

mano en alto, en lugar de hacernos recelar, nos hacía reír. Pablo era, de cuantas personas había tenido a

mi alrededor, aquella cuya aparición resultaba en este momento más llovida del cielo. Y, sin embargo, hasta

La pasión turca Antonio Gala

120

tropezármelo, no había pensado en él.

Ante nosotros cruzó una pareja abrazada. Se produjo un silencio. No sé qué pensó Pablo. Yo, que el

amor es lo irremediable; que, por muchos recuerdos que brillaran encima de aquel mantel, los del cuerpo

son más indelebles. El cuerpo tiene mucha mejor memoria que el espíritu; tiene siempre presentes y a la

mano sus llagas, sus cicatrices, los olores que lo han estremecido, los júbilos que lo han multiplicado, el

sabor de alimentos que no sustituirá ningún otro sabor... Aquella pareja me había vuelto a mi presente:

desastroso, pero lo único que poseía. Fui yo quien rompió el silencio.

-El amante es invulnerable porque, al ser el cómplice de su enemigo, ha embotado sus armas.

-¿Hasta qué punto es cómplice? -Me miraba con tal atención que se me hizo insoportable.

-De eso sí estoy segura: hasta el final, hasta lo último. -Yo no lo miraba; trazaba con el tenedor rayas

sobre el mantel-. Lo que me preocupa es lo otro: ¿hasta qué punto es amante?

-Supongo que una respuesta te conducirá a la otra.

Se produjo una pausa.

-¿Me encuentras muy cambiada?

-Sí; cambiada, sí. Casi una persona distinta... Pero yo soy el cómplice de esta Desi también.

Lo dijo con mucha seriedad. Yo, por su seriedad, me sentí tan avalada que me eché a reír.

Quedamos en almorzar juntos también al día siguiente. Pablo tenía una cita, y le pedí que me permitiese

acompañarlo hasta su hotel; al fin y al cabo, yo llevaba años viviendo en Estambul.

-Quiero ser un poco tu mentora.

Lo que en el fondo no quería es que me dejara en ningún sitio concreto: ni en mi casa, ni en la tienda.

Prefería ocultarle mi vida, de momento.

Al llegar a su hotel me rogó que esperara. No tardó. Me bajó una botella de buen vino de Rioja.

-Un obsequio a mi mentora. Para que brinde por su salud y por la mía. Me aconsejaron que, como un

modo de abrir caminos, trajera cosas de éstas; he visto que el consejo era válido. Contigo, aún no lo sé.

Nos besamos en las mejillas.

-Hasta mañana.

-No te olvides. Adiós, hasta mañana.

Anoche, cuando menos lo esperaba, llegó a casa Yamam. Le costó abrir la puerta, y supuse que venía

preocupado. Así era. No le hablé de mi encuentro en la mañana: no me habría escuchado. Ya estoy acostumbrada

a ocultarle mis cosas y a que él me oculte las suyas... Le pregunté qué sucedía; me miró, sorprendido

de que hubiese intuido su inquietud.

-Depende mucho de ti.

-Tú dirás -dije, mientras pensaba: «Es por eso por lo que ha venido». Yo tenía puesto un salto de cama

de color ciclamen-. ¿Quieres un vaso de vino de España? -Pensé: «Si me pregunta dónde lo he conseguido,

le hablaré de Pablo». No me lo preguntó.

-Sí, ¿por qué no?

Abrí la botella y bebimos. A la segunda copa, mudos aún los dos, le pregunté si tenía un poco de cocaína.

Alzó las cejas.

-¿Para ti?

-Y para ti. Así podremos hablar con más soltura.

Hizo las rayas sobre una revista que había al lado de la mesa. Las esnifamos con un billete sucio enrollado.

Seguimos bebiendo. Pasaron unos minutos y preparó otras rayas.

-¿No te importa que me duche?

-No es necesario -repuse-: la ducha te destrozaría el efecto del vino.

Soltó la risa, se puso en pie y dio la vuelta a la mesa. Yo servia otras copas.

-¿Vamos?

-Bebe primero.

-Por nosotros.

-Siempre por nosotros.

Bebimos. Acto seguido comprobé una vez más que el cuerpo lo anota todo, lo retiene todo; que, a su

lado, el alma es una amnésica, una pobre y llorona olvidadiza de la que hay que olvidarse. Tumbados,

fumamos un cigarrillo con la última copa de vino en la mano.

-¿Qué era lo que dependía de mí?

-Mañana irá alguien a la tienda; no me fío de él. Me han dado un soplo hoy. Irá sobre las cinco. Me gus-

La pasión turca Antonio Gala

121

taría no estar. Recíbelo tú. Conquístalo. Quítamelo de encima. Si las cosas van bien, manda a Mahmud a

la tienda de mi hermano, y apareceré yo. Si van mal, mándale que me diga... No sé, que el vino era muy

bueno; yo comprenderé y veré lo que hago.

-¿Tiene algo que ver con el hombre del azucarero?

-En cierta forma, sí.

-El cómplice de su enemigo... -recordé en voz baja.

-¿Cómo? No te he entendido.

-Nada; que está bien. Haré lo que me pides.

-Nos va en ello la vida -murmuró enredando sus dedos en mi pelo.

Tardamos en dormirnos, cada cual por su lado.

El segundo almuerzo con Pablo no resultó tan bien como el primero. No le pregunté sobre su cita del día

anterior, pero noté que él ya estaba inmerso en lo que le había llevado a Estambul. Y no es que estuviese

menos pendiente de mí; sin embargo, había más baches en la carretera por la que íbamos uno en busca

del otro. Aun así, me daba pereza separarme de él para ir a la tienda; pereza y algo más, como supongo

que le da al matador dejar el burladero para encararse con un toro que sale del toril. Nos sorprendimos los

dos mirando a la vez nuestros relojes.

Quedamos en que al día siguiente lo llamaría yo y, si no estaba, le dejaría un teléfono para que él me

llamase. En realidad no tenía más teléfono que el de la tienda, escrito en la tarjeta; pero seguramente la

habría perdido ya. Todavía tomamos un café -él, sin azúcar, yo, con mucha- y nos despedimos a la puerta

del restaurante.

-Como dos hombrecitos -comentó él, saludándome con la mano hasta que doblé la primera esquina.

Fui al Bazar. Estaba sólo uno de los muchachos. Faltaba poco para las cinco. Le dije, más o menos en

turco, que aguardaba a un cliente importante; que me dejara sola con él; que, si lo necesitaba, lo llamaría;

que estuviese atento a la tienda, pero apostado en la puerta de la de enfrente, que vende maletas. No había

hecho el muchacho más que irse; yo estaba, de espaldas a la entrada, colgando una arandela de un kilim

verde y rojo que se había soltado. Oí en castellano: «Buenas tardes». Me volví. Era Pablo. Por su cara de

relativo asombro comprendí que tenía delante al hombre que esperaba.

-¿Estás comprando alfombras? -me preguntó con una risa ambigua. Yo, seria, le contesté:

-No; vendiéndolas.

-Pues enséñame alguna.

-Con mucho gusto. Me alegra que hayas conservado la tarjeta que te di ayer.

Por un ligerísimo fruncimiento de cejas me di cuenta de que no lo había hecho y que su presencia se

debía a otras causas que yo empezaba a columbrar.

-Ahora vendrá mi marido y así os conoceréis. -Alcé una mano y llamé al muchacho sentado enfrente-.

Ve en busca de Yamam. Está en la tienda de Mehmet.

Luego me dispuse a enseñarle las alfombras que había más a mano, en un alto rimero. Desdoblaba apenas

una punta y hacía un leve comentario. Pablo me interrogaba, fingiendo interés, sobre la procedencia o

el tamaño o la antigüedad; yo contestaba mecánicamente. Ambos recapacitábamos a marchas forzadas

-estoy segura- sobre la razón de nuestra coincidencia en hora y sitio. Yo di un paso inseguro, pero urgente.

-Mi marido es muy celoso.

-No sabía que fuese tu marido.

-No seas antiguo... Será mejor que simulemos no habernos visto nunca. Nos llamaremos de usted si te

parece.

-Muy bien, muy acertado. Pero procuremos no equivocarnos o sería para ti peor aún.

-Ayúdeme a abrir ésta, por favor -le señalaba una alfombra-. Es especialmente buena; le gustará. En la

tienda hay de todas las clases, de todos los tamaños, para todos los fines, de todas las materias (hasta de

borra) y de todos los precios. Ésta es una alfombra de Hereke, de seda. Estamos orgullosos de ella; es difícil

que haya en el mundo otra con mayor número de nudos por centímetro cuadrado...

Él me oía como quien oye llover.

-Es usted una buena vendedora.

-Gracias. Temo que usted sea un buen policía. Me habría gustado que ni usted ni yo estuviéramos aquí

ejerciendo nuestras funciones.

-No sé de qué funciones me habla.

La pasión turca Antonio Gala

122

-Mejor -dije-. Ignoro cómo esta alfombra ha venido a nuestras manos... Tiene una historia preciosa: la

muchacha que la tejió murió el mismo día que acabó de tejerla, como si sólo esperara para morir rematar

esta obra primorosa. ¿Ve? Sus dibujos poseen como un temblor, como un presentimiento...

-Magnífica vendedora. E imaginativa.

Antes de que yo oyera nada, él se volvió. Yamam entraba en la tienda; me miró con alarma. Yo sonreí.

-Te he mandado llamar para presentarte a un compatriota. Es don Pablo Acosta, muy interesado en

piezas importantes, según me ha dicho... Hace tanto que no hablaba con un español que me agrada sobremanera

su visita.

Se saludaron con aparente naturalidad.

-¿Querrá un té, señor Acosta? -le ofreció Yamam.

-Con mucho gusto.

-¿De limón, de naranja o de manzana?

-Simplemente de té.

-Eso digo yo siempre -dije, y nos reímos.

Yamam encargó a Mahmud que pidiera las infusiones, si es que lo eran. Yo no miraba a Pablo, ni creo

que él a mí.

-Le estaba mostrando la alfombra azul de Hereke.

-Una joya -añadió Pablo.

Yamam se dirigió al montón del fondo y entresacó algunas alfombras. Las conocía por su envés o por

su tacto; jamás se equivocaba.

-Esta Bergama es de las más antiguas que hay aquí: una maravilla. Se necesitaría permiso de

exportación, pero nos sería posible conseguirlo para usted... Esta Van Kilim es una labor kurda; mire qué

sobriedad y qué pulcritud...

Los muchachos se miraban entre sí, porque Yamam estaba quebrantando la norma de oficios del Bazar.

Abría las alfombras, las dejaba caer una sobre otra y las miraba sin desviar los ojos hacia Pablo. Éste se

comportaba como un cliente apasionado: se inclinaba, tocaba el tejido, las volvía una y otra vez.

-Esa que tiene usted en la mano -mentí- estuvo a punto de llevársela N. -Dije el nombre del escritor

español.

-Pues parece que entiende más de alfombras que de literatura: la suya, no me gusta; esta alfombra,

mucho.

-Mire esta Yagciberdir -seguía Yamam-: procede de Kayseri, una de nuestras ciudades de mayor porvenir,

donde se mezclan todavía las más grandes industrias con las más pequeñas artesanías puras... Y

esta Milas se la compré a una gran familia venida a menos. Llevaba con ella todo lo que va de siglo. A pesar

de ello, está flamante: observe cómo resaltan los colores de la orla de flores, tan infrecuente...

Mahmud trajo los tés y nos sentamos. Quise poner en un aprieto a Pablo, para ver si salta airoso de él.

Como si fuera un guiño de connivencia.

-No habías llegado, cuando me dijo el sefior Acosta que estuvo en Bagdad. -Me dirigí a él-. Antes de la

guerra, supongo.

-No; durante la guerra, pero con Irán.

No pude evitar una sonrisa. Me volví de nuevo a Yamam.

-Y que allí las alfombras son todas de fabricación reciente.

-Excepto los tapices voladores -bromeó Pablo-. En Damasco me sucedió un caso curioso. Me hacía los

honores un director general de Correos o algo así. Me llevó a la Bab Turna, la puerta de un barrio más bien

cristiano, para enseñarme alfombras en un almacén grandísimo de dos plantas. No vi nada interesante. El

funcionario repetía: «Si lo sé, si lo sé; yo las que tengo las he comprado en Londres». Aquella misma tarde

encontré en el zoco, en un sitio sucio, pequeño e insospechado, yendo yo solo, entre espantosos objetos

dorados y falsos tapices de seda con cisnes y ciervos, la alfombra que ahora está en el comedor de mi

casa. Con una dimensión desusada: cinco por tres, que era lo que me convenía... Cuando el funcionario la

vio se tiraba de los pelos. Y se los arrancó del todo cuando le dije el precio.

Yamam reía. Continuaba interrogándome con los ojos, pero reta ya.

-Qué extraño que los sirios no lo engañaran a usted. Son todavía más peligrosos que nosotros.

-No sea modesto. Los vendedores más excelsos que conozco son ustedes.

Mahmud trajo otros tés. Entraron en la tienda dos alemanas de mediana edad. Yamam fue a atenderlas.

Pablo y yo continuamos nuestra comedia.

-Es muy simpático su marido.

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123

-Sí lo es.

Conversábamos con fluidez; Yamam se nos incorporaba cuando se lo permitía la atención de la tienda.

Los muchachos desdoblaban y doblaban kilims y alfombras.

-Creo que me llevaré éste -me indicó un kilim no muy grande- para compensar la lata que le he dado.

-El de este kilim es un trabajo muy del Bósforo; en ninguna otra región del mundo se podría haber hecho.

Fue entonces cuando -de entrada no supe con qué idea- él comenzó su charla sobre Ío, que duró el resto

de la tarde.

-Se trata de uno de los mitos más desperdigados y más fértiles. No obstante, qué pocas cosas claras

hay en él. O, por lo menos, qué pocas indiscutibles.

-Yo no voy a servirle de nada; sé de Ío lo que sabe todo el mundo...

-No es el suyo un destino muy de agradecer. -Hizo una pausa y me miró-. Me refiero al destino de Ío, no

al de usted. Quizá para la Humanidad, sí; pero no para ella. Siempre he pensado que quien tiene un sino

personal feliz no es productivo para los demás. Y, por si fuera poco, suele importarle un rábano no serlo...

Hay muchas discusiones, o muchas variedades, de este mito. Yo he elegido que Ío fuese hija de Ínaco, el

río de la Argólida: un río siempre acaba en el mar, aunque sea a través de su hija...

Pablo rió. Yo le prestaba una. atención relativa, porque también debía atender a Yamam, al que pude,

por fin, hacer un gesto tranquilizador.

-Yo sólo sé algo de Ío a partir de su enamoramiento -comenté por cumplir.

-Natural. -Me miró de nuevo en otra pausa-. Sin embargo, no se enamoró ella, sino Zeus de ella. Ío era

sacerdotisa de Hera, la esposa de Zeus. Cuando el dios la amó acabó por abandonarse, muy mal aconsejada,

a su amor; es siempre tan persistente y pertinaz el amor de los dioses... -Me escrutaba con sus ojos

por dentro de los míos: ¿por qué?-. Hera, celosa, espió a los amantes y los sorprendió. Como si fuera una

simple burguesa, quiso vengarse de Ío; para impedirlo, fue por lo que Zeus la convirtió en ternera, una ternera

blanca. Hera la exigió para sí y se la dio a guardar a Argos, el pastor. Los dioses siempre se enmarañan

unos con otros. Zeus confió a Hermes el rescate de la ternera, y lo consiguió, pero matando a Argos. Hera,

al ver a Ío libre, se airó y tramó una nueva venganza: ató a los cuernos de la ternerilla un tábano, que le

picaba sin cesar en la cabeza y la enloquecía y la aturdía... Qué hermosa metáfora del amor, ¿no opina

usted? La obsesión, la venganza, el suplicio del tábano. Uno transporta siempre a su íntimo enemigo... Ío

huyó, recorrió el mundo con rumbos inciertos, y otra vez las versiones del mito son aquí variadas. ¿Hacia

dónde viajó?

-Fue al Bósforo -dije yo-. ¿O no? Por lo menos eso significa tal nombre: el paso de la vaca... Y, al no

poder resistir más la constante inclemencia del tábano, como usted dice, se precipitó desde un acantilado

al mar, y se ahogó, y descansó.

Pablo me miraba y se reía. Yo estaba completamente seria.

-Ésa es una versión que no conocía yo. Las mías dicen que la fugitiva, tras atravesar el Bósforo, llegó a

Egipto; siempre hostigada, pero también guiada, por su tábano. O que fue al Cáucaso, o al País de las

Amazonas, hasta acabar en Etiopía. Pero viva, no muerta; no descansada, como tú, perdón, como usted

asegura. En cualquier caso parece que en Egipto, por fin, fueron felices lo y Zeus, y allí crearon una nueva

mitología, o sea, una nueva familia: el buey Apis, por ejemplo, es su hijo; y a ella siempre se la identifica

con la diosa Isis... La atormentada ternera llegó muy alto: hay quien la confunde con la Luna, que pasta en

la pradera de estrellas, que a su vez son los mil ojos de Argos. Ío es también las fértiles crecidas del Nilo,

y quizá la personificación de toda la raza jónica. Pero, desde luego, sea lo que quiera, se trata del mito más

arraigado en la antigua Bizancio, que es donde ahora estamos. El mito de Ío, la loca enamorada. O la

enamorada loca.

Hubo un silencio. Yamam atendía en el piso de arriba a un matrimonio.

-Qué policía más atípico eres, hijo mío -dije en voz baja-. De todas formas, aunque sólo sea para ahorrarle

padecimientos, me quedo con mi versión: la ternera trastornada se ahogó en el Bósforo.

-Como quieras; pero los mitos están hechos para explicar lo inexplicable, y tu versión es sólo una historia

de cuernos en todos los sentidos. Es decir, muy poca cosa.

Yamam se sentó con nosotros.

-Desi, ¿has invitado a cenar a tu compatriota?

-No se me ha ocurrido. Quizá porque pienso que usted estará muy ocupado. Pero nos haría felices si

aceptase cenar con nosotros.

-Feliz yo si me permitieran invitarlos.

Ah, no; eso sí que no. ¿Vendrá? -le pregunté.

La pasión turca Antonio Gala

124

-De mil amores.

-Y más cuando les diga que, por un compromiso de familia que me transmitió mi hermano a primera hora

de la tarde, no podré ir con ustedes. Pero Desi me representará sobradamente bien. -Se volvió a Pablo-.

Desi es también Yamam. Confío en ella con toda mi alma. Váyanse ya. Aprovechen la luz que queda, y disfruten.

Pablo y yo nos quedamos desconcertados. Mientras doblaba el kilim elegido por él, me dijo Yamam al

oído:

-Haz lo que sea con él; lo que sea -subrayó las palabras-, con tal de enterarte de cuánto sabe, a qué ha

venido y por qué me sigue a mí.

Sin proponérselo, Yamam acababa de sembrar la suspicacia entre el único amigo que tenia cerca y yo.

Fuimos a cenar a Bebek, a un restaurante en una colina bajo el cementerio griego, cerca de un muro

sagrado del siglo vi. Yo había estado en un almuerzo, y me pareció oportuno para lograr cierta intimidad.

Nos la arrebataron por completo una orquesta griega y la costumbre, no menos griega, de tirar platos al

suelo en lugar de aplaudir.

Pablo se divertía, lo cual me convenció de que no era la intimidad lo que él buscaba.

-Si yo fuera ellos -decía por los músicos- no habría escogido de ninguna forma esa carrera.

Todo era ruido: los globos que estallaban, la música griega tan vital como reiterativa, el coro de los

clientes que iban allí atraídos sólo por el escándalo, el estruendo de la vajilla...

-Los platos hay que tirarlos boca abajo para que se rompan mejor-dijo Pablo.

-Se ve que has roto muchos.

Los griegos y los armenios, con los traseros hacia fuera, bailaban unas danzas femeninas y viriles a la

vez; los americanos también, pero haciendo el ridículo; y había una mujer que bailaba flamenco, o lo

intentaba. De pronto, cuando nos mirábamos uno a otro entre ensordecidos y espantados, una muchacha

nos vació encima una fuente con pétalos de rosa, y eso lo arregló todo.

Pablo, ya fuera, me propuso ir a una discoteca desconocida para mí.

-Es un poco tirada, no te asustes: hay jóvenes de tres o cuatro sexos y de no muy buena clase, prostitutas

en paro, travestidos y hasta agentes del narcotráfico y de la anticorrupción. O sea, lo peorcito.

¿Habla hecho hincapié en lo de narcotráfico, o fue una aprensión mía? La discoteca, cerca de Taksim,

era aún más estrepitosa que el restaurante y pésimamente atendida. Pablo me arrastró a una mesa donde

había un hombre de piel casi negra, enorme bigote y gafas de sol que chocaban más en aquel ambiente

tenebroso. Habló con él muy bajo y en inglés. Tomamos un whisky y salimos corriendo de aquel antro.

-Te debo una compensación. Mi hotel es el sosiego edénico comparado con estas bullangas. Te invito a

la penúltima allí.

Yo llevaba toda la noche preguntándome qué hacer. Someter a interrogatorio a un interrogador especializado

era una estupidez; tratar de seducirlo, un incesto; aplazar la cuestión como si nada hubiera sucedido,

un recurso paupérrimo. Por eso dije:

-Pablo, estoy de ti hasta la coronilla. En ningún sitio me has consentido pagar en nombre de Yamam, y

ahora quieres llevarme a tu hotel. ¿Con qué fin?

-Con el de hablar de nuestras cosas.

Eso era claramente lo mejor.

-Me parece una magnífica idea. Vamos allá.

Subimos a su habitación directamente. Yo sólo bebía agua. Cuando estuvimos ya servidos, me arriesgué

a coger el toro por los cuernos. (Ay, el mito de Ío se me ha incrustado en la sesera.) Rompí a hablar

por las bravas:

-Lo que tenia que estar haciendo en este momento, no sé muy bien por qué, era seducirte.

-Por mí, no te prives. No te costaría nada: siempre me has gustado... Pero ¿a qué viene esa antigualla

a lo Marlene? Cualquier cosa que tú desees saber, y de la que yo pueda informarte, no tienes más que preguntarla.

Le conté -sin entrar en muchos pormenores, pero con sinceridad- mi historia con Yamam. Mientras él me

la oía contar, yo me desintoxicaba; la percibía corriente, vulgar. «Convencional» fue la expresión de Pablo.

-Una mujer que se enamora de un guía turístico es como la niña que se enamora de su profesor; se trata

del único, del Yamam, del que está sobre los otros, del que más sabe, del que resuelve todo y del que conduce.

No tiene nada de particular.

La pasión turca Antonio Gala

125

Es decir, yo había sido, hasta para romper con las convenciones, absolutamente convencional. Pues

estaba lista.

-Quizá sea por haber nacido en Huesca y haberte casado con un huesqueta ufano de serlo y de encarnar

el espíritu tradicional... Allí, nada de industrias, nada de novedades. Los canónigos, los funcionarios,

los comerciantes de siempre, los agricultores y alguna profesión liberal de las de antes. Allí es igual ser de

izquierdas o de derechas, ácrata o ultra. Si participas activamente del atributo de haber nacido en Huesca,

ya estás con la pequeña burguesía, tan autosatisfecha, que se beneficia y ostenta el control social. Allí nada

de inmigración renovadora; sólo las instituciones fundamentales: la familia, el cine, el vermú después de la

misa del domingo y el Coso, por donde se pasea para enseñar lo que se estrena... De ahí te viene tu convencionalismo,

aun en el terreno amoroso.

-Mi cursilería, quieres decir. ¿Y tú?

-Yo no he consumado ninguna historia de amor, tan sólo alguna anécdota.

-Pues entérate: todas las historias de amor se asemejan muchísimo. Lo que sucede es que los dolores

que no sangran no se respetan nunca. Hasta que el tábano no siembra alrededor la tragedia, todo el mundo

opina que eso les pasa a todos... Y quizá el que les pase a todos le quite prestigio, pero no aminora el dolor

de cada uno.

Me había irritado. Se acercó a mí; estábamos rodilla con rodilla.

-Por lo que me has contado y por lo que yo sé, no puedo darte más que el consejo que te daría

cualquiera, incluyéndote tú: vuélvete a España... -Me cogió las dos manos-. Escúchame, Desi: toda tu rutilante

historia se reduce, si se mira bien, o sea, si se mira sin estar implicado, a una historia de narcotráfico.

Tu viaje de luna de miela Anatolia, ¿para qué crees que sirvió? Ahora entra morfina base por las fronteras

del Este. Hay laboratorios muy cerca de ellas que la transforman en heroína, la brown sugar turca. La

policía lo sabe, como sabe que los laboratorios legales, los que fabrican medicinas con el opio nacional,

fabrican mucho más de lo que les corresponde. Y decomisa alguno, o parte de su producción, de cuando

en cuando, para disimular, porque ella misma está implicada hasta las cejas... Tu Yamam iba recogiendo

heroína o morfina, y dejando (mejor, sembrando) coca, como parte del precio o el precio entero, bajo la

tapadora de los kilims. Toda esa frontera con Irán (Siirt, Batma, Bitlis) es la zona más caliente, donde opera

la mafia turca, cuya parte más importante, la kurda, es la que financia la guerrilla... Yo iba a hablar-. No me

interrumpas; si no, no te desengañaré nunca, no podré. Las alfombras que tú recibías en Huesca llegaban

a Madrid impregnadas con heroína. El proceso es muy simple: se disuelve en agua templada y se empapan

el kilim o la alfombra, que se ponen luego a secar y se facturan. En Madrid volvían a meterlos en agua

más caliente, y el resultado se trataba con una base, amoníaco o cualquier otra, para volver alcalino el

medio; así se forma un precipitado, que se deja reposar un día antes de separarlo del líquido; luego se seca

al sol, o con un baño de arena, y sanseacabó: ya están listos los tapices para mandarlos a Huesca o donde

sea...

»Permite que te lo repita, Desi: obedece por última vez a Yamam, y sedúceme. Sedúceme si no te repugno

demasiado; pero vuelve a España después. O espérame y nos volvemos juntos... Sepárate de ese hombre.

Siempre te ha utilizado. No sólo de la manera que, a simple vista, se percibe, sino de muchas otras:

como criada, como cómplice, como dependienta, como mujer anuncio, como auxiliar de su narcotráfico. Te

ha utilizado como un rufián utiliza a su coima.

-Todos nos utilizamos unos a otros, Pablo. Todos. Y ésta es mi vida... -Supe que estaba llorando porque

Pablo me tendió su pañuelo-. Yo no me pregunto, como tú me preguntas, hasta qué extremos he llegado;

no lo quiero saber. Ni estoy llorando por eso, créeme, sino porque tú pones de pie una parte de mí que

había olvidado: cuando estábamos sin contaminar, cuando el deterioro no había comenzado, y no iba el

futuro a ser lo que es.

-Nunca el futuro es lo que iba a ser -dijo despacio. Me tenía abrazada. Mis lágrimas habían salpicado su

solapa-. Nunca, nunca -repitió-. En esa época yo te quise tanto...

-Podías haberlo dicho -dije casi riendo.

-Debía de haberlo dicho, pero tú no me diste la menor oportunidad. ¿Habríamos creído a alguien que

nos profetizara que una noche estaríamos abrazados así, en la habitación de un hotel de Estambul? Y lo

más increíble, sin embargo, es que estemos abrazados así, sea donde sea. Porque yo, Desi, te sigo amando

todavía. -Separé mi cabeza de su hombro, intenté mirarlo, él la empujó contra su pecho-. No te preocupes;

después de lo que me has contado te siento tan alejada de mí, tan imposible, que hasta puedo

declararte mi amor. Mejor dicho, puedo decirle a esta Desi de hoy, que amaba a aquella otra Desi: la que

no sé dónde ha huido con el tábano, como Ío, en el testuz.

La pasión turca Antonio Gala

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Me besó en la frente. Yo subí poco a poco la cabeza, y lo besé en los labias. No sé por qué lo hice.

Un coche del hotel me trajo a casa. Cuando montaba en él:

-Mañana te llamaré -le dije a Pablo-. Para salvara Yamam, que es un simple eslabón de la cadena, te

diré dónde comienza y quién la maneja... No me quieras salvar a mí condenando a Yamam: esa injusticia

jamás te la perdonaría.

He llegado a casa reprochándome haber contado tan mal mi historia; haber producido a Pablo la impresión

de estar convencionalmente enamorada y ser convencionalmente correspondida, o no serlo en absoluto.

En el momento que he entrado aquí, el influjo distanciador de Pablo ha desaparecido y se me ha

desplomado encima la verdad. Quizá para miradas ajenas cualquier amor sea convencional; pero yo sé que

en mi caso -yen todos- esa idea es falsa. Nunca sabrá Pablo hasta qué punto, y quizá yo tampoco. Ahora

mismo imagino a Yamam en otro sitio, con otra persona o solo -acaso sea peor solo-, y siento cómo se me

descoyunta el alma. ¿Por qué mi amor, tan autosuficiente como yo lo creo, no puede reposar sobre sí

mismo?

El tábano no es el amor, sino la desazón que fragua los deseos amorosos; la que va por delante de ellos,

sin que su saciedad la satisfaga, porque ella aspira al absoluto, a la última certidumbre que sólo está en la

muerte. Con qué terquedad ese tábano me cerca. Esa evidencia de que no me cumpliré sino en el amor

que me destroza y que fue gloria mía; en el amor que no me permite descansar, sino que inagotablemente

se renueva como un hidrópico que bebe y bebe, y la bebida le acrecienta la sed. Es la insatisfacción permanente

la ley del corazón, la ley del tábano, que se levanta sobre una pobreza y un vacío que él, lejos de

enriquecer, pone aún más de manifiesto. Yo creía haber llegado a la unidad con Yamam, haber obedecido

al destino; ahora veo que sólo era mi destino, no el de los dos; que nunca fui yo el destino de Yamam... Él

se ha amado a través de mí, se ha buscado en mí; y yo no me he amado a través de él, sino al contrario,

también yo he amado a Yamam a través de mí. Y sólo porque reflejaba -y reflejo- a Yamam, yo me respeto

y continúo viva.

¿Cuál es la causa de su desamor? No me hago otra pregunta. Y la contestación, sin embargo, es fácil:

él no se entregó nunca a mí, no se entregó del todo en cuerpo y alma, y cuando lo hizo, parcialmente, fue

persiguiendo su propia realidad, sin renunciar a ella, sin ahogarla en la mía. Él sigue siendo él cuando yo

ya no soy yo. ¿De quién será la culpa? Cuando un amante no obtiene la respuesta que anhela es que

carece de la fuerza necesaria para provocar su reflejo en el otro. Es que el otro le es ajeno. O sea, que

Yamam me desama no sólo porque no se ha entregado y conserva su ser sin hundirlo en el mío, sino

porque la expresión de mi amor es excesivamente posesiva, y lo asusta como asusta a un niño un gigante.

Quizá él estaba previsto para una convivencia ordinaria, negligente, y yo le he demandado una reciprocidad

insaciable que le acobarda más cada día. Me siento enloquecer, y la causa de mi locura es lo único

a lo que no estoy dispuesta a renunciar, porque es lo único que me ata a la vida.

No veo más que una solución, imposible para mí: encaminarme hacia otras experiencias de amor que

me sumerjan en una especie de permanente placer físico. Pero a mí me está vedado: sólo con Yamam mi

cuerpo goza, se olvida y vibra y canta. La soledad se ha hecho mi huésped en esta casa. Me serviría quizá

mirar fuera, enterarme de lo que pasa en el mundo, comprender la infinitud de las penas humanas, de la

sangre de los oprimidos, pero no puedo hacerlo: mi mundo es él. Sólo veo a Yamam, y vivo ante Yamam,

bajo Yamam, de Yamam, desde Yamam... Todas las preposiciones le preceden a él y a él me llevan. Yamam

es mi ablativo. Mi ablativo absoluto...

Después de escribir esto, pienso si no será tal dependencia mía precisamente lo que le ha sugerido a él

una confusa dependencia de mí. Como una subordinación a mi gozo físico, que él, desde el exterior, contempla

y conoce mejor que yo misma. Yamam ha de sentir cierto pavor ante el estremecimiento desmandado,

ante mis convulsiones amorosas, cuando sobrepaso la cima a la que no le es posible llegar a él. El

deseo del hombre lleva en sí mismo su fin; es un simple medio para el placer femenino, ni siquiera un medio

para la procreación. Yo he tenido a veces la sensación de que la Naturaleza entera estaba pendiente de mi

gozo... Cuando me asalta el paroxismo y desfallezco como el que toma impulso dando un paso hacia atrás,

ano se sentirá Yamam usado por mí, no usada yo, como esta noche decía Pablo? Mis gritos, si los doy, los

ronquidos que me queman la garganta y me la secan, mis furias incomprensibles para él, esos mensajes

del placer que no se dirigen ni a él ni a nadie, a Pesar de ser él quien los provoca, ¿no lo habrán alejado

de mí como de un peligro, como una cascada que no se comparte, corno un secreto cuya posesión no es

suya y del que, por tanto, le indigna presenciar los efectos?

La pasión turca Antonio Gala

127

No; no es comparable. Mi deleite no es comparable con la muerte; el de Yamam, sí. Él se inflama, se

exalta, tiembla, eyacula, y decae y se apacigua. Entretanto yo río, yo lloro, jadeo, clamo, y mis orgasmos

no son más que un boceto, un cañamazo donde el placer borda su intrincado paisaje. Y si mis gozos son

descargas como las de Yamam -lo que no creo-, cuanto más numerosos, más se multiplican y más crecen.

Y yo, en medio de ellos, no estoy ni satisfecha ni insatisfecha, ni saciada ni insaciable, sino siempre dispuesta

a recomenzar... Y Yamam, sobre mí o al lado mío, observándome, cayendo en la cuenta de que

hacer gozar no es poseer, de que me escapo por las vías de un derroche por donde él no puede acompañarme;

de que, al proporcionarme placer, abre un canal a mi barco, una puerta por donde yo me alejo de

él en lugar de solidarizarme.

Luego, sí; luego se lo agradezco. Pero en esos instantes yo estoy sola, embriagada como una posesa,

como una bacante campesina, a la que, desde abajo, Yamam ve ascender y evadirse. Y nunca es previsible

lo que sucederá, porque el deleite navega y va y vuelve por diversos itinerarios cada vez. Y Yamam,

confundido, provoca con un gesto una reacción distinta a la que con ese mismo gesto provocó, no ya el día

anterior, sino hace unos minutos. Y de arriba abajo mi cuerpo está traspasado por él; mis orejas, mis rodillas,

mis párpados, mis muslos, mis nalgas, mis poros, todos los orificios, por pequeños que sean, lo reciben

y lo acogen. Cada combate es tina encrucijada, y Yamam está en todos los caminos, pero sin nombre, sin

rostro, o con la máscara mojada del placer. Y así como yo puedo sentir su esperma como culminación suya,

él no siente cuándo culmino yo, si es que dejo de culminar para otra cosa que culminar aún más. Ni puede

medir -yo tampoco- el peldaño al que trepa una contorsión mía, un fruncimiento, la agitación de mis piernas

o una lubricación... Porque en mi placer nada tiene que ver con nada, y él no lo entiende. Ni entiende

el final, ni los trayectos.

Por eso comprendo que se indigne. Comprendo que él prefiriera que todo estuviese debajo de mi vientre,

que mi placer se pareciese al suyo, que lo consumáramos a la vez, casi idénticos fluyendo los dos. Pero

no es eso; no es así. Cuando él está colmado y se adormece, yo estoy en el principio de la gloria; cuando

él ha experimentado su pequeña muerte, yo yazgo deslumbrada por lo que aún me espera; cuando él emite

la prueba de su gusto, yo no dejo ninguna de los esplendorosos míos; cuando él respira entrecortado, yo

corro mi carrera de obstáculos refulgentes, al saltar cada uno de los cuales palpo a ciegas los cielos...

Cuanto más gasto, más tengo, mientras él ha de ahorrar y recuperarse; mientras él se hunde en una noche

de fatiga, en mí amanece, todo se rearma y se ilumina; mientras su gozo le parece una exaltación de la

vida, de la que pende como un ahorcado, mi voluptuosidad va a más voluptuosidad y a más vida y a mayor

despilfarro de ella. Tanto, que nunca, al comenzar, pienso que llegaré tan lejos, con los ojos en blanco, tanteando

-pero no por la oscuridad, sino por el deslumbramiento- hasta donde se agotan mis poderes, que

es donde recibo otros más altos todavía, más extenuantes, más ofuscadores.

Quizá por todo esto (de lo que ni él ni yo somos responsables), acaso presumiéndolo, sintiéndose

apartado, Yamam, que en un principio se consideraba orgulloso de ser la causa, se considere ahora la víctima

y el instrumento que se utiliza una y otra vez. Y de ahí que vuelva, por no verlo, la cabeza a otro lado.

Si es así, ¿cómo convencerlo de que no es cierto; de que lo amo más que a todas las cosas; de que,

aunque no me provocase tales delicias, lo seguiría amando? No me creería nunca, porque casi ni yo lo creo

al escribirlo.

A la siguiente mañana, nada más encontrarme con Pablo, le di las indicaciones para llegar a la casa del

inmenso hombre del azucarero de oro. Pablo se burló de mí.

-Ya lo sabía, Desi -me dijo-. Pero yo no tengo autoridad aquí. Yo no puedo meter a nadie en la cárcel, ni

abordarlo en la calle diciendo «Policía», ni interrogar a nadie. Todo lo que puedo hacer es aportar los datos

a la policía turca. Sin embargo, me temo que ella tenga aún más datos que yo. Muchos de sus miembros

están muy bien comprados. La elite de esta policía no es mala, pero el conjunto es flojo... Yo estoy aquí de

manera oficiosa; porque los indígenas tardan mucho en decidirse. He venido a meterles prisa y a que sepan

que estamos al tanto de los diversos jueguecitos que hay aquí. Si al menos interrumpiesen sus envíos...

Por eso vine, y me quedé por ti; pero ahora he de irme. Sabiendo que sigues aquí por propia voluntad y

que, en medio del desastre, estás contenta, me pasa contigo lo que con esta policía: no tengo facultades

operativas. Sólo puedo rogarte qué lo pienses. Decídete antes de que las cosas empeoren. Dentro de tres

meses regresaré. Regresaré a recogerte, si me dejas...

Me he despedido de Pablo con el sombrío presentimiento de que no lo veré más.

La pasión turca Antonio Gala

128

Yamam lleva más de tina semana sin aparecer por aquí.

Ayer por la mañana estuve en el Bazar igual que siempre, como si nada de particular sucediese. Di sus

clases a Mahmud, que adelanta más porque me ve más triste. Pero tuve que esperar a Yamam, que antes

habría sido incapaz de abandonar la tienda. Apareció hora y media después con una muchacha muy joven.

Es una francesa; se llama Blanche; trabaja en la empresa de Denis. Se han conocido durante la instalación

de las alfombras.

-De eso vengo -me ha dicho Yarnam, sin el menor interés en que lo creyera.

Yo he olido -y no es una metáfora- que venia de hacerle el amor a la muchacha. Es rubia y, como su

nombre, blanca. Ahora no está gorda, pero engordará; se le presienten ya sus poderosas caderas y sus

grandes pechos. Es decir, le aguarda un buen porvenir a ojos de Yamam. Hablábamos de las alfombras

que han llevado, por seguir la corriente y no manifestar mis celos, cuando he visto encenderse los ojos de

Yamam.

-Ahora no puedo atenderte corno tú te mereces -me ha dicho-. Como os merecéis... ¿Por qué no cenamos

juntos esta noche? ¿Queréis recogerme aquí a las siete, y seguiremos esta interesante conversación?

Yo me despedí y salí antes que Blanche, por s¡ aún tenían algo que decirse.

Paseé por el Bazar, que suscita cada día más en mí una paz sernejante a la del ojo del huracán. Me

siento protegida por la gente, por sus empujones, por su algarabía, por el convencimiento de que sus hurtos

y sus sisas evitan crímenes mayores. Me habría gustado fumarme un narguile con un turco de pelo blanco

y tez muy morena, sentado a la puerta de un almacén de zapatos. Lo pensaba así cuando tropezó conmigo

un cargador, doblado por un increíble montón de frutas. Y del cargador fui de tropiezo en tropiezo: con

unos aldeanos aturdidos ante el lustre de la gran ciudad; con unos amedrentados turistas que se amparaban

entre sí, no menos aturdidos que los aldeanos, aunque dándoselas de conocedores; con un par de

mujeres, vuelta una hacia otra, con los charchaf cubriéndolas del todo... Me envolvía el olor de las especias,

de la piel recién curtida, de las lonas crudas, de las barritas de los perfumadores; un olor que venía

de las tiendas profundas donde la luz del sol jamás entró. Me envolvía el ruido de los punzones y martillitos

de metal. Me envolvía el parpadeo de las luces artificiales y de la natural, habitada por el polvo. Me

envolvía el roce de quienes se cruzaban conmigo, extrañados quizá de verme sola entre la multitud. Más

sola de lo que se imaginaran.

Al pasar por delante de la joyería de Mehmet vi en el escaparate mi pequeño azucarero. Me acordé de

que aún tengo la coca guardada en casa, encubierta a los ojos de un Yamam que no va. Dentro de la tienda

vi a su madre; ella me vio también, porque rió llevándose la mano a la boca, en la que le falta ya algún

diente.

Luego me he ido, despacio, al Bazar egipcio, como si me arrastrara el aroma que iba a recibirme allí: las

especias mezcladas con la carne, el clavo de Zanzíbar y la vainilla fresca de Madagascar, las suelas de

zapatos y sandalias, los dulces, el tenue olor de las flores y plantas del mercadillo anexo... Yamam me

había dicho:

-No sé por qué se le llama Bazar egipcio, Misir Çarsi. Quizá porque se le dio el nombre de la palabra

turca que designa el país de los faraones: Misir, o sea, maíz.

Era cuando Yamam me lo explicaba todo, y lo que él no me explicaba para mí no existía.

Con un nudo en la garganta, atravesé el mercado de los animales, sin mirarlos y deseando mirarlos. Me

duelen -y ayer por la mañana más aún- los pájaros enjaulados, a los que se priva hasta del sitio para

aletear, los conejillos de ojos aterrados, los diminutos peces... Y, sobre todo, me duelen los cachorros de

perro, tan vivos y tan expuestos a ser martirizados o a ser desatendidos; tan vivos y tan cerca de la muerte.

No pude evitar acercarme a una jaula formada por unas piezas sueltas de tela metálica. Al verme, se

pusieron de pie los cachorrillos, acezantes, buscando en mi mano la comida o la caricia. Trajín estaba allí,

entre ellos, con unos ojos cargados de reproches... He sentido mi tristeza igual que un fardo insoportable

encima de mis hombros. Yo era como el cargador con que había tropezado en el Bazar... Por encima de

los cachorros más pequeños, uno, para lamer mis dedos, se ha apoyado en la tela metálica y ha deshecho

la jaula con su empujón. Todos los perrillos, como en un juego, moviendo el rabo, han salido corriendo,

entre los gritos de su vendedor y del resto de los vendedores, bajo cuyos tenderetes se ocultaban.

Perseguida no sé por qué ni por quién, con los ojos llenos de lágrimas, yo también he huido.

Después fui a tomarme un café a la estación, como si me despidiese no sabía tampoco ni de quién ni

de qué. «Siempre me he tenido a mí misma; bien o mal, pero siempre me he tenido. Ahora empiezo a dejar

La pasión turca Antonio Gala

129

de tenerme; empiezo a preguntarme para qué. Mala cosa», pensé mientras el café se enfriaba. Me vino a

la memoria de repente una advertencia que mi padre nos hizo un día -o quizá varios: la infancia se recuerda

amontonada, como un arca revuelta- a mi hermano y a mí. Volvíamos del colegio. Quizá uno de nosotros

había tenido un descalabro en las calificaciones. Mi padre nos consolaba: «No hay que ser el mejor de

todos, ni intentarlo; hay que ser el mejor de uno mismo. De las varias Desis que hay dentro de ti, es preciso

que aspires a ser la mejor de todas. Nada más. Y en realidad será ella la que te diga si lo has logrado

». Aparté a un lado el café. No; no lo había logrado: no era la mejor Desi que pude haber sido. No estaba

contenta conmigo a aquella hora en que la niebla había descendido antes de lo previsible y se hacía

tarde para recoger a Yamam. «Recogerlo, ¿para qué?», me volví a preguntar, y no supe qué responderme.

En el puerto la gente corría, comía bocadillos de jurel o caballa, había cumplido su jornada, volvía a su

casa en Asia. En el puerto se vendían castañas, roscos de sésamo, pitos de agua, lotería, refrescos,

trompos de colores, cebollas crudas, pepinos, barajas, avellanas... En el puerto la gente llamaba por teléfono,

se besaba, se reía a gritos, se abrazaba, se despedía como para no volver a verse, se embarcaba y

estaba viva, viva, viva. Y tan cerca asimismo de la muerte...

Cuando llegué al Bazar, Blanche ya esperaba allí. Soltó una carcajada por algo que Yamam le susurró

al oído. Yo me sentía extraña; me arrepentí de-haber vuelto. Yamam me atrajo, me besó en la mejilla, y me

dijo bajito:

-Voy a ver hoy si de verdad me quieres.

«Estamos, desde hace tiempo, en época de exámenes -pensé-. Salimos a un examen por día. Y yo no

tengo que ser la mejor de todas...» Le sonreí y le respondí:

-Ya sabes que te quiero. Si no te quisiera, ¿qué pintaría aquí?

La mirada de uno de los muchachos se detuvo un momento más de lo normal en mí; los ojos de Mahmud

estaban empañados. ¿Qué significaban aquellos ojos y aquella mirada? ¿Qué sabían que no supiera yo?

Yamam cerró la tienda, y fuimos a cenar.

Durante la cena, él habló sin descanso. Tenía la euforia artificial que se desprende de él cuando ha tomado

cocaína. Sentado entre las dos, nos tocaba, excitado y sonriente.

-El amor -se dirigía a mí- necesita permanentes pruebas de que está bien establecido y de que es un

negocio firme. Pero, como todo negocio, es aleatorio; puede quebrar. Por eso hay dos preceptos que tiene

que cumplir el buen amante, y el buen negociante también: el primero, no perder, conservar lo que tiene

-dejó una mano sobre mi brazo-: el segundo -se dirigía a mí y luego a Blanche-, no poner toda la fortuna a

una carta, distribuirla bien, emplear en varias direcciones lo ahorrado. El amor no ha de arriesgarse en su

totalidad; hay que tener reservas por si acaso.

Yo le decía que no con la cabeza. Yamam me alzó la cara empujándome con su dedo la barbilla.

-Quien no lo hace así, acaba por necesitar para subsistir a la otra persona; no ahorra, se vuelca entero,

y su preocupación, en consecuencia, le hará ser un mal amante. El amor es un juego; es un negocio suplementario.

No el negocio que nos da de vivir, sino el que nos alegra la vida.

«¿Que nos alegra la vida?», me preguntaba yo.

-Para alegrarnos de verdad no tiene que proponerse liada, ni llegar a ninguna parte, ni satisfacer del todo

el deseo siquiera... Tiene que prolongar las caricias, ser una mariposa que no se pose en ningún sitio, so

pena de que la cacen y la metan en una caja atravesada por un alfiler. Ha de entrar por todas las rendijas

lo mismo que un perfume, y rozar como roza una brisa: la palma de la mano -había cogido la de Blanche-,

las coyunturas de los dedos -tomó los míos-,los rizos del pelo, los de las axilas, los pómulos, los labios...

Todo es susceptible de conquista, todo tiene su propia complacencia. ¿Qué es eso de zonas erógenas y

zonas neutrales? Sobre todas riñe su batalla el amor, mielecitas mías. La penetración es un gesto convencional

-otra vez oía yo esa palabra-, uno más, pero no el definitivo, ¿verdad que no? En el hombre la

declaración de guerra -se echó a reír- es muy visible: se levanta la espada; pero en la mujer también hay

síntomas, vosotras lo sabéis mejor que yo: no sólo la humedad de vuestros rinconcillos, sino la rebeldía de

vuestro espadín y la de los pezones... Ahí tenéis, bajo la seda, unos pechos que aumentan de volumen, y

un corazón que se acelera, y la respiración que se agita, y algunas contracciones que a lo mejor alguna de

vosotras siente ya en algún sitio -volvió a reírse-. Os veo ruborizadas, azúcares míos, no sé por qué... El

amor ha de ser una sorpresa; no porque los dos cuerpos sean distintos, sino porque están siempre por descubrir,

sobre todo si son más de dos: las corvas, las ingles, la tersa cara interior de un muslo, la tersa piel

del falo, los pies, la redondez de los hombros, la cavidad que oculta un pecho y que revela al levantarse...

Hablaba de la alegría de los niños cuando se observan, entre el misterio, unos a otros; de la curiosidad

La pasión turca Antonio Gala

130

de los niños, que mezclan lo que nos parecen porquerías a los mayores con su propia saliva, y meten los

dedos para tocar lo que ven y lo que quieren ver, y hablan con sus propios órganos, que tienen prohibido

mirarse, y se los huelen.

-El amor hay que hacerlo con los ojos y con la boca, y con la nariz, y con la lengua, para que saboree

todo, y con el oído, para que escuche los gemidos y el movimiento de las tripas y el chasquido de la carne

al despegarse entre el sudor... Es un hambre que no debe saciarse. Es como comer aperitivos; como saltar

y caer, para volver a saltar y no caer del todo; una voracidad que mordisquea, con el fin de no agotar lo

inagotable, con el fin de no dejar de desear.

Bisbiseaba a veces cerca de una, a veces cerca de otra, y se le veía la nuez cuando echaba atrás la

cabeza para reír, y nos daba de comer con su mano, y nos rozaba la lengua con su dedo, y yo miraba a

Blanche arrebolada, y adivinaba que ella me miraba de reojo a mí, y Yamam nos miraba a las dos...

Fuimos a casa, los tres en el asiento delantero del coche, por indicación de Yamam.

-Os recomiendo prudencia -dijo alegremente-. Me gustaría ir a mí entre vosotras, pero quizá sea mejor

que vaya Blanche en medio.

Blanche acariciaba el pantalón hinchado de Yamam. Él, por detrás de ella, me decía:

-¿Ves? No ha entendido nada.

En un semáforo me acarició la nuca. Yo, a través del cuerpo de Blanche, que había recostado la cabeza

en el hombro de él y cenado los ojos, acariciaba el muslo de Yamam. Metí bajo él la mano, hasta que sentí

que me la rozaba la mano de la francesa, que suspiró débilmente.

En casa sucedió todo como había dicho Yamam. Lo que se califica de accesorio fue lo principal. Las

manos de Yamam conducían las nuestras; él, como un sacerdote entre sus neófitos, distribuía, gobernaba,

hablaba muy despacio y muy quedo, aprobaba o advertía: «No tan fuerte». «No tan de prisa.» «así, más,

más.» El cuerpo de Blanche y el mío se ceñían entre sí y con el de Yamam. Nuestras tres bocas buscaban

su acomodo. Yamam nos volvía, nos invertía, nos mudaba de posición, hasta que supimos lo que

queríamos y lo buscamos con una ofuscada sabiduría, igual que la del niño que mama con habilidad por

vez primera.

Descansábamos y retornábamos. Yo saqué la cocaína, y tomamos un par de rayas, que separó Yamam

riéndose de mi ocultación y bendiciéndola. Y retornábamos y descansábamos. Y comprendía yo en la práctica

que los enamorados no tienen que satisfacerse recíprocamente sus necesidades. Eso es una

pobretería; tienen que suscitarse necesidades nuevas, deseos nuevos sobre los que no están obligados a

salir triunfantes, sino a alargarlos y a ensancharlos. No tienen que agotar los últimos veneros, sino mojarse

en ellos los labios, y regresar a la sed y a la busca y al hambre. Y cambiar el ritmo de las retribuciones, y

ser tan sutiles que nada de lo ocurrido pueda relatarse, porque no son hechos que ocurren, sino insinuaciones,

sino perplejidades, de estupor en estupor y de ala en ala.

Yo, en la refriega, no sabía distinguir de quién era el cuerpo que tocaba, la mucosa en que se hundía mi

lengua, el sudor que lamía la pierna que pasaba sobre mi cuello, el hombro sobre el que descansaba mi

cabeza, qué mano retorcía mis pezones o se introducía entre mi carne, qué pie mordía o chupaba o besaba.

Y ni siquiera sabía distinguir si era la primera vez que percibía ese sabor, o ese olor, o realizaba aquel

gesto, porque la reiteración nunca era exacta y siempre revestía la trascendencia de algo irrepetible.

Cuando todavía la consumación estaba lejos, o ni siquiera estaba prevista, entreabrí los ojos y vi el cuerpo

moreno y tan conocido de Yarnam y el cuerpo blanco y apretado de Blanche. Y los tenía abrazados y

ellos abrazaban mi cuerpo. Cerré de nuevo los ojos y olvidé...

Al volver en mí, me recibieron las palabras tiernas de Yamam, que nos hablaba como a dos niñas. El

sentimiento de vacío que me asalta siempre al terminar, una vez más lo llenaba Yamam con sus palabras,

con su ternura, con sus tarareos de no sé qué canciones, como si quisiera prolongar todavía la semiconsciencia

que me embarga. Cerré los ojos para no encontrarme de nuevo con la realidad. Yamam estaba

junto a mí, y lo sentía; lo demás no importaba, ni siquiera que hubiese una testigo... Yo entré en nuestro

nirvana; las nieblas del deseo urgente se habían retirado; se había retirado la apariencia, el brillo, la colaboración,

el mentido espejismo, la tentación también. ¿Qué importaba?

Besé la mano de Yamam. La besé antes de que me sobreviniera la pena, no por haber sido usada, como

había dicho Pablo, sino por no haber cumplido mi aspiración: la soledad con él. Yo había respondido a su

demanda; él. a la mía, no. En otro tiempo, en otros lugares, en éste sobre todos, él había sido enteramente

mío... ¿Había concluido el éxtasis? No; aún me quedaba la voz de Yamam, la mano de Yamam. Blanche

dormía. Quizá él y yo no habíamos dejado de estar solos. ¿Cómo iba yo a pensar que él era para mí un

La pasión turca Antonio Gala

131

extraño, cuya presencia después del amor no se comprende? ¿Cómo iba yo a pensar que Yamam y

Blanche eran lo mismo para mí? Preferí no pensar nada. Volví a besar su mano.

Recordaba -más de lo que creía poder hacerlo y mucho más de lo que me habría gustado- aquella

sesión de amor. (;Por qué la llamo sesión, como a las de Denis?) Después de ella, con Yamam, durante

varios días, tuve una relación puramente comercial. Quiero decir que lo veía en la tienda; le ayudaba en

cuanto estaba en mi mano y me permitía mi alumno fiel Mahmud; lo sustituía en ocasiones; cuidaba y

recibía a sus hijos los fines de semana y en la fiesta de la Ruptura del Ayuno, que cayó por entonces. (Fui

yo quien compró sus regalos, acordándome de aquella muñeca que él nos había pedido a los españoles

cuando lo conocí hace ya tanto. ¿Hace ya tanto?)

Por casualidad, pensando en Blanche, salté a Denis, su jefe, y me propuse llamarlo, sin saber bien por

qué, como no sé, en general, el porqué de mis actuaciones desde hace un tiempo. Telefoneé al consulado

francés, y me dijeron que vivía en Estambul, pero que no podían darme el número de su casa; me dieron

el de la empresa. Me cité allí con él. Tenía curiosidad por ver las alfombras, y por comprobar si entre ellas

estaba -y así fue- el kilim burdeos que una tarde había desaparecido del salón de casa, debajo del sofá de

terciopelo labrado.

En el trayecto a la oficina recordaba con simpatía el viaje a París y la manera limpia y apresurada de

hacer el amor de Denis, tan opuesta a mi experiencia última. Éste era un ejecutivo también en el sexo; no

preguntaba la opinión de su partenaire -él la llamaba así-; lo mejor para él era una mujer casi frígida que

correspondiese a su frigidez o a su velocidad, oponiéndole la resistencia justa para que él demostrase su

fuerza y su poder de arrastre. Se trataba de un hombre de gestión -de bastante buena gestión-, pero nada

más. No gastaba más tiempo del preciso en una operación -en una sesión- de amor; no derrochaba nunca.

Las menudas y cómplices lubricidades se desterraban; eran detalles que oscurecían la luz de la verdad. La

verdad era el orgasmo, compartido a ser posible por buena educación y por cierta propensión a la simetría.

Probablemente lo sacarían de quicio un gesto imprevisible o una reacción inesperada. No es que fuese

como esos hombres que, igual que un pistolero marca en su colt el número de muertos, marcan en su pene

el número de orgasmos de su pareja; no llegaba a tanto, pero la multiplicidad de éstos lo habría dejado profundamente

satisfecho de sí mismo, y, en agradecimiento a tal exaltación, habría querido un poco más a

su partenaire.

Así pensaba mientras subía en el ascensor de la oficina. Me reproché haber cambiado tanto de opinión

sobre Denis; pero me excusé luego; ya que, en el fondo, siempre había opinado así, lo que ocurría era que

me había dejado de ser útil: útil para Yamam, por descontado. «¿Lo ha dejado de ser en realidad? -me dije

de pronto-. ¿No podría yo emplearlo como arma contra Blanche?» No es que tuviese el menor

remordimiento por nuestra sesión, ni estuviera arrepentida, pero no podía compartir a Yamam, aunque mi

placer hubiera sido mil veces mayor que el que a solas sentía con él, y me bastaba.

Nada más recibirme Denis en su despacho, entendí que las cosas entre él y yo no eran como antes.

-No creí que me telefonearas, ni que quisieras verme, una vez conseguido el contrato para Yamam.

-Los occidentales siempre opinamos -insistí en el plural- que los turcos, y quienes los rodean, sólo se

mueven por razones comerciales. Somos injustos, Denis... Por otra parte, te recuerdo que te acompañé a

Francia después de conseguido el dichoso contrato.

Salió de detrás de su mesa preguntando: «Después?», como si saliera de un mostrador, y me tendió la

mano. Yo le alargué la mía de forma que no tuvo más remedio que besármela. Su frialdad me salpicaba.

De súbito se abrió una puerta distinta de aquella por la que yo había entrado, y apareció, precipitada,

Blanche.

-Denis, chéri... Ah, perdón, ignoraba que tuvieras visita.

Desapareció cerrando la puerta.

-¿Una amiguita? -le sonreí.

-Oh, no -dijo vagamente-. Claro, que uno tiene derechos cuando se siente abandonado por una persona

de quien tanto esperaba.

-Si te contara lo sucedido -le mentí-, me darías mil excusas por lo que acabas de decir.

Parpadeé para dar a mis ojos una expresión de desencanto. Por cambiar de conversación, me enseñó

los kilims y las alfombras que Yamam le había endosado. Eran recientes, y sólo tenían de bueno la combinación

de sus colores con los de las tapicerías y los paneles. El kilim secuestrado del piso estaba en el

La pasión turca Antonio Gala

132

despacho de Denis. No pude por menos que sonreír ante la destreza de Yamam.

Pasamos por algunos departamentos y atravesamos un pasillo; en una habitación pequeña y luminosa,

que daba a un jardín vecino, habían instalado a Blanche. Me la presentó, y nos saludamos con indiferencia.

En sus ojos adiviné una súplica; estaba dispuesta, por conveniencia propia, a concedérsela. Mi intención

era ruin; pero, si ella me arrebataba a Yamam, yo le arrebataría a Denis. Quizá ella, por interés, tuviera

que elegir, y elegiría a su jefe. Era bastante hacedero ganarle la partida dado que yo apostaba con absoluto

dominio del juego, en el que no intervenían ni mi corazón ni mi bolsillo... ¿Mi corazón tampoco intervenía?

Sí; pero no con respecto a Denis. De una pared colgaba un grabado del Sena.

-Recuerdo -dije deteniéndome ante él con intención- nuestros paseos, cuando todo parecía posible, y

entre nosotros sólo iba la esperanza.

-Es cierto -replicó Denis, tomándome del brazo y llevándome fuera.

-Adiós, señorita -le dije a Blanche-. Este despacho es el más bonito de toda la oficina; procure que no la

muden nunca de él.

Supuse que la velada amenaza surtiría un efecto de indecisión muy favorable para mí.

Ni que decir tiene que ese día, después de almorzar, Denis se ofreció a enseñarme su nueva casa en

Galata. Puse un pretexto que sonara a pretexto. Le agradecí la comida, y me despedí de él dejando claro

que me había herido su actitud.

-No puede ser que tardemos tanto como esta vez en volver a vernos.

-De ti depende -repuse-. Tú has interpretado de un modo muy doloroso para mí mi alejamiento. Si te

confesara que fue para protegerte a ti y al respeto y al cariño que te debo... Si te dijera que lo de Yamam

y yo desembocó en un asunto embarazoso, ajeno a mí, pero en el que me vi inmersa, y que me llevó a pensar

que se me vigilaba y se controlaban mis amistades... Si te dijera que la primera tentación que tuve fue

la de correr a tus brazos y protegerme en ellos, y que la resistí para no causarte daño... Sólo cuando ha

pasado todo y he comprobado que, respecto a mí, nadie nunca pensó nada, y que no era más que una

falsa alarma mía; sólo ahóra te he venido a buscar. Y para recibir una terrible acusación... Me voy, Denis,

me voy...

Me llevé un pañuelo a la nariz; moví la cabeza sin sentido. Denis me abrazó, me atusó el pelo.

-Perdón, perdón... Te quería tanto... La decepción fue tan grande...

-No más que la mía de hoy.

-Desia, ¿estamos en paz? Di que sí, Desia.

Levanté las pestañas, aún cargadas de lágrimas.

-Si tú lo quieres, sea.

Me besó.

-¿Te apetece que cenemos mañana?

-Si tú lo quieres... -repetí.

Ahora escribo esto, sin prever qué sucederá mañana. Me muevo por impulsos, como quien ha perdido

la última dirección de su camino. No sé si voy cuesta abajo o cuesta arriba; no sé si lo que hago es bueno

o malo. Sólo tengo un propósito: recuperar la atención de Yamam. No puedo ser objetiva ni moral; no puedo

ser leal siquiera. Por tener a Yamam conmigo -«conmigo para siempre» pienso ahora, aunque sé que cada

día tendrá su propia batalla-,por tener a Yamam haré todo, esté o no esté en mi mano. Todo en legítima

defensa, todo en defensa propia, porque no me canso de insistir en que Yamam es mi vida y en que no

quiero otra. Dicen que los enamorados son quienes mejor aprecian la armonía y la hermosura de este

mundo; dicen que en él estamos para ser felices, en contra de quienes lo han convertido en un valle de

lágrimas. Puede; pero qué trabajo nos cuesta tocar con la punta de los dedos la felicidad. Nos cuesta tanto,

que no podemos evitar preguntarnos, absortos en el esfuerzo, por qué es por lo que luchamos. Yo, en la

tarea, me he dejado mucho más que las uñas.

Las relaciones con Denis se han restablecido -más bien se han instituido- sin dificultad. Marcharon en

seguida lo mejor posible, que tampoco es viento en popa, transformándonos en una especie de matrimonio

rutinario y digno.

Como yo no quería faltar del apartamento de Yamam, por si aparecía él, ni del Bazar, por causa de

Mahmud, insinué la posibilidad de encontrarnos a la hora de la siesta. Denis se resistió; él sí que es con-

La pasión turca Antonio Gala

133

vencional hasta la exasperación. Acordamos tácitamente -la politesse ante todo- vernos las noches de los

miércoles y de los sábados, por supuesto en su casa.

Para él supone una verdadera fiesta: mesa servida por un restaurante caro, cena fría, velas y champán.

Cada noche yo me sorprendo esperando que llegue el invitado, que no es otro que yo. Me hace regalos

delicados, ya que no muy costosos, quizá para no exagerar la diferencia entre nosotros. Una noche aludí

a la imperiosa necesidad -dije la conveniencia- de trabajar. Quizá en su propia empresa puesto que conocía

el idioma francés y Estambul. Él contestó que se ocuparía de eso, y a partir de entonces yo descubro en

mi bolso un sobre con dinero. No cada noche, claro: él no quiere insultarme, simplemente sentirse satisfecho

y recompensado por el hecho de mantener a una mujer con clase, como amablemente me repite.

La verdad es que yo, pese a su elegancia, no me engaño. Con o sin proyectos futuros, con o sin intrigas

que justifiquen ante mí misma mi comportamiento, no me engaño: soy una prostituta. Reconozco que

aprendo con Denis del amor físico -decir sobre el sexo sería demasiado- más que en toda mi vida. Él es

constante y triunfador, no como Ramiro (hablo sólo de este campo), pero me deja en el polo Norte, no como

Yamam, y yo puedo ejercitar, mientras él goza más o menos, todas mis facultades de deducción, aunque

es cierto que me bastaría ser una mediana observadora.

Si escribo esto y me acuso de esto es para distraerme de otras cosas peores.

Siempre se ha dicho que la prostituta es una mujer de placer. Y es verdad, pero de los otros. Ella, para

ejercer mejor su trabajo, debe permanecer en la orilla; conformarse con poner a disposición de su cliente

los elementos necesarios para el disfrute. (No, desde luego, un disfrute exagerado ni loco, sino correcto,

rápido y eficiente.) Como cuerpo sexuado, ella ha de anularse. O sea, entre la prostituta y su pareja no hay

verdadera diferencia de sexos: sólo hay uno, y una forma peculiar de masturbación asistida.

Lo que ocurre es que yo soy una especie singular de prostituta: he de reír, llorar, gritar -no mucho- a

veces, trasponerme; pero no es preciso que sea una actriz excelsa: Denis, a pesar de la Comedie

Française, está muy dispuesto a aceptar cualquier terremoto que su pene provoque. Es curioso comprobar

que la prostitución es lo contrario del libertinaje. Nada más medido, nada más ahorrativo, ni más semejante

al trabajo de cualquier ser humano. Porque es un trabajo y se acabó. Mi cuerpo es un medio para ganarme

la vida -no sólo mi vida diaria, sino la vida cuyo nombre es Yamam-, y no un medio para llegar al placer.

Denis y yo, aunque él lo ignore, nos compenetramos en tal sentido: él desea gozar con mi cuerpo, y yo, a

través de su goce, dirijo mis proyectos. Para ello, no necesito ir disfrazada de puta, cosa que le agradezco;

no necesito ocultarme tras el uniforme de la vulgaridad. Muy al contrario, me preocupo más que nunca

de mi aspecto, ya que en él se apoya su deseo, y resulto más que nunca elegante. En cambio, sí coincido

con mis colegas callejeras en la prisa; estoy anhelando que Denis termine cuanto antes. Y no es que él se

demore, porque. suele llegar a la meta casi inmediatamente después de haber salido, y rechaza cualquier

entretenimiento que lo distraiga de ello. Me recuerda a un cazador de Huesca que, si iba a cazar perdices

y se le cruzaba, ofreciéndosele, un conejo, jamás le disparaba. «He dicho que a perdices, y a perdices.

Pues menudo soy yo...»

Puede parecer que las prostitutas nos entregamos con armas y bagajes. Pero no es cierto; sólo entregamos

las armas y los bagajes. Persistimos tan incontaminadas después como antes; no sólo ilesas, sino

intactas, porque la desnudez es sólo un envase laboral como el mono azul de un metalúrgico. Denis, al

mismo tiempo que solicita mi colaboración, aspira a hacerme gozar, sin advertir que cualquier deleite mío

sería una simulación, o que, si se produjese, seria una imitación del suyo: el breve estremecimiento de la

eyaculación. Desde mi atalaya de no comprometida, acecho el estertor, la tensión, los ojos enlunados o

vueltos de mi amante, y sé qué hacer para estimularlo, para enloquecerlo -siempre con el tolerable enloquecimiento

del cuerdo riguroso- y, por fin, por fortuna mía, para descargarlo. Y lo sé precisamente porque,

cuando estoy con él, lo que mejor me funciona, casi lo único, es la cabeza. El resto de mi cuerpo es pura

asepsia; no huelo ni a mí misma, sino a meticulosa higiene íntima.

A veces, mientras Denis me hace el amor (o lo que sea), me entretengo imaginando la desgracia de una

puta que se enamorase de un cliente y quisiese atenderlo entregándosele de todo corazón. Me la figuro

olvidada de su oficio, recreándose con él, encendiéndose, no contentándose sólo con su pene y sus testículos,

sino aumentando su jurisdicción a todo el cuerpo. Y me figuro al cliente que, sobrecogido ante aquel

alud, reclamaría daños y perjuicios, y nunca más pagaría por acostarse con semejante loca de atar.

Escribir estas trivialidades y chabacanerías no me ha distraído de lo mío. Ojalá pueda descansar esta

noche.

La pasión turca Antonio Gala

134

Hay días -mañanas- en que paso por el Bazar y me quedo sólo un rato para darle su clase a Mahmud.

Yamam está cordial y distante a la vez, como con una antigua amiga. Ignoro si conoce mi relación con

Denis, aunque sospecho que sí la sabe Blanche; pero Blanche no será tan torpe como para arriesgarse

denunciándome.

Ya afirmada mi posición, ayer comencé a madurar a Denis. En vista de que no había atendido mi petición

de trabajo, para sugerirle la posibilidad de que me ofreciese el de Blanche, he comenzado a manifestar

celos. Primero, de un modo general; luego, ya decididamente «de aquella gordita blanca que el día que

te vi en tu oficina te llamó de tú, y chéri». Él me ha mirado a la vez con alarma y con vanidad; ha intentado

calmarme; me ha jurado y perjurado su devoción por mí; me ha ofrecido toda clase de garantías. Pero

no ha desmentido que antes hubiese un asuntillo entre ellos. De que ya no lo hay estoy segura. Sin embargo,

que no lo haya me preocupa también, porque puede lanzar a Blanche en brazos de Yamam. Y tampoco

delatarla a Yamam es una buena táctica, porque él tiene una manga demasiado ancha siempre que espere

sacar algo de alguien. Lo que yo aspiro a conseguir es que Blanche, que vino de Francia, sea devuelta a

Francia en el momento más favorable para mí.

Hacía semanas que no había visto a Ariane. Ayer se presentó en la tienda su criada Harife. El calor era

enorme. A través de Yamam me contó la tragedia. Su señora, a pesar de tener dinero en el banco, como

no podía salir de su casa porque había empeorado mucho, se encontraba de hecho en la miseria. Harife

había estado poniendo para la casa todo su dinero; ya no tenía más. Trató de recurrir a los huéspedes, pero

los de mayor confianza se hallan de vacaciones, y el, joven español acompaña en Capadocia a un grupo

de turistas. Ariane se está muriendo: no come y sufre una continua descomposición.

-Yo no sé llamar por teléfono, y sólo hablo turco, y la señora no querrá aceptar nada de nadie -se lamentaba.

-Pero ¿no dices que está inconsciente? ¿Qué más le da entonces de dónde venga la ayuda? ¿En qué

sitio cobra la pensión que le pagan?

Me dijo el nombre del banco. Fuimos a él; conocían a Harife después de tantos años. Se unió a nosotras

dos un empleado con quince millones de liras turcas, que estaban allí muertas de risa y sin cobrar. Nos

dirigimos a casa de Ariane. Verdaderamente se encontraba en las últimas. Le tomé la mano derecha, y

puse su huella en el recibo. Luego, por medio de Denis, pedí una ambulancia al hospital italiano. Allí se

recuperará. .

Anoche -era martes- conseguí, permaneciendo en la tienda hasta la hora de cerrar el Bazar, que Yamam

me trajese a casa. Contaba con.un poco de coca y una espléndida botella de vino de Borgoña, cuya procedencia

no es dudosa.

Después de brindar, jugueteé con una onda de su pelo, con un botón de su camisa, con la hebilla de su

cinturón. Bromeábamos; nos retamos. Poco a poco se restauró nuestro mundo y se alejaron todos los

demás. No aseguraría que él se apasionara, pero mi pasión lo arrastró, y él, por hombre, no quiso echarse

atrás. La pasión aventa, como un vendaval, el resto de los afectos, el resto de los recuerdos. Mi desorden,

o mi pasión desordenada, se enfrentó con ventaja al nuevo orden de Yamam, que desconozco. Y me cercioré

de que mi pasión aumentaba porque algo se le contraponía, porque algo la resistía y le plantaba

querellas. No era cuestión ya de decir «te amo», sino de destruir cimientos nuevos, de recuperar, de obtener

otra vez de las médulas el acuerdo que durante mucho nos ha unido.

Mientras me preguntaba por qué mi pasión había anidado, tenaz e invariable, en aquel cuerpo, en aquellos

párpados, en aquella nuez; por qué se negaba esta persona a diluirse en mí; por qué no se me había

dado ninguna opción para elegir; mientras me preguntaba si podía concebir otra forma de vida en que él

no estuviese, me di cuenta de mi derrota: una derrota no elegida tampoco, sino impuesta a lo tonto por un

ser desentendido del infinito papel que mi vida le ha adjudicado. Una derrota sin triunfador.

Llegué a la cama con un sabor amargo, porque la victoria de una noche no aleja de ningún modo mi fracaso

definitivo. «La guerra -me decía- la he perdido, a pesar de que la escaramuza de hoy la gane con

todos los honores.»

Se ha repetido que nadie puede ser feliz en un mundo desgraciado; pero ¿hay acaso obstinación mayor

que la de quien procura su felicidad en un mundo infeliz? La contradicción aumenta nuestro empecinamiento

y nuestras fuerzas, ayer lo comprobé. Desatentadamente defendí mi nosotros contra el ellos, que

La pasión turca Antonio Gala

135

son el resto entero de la Humanidad. Mi amor crece siempre en circunstancias de confusión; mi tábano,

cuanto más se excita, más me excita y me atormenta. Si yo encontrase un camino indiscutible, sin vacilaciones,

mi pasión por Yamam se transformaría en la sosegada vinculación con Denis. El más tierno enamorado

es el más sádico también, porque su confesión de dependencia no es más que la exigencia de un

resarcimiento a costa de lo que sea.

Por eso ya no puedo manifestarme como una tierna enamorada. Tengo que reconquistar a sangre y

fuego; emplear la máquina de placer que es el cuerpo de Yamam hasta sus últimos engranajes. Anoche

ningún órgano, ninguna facción tuvo la exclusiva de la vehemencia, a todos los puse a contribución. Yo era

la agente, la invasora, la mantis religiosa, es decir, la devoradora. No descuidé ni di más valor al espasmo

que a la carcajada, al movimiento que a la inmovilidad, a la camiseta que al vello de su pecho: todo se alió

para lograr mi efímero trofeo. Mi trofeo de una noche...

Dentro de la cabeza me ronroneaban unas palabras de Yamam, al principio del viaje a Anatolia, en nuestro

segundo encuentro: «Cuando te conozcas a ti misma -pero desde un punto de vista instintivo, no

racional: ése no sirve- entonces sabrás que debes obedecerte, desatar las ataduras que te han impuesto

miles de años, lanzarte a ciegas y desacatar las órdenes que no procedan de tu interior. Así llegarás a ser

tu guía. Yo ahora soy tu lazarillo porque no ves; ya se te abrirán los ojos para que tú los cierres cuando

quieras. Y entonces tu deseo será el mío, o el mío el tuyo, y caminaremos libres, esclavos sólo uno de otro,

como dos niños por un bosque feliz».

Durante toda la noche no hice más que seguir, con los ojos bien abiertos, ese consejo, mejor, ese

mandato. Y también esa experiencia, en la que abrazarse no conduce sino a un nuevo abrazo, y cada gesto

reviste mil aspectos distintos y adquiere mil distintas intensidades.

Después de dos semanas en el hospital italiano, a Ariane la devolvieron a su casa ayer. Hoy fui a verla.

Estaba acostada y muy empequeñecida. Ni me reconoció, ni entendió nada de lo que le decía. Me dispuse

a despedirme para siempre sólo de un cuerpo. Me incliné, la besé en la frente. Y, de improviso, le oí decir

con toda claridad:

-Vete, Desi. Vete de Estambul.

No dijo más. Volteó un poco la cabeza, y murió.

Sé que he perdido a una amiga con quien no fui lo bastante sincera, y a la que, por tanto, hería con mi

escudo. Quizá ella me habría ayudado, pero no la dejé. Tal era, sin duda, su intención final. Tendría que llorarla,

pero no me es posible. Lo he intentado, y no puedo.

El tira y afloja con Denis me aburría. Hoy he tenido que hacerle una escena -nunca mejor dicho-, acusándolo

de engañarme todavía con Blanche. Le planteé algo que nadie debe plantear jamás: un dilema.

-O ella o yo -le he dicho.

Para probar la certeza de sus protestas de amor, le conminé a que la indemnizara y la mandara a

Francia. Unas relaciones «serias y conscientes» como las nuestras no podían estar a expensas de una

jovencita atolondrada que se lía con sus superiores. Él me ha prometido que en el plazo de una semana lo

conseguiría. Después de fingir un ataque de nervios, aún me temblaba el cuerpo. Ya han pasado, o están

a punto, los tres meses de Pablo, y yo quiero tener resuelto mi problema cuando él llegue. Mi único problema,

el que atesta mis noches y mis días, el que me ha obligado a tomar (lo que no hacía desde que llegué

la última vez) los somníferos de mi amiga Felisa, de los que ya no me acordaba.

He seguido visitando el Bazar; ocupándome de Mahmud, mi única obra humana; sonriendo a Yamam;

ensalzando su poder sobre mí, y disimulando el mío sobre él. En realidad, temo que Blanche sea una

francesita dócil, con una vida erótica sometida a la de su hombre, que subraye el prestigio de éste: un prestigio

que acaso yo he puesto en cuarentena. Conmigo Yamam se había sentido liberado de tal obligación

de dominio, y llegó a comprender que su cetro no era el pene, como creía al principio -«torna tu cetro y no

lo dejes»-, sino que el pene se había convertido en un poste para atarlo como víctima de la tortura, o para

ascender hacia la recompensa de la cucaña, o desde el que ver paisajes jamás imaginados. Un poste compartido

que desarrollaba un millón de funciones...

Sí; todo es -o era- verdad, pero ¿y si al cambiar encuentra un deleite inédito entre los blancos muslos

de su amiguita?

Esta tarde me reprochó Yamam el no estar nunca en casa; me alegró pensar que me había visitado. Con

La pasión turca Antonio Gala

136

expresión dolida le repliqué:

-¿Cómo puedes decirme eso? No salgo sino para dar un paseo que siempre acaba aquí. ¿A qué hora

estuviste?

A las diez de la noche.

-¿Qué día?

-El miércoles.

-Claro, estaba cenando con Denis, al que me encontré el martes por casualidad.

-¿Con Denis? -Me miró con demasiada fuerza como para que no me causara pánico-. ¿Qué sabes de

Denis?

-Pues mira, ahora que lo dices, no mucho: es un francés que tiene una oficina con alfombras tuyas, alto,

maduro...

-No digas más sandeces. -Me puse en guardia-. Por si no lo sabes, ha venido tu amigo el español.

-¿Quién? ¿Pablo Acosta?

No me habló más. Media hora después me despedí con una espesa sombra dentro.

He acudido con puntualidad a mi cita con el ginecólogo. Me habla encontrado unos bultitos bajo un

pecho que me alarman. No tanto por el peligro mayor, sino por el que se califica de menor: lo que me faltaba

ahora es que me tuvieran que extirpar un pecho. Ante mi insistencia, me dará los resultados el lunes,

dentro de cuatro días.

Al entrar hoy en la tienda, Yamam me ha mirado de un modo muy especial. He sentido de nuevo miedo

de él. Se ha acercado a mí, me ha agarrado los brazos... ¿Por qué he pensado en Blanche?

Acaba de irse el hermano pequeño de Mahmud. Vino a darnos la noticia. Por bañarse en el Bósforo,

cosa que tenía prohibida, se ahogó ayer tarde. No han recuperado el cuerpo todavía.

Sentí como si me tirasen de la sangre para abajo. Me senté en el largo banco del fondo, donde Mahmud,

con la lengua entre los dientes, dibujaba sus sumas y sus restas, donde ya no las dibujará nunca más. Se

han acabado para siempre su voz agria, su sonrisa un poco picuda, el embeleso de sus ojos. Muerto... Ya

no tenía excusa alguna para seguir yendo a la tienda. Ya no le soy útil a nadie. Nadie me necesita. No soy

para nadie más imprescindible... No dejo de pensar en el cuerpecillo de Mahmud flotando en aquellas

aguas sucias, o trabado en el fondo. No dejo de pensar en su corta vida, tan repleta de tribulaciones.

Cuánta injusticia, ])¡os. La vida me está deshojando como a una margarita.

En la tienda me tapé la cara con las manos, y sentí sobre mi hombro la mano de Yamam.

Hoy me ha comunicado oficialmente Denis que Blanche ha sido indemnizada, despedida, y abonado su

billete de regreso «por no ser de imprescindible cometido en la oficina, una vez comprobadas las necesidades

de personal». Pero ya no me afecta. Me arrepiento de haber puesto en marcha este desalmado

mecanismo.

Hablé con Pablo. Quería verme hoy; pero es sábado y quiero quedar bien con Denis que tan gentilmente

se ha portado conmigo. Nos veremos mañana.

La cena con Pablo ha transcurrido ágil y cómoda; él tiene la virtud de romper el tiempo y la distancia.

Hemos continuado una conversación interrumpida. Le he hablado de Ariane y de Mahmud; él a mí, un poco

de pasada, de su trabajo.

Los envíos de alfombras tratadas ya han cesado; pero está seguro de que no se encarcelará ni se juzgará

a los culpables: sería tirar de una manta con demasiados implicados dentro. Así las cosas, nada le

queda a España por decir.

-En ocasiones, qué adorable resulta una justicia tarda y corrompida -he comentado, mientras él me amenazaba

con la mano.

Celebro la suerte de Yamam tomando una copa con Pablo en su habitación. De una manera sutil, pero

clarísima, me propone hacer el amor. Al fin y al cabo, ha venido por mí. Yo estoy contenta: la libertad de

Yamam no corre peligro. Me dejo besar. Sin embargo, no puedo ser deshonesta con él. Con Pablo, no. Por

eso, llena de ternura, aplazo hasta mañana la respuesta.

-Mañana hablamos, ¿eh? Mañana hablamos, y verás como todo saldrá bien.

Espero de corazón que mañana salga bien todo, sea lo que sea.

La pasión turca Antonio Gala

137

Epílogo

El lunes, por la mañana temprano, recibió Pablo Acosta una llamada. Era Desi. De forma un poco

embarullada, pero risueña, le dijo:

-Hemos quedado para esta noche, ¿no?, pero me gustaría que hubieses leído ya entonces unas páginas

escritas por mí. Lo considero necesario para que se desarrolle bien lo nuestro y termine como es

debido. Ven a buscarlas a mi dirección. -Por primera vez se la dio-. Yamam no está ni en casa ni en

Estambul; ha ido fuera unos días. Yo tengo que salir de compras; si llamas y no abro, la llave estará debajo

del felpudo; como ves, siempre convencional. Y los papeles, sobre la mesa de la entrada... No vengas,

por favor, hasta después del almuerzo: a las cinco o así.

Pablo Acosta fue a la dirección indicada. No abrieron la puerta; utilizó la llave del felpudo. Entró en aquel

piso pequeño, desangelado y triste, con dos pares de zapatillas junto a la puerta, casi sin luz; de momento,

sólo la que entraba por una ventana apaisada, a través de unos visillos con volantes. Dio la luz eléctrica,

porque el día estaba gris y mate. Sobre una mesa había unos cuadernos; al lado de ellos una caja vacía

de delicias turcas. Ojeó los cuadernos; parecían escritos con la letra de Desi, que él aún recordaba. Se

arriesgó a entrar más dentro, no por otra cosa que por conocer la vivienda, bastante humilde, de su amiga.

Vio la cocina, descuidada y no muy limpia, y un dormitorio con dos camas, sin duda de dos niños, también

vacío. En el otro dormitorio, sobre la cama, vestido, yacía el cadáver de Desi. Aún no estaba frío del todo,

pero fueron vanos los intentos que hizo para reanimarlo. La muerte se había producido muy poco antes.

Numerosas cajas de somnífero estaban desparramadas por el suelo. Por lo demás, todo aparecía en orden.

No encontró teléfono. Bajó a llamar desde la calle al puesto de policía más cercano; lo ayudó un amable

transeúnte. Subió de nuevo y esperó. Cuando llegaron sus compañeros turcos, se identificó, y les explicó

muy por encima lo sucedido. Él pensaba quedarse en Estambul -les dijo- mientras se cumplimentaban los

trámites precisos. El cuerpo se lo llevaría a España. No supo por qué había decidido eso sobre la marcha.

Al quedarse solo, se dispuso a leer los cuadernos de Desi por si le proporcionaban alguna pista del

porqué de su decisión. Empezó por el final del cuarto cuaderno. De él dedujo dos consecuencias: primera,

la posibilidad de que el doctor hubiera dado un diagnóstico tan adverso que le arrebatara a Desi toda esperanza.

Segunda, la noticia de que Yamam estaba fuera de Estambul significaba que Desi y él se habían

entrevistado, puesto que ella, la noche anterior, no lo sabía, y sí por la mañana.

Luego abrió el primer cuaderno y comenzó a leerlo.

Era de noche avanzada cuando terminó la lectura del cuarto. Aún no había comparecido nadie. Bajó

para telefonear de nuevo, y tropezó con dos camilleros en la escalera. Dejó que se llevaran el cuerpo de

Desi, pero él permaneció en el piso. Ojeó de nuevo los cuadernos. Convencido de la imposibilidad de descubrir

por qué se mata una persona. «Sencillamente no porque tenga razones para morir, sino falta de

razones para seguir con vida.» Acaso todo estaba ya dicho en los cuadernos... O no, y la causa era que

Desi había dejado de amar y se sentía incapaz de confesárselo a sí misma. O incapaz de seguir engañando,

o de seguir siendo engañada, y eso la indujo a recuperar el amor propio que la empujó a la muerte.

Ahora le dolía que se hubiesen llevado el cadáver de Desi. Le habría gustado preguntarle, inclinarse

sobre ella, indagar en su rostro. Lo que había hecho era leer sus escritos, en lugar de interrogarla a ella

que no mentía jamás, quizá salvo en lo que escribió.

«Mañana saldrá bien todo», dijo anoche, cuando nada había resuelto aún. Y, sin embargo, él había temido

que estuviese en el límite de su resistencia. Lo que ocurrió es que no la comprendió bien. Se había confundido:

atribuyó su debilidad extrema, su agotamiento, su falta de ímpetu de anoche a su consentimiento

en entregársele; a su consentimiento en ser suya «para siempre», como él había siempre soñado.

Si esta mujer amó bien o amó mal -se decía, invadido por un dolor creciente- nadie puede afirmarlo con

certeza. Un amor no se mide ni por su duración ni por su violencia... Y ningún hombre será apto nunca para

138

opinar con sensatez de lo que acontece en el corazón de una mujer enamorada.

Fue a la cocina a ver si encontraba algo que comer. Ya no tenía sentido seguir allí, pero le asaltó un hambre

repentina y feroz, como si fuese una venganza. Desde el almuerzo no había tomado nada.

Preguntándose por qué no lo vio antes, lo que encontró fue un papel a medio quemar. La única frase clara

era: «el tábano me ha forzado a elegir entre el dolor y la nada. En el amor o se crece o se muere...». Quizá

iba a dejarle a él alguna explicación, y luego olvidó lo que quería decirle. O se arrepintió. O prefirió negarse

a reconocer que moría por no haber sido amada de verdad nunca... Aunque acaso quienes los sufren ignoran

sus propios excesos: ¿quién podría decir que Yamam no la amara? Ni siquiera ella misma, a la que

probablemente le sobrevino un gran cansancio y un gran hastío, y le urgió echarse a dormir...

El hambre había desaparecido. Se fue á su hotel reflexionando sobre lo poco que sabemos unos de

otros los humanos; es natural que sea así, dado lo poco que nos conocemos a nosotros mismos. «Qué

policía tan hábil: estar con la mujer que amaba y que unas horas después se suicidaría, hablar con ella minutos

antes de que lo hiciese, y no sólo no advertirlo, sino creer que no tardaría más que unas horas en estar

por fin entre sus brazos.»

A la mañana siguiente se presentó en la clínica del doctor cuyo nombre y dirección aparecían en una

receta en el bolso de Desi. El ginecólogo le aseguró que la había visto el martes o el miércoles; pero que

el lunes aún no había tenido el resultado final de los análisis. Ahora sí lo tenía y, como había supuesto, los

pequeños bultos eran quistes sin importancia. La salud de la señora era por tanto buena, y no se hallaba

bajo una amenaza mayor que el resto de los mortales.

A pesar de que trató de agilizarlo, los trámites del traslado del cuerpo se eternizaban. El jueves, el policía

al que le había dado la orden de traer a Yamam en cuanto regresara, lo telefoneó y lo citó en un-puesto

próximo al Bazar. Nada más llegar, los dejaron a solas.

Yamam volvía de un viaje a Ankara. No; no había ido solo... Con Blanche, una chica francesa... No; de

Desi no sabía nada desde el lunes. (Pablo lo dudó por una ráfaga de ansiedad que le brilló en los ojos.) No;

él no tenía nada que ver con aquella mafia turca de que le hablaba. (Pablo había querido dejar claras las

pruebas para que Yamam sintiese la debilidad de su posición.)

Fue en ese instante cuando le dijo que Desi había muerto.

-¿Muerta? -exclamó Yamam-. ¿Está usted seguro? ¿No será desaparecida lo que quiere decir?

-Muerta -repitió Pablo-. Desde el lunes a mediodía.

-No es posible: el lunes la vi yo a primera hora de la mañana.

-Lo sé; ella me lo comunicó por teléfono. ¿Por qué fue usted a verla, o por qué ella fue a verlo a usted?

-Fui yo al piso. ¿Ha sido allí donde...? -Pablo afirmó-. Fui al piso a decirle que estaría fuera unos días.

-Para huir de la policía. Usted supo que yo venla a Estambul a echarle los perros y...

-No; yo supe que usted estaba aquí, pero no me fui por eso... Desi había conseguido que el director en

Estambul de una firma francesa expulsase de su oficina a mi amiga Blanche y tratase de devolverla a París.

Yo estoy interesado en ella. Enterado del comportamiento de Desi, quise darle una lección. Crea usted que

estaba deseando librarme de esa loca... Perdóneme, está muerta, pero es verdad lo que le digo. El lunes,

después de pasar la noche en el pequeño apartamento de Blanche que ella en adelante no podrá pagar,

me dirigí a casa y le planteé la cuestión a Desi: me iba con Blanche tres días y esperaba no encontrarla allí

cuando regresase. Blanche tendría que quedarse a vivir en el piso, puesto que Desi, ella misma, había

hecho imposible cualquier otra solución.

-¿Cómo recibió la decisión de usted?

-Como si la esperara. Me dio la mano; luego, me la pasó levemente por la mejilla, y me dijo: «Gracias

por todo. No te preocupes; a tu vuelta no estaré aquí». Me dijo también: «Que seas feliz».

Pablo tenía bastante, no quiso escuchar más. Miró a aquel turco vulgar. Se preguntó si le mentía. Se

respondió que acaso habían mentido todos, incluso él; que también Desi se engañaba al escribir sus

cuadernos; que la absoluta verdad no existe, y que cada uno es víctima de su propia verdad, la sepa o no,

la diga o no la diga.

Al salir del puesto de policía levantó los ojos al cielo. Estaba azul; en él volaba una gran bandada de

aves migratorias. Ese día comenzaba el otoño. No distinguió lo que eran, pero le parecieron cigüeñas.

Pensó en Desi y la vio sonriendo. Luego pensó que, de una manera muy distinta de como lo proyectara, se

la llevaría a España de regreso con él.

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