CHARLES BUKOWSKI - VIDA DE UN VAGABUNDO
Harry se despertó en su cama con resaca. Una resaca horrible.
-Mierda -dijo en voz baja.
Había un pequeño lavabo en la habitación.
Harry se levantó, alivió su estómago en el lavabo que después aclaró con agua
del grifo, metió la cabeza debajo y bebió un poco de agua. Después se mojó la
cara y se la secó con la camiseta que llevaba puesta. Era el año 1943.
Harry cogió algunas prendas del suelo y comenzó a vestirse lentamente. Las
persianas estaban echadas y todo estaba oscuro menos los lugares donde el sol se
colaba por los trozos rotos de la persiana. Había dos ventanas. Un sitio
distinguido.
Salió pasillo adelante rumbo al retrete, cerró la puerta con llave y se sentó.
Era increíble que aún pudiese defecar. No había comido desde hacía varios días.
Dios mío, pensó, la gente tiene intestinos, boca, pulmones, orejas, ombligo,
órganos sexuales y... pelo, poros, lengua, a veces dientes, y todo lo demás...,
uñas, pestañas, dedos de los pies, rodillas, estómago... Había algo muy
fastidioso en todo eso. ¿Por qué nadie se quejaba?
Harry acabó con el áspero papel higiénico de la pensión. Seguro que las caseras
se limpiaban con algo mejor. Todas aquellas caseras tan religiosas, con maridos
muertos hace tiempo.
Se subió los pantalones, tiró de la cadena, salió de allí, bajó la escalera de
la pensión y salió a la calle. Eran las 11 de la mañana. Se dirigió hacia el
sur. La resaca era brutal, pero no le importaba. Eso significaba que había
estado en algún otro lugar, algún sitio bueno. Mientras iba andando encontró
medio cigarrillo en el bolsillo de la camisa. Se detuvo, miró el extremo negro y
aplastado, buscó una cerilla y luego intentó encenderlo. La llama no prendía.
Siguió intentándolo. Después de la cuarta cerilla, que le quemó los dedos,
consiguió dar una calada. Sintió náuseas, luego tosió. Notó que su estómago se
estremecía.
Un coche se acercó lentamente. Estaba ocupado por cuatro muchachos jóvenes.
-¡EH, TÚ, VEJESTORIO! ¡MUÉRETE! -gritó uno de ellos a Harry.
Los otros se rieron. Después se fueron.
El cigarrillo de Harry seguía encendido. Dio otra calada. Brotó una bocanada de
humo azul. Le gustaba aquella bocanada de humo azul.
Caminaba bajo el calor del sol pensando: "Voy andando y fumando un cigarrillo."
Harry caminó hasta llegar al parque que había frente a la biblioteca. Seguía
chupando el cigarrillo. Entonces la colilla le quemó los dedos y la tiró a
regañadientes. Entró en el parque y anduvo hasta encontrar un sitio entre una
estatua y unos arbustos. Era una estatua de Beethoven. Y Beethoven estaba
andando, con la cabeza gacha, las manos entrelazadas a la espalda, obviamente
pensando en algo.
Harry se agachó y se tumbó sobre la hierba. La hierba recién cortada picaba
bastante. Estaba puntiaguda, afilada, pero tenía un aroma agradable y limpio. El
aroma de la paz. Insectos diminutos comenzaron a pulular alrededor de su cara en
círculos irregulares, cruzándose unos con otros pero sin chocar jamás. Apenas
eran unas partículas, pero eran unas partículas a la búsqueda de algo. Harry
levantó la mirada, a través de las partículas, hacia el cielo. El cielo estaba
azul y endemoniadamente alto. Harry siguió mirando hacia arriba, al cielo,
intentando sacar algo en claro. Pero Harry no sacó nada en claro. Ninguna
sensación de eternidad, ni de Dios, ni siquiera del diablo. Pero uno tiene que
encontrar primero a Dios para encontrar al diablo. Van en ese orden.
A Harry no le gustaban los pensamientos profundos. Los pensamientos profundos
podían conducir a errores profundos.
Después pensó un poco en el suicidio. Tranquilamente. Como la mayoría de los
hombres piensa en comprarse un par de zapatos nuevos. El problema principal del
suicidio es la idea de que podría ser el comienzo de algo peor. Lo que él
realmente necesitaba era una botella de cerveza helada, con la etiqueta un poco
mojada y esas gotas frías tan hermosas sobre la superficie del vaso.
Harry comenzó a dormitar..., a ser despertado por el sonido de voces. Las voces
de colegialas muy jóvenes. Se reían con risillas bobas.
-¡Ohh, mirad!
-¡Está dormido!
-¿Le despertamos?
Harry entreabrió un poco los ojos bajo el sol, espiándolas a través de las
pestañas. No estaba seguro de cuántas eran, pero vio
sus vestidos llenos de colores: amarillos y rojos y verdes y azules.
-¡Mirad, es precioso!
Soltaron unas risillas bobas, se rieron abiertamente, salieron corriendo. Harry
volvió a cerrar los ojos.
¿Qué había sido aquello? Nunca le había pasado nada tan deliciosamente
refrescante. Le habían llamado "precioso". ¡Qué amabilidad!
Pero no regresarían.
Se levantó y anduvo hasta el extremo del parque. Allí estaba la avenida.
Encontró un banco y se sentó. Había otro vagabundo en el banco de al lado. Era
mucho más viejo que Harry. El vagabundo tenía un aire pesado, oscuro y siniestro
que a Harry le recordó a su padre.
No, pensó Harry, ¡qué desconsiderado soy!
El vagabundo echó una rápida mirada a Harry. El vagabundo tenía unos ojos
minúsculos e inexpresivos. Harry le sonrió levemente. El vagabundo miró hacia
otro lado. Entonces se oyó un ruido procedente de la avenida. Motores. Era un
convoy del ejército. Una larga fila de camiones llenos de soldados. Rebosantes
de soldados que iban allí como enlatados, colgando por los costados de los
camiones. El mundo estaba en guerra.
El convoy se movía lentamente. Los soldados vieron a Harry sentado en el banco
del parque y ahí empezó todo. Era una mezcla de silbidos, abucheos y sartas de
palabrotas. Le estaban gritando a él.
-¡EH, TÚ, HIJO DE PUTA!
-¡DESERTOR!
Cuando uno de los camiones del convoy ya habla pasado, el siguiente retomaba la
cantinela.
-¡MUEVE EL CULO DE ESE BANCO!
-¡COBARDE!
-¡JODIDO MARICA!
-¡GALLINA!
Era un convoy muy largo y muy lento.
-¡VENGA, ÚNETE A NOSOTROS!
-¡NOSOTROS TE ENSEÑAREMOS A PELEAR, MAMARRACHO!
Los rostros eran blancos y marrones y negros, flores del odio.
Entonces el vagabundo viejo se levantó del banco y gritó a los del convoy:
-¡SE LO VOY A HACER PAGAR POR VOSOTROS, AMIGOS! ¡YO LUCHÉ EN LA PRIMERA GUERRA
MUNDIAL!
Los de los camiones se rieron y agitaron los brazos:
-¡HAZ QUE LO PAGUE, ABUELO!
-¡HAZLE VER LA LUZ!
Y el convoy desapareció.
Le habían tirado varias cosas a Harry: latas de cerveza vacías, latas de
refrescos, naranjas, un plátano. Harry se puso de pie, cogió el plátano, volvió
a sentarse, lo peló y se lo comió. Estaba delicioso. Después encontró una
naranja, la peló, masticó y se tragó la pulpa y el zumo. Encontró otra naranja y
se la comió. Después encontró un encendedor que alguien había tirado o perdido.
Lo encendió. Funcionaba.
Se dirigió hacia el vagabundo sentado en el banco, extendiendo el brazo en el
que llevaba el encendedor.
-Eh, amigo, ¿tienes tabaco?
Los ojillos del vagabundo se volvieron rápidamente hacia Harry. No tenían vida,
como si las pupilas les hubieran sido arrancadas. El labio inferior del
vagabundo temblaba.
-Te gusta Hitler, ¿no? -dijo muy suavemente.
-Oye, amigo -dijo Harry-. ¿Por qué no nos vamos tú y yo por ahí? Puede que
consigamos alguna copa.
Los ojos del vagabundo viejo se quedaron en blanco. Durante un rato lo único que
Harry vio fueron los blancos globos oculares inyectados en sangre. Después los
ojos volvieron a su sitio.
El vagabundo lo miró:
-¡Contigo... no!
-Muy bien -dijo Harry-, hasta la vista...
Los ojos del vagabundo viejo volvieron a ponerse en blanco y repitió lo mismo,
sólo que esta vez más alto:
-¡CONTIGO... NO!
Harry salió lentamente del parque y fue calle arriba hacia su bar preferido. El
bar siempre estaba allí. Harry echaba anclas en aquel bar. Era su único refugio.
Era despiadado y exacto.
De camino, Harry pasó por un terreno baldío. Un grupo de hombres de mediana edad
jugaba a béisbol. No estaban en forma. La mayoría tenían una barriga prominente,
eran bajos de estatura y tenían grandes traseros, casi de mujer. Eran todos no
aptos o demasiado viejos para ser llamados a filas.
Harry se detuvo y observó el juego. Muchos tiros fuera, lanzamientos absurdos,
bateadores golpeados, errores, pelotas mal bateadas, pero seguían jugando. Casi
como un rito, un deber. Y estaban furiosos. Lo que mejor les salía era la furia.
La energía de su furia era lo que dominaba.
Harry se quedó mirando. Todo parecía inútil. Hasta la pelota parecía triste,
botando aquí y allá inútilmente.
-Hola, Harry, ¿cómo es que no estás en el bar?
Era el viejo y flaco McDuff chupando su pipa. McDuff tenía alrededor de 62 años,
siempre miraba hacia adelante, nunca te miraba a tí, pero de todas formas te
veía desde detrás de aquellas gafas sin montura. Y siempre llevaba un traje
negro y una corbata azul. Entraba en el bar todos los días alrededor de
mediodía, se tomaba dos cervezas y luego se iba. No se le podía odiar y no se le
podía querer. Era como un calendario o un portaplumas.
-Para allá voy -contestó Harry.
-Voy contigo -dijo McDuff.
Así que Harry se fue andando con el viejo y flaco McDuff, y el viejo y flaco
McDuff iba chupando su pipa. McDuff siempre tenía encendida aquella pipa. McDuff
era su pipa. ¿Por qué no?
Caminaban juntos sin hablar. No había nada que decir. Paraban en los semáforos.
McDuff chupaba su pipa.
McDuff tenía dinero ahorrado. Nunca se había casado. Vivía en un apartamento de
dos habitaciones y no hacía gran cosa. Bueno, leía los periódicos, pero sin
demasiado interés. No era creyente. Pero no por falta de convicción, sino porque
simplemente no se había preocupado de considerar ese aspecto de un modo u otro.
Era como no ser republicano por no saber lo que es ser republicano. McDuff no
era feliz ni desgraciado. Una vez se puso nervioso un instante, pareció que algo
le preocupaba y durante unas décimas de segundo el terror se reflejó en sus
ojos. Luego aquello pasó, rápidamente..., como una mosca que se hubiera
posado... y luego saliese disparada hacia tierras más prometedoras.
Entonces llegaron al bar. Entraron. El gentío habitual.
McDuff y Harry se sentaron en sus taburetes.
-Dos cervezas -canturreó al camarero el bueno de McDuff.
-¿Qué haces, Harry? -preguntó uno de los clientes del bar.
-Buscar, moverme y cagar -contestó Harry.
Lo sintió por McDuff. Nadie lo había saludado. McDuff era como un papel secante
sobre una mesa de despacho. No impresionaba. A Harry lo veían porque era un
vagabundo. Les hacía sentirse superiores. Necesitaban esa sensación. McDuff les
hacía sentirse débiles y ellos ya eran débiles de por sí.
No pasaba nada importante. Todo el mundo estaba sentado frente a sus bebidas,
mimándolas. Pocos tenían la suficiente imaginación como para emborracharse
simplemente como una cuba.
Una insulsa tarde de sábado.
McDuff pidió su segunda cerveza y tuvo la amabilidad de invitar a Harry de
nuevo. La pipa de McDuff estaba roja por las seis horas que llevaba ardiendo sin
parar. Acabó su segunda cerveza y salió del bar, y entonces Harry se quedó allí
sentado solo, con el resto de la tripulación.
Era un sábado lento, lento, pero Harry sabía que si se quedaba allí sin hacer
nada el tiempo suficiente, lo lograría. Por supuesto, el sábado por la noche era
el mejor momento para gorronear copas. Pero no tenía adónde ir hasta entonces.
Harry tenía que evitar a la dueña de la pensión. Pagaba por semanas y llevaba
nueve días de retraso.
El ambiente se puso terrible entre copa y copa. Lo único que buscaban los
clientes era sentarse y estar en algún sitio. Reinaba una soledad general, un
miedo suave y una necesidad de estar juntos y charlar un poco, eso les aliviaba.
Todo lo que Harry necesitaba era algo de beber. Harry podía beber sin parar y
aún seguía necesitando más, no existía suficiente bebida para satisfacerle. Pero
los demás... sólo estaban allí sentados, interviniendo de vez en cuando se
hablara de lo que se hablase.
La cerveza de Harry se estaba desbravando. Y el asunto consistía en no
terminarla, porque entonces había que pagar otra y no tenía dinero. Tenía que
tener paciencia y esperanza. Como buen gorrón profesional de copas, Harry
conocía la primera regla: nunca pidas que te inviten. Para los demás la gracia
consistía en que estuviese sediento. Si pedía que le invitaran les quitaba el
placer de sentirse espléndidos.
Harry dejó deambular su mirada por el bar. Había cuatro o cinco clientes. No
eran muchos y no eran gran cosa. Uno de los que no eran gran cosa era Monk
Hamilton. La razón principal por la que Monk creía merecer la inmortalidad era
que se comía seis huevos para desayunar. Todos los días. Pensaba que eso le
hacía superior. Pensar no se le daba bien. Era enorme, casi tan ancho como alto,
tenía unos ojos pálidos y despreocupados, de mirada fija, un cuello de roble y
unas manos enormes, peludas y nudosas. Monk estaba hablando con el camarero.
Harry miraba una mosca que se estaba metiendo despacito en un cenicero mojado de
cerveza que había frente a él. La mosca dio varias vueltas entre las colillas,
se dio contra un cigarrillo borracho y entonces emitió un zumbido furioso, se
elevó en línea recta hacia arriba, pareció luego que volaba hacia atrás y hacia
la izquierda y después se esfumó.
Monk era limpiacristales. Sus ojos afables vieron a Harry. Sus gruesos labios se
contrajeron en una sonrisa altanera. Cogió su botella, se acercó, se sentó en el
taburete contiguo al de Harry.
-¿Qué haces, Harry?
-Estoy esperando a que llueva.
-¿Te apetece una cerveza?
-Estoy esperando a que llueva cerveza, Monk. Gracias.
Monk pidió dos cervezas. Las trajeron.
A Harry le gustaba beber la cerveza directamente de la botella. Monk vació parte
de la suya dentro de un vaso.
-¿Necesitas trabajo, Harry?
-No he pensado en eso.
-Lo único que tienes que hacer es sostener la escalera. Necesitamos alguien que
sostenga la escalera. Claro, no pagan tan bien como a los que están en lo alto,
pero te dan algo. ¿Qué te parece?
Monk estaba bromeando. Monk creyó que Harry estaba demasiado jodido para darse
cuenta.
-Déjame pensarlo un rato, Monk.
Monk miró a los otros clientes, puso de nuevo su sonrisa altanera, les guiñó un
ojo y luego volvió a mirar a Harry.
-Oye, lo único que tienes que hacer es sostener derecha la escalera. Yo estaré
arriba, limpiando las ventanas. Lo único que tienes que hacer es sostener
derecha la escalera. No es muy difícil, ¿no?
-No tan difícil como muchas otras cosas, Monk.
-Entonces, ¿vas a hacerlo?
-Creo que no.
-¡Venga! ¿Por qué no pruebas una vez?
-No sé hacerlo, Monk.
Entonces todos se sintieron bien. Harry era su chico. El perfecto idiota.
Harry miró todas aquellas botellas de detrás de la barra. Todos aquellos buenos
momentos esperando, toda aquella risa, toda aquella locura..., bourbon, whisky,
vino, ginebra, vodka y todo lo demás. Sin embargo, aquellas botellas estaban
allí, sin abrir. Era como una vida esperando ser vivida y que nadie quería.
-Oye -dijo Monk-, voy a ir a cortarme el pelo.
Harry sintió la gordura silenciosa de Monk. Monk había ganado algo en algún
sitio. Se sentía tan bien como una llave que encaja por una cerradura que
permite entrar en algún lugar.
-¿Por qué no vienes y te quedas conmigo mientras me cortan el pelo?
Harry no contestó.
Monk se inclinó acercándose:
-Pararemos a tomar una cerveza por el camino y después te invitaré a otra.
-Vamos...
Harry vació sin dificultad la botella dentro de su sed y puso la botella sobre
la barra. Salió del bar siguiendo a Monk. Bajaron la calle juntos. Harry se
sentía como un perro siguiendo a su amo. Y Monk estaba tranquilo, todo estaba
funcionando, todo encajaba. Era su sábado libre e iba a cortarse el pelo.
Encontraron un bar y pararon. Era mucho más bonito y limpio que aquel en el que
Harry solía pasarse las horas muertas.
Monk pidió las cervezas.
¡Cómo estaba allí sentado! ¡Un superhombre! Y además, le gustaba sentirse así.
Nunca había pensado en la muerte, por lo menos no en la suya.
Cuando estaban sentados uno junto al otro, Harry comprendió que había cometido
un error: un trabajo de 8 a 5 hubiese sido menos penoso.
Monk tenía un lunar en el lado derecho de la cara, un lunar muy relajado, un
lunar sin conciencia de sí mismo.
Harry observó cómo Monk levantaba su botella y chupaba de ella. Era algo que
Monk hacía porque sí, como meterse el dedo en la nariz. No estaba realmente
sediento de alcohol. Monk estaba simplemente allí sentado con su botella y había
pagado para eso. Y el tiempo pasaba como la mierda río abajo.
Terminaron sus botellas y Monk le dijo algo al camarero y el camarero le
contestó algo.
Entonces Harry salió del bar siguiendo a Monk. Iban juntos y Monk iba a cortarse
el pelo.
Llegaron a la peluquería y entraron. No había ningún otro cliente. El peluquero
conocía a Monk. Mientras Monk se encaramaba en su silla, se dijeron algo. El
peluquero extendió la toalla y la cabeza de Monk surgió de allí dentro, con el
lunar firme en la mejilla derecha, y dijo:
-Lo quiero corto alrededor de las orejas y no mucho por arriba.
Harry, desesperado por otra copa, cogió una revista, pasó algunas páginas e hizo
como si tuviera interés en ella.
Entonces oyó a Monk hablar con el peluquero.
-Por cierto, Paul, Este es Harry. Harry, Este es Paul.
Paul y Harry y Monk.
Monk y Harry y Paul.
Harry, Monk, Paul.
-Oye, Monk -dijo Harry-, ¿qué tal si me voy a tomar otra cerveza mientras te
cortan el pelo?
Los ojos de Monk se clavaron en Harry.
-No, nos beberemos una cerveza cuando yo termine aquí.
Luego sus ojos se clavaron en el espejo.
-No quites demasiado de encima de las orejas, Paul.
Mientras el mundo daba vueltas, Paul tijereteaba.
-¿Has ligado mucho, Monk?
-Nada, Paul.
-No me lo creo...
-Pues deberías creerlo, Paul.
-No es eso lo que he oído.
-¿Qué, por ejemplo?
-Que cuando Betsy Ross hizo aquella primera bandera, ¡las 13 estrellas no
hubieran dado para envolverte la polla!
-Joder, Paul, eres demasiado!
Monk se rió. Su risa era como si se estuviesen cortando rebanadas de linóleum
con un cuchillo mal afilado, O quizás era un grito de muerte.
De pronto, dejó de reírse.
-No me quites demasiado de arriba.
Harry dejó la revista y miró el suelo. La risa de linóleum se había convertido
en un suelo de linóleum. Verde y azul, con diamantes púrpura. Un suelo antiguo.
Algunas partes hablan empezado a pelarse, dejando al descubierto el suelo marrón
oscuro de debajo. A Harry le gustaba el marrón oscuro. Empezó a contar: 3
sillones de peluquería, 5 sillas para esperar, 13 o 14 revistas. Un peluquero.
Un cliente. Un... ¿qué? Paul y Harry y Monk y el marrón oscuro.
Fuera pasaban los coches. Harry empezó a contarlos, paró. No hay que jugar con
la locura, la locura no juega. Más fácil era contar las copas en la mano:
ninguna.
El tiempo sonaba como una campana muda.
Harry tomó conciencia de sus pies, de sus pies dentro de los zapatos, luego de
los dedos... en los pies... dentro de los zapatos. Movió los dedos de los pies.
Su vida se consumía yendo hacia ninguna parte como si fuese un caracol que se
arrastra hacia el fuego. Las plantas echaban hojas, los antílopes levantaban la
cabeza de la hierba, un carnicero de Birmingham levantaba el cuchillo y Harry
estaba sentado esperando en una peluquería, con sus esperanzas puestas en una
cerveza. No tenía honor, nunca era su día.
Aquello siguió, transcurrió, siguió y por fin terminó. El final de la obra del
sillón del peluquero. Paul giró a Monk para que pudiese verse en los espejos de
detrás del sillón.
Harry odiaba las peluquerías. El giro final en el sillón, aquellos espejos, eran
momentos de horror para él.
A Monk no le importaba.
Se miró. Estudió su imagen, su cara, su pelo, todo. Parecía admirar lo que veía.
Entonces habló:
-Muy bien, Paul, pero ¿te importaría cortarme ahora un poquito más del lado
izquierdo? ¿Y ves estos pelillos que salen por aquí? Deberías cortarlos.
-Oh, sí, Monk..., ahora mismo...
El peluquero volvió a girar a Monk y se concentró en los pelitios que se salían
de su sitio.
Harry miró las tijeras. Había mucho clic-clic pero no cortaban casi nada.
Entonces Paul giró otra vez a Monk hacia los espejos. Monk volvió a mirarse.
Una leve sonrisa le distorsionó el lado derecho de la boca. Luego en el lado
izquierdo de la cara le apareció un ligero tic. Narcisismo con sólo una sombra
de duda.
-Así está bien -dijo-, ahora está perfecto.
Paul cepilló a Monk con un cepillo pequeño. El pelo muerto caía hacia un mundo
muerto.
Monk buscó en el bolsillo el dinero para pagar y la propina.
La transacción monetaria tintineó en la tarde muerta. Después, Harry y Monk
fueron juntos calle abajo de regreso al bar.
-No hay nada como un corte de pelo -dijo Monk- para sentirse como un hombre
nuevo.
Monk siempre llevaba camisas de trabajo azul pálido, remangadas para exhibir los
bíceps. ¡Menudo tío! Ahora lo único que le faltaba era una hembra que le doblase
los calzoncillos y las camisetas, que le enrollase los calcetines y los guardara
en el cajón de la cómoda.
-Gracias por acompañarme, Harry.
-Vale, Monk...
-La próxima vez que vaya a cortarme el pelo me gustaría que me acompañaras.
-Quizás, Monk...
Monk iba andando junto al bordillo y fue como un sueño. Un sueño
sensacionalista. Simplemente ocurrió. Harry no sabía de dónde había venido el
impulso, pero lo permitió, simuló que tropezaba y empujó a Monk. Y Monk, como un
pesado bloque de carne, cayó delante del autobús. El conductor pisó los frenos y
se oyó un ruido sordo, no demasiado fuerte, pero un ruido sordo. Y allí estaba
Monk sentado en la cuneta, con su corte de pelo, lunar, y todo. Y Harry bajó la
mirada. Lo más extraño de todo aquello: la cartera de Monk estaba en la cuneta.
Había saltado del bolsillo trasero de Monk por el impacto y allí
estaba, en la cuneta. Sólo que no estaba plana sobre el suelo, se erguía como
una pequeña pirámide.
Harry se agachó, la recogió, la puso en su bolsillo delantero. Estaba tibia y
llena de gracia. Dios te salve, María.
Entonces Harry se inclinó sobre Monk.
-¿Monk? Monk..., ¿estás bien?
Monk no contestó. Pero Harry notó que respiraba y vio que no había sangre. Y de
repente el rostro de Monk se volvió hermoso y elegante. Está jodido, pensó
Harry, y yo estoy jodido. Todos estamos jodidos sólo que de diferentes maneras.
No hay verdad, no hay nada real, no hay nada.
Pero si había algo. Había una multitud.
-¡Retírense! -dijo alguien-. ¡Denle aire!
Harry retrocedió. Retrocedió hasta meterse entre la multitud. Nadie le detuvo.
Iba andando hacia el sur. Oyó el lamento de la ambulancia, junto con el de su
propia culpa. Entonces, de pronto, la culpa desapareció. Como acaba una vieja
guerra. Había que seguir adelante. Las cosas continuaban. Como las pulgas y las
tortitas con caramelo.
Harry se precipitó dentro de un bar en el que no había reparado antes. Había un
camarero en la barra. Había botellas. Estaba oscuro allí dentro. Pidió un whisky
doble, lo bebió de un trago. La cartera de Monk estaba hinchada y espléndida. El
viernes debía de ser día de paga. Harry sacó un billete, pidió otro whisky
doble. Bebió la mitad de un trago, aguardó un minuto enhomenaje a Monk y luego
se bebió el resto. Por primera vez en mucho tiempo se sintió muy bien.
A última hora de la tarde Harry bajó andando hasta el Groton Steak House. Entró
y se sentó en la barra. Nunca había entrado allí. Un hombre alto, delgado y
anodino, con gorro de cocinero y delantal manchado, se acercó y se inclinó por
encima de la barra. Necesitaba un afeitado y olía a aerosol contra cucarachas.
Miró maliciosamente a Harry.
-¿Vienes por el TRABAJO? -preguntó.
¿Por qué demonios quieren todos ponerme a trabajar?, pensó Harry
-No -contestó.
-Hay un puesto de friegaplatos. Cincuenta centavos la hora y, de vez en cuando,
se le puede tocar el culo a Rita.
La camarera pasó a su lado. Harry le miró el culo.
-No, gracias. Lo que quiero ahora es una cerveza. Sin vaso. De cualquier marca.
El chef se le acercó aún más. Tenía unos pelos muy largos en los agujeros de la
nariz, que provocaban una enorme intimidación, como una pesadilla fuera de
programa.
-Oye, cabrón, ¿tienes dinero?
-Claro que tengo -dijo Harry.
El chef dudó un momento, luego se alejó, abrió la nevera y sacó una botella. La
destapó, volvió a donde estaba Harry y la puso de un golpe frente a él.
Harry dio un buen trago, bajó suavemente la botella hasta la barra.
El chef seguía examinándolo. El chef no podía comprenderlo del todo.
-Ahora -dijo Harry-, quiero un bistec de solomillo, tirando a hecho, con patatas
fritas y poca salsa. Y tráigame otra cerveza. Ahora mismo.
El chef se alzó amenazadoramente frente a él, como una nube furiosa, luego se
largó, volvió a la nevera, repitió la acción que incluía llevar la botella y
depositarla de un golpe sobre la barra. Entonces el chef fue hacia la parrilla,
lanzó un bistec encima. Se levantó un velo de humo glorioso. A través de él, el
chef miraba fijamente a Harry.
No sé por qué no le gusto, pensó Harry. Bueno, quizás necesite cortarme el pelo
(quíteme bastante de todas partes, por favor) y afeitarme, quizás tenga la cara
un poco magullada, pero llevo la ropa bastante limpia. Gastada, pero limpia.
Probablemente estoy más limpio que el alcalde de esta puta ciudad.
La camarera se acercó. No tenía mal aspecto. No era nada del otro mundo, pero no
estaba mal. Llevaba el pelo recogido hacia arriba, como revuelto y con unos
rizos que le colgaban por los lados. Bonito.
Se inclinó por encima de la barra.
-¿Vas a quedarte de friegaplatos?
-Me gusta el sueldo, pero no es mi tipo de trabajo.
-¿Cuál es tu tipo de trabajo?
-Soy arquitecto.
-Eres un comemierda -dijo, y se alejó.
Harry sabía que no era demasiado bueno entablando conversación. Se había dado
cuenta de que cuanto menos hablaba, mejor se sentía la gente.
Harry se acabó las dos cervezas. Entonces llegó el bistec con patatas fritas. El
chef depositó el plato de un golpe. El chef era un gran golpeador. A Harry le
parecía un milagro. Se puso a ello, cortando y masticando. Hacía un par de años
que no comía un bistec. A medida
que comía sentía cómo entraba en su cuerpo una fuerza nueva. Cuando no se come a
menudo, eso resulta un gran acontecimiento.
Hasta su cerebro sonreía. Y su cuerpo parecía decir gracias, gracias, gracias.
Entonces Harry acabó.
El chef aún seguía mirándolo fijamente.
-Muy bien -dijo Harry-, tráigame otro plato de lo mismo.
-¿Vas a tomar otra vez lo mismo?
-Sí.
La mirada pasó de fija a feroz. El chef se alejó y lanzó otro bistec sobre la
parrilla.
-Y tomaré otra cerveza, por favor. Ahora.
-¡RITA! -gritó el chef-, ¡DALE OTRA CERVEZA!
Rita se acercó con la cerveza.
-Para ser arquitecto -dijo-, le das mucho a la cerveza.
-Estoy planeando levantar algo.
-¡ja, ja! ¡Como si pudieras...!
Harry se concentró en su cerveza. Luego se levantó y se fue al lavabo de
caballeros. Cuando regresó se acabó la cerveza.
El chef salió y puso de un golpe el plato de bistec delante de Harry.
-El puesto sigue vacante si lo quieres.
Harry no contestó. Empezó a comer otra vez.
El chef volvió a la parrilla desde donde continuó mirando fijamente a Harry.
-Tienes derecho a dos comidas -dijo el chef-, y a meter mano.
Harry estaba demasiado ocupado con el bistec con patatas para contestar. Seguía
teniendo hambre. Cuando se es un vagabundo, y especialmente si se es bebedor,
pueden pasar días y días sin que comas, muchas veces sin que sientas siquiera
ganas, pero de pronto te ataca un hambre insoportable. Uno empieza a pensar en
comérselo todo, cualquier cosa: ratones,
mariposas, hojas, resguardos de la casa de empeños, periódicos, corchos, lo que
sea.
Ahora, en plena faena del segundo bistec, el hambre de Harry continuaba allí.
Las patatas fritas estaban fantásticas, crujientes, amarillas y calientes,
parecidas a la luz del sol, una gloriosa y nutritiva luz solar que podía
morderse. Y el bistec no era simplemente una rebanada de algún pobre bicho
asesinado, era algo apasionante que alimentaba el cuerpo y el alma y el corazón,
que iluminaba la mirada y hacía que el mundo no fuera tan difícil de soportar, o
tan inhóspito. De momento la muerte no importaba.
Entonces acabó el segundo plato. Sólo quedó el hueso del bistec y, además,
completamente limpio. El chef seguía mirándole.
-Me voy a comer otro -le dijo Harry al chef-. Otro bistec con patatas y otra
cerveza, por favor.
-¡NO! -gritó el chef-. ¡VAS A PAGAR Y TE VAS A LARGAR A LA PUTA CALLE!
Dio la vuelta a la parrilla y se paró frente a Harry. Tenía una libreta en la
mano. Garabateó furiosamente en la libreta. Luego tiró la cuenta en medio del
plato sucio. Harry la cogió del plato.
Había otro cliente en el restaurante, un hombre muy redondo y rosado, con una
cabeza grande, llena de pelos despeinados, teñidos de un castaño bastante
desalentador. El hombre había consumido numerosas tazas de café mientras leía el
periódico de la tarde.
Harry se puso de pie, sacó unos billetes, apartó dos y los acercó al plato.
Luego salió de allí.
El tráfico de las primeras horas de la noche comenzaba a llenar de coches la
avenida. El sol se estaba poniendo a sus espaldas.
Harry observó a los conductores de los coches. Parecían desgraciados. El mundo
era desgraciado. La gente estaba en la oscuridad. La gente estaba aterrada y
desilusionada. La gente había caído en las trampas. La gente estaba desesperada
y a la defensiva. Se sentían como si estuvieran malgastando sus vidas. Y tenían
razón.
Harry echó a andar. Se detuvo en un semáforo. Y en ese momento tuvo una
sensación muy extraña. Le pareció que él era la única persona viva del mundo.
Cuando la luz se puso verde se olvidó completamente del asunto. Cruzó la calle
hacia la otra acera y ... continuó caminando.
Harry se despertó en su cama con resaca. Una resaca horrible.
-Mierda -dijo en voz baja.
Había un pequeño lavabo en la habitación.
Harry se levantó, alivió su estómago en el lavabo que después aclaró con agua
del grifo, metió la cabeza debajo y bebió un poco de agua. Después se mojó la
cara y se la secó con la camiseta que llevaba puesta. Era el año 1943.
Harry cogió algunas prendas del suelo y comenzó a vestirse lentamente. Las
persianas estaban echadas y todo estaba oscuro menos los lugares donde el sol se
colaba por los trozos rotos de la persiana. Había dos ventanas. Un sitio
distinguido.
Salió pasillo adelante rumbo al retrete, cerró la puerta con llave y se sentó.
Era increíble que aún pudiese defecar. No había comido desde hacía varios días.
Dios mío, pensó, la gente tiene intestinos, boca, pulmones, orejas, ombligo,
órganos sexuales y... pelo, poros, lengua, a veces dientes, y todo lo demás...,
uñas, pestañas, dedos de los pies, rodillas, estómago... Había algo muy
fastidioso en todo eso. ¿Por qué nadie se quejaba?
Harry acabó con el áspero papel higiénico de la pensión. Seguro que las caseras
se limpiaban con algo mejor. Todas aquellas caseras tan religiosas, con maridos
muertos hace tiempo.
Se subió los pantalones, tiró de la cadena, salió de allí, bajó la escalera de
la pensión y salió a la calle. Eran las 11 de la mañana. Se dirigió hacia el
sur. La resaca era brutal, pero no le importaba. Eso significaba que había
estado en algún otro lugar, algún sitio bueno. Mientras iba andando encontró
medio cigarrillo en el bolsillo de la camisa. Se detuvo, miró el extremo negro y
aplastado, buscó una cerilla y luego intentó encenderlo. La llama no prendía.
Siguió intentándolo. Después de la cuarta cerilla, que le quemó los dedos,
consiguió dar una calada. Sintió náuseas, luego tosió. Notó que su estómago se
estremecía.
Un coche se acercó lentamente. Estaba ocupado por cuatro muchachos jóvenes.
-¡EH, TÚ, VEJESTORIO! ¡MUÉRETE! -gritó uno de ellos a Harry.
Los otros se rieron. Después se fueron.
El cigarrillo de Harry seguía encendido. Dio otra calada. Brotó una bocanada de
humo azul. Le gustaba aquella bocanada de humo azul.
Caminaba bajo el calor del sol pensando: "Voy andando y fumando un cigarrillo."
Harry caminó hasta llegar al parque que había frente a la biblioteca. Seguía
chupando el cigarrillo. Entonces la colilla le quemó los dedos y la tiró a
regañadientes. Entró en el parque y anduvo hasta encontrar un sitio entre una
estatua y unos arbustos. Era una estatua de Beethoven. Y Beethoven estaba
andando, con la cabeza gacha, las manos entrelazadas a la espalda, obviamente
pensando en algo.
Harry se agachó y se tumbó sobre la hierba. La hierba recién cortada picaba
bastante. Estaba puntiaguda, afilada, pero tenía un aroma agradable y limpio. El
aroma de la paz. Insectos diminutos comenzaron a pulular alrededor de su cara en
círculos irregulares, cruzándose unos con otros pero sin chocar jamás. Apenas
eran unas partículas, pero eran unas partículas a la búsqueda de algo. Harry
levantó la mirada, a través de las partículas, hacia el cielo. El cielo estaba
azul y endemoniadamente alto. Harry siguió mirando hacia arriba, al cielo,
intentando sacar algo en claro. Pero Harry no sacó nada en claro. Ninguna
sensación de eternidad, ni de Dios, ni siquiera del diablo. Pero uno tiene que
encontrar primero a Dios para encontrar al diablo. Van en ese orden.
A Harry no le gustaban los pensamientos profundos. Los pensamientos profundos
podían conducir a errores profundos.
Después pensó un poco en el suicidio. Tranquilamente. Como la mayoría de los
hombres piensa en comprarse un par de zapatos nuevos. El problema principal del
suicidio es la idea de que podría ser el comienzo de algo peor. Lo que él
realmente necesitaba era una botella de cerveza helada, con la etiqueta un poco
mojada y esas gotas frías tan hermosas sobre la superficie del vaso.
Harry comenzó a dormitar..., a ser despertado por el sonido de voces. Las voces
de colegialas muy jóvenes. Se reían con risillas bobas.
-¡Ohh, mirad!
-¡Está dormido!
-¿Le despertamos?
Harry entreabrió un poco los ojos bajo el sol, espiándolas a través de las
pestañas. No estaba seguro de cuántas eran, pero vio
sus vestidos llenos de colores: amarillos y rojos y verdes y azules.
-¡Mirad, es precioso!
Soltaron unas risillas bobas, se rieron abiertamente, salieron corriendo. Harry
volvió a cerrar los ojos.
¿Qué había sido aquello? Nunca le había pasado nada tan deliciosamente
refrescante. Le habían llamado "precioso". ¡Qué amabilidad!
Pero no regresarían.
Se levantó y anduvo hasta el extremo del parque. Allí estaba la avenida.
Encontró un banco y se sentó. Había otro vagabundo en el banco de al lado. Era
mucho más viejo que Harry. El vagabundo tenía un aire pesado, oscuro y siniestro
que a Harry le recordó a su padre.
No, pensó Harry, ¡qué desconsiderado soy!
El vagabundo echó una rápida mirada a Harry. El vagabundo tenía unos ojos
minúsculos e inexpresivos. Harry le sonrió levemente. El vagabundo miró hacia
otro lado. Entonces se oyó un ruido procedente de la avenida. Motores. Era un
convoy del ejército. Una larga fila de camiones llenos de soldados. Rebosantes
de soldados que iban allí como enlatados, colgando por los costados de los
camiones. El mundo estaba en guerra.
El convoy se movía lentamente. Los soldados vieron a Harry sentado en el banco
del parque y ahí empezó todo. Era una mezcla de silbidos, abucheos y sartas de
palabrotas. Le estaban gritando a él.
-¡EH, TÚ, HIJO DE PUTA!
-¡DESERTOR!
Cuando uno de los camiones del convoy ya habla pasado, el siguiente retomaba la
cantinela.
-¡MUEVE EL CULO DE ESE BANCO!
-¡COBARDE!
-¡JODIDO MARICA!
-¡GALLINA!
Era un convoy muy largo y muy lento.
-¡VENGA, ÚNETE A NOSOTROS!
-¡NOSOTROS TE ENSEÑAREMOS A PELEAR, MAMARRACHO!
Los rostros eran blancos y marrones y negros, flores del odio.
Entonces el vagabundo viejo se levantó del banco y gritó a los del convoy:
-¡SE LO VOY A HACER PAGAR POR VOSOTROS, AMIGOS! ¡YO LUCHÉ EN LA PRIMERA GUERRA
MUNDIAL!
Los de los camiones se rieron y agitaron los brazos:
-¡HAZ QUE LO PAGUE, ABUELO!
-¡HAZLE VER LA LUZ!
Y el convoy desapareció.
Le habían tirado varias cosas a Harry: latas de cerveza vacías, latas de
refrescos, naranjas, un plátano. Harry se puso de pie, cogió el plátano, volvió
a sentarse, lo peló y se lo comió. Estaba delicioso. Después encontró una
naranja, la peló, masticó y se tragó la pulpa y el zumo. Encontró otra naranja y
se la comió. Después encontró un encendedor que alguien había tirado o perdido.
Lo encendió. Funcionaba.
Se dirigió hacia el vagabundo sentado en el banco, extendiendo el brazo en el
que llevaba el encendedor.
-Eh, amigo, ¿tienes tabaco?
Los ojillos del vagabundo se volvieron rápidamente hacia Harry. No tenían vida,
como si las pupilas les hubieran sido arrancadas. El labio inferior del
vagabundo temblaba.
-Te gusta Hitler, ¿no? -dijo muy suavemente.
-Oye, amigo -dijo Harry-. ¿Por qué no nos vamos tú y yo por ahí? Puede que
consigamos alguna copa.
Los ojos del vagabundo viejo se quedaron en blanco. Durante un rato lo único que
Harry vio fueron los blancos globos oculares inyectados en sangre. Después los
ojos volvieron a su sitio.
El vagabundo lo miró:
-¡Contigo... no!
-Muy bien -dijo Harry-, hasta la vista...
Los ojos del vagabundo viejo volvieron a ponerse en blanco y repitió lo mismo,
sólo que esta vez más alto:
-¡CONTIGO... NO!
Harry salió lentamente del parque y fue calle arriba hacia su bar preferido. El
bar siempre estaba allí. Harry echaba anclas en aquel bar. Era su único refugio.
Era despiadado y exacto.
De camino, Harry pasó por un terreno baldío. Un grupo de hombres de mediana edad
jugaba a béisbol. No estaban en forma. La mayoría tenían una barriga prominente,
eran bajos de estatura y tenían grandes traseros, casi de mujer. Eran todos no
aptos o demasiado viejos para ser llamados a filas.
Harry se detuvo y observó el juego. Muchos tiros fuera, lanzamientos absurdos,
bateadores golpeados, errores, pelotas mal bateadas, pero seguían jugando. Casi
como un rito, un deber. Y estaban furiosos. Lo que mejor les salía era la furia.
La energía de su furia era lo que dominaba.
Harry se quedó mirando. Todo parecía inútil. Hasta la pelota parecía triste,
botando aquí y allá inútilmente.
-Hola, Harry, ¿cómo es que no estás en el bar?
Era el viejo y flaco McDuff chupando su pipa. McDuff tenía alrededor de 62 años,
siempre miraba hacia adelante, nunca te miraba a tí, pero de todas formas te
veía desde detrás de aquellas gafas sin montura. Y siempre llevaba un traje
negro y una corbata azul. Entraba en el bar todos los días alrededor de
mediodía, se tomaba dos cervezas y luego se iba. No se le podía odiar y no se le
podía querer. Era como un calendario o un portaplumas.
-Para allá voy -contestó Harry.
-Voy contigo -dijo McDuff.
Así que Harry se fue andando con el viejo y flaco McDuff, y el viejo y flaco
McDuff iba chupando su pipa. McDuff siempre tenía encendida aquella pipa. McDuff
era su pipa. ¿Por qué no?
Caminaban juntos sin hablar. No había nada que decir. Paraban en los semáforos.
McDuff chupaba su pipa.
McDuff tenía dinero ahorrado. Nunca se había casado. Vivía en un apartamento de
dos habitaciones y no hacía gran cosa. Bueno, leía los periódicos, pero sin
demasiado interés. No era creyente. Pero no por falta de convicción, sino porque
simplemente no se había preocupado de considerar ese aspecto de un modo u otro.
Era como no ser republicano por no saber lo que es ser republicano. McDuff no
era feliz ni desgraciado. Una vez se puso nervioso un instante, pareció que algo
le preocupaba y durante unas décimas de segundo el terror se reflejó en sus
ojos. Luego aquello pasó, rápidamente..., como una mosca que se hubiera
posado... y luego saliese disparada hacia tierras más prometedoras.
Entonces llegaron al bar. Entraron. El gentío habitual.
McDuff y Harry se sentaron en sus taburetes.
-Dos cervezas -canturreó al camarero el bueno de McDuff.
-¿Qué haces, Harry? -preguntó uno de los clientes del bar.
-Buscar, moverme y cagar -contestó Harry.
Lo sintió por McDuff. Nadie lo había saludado. McDuff era como un papel secante
sobre una mesa de despacho. No impresionaba. A Harry lo veían porque era un
vagabundo. Les hacía sentirse superiores. Necesitaban esa sensación. McDuff les
hacía sentirse débiles y ellos ya eran débiles de por sí.
No pasaba nada importante. Todo el mundo estaba sentado frente a sus bebidas,
mimándolas. Pocos tenían la suficiente imaginación como para emborracharse
simplemente como una cuba.
Una insulsa tarde de sábado.
McDuff pidió su segunda cerveza y tuvo la amabilidad de invitar a Harry de
nuevo. La pipa de McDuff estaba roja por las seis horas que llevaba ardiendo sin
parar. Acabó su segunda cerveza y salió del bar, y entonces Harry se quedó allí
sentado solo, con el resto de la tripulación.
Era un sábado lento, lento, pero Harry sabía que si se quedaba allí sin hacer
nada el tiempo suficiente, lo lograría. Por supuesto, el sábado por la noche era
el mejor momento para gorronear copas. Pero no tenía adónde ir hasta entonces.
Harry tenía que evitar a la dueña de la pensión. Pagaba por semanas y llevaba
nueve días de retraso.
El ambiente se puso terrible entre copa y copa. Lo único que buscaban los
clientes era sentarse y estar en algún sitio. Reinaba una soledad general, un
miedo suave y una necesidad de estar juntos y charlar un poco, eso les aliviaba.
Todo lo que Harry necesitaba era algo de beber. Harry podía beber sin parar y
aún seguía necesitando más, no existía suficiente bebida para satisfacerle. Pero
los demás... sólo estaban allí sentados, interviniendo de vez en cuando se
hablara de lo que se hablase.
La cerveza de Harry se estaba desbravando. Y el asunto consistía en no
terminarla, porque entonces había que pagar otra y no tenía dinero. Tenía que
tener paciencia y esperanza. Como buen gorrón profesional de copas, Harry
conocía la primera regla: nunca pidas que te inviten. Para los demás la gracia
consistía en que estuviese sediento. Si pedía que le invitaran les quitaba el
placer de sentirse espléndidos.
Harry dejó deambular su mirada por el bar. Había cuatro o cinco clientes. No
eran muchos y no eran gran cosa. Uno de los que no eran gran cosa era Monk
Hamilton. La razón principal por la que Monk creía merecer la inmortalidad era
que se comía seis huevos para desayunar. Todos los días. Pensaba que eso le
hacía superior. Pensar no se le daba bien. Era enorme, casi tan ancho como alto,
tenía unos ojos pálidos y despreocupados, de mirada fija, un cuello de roble y
unas manos enormes, peludas y nudosas. Monk estaba hablando con el camarero.
Harry miraba una mosca que se estaba metiendo despacito en un cenicero mojado de
cerveza que había frente a él. La mosca dio varias vueltas entre las colillas,
se dio contra un cigarrillo borracho y entonces emitió un zumbido furioso, se
elevó en línea recta hacia arriba, pareció luego que volaba hacia atrás y hacia
la izquierda y después se esfumó.
Monk era limpiacristales. Sus ojos afables vieron a Harry. Sus gruesos labios se
contrajeron en una sonrisa altanera. Cogió su botella, se acercó, se sentó en el
taburete contiguo al de Harry.
-¿Qué haces, Harry?
-Estoy esperando a que llueva.
-¿Te apetece una cerveza?
-Estoy esperando a que llueva cerveza, Monk. Gracias.
Monk pidió dos cervezas. Las trajeron.
A Harry le gustaba beber la cerveza directamente de la botella. Monk vació parte
de la suya dentro de un vaso.
-¿Necesitas trabajo, Harry?
-No he pensado en eso.
-Lo único que tienes que hacer es sostener la escalera. Necesitamos alguien que
sostenga la escalera. Claro, no pagan tan bien como a los que están en lo alto,
pero te dan algo. ¿Qué te parece?
Monk estaba bromeando. Monk creyó que Harry estaba demasiado jodido para darse
cuenta.
-Déjame pensarlo un rato, Monk.
Monk miró a los otros clientes, puso de nuevo su sonrisa altanera, les guiñó un
ojo y luego volvió a mirar a Harry.
-Oye, lo único que tienes que hacer es sostener derecha la escalera. Yo estaré
arriba, limpiando las ventanas. Lo único que tienes que hacer es sostener
derecha la escalera. No es muy difícil, ¿no?
-No tan difícil como muchas otras cosas, Monk.
-Entonces, ¿vas a hacerlo?
-Creo que no.
-¡Venga! ¿Por qué no pruebas una vez?
-No sé hacerlo, Monk.
Entonces todos se sintieron bien. Harry era su chico. El perfecto idiota.
Harry miró todas aquellas botellas de detrás de la barra. Todos aquellos buenos
momentos esperando, toda aquella risa, toda aquella locura..., bourbon, whisky,
vino, ginebra, vodka y todo lo demás. Sin embargo, aquellas botellas estaban
allí, sin abrir. Era como una vida esperando ser vivida y que nadie quería.
-Oye -dijo Monk-, voy a ir a cortarme el pelo.
Harry sintió la gordura silenciosa de Monk. Monk había ganado algo en algún
sitio. Se sentía tan bien como una llave que encaja por una cerradura que
permite entrar en algún lugar.
-¿Por qué no vienes y te quedas conmigo mientras me cortan el pelo?
Harry no contestó.
Monk se inclinó acercándose:
-Pararemos a tomar una cerveza por el camino y después te invitaré a otra.
-Vamos...
Harry vació sin dificultad la botella dentro de su sed y puso la botella sobre
la barra. Salió del bar siguiendo a Monk. Bajaron la calle juntos. Harry se
sentía como un perro siguiendo a su amo. Y Monk estaba tranquilo, todo estaba
funcionando, todo encajaba. Era su sábado libre e iba a cortarse el pelo.
Encontraron un bar y pararon. Era mucho más bonito y limpio que aquel en el que
Harry solía pasarse las horas muertas.
Monk pidió las cervezas.
¡Cómo estaba allí sentado! ¡Un superhombre! Y además, le gustaba sentirse así.
Nunca había pensado en la muerte, por lo menos no en la suya.
Cuando estaban sentados uno junto al otro, Harry comprendió que había cometido
un error: un trabajo de 8 a 5 hubiese sido menos penoso.
Monk tenía un lunar en el lado derecho de la cara, un lunar muy relajado, un
lunar sin conciencia de sí mismo.
Harry observó cómo Monk levantaba su botella y chupaba de ella. Era algo que
Monk hacía porque sí, como meterse el dedo en la nariz. No estaba realmente
sediento de alcohol. Monk estaba simplemente allí sentado con su botella y había
pagado para eso. Y el tiempo pasaba como la mierda río abajo.
Terminaron sus botellas y Monk le dijo algo al camarero y el camarero le
contestó algo.
Entonces Harry salió del bar siguiendo a Monk. Iban juntos y Monk iba a cortarse
el pelo.
Llegaron a la peluquería y entraron. No había ningún otro cliente. El peluquero
conocía a Monk. Mientras Monk se encaramaba en su silla, se dijeron algo. El
peluquero extendió la toalla y la cabeza de Monk surgió de allí dentro, con el
lunar firme en la mejilla derecha, y dijo:
-Lo quiero corto alrededor de las orejas y no mucho por arriba.
Harry, desesperado por otra copa, cogió una revista, pasó algunas páginas e hizo
como si tuviera interés en ella.
Entonces oyó a Monk hablar con el peluquero.
-Por cierto, Paul, Este es Harry. Harry, Este es Paul.
Paul y Harry y Monk.
Monk y Harry y Paul.
Harry, Monk, Paul.
-Oye, Monk -dijo Harry-, ¿qué tal si me voy a tomar otra cerveza mientras te
cortan el pelo?
Los ojos de Monk se clavaron en Harry.
-No, nos beberemos una cerveza cuando yo termine aquí.
Luego sus ojos se clavaron en el espejo.
-No quites demasiado de encima de las orejas, Paul.
Mientras el mundo daba vueltas, Paul tijereteaba.
-¿Has ligado mucho, Monk?
-Nada, Paul.
-No me lo creo...
-Pues deberías creerlo, Paul.
-No es eso lo que he oído.
-¿Qué, por ejemplo?
-Que cuando Betsy Ross hizo aquella primera bandera, ¡las 13 estrellas no
hubieran dado para envolverte la polla!
-Joder, Paul, eres demasiado!
Monk se rió. Su risa era como si se estuviesen cortando rebanadas de linóleum
con un cuchillo mal afilado, O quizás era un grito de muerte.
De pronto, dejó de reírse.
-No me quites demasiado de arriba.
Harry dejó la revista y miró el suelo. La risa de linóleum se había convertido
en un suelo de linóleum. Verde y azul, con diamantes púrpura. Un suelo antiguo.
Algunas partes hablan empezado a pelarse, dejando al descubierto el suelo marrón
oscuro de debajo. A Harry le gustaba el marrón oscuro. Empezó a contar: 3
sillones de peluquería, 5 sillas para esperar, 13 o 14 revistas. Un peluquero.
Un cliente. Un... ¿qué? Paul y Harry y Monk y el marrón oscuro.
Fuera pasaban los coches. Harry empezó a contarlos, paró. No hay que jugar con
la locura, la locura no juega. Más fácil era contar las copas en la mano:
ninguna.
El tiempo sonaba como una campana muda.
Harry tomó conciencia de sus pies, de sus pies dentro de los zapatos, luego de
los dedos... en los pies... dentro de los zapatos. Movió los dedos de los pies.
Su vida se consumía yendo hacia ninguna parte como si fuese un caracol que se
arrastra hacia el fuego. Las plantas echaban hojas, los antílopes levantaban la
cabeza de la hierba, un carnicero de Birmingham levantaba el cuchillo y Harry
estaba sentado esperando en una peluquería, con sus esperanzas puestas en una
cerveza. No tenía honor, nunca era su día.
Aquello siguió, transcurrió, siguió y por fin terminó. El final de la obra del
sillón del peluquero. Paul giró a Monk para que pudiese verse en los espejos de
detrás del sillón.
Harry odiaba las peluquerías. El giro final en el sillón, aquellos espejos, eran
momentos de horror para él.
A Monk no le importaba.
Se miró. Estudió su imagen, su cara, su pelo, todo. Parecía admirar lo que veía.
Entonces habló:
-Muy bien, Paul, pero ¿te importaría cortarme ahora un poquito más del lado
izquierdo? ¿Y ves estos pelillos que salen por aquí? Deberías cortarlos.
-Oh, sí, Monk..., ahora mismo...
El peluquero volvió a girar a Monk y se concentró en los pelitios que se salían
de su sitio.
Harry miró las tijeras. Había mucho clic-clic pero no cortaban casi nada.
Entonces Paul giró otra vez a Monk hacia los espejos. Monk volvió a mirarse.
Una leve sonrisa le distorsionó el lado derecho de la boca. Luego en el lado
izquierdo de la cara le apareció un ligero tic. Narcisismo con sólo una sombra
de duda.
-Así está bien -dijo-, ahora está perfecto.
Paul cepilló a Monk con un cepillo pequeño. El pelo muerto caía hacia un mundo
muerto.
Monk buscó en el bolsillo el dinero para pagar y la propina.
La transacción monetaria tintineó en la tarde muerta. Después, Harry y Monk
fueron juntos calle abajo de regreso al bar.
-No hay nada como un corte de pelo -dijo Monk- para sentirse como un hombre
nuevo.
Monk siempre llevaba camisas de trabajo azul pálido, remangadas para exhibir los
bíceps. ¡Menudo tío! Ahora lo único que le faltaba era una hembra que le doblase
los calzoncillos y las camisetas, que le enrollase los calcetines y los guardara
en el cajón de la cómoda.
-Gracias por acompañarme, Harry.
-Vale, Monk...
-La próxima vez que vaya a cortarme el pelo me gustaría que me acompañaras.
-Quizás, Monk...
Monk iba andando junto al bordillo y fue como un sueño. Un sueño
sensacionalista. Simplemente ocurrió. Harry no sabía de dónde había venido el
impulso, pero lo permitió, simuló que tropezaba y empujó a Monk. Y Monk, como un
pesado bloque de carne, cayó delante del autobús. El conductor pisó los frenos y
se oyó un ruido sordo, no demasiado fuerte, pero un ruido sordo. Y allí estaba
Monk sentado en la cuneta, con su corte de pelo, lunar, y todo. Y Harry bajó la
mirada. Lo más extraño de todo aquello: la cartera de Monk estaba en la cuneta.
Había saltado del bolsillo trasero de Monk por el impacto y allí
estaba, en la cuneta. Sólo que no estaba plana sobre el suelo, se erguía como
una pequeña pirámide.
Harry se agachó, la recogió, la puso en su bolsillo delantero. Estaba tibia y
llena de gracia. Dios te salve, María.
Entonces Harry se inclinó sobre Monk.
-¿Monk? Monk..., ¿estás bien?
Monk no contestó. Pero Harry notó que respiraba y vio que no había sangre. Y de
repente el rostro de Monk se volvió hermoso y elegante. Está jodido, pensó
Harry, y yo estoy jodido. Todos estamos jodidos sólo que de diferentes maneras.
No hay verdad, no hay nada real, no hay nada.
Pero si había algo. Había una multitud.
-¡Retírense! -dijo alguien-. ¡Denle aire!
Harry retrocedió. Retrocedió hasta meterse entre la multitud. Nadie le detuvo.
Iba andando hacia el sur. Oyó el lamento de la ambulancia, junto con el de su
propia culpa. Entonces, de pronto, la culpa desapareció. Como acaba una vieja
guerra. Había que seguir adelante. Las cosas continuaban. Como las pulgas y las
tortitas con caramelo.
Harry se precipitó dentro de un bar en el que no había reparado antes. Había un
camarero en la barra. Había botellas. Estaba oscuro allí dentro. Pidió un whisky
doble, lo bebió de un trago. La cartera de Monk estaba hinchada y espléndida. El
viernes debía de ser día de paga. Harry sacó un billete, pidió otro whisky
doble. Bebió la mitad de un trago, aguardó un minuto enhomenaje a Monk y luego
se bebió el resto. Por primera vez en mucho tiempo se sintió muy bien.
A última hora de la tarde Harry bajó andando hasta el Groton Steak House. Entró
y se sentó en la barra. Nunca había entrado allí. Un hombre alto, delgado y
anodino, con gorro de cocinero y delantal manchado, se acercó y se inclinó por
encima de la barra. Necesitaba un afeitado y olía a aerosol contra cucarachas.
Miró maliciosamente a Harry.
-¿Vienes por el TRABAJO? -preguntó.
¿Por qué demonios quieren todos ponerme a trabajar?, pensó Harry
-No -contestó.
-Hay un puesto de friegaplatos. Cincuenta centavos la hora y, de vez en cuando,
se le puede tocar el culo a Rita.
La camarera pasó a su lado. Harry le miró el culo.
-No, gracias. Lo que quiero ahora es una cerveza. Sin vaso. De cualquier marca.
El chef se le acercó aún más. Tenía unos pelos muy largos en los agujeros de la
nariz, que provocaban una enorme intimidación, como una pesadilla fuera de
programa.
-Oye, cabrón, ¿tienes dinero?
-Claro que tengo -dijo Harry.
El chef dudó un momento, luego se alejó, abrió la nevera y sacó una botella. La
destapó, volvió a donde estaba Harry y la puso de un golpe frente a él.
Harry dio un buen trago, bajó suavemente la botella hasta la barra.
El chef seguía examinándolo. El chef no podía comprenderlo del todo.
-Ahora -dijo Harry-, quiero un bistec de solomillo, tirando a hecho, con patatas
fritas y poca salsa. Y tráigame otra cerveza. Ahora mismo.
El chef se alzó amenazadoramente frente a él, como una nube furiosa, luego se
largó, volvió a la nevera, repitió la acción que incluía llevar la botella y
depositarla de un golpe sobre la barra. Entonces el chef fue hacia la parrilla,
lanzó un bistec encima. Se levantó un velo de humo glorioso. A través de él, el
chef miraba fijamente a Harry.
No sé por qué no le gusto, pensó Harry. Bueno, quizás necesite cortarme el pelo
(quíteme bastante de todas partes, por favor) y afeitarme, quizás tenga la cara
un poco magullada, pero llevo la ropa bastante limpia. Gastada, pero limpia.
Probablemente estoy más limpio que el alcalde de esta puta ciudad.
La camarera se acercó. No tenía mal aspecto. No era nada del otro mundo, pero no
estaba mal. Llevaba el pelo recogido hacia arriba, como revuelto y con unos
rizos que le colgaban por los lados. Bonito.
Se inclinó por encima de la barra.
-¿Vas a quedarte de friegaplatos?
-Me gusta el sueldo, pero no es mi tipo de trabajo.
-¿Cuál es tu tipo de trabajo?
-Soy arquitecto.
-Eres un comemierda -dijo, y se alejó.
Harry sabía que no era demasiado bueno entablando conversación. Se había dado
cuenta de que cuanto menos hablaba, mejor se sentía la gente.
Harry se acabó las dos cervezas. Entonces llegó el bistec con patatas fritas. El
chef depositó el plato de un golpe. El chef era un gran golpeador. A Harry le
parecía un milagro. Se puso a ello, cortando y masticando. Hacía un par de años
que no comía un bistec. A medida
que comía sentía cómo entraba en su cuerpo una fuerza nueva. Cuando no se come a
menudo, eso resulta un gran acontecimiento.
Hasta su cerebro sonreía. Y su cuerpo parecía decir gracias, gracias, gracias.
Entonces Harry acabó.
El chef aún seguía mirándolo fijamente.
-Muy bien -dijo Harry-, tráigame otro plato de lo mismo.
-¿Vas a tomar otra vez lo mismo?
-Sí.
La mirada pasó de fija a feroz. El chef se alejó y lanzó otro bistec sobre la
parrilla.
-Y tomaré otra cerveza, por favor. Ahora.
-¡RITA! -gritó el chef-, ¡DALE OTRA CERVEZA!
Rita se acercó con la cerveza.
-Para ser arquitecto -dijo-, le das mucho a la cerveza.
-Estoy planeando levantar algo.
-¡ja, ja! ¡Como si pudieras...!
Harry se concentró en su cerveza. Luego se levantó y se fue al lavabo de
caballeros. Cuando regresó se acabó la cerveza.
El chef salió y puso de un golpe el plato de bistec delante de Harry.
-El puesto sigue vacante si lo quieres.
Harry no contestó. Empezó a comer otra vez.
El chef volvió a la parrilla desde donde continuó mirando fijamente a Harry.
-Tienes derecho a dos comidas -dijo el chef-, y a meter mano.
Harry estaba demasiado ocupado con el bistec con patatas para contestar. Seguía
teniendo hambre. Cuando se es un vagabundo, y especialmente si se es bebedor,
pueden pasar días y días sin que comas, muchas veces sin que sientas siquiera
ganas, pero de pronto te ataca un hambre insoportable. Uno empieza a pensar en
comérselo todo, cualquier cosa: ratones,
mariposas, hojas, resguardos de la casa de empeños, periódicos, corchos, lo que
sea.
Ahora, en plena faena del segundo bistec, el hambre de Harry continuaba allí.
Las patatas fritas estaban fantásticas, crujientes, amarillas y calientes,
parecidas a la luz del sol, una gloriosa y nutritiva luz solar que podía
morderse. Y el bistec no era simplemente una rebanada de algún pobre bicho
asesinado, era algo apasionante que alimentaba el cuerpo y el alma y el corazón,
que iluminaba la mirada y hacía que el mundo no fuera tan difícil de soportar, o
tan inhóspito. De momento la muerte no importaba.
Entonces acabó el segundo plato. Sólo quedó el hueso del bistec y, además,
completamente limpio. El chef seguía mirándole.
-Me voy a comer otro -le dijo Harry al chef-. Otro bistec con patatas y otra
cerveza, por favor.
-¡NO! -gritó el chef-. ¡VAS A PAGAR Y TE VAS A LARGAR A LA PUTA CALLE!
Dio la vuelta a la parrilla y se paró frente a Harry. Tenía una libreta en la
mano. Garabateó furiosamente en la libreta. Luego tiró la cuenta en medio del
plato sucio. Harry la cogió del plato.
Había otro cliente en el restaurante, un hombre muy redondo y rosado, con una
cabeza grande, llena de pelos despeinados, teñidos de un castaño bastante
desalentador. El hombre había consumido numerosas tazas de café mientras leía el
periódico de la tarde.
Harry se puso de pie, sacó unos billetes, apartó dos y los acercó al plato.
Luego salió de allí.
El tráfico de las primeras horas de la noche comenzaba a llenar de coches la
avenida. El sol se estaba poniendo a sus espaldas.
Harry observó a los conductores de los coches. Parecían desgraciados. El mundo
era desgraciado. La gente estaba en la oscuridad. La gente estaba aterrada y
desilusionada. La gente había caído en las trampas. La gente estaba desesperada
y a la defensiva. Se sentían como si estuvieran malgastando sus vidas. Y tenían
razón.
Harry echó a andar. Se detuvo en un semáforo. Y en ese momento tuvo una
sensación muy extraña. Le pareció que él era la única persona viva del mundo.
Cuando la luz se puso verde se olvidó completamente del asunto. Cruzó la calle
hacia la otra acera y ... continuó caminando.
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