John Marks
TIERRA DE VAMPIROSLuego que hube suplicado al linaje de los difuntos con promesas y súplicas, yugulé los ganados que había llevado junto a la fosa y fluía su negra sangre. Entonces se empezaron a congregar desde el Erebo las almas de los difuntos, esposas y solteras; y los ancianos que tienen mucho que soportar; y tiernas doncellas con el ánimo afectado por un dolor reciente; y muchos alcanzados por lanzas de bronce, hombres muertos en la guerra con las armas ensangrentadas. Andaban en grupos aquí y allá, a uno y otro lado de la fosa, con un clamor sobrenatural, y a mí me atenazó el pálido terror.
A continuación di órdenes a mis compañeros, apremiándolos a que desollaran y asaran las víctimas que yacían en el suelo atravesadas por el cruel bronce, y que hicieran súplicas a los dioses, al tremendo Hades y a la terrible Perséfone.
Homero, La Odisea
[1]LIBRO 1El agente del cambio
Uno¿Cómo empezar esta exposición? Tengo que hacerlo de forma rápida y arbitraria. En vísperas de mi partida hacia Europa del Este, Robert me propuso matrimonio. Nos casaremos a principios de verano del año que viene, en la iglesia de San Ignacio de Loyola, y el convite se realizará en Wave Hill. Tan pronto como llegue a casa tenemos que iniciar una larga campaña para asegurarnos de que el evento se lleva a cabo de forma civilizada. Ninguna de las familias debe acabar sintiéndose desplazada, decepcionada o enojada. Tenemos un problema de número: al haber un máximo de ciento cincuenta plazas para el convite, ya he empezado a mantener hostiles negociaciones acerca de la lista de invitados, siguiendo el principio heredado de mi madre según el cual aquellos que no están casados no deben llevar acompañantes a las bodas. No hay anillo, no hay acompañante, como ella dice.
La música, la comida y el tipo de ceremonia son temas de discusión. Robert quiere clásicos de jazz, yo prefiero a un grupo de honky-tonk de Austin. Este es uno de los momentos en los que el hecho de haberme criado en Texas parece ser una gran molestia, incluso una vergüenza, para él. La mayoría de las veces adopta el punto de vista opuesto y utiliza mi relativamente exótica herencia como hija del petróleo para conseguir un gran efecto en las cenas con los amigos. Por supuesto, la comida será fuente de debate. En calidad de alabado pastelero de una de las mejores cocinas de la ciudad, Robert mantiene minuciosas trifulcas sobre aspectos específicos del pastel de boda y ejerce el despotismo culinario cada vez que intento sacar el tema. Ha descartado la carne ahumada de todo tipo, a pesar de mi deseo de hacernos mandar pechugas y costillas desde mi templo favorito de la barbacoa, el Texas BBQ, para la cena de la víspera de la boda. Incluso en estos momentos, y a 6.400 kilómetros de la ciudad de Nueva York, la cabeza me da vueltas cuando pienso en la cantidad de disputas que tendremos que mantener desde ahora hasta el próximo junio. Su familia, los judíos más laicos que jamás he conocido, se han mostrado repentinamente ofendidos por la perspectiva de una boda por la iglesia, mientras que mi familia, que carece totalmente de fe, se plantea en susurros la conversión. Pero a la luz de mis actuales circunstancias, me quedo con lo bueno. Todo esto es muy bueno; maravilloso, en verdad.
Robert me pilló desprevenida. Habíamos ido al Sammy's Roumanian, el lugar donde nos citamos por primera vez, y le pidió al teclista que tocara San Antonio Rose, dedicado a su novia tejana. El teclista realizó una ardiente interpretación. Nos comimos un grasiento plato de hígado y tomamos esas costillas fritas, de hueso grande y protuberante, que tienen forma de hacha. En general, fue una comida agradable, aunque sí hubo un momento de tensión relacionado con una caja de regalos que me había traído de Ámsterdam hacía poco tiempo. Digamos simplemente que se trataba de un montón de ropa interior de una clase que yo nunca había visto y que nunca hubiera elegido, y que incluía un artilugio fabricado con un material asociado típicamente con la hípica. Expresé una ligera, aunque juguetona, sorpresa por ese giro de la situación, ante lo cual Robert se mostró repentinamente huraño y dijo que devolvería a Ámsterdam el conjunto completo de artículos y que olvidase que me lo había regalado: había sido un error tremendo. Me sentí mal. Dejamos el tema.
Mientras nos tomábamos unos batidos, me preguntó si estaba ansiosa por lo de Rumania. Le dije que había tenido una inquietante pesadilla que tenía que ver con el Informe Price Waterhouse sobre Transilvania. En mi sueño leía una línea tras otra, y cada una de ellas decía lo mismo: «Se informa de desapariciones en las principales ciudades». Él sugirió que quizá yo estaba dando demasiado crédito a los estereotipos nacionales, y yo repuse que no tenía ni idea de qué estereotipo correspondía a Rumania. Como si fuera una respuesta, él sacó una cajita azul.
Yo ya lo sabía, pero ¿podía ser verdad? La abrí, intrigada. El anillo brilló, un diamante cortado y engastado en oro blanco de veinticuatro quilates. Yo le di mi respuesta. Sammy susurró al micrófono: «Un goy, una Eva, un amor». Todo el mundo aplaudió. Robert tenía un coche esperando y volvimos a mi apartamento, donde yo empaqueté unas cuantas cosas, incluido el montón de artículos de Ámsterdam, y luego fuimos al hotel Maritime. Me conoce. No hay nada que me guste más que envolverme, recién bañada, en un albornoz, sacar una botella de vodka Gray Goose del mini bar, abrirla e instalarme a ver una película de Hollywood por el canal de pago. Después de tres años viviendo del escaso salario que me da ser productora asociada de La hora, ésa es mi idea del dulce pecado.
El lunes siguiente, al cabo de setenta y dos horas, volé hasta Rumania. No dormí en el avión por culpa de las turbulencias. Tuve una inusual cantidad de problemas de inventario. De un paquete de cinco blocs, la mitad desapareció por el camino. Pero ¿quién querría robar unos blocs del equipaje? Excepto uno, todos mis bolígrafos se habían secado. Los agité y rasgué toda superficie plana que tenía a mano, y no conseguí nada excepto unas marcas sin tinta. La conexión a Internet del hotel de Budapest funcionaba, pero el modem del portátil de la empresa no arrancó. No me llevé suficientes tampones, y me hubiera venido bien llevar mi propio papel higiénico.
Mi anillo es un consuelo, pero debería haberlo dejado en Estados Unidos. Unos tipos fantasmagóricos merodeaban por el vestíbulo del hotel y por el aeropuerto. Antes de pasar por la aduana, le di la vuelta al anillo de tal forma que la piedra no quedara a la vista, pero el agente de aduanas observó mi dedo como si yo hubiera intentado engañarle. Después de eso, guardé el anillo en el bolsillo delantero del pantalón. Robert me había suplicado que lo dejara en casa, pero no le hice caso. No me gusta admitirlo, pero no soportaba separarme de mi anillo. No puedo evitarlo. Robert se sorprendería de oírme hablar así. El cree que, dado que crecí en un entorno adinerado, el anillo no me impresiona, pero no puede estar más equivocado. Esta joya significa que ahora pertenezco a algo que va más allá de mí misma, a una comunidad de dos, y cuando pienso en eso, todo lo demás pasa a un segundo plano y veo, a través de las generaciones, a las gentes lejanas que llevaron mi sangre, a los venecianos y dublineses de la parte de mi madre y, en especial, a los miembros de la complicada herencia por parte de mi padre. Dos ramas de su familia se pelearon entre sí durante la última revolución de los nativos americanos por la tierra de Estados Unidos. Unos indios creek relacionados con su abuela combatieron contra un grupo de oficiales de Estados Unidos, uno de ellos pariente de su abuelo. Y a pesar de ello, décadas después, aquí están todos reunidos en una familia, en una persona, y veo esa reconciliación en mi anillo, y me pregunto qué viejos y sangrientos secretos de familia, ya resueltos, va a aportar Robert a la mía, y pienso en los niños que vendrán, y en que sus hijos quizás algún día miren hacia atrás, hacia nuestras vidas sencillas. Robert se preocuparía por mí si conociera estos pensamientos íntimos, así que no se los he comunicado. Tal como dice mi padre, lo sabio es guardar silencio acerca de los asuntos importantes de la vida.
Dos¿Cómo describir mis primeras impresiones de Rumania? Ése es mi trabajo, de hecho: obtener primeras impresiones. En calidad de productora asociada del programa de actualidad de mayor éxito de la historia de la televisión de Estados Unidos, busco historias que sean adecuadas para ser emitidas y las examino para valorar su sustancia y su posible interés. Uno de mis colegas me llama el azote de las noticias «de sociedad». Utilizo mi juicio como un cuchillo para separar un contenido esencial de una moda pasajera. Es posible que una historia sea cierta, pero si no se puede contar de forma adecuada ante la cámara, me importa poco. En esta ocasión se me pidió que me encontrara con un caballero llamado Ion Torgu, un rumano que parece ser una de las figuras más importantes del crimen organizado de Europa del Este. Se trataba de una misión con tres facetas: confirmar su identidad, evaluar sus afirmaciones y juzgar su interés. Era de gran importancia si hablaba o no hablaba inglés. Al igual que los estadounidenses, mi programa aborrece los subtítulos.
Tenía que ser previsora. Si la historia tuviera gancho, volveríamos muy pronto con el equipo. Tendría que buscar localizaciones: habría que elegir tomas de Rumania, imágenes que se pudieran utilizar para ilustrar ciertos puntos sobre cultura, economía, política y pasado histórico. Mientras se me iba pasando el malestar del desagradable vuelo, fui mirando por la ventanilla del coche. A primera vista, la carretera hubiera podido ser la de cualquier lugar del este de Europa: marcas típicas del comercio internacional, Coca-Cola, Cadbury, Samsung; titulares de publicidad capitalista esparcidos por extensiones de tierra ex soviéticas en proceso de transformación y arraigados sobre terrenos en construcción recientemente despejados y excavados. Un caballo que arrastraba un carro se detuvo delante de un anuncio de Coca-Cola y la visión fue la de una chica sonriente en bikini que levantaba una botella por encima de un hombre barbudo con unas riendas entre las manos que miraba el tráfico con clara inquietud. «Una toma clave —pensé—, el contraste entre la vieja y la nueva Rumania.» Lo taquigrafié en mi bloc de notas.
Eran aproximadamente las diez de la mañana, y los gases de los tubos de escape se arremolinaban en el aire de septiembre. El conductor bajó la ventanilla y encendió un cigarrillo. La carretera del aeropuerto se desvió hacia un bulevar que corría entre densos macizos de limeros y tilos, entre los cuales vislumbré muros amarillos que rodeaban viejas casas. Vi una cúpula con las ventanas rotas y una hilera de gordos pájaros negros apostados encima de su tejado. Un graffiti con una esvástica de largos brazos se extendía por una pared. Una mujer sacudía una alfombra en una curva y casi la golpeamos con el guardabarros. Insultó al conductor; él le devolvió el insulto. El bulevar entró en una rotonda que giraba bajo una versión del Arco de Triunfo de París; era tres veces más grande que el original, como un champiñón mutante que hubiera crecido en medio del calor. Una manada de perros famélicos erraba a la sombra de la piedra. Taquigrafié otra nota: los animales como imagen del deterioro social. Cada idea requería su imagen. Decir vaca, ver vaca. A través de los árboles que se alzaban delante brilló un metal dorado, las pulidas curvas de las cúpulas de las iglesias ortodoxas, y penetramos en un barrio más agradable de ventanas con macetas y tejados abuhardillados. Rumania había sido considerada tiempo atrás como el París del Este, y en aquella zona se veían tiendas caras y mujeres guapas entrando en ellas. Mi equipo de camarógrafos, compuesto exclusivamente por hombres, apreciaría esa oportunidad y yo recibiría un exceso de documentación gráfica sobre piernas largas y pechos turgentes. Poco después, esas imágenes de la belleza se disolvieron entre el polvo de las construcciones que dejamos atrás. Atravesamos las orillas de cemento de un río y giramos hacia un laberinto de edificios de estética fascista. Cruzamos un sector, recorrimos una curva alrededor de un círculo de cemento desnudo y, de pronto, me quedé impresionada. Me incorporé en mi asiento, creyendo que el cambio horario me hacía tener visiones.
La cosa parecía un espejismo, o uno de esos objetos que se ven distorsionados en el espejo retrovisor. Se trataba del viejo palacio del dictador, inacabado a la hora de su muerte; un rectángulo de mármol gigantesco, asentado en un pegote de tierra. Parecía demasiado monumental para poder ser habitado, era imposible adivinar cuántas habitaciones tendría. Anoté una instrucción para mi equipo: no sería posible captar el tamaño del palacio desde abajo, habría que subir muy arriba, alquilar un maldito helicóptero. En esos momentos era la sede del gobierno rumano democráticamente elegido, pero la misma estructura, de cuatro caras, cada una de ellas igual de ancha y larga que la anterior, eclipsaba cualquier idea de parlamentos, partidos y primeros ministros. Al final de la carretera y delante del palacio, el coche giró por una rotonda hacia un edificio que, si bien mucho más pequeño, aún era enorme. Yo iba a hospedarme al otro lado de la calle, enfrente del palacio.
—Su alojamiento —me explicó mi silencioso chófer al ver cierta expresión de alarma en mis ojos—. Antes era el Ministerio de Defensa.
Unos porteros con uniforme carmesí y galones dorados se encargaron de mis maletas y me guiaron hasta un vestíbulo de mármol que hubiera podido ser el interior del mausoleo más grande del mundo. El techo se abovedaba sobre cuatro pisos, apoyado en unas columnas grandes como casas. Debajo de las columnas había dos escaleras de mármol en espiral que, como cascadas de agua, comunicaban con el segundo y tercer piso, desde donde sonaba la melodía de un piano y el susurro de los huéspedes. Un pequeño ejército de criados, presas del pánico, recorría el vestíbulo tirando y empujando a las personas y los objetos. Otros, vestidos con trajes negros, se mostraban más vigilantes mientras hablaban por unos walkie-talkies al tiempo que recibían respuesta por los auriculares de los oídos. Antes de que pudiera llegar al mostrador de recepción, una mujer joven que llevaba un ajustado vestido rojo con una abertura se me acercó con una bandeja de copas de cortesía que contenían zumo de naranja o champán. Todavía no era mediodía, pero cogí una de champán y la levanté en un gesto de brindis.
Era joven, quizás una adolescente. Los hombres que había en el vestíbulo la seguían con los ojos; me observaban a mí también. Soy una mujer alta, de curvas razonables. Una vez un amigo intentó halagarme diciéndome que tenía un cuerpo como el de la madre Tierra, pero me molestó esa idea, que hacía referencia a las jóvenes hippie's que van sin sujetador debajo de esos vestidos de algodón desteñido. No soy ninguna madre Tierra, pero mi cuerpo hace su función, por decirlo así.
Tengo el pelo oscuro y rizado, y me lo estiro cada mañana, así que la mayoría de la gente ni siquiera sabe que es rizado. Poseo unos ojos marrones y oscuros que mi madre siempre comparaba con el chocolate, unas pestañas más bien largas y un gran labio superior que antes me molestaba. Todo el mundo me dice que debería intentar conseguir un puesto como corresponsal en directo, que doy muy bien en cámara.
Pero yo no me fío de las cámaras. No me gusta la mirada fija de ninguna cosa, ni de hombre ni de máquina.
La chica del vestido me miró con ojos de pena. Le devolví el vaso. Gracias a Dios, pensé, no iba a estar mucho tiempo en ese lugar.
Dormí durante todo el día y por la tarde llamé a mi superior, el productor William Lockyear, para confirmar mi llegada. Le confesé a Lockyear que estaba tensa. Recibió mis palabras con un silencio un tanto divertido y luego dijo:
—Pasa un mes en Irak y luego ya hablaremos.
Debería decir algo sobre este hombre, William Lockyear, mi jefe. Se comporta como si fuera un miembro derrocado de la realeza y yo fuera el único súbdito que le quedara, la criada que nunca consigue reunir el temple necesario para enfrentarse a él. Me considera una niñita rica y sin objetivos que se dedica a matar el tiempo previo a la boda y a los niños.
Me rebelé de una manera tonta.
—¿Quieres que te encuentre una historia en Irak, Bill? ¿Nos encontramos en Bagdad?
—¿Continuarás teniendo un trabajo cuando vuelvas a Nueva York? Son preguntas difíciles.
Dirigí el reproche en otra dirección.
—Stim me tiene paranoica.
Me refería a mi amigo y productor asociado Stimson Beevers, que se había puesto celoso de mi viaje. Stim me riñó antes de partir. Me dijo que yo tenía la piel fina, y que mis sentimientos negativos hacia Lockyear delataban que estaba quemada, y tenía parte de razón: un agotamiento profesional mezclado con la euforia relacionada con mi compromiso matrimonial. Yo había luchado para que me apartaran de esta misión.
La mañana de mi partida, el lunes posterior a la declaración de Robert, le conté mis planes de casarme a Lockyear. Le expliqué que ahora tenía que realizar los preparativos de la boda, que eran numerosos, y le sugerí de forma muy sutil que quizás él podía ir a Rumania en mi lugar. Después de felicitarme, me dijo que mis planes de boda no tenían absolutamente nada que ver con nuestra relación profesional, que no era inteligente por mi parte pedirle que realizara mi trabajo, y que en la oficina había mucha gente joven y sin responsabilidades que estarían más que felices de volar a Rumania de su parte. Estuve a punto de renunciar. Mis dos confidentes, Stim y mi querido amigo Ian, me aconsejaron con sentido común. Ian me recordó que así era el viejo Lockyear y que no debía tomármelo de forma tan personal. Stim me dijo que una historia ubicada en Rumania podría ser la oportunidad de empaparme de la centenaria tradición de los vampiros de las películas. Eso me hizo reír. Stim se alimenta de películas. Piensa que la moral consiste en adorar a Sam Peckinpah y en comer eda-mame salado. Es incapaz de comprender la muerte más allá del celuloide. Cree que no existe ninguna diferencia entre el país real de Rumania y las películas de vampiros ambientadas en Rumania. Yo a veces le llamo Súper Stimulado.
—Espera un minuto.
Lockyear tapó el teléfono con la mano. Obviamente, alguien acababa de entrar en la habitación. Oí un alboroto apagado. Lockyear volvió a ponerse al teléfono.
—Otro de tus pequeños amigos, el chico maravilla, Ian. Se lo he contado todo, y tiene sus reservas acerca de Stimson Beevers. Te lo paso.
Me alegré de oír la voz de Ian.
—Eh, Line.
—Ayúdame, Ian.
—Stim es un completo capullo. No le hagas caso, te irá bien.
—¿De verdad?
—De verdad. Otra cosa: estás en Rumania. Son cachondos y saben divertirse. Piensa en positivo. Deja que ésta sea tu última aventura salvaje antes de acabar con el cocinerito. Tengo que dejarte.
Lockyear volvió a ponerse al teléfono.
—Encuentra al criminal, querida.
No pude dormir. Me levanté mucho antes de que saliera el sol, dispuse una silla y me quedé mirando por la ventana hacia el otro lado de la calle, al palacio. No había luces, que yo viera, pero las paredes brillaban como si estuvieran hechas de fósforo. Llegó el amanecer y mil ventanas me miraron como ojos rosados. No pude soportar seguir en aquella habitación. Me puse los pantalones de color azul marino, la blusa blanca limpia, mis zapatos de tacón bajo y me fui a la agencia de alquiler de coches, que pertenecía al hotel. Esa tarde tenía una cita en el pueblo transilvano de Brasov con un nombre llamado Olestru, mi contacto con el señor del crimen. Quería disponer de mucho tiempo para el viaje.
La oficina de alquiler de coches, sumida en las sombras debajo de las escaleras en espiral, no abría hasta las diez. Subí un piso en ascensor hasta el centro de negocios, desde donde mandé un correo electrónico a Lockyear asegurándole mis aptitudes.
En Nueva York no habría nadie despierto hasta al cabo de ocho horas, así que no tenía ningún sentido llamar. Sentí la tentación de hablar con Robert, pero una llamada de ese tipo daría una impresión de fragilidad y de necesidad. Cuanto antes me fuera de Bucarest y me metiera en el trabajo de verdad, mejor.
Fui a desayunar a una zona del segundo piso que estaba desagradablemente atestada por una multitud de representantes del mundillo de los negocios internacionales. Alemanes con trajes naranjas y malvas que se reían demasiado fuerte; japoneses que hablaban en susurros ante las hojas de cálculo, en una reunión completamente masculina excepto por una solitaria mujer que llevaba una cola de caballo y a quien vi inmediatamente: sólo podía ser norteamericana. Llevaba una camisa rosa de tela oxford y unas sandalias. Le vi las uñas de los pies sin manicura desde la barra del comedor. Parecía tener mi edad, unos treinta años. Hubiera podido ir a la universidad con esa mujer.
Ella me vio también; o mejor, vio mi anillo. Miró el diamante como si éste le hubiera susurrado algo al oído. «Mi nueva mejor amiga», me dije.
TresClementine Spence era de Muskogee, Oklahoma, a unas dos horas al norte de la frontera con Texas. Respondía al nombre de Clemmie. Cuando tenía tres años, la familia se trasladó a la cuenca de Perm, donde su padre trabajó en una empresa de grúas y plataformas. Cuando tenía quince años, él cambió de profesión, pasó de las grúas y plataformas a los seguros de coches, y trasladó a la familia a Sweetwater, Texas, donde ella creció.
Tenía el acento del oeste de Texas, su ropa era propia de Dallas o Houston. Esas faldas de tela oxford abotonadas eran como una marca de producto local en los estantes desde el norte de la autopista Woodall Rogers hasta el sur del lago LBJ. Su rostro, cuando se volvió hacia mí, resplandecía como recién lavado. Parecía que se había planchado los pantalones caquis. Cuando me acerqué a ella, me miró con sus ojos azulados un tanto enrojecidos, como si se los hubiera frotado. No parecía ser una mujer de negocios, no tenía ese aire de organización, ni llevaba una chaqueta a juego con los pantalones. Tampoco se amoldaba a la imagen de una turista, a pesar de que el mapa y el libro que tenía encima de la mesa indicaban lo contrario.
La mujer actuó como un sedante, suavizó la ansiedad que sentía al encontrarme sola en Rumania. El mismo sentimiento de profunda soledad me había atenazado ya una vez anteriormente, durante una expedición en busca de una historia acerca de las favelas de Sao Paulo, un caso que destrozaba los nervios. Pero Lockyear tenía razón. No podía haber excusa para ese absurdo temor, no cuando los periodistas eran raptados en el desierto de Arabia. Era pura inexperiencia. Y a pesar de ello, no podía disipar mis recelos. Ese sueño sobre el Informe Price Waterhouse acerca de las personas desaparecidas todavía me intranquilizaba; una pesadilla realzada por ese ambiente como de otro mundo. Además, tenía mis reservas acerca de mi contacto en Rumania. Había esperado recibir una cálida bienvenida que confirmara nuestra cita en el vestíbulo del hotel Aro, en Brasov, a las siete de la tarde del viernes 13 de septiembre. Eso hubiera sido suficiente. Pero no hubo ninguna bienvenida, ningún contacto humano en absoluto. Yo no sabía si Olestru era un hombre o una mujer. Dado el turbio entorno, supuse que se trataba de un hombre, pero no estaba segura.
Clemmie Spence dispersó esas sombras como un rayo de sol tejano. Me sentí cómoda al instante. Le dije mi nombre, el de mi ciudad y a qué se dedicaba mi padre, y ella me descifró inmediatamente.
—Eres una chica Azalea.
Azalea es un barrio rico de Dallas, y mucha gente de Texas tiene una pobre opinión de él. Quizás ella pensara igual, pero no lo dijo. No volvió a mencionar mi procedencia, y eso me gustó. Ella me gustó, en general.
Ian hubiera meneado la cabeza. «Dios, cómo os gusta juntaros a las chicas del sur», decía, aunque técnicamente está equivocado en eso. Yo no me relaciono con las mujeres del sur, en general. Texas no es el sur, excepto por un escuálido trozo del este. Ni siquiera me gusta que me asocien con los sureños, con su fachada de efusiva amabilidad, su refresco de vino con zumo de melocotón, su pollo frito, sus salchichas con pescado, sus genealogías que se remontan a las primeras quinientas familias de algún estado que no tiene ni doscientos años de antigüedad. Texas es un estado limítrofe, y la gente de los estados limítrofes rechaza ese tipo de sentimentalidad.
Clemmie y yo charlamos de fútbol y de universidades. Resultó que las dos habíamos sido animadoras en el mismo estadio en 1990, cuando su universidad y Azalea jugaron las semifinales estatales. Su equipo ganó, pero ninguna de las dos recordaba el resultado ni ningún detalle del juego.
—Recuerdo que los miembros de vuestra orquesta vestían con faldas escocesas —dijo, riendo—. ¿Y no bailó alguien encima un tambor?
—¿De eso sí tenías que acordarte? Éramos los Azalea Highlanders. El tambor pertenecía a alguien del clan.
No sabía por qué mi equipo se llamaba los Highlanders. Me pareció que había pasado muchísimo tiempo.
A las diez fuimos a buscar el coche de alquiler, un BMW de cristales tintados. Le dije que iba a cargo de la empresa, y ella se rio y contestó que tenía una opinión nueva de la América corporativa. Ella también se dirigía a la ciudad de Brasov, adonde iba a visitar a unos amigos, así que podía dejarla de camino. Como había alquilado yo, me senté primera al volante, pero acordamos que Clemmie conduciría una parte del trayecto.
Tenía un pelo muy brillante, que relucía bajo la luz que se reflejaba en las ventanas de los mugrientos edificios de apartamentos. Cada vez que reía, se le agitaba la cola de caballo en que se había recogido el pelo con una brillante goma elástica de margaritas. Tenía una nariz pequeña y bonita, y una barbilla redondeada. Seguro que les gustaba a los chicos en la universidad. Resultaba un descanso y una extrañeza al mismo tiempo estar sentada en el coche con esa mujer, tan lejos de los lugares donde crecimos, hablando de cosas que las dos habíamos vivido. Yo no había hablado con nadie de barbacoas, fútbol, la música de Austin y la playa de South Padre desde hacía siglos.
Dejamos atrás el extremo norte de Bucarest y comenzó a aparecer el campo, unas extensiones verdes y planas que se ensanchaban a lo lejos, hacia el norte, salpicadas de más lugares en construcción, de vallas de anuncios nuevas, de parasoles rojos y soleados delante de docenas de cafés también rojos y soleados. El tráfico mostraba unos fabulosos coches nuevos alemanes, suizos y japoneses, y las gasolineras, construidas para ellos aparentemente ayer, ostentaban unas banderas púrpuras que ondeaban al viento y exhibían unos escaparates nuevos de cristal, detrás de los cuales se amontonaban enormes pilas de bolsas de patatas y bombones de la Europa occidental en unos altos estantes de metal. Qué imagen ofrece un país que se comporta como si fuera completamente nuevo; todo está desorganizado, esparcido en el paisaje, como si fueran cajas y papeles de envolver. O así me pareció a mí: como una tienda de ropa nueva recién abierta en el Village, con la instalación eléctrica todavía por terminar, los golpes de los martillos y el zumbido de los taladros mientras un equipo de ventas exhausto y excitado intenta apartar los artículos de los estantes con demasiado fervor. Quince años antes Rumania había perdido a su dictador y desde entonces había intentado ser una democracia capitalista. Clemmie y yo estuvimos de acuerdo en que parecía que empezaba a serlo.
Le conté que hacía diez años que vivía en Nueva York y la conversación adquirió un tono más serio. Ella me preguntó si estaba allí ese día, y comprendí qué quería decir. Antes o después, cuando me encuentro con desconocidos y les digo dónde vivo, el tema aparece. La mayoría de las veces sólo me encojo de hombros. Pero en ese momento, bajo el sol, en la carretera, me sentí cómoda.
—Mi edificio estaba justo allí. Al lado de las torres.
—Pobrecita.
—Hubo gente que... que tuvo un día mucho peor.
Odiaba hablar de ello incluso en las mejores circunstancias.
—¿Qué...? Esto... ¿Qué viste? Si te lo puedo preguntar.
Las viejas emociones emergieron.
—Todo.
No podía decir mucho más para responder esa pregunta. Ella cambió de tema.
—Vives justo en la ciudad.
—Brooklyn.
—Lo sabía.
—¿Qué es lo que me ha delatado? Por favor, no me digas que tengo acento de Brooklyn.
—Algo en tu aspecto —contestó—. Un tanto oscuro.
Comparada con ella, supongo, pero no sabía exactamente cómo tomármelo. No lo dijo con mala intención, estoy segura, pero sonó vagamente ofensivo. El aspecto. Por otro lado, a Robert le habría gustado. Antes de estar conmigo, él salía con chicas problemáticas, y siempre ha querido que yo tenga un poco más de garra. De ahí el paquete de Ámsterdam.
—¿Tengo un aspecto oscuro?
—Intenso, quiero decir. Eres como yo me imagino que es una mujer de Brooklyn. Una mujer blanca, por cierto, no una texana. ¿Te gusta vivir allí?
—Me encanta.
—¿De verdad? Siempre he pensado que debe de ser muy duro vivir en Nueva York.
—Es posible. —Con mi salario, un puro infierno, pero ¿para qué contarle eso?—. ¿Dónde vives ahora?
—Uf. —Pareció tener problemas con la respuesta—. Por ahí.
—¿Por dónde?
Ella sonrió, pero me di cuenta de que dudaba de decírmelo. Eso me intrigó más.
—¿Y bien?
—Pekín. Cachemira. Lago Malawi.
—Venga ya.
—De verdad.
Pekín atraía a cualquiera que tuviera un pasaporte, pero Cachemira y el lago Malawi se hubieran encontrado al final de la lista de mis preferencias. Ni siquiera hubieran estado entre las primeras mil.
—¿En serio?
—Completamente.
—Uau. ¿Cómo es vivir en esos lugares?
Clemmie Spence no tenía el más mínimo aspecto de ser una mujer que viviera fuera de la zona de comodidad del llamado mundo desarrollado. Casi siempre es posible ver la influencia de la geografía en una persona, un rasgo de crudeza en los ojos, un amaneramiento, una afectación, como esas mujeres que vuelven, después de haber pasado un año en Francia, con un fular al cuello y fumando Gitanes. También hay otros signos, cierto cansancio, o una especie de confianza en uno mismo, o de cinismo. Pero ella no mostraba ninguno de ellos. En ella no había ninguna crudeza, ningún signo de que fuera una vagabunda. Por un momento dudé de que me estuviera diciendo la verdad. Pero ¿por qué tendría que mentir? En casi todos sus detalles, su aspecto era el de una mujer que había pasado toda la vida en medio del lujo del norte de Dallas. Miró por la ventana, en silencio.
—Me encantó Cachemira —dijo—. Eso te lo puedo asegurar. El lugar más bonito donde he estado nunca, hasta que lo destrozaron.
Entramos en una autopista de cuatro carriles y la conducción se hizo fácil. A ambos lados, unos campos cultivados se extendían hasta la lejanía. Al bajar las ventanillas, el aire de septiembre, denso y dulce, nos llenó los pulmones. Unos coloridos puestos de verdura exponían melones, melocotones, pimientos y tomates. Las abejas zumbaban a su alrededor. Nos paramos para comprar un saco de melocotones y cambiamos de asiento. Clemmie condujo con apresurada concentración, cambiando de carril continuamente y pitando a los lentos para que se apartaran. Nos encontramos atrapadas en medio de una caravana de camiones que transportaban petróleo, una docena por lo menos, y nos llevaron hacia delante como si estuviéramos a bordo de un avión. Cuando llegamos a la primera ciudad importante, un lugar llamado Ploesti, los camiones se desviaron por una salida y los conductores nos saludaron con las manos y haciendo sonar las bocinas. La brisa en Ploesti empezó a oler a petróleo.
La alegría de la pequeña ciudad de provincias dejó paso al acero, a la suciedad y al barro apisonado. Unas refinerías se levantaban como inmensas chatarras de coches contra el horizonte. Unas nubes de un blanco puro salían por las chimeneas. Al lado de la autopista, los tablones de anuncios continuaban mostrando su publicidad de vivos colores: mujeres con ajustados vestidos rojos tomaban cócteles de color azul brillante, pero realizaban su trabajo en medio de una fealdad cada vez mayor. Las indicaciones nos condujeron hasta un callejón sin salida, y el mapa no resultó de ninguna ayuda. Estábamos perdidas y esos suburbios no ofrecían nada, no mostraban ningún punto de referencia ni señalaban ninguna salida. Pero tampoco eran infinitos. Acabamos en el centro de las instalaciones petroleras, tapándonos la nariz, a la sombra de los ennegrecidos oleoductos, y tuvimos que dar marcha atrás por entre los oxidados vehículos de transporte con las fauces abiertas que bloqueaban el camino. Fuera, mientras el sol se movía hacia el oeste, las sombras se proyectaban desde los travesaños de esa especie de juego de química gigantesco y chamuscado. Unos hombres picaban al final de unos raíles de acero. Unas llamas salían por unos agujeros, unos fuegos anaranjados y azulados, una colonia de genios. Giramos por una esquina y nos encontramos con un clan familiar —gitanos por lo que parecía: tres mujeres, un hombre y un montón de niños— que se habían cobijado en un edificio cerrado de una sola planta, quizás un antiguo restaurante. Los niños corrían con los pies desnudos sobre charcos de aguas fétidas, las mujeres se afanaban entre la basura. Vestido con un abrigo y una corbata, el hombre estaba sentado en una silla y lo observaba todo con unos ojos blanquecinos como la leche. Las mujeres se acercaron a nosotras y nos pidieron limosna. Les di dinero y deseé que mi equipo de cámaras hubiera estado allí. Cuando esas cosas suceden, hay que estar ahí para pillarlas. Suena cruel, pero no es posible poner en escena esta clase de miseria. Tiene que aparecer delante de tus ojos, sin ninguna coreografía, y entonces es posible filmarla.
Al cabo de poco tiempo encontramos el camino. Ploesti se desvaneció detrás de nosotras; la tierra se desplegaba hacia delante como una ola amplia y resplandeciente. Se veían menos tablones de anuncios. Entramos en una meseta y vimos unos ríos plateados en la lejanía, y unas montañas increíblemente azuladas más allá de unas extensiones de bosque. La carretera entró en un valle y se tornó de dos carriles. Al poco tiempo, viajando a gran velocidad, nos pusimos de nuevo detrás de los camiones de petróleo y tuvimos que aminorar. Era justo después de mediodía.
—Ploesti —dijo Clemmie—. Deprimente.
—Debes de haber visto sitios peores en África.
—Es verdad, pero a pesar de todo... Algunos lugares poseen ese aire. ¿Sabes qué quiero decir?
—¿Como qué?
—Como si se hubieran convertido en la letrina de nuestra especie. Como si toda nuestra mierda hubiera acabado encima de la vida de otros.
Era una exageración, y no le di demasiada importancia. Mi mierda no había acabado en Ploesti. Se hizo un largo silencio en el coche e intenté romperlo.
—No acabo de creer que sea culpa nuestra. Una década de violento fascismo, cincuenta años de comunismo, un dictador megalómano, y ahora un capitalismo salvaje. Que Dios los ayude.
—Sí, que Dios los ayude. Tenemos que tener fe. Eso es lo que intento no olvidar.
Clemmie no me había entendido bien. Vi la cadena de plata que llevaba en el cuello y, por primera vez, me pregunté si de ella colgaba una cruz.
—No quería decir eso —le dije—. No soy religiosa.
—Yo tampoco —contestó ella—. Odio la religión. —Se calló un momento—. Pero amo a Dios. —Continuamos un rato en silencio—. ¿Te importa si cambiamos otra vez? Me están picando los pies.
Nos detuvimos en un restaurante al lado de la carretera y compramos una bolsa de patatas y una Coca-Cola. Sacamos el saco de melocotones y comimos a la sombra de un voluminoso rosal que había al lado de un estanque fragante. Clemmie pagó. Después de comer, paseamos alrededor del estanque, molestando a las ranas, unos oscuros bultos verdes que saltaban para esconderse en la oscuridad. De nuevo en la carretera, yo me senté ante el volante y ella se subió las mangas y se dispuso a masajearse las plantas de los pies.
—¿Dijiste que eras periodista? —me preguntó.
Se lo había dicho.
—Sí, señora.
Se sacó un zapato.
—¿Dónde escribes?
Siempre sucedía eso. La gente daba automáticamente por sentado que si eres periodista, trabajas en prensa escrita.
—Trabajo en televisión. Soy productora.
—Guay.
A menudo, ése era un momento incómodo. Nunca me ha gustado parecer que me doy importancia.
—De un programa que se llama La hora.
Ella sonrió.
—Un programa que se llama La hora. He oído hablar de un programa que se llama La hora. Todo el mundo ha oído hablar de un programa que se llama La hora. —Clemmie levantó una ceja—. Será mejor que vigile lo que digo.
—No parece que tengas ningún problema en vigilar lo que dices.
Serio.
—¿Puedes decirme en qué estás trabajando aquí?
Nunca hablo de mis historias con desconocidos. Esa es la primera regla de producción de Lockyear, y la ha sacado de nuestro corresponsal, Austen Trotta, así que la cumplo. Ella soltó el pie izquierdo y volvió a ponerse la sandalia. Colocó el pie derecho encima de la pierna izquierda y se sacó la sandalia.
—Apuesto a que lo sé.
Su tono sonó inofensivo, pero sentí un ligero estremecimiento de inquietud. Los productores de La hora deben ser paranoicos, ésa es la naturaleza del trabajo. Reflexioné sobre el hecho de que yo me había acercado a Clemmie en la sala de los desayunos; de que había sido idea mía llevarla en coche. Pero qué coincidencia que ella fuera de Texas, que resultara que hacía el mismo trayecto que yo. Y además recordé que dijo que yo era de Nueva York. De alguna manera, lo había adivinado. Ella dijo que mi intensidad me había delatado. Jugué con suavidad.
—¿Quieres adivinarlo?
Ella continuó mientras terminaba de masajearse el pie derecho.
—¿Puede tener algo que ver con un parque de atracciones?
Lockyear me hubiera dicho que no contestara esa pregunta. Me puse nerviosa, pero controlé mis emociones. Nuestro señor del crimen había sido mencionado aquí y allá como el principal inversor en un proyecto de parque temático relacionado con un personaje famoso del cine. Ella debía de haberlo leído en los periódicos.
—No —le dije—. ¿Qué haces para ganarte la vida?
En lugar de responder, abrió su bolso, sacó un frasco de plástico y le quitó el tapón. Se puso unas gotas de loción en la palma de la mano derecha y se embadurnó los dedos del pie izquierdo. El bolso quedó abierto, así que pude ver que dentro había un pequeño libro con las cubiertas negras y las páginas de papel cebolla.
—Perdona. Sé que es desagradable, pero caminé muchísimo por Bucarest ayer —explicó.
—¿Eso es una Biblia? —le pregunté.
Asintió con la cabeza. Yo abandoné el tema por un momento. Atrapadas en el convoy de camiones de petróleo ya no nos podíamos mover tan deprisa, y empecé a empaparme del cambio de paisaje. Se veían unos riscos a cada lado, repletos de matorrales y de tojos; las construcciones nuevas dejaron paso a los viejos asentamientos, unas casas de madera agrupadas en una confusión destartalada, una cúpula de iglesia coronada por una cruz. Un cementerio apareció encima de una colina: sus líneas de cruces dispuestas como en formación militar, del color de la leche, desaparecían en la noche más allá de los cedros.
—¿Tu trabajo tiene algún tipo de dimensión religiosa?
Clemmie asintió con ambigüedad.
Tuve un presentimiento.
—¿Estás casada?
Se soltó los dedos del pie izquierdo y volvió a colocarse el zapato.
—Lo estuve.
—¿Hijos?
—No.
Se quitó la sandalia del pie derecho y empezó el mismo procedimiento. El sonido de la loción deslizándose por la piel me molestó. Me pareció que ese sonido adoptaba el carácter sutil de una evasión.
—¿Y tú? —preguntó.
—Prometida.
—Felicidades.
Se soltó el pie y dejé de oír el sonido de la loción. Clemmie volvió a ponerse el zapato y miró hacia la carretera, por encima del salpicadero. Yo concentré la atención en la carretera. En un lapso de tiempo de veinte minutos, el campo había cambiado otra vez, al igual que lo había hecho el ambiente en el coche. Una frialdad nueva lo envolvía todo. Ahora nos encontrábamos a una gran altura y unos valles se abrían hacia abajo, a derecha y a izquierda, mientras la carretera trepaba por las montañas. Los pueblos colgaban en las laderas por encima de nosotras y se apilaban en los recodos, por debajo. Una pequeña manada de caballos se desplazaba a través de una amplia pradera. En los dos carriles de carretera, los camiones avanzaban a toda velocidad adelantándose los unos a los otros con ciego desdén hacia el tráfico del carril anexo. Cada diez minutos, un monstruo de dieciocho ruedas se precipitaba contra mí tocando el claxon y yo tenía que apartarme del camino. Los nudillos de las manos se me pusieron rojos. El viento revolvía el brillante pelo de Clem. Sobre la carretera, el sol brillaba. Llegarnos arriba del todo de los valles y tuvimos una momentánea visión de un lejano campo verde antes de descender de nuevo. Los camiones levantaban ráfagas de viento contra las ramas de los pinos. Llevábamos un buen ritmo. Pensé que estaríamos en Brasov sobre las cinco de la tarde.
—Tengo la sensación de que he dicho algo malo —dijo Clemmie.
Yo mantuve la mirada fija en la carretera.
—¿Estás segura de que no he sido yo?
—Al contrario. Doy gracias a Dios de que nos hayamos encontrado. De verdad. Le doy las gracias.
—Venga ya.
—Las coincidencias no existen, Evangeline.
El corazón empezó a latirme más deprisa. Ella podía ser un espectro de mi pasado, una hija de Jesús en la cafetería de la Universidad de Azalea de ojos felices e iluminados, encendidos con el fuego de la verdad absoluta. «Si supieras lo que yo sé —parecían decir esos ojos—, tus ojos también estarían iluminados.» Yo nunca había creído en esa verdad definitiva, aunque seguí el juego durante mi último año, cuando era animadora, porque mi novio de esa época formaba parte de la Hermandad de Atletas Cristianos y me dijo que solamente tendría relaciones sexuales conmigo si los dos estábamos con Cristo. Así que me uní al equipo y animé el partido, nada de lo cual me hizo sentir orgullosa.
Clementine Spence se dio la vuelta y me miró con toda su atención.
—Me doy cuenta de que estás disgustada. —Mi silencio sólo sirvió para animarla—. Pero creo que te has disgustado por nada.
Negué con la cabeza.
—No estoy disgustada en absoluto.
—Dímelo. ¿Qué es lo que te ha ofendido?
Consideré las opciones que tenía. Nos quedaban dos horas más de coche, por lo menos. Podíamos tener un enfrentamiento y esas dos horas serían horrorosas o yo podía retirarme y esperar a que se marchara. Si no mordía el anzuelo, lo más probable era que ella estuviera tranquila.
—A veces soy una bruja horrible —le dije—. Y me has hecho sospechar de tus intenciones. Lo siento. —Decidí poner a prueba su discreción—. ¿Él era un misionero, también?
—¿Quién?
—Tu marido.
Clemmie se pasó una mano por los ojos.
—Odiábamos esa palabra.
—¿De verdad?
—Nos llamábamos a nosotros mismos los agentes del cambio. —Clemmie rebuscó en su mochila y sacó un pañuelo de papel que se llevó a la cara. Se sonó en el arrugado y gastado tejido—. La verdad es que era mi marido quien nos llamaba los agentes del cambio. Está sacado de la teoría empresarial.
Sus lágrimas parecían verdaderas. El aire olía a lluvia. Unos precipicios de roca se elevaban a cada lado, y unos bancos de nubes se desplazaban por sus cumbres. Habíamos llegado al borde de Transilvania.
CuatroEl tráfico se detuvo. Clemmie señaló que hacía varios minutos que los camiones de petróleo no se movían. Bajamos las ventanillas y oímos el canto de los pájaros en medio de un tenso silencio. Los conductores de los camiones habían apagado los motores. Un poco más adelante, uno o dos hombres habían salido de las cabinas. El sol se hundía en el horizonte, al oeste, y las sombras del día se hacían más oscuras al lado de los establos. Las espigas secas de maíz se mecían en los alerones de las casas pintadas de blanco. Clemmie se quitó los zapatos otra vez y puso los pies desnudos encima del salpicadero. El olor dulce de la loción llenó el coche. El paso de la montaña se encontraba solamente a un kilómetro por encima de nosotras, pero el avance se había detenido. No se podía hacer nada más que esperar y especular.
—Dime una cosa —dijo Clemmie—. ¿Crees en esas cosas que se dicen del lugar a donde nos dirigimos?
Yo ya estaba tensa y la pregunta añadió más irritación.
—¿Se puede saber de qué estás hablando?
—Entiendo eso como un no.
Parecía saber algo acerca de mi trabajo. Sabía que tenía que ver con un parque de atracciones, y sabía que ese parque de atracciones tenía que ver con los estereotipos propios de Transilvania. Pero todavía había que dar un paso más allá, y ella todavía no lo había dado. Y mientras ella no lo hiciera, yo tampoco lo haría.
—Un amigo mío llama Tierra de Vampiros a nuestro lugar de trabajo —dije.
—Uf.
—Exacto. La gente no es agradable en Tierra de Vampiros, por decirlo suavemente. Están locos, son ambiciosos, gritan, critican y reprenden. En el mejor de los casos tienen una decencia mínima. Pero, por lo que yo sé, de momento ninguno de ellos es un verdadero bebedor de sangre.
—¿Estás segura de eso?
—No estoy segura. Pero no creo en ese tipo de cosas.
—Esa era mi pregunta.
—¿Me estás diciendo que tú crees en esas cosas? ¿En... en vampiros?
Pareció considerar que mi pregunta era un juicio, lo cual era cierto.
—Mi problema —dijo— es que no puedo descartar su existencia.
Me pasó por la cabeza que quizá la habían enviado los miembros de un sindicato criminal que se oponía a la construcción del parque de atracciones. Pero eso era demasiado parecido a una escena de Stimson Beevers y creí que yo me encontraba por encima de esa mentalidad conspiradora. El sol continuaba hundiéndose.
—Agente del cambio —dije—. Es una expresión interesante. ¿Qué significa, exactamente?
Ella suspiró.
—¿Exactamente? No lo sé. Alguien o alguien que penetra en una realidad y hace que sea distinta, básicamente. Esta expresión siempre me ha desagradado un poquito. Pero Jeff creía en ella, de corazón. Un agente del cambio. Para él sonaba heroico, como James Bond.
—Supongo que un vampiro puede ser una especie de agente del cambio, ¿verdad?
Ella me sonrió.
—Del equipo contrario, sí.
—Dime otra vez qué tiene de malo la palabra «misionero».
—Una mala imagen. Vallas blancas en las junglas y Más cerca de ti, Señor por la mañana, por la tarde y por la noche. A nadie le gusta eso, y mucho menos a nosotros, que hemos empeñado nuestras vidas en ese esfuerzo. Queremos que Jesús llegue a la gente a través de su propia cultura, con sus propias condiciones, no con las nuestras.
Era una respuesta convincente, pero me di cuenta de que, por encima de todo, empezaba a sentirme cansada. Ella también debía de estarlo. Se calló. Unas nubes pasaron por encima de nuestras cabezas. Unas gotas de agua cayeron sobre el parabrisas.
—¿Te molesta si fumo? —preguntó Clemmie.
¿No era él cuerpo el templo del Señor? Le dije que no me molestaba. Sacó un cigarrillo de su bolso y lo encendió. Me pilló mirándola de reojo.
—La Biblia no dice nada sobre esto, te lo aseguro. ¿Quieres uno?
Le dirigí la típica sonrisa de culpa. Hacía años que no fumaba. Robert pensaba que era un hábito poco adecuado para una dama. Pero no iba a besarle hasta al cabo de una semana y, por lo menos para entonces, el olor del tabaco ya habría desaparecido del aliento.
Clemmie encendió un cigarrillo con el suyo y me lo dio.
—Levantábamos iglesias.
—¿Levantabais qué?
—En Srinagar, el extremo norte del Himalaya, en Cachemira. Intentábamos atraer a los musulmanes a la comprensión de la fe en Cristo. Musulmanes seguidores de Cristo; no funcionó muy bien.
Se puso una mano encima de los ojos de nuevo. El cigarrillo tenía un sabor delicioso.
—Mi marido. —Dio una calada—. La perdió... —Debí demostrar una expresión de perplejidad—. La fe, quiero decir. Estaba desengañado, así me lo dijo, y me abandonó.
Al principio, concentrada en el cigarrillo, no registré ese último comentario. Pero pasaron unos cuantos segundos y comprendí el significado de esas palabras.
—Oh, dios. ¿Tu esposo te abandonó? ¿En Cachemira? Qué horrible. ¿Cuándo?
—Hace un año. No. Dos años ahora.
Volví a recordar la compasión que había demostrado por los ataques del 11 de septiembre y me sentí una impostora por pensar que a mí me había pasado algo malo alguna vez.
—Lo siento mucho, Clemmie.
Ella miraba hacia delante. No parecía tener gran cosa que añadir al tema.
—¿Es eso lo que estás haciendo aquí, en Rumania? ¿Levantar iglesias?
Ella sorbió por la nariz y levantó la mirada, dirigiendo sus suaves ojos azules hacia mí.
—No, ése no es mi fuerte. Soy mucho mejor de tú a tú.
No pregunté nada más, por miedo al adoctrinamiento. A un lado del valle caía la lluvia. Al otro, un sol rojo y oscuro llenaba la hendidura entre dos montañas. El disco se había vuelto de un dorado brillante. Las gotas de lluvia brillaban y relampagueaban. Clemmie sacó la cabeza por el lado del copiloto.
—Eh —dijo—. Algo pasa.
Salimos del coche y fue un alivio. Lloviznaba, pero no me importaba mojarme. Un conductor de camión vio nuestros cigarrillos y nos gorroneó uno. Ella buscó en su bolso y sacó otro para ella.
—¿Qué sucede? —pregunté. Ella le repitió la pregunta al camionero en francés. Él se encogió de hombros. No parecía que hablara francés. Esperamos. Estábamos sobre una ligera elevación, unas altas montañas se levantaban a cada lado, y bajo sus afilados picos había unas oscuras manchas verdes de coníferas.
—Esas montañas fueron un día una fortaleza —dijo ella—. Eran una protección contra el islam.
Bajó el cigarrillo y miró hacia la carretera con una intensidad súbita.
—Escucha —dijo.
Llegó un ruido de movimiento, de una multitud que caminaba. Ella se dirigió al centro de la carretera para tener una vista mejor. Más adelante, unos cientos de personas subían la cuesta, una procesión que avanzaba a pie. Clemmie, a mi lado, se puso tensa. Tiró el cigarrillo, bajó la cabeza y juntó las manos.
Al frente de la procesión avanzaba un sacerdote vestido con una túnica marrón claro. También tenía la cabeza inclinada, y hablaba en un idioma que yo no comprendía. Se oyó otro ruido, el de los cascos de unos caballos, unos golpes secos contra el asfalto resquebrajado de la carretera. La procesión avanzaba hacia nosotras y Clemmie continuaba rezando sin mover los labios y sin pronunciar palabra alguna. Qué fuera de lugar parecíamos ambas, vestidas con trajes de trabajo azul oscuro y camisas blancas e impolutas; fuera de lugar y fuera de tiempo. Pero por lo menos ella tenía algo que la conectaba con esa escena. Su fe la unía con esa gente que se persignaba al paso de los caballos. Yo debería haber hecho lo mismo. Debería haber bajado la cabeza, exactamente como ella. Pero rompí mi rígida regla de mis viajes al extranjero: en caso de duda, haz lo que hacen los locales. El sacerdote había llegado hasta unos pasos de distancia de nosotras, y comprendí el motivo de todo eso. Detrás de él caminaban dos caballos grises de crines blancas. Detrás de los caballos, tiradas por ellos, giraban las ruedas de un carro, un vehículo bajo de tablones de madera veteada a cada lado. Encima del carro, en un lecho de aromático heno, había un féretro de un color casi igual al de la falda de Clemmie y de la mitad del tamaño de un adulto. Era una procesión por el funeral de un niño. El carro se detuvo justo a nuestro lado.
—No mires —susurró mi compañera.
CincoA la luz de los faros apareció una señal: Brasov, 35 km. Yo había perdido toda noción de la relación entre kilómetros y millas; treinta y cinco kilómetros deberían ser unas veinte millas, pero parecían el doble en mi cabeza. Setenta millas a Brasov, pensé. No podía quitarme de encima la sensación de que había un desorden salvaje e inminente en todo y de que eso se había desatado al ver el ataúd en el carro.
—¿Qué crees que le pasó a ese niño? —pregunté, sabiendo que era una pregunta ridícula. ¿Cómo podía ella saberlo?
Clemmie no parecía inquieta. Estaba sentada detrás de una nube de humo del cigarrillo y ante nosotras se elevaba un trozo más de Transilvania, otra montaña coronada por un pico.
—Sabe Dios —respondió.
La hora de mi cita con el señor Olestru ya había pasado, y me temía que, con ella, había perdido mi oportunidad de conseguir enterarme de esa historia. Acostumbro a ser puntual en mis citas sociales, pero en cuanto al trabajo, soy fanática al respecto. En La hora tratamos constantemente con desconocidos que sospechan malas intenciones por nuestra parte. Luchamos contra esos prejuicios por norma y, en esa batalla, las primeras impresiones son importantísimas. Para mí, la victoria empieza con una llamada de teléfono educada y profesional, seguida por correos electrónicos y faxes y apoyada por cualquier minúsculo detalle que prepare el terreno para un encuentro inicial. Este sólo puede darse por garantizado si aparezco entre cinco y diez minutos antes de la hora, vestida de forma impecable y mostrando la misma actitud de impoluta educación con que inicié el contacto. Si hago menos que eso, mis posibilidades de éxito se reducen a la mitad.
Dudaba mucho de que el señor Olestru pudiera tener una buena opinión de mí. Tendría suerte si confiaba lo suficiente como para que continuáramos un diálogo serio acerca de una historia relacionada con su patrón. Yo esperaba recibir algunas disculpas comunes —que me había esperado durante una hora y que no podría volver a verme hasta al cabo de unos meses—, una vaga promesa de que lo haría y, luego, el silencio. Estaba furiosa conmigo misma.
Lockyear quería que le llamara después de la cita, pero yo no podía ni siquiera pensar en ello. Tendría que mentirle. No podía decirle la verdad: que había encontrado un atasco de tráfico y no había llegado a tiempo a la cita. Le llamaría por la mañana y le diría que no se había presentado nadie. Él me amonestaría; hablaría rápido y en un tono bajo y mezquino y me recordaría que no podía permitirse otro desastre, que esa payasada había puesto en solfa su puesto de trabajo. Quizá no le llamara, o lo haría sólo cuando llegara al hotel para decirle que no había aparecido nadie y pedirle consejo. Podía llamar a Stim, pero ya era por la tarde y Stim debía de estar haciendo novillos o bien en el Anthology o en el Film Forum, fingiendo buscar filmaciones de archivo cuando estaba pillando una película.
Clemmie tosió y el ruido me sobresaltó. Por unos segundos me había olvidado de su existencia. El asiento del copiloto hubiera podido estar vacío. La cola de caballo había desaparecido, la goma elástica también, y el pelo le caía, lacio.
Delante de mí apareció otro camión, un viejo trasto que resollaba y crujía y que iba cargado de madera húmeda. Vi el extremo posterior de los troncos colgando por encima del capó del coche. Apreté los frenos y noté qué el motor de ese coche de alquiler temblaba. Temí que el motor pudiera pararse y no fuera capaz de encenderlo de nuevo.
Clemmie se enderezó en el asiento.
—Estás demasiado cerca del camión.
—Estoy intentando adelantarlo.
Los dos carriles de la carretera eran estrechos, y no había arcén. Si me dirigía hacia la derecha, chocaría contra un pino. Si intentaba adelantarlo por la izquierda, no tendría espacio para esquivar a un coche que viniera de cara. Le di repetidamente a la bocina para que el camión aumentara la velocidad. La cuesta se hizo más pronunciada, dirigiéndose hacia una cima invisible. Redujimos la velocidad casi hasta detenernos.
Dos perros salieron de la nada. Al principio fueron dos manchas blancas, pero se convirtieron en mamíferos con colmillos. Uno de ellos chocó contra la ventanilla de Clemmie con un ruido seco y la lengua llena de saliva estalló contra el cristal. El otro saltó encima del capó del coche. Cambié y puse marcha atrás apretando el acelerador, lo cual nos impulsó e hizo que el perro cayera desde el capó al pavimento. Ganábamos velocidad al ir cuesta abajo y empecé a perder el control. Cambié de marcha. El otro perro estaba con nosotras, corriendo al lado de la ventanilla. Clemmie metió la mano en su bolso y sacó un spray de defensa personal. Bajó la ventanilla un poco y roció al perro, que se alejó de la carretera aullando y tambaleándose. Me puse en marcha y subí la cuesta con un ruido infernal. Llegamos hasta el camión otra vez, detrás de los pesados troncos, y me metí en el carril contrario para intentar un adelantamiento. Pero vi una luz y no me gustó, así que volví a mi carril justo en el momento en que otro camión pasó por nuestro lado desde una curva. Al volver al carril, las ruedas tropezaron con algo que sonó desagradablemente como si fuera un perro.
Miré a Clemmie, que estaba iluminada por las luces del salpicadero.
—Amén, hermana —dijo.
El otro perro desapareció en la oscuridad del espejo retrovisor. El camión giró por un camino de tierra y desapareció. La soledad de la noche nos envolvió, a pesar de que los latidos de mi corazón sonaban lo bastante fuerte para romper el silencio del bosque. No pareció que Clemmie se diera cuenta. Llegamos a un claro sin árboles y a lo lejos, al oeste, vimos la luna en lo alto.
—¿Quieres oír una historia que no he contado a ningún alma viviente? —preguntó Clemmie.
Encendió el cuarto o quinto cigarrillo de la noche. Le pedí uno también.
Clemmie se encendió el nuevo cigarrillo con la punta encendida de otro.
—¿Recuerdas que te he contado que fui trabajadora social en Malawi, en el África subsahariana?
—Sí.
—Dirigía un programa de vacunación en la selva. ¿Conoces alguna cosa de Malawi? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—Es uno de los países más pobres del mundo, con altos índices de mortalidad infantil y un montón de supersticiones. Una de esas letrinas que te mencioné.
Yo no me podía creer que me encontrara conduciendo de noche en las montañas de Transilvania con una misionera texana supersticiosa. Ni siquiera los hastiados habitantes de La hora lo hubieran creído.
—Había una serie de pueblos a orillas del lago Malawi, la mayoría de pescadores; allí vivían unas mil personas en un radio de ochenta kilómetros. Mi trabajo consistía en vacunar a los niños menores de cinco años contra el sarampión y la polio. Jeff, mi ex, era el jefe del equipo, y una de las partes de su función de cobertura...
—Me he perdido.
—¿Con lo de función de cobertura? —Yo asentí con la cabeza—. Es tu tapadera. Ya sabes, como los espías que tienen una tapadera cuando se infiltran en un país donde no son bien recibidos. Nosotros lo hacemos también; intentamos convencer a las autoridades locales de que no estamos allí para atraer a las almas hacia Jesús.
—Pero estáis allí para eso, ¿no?
Ella se encogió de hombros.
—Algunos de nosotros sólo queremos ayudar, lo creas o no. Lo llamamos función de cobertura. Mi trabajo consistía en poner inyecciones en los lugares donde el plan de vacunación del gobierno se encontraba con pocos recursos, lo cual pasaba en todas partes. Pero Jeff tenía trabajo en toda la zona y me dejaba a cargo de todo con un médico local y una enfermera.
Hablaba exponiendo los hechos.
—Era un trabajo fácil. Los habitantes de los pueblos creían en el programa y no recelaron de nosotros hasta el final, cuando todo se estropeó. No soy capaz de recordar con exactitud cuándo fue... —Se interrumpió—. Fue un miércoles, lo sé, porque el bote con el correo vino desde Lilongwe.
Por un momento se quedó con los ojos cerrados y yo pensé que se había dormido.
—Clemmie —dije. Ella abrió los ojos—. Lilongwe.
—Sí, sí, lo sé. Sólo estaba ordenando las ideas. Es agotador pensar en eso, de verdad. Tienes que tener en cuenta cuál era nuestra situación. Había unos doce pueblos a lo largo de esa zona de la orilla, unas cien personas por pueblo, niños, viejos, familias. Una vez cada dos semanas, yo visitaba cada una de las aldeas y pasaba allí una o dos noches antes de continuar la ruta. La gente estaba sana y le otorgaba los méritos a Dios, lo cual era fantástico. Siempre que yo aparecía, los niños venían chillando hacia mí para darme la bienvenida; para una mujer que no tiene hijos pero desea tenerlos, imagínate qué emoción, era como heredar a un montón de ellos a la vez.
Las manos le temblaban cuando aplastó el cigarrillo contra el lateral de la botella de loción.
—Antes de que desapareciera, el médico local me había dicho que el único asunto malo por allí eran las víctimas del SIDA, pero que eso no era problema nuestro, porque los hospitales de Lilongwe las acogían. La mayoría de nuestros pacientes no estaban enfermos realmente, ninguno tenía fiebre. Así que cuando empezaron a desaparecer, no tuvo mucho sentido. Los niños habían recibido las vacunas, y también los adultos. —La voz le tembló un poco—. Pero yo ya sabía eso. Yo fui quien llevó la medicina. Vi a la enfermera vacunar a esos niños.
Yo miraba la carretera, que estaba bañada por la luz de la luna. La voz de Clemmie se apagó. Iba a casarme en junio. Ya habíamos alquilado un pabellón en Wave Hill, pero aún había muchas cosas por hacer, y tendría que realizar unas llamadas desde Rumania. Tendría que arreglar unas citas con el sacerdote de San Ignacio de Loyola. Llamaría a Robert y me disculparía por haberle hecho sentir mal con el paquete de Ámsterdam. Al darme esa caja rosa, me dijo: «Por si alguna vez tienes ganas de hacer un striptease». Yo me quedé con esa frase en la cabeza mientras abría el regalo, y de alguna manera me había provocado. Pero ahora que lo veía con distancia me daba cuenta de lo tonta que había sido. Llamaría a Robert desde el hotel de Brasov y le prometería ese striptease.
—Pareció que todo sucedía a la vez. Salí un lunes para hacer mi ruta y todo se desató. Un pueblo detrás de otro. Iba a ver a los ancianos y la historia siempre era la misma: todos los chicos se habían ido. Cuando llegué al último pueblo, estaba fuera de mí. —Le tembló la voz—. Aterrorizada, como si tuviera ocho años y estuviera en mi cama mirando hacia la puerta oscura del baño, ¿comprendes? —Se volvió y me miró. Yo no comprendía, no quería comprender, pero asentí. Si no lo hacía, pensé, todavía se pondría peor—. Los dos últimos habitantes de un lugar, un hombre y una mujer, me dijeron que sus hijos se habían ido a la jungla. Por la noche, un grupo de hombres blancos había aparecido en la orilla y habían atravesado el pueblo llevándose a los niños tras ellos, a todos.
Eso me sonó sospechoso.
—¿Describieron a esos hombres blancos?
Clem bajó la voz.
—«Fantasmas», fue la palabra que utilizaron. Yo los llamo hombres blancos.
Su respuesta no me tranquilizó. ¿Quién dijo que los fantasmas tenían que ser blancos? Pero estaba intrigada.
—¿Qué pasó luego?
—Detrás de los chicos se fueron los abuelos, los viejos, y juntos recorrieron los viejos caminos en la noche, hasta la jungla, y desaparecieron. Esas dos personas me dijeron que los fantasmas vendrían a por mí, también. Lo oí una y otra vez. Los pocos supervivientes que quedaban en cada uno de los pueblos me pellizcaban la piel blanca y meneaban la cabeza como diciendo «esto no va a protegerte».
Clemmie podía ser la responsable, me dije. Esa era una posibilidad real.
—Desde entonces, muchas veces he pensado que esos fantasmas debían de ser una especie de vampiros —dijo—. La gente de allí cree en los vampiros.
Pareció que todo el aire hubiera salido del coche,
—No.
—Nunca vinieron a por mí, pero en mi última visita, al final de mi última ronda por las orillas, no quedaba nadie. En esos pueblos ya no había gente, ni un alma. Nadie vino a las instalaciones para potabilizar el agua, en el pozo. No había ningún niño jugando. Así que hice la mochila y me introduje en la jungla para buscarles. Jeff me encontró en un hotel de Lilongwe, pero nunca fui capaz de decirle cómo llegué allí. No le dije nunca nada y, hasta el día en que se fue, creyó que nuestros pueblos habían sido atacados por la guerrilla. Para decir la verdad, él me culpaba de no haber tenido... más aplomo, creo que dijo.
Me esforcé por pensar lo mejor acerca de esa situación. Quizás habían sido las guerrillas. O quizás ella había matado a esa gente por accidente y no podía enfrentarse a ello. Quizá su programa de vacunación mató a los niños, o alguna enfermedad se los llevó, y ella se culpaba a sí misma. Me pareció que eso debía de ser, y que ella contaba la historia de su fracaso en un intento por expiarlo. Clemmie se abrazó el torso con los brazos. Estaba temblando. Yo sentí una intimidad terrible y no deseada.
—Necesitamos descansar un poco —dije.
El coche pasó por encima de un bache en la carretera y Clemmie levantó la cabeza repentinamente. Su pelo brillaba como la plata bajo la luz de la luna. No volvimos a hablar durante el resto del trayecto.
SeisLlegamos al hotel cerca de las diez. Decidí no intentar entrar en contacto con nadie esa noche. Casi delirante después de conducir tanto, sólo sería capaz de empeorar las cosas. Después de una buena noche de sueño, esperaría a recibir noticias del señor Olestru e intentaría presentar mis excusas. Clemmie y yo nos demoramos un poco en el vestíbulo intentando despedirnos. La invité a tomar una rápida cena, pero declinó la invitación. Parecía que observaba el hotel con ansiedad y arrugaba la nariz como si oliera algo rancio.
Yo tenía sentimientos contradictorios hacia Clemmie. Quería que se fuera, me agotaba, me ponía nerviosa, y estaría feliz de no volver a verla más. Pero, por otro lado, le había tomado cariño a esa mujer. Se había formado un vínculo en contra de mi voluntad. Yo estaba prometida, ella había sido abandonada por su esposo, lo que me hacía sentir pena. Parecía un alma perdida. Volví a proponerle cenar, pero ella me dijo que tenía a unos «socios» en el pueblo. La palabra sonó absurda. «Socios.» No puede evitar realizar un comentario de listilla.
—¿Una convención de agentes del cambio?
Ella sonrió con languidez.
—Nada tan importante.
Al llegar, ella hizo una llamada telefónica. Después me dijo que se habían hecho planes para rescatarla. No me dijo adónde se dirigía, y no insistí. Que se guardara sus extraños secretos para ella. Se había puesto un jersey azul pálido con cuello de pico encima de la falda rosa, se había cepillado el pelo hacia atrás otra vez y se lo había recogido en una cola de caballo atada con la goma elástica de margaritas. Se había lavado la cara con agua fría.
—¿Seguro que no quieres tomar algo, al menos? —le pregunté—. Mi cita se ha cancelado. Podríamos probar el vino de la zona. Sé que te gusta beber.
—Sí. —Dudó.
—Invito yo —insistí.
Miró hacia las puertas del hotel, como si hubiera visto una cara familiar en la oscuridad.
—Eso sería abusar —respondió—, y, además, sólo estás siendo amable. Ya sé cómo sois las chicas Azalea: tenéis el sistema nervioso central cargado de educación, no podéis evitarlo.
—Eso es malvado.
—Entonces lo retiro.
El recepcionista levantó la vista hacia nosotras. Un joven y lívido botones apareció y se llevó mis maletas. Ninguna de las dos se movió. Por fuera, el hotel mostraba una fachada de cemento gris y de vidrio, un auténtico edificio comunista de la década de 1970. Pero dentro se había hecho un esfuerzo para que el lugar tuviera el aire de un pabellón de caza con unas grandes vigas de madera en el techo, unas cabezas de ciervo colgadas en las paredes y una gruesa alfombra roja y dorada que cubría el suelo. Una tenue luz emulaba un fuego en una chimenea de piedra. Las luces se encendían y se apagaban, una bombilla aquí y otra bombilla allí parpadeaban detrás de unas mamparas de colores naranjas y amarillos. Unos cuantos clientes se movían desde el mostrador y las puertas hacia el oscuro bar señalizado con la palabra soma.
—Mira —dijo Clemmie—. Tengo que ser honesta contigo.
Dejó en el suelo la bolsa y el abrigo y me rodeó con los brazos por los hombros para darme un abrazo. Ese movimiento me sobresaltó. Yo di un respingo, pero ella mantuvo el abrazo.
—Estás a punto, Evangeline, de empezar tu verdadera vida. Y si no es demasiado tarde, rezaré para que abras los ojos.
Eso hizo que todo terminara para mí. Estaba harta de la condescendencia y de los juegos. La aparté.
—¿Quién eres? ¿Qué pretendes?
—Ya lo sabes.
—¡No tengo ni puta idea! ¿Para quién trabajas? ¿Cuál es tu nombre de verdad?
Ella intentó alejarse, pero entonces fui yo quien la sujetó. La agarré por los brazos.
—Dime para quién trabajas. ¿Estás en otra cadena?
Algunas personas se fijaron en nosotras. Miré hacia el mostrador de recepción y vi que el recepcionista hablaba con dos chicas que habían aparecido por la parte trasera. Vi a otra persona cerca de la entrada del vestíbulo; al principio estaba tan quieta que pensé que era un objeto. Sus ojos se dirigían hacia la noche. Pero había oído el alboroto y se había dado la vuelta.
—Déjalo —dijo Clemmie.
Yo me negué. Por el rabillo del ojo observé el avance de ese hombre que me había devuelto la mirada. Venía hacia nosotras. Clemmie no podía verle, pero pareció sentir que se aproximaba.
—Evangeline. —Clemmie me sujetó los brazos con fuerza y acercó los labios a mi oído—. ¿En qué te has metido? —Esperó a que las palabras penetraran en mí antes de continuar—. Eso no va a salir nunca por televisión.
El desconocido, demostrando no tener ningún sentido de la discreción, se dirigió a nosotras en ese inoportuno momento.
—¿Madame Harker?
Había pronunciado mi nombre, pero mostró un interés especial por Clemmie, o eso me pareció. Clemmie se dio cuenta, también. Miró al hombre, que a primera vista resultaba exquisitamente horroroso. Nos separamos. Tuve la clara sensación de que esa persona tenía una relación directa con las palabras que ella acababa de decirme al oído. Estaba segura de que Clemmie lo conocía.
—¿Señor Olestru?—pregunté.
El no hizo ningún ademán de responder a ese nombre.
Élemmie se apartó de mí un paso sin dejar de mirar al hombre. Se dirigió hacia la noche transilvana a través de las puertas de cristal. El brillante coletero elástico de margaritas brilló y se perdió de vista.
El hombre, que resultó ser bastante bajo, me alargó una enorme mano; yo la miré durante un momento. La última mirada en los ojos de Clemmie, esa extraña sensación de saber, volvió a mí. Alguien parecido a ese hombre fue quien se llevó a los niños al lago Malawi: eso era lo que a ella se le pasó por la mente. Esa idea casi me hizo marearme.
Él se aclaró la garganta y levantó la mano en dirección al bar.
—¿Vamos?
SieteEra pequeño pero no daba esa sensación. Si acaso, irradiaba una especie de plenitud, gracias sobre todo a su cabeza. Su cuerpo culminaba en un cráneo grande y pálido que estaba coronado, en su ápice, por una maraña de pelo blanco amarillento. Tenía unas cejas gruesas y contundentes que hacían juego con los suaves y llenos labios, los cuales desplegaban una sonrisa voluptuosa para mostrar la peor dentadura que yo nunca había visto. Por supuesto, yo tenía la cabeza plagada de monstruos gracias a Clemmie, y quizá fue por eso por lo que presté tanta atención. Pero esos dientes no estaban afilados en absoluto. Tenían forma redondeada, como fichas, y eran de un azul oscuro, como si se hubieran podrido en esas encías grises, podrido pero negado a abdicar. Sus ojos eran de un marrón tirando a negro, sus pupilas no tenían unos contornos definidos, y me miraban con una quietud calculadora. Se le veían enrojecidos por el agotamiento, y tuve la sensación de que era un hombre que bebía mucho café y que tenía demasiadas cosas en la cabeza para conseguir un descanso nocturno decente, a pesar de que sus gestos no eran exactamente somnolientos. Podría haberle descrito como teatral, excepto porque no había nada de teatral en sus gestos. Sonrió mientras me daba un apretón de manos.
Lo intenté otra vez.
—¿El señor N. Olestru?
Él negó con la cabeza y su rostro adquirió una expresión irritada e incómoda. Rio con una sequedad que no indicaba ninguna diversión.
—Mi querido Olestru se encuentra perdido en las montañas con un fotógrafo noruego. Es una pena.
—Comprendo. —Inmediatamente, mi preocupación por perderme la historia dejó paso a una combativa necesidad de defender mis derechos. Nadie me había dicho nada de un noruego. Teníamos entendido que solamente se le concedería a La hora el acceso a Ion Torgu. La posibilidad de otras partes interesadas nunca había formado parte de las conversaciones.
Nos dirigimos con lentitud hacia la entrada del bar.
—Supongo que existen destinos peores.
Emitió otra risa seca. Pareció percibir algo desagradable en la expresión de mi cara.
—Es nicotina, querida.
—¿Perdón?
—Mis dientes. Son manchas de nicotina.
—Oh no... lo siento. Ni siquiera me he dado cuenta.
—Por supuesto que se ha dado cuenta. Es usted periodista, ¿no? Estaba mirándome, ¿verdad? Señorita Evangeline Harker.
El hombre se detuvo y me saludó con una ligera inclinación de cabeza. Yo le pedí a Dios no haber, en esos pocos minutos, añadido un insulto al desaire, no haberle humillado al mirarle los dientes después de haber llegado tan tarde. A primera vista, aparte de la extrañeza general de su cabeza y de sus facciones, parecía bastante normal, pero cuando se incorporó después de la reverencia, percibí otros detalles que me inquietaron. Llevaba un traje blanco con una camisa de color azul oscuro y abierta a la altura del cuello, una vestimenta más apropiada para un paseo por el Caribe que para una tarde de otoño en las montañas. Hubiera dicho que llevaba una talla demasiado pequeña. El borde de los pantalones dejaba al descubierto un centímetro de los calcetines azules. Los puños azules de la camisa sobresalían de las mangas de la chaqueta, y sus enormes manos rosadas como jamones se unían a unas muñecas que sobresalían de los puños. Hacía tiempo que no se había limpiado los zapatos. La superficie de los mismos tenía cierto aspecto de pobreza, como si hubiera vivido mucho tiempo sin tener la posibilidad de mejorar su guardarropa, pero al mismo tiempo percibí en él una fuerte seguridad, la clase de seguridad que proporciona el hecho de tener una buena situación económica.
Su observadora mirada no sugería vulnerabilidad. Se llevó las manos a ambos costados del cuerpo. Parecía esperar alguna señal.
—Estoy a su disposición —dije.
—Maravilloso. —Sus labios dibujaron una sonrisa. La sinuosidad de los mismos resultaba inquietante. Caminamos hasta el bar—. Quiero tener una larga conversación con usted. Quiero que compartamos una conversación. ¿Es correcto, en inglés, «compartir una conversación»?
—Casi. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—¿Cuál?
—¿Cómo se llama?
—Torgu. —Creo que abrí mucho la boca, y él se dio cuenta de mi sorpresa. Hizo una ligera mueca, como si su propia fama fuera una mortificación para él. Pero no pude ocultar mi sorpresa. Torgu, Ion Torgu, era una figura mítica. Algunos altos cargos del FBI me habían dicho que era posible que él no existiera, que quizá no era otra cosa que el nombre clave de un consorcio de organizaciones criminales rumanas. En el primer intercambio de correos electrónicos, N. Olestru había expresado sus dudas acerca de la posibilidad de conocer al hombre en persona, a Torgu. Describió a su chief (jefe) como una criatura que se escondía del ojo público igual que un animal salvaje se esconde de la civilización. Y a pesar de ello, ahí estaba, el mismísimo Torgu en persona. O eso era lo que afirmaba ese hombre bajito y extraño.
Me examinó con los ojos achicados.
—¿Está usted desconcertada?
—Si le digo la verdad, me siento complacida y honrada.
Ese comentario le provocó un placer evidente. Por un momento sentí escrúpulos de decirle algo así a un señor del crimen, pero me recordé a mí misma que tenía un trabajo que hacer y determinadas herramientas para hacerlo, entre las cuales se contaba el halago.
Me condujo a la entrada del bar del hotel, vacío excepto por el barman y una camarera. Ambos observaron a Torgu, pero él les ignoró. Acercó un asiento para mí hasta la mesa más alejada del bar.
—¿Qué quiere beber? —preguntó, apoyando los diez dedos de la mano encima de la mesa, delante de mí. Sus uñas tenían el mismo tono oscuro que sus dientes.
—Un agua mineral estará bien.
—Tome alcohol.
Tuve que reír.
—Si insiste...
—¿El vino húngaro le parece bien?
Hice un gesto indicando que sí. Mi bloc de notas y mis bolígrafos estaban arriba, con el resto del equipaje. Él se dirigió al bar y pidió una botella de tinto.
—Su viaje requirió más tiempo del esperado —dijo, al volver. Se sentó enfrente de mí. Yo abrí la boca para disculparme, pero él rechazó mi impulso con un gesto con la mano—. No es culpa suya. Me entristece decir que Rumania todavía no tiene una red nacional de carreteras.
Hacía demasiado calor en el bar. Sentí que la languidez se me instalaba en las piernas. Tuve ganas de tumbarme. Las raras veces que me pongo así, me da por hablar, aunque no quería hacerlo. El alcohol casi nunca ayuda.
—Una procesión por un funeral nos retrasó —le dije, sin ningún motivo.
—¿Nos?
—A mi compañera de viaje y a mí.
Volvió a achicar los ojos y frunció los labios.
—Esa mujer, quiere decir. —Inclinó la cabeza en dirección al vestíbulo—. ¿Puedo preguntarle quién es? —Sus ojos buscaron los míos.
—Si yo puedo preguntarle acerca de ese inesperado noruego.
El fruncimiento de labios se hizo más pronunciado y creí que iba a emitir un gruñido canino. Esa expresión me atemorizó un poco al provenir de un hombre que tenía una legendaria reputación de crueldad.
—Honestamente, señor Torgu, tuve la impresión de que la conocía.
—Ella no es nadie a quien yo conozca —dijo—. Pero lo averiguaré.
Eso sonó como una desagradable promesa, así que decidí contarle lo que sabía.
—Viajó conmigo y, al principio, pensé que ése era su único interés. Pero más tarde tuve la sensación de que se encontraba allí por un motivo en particular. Parecía saber algo acerca de mi historia. ¿Se ha puesto alguien en contacto con usted para tener una entrevista? ¿Algún programa de otra cadena de televisión? Le agradecería que fuera sincero.
Estaba claro que la idea de que otros programas de la televisión estadounidense compitieran por obtener su atención no se le había ocurrido con anterioridad, y era evidente que le encantó. Juntó los dedos de ambas manos y estuvo a punto de sonreír. Mostró un pequeño cuadrado negro entre los labios que parecía ser nicotina.
—Ya veremos —dijo, al tiempo que soltaba otra risa seca—. Todo se sabrá.
La botella de vino húngaro llegó y fue descorchada con un entusiasmo que tenía sus motivos. Los vasos se llenaron de vino.
—Ahora, cuénteme sus razones para esta aventura en mi parte del mundo, por favor. Siento mucha curiosidad.
Yo me alegraba del cambio de tema de la conversación, aunque mi discurso no había sido preparado para ese hombre. Había sido pensado para el desaparecido Olestru, quien me había comunicado las preocupaciones de Torgu.
—Para empezar, mis fuentes de información en Justicia no me creerán cuando les diga que le he conocido de verdad. Esa es una de las razones por las que estoy aquí. Para demostrar que usted existe.
—Si existo. Sí. Muy bien.
—Ah, sí —dije yo, un tanto desarmada—. Asumamos, para continuar con la conversación, que usted existe.
Él olió el vino. ¿Tenía alguna idea de lo célebre que era en el mundo policial? Aunque nunca grabáramos ni un segundo, yo tendría que contar mi encuentro a los chicos del FBI, solamente para ponerles celosos. Cuando la fuente de Lockyear en las oficinas me dio la dirección de esa confusa página web en rumano que no había sido actualizada en tres años, me dijo que ése era el único lugar conocido donde se mostraba información sobre Torgu públicamente. Me dijo que un tal N. Olestru era quien supuestamente mantenía la página, donde había una dirección de correo electrónico que parecía pasada. Los mensajes electrónicos del FBI eran devueltos sin haber sido leídos. La policía de Rumania no mostró ninguna curiosidad por el asunto. De alguna manera, mi correo electrónico había llegado a destino. Al cabo de seis meses, mucho tiempo después de que yo hubiera desistido, recibí una invitación digital de N. Olestru para que fuera a Brasov. Era muy extraño, a la luz de todo aquello, que él no hubiera acudido a la cita.
El rostro de Torgu brillaba de placer. El color volvió a sus mejillas pálidas.
—Dígame. ¿Qué es lo que dice exactamente la comunidad policial?
—Veamos. Dicen que usted fue un prisionero político durante el viejo régimen.
El entrecejo se le arrugó, y en la ancha frente se formó una línea de sombras.
—Muy cierto.
—Que es usted un nacionalista rumano.
Él negó con el dedo índice.
—Eso no es exacto. Ni siquiera soy rumano. Pero ya hablaremos de ello. ¿Qué más?
—Que usted dirige las redes de contrabando de personas y de drogas al oeste de Moscú y al este de Múnich. Que también trafica con armas. Que quien quiera comprar plutonio enriquecido en esta parte del mundo tiene que tratar con usted. Que resulta que también es usted uno de los hombres de negocios con mayor éxito en Rumania, con un activo total que se cuenta en cientos de millones.
Parecía un tanto divertido estar diciéndole esas cosas a él, como si le leyera su propia biografía, pero sus ojos exigían la verdad. Si yo hubiera quitado énfasis al tema del plutonio, él habría notado el disimulo. Yo quería decírselo todo. Por supuesto, y eso es en todos los aspectos demasiado común, yo quería gustarle y que confiara en mí, a pesar de que yo ya sabía que no me gustaba ni confiaba en él.
—¿Y ésa es la historia que desea usted contar? ¿Simplemente que tengo éxito en lo que hago?
—Más o menos. ¿Es todo eso cierto?
Él levantó ambas manos en un gesto defensivo.
—Válgame dios. Esa es la pregunta más importante. Quizá debamos descartarla. No niego nada. No confirmo nada. ¿No es ésa la forma de hablar correcta de los criminales estadounidenses?
Me encogí de hombros, respiré y tomé otro trago de vino. Ahora me alegraba de tomarlo. El alcohol en la sangre me hacía sentir cómoda, me daba confianza. Era un buen tinto. De repente, podía imaginarme realizando un striptease para Robert, quizá para nuestra luna de miel.
—Representa usted a una clase de gente muy misteriosa, señor Torgu. Conocemos a los oligarcas rusos, por ejemplo. Les hemos visto en entrevistas y hemos leído libros que hablan de ellos. Conocemos a figuras del crimen organizado de Estados Unidos, a los John Gotti y demás, hasta la náusea. Pero ¿qué sabemos de verdad acerca del crimen organizado de Europa del Este? No mucho. Y en esta época posterior al 11 de septiembre, corren rumores de que grupos terroristas islámicos están utilizando a figuras del crimen como usted para comprar armas y hacer dinero...
Torgu dio un puñetazo en la mesa y enseñó los oscuros dientes.
—¡Mentirosa! —rugió.
Me mantuve serena. Dejé el vaso de vino en la mesa. Uno espera ciertas emociones en estos encuentros, aunque siempre intento no tomármelo de forma personal. La gente que habla ante nuestras cámaras a menudo tiene fuertes razones para actuar así. Algunos se enfrentan a acusaciones, otros ya se encuentran entre rejas. Algunos de ellos han sido acusados por vecinos y amigos de los más horribles actos de mutilación y asesinato, y si acceden a aparecer en nuestro programa, lo hacen con intención de defenderse. Torgu no sería distinto. El FBI me había informado de que se había intentado extraditarlo a Estados Unidos varias veces, sin éxito. Así que no me sorprendió que Torgu reaccionara mal ante la lista de crímenes, y no aflojé. No pestañeé. Forma parte de la negociación: sonsacamos, engatusamos, seducimos e incluso coaccionamos a la gente para llegar a un acuerdo. Yo he utilizado todas las tácticas imaginables, excepto vender mi cuerpo. No es poca cosa el aparecer en cámara delante de millones de personas. Para nuestros sujetos es un riesgo permitir que las luces les iluminen, exponer sus rostros y sus cuerpos a los objetivos. No les culpo porque se peleen con nosotros; si bien algunos se muestran más interesados, por supuesto, y acuden a La hora como las abejas al azúcar. Pero yo he presenciado todo tipo de reacciones. He estado con gente que me ha dicho que se pegaría un tiro antes de aparecer en La hora. He recibido amenazas de muerte. Me han llamado puta y ruin. Me han dicho que estoy salvando el país, y que Dios me bendecirá. Ese hombre había empezado nuestra relación con una gran mentira. Todavía no habíamos empezado a hablar de una aparición en pantalla y me había llamado mentirosa, pero yo no había mentido. Quería que se explicara.
—Sé cual es el ángel verdadero de su programa, madame —dijo, un poco más atemperado.
Vi, con disgusto, que su chicle de nicotina había caído dentro de su vaso de vino.
—Ángulo, quiere decir.
—No, no quiero decir ángulo. —Levantó una uña como una garra—. Quiero decir, querida mía, el Ángel de la Destrucción.
Succionó ambos labios en un gesto de satisfacción. Negó con la cabeza y se apartó de la mesa como si tuviera intención de levantarse.
—Podría deciros el nombre de cierto demonio —dijo mientras le temblaba la cabeza, como si un escalofrío le hubiera recorrido el cuerpo—. Cierto caballero muy conocido y financieramente acomodado que lleva una capa negra.
—¿Se está refiriendo al parque de atracciones?
—¡Ja!
Una extraña sensación de hilaridad me recorrió el cuerpo. En cualquier momento podía empezar a reírme, y si lo hacía, no podría detenerme. Sería como una cadena de hipidos. Se me puso la piel de gallina. Él dio una palmada y se rio a causa de algún chiste privado; volvió a acercar la silla a la mesa y dio un sorbo al vaso de vino. Empecé a sospechar que ése no era Ian Torgu en absoluto, que ese hombre era, en verdad, un oportunista mentalmente trastornado que me había atraído hasta Transilvania en un intento de extorsionarme. Quizá tenía la errónea idea de que nosotros pagábamos por tener una entrevista con un importante criminal.
—Debo decirle que este tipo de arranques no me dan mucha confianza. ¿Cómo sé que es usted Ion Torgu? ¿Tiene una identificación?
Me dirigió una sonrisa babeante de dientes azulados. Parpadeó y bebió.
—No tengo ninguna identificación desde que me soltaron de los campos en las montañas.
Ése era otro problema que Lockyear no había previsto, pensé. ¿Cómo íbamos a verificar que ese hombre era quien afirmaba ser? Sin tener ninguna prueba de su identidad no era posible que avanzáramos. Por lo único que sabíamos, íbamos a grabar una entrevista con un civil retirado, o con un lunático, o ambas cosas. Tampoco podíamos verificar su nacionalidad. Por su aspecto, ese hombre podía ser húngaro, ruso, alemán o serbio; no había forma de saberlo.
—Ahora que ha sacado usted el tema, hablemos de ese parque de atracciones. Algunos periódicos han especulado con la posibilidad de que usted sea el principal inversor en ese proyecto, y si es así, eso nos interesa. Vlad el Empalador es un héroe nacional y no tiene nada que ver con Drácula...
Sus labios se retorcieron y dibujaron otra mueca.
—Le ruego que no repita ese nombre.
Saqué dinero rumano de mi monedero; no debía permitir que él pagara el vino. Tendría que llamar a Lockyear y ponerle al corriente de la situación: esa entrevista no estaba clara. Incluso si esa persona que tenía delante de mí resultaba ser Torgu, el entrevistado no sería otra cosa que una enorme incomodidad para nosotros. Hasta ahí estaba claro.
—Estoy cansada —le dije—. Quiero pagar el vino, ir a mi habitación y hablar con mi gente en Nueva York. Podemos vernos por la mañana.
Pareció que Torgu se daba cuenta de que había sobrepasado los límites de mi tolerancia. Cambió el tono.
—Pero yo quiero llevarla a Poiana Brasov en este mismo instante.
Me maravillé ante la audacia de ese hombre.
—Eso está fuera de discusión.
—Si deja usted escapar esta oportunidad, no le puedo prometer que haya otra.
Yo tenía las manos en los bolsillos y el anillo se deslizó hasta uno de mis dedos, como si buscara el calor humano. «Si fuera un anillo mágico —pensé—, trataría de esfumarme. O lo frotaría y haría que Robert se materializara aquí e hiciera desaparecer a este trasgo en la oscuridad. Robert haría bromas maliciosas sobre el aspecto cutre del hotel y me prometería una estancia en el Four Seasons cuando volviéramos. Nos tomaríamos un vaso de su whisky favorito juntos y jugaríamos a las cartas.» Pero eso era una fantasía, y yo tenía que enfrentarme a la realidad allí mismo y en esos momentos.
Sabía que sería un grave error perder esa entrevista sin consultarlo previamente con Lockyear. Pero también sabía lo que mi jefe diría de ese hombre. Le odiaría. Lockyear atribuía cualidades morales a las características físicas, y no perdonaría a un tipo con los dientes podridos y manchados de nicotina. Imaginaba el futuro de esa historia. Nuestro corresponsal, Austen Trotta, se sentiría disgustado por la mera presencia de una persona así, pero probablemente intentaría algunos trucos para sacar una buena historia de él. El primer visionado para el productor ejecutivo, el fantasioso Bob Rogers, sería un desastre, y Torgu sería rechazado como personaje. Ya me imaginaba las críticas: «No podemos enseñar a ese tipo en la televisión de Estados Unidos. Mira esos jodidos dientes. Mira ese pelo. Es un freak. No traería a ese tipo a La hora aunque me pusieras una pistola en la cabeza. ¿En qué demonios estabas pensando?». Lockyear me culparía a mí. Me culparía por esos dientes, me culparía por haberle arrastrado hasta Rumania y me culparía por el mal visionado. Tomé una firme decisión: no iría a Poiana Brasov. Me levantaría de la silla, llamaría a Lockyear y le diría que nos retirábamos.
—A ver si lo entiendo —dijo Torgu—. ¿Usted tiene el poder de activar o detener este proceso de televisión?
—No le sigo.
—Quiero decir —hizo una pausa, como si ordenara las ideas—, quiero preguntar si su puesto de trabajo le da el poder absoluto de darme esta oportunidad ante su tan grande audiencia en su tan grande programa. ¿Posee usted tanto poder, señorita Harker?
Yo nunca lo había oído expuesto de tal forma. Pero tenía razón. En este asunto, yo tenía ese poder. Lo tenía completamente. Ese poder quizá no generaba unas ganancias reales, pero me confería cierta influencia con los sujetos susceptibles de ser entrevistados. Si yo bajaba el pulgar ante Lockyear, éste no iría a Rumania y no conocería a Torgu ni en un millón de años. Nunca se arriesgaría a colocar a Austen Trotta en una entrevista con un sujeto a quien yo no había dado mi bendición.
Ese hombre era listo. Apelaba a mi vanidad. Lo vi enseguida, pero sucumbí de todas formas.
—¿Tiene que ser esta noche?
Me dirigió una larga mirada.
—Estoy deseoso de cooperar, pero tiene que ser con mis condiciones. Ya lo ve, querida mía, soy un hombre acorralado.
Dijo esas palabras en un tono lastimoso.
—Yo también pongo una condición —le dije.
—Diga.
—Antes de que vaya, usted me dirá exactamente lo que quiero saber. Nada de tonterías.
Él aceptó con un asentimiento de cabeza.
—Nada de tonterías.
—En primer lugar, si es usted quien dice ser, debe demostrarlo.
Él asintió.
—Hay algunos títulos de tierras en mi domicilio. ¿Serán suficientes?
—Ya lo veremos. Además, ha dicho que no es exactamente un nacionalista rumano. ¿Qué significa eso?
—Significa, querida mía, que ni siquiera soy rumano, así que difícilmente se me puede tildar de nacionalista rumano.
—¿De dónde es usted, entonces? ¿Cuál es su nacionalidad?
Volvió a reírse de esa forma que parecía que secaba la tierra.
—Oh, vaya, esa respuesta sería muy larga.
—Algo, por favor. Necesito algo.
Se aclaró la garganta.
—En cuanto a la raza, no soy de ninguna en particular. Si quiere saberlo, llevo la sangre de la gente que emigró de Asia Central a través del Cáucaso hasta Europa. Soy escita y kazaco, oseto y georgiano, moldavo y mongol.
Le confesé que tenía dudas sobre ese pedigrí tan confuso.
—¿Qué puedo hacer? Los doscientos idiomas del Cáucaso resuenan dentro de mí cada noche. Los bizantinos todavía combaten contra los pechenegos. Los búlgaros están en guerra perpetua contra Novgorod. Mi persona es un camino por el cual toda esa gente ha viajado. Esa es la triste realidad. Ojalá pudiera ser un nacionalista rumano, sería muy fácil. Vestir de verde, matar a algunos húngaros, quizás a un judío.
Dio una palmada.
—Esa es mi respuesta.
—Pero su nombre es rumano —insistí.
—¿Mi nombre? —Levantó las manos en un gesto desesperanzado—. Quizá deberíamos abandonar este proyecto, después de todo.
Vi que tenía que creerle. O mejor, que quería hacerlo. Quizás estuviera loco, y desde luego era un hombre difícil, pero también era posible que fuera quien afirmaba ser. En todo caso, yo me enorgullecía de ser tan tenaz como mi padre: si ahí había una historia, sería mía.
Llegamos a un acuerdo. Hacía falta una hora para ir en coche a Poiana Brasov, y Torgu dijo que debíamos partir inmediatamente. Dijo que yo debía llamar a Nueva York y decirle a mi gente que se estaban llevando a cabo las negociaciones. Que no había ninguna promesa, pero sí espacio como para llegar a un acuerdo. Las conversaciones requerirían una cierta cantidad de tiempo y tenían que llevarse a cabo en secreto, en un lugar no revelado de los Alpes transilvanos. No sería posible que se comunicaran conmigo hasta que esas negociaciones hubieran finalizado.
Torgu era el propietario del hotel en Poiana Brasov, y me explicó que me ofrecería una habitación lo bastante lujosa para compensarme por lo avanzado de la hora. También me estaría esperando una deliciosa comida caliente, dijo, la mejor comida que se podía saborear en toda Rumania. Se excusó para ir al lavabo, y yo fui a mi habitación para recoger mis cosas y hacer la llamada. Dejé un mensaje de voz en el contestador de Lockyear y me dispuse a abandonar la habitación. Mientras giraba la llave me di cuenta de que el teléfono estaba sonando; cuando llegué a él, ya habían colgado. Yo había tomado demasiado vino, y tenía una sensación de mareo y de ofuscación a causa del ambiente cargado del lugar. No debería haber aceptado sus condiciones. Pensé en Clemmie y en sus demonios africanos. Di unas vueltas en la oscuridad de la habitación durante unos momentos, porque no podía encontrar el interruptor de la luz. Puse las manos en la fría superficie de un espejo y me sobresalté. El teléfono empezó a sonar otra vez, pero lo ignoré. Llamaría a Lockyear tan pronto tuviera algo que decirle.
Descubrí que mis cosas no estaban en mi habitación. En un momento de pánico, rasgué las sábanas de la cama. Todo había salido mal.
Llamé al recepcionista del vestíbulo y éste me informó de que mis pertenencias ya habían sido trasladadas desde mi habitación hasta el coche que esperaba fuera. Abajo, al pasar por delante de su oficina, el recepcionista me llamó.
—Amigo ha dejado cosa para usted.
—¿El señor Torgu?
—Señora.
Puso un sobre en mi mano. Era de Clemmie. Lo abrí y encontré una diminuta cruz de metal con una cadena. Era su cruz. Tenía valor: había estado intentando captarme todo el tiempo. Era una de esas personas que juzgan, que creen en la pureza del alma. Pero el anillo de diamantes triunfa sobre la cruz, como yo digo. El amor humano vence al amor divino. El amor humano significa piel, y yo soy piel. Yo soy de este mundo, mi reino está aquí. El alcohol me hacía hablar así, me dije, pero qué caramba; ella me sacaba de quicio. El conserje me miraba expectante, con los ojos llenos de preocupación y buscando una propina. Saqué el collar del sobre y me lo colgué del cuello. Dejé cinco dólares americanos para el conserje. Robert me hubiera dicho que eso era de una generosidad excesiva. Pero yo soy una mujer excesivamente generosa, y espero que este hecho sea recordado.
OchoLa carretera serpenteaba a través de un campo oscuro y ondulante. Torgu no habló. Miré su rostro varias veces, iluminado por la luz verde del salpicadero, y me pareció frágil y lastimoso. El coche era un viejo Porsche con el interior de piel, bastante silencioso. No me parecía normal que él condujera por estos caminos tan difíciles y oscuros, debería tener un chófer. ¿Por qué no lo tenía? ¿Sería eso un signo que me advertía de que ese hombre no era un importante criminal? De momento, no tenía nada que perder si le creía, y consideré las opciones.
Sabía que sería un hombre difícil de entrevistar. Tendríamos que regatear con todo, y ese tipo de negociaciones requieren tiempo. Supongamos que aceptara; tendríamos que hablar de su rostro. ¿Podríamos mostrar su cara o insistiría en un retrato robot? ¿Habría que hacer borrosa su imagen hasta que no fuera visible? ¿O se mostraría como una sombra oscura, un perfil negro contra el resplandor de una luz blanca? El anonimato podría ser una razón para romper el acuerdo para Lockyear. ¿Seguiría el público un programa entero acerca de un hombre a quien no podían ver con sus propios ojos? En cambio, si conseguíamos que se sentara y mostrara el rostro durante una larga y comprensible entrevista, podríamos desentrañar toda la historia oculta de esta parte del mundo. Es decir, si hablaba de verdad. Era posible que se cerrara y no dijera nada, o que utilizara la entrevista para negar cualquier relación con el crimen, o intentara dar una imagen de mártir político y nada más. Pero valía la pena jugársela. Esa era mi opinión profesional.
Al final llegamos a un pueblo, una especie de estación de esquí, donde unas luces brillaban en algunos establecimientos. Me pareció ver unas cuantas casas grandes desperdigadas a lo largo de un camino entre unos hoteles de estilo alpino. No era temporada de esquí, y la actividad en esos hoteles no iba más allá de los primeros pisos. Sólo podía haber unos pocos clientes. A pesar de ello, deseé que entráramos en una de las calles.
—Poiana Brasov —murmuró él, percibiendo mi interés—. Ese es el nombre de este lugar.
—Lo recuerdo. Su hotel está aquí.
—Un poco más arriba. Esto era la estación del dictador. Me gusta atravesarla en coche y pensar en la violencia de su derrocamiento.
—Si hay un teléfono —dije—, me gustaría llamar a mi prometido.
—Por supuesto que hay teléfonos —repuso él—, pero vamos con retraso, y nuestra cena ya ha sido preparada.
Mientras nos dirigíamos hacia las afueras del pueblo, no lejos de la entrada del último hotel de la calle principal, aminoró la velocidad y se detuvo. Recuperé mis esperanzas y tomé el bolso. Él sacó la cabeza por la ventanilla y escupió sonoramente a la calle, luego volvió a subirla y arrancó. Yo recordé que el teléfono había estado sonando en la habitación del hotel mientras cerraba la puerta y yo había decidido no contestar. Como diría mi madre, cada uno hace sus elecciones.
—Seguramente se habrá dado cuenta de que no soy un educado y viejo caballero. La culpa la tiene ese monstruo. Convirtió mi vida en un infierno, y yo me tomo mi propia justicia al detenerme siempre en su pueblo.
¿Cómo podía nadie discutir con un superviviente de un campo de concentración? La calle estaba pavimentada sólo hasta la mitad, por lo que llegados a cierto punto nos hundimos en la tierra. Él conducía demasiado deprisa en ese vehículo tan poco apropiado, de modo que piedras y terrones de tierra salían volando a nuestro paso. Bajamos una cuesta y aumentó la velocidad. Los pinos se cernían sobre nosotros. Qué ridículos habían sido mis temores en el coche con Clemmie. Habíamos visto un ataúd, ¿y qué? Eso no era nada.
Al cabo de un rato la carretera mejoró y vimos unos mojones a la luz de la luna. Atravesamos un ondulante prado de hierba, donde vi un pequeño cementerio y un bosquecillo de cruces blancas. Más adelante dejamos atrás una pequeña iglesia de piedra y lo que parecían ser unas cuantas granjas. Pero no había luces. Me pareció ver las siluetas negras de las vacas. Torgu me miró mientras atravesábamos esa isla de civilización.
Finalmente, Torgu empezó a aminorar la velocidad. Se detuvo en un espacio oscuro que debió de haber sido un aparcamiento, aunque no pude ver ningún edificio. Las luces del coche se apagaron antes de que pudiera echar un vistazo a mi alrededor. Él abrió la puerta del coche y salió con una agilidad sorprendente. Yo me quedé sola un instante. La puerta del copiloto se abrió y cogió mi maleta.
—Por favor.
—No me gusta esta situación.
Unos perros u otros animales empezaron a ladrar y a aullar en la distancia.
—Yo me adelantaré y alumbraré el camino —dijo. Sacó la maleta—. Se sentirá más tranquila. En cualquier caso, el hotel le parecerá preferible a los lobos de este bosque.
Salí del coche y, dejando la puerta abierta, caminé enérgicamente detrás de él. La luz del interior del coche proporcionaba una iluminación muy débil. Yo caminaba hacia un agujero en la noche, entre los pinos. Olía los árboles. Los había olido desde que llegamos a Brasov, al pie de la montaña, pero allí se percibía una agradable y distante fragancia, como el aroma de la sal en el aire cuando uno está todavía a kilómetros de la playa. Aquí arriba, abandonados a sí mismos, los árboles eran una masa sofocante. La savia rezumaba de las grietas en la corteza y se deslizaba hasta el suelo. Las agujas habían caído formando grandes montones, y un líquido supurante se esparcía debajo de ellos. Esta cercanía de la vegetación en filas inmóviles, como animales, como si los pinos fueran unos altos y desnudos seres humanos atentos a nosotros, me atacaba los nervios.
Pero había algo más que los árboles, en verdad. Tengo que ser sincera. La gente, cuando está sola en un bosque oscuro, se asusta. Le puede suceder a cualquiera. Había una diferencia en este sitio: justo en medio de los árboles, también invisible al principio, se levantaba un objeto hecho por manos humanas, una gran estructura que emanaba su propio olor, un aroma que otorgaba al olor de los pinos un toque fúnebre. Esa es la única manera en que puedo describirlo. Ese olor provenía de la mezcla del edificio y de los árboles. Eran una misma cosa. Por unos segundos no fui capaz de ver ni mis manos ni mis piernas. Me noté la piel y casi salté del susto, como si hubiera salido de mi propio cuerpo. La rama de un árbol me rasguñó el brazo y experimenté un dolor insoportable que me hizo gritar.
Torgu no iluminó el camino. Se había adelantado deprisa y había desaparecido. «Podrían asesinarme aquí», pensé. Así es como se sienten esas personas a quienes conducen hasta un lugar y esperan llegar a un acuerdo u obtener cierta compasión, y. entonces oyen el crujido de una ramita detrás de ellos, y nosotros vemos la expresión horrorizada de sus ojos antes de que el arma estalle y la pantalla se oscurezca. ¿Es esto a lo que se refiere la gente cuando habla de enfrentarse a la propia mortalidad?
En otras circunstancias, hubiera corrido hasta un árbol y hubiera intentado trepar. Pero no lo hice. No confiaba más en los árboles de lo que confiaba en Torgu. Me detuve, me agaché y me rodeé con los brazos. Uno hace eso cuando no hay otra opción, y las cosas se aclaran. Es una sensación bonita, en cierto sentido. Todas esas decisiones con que se enfrenta uno en otros momentos se disuelven y sólo se hace lo que la existencia le ofrece. Me había sentido de esa manera la noche en que Robert me propuso matrimonio. Ese fue otro instante de absoluta claridad, aunque muy distinto; entonces quise llorar cuando él me dio el anillo, y lo hice. Quería llorar en el bosque también, pero no me lo permití. Si se me caían las lágrimas de los ojos, pensé, entonces nunca abandonaría ese lugar. Esa fue la prueba que me impuse, y la pasé. Conseguí que las lágrimas se me quedaran en los ojos.
Las luces se encendieron. Estallaron en un color amarillo, como si se hubieran encendido unas antorchas, y vi que me encontraba en la linde de un camino cubierto, un pórtico que apestaba a moho, a troncos cortados y a gasolina. Los troncos habían sido amontonados detrás de las columnas, un muro de leña.
El olor a gasolina provenía de lo que parecía ser un generador que se encontraba dentro de una casucha de cemento, justo a mi izquierda. El pórtico se desviaba a la derecha y llegaba hasta una entrada envuelta en las sombras. Unas lámparas colgaban de los aleros del pórtico, justo en el punto donde las columnas llegaban al techo, y continuaban hasta las puertas, que eran de cristal biselado y ofrecían un reflejo borroso. Me volví y miré hacia el bosque y el coche. El Porsche no era visible.
—Uno de los últimos rincones de Urwald, el antiguo bosque europeo. ¿Le gusta? —De alguna forma, Torgu había acabado detrás de mí.
Fui honesta.
—No.
—Estamos de acuerdo, entonces.
—No se parece a ningún otro bosque donde yo haya estado. ¿Vive usted aquí?
Él sonrió.
—Habito aquí.
Parecía haberse vuelto más frágil, incluso menos saludable. Como si hubiera encogido.
—Si hubiera usted visto cómo paso los días, comprendería por qué prefiero la compañía humana a la compañía vegetal. Las personas tienen una existencia sensacional y una vida impresionante después de la muerte. Sus muertes son incluso más interesantes que sus vidas. Pero un árbol... —Hizo una pausa y levantó la mirada con expresión de desdén—. Hace así, así y así hasta que cae y las pequeñas criaturas del bosque se cagan encima de él. ¿Tiene hambre?
Me di cuenta de que estaba hambrienta. De repente me sentí segura y, al mismo tiempo, tonta por haber tenido ese ataque. Así lo denominé, en ese momento. Había tenido un ataque, como una crisis. Haría una llamada al terapeuta tan pronto volviera a Nueva York. Seguiría un nuevo régimen físico: yoga, comida sustanciosa y carreras por el parque.
Ahora, por supuesto, no puedo explicar ni intentar justificar esta ignorancia. Para alguien como Stim, quizá, ya habría habido evidentes signos de advertencia. Él conoce las películas. Ha leído el libro una docena de veces, hasta puede citar algunas frases. Pero yo nunca he sido una fan, nunca he tenido ningún interés en este tipo de cosas y, por supuesto, nunca pensé que me encontraría un argumento similar en mi propia vida. Es más, incluso cuando supe que iba a ir a Transilvania, aun teniendo el conocimiento preciso para pillar la alusión, incluso cuando Stim me dijo que leyera el libro y que viera unas cuantas películas, casi no presté atención. Miré las tapas del libro y lo descarté, por la misma razón que descartaba esos rollos sobre elfos y trasgos. Nunca fui una chica Narnia, ni una muchacha hobbit. Soy realista. Creo en las cosas que puedo palpar. Siempre he preferido a los hombres macizos, la ropa diseñada por un genio y la comida elaborada por profesionales; aquellas cosas que el dinero puede comprar. Quizá sea una frívola, pero ésa es la verdad, y nunca he sentido la necesidad de disculparme por ello. Creo que la mayoría de las personas son como yo. La mayoría de nosotros, aunque seamos pobres, o religiosos, o suscribamos los más extraños credos, queremos lo mejor de la vida. Queremos sentir la suavidad de la cama, no el filo de la cuchilla. Y cuando tenemos hijos, como espero tener muy pronto, queremos que descansen rodeados del confort que nosotros mismos hemos disfrutado. No importaba lo extraño, lo criminal que fuera: Torgu debía de sentir lo mismo.
Al entrar por las puertas de cristal hice una prueba basada en mis escasos conocimientos de arcanos idiotas: busqué un espejo y lo encontré inmediatamente, cubriendo una de las paredes del vestíbulo. Me quedé helada de horror. Torgu era claramente visible en él. Por desgracia, yo también. Nada en ese hotel hubiera podido resultar tan impactante como ver mi propio rostro; me entraron ganas de llorar. No me había bañado y no me había cepillado el pelo, que había empezado a rizarse y a ponerse grasiento; mi maquillaje había desaparecido; tenía agujas de pino en la ropa y llevaba mal puesta la blusa. Torgu, por otro lado, mostraba una elegancia excéntrica en ese reflejo. Me puse furiosa conmigo misma por esa negligencia, y con Stim por sugestionarme con esas tonterías. Decidí volver a ser profesional. Saqué el anillo de compromiso del bolsillo y me lo puse en el dedo. Las decisiones brotaron. Torgu me garantizaría esa entrevista y nuestro programa conseguiría un Emmy, de modo que Lockyear se vería forzado a alabarme durante la cena de entrega de los premios.
NueveMe lavé a conciencia y me cambié rápidamente de ropa en el lavabo del vestíbulo, frotándome bien el rostro para poder volver a maquillarme. No se podía hacer nada con el pelo excepto recogerlo detrás. La cena fue sorprendentemente apetitosa: pollo asado con mamaliga, una especie de polenta, y ensalada de tomate, pepino y cebolla con queso de cabra. Torgu abrió una botella de vino de su propia bodega, en este caso un caldo francés, muy viejo y sin duda excelente: un Chateau Margaux de 1963. Mi confianza creció. Ese hombre había empezado, por fin, a comportarse como un poderoso y exitoso jefe de un sindicato del crimen organizado. Me di cuenta de la ausencia de servicio, pero me imaginé que la tardanza de nuestra hora de llegada, así como la necesidad de Torgu de disponer de intimidad absoluta para nuestra conversación, habían hecho inútil su aparición. Los miembros del servicio habían cocinado la comida y se habían ido a la cama.
En una muestra de seducción de bienvenida, elogió el crucifijo que me había regalado Clemmie. Era una antigualla, pensé yo, pero él pareció complacido con él, así que le permití que lo mirara de cerca. Se puso un poco emotivo.
—Tamaña historia de sufrimiento humano provocada por este emblema. ¿Se da cuenta?
—¿Como la Inquisición española o las cruzadas, quiere decir?
Él suspiró.
—Quiero decir la suma total de horrible dolor y truculenta atrocidad que azotó a creyentes y a no creyentes por igual a la luz de este simple pictograma.
Yo no sabía en absoluto adónde quería ir a parar.
—Quiere decir que las religiones tienen detrás historias crueles.
Él hizo una breve pausa, al parecer tan perplejo por mis palabras como yo por las suyas.
—¿De verdad no lo ve? Las persecuciones del emperador romano Nerón, solamente, sus agresiones contra los primeros cristianos, podrían haber llenado el estuario del Danubio de sangre. Quince siglos más tarde, la guerra de los Treinta Años podría haber llenado un mar. Es conmovedor más allá de las palabras.
Uno de los típicos comentarios estrambóticos de ese hombre, pensé, pero que valdría la pena recordar para una posible pregunta de la entrevista. ¿Esos pensamientos indicaban un sentimiento de culpa por sus propios asesinatos? ¿O me estaba poniendo demasiado melodramática?
Después del primer plato de ensalada, me preguntó si querría ver su colección de arte y yo aproveché rápidamente la oportunidad. Tanto Trotta como Lockyear habían mencionado expresamente la importancia que tenía para nuestro programa conseguir signos claros de riqueza, y Austen incluso había destacado la posibilidad de que existiera una colección de piezas únicas conseguidas por medios dudosos.
—Coja su degustación —me dijo. Señaló mi copa de vino. No corregí su inglés.
Le seguí fuera del comedor vacío, atravesamos el vestíbulo y bajamos por un pasillo hasta una puerta que quedaba a la izquierda. Él entró primero. Tan pronto como yo atravesé la entrada olí a algo pasado, como el hedor de la basura abandonada demasiado tiempo al sol. Él prendió una serie de velas que había en las paredes. A medida que éstas se encendieron una a una, tuve el inquietante sentimiento de encontrarme en un cementerio que se había convertido en un basurero. El hedor se intensificó y pareció provenir de los objetos. El museo se extendía más allá de lo que yo esperaba. Desde donde nos encontrábamos hasta las paredes, se levantaban un par de tarimas de piedra rectangulares, elevadas unos cuantos metros del suelo por unas columnas de granito, bajas y gruesas. Encima de las tarimas se amontonaba una colección de basura.
—Aquí se encuentra la fuerza de mi vejez —dijo—, los únicos objetos en todo el mundo que de verdad aprecio. No voy a ninguna parte sin llevarme unos cuantos de ellos conmigo.
—Una curiosa colección —repuse yo, sin saber qué más decir.
—Sí. Puede usted quemar el resto de mis posesiones. Puede quemar la tierra y envenenar las aguas, a mí me da igual.
Su referencia a un incendio era, ciertamente, adecuada. Muchos de los objetos, me pareció, habían sido quemados, o habían sobrevivido a un incendio en cualquier caso. Había trozos de losas de cemento negras que podían haber sido pilares de algún edificio; segmentos de cruces y de iconos también quemados; tablas inscritas en diversos alfabetos: árabe, chino, hebreo, latín, cirílico, jeroglíficos egipcios, anglosajón y ugrofinés, fragmentos de alemán y de francés, lo que debió de haber sido romano y húngaro, baratijas procedentes de todas las ruinas y cementerios del mundo, me pareció. Había cascos de objetos de loza, apéndices de estatuas, platos rotos, cuberterías retorcidas, losas de tumbas y lo que debían de ser restos de momias, fardos de andrajos y de palos blancos. No todo era viejo. Vi un motor fundido y un trozo de pared surcado de circuitos eléctricos que tenía inscritas unas palabras en eslavo. Había una colección de muñecas de plástico sin rostro, y también otros objetos más recientes, pero no tuve estómago para investigar. La verdad, sentía repulsión y me sentía decepcionada. Esa no era exactamente la clase de colección de arte que Austen Trotta tenía en mente, y me pregunté si eso podría dar bien a cámara. ¿Vería la gente algo distinto a un montón de basura vieja y horrorosa? Empecé a sentir náuseas a causa del cada vez más intenso hedor, un hedor que recordaba un escape de gas. Tuve que salir.
Él vio mi turbación y empezó a apagar las velas de un soplido. Los ojos le refulgían.
—Lo llamo mi avenida de la paz eterna, los restos de todos los lugares arrasados que he visitado.
Volvimos a la mesa de la cena. Di un trago de vino. Él me observaba con cierta curiosidad.
—Es una... una visión fascinante —dije—. Perturbadora, de hecho.
—¿Ah, sí? —Se pasó una mano por los ojos—. Yo lo encuentro insoportablemente conmovedor. Lo encuentro más devastador que la poesía sublime de los persas, más desgarrador que las palabras de Shakespeare. Ésta es la verdadera sustancia de nuestro mundo, ¿no es verdad? Esta fractura.
—Yo prefiero el tipo de belleza más directa —dije—. Me temo que no soy tan sofisticada como usted. —Entonces hice un comentario desafortunado—: Usted parece ansiar algún tipo de horror en su entorno.
Él parpadeó, sorprendido.
—Lo cierto es que lo desprecio. ¿Dónde ve usted el horror?
La pregunta me dejó sin palabras. A él no se le había ocurrido pensar, quizá, que sus gustos rozaban lo morboso. Pero tampoco esa palabra debía de tener ningún sentido para un hombre cuya vida entera parecía haber estado dedicada a apreciar, a apreciar de una forma casi incomprensible, el lado más espantoso de nuestra especie. Se ablandó rápidamente. Se dio cuenta de mi honrado intento de atrapar el significado de sus amados objetos de arte, y eso le halagó. La verdad es que yo me estaba haciendo un poco la ingenua. Había visto otras muestras de lo grotesco en las galerías de arte del Soho. Lo feo era una de las caras modas estéticas que estaban en boga en el centro, tan aceptadas como los retratos. Pero el zoo de Torgu parecía un poco distinto. No indicaba una preocupación por el arte, para empezar, sino algo mucho más comprometido que eso.
—El horror —dijo él— está en la mirada de quien lo siente, por supuesto. Pero lo comprendo, de verdad. A pesar de todo, estamos en desacuerdo sólo en la superficie. El horror es la verdad, para mí, y la verdad es belleza. Así que tenemos un mismo impulso, que se manifiesta de forma distinta.
Yo no estaba de acuerdo, pero cambié de tema.
—Parece estar usted muy solo con su colección aquí arriba. ¿No se cansa nunca de la soledad?
—Oh, este lugar no siempre ha estado tan apartado como parece estarlo ahora. No me refiero al hotel, que es bastante reciente, sino al lugar en sí. Esta tierra fue una vez un cruce de caminos. Se encontraba a caballo de las grandes líneas de comunicación entre los mundos del este y del oeste. Recuerde, dos guerras mundiales se han luchado aquí. He visto más cuerpos tirados en cuevas de lo que pueda usted imaginar.
¿Era esto ya una confesión? ¿O era él simplemente un tipo viejo y burdo? Yo hubiera podido tirar de ese comentario, pero no quería que sospechara de mis intenciones. Para empezar, podía tratarse de una prueba. Quizá quería calcular mi interés por sus crímenes más sangrientos. Pero por otra parte, pensé, si él estaba dispuesto a ofrecer esos bocados sin que se lo pidiera en un estadio tan temprano, entonces no sería difícil de sacárselos con mayor detalle más tarde.
—Hábleme de su familia —dije.
—No tengo hijos.
—¿Padres?
Él soltó un leve gruñido, como si ese recuerdo fuera una carga.
—Ellos procedían de la estepa. Mi padre era lo que más tarde se llamaría un kulak, un granjero adinerado, aunque a pesar de toda su riqueza tuvo un entierro vergonzoso.
—¿Le importa si tomo notas?
El primer brillo de hostilidad volvió a sus ojos.
—¿Sobre mis padres? Es probable que esta entrevista sea mucho más interesante de lo que imagina.
Aplacé las notas. Corté el pollo.
—¿Podría decirme, de todas formas, qué quiere decir con que su padre tuvo un entierro vergonzoso?
Él señaló con la punta de su cuchillo la parte más curvada de la pechuga de pollo que yo tenía en el plato.
—Este es el mejor bocado, para mi gusto. —Cortó un trozo de su propio plato—. No había dinero. Como tantos de los muertos de esta parte del mundo, mi padre fue deshonrado y se vengó. Todavía se está vengando, a decir verdad.
De la misma forma que soy capaz de plantear una pregunta sin pronunciar una palabra, a través de una mirada expresiva o de la más etérea de las exhalaciones, también puedo mostrar la conmoción, la sorpresa o la incredulidad con mi silencio. «Para con la mímica», me dice Robert cuando le dirijo una mirada severa. Ésa es una de sus ocurrencias favoritas. Yo no había tenido intención de resultar desdeñosa, pero Torgu se había ofendido. No había parado la mímica a tiempo.
—Es muy grosero, señorita Harker, despreciar las creencias de los demás.
—Pero... yo no...
—Por no decir peligroso.
Tomó un sorbo de vino. Cortó otra porción de su pechuga de pollo y sus dientes oscuros mordieron la carne.
—Yo mismo realicé los preparativos del funeral, bajo el peso de unas deudas que no habíamos previsto. Mi madre lo había gastado todo, imagínese. Así que enterré a mi padre sin tener los recursos adecuados. Él se había ido, razonaba ella, y querría lo mejor para sus herederos. Lo enterramos sin su caballo, ni siquiera me permitió eso.
La mamá parecía sensata. No podía imaginarme que nadie hubiera enterrado un cuerpo con un caballo desde hacía mil años.
—Pero, para que yo lo comprenda, ¿ha dicho usted que él se vengó? ¿Después de su muerte?
El vino se le derramó por la barbilla. Tembló.
—Sin ninguna duda.
Pensé en Clemmie Spence. Ella no hubiera tenido ningún problema con esa conversación.
—¿Cómo supo usted que su padre deseaba vengarse? Si estaba muerto...
Torgu dejó el tenedor y el cuchillo. Se limpió sus viejas manos con la servilleta.
—Por mí mismo, querida.
—¿Qué quiere decir?
Dejó la servilleta.
—Míreme. Verdaderamente, soy el testamento de la furia interminable de ese hombre.
Noté que su dolor llenaba la habitación, como una ola, palpable como el calor. Había muy pocas probabilidades de que él repitiera lo que acababa de decirme delante de una cámara, pero me preocupaba que pudiera hacerlo. ¿Qué haríamos entonces? ¿No estaríamos obligados a mostrárselo a nuestra audiencia? En teoría, una historia acerca del poco apropiado entierro de su padre convertiría una historia normal sobre un señor del crimen en algo mucho más misterioso. Pero si esto tenía que ser un reportaje sobre el crimen organizado, esos cuentos tan macabros estarían fuera de lugar. La gente perdería el interés a causa de la confusión. No era bueno, en televisión, que ocurrieran demasiadas cosas a la vez. Pero quizá Torgu quería que yo conociera su procedencia por motivos personales.
—Pero ¿eso no fue culpa de su madre?
—Por supuesto. Ella es la fuente de toda infelicidad.
Antes de que yo pudiera seguir con el tema, averiguar más cosas acerca de esa mujer, él cambió de tema.
—¿Cuándo va usted a casarse?
Yo me mostré orgullosa y le enseñé el anillo.
—El próximo verano.
—Felicidades. ¿Ese hombre es de su edad?
—Es un poco mayor.
—¿Es enérgico?
No puede resistir una carcajada.
—Puede decirse así.
Él sonrió de verdad por primera vez.
—¿Rico?
—Recibirá una buena herencia.
Torgu asintió con la cabeza con expresión de aprobación.
—Entonces ha conquistado usted al primer dragón de esta vida.
Me pregunté cuáles serían el segundo y el tercer dragón.
—¿Está usted casado, señor Torgu?
Él negó con la cabeza.
—¿No lo ha estado nunca?
Él volvió a prestar atención a la comida, mascó un rato en silencio, bebió un poco más de vino. Mi pregunta provocó otra respuesta extraña, como la de la familia. Ésta fue peor, de hecho. A medida que pasaban los segundos, pareció que sentía un pánico de vergüenza; es la única manera en que puedo expresarlo. Levantó la vista y me miró con las mejillas sonrosadas. No había nadie del servicio del hotel. Estábamos solos en un comedor que daba a unos árboles iluminados con focos y que se alejaban del pórtico. Nada se movía en el bosque.
Dijo:
—Hace mucho tiempo se me informó de que ciertos estados serían perjudiciales para mi salud.
Las palabras fueron pronunciadas con dificultad, como si hubiera luchado por no decir una mentira. Una vez fueron dichas, permanecieron en el aire, y pareció que lamentaba haberlas pronunciado. Me miraba con una especie de silencio a la defensiva. Yo no comprendí ese comentario, pero su vergüenza pareció crecer. Un tono de disculpa parecía resonar en el aire, horriblemente fuera de contexto. Si alguna vez habéis estado en la cama con un hombre incapaz de funcionar, tendréis alguna idea de lo que digo. Yo no podía apartar la mirada de él, ni él la suya de mí, y si soy sincera, diré que una extraña carga erótica pendía en medio de ese silencio. Él deseaba contarme un profundo secreto, y eso me aterrorizaba.
Al final, lancé una pregunta:
—¿Una enfermedad?
Él volvió a beber y se aclaró la garganta. Negó con la cabeza y clavó la vista en el espacio que había entre ambos, sobre la mesa.
—Ninguna, excepto la vida misma.
—Ah.
Su respuesta había tenido un tono concluyente. No iba a llevar el tema más allá. Todas las alarmas deberían haberse apagado, y algunas lo hicieron, pero fueron las alarmas equivocadas. Torgu no debía decir algo así en la entrevista con Austen, pensé. Si mencionara su enfermedad, fuera la que fuese, eso lo volvería ridículo al instante, y si él resultaba ridículo, no tendría ninguna credibilidad. No resultaría creíble al afirmar que él era el jefe del crimen organizado en Europa del Este, ni al hablar de su experiencia en los campos de concentración. Yo todavía no podía soportar la idea de que debía ser yo quien hiciera ese juicio, mucho antes de que Austen lo hiciera; la idea de que esa entrevista estaba muerta mucho antes de que una cámara se pusiera en funcionamiento. Mis jefes se sentirían gravemente decepcionados. Pensé en el comentario de Torgu. Probablemente sufría una disfunción sexual común, una impotencia, quizá, magnificada por su orgullo y su soledad hasta convertirse en una condición mucho más severa. Y a pesar de todo era una cosa tan extraña de admitir, una revelación tan inútil, un detalle tan completamente incómodo, que imaginé que debía de ser sincero. Quería confirmar mis sospechas.
—Eso es muy desafortunado —conseguí decir finalmente—. Cuando dice usted «ciertos estados», quiere decir...
Él me dirigió una mirada que me desafiaba con una energía nueva, pero también había un rasgo de algo más en ella: un brillo dolorido, me pareció.
—No deseo hablar de eso ni ahora ni nunca más. Le pido que olvide el asunto. No sé por qué he contestado. A veces es usted desagradablemente convincente.
¿Qué más podía decir yo? Él me miró con firmeza y esperó la siguiente pregunta. Abatida, transigí.
—¿Tiene usted alguna ayuda aquí arriba? Alguien debe de haber preparado esta excelente cena.
Él me agradeció el cumplido y me dirigió una segunda sonrisa amable. Me sentí aliviada.
—Los hermanos Vourkulaki llevan este hotel.
—¿Es un hotel en funcionamiento?
Torgu se encogió de hombros, como si no pillara el tema de la pregunta.
—Parece un nombre griego, Vourkulaki.
Eso le hizo sonreír.
—Muy bien. Por supuesto que es griego. Son unos griegos de cuna humilde, debo decir. Se mezclaron con los turcos hace mucho tiempo y no son del tipo de alta alcurnia. En este país, los griegos de alta alcurnia dirigieron el gobierno durante un siglo. Fanariotas, los llama la gente aquí. Eran unos aristócratas ricos del Imperio Otomano. Pero los hermanos Vourkulaki son unos insignificantes y sucios isleños que vienen de Santorini. ¿Le suena?
—Oh, dios mío, sí me suena, sí. Allí es a donde Robert quiere ir de luna de miel. ¿Es bonita? También estamos pensando en Vietnam. Pero yo soy un poco griega, por parte de mi madre, así que probablemente iremos al Egeo.
Torgu pareció contrariado. Hizo una pausa y los labios le temblaron de una manera curiosa.
—A juzgar por los hermanos Vourkulaki, no es un lugar romántico. —Se limpió la boca con la servilleta. La amplia frente se le arrugó—. Esto es lo que le voy a decir de los hermanos Vourkulaki: si ve a un hombre guapo y joven de pelo oscuro que se dirige hacia usted por algún pasillo de este edificio, debe alejarse de él. Evite su compañía... Los hermanos están enfermos... están enfermos de algo de lo que toda la civilización griega, y perdóneme, está enferma. Sufren incapacidad de apartarse de ciertas cosas que los demás evitarían a toda costa.
Intenté fingir que estábamos hablando de lo mismo.
—Los hombres griegos tienen fama de ser demasiado directos...
—Sí. Eso es exactamente. Los hermanos Vourkulaki son muy directos. Pero no se les permite estar en las tres plantas de arriba, y ellos lo saben, así que mientras permanezca usted allí, no tiene nada que temer.
Se puso en pie.
—Discúlpeme —dijo—. Es tarde, estoy agotado. Si ha terminado, la acompañaré a su planta.
—Mi propia planta. Por dios.
No hubo café, ni postre. Nos pusimos en pie. Le di las gracias otra vez por la comida y él hizo una reverencia como si yo fuera una princesa.
DiezÉl cogió mi maleta y me condujo más allá de la habitación que contenía su colección de artefactos rotos. Tropecé, estuve a punto de caer por un desnivel de tres escalones y recuperé el equilibrio justo delante de un artilugio que parecía ser un ascensor en movimiento. Nunca había visto algo así antes. En lugar de una única cabina que se abría al apretar un botón, este ascensor no tenía puertas y estaba compuesto por dos cabinas, que se movían constantemente. A la izquierda las cabinas subían. A la derecha, bajaban. Llevaban un ritmo constante, silencioso, y había que saltar a una de ellas en cuanto ésta quedaba al mismo nivel del piso o la oportunidad había pasado. Era un tanto irritante, y dudé. Él me empujó y subimos. Él llamaba a esa cosa un paternoster y, con orgullo, me contó que el hotel había sido diseñado y construido por ingenieros de la Alemania del Este antes de que las normas globales de seguridad pudieran interferir.
—Los tullidos no pueden usarlo —dijo Torgu con satisfacción—. Carecen de la mínima agilidad.
Nuestra cabina subió con rapidez y, dado que no tenía puertas, entreví algo de los pisos prohibidos, los pisos por donde era evidente que los hermanos Vourkulaki deambulaban. La luz del paternoster iluminaba los pasillos durante un instante; parecían los de cualquier otro hotel barato pero eran más sombríos. En uno o dos de los pisos había unas puertas abiertas, como si el servicio de limpieza hubiera estado trabajando, a pesar de que no había carritos, ni cubos ni fregonas, nada que sugiriera que se hacía ese tipo de trabajo. Un olor a podredumbre había inundado esos espacios. El moho se había instalado en la estructura, y también otro hedor, el de podredumbre, por la presencia de insectos muertos dentro de las paredes, se había infiltrado. No le pregunté si los tres pisos superiores tenían calefacción o luz. La comida había sido exquisita, y él se había mostrado de lo más agradable. Necesitaba algo de mí, eso estaba claro; necesitaba una cámara. Hasta que la obtuviera, me trataría bien.
—Casi hemos llegado —dijo en tono casi inaudible—. Estos son los peores pisos, los últimos antes del ático. Una desgracia.
Vi a qué se refería. Al llegar al nivel de uno de los pisos, percibí un ligero olor a plástico y a madera chamuscados. Debía de haberse producido un incendio. La luz del paternoster mostró unas paredes ennegrecidas. El artilugio pareció aminorar la velocidad y sentí que se me alteraban los nervios. Me pareció ver que algo se movía, como una espiral de humo, o como la cola de un animal grande, o una mano que saludara justo en el umbral de lo que mi vista abarcaba. Pareció proceder del interior de una habitación que no tenía puerta. Debía de estar a unos veinte metros, pero la luz del paternoster no era lo suficientemente fuerte para destacarlo de entre las sombras.
—¿Ha visto eso?
Torgu chasqueó la lengua, como para hacerme callar. El último piso incendiado quedó atrás.
—Por favor, salga. —Me empujó ligeramente fuera del paternoster—. Disfrutaremos de las escaleras a partir de aquí.
El suelo bajo mis pies parecía sólido. El hedor a moho y a fuego había desaparecido. Consideré la posibilidad de que ese añadido se hubiera construido después de la conflagración, encima de ella, como una ciudad nueva construida encima de una vieja. Torgu subió aprisa los escalones delante de mí y me sorprendió su repentina agilidad. Colocó una mano en el pomo de una puerta y miró hacia atrás.
—Voy a inspeccionar —me dijo—. El servicio puede ser esporádico.
Abrió la puerta y metió la cabeza dentro. Una cálida luz amarilla se derramó por las escaleras.
—Perfecto —dijo, y me hizo entrar rápidamente con la maleta. Yo esperaba encontrarme en un pasillo, pero el suelo se extendía en una única y amplia superficie, como la de una sala, dividida por piezas de pesado mobiliario, aparadores, un gran piano, sofás, divanes, unas cuantas camas. Una serie de alfombras de pelo largo y de brocado oriental cubrían el suelo. Eran de seda tejida a mano, se veía a primera vista. Velas encendidas titilaban aquí y allá. Unas lámparas unidas a unos gruesos alargadores se extendían por encima de las alfombras hasta unas cavidades en las paredes. Vi una barra llena de coloridas botellas de whisky, vodka y otros licores, varios armarios y un tocador con un amplio espejo redondo y dibujos art nouveau. Esas piezas podían haber pertenecido a Torgu, pero no parecían reflejar ningún gusto en particular, excepto el de rebuscar en las tiendas de antigüedades. Oí el zumbido de unos calefactores, unidos también a unos alargadores, y vi su brillo anaranjado, como unos pequeños fuegos. Me pregunté si habría la potencia eléctrica suficiente para encender mi secador y supe cuál era la respuesta. No la había. Mi pelo volvería a estar endiabladamente encrespado.
Por todas partes, en todas las paredes, brillaban los reflejos de las velas y las lámparas, y los muebles, de superficies brillantes, eran casi como agua.
—Es precioso, señor Torgu.
Él asintió.
—Existen normas en este lugar, señorita Harker. Ya conoce una de ellas.
—Mantenerse lejos de los griegos. —Le hice un saludo militar con la mirada baja.
—Sí. Y eso significa que usted no tiene nada que hacer en los pisos que se encuentran entre éste y la planta baja. ¿Sí?
—De acuerdo.
—Soy un hombre de negocios que tiene asuntos por toda la provincia y no volveré hasta mañana, un poco tarde. Cenaremos otra vez y, si lo desea, puede traer su cámara.
Le corregí.
—No tan deprisa. No es así como trabajamos. Las cámaras vendrán en la próxima visita.
Sus labios dibujaron una mueca de consternación.
—Pero ¿no haremos una prueba de cámara?
—No estamos haciendo una película de Hollywood, señor Torgu.
Se dio la vuelta. Su vanidad pareció haber sido herida.
—No importa. Vendré a buscarla mañana por la noche para cenar otra vez.
Quise dejarme caer en la cama. Había sido un día horroroso. Pero me quedé de pie allí, bostezando, esperando a que se fuera. Él miró hacia atrás, y yo tuve la impresión, muy breve, de que había un interés sexual. Recordé su enfermedad sin nombre y me pregunté si no habría sido un equivocado intento de seducción, la caprichosa noción de un viejo de lo que podía atraer a una mujer norteamericana. Me pareció una especulación absurda y la impresión no duró. Por el contrario, la última mirada que me dirigió pareció echarle de la habitación. Pero cuando llegó a la puerta, Torgu se detuvo, colocó una mano en el marco de la puerta y miró hacia atrás otra vez.
—Una última cosa.
Yo crucé los brazos, enderecé la postura y presté atención a su última advertencia con esfuerzo.
—La puerta está cerrada por una razón. Cuando esté dispuesto a verla, vendré a buscarla. Yo tengo la única llave.
Esa fue la última estrambótica revelación. Yo estaba demasiado cansada para objetar nada. En cuanto desapareció, marqué el número de Robert en mi teléfono. El aparato buscó línea, intentó conectar una o dos veces, pero no fue posible. Apreté los botones una docena de veces o incluso más, sin suerte. Giré el pomo de la puerta y llamé a Torgu, pero nadie contestó, ni ese hombre ni sus, en teoría, malignos griegos. Volví a la cama, marqué unas cuantas veces más y me quedé dormida con el teléfono en la mano.
OnceCuando me desperté a la mañana siguiente, el café humeaba en la mesa al lado de una cesta con panes y un tarro de miel. El sol me deslumbraba y me di cuenta de que las paredes no eran otra cosa que unos grandes ventanales, vidrio tras vidrio, por todos los lados de la habitación. Caminé por el perímetro de la misma mientras mordisqueaba el pan con miel, observando en todas direcciones una grandiosa vista de montañas cubiertas de pinos al sur, al este y al oeste, hasta donde alcanzaba la vista. La plana llanura de Transilvania se extendía en dirección norte. A ese lado de las vistas, a diferencia del flanco sur, que se elevaba a medida que se alejaba de las llanuras, las montañas se levantaban directamente desde el suelo del valle y alcanzaban miles de metros de altura. Me hicieron pensar en unas olas congeladas que se hubieran retirado de la playa y se hubieran detenido al dibujar la cresta. Yo pendía de una de esas crestas, como un halcón en la cima de una montaña, y miraba hacia lo lejos. Los valles también debían de ser altos, la misma tierra de Transilvania debía de ser una enorme montaña de corazón plano.
Después de explorar un poco, volví a probar con el teléfono. Golpeé la puerta. Dormí.
Mi segunda cena con Torgu empezó en silencio. Yo estaba furiosa. Una cámara, que no era como la que utilizaba nuestro equipo, sino más vieja y más voluminosa, se encontraba al lado de la mesa como si fuera un sirviente. En una mesa adyacente vi una primitiva mesa de sonido. «Arrogancia de gánster», pensé.
La comida no ayudó; costillas de cerdo encima de una papilla de harina de maíz, una visión desagradable, como un peñasco de cartílago encima de arena húmeda. Mi agitación profesional aumentó mientras cenábamos, a medida que el silencio se hacía más denso.
No me gustaba sentirme presionada. No era cosa suya proporcionar el equipo técnico, como no hubiera sido cosa mía haberle aconsejado dónde abrir el próximo casino. Además, opuse reparos a ser encerrada en una habitación, por importante que fuera su necesidad de seguridad. Pensé que él dudaba de mis credenciales y que temía que yo tuviera intención de dañarle de alguna forma, en cuyo caso para él era sensato, de una sensatez retorcida, encerrarme. Pero eso no me reconciliaba con la situación.
Más que nada, yo quería tener línea de teléfono móvil. Si podía hablar con Robert, o con alguien, me sentiría bien. Tuve que decirlo.
—¿Mañana me llevará a algún lugar donde pueda tener una cobertura decente para el móvil, por favor? Necesito llamar a casa. —Le dije una rápida mentira—. Mi padre está en el hospital esperando una operación. Estaba.
Él gruñó con gesto de dudosa compasión.
—Pero llegamos al acuerdo de que sería una negociación en secreto hasta que ambas partes estuvieran satisfechas.
—Estoy hablando de una llamada personal, señor Torgu.
Sus ojos ardieron con cierto resentimiento. Se limpió los labios con una servilleta.
—Pero sus seres queridos podrían contactar con sus colegas profesionales y ofrecer alguna información que pudiera ser perjudicial para mi bienestar, ¿no?
—Lo dudo. ¿Puede, por favor, ser razonable?
Él cambió de táctica.
—No sé nada de esas nuevas tecnologías.
Yo miré hacia el milagro tecnológico que era la cámara y le miré a él, que diseccionaba su trozo de carne. Masticó. Yo señalé la cámara.
—¿Por casualidad eso le pertenece?
Él dejó sus herramientas encima de la mesa con un golpe seco. Suspiró, dirigió la mirada hacia mí con alguna intención, como si hubiera llegado a algún tipo de conclusión.
—Eso es cosa del señor Olestru. Él me ha informado de que funciona. Creí que la podría ayudar en su trabajo.
Olestru, el mismo que había desaparecido con algún periodista noruego, el mismo que me había atraído a este lío para empezar y que, probablemente, no existía. Dejé la servilleta encima de la mesa, al lado de mi plato.
—Me gustaría tener una charla con él.
Torgu me miró con una frialdad que iba en aumento.
—No está disponible.
—¡Por supuesto que no está disponible! —estallé—. ¡No es real!
Inmediatamente lamenté ese arrebato de ira, no por él, sino por mí misma. Me daba cuenta que empezaba a caer en la desesperación.
—Por supuesto que es real. Me dio lo que quería en cuanto se lo pedí. —Dio una palmada y yo di un respingo en la silla. Empecé a sentir el pulso latiéndome en las orejas—. Esta cámara.
—Está obsoleta —tartamudeé.
—Las espadas son obsoletas —repuso él—. Y funcionan.
¿Era eso una amenaza? No lo pregunté. Apreté las manos sobre el regazo y le miré directamente a los ojos.
—Creo que debo ser sincera, señor Torgu. Usted no es un personaje adecuado para mi programa.
Él me dirigió una sonrisa horriblemente antipática.
—¿Puedo preguntarle el motivo?
Sentí que las mejillas se me encendían. Se me tensaron los músculos de los brazos y del pecho. Despacio, pero sin tregua, el pelo me había ido cayendo sobre el rostro. Me aparté unos rizos de los ojos. Tomé un sorbo de vino para tapar la creciente agitación que sentía. A partir de ahí había varias opciones, algunas de ellas extremadamente femeninas. Conozco a algunas colegas que hubieran llorado, como último recurso, para conseguir lo que querían. Sé de una mujer, una periodista de prensa escrita, que preparó un plato de galletas para todo un grupo de mujeres, unas profesoras de guardería de la Alemania del Este, y luego se deshizo en lágrimas adrede al darse cuenta de que las galletas no habían funcionado. Consiguió tener acceso a sus archivos. Otras utilizan el escote, o la seducción directa, o el chantaje emocional. Yo tengo tendencia a mostrarme desagradable.
—Nuestro programa ha funcionado durante tres décadas, señor Torgu. Tenemos un sexto sentido para nuestras historias... qué funcionará y qué no funcionará.
Él se burló de mí.
—Tres décadas. Vaya, vaya. Cuánto tiempo.
Volvió a centrarse en su comida. Sus manos enormes agarraban unos cubiertos de plata que debían de haber sido fabricados a medida: un tenedor de tres púas y un gran cuchillo con sierra adaptados a sus necesidades. Cubiertos de plata es una mala definición: el metal tenía un tono oscuro, de alguna forma, oxidado. El cuchillo, en especial, parecía antiguo. Nunca había visto un utensilio de mesa como ése, nunca había visto a ningún ser humano utilizar una cosa así para comer. Incapaz de apartar la mirada, seguí el proceso de ingesta, desde el cuchillo al tenedor y a los dedos, que se enroscaban alrededor de los cubiertos como una vid. Torgu tragó, y yo pensé, mirándole, que parecía ligeramente más joven que antes, la frente se le veía menos arrugada, el pelo plateado tenía unas mechas negras. Pero los dientes, que no me habían parecido tan negros hacia el final de la noche anterior, ahora brillaban como si hubieran sido pintados con una capa nueva de negrura.
Me obligué a acallar mi alarma. Me comportaría como una arpía. Se lo sacaría todo.
—Usted se define como un hombre de negocios. ¿Qué negocios, exactamente, ha emprendido hoy?
Él no respondió.
—¿Dónde nació?
Él continuó en silencio, comiendo y comiendo.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted encarcelado por el gobierno?
—Cuarenta años.
Eso me pareció una mentira; en el mejor de los casos, una exageración. Parecía demasiado joven y, además, si había estado tanto tiempo en prisión, ¿cómo había tenido tiempo de convertirse en el jefe de una expansiva empresa criminal? A no ser, por supuesto, que ésa fuera una mentira aún más grande.
—Descríbame su trabajo. ¿Vende usted armamento? ¿Roba petroleros? ¿Blanquea dinero para los terroristas? ¿Trabaja, en realidad, para algún gobierno?
Detrás de él, una luz ocre inundaba el bosque. Me pareció ver el parachoques frontal de su Porsche, un trozo de metal brillante entre las columnas de dos pinos. ¿Cuánto tiempo necesitaría para llegar hasta allí? ¿Estaba cerrado? ¿Y dónde estaban las llaves? Me dirigió una mirada que me hizo comprender el error que había cometido al haber ido allí. Ese hombre nunca me daría una respuesta que yo pudiera utilizar en televisión.
—Antes de que me vaya —dije de repente—, ¿admitirá usted, por lo menos, que lleva a cabo una actividad criminal?
—Si quebranto la ley. ¿Sí? —Yo meneé la cabeza. Quería echar sal sobre mis heridas. Se repitió—: Por favor, señorita Harker. Un criminal es alguien que quebranta la ley. ¿Podemos estar de acuerdo en ese punto?
Yo me negué a seguirle el juego, y su ánimo cambió al extremo opuesto. Sus palabras adoptaron un tono de agravio personal.
—Sí, he quebrantado la ley. Pero ¿cómo llama usted a una persona que rompe una promesa?
Mi bolso estaba en el suelo, al lado de una de las patas de mi silla. Alargué la mano para coger la tira sin bajar el cuerpo, pero no pude tocarlo con los dedos. Le contesté.
—Un mentiroso.
—¿Y a quien rompe un cuello?
—Si es el suyo propio, un imbécil. —Fingí un estornudo, me doblegué hacia delante, agarré el bolso y me lo coloqué en el regazo—. Si es el de otra persona, un asesino.
—Un imbécil. —Le gustó eso. Me dirigió una de sus más desagradables sonrisas de dientes brillantes—. ¿Y cómo llamaría a alguien que falsea el tiempo?
Miré hacia la izquierda, tomando nota del lugar exacto de la entrada del vestíbulo. Coloqué la servilleta encima del cuchillo con la idea de meterlo en el bolso.
—No le sigo.
De su garganta surgió un sonido rasposo que podría haber sido causado por la risa. Dejó caer la mano izquierda encima de su cuchillo.
—¿Un productor de televisión no falsea el tiempo? ¿No lo divide en trocitos muy pequeños? ¿No es usted una criminal también? ¿De una clase distinta?
—No es usted gracioso en absoluto —le dije.
Él persistió en ese tonto intento humorístico.
—Pero ¿no estaría de acuerdo en que falsear el tiempo es un crimen mucho mayor que quebrantar la ley? Después de todo, las leyes cambian de cultura en cultura. Pero el tiempo es el mismo en todas partes.
—Está usted haciéndome perder el mío.
—Gracias, querida mía. Sí, exactamente. Y yo confiaré en una criminal devota como usted para que dirija esta entrevista mucho más de lo que confiaría en un ciudadano honrado. ¿Más vino?
Nuestra conversación había vuelto a adoptar una falsa civilidad. Él se ocupó de descorchar otra botella.
—Me ha convencido usted, señorita Harker. He decidido hacer la entrevista. ¿Qué le parece?
Fue como si la conversación anterior nunca hubiera tenido lugar, como si yo no le hubiera dicho que habíamos terminado.
Volvió a llenar las copas.
—Hablemos primero sobre la localización. ¿Dónde realizaremos la entrevista? Yo propongo la ciudad de Nueva York. Chez vous.
Yo estaba demasiado sorprendida ante la absurdidad de la idea de seguir el juego.
—Debe de estar bromeando.
No lo estaba. Incluso en circunstancias normales, yo hubiera rechazado la idea pero hubiera sido más diplomática. Hubiera explicado que resultaba casi imposible conseguir el visado estadounidense para alguien como él, un criminal buscado. Hubiera aducido la falta de una seguridad adecuada. Hubiera subrayado la importancia temática que tenía para nuestro programa el mantener al jefe del crimen organizado de Europa del Este en sus propios dominios. Finalmente, hubiera cedido y hubiera dicho que ya hablaríamos de esa posibilidad. Pero no servía de nada.
Él no me dio la oportunidad de enumerar las objeciones. No le importaban.
—Yo me ocuparé de la mayoría de preparativos —continuó—, pero debe usted hacer dos cosas por mí. Deberá firmar con su nombre mi solicitud de visado.
—Ni hablar.
De la silla, a su derecha, sacó un gran sobre cuadrado repleto de papeles. Rebuscó entre ellos, buscando algo en especial. Vi el sello estadounidense en un documento del consulado.
—Debemos acordar las fechas, y estoy impaciente por llegar a América antes de que acabe el año.
Incapaz de hablar, le observé y comprendí. Quería que le ayudara a salir de Rumania y llegar a Estados Unidos. Me había embaucado. Una vez yo hubiera firmado los papeles, él ya no me necesitaría, y entonces, ¿qué? La garganta se me secó. Él depositó los papeles encima de la mesa: billetes de avión, itinerarios, un pasaporte.
—Exijo que se me lleve de vuelta a Brasov inmediatamente —dije.
—Por supuesto, necesito que se quede aquí conmigo hasta que me marche, en calidad de consejera. —Sacó una postal del sobre, una fotografía banal y mala de una montaña verde—. Necesitaré sus direcciones de correo electrónico, contraseña y número de cuenta, naturalmente, para que podamos establecer una correspondencia entre mi lugar de trabajo y su actividad. Y por favor, por fin, mande esta postal a su lugar de trabajo, y ésta... —sacó otra postal del sobre que mostraba unas profundidades interminables— a su amado.
Tenía intención de hacerme daño.
—No haré nada de eso. Bájeme en coche de estas montañas, señor.
—Quizás uno de los hermanos Vourkulaki pueda hacerlo —dijo él. Dirigí la mirada hacia el paternoster y él lo vio—. Creo que tienen permiso de conducir.
Todo cambió en ese instante. Una realidad se convirtió en otra. En la vida, así es como sucede. Un cambio terrible y hermoso nos alcanza al final de su largo viaje desde una distancia inimaginable. En un instante nos damos cuenta de que un nuevo estado de la situación se ha ido formando a nuestro alrededor, se ha ido levantando como una casa nueva por encima de nuestra cabeza... y de repente, las paredes contactan con el techo y ahí está: el cielo ha desaparecido. Me incliné hacia delante y coloqué las dos manos encima de la mesa; sentí náuseas.
—Voy a encender los aparatos de grabación ahora —dijo. Vino a mi lado de la mesa y colocó las postales al lado de la cubertería—. Usted me da su información ahora.
Miré mis dedos encima de la mesa. Fijé la vista en el diamante que se encontraba en mi dedo anular izquierdo y una verdadera dureza, de una naturaleza terrible, de diamante, me golpeó en ese momento. Había emergido del fuego desde la blanda tierra; se había congelado formando mi destino. Y mi destino se encontraba allí.
Torgu se cernió por encima de mí. Olía a vino, a cerdo y a cosas más lejanas: un hedor agrio de ropa sucia, del fuego apagado hacía tiempo en los pisos superiores y de algo incluso más lejano, más definitivo, un hedor a podredumbre que me imaginé que procedía de la destrucción de otros seres humanos. No iba a firmar los papeles ni a escribir las postales, pero le di la información del correo electrónico. No sabía de qué forma iba a utilizarla, pero en ese momento me pareció una preocupación secundaria. Con un lápiz y un trozo de papel que se sacó del abrigo, Torgu garabateó los detalles.
Dirigió la atención a la cámara. Se entretuvo con el equipo, sacando el tapón de la lente, volviéndolo a colocar, deslizando las manos arriba y abajo de las patas del trípode, jugando con la máquina, como si sus patas tuvieran alguna clave. Me pareció que no tenía ni la más mínima idea de lo que hacía. Me había atraído hasta Transilvania en parte a causa de este conocimiento y, probablemente, en esos momentos estaba pensando cómo conseguir que le echara una mano. Pero sabía muy poco.
—Déjeme que le ayude —dije.
Él consideró mi oferta, sin dejar de mirarme, y yo noté una mezcla de interés y de preocupación. Los ojos le brillaban con fuerza entre los párpados entrecerrados. Él debía de saber que yo haría cualquier cosa para ganar tiempo además de su favor.
—Si me permite —le dije.
Al igual que la mayoría de productores asociados, yo no tenía ni idea de cámaras. Siempre dejamos eso a los miembros del equipo técnico. Pero sabía más que él.
—¿Por qué no me dice exactamente qué es lo que quiere conseguir?
—Simplemente desearía colocar la cámara —respondió él. Entonces dudó, y en su rostro apareció, visible, el engaño.
—¿Y?
Me explicó que quería mirar directamente a cámara y hablar durante, aproximadamente, una hora. Le gustaría sentarse en una silla que había elegido. La silla se colocaría contra la pared. Una vez yo hubiera instalado el equipo y encendido la cámara, quería que yo me sentara a su lado.
—¿Desea que aparezca en la grabación?
—No.
Asentí a todo. Me miró con expresión calculadora, pero pareció aliviado de aceptar mi juicio profesional.
—Siéntese —le dije— y comprobaré la iluminación y el sonido.
Él volvió a la mesa y cogió el cuchillo. Se me quedó mirando, pero yo me puse a inspeccionar la mirilla de la cámara como si no me hubiera dado cuenta. Puse las manos alrededor de la base del trípode y le di un rápido tirón hacia arriba, moviéndola un poco hacia la izquierda y colocando el encuadre para obtener una mejor imagen. El equipo no era tan pesado. Torgu arrastró la silla hasta la pared y se sentó.
Dejé la cámara y fui hasta la mesa de sonido. En el trayecto agarré el bolso y lo dejé al lado del equipo de audio. Miré debajo de la mesa. La mesa de sonido estaba conectada a un cable de extensión que corría por el suelo hasta un enchufe de pared que había cerca. Activé todas las palancas y una serie de luces verdes se encendieron.
—¿Lleva puesto el micro para el sonido? —pregunté.
Torgu me miró con perplejidad. Verdaderamente no tenía ni idea de nada de eso.
—¿Micrófono? ¿No? Quizás esté en la cámara.
Volví hasta la cámara y la levanté otra vez, acercándola un poco más al hombre mientras buscaba el audio. Lo encontré; al menos ponía eso en uno de los botones.
—Esto tiene sonido —le dije—, pero si tuviéramos un micro sería más seguro, por si el audio de la cámara se raja.
«Jesús —pensé—, hablo como los de verdad.» Volví a la mesa de sonido. Vi unas conexiones para micros.
—Hay más aparatos —dijo Torgu—. Allí.
Hizo un gesto en dirección a una silla que estaba ante otra mesa. Yo fui a mirar mirándole de reojo. En el asiento había una maleta de metal gris, de las que utilizan los equipos de televisión desde un extremo del planeta a otro. Vi un nombre y una dirección escritos en tinta negra en una esquina de la tapa: Andras algo, de una calle de Oslo. Apreté dos botones y la maleta se abrió. Dentro había micrófonos de distintos tamaños, un trozo de cable, una batería de repuesto, condones, bolsas de cacahuetes y cigarrillos. Mirando hacia atrás, me metí una bolsa de cacahuetes en los pantalones. Tomé el trozo de cable y el micro más pequeño, conecté el micro en la mesa de sonido y lo llevé hasta los pies de la silla de Torgu. Debajo de la silla y ligeramente oculto detrás de sus pies, vi algo que no estaba allí antes: un pequeño cubo como los que se encuentran en los hoteles para las máquinas de hielo, nada extraño si no fuera que no había visto ninguna máquina de hielo en ese hotel. Vi el mango de madera del cuchillo que sobresalía del cubo. Le miré.
—Retiraré lo que queda en la mesa más tarde —dijo.
Volví a la mesa de sonido, conecté un extremo del cable allí y el otro a la cámara, mientras sentía el pulso latiéndome en las sienes. Le pedí a Torgu que dijera algo. El masculló unas cuantas palabras ininteligibles, algo que tenía muchas vocales. No pude encontrar el monitor de audio, pero no importaba.
Siseó unas cuantas palabras más y yo levanté el pulgar.
—Perfecto —dije.
—¿Podemos empezar, por favor?
Levanté las manos.
—Deme un par de segundos para colocar la cámara en posición. Quiero que esto funcione bien.
Parecía impaciente. Tenía una mano colgando a un lado de la silla y jugueteaba con el mango del cuchillo que se encontraba en el cubo, rascando el borde del mismo con la hoja. Yo respiré profundamente. Levanté el trípode otra vez y lo acerqué un poco a él. Me arrodillé y miré por el visor. Se veía la silla y el cubo, pero no había ninguna señal del hombre. Llegué a la conclusión de que ya debía de haber una cinta en la cámara, y de que estaba viendo una imagen que había sido grabada con anterioridad, una imagen de prueba, quizá. No tenía tiempo de comprobarlo, y no importaba.
—Otra cosa más —dije.
Torgu entrecerró los ojos. Dejó el cuchillo y cruzó los brazos.
—Necesito que aguante en alto algo blanco, como un trozo de tela o un trozo de papel —dije, improvisando un trozo de realización de programa de televisión que había visto pero que nunca había acabado de entender—, para que pueda medir la luz blanca y asegurarme de que la cámara está sincronizada con la iluminación de la habitación. ¿Puede hacerlo?
Me pareció que Torgu emitía un gruñido negativo, pero se puso en pie, fue hasta la mesa y tomó una servilleta.
—¿Servirá esto?
—Bingo.
—¿Y ahora qué?
—Siéntese y aguántelo en alto.
Hizo lo que le dije, pero no era suficiente.
—Desdóblelo del todo, señor Torgu, y aguántelo delante de la cara.
Suspiró.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—Porque es ahí donde la lente de la cámara va a enfocar, y si la iluminación está mal, nadie le va a ver.
Él dudó, me di cuenta. Quiso decir algo, pero lo pensó mejor. Levantó la servilleta por delante de sus ojos y la desplegó completamente.
—¿Así? —preguntó
—Justo ahí —dije yo.
Desconecté el trozo de cable que conectaba la cámara con la mesa de sonido. Junté las tres patas del trípode en una única pata. Sujeté la cámara por los pies del trípode. Conté hacia atrás mentalmente, como si fuera un mantra tranquilizador. Tres, dos, uno.
—Ya casi está —dije.
Lancé el trípode. Lo lancé como si fuera un garrote y le golpeé en la cabeza. El equipo crujió contra el cráneo, pero no quise mirar. Solté el trípode, tomé mi bolso de la mesa y salí corriendo hacia el vestíbulo del hotel. Tropecé con el cable que había conectado la cámara con la mesa de sonido y caí al suelo, rodando, pero volví a ponerme en pie y me apresuré hacia la salida. No me importaba lo que pudiera haber fuera. Llegué a las puertas de cristal del hotel y agarré los tiradores, sabiendo que debían de estar cerradas. Se abrieron y tropecé hacia atrás por la conmoción. El aire frío de la montaña me golpeó, un delirio de pinos y de noche. Bajé corriendo las escaleras, crucé la entrada y el pórtico del hotel y llegué al laberinto de árboles iluminados de ocre. El generador tosió dentro de la casucha, a mi lado. No tenía ningún plan. No había tiempo. Pensé en el pueblo y en la iglesia en el prado. Había luz debajo de la puerta de la iglesia. La carretera no podía estar a más de noventa metros hacia delante. Algo crujió en los matorrales a mis espaldas. Un tronco cayó del montón de leña. Vi un rostro pálido y aterrorizado, el mío, reflejado en el cristal. El generador volvió a emitir un ruido. Las luces se apagaron y se hizo la oscuridad. Salí corriendo y di de rodillas contra la corteza de un árbol. Trastabillé hacia atrás y caí al suelo. Más adelante, en la noche, unos ojos amarillos parpadearon. Los aullidos de los animales volaban con el viento. Vi las estrellas muy altas y deseé ser una de esas amas de casa de las afueras de New Jersey que no han hecho otra cosa en toda su vida que preparar el hogar para un rico hombre de negocios y para sus protegidos hijos.
DoceRobert, mi amor, no hay mucho tiempo. Ésta será mi última comunicación, a no ser que, por algún azar, sobreviva. Si no sobrevivo, rezo para que alguien encuentre estas notas y pueda comprender mi extraordinario viaje. He intentado dejar constancia de todo tal y como ha sucedido, con gran detalle, para que no pueda haber ninguna duda de mi veracidad. Debo apresurarme o el sol va a bajar y tendré que ocuparme de esta amenaza en la oscuridad.
Ni siquiera sé por qué estoy aquí todavía. En estos momentos estaría muerta si no hubiera sido por la única debilidad de Torgu. Tiene algún plan en Nueva York, eso está claro. Es una especie de terrorista; pero su terror es extraño. Es como un virus, y yo lo tengo; él me lo ha pasado. Se hace más evidente cuando me quedo quieta y cierro los ojos. Él ha puesto alguna cosa terrible dentro de mí.
Pero déjame que intente recomponer todo esto. Al día siguiente de mi intento de huida, me desperté en una cama de una habitación en mi planta del hotel. Alguien, probablemente Torgu, me había dejado el desayuno habitual; yo devoré la mitad del pan y me bebí todo el café. En una peculiar muestra de solicitud hacia una mujer que le había agredido, me había dejado el bolso en la mesilla de noche, al lado de la mesa. Miré dentro. El monedero con el pasaporte y el dinero continuaban allí, y también el inútil teléfono móvil. ¿Por qué? No tenía importancia.
Por lo que me pareció, yo no había sido agredida físicamente. Todavía llevaba puesta la ropa de la noche anterior. Encontré la bolsa de cacahuetes de la maleta de las cámaras. Metí los cacahuetes en el bolso para consumirlos más tarde y comprobé mi equipaje. Para mi disgusto, ya me lo había puesto todo, y en algunos casos más de una vez. Incluso en situaciones extremas soy un poco obsesiva con este tema. Detesto llevar la ropa interior sucia, por encima de casi cualquier otra cosa. Me hace sentir dejada, deprimida. La ropa interior sucia es como el primer paso en un proceso que, una vez ha empezado, no pude detenerse. Revolví la ropa buscando el último par de piezas de ropa interior menos usadas, un sujetador negro que me había puesto tres veces y unas bragas de poliéster rosa que tenían unos hilos sueltos en una de las costuras. Un conjunto horrible, pero lo mejor de entre esos restos. Me puse un pantalón de chándal y un suéter caliente, metí unas cuantas cosas en el bolso, entre ellas el mendrugo de pan y el crucifijo de Clemmie, e intenté abrir la puerta. Estaba cerrada, tal y como esperaba, pero por un momento sentí pánico y la golpeé. Grité. Luego volví a golpearla y me di cuenta de que estaba hecha de un material delgado y que podría derribarla con una dosis de la misma adrenalina que me permitió lanzar la cámara contra Torgu.
Pero eso no había funcionado muy bien. Llevé a cabo un registro del resto del piso. El bar repleto de alcohol me llamó la atención. Me sentí fuertemente tentada por una botella de Jameson. Si todo lo demás fallaba, podía sentarme sobre una elegante alfombra otomana y acunar mi desesperación con alcohol. Pero no llegué tan lejos. Me dolían las rodillas a causa del golpe con la corteza del árbol. Adiviné que mi vida no valía nada y una sensación de vértigo me llenó el corazón; por primera vez había descubierto la verdadera naturaleza de las cosas. Supe que podía morir muy pronto, y supe que no quería morir y que iba a luchar para sobrevivir. Destapé la botella de Jameson. Debía de hacer bastante tiempo que se encontraba allí, pero olía bien. Posiblemente había pertenecido a otro de los invitados de Torgu, pensé, e hice un brindis mentalmente para esa persona perdida.
El sol atravesaba las ventanas del ático con un resplandor de plata. Con la botella en la mano caminé a lo largo del perímetro de la habitación y miré por las ventanas hacia abajo, hacia el bosque de pinos. Me di cuenta del momento en que llegué al extremo norte porque las montañas pobladas de pinos caían a lo lejos y se veían las llanuras de Transilvania, una bruma de un gris verdoso.
Solamente una de las esquinas de la habitación no tenía ventanas, y no la había explorado, así que lo hice. Ya había pasado una hora cuando me tropecé con una máquina de hielo completamente nueva que estaba desenchufada. Así que ahí estaba, pensé, recordando el cubo para el hielo de la noche anterior. Pero otro detalle del aparato me llamó la atención. Parecía encontrarse fuera de lugar en medio de ese museo de antigüedades. Esa cosa tenía una pala, como todas sus hermanas, pero yo estaba segura de que en ella nunca había caído ni un solo cubito de hielo. Al olerla te dabas cuenta de que no había rastro de humedad. Era un acero inoxidado e impoluto.
En el momento en que intenté enchufarla, encontré la salida de emergencia hacia los pisos de abajo.
¿Cómo podría describir unos aromas que solamente había percibido en las más primitivas letrinas de un campamento de verano? Detrás de la máquina de hielo, una escalera conducía hacia una oscuridad que olía a fuego y a excrementos y a matadero. Por ahí era por donde Torgu se trasladaba arriba y abajo, entre mi habitación y los pisos inferiores, para traer el desayuno sin hacer ningún ruido. Así era como espiaba a sus invitados sin ser descubierto. La máquina de hielo cubría la entrada perfectamente.
En cualquier otra circunstancia, hubiera vuelto a empujar la máquina contra la pared y hubiera apilado unos muebles delante de ella para mantener el hedor a raya. Pero vi mi oportunidad. Era una vía de huida. La otra alternativa, intentar tumbar la puerta que estaba cerrada, solamente conseguiría avisar de mis intenciones a los de abajo.
Recé una oración atea. Simplemente pedí coraje. Saqué el crucifijo de Clemmie del bolso y me lo colgué del cuello. La máquina de hielo no pesaba mucho, y la empujé a un lado de la puerta. Quería que la luz natural de la habitación iluminara la escalera. Por lo menos, en el primer tramo, podría ver dónde ponía los pies.
Me arrodillé en el umbral de la salida y me di un momento para orientarme. Recordé la distribución del hotel tal y como la había visto desde el paternoster y pensé en cuál debía de ser mi posición exacta en el edificio. Me encontraba en el piso superior, en el extremo este del mismo. En el extremo oeste se encontraban la puerta cerrada y el paternoster, que era la vía más rápida hasta la planta baja. Debajo de mí, supuse, habría otro piso como los que había visto, de largos pasillos flanqueados por una serie de habitaciones. Así que, deduje, si podía bajar hasta el piso de abajo y llegar hasta el pasillo central, sería posible caminar hasta el paternoster y bajar en él. Ese plan daba muchas cosas por supuestas: que a través de esa salida de detrás de la máquina de hielo podría llegar hasta el piso de abajo; que, una vez en ese piso, podría llegar hasta el pasillo; y que una vez me encontrara al final del pasillo, el paternoster estaría en funcionamiento.
Miré hacia abajo. Los escalones bajaban hasta un rellano. Vi unas paredes de cemento desconchadas y más allá de ellas, las sombras. Me colgué el bolso al hombro. Pensé que no existían unos hermanos griegos: eran un invento de Torgu; de otra forma, los hubiera visto. A pesar de ello, me demoré un poco ante la escalera. Había visto una mano pálida la primera vez que había subido en el paternoster, o me pareció haberla visto. Descendí despacio un par de escalones y miré por encima del pasamanos hacia las profundidades de la escalera. Intenté ver si había alguna señal de movimiento, pero no había ninguna. Se oía un goteo de agua. El viento rugía contra las paredes del hotel, arremolinándose como un río de ruido. Me pareció oír un tintineo de cristales. El sueño de la razón produce monstruos, pero ahora mi razón se había despertado; aunque hubiera dos hermanos griegos en ese lugar, no eran más que unos asalariados que preparaban la comida y hacían algunos trabajos.
Me obligué a bajar las escaleras, descendiendo de escalón en escalón. La luz del sol sólo llegaba hasta el primer rellano. Crucé la línea de penumbra e inmediatamente di un paso hacia atrás. A partir de allí todo estaba completamente oscuro. Parecía que la escalera se precipitaba hacia abajo hasta perderse de vista en una caída en picado, como en esas costas en que un descenso gradual del suelo se precipita de repente hacia un océano sin fondo. Alargué la mano hacia la oscuridad y la bajé hasta el pasamanos. ¿Y si ponía mal un pie y caía? ¿Y si la escalera se había quemado y los escalones simplemente se interrumpían ante un precipicio? Muy abajo se encontraba el origen de ese hedor. Lo olía. Procedía de las regiones inferiores, como si allí corrieran unas cloacas o como si unas tumbas se acabaran de abrir.
Miré hacia atrás, hacia la luz del primer tramo de escaleras, que perdería intensidad muy pronto. Luché contra mis nervios destrozados. Me agarré al pasamanos con la mano derecha, sujeté la tira del bolso en el hombro y metí la cabeza hacia delante, como si entrara en las fauces de un animal gigantesco. Una vez fuera de la zona de luz, la vista se me empezó a acostumbrar. Esperé, dándole tiempo. Hacia abajo había unos cuantos tramos de escaleras y un rellano tras otro. Solamente bajaría un tramo e intentaría abrir la puerta. Si no se abría, respiraría profundamente, bajaría otro tramo y lo intentaría con otra puerta. No podían estar todas cerradas.
No me apresuré. Agarrándome al pasamanos, como un ciego que se mueve por contacto, bajé ese tramo y llegué al siguiente rellano en silencio. Vi la tenue forma de un rectángulo: la puerta del piso. Continuaba oyendo el rumor del viento, pero no percibía más ruido que ése. Me coloqué delante de la puerta y puse una oreja sobre ella para escuchar algún sonido humano. Al otro lado no se movía nada. Di un paso hacia atrás y puse la mano en el tirador, una bola de latón barato.
Me quedé con el tirador en la mano. La puerta empezó a inclinarse hacia delante y las bisagras cayeron al suelo hechas pedazos. La puerta golpeó con un fuerte ruido. Me quedé inmóvil, con el cuerpo ligeramente inclinado, y noté una corriente de aire que olía a moho y que procedía del pasillo que se abría a partir del umbral. El eco del ruido de la puerta había resonado en toda la estructura del edificio hasta que se apagó. Esperé. El pulso me latía en las sienes.
Crucé el umbral y noté algo blando, que cedía, bajo las suelas de los zapatos. Deseé que fuera una alfombra húmeda. Al moverme, el sonido era como si pisara barro. Los tablones del suelo de madera crujían debajo de esa sustancia, pero el ruido no resonaba. La estructura parecía sólida.
Pasé por delante de una puerta cerrada tras otra y me pregunté qué habría dentro. En esos momentos distinguí un sonido, una especie de zumbido mecánico. Me detuve. ¿Eran imaginaciones? No podía calcular la distancia; podrían haber sido cuarenta y cinco metros hacia delante, noventa, incluso más. Volví a avanzar. Una puerta se abrió y casi grité si no hubiera sido porque me llevé una mano a la boca a tiempo. Me oía el corazón, desacompasado, en el pecho. «Me has aterrorizado», quise decirle a la puerta. Volvió a cerrarse con un bandazo; había sido el viento. «Maldito hotel viejo», pensé, y empecé a correr. Las lágrimas me caían por las mejillas. Distinguí el final del pasillo delante de mí.
El paternoster emitía el zumbido. A la derecha, las cabinas subían. A la izquierda, bajaban. Me detuve un momento, casi esperando que Torgu emergiera de las profundidades o bajara desde arriba. «Sólo son nervios —me dije—. Estaré en el vestíbulo en cuestión de segundos.» Pero permanecí allí, observando los giros y pensando por qué creía que iba a ser tan fácil. Pasaron más cabinas, hacia arriba y hacia abajo. Seguramente Torgu había tenido en cuenta la posibilidad de que huyera. Seguramente había previsto que yo podría encontrar el paternoster. Por otro lado, era un hombre extremadamente raro e impredecible que había picado con un truco obvio la noche anterior.
Quizás estuviera muerto, pensé, con una súbita esperanza. Quizá le había matado. Pero parecía poco probable. Alguien me había llevado arriba, alguien me había preparado el desayuno. Tenía que suponer que estaba vivo. Podía encontrarse en una de sus «salidas de negocios». O quizá no le importara en absoluto que yo escapara del hotel; quizás eso le quitara el peso de tener que matarme por sí mismo. Aun consiguiendo salir del hotel, yo no sabía cómo volver a la civilización. Me perdería en el bosque, sería presa de los lobos o de cualquier otra cosa; los Vourkulaki. Miré hacia atrás, hacia el trecho que había recorrido. La puerta que tenía a mis espaldas se mecía con la brisa, y se oían otros ruidos, unos crujidos y unos susurros. ¿Y qué pasaba con los pisos de abajo? Las cabinas abiertas del paternoster descendían, una a una. Si bajaba por allí, los hermanos griegos me verían; verían mis piernas primero. No habría ningún lugar donde esconderse. El tiempo se terminaba.
Salté a la siguiente cabina y noté que la máquina temblaba un poco, como si el paternoster hubiera notado el peso adicional. Me apoyé contra la parte trasera de la cabina y me agaché. Me preparé para un ataque. Recorrí uno, dos, tres pisos quemados. Algo vibró en las profundidades, y me di un golpe en la cabeza contra la pared de la cabina. Bajé las manos para no caerme. Me quedé agachada y en silencio durante un largo rato, esforzándome por oír cualquier sonido de alguna actividad humana, pero sin oír nada más que mi propio pulso en las sienes. Mi cabina se había detenido entre dos pisos. A los pies tenía un espacio de treinta centímetros y se entreveía el piso de abajo. Allí todo estaba extremadamente oscuro y no conseguí ver nada. Hacía arriba me pareció más seguro. Me puse de pie y saqué la cabeza por encima de un trozo de alfombra mohosa cubierta de cascotes y basura. Me inundó una sensación de claustrofobia. La cabeza me pasaba justo por la abertura. Volví a agacharme y miré otra vez el espacio oscuro que se abría a mis pies.
Podía tratarse de un fallo mecánico. Cosas como ésa ocurrían en los edificios viejos. Quizá se hubiera fundido un fusible en algún lugar.
Me pareció oír vagamente algo entre un quejido humano y un gemido del viento; pero no era nada. Todavía me encontraba sola. No tenía elección. Tendría que descender a través de la abertura que tenía a los pies y saltar, deslizarme hasta el piso de abajo como una serpiente. Asomé la cabeza. Parecía vacío. La abertura dejaba pasar justo mi cuerpo. Primero saqué los pies, luego los tobillos, las rodillas y la cintura. Arqueé la espalda y me deslicé hacia abajo, con las manos en el techo del piso de abajo. Aterricé en la alfombra con un chasquido húmedo y tuve una ridícula sensación de libertad, un fugaz instante de euforia. ¡Iba a vivir! Miré hacia el pasillo, otro pasadizo ciego de puertas cerradas y moho, y sentí un prolongado escalofrío.
Miré hacia atrás, al paternoster. A la derecha, una cabina se encontraba detenida en dirección a los pisos de arriba. A la izquierda, a mis pies, otra cabina se había parado hacia abajo. Era una pena que no pudiera convertirme en ondas de satélite, pensé mirando hacia abajo, a la negra grieta que me podría conducir al piso de abajo; era una pena que no pudiera desplazarme de una parte del planeta a otra apretando un botón. La tecnología de mi trabajo no me resultaba de ninguna ayuda en esos momentos.
No me fiaba de la parte ascendente del paternoster. Si la máquina volvía a ponerse en marcha, y eso era posible, me llevaría hacia arriba. Me centré en la parte descendente. La abertura entre la parte superior de la cabina que bajaba y la alfombra era estrecha, del mismo tamaño que la abertura en el piso de arriba, pero metí la cabeza y miré. El cuerpo podría pasar por allí. Metí primero los pies y me deslicé hacia abajo; los pantalones del chándal se me arrugaron en los muslos. El bolso se me quedó atrapado en la abertura y, al tirar de él, su contenido se desparramó. Volví a agacharme y, en un ataque de pánico, empecé a recoger mis cosas, mis notas, una bolsa de cacahuetes, un trozo de pan.
Me dispuse a seguir adelante. Mis pensamientos se detuvieron, y me inundó una sensación de profundo esfuerzo. Continué bajando por el paternoster, saltando de cabina en cabina como un niño que baja por las cuerdas de una red del parque. Bajé tres pisos en cinco minutos. Estaba orgullosa de mí misma; debía de estar sucia de tanto arrastrarme, y la idea de estar cubierta por las cenizas y el lodo de un hotel ex comunista me hizo reír y me dio valor. Piso a piso, descendí. Primero los pies, luego el cuerpo. Ya no me preocupaba por mirar cada pasillo. No me importaba.
Todavía oía esos gemidos. Se habían hecho más fuertes y parecían más humanos, como de alguien que sintiera dolor. Pero era el viento, tenía que serlo. Me asomé a otro piso, aparté un montón de cartón alquitranado y de otra materia calcinada, y me dejé caer. Aterricé y me quedé rígida. El terror me atenazó. Los gemidos procedían del piso de abajo, y correspondían a un idioma, rumano o quizás escandinavo. El viento no habla ningún idioma. Recordé lo del noruego. Me arrodillé en el pasillo y bajé la cabeza, sin saber qué hacer. Podía ser un hombre o una mujer; alguien que se habría enredado en algún trato, o en alguna relación, con Torgu, y no era asunto mío. Yo quería vivir. Probablemente ellos morirían.
Pensé en cuál debía ser mi siguiente movimiento. Tenía que ser rápido, tenía que comportarme más como un pez que como una serpiente. Debía esquivar el piso siguiente tanto como fuera posible. Meterme en la rendija, caer al suelo de la cabina del paternoster, dejarme caer fuera, no mirar, no entretenerme, dejarme caer a través de la siguiente rendija y continuar hacia abajo. Saqué la cabeza por la abertura.
El hombre estaba desnudo como un bebé, cubierto desde el pecho hasta los genitales por su propia sangre. Alguien había intentado cortarle el cuello. Él me vio, me agarró del brazo y me tiró fuera del paternoster. Cayó encima de mí.
TreceNo me soltaba. Cayó de cara contra mis rodillas, como si buscara protección allí. Era una visión horrible, su piel estaba pálida, fría y peluda, parecía azul en la oscuridad, con zonas ennegrecidas por los golpes. Sentí un terror fugaz. ¿Y si era una de esas criaturas de las películas? ¿Vería unos dientes afilados y unos ojos rojos y muertos cuando volviera a levantar la cabeza? ¿Mordería? Pero, por supuesto, lo que significaba la presencia de aquel hombre era mucho, mucho peor que eso, y en un momento me di cuenta. Si no escapaba, acabaría como él.
—Suélteme —susurré.
—¡Habla inglés, grracias a dios, oh, grracias a dios, grracias a dios!
Una y otra vez oí esa frase hasta que le hice callar.
—No haga ruido.
Entonces él se sentó y se llevó las manos a la entrepierna. Los ojos aparecían blanquecinos y protuberantes. Tenía el pelo revuelto y le estaba saliendo barba.
—¿Es usted noruego? —le pregunté. Él asintió con la cabeza. Recordé el nombre y la dirección de la maleta de metal—. ¿Es usted Andras de Oslo?
—Sí —dijo casi sin respiración—. De la televisión. ¿Y usted?
—Yo también. Norteamericana.
—Sí, sí —susurró, extático—. Lo he notado en su acento. Grracias a dios que ha venido. Me han arrastrado hasta aquí y han intentado clavarme un cuchillo, pero luché como un jodido tigre siberiano y se retiraron. Cobardes.
Le puse la mano encima de la boca y negué con la cabeza.
—Vourkulaki —dije—. ¿Son reales, entonces?
Una línea de absoluto terror me conectaba con él, como si respiráramos con los mismos pulmones y miráramos con los mismos ojos.
—Oh, sí —dijo—. Muy reales.
—Ayúdeme —le dije—. Yo le ayudaré, y saldremos vivos. ¿De acuerdo?
Él asentía con la cabeza y miraba hacia atrás, hacia el otro extremo del pasillo.
—Entonces acabaremos con estos cabrones para siempre —dijo, otra vez en tono demasiado alto.
Le ayudé a levantarse y observé su cuerpo de arriba a abajo con ojo clínico. Tenía que pensar en la logística. Era un hombre grande, debía de pesar más de noventa kilos. Verdaderamente, no veía de qué forma podría pasar por las estrechas aberturas de las cabinas del paternoster. Estaba débil a causa de la pérdida de sangre. Temblaba por algo más que por el frío. Deseé poder ofrecerle algo para que se cubriera, pero no había nada a mano y no teníamos tiempo.
Le mostré cómo manejarse con el paternoster, y empezamos el descenso. Yo no soy ninguna santa, así que él iba en segundo lugar, de modo que si se quedaba atrapado en el paternoster, como era muy posible dado que pesaba entre treinta y treinta y seis kilos más que yo, no pensaba sufrir las consecuencias.
Yo recordaba cuatro o cinco pisos calcinados, pero mientras recorríamos nuestro camino, conté siete, ocho, nueve, diez. La mayor parte del hotel se había incendiado. Quizás era por eso por lo que Torgu quería ir a América. Su casa había sido destruida, y él quería empezar de nuevo. No podía ser fácil encontrar o construir un hotel nuevo que se adecuara a sus exigencias. Así, al igual que tantos inmigrantes antes que él, iría a Nueva York. Con los millones procedentes del crimen, si es que existían, compraría uno de esos pequeños hoteles que se extendían al sur del distrito de distribuidores cárnicos. Austen Trotta me había dicho una vez: «Recuérdalo, siempre hay una historia inmobiliaria».
Andras soltó un gruñido en la cabina de arriba, como si estuviera defecando. Tardaba demasiado. Yo me movería más deprisa sin él, no cabía duda.
Hacía mucho que se me había parado el reloj y sólo podía adivinar qué hora era. Debía de haber pasado ya la hora de la comida, debían de ser sobre las tres, lo cual me daba unas cuantas buenas horas más de luz: una hora más para llegar abajo, y dos para llegar a la iglesia del pueblo abandonado. Cuando abandonáramos el hotel, arrancaría a correr y Andras tendría que continuar de la mejor forma que pudiera. Una vez en el vestíbulo, mi obligación habría terminado.
Yo me movía cada vez más deprisa, dejándole a él atrás. «Soy como una avanzadilla —me dije a mí misma— explorando el terreno.» A cada momento me detenía e intentaba oír sus gruñidos. Llegué a lo que supuse que debía de ser el sexto piso, y la parte incendiada empezaba a desaparecer. Me detuve y escuché. La respiración de Andras, alta y rápida, como un sonido de fondo de sus gruñidos, se había ido apagando en el profundo silencio del resto del hotel. Esperé. Por despacio que se moviera, casi en ningún momento había quedado fuera de mi vista más que treinta segundos. Me agaché en la cabina, entre lo que parecían ser el sexto y el quinto piso. Él se había detenido por completo. «Tienes que irte», me dije a mí misma. Que cada palo aguante su vela, como diría mi padre.
Tomé una decisión. Él estaba acabado. Metí las piernas por la rendija hacia el quinto piso. Mientras lo hacía, las luces del paternoster se encendieron. Esa cosa se puso en marcha con una vibración y empezó a subir. En el último momento, antes de que el techo y la cabina me aplastaran las piernas, me tiré dentro. Sin que hubiera tenido tiempo de pensar nada, el paternoster llegó al sexto piso.
Andras se tiró, con un grito ahogado y sangre manándole por la boca, tambaleándose, contra mí. Tenía seis brazos. Eso es lo que vi en primer lugar, unos brazos que se retorcían, como las serpientes de las estatuas antiguas, alrededor de su cuello, de su torso, de sus piernas. Le habían atrapado. Tiraban de él hacia atrás, hacia la oscuridad. Alguien tenía un cuchillo, el filo brilló. Yo salí corriendo de la cabina y le agarré una mano. Nos sujetamos con fuerza un momento y vi en él la entera vida de esfuerzo de un periodista itinerante, vi la belleza y el coraje y la locura que había en ello, una vida atrapada en esos momentos por una conmoción ciega y un ultraje en ese horrible lugar. Los brazos serpenteantes apretaron, Andras rugió, nuestras manos se separaron y él salió volando hacia atrás por el pasillo hasta que se oyó un portazo y el ruido de la lucha cesó. Me quedé inmóvil durante mucho rato, me pareció, con la mano todavía extendida y caliente de su contacto. El paternoster giraba detrás de mí. Las sombras de delante se estremecían. La alfombra apestaba. Mi bolso había desaparecido abajo. Detrás de la puerta, en la oscuridad, oía unos susurros divertidos, y el ritmo de una respiración feroz. Detrás de esas puertas habitaban todo tipo de horrores. Levanté la otra mano, en un gesto de rechazo de lo que pudiera venir.
Me precipité corriendo hacia delante en la oscuridad gritando su nombre.
—¡Andras!
Una puerta se abrió y los vi, justo delante de mí, dos hombres de ojos brillantes, pelo largo y oscuro y sonrisa mordaz, los Vourkulaki. Se movían juntos, con agilidad, como panteras. Uno tenía un cuchillo y el filo brillaba.
—Tú —dijeron al unísono, como si me hubieran estado esperando desde que nací.
Catorce¿Mi vida me pasó en un instante ante los ojos, pero no como yo habría esperado. De hecho, no fue como en una cámara. Fue como un oleaje. La voz de mi padre diciendo: «Nunca empieces un fin de semana con menos de cien dólares en el bolsillo». Una foto de mi antepasado Crazy Snake, tenue y trémula. Mi tatarabuela me mostraba la tumba de un joven indio enterrado bajo las puertas de su pequeña casa. Yo comía un pastel de cumpleaños. Una chica bronceada con un bañador rojo se tiraba de un trampolín a la piscina del club Dallas Country. Yo bailaba con guantes blancos en un cotillón. Mi madre lloraba en el funeral de su madre. Robert intentaba besarme en nuestra primera cita. Austen Trotta me decía que debía ponerme ante la cámara. Oí una explosión en las alturas. Robert me pidió la mano. Clemmie Spencer susurró «África».
Tenía recuerdos. Yo era real. Eso era real. Los hermanos Vourkulaki eran como un charco de alquitrán que había visto en Los Angeles, una superficie negra y humeante bajo la cual las cosas se hundían sin dejar rastro.
—¿Dónde está? —pregunté.
No creo que hablaran muy bien el inglés, ni que eso importara. Sus brazos me rodearon el cuello y las piernas. Yo me retorcí y arañé, pero me encontraba de lleno en la boca del lobo. Los brazos me llevaron hasta una habitación al otro lado de la sala, enfrente de la habitación donde se encontraba Andras. Los Vourkulaki tenían unos ojos inexpresivos como de tiburón, casi invisibles detrás la masa de pelo. Se movían agachados. Sus lenguas lamían palabras extrañas. Me dejaron caer al suelo, salieron fuera, al otro lado del pasillo, y entraron en la otra habitación, que todavía tenía la puerta abierta. Mi puerta se cerró con un portazo.
Esperé oír el sonido de una llave al girar, pero no lo oí. Esa habitación no se había incendiado. Había decaído, como un cuerpo. Oí un grito en la sala. Algo nuevo estaba sucediendo. ¿Podía estar vivo Andras? ¿Podía ser él? Percibí el sonido de un golpe, como de un objeto pesado, y el susurro de unas mantas. Esperaba que mi puerta se abriera de un momento a otro.
Me di cuenta del momento en que se puso el sol. Las sombras de la habitación se hicieron negras, y el ruido de la otra puerta se reanudó, pero tenía una calidad distinta. Se oyeron unas voces en comunión, en un tono apagado, casi respetuoso. En ese momento creí que otro había llegado al pasillo. La conversación se apagaba y se reanudaba, y oí el sonido de unos pies calzados con botas que abandonaban la habitación y entraban en el pasillo. Me preparé. Pero los pasos transitaron hacia otro lugar, hubiera jurado que hacia el paternoster, antes de alejarse. Esperé. No fue difícil. No podía moverme.
Debía de haber pasado una hora más cuando, finalmente, me aventuré hasta la puerta y la abrí un poco para mirar al pasillo en dirección al paternoster. Al principio, sentí alivio. El viento emitía su habitual gemido. Abrí un poco más la puerta. Las bisagras no rechinaron y me preparé para correr. Abrí la puerta unos centímetros más y escuché. Al otro lado, fuera de la vista, estaba la habitación donde habían llevado a Andras, cuya puerta no tenía ni idea de si estaría todavía abierta. No quería que lo estuviera. Temía verlo. A lo lejos se oía un sonido rítmico y pensé que debía de ser un generador de uno de los pisos de abajo. Volví a mirar pasillo abajo y vi que las bombillas del paternoster brillaban intermitentemente a una corta distancia. Ahí estaba. Esa era la oportunidad. Volví a pensar en Andras, y volví a sentir el contacto de su mano antes de separarse de la mía. Miraría en su habitación. Sería muy rápido. Si él podía caminar mínimamente, intentaría ayudarle. Si no, tendría que abandonarle. El viento gimió con fuerza y abrió y cerró las puertas de ambos lados del pasillo. Justo enfrente de mí, al otro lado del vestíbulo, la puerta de su habitación dio un portazo. Me apretujé contra mi puerta y oí que ese sonido rítmico cobraba mayor fuerza, era como los dientes de una sierra contra la madera. Era un ser humano. Estaba vivo, probablemente no se le podía ayudar. Todavía escondida detrás de la puerta de mi habitación, me agaché. Me concentré. Con la punta de los dedos empujé la puerta un poco hasta que sólo podía ver el vestíbulo de mi habitación, pero no más allá. Vi varias cosas a la vez en la penumbra. Al principio, no estaba segura de que ninguna de ellas fuera real.
En el suelo, con las manos metidas en un cubo, se encontraba sentado el hombre que había conocido como Ion Torgu. Al principio pensé que estaba vomitando. Tenía los ojos girados hacia arriba. Le temblaban los labios, y emitía unos susurros enfebrecidos. El cubo del hielo, pensé, el de la cena; allí había estado su cuchillo. Volví a mirarle a la cara. Una sustancia oscura le goteaba de la parte inferior del rostro, desde las fosas nasales hasta la barbilla, y oí unas palabras confusas, como si fueran nombres de lugares, aunque podía haber sido mi imaginación; algo así como: «Nitra, Rumbala, Cajamarca, Gomorra, Balaklava, Nadorna, Planitsa, Ashdod...». Movía las manos por el borde del cubo. Miró hacia arriba y el blanco de los ojos le brilló con fuerza, mucho más que cualquier otra cosa en esa habitación. Tenía las piernas abiertas a ambos lados del cubo. Le vi la suela de una de las botas. La parte inferior de su cuerpo no se movía. De repente, apartó las manos del cubo y las dejó caer en el suelo, los nudillos hacia abajo, las palmas hacia arriba, los dedos retorciéndose. Alguien le había golpeado, pensé. Yo le había golpeado, pero ¿le había dejado así? Su cuerpo parecía tener una cualidad como de plástico, como si fuera un objeto en lugar de un hombre, pero el pecho le subía y le bajaba, y el sonido rítmico, como de sierra, resultó ser el de su respiración. La letanía de esas palabras susurradas llegaba desde el vestíbulo con un efecto extraño. Empecé a oírlas dentro de mi propia cabeza, como si yo las estuviera pensando al mismo tiempo que él las pronunciaba, incluso antes de que salieran de su boca, a medida que se formaban en su mente, «Thessalonika, Treblinka, Golgotha, Solferino, Lepanto, Kalawao, Kukush...».
Puse un pie en el pasillo, creyendo que él estaba inconsciente, pero su cuerpo hizo un movimiento repentino. La cabeza le cayó hacia delante, encima del cubo. Levantó las manos de la alfombra, las puso sobre el borde y las metió dentro. Abrió la boca y subió las manos juntas, formando un cuenco. Introdujo la parte inferior del rostro dentro y el fluido negro se le escurrió entre los dedos. Oí el goteo del líquido sobre el líquido. Su respiración era entrecortada, y movía los labios contra las palmas de las manos. Los glóbulos oculares le brillaban como estrellas. Empecé a comprender. Vi más allá de él. Me fallaron las piernas y caí de rodillas. A su espalda, encima de la cama, había un pie desnudo, y lo supe. Torgu bebía la sangre de ese hombre, del cubo. Se bebía a Andras. No podía moverme. Escuché en un rapto de terror a Torgu, que bebía y hablaba, sus labios negros recitando los nombres de lugares en mi cabeza, y mientras yo recitaba con él, empecé a comprender por primera vez que cada uno de los hombres y mujeres que habían sido alguna vez obligados a pararse desnudos ante la fosa común, cada una de las niñas asesinadas ante los ojos de sus padres, cada uno de los pueblos aniquilados, cada uno de los nombres extinguidos por el capricho de un carnicero, cada uno de los insignificantes ciudadanos masacrados en cada uno de los lugares desconocidos desde el principio de los tiempos, cada uno de ellos había existido de verdad. Mis gritos no pudieron ahogar las palabras de esa canción.
QuinceMe desperté en la cama del ático, la luz salvaje de las estrellas se apagaba en el cielo. No sabía cuánto tiempo había estado allí, y me vino la idea de que habían pasado días. Al instante, me senté, y me di cuenta de que la habitación estaba diferente. No tenía la sensación de ambiente viciado de antes. Me di cuenta de por qué. A unos metros, la puerta que conducía al piso superior estaba abierta.
Me quedé encima del cubrecama, en blanco por un momento, antes de empezar a recordar lo que había visto. Sentí que se me rasgaba el pecho. Nunca en toda mi vida, hasta ese momento, había gemido. Me llevé las manos a la cara y mi cuerpo emitió un sonido. Gemí por mi madre y por mi padre. Gemí por Robert. Gemí por Andras. Salí de la cama y me vi los pies desnudos: alguien me había quitado los zapatos. Fui hasta el espejo del tocador y me vi los rasgos crispados, el pelo negro ferozmente revuelto, lágrimas por todas partes, los ojos conmocionados, húmedos y rojos. Los dos botones de arriba del suéter se habían caído, y vi que tenía restos de sangre seca por todas partes. Me arranqué el suéter, mi favorito, y me quedé allí de pie. Era una visión de mí misma que no podía haber imaginado: yo al borde de la muerte. Al lado del tocador se encontraba el bar. Cogí una botella de Amaro, un licor que había descubierto en un viaje a Italia durante el cual Robert me enamoró. Se bebe con unas gotas de limón. La lancé al otro lado de la habitación, hacia una ventana, pero tenía el brazo débil. La botella dio contra un aparador y rodó por el borde recto de una alfombra persa.
Vi la botella de Jameson. Ya me había tomado una parte antes. La cogí, la abrí y me bebí el resto. Caí hacia atrás encima de una sedosa alfombra persa y tragué. Gemí un poco más. El espesor del tejido bajo la espalda me resultaba agradable, y acaricié los hilos con una mano. Luché por no perder la conciencia por completo. Pensé en Clementine Spence y en su cruz, dejé la botella encima de la alfombra, me levanté y rebusqué en el bolso hasta que encontré el crucifijo y me lo colgué del cuello. Me tumbé encima de la alfombra. Vacié lo que quedaba del whisky en mi boca y lancé la botella rodando por encima de la alfombra hasta la puerta abierta.
El pie de Torgu la detuvo. Torgu entró y le dio una patada a la botella. «La Cosa está aquí», pensé. La cosa llamada Torgu no se podía filmar. No era natural, ni siquiera sobrenatural. No había forma de verle como a un humano. En el mejor de los casos, era el portador de una plaga desconocida. En el peor, desafiaba cualquier descripción, era una sustancia emanada de una inmensurable y oscura pesadilla, era mi propio fin.
Torgu entró en la habitación y sus ojos absorbieron la cruz que me colgaba del cuello. Tenía los labios relucientes de prolongadas libaciones. Los estaba moviendo. La sangre le corría por la barbilla formando hilos, manchándole la camisa, la misma que llevaba la noche de nuestra cita. Su boca recitaba su letanía de nombres, ahora libres de cualquier intención o significado. Me puse las manos sobre los oídos, pero no sirvió de nada. Las palabras se habían metido dentro de mí; me penetraban el corazón como gusanos, y la Cosa lo sabía. Los dientes negros brillaron detrás de una mueca babeante. Al principio las manos no estaban a la vista, pero dio un paso hacia delante y apareció una de ellas, sus dedos eran unos hilos colgantes de pesadilla. No parpadeaba. Los glóbulos oculares sobresalían con una vitalidad amarillenta, las pupilas eran unos apretados puntos. La mandíbula inferior sobresalía, y Torgu caminó hasta los pies de la cama, donde, parecía, se esperaba que estuviera yo. No me moví de mi sitio encima de la alfombra persa. El noruego se encontraba desnudo y sin afeitar antes del sacrificio. Yo estaba en sujetador y pantalón de chándal.
Sentía los brazos débiles a ambos lados del cuerpo. Intenté desaparecer de lo que tenía delante de mí. Me imaginé a mí misma como un diseño persa de mujer intrincadamente tejido en la alfombra. Oí una frase de música, unos timbales y unas cuerdas de sonido sinuoso; un fragmento de una absurda película antigua sobre la exótica Arabia. Torgu caminó alrededor de mi cuerpo hasta que llegó a la altura de mi cabeza, de forma que le vi el rostro del revés. Le miré a los ojos. Él no me quitaba la vista de encima. Me sujetó por el pelo con una mano, y con la otra cogió el enrojecido cuchillo de degollar; yo ni siquiera pensé en gritar. Pero Torgu todavía no atacó. Por un instante, pensé, deseé, que fuera a causa de la cruz de Clementine.
En esos ojos, justo allí encima de mí, imaginé ver el alba de una comprensión. Una revelación mutua se estableció entre nosotros, aunque, en mi estado de confusión a causa de la bebida, no pude entenderla del todo.
—¿Quién eres? —pregunté.
La respuesta burbujeó en sangre.
—Un hombre viejo.
—¿Qué quieres?
—¿Qué quiero? —Pareció ganar en estatura. Le brillaron los ojos—. Quiero aparecer en su programa de televisión. Hélas.
—¿Qué va a sucederme? —susurré.
Torgu levantó el cuchillo.
—Eso quedará claro.
Esas palabras manaron de sus labios y gotearon encima de mi cuerpo. Bajo su mirada, perdí la voluntad de preguntar.
—Pero primero —continuó Torgu—, exijo una invitación. Hemos hablado de Nueva York.
Debí de parecer confundida. Torgu me penetró con la mirada, yo le miré. ¿Por qué no me había puesto el cuchillo en el cuello? El alcohol me nublaba la mente. Cerré los ojos durante dos segundos; cuando los volví a abrir, su atención se había desplazado a la parte superior de mi cuerpo. El aire frío procedente de la puerta abierta había provocado que mis pezones estuvieran erectos, y la forma en que me había caído sobre la alfombra me había dejado los pantalones bajados por la cadera izquierda. Sentí que un gemido emergía desde mis tripas, esta vez a causa de la humillación, pero antes de que pudiera ser audible, otro pensamiento tomó forma, una revelación. Él volvió a hablar, como si se adelantara a mí línea de razonamiento.
—Necesito que me haga llegar una invitación personal, Evangeline.
Era la primera vez que utilizaba mi nombre; el efecto fue casi tierno. Noté de nuevo la agresión a mi voluntad. Sus ojos apretaban los míos como si estuvieran encima de ellos. Aferró mi pelo con más fuerza, insistiendo. Volví a escuchar en mi cabeza las palabras susurradas antes, un eco de ecos más remotos, fuera del tiempo y del espacio. Quise darle permiso. Quise decirle que viniera a mi país, que viniera a mi programa, que viniera a mi cuerpo. Que me aniquilara. Podría llamarlo un tipo de deseo sexual, pero fue, en verdad, el deseo de escapar de mi sufrimiento. No podía soportar ni un momento más mi propio terror.
Cerré los ojos otra vez, los mantuve cerrados y me despedí de mí misma. Perdí la capacidad de sentir nada en las piernas. Quería que llegara la muerte. Pero le oía respirar entrecortadamente, como un hombre que hubiera estado soportando un peso durante demasiado tiempo. La cabeza me cayó hacia atrás y cuando abrí los ojos, sorprendida, él parpadeaba, como si un exceso de luz del sol le hubiera golpeado, y se retiraba rodeando el extremo inferior de mi cuerpo. «La cruz —pensé—, por fin ha funcionado de una puñetera vez.» Pero no se marchó. Al llegar a mis pies, se volvió y se quedó ahí, con el cuchillo al lado del cuerpo, sin dejar de parpadear. En esos pocos segundos, mientras observaba su incomprensible retirada, el desconcierto se convirtió en conocimiento. Una revelación incendió mis sentidos. No se trataba en absoluto de la cruz. Recordé su delicada salud, la fragilidad de su cuerpo en relación a cierto «estado» no especificado, y esa idea me atravesó el cuerpo y extinguió la lasitud de la mortalidad.
Lo que estoy a punto de contar me resulta muy difícil. Sé lo que significa, o lo que puede significar para mi futuro, en mis relaciones con otras personas, en mi vida con mi esposo. Pero intento ofrecer una estricta narración de lo que vi para que otros puedan disponer de un valioso conocimiento cuando les llegue su momento, tal y como debe ser y será. Algunos dirán que me crié en un hogar sin ninguna creencia religiosa y que eso ha sido decisivo. Otros dirán que yo era una chica posmoderna de comportamiento desenfrenado en una era en la que poco importa, o no importa en absoluto, que una mujer soltera se acueste con hombres y que lleve a cabo, sin ninguna vergüenza, una serie de actos sexuales que las anteriores generaciones de mujeres guardaban como su secreto más profundo. Pero afirmo ahora que siempre he sido un ejemplo más que convencional de la típica mujer de mi época, con cierta experiencia sexual, sí, pero que sólo realiza los actos más comunes, muy discreta y extremadamente modesta, que nunca he tenido tendencia a los vuelos de la fantasía, que he tenido un número mínimo de compañeros, que soy una monógama y una pragmática e, incluso, una mojigata donde las haya.
Torgu estaba agitado y contemplaba mi cuerpo como si fuera un lecho de lava. Yo temblaba y casi no podía moverme, pero me quité con esfuerzo el anillo de prometida del dedo y le tiré el delicado aro a la cara. Él se tambaleó hacia atrás, gruñó y amenazó con el cuchillo. Yo no podía soportar verle. Esos labios goteantes, esos ojos de hipnotizador amenazaban mi determinación. Tomé una decisión. Todavía tumbada de espaldas, rodé sobre mí de tal forma que él pudiera tomarme por detrás; era un juego terrible, un juego atroz, pero era la última posibilidad. Él dejó escapar un siseo. Me icé un poco del suelo, introduje los pulgares en la cintura del pantalón y me lo bajé hasta las rodillas. El crucifijo me colgaba del cuello, y sentía el alcohol en el cuerpo. «Escucha la canción que marcan tus caderas —me dije—; por favor, Dios; por favor, Dios», un encantamiento sincopado. Concentré toda mi fuerza en los puños, los cerré con furia y empecé a contonearme. Fue un acto de fe, en algún sentido, de fe no en lo divino de arriba, sino en lo divino de abajo, en mi poder sobre ese mal. Si estaba equivocada, entonces sería violada antes de ser asesinada, pero me consolé a mí misma con la idea de que nadie lo sabría nunca.
El demonio ardía, en ese extraño ático, con sus interminables ríos de filigranas de seda, sus insinuaciones de harenes kitsch, a la primera luz de una mañana transilvana. Un gemido me surgió del pecho, me llevé una mano al hombro y me bajé primero una tira negra del sujetador y luego, la otra. Sudaba alcohol. Mantuve los ojos fijos en las figuras entrelazadas de la alfombra, en el azul profundo, el oro y el verde de acanto, para que Torgu no pudiera verme los ojos. Esperaba que dejara caer el cuchillo de un momento a otro y que se me pusiera encima, esperaba que ese animal me penetrara, pero no sucedió nada. «Tengo razón —pensé como una loca, más un deseo que una certidumbre—. Le he descubierto.» Reduje el ritmo hasta quedarme perfectamente quieta excepto por el movimiento de mis pulmones y giré sobre mí misma para mirarle, para ver qué era lo que había conseguido. Era un espectáculo asombroso y, debo admitirlo, esa visión me cambió para siempre.
Él había caído de rodillas. El cuchillo se había convertido en la muleta en la que se apoyaba. Tuvo un tremendo escalofrío. Torgu intentó indicarme con un gesto de mano que yo debía abandonar, un gesto patético para despertar mi miedo, pero su autoridad había desaparecido. Me senté, puse los brazos detrás de mí con las manos abiertas sobre el suelo, y me preparé. Me puse de pie. Al hacerlo, el pelo me cayó encima de la cara, ocultándole mis ojos. La cruz de Clementine brillaba al alba del día.
«Ahora la muerte», me dije, ignorando mis últimas obligaciones sagradas. El sujetador se había desabrochado y me colgaba del brazo, a la altura del codo. Estaba de pie, casi desnuda y crucificada ante esa criatura, a unos centímetros de su boca entreabierta. Torgu hervía por dentro, pero ya no podía apartar la mirada, y sentí, con una determinación sedienta de sangre, que ahora yo tenía la capacidad de barrerle de la faz de la tierra. Fue un momento de conocimiento puro. Allí estaba, arrodillado con su arma en la mano, y allí estaba yo de pie, con mi piel caliente y humana, y se hizo patente de forma clara y repentina que el cuchillo teme a la piel más que a nada en el mundo, que depende de la piel en todos sus sueños sangrientos, que su único recurso es abrir en dos la pesadilla, cortar la vid del interminable bosque del deseo. Abrí las piernas unos centímetros y deslicé la mano hacia abajo. Las últimas y lentas caricias tuvieron su efecto en él y en mí. Mis dedos encontraron respuesta. Una pesadilla de fuego y desolación arrasó la mente del monstruo. Se estaba consumiendo, incinerando. Los nombres de los lugares arrasados pasaban por sus labios en una retahíla desesperada y crispada, se deshacían en sílabas incoherentes. Mi mente atravesó volando la alfombra persa recordando una vieja y olvidada fórmula para ahuyentar al diablo. Pensé en vidas muy lejanas, en las mujeres de todos los tiempos que tuvieron que abrirse paso sinuosamente para escapar del asesinato y de cosas peores. Era una enorme tradición, y esos sutiles poderes fluían por mis caderas y mis pechos, como si los santos del deseo hubieran cobrado vida en esta habitación. Y con estas revelaciones, se produjo otra, insoportable, la de que quizá yo podía tener el poder que Torgu poseía, de que el beber sangre humana podía ofrecer unos generosos beneficios, de que la violencia de sus labios podía deslizarse por mis pechos y mi vientre y ofrecerme algo mucho mejor. Ese pensamiento se desvaneció tan deprisa como había aparecido. Con una confianza peligrosa pero absoluta, deslicé los pulgares dentro de la cintura de mis baratas bragas de color rosa y me las quité. En un último gesto de desprecio, hice una bola con la pieza de ropa interior y se la introduje en la boca, un verdadero acto hipnótico tan completo que la criatura no pudo concentrar fuerza suficiente en sus manos para quitarse la pieza de ropa de las fauces. La fiebre de esa lucha aumentó. El terror aumentó. La Cosa se tambaleó hacia atrás, y la explosión se produjo despacio. No iba a detenerla. Arqueé la espalda, ofreciéndome igual que el noruego sacrificado. Permití que el puro placer de ese movimiento me invadiera todos los sentidos. El cuchillo cayó de los dedos de la bestia. De su boca emanó una masa de sangre. Al fin, con ferocidad, se arrancó la ropa interior de entre los dientes. El material de poliéster se le quedó pegado en los dedos. Emitió un último rugido de frustración mientras intentaba rasgar la tela. Yo siseé su nombre, como la gran puta de Babilonia, una vez y otra, «Torgu, Torgu, Torgu», irguiéndome en el aire para que él pudiera observarme por completo. Cerré los ojos, pensé que la habitación debía de estar envuelta en llamas. Oí una respiración entrecortada, la mía o la suya, no lo sé, unos pasos apresurados escaleras abajo en una huida que me puso enferma, que me trajo a la mente los rozamientos y los serpenteos de los insectos asustados de repente por la luz. Abrí los ojos otra vez, y se había ido.
No tenía tiempo de sentirme disgustada conmigo misma. No me regodeé en nada. No dudé ni un instante. Volví a vestirme casi por completo con la armadura de mi victoria, el sujetador y el pantalón de chándal, por si Torgu volvía a por mí otra vez. Dejé las bragas y el anillo de prometida en el suelo, pero cogí el cuchillo. «Seguiré al monstruo hasta las profundidades del hotel. Escaparé de esta guarida y correré con mis últimas fuerzas hasta la capilla, en el prado del valle desierto, donde alguien, seguro, me ofrecerá refugio. Y si esas puertas me son cerradas, correré agazapada al suelo, mataré a cualquier cosa que intente detenerme, hasta regresar a una morada humana. Lucharé con la piel, los huesos y el sexo para sobrevivir.»
LIBRO 2Susurros en los pasillosDieciséisE., me dicen que estás metida en alguna especie de negociación súper secreta con ese criminal, pero no me lo creo. Algo va mal. Sus caras lo dicen. Tendrías que haberme puesto al corriente a estas alturas. Tendrías que haber mandado uno o dos despachos sobre su mal aliento y sus torpes insinuaciones sexuales. Pero dado que no has respondido a un solo correo electrónico mío esta semana, siento un escalofrío de desastre. O quizás es nuestro propio desastre lo que despierta mi miedo. Alguien tiene que darte la noticia. Quizá la conmoción te saque de donde estés escondida.
¿Recuerdas el último día antes de que partieras hacia Rumanía, cuando Ian vino a visitarte a tu oficina?
Visualiza ese mínimo, encantador y civilizado momento en tu mente, si puedes. Tú y yo estábamos comiendo una ensalada asiática de pollo de dos restaurantes de comida preparada distintos, Munchies y Jamais, y discutiendo acerca de cuál de los dos preparaba la mejor salsa de sésamo y lima. Yo intentaba animarme a decirte algo importante acerca de nuestra amistad cuando Ian entró, dio un portazo y soltó, con una ira inusitada: «Es oficial: odio este jodido lugar». Nosotros intentamos ocultar la diversión que eso nos causó, porque era evidente que él estaba en un estado de auténtica consternación. Tenía buen aspecto, supongo que lo recuerdas. Siempre lo ha tenido. Se le veía la expresión exhausta propia de un hombre joven que está criando a unos niños pequeños, pero también mostraba la rubicundez de quien navega, corre por la playa y nada en el mar, en el punto más álgido de finales de verano. Ian vestía bien, además —tú dabas gran valor a ese tipo de cosas—. Ese día había hecho progresos en su habitual estilo desaliñado y llevaba un traje que había encargado a esa sastrería del Rockefeller Center. En su locura habitual, debía de haber pensado que un atavío hecho por encargo le resultaría de ayuda a la hora de plantear sus argumentos como productor ante su jefe, Skipper Blant; pero Blant, como era de esperar, le echó un vistazo y le llamó «engolletado payaso de la moda», como si el mismo Blant no padeciera los mismos notorios ataques de bufonería. ¿Recuerdas la perorata? Yo la estoy oyendo ahora mismo.
«Pues aquí estuve hasta las tres ayer por la noche. —Me quitó el brownie que me habían dado como obsequio y se dejó caer en tu sofá azul—. No importa que tenga un hijo de dos años en casa. No importa que el de tres años llore toda la noche preguntando por papá. No importa que mi mujer tenga miedo por mi salud y que quiera que salga a buscar un trabajo con un horario normal. Ninguno de esos pequeños detalles importa. Yo estaba aquí.»
«Claro que estabas aquí», repetiste tú, para ofrecer apoyo moral.
«De verdad que aprecio tu llamada y tu respuesta, Evangeline.» Antes de comerse mi brownie, se quitó la chaqueta del traje, de un tejido de lana demasiado grueso para finales de agosto; estoy seguro de que quería lucirlo antes de que empezara la temporada, hacer un pase, recibir unos cuantos cumplidos y afinar el efecto del conjunto. Se estaba quejando acerca de los últimos agravios en su campaña por convertirse en un productor a tiempo completo para Blant, una labor endiablada donde las hubiera. «Así que consigo a ese increíble personaje, un hombre negro educado en Harvard que, además, resulta ser un artista del timo de guante blanco y gana dios sabe cuánto a base de vender una mierda de valores al abuelo americano medio, de hacer que pierda sus ahorros para la jubilación, y el tipo ni siquiera ha hablado con el Times todavía.»
En las salas de nuestro programa; cuando alguien esboza la idea de una historia, siempre me ha parecido educado exclamar los oh y los ah propios de quien siente un gran interés, tanto si creo que la historia es buena como si no, y tú, Evangeline, compartes esta convicción, pero ésta sonaba de verdad interesante, así que exclamamos unos oh y unos ah con un entusiasmo genuino, y él se dio cuenta y continuó:
«Conseguimos la entrevista. Blant hace un trabajo brillante, aunque odio decirlo. Se jacta de la historia con Bob Rogers, y Rogers se pone cachondo y dice que quiere que sea la historia principal del primer programa de la temporada, así que, por supuesto, le doy caña. Escribo un guión fantástico. Lo bordo. Tal y como he dicho, me voy de esta oficina a las tres de la madrugada, a las tres de esta misma madrugada, amigos, y vuelvo a esta oficina, que ya he empezado a odiar con todo mi ser, a las ocho de la mañana». Espera un momento para que hagamos alguna mueca o soltemos alguna exclamación, cosa que hacemos. «Ya veis adónde voy a parar. Me marcho a las tres, me levanto a las seis con mis hijos, entro a las ocho. Ansiedad, preocupación y miedo por mi salud es lo que veo en el rostro de mi mujer otra vez.»
«Lo entendemos, Ian», te apresuraste a decir, con tu comprensión habitual.
Tú y la esposa de Ian sois amigas, y yo tuve uno de esos extraños momentos en los que se me hace absolutamente claro que tú tienes una vida fuera de esta oficina, una vida que no me incluye a mí.
Él continuó:
«Blant no ha aparecido hasta mediodía».
«Por supuesto que no, Ian», dijiste tú, porque todos conocemos los hábitos de Blant.
«Yo muestro la contención de una puta. Es mediodía, pero me comporto como si fueran las ocho de la mañana, ya sabéis, para no hacerle pasar vergüenza. “¿Qué tal, Skipper?” Él ignora la pregunta. No me llama a su oficina. No me pide el guión. Es la una. La una y media. Él está ahí dentro jugando a un juego de ordenador.»
No puedo reprimir una risa de sorpresa al recordarlo. Nunca había visto a Ian con la cara tan roja. Su cresta de pelo perfectamente cepillado y lleno de laca parecía una isla de granito en una tormenta.
«Finalmente, me agarro las pelotas. Me armo de valor. Entro. Me pregunta si tengo el guión, como si yo me hubiera dormido y acabara de llegar al trabajo, como él. Le doy el guión. No hay nada que decir. Es perfecto. Es una mezcla entre Flannery O'Conner y Murrow. Se lo lee en cinco segundos, levanta la vista hacia mí y dice: “Fantástico, excepto que es racista”.»
«Noooo», dijiste tú, sin mencionar nada de tus propios problemas.
«Tú me conoces, Line. Sabes que eso es una asquerosa mentira. Yo estaba conmocionado, le dije que el testigo de mi boda era un compañero de universidad afroamericano, y le pregunté que por qué era racista, que cómo era posible que fuera jodidamente racista, excepto por el hecho de que el personaje principal resultara ser un negro y un criminal, y él me dice, “está todo en la presentación, y si no eres capaz de verlo, eso sólo confirma mis sospechas”.»
«Oh, Dios mío», dijimos los dos al unísono.
«Pero espera. Eso no es nada. Hace unos cinco minutos me vuelve a llamar a su oficina y me dice que ha intentado reescribir el guión, una mentira directa a la cara, porque le veía a través del cristal jugando con el ordenador y jugando a la bolsa, pero que mi versión está tan imbuida por mi intolerancia que está pensando en apartarme por completo de la historia. Yo me quedo sin palabras. Finalmente declara, antes de volverse hacia el juego de ordenador, claramente visible en el monitor: “Ya te lo he dicho, Ian. Eres bueno en conseguir las entrevistas, pero eso todo el mundo puede hacerlo. Se trata de escribir. No puedes escribir para la televisión, y este programa no se puede permitir tener aficionados”».
Ian bajó la cabeza, se puso una mano en la frente y dijo:
«Y lo peor de todo es que ahora tengo fiebre y lo más probable es que tenga que irme a casa y meterme en la cama. Eso es todo. Os lo digo: me rindo».
Le dije que se podía comer mi brownie, el que ya se había comido hacía unos segundos durante esa perorata, y él sonrió y me dijo:
«Os digo algo».
Entonces se dio cuenta de que tú tenías el ceño fruncido.
«Oh, no —exclamó—. No te he preguntado por tu situación. ¿Qué ha pasado?»
«No importa, Ian —dijiste tú—. No es nada comparado con lo tuyo. Me va a hacer ir a Rumania. Eso es todo.»
«Qué capullo.»
«Decir eso no es de ninguna ayuda.»
«Evangeline, a ver si te caes del guindo. ¿Cuándo vas a aprender? Tienes que luchar contra el poder.»
Tú tenías demasiadas cosas en la cabeza para seguirle la corriente. Estabas asustada, y furiosa, y también excitada por tu boda. No tuvimos oportunidad de hablar de mí, pero, a pesar de mi decepción personal, recuerdo las últimas palabras que Ian te dijo antes de recoger su chaqueta y salir:
«De verdad espero que seas un poco menos complaciente, por tu propio bien. Sólo un poco. Entonces comprenderás por lo que he pasado».
Y tú dijiste:
«Lo comprendo, Ian. Sólo que no me importa tanto».
Él te señaló pero me miró a mí directamente:
«¿No es adorable?». Dio la vuelta y caminó otra vez hasta tu escritorio. «¿Recuerdas que una vez me dijiste que era un honor trabajar en La hora? Te importa más que a mí. Pero no tienes nervio, Line. Te conformas con ser el soldado de otro. De esa forma nunca tienes que enfrentarte a la responsabilidad final.»
Tus ojos mostraron una expresión herida. Te sonrojaste un poco a causa del enfado.
«Pero ¿sabes qué? Probablemente volverás con la historia del año, y tu jefe te adorará. Mientras tanto, yo estoy a punto de producir mis propias historias, y he dirigido el programa, ¿cuántas?, ¿siete veces?, pero mi jefe me tiene básicamente desprecio. Con eso, me voy a la cama.» Alargó la mano por encima del escritorio, te tomó la mano y te la besó, casi con cortesía. «Dulzura, ten mucho cuidado. Lo celebraremos a tu vuelta.»
«No, tú no —lloriqueaste—. Pero espero que hagas suplicar a Skipper Blant antes de que esto termine.» Éstas fueron las últimas palabras que le dirigiste, a no ser que esté muy equivocado.
Hemos enterrado a Ian esta semana. Ha sido una especie de virus. Sólo le vi una vez más, en la calle, y no parecía estar bien, pero tenía pinta de sufrir el principio de un resfriado suave. Recibimos la noticia por correo electrónico hace tres días, un único párrafo acerca de los detalles médicos. Se fue al hospital el viernes con dolor de cabeza, salió el sábado, volvió otra vez el martes y falleció el jueves. La noticia venía del mismo Skipper Blant, o, como me gusta llamarle, el Coala, quien nunca ha mostrado el más mínimo signo de reconocer mi persona, pero que se ha ganado mi cariño llamándome de tú. Esta mañana, en el vestíbulo, se ha parado y ha dicho:
«Tú conocías bien a Ian».
Nos hemos dado un abrazo. Parecía consternado, a pesar de que yo tenía la sensación de que nunca le cayó muy bien nuestro amigo. Pero uno nunca sabe la verdad en estos casos, ¿no?
Debería ser posible que consultaras el correo electrónico en Transilvania: mi asesoramiento técnico asegura que debería ser así. Si lo es, probablemente recibirás esta noticia por la noche, y será peor para ti de lo que lo ha sido para cualquiera de nosotros, porque tú estás sola, porque tú conocías mejor a Ian, porque él era tu caballero cruzado. Lo siento mucho, E. Siento que esto haya sucedido, y siento que estés sola al enterarte. Pero comprenderás, si recibes esto, que tenía que hacértelo saber.
¿Cómo es posible que haya sucedido? Algo terrible y desconocido le invadió el fluido espinal y no se retiró. El cuerpo puede convertirse en campo de una batalla espiritual, y así es como debo considerar ese desarrollo, como otra batalla perdida en la gran derrota de cualquier cosa decente del espíritu humano aquí, en La hora. Fue una muerte natural, nos dicen. Supongo que debo creerlo.
La semana pasada, después de que te marcharas, yo estaba cruzando la calle Noventa y seis y me encontré con Ian. Iba vestido con su elegancia habitual, un traje ligero de Armani o de Hugo Boss. El traje por encargo había sido guardado. El viento no le movía ni un pelo. Mostraba una gran firmeza. No recuerdo lo que nos dijimos; se acercaba el Día de los trabajadores. Quizá me preguntó por mis planes, quizá yo hice lo mismo. Pero puedo decirte lo siguiente: no mencionó nada, no me pidió que le pusiera al día de las llamadas telefónicas, no quería saber si yo había ido a los archivos o si tenía pensado ir. Era un tío decente que me trataba como a un ser humano, eso es lo que recuerdo de ese encuentro. Le echaré de menos. Él te quería.
No sé exactamente qué le pasó a Ian, pero ahora sospecho incluso del aire que respiramos. Ya sabes lo que él pensaba de este lugar, y yo estoy de acuerdo. Trabajamos en el corazón del terror. La gente de fuera no tiene ni idea de lo que hablo, pero tú sí. El terror, en la superficie, es cortante y afilado como un cuchillo, pero en su corazón, crece y fluye como un mar. No permanece en unas formas ni en unos símbolos permanentes, ni siquiera en sombras. Es líquido, y nosotros lo ingerimos, y él nos ingiere a nosotros. La amenaza se ha hecho más profunda desde que nos trasladamos de nuevo a este edificio, cosa que nunca deberíamos haber hecho. Algunas oficinas se recolocaron en Nueva Jersey, gracias a dios, pero no la de Bob Rogers. Hablando de vanidad; tenía que trasladarnos aquí sólo para demostrar que teníamos unas pelotas tan grandes como los del Wall Street Journal. Ahora ya no consigo dormir.
Creo que Ian no murió de muerte natural. No se pueden nunca argumentar estas cosas, pero a veces tengo estos presentimientos. No puedo evitar sentir que Ian era, simplemente, demasiado bueno en su trabajo, en su vida, en su mundo, así que le hicieron desaparecer. Ascendía demasiado deprisa. Era demasiado querido. ¿Qué tipo de virus puede llevarse a un hombre joven que está al principio de la treintena y oblitera su existencia en cuestión de días? Si te conozco, E., ahora estás mirando la pantalla con esos profundos ojos marrones y rezas una oración a un dios en el que no crees. No estás llorando. Eres demasiado actriz para permitirte derrumbarte en cualquier pequeño y mugriento café internet de Europa del Este. Esperarás a llegar a la habitación de tu hotel y te enroscarás sobre el colchón, y te tirarás de ese pelo negro profundo porque no serás capaz de llegar a aceptar el hecho de esta tragedia.
Antes de que lo hagas, de todas formas, voy a pedirte que hagas una sola cosa. Responde este correo electrónico.
Lo repito: responde este correo electrónico.
La gente empieza a murmurar que también hay algún tipo de problema contigo, que existe algún tipo de maldición sobre nosotros; primero Ian, ahora tú, ¿quién será el siguiente? Ese tipo de cosas. Se suponía que sólo tenías que estar en Transilvania cinco días. Lo sé porque yo hice las reservas del viaje, me encargué de los pequeños detalles, te conseguí la mejora a primera clase, encontré ese excelente hotel cerca del Parlamento e incluso te encontré un alojamiento en Brasov, tal como pediste. Eso no fue fácil. Tú presupuestaste un vuelo de ida y vuelta a Budapest sin el equipo y cinco días, tiempo suficiente para llegar a Rumania, alquilar un coche hasta Transilvania, encontrarte con tu hombre y volver a casa. Te obsesionas en los lugares baratos y no te gustan los lugares sucios, así que no me creo que hayas prolongado tu estancia en la Transilvania poscomunista.
Me encuentro en la oscuridad en lo que a ti respecta. Me siento como un secretario medieval en la torre del homenaje de un antiguo castillo cuya vela acabara de apagarse a causa de un viento devastador.
E., tengo que decir esto o nunca lo haré, esto es de lo que quería hablar contigo aquel día; tus brillantes ojos marrones; tu pelo oscuro cayéndote sobre el rostro, sobre el fragante cuello de canela; sobre los hombros un último rizo que cae sobre los míos cada vez que te inclinas a mi lado y me pides las últimas noticias sobre alguna insignificancia recibida de Londres; los suéteres y blusas de cuello de pico que usas a pesar del consejo del mejor de los corresponsales, el Príncipe de la Oscuridad, que se precipitan hasta revelar una única peca roja sobre la curva de tu pecho derecho; tu piel pálida en enero, el tono aceitunado de tu piel en agosto... Todas esas cosas me han permitido estar cuerdo en el piso veinte de este edificio. Una vez, un hombre sensato me dijo que tú procedías de un linaje veneciano, por parte de madre, y que las mujeres venecianas descendían de las gloriosas princesas de Bizancio, las bellezas más famosas de la Edad Oscura. Vestida con tu blusa de rayas azules y blancas, te acercas a mí desde las sombras, entre el bar y el vestíbulo, como una de esas mujeres de los mosaicos románicos, me pones las manos en el corazón y me susurras en los oídos como un soplo de este viento que corre por los oscuros pasillos de este lugar corrupto, y entonces sé que fuera lo que fuese lo que atacó a Ian, eso nunca podrá tocarme.
Pero ¿y si te ha sucedido algo, E.? Eso no lo podría soportar. Eso me mataría. Tengo tus direcciones de correo electrónico y puedo mandar esta nota ahora, revelándolo todo, que estoy perdido por ti, que lo he estado durante tres años, desde la primera vez que compartimos confidencias, justo una semana antes de que los aviones se estrellaran contra los edificios de al lado, antes de ese momento terrible, bajo los ojos vigilantes de los tótems y sus legiones, quienes te quisieron y nunca te tuvieron, esos dioses oscuros que gobiernan este lugar donde los techos son crucifijos, la sopa es extraña, de las paredes de las salas emergen manos sudorosas y cuyo aire es frío como la piel de los muertos, un campo amurallado de cintas de vídeo, rodeado de alambre con púas, dirigido por unas armas automáticas invisibles, desafiándome a desviarme incluso un segundo, cuando me alivio en el baño, cuando hago reverencias y escarbo algo de los bibliotecarios de los archivos, o voy al bar a por un Snapple de melocotón y un cuenco de horribles guisantes secos. Solamente por el hecho de mandar este correo electrónico me arriesgo a ser anulado. Tanto me importas, E. Por favor, vuelve. Siento mucho lo de Ian, estoy conmocionado. Mi único consuelo es que, estadísticamente hablando, las probabilidades de que podamos perder a una productora asociada y a un productor en la misma semana son escasas. Por favor, quiero que estés bien. Por favor, contesta. Tuyo, Súper Stim.
DiecisieteE., perdóname por ese loco correo electrónico. La tristeza, el escaso sueldo y una serie de malas películas veraniegas me han dejado demente. Pero hoy vuelvo a ser yo. Y tengo la última noticia.
El señor William Lockyear, tu encantador jefe, acababa de llegar para la matanza.
—Stimson —dijo en tono mal educado—. Sabes que tenemos visionado mañana.
Asentí con la cabeza, pero no me di la vuelta.
—Veo que todavía estás preocupado —dijo Lockyear—. ¿Es por Ian?
—Sí.
—Y por Evangeline, supongo.
Pronuncia mal tu nombre, dice «E-van-ge-lin». Siempre intento decirle que es «lain», pero nunca lo pilla.
—Evange-lain está bien. Va a conseguirte la historia.
Ahora, mientras escribo, son las diez de la mañana y la luz aumenta sobre el río Hudson, hace el mismo tipo de día que entonces, que aquel día de septiembre, un maravilloso calor acariciado por la más ligera y fresca de las brisas. ¿Por qué no pueden ir bien las cosas? Lockyear parece convencido de que van bien. Es un fenómeno; con su camisa rosa de tela oxford de cuello y puños abotonados, metida dentro de los pantalones caqui y su eterno blazer azul, es como un cóctel de champán, una presencia eufórica y banal en los pasillos. Que mueran y desaparezcan los demás, a él no le sucederá nada. Es un productor veterano en La hora. Es intocable.
Arrancó con su fabuloso ritmo latino, dio unos pasos, como si el mundo no pudiera ser un lugar más delicioso. Creo que hasta levantó las manos en el aire y chasqueó los dedos. Ese prodigio del baby-boom no ha envejecido en la última década. Tiene un hornillo en su habitación y se prepara el té él mismo, y toma la misma comida cada día, fruta y yogur natural. Tú dices que se medica, pero yo no veo ninguna señal de ello.
Tu desaparición no parece alterar su equilibrio, pero ahora, en cualquier momento, su colega, Austen Trotta, va a llamar, por lo que deberán mantener la inevitable conversación. Trotta no es ningún tonto; ha leído los libros correctos y ha visto las películas adecuadas. Sabe que no estás bien, sabe que no estás llevando a cabo una operación en secreto y sabe, igual que yo, que tienes problemas. Uno intuye ese tipo de cosas. Pero Lockyear se resiste a esta interpretación negativa. En la conversación que mantendrá con Trotta habrá un tono de recriminación, pero Lockyear no lo reconocerá, y mantendrá la ficción de que simplemente estás manteniendo un tête-à-tête con uno de nuestros entrevistados, arrancándole un trato.
Me pregunto qué le debe de pasar por la cabeza. ¿Sabe que ha sido vergonzosamente negligente? Te dio demasiado tiempo para que negociaras en Transilvania. En estos momentos, ya deberías haber llamado triunfante y haberle comunicado a Lockyear que tenías un fantástico personaje y que podía proceder con confianza; se debería haber contratado a un equipo y Trotta debería haber recibido el informe habitual. Pero no nos ha llegado ni una palabra, e Ian ha muerto, y Lockyear ha experimentado algo inimaginable: un momento de duda de sí mismo. Te ha dejado una docena de mensajes en tu teléfono, y no has contestado ninguno de ellos. Una vez se puso un hombre al teléfono que farfullaba rumano, o lo que Lockyear imagina que es rumano, da igual. Fue y le explicó a Austen que quizás había un problema, y Austen reaccionó como si fuera el gobernador de un estado azotado por un huracán. Llamó al ejército. El gobierno de Estados Unidos está metido en esto:
El teléfono sonó. Lockyear lo cogió de inmediato.
—Absolutamente —respondió—. Ya sabe que sí. Todo lo que pueda hacer.
Colgó.
—Vamos allá —dijo, al venir a mi mesa—. Su padre y su prometido están en la oficina de Austen. Quieren saber algo.
—Me lo imagino.
Sus ojos se concentraron como un rayo láser en algún punto de mi persona.
—Bórrate esa sonrisa de la cara, imbécil. Vienes conmigo.
DieciochoE,: Lockyear y yo entramos en el despacho de Austen y, a través de los ventanales, New Jersey parecía estar muy cerca. Desde mi posición, en la esquina de la habitación más cercana a la puerta, el río Hudson casi no se veía, y tampoco el Trade Center debajo. ¿Tienes idea de lo que es ser un humanoide de veintiséis años, pálido, delgado y casi calvo en una habitación con cuatro tipos importantes, cada uno de una generación distinta? Te sientes como un niño perdido en un museo de cera. Ahí estaba, por supuesto, Lockyear, impecablemente ataviado con sus ropas caras. Viste bien, como Ian; estoy seguro de que te has dado cuenta. Sus gestos tenían una calma calibrada, no mostraban ni indiferencia ni pánico. Es esbelto y felino comparado con Austen, quien me recuerda a la vieja y sabia lechuza de los cuentos infantiles, y por eso le llamo el Lechuza. Austen iba vestido con una de sus camisas rosas a rayas y una corbata de seda roja debajo de una chaqueta azul oscuro, muy deportivo. Un pañuelo de seda rojo sobresalía del bolsillo de la chaqueta. Cada una de las arrugas que Austen tiene en el rostro parece producto de una cuidadosa reflexión previa, como si hubiera estado años deliberando la posibilidad de permitir que su piel dibujara un pequeño riachuelo, como si antes hubiera sido necesario que se realizaran visionados, se otorgaran permisos y se comprobaran referencias. Tiene las mejores arrugas de los medios de comunicación, diría yo, mejores que las de Eastwood e incluso Redford, porque estas arrugas existen como confirmación de carácter.
Austen es la suma total de sus arrugas, una por Berlín en 1956, tres por Argelia en 1962, cinco por Zimbabue en 1965, y Dios sabe cuántas por Vietnam. Es posible que Transilvania haya añadido una o dos a la obra de arte.
Mentiría si dijera que me importa mucho cómo mis señores del negocio se divierten. Desde el momento en que entré en la habitación, me quedé fascinado por los dos extraños: tu padre y tu amante, perdona, tu prometido. Primero, por supuesto, vi tu rostro en el de tu padre, y tuve la asombrosa sensación de que si le hablaba a él, tú me oirías. Si yo decía: «Evangeline, ven a casa», su boca se abriría y de ella saldría tu risa, y tu voz diría: «Pero si ya estoy aquí, Stimson». Después de esa primera visión, la realidad de ese hombre se impuso. Es severo. Tú no me lo habías dicho. Tiene luz en los ojos y una mandíbula que indica que no tolera ninguna resistencia, ni en esta vida ni en la siguiente. Me imagino esa mandíbula en la tumba, echada hacia delante como un yunque, sin desintegrarse nunca. El pelo de las sienes se le ha agrisado, pero parece que el resto del cabello mantiene el color. No hay nada redondo ni suave en tu padre. No transmite piedad ni una fácil amabilidad. No fuma, y pareció tomarse como un insulto personal el hecho de que Austen lo hiciera. No dejó de sacudirse los hombros de su traje Brooks Brothers, como si la ceniza del cigarrillo le hubiera manchado el tejido. Tuvo las piernas cruzadas todo el rato. Cuando hablaba, miraba directamente a Austen. Para él, y perdona que utilice tu expresión mordaz favorita, Lockyear es como un cero a la izquierda.
Y además, por supuesto, estaba tu prometido. ¿Qué puedo decir de él? Es bastante guapo. Te gustan los hombres guapos, obviamente. Siendo un exitoso chef de repostería, tenía que llevar el traje más informal y caro de la habitación, claro, un conjunto Armani con camiseta, pero no se comportó tan bien como los otros hombres. La vestimenta tenía un aspecto sucio, como si no se la hubiera quitado de encima desde que te marchaste. Su nombre es Robert, creo. Todos fuimos presentados. Es un hombre asustado, además, es muy fácil darse cuenta. O quizás eran sólo las malas noticias. Una vez me dijiste que él y Ian habían sido buenos amigos, creo incluso que me contaste que Ian os presentó, ¿puede ser? Así que quizá se encuentre bajo los efectos de una doble conmoción: un amigo muerto y su prometida desaparecida. Permaneció allí sentado en un estado de aturdimiento casi catatónico, con las piernas abiertas sobre el sofá, mirando una arruga en concreto del rostro de Austen, me pareció, como si esa arruga fuera el primer camino del trayecto hacia ti. Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño o por haber llorado. El hombre mayor, tu padre, le intimidaba, creo, y debía de ser una tortura encontrarse tan angustiado en presencia de su futuro suegro.
Tu padre habló primero a Austen:
—Exijo unas cuantas respuestas.
—Por supuesto.
—Si obtengo las respuestas correctas, ya no habrá necesidad de que volvamos a comunicarnos. Tengo la decidida intención de llevar este asunto con mis propias manos. Pueden ustedes abandonar sus esfuerzos. De hecho, insisto en ello.
—Muy bien. —Austen se llevó una mano a la parte trasera de la cadera y mantuvo el cigarrillo levantado con la otra—. Yo sería la última persona en disuadirle.
Tu padre asintió con la cabeza.
—Bien.
Pareció que tu prometido fuera a levantarse del sofá para decir algo. Pero tu padre terminó.
—¿Qué está haciendo exactamente allí?
Austen dirigió los ojos hacia Lockyear. Lockyear se cruzó de brazos y dirigió una mirada implorante hacia tu padre, un tipo de mirada que nunca me han dirigido a mí. Tu padre no se la devolvió; mantuvo los ojos fijos en Austen.
—Acordó un encuentro con un caballero llamado Ion Torgu. Queríamos realizar una entrevista con él.
—¿Por qué?
—Se dice que es el líder del crimen organizado de Europa del Este.
Tu padre continuó mirando a Austen.
—¿Es eso verdad? ¿Enviaron a mi hija sola a encontrarse con ese hombre?
Austen volvió a mirar a Lockyear. Lockyear apretó los brazos alrededor de su propio cuerpo, como si un destornillador interno le hubiera dado una vuelta completa a todos los tornillos.
—Es lo habitual.
El rostro de tu padre se puso rojo mientras dirigía la siguiente pregunta a Austen:
—¿Cuánto le pagan a mi hija, si lo puedo preguntar, para que vaya a Europa del Este en busca de un gánster de alto nivel?
Austen volvió a mirar a Lockyear, y Lockyear, sin el menor estremecimiento de vergüenza, se volvió hacia mí, como si yo, el miembro peor pagado de todo el personal, firmara los cheques de todo el mundo. Me mostré entusiasmado de complacerle:
—Un poco menos de sesenta mil dólares al año.
Austen hizo un comentario en el tono de quien se siente moralmente escandalizado.
—No puede ser.
Lockyear abrió mucho los ojos ante la muestra de incredulidad de Austen. Se apresuró a corregir mi afirmación.
—Este hombre es simplemente un productor asociado. No tiene ni idea. Es una suma que se acerca a las seis cifras, creo.
Pero tu padre había hecho los deberes.
—Son cincuenta y cinco mil al año, señor. —Mantuvo la mirada, como siempre, clavada en Austen—. Por esa mísera cantidad quizá hayan mandado a mi hija a encontrar la muerte en Rumania.
Austen se aclaró la garganta y dejó el cigarrillo en un cenicero, encima de su escritorio.
—No se precipite. Me gustaría decir algo en nuestra defensa. Todos admiramos y adoramos a su hija. Si lo que usted dice es verdad, se le está pagando lamentablemente por debajo de lo que merece y, por supuesto, lo rectificaremos cuando vuelva, pero de momento tenemos que concentrarnos en el asunto que tenemos entre manos, ¿no? —Austen dirigió una rápida mirada de pura satisfacción hacia Lockyear—. Señor Harker, debería saber usted que asumo como una responsabilidad personal todo lo que ha sucedido. Si es necesario, nosotros mismos iremos a Rumania. De hecho, mi colega aquí presente, el señor Lockyear, parte hacia Bucarest esta noche. ¿No es verdad, Bill?
Lockyear asintió con la cabeza, como si acabara de pararse en ese despacho de camino al aeropuerto, como si esa mentira fuera una verdad inexorable. Utilizó su palabra favorita:
—Absolutamente.
Pero eso no ablandó a tu padre.
—¿Cuál es, exactamente, su última localización conocida?
Austen tomó mecánicamente el turno a Lockyear, que todavía estaba digiriendo las implicaciones de su nuevo itinerario. Pronunció cada una de las palabras para responderle en un tono casi de indignación moral.
—Un hotel de una ciudad llamada Brasov. Hay un mensaje de voz diciendo que dejaba la habitación del hotel, donde se había registrado al llegar y de donde se había despedido muy rápidamente. No estuvo allí más de una hora. El mensaje decía que estaría llevando a cabo las negociaciones durante un tiempo. Se había encontrado con alguien, no lo sabemos con seguridad, quizá fuera nuestro gánster, quizás uno de su gente. Y se fueron juntos. Ésa fue la última vez que supimos algo de ella. Ahora hace dos semanas de eso.
—¿La animaron ustedes a tener ese comportamiento imprudente?
Me di cuenta de que Lockyear sentía un pánico que iba en aumento. Le estaban culpando de todo.
—No tuvimos la oportunidad de hablar, pero le hubiera aconsejado encarecidamente que tuviera cautela...
Tu padre le interrumpió, furioso:
—Quiero números de teléfono, números de fax y direcciones de correo electrónico de todos los lugares donde ha estado y donde tenía previsto estar.
Austen adoptó una expresión indignada, también, como por solidaridad. Lockyear dijo que los conseguiría.
—¿Pensaron en pedirle a alguien del hotel que le hicieran llegar un mensaje personal? —gritó de repente el chef de repostería. La habitación quedó en silencio después de ese arrebato. Las lágrimas le manaban de los ojos—. O sea, direcciones de correo electrónico y teléfonos. Por dios, de un ser humano a otro, eso es lo que debe hacerse. ¿Sobornaron? ¿Amenazaron? ¿Amenazaron mínimamente a esos hijos de puta?
—Todo —contestó Austen con una convicción amable, aunque yo no estaba seguro de que fuera cierto—. Hemos intentado todo eso y más.
—¿Cuánto dinero llevaba ella? —preguntó tu padre.
Yo lo sabía.
—Unos mil dólares para gastos menores, además de una tarjeta de crédito.
Tu prometido soltó:
—Y el anillo de prometida.
Tu padre miró a tu futuro marido.
—Maldita sea. Un rumano puede matar sólo por eso.
La habitación quedó completamente en silencio, excepto por el tictac del reloj de cuco, un regalo que le hizo a Austen un alcalde alemán que resultó ser el hijo de un famoso comandante de la segunda guerra mundial. Al otro lado de la pared de cristal, los ayudantes levantaron la vista, como ciervos sorprendidos por disparos.
—¿Estás diciendo que he provocado que la mataran? —preguntó el prometido en un tono suplicante y horrorizado.
Tu padre negó con la cabeza.
—No, señor. Culpo a estos hijos de puta de aquí, y ten por seguro que les infligiré diez veces a ellos lo que ella haya sufrido.
—Bueno, bueno. —Austen hizo un gesto en el aire con la mano con que sujetaba el cigarrillo—. No es necesario hablar de esta manera, señor Harker. Ella es una productora asociada de La hora, y una de las mejores. Continúo convencido de que está manteniendo un encuentro en secreto con ese tipo, Ion Torgu, y probablemente ahora esté consiguiendo que se haga el programa. Si conozco bien a su hija, y si se parece en algo a su viejo, no cejará hasta que el trabajo esté terminado.
—Hace dos semanas que está desaparecida —replicó el prometido—. ¿Cree que es remotamente posible que todavía esté negociando?
Austen asintió con la cabeza, con gesto convencido.
—Conocí una vez a un productor que negoció durante tres meses con un señor de la guerra afgano.
Tu padre se puso en pie.
—Sea como sea, voy a contratar a un equipo de tíos muy duros para que vayan a Rumania, y si la encuentran viva, voy a pedirle que encuentre un empleo remunerado que no sea una mierda como éste. Quiero decir, joder, que si alguien os saca las castañas del fuego, pagadle como es debido.
En ese momento una editora, Julia Barnes, apareció a mis espaldas. Me dio unos golpecitos en el hombro y me incliné hacia delante. Me susurró al oído.
—Es urgente —dijo.
Austen la vio.
—¿Qué? —preguntó.
Julia dirigió una sonrisa compasiva a todos los presentes. Parecía saber exactamente lo que había entre nosotros. Quizás había estado escuchando detrás de la puerta; es una de las personas que más saben escuchar a escondidas de todo el programa, según mi experiencia.
—Es Claude Miggison —dijo—. Acaba de saber que ha llegado una caja de cintas de Rumania.
Un sentimiento de terror y un sentimiento de alivio se instalaron en la habitación. Nadie fue capaz de decir nada durante un minuto. Tu amante saltó del sofá.
Julia se dio cuenta de cuál era nuestro estado.
—Deben de ser de ella, ¿verdad? Nadie más está filmando en Rumania ahora.
—Pero eso no tiene ningún sentido —objetó Lockyear, moviéndose inquieto, defendiéndose ante Austen, ante los demás—. Ella no se llevó al equipo de cámaras. —Se volvió rápidamente hacia Julia—: ¿Quién ha rodado?
—Sólo consta un nombre en el envío, Olestru, que podría ser el primer cámara del grupo A, aunque nunca antes habíamos tenido a nadie llamado Olestru. Lo he comprobado en el archivo de contrataciones.
Lockyear se había puesto mortalmente pálido.
—Ése es nuestro contacto en Rumania.
Tu padre dio un puñetazo en el escritorio de Austen.
—¡Será mejor que os organicéis!
—¡Exacto! —Austen se dirigió a Lockyear—. Estás acabado, Bill.
Lockyear dirigió la mirada más allá de él, hacia el río, con la boca abierta, como si acabara de atravesar caminando y por accidente el ventanal de cristal y acabara de darse cuenta de su error. De hecho, acababa de salir al aire libre del paro.
—Ya no necesitaremos más tus servicios. —Austen bajó la vista al suelo—. Es una pena.
La reunión llegó a su fin.
DiecinueveE., acabo de vomitar en el lavamanos del lavabo de hombres. Austen lo ha visto, pero no me importa. No tiene ningún sentido continuar esta mascarada. No estás llevando a cabo una negociación en secreto. No puedes responder. El envío desde Rumanía confirma mis peores sospechas. No he podido ver las cintas, pero Julia dice que no hay nada en ellas. Dice que alguien ha grabado diez cintas de una silla en una habitación vacía. Imagínatelo, cinco horas de metraje. El audio captó unos vagos sonidos como de susurros. Miggison cree que podría ser solamente una pelusa en el micrófono, pero no está seguro de que el equipo de cámaras utilizara a un ingeniero de sonido. Podría haber habido un micrófono jirafa en algún sitio. La iluminación no está mal, así que alguien sabía lo que estaba haciendo, pero la luz cae sobre una silla de madera en un espacio que no nos dice nada; podría encontrarse en cualquier parte. Estas noticias me dejan paralizado. Lo siento mucho, E. Si existe el cielo, sé que estás en él con Ian.
Stimson, ¿estás ahí? Soy yo, Evangeline.
Oh, Dios mío. ¿Dónde diablos estás? ¿Estás bien?
Estoy bien. Supongo que recibisteis mi mensaje de voz. Las negociaciones han ido bien. ¿Habéis recibido las cintas que envié?
Sí. Las hemos recibido, aunque parece que debió de haber algún problema técnico. Pero no es nada comparado con saber que estás bien. Estábamos completamente aterrorizados. Tu padre estuvo aquí, Lockyear fue despedido. ¿Dónde estás ahora? ¡Dime!
¿Las cintas fueron aceptadas, Stim?
Perdona mi lenguaje, E., pero a la mierda las cintas! Necesito tus coordenadas, números de teléfono, todo. Vamos a ir a buscarte.
No. Antes de que continuemos, debo saberlo. Eran las grabaciones de la audición, y todo el mundo debe verlas antes de que hagamos esta historia. ¿Fueron aceptadas?
Sí, Claude Miggison firmó el recibo y las registró, y por lo que sé, se las dio a Julia Barnes para que las guardara. Eso significa que las aceptó. Pero Julia dice que no contienen nada, ¿comprendes? Nada excepto una silla. Dime algo. Dame una localización. Dime que estás bien.
Estoy bien, Stimson. Por favor, perdona que tardara tanto en responder. Han sido unas semanas difíciles; ten en cuenta que ha sido la negociación más difícil que he realizado para el programa, que estamos tratando con un cerebro del crimen que tiene unas exigencias de naturaleza bastante laberíntica y que ha manifestado el deseo de contarnos su historia personal antes de entregarse a las autoridades de Estados Unidos. Su propio gobierno lo quiere muerto, así que nuestra historia sería su seguro de vida contra el asesinato. Tiene información exclusiva sobre terrorismo, el crimen organizado en Rusia y el contrabando de armas nucleares. Por esta razón, es posible que continúe retenida para esta negociación un tiempo más. Ya he comunicado esta información a mis superiores, y te lo digo a ti porque has sido muy dulce al mandarme esa nota en la que me expresas tu afecto, y quería corresponder con un gesto de confianza. No debes decirles a los demás que hemos estado en contacto.
¿Has dicho corresponder?
Sí, pero no como tú desearías, quizá. No tengo tiempo para sentimentalismos, pero sí necesito a un amigo y a un aliado en esta enorme tarea que he acometido. Va a ser una historia que no se parecerá a ninguna otra de las que se han contado nunca, y sólo los más fuertes y los mejores podrán enfrentarse a ese desafío. Este trabajo ya me ha cambiado, mi querido amigo, y estoy segura de que te va a cambiar a ti también, si aceptas hacer todo lo que te diga. ¿Me mostrarás verdadera lealtad? Eso es lo que me pregunto, y lo que espero. Tu colega, Evangeline Harker.
LIBRO 3 La mente del corresponsalVeinteLunes, 5 de octubre
La peor parte de este diario terapéutico es el ritual de cerrar las cortinas. Cada vez que quiero escribir, tengo que fingir que voy a echar una siesta y correr las cortinas sobre las ventanas. Me hace parecer jodidamente viejo. Y como me hace parecer viejo, me siento viejo, y me siento culpable, y odio sentirme culpable por algo que me ordenó hacer un médico carísimo de Park Avenue. Mientras tanto, Peach sospecha que realizo alguna actividad nefanda. Cree que estoy abusando del Percocet e intenta racionármelo.
Debo dejar claras mis objeciones hacia este diario desde el principio. En primer lugar, y lo más importante, ha sido usted mal informado. No me desplomé durante una entrevista. El verbo desplomarse es una clara exageración del caso. Simplemente dejé de hablar, por razones desconocidas para mí. Me quedé sin habla. El entrevistado se alarmó y cuando vi su intranquilidad y me levanté para tranquilizarle, tropecé con un cable y me caí. Por favor, tome nota de mi aclaración. Desplomarse implica incapacitación, lo cual implica trastorno mental. Estoy perfectamente bien de la cabeza, a pesar de lo que mi empresa cree. Mi jefe, Bob Rogers, sospecha que la cadena está utilizando la idea de mi desplome para erosionar todavía más nuestra autoridad aquí en La hora. La emisora ha filtrado el asunto a la prensa, después de todo.
Pero me estoy adelantando. En primer lugar, para que este diario le resulte comprensible, doctor Bunten, y para que pueda evaluar con confianza el impacto que mi lugar de trabajo pueda estar causando en mis facultades mentales, creo que debo corregir unas cuantas percepciones incorrectas que usted tiene acerca de la naturaleza de mi contribución al programa. En concreto, una vez usted me preguntó si yo era el hombre más poderoso de los informativos de la televisión. Esta pregunta demuestra un nivel de ignorancia que puede ser comprensible dado el duradero éxito de La hora. Tal y como señaló usted, hemos guillotinado a unos cuantos infortunados, hemos ayudado por lo menos a un presidente a conseguir el cargo y hemos contribuido al deceso político de otro. Yo he estado personalmente involucrado en revocar una o dos penas de muerte. Pero la visión externa es equívoca en referencia a la parte de responsabilidad que me corresponde por los frutos de esta labor. Es más, tengo miedo de que, sin una adecuada introducción al delicado aunque brutal ecosistema darwinista en el cual he pasado la mayor parte de mi vida profesional, usted tenga tendencia a atribuir mi supuesto declive a algunas ideas vagas y estereotipadas relacionadas con el ataque del 11 de septiembre, un diagnóstico que yo rechazaría completa y categóricamente, en caso de que éste, desgraciadamente, se diera. Por favor, tome nota atentamente, porque no quiero tener que repetirme.
Tal y como usted sabe, soy un corresponsal. En un periódico, esta palabra es sinónimo de periodista. En nuestro negocio, el de la televisión, un corresponsal es alguien que aparece en la pantalla del televisor. Yo he sido una de esas personas bajo los focos durante cuatro décadas y media, desde principios de la década de 1960; diez años como corresponsal de noticias para televisión y treinta más como una de las caras familiares de un programa llamado La hora, que, según usted confesó, era uno de sus programas favoritos de televisión. Por una cuestión de absoluta claridad, y en caso de que usted no lo sepa, le diré que La hora es el programa de noticias de más audiencia de la televisión de Estados Unidos, y lo ha sido desde que se erigiera como pionera del formato magazine en ese feroz año de 1968, durante el cual los asesinatos, los levantamientos raciales, la guerra al otro lado del Atlántico y la música popular conspiraron para desbordar los límites de la franja habitual destinada a las noticias. Durante la última década, aproximadamente, ha habido cinco corresponsales habituales en La hora, cinco idiotas conocidos por millones de espectadores: los más famosos son Edward Price, el desgreñado asesino a sueldo de la nación, a quien usted afirma adorar; su humilde servidor, Sam Dambles, el favorito nacional, nuestro hombre tranquilo; Nina Vargtimmen, nuestra única mujer, con minifalda a los sesenta años; y Skipper Bland, la adquisición más reciente. Al contrario de lo que se cree popularmente, los corresponsales de La hora no son unos «masters del universo» que tienen el control absoluto de los destinos, ni tampoco unas simples marionetas movidas por unos hilos, ni pueden ser considerados periodistas que trabajan sobre el terreno.
Para obtener las historias, cada corresponsal depende de un equipo de ocho personas, formado por cuatro equipos de dos productores cada uno. Quizás usted no tenga idea de qué significa la palabra «productor» en este contexto. Un productor es una persona que traduce la información en imágenes, una especie de periodista que pasa la mayor parte de su vida consciente preocupado por qué sucesión de imágenes se necesitan. Sin imágenes no puede haber noticias en televisión. Sin imágenes, las palabras perecen como chipirones en la playa, así que a la mayoría de productores de La hora se les paga para que sean buenos con las imágenes, no para que sean periodistas de verdad. Para ese trabajo más riguroso, cada productor tiene un subordinado conocido como productor asociado, un colega más joven y menos experimentado que genera las ideas para las historias, arma esas ideas y luego sale al terreno para investigar la exactitud periodística y el potencial televisivo de las mismas. Por norma, los productores asociados funcionan como los guardianes de nuestro programa. Si huelen algún problema, nadie más tiene que olerlo. (Como un aparte de importancia indeterminada, debo mencionar otra, y poco conocida, pequeña casta de nuestro sistema. Como ayuda para esas misiones, estos equipos de productores se apoyan en la labor de un estrato que llamamos asociados de producción, unos jóvenes profesionales que reúnen metraje documental, que es lo que llamamos cinta vieja, filmada por equipos anteriores y que, a menudo, pertenece a otras emisoras. Esta gente también solicita las licencias y permisos de utilización de estos metrajes. Es un trabajo de esclavo mal pagado, y como consecuencia, los asociados de producción acostumbran a ser pobres, lo cual, con frecuencia, genera amargura y una disposición a filtrar noticias sobre nosotros tanto a los periódicos como a nuestros supervisores. La mayoría de ellos son bastante jóvenes, porque los jóvenes no valoran su tiempo y pueden ser explotados sin compasión por su deseo de formar parte de la marca en que se ha convertido La hora.)
Esta información debería servirle para captar la importancia de lo que sigue. Sin ella, nunca comprendería la razón por la cual ciertas circunstancias que se han dado en la planta veinte me han forzado a acudir a usted, doctor Bunten. Mis padecimientos personales han surgido a causa del esfuerzo por ser sincero conmigo mismo y con las historias que hemos estado contando durante los últimos treinta años contra una marea creciente de provincianismo y de insulsez.
¿Cómo confeccionamos nuestras historias? Cuando mis productores y sus equipos de cámaras han filmado el metraje suficiente, nos metemos en el cuarto de edición. La hora tiene su propio equipo de editores, los mejores de nuestro negocio, hombres y mujeres sindicados que han estado cortando fragmentos durante tanto tiempo como yo llevo en este trabajo. Para algunos productores, gracias a las diferencias de salario y, como consecuencia, de estrato social, los editores son considerados como un orden más bajo del ser humano. Apestan a funcionario obrero. Para mí, en relación con los productores, ellos son como los ángeles para los humanos. Y debemos rogar por nuestros ángeles. Como corresponsales, debemos presentarnos con el sombrero en la mano ante un hombre llamado Claude Miggison que supervisa los calendarios, para suplicarle los servicios de nuestros editores favoritos y, si están libres, si otro corresponsal no se ha fugado con ellos, podemos tener una oportunidad. No me importa confesar que yo nunca trabajo con un editor inadecuado: así de importante es asegurarse la alianza con el que resulte más apropiado. A un gran editor hay que manejarlo con amabilidad, besos y loanzas; hay que seducirle con vino y bombones por Navidad. Es una tarea agotadora e infame, pero es la verdad. A los editores hay que cortejarlos como si fueran mujeres volubles carentes de cualquier objetivo. Y cuando han sido cortejados, deben ser dominados, mimados y, ocasionalmente, sometidos.
Pero estoy divagando. Usted me preguntó antes cómo conseguimos reducir toda esa cinta, cientos de horas, a unos cuantos minutos. La respuesta es sencilla. El editor realiza un truco, el equivalente tecnológico al viejo número del pañuelo, en el cual el mago muestra un pañuelo rojo, lo sacude y, quién lo iba a decir, ese pañuelo emerge del sombrero anudado a veinte pañuelos más. El editor pone todos los trozos de cinta en una máquina que transforma la imagen analógica en un archivo digital —se digitaliza el material, como decimos nosotros— y cuando eso está hecho, todos los trozos separados de cinta se convierten en una parte de un gran pañuelo. Si se me permite ser más poético, ahora, en nuestro sistema, ese pañuelo embrujado de imágenes se convierte en un río que se vierte, al final, en el gran océano de imágenes disponibles en nuestros ordenadores, un océano que rodea el mundo y en el cual nos bañamos como polinesios felices.
Cuando montamos una pieza, en ese momento mágico, nosotros los polinesios ordenamos los mejores momentos en una secuencia de doce minutos. Atamos con fuerza esos momentos con tiras de palabras, lo que llamamos un guión. Pero el guión puede inducir a error, y debo dejar clara una cosa: La hora siempre ha estado dirigido a las entrevistas. No nos hemos especializado en movimientos de cámara extravagantes, interludios musicales, excesos de verborrea ni enormes cantidades de metraje de archivo. Vivimos y morimos según la calidad de las personas a quienes entrevistamos. Cuando mis productores asociados se lanzan al terreno, les recuerdo la necesidad de encontrar excelentes «personajes». Sí, doctor Bunten, personajes, igual que en un buen cuento o en una buena novela. Y así es como veo mi trabajo, como el de un cronista de pequeñas novelas visuales de la vida. Quizás es por eso por lo que me lo tomo de una forma tan personal. Quizás es por eso por lo que me he visto obligado, al final, a buscar ayuda entre los de su profesión. Con la ayuda de los productores y del editor, elaboro mis pequeñas novelas, quitando y poniendo, puliendo y sacando brillo hasta que cada fotograma comunica por sí mismo; recortando las entrevistas hasta dejar solamente los más exquisitos momentos de emoción y locura humana, hasta que estamos preparados para mostrar nuestro trabajo a los verdaderos señores del programa: mi jefe y sus asociados.
Y aquí está la respuesta a su absurda pregunta. ¿Soy el hombre más poderoso de los informativos de la televisión? Por supuesto, no; categóricamente no, si por poder usted entiende tener la autonomía necesaria para hacer lo que uno quiera, en el momento que quiera y con la suficiente abundancia económica, la única clase de poder que vale la pena poseer. Este honor pertenece a un hombre llamado Bob Rogers, fundador y productor ejecutivo de este programa durante más de tres décadas. Solamente Bob Rogers aprueba o rechaza nuestras historias, mucho antes de que los equipos de cámaras las filmen. Bob Rogers, con el consejo de sus dotados e intoxicados tenientes, revisa el producto final en la sala de visionado y, con un poco más de vulgaridad que un antiguo emperador romano —bueno, de entre los cinco mejores de ellos— muestra el pulgar hacia arriba o hacia abajo. No me importa confesar cuántas piezas maravillosas han sido salvajemente destruidas por una indigestión suya, pero también debo confesar que una cantidad innumerable de las mismas ha sido mejorada por su capricho. Cuando ha sido necesario, en ese sanctasanctórum que es la sala de visionado, los tenientes de Rogers se han peleado y han ganado, ha habido guerras civiles, se han destruido carreras, pero de todas estas peleas y marabuntas ha surgido parte de nuestro mayor éxito. Rogers es la más detestable de las criaturas, un merecedor depositario de la gracia de la fortuna, y yo sería un patán si no le reconociera mis modestos logros personales. Sin Rogers, ninguno de nosotros estaríamos aquí, doctor. Y, a pesar de ello, su locura y su manipulación van más allá de lo imaginable.
Una última palabra antes de tomarme otro Percocet para el dolor de espalda y caer en el sopor. Rogers será poderoso, pero no es omnipotente. Durante treinta años se ha peleado con nuestra cadena para mantener el control de este pequeño programa, que tiene sus despachos en la planta veinte de un edificio de oficinas del centro de la ciudad y que está, así, separado del grueso de las demás operaciones de la cadena, concentradas en una desparramada y triste conejera en la cuenca baja de la calle Hudson. Llamamos a este lugar la sede de la cadena, y es el emplazamiento de un poder maligno que se dirige eternamente contra nosotros. Durante treinta años, la cadena ha intentado bajar a Rogers a su ciénaga primordial para dictar las condiciones, incluso para dar un giro a La hora y darle un tono más juvenil, y durante ese mismo periodo de tiempo, debido a los fenomenales índices de audiencia, Rogers ha sido capaz de ahuyentar a sus enemigos. Pero una gran parte de mi estrés, debe usted saberlo, se debe a mi cada vez mayor sensación de que estamos empezando, por fin, a perder la batalla. Rogers tiene ochenta años y no podrá continuar para siempre. La edad me acosa a mí, a Prince, e incluso a Dambles. Y la cadena ve, la cadena sabe. Cuando llegue el momento, golpeará sin piedad, con una venganza rápida y terrible, y se llevará lo que hemos construido para ofrecerlo a los habitantes de las cavernas, a los tontos, los avariciosos y los depravados.
Ahora estoy oficialmente deprimido, doctor, gracias a usted. Se despide, Trotta.
Lunes, 5 de octubre, más tarde
He aquí lo que me pesa esta mañana: la última conversación con Evangeline Harker antes de que partiera hacia Rumania. ¿Había yo llevado alguna vez un arma en Vietnam? Ella deseaba saberlo de verdad. Dijo que su prometido le había hecho la pregunta, y que ella no sabía la respuesta, pero yo tuve la sensación de que había algo más. Ella tenía alguna preocupación respecto al viaje. Temía complicaciones. Normalmente no hablo mucho sobre esa época, pero es una chica dulce y yo contesté la pregunta. Le dije que solamente había llevado un arma, una vez, en Khe Sanh. Alguien me aconsejó que llevara una pistola como protección, y así lo hice. Esa persona me informó de que ciertos elementos del ejército de Estados Unidos podían intentar fingir un accidente. Nunca descubrí la verdad, pero poseer esa cosa me aterrorizó. No sé por qué, quizá porque sabía que podría utilizarla. Nunca llevé ninguna otra. Ella no me pidió que continuara la historia. Le pregunté si tenía alguna otra preocupación en concreto, y me dijo que no.
Un asunto desagradable. Tuve que dejar que Lockyear se marchara; era lo único que se podía hacer, porque el señor Harker quería su libra de carne. Pero todos necesitamos un cambio, incluso el menos preparado de nosotros. Lockyear empezó en la radio y puede volver. Y un poco de sangre fresca no me hará ningún daño.
La hora del desayuno. El bar huele a grasa de beicon, y me encanta ese olor, un placer vergonzoso que aumenta con los años. Siempre he sido uno de esos judíos que aman el beicon, aunque haya intentado una y otra vez dejarlo y no me coma cualquier cosa. A pesar del fantástico aroma, no me como el beicon del bar, por ejemplo. En esas bandejas de aluminio, se erige en una fuerte acusación contra sí mismo. Yo me pido unas lonchas en Ottomanelli; pero a mi madre le da igual la calidad: el beicon es beicon. Se pone histérica.
Esto es un diario terapéutico de verdad. Ya he mencionado a mi madre y al cerdo. Si soy sincero, el bar es el único lugar de esta planta donde me siento cómodo. Allí no se andan con tonterías. Todo el mundo va detrás de lo mismo: el sustento.
Resultó que en el bar me encontré con Rogers. Después de formar parte de su equipo durante treinta años, todavía siento el peso de su autoridad, aunque es más un hábito mental que un sentimiento de miedo. ¿Qué diablos puede hacerme ya?
—¿Te has enterado?
—¿Si me he enterado de qué?
Bob meneó la cabeza ante lo que él define como mi carácter obstinado.
—Va a haber una investigación sobre este asunto de Harker dirigida por la cadena.
—Tonterías. No es asunto suyo.
Bob asintió con la cabeza, mostrando su acuerdo conmigo, pero no había terminado.
—Cada vez es más difícil creer nada de lo que dicen, ¿verdad? Pero tú dices que también has oído el rumor y que es una tontería.
Yo no había oído el rumor, y eso me aterrorizó. Bob salió sin pagar el plátano y me siguió a la oscuridad del pasillo.
La planta veinte siempre ha sido innecesariamente oscura, y siempre me doy cuenta de ello después del Día del Trabajador, cuando las vacaciones doradas han pasado y no hay forma de recuperarse de esa pérdida. Qué felices éramos, Sue y yo, hacía sólo seis semanas, cuando empezó el hiato y el verano se alargaba, nuevo y desconocido, delante de mí, como una puta a quien conocí en 1968 en Praga. Pero esa puta no era una informante de nadie, y el productor asociado en Argelia en 1960 me dijo más tarde que ella se había trasladado a la URSS y que había criado a seis niños con un ingeniero de Alemania del Este. Era guapa. No era realmente una puta, estoy seguro. Todas esas personas están muertas y desaparecidas, y a pesar de ello las recuerdo muy bien. Se llamaba Sixtine, y era una comunista devota.
Bob me sacó de mis recuerdos.
—Háblame de Rumania, maldita sea.
—Mis cereales están fríos.
Él se encogió de hombros, y yo hice lo propio. Siempre actúa igual: se encoge de hombros y sonríe; lo ha hecho desde que le conozco, hace casi medio siglo, es su manera de comunicar una amenaza.
—Tengo que decírtelo. Cada temporada tengo la misma sensación: que debería haberme ido hace un año. Cosas como ésta me lo recuerdan. Existe la vida después de la cadena.
Le dirigí esa mirada con la que le digo, más o menos, que acabamos de cruzar la frontera de la conversación inútil y arbitraria, y que ha llegado el momento de que vuelva a mi oficina, donde tengo cosas más importantes que hacer que insuflar vida a viejas mentiras. Nadie aquí va a marcharse por propia voluntad. Nunca nadie va a renunciar al hiato. El hiato es el trabajo. «Hiato.» Qué palabra, qué sonido. Nadie más en el mundo del periodismo lo tiene. Seis semanas de vacaciones a mitad del verano, seis semanas de dulce melancolía, seis semanas para fingir que eres otra cosa, cualquier cosa excepto un fantasma sentado ante una cámara que sonríe como insinuando una amenaza ante veinte millones de personas cada domingo. Somos como uno de esos pequeños países europeos, varados en un único piso de un único edificio de Manhattan, con una identidad que se basa en un sentido distinto del tiempo. Y estamos condenados. He exagerado al decir veinte millones. Las cifras de la cadena ya no son tan altas; más bien quince millones, o menos, diez millones. Los informativos están muriendo, pero nosotros somos el último estertor y todavía somos capaces de obtener unos índices de audiencia decentes de vez en cuando.
Hace cinco semanas estaba sentado debajo de un emparrado verde en un viñedo de la Camarga comiendo rillette d'oie con tostadas. Ahora volvía a encontrarme en los avernos. Llegamos a mi despacho y me senté en mi silla, pero Bob se quedó de pie en la puerta, con una mano en el bolsillo mientras con la otra me señalaba con el plátano, que yo sabía que no se iba a comer.
—¿Debería preocuparme? Eso es lo que estoy preguntando.
¿Qué podía decirle? «La suerte siempre ha sido el genio no anunciado de esta cadena, Bob, y por el momento, nos ha fallado.» No lo dije.
Él cargó otra vez.
—He hablado con los abogados, y Ritzman me ha dicho que la cadena podría ser culpable. ¿Culpable por qué? ¿De qué? ¿Tienes idea de qué diablos quiere decir con eso? Porque yo no tengo ni idea.
Tuve que contestar. De otra forma no se iba a marchar nunca.
—¿Cómo diablos puedo saberlo, Bob? Esto es un jodido y horrible lío, y no sé exactamente con qué nos encontramos, pero ¿culpables? Los abogados comercian con el miedo, tú lo sabes. De momento, no olvidemos que un ser humano ha desaparecido.
Esta llamada a la decencia le indignó.
—Tú la enviaste allí, tú, gilipollas.
—¿Puedo tomarme el desayuno ahora, por favor?
Él se encogió de hombros por última vez y se retiró. El teléfono continuaba sonando. Peach me llamó, quería que yo la atendiera. No la culpo. No quiere estar en la primera línea de defensa de esta situación, pero es a ella a quien se le paga para eso, no a mí. Es mejor esperar. Es mejor crear un estado de calma.
Parece que el padre de Evangeline, ese Dub Harker, quiere mi pellejo, pero será mejor que tenga cuidado. No quiero faltar al respeto a la chica, pero vaya farsante afectado, ese padre. Tiene que ir de John Wayne, pero no es John Wayne; yo conocí a Wayne, y no tenía nada que ver con ese fanfarrón pesado. Era un caballero, y un hombre amable, además, excepto cuando entraba en el tema del comunismo, cuando se emborrachaba y afirmaba que Stalin intentó hacerle matar; uno no se ríe de un hombre que cree eso si no quiere que le den una paliza. Nunca más me reí de él, pero bebí con él unas cuantas veces. Quizá Stalin sí intentó hacerle matar. Wayne decía que los polis de Los Angeles frustraron el golpe y que le hubieran permitido acabar con esos rojos, pero que pensó que J. Edgar haría bien su trabajo y lo dejó estar. Ni siquiera presentó cargos. Wayne tenía clase, incluso cuando estaba fuera de sí.
Harker quiere ser como Wayne, un magnate del petróleo que ha criado a una hija guapa. ¿Dub? No puede ser su verdadero nombre. Probablemente sea Terence, o Percy, o Sebastian, pero no podía soportarlo, no podía soportar las burlas, y créame, sabemos de qué va eso. Piense en Austen Trotta a la edad de diez años, piense en cómo le sentaría, piense en lo rápido que Trotta se convierte en trotero, se necesitan cinco segundos, así que eligió Dub, o, más probablemente, los trabajadores de los campos de petróleo del centro de Estados Unidos le pusieron el mote y se le quedó. Los texanos creen que pertenecen a todos los lugares del mundo. Nunca he conocido a ningún texano que no se creyera con derecho a caminar por cualquier parte del planeta sin miedo o sin tener que suplicar nada, o a entrar en mi oficina sin haber sido invitado, igual que su hija, en ese sentido. Pero ahora te has encontrado con el maldito judío. Te las estás viendo con el descendiente de la falsa realeza de los Habsburgo, ahora; unos judíos ennoblecidos en los últimos y débiles años del emperador Francisco José: no hay una casta mejor ni más fuerte, salida de la frontera rusa, donde sobrevivieron a los cosacos, a las plagas y a los polacos. Olvídate de John Wayne. Te golpearé, Marker. Te convertiré en el blanco de las burlas del Club del Petróleo de Dallas, te haré aparecer como un frustrado, un simulador, como el farsante que eres. Sí, Dub Marker. Pero criaste a una buena chica. Lo hiciste, y eso no es fácil, así que lo dejaremos en empate tex-mex. Hora del desayuno.
—Hay otra cosa que deberías saber.
Maldito Bob, otra vez aquí, ni siquiera han pasado cinco minutos. Los cereales empiezan a marearme. El dolor vuelve a aparecer.
—No quise mencionarlo en el bar.
—¿Qué pasa ahora?
—Tengo mis sospechas acerca de esta situación rumana.
—Oh, dios.
Bob cierra la puerta detrás de él.
—¿Y si la cadena ha provocado esto para utilizarlo contra mí?
Ya he oído este tipo de gilipolleces otras veces.
—Si ha provocado ¿qué? ¿El secuestro y posible asesinato de una de nuestras empleadas?
—Hay muchas cosas en juego, Austen.
—Estás de broma, claro.
—Esta vez no lo sé.
Se encogió de hombros. No iba de broma. Un relámpago en la parte baja de mi espalda. Pueblos aplastados a ambos lados de mi columna vertebral. Es el momento de tumbarme. Peach tiene el Percocet.
—Quizás esté loco. Diablos, sé que lo estoy. Pero esta coincidencia me parece extraña. Justo cuando nuestras cifras descienden, justo cuando la cadena empieza a hablar del envejecimiento demográfico del programa, justo en este momento, una chica desaparece. Por supuesto, dudo que tenga nada que ver con eso, pero está clarísimo que les resulta conveniente y está clarísimo que lo utilizarán contra mí.
Tengo que aterrizar en el sofá, correr las cortinas y sumergirme en el olvido. Peach, por favor, trae el Percocet. Bob dio marcha atrás.
—Por el amor de dios, estás peor que yo.
—Las lumbares.
—Hablaremos más tarde.
Es el momento de echar una cabezada de verdad, de justificar la cortina. El dolor me recorre la columna vertebral, Hitler atravesando Francia. Este diario terapéutico no ofrece ningún alivio.
Martes, 6 de octubre, 10:15 h
Llevo puesta mi gabardina de la suerte. Quizá reciba buenas noticias hoy.
He llegado tarde, con una sensación de confusión, y he recibido un mensaje irritante: Julia Barnes quiere hablar. Es urgente. «Encuentra siempre tiempo para un editor», me digo, pero esto suena un poco alocado. ¿Cuándo le he pedido a un editor que concierte una cita? No necesita una cita. Puede, simplemente, entrar, aunque espero que no lo haga. Ella trabajó con Evangeline en la historia del payaso de los rodeos. Quizá sepa algo, tenga una pista. ¿Quiero saberlo? No he dormido esta noche. Es la hora del Percocet. ¡Adelante, gabardina de la suerte!
Martes, 6 de octubre, 16:00 h
El destino de los Habsburgo me ha alcanzado por fin. Sabio antepasado, dejaste este mundo; sabio, no afortunado, como siempre decías. El cáncer de huesos pudo contigo al final, pero no los nazis. Un cáncer de huesos producido por complicaciones del cáncer de próstata, aun así viviste una larga vida y nos salvaste de la historia, te marchaste del imperio de los Habsburgo en 1912. Dos años más y te hubieran reclutado, y nuestra historia hubiera terminado igual que la del resto de la familia Trotta, con una bala entre los ojos, en lugar de aquí, en este nido de águilas del piso veinte, viajando sobre las ondas sonoras de un país que no se preocupa por nada y que no sabe nada acerca del mundo del que tú escapaste, que fue aniquilado por la peor de las calamidades del siglo xx. Yahora, todo eso explota en la parte baja de mi espalda. Cuanto más viejo se hace, más debe sufrir el viejo judío.
Julia Barnes apareció como un espectro ante la puerta de mi despacho justo antes de comer. Se acercó y llamó.
—¿Te pillo en mal momento?
Le hice un gesto para que se sentara. Cerró la puerta detrás de ella, un pequeño gesto inconsciente de ostentación. Todo el mundo estaría atento ahora. En mi pequeño mundo, una puerta cerrada suena como un cañonazo. La gente se endereza y presta atención.
—¿Qué hay, niña?
—¿Te he dicho alguna vez que mis padres son húngaros?
Como inicio de una conversación urgente, me intrigó, debo admitirlo.
—Mi nombre de soltera es Teleki.
—¡Nobleza!
Giró la cabeza a un lado, el cabello le cayó sobre los labios y se rio.
—Y de Utica, nada menos.
Yo no tenía ni idea, pero ahora que lo mencionaba, esos ojos traicionaban el pesimismo húngaro que tanta mala fama tenía.
—Tu gente proviene de esa parte del mundo también, me parece.
—Por supuesto. Judíos polacos de la Galitzia centroeuropea, súbditos de los Habsburgo. —Saqué un cigarrillo y puse los pies encima de la mesa—. No eran Teleki, pero uno de mis parientes tenía un «von» delante de su nombre. ¿Te preocupa la genealogía, hoy?
—Por favor, no pienses que estoy loca. —Se aclaró la garganta y bajó la voz, a pesar de que la puerta estaba cerrada—. Remschneider está digitalizando esas cintas que llegaron de Rumania.
No parecía asunto mío. ¿Se trataba de una pequeña estratagema para sustituir a Remschneider en el trabajo de edición? ¿Intentaba atraerme a la maquinación? Si era así, no se lo agradecía.
—¿Y qué?
Apoyó el codo en el escritorio y bajó la cabeza, como si fuera a susurrar a través de la rejilla de un muro de prisión.
—No existe ninguna historia rumana. Ni siquiera hay un presupuesto para esa historia rumana. Y si no hay una cifra de presupuesto, no puede haber un editor. Así que, ¿por qué está editando?
No conseguía ver cómo esto me afectaba, a pesar de una vaga conexión con otros asuntos con Rumania. Pero sentí un pinchazo de nerviosismo, como si esa información pudiera ser relevante en algún ignoto sentido.
—¿Estás segura de que no existe ninguna cifra de presupuesto? Debe de haberla.
En ese momento, pareció contenerse. Se recostó en la silla y levantó un poco la voz. Se había ofendido por mi tono, que era lo único que me faltaba.
—No soy una idiota, Austen. Estoy muy segura. No existe ninguna cifra de presupuesto. De todas maneras, ésa no es la cuestión.
—¿Puedo preguntar por qué te preocupa tanto?
Se ruborizó y me supo mal por ella. Había pasado una semana sin dormir a causa de la historia del payaso de rodeo y necesitaba irse a casa y descansar. Según mi experiencia, en este negocio, la falta de sueño es el ignorado gran destructor de una carrera.
Pareció ordenar las ideas. Era una editora con talento y una buena persona, pero tenía sus debilidades. Nadie era más rápido en presentar una acusación de sexismo que Julia Barnes. No me considero un sexista, aunque he sido acusado de ello en el pasado, y no quiero facilitar más argumentos de los estrictamente necesarios. Pero su extraño fervor suscitaba la pregunta. Para darle un momento, rebusqué entre los papeles que tenía encima del escritorio hasta que encontré el cenicero.
Ella suspiró.
—Te voy a decir por qué es importante. Esas cintas llegaron de Rumania, aunque no esperábamos recibirlas. Nuestra productora asociada ha desaparecido allí. Por lo que sabemos, está muerta. Vale. Eso es lo que sabemos. Pero luego, Miggison me da las cintas para que las guarde y lo siguiente que sé es que las han sacado de mi despacho y que ahora se encuentran en manos de otro editor, un editor que no tiene parte en este asunto y que no tiene por qué tocarlas, y que las está digitalizando como si necesitáramos tenerlas en el sistema para montar una historia, a pesar de que, como ambos sabemos, no hay nada en esas cintas que pueda utilizarse para ninguna historia que podamos hacer nunca. Así que te lo pregunto otra vez: ¿por qué diablos las estamos digitalizando? ¿Por qué no las enviamos directamente a la policía?
Lo que decía tenía cierto sentido, aunque había dado un gran salto en su razonamiento y había relacionado dos cosas que podían estar completamente desconectadas. Por lo que sabemos, por lo que ella me acababa de contar, esas cintas podrían haber sido filmadas por algún otro equipo de la cadena, el de Noticias noche o La hora del amanecer, y habrían podido llegar a nuestros dominios por equivocación. Yo no sabía por qué otro editor querría digitalizarlas, pero eso resultaba difícil de juzgar como siniestro.
—Si lo que estás diciendo es que existe alguna relación entre Evangeline Harker y esas cintas, me gustaría mucho tener alguna prueba.
Ella meneó la cabeza con una expresión ligeramente paternalista. Levantó un poco la voz.
—¿Y que me dices de ese nombre, Olestru?¿No dijo Lockyear que era el mismo nombre que el de su contacto? ¿Eso no cuenta?¿O es que estoy loca?
Empecé a enojarme, lo cual es malo para mi presión arterial. Quité los pies de encima del escritorio y me incorporé en la silla. Ese nombre me preocupaba, pero no constituía una buena prueba. La conversación había terminado, por lo que a mí respectaba.
—¿Alguna otra cosa, querida?
Empujó los papeles del escritorio a un lado.
—No me estás escuchando, Austen. Esas cintas proceden de Transilvania.
La miré con una expresión de asombro, sin adornos y sin ningún arrepentimiento. Era una de las editoras más listas de esa planta. Era una de las profesionales en alza, o lo había sido hasta ese momento. Y entonces, al comprender lo que sucedía, solté una carcajada. Me había pillado.
—Oh, vaya. —Se me saltaban las lágrimas—. Oh, Jesús.
Ella empezó a reírse también, gracias a dios. Nos reímos sin parar; llorábamos de la risa, y ella hasta dio una palmada en el escritorio. Habíamos sido atacados por unos vídeo-vampiros. Llamé a Peach al despacho, y se lo contamos, y ella también soltó una gran risotada. Me sentí mejor de lo que me había sentido en décadas. Reír es la forma de libertad más profunda. A su manera, la gabardina de la suerte no me había fallado. Pero cuando Julia abandonó el despacho, una oscuridad húngara había vuelto a sus ojos, y ya no quise saber por qué.
LIBRO 4The weather underground:la clandestinidadVeintiunoJulia Barnes pasó de una habitación brillantemente iluminada a otra y de una conversación con un corresponsal a otra, creyendo que su productor habría vuelto a la zona de edición y la estaría esperando, y que no estaría interesado para nada en el estado del asunto Harker, excepto, quizá, como cotilleo, como una de esas informaciones vitales acerca de las desgracias de otro equipo. Eso quizá le reportara cierta ventaja, pero no mucha. No resultaba de ninguna ayuda el hecho de no haber trabajado nunca con ese productor, ni haber oído rumores terribles acerca de su carácter y sus hábitos de trabajo. Pero no podía dejar plantado a un corresponsal. Si el hombre quería hablar, ella también tendría que hacerlo.
El que había sido colega de Austen durante décadas, Ed Prince, le guiñó un ojo para que entrara en la habitación. Le indicó con un gesto que cerrara la puerta. Ella lo hizo con cierta reluctancia.
Prince meneó la cabeza, como si la conversación ya hubiera comenzado, y ella hizo lo propio, creyendo que la mejor estrategia sería mantener un aire de confabulación sin decir nada que pudiera comprometerla. Empezó a reír, y ella se rio también. Finalmente, Prince paró y le hizo una seña para que se sentara.
—Mírate —dijo él.
Ella meneó la cabeza e intentó volver a reír, pero eso ya no resultó convincente.
—¿Qué es tan gracioso, querida?
—Oh, la absurdidad de la situación, supongo.
—¿Qué situación?
Acentúo el tono malicioso. Ella no pensaba jugar.
—Venga, Ed.
—No me vengas con «venga, Ed». Nadie aquí me cuenta absolutamente nada. Soy el tonto del pueblo.
«Eres más tonto que el del pueblo», pensó ella para sus adentros.
—Tengo a un productor en mi sala, Ed. Es un desastre.
—Mentirosa.
Prince y Trotta eran hombres muy distintos. Un rato antes, ella había intentado que este último se diera cuenta de un peligro que casi no podía nombrar, y él la había tratado con una condescendencia indiferente. A diferencia de la mayoría de personas del programa, Trotta nunca mostraba un aire de necesidad, o si lo hacía, éste siempre quedaba velado detrás de muchas capas de una ambivalencia mordaz. Por otro lado, Prince, a pesar de su fama nacional, nunca había encontrado el terreno adecuado que el sentimiento de superioridad necesita para cultivar una auténtica condescendencia. Era como una de esas viejas estrellas de cine de la Metro Goldwyn Mayer que nunca se escondían de un fotógrafo, que querían que sus asuntos amorosos estuvieran a la vista del público, que ansiaban mostrarse y que no sentían la menor vergüenza por ello. Atrapado por ese deseo, Prince no se sentía apreciado, no se sentía informado, no se sentía alimentado y siempre intentaba compensar, congraciándose incluso con quienes no tenían ninguna importancia bajo ningún punto de vista. A Julia le gustaba eso de él, pero también sentía pena. ¿Cómo podía alguien haber llegado tan lejos y desear, todavía, tanto amor? A diferencia de Trotta, que mostraba una pulcritud desenfadada propia de otros tiempos, que no tenía miedo de llevar un fular en el cuello o un pañuelo en el bolsillo de la chaqueta, Prince se había lanzado al asalto de la fama con los oscuros trajes azules propios de los inversores de Wall Street. No fumaba y no bebía, y comía sin necesidad ninguna de aromas ni inspiración. Realizaba las llamadas telefónicas él mismo y, en esas llamadas, se refería a sí mismo como «Ed Prince, el periodista de La hora». Su bronceado era debido a meses de ir vestido con ropa de tenis en Cape Cod, donde reinaba durante el hiato en una existencia sin entrevistas que casi no podía soportar. Y todo ese esfuerzo parecía diseñado para generar una impresión de solidez, cuando, de hecho, uno siempre notaba las arenas movedizas en Prince. Podía hundirse en cualquier momento, y ¿quién le agarraría de la mano? Ella no.
—¿Por qué me lo preguntas, Ed?
—Porque sé que me lo dirás.
—Evangeline Harker ha desparecido.
—¿Qué más? ¿De qué estabas hablando allí dentro con ese deleznable y viejo delirante?
Trotta era, por lo menos, una década más joven que Prince.
—Eso es algo entre él y yo.
—Y una mierda.
Ella decidió poner el cuello bajo el hacha. El filo iba a alcanzarla, de todas maneras. Iba a colaborar y terminaría con eso.
—Estoy preocupada por el hecho de que unas cintas procedentes de Rumania estén siendo digitalizadas a pesar de que no sabemos nada de ellas. No hay una cifra de presupuesto. No hay ninguna historia. Y aun así, un editor ha asumido la tarea de colocar ese material en un sistema que compartimos todos.
Prince dio un paso hacia delante.
—Y tú crees que esas cintas tienen algo que ver con la chica Harker.
Julia asintió con la cabeza.
—Lo creo, pero no tengo ninguna prueba.
Prince también asintió. Sonrió como si ella acabara de proponerle una idea verdaderamente tonta para una historia. Cogió el teléfono y la miró con los ojos entrecerrados.
—¿Por qué mierda me he preocupado de decírtelo?
Salió de la habitación. Esos viejos cabrones se pensaban que eran los dueños de su mundo, pero no lo eran. Ninguno de ellos lo era. Ella tenía su propia vida fuera de la zona de edición. Quizás estuviera atravesando un momento difícil, pero tenía una vida por lo menos.
Se detuvo para captar una repentina explosión de belleza. La luz del sol había atravesado una cadena de nubes por encima de la cuenca oriental del Hudson, y esa luz inundaba las oficinas de la planta veinte, atravesaba las paredes de cristal de los impresionantes espacios de los corresponsales, se colaba por entre las hojas de las plantas colgantes, por entre las cortinas venecianas, caía sobre los montones de papeles y de libros y descendía como una bendición sobre las filas de ayudantes, que tan raramente captaban un destello de gloria como ése. La ayudante de Austen, Peach Carnahan, nadaba en un fuego de plata. Cuando Julia era una estudiante católica, creía que esos fuegos artificiales de la naturaleza revelaban la mano de Dios. Ahora conocía la verdadera importancia que tenían. Servían para poner de relieve las verdades desesperadas de la existencia humana. Las personas que tenían despachos con ventanas podían disfrutar de la luz del sol. ¿Y aquellos que no tenían ventanas? Podían besar el culo de los semidioses.
En cuanto se fue del pasillo de los corresponsales y salió de la luz para entrar en el estrecho pasaje que conducía al pasillo principal, el vago sentimiento de incomodidad volvió a aparecer. La luz a su alrededor había pasado de un blanco apagado a un oscuro azul. A la izquierda, la luz de la cafetería brillaba y de ella provenía un murmullo; era el lugar más alegre de toda la planta. Se alejó del consuelo que ofrecía, recorrió la oscuridad alejándose del pasillo de los corresponsales y empezó a elaborar un plan. De alguna manera, la cinta de vídeo rumana estaba contaminada. Visualmente, esas imágenes le hacían pensar en los mensajes electrónicos que contienen virus informáticos. Los detectaba a kilómetros de distancia: la falsa oferta de un interés lascivo o financiero en el título y la urgencia que suscitaban en ser abiertos para poder provocar estragos. No se debía permitir que esas cintas entraran en el sistema informático. No debían digitalizarse. Iba a detenerlo, y no lo haría acudiendo a la dirección de la cadena, donde por supuesto tenía amigos. Lo haría al viejo estilo, al estilo clandestino, a través del engaño, el sabotaje y, si hacía falta, a la fuerza.
VeintidósAntes de entrar en la zona de edición, Julia miró hacia atrás por encima del hombro hacia los lavabos y los ascensores, hacia la relativa alegría de la mesa de seguridad. Había pasado por delante de Menard Griffiths, el vigilante, y había disfrutado del habitual momento de agradable y animado palique, como si hablara con un ser procedente de un mundo distinto y más amable. Menard era un hombre cálido y decente, y siempre le hacía cumplidos por una sonrisa que cada vez aparecía en su rostro con menos facilidad. Pero ahora estaba lejos, allí detrás, en medio del pasillo, más allá de los lavabos y los ascensores, y ella estaba ahí abajo, en el umbral de la zona de edición, sin ventanas y bien insonorizada. Toda la vida la habían llamado paranoica; no le importaba. Alargó el cuello y husmeó. «Como un animal que huele el aire», pensó. En ese aroma de largos días e interminables noches, de comida, de perfume rancio y de sudor frío, notó algo más. Pensó que la atmósfera allí había cambiado. «Todo ha cambiado, la planta entera. El fantasma de Ian nos acecha —pensó—. O alguien más ha muerto.» Quizá Lockyear, ahora que se había enterado de que le habían echado. Alguien dijo haberle visto atravesar precipitadamente las puertas de cristal del edificio, con las lágrimas cayéndole por las mejillas y los insultos manando de sus labios.
Se dirigió hacia su despacho, donde su nuevo productor debía de estar preguntándose dónde diablos se había metido.
El pragmatismo de Trotta la había hecho impacientarse consigo misma. Era una madre con hijos adolescentes, tenía un gran apartamento en Manhattan y se enfrentaba con el tráfico cada día en un coche que tendría que estar en el desguace. Había sobrevivido en ese trabajo durante dieciocho años y no tenía intención de perder esa mierda. Que fueran los Lockyear quienes lo hicieran. Ella era más dura, más mezquina, más lista.
Julia abrió la puerta de su oficina, a punto de ofrecer una disculpa a su productor. Un hombre pálido vestido con un uniforme azul saltó hacia ella: un soldado unionista pálido como un cadáver, con capa y pistolera, con un cabello largo y rubio que sobresalía en mechones por debajo de la capa inclinada. Era como un reportaje que hubiera cobrado vida. A Julia le pareció oír un sonido espectral de banjo. Dejó escapar un chillido, incapaz de moverse de donde estaba, con el corazón desbocado mientras el espectro flotaba hacia ella hasta quedar a una corta distancia. Unas manos se levantaron hasta su garganta. El chillido funcionó como alarma. La gente salió fuera de las salas de edición adyacentes. Alguien encendió la lámpara de mesa que había al lado de la puerta y Julia vio la realidad. El visitante se había quitado la capa, revelando un cabello largo hasta los hombros de un color castaño y unos mal escogidos pendientes de perlas. Era su nueva productora.
VeintitrésUnos cuantos editores se quedaron un momento con la boca abierta ante la puerta de la sala, mirando a Julia mientras ésta se reía para hacerse pasar el susto. Finalmente, la productora los echó. Cerró la puerta, se sentó al lado de Julia y se presentó como Sally Benchborn, miembro del equipo de Sam Dambles.
—Eh, hola Sally —tartamudeó Julia—. No dejes que mi comportamiento te engañe. Yo... soy una fan de tu trabajo.
—Supongo que debo explicarlo. —Sally parecía sentirse incluso más incómoda de lo que se sentía Julia—. Tengo una especie de afición de fin de semana: representar la guerra de Secesión. Este fin de semana he salido con mi unidad, la Veintisiete de los Irregulares de Massachusetts, hemos tomado Fort McAllister y no he tenido tiempo de cambiarme. ¿De verdad doy tanto miedo?
Julia no creía que diera tanto miedo. Su chillido había surgido de un lugar más profundo. El miedo había estado creciendo desde el momento en que esas cintas llegaron de Rumania. Se había convertido en una dolencia física. Esta mujer, simplemente, lo había disparado y Julia se sentía mal por haber montado tanto alboroto por un disfraz, especialmente por haberlo hecho delante de los demás editores, que no tendrían piedad con ella a sus espaldas.
Julia intentó sonreír.
—Una fantástica primera impresión, ¿eh?
Sally dejó caer el sombrero encima de un archivador, al lado de un montón de nueces metidas dentro de una bolsa de plástico de un bocadillo.
—He visto algunas reacciones interesantes ante este uniforme, pero éste es el primer ataque de terror.
—Bah, ni siquiera se le ha acercado. Un ataque de terror implica caer al suelo, adoptar una posición fetal y recibir asistencia médica, créeme. Lo único que vi fue ese uniforme, ese viejo uniforme, y...
—La verdad es que es muy auténtico.
—No lo dudo, no.
—Hay que pagar por el equipo propio. No me avergüenza decir que pagué a un furriel setecientos dólares por este conjunto.
Julia dejó escapar una risa nerviosa.
—Conjunto. Me gusta eso. Unos Manolo Blahnik, un pañuelo Hermés, Gettysburg. Un bonito conjunto.
Sally no se rio.
—Fue en Fort McAllister, Georgia. Muy lejos de Gettysburg.
Julia pensó que Sally debía de estar asustada, también. Por lo menos, estaba nerviosa. Quizás había notado la desagradable corriente en el aire, las malas vibraciones.
—¿Qué es un furriel? —preguntó Julia, recuperando la compostura.
Sally se arregló el pelo, y se desabrochó la capa a la altura del cuello.
—Un comerciante de venta por correo especializado en cosas de la guerra de Secesión.
—¿Esto lo sabe todo el mundo?
—Ahora sí.
Julia se levantó del sofá, fue hasta su silla y comprobó si había alguna nota. Giró sobre la silla y cogió la bolsa de nueces.
—¿Quieres una?
Sally declinó el ofrecimiento. Como adelantándose a una serie de preguntas, le dijo a Julia que siempre se había sentido fascinada por la representación de la guerra de Secesión, y que una vez había valorado la posibilidad de realizar un documental sobre el tema de una unidad en concreto. El documental se cayó por falta de apoyo financiero, pero la práctica se le había metido en la sangre, y ahora lo hacía por diversión. Su unidad reunía a gente, la mayoría hombres de la zona nordeste del país, y todo el mundo tenía una copia del calendario y un arma, una bayoneta Enfield.
—¿La tienes aquí? —preguntó Julia.
Sally apretó los labios en un gesto de desaprobación un tanto esnob.
—En el coche. El combate terminó tarde ayer por la noche, así que tuve que quedarme en un hotel de Atlanta y volar esta mañana. No he visto a mis hijos.
—¿Me la podrás enseñar en algún momento?
—¿El qué?
—La bayoneta.
—Claro. ¿Podemos hablar de nuestra noticia, ahora?
Charlaron durante un rato de la historia, un retrato de una estrella del cine inglés cuyas películas no gustaban a Julia.
—¿Cómo diablos conseguiste que aprobaran esto?
Sally levantó las cejas.
—Si ésta es tu actitud, me doy cuenta de que lo vamos a pasar muy bien juntas.
—No, no, lo que quiero decir es que no es exactamente un tipo conocido. Solamente estoy sorprendida de que Bob te dejara hacerlo.
—Probablemente le nominen para un Oscar de la Academia. Es por eso. De todas formas, si tienes alguna reserva, es mejor que la oiga ahora.
Julia sintió que empezaba a sentirse más a gusto con la mujer. Sally Benchborn tenía una actitud directa. Parecía decidida, de forma inocente y honesta, a elaborar una obra maestra a partir de esa celebridad de segunda fila, y Julia creía, después de haber conversado con ella, que si alguien podía hacerlo, era Sally. Hablaron de temas de logística. La entrevista principal estaba hecha; estaban a punto de llegar unos fragmentos de película. Iba a hacerse otra entrevista y habría mucho metraje de soporte de la ciudad inglesa de Whitby, donde el actor tenía una segunda residencia. Julia iba a tener una buena cantidad de material a finales de semana, y tendría que hacer horas extras para la digitalización, si era necesario. Luego se hizo un silencio y Sally Benchborn miró a Julia en la penumbra. En una esquina de la habitación, un monitor emitía sin sonido las noticias por cable.
—¿Sabes por qué me he levantado del sofá cuando has abierto la puerta?
Julia tenía una nuez entre los labios. Se la comió.
—Me levanté porque, cuando abriste, parecías mareada. Creí que ibas a desmayarte.
Julia se tragó la nuez. Sally entrecerró los ojos y esperó.
—Dios mío —dijo Julia.
Comprobó el interfono que había al lado de la puerta y se aseguró de que estuviera apagado y que nadie pudiera escuchar. Su productora cruzó las piernas, con expresión divertida. De repente, ser una aficionada a la representación de la guerra de Secesión ya no parecía tan excéntrico. Sally irradiaba una gran confianza en sus elecciones. Transmitía la sensación de que nada podía ser tan natural como su decisión de llevar ese uniforme; de que no existía un placer más básico que el llevar a cabo una afición que combinaba la historia, la moda y la puntería, una ocasional representación de fin de semana de un combate sangriento.
A Julia le gustó esa seguridad en sí misma. Le despertaba confianza. Le contó todo a Sally: la desaparición de Evangeline Harker, la llegada de las cintas desde Rumania, Remschneider digitalizándolas, la indiferencia de Trotta.
Sally se puso roja mientras la escuchaba.
—¿Dónde está Remschneider?
—¿Por qué?
---Voy a hablar con él. Es un buen tipo, pero a veces necesita que le digan algo.
Julia levantó una mano. Le parecía haber oído un ruido al otro lado de la puerta. Sally no prestó atención.
—Trabajé con el Pedigüeño en mi última historia. Es rápido y listo, pero puede ser infantil. La verdad es que creo que el adjetivo adecuado para él es «inmaduro». Pero me escuchará.
No hacía mucho, Julia preguntó a Remschneider cómo había sido trabajar con Sally Benchborn, y él contestó «el show de los freaks», aunque eso no significaba nada. Los editores y los productores se manejaban entre el amor y el odio; se daban puñaladas por la espalda con una necesidad casi biológica. Sally le llamaba el Pedigüeño porque, le explicó, pedía cumplidos sin ninguna vergüenza. Él la llamaba la Freak. Eran cosas inherentes a la profesión. Quizás ella pudiera hacer entrar en razón a Remschneider.
Sally se abotonó la parte alta de la camisa de muselina, se cubrió con lo que ella llamaba la guerrera del uniforme federal —un abrigo que Julia había confundido con una capa— y se puso la oscura gorra azul yanqui en la cabeza. Siguió a Julia a través de la puerta y pasillo abajo del piso veinte en dirección a Remschneider, quien poseía un despacho ligeramente más grande y mejor entre el segundo y último corredor. La puerta estaba cerrada y no se oía nada dentro.
—Quizás hayan salido a comer —sugirió Sally.
—La luz está encendida.
—Lo está. —La productora llamó tres veces a la puerta—. ¡Pedigüeño!
Julia puso la oreja contra la puerta.
—Juraría que he oído susurros ahí dentro.
Las mejillas de Sally se encendieron con un vivo color rojo.
—¡No juegues conmigo, Remschneider!
Julia giró el pomo.
—No está cerrado, Sally.
Pareció que Sally estaba a punto de soltar un comentario agrio pero, en lugar de eso, giró el pomo y entró en la habitación con un gesto teatral; la guerrera del uniforme federal flotó a sus espaldas. Julia la siguió. Durante un largo rato, ninguna de las dos mujeres dijo nada. Tres hombres se encontraban sentados en unas sillas delante de tres pantallas: dos monitores de vídeo y un aparato de televisión de veintitrés pulgadas. Cada uno de los hombres llevaba puestos unos auriculares, y cada uno de los auriculares estaba conectado con un monitor, si bien los tres mostraban la misma imagen: una silla de madera en una habitación vacía. No se oía lo que los hombres escuchaban por los auriculares, pero Julia pensó más tarde que había distinguido una especie de susurros, como unos últimos fragmentos de frases que se filtraran en el seco oxígeno de la habitación. Lo que la con-mocionó fueron las lágrimas. Tres hombres, Remschneider y dos más, todos a finales de la treintena o en mitad de la cuarentena, todos ellos hombres de familia, bromistas, amantes de la música, absolutamente profesionales en el momento de cortar fragmentos, estaban sentados con los ojos enrojecidos; las lágrimas les caían por los rostros y les dibujaban surcos en la piel, como si marcaran las mejillas con algún ácido. Estaban boquiabiertos y agarraban con fuerza los auriculares. «Como si alguien les hubiera clavado un cuchillo en el cerebro», pensó Julia.
LIBRO 5Evangeline, la del MaritimeVeinticuatro¿Los pájaros gritan como marineros en la noche. Me he estado despertando a cada rato y les he oído en su pelea. Me levanto de la cama, enciendo la vela e intento escribir estas notas, tal y como la hermana Agathe me dijo que hiciera. Dijo que ésa es mi tarea.
Mientras estoy despierta, estoy asustada, y el jaleo de los pájaros me hace soportar mejor el miedo. Me da un poco de paz, no sé por qué. Nunca me han interesado mucho los pájaros ni la gente que los tiene. Son unas criaturas ridículas y charlatanas. Pero estoy segura de que éstos me están haciendo bien. La verdad es que nunca he visto a esos animales. De vez en cuando, por supuesto, sospecho que oigo algo. La carga que llevo dentro se ha disfrazado con unas alas y chilla.
Es extraño. No he estado en este valle nunca, en toda mi vida, pero parece que tengo cierto conocimiento sobre toda la zona. Si las hermanas de este claustro hablaran mi idioma, se sentirían alarmadas y asombradas por la información que poseo. Sé, por ejemplo, que hay tres fosas comunes en el valle que se encuentra al otro lado de la cadena de montañas, y que hay una más grande, aquí, justo al otro lado de los muros del monasterio. Nunca he visto el otro valle, pero sé que una de las fosas se encuentra detrás de un cuartel abandonado pintado de un desvaído color amarillo ocre y que contiene los cuerpos de veintitrés personas, doce hombres, ocho mujeres y tres niños, todos ellos judíos procedentes de un lugar llamado Suceava. Quizás ése es el nombre de este lugar, donde me encuentro. Otra fosa se encuentra en lo más profundo del bosque, donde nadie se adentra excepto los cazadores, y dentro de ella, enredados unos con otros como zarzamoras, están los cuerpos de tres mujeres gitanas, todas ellas violadas, mutiladas y asesinadas de un tiro en la nuca; una anciana, su hija y la sobrina de la hija, cuyas muertes son bastante recientes, ocurridas en las últimas décadas. Y, además, está la última de las tres fosas, en el valle adyacente, la más vieja, en la cual se encuentran profundamente enterrados los huesos de diecinueve caballeros turcos decapitados. Descansan debajo de un estanque que solamente tiene dos siglos y medio de existencia. Las hermanas ni siquiera lo saben, estoy segura, y considerarían que este conocimiento mío es obra del demonio. Pero lo cierto es que se me da de la forma más natural. De la misma manera que sé que un cúmulo de nubes trae nieve, sé que la curva de esta tierra alberga los restos de los masacrados.
Hay un pájaro que emite un sonido distinto del de los demás y que parece llamar desde mucho más lejos. Es un animal más dulce, que no se involucra en la pelea de los otros pájaros, y que parece tener una misión distinta. Me llama en la noche, me pide que vuelva a cruzar las montañas y que vuelva al lugar donde recibí mi carga. Una de las hermanas me dijo que no prestara oídos a nada que pronunciara mi nombre. Dice que debo permanecer entre estos muros hasta que mi carga me sea retirada. Esta llamada nocturna no proviene de nada diabólico, estoy segura. «Evangeline», entona, y me recuerda la vieja canción por la que mis padres me pusieron este nombre. Me gustaría seguirla. Me gustaría seguir el camino de conocimiento que brilla ante mis ojos. Me gustaría recorrer esta tierra, encontrar a las demás almas olvidadas de este mundo, esas incontables y desperdigadas piedras preciosas.
Durante el día, mi mente descansa con la quietud de una rana sobre una hoja de nenúfar. Dispongo de un lugar soleado en medio del helado monasterio, y las hermanas me permiten sentarme en él, envuelta en pieles de lobo, mientras ellas realizan su trabajo. Yo me quedo sentada y miro el cielo. Pasan los días, fríos, pero por la noche mi habitación se caldea. Una de las hermanas viene a cuidar el fuego de la chimenea de piedra. Me ofrece té y pan moreno. Ninguna de ellas habla inglés, pero, por sus gestos, entiendo que soy objeto de su piedad, de su preocupación, y que altero sus principios. Me miro en el espejo y comprendo por qué. Solamente mis ojos ya me aterrorizan. Nunca he visto a esta mujer en toda mi vida.
Pronto será febrero, según el calendario. Y luego, el temible marzo, y llegará la Pascua y su crucifixión sangrienta. Hace unas semanas llegó una persona, y la traté mal. Le ordené que se fuera. Vino la policía también, y les dije que mantuvieran alejado al desconocido. Pero él continúa volviendo, y ellos se lo permiten. Tengo la impresión de que cree que soy alguien. No tengo derecho a ser tan poco amable, pero él me dijo que esperaría al otro lado de los muros a que llegara el momento de que yo estuviera preparada para decirle cuál es mi nombre y de dónde provengo, dónde está mi casa. Pero ¿qué significa eso?
«Casa» es una de las palabras que mi carga ha convertido en una adivinanza, incluso a pesar de que, en mi memoria, o en el lugar donde mi memoria debería encontrarse, detecto un eco de calma y descanso, y creo que eso debe de ser lo que esta palabra significa. Informé a mi visitante de que me encuentro perfectamente bien y él empezó a tomar notas, lo cual me enojó. Le conté que me gusta la sensación de la nieve en la lengua. Me encanta el olor de la madera quemada al amanecer. Me gusta el sonido de los pies calzados con botas pisando el hielo, la profundidad de las sombras donde no llega la luz eléctrica. Me gusta sentir la piel de mi rodilla en la palma de la mano, el sabor de la avena cocida para cenar, la promesa de un sueño profundo que casi nunca viene. Estoy llena de amor, pero no hacia la gente, ni hacia los lugares, ni hacia los objetos. Mi amor me sobrepasa; toma la forma de una antigua memoria de la especie, y me ha cambiado. Amo las mismas cosas que los muertos —los asesinados, insultados y deshonrados— aman.
Mi visitante no lo pudo comprender.
—Usted es estadounidense, creo. ¿O canadiense, quizá? Está perdida. Su mente divaga, y necesita estar en su casa, donde su gente pueda atenderla. Por favor, ayúdeme, y yo la ayudaré a usted.
Observa mi pequeña celda con expresión horrorizada. Pertenece a algún gobierno, y nosotros odiamos a los gobiernos. Quiere aprovechar esta desafortunada oportunidad para quitarme todo lo que tengo. Me pregunto qué diría si viera cómo las hermanas me bañan cada tarde. La hermana Agathe viene con otra hermana y traen un cubo de metal lleno de agua caliente. Yo miro hacia el techo. No quiero ver más mi cuerpo. Pero las hermanas me quitan la ropa y, mientras aplican la esponja, lloran ante esa visión. Yo no quiero saber qué es lo que ven, pero sí me pregunto qué diría mi padre, qué haría mi madre, si lo vieran. ¿Y mi amante? ¿Continuaría queriéndome tener en casa? Miro hacia el techo y alimento un secreto que ningún alma viviente sabe acerca de mí. Anhelo el sabor de la sangre humana.
Mi visitante es un absoluto desconocido. Ha alquilado unas habitaciones en una granja de las cercanías. Puedo ver ese lugar desde mi ventana, por la noche. Hay gallinas y un gallo, y un perro que no ladra nunca. Durante las horas grises previas al amanecer, el gallo ahuyenta los gritos de los pájaros. Mi visitante viene a menudo e intenta darme una identidad. A veces, simplemente se sienta y me mira. Otras veces me grita. Me amenaza con sacarme a la fuerza de este lugar.
Recuerdo una conversación en concreto.
—Tiene una semana más —dijo—. Y entonces haré lo que sea necesario según la ley. Haré que la lleven a una institución rumana donde los médicos puedan tratarla. Voy a preguntárselo otra vez. ¿Es usted americana? ¿Es usted periodista?
—Tengo miedo por usted —dije yo.
—No hable de esta manera.
—¿De qué manera?
—Como si me conociera.
—Pero le conozco.
—Soy simplemente un servidor civil, y hago lo que tengo que hacer.
—Se habrá ido antes de que pase un año.
Su rostro cobró un tono rojo oscuro, y perdió los estribos.
—Puedo hacer que la encierren, si quiero, y nunca nadie sabrá cuál es su nombre.
—En la memoria, usted se habrá perdido.
Se levantó y se puso el abrigo.
—Sé quién es usted —dijo—, pero no puedo demostrarlo, y si no puedo demostrarlo, me quedaré con la boca cerrada porque, si no, se me considerará responsable. No voy a armar ningún jaleo. Las autoridades locales se la van a llevar. Piénselo. Las mujeres de aquí quieren que se vaya.
Se marchó.
Yo quiero complacerle. Quiero que todo el mundo sea tan feliz como yo lo soy. Quiero que todo el mundo sienta el amor que siento yo por la existencia. Mi visitante adopta una expresión concreta cuando hablo de esta forma, y no puedo soportarla. Entreabre los labios, y su rostro se humedece, y yo me doy cuenta de lo viejo que se ha vuelto. Cuando le llegue la muerte, no va a ser diferente de los demás. Penetrará como el aceite en la tierra.
Me despierto con el sonido de los pájaros y miro por la ventana hacia el otro extremo del campo, hacia la granja en la cual duerme mi visitante. En este valle, justo allí en la depresión que hay entre aquí y la granja, hay otra fosa, nueva en mi mente, profunda, llena hasta rebosar de prisioneros de algún enorme trabajo de una época muy antigua. Son dacios, ejecutados por los romanos, y se susurran los unos a los otros: «¿Cuándo vamos a ir a casa?».
VeinticincoLos sueños de la chica del pelo dorado empezaron hace tres noches. La he visto antes, no tengo ninguna duda de ello. Conozco su nombre, pero no puedo pronunciarlo. Ella viene hasta mi puerta, llama con suavidad y dice «déjame entrar». Yo lo hago, y ella se arrodilla a mis pies y me los besa. Alguien le ha cortado el cuello, así que esta acción no es fácil, en verdad. Le pregunto si es una de las personas de la fosa de detrás del cuartel amarillo, y ella levanta la cabeza, con los ojos inundados de lágrimas, y me pregunta si me burlo de ella, pero yo lo niego. No quiero ver.
Por las mañanas, le cuento mis sueños a la hermana Agathe. Ella no me entiende, pero señala el lápiz y el papel. Quiere que lo escriba. Insiste, así que lo hago.
Una noche, mientras todavía estaba despierta, oí el mismo golpe suave de mi sueño en mi puerta. Las últimas ascuas del fuego se desplomaron, unas oscuras y rojas cavernas en llamas. No pude moverme. Nadie acostumbraba a visitarme después de que vinieran a cuidar el fuego por última vez, y la hermana Agathe ya lo había hecho. Deberían dejarme sola hasta el amanecer.
Me envolví con las pieles y salí de la cama. Las piedras del suelo, tan frías, me provocaron pinchazos en los dedos de los pies. El pestillo de la puerta pareció morderme los dedos, pero lo abrí de un golpe. Abrí la puerta sólo un poco, dejando una rendija, y vi una cara pálida que reconocí, aunque no era la cara que esperaba ver. Era la hermana Agathe. Quería aprender inglés conmigo y había insinuado que cabía la posibilidad de que tuviera en mente otro tipo de vida para sí misma. Muchas veces gesticulábamos mientras esperábamos a que el fuego se reavivara. Creo que deseaba viajar.
En esos momentos me miraba con terror. Señaló a sus espaldas, más allá de la capilla, hacia la puerta delantera del complejo. No tuvo que decir ni una palabra. Yo lo supe. Alguien me estaba esperando en la entrada.
—¿Es mi visitante? —pregunté.
Ella negó con la cabeza. Me miró durante un largo rato, esperando a ver si yo era capaz de explicar lo que ella había visto.
—Voy a ponerme los zapatos, Agathe. Puedo apañarme. Vuelva a la cama.
—Nee —contestó ella.
Le puse la mano en el brazo.
—Vuelva a la cama y cierre la puerta, Agathe. ¿Sí?
Ella asintió con una expresión de agradecimiento en los ojos. Me puse un par de gruesos calcetines de lana y las botas de invierno, y salí a la noche. Un viento denso y helado me recibió. Por encima del oscuro borde de los muros, las estrellas brillaban blancas, amarillas y rojas. Había tantas que no pude distinguir las pocas que conocía. Todo brillaba con un destello puro. Vi la Vía Láctea.
Miré en dirección a la fila de celdas hacia donde Agathe había ido y deseé que hubiera seguido mi consejo de cerrar la puerta. Yo no tenía un conocimiento real de cuál era mi situación, cómo había llegado a ella, quién había sido el ingeniero de la misma, pero en cualquier caso estaba claro que algo terrible había sucedido, que las hermanas sospechaban que yo me había visto involucrada en un horror profundo, y que, a pesar de su bondad, rogaban para que me marchara.
Atravesé la nieve entre mi habitación y la capilla. No había estado dentro de ese edificio ni una sola vez. Las paredes exteriores habían sido pintadas con cientos de imágenes de acontecimientos sagrados, las historias de los santos, las vidas de los apóstoles, el ascenso y la caída de los reyes de Bizancio, el destino de la humanidad durante las épocas venideras en el cielo y en el infierno. Durante el día descifraba esas paredes exteriores como si fueran las páginas de un libro.
El corazón me latía deprisa. Me apoyé en la pared trasera de la capilla. En cuanto diera la vuelta a la esquina, quedaría a la vista desde la puerta, al igual que mi visitante. Pensé en elevar mi propia oración. Esas mujeres pasaban sus días en una conversación continua con Dios. Seguro que una oración me ayudaría a enfrentarme con lo que se presentara. Un recuerdo parecía querer cobrar forma: ese momento me recordaba a otro, pero no tomó una forma clara.
Giré la esquina de la capilla y avancé hacia delante, mirando la nieve del suelo. El sonido del hielo debajo de las suelas me reconfortaba, me hacía sentir formidable; igual que un coloso, en el silencio, yo aplastaba glaciares. No levanté la mirada hasta que me hube acercado a la puerta, un arco de piedra tallada de siglos de antigüedad. El pasaje se había hundido en el suelo durante los años y formaba una especie de túnel hacia el mundo exterior. Después del anochecer, las hermanas bajaban una verja de hierro por el lado exterior de la entrada. Bajé la cabeza y miré a través del pozo de oscuridad que formaban los muros.
—¿Sí? —llamé en voz alta. Nadie contestó.
Me reproché haber dejado ir a la hermana Agathe. Ella hubiera podido ser una ayuda y hacerme visible al visitante. Hubiera podido encender una de las linternas que colgaban al viento en las paredes interiores del túnel.
El viento soplaba desde las colinas y se enfrentaba mí mientras yo me esforzaba hacia delante en dirección a la entrada del túnel de la puerta. Llegué a la verja de hierro y miré a través de los barrotes hacia la oscuridad que se extendía entre los muros del claustro y el bosque. Mi visitante se había ido. Allí no había nadie, pero era una noche bonita. La nieve cubría el suelo. Los primeros flecos de otra tormenta se arremolinaban en el cielo y, cuando levanté la vista, las estrellas parecían incendiarse y desplomarse. Sobre la colina de delante del claustro, distinguí a una figura que salía del bosque y caminaba sobre la nieve en dirección a los muros. Al principio pensé que era una ilusión provocada por el movimiento de los copos de nieve en la noche, pero esa cosa fue aumentando de tamaño y cobrando forma hasta que se convirtió en algo reconocible. El rostro y el cuerpo estaban escondidos debajo de un hábito hecho de pieles como el mío. Tuve una premonición súbita que me agitó. Esa figura iba vestida como yo, pero no era yo. Se echó hacia atrás el borde de la capucha. Yo me eché hacia atrás el borde de la mía. Los copos de nieve le cayeron sobre los párpados y le hicieron abrir los ojos. Sus ojos eran blancos y brillantes como la nieve. El pelo rubio le caía a la luz de las estrellas, recogido detrás con una sucia goma elástica amarilla.
—Clemmie —dije.
Ahora, de vuelta en mi habitación, mientras escribo en estas hojas de papel para la hermana Agathe, sé lo que me sucedió. Sé cómo llegué aquí. Y es amargo.
VeintiséisCorrí durante mucho tiempo por el bosque de los alrededores del hotel de Torgu. Los troncos de los pinos se erigían para impedirme el paso. Hacía frío, y yo no llevaba ninguna ropa, y quería detenerme y cubrirme con la cortina que llevaba en la mano, pero no me atreví a hacerlo hasta que dejé el bosque muy atrás. Llevaba el cuchillo de Torgu en la otra mano. La pelea me había hecho perder el juicio. Había tardado horas en descender por el paternoster parado y salir del hotel. El pantalón del chándal se me había enganchado en un punto especialmente estrecho y tuve que abandonarlo, por lo cual, y excepto por el sujetador, al llegar al piso de abajo me encontraba desnuda. Torgu, el cobarde, no volvió a aparecer. Corrí pasillo abajo hacia el vestíbulo y pasé por delante de la habitación que contenía los terribles artefactos de ese hombre, los pedazos rotos de esos lugares destruidos, sin dejar de oír aquella letanía susurrándome en los oídos. Atravesé a toda velocidad el vestíbulo y agarré una cortina al salir de ese lugar terrible; la palabra «vestíbulo» parece absurda en retrospectiva. Al salir, me di cuenta por primera vez de que ese hotel no era otra cosa que una ruina abandonada. Hacía años que no llegaba un cliente. Con un sentimiento de pena, pensé en Andras, el noruego asesinado. Deseé que no tuviera hijos. Si los tenía, recé para que nunca supieran qué le había sucedido a su padre. La cortina cedió al primer tirón. El raíl de la cortina se rompió y cayó al suelo. Apreté el tejido contra mi desnudez. Una sombra se movió sobre la alfombra y me di la vuelta. Había sido un pájaro en el cielo, su reflejo, un parpadeo en la habitación. Observé el vestíbulo a la luz crepuscular del sol. Las agujas de los pinos habían entrado empujadas por el viento y cubrían la sucia alfombra hasta el mostrador de recepción. Encima de él, descubrí mi bolso. Lo cogí y, dentro, encontré la bolsa de cacahuetes, el mendrugo de pan y mis notas. El pasaporte y el teléfono móvil habían desaparecido. Me colgué el bolso al hombro. Enrollé la cortina. Atravesé corriendo la puerta. Los escalones estaban cubiertos de cristales rotos y me hice un corte en el pie, pero eso no me detuvo. Nada excepto la muerte podía hacerlo.
Me alejé del enorme pórtico y de los escalones y llegué a los primeros árboles. Ya lo había intentado una vez anteriormente, en la oscuridad, pero esta vez la luz me acompañaba y podía ver la salida. Veía el cielo a través de las altas ramas y una pendiente de tierra verde en la distancia que caía, alejándose. Y mejor que eso, entre los árboles, vi el coche, el sucio Porsche, su único medio de transporte. Tiré de la manecilla de la puerta, pero estaba cerrado. Me entró furia y golpeé el parabrisas con los puños. Intenté romperlo para entrar. Encontré una rama y la estampé contra el cristal. La sangre que manaba del corte en el pie se mezcló con las agujas de los pinos y la tierra, y el corte dejó de sangrar. Lágrimas de rabia me caían por las mejillas, pero volví a recuperar el sentido común rápidamente, obligándome a recordar el viaje de ascenso desde Brasov hasta el hotel. Torgu había conducido a través de ese lugar donde dijo que el dictador había vivido. Y después de eso, recordé, habíamos encontrado un prado con un pequeño edificio, una especie de capilla. Podía llegar a la capilla para la puesta de sol. Podía correr con todas mis fuerzas hasta ese lugar y atrincherarme dentro. Levanté los ojos y miré a través de las ramas. Unos minutos antes el sol había parecido estar más alto, pero estaba bajando con rapidez y oía que se levantaba el viento, y ese viento traía las mismas palabras que me resonaban en la cabeza. Tiré la rama. Con el cuchillo de Torgu, rasgué los neumáticos del Porsche. Fue un trabajo duro, pero lo hice deprisa.
Me alejé corriendo otra vez, con el cuchillo en una mano y la cortina en la otra. Llevaba el bolso colgado del hombro. Me dolía el pie, pero pensé en el fin que el noruego había encontrado. Ya no podía soportar recordar su nombre. Ese nombre me haría recordar su rostro, y su rostro me iba a paralizar. Hacía frío en esas montañas, y el afilado aguijoneo del aire me provocó un arranque de energía. Mi aliento formaba nubes de vaho. Pero mientras corrí, me mantuve en calor.
Al fin, cuando casi había abandonado la esperanza de escapar del bosque, éste se aclaró y la hierba se hizo más alta, y supe que había llegado al extremo del prado donde se encontraba la capilla. Daba por sentado que era una capilla. Hacia arriba y a lo lejos, parcialmente oculto por una subida del terreno, vi el extremo superior de un pequeño edificio blanco. Quería creer que era un santuario protegido del mal, como en las películas, pero mi experiencia reciente me había enseñado: Torgu no tenía miedo de los lugares ni de los objetos sagrados. Poseía iconos calcinados en su colección de artefactos extravagantes; su reflejo era visible en los espejos; había acariciado con gesto amoroso el crucifijo que yo llevaba colgado. Lo que yo necesitaba era una sala de striptease o un burdel. Sentí que la vergüenza y la rabia me llenaban la garganta de bilis. Todavía oía la voz. Incluso entonces, al anochecer, en las lindes del prado ensombrecido por las oscuras colinas cubiertas de pinos, sentí que me hundía en el mar de sus sucias palabras.
Miré al otro extremo del prado y reconocí un peligro nuevo. En el bosque, me podría esconder. Allí, a campo abierto, una mujer casi desnuda no pasaría fácilmente desapercibida. ¿Cuántas otras víctimas habrían escapado y llegado tan lejos? La idea de violadores, sádicos y asesinos se me pasó por la cabeza, pero tenía el cuchillo y ya no iban a volver a robarme la dignidad. Incontables mujeres, cristianas, musulmanas, judías, budistas, habían sido masacradas llevando la piel por toda vestimenta. Yo no iba a ser una de ellas. Me agaché en la hierba y, con el cuchillo, corté la cortina roja en dos tiras largas. Me enrollé una de ellas alrededor de las caderas y la anudé al costado derecho. Me envolví el torso con la otra, atándomela al pecho con un nudo doble, por encima del sujetador negro, que no había sido confeccionado para los rigores del tiempo rumano. Me sentí mejor. Recorrí el límite del prado, permaneciendo en las sombras tanto tiempo como me fue posible. Finalmente, ya no había dónde seguir ocultándome. Respiré profundamente, guardé el cuchillo en el bolso y me sujeté la tira del mismo al hombro con la mano. Corrí por la hierba. Nunca había tenido tanto frío. El sol se puso por detrás de la pared occidental del valle, pero su luz duró un rato, un manto dorado sobre la hierba. Al principio, me dirigí hacia el edificio blanco, pero mientras corría empecé a tener otra idea. La memoria empezó a fallarme. Mientras subía, en la oscuridad, tuve una vaga impresión. El edificio era cuadrado, estaba pintado de blanco y tenía una puerta de madera. Por debajo de la puerta se veía una luz. Podría haber sido cualquier cosa, una granja o, dios no lo quisiera, una taberna. Incluso en mi estado de desesperación, parecía una mala idea meterme en un bar rural después de que hubiera anochecido y vestida solamente con unas baratas cortinas de hotel comunista. Debajo de mí vi las ondulaciones de la hierba, cada vez más oscura. El valle se hundía en una profunda sombra; el lindero de la carretera, supuse. La capilla, o lo que fuera, se encontraba al lado de la carretera. Torgu y los hermanos griegos me estarían buscando allí. Me detuve para recuperar el aliento.
A un productor asociado de La hora no le está permitido cagarla. Si uno la caga, se queda fuera. El contrato no ofrece ninguna protección. En esta vida tenemos un contrato similar, aunque la mayoría de nosotros no nos damos cuenta. En ese momento leí la letra pequeña, y me dije que ese edificio al lado de la carretera iba a ser una cagada de dimensiones gigantescas y que tenía que abandonar la idea. Tenía que mantenerme alejada de toda la parte del valle cercana a la carretera. Me sequé las lágrimas de decepción del rostro. Me aseguré los dos trozos de cortina mohosa al cuerpo, aunque me picaban, sujeté la tira del bolso y corrí en dirección oeste hacia la penumbra.
Al llegar a la cresta me encontré, debajo de mí, con una vista de un sueño fabuloso: un valle tras otro, tierras como cataratas, las explosiones rosadas de unos aguaceros detrás de los filos de las montañas. El tiempo pasaba, las estrellas salieron y yo me desplacé durante un tiempo como si mis músculos estuvieran hechos de agua y de aire. Me moví en dirección norte casi todo el rato, pero pronto perdí la orientación. No me di cuenta del dolor ni del cansancio hasta que ya hacía dos horas que había anochecido, trepé encima de una roca y me caí en un pequeño hoyo. Hubiera querido quedarme allí, pero volví a ponerme en pie y continué bajando hacia el valle, tropezando como una mujer ciega. Me quemaban los pies. Había perdido sangre por el corte. Los ojos se me cerraban sin querer; no podían ver nada más. Al fin, di con una zona de terreno blanda y me arrastré como un topo por un túnel de hierba, toda instinto, en busca de algo similar a una cama. Encontré un lugar que se le parecía bastante y me enrosqué. El sueño me cubrió como un manto.
Al despertar, al cabo de un rato, volví a oír el tintineo de esas sílabas, las espantosas y terribles sílabas de esos labios manchados, «Ashdod, Moab, Treblinka, Gomorra» y abrí inmediatamente los ojos. No estaba sola. Miré por entre una maraña de enredadera y me di cuenta de que había cometido precisamente el error que quería evitar: había llegado al lado de la carretera, y allí había un coche que me parecía familiar pero que no era el de Torgu; no era el Porsche. Era un BMW. Veía la marca en el capó. Tuve que contenerme para no saltar fuera de los matorrales. El automóvil se encontraba detenido en medio del carril; habían dejado las luces encendidas y el motor en marcha. Miré hacia una de las ventanillas, esforzándome para distinguir al ocupante.
Atenta a cualquier sonido, al zumbido de los insectos otoñales, al chillido de los pájaros nocturnos, al susurro de los animales en la maleza, cambié de postura, emboscada en la alta hierba. Las piernas empezaban a picarme, pero no me rasqué. Metí mano en el bolso, tomé el cuchillo por la empuñadura y me arrastré unos centímetros hacia delante para tener un punto de vista mejor. Detrás del coche se encontraba el edificio que yo recordaba, la capilla, y me sentí desorientada un momento. Recordaba que la capilla, o lo que fuera, estaba situada a la derecha de la carretera. No debería estar donde se encontraba. No era posible. Este era otro edificio, era más como un aislado mausoleo en el campo que una capilla. Pero no tenía mucha importancia. Simplemente me metería en el coche que, por alguna feliz casualidad, se encontraba allí.
Levanté un poco el cuchillo, lista para utilizarlo. Me dolían los pies, pero me obligué a no prestarles atención. Las piernas me izaron de la hierba. Yo era una texana; había sobrevivido en la planta veinte de la peor de las nuevas organizaciones de la historia del medio televisivo; había rechazado las aproximaciones de hombres viejos y corruptos, plantándoles cara cuando ellos exigían a gritos mis atenciones como si exigieran su ración de leche. Mi inteligencia, mi capacidad de juicio, mi aspecto y mi gusto se habían visto minados, y la moral, la eficiencia y la confianza habían sido tema de sermones por parte de unos sujetos que vivían como pachas a lomos de sus esclavos; esa experiencia me ha hecho ser intolerante con la indecencia humana, especialmente la de tipo masculino. Torgu fue el peor, me había infligido, destiladas, todas las humillaciones que yo había sufrido durante los últimos siete años. Ya estaba harta de ellos, de esos viejos y de sus arraigadas costumbres. Apreté las mandíbulas. Salí de un salto de entre la maleza. Una figura pasó corriendo delante de mí, y la sujeté. Levanté el cuchillo y empujé el cuerpo hasta la luz de los faros. Era una mujer y me miraba con ojos aterrorizados. Estaba apuntando con mi cuchillo a Clementine Spence.
VeintisieteSegún mi recuerdo de aquel momento, sucedieron varias cosas a la vez. Me di cuenta de que el BMW que me resultaba familiar era el que yo había alquilado, lo cual suscitaba unas preguntas que no tuve tiempo de formular. Clemmie se asustó como si hubiera visto a un muerto. Yo no sabía cómo explicarme. ¿Qué podría haberle dicho? La dejé y me fui corriendo hasta el coche, que tenía abolladuras y manchas de barro, Dios sabía por qué. Ella, u otra persona, había aparcado el coche en medio de la carretera, pero el motor estaba encendido y el otro pasajero parecía un hombre, que ahora caminaba a unos noventa metros por la carretera delante de la luz de los faros y en dirección a un objeto que yo no podía ver. Lo observé mientras retrocedía hasta el punto en que se encontraban los rayos de luz de los faros. Puse la mano sobre la puerta del copiloto y sentí que el metal estaba caliente. Agarré la manecilla y abrí la puerta.
Clemmie pronunció un nombre en voz alta:
—¡¿Todd?! —Él no respondió. Ella gritó—: ¡Vuelve aquí!
Yo entré en el coche y cerré las puertas por dentro. Me di cuenta de que Clemmie se volvía hacia mí y me miraba, dándose cuenta de que me encontraba casi desnuda, todavía llevaba colgando su crucifijo y tenía el largo y desagradable cuchillo en la mano. Yo no tenía tiempo para prestar atención a su conmoción. Todavía estaba bajo los efectos de la mía.
Bajé la ventanilla.
—Tenemos que salir de aquí —dije—. Ahora. Por favor.
Miré en la dirección en que apuntaban los faros del coche y seguí su trayectoria hacia las sombras, entre las cuales su compañero, Todd, acababa de desaparecer. Ella se acercó a mí y miró hacia dentro del coche.
—En nombre de Dios, ¿qué...?
—¿Dios? —Pronuncié esa única palabra con una furia helada. Estaba hambrienta, exhausta y me dolía todo terriblemente. El pie empezaba a sangrarme otra vez. El alcohol, el ataque, la huida a campo través, todo eso había sido demasiado. Ella se dio cuenta. Lo dejó estar, asintiendo con la cabeza. Volvió a gritar el nombre:
—¡Todd!
Pero él no volvió. Busqué las llaves en el contacto y las encontré. No me sentía en condiciones de conducir, pero iba a hacerlo si ella no lo hacía. Pareció que Clemmie comprendía. Dio la vuelta hasta el lado del conductor y subió al coche. Cambió de marcha, aceleró, bajó la ventanilla y volvió a gritar su nombre.
—Es hombre muerto —dije yo.
—Vimos algo tirado en la carretera —explicó Clemmie—. Entonces, él salió del coche pero «eso» ya no estaba allí.
—Una emboscada.
Ella me dirigió una mirada desconfiada, como si yo fuera más temible que cualquier cosa que pudiera haber ahí fuera.
—Evangeline...
—Te he dicho que tu amigo está muerto. Vayámonos de aquí.
A la izquierda, a unos cuantos metros de la carretera, se encontraba el mausoleo, o lo que fuera. Un bosque de pinos empezaba pocos metros por detrás del edificio.
—Está ahí fuera —dije yo—. Le noto.
—¿Quién? ¿Tu hombre? ¿El tipo del hotel? ¿Ha sido él quien te ha hecho esto?
Entonces recordé que se habían encontrado, si es que ésa era la palabra. Me había parecido que se conocían. Ella esperaba una respuesta, pero no pude ofrecérsela. Estaba a punto de marearme.
—Clemmie —murmuré, apretando el puño en el mango del cuchillo.
Ella dijo:
—Si te refieres a él, no está ahí fuera. Se ha marchado. Le he visto esta noche en el hotel de Brasov. Un chófer lo llevó hacia el sur, a Bucarest. Por eso estoy aquí.
Yo la miré, aturdida, comprendiendo el significado de esas palabras.
—¿Bucarest? —Iba al aeropuerto internacional.
Antes de que ella pudiera responder, vi unas formas que emergían de entre los pinos. Uno de esos horribles brazos se metió por la ventanilla y agarró a Clemmie por el cabello.
—¡Jesús! —chilló.
Clemmie puso el coche en marcha y salimos disparadas. La mano desapareció. Recorrimos cuarenta y cinco metros y casi atropellamos a un hombre que debía de ser Todd y que había aparecido caminando en dirección a los faros del coche con las manos en la garganta y una sustancia oscura que le manchaba la parte delantera de la camisa de franela roja. Pareció que casi no nos veía. Clemmie apretó los frenos.
—Oh, Dios —la oí susurrar—. Oh, no. —Alargó la mano para que yo se la cogiera.
—Es demasiado tarde para él —dije—. Tienes que continuar, o nosotras seremos las siguientes.
La boca de Clemmie se había convertido en un agujero negro en su rostro; al cabo de un segundo, un sonido gutural de angustia emergió de su garganta. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron por la voluntad de vivir. Alargué el brazo por delante del cuerpo de Clemmie para subir la ventanilla. Los ojos de Todd brillaron con una última expresión de sorpresa. Tenía el cuello abierto. Convertirse en mártir de un sacrificio humano es una de esas cosas que nadie quiere para sí. Todd era un vehículo para comunicarse con los muertos. Las palabras de Torgu manaron de mi memoria, pero él se había marchado, según Clemmie, así que Todd era simplemente una víctima. Los hermanos griegos aparecieron ante la luz, a su lado. Esta vez eran tres. Los ojos oscuros y el pelo largo y negro parecían moverse en el aire. Rodearon a ese hombre con los brazos igual que lo habían hecho con el noruego. Clemmie emitió un lamento. Una gota de sangre manó de los labios de Todd y uno de los hermanos le empujó hacia la noche. Los otros dos me hicieron señas para que saliera del coche. Les amenacé con el cuchillo, lo vieron, y sonrieron. Conocían su función. Sacaron sus cuchillos, los filos se iluminaron con los faros del coche. Clemmie tomó una decisión: revolucionó el motor, puso una marcha y apretó el acelerador. La goma se quemó. Iba a atropellarles. Le clavé las uñas en el brazo.
—¡No va a funcionar!
Ella gritó:
—¡Quítame las manos de encima!
Los hermanos Vourkulaki cargaron contra el coche. Uno de ellos aterrizó sobre el capó, el otro aplastó la empuñadura del cuchillo contra mi ventanilla, rompiendo el cristal. Clemmie se precipitó contra la figura de un hombre que estaba agachado al lado de otra figura más oscura tumbada en el suelo: Todd.
—En tu nombre —murmuró—, pido perdón.
Cambió de marcha otra vez y pilló a la figura de lleno, que salió despedida hacia la oscuridad. La que se encontraba en el capó cayó rodando. Bajo las ruedas, oímos el desagradable golpe contra un cuerpo inanimado, la última profanación de su amigo. Frenó de golpe, el coche se tambaleó y ella dio marcha atrás inmediatamente. No iba a detenerse. Otro de los Vourkulaki se acercó a la ventanilla; sus labios dibujaban una mueca de rabia. Bajo las luces rojas traseras vi al tercero. «Tres —pensé—, no más.» Clemmie embistió con el parachoques trasero al que teníamos detrás, y oímos un fuerte gruñido. Aceleró el coche hacia delante y yo entreví un movimiento por el espejo retrovisor: los tres se precipitaban para perseguirnos con los rostros blancos como la luna invisible, los ojos negros, los cuchillos levantados como garras. Me pareció oír que elevaban un aullido hacia las estrellas. A los hermanos no se les podía matar con un BMW.
VeintiochoCuando estuvimos lejos, Clemmie dijo:
—Por favor, cuéntame qué está pasando.
Las lágrimas le caían por el rostro. Respiraba con dificultad, se encontraba en un estado de pánico que iba en aumento.
—Todavía no —respondí—. Vayámonos de aquí, primero.
—¿Eran... son...? —No pudo terminar la frase, pero supe qué estaba preguntando.
—No sé qué son.
Giró el volante a la derecha para esquivar un tronco de abedul.
—Toma —dijo mientras alargaba el brazo hacia el asiento trasero y sacaba una mochila—. Ropa.
Casi lloré de gratitud. Busqué en la mochila y encontré un suéter de cuello alto y un pantalón tejano. Me desvestí allí mismo y ella me miró mientras yo metía los trozos de cortina y el sujetador en la mochila.
—¿Cómo estamos de gasolina?
—Mal.
Aceleró cuesta arriba, por debajo de unos altos árboles.
—Da igual. Alejémonos de aquí tanto como podamos —dije.
Ella asintió con la cabeza con un gesto que me pareció demasiado rápido. Su miedo parecía inundar el coche. Se agarraba al volante como si éste fuera la única rama en un despeñadero.
—Deberíamos encontrar una estación de esquí —dije mientras pasaba las manos por el tejano y el suéter y sentía, por primera vez, una conexión entre mis sentidos y algo que se parecía al mundo real. Tomé incluso mayor conciencia del estado en que ella me había encontrado. ¿Qué demonios debió de pensar?
Ella asintió con la cabeza.
—Nos pararemos allí para pasar la noche.
—No. Seguro que él espera eso. Tenemos que bajar de estas montañas.
—Ya te lo he dicho. Se ha marchado.
El coche tenía calefacción, pero yo tenía mucho frío en mi interior. Me rodeé el cuerpo con los brazos y sentí, de repente, una gran pesadez. Me di cuenta de que le decía:
—Por favor, no te detengas. —Me enrosqué un poco de costado—. Discúlpame.
—Estás disculpada —oí que respondía.
Me desperté. El coche se había detenido y vi las siluetas de unos edificios tipo chalet. Clemmie se había ido. La llamé con un grito. Su cabeza apareció por la ventanilla trasera del lado del conductor.
—Relájate. Estoy preguntando.
Estaba muy oscuro. Las estrellas habían desaparecido. Ella me dejó y caminó unos pasos en dirección a un hombre que llevaba un destrozado sombrero y un bastón en la mano izquierda. Parecía un pastor, y no creía que hablara ni una palabra de inglés.
Miré hacia atrás, hacia ese embrujo de bosques. Vi de dónde veníamos, una irregular carretera que serpenteaba desde unos valles envueltos en la noche, más allá de la estación de esquí. Los pálidos hermanos podían aparecer desde esa quietud en cualquier instante.
Me tomé el pulso de la muñeca; lo tenía desbocado. Recordé que tenía cacahuetes en el bolso; éste se encontraba a mis pies, y casi lo destrocé mientras los buscaba. Encontré la bolsa y la rompí, esparciendo los cacahuetes por todas partes. Los recogí del suelo y me los metí en la boca, tenía un hambre repugnante.
Clemmie volvió al coche y me vio. Apartó la mirada.
—No hay gasolineras abiertas a estas horas. Podemos quedarnos en uno de estos hoteles hasta la mañana para llenar el depósito, o podemos aventurarnos en la oscuridad, pero quizá nos quedemos sin gasolina en la carretera. Tú decides.
—Nos aventuramos.
Ella se despidió del pastor con la mano y nos marchamos. Cuando hubimos dejado atrás la estación de esquí, sentí que el miedo iba abandonándome de forma gradual, y que el suyo, también.
—Quince kilómetros para Brasov —dijo—. Quizá lleguemos.
Despierta y alerta, con un hambre rabiosa, empecé a pensar.
—¿Qué estás haciendo aquí arriba? —pregunté.
—Buscarte.
—¿Cómo? ¿Por qué? No me lo creo.
Me miró de reojo mientras conducía, con una expresión de profunda interrogación.
—¿Tienes idea de cuánto hace que has desaparecido?
Yo negué con la cabeza.
—¿Una semana?
—Tres. —Hizo una pausa para permitir que yo lo digiriera.
—Imposible —dije.
—Has perdido la noción del tiempo. La policía rumana ha estado batiendo estas colinas. Ha habido una investigación por parte del FBI y del Departamento de Estado. No puedes imaginarte el lío que has armado.
Intenté contar los días que sabía que habían transcurrido mientras estaba en la montaña. No hubo forma de que sumaran tres semanas.
Pero, por alguna razón, creía a Clemmie. Parecía que Torgu había aprisionado al tiempo allí arriba también.
—¿Cómo es posible que tú me hayas encontrado y que ellos no? —le pregunté.
—Yo sabía a quién y qué buscar.
La miré, confusa. No lo comprendía. Ella dirigió la mirada hacia el indicador de gasolina y, luego, a la carretera, que descendía en unas curvas amplias y suaves. Casi hubiera podido apagar el motor.
—¿Recuerdas esa noche en el hotel? —me preguntó.
Asentí con la cabeza.
—Justo en ese momento supe que tenías problemas. Sabía que ese hombre... ¿cómo se llamaba?
El nombre me resultó repugnante en los labios.
—Torgu.
—Supe que era algo malo. Y él sabía que yo lo sabía. ¿Te diste cuenta de cómo me miró?
Yo recordé ese momento.
—¿Por qué no me lo advertiste?
Se hizo un silencio y supe que había sido una pregunta tonta. Yo no la hubiera escuchado.
—Lo intenté, a mi manera —dijo. Y lo había hecho. Me había dado el crucifijo—. Lo siento. Me hubiera gustado hacerlo mejor.
El coche inició otro descenso, otro nivel en la montaña. Clemmie continuó explicándose con un tono de culpa en la voz.
—Esperé fuera a que te marcharas del hotel. Cuando subiste a su coche, yo me encontraba en un taxi a un bloque de distancia, y te seguimos todo lo que pudimos. —Sus palabras me evocaron recuerdos de esa noche, antes de que pasara nada—. Llegué hasta la estación de esquí. Le vi detenerse y escupir por la ventanilla, y entonces, no sé cómo, mi taxista os perdió. Recorrimos las carreteras durante horas, pero... nada.
—Posiblemente el taxista trabajara para él —dije yo.
—Quizá. Sí. Se me ocurrió más tarde.
Mientras descendíamos en coche, tuve la sensación de estar volando; no era la clase de sensación que se tiene en un avión, sino más bien la que le sobreviene a uno después de un largo sueño, un suave aterrizaje dormido.
—Bueno —continuó Clemmie—. Sabía que estabas allí arriba. Y me imaginé que volverías al hotel; tenía la esperanza de que lo hicieras. Así que esperé, pero no volviste.
Sentí que me embargaba una ola de emoción. Apoyé la cabeza entre las manos y lloré.
—Deben de creer que estoy muerta... —sollocé—. Todos.
—Yo lo creí —dijo Clemmie en voz baja, con pena—. Incluso cuando apareciste entre la hierba, no tuve la seguridad de que no lo estuvieras. Ni siquiera ahora la tengo.
Levanté la mirada hasta Clemmie y ella me puso la mano en la rodilla con ternura. La sensación de pesadez se escapó por las rendijas y conductos del coche y mis sentidos se apagaron hasta que volví a quedarme dormida. Cuando me desperté, estaba amaneciendo. El coche se había detenido. Una luz limpia y azul atravesaba el cristal. Me incorporé y estiré las piernas. El pie izquierdo me dolía terriblemente. Sentí un pinchazo muy fuerte en la cabeza y una desagradable sensación en el pecho. Me precipité por encima del muro de contención y vomité los cacahuetes. Clem corrió a mi lado, me sujetó el cabello con una mano y, con la otra, me masajeó la espalda. Después, a la luz del amanecer, miramos las llanuras de Transilvania.
—La gasolina se ha terminado, Evangeline. Tendremos que poner el coche en punto muerto para bajar desde aquí. —Me dio un masaje en el cuello—. ¿Quieres que eche un vistazo al pie?
Hice un gesto negativo con la cabeza. No quería que me tocaran más. Sólo quería que me dejaran sola.
—¿Vas a decirme alguna vez qué te ha sucedido?
Negué otra vez con la cabeza.
—Tú todavía no me lo has contado todo. ¿Cuándo viste a Torgu?
Clemmie me observó detenidamente con una expresión de suspicacia benigna.
—Muy bien. Tienes un aspecto infernal, y eso no es asunto mío, y Dios es testigo de que nunca diré nada sobre esa vestimenta que llevabas cuando te encontré, pero antes o después tendrás que explicarle a alguien dónde has estado durante todo este tiempo. Lo sabes, ¿verdad?
La verdad es que no se me había ocurrido. Ahora que Clemmie lo mencionaba, no tenía ni idea de qué decirle, ni a ella ni a nadie más. Todo ese asunto parecía indescriptible, y me di cuenta, con un escalofrío, de que no me era posible volver con mis seres queridos. Lo verían. Lo sabrían. Yo había cambiado. Mi encuentro con esa Cosa me había cambiado de una manera que resultaba visible y evidente. Sentí náuseas al pensar en Robert, mi prometido, me pregunté qué vería él en mi rostro, qué notaría en mi voz. Me preguntaría por el anillo de compromiso, y tendría que mentirle y decirle que lo había perdido. Y él se daría cuenta de la mentira y querría saber más, y yo tendría que decírselo. ¿Y si intentaba tocarme? ¿Qué, entonces? ¿Sería yo la mujer que él recordaba, u otra persona capaz de exhibiciones que él nunca había imaginado? ¿O me quedaría helada de terror?
Y más allá de todas esas consideraciones había otra cosa, la corriente de palabras en mi cabeza, ese flujo y reflujo, como una grieta de locura en la distancia. No sería posible revelar la verdad de esos sonidos sin dar a entender a todo el mundo que había perdido la cordura. No podía contarles que el hombre que me había atacado había cobrado vida en mi mente. Ni yo misma podía creerlo.
Ella pareció leerme el pensamiento.
—Vale. Vi a ese hombre, Torgu, ayer por la tarde. Para serte sincera, yo había dejado de ir al hotel. Con ayuda de Todd... —se interrumpió, desbordada por la emoción. No lloró, pero se llevó una mano a los labios y esperó un momento a que se le pasara.
—Lo siento —dije.
Quitó importancia a mis palabras con un gesto.
—Él era como yo. Trabajamos juntos en Jordania hace mucho tiempo. Le encontré en un café. Estaba llevando a cabo una pequeña misión en algún centro, al estilo de la vieja iglesia. Le hablé de ti y se ofreció a ayudarme.
Se quedó callada un rato más. Era mi turno de ofrecer consuelo. Le puse una mano en el hombro. El sol, desde las montañas, nos calentaba.
—Bueno —dijo finalmente, levantando la vista hacia el BMW—, eso fue más o menos una semana después de que te hubieras marchado, y de repente se me ocurrió que tu coche de alquiler todavía debía de estar aparcado en el garaje del hotel. El mozo recordaba que yo había estado en ese coche, aceptó un regalo y me dio las llaves, y Todd y yo empezamos a recorrer las colinas. Él hablaba un poco de rumano, así que íbamos ofreciendo la descripción de ti y del tipo, y cada vez me sentía más preocupada. En cuanto mencionábamos a ese tipo, cuando le describíamos, la gente se quedaba en silencio. Se santiguaban, ya sabes, como en las películas...
Yo me acerqué al precipicio y miré hacia abajo. Allí se encontraban los tejados rojos de una vieja ciudad. Más allá, la llanura se perdía.
—Me lo creo —dije.
—Eso continuó así durante una semana más o menos, y entonces empecé a ver muchos coches aquí arriba y a todo tipo de hombres, y me pareció que empezaba a ser un poco peligroso continuar conduciendo un coche que había pertenecido a una mujer desaparecida. Hace cinco días, tu foto apareció en las calles de la ciudad. Aparqué el coche en un bosque y Todd y yo nos turnamos en el hotel, él durante la mañana y yo durante la tarde. Fue un encanto.
—Continúa.
—Bueno, yo estaba sentada en el vestíbulo del hotel, leyendo un prospecto que Todd me había dado, cuando ya sabes quién entró por la puerta. Tenía un aspecto horroroso, como si estuviera consumido, pero era el mismo tipo.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
—¿Estás segura?
—Positivo. —Incluso el brillante sol de la mañana pareció palidecer. Oí su voz en mi cabeza, como un viento que recorriera unos profundos cañones de emoción. Le noté. Quería notarle—. Fue hacia el recepcionista y le dio unos cuantos billetes. Yo me levanté; no quería que me viera. Salí del vestíbulo por la puerta principal y esperé. No había pasado mucho rato cuando él salió del hotel y se subió a una limusina que se había detenido delante. En cuanto ésta hubo arrancado, fui a buscar al botones que se había encargado del equipaje, tres o cuatro bultos, y le di mi último fajo de dólares americanos. Le pregunté quién era, y él me miró de forma extraña. Le dije que era estadounidense, y que bailaba en un bar de la ciudad, y que a ese hombre se le había acumulado la cuenta y yo estaba muy cabreada. Era un chico amable. Quizá se pensó que yo bailaría para él. Me dijo que era un tipo rico, y que se dirigía a Bucarest. Y supe que ésa era mi oportunidad.
Yo meneé la cabeza, asombrada. Estaba sucediendo de verdad.
—Se va a Nueva York —dije.
—¿A Nueva York?
Lo dijo en un tono de incredulidad, y no podía culparla. No parecía posible que ese hombre intentara de verdad llegar a Estados Unidos, no ahora, no con su expediente criminal. Pero no podía decirle nada más a Clemmie. No estaba preparada.
—Todavía no lo comprendo —dije—. ¿Cómo es que estabas en esa carretera ayer por la noche?
Me miró con una expresión de cierto orgullo.
—En parte fue por suerte, y en parte, a causa del botones. Le pregunté si sabía dónde vivía ese tipo rico y él soltó una carcajada y me dijo que tenía un hotel arriba, en las montañas. Nadie va allí ya, pero se encuentra en la carretera, al otro lado del valle de esquí. Todd y yo subimos al coche y recorrimos toda la zona. —Su rostro se ensombreció otra vez—. Nos detuvimos sólo porque vimos algo en la carretera. Evidentemente, esos hombres te estaban buscando.
Se inclinó hacia delante y recogió unas piedrecitas del suelo. Las tiró contra las ramas de los árboles que se extendían por debajo de nosotras. Me miró con expresión de súplica.
—Yo también tengo preguntas, Evangeline.
—Lo sé.
Arqueó una ceja.
—¿De verdad quieres tener secretos conmigo? ¿Después de que te haya encontrado en la oscuridad vestida solamente con unos andrajos? —Recogió unas cuantas piedras más y las tiró hacia abajo—. Sé quién soy, sé lo que hice. Provoqué la muerte de Todd. Pero ¿qué has hecho tú? —Suspiró con impaciencia—. Tenemos que tomar una decisión, Evangeline.
Fue hasta el coche y sacó la mochila. Se la colgó de la espalda. Pusimos el coche en punto muerto y lo empujamos colina abajo hasta unos matorrales. Con un mudo acuerdo, consideramos que el vehículo se había convertido en una carga. Las hojas de los árboles habían empezado a cambiar de color, pero el día era caluroso. Empezamos a caminar.
VeintinueveAl fin, empecé a sentir necesidad de hablar, aunque solamente fuera para decirme a mí misma que todo eso había ocurrido de verdad, y Clemmie estuvo contenta de escuchar. No hizo ni una pregunta. Le conté casi todo, aunque no mencioné la parte de mi último encuentro con Torgu. Ella era una cristiana devota, me dije, y no lo comprendería. O quizá sí lo comprendiera, pero yo no quería que lo supiera. Si lo sabía, me pondría en peligro, me decía una voz interna; no quería que nadie lo supiera hasta que yo comprendiera qué era lo que tenía dentro.
Yo guardaba un importante y creciente secreto, y en ese secreto residía un importante y creciente poder. Clemmie me escuchó con una calma ávida, y no mostró ninguna sorpresa ni siquiera ante los detalles más inexplicables. Cuando terminé, habíamos llegado a los límites de Brasov.
—Uau —exclamó Clemmie, apartando la mirada—. Entiendo por qué te ponía nerviosa contarme esa historia.
Continuamos descendiendo y pasamos por delante de unos cuantos restaurantes y una tienda de comestibles. En la pared de al lado de la tienda había una foto de mi rostro. Esa foto se había hecho el verano anterior, en Newport, y no era mala excepto por el hecho, pensé, de que la mujer de esa foto ya no existía. Me pregunté si también habría fotos del noruego. ¿Sabía alguien que él había desaparecido? Clemmie también vio la foto y me miró. Yo no cambié el paso. Estaba hambrienta, pero se me había terminado el dinero en metálico, y a ella también. Finalmente llegamos hasta un grupo de gente, unos turistas extranjeros que bajaban de un autobús.
—Disculpen —dijo Clemmie—. ¿Podrían decirnos si hay un consulado americano en esta ciudad?
Una pegatina de la Universidad de Tel Aviv delataba la identidad de los extranjeros: unos israelíes que hacían turismo. Un hombre corpulento de ademanes bruscos se adelantó. Me miró y luego miró a Clemmie.
—¿Puedo ayudarlas?
—Hemos tenido problemas con gente de aquí —dijo Clemmie—. Mi amiga no está en buenas condiciones.
No necesitaba que le convencieran. Mi aspecto relataba una historia de terror. Me puso una mano en la frente; debía de estar caliente.
—¿Es usted judía? —me preguntó.
—No.
—Mmm, tiene aspecto de judía. ¿Puede caminar? ¿Quiere apoyarse en mi brazo? Hay un hospital aquí cerca.
Clemmie le detuvo.
—Por favor, señor, es muy amable, pero no queremos recibir asistencia médica todavía. Necesitamos ser discretas hasta que podamos hablar con algún funcionario del gobierno de Estados Unidos.
Una de las mujeres dijo con voz chillona:
—Daniel, es una chica lista. Y la otra no tiene por qué vérselas con los médicos rumanos. Dales un poco de dinero y vámonos.
—¿Necesitan dinero? —Se sacó un fajo del bolsillo y apartó unos cuantos billetes.
—No, señor. Estamos bien. Podemos volver a Bucarest en autoestop.
Él la obligó a aceptar unos cuantos billetes.
—No sea ridícula.
Al cabo de unos minutos nos estábamos comiendo un schitzel de cerdo, harina de maíz con leche y una ensalada de tomate con queso de cabra.
—Eres muy lista —le dije.
Ella se sonrojó.
—Gracias. Viene con el oficio. Siempre estamos buscando financiación.
Me pregunté de qué oficio hablaba; no necesariamente el del Reino de los Cielos. Sentí una necesidad bastante urgente de saberlo. Clemmie se había convertido en mi nexo vital con el resto del mundo, y era el único testigo humano de mi situación. Esa coincidencia me olía a conspiración. Debía de tener motivos más importantes que la mera preocupación por mi bienestar, pensé. Casi no me conocía, ¿por qué se preocupaba por mí?
—¿En qué diablos andas, Clemmie? De verdad.
—Ya te lo conté.
Intenté provocarla.
—Quizá no seas ni siquiera cristiana y sólo seas una loca a quien le gusta asumir identidades distintas. Eso es lo que pienso.
—Eh —dijo ella—, ¿qué le ha pasado a tu anillo de compromiso? —Esa fue su forma de provocarme, pero lo preguntó con cierto tono de preocupación. Recordé la manera en que lo había mirado durante nuestro primer encuentro. Se había mostrado más interesada en el anillo que yo.
—Lo he perdido —le dije.
Meneó la cabeza, como si no pudiera creérselo. Quizá yo la asustara un poco. No se trataba de la situación: una mujer desaparecida, un compañero asesinado, una escena monstruosa. Era una cosa más básica. A falta de una palabra mejor, lo llamaría mi propio ser. Mi ser recientemente cambiado le provocaba escalofríos involuntarios.
—¿Te lo quitaron?
—Sí —mentí.
Apartó la mirada y me contó otra mentira.
—Me creo tu historia. Cualquier otra persona la calificaría de extravagante, y quizá señalara las lagunas, las cosas omitidas. Pero yo no. ¿Por qué crees que actúo así?
—Tú crees que Jesús se levantó de entre los muertos. ¿Por qué no ibas a creerme a mí?
Clemmie se rio con desdén y la gente levantó la vista. No le importó.
—Tienes una pobre opinión de mis creencias. La resurrección de Jesús se basa en el testimonio de testigos presenciales que están recogidos nada menos que en cuatro versiones. Tu historia tiene una única, y potencialmente poco fiable, fuente. Mucha gente muy religiosa no aceptaría ni por un minuto una historia acerca de un hombre que bebe sangre humana y que habla una especie de lenguaje que infecta a la gente que lo oye. Te acusarían de desorden de personalidad múltiple. Pero yo no. Yo sé que todo es verdad y, con la mano en el corazón, te creeré hasta la muerte.
Ella me había salvado, sí, pero una parte mía empezaba a detectar una vaga amenaza.
—Si te lo crees, Clemmie, es porque sabes algo. —Por eso había seguido a Torgu a las montañas. Por eso me había dado el crucifijo. Pero su conocimiento tenía límites. Había sido lo bastante ignorante para darme un crucifijo como protección frente a una criatura que coleccionaba esos malditos objetos—. Tú eres lo único que tengo en este momento. Si sabes algo, será mejor que lo digas.
Clemmie se llevó el índice a los labios. Habíamos llamado la atención. El resto de conversaciones del restaurante se habían interrumpido. La gente miraba mi rostro disimuladamente, como si lo hubieran reconocido. Ella dejó un billete en la mesa y dimos un paseo por toda Brasov, una ciudad medieval que tenía una iglesia negra quemada en el centro. Las nubes habían tapado el cielo y semejaban cuencos retumbantes en el azul. El aire tenía carga eléctrica. A lo lejos, al sur, un relámpago golpeó las montañas. El pie empezaba a dolerme de verdad e iba coja.
—¿De verdad no quieres que le eche un vistazo a eso? —preguntó, pinchándome.
—Deja de preguntármelo. —Sentí que un pánico irracional me inundaba el pecho. Ella quería silenciar los susurros de mi cabeza, se afanaba en contra de los intereses más profundos de mi corazón. No sabía de qué manera, ni sabía por qué, pero se había aliado con mis enemigos—. Dime lo que sabes.
Clemmie me sonrió. Le gustaba mostrarse evasiva, una característica de la chica típica de Dallas. Yo conocía eso muy bien; también tenía esa parte evasiva. Pero esa vez no pude seguirle el juego. Mi vida corría peligro; más que mi vida. Empecé a sentir como una desconexión conmigo misma, como si mi cuerpo se encontrara dos pasos a mi izquierda y a cada paso que yo daba, se apartara más. En los límites de mi conciencia, además, la voz murmuraba con un ritmo alarmado: «Caporetto, Solferino, Borodino, Manzikert».
—¿Estás preparada para creerte mi historia igual que yo me creo la tuya? —preguntó Clemmie.
Asentí con la cabeza a pesar de la creciente neblina que inundaba mi conciencia. Oí los nombres y cerré los ojos, en un vano esfuerzo para impedirles el paso, pero eso lo empeoró. Al cerrar los ojos vi algo parecido a una panorámica. Vi humo y el brillo del acero y un despliegue de formas humanas desmembradas. Estaban muy lejos, pero las veía, igual que vi los parasoles de los cafés al abrir los ojos de nuevo. Ambas cosas eran reales. Continuaba viéndolas a ambas. Sonó un trueno, pero ese ruido no consiguió disipar esa doble visión.
—No soy una misionera —confesó Clemmie.
—Eres una agente del cambio. Me lo dijiste.
—No. Quiero decir que tengo una misión completamente distinta.
En mi vida, unas cuantas veces he vivido la sensación de ver, literalmente, a una persona cambiar ante mis ojos. Y Clemmie lo hizo, justo en ese momento. En mi imaginación, ella era una misionera, incluso a pesar de que tenía mis dudas acerca de su sinceridad. Ahora me encontraba mirando a una persona a quien no conocía en absoluto, un enigma total. Esa revelación me aterrorizó.
—No era exactamente una mentira —dijo—. Simplemente es lo que le decimos a la gente que no lo puede comprender.
—¿Decimos?
El aire de la montaña levantaba las faldas de los parasoles de los cafés. Pronto iba a llover. Yo no podría caminar mucho más, pero no tenía ni idea de adónde ir. Notaba que en mí crecía una sensación de desesperación, como si el miedo que había sentido en la montaña resurgiera para unirse al horror de lo que esa mujer estaba a punto de contarme.
—Estoy afiliada a una organización llamada Central Mundial de Pastores de Dios, la CMPD. Al principio me contrataron, y realicé el trabajo habitual en el sur de Asia y en África. Ese trabajo incluía unos cuantos exorcismos, aunque no vivíamos de eso. Lo llamábamos la liberación. Vimos muchas cosas, mi esposo y yo.
Esa confesión me alivió, un poco, del miedo a la locura. Yo no era la única que había visto cosas inaceptables.
—Pero hace un año, después de que mi esposo se marchara (y eso fue tras el incidente de Malawi, después de que nos hubiéramos mudado a Cachemira) me mandaron a Londres, al campamento base, para un reciclaje formativo. —Me miró unos momentos, analizándome. No me gustó cómo sonaba la expresión «campamento base» por su connotación militar. Ella percibió mi incomodidad, creo, pero continuó—: Estoy subcontratada por una sucursal de la CMPD llamada Comisión de lo Oculto, y nuestro trabajo consiste en aislar los fenómenos que el mundo condena por estar relacionados con la nigromancia y otras formas de actividad esotérica.
Esto casi me hizo reír.
—¿Crees que Torgu es Satán?
Me miró con una expresión muy seria. Noté una renovada sensación de que se trataba de una conspiración. Ella tenía sus designios: quería saber algo acerca de las voces de mi cabeza; quería saber qué me decían. Eso era el principio de un interrogatorio.
—Eres tú quien habla de exorcismos —dije.
Clemmie levantó las manos como lo hubiera hecho una profesora, apresurándose a negar cualquier idea errónea.
—Lo siento. Es que nunca llamamos Satán ni a nadie ni a nada. Sólo lo utilizamos cómo un término técnico. Satán es una fuerza demasiado enorme, una infección demasiado grande del alma o de la mente. Tu hombre no es Satán, pero si lo que me cuentas es verdad, lleva su semilla.
Lo pensé un momento y negué con la cabeza. Me froté las sienes. De repente, me sentí protectora con Torgu, y ese sentimiento me puso enferma. Torgu no tenía ese tipo de virus. El era mejor que eso.
—Él crucifijo no significaba nada para él. Colecciona objetos procedentes de desastres, y algunos de ellos eran, son, imágenes sagradas. Nunca me pareció profano, al contrario. Tenía algo extrañamente espiritual.
Clemmie actuó como si nos hubiéramos desviado del tema. Hizo un gesto negativo con la cabeza. Quería volver a su explicación.
—Soy una analista. No he hacer más que esperar y observar en esos lugares, en esos momentos, cuando hay pruebas de la existencia de un problema. Satán gobierna esta tierra; lo sabemos por las Escrituras. No es un secreto, y nuestro trabajo no consiste en modificar el viejo sistema operativo. Solamente nos inmiscuimos cuando nuestros intereses se ven afectados. En este caso, hasta tu desaparición no lo estuvieron.
—¿Por qué soy de interés para tu comisión?
—No lo eres. Ni siquiera saben que existes. Pero me interesas a mí y eso es lo que importa.
—¿Así que no les has hablado de mí?
—No les he hablado de nada durante semanas. No tienen ni idea de dónde estoy.
—¿No saben que estás en Rumania?
Negó con la cabeza, con un gesto casi pícaro.
—Me encontraba haciendo escala en Otopeni, entre un vuelo con El Al y uno con British Airways, cuando vi a esta guapa mujer y decidí seguirla. Tenía una comida. Eso es todo, un presentimiento de que había algún problema. A partir de ese momento, me ausenté sin permiso.
Esa información añadía una complejidad nueva al estado de cosas. Me había seguido por razones personales. ¿La creía? ¿Qué podía significar eso?
Ella era vulnerable. Las primeras gotas de lluvia cayeron con fuerza sobre los parasoles de los cafés, pero continuamos nuestro paseo. Los hombres miraban en nuestra dirección, intentando encontrarse con nuestras miradas. Era mejor continuar caminando, a pesar de mi pie.
—Básicamente, estás loca —dije.
—Loca como Jesús. —Se dio cuenta de que yo había percibido un punto débil en su fachada—. El encuentro contigo ha sido una cita divina. He sido enviada para protegerte, y lo he hecho, pero había otra razón para estar aquí, si eso te ofrece algún consuelo. En Londres oímos un rumor que tenía que ser comprobado. Es una especie de rutina nuestra. Los alemanes de aquí hablan de una cosa a la que llaman Ab.
—Así que no se trata de mí, después de todo.
—Se trata de ti, de Dios y de Ab.
Su voz sonó ligeramente temblorosa. Yo tenía miedo, pero ella también.
—Todo esto me suena a invención.
—Ab, como en «abdomen». —Se contuvo un momento—. Se pronuncia «Ob», una especie de abreviatura de la expresión alemana die Abwesenheit Gottes, o como en latín, deus absconditus. «Ausencia de Dios» o «Dios Ausente». O sólo «Ausencia», que sería una traducción mejor.
—¿Y quieres decir que eso es lo que me atacó?
Ella se hizo atrás. Era inteligente y calculadora.
—No lo sé. Esperaba que tú pudieras darme más detalles.
—«Ausencia» no creo que defina a esa cosa. Tenía una presencia excesiva.
Ante esa afirmación, adoptó un silencio cargado de significado que no tenía intención de delatar nada. Me pregunté qué era lo que debía de haber dicho. El pie se me empezó a dormir, y supe que no podría continuar caminando mucho rato más.
—De todas formas —continué yo, nerviosa por la creciente y evidente ansiedad de ella, como si acabara de descubrir una pista de gran importancia—, ese Ab tuyo suena más a una condición que a una cosa real.
—Eso parecería, pero la gente de aquí, los descendientes de los inmigrantes sajones del siglo xiii, hablan de eso como de una persona. Dicen que esa condición se puede extender, como el vampirismo.
Al decir eso, me dirigió otra mirada ansiosa, como si esa misma condición me hubiera afectado a mí. ¿Creía que yo me estaba convirtiendo en un vampiro?
—¿Dicen qué aspecto tiene esa criatura? —pregunté.
Se oyó otro trueno, un chasquido y un latigazo, y la lluvia se desplomó desde el cielo. Tuvimos que refugiarnos en una portería de piedra y pronto estuvimos empapadas. El dolor del pie me había subido hasta el tobillo. Al cabo de poco tiempo tendría que rendirme a las necesidades físicas, y ella también. Ella temblaba, mojada y con frío, pero continuó hablando sin dejar de mirarme. Todas las palabras que le salían de los labios se habían convertido en una pregunta.
—No existe ninguna descripción en el folclore, ni ninguna mención en los textos relevantes la sugiere. Pero vi al hombre con quien te encontraste en el hotel, y en ese instante supe que me encontraba ante el Ab de los sajones.
Me asaltó un impulso salvaje. Quería estrangularla. Las voces me latían en las sienes como si fueran mi pulso. Ella se inclinó hacia delante. Tenía una gota de agua en la punta de la nariz.
—¿No puedes decirme nada más, Evangeline?
Por primera vez me di cuenta de que llevaba la misma camisa rosa de niña bien que vestía la primera vez que nos encontramos. El agua le había empapado la ropa y se le había pegado al cuerpo. Me volví para mirarla a la cara y me di cuenta de que, en verdad, era unos dos centímetros más alta que yo. Los ojos le brillaban con suspicacia. A mí me castañeteaban los dientes. El frío se me había metido en los huesos. En mi defensa, levantó un puño amenazador al cielo.
—Maldito seas —le dijo a Dios.
—No es posible que seas cristiana.
Me cortó con una mirada oscura.
—Au contraire. Mi fe se enraíza en lugares más profundos de lo que puedan imaginar los más virtuosos de este mundo. —Esbozó una sonrisa cruel y torcida—. Soy la merodeadora del Señor, Evangeline. Ten cuidado.
Nos preparamos para empaparnos otra vez y corrimos bajo la tormenta. Ella me tomó de la mano. El agua corría formando remolinos entre las piedras antiguas y nos lamía los tobillos. Llegamos ante un hotel en ruinas. Clemmie le dio un fajo de billetes al recepcionista y pidió una habitación. Él nos miró y nos dio una gruesa llave de metal. La habitación era húmeda y mohosa, tenía aspecto de no estar en uso, pero yo me quité la ropa mojada. Estaba a punto de meterme debajo de las sábanas cuando ella me puso la mano en la cadera.
—No tan deprisa. Voy a echarle un vistazo a tu pie, primero. Túmbate de espaldas.
Ella no se había desvestido y yo me sentía avergonzada de mi desnudez, pero hice lo que me había dicho. Se sentó en el extremo de la cama con un tubo de Neosporin que había sacado de la mochila empapada y, con cuidado, me levantó el tobillo. Mientras me lo sujetaba con la mano, utilizó un extremo de su camisa mojada para limpiarme la tierra y las agujas de pino de la herida. Yo chillé, y ella me acarició el pie y se disculpó. Cerré los ojos y le permití continuar con su lento trabajo. Terminó con la herida y continuó limpiándome las piernas con la camisa húmeda con un movimiento ondulante que no se detenía. Yo la dejé hacer. Había perdido la capacidad de resistirme. Me frotó todo el cuerpo, haciéndome rodar hacia un lado y luego hacia el otro. Cuando hubo terminado, se detuvo y me puso un dedo sobre el abdomen.
—¿Qué es esto? —preguntó, otra vez con ese tono de ansiedad en la voz. Yo miré hacia abajo y vi algo parecido a una marca de nacimiento, pero no era posible. Nunca la había visto antes. Me recordaba vagamente la forma de una esvástica, y pensé que debía de ser un moratón.
—No lo sé —dije.
La examinó más de cerca, con el ceño fruncido. Se quitó la ropa y vi su cuerpo por primera vez, desgarbado y delgado, pero fuerte y de un vigor que yo nunca había tenido. Era una chica de pelo liso, pura y simple.
Se metió debajo de las sábanas, se acurrucó a mi lado y, mientras la lluvia caía, continuó con su interrogatorio. No dejaría de perseguirme. Quería obtener algo precioso de mí.
—¿Te sientes mejor? —preguntó.
La miré fijamente a los ojos.
—¿Dijeron los sajones cómo matar a esa cosa de la que hablabas? —le pregunté yo.
Estábamos tumbadas de costado, de cara la una a la otra, dándonos calor. Me acarició la mejilla.
—Tenía la esperanza de que tú podrías contarme alguna cosa sobre eso.
Noté que el pánico me encendía las mejillas.
—Si lo hubiera matado, lo habría dicho.
Las voces aleteaban como alas de pájaro en mi cabeza. Ella volvió a acariciarme la mejilla y yo aparté sus dedos. La lluvia golpeaba las paredes exteriores.
—Quizá no lo mataste, pero te escapaste. ¿No puedes decirme cómo?
Yo aparté la mirada. Ella me puso un dedo en la barbilla y me obligó a mirarla a los ojos.
—Vaya, ¿te estás ruborizando? ¿Qué es lo que no me estás diciendo?
El rostro le brillaba por la lluvia. Tenía los labios entreabiertos, como si pronunciaran una pregunta constantemente. Yo quería que se callara. Quería hacerle daño. Quería que dejara de hacer preguntas. Me rozó el vientre con la más suave de las caricias.
—No se lo dirás a nadie —le dije—. Mientras vivas.
—Nunca.
Acerqué los labios a su oreja, húmeda y fría. Posó las manos en mi cintura mientras escuchaba.
—Lo sabía—susurró.
Sus manos se desplazaron desde mi cintura hasta mi abdomen, donde había descubierto la extraña marca. Me besó en los labios.
TreintaNada en esta narración pretende ser frívolo. He intentado, en lo posible, ser simplemente honesta. Mi sexualidad es un tema importante en este asunto, relevante para el resultado de los sucesos. Diré que, durante las pocas semanas de nuestra relación amorosa, sentí un profundo afecto por Clemmie, aunque nunca tuve la sensación de que nuestra situación fuese duradera. De hecho, tuve premoniciones de lo que estaba por venir. Quizá fue Torgu, incluso entonces, que me susurraba nuestro futuro. Mientras hacíamos esas cosas en esa cama, me decía a mí misma que a mí no me gustaban las mujeres en general, pero la experiencia en el hotel de la montaña había desbloqueado ciertas cosas en mí, me había desviado de las líneas de fuerza y de los conceptos que habían marcado la mayoría de mis elecciones durante la vida. Esas líneas eran falsas. Todos nosotros somos todo aquello que la especie ha sido siempre. Ahora lo sé.
Pero no me equivocaría si dijera que, en esos momentos, permití que me pusiera las manos encima por la misma razón por la que me exhibí ante Torgu: por una cuestión de supervivencia. Clemmie quería algo más que sexo. Quería respuestas, y yo no iba a ofrecérselas. Lo que podía darle era otra clase de respuesta. Podía protegerme a mí misma distrayéndola. Si ella quería disfrutar de mí, en esas horas de absoluto miedo y confusión, yo se lo permitiría. Me parecía muy poco, en señal de agradecimiento, permitir que tuviera lo que deseaba. Soy mucho peor que cobarde, ahora lo veo, pero me perdono el error. Lo perdono todo. Yo quería vivir.
A la mañana siguiente salimos a buscar comida, evitando la mirada hosca del recepcionista, y Clemmie formuló una pregunta práctica.
—Y ahora ¿qué?
Nos estábamos quedando sin dinero. Esa iba a ser nuestra última noche en el hotel. Nos iríamos y venderíamos el coche de alquiler. Antes o después, yo tendría que enfrentarme al mundo.
—No puedo, todavía —repuse, pensando en Torgu. A cada día que pasaba, yo me sentía más como su seguidora y menos como su víctima. No puedo explicar esa transformación de mis sensaciones, pero era como si me estuvieran dando caza, y Clemmie, sin saberlo, se había convertido en uno de los cazadores. Ella todavía no sabía que había conseguido su presa—. ¿No podemos deambular un poco, sin más? Hasta que sea capaz de saber qué voy a decir. ¿Te gustaría?
—Lo que hemos hecho no es ningún pecado —me dijo en tono cortante, como si yo la hubiera acusado—. Jesús no lo menciona ni una sola vez.
—Por supuesto que no. No lo decía en ese sentido. Sólo he querido decir... me gustaría...
—Lo siento. —Se había ruborizado. Me dirigió otra de esas miradas ansiosas—. Quizás eso no te parezca muy cristiano, pero ¿por qué no mientes? Di que te encontraste con un gánster, que te violó, que te golpeó y que te encerró hasta que pudiste escapar. ¿Quién lo pondría en duda?
Si hubiera sido simplemente cuestión de mi inocencia, pensé, hubiera ido a la policía en ese mismo momento. Pero era esa otra cosa lo que me impedía hacerlo, el nacimiento de ese oscuro y nuevo yo. No quería rendirlo, no quería perder el poder. Pensaba que mi rostro delataría mi complicidad; que la policía lo vería. Clemmie ya lo había visto, aunque no lo sabía. Todavía no quería creerlo. Pero al final lo creería, y yo tendría que manejar la situación. En lugar de mentir a la policía, le dije una media mentira a ella.
—No soy buena mintiendo.
En general, eso era verdad. Siempre he dicho lo que pienso, incluso cuando mis palabras han ofendido a la gente. No se lo conté a Clemmie, pero una vez Robert me hizo un gran cumplido; me dijo que él sabía cuándo me había complacido en la cama porque yo no decía nada hasta que no pasaba algo de verdad, y ése no era un hecho frecuente. En esos momentos todo se había convertido en su contrario. Mi historia se había convertido en una mentira. Mi rostro, mis ojos y mis labios disimulaban la mentira. La verdad discurría como un río por mi mente, inundándome. Ella no lo veía, engañada por su conocimiento limitado, pero mis colegas en La hora, que me conocían, lo verían. Detectarían cada laguna de mi historia antes que yo. Si me habían golpeado, ¿dónde estaban las marcas? ¿Dónde me habían retenido? ¿Quién había sido mi secuestrador, el criminal más famoso del hampa de Europa del Este?, un hombre a quien muchos creían muerto; un hombre que, para otros, era un mito. ¿Por qué no había ido directamente a la policía? ¿Por qué había estado vagando por Rumania con esa mujer? No podía enfrentarme a ellos sin tener respuestas contundentes.
—Cuando vaya a las autoridades —le dije—, voy a contarles exactamente lo que me ha sucedido. Se lo voy a contar con exactitud. Si no, no tiene sentido.
Entrecerró los ojos con expresión dubitativa. Me di cuenta de que había empezado a cuestionar mis motivos, pero ella también estaba dividida. «Debo mantenerla a mi lado un poco más», pensé. Ella dijo que deberíamos volver a Bucarest, pero le dije que era demasiado arriesgado. Había demasiados policías en la carretera, demasiada actividad en general. Y si íbamos hacia el sur, tendríamos que atravesar las montañas de Torgu otra vez, y yo no podía hacerlo. Recordé los mapas del país que había visto y creí que era mejor ir hacia el norte, en dirección a la cordillera este de las montañas. Al otro lado de la cordillera estaba la autopista nacional y podríamos tomarla hacia el sur, hacia la capital. Para entonces, le dije, yo estaría preparada para entregarme. Ella me creyó.
Octubre terminaba, y el tiempo se hizo más frío. Compramos gasolina, recuperamos el BMW y lo vendimos por quinientos dólares al propietario del hotel donde nos habíamos escondido de la lluvia. Él no hizo preguntas. Con ese dinero, Clemmie y yo compramos unas botas de segunda mano, calcetines y unos suéteres a una vieja gitana. También necesitábamos provisiones y, en las afueras de la ciudad, entramos en un campo de manzanos cargados de frutos rojos y crujientes y llenamos la mochila. Las carreteras de Transilvania tienen dos carriles y son estrechas, y están pobladas por un tipo de tráfico propio de distintas épocas históricas: camiones de gasóleo, carros tirados por caballos, pastores a pie con sus rebaños. Nos mantuvimos alejadas de los vehículos motorizados y nos subimos a la parte trasera de los carros de paja. El ritmo era lento, pero la gente era amable y nos ofrecían cebollas, lomo curado y otros alimentos sencillos. Por la noche, dormíamos en graneros, almiares o silos; en cualquier parte que pudiéramos. El tiempo empeoró, y algunos días nos quedábamos dentro. En un pueblo húngaro pasamos una semana realizando tareas en una granja, cuidando de los niños pequeños, barriendo suelos, pelando maíz. No hablamos mucho. No había nada que decir. Yo me sentía como si hubiera pasado de un sueño, una pesadilla, a otro, un idilio en el que las cosas tenían tan poco sentido como antes.
Presencié por primera vez una nevada rumana. Estábamos acurrucadas la una junto a la otra en un granero que tenía una cruz en el tejado, a punto de dejar atrás la llanura y de iniciar el ascenso a la cordillera. Clemmie me abrazaba y me hablaba de ella. Su madre estaba en Chicago, pero su padre murió cuando ella era pequeña. De joven, tuvo la oportunidad de ir a West Point, pero renunció al final del segundo año. Era demasiado religiosa para muchos de los otros cadetes, y la vida militar no estaba hecha para ella. La vida de misionera, sí. Las situaciones sociales le resultaban difíciles. Le gustaba encontrarse en el límite de las cosas; vivir en lugares donde terminaba una cultura y empezaba otra. Siempre había salido con chicos y con chicas, y nunca se había sentido cómoda sólo de una manera o de otra; Dios amaba a todas sus criaturas. Sólo había estado enamorada una vez, de una mujer, otra cristiana, pero no habían sido capaces de manejar las contradicciones. De todas formas, la mujer había muerto de cáncer. Yo lloré mientras la escuchaba, pero Clemmie no quería compasión. Me pidió que le hablara más de mí. No pude. No había nada que decir. Yo ya no era yo. Los susurros de mi cabeza se habían hecho más potentes y parecían señalar en una dirección. Antes, en la montaña de Torgu, me habían parecido malignos. Pero, poco a poco, los susurros se habían convertido en algo íntimo, y algunas veces en que habían remitido yo había sentido la angustia de una pérdida inefable. El suave e insistente goteo de esos nombres de lugares se convirtió en una canción que yo deseaba cantar, pero, por mucho que lo intentara, todavía no era capaz encontrar las palabras. Cuando Clemmie no podía oírme, yo intentaba repetir esos susurros, recitarlos con los labios de la misma forma en que fluían por mi mente, con el mismo ritmo. A veces me movía al ritmo de esa canción, pero entonces ella me dirigía una penetrante mirada y ese impulso moría.
Empezó a suceder algo incluso más seductor. Al cerrar los ojos, empecé a ver esas palabras, a verlas de verdad, como un panorama del desastre. Al cerrar los ojos, empecé a notar cosas. Podía tocar la piel de esas palabras, que era como la piel de los caídos. Podía observar los ojos de los moribundos; me arrodillaba a su lado en las calles, en las trincheras, en sus casas, y les tomaba de la mano. Una noche, me desperté gritando de un sueño que reposaba entre las sílabas de unas palabras como serpientes en un saco. En ese sueño, yo me encontraba en una casa en un valle. La puerta se abría con un crujido y oía unos pasos en el vestíbulo, los de unos hombres que hablaban en un idioma que no comprendía. Entraban en la habitación y un hombre, Robert, saltaba fuera de la cama. Ellos le sujetaban, torciéndole los brazos detrás de la espalda, y le cortaban el cuello. Entonces se dirigían hacia mí y mientras yo gritaba, me violaban. Y mientras el último intruso me violaba, me clavaba un cuchillo entre las costillas, hasta el corazón. Creí que acababa de despertarme de un sueño que hablaba de mi propia muerte, pero no era eso. Abrí los ojos y tenía el cabello de la mujer en la boca. Yo me había convertido en el último de los violadores. Tenía el cuchillo de Torgu en la mano, y lo estaba empujando entre las piernas de la mujer. Con un gesto mecánico, clavé el cuchillo entre las costillas de la mujer hasta su corazón. Me desperté gritando, y Clemmie me abrazó.
Me preguntó qué sucedía, y le conté una pequeña mentira. Le dije que yo estaba en el centro de la ciudad, ese día, en Nueva York, durante los ataques —lo cual era cierto—, y que había tenido un sueño acerca de ello —lo cual era falso.
—Pobrecita —dijo, pero no pareció completamente convencida—. Deja que eche otro vistazo a esas marcas.
Me levanté la camisa y ella pasó el dedo por encima de una esvástica, una medialuna y una línea de caracteres cuneiformes.
—Hay más —dijo—. Es una especie de sarpullido, pero no tiene aspecto de escritura, ¿verdad? —Levantó la mirada—. ¿Duele?
Yo negué con la cabeza. El sarpullido no me provocaba ningún dolor físico. Pero sentía esas marcas como si me hubieran sido grabadas en la mente en lugar de en el cuerpo. No se lo dije; no le dije que ese sarpullido se me metía en la sangre como las voces en la cabeza, que ambas manaban de la misma fuente.
Unos días después, mientras subíamos por la carretera por encima del Paso Borgo —una subida muy dura— ella me oyó.
—¿Qué has dicho?—preguntó.
Yo me sobresalté. Tuve la horrible idea de que podía leerme el pensamiento.
—¿De qué estás hablando?
—De esos susurros. ¿Estás rezando?
—Yo no rezo; eso es para ti.
Ella se detuvo.
—¿Qué diablos está sucediendo, Evangeline?
Yo me negué a responder. Continué caminando.
—No hagas eso. Está sucediendo algo y tengo que saberlo. Nos enfrentamos con temas serios aquí. ¿Puedo confiar en ti? —inquirió.
Yo continué caminando.
—¡Estás pronunciando nombres de lugares bíblicos! —gritó—. ¿Lo sabes?
En la parte más alta del paso había un hotel que había sido construido por los comunistas para capitalizar el turismo relacionado con las ideas que los occidentales tienen sobre los vampiros. No podíamos permitirnos pagar una habitación, pero la seguridad era escasa y esperamos hasta que apareció un autobús con turistas. Nos mezclamos con la masa, la mayoría alemanes y daneses, y nos separamos de ellos cuando llegaron a la recepción. En muchos sentidos,
Clemmie tenía un don para detectar los detalles más desapercibidos. Llegamos a una parte del hotel que no tenía ni calefacción ni electricidad. Estaríamos heladas allí, pero disponíamos de nuestros cuerpos, nuestros jerséis y nuestras mantas.
Ella seguía enfadada conmigo, y durante un rato estuvimos en silencio, mordisqueando la última manzana y compartiendo una lata de Coca-Cola que habíamos reservado.
Mientras aplastaba la lata, me dijo:
—Cuando lleguemos al otro lado de esta cordillera, continuarás sola.
Tiré el corazón de la manzana. Había llegado el momento.
—Oh, ¿de verdad?
Ella adoptó una expresión de desconfianza.
—Ya no me gusta la manera en que me miras —dijo.
—¿Ah, sí?
Ella estaba sentada con la espalda apoyada en la cama deshecha y me miraba como si yo fuera a morderla.
—Te gusto mucho cuando te desvisto —le dije.
—Te aprovechas de ello.
—Te gusta.
Los ojos le brillaron con miedo y deseo. Yo me puse de rodillas, apoyé las manos en sus hombros, la empujé contra la cama y la besé en los labios.
Se le aceleró la respiración.
—No te disgusta la manera en que te beso.
Ella me empujó.
—Algo no está bien, Evangeline. Estás cambiando ante mis ojos.
Unos días antes, esas palabras me hubieran alarmado. Pero ahora la veía tal y como era de verdad, una fanática religiosa asustada que se encontraba cara a cara con su peor pesadilla. Era preciosa en su error. La sujeté contra el lateral de la cama y la besé otra vez. Ella me abofeteó. Yo la abofeteé. Intentó desasirse de mí, saltar por encima de la cama y llegar hasta la puerta, pero yo la sujeté por las piernas. Me había vuelto fuerte. La sujeté y la arrastré hacia mí. La apreté contra la cama y le arranqué el suéter y la camiseta.
—Suéltame —dijo.
—¿Te acuerdas de Todd? —le pregunté—. ¿O he hecho que le olvides por completo?
Estaba temblando bajo mis manos. Me quité el jersey. Vi las venas azules en sus sienes, en su cuello y en sus pechos. Agarré sus pechos con las manos, puse los labios sobre ellos y, por primera vez, noté el sabor de la sangre debajo de la piel. Quería comerla viva. Y sabía que, si lo hacía, oiría con fuerza y claridad la canción que sonaba en el lejano horizonte de mi conciencia, oiría por fin las palabras detrás de las palabras, y las cosas cobrarían sentido. Esa era la respuesta. Me encontraría en el interior de las visiones de mi cabeza de una manera que no había estado antes. La sujeté y le quité el resto de la ropa y le puse las manos dentro, en cada lugar que podía ser tocado, y su interior tenía la calidez de la sangre, ya cada segundo pensaba cuánto más profundo podía penetrar, cuánto más lejos podía ir, y qué requeriría eso, y qué llegaría a saber cuando ella se encontrara desparramada y desmembrada delante de mí, y en el instante previo a que este nuevo yo decidiera desmembrarla, me aparté de su cuerpo y chillé con toda la fuerza de mis pulmones para que esa cosa saliera de mi mente.
Clementine me miró aterrorizada. Yo continué chillando. No podía parar. Esa cosa no abandonaría mi mente a no ser que yo la arrancara a chillidos. Las palabras se desvanecerían solamente si yo las aniquilaba con mi voz.
Clemmie recogió la ropa precipitadamente, pero ya era demasiado tarde. Ya estaba desnuda, tal y como a ellos les gustaba, tal y como ellos querían. Yo ya oía el retumbar de los pasos. Estaban llegando. Pero no era la policía, era mucho peor que eso, e intenté decírselo. Habíamos penetrado en una parte del hotel que era inaccesible a los otros seres humanos. Habíamos entrado en la parte del hotel de Torgu. Él medraba en los hoteles, en lo efímero que había en ellos. Le gustaban. Eran su único hogar y cuanto más decrépitos y horribles, más le atraían. Clemmie me agarró del brazo y me pellizcó. Por primera vez, la vi realmente aterrorizada.
—¿Es una trampa, perra?
Lo era. Dieron unos fuertes golpes contra la puerta. Los susurros en mi cabeza se hicieron más y más fuertes, se convirtieron en los gemidos de un hombre. Me había estado comunicando con él durante días, le había dicho dónde estábamos. Él me conocía, sabía lo que yo quería. Él me había regalado ese don, también. Ahora era capaz de escuchar nítidamente las palabras de los muertos, las oía como si las gritaran desde sus tumbas.
Las bisagras de la puerta cedieron. Los hermanos estaban de pie en el umbral. Cada uno tenía un cuchillo y un enorme cubo. Esos cubos colgaban a cada uno de sus costados, mecidos por un viento de susurros que barría todo el hotel, ráfagas de una gran tormenta, los nombres de las tumbas de la raza humana.
Ahora estoy aquí sentada, con la pluma en la mano, y sé la verdad. Desearía que Torgu hubiera venido. Desearía que los hermanos hubieran recorrido esa distancia y hubieran acabado con ella con sus cuchillos. Desearía, desearía. Pero es una mentira, por supuesto, como tantas otras. Torgu había abandonado Rumania. Los hermanos se encontraban a trescientos kilómetros de distancia. Clementine Spence y yo estábamos solas en esa habitación. Ella era mi solicitud del idioma de los muertos, el líquido de mi libación vertido en el suelo. Era mi trinchera de tierra sagrada. Me senté a horcajadas sobre su cuerpo desnudo y coloqué una mano implacable sobre su pecho. Saqué el cuchillo del bolso. Ella me imploró. Las mujeres que se acuestan con otras mujeres siempre han sido pasto de trabajos sagrados, y los cristianos nacieron para morir violentamente. Ambos crímenes son punibles. Le corté el cuello. Bebí su sangre. La vi morir.
Treinta y unoMiré el cuerpo destrozado de Clementine a través de los barrotes y lloré. Intenté pedir perdón una y otra vez, pero no parecía que le importara. Mis sollozos resonaban en el túnel de piedra antigua y me parecían lo bastante fuertes para sacudir el claustro hasta los cimientos, pero al cabo de un rato murieron en mi pecho y el suave silencio de la nieve recobró sus dominios. Clemmie esperó, como si mi emoción fuera una formalidad que debiera soportar. Mientras me secaba los ojos, tuve la sensación de que ella consideraba que ese episodio era incómodo, aunque eso no fue una reacción manifiesta por su parte; no había nada manifiesto de Clementine ya. Todo lo referente a ella reposaba enterrado bajo el manto de muerte. Estaba más blanca que la nieve a sus pies, unas sombras cenicientas le cerraban los ojos, los labios estaban flácidos y se veían azules, y esa horrible herida en el cuello ya no sangraba ni mostraba más señales del trauma que las obvias. Envuelta en esas pieles de lobo, parecía haber emergido de una tumba antigua, y esto me pareció horrorosamente apropiado. Clementine Spence siempre había tenido algo primario, arcaico.
—¿Por qué has venido? —le pregunté, por fin.
—No hay mucho tiempo —murmuró.
—Tengo miedo de irme —dije.
—No tienes nada que temer. Él se ha marchado.
Esas palabras deberían haber sido un alivio. Quedaron colgando en el aire helado como una amenaza. Las sombras del bosque se alargaban detrás de ella.
—Tú eres la única que puede destruirle —dijo—. Eres la única que sabe.
—¿Qué es él, Clemmie? ¿Qué es lo que has averiguado por fin?
Un suspiro se le escapó de los labios. Estaba siendo extraordinariamente paciente conmigo, teniendo en cuenta que yo la había asesinado.
—Sólo sé lo que ellos dicen.
—¿Ellos?
Hizo un gesto en dirección al bosque. Las sombras de los bosques se habían alargado otra vez, y entonces me di cuenta de que se habían separado por completo de los árboles. Los árboles se habían vuelto como ella, y se desplazaban hacia la entrada del claustro, en dirección a mí.
—Oh, Dios.
—No tengas miedo.
—No comprendo.
Ella se acercó un poco más, hasta que la nariz le sobresalió entre los barrotes. Abrió los labios azules y fláccidos.
—Sangre.
—No.
—Tú quieres lo que él quiere: ver a los muertos, invocar a los muertos. Nosotros lo sabemos. Nosotros lo queremos, también —me dijo.
Yo negué con la cabeza.
—Yo no quiero eso. No quiero nada de eso. Pero las voces no abandonan mi cabeza. Y el conocimiento, lo que sé. Las tumbas del otro lado de los muros.
Clemmie asintió.
—Sólo es el principio. Hay tumbas que queman con un fuego brillante, asesinatos espectaculares que reclaman reconocimiento, pero también existen los evidentes. Los turcos, los dacios, los judíos. Cuanto más lejos vas, más cosas ves y mayor es la inmensidad. La tierra es un campo amasado de muertos. Un gran libro de masacres. Nosotros lo vemos también, pero cuando uno está dentro, la carga es distinta.
Yo oía lo que decía, pero no podía captar el significado.
—¿Sois fantasmas?
La nieve caía en copos más grandes. El ejército de sombras se apiñó alrededor de ella, y se levantó un quejido de la multitud. En ese momento pude ver unos rostros poco definidos, despedazados, arrancados, deshechos; el rostro perdido de un sipahi, uno de los caballeros decapitados que llevaba la cabeza en la mano.
—No hay ningún fantasma —dijo Clemmie—. Es otra cosa.
—Es la tierra —interrumpió el sipahi.
—La tierra —dijo Clemmie— tiene un alma, y el alma respira, y su respiración sopla a través de nosotros de tal forma que somos como burbujas levantadas hacia el aire de este mundo. Eso es lo que dicen algunos de nosotros.
—¿Estás diciendo que estáis en el infierno?
Sus manos agarraron los barrotes.
—El infierno —suspiró— es donde tú vives. —Apretó las manos alrededor de los barrotes—. No hay tiempo. Pregúntate a ti misma qué es lo que está sucediendo dentro de ti. Mira las marcas de tu cuerpo. Dime lo que ves.
Yo sabía qué quería decir. Eran esos pájaros por la noche, los sueños y los susurros. Era el llanto cada vez que la hermana Agathe me bañaba.
—Es como si los muros que separan las cosas se hubieran adelgazado.
—Sí.
—Hay vidas distintas que se pueden vivir, que todos nosotros podemos haber vivido, otros pasillos que corren paralelos a los nuestros, y. lo único que tenemos que hacer es alargar la mano y ya estamos en ese otro pasillo, o en el que se encuentra al lado de éste. Creemos que somos una cosa, pero en otra vida somos asesinos.
Mantuvo los ojos fijos en los míos. Se lamió los labios. Yo sentí un escalofrío.
—Quiero decir —continué— que no se trata de otra dimensión. Está aquí a mi lado, y sé que yo ya he atravesado uno de esos muros, y lo hacemos todo el rato, ¿verdad? Atravesé un muro invisible y me convertí en tu amante. Atravesé otro, y te quité la vida. Pero podría no haberlo hecho. Es como una calle tras otra tras otra en una ciudad enorme y desierta.
Ella susurró.
—La ciudad no está desierta.
—¿Qué es Torgu? Dímelo.
—Dos millones de años de asesinatos en forma humana.
Las sombras que tenía a su alrededor habían empezado a alejarse hacia el bosque. Yo no les había proporcionado sangre. No tenía nada para ellas, y ellas no iban a decirme nada más.
—Él trae la sangre, y nosotros le contamos nuestros secretos.
—Cuéntamelo todo, Clementine.
—Ya sabes lo que tienes que hacer antes de que te lo cuente. No tengas miedo. Ya lo has hecho una vez.
Me di cuenta de qué quería.
—Pero estas mujeres me han dado cobijo.
Sus manos soltaron los barrotes.
—¿Qué me importa eso? —Empezó a retirarse—. Bebe y, a través de ti, yo beberé, y cuando haya bebido, te lo contaré todo. Yo soy solamente una, pero somos muchos. Nunca encontrarías la sangre suficiente para compartirla con todos los de este valle.
—Tú no viniste para ayudarme, ¿verdad?
Los susurros me pillaron por sorpresa, una repentina corriente de palabras que salía de entre las piedras, a mis pies, como el estallido de una risa burlona. «Otumba, Tabasco, Queretaro, Olinto.»
Conseguí terminar de formular una idea con dificultad.
—Tú querías que yo bebiera.
«Kosovo, Micenas, Tannenberg, lass.»
La nieve unía el cielo y la tierra en una tristeza infinita. Clementine Spence se había ido.
LIBRO 6Un día en la vida
Adenda a la primera parte del textoencontrado entre los papeles personales deJames O'Malley, post mortem
Aquí nos encontramos con una drástica interrupción en la documentación disponible. Como la mayoría de lectores sabrá, un fuego destruyó los pisos superiores del edificio de la calle Oeste, y fue sólo por pura suerte que tres cajas de material relacionado con estos asuntos se salvaran, gracias a que se encontraban cerca de un baño que se inundó. Calculo que, por lo menos, dos cajas más, que o bien estaban guardadas en otra parte o que simplemente fueron engullidas por las últimas llamas, se perdieron. Quizá los lectores de este documento decidan pasar por alto esta enmienda del texto, pero yo la necesito para rellenar los espacios en blanco de mi propia comprensión. En lugar de forjar mis propias especulaciones sobre esta laguna de seis meses, tengo la esperanza de salvar el vacío gracias a nociones obtenidas a través de una investigación realizada en nombre de la claridad de pruebas. Las pruebas documentales se terminan a finales de enero, así que de alguna manera debo dar cuenta de los meses perdidos.
Describiré el mundo de La hora en ese momento antes de que cayera la noche. A excepción de Edward Saxby, la mayoría de ustedes no deben de haber experimentado el medio informativo televisado en su momento álgido, mucho antes de la pérdida de audiencia y de los ingresos en publicidad derivados, antes de la cadena de escándalos que desmoralizó y, finalmente, acabó con el espíritu emprendedor del trabajo. Como bien saben aquellos que conocen nuestra historia, hubo un tiempo en que las noticias de televisión presidían la imaginación del estadounidense serio y bien informado con una autoridad casi papal. Yo, como antiguo presentador veterano del periodismo televisado (y, no de forma casual, empleado durante un tiempo en La hora como productor de Austen Trotta, antes del cese de mi contrato en términos de mutua y no manifestada hostilidad) fui testigo presencial de ese glorioso momento. Por este motivo, me encuentro en una posición única para arrojar luz sobre la rutina diaria del negocio, cuando La hora todavía funcionaba como lo que era, la mayor máquina jamás construida para la emisión de la realidad a un público próspero, curioso y educado.
Elijo un día que tiene cierta importancia en nuestra historia, el 16 de enero, setenta y dos horas antes de que las pruebas documentales retomen el asunto. El día que voy a describir podría haber sido cualquier jornada de las tres últimas décadas en cuanto a la rutina. He elegido este día en concreto porque, mientras La hora emprendía sus asuntos ese 16 de enero en medio de una nevada que batió récords históricos —y que fue una posible causa del parón eléctrico de ese día—, los problemas se hicieron más acuciantes. Esto lo sabemos, en parte, por los registros que se han guardado fuera del piso veinte, albaranes de envíos por aire, esas cosas. Pero confieso haber realizado ciertas conjeturas.
Ustedes querrán saber cómo estaban las cosas en esa fecha, casi tres meses después de la desaparición de Evangeline Harker. Sobre la misma, había unas cuantas pistas: unos testigos de un hotel de Bucarest recordaban que la señorita Harker se había marchado en compañía de otra mujer, registrada como cliente con el nombre de Clementine Spence. Resultó que la señorita Spence también estaba en paradero desconocido, pero dada la ausencia de amistades cercanas y de familia, su desaparición había pasado desapercibida. Preguntas realizadas en el hotel de Brasov revelaron que la señorita Harker se había marchado, poco después de llegar, en compañía de un hombre mayor que ella, presumiblemente relacionado con el posible sujeto de la entrevista. La señorita Spence no constaba como cliente del hotel de Brasov, y no se había sabido nada acerca de su paradero después de su partida de Bucarest.
Estos detalles constituían toda la desagradable información que se tenía y no ayudaban a avanzar mucho en la investigación. Los viajes a Rumania que había realizado un detective privado en compañía del desolado prometido de la señorita Harker, de su padre y de un funcionario del Departamento de Justicia —como favor especial al señor Harker— no habían conducido a ninguna parte. Las preguntas realizadas desde el Departamento de Estado demostraron ser fútiles. No apareció ningún cadáver en ninguna morgue, y nadie informó de ningún crimen. En vano, el señor Harker presentó una denuncia contra la cadena, el programa y el corresponsal Austen Trotta por negligencia criminal, pero no había un caso real. Buscar localizaciones era el trabajo de un productor asociado, independientemente del peligro que entrañara.
Hubo algunos intentos de ampliar la investigación para que ésta incluyera ciertos extraños sucesos que ocurrieron en el piso veinte del edificio de la calle Oeste, pero no se pudo establecer ninguna relación sustancial entre la desaparición de Evangeline Harker y la llegada a las oficinas de La hora de las cintas de vídeo y de audio desde Rumania. Éstas fueron puestas fuera de circulación, y se aplicaron normas nuevas en la digitalización de material de procedencia poco fiable, si bien ese tipo de fenómenos ocurría muy raramente. Los editores involucrados en el primer incidente fueron censurados, pero su estado físico y mental, que nunca se estabilizó del todo, pareció castigo suficiente. Los tres hombres se quejaban de insomnio, de tener sueños espantosos y de sufrir una enfermedad mortificante que ningún doctor fue capaz de diagnosticar. Los colegas de esos hombres menearon la cabeza y se preguntaron si podía tratarse de un chanchullo para conseguir una baja médica o si se trataba de alguna desgracia más oscura. Se supo que el fundador y productor ejecutivo del programa, Bob Rogers, había considerado la hipótesis de una conspiración de la cadena para terminar con La hora desde dentro, saboteando los aparatos técnicos y asustando a los empleados. A día de hoy, no ha aparecido ninguna prueba de una conspiración tal a pesar de que algunos artículos en prensa han expresado lo contrario.
Finalmente, para completar esta visión general diré que todo el asunto fue investigado por una comisión inspectora de la cadena, y que tras ésta, los ejecutivos, con el beneplácito de los accionistas de la empresa, decidieron que la antigua autonomía de La hora era un peligroso anacronismo. En el futuro, las historias del otro lado del Atlántico que no tuvieran un claro valor informativo serían sometidas a un escrutinio especial. Se alentarían las noticias de actualidad y los perfiles de celebridades.
Un plan de transición de la cadena que había estado gestándose durante meses floreció entre los ejecutivos de más alto nivel y se decidió, a la luz de las circunstancias, que el mismo Rogers debía asumir la responsabilidad del asunto Harker y dimitir en una fecha indeterminada. A Austen Trotta, quien, al fin y al cabo, tenía incluso una responsabilidad mayor en la desaparición, se le invitaría, a la finalización del contrato, a que pensara en la jubilación. Es de suponer que se corrió la voz hasta las dependencias del piso veinte. Ciertamente, rumores poco fundados llegaron a oídos de los competidores. Pero en la mañana del 16 de enero, toda esta información solamente era una galopante especulación, y el día empezó igual que todos los días laborables, con un equipo de los mejores productores del negocio de los informativos esparcidos por el globo y por todo el país, buscando y filmando historias sobre personalidades que esperan su turno semanal para dirigirse a la nación con tranquila majestuosidad y espléndida satisfacción.
El trabajo empezó en el gris de antes del amanecer, entre la nieve, con la primera salida de la furgoneta de transporte en dirección al aeropuerto para recoger unas cintas que llegaban del otro lado del Atlántico. No se puede decir que el trabajo empezara a esa hora, porque en verdad no había terminado en ningún momento. En lejanas zonas horarias, entre la medianoche y las cinco de la madrugada de ese mismo día, productores y equipos de La hora se encontraban en cuatro puntos de longitud y latitud distintos: en un buque de carga vietnamita en las islas Spratly del mar de la China meridional; en el gran bazar de Lal Chowk, en la ciudad de Srinagar, Cachemira, en la India; en un helicóptero militar israelí que bajaba en picado por la costa del mar Muerto en Israel, girando hacia tierra para comprobar la existencia de fábricas de bombas para suicidas en los desiertos de Judea; y vagabundeando con cámaras ocultas por el Barrio Rojo de Ámsterdam, donde un sensato e inexperto joven con una sospechosa gorra de béisbol intentaba comprar un misil Stinger a un travestí surinamés que, posteriormente, le golpeó hasta dejarle sin sentido.
Fue un día difícil para todos. En el mar de la China meridional, el productor Raul Trofimovich soltó un taco al darse cuenta de que había gastado más de cien mil dólares en una historia sobre unas islas que no alcanzaban la superficie del agua. Como sorpresa añadida, los únicos habitantes eran las tortugas, y unos helicópteros chinos les obligaron a entrar en aguas internacionales. En Israel, el corresponsal Dov Gelder recibió una dura reprimenda de la guapa piloto del helicóptero, una mujer que llevaba una pistola de servicio a un costado y que no recibió bien las insinuaciones sexuales del hombre que le doblaba la edad. En Cachemira, la inconformista productora Samantha Martin vestía con una chilaba y comía gushtaba mientras se felicitaba a sí misma por haber dado esquinazo al detestable guardaespaldas que el gobierno indio le había asignado, un hombre que, lo sabía, era un espía del servicio de inteligencia paquistaní. Y en un caro hotel de la Herrengracht en Ámsterdam, el hombre sensato, Jorg-Michael Manks, un alemán cuyo padre había sido uno de los cámaras de la cadena desde Vietnam, bebía Jágermeister para desayunar mientras mentía a un irritado productor y a un consternado corresponsal acerca del encuentro con el travesti surinamés. No se había realizado ninguna venta de misiles.
A pesar de estos contratiempos, habituales para los productores de La hora, los envíos de sus cintas llegaron sin contratiempos a la zona de mercancías del aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York, donde el recadero del programa —a quien llamaremos Bill— llegó para recogerlas previa comunicación del envío por correo electrónico.
Conocí a este hombre en su residencia de las cataratas del Niágara. Era uno de los pocos empleados de la cadena que estaban dispuestos a hablar con franqueza y por voluntad propia de lo que habían visto. No tenía nada que perder: poco después de jugar su pequeño papel en el drama, Bill se jubiló. Pero, a su manera, esa mañana en la nieve, desempeñó un rol importante. Nunca se lo dije, pero es la innegable verdad. Había pagado el precio. Cuando me encontré con él, estaba deshecho y se sentía extraño; oía cosas en la casa durante la noche y tenía unas ideas irracionales sobre unos susurros que emanaban desde las cercanas cataratas.
Para realizar sus recados, Bill conducía un viejo modelo de furgoneta Econoline, un vehículo destartalado que enfrentaba las acumulaciones de nieve con cierta indiferencia. Recoger cintas era un trabajo fácil; Bill nunca se llevaba más de unas cuantas cajas cada viaje. Pero de vez en cuando, alguien mandaba un objeto de cierto tamaño: unas cajas de caviar o de vino, una escultura, una vez un mono que había muerto a causa de una peste. Para ese tipo de cargas, la furgoneta era idónea.
Esa mañana, Bill tenía los números de embarque de cuatro envíos de cintas procedentes de distintos puntos del globo: una caja con ocho cintas Beta tituladas «Spratly», enviadas vía DHL en un vuelo de Air France desde Saigón; dos cajas más con ocho cintas en cada una dentro de una maleta de metal procedente de los Países Bajos, tituladas «Las esclavas» y enviadas vía Sabena Air; y unos envíos más pequeños, de cinco cintas cada uno, tituladas «Cachemira» y «Fabricantes de bombas», el primero expedido por Air India y el segundo por Fed Ex con El Al desde Tel Aviv. Iba a ser una mañana larga, yendo de mostrador en mostrador en medio de la nieve. Todo resultaría más lento. Pero a Bill no le importaba. La mayoría de los productores todavía se encontraba al otro lado del Atlántico, no estaban esperando en la oficina la llegada de los materiales. Se tomaría su tiempo.
Fue primero a Sabena a recoger la carga holandesa. Estaba familiarizado con el funcionamiento de mercancías de Sabena desde hacía años, y conocía a todos los del turno de la mañana. Le invitaron a café y pastel de cerezas. Se quejó del tiempo y expresó su asombro por el hecho de que los aviones pudieran seguir aterrizando, pues la sustancia blanca se arremolinaba con densidad alrededor de los hangares. En mercancías de Sabena habían recibido la noticia de que el aeropuerto iba a cerrar en cuestión de horas. Bill firmó la recepción del envío y.se apresuró. Las maletas de metal venían en unos sacos de malla verde. Cargó con cuidado los sacos en la parte trasera de la furgoneta y, como tantas otras veces, pensó que el material que contenían no tenía ningún valor excepto para el programa, pero que ese valor era sagrado y, si uno la jodía, si se perdía o dañaba el material, habría consecuencias. Lo cierto es que tenía miedo de la gente del programa y nunca se comunicaba con ellos; dejaba que el chico de recepción se encargara de ello. Pero sabía que a algunos chóferes les habían arrancado la piel por algo tan nimio como una caja en el lugar equivocado. Bill se sentía orgulloso por el hecho de no haber llamado nunca la atención de ese ojo implacable.
Continuó su ruta. Los empleados de Air India eran muy educados y se mostraban extremadamente preocupados por que comprendiera su sistema. Le enseñaron la pantalla del ordenador, señalaron la mercancía y la localización. Le mostraron la documentación, le aseguraron que el albarán del avión concordaba con los documentos. Quisieron echar un vistazo a su número de embarque, sólo para asegurarse de que todo cuadraba; y así era. Bill aceptó una taza de chai y siguió su camino.
Las recogidas de Israel y de Saigón iban bien hasta que tuvo que hablar con la chica nueva.
—¿Y esa otra carga? —preguntó con un alegre acento de Queens.
—¿Qué otra carga, querida?
Ella se rio.
—La madre de todas. La gran carga. La que no va a quedarse en mi hangar ni un minuto más de lo necesario.
Ese momento fue escalofriante para Bill, igual que lo habría sido para cualquiera que se hubiera encontrado en su situación. En el negocio de los informativos, las anomalías significaban problemas. Podían costar, al instante, grandes cantidades de dinero. Vio la necesidad de empezar a componer en esos precisos momentos su propia versión de los sucesos. Bill sabía por experiencia que nadie envía objetos grandes sin anunciar con mucha antelación la llegada de los mismos. Las cintas podían llegar sin mucho alboroto; la gente se volvía descuidada. Pero nadie que hubiera pagado un envío grande se olvidaba de que lo había hecho.
—¿De qué estamos hablando?
La chica impertinente le dijo que de tres cajas de media tonelada, fácilmente.
—Por dios, ¿en serio?
Ella meneó la cabeza y le acompañó fuera, hasta el hangar, entre unas turbinas gigantes envueltas en plástico destinadas a una fábrica de chocolate de Pensilvania, o eso le dijo, y montones de abrigos de piel. Le señaló tres grandes cajas de madera, puestas una al lado de la otra. Eran de metro y medio de altura, por lo menos, y casi igual de anchas.
—Para usted. —Ella tenía unos dedos bonitos, según recordó él durante nuestra conversación en el apartamento en las cataratas del Niágara.
—Esto no es para mí, según mi gente.
—Bueno, pues será mejor que les dé las buenas noticias y haga algo, porque no van a quedarse aquí.
Ella le dirigió una mirada burlona que él no había olvidado. La joven también se daba cuenta de las dimensiones del lío.
Contactó por radio con el chico de recepción de la cadena y le preguntó si había recibido noticias de otro envío; éste le confirmó lo que se temía. Cuando Bill le contó que habían llegado unas enormes cajas sin documentación, la pausa al otro extremo de la radio le provocó un escalofrío. Todo el mundo comprendió.
De vuelta en la oficina de mercancías, preguntó:
—¿Hay algún nombre en el envío?
Ella lo consultó.
—Aquí está: Austen Trotta.
—Que me jodan —estalló él—. Trastos del demonio...
—Dígamelo a mí.
Él se encogió de hombros. Las cajas parecían pesadas y estaba solo.
—¿Tiene alguna idea de qué hay dentro? —preguntó.
Ella volvió a realizar una consulta.
—Aquí dice fragmentos arqueológicos, vaya usted a saber.
—¿Y en aduanas lo han dejado pasar?
Ella asintió.
—Si no, no estarían aquí.
Bill volvió a salir y fue hasta las cajas, que eran lo suficientemente grandes como para contener seres humanos.
—¡Señor! —volvió a exclamar.
—Amigo, va a necesitar un toro, me parece.
Bill dio una propina de cincuenta dólares que no se podía permitir al conductor del toro, y lo hizo para poder decir que había recogido las cajas y que las había dejado en la emisora. Pensó que, si pertenecían a Austen Trotta, antes o después alguien iría a buscarlas, y si él las dejaba aquí y sucedía algo, solamente con que una de esas cajas desapareciera le cortarían el cuello. «Fragmentos arqueológicos» le sonaba a dinero.
—¿De dónde vienen, dice? —preguntó.
Ella levantó una ceja, pensativa y le condujo dentro otra vez. Rumania, vía París.
Hacia las siete, de vuelta a las oficinas de La hora, el primero de sus trabajadores ya había aparecido, y el guarda de seguridad del turno de noche se había marchado. La noche anterior, una editora, Julia Barnes, se había quedado hasta la madrugada juntando imágenes para que se ajustaran con las palabras de una productora, Sally Benchborn, que también se había quedado realizando unos cambios de última hora en el guión junto a una productora asociada. Esta última, sentada a su lado en su oficina con vistas al agujero donde habían estado las Torres Gemelas, observaba el fluir de las luces del tráfico de la parte baja de la autopista del West Side; «una vista deprimente», pensó la productora asociada, refiriéndose en parte a su propia vida. Las últimas partes del guión se negaban a cuadrar. Hacia la una, ambas se sintieron agotadas y derrotadas por una única línea, una cosa que parecía inocua pero que debía ser precisa y clara. Por la mañana, nuestra mañana del 16 de enero, su corresponsal, Sam Dambles, el querido corresponsal negro del programa, iba a leer esas líneas en la cabina de sonido y no habría manera de volver atrás. Se hablaron con brusquedad, se disculparon la una con la otra y dieron por terminada la noche, dejando que Julia Barnes terminara sola de montar las imágenes, en medio del zumbido de la vacía planta veinte.
La señora Barnes llegó a casa a la una. Durmió inquieta y tuvo una terrible pesadilla en la cual ella fabricaba una bomba en el sótano de un edificio; se despertó justo antes de que ésta le explotara entre las manos. Estuvo de vuelta en la oficina a las ocho. Todavía era temprano, pero vio a tres personas además del guarda de seguridad. Una de ellas era Menard Griffiths, lo cual la tranquilizó; ya no le gustaba estar sola en la planta, a pesar de que sabía que sus miedos eran ridículos. El temible Miggison también estaba allí, examinando informes de gastos, supervisando el pase de cintas de vídeo en la sala, controlando el pase de cinta de audio al servicio de transcripción, enfundado como un cuchillo en su camisa almidonada, su pantalón de deporte planchado y su piel del color de los higos. Miggison repartía los encargos de edición, y sabía que ella iba a hacer pronto un visionado, lo cual significaba que, si éste iba bien, pronto iba a estar disponible para otro productor.
—¡Julia! —la llamó desde su oficina, cerca de recepción. Había intentado evitarle, pero él tenía una vista aguda. Julia se detuvo en la puerta de la oficina de Miggison—. Tienes un visionado hoy, ¿verdad? —El tipo no tenía las manos encima de la mesa, las tenía desagradablemente escondidas, pensó ella.
—No es oficial, pero es posible.
—Sólo te lo pregunto porque el nuevo productor de Austen ha estado preguntando por ti. Austen te quiere para su próxima historia.
Ella se encogió de hombros.
—Depende del visionado.
Julia se dio cuenta de que había algo más: Miggison tenía algo en la cabeza. En ese momento, él se puso en pie y le hizo una señal para que cerrara la puerta.
—Permíteme que te haga una pregunta —le dijo.
Ella nunca se había ganado, ni se había querido ganar, el estatus de confidente de Claude Miggison. Y había llegado a despreciar las sorpresas. Pero él podía hacerle daño, si quería, así que obedeció y cerró la puerta detrás de ella.
—Acabo de recibir la peor de las llamadas de mensajería.
La editora sintió una oleada de desdichado déjà vu.
—Lo cierto es que no es asunto mío, Claude.
—Es sólo una pregunta, ¿no puedes dedicarme un segundo, caramba?
Ella se sentó en una silla delante del escritorio.
—He recibido una llamada diciéndome que tienen tres cajas enormes que acaban de recoger del aeropuerto, dirigidas a Austen Trotta.
Julia sintió que emergía el viejo terror.
—¿Has llamado a Austen?
—No, leches, no he llamado a Austen. No es mi trabajo llamar a Austen. Les dije a los de mensajería que no sabía por qué me llamaban a mí. Nadie me ha contado nada acerca de eso.
—Pero ¿y si son cintas, Claude?
Al oír esas palabras, y con un crujido de los huesos de los codos, levantó los antebrazos en formación, tiesos como soldados, uno al lado del otro, y cerró los puños.
—Ese es el tema, Julia, ése es el tema: no son cintas, píllalo. Mensajería me ha dicho que el albarán califica el contenido como «fragmentos arqueológicos». Juntas, las cajas pesan más que todo el puto personal del programa.
Ella sintió los dedos helados otra vez. Eso no había sucedido en meses. Entrelazó los dedos y se los frotó.
—¿Por qué me lo cuentas? Yo no sé nada de eso.
Miggison cruzó los brazos y volvió a su asiento.
—Te lo cuento porque tú fuiste quien hizo sonar la alarma sobre el mal uso de esas cintas hace unos meses.
Julia se puso en pie; no estaba dispuesta a escuchar ni una palabra más. Su terapeuta la había avisado de que ciertos encuentros podían agudizarle el estrés y, por consiguiente, acortarle la vida. Abrió la puerta, despreciando a Miggison por su tendencia a dar malas noticias. Pero no pudo marcharse. Tenía que saberlo.
—¿Qué tienen que ver las cajas con las cintas, Claude? Sólo por curiosidad.
—Rumania.
—¿Qué pasa con Rumania?
Miggison esbozó una mueca, su expresión facial por defecto.
—Eso es lo que estoy intentando decirte. Esas malditas cajas vienen de Rumania, igual que las cintas.
—Llama a la policía ahora mismo. —La inesperada irritación dejó a Miggison boquiabierto—. No permitas que esas cajas entren en este edificio. Te lo digo en serio, Claude.
—Sal de aquí.
—No me digas «sal de aquí». Tú me lo has preguntado, y yo te respondo. Es absolutamente sospechoso. No hay manera de que Austen Trotta sepa nada sobre una tonelada de fragmentos arqueológicos enviados aquí desde Rumania. Llama a la policía ahora mismo. Diles que has recibido un envío sospechoso.
Miggison hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Lo único que sé es que Trotta es un coleccionista de arte, que nadie me ha dicho nada sobre esto, como siempre, y que no voy a hacer algo tan loco como llamar a la policía.
—Es tu cabeza la que peligra, entonces —soltó Julia, en un comentario incendiario.
—¡Y una mierda!
Nadie en La hora tenía una mejor comprensión de los límites exactos de la responsabilidad que Claude Miggison. Conocía, hasta el más mínimo matiz del detalle, lo que se esperaba de él y lo que no, y si alguien traspasaba las líneas, empezaba a dar señales de aviso inmediatamente. Repartía correos electrónicos a todo el mundo y montaba en cólera escupiendo adjetivos.
—A la mierda todo, a lo mejor llamo a Austen.
—Quizá deberías hacerlo.
—Quizá lo haga.
La editora le dejó en un estado de máxima alerta, aporreando el teclado del ordenador con los dedos y la oreja pegada al teléfono.
Hacia las nueve, la planta veinte bullía de vida. Los equipos habían entrado su material en el área de recepción y empezaban a prepararse para una entrevista en la llamada sala universal, donde tenían lugar la gran mayoría de afamados encuentros filmados de La hora, un espacio cuadrado, aséptico e insonorizado que podía ser convertido en una infinita variedad de locales, la mayoría de ellos oficinas, añadiendo sólo unos cuantos fondos y accesorios. Los mejores cámaras convertían en arte el hecho de transformar la sala universal en algo único cada vez. Otros, simplemente, esparcían las mismas lámparas, cuadros, libros y jarrones hasta que la habitación aparecía ante el objetivo de la cámara como una ficción razonablemente creíble.
Sería un error no reconocer los méritos de los equipos de La hora en esos momentos. Soportaban una presión y unas expectativas inhumanas, pero nunca se les permitía mucha libertad creativa. La hora esperaba de sus técnicos que comprendieran con absoluta precisión el estricto dogma del lugar: no se permitían iluminaciones complicadas ni movimientos de cámara; debía haber un encuadre específico para las entrevistas, y una calidad de luz muy especial. Si tuviera que encontrar la palabra exacta, creo que «elegancia» sería la que me vendría a la cabeza. Tenía que haber elegancia sin extravagancia. Bob Rogers despreciaba la extravagancia. Despreciaba los telones de fondo, los movimientos de cámara y la escenografía que llamaban demasiado la atención. Quería que el rostro y la voz del entrevistado existieran en el corazón de cada segmento, y si aparecía el más mínimo juego de manos en uno de sus visionados, se ponía iracundo. Despotricaba contra el productor e insistía en que el equipo que había filmado ese instante ofensivo recibiera un aviso. Nadie cometía el mismo error dos veces, y muy pocos lo cometían una sola vez. Todo el mundo conocía los límites. El adoctrinamiento se encontraba imbuido en las paredes; estaba hasta en la sopa, por decirlo así.
En esa mañana de enero, Bob llegó a la sala universal y sacó la cabeza por la puerta. El miembro de mayor edad del personal, Buddy Gomez, le saludó con un gesto de cabeza.
—Señor Rogers.
—Eh, Buddy. ¿Esto es por la entrevista de Dambles?
—Lo has pillado.
—Fantástico. Estoy impaciente por ver esa pieza.
Gomez le dirigió una sonrisa indulgente. Los dos hombres se conocían desde hacía tres décadas.
—Cuídate.
—Tú también, Bob.
Rogers continuó con sus ademanes enérgicos, Gomez meneó la cabeza. Era un hombre octogenario, y se podía pensar que debía de estar aburrido por todo el asunto: lo estaba. Pero el aburrimiento era el último problema de Gomez. Había empezado a oír cosas, nombres de lugares de Asia en los cuales había filmado, las tumbas, las ejecuciones, un incesante murmullo en el fondo de su cabeza, tan grave que había pensado en volarse la cabeza con una pistola militar robada a un soldado estadounidense tres décadas atrás.
Rogers no hubiera comprendido eso, ni tampoco el aburrimiento. Rogers se había construido una vida en la cual el aburrimiento y el pesar no eran ni remotamente posibles. Se puede decir que el aburrimiento aterrorizaba a Rogers más que la muerte, y si ésta le asustaba, el miedo residía en la perspectiva de una eternidad sin luces, cámara y acción. Ese espíritu era el motor de todas las cosas en el programa. Incluso a su avanzada edad, Rogers se movía a un ritmo que alarmaba y asombraba a los veinteañeros de los pasillos, que, en sus mejores días, no igualaban la ferocidad inherente y generosa del fundador del programa. Rogers hacía que esos hijos del baby boom parecieran octogenarios.
En ese 16 de enero cubierto por la nieve, Bob Rogers entró con paso enérgico en la planta veinte del edificio de la calle Oeste a las siete de la mañana, no mucho más tarde que Claude Miggison. Había caminado ochenta manzanas desde su edificio con portero en el Upper East Side y no mostraba ninguna irritación por el mal tiempo. Por el contrario, parecía revitalizado. Como era habitual en ese tipo de mañanas, le gustaba charlar con el abatido viejo Miggison sobre lo que había llegado, lo que se estaba esperando y lo que no habían recibido aún. Rogers se sentía unido a Miggison. Aunque no podían llamarse amigos, habían sostenido juntos esas paredes, habían visto cómo subían cabezas que luego eran decapitadas y caían en el olvido, habían visto cómo los niveles de audiencia despegaban y se hundían. Los escándalos, los desastres y los juicios por acoso sexual les habían rodeado. Habían conocido a la misma gente, habían estado en los mismos funerales, aunque raramente en las mismas bodas. En resumen, Miggison había estado con Rogers desde el principio y, en consecuencia, sus encuentros, por triviales que fueran, tenían ecos de antiguos recuerdos.
Esos recuerdos no generaban confianza. Durante la conversación de esa mañana, Miggison ocultó su consternación. «Todo va bien, Bob. Todo es fantástico. Justo según el calendario, justo en los tiempos, nada inusual», respondió a cada una de las preguntas mientras sazonaba cada palabra con una condescendencia tolerante. Apreciaba el lazo que Rogers tenía con él, y lo utilizaba confiadamente, pero al mismo tiempo desconfiaba de forma instintiva de ese hombre y sabía que si daba un mal paso, Rogers contemplaría cómo caía en las llamas con un desapego de técnico de laboratorio. Este conocimiento guió su decisión esa mañana. Miggison sabía que si involucraba a Rogers en el asunto de las cajas, si pronunciaba una palabra sobre Rumania o sobre unos fragmentos arqueológicos, la cosa cobraría vida propia y le pillaría de pleno. Sin esperar a conocer ni un solo detalle, Rogers llamaría a Trotta a casa y le gritaría que qué diablos hacía mandando sus propiedades personales a cargo de la compañía. Luego, Trotta llamaría a Miggison y le reprendería por destapar secretos. Era una existencia infernal la que se vivía en esa planta, y Miggison soñaba muchas veces con un barco en un horizonte dorado rumbo a unos cálidos cielos del sur. Igual que Trotta, se consideraba a sí mismo un artista.
Rogers abandonó la oficina de Miggison igual de ignorante.
Otra casta hizo su aparición alrededor de las nueve de la mañana: la más oprimida y a pesar de ello, la más esperanzada e inspiradora, la de los ayudantes de producción, quienes no tienen más poder que su propia resistencia, ambición y entusiasmo. No tenían que llevar el café a los demás, pero sus trabajos ofrecían compensaciones y satisfacciones similares. Llevaban las cintas, iban tras los arreglos de licencias, trabajaban los fines de semana, bajo ningún concepto podían negarse a satisfacer ninguna petición y, a ser posible, debían aceptar sus cargas con ligereza de espíritu y con alegría. La pesadumbre no se valoraba; los productores tenían unas esposas tristes con niños en casa y no necesitaban una actitud hostil por parte de las clases bajas. Y en general, los ayudantes de producción les satisfacían. Si un productor quería cinta en ese mismo minuto, el ayudante de producción debía abandonarlo todo y salir disparado. Si un asociado de producción necesitaba material de investigación de una librería local, el ayudante de producción se afanaba, hiciera sol o lloviera.
Stimson Beevers era la excepción en peligro de extinción. Vio a los productores cuando éstos llegaron al trabajo, alrededor de las diez de la mañana. Tenía conciencia del hecho de que los productores asociados echaban la mierda sobre gente como él, y sabía que estaba siendo explotado y maltratado por tipos que ganaban mucho más dinero y se esforzaban mucho menos. Lo sabía, le enojaba y esperaba. Él había estado en el congreso de Breadloaf y conocía a poetas que tenían libros publicados; después de la universidad, cuando vivía en París, había asistido a la retrospectiva de Robert Aldrich en el norte de Francia con unos intelectuales alemanes que conocían personalmente a Quentin Tarantino; durante los veranos, e incluso en algunas vacaciones de Navidad, no iba a la playa, sus amigos del mundo literario lo llevaban a un lugar en una colonia de escritura, o sus colegas del teatro le conseguían un trabajo en Williamstown; cuando tenía quince años ya conocía personalmente a casi todos los miembros de los Butthole Surfers. Según su criterio —y quién podría decir que estaba equivocado en un asunto tan subjetivo—, él era mil veces más guay que nadie a su alrededor, y se merecía cualquier recompensa que pudiera conseguir.
Durante medio año había estado llegando a la oficina después de Miggison (que siempre estaba husmeando) pero antes que los demás ayudantes de producción, aproximadamente a las ocho de la mañana. Compraba el café en la calle, entraba sigilosamente en la planta, saludaba rápidamente con la cabeza al guarda de seguridad y recorría el trayecto por rutas sinuosas, intentando mantenerse fuera de la vista de Miggison, hasta su cubículo. A las ocho de la mañana, nadie le importunaba con las cintas y podía mantener largas conversaciones con alguien a quien suponía su amiga, Evangeline Harker, que le había informado de que su trabajo había sido, de hecho, una infiltración a largo plazo en la mafia de Europa del Este, un esfuerzo que la conduciría a conseguir una de las más importantes historias del nuevo siglo. Ahora ya estaba hecho, e iba a volver a Nueva York. Él se había creído esa historia; había querido creérsela. Sus intercambios se habían producido en un silencio frenético. Él le había contado todo lo que ella había querido saber, ella le había escrito unas respuestas imperiosas. Él la había invitado a ir a su apartamento, a pesar de que tenía un compañero de piso, ella se había mostrado evasiva. Le había dicho que quería encontrarse con él en la oficina una noche, tarde, para evitar a los demás, para evitar preguntas acerca de su prometido. Le había dicho que las «pruebas» de la historia iban a llegar antes, por avión, y que él debía encargarse de ellas. Él le había dicho que de acuerdo. Tenía la voz en la cabeza, murmurando, y quería que ésta le llegara más hondo, hasta el corazón y las tripas. La había invitado a ir a verle tarde, por la noche, en la oficina, y allí le daría todo lo que ella deseara.
Es imposible decir en qué momento los ritmos en La hora pasan de ser ligeramente somnolientos a ser implacables. Ese momento de cambio químico es escurridizo, pero es inconfundible. Hacia las diez, casi todas las mañanas, los trabajadores han llegado, los editores han encendido los ordenadores, los productores han hojeado los periódicos y han tomado café y todos excepto uno de los corresponsales (que es el ave nocturna) o bien están fuera con una historia o han llegado para emprender la jornada. La plantilla de ejecutivos, los delegados de Bob, se filtran hasta sus oficinas para prepararse para los visionados. El primero de ellos empieza entre las diez y las once y, a partir de ese momento, otra atmósfera impera en el edificio. Los productores esperan a saber cómo lo han hecho sus colegas, preparados con unas frases de conmiseración; algunos se alegran si las noticias son malas, otros se sienten verdaderamente anonadados ante otra historia de destrucción que pronto les ocurrirá a ellos. La malevolencia sopla por los pasillos. Las páginas de los periódicos revolotean y susurran mientras todo el mundo pasta como un rebaño en busca de la siguiente historia en el trabajo impreso de otros. Se gritan obscenidades, se oye una voz de hombre, algunos levantan la mirada. Uno de los productores más histriónicos le está gritando a alguien que se encuentra al otro extremo del hilo telefónico: «¿Eres un niño? ¿O eres un pederasta? ¡No me creo ni una mierda de esto! ¡No me creo una mierda! ¿Ya hemos mandado al equipo y ahora cambias de idea? ¡Si eres un pederasta, me encargaré personalmente de que te echen de todas las ciudades de este país! ¿Estás seguro de que quieres cagarla conmigo?». Este tipo de situaciones no eran infrecuentes.
El primer visionado de la mañana corresponde nada menos que a Austen Trotta, quien, según la opinión de este humilde ex productor, es una de las personas con mayor talento que han trabajado nunca en la televisión de Estados Unidos, un maestro en el arte de los informativos. La estrella de Austen vuelve a estar en alza después del visionado y la emisión de una historia ampliamente aclamada, un «clásico» acerca de un condenado a muerte en Texas, conocido músico folk uigur acusado por China de terrorismo y condenado en Estados Unidos por el asesinato de dos personas en un intento fallido de robo a un banco. Un nuevo productor ha reemplazado al antiguo, y un nuevo productor asociado ha sustituido a Evangeline Harker. El pasado se aleja. Los problemas de espalda de Trotta mejoran.
En la sala de visionado, Bob Rogers recibe una copia del guión y lee la mitad antes de que se apaguen las luces. Es una historia acerca de un bailarín de striptease cristiano evangélico. Austen Trotta echa humo y cuando las luces se encienden y Rogers sugiere un minúsculo cambio, Trotta explota.
—¡Joder, Bob! ¡Ni siquiera has mirado la pieza!
Se trata de un viejo melodrama. Yo mismo lo presencié hace años. Rogers pelea un poco más por una cuestión de principios, Trotta espera a que esa formalidad termine. El corazón le rebosa de alegría; esta vez lo ha conseguido: la pieza se emitirá y conseguirá sus índices de audiencia. La indignación de Trotta remite y Rogers anuncia la buena noticia:
—Os lo tengo que decir. No creía que esta maldita cosa pudiera llegar a emitirse, pero, chicos, habéis hecho un trabajo fantástico. ¿Quién sabe? ¡A lo mejor Jesús ama a los bailarines de striptease!
Se siente un gran alivio. A la hora de comer, Trotta se toma una platija a la salsa de uvas en un restaurante local mientras cuenta historias divertidas sobre cómo sobrevivió a la cruzada de los antros de perdición, como lo llama él.
A pesar del tiempo, se realizan entrevistas en la sala universal con una persona que denuncia al Departamento de Salud y de Servicios, con tres pacientes de cáncer que han demandado a una cadena de hospitales con un solo abogado. Los equipos montan y desmontan, cambian luces, observan los rostros, miden los silencios. El tono de la habitación sube hasta lo requerido por los técnicos. Por los pasillos, los ayudantes de producción corren y se agachan; en sus manos, las cintas circulan como la sangre por toda la empresa. Los editores pulsan botones, borran, cortan, vuelven a cortar, una cacofonía laboral que asciende con un ruido estrambótico desde los oscuros pasillos traseros, los pitidos, exclamaciones, silbidos y sobresaltos se elevan en el aire cuando la voz humana es descompuesta por las máquinas, voces de una conversación entre dos personas que se transforman en una serie de fragmentos mutilados que se mezclan, se baten y se saltean hasta que la tensión estalla y el significado se fríe. No es una cuestión de falsificar los significados, es la habilidad de falsificar los mismos fragmentos para que el tedio de la interacción del Homo sapiens se disuelva gracias a un firme masaje y se vuelva tenso como el abdomen de un atleta. Es una cuestión de belleza, y la mayoría de fans de La hora no tiene ni idea. Los hum, los ah y las repeticiones desaparecen y nos convertimos en quienes deseamos ser. Perdemos nuestra torpeza y nos volvemos resueltos. Aniquilamos a nuestro antepasado el mono.
Pero la nieve continúa cayendo, y los trabajadores que viajan desde New Jersey, Connecticut y Westchester miran al cielo. Sus familias les esperan en casa, aplicadas. Productor, editor, corresponsal, ayudante: todos quieren irse. Ha pasado la hora de comer, pero todavía quedan dos visionados más, y otra entrevista, y tres cajas procedentes de Rumania que todavía tienen que ser entregadas desde el otro lado de la calle. Las tormentas vuelven a la gente un poco atolondrada, pero en el ambiente se respira más ansiedad de la habitual. Uno de los desgraciados editores, Remschneider, ha empezado a decir a sus vecinos que algo malo se avecina. No es una broma, dice, pensando en sus propias pesadillas. Julia Barnes lo oye y decide escapar de la oficina antes de que el hombre reviente. Ha oído rumores acerca de un cuarto editor que ha caído enfermo de esa mortificante enfermedad. Está en el ascensor pulsando un botón cuando se da el primer apagón en la ciudad. Una estación repetidora de Canadá sufre un cortocircuito, los ordenadores de la planta veinte mueren y por los pasillos corre un estremecimiento de terror, como si un invitado largamente esperado hubiera llegado por fin.
LIBRO 7El envío
Treinta y dosE.: Uau, qué miedo. Justo en medio de nuestra conversación el disco duro se colapso, o eso creí. Luego oí correr a alguien y me di cuenta de que las luces se habían apagado. El silencio era profundo. Todos esos recuerdos volvieron a mí, ya sabes a qué me refiero, a ese horrible día de septiembre. Yo estaba en un estado de pánico, pero tú me llevaste de puerta en puerta, arrancando a todo el mundo que conocías de teléfonos, pantallas de ordenador, monitores de vídeo. Diste órdenes, trasladaste a la gente a las escaleras, recogiste a Ian, recogiste a Julia, me recogiste a mí. Nos llevaste hasta las salidas de emergencia. Fue impresionante. Hasta que estuvimos fuera no pareciste darte cuenta de la naturaleza de la situación; hasta entonces no te cubriste el rostro con las manos, y fue cuando tuvimos que correr, ¿te acuerdas? Bueno, ahora tú y Ian os habéis ¡do, y cuando se apagaron las luces, ese momento me vino a la cabeza de repente. Fue como viajar en el tiempo. Pero fue solamente un apagón, gracias a dios. Muy rápidamente, los pasillos se enfriaron. Los jefes del edificio tienen tendencia a poner la calefacción al mínimo para ahorrar dinero, así que la temperatura bajó en picado. Se veía caer la nieve detrás de las ventanas, como una antigua pantalla en blanco, y escondía el Hudson. Las luces se apagaron en todas partes y tu voz, tus palabras, también lo hicieron.
«Vamos, Stimson.»
Alguien me vio. Yo me quedé un rato más mirando la pantalla. «Deja que se marchen —pensé—. Deja que disuelvan como fantasmas en la anarquía general.» Yo no quería dejarte. Acababas de darme los últimos detalles de tus cajas con las pruebas. Antes de salir corriendo, cosa que hice —perdóname—, cogí el teléfono, que todavía funcionaba, y llamé a mensajería para averiguar los detalles del envío. Sabía que debía tener una respuesta para ti. Si te digo la verdad, dada tu nueva confianza en mí, temía decepcionarte. Pero no había nada que hacer. Salí.
En cualquier caso, el resultado final de este denso mensaje es el siguiente. El terror del momento me aclaró un poco la cabeza y tengo unas cuantas preguntas sobre el envío. Tengo un montón de preguntas, de hecho, y no puedo creer que no te las haya hecho antes. Así que hazme saber que estás bien, que todavía estás conmigo y que podemos hablar. Tuyo, el Super Stim.
Stimson, siento enterarme de tu miedo durante el apagón. Ese día horrible permanece en todos nosotros. Nos persigue, nos impulsa. No te dé vergüenza decirlo. Yo, por mi parte, no creo que demos la importancia suficiente a ese día, no creo que tengamos lo bastante en cuenta a los muertos. Creo que nos hemos vuelto insensibles a su inmenso poder. Pronto llegará el día, espero, en que pueda darte valor en la oscuridad y susurrarte al oído para consolarte y calmarte en tus terrores nocturnos. Estás realizando un trabajo fantástico, por supuesto, y lo hemos hablado todo, y estás lleno de expectativas, igual que lo estoy yo, pero debes esperar unas cuantas horas más y hacer unas cuantas cosas más por mí, y entonces todo estará en su sitio y yo responderé a todas las preguntas que tengas. Pero tengo que ser honesta contigo en una cosa; por la forma en que me has escrito tu último mensaje, tengo la sensación de que ha habido un malentendido. Me has hecho promesas importantes y, como seguramente recuerdas, soy una mujer que espera que las promesas sean cumplidas, especialmente ahora. Yo responderé a tus preguntas, pero esas preguntas no deben impedir que cumplas tus obligaciones. ¿Hemos llegado a un buen entendimiento? E.
E: Tienes que comprenderlo. Estoy solo ante estas preguntas. Todos los demás creen que has muerto. Todos los demás te ponen en el mismo lugar que a Ian. Han seguido adelante, y las aguas se han cerrado sobre ti. ¿Por qué he sido yo la excepción?, ¿qué he hecho para merecer esta gracia? ¿De verdad es necesario que te encubras tanto?, ¿es posible que una historia merezca un sacrificio tal? Me hago estas preguntas a mí mismo, pero tu evidente convicción es suficiente. Estoy convencido. Y a pesar de ello, la duda me corroe. Las cosas han cambiado desde que te fuiste. Este lugar siempre ha sido un maldito campo del horror, un festín lovecraftiano de monstruosidades y, de alguna forma, está empeorando. Esos editores todavía están enfermos, por ejemplo, aquellos de quienes te he hablado, y nadie, ningún médico, parece capaz de diagnosticar sus enfermedades. ¿Quieres saber una cosa todavía más inquietante? Remschneider suele venir y se me queda mirando minutos enteros, y me parece que oigo su voz en mi cabeza, y juraría que él lo sabe, E., lo sabe y está esperando a que yo pronuncie en voz alta las palabras que tengo en la cabeza. Remschneider me mira desde esas cuencas hundidas —lo digo en serio, el tipo tiene un aspecto horrible— y me sale con incongruencias sobre la atrocidad. Treblinka, Lubyanka, Robben Island, Wounded Knee, Bad Axe, Meca, Medina, Masada, ni siquiera son oraciones enteras, solamente nombres o frases. Es como esa canción en que Johnny Cash canta nombres de ciudades, «He estado en Reno, Chicago», cómo se llama, He estado en todas partes. Lo que todavía resulta más extraño e insoportable es que cuando Remschneider está a punto de decir algo, me parece que sé lo que va a decir, es como si yo tuviera el mismo pensamiento en la cabeza esperando a ser articulado pero todavía no lo suficiente maduro para que mis labios puedan pronunciarlo. Como el otro día, esa frase que me vino a la cabeza, una cadena de sílabas, como «Ore-Ida-Door-Sewer-Gland». Hubiera podido ser una sandez, pero no me lo parecía. Entonces levanté la vista y casi me caigo de la silla del sobresalto. Ahí estaba Remschneider, en las sombras, con su larga barba de loco y los ojos encendidos, y su sucia boca pronunció esas mismas sílabas: «Ore-Ida-Dur-Sir-Glan». Parecía un zombi. Se fue arrastrando los pies y yo intenté encontrar las palabras en el Google escribiéndolas fonéticamente. El buscador me auspició. ¿Qué quiere decir «Oreida Dorselan»? Al cabo de un rato lo conseguí. Oradour-sur-Glane, segunda guerra mundial, un pueblo francés que los alemanes bombardearon en represalia. Otra atrocidad.
Hay una cosa más, una cosa muy triste e inquietante, aunque para ti no es una preocupación real. Cuando volvimos a la oficina después del apagón, ayer, todos estábamos conmocionados. Uno de los editores, Clete Varney, un hombre mayor que no se había puesto enfermo jamás, fue encontrado muerto en su oficina; una escena horrorosa. Se había cortado las venas, pero no había abandonado la silla. Se encontraba de cara a la pantalla del ordenador cuando Julia Barnes le encontró. Yo saqué la cabeza antes de que los polis llegaran. Alguien había girado la silla. Los ojos de Varney estaban completamente abiertos, y había sangre por todas partes. Pensé en Remschneider, la oficina de Remschneider es la de al lado. Tenía la puerta cerrada.
De todas maneras, espero que no tengas ninguna duda. Soy tuyo. Me has dado un objetivo. ¿Sabes que he perdido el interés en las películas? Ahora solamente pienso en ti. Nuestro proyecto se ha convertido en la única película, y yo soy el único espectador, esperando en la oscuridad de la sala a que la pantalla se ilumine. ¿Hemos llegado a un buen acuerdo, tal y como has dicho tú, tan extrañamente? Tu buen soldado, el Super Stim.
Stimson, estoy un poco inquieta por si alguien que no conoce mi misión pudiera estar leyendo nuestros correos electrónicos. ¿Estás absolutamente seguro de que esto es privado?
E., nada es absoluto, pero he camuflado tu pista muy bien. He enviado tus correos electrónicos a mi cuenta de correo personal y luego me la he reenviado, para que parezca que me estoy enviando correo electrónico a mí mismo de un lugar a otro. Si alguien pregunta, que no lo harán, simplemente diré que estoy mandando documentos y archivos de vídeo a casa por motivos de trabajo. ¿Te parece bien?
Stimson, c'est par fait. ¿Más favores antes de que nos encontremos? En primer lugar, háblame de la situación de mis pruebas, por favor. Me tranquilizaría saber que esas pertenencias están seguras.
E., quería decírtelo. He traído tus «pertenencias» desde el otro lado de la calle sin hacer ningún alboroto, tal y como sé que lo hubieras querido. Quizá no ha sido la mejor de las ideas el mandarlo a nombre de Austen Trotta —eso ha llamado la atención— pero lo hecho, hecho está, y él no tiene ni idea de que le han enviado esas tres cajas. Miggison sospecha un poco pero ¿a quién le importa? No es nadie. No quiero ser poco modesto, pero ha sido una hábil hazaña. La mañana del apagón oí que Claude Miggison se quejaba a Bob Rogers acerca de una terrible llamada desde mensajería relacionada con Austen Trotta, y como sabía de qué se trataba, me interpuse lo antes posible, antes de que Miggison pudiera contactar con Austen y liar las cosas. Puedes imaginarte la cobardía de alivio que mostró su rostro. Siempre he dicho que Miggison era un silenciador humano, pero su amo siempre lo ha tenido en el bolsillo, y si es posible, debería quedarse ahí. Le dije que sabía lo del envío y que yo me encargaría de ello. El hombre se sintió agradecido. El día después del apagón, llamé a mensajería y les chillé y les grité como si yo fuera uno de los matones, y ellos me aseguraron que todo estaba bien, que el envío era muy grande y que querían saber cuándo y dónde debían depositar las cajas. Incluso ofrecieron mandarlas a casa de Austen, cosa que impedí, gracias a dios; me aproveché del sobrecogimiento que sentían ante el tamaño del volumen y dejé claro que era demasiado grande para ser subido a la planta veinte en horas de trabajo. No te rías, pero sugerí que esas cajas tenían que llegar tarde, por la noche, bajo mi supervisión, para que los delicados ritmos de la oficina no se vieran alterados, y los de transporte picaron. Las cajas eran demasiado grandes para utilizar el ascensor normal así que, alrededor de medianoche, tres chicos fornidos del centro de la cadena las subieron a la planta veinte por el montacargas. Me dieron pena. Se les hincharon los ojos a causa del esfuerzo y de los nervios. Estaban asustados. Uno de ellos juraba haber oído que algo se movía dentro de las cajas. Me preguntó si Austen coleccionaba pájaros u otros animales, y tuve que esforzarme en desviar su atención diciéndole que esas cajas en realidad no pertenecían a Trotta, sino que pertenecían al programa y que estaban destinadas a un episodio relacionado con las actividades en África de un gobierno europeo, unas actividades secretas; en consecuencia, el contenido de esas cajas estaba restringido a unas cuantas personas. Esos chicos no son neurocirujanos, así que no me fue muy difícil convencerles, y además deseaban marcharse de la planta lo antes posible —resulta que, entre las filas de la emisora, existe una superstición sobre nuestro lugar de trabajo—. Transportaron las cajas sobre unas grúas hasta el único lugar de la planta donde podían pasar desapercibidas, una especie de zona muerta entre las suites de los productores y la zona de edición, ese pasillo trasero mal iluminado. ¿Sabes dónde quiero decir? En el callejón del magreo, como lo llaman los veteranos. Allí están tus cajas. El pasillo es ancho, y no hay nada más. Creo que lo llamaban «el callejón del magreo» porque en los pícaros viejos tiempos los corresponsales se aprovechaban de la mala iluminación y de su ubicación aislada para abordar a sus ayudantes femeninas, pero el cuerpo legal ha conseguido que esas tradiciones sean obsoletas, así que no tiene que haber ningún problema. Tus «pertenencias» están seguras. Y ahora, ¿puedo preguntarte, en calidad de devoto y completamente fiable asistente, de esclavo que se dirige a su ama, de qué estamos hablando exactamente? Si te soy sincero, cuando los chicos de mensajería salieron corriendo, acerqué el oído a una de las cajas y, no estoy del todo seguro, pero me pareció oír algo, como si algo rascara o royera. ¿Es posible que hayan entrado ratas en las cajas?
Stimson, es el momento de encontrarnos. Estoy aquí, en la ciudad. Basta de correos electrónicos. ¿Qué te parece?
E., ¡estoy radiante de alegría!
Stimson, lo siento, pero tengo una última petición, la más difícil y dolorosa de todas. Después de ello, podremos empezar a trabajar de verdad para nuestro proyecto, pero esta última cosa debe ser eliminada de la lista.
E., dime cuál es.
Stimson, invita a mi contrayente a que vaya a la planta veinte.
E., ¿estás hablando de Robert, tu prometido?
Sí.
E., ¿Puedo preguntarte por qué?
Stimson, debo ver a Robert. Es posible que esto te duela, y por ello te pido disculpas. Nunca he mantenido en secreto que la nuestra es una relación de trabajo solamente. De todas formas, si me lo traes a mí, te sentirás felizmente sorprendido del resultado.
E., con todos los respetos, pero ¿no puedes llevar este asunto particular tú misma? Si no te molesta que te lo diga, me parece una violación de esta «relación de trabajo» el hecho de que me hagas contactar con el otro hombre de tu vida.
Stimson, conozco a ese hombre. Requiere que se le maneje de forma especial en circunstancias muy variadas. Debes pedirle que venga a verte a la planta veinte más o menos a la misma hora a la que has acordado la entrega de las cajas. Considera a Robert como la última entrega. Llévale al pasillo trasero, y yo estaré esperando para comunicarle las noticias sobre nuestro futuro. Te estoy pidiendo esto con una absoluta consciencia de mi debilidad. Soy una mujer y no puedo soportar la tensión de hacer esto sola. Necesito tu ayuda, Stimson. ¿Lo comprendes? Antes de que nosotros podamos continuar codo con codo, este asunto debe finalizar.
Pero, Evangeline, ¿qué voy a decirle? Me siento muy incómodo.
E., ¿dónde estás? Por favor, no dejes de hablar conmigo. Por favor no te me lleves tu voz. Ha sido un día duro, y la nada me ha llenado la mente, un vacío me arrastra. Es como si hubiera perdido la memoria, los sentidos, el deseo. Los productores me ordenan a gritos que vaya a buscar sus cintas, pero no sé a qué se refieren. ¿Qué son sus cintas? Me quedo inmóvil ante esta pantalla. Oigo los sonidos del pasillo trasero. Haré todo lo que quieras.
Stimson, he corrido riesgos innombrables. ¿Sabes lo que es entrar en este país sin alertar a mi familia de mi regreso? ¿Tienes idea de qué insondables rutas he tenido que recorrer? Estoy preparada para abrirme a ti, para compartir los frutos de mi labor, y a pesar de ello me niegas la oportunidad de finalizar la última de mis obligaciones. ¿Por qué debería ofrecerte mis favores? Hay otros hombres jóvenes que se sentirían felices de soportar mi carga.
E., no funciona. Le llamé al trabajo y le dio un ataque. Me amenazó con emplear la violencia y dijo que llamaría al FBI. Estoy muerto de miedo. Tuve que contarle una mentira enorme porque si no, no hubiera podido cumplir una petición tan descabellada; tuve que decirle que iba a conocer a alguien que sabía algo de ti, que era posible que estuvieras viva. Le dije que el informante vino por canales muy discretos relacionados con unos antiguos contactos con el espionaje comunista; unas redes muertas de los antiguos países del Bloque del Este. Sonaba totalmente falso, pero está desesperado, gracias a dios. Y es un repostero. Me siento muy mal. No lo comprendo, esto será una gran conmoción para él. Pero ya entiendo que tú tienes tus formas de proceder. Hemos quedado esta noche a las dos, después de la entrega de las cajas porque Menard, el guarda de seguridad, no hace un descanso hasta esa hora. Yo también estaré allí. ¿Estás segura de esto? ¿Es ésta la forma adecuada? ¿Es esto lo correcto?
Stimson, tranquilízate. Vete al cine. Nos vemos esta noche.
E., ¡mierda!, noticias extrañas y alarmantes. ¿Puedes aclarármelas? ¡No te lo pediría si no fueran tan extraordinarias! Existe el rumor, que acabo de conocer por Julia Barnes, y que lo supo directamente por Austen Trotta, de que te han encontrado, de que estás viva, de que te estás recuperando de algún trauma desconocido en un monasterio al norte de Rumania. Ella tenía dudas al respecto, se sentía un tanto aturdida ante esa posibilidad. Todo este asunto ha salido muy caro. Yo sonreí, por supuesto, porque sabía que no podía ser verdad, sabía que debía de tratarse de otra persona. Y cuando Julia me dijo: «Jesús, Stim, se te ve muy mal», me di cuenta de que debía de estar gastándome una broma, que intentaba hacerme sentir como un pobre infeliz. Entonces le di la espalda, un exquisito momento de victoria. Y a pesar de ello, debo preguntarte: ¿es posible? ¿De verdad vas a venir a verme esta noche? No serías tan perversa, ¿verdad? No me mentirías sobre algo así, no me mentirías en nada. ¿Lo harías, Evangeline?
LIBRO 8La resurrección y la vida
Treinta y tres1 de febrero.
Diario terapéutico
Desde Rumania ha llegado el rumor de que han encontrado a una chica. No es un rumor corroborado, pero es algo más que una habladuría. Estoy hecho una ruina, he vuelto a fumar, he vuelto a beber una botella de vino diaria. Si lo que dicen es cierto, no quiero pensar en cómo debe de encontrarse. Va a hacer de mí un judío practicante. Volaría hasta Bucarest esta noche si no fuera por el draconiano mandato de su padre. Al comunicar la noticia por correo electrónico, insistió en la orden de que nadie de La hora tenía que involucrarse, y declaró de forma contundente que su hija nunca volvería a trabajar para el programa. Me pregunto qué pensará ella del tema.
Si el rumor es cierto, yo debería ir, a pesar de su padre. ¿O debería quedarme? ¿Querrá verme? Con tal de sacarme de encima este peso, daría cualquier cosa, haría cualquier cosa. Pero desprecio esa loca esperanza; las falsas expectativas nunca acaban bien, suelen ser una especie de suicidio de la mente. No debería pensar esto. La necesidad de un rescate me acobarda. Un funcionario del gobierno rumano, que hace meses que se encuentra trabajando en el caso, ha informado al viejo Harker de que han encontrado a una mujer que concuerda someramente con la descripción de Evangeline en una clínica anexa a un monasterio en la región de Bucovina, al norte del país, uno de esos famosos monasterios pintados, según nos dice él; al parecer, ella no puede recordar gran cosa de sí misma, no tiene ninguna identificación y no desea abandonar el lugar bajo ninguna circunstancia. Es cualquier cosa menos una certeza, y si estas otras noticias, esta terrible coincidencia, no se hubieran dado, yo tendría una mayor serenidad, pero no es así como va a ser la vida para mí. No existirá la posibilidad de descansar en el glorioso otoño del retiro. Existirá una subida hasta la cresta del volcán y, luego, una larga caída. Empédocles en la emisora.
Recibí una llamada de Rogers preguntándome si sabía algo acerca de unas cajas que había en el pasillo trasero y que estaban dirigidas a mí. Le dije que no, y empezó a especular acerca de un complot. Afirmaba que las cajas habían sido colocadas allí por la emisora, y que de hecho eran aparatos de audio que estaban conectados con la planta entera. Pero se negó a hacer que las sacaran de allí porque, según dijo, no iba a destinar ni un penique de su presupuesto a un equipo enemigo, ni siquiera para hacer que lo desmonten. Ha indicado a la cadena que tiene conocimiento de ello y además, añade, como si tuviera una importancia secundaria, que también sabe del complot que existe para matar al prometido en la planta veinte, el prometido de Evangeline, que ha intentado suicidarse cortándose las venas en dos macabros intentos en una semana. Gracias a dios, no tuvo éxito. Menard Griffiths le encontró aquí, en la planta veinte, en la antigua oficina de Evangeline, y había perdido tanta sangre que estaba casi muerto. Rogers dice que es otro elemento de la campaña de la emisora, aunque está de acuerdo en que es uno muy extremo.
Francamente, me he quedado sin palabras ante estas noticias. Además, soy extremadamente aprensivo; en Vietnam me mantuve alejado de los hospitales militares. Pero tengo que volver a ello. Tengo que ver a este chico, como expiación. Debo hacerlo. Casi desearía que la mujer de Rumania fuera la doble de Evangeline, porque, si fuera ella, ¿cómo diablos va a manejar esta evolución de las cosas? ¿Quién la va a consolar? Si le queda la más mínima inteligencia, se culpará a sí misma.
¿Qué ha sido lo que ha poseído a este chico para que quisiera quitarse la vida precisamente en este momento de respiro? Y ¿por qué aquí? Es muy molesto, y es tan extraño que resulta sospechoso. Pero soy un ser humano viejo, cansado y atormentado por la rabia, lleno de sospecha e indignación. Nada de este mundo me da luz ya. La oscuridad cae como una lluvia.
3 de febrero
Prince vino a molestarme. Quería información. Es un adulador torpe en persona, igual que lo es en pantalla, pero yo tengo la ventaja de que no he estado nunca sometido a una investigación federal, ni tampoco me he sentido nunca impresionado por su celebridad. A pesar de ello, consiguió provocarme.
Fingió iniciar el turno de preguntas, como si hubiéramos estado manteniendo una conversación, cosa que no habíamos hecho.
—Lo que no me has dicho es que la han encontrado. ¿Correcto?
—Te encuentras en medio de un diálogo, por lo que veo. ¿Puedo añadirme?
Cruzó las manos sobre su pecho, hizo una mueca y se acercó más a mí.
—La han encontrado, ¿verdad?
—¿A quién?
—Lo sabes muy bien.
—¿A Amelia Earhart?
[2]Bufó con aire petulante.
—Vete a la mierda, capullo marchito y canceroso.
Me reí de él, pero no se marchó.
A menudo, la gente me pregunta si Edward Prince me cae bien y siempre respondo que ésa no es la cuestión: deberían preguntar si Edward Prince le cae bien a alguien en cualquier lugar del mundo. Él es el rostro de nuestra emisora para millones de personas, no hay duda, y a pesar de ello es un ser disparatado. ¿Por qué la gente no lo comprende? No aparece ante las cámaras con mayor frecuencia que cualquiera de nosotros, pero su rostro se ha vuelto imborrable a base de atraer la atención de maneras que yo nunca podría aprobar; a base de exhibir sus traumas personales y sus fracasos ante la audiencia. Ese hombre se muestra repugnantemente cándido, pero su candor sólo aparece ante la cámara. Resulta difícil imaginarle confesándose ante su espejo, o ante un cura. Eso no tiene ningún incentivo. Su dios está allí fuera, al otro lado de la pantalla, y necesita alimento. ¿Me cae bien? El hecho de haberle mirado a la cara hace unos minutos, una cara más avejentada que la mía, aunque mucho más estudiada y cuidada, hace que sea fácil ofrecer la esperada respuesta. Desde luego que no.
Después de su divertido aprieto, redobló sus esfuerzos.
—Me refiero a Evangeline Harker. ¿La han encontrado?
Decírselo a Prince es como contárselo al mundo entero; así de simple. Ese hombre no tiene la mínima vida interior necesaria para vencer la tentación de hacer pública cualquier cosa. Me enfrenté a él.
—Levantarás la liebre, Ed.
Adoptó una expresión dolida y jubilosa a la vez porque sabía que eso era un precedente a la rendición:
—Nunca.
Si se lo decía a Prince, la historia acabaría en la portada del Post de la mañana. Por la tarde, todo el mundo de la televisión lo sabría. Y si Evangeline no aparecía, este maldito asunto habría vuelto a cobrar vida justo cuando habíamos llegado a unas aguas tranquilas, justo cuando parecía que la gente había empezado a olvidarlo. Y eso sin tener en cuenta el asunto del prometido, a quien Prince, por alguna razón, había pasado por alto.
Adoptó una actitud taimada y triunfante: se inclinó sobre mi escritorio con un gesto que tenía una cualidad lasciva.
—Cuéntame lo que sabes y yo también te contaré algo importante.
Había triunfado: mi debilidad se postró ante él, como siempre. Él se enteraba de todos los rumores; siempre lo había hecho. Contra lo que me quedaba de sentido común, se lo conté todo. Sonrió de oreja a oreja y yo tuve esa extraña sensación que era frecuente en mis intercambios con él: los pensamientos de ese hombre habían recorrido unos caminos muy distintos y mucho más limitados de lo que yo había imaginado. Le brillaron los ojos como pompas de jabón.
—Mi secreto es mayor —ronroneó.
Eso era lo que siempre me había resultado simpático, aunque sin gustarme, de Edward Prince. Ese hombre es ingenuo como un niño en lo que se refiere a sus miedos y esperanzas. No es un tipo astuto, como tantos en nuestro campo, y su ensimismamiento puede resultar tan encantador como el de un niño interesado por primera vez en su propia sombra. Esa chica le importaba un pimiento, solamente quería estar enterado: no era frialdad ni indiferencia. Prince se sentía como si estuviera sentado al lado de la única fuente de luz, en medio de una gran oscuridad, y abandonar ese pequeño fuego no sería solamente un acto gratuito, sería fatal.
—Escucharé tu secreto —le dije—, pero sólo con una condición.
—Dime cuál.
—No vas a pronunciar ni una palabra sobre el asunto Harker hasta que recibamos la confirmación. Si esto se sabe, y la historia es falsa, ya sabes qué sucederá.
Me dirigió una mirada de seriedad moral:
—Se nos irá todo al carajo.
—Nos entendemos. ¿Cuál es tu enorme secreto? Espero que no sea un perfil de Cloris Leachman
[3].
—Qué más quisieras. —Su falsa gravedad estalló en una briosa artimaña—. Querido amigo, he descargado al padrino de Europa del Este.
En la vida no sucede a menudo que la verdad estalle en la mente con la fuerza de un amanecer. Habitualmente, si es que puedo afirmar haber tenido alguna comprensión de algo, suele ser como tomarse una píldora al final de una larga noche en vela, como quedar bajo el efecto de una droga que me dejara sin sentido. Tengo unas costumbres demasiado arraigadas, unas opiniones demasiado arraigadas, mi carácter es así desde la infancia, cuando mi madre, antes de que me fuera al colegio, me decía que pasara un buen día y yo le replicaba que ella no tenía ni idea de qué día iba a pasar. Pero en ese momento lo vi: el enorme armazón de un plan, y me dejó absolutamente aterrorizado.
—¿Qué has dicho?
—Ya me has oído. El padrino de Europa del Este. Eso es a lo que llamamos la historia.
En ese mismo instante supe que Evangeline Harker había sobrevivido. La encontraríamos con vida. Y, según su estado de salud, que debía de ser nefasto, al final volvería a su oficina y descubriría que el motivo inicial de su viaje había sido entrevistado por la personalidad más respetada del periodismo televisivo. ¿Qué significaba eso? Seguramente la sangre dejó de llegarme a la cabeza.
—¿Estás celoso, viejo judío?
—¿Está aquí ese hombre?—tartamudeé.
—¿Quién?
—El de tu entrevista.
Prince se sentó en el sofá y apoyó el codo en un montón de absurdos periódicos del otro lado del Atlántico.
—Sé lo que estás pensando, Trotta, y ya puedes olvidarlo. Él no tiene nada que ver con tu lío, y puedo demostrarlo. No hay manera de que me hagas descarrilar, por mucho que lo desees.
No había tiempo para una desagradable competición entre dos don nadies.
—¿Cuál es su apellido, Ed?¿No será Torgu?
Prince realizó un gesto concesivo con la cabeza.
—Contactó conmigo personalmente... —Hizo una pausa y se quedó mirando las manchas de nicotina de la alfombra—. A través de un intermediario.
—¿Qué intermediario?
Prince se encogió de hombros.
—¿Necesitas saberlo?
—Vale, vale. ¿Cómo llegó hasta ti ese intermediario?
En ese momento Prince se plantó. Sabía que eso no conducía a nada bueno. Sabía que todo eso olía a podrido, pero no le importaba. Hacía muchos años que su dios le había devorado el corazón.
—Respóndeme, por favor —le pedí.
—Era un contacto personal. Alguien de la oficina que tiene conexiones con el antiguo bloque soviético. —Levantó la barbilla en un gesto de desafío—. Y debo añadir que el contexto de mi discusión con ese caballero fue la decepción. Una grave decepción.
—¿Qué diablos quiere decir eso?
—Te lo voy a decir: tu chica no se presentó nunca. Él estuvo esperando a que llegara un productor de La hora en el momento acordado y se le ofendió, la verdad sea dicha.
—Mierda, Prince, ¿no te parece mínimamente sospechoso todo esto? ¿El momento en que sucede? ¿Las circunstancias? Venga ya, eres un periodista, o lo eras. ¿No te parece más que extraño que el presunto padrino de Europa del Este se presente aquí y se ofrezca a realizar una entrevista meses después de que desapareciera la chica a quien mandamos para que iniciara los contactos previos? ¿No te parece plausible que puedas ser víctima de un engaño llevado a cabo por alguien que conoce lo suficiente nuestra situación como para hacerte quedar como un imbécil?
Prince me miró largamente con expresión de pesar. Lo había pillado. Me supo mal por él, pero tenía que hacerlo.
—Por dios. ¿A cuántos padrinos del hampa conoces que se ofrezcan a realizar entrevistas? Si no me falla la memoria, eso sólo sucede tras unos barrotes de prisión.
Prince superó ese momento de duda y se puso en pie.
—He conocido a ese hombre. Es el verdadero. Es real. —Chasqueó los dedos—. Más real que tú.
Esa confesión me hizo sentir un escalofrío.
—Le has conocido.
—Sí.
—¿Dónde?
—Aquí.
—¿Ha estado en las oficinas?¿Y no has alertado a nadie?
Prince negó con la cabeza.
—Pero ¿estás desvariando? ¿Alertar a quién? ¿A Menard Griffiths? ¿Hay alguien más? Tengo una historia tremenda, Austen, y te doy por avisado.
—¿Cuándo se produjo el encuentro?
Prince se puso las manos en los bolsillos.
—Tarde.
—Eres un fanfarrón idiota... ¡Él debe de saber algo de Evangeline!
Prince se dirigió hacia la puerta con paso decidido.
—Por supuesto, me echas toda la mierda encima. Lo has hecho durante treinta años, ¿por qué ibas a dejar de hacerlo ahora? Pero, mi querido Trotta, deberías saber que nuestro hombre ha sido investigado y ha pasado la prueba. Tiene petróleo, armas, opio y prostitución. Y si estás interesado en cuáles serán sus futuras actividades, predigo que irá a prisión como consecuencia inmediata de la entrevista. Lo desea. Es el lugar más seguro para él.
Estas noticias no me aplacaron en absoluto. Pero adopté un tono más solícito.
—Una pregunta más, si me lo permites.
Prince se volvió dándome la espalda para ocultar su herido sentimiento de triunfo.
—¿Quién hizo el trabajo de campo?
—¿Cómo?
—Quiero decir que quién investigó a ese tipo.
Prince adoptó un gesto indiferente.
—¿Qué quién le investigó?
—Venga, Ed. Quién verificó su identidad y esas cosas.
—Creo que fue Stimson Beevers.
—¿Esa es tu póliza de seguro? ¿Ese trepa insignificante?
—No, Austen, gracias. Te agradezco profundamente la reacción más despiadada que yo haya recibido nunca ante el anuncio de buenas noticias.
Yo necesitaba saber un último detalle.
—¿Cuándo tendrá lugar la entrevista?
Entrecerró los ojos con una expresión de rabioso desafío.
—Ni lo intentes.
A pesar de tener cerca de noventa años, Prince se alejó con paso ágil y movimientos propios de un oficial en un baile de los Habsburgo. Un pinchazo de dolor recorrió mi espalda y retrocedí hasta sentarme en mi silla, que rodó hasta chocar con una estantería. Peach corrió hacia mí con expresión de alarma, pero yo la eché y cerré las cortinas. Ahora escribo estas notas tan deprisa como puedo. Esto ya no es un diario terapéutico: es un diario de guerra.
3 de febrero,
al final del día
El ADN concuerda. Es nuestra chica, pero ha perdido la cabeza. Harker no quiere dar más información, así que tengo a un contacto del Departamento de Estado trabajando de mi parte para obtener noticias de la embajada en Bucarest. Dice que todavía no hay ninguna prueba de que ella recuerde su nombre ni de que nunca vaya a recordarlo. Insinúa que sabe algo más, pero no me lo quiere decir por teléfono. Dice que es posible que la línea esté pinchada. Le dije que esos días ya habían pasado, y él dijo que también lo creía pero que se trataba de otra cosa. Le pregunté a bocajarro que qué diablos le había sucedido a Evangeline y lo único que dijo fue: «No lo sabemos».
4 de febrero,
tres de la madrugada
He tenido la más terrible de las pesadillas. Necesito una sesión con usted, doctor. Usted me dice que escriba los sueños por la mañana para recordarlos, pero ¿cómo podría olvidar éste? De todas maneras, voy a escribirlo; es mejor que no dormir durante las próximas seis horas. Había tres partes en el sueño. En la primera, me despertaba en una cuneta a primera hora de la mañana, estaba mojado y me llevaba las manos al cuerpo; cuando las apartaba, las tenía llenas de sangre. Me daba cuenta de que me habían disparado. Levantaba la vista y, justo en ese momento, un cuerpo me caía encima y todo se volvía oscuro. En la segunda parte, yo era el hombre que caía encima del tipo que estaba en la cuneta. Delante de mí había una nube de humo y yo caía hacia atrás, ligero como una pluma, encima del otro hombre. En la última, de repente me encontraba mirando a este hombre, que caía de espaldas justo delante de mí; y notaba las manos calientes; había un olor a pólvora y yo miraba hacia abajo, y en mis manos había una pistola, y una voz detrás de mí gritó: «¡Nochmal!». Me daba cuenta de que era la voz de un oficial alemán vestido con un uniforme gris a quien yo reconocía y respetaba. Me di vuelta: una fila de hombres llenaron mi campo de visión y vi que eran judíos desnudos, y, antes de poder pensar en nada, volví a apretar el gatillo y los judíos salieron volando hacia atrás como pájaros. Y entonces desperté y cuando miré hacia abajo vi que me estaba agarrando la polla, vieja y dura, con las dos manos.
Dios me ayude. Dios y mis antepasados, perdonadme.
4 de febrero,
cinco y cuarto de la madrugada
Ahora lo veo. Fue Prince quien provocó esa pesadilla. Tuvimos una conversación insólita poco después de la gran entrevista. No tenía pensado hablar con él en absoluto, a decir verdad. Me tropecé con él en el pasillo trasero. Todo el asunto parece cosa del destino.
Me tropecé con Prince porque había vuelto a la cabina de sonido para hacer unas grabaciones, donde, previamente, había tenido una experiencia inquietante.
Uno de mis productores más antiguos, Radney Plasskin, me pidió que grabara unas cuantas frases sobre la historia de la medicina micronesia, lo cual no es uno de sus magníficos logros sino más bien un material de segunda, diría yo. Unos días antes habíamos grabado el cuerpo principal de la pieza, pero hacía falta una toma adicional de picante narrativo para darle, por lo menos, el aspecto de ser una historia de investigación.
Plasskin se había convertido en un hombre blando, calvo y de formas redondeadas, en un habitante de los anchos pasillos de las tiendas de comestibles de las zonas residenciales, pero antes, en los tiempos en que fue contratado, sus investigaciones provocaban sesiones en el Congreso. A pesar de ello, y para ser justo con él, mi problema no era la historia.
En la cabina de sonido me sobrevino el agotamiento y noté que me sumía en el letargo. Tuve que parar. Junté las manos, cerré los ojos y me incliné hacia delante, apoyándome en el podio. Plasskin y el ingeniero de sonido me miraban desde el otro lado del cristal de la cabina, y noté su enojo ante ese retraso. Pero necesitaban mi voz, y no tenían otra opción que esperar. Al cabo de unos segundos, terminé las frases y miré por el cristal para confirmar que Plasskin tenía lo que quería, pero sus ojos enrojecidos me miraban muy abiertos, como si yo acabara de leer una sarta de tonterías en voz alta. Salí de la cabina y descubrí el motivo de esa expresión desalentadora: el ingeniero de sonido tenía un problema técnico. Una distorsión había empezado a afectar todas las grabaciones de la planta, incluida la mía, la que acababa de grabar, y a pesar de que no tenía ni remotas ganas de meterme en una conversación acerca de las misteriosas facetas de nuestro trabajo, cometí el error de prestar atención al tema. Le pregunté si quería que lo grabara otra vez y el hombre se encogió de hombros, miró a Plasskin y dijo que no serviría de una mierda, que había habido problemas, por lo menos, durante las últimas veinticuatro horas.
—Tu grabación no sirve, a no ser que podamos limpiarla durante la mezcla.
—¿Qué coño pasa? —exigí, un poco encolerizado por haber sido informado del problema después de haberme esforzado en decir esas frases.
El ingeniero se encogió de hombros y me ofreció una respuesta que detesto:
—En veinte años de televisión, nunca había visto ni oído nada como esto.
Plasskin alzó los ojos al cielo. Se había desplazado desde Washington para acabar encontrándose con esa confusión. Le pedí al técnico que me volviera a pasar la grabación, él recorrió con los dedos la amplia mesa de sonido y que me parta un rayo si digo que no oí nada. Me puse furioso. Le pregunté por qué no podía borrarlo, sin más, y él se puso chulo.
—¿Tú también lo oyes? Entonces no soy yo solo.
—Claro que lo oigo.
—Parece como si alguien estuviera susurrando —dijo Plasskin, con expresión sorprendida.
—Gracias. —Entonces el técnico reveló que ese problema era conocido en las altas esferas—: Bob Rogers afirma que es una acción de guerra. ¿Vosotros lo creéis? Afirma que es un sabotaje de la emisora y me dice que lo ignore y que lo esquive todo lo que pueda. La cadena está esperando que se dé por vencido, y él no lo hará. Sería una pena que el programa se hundiera con él, ¿verdad?
—¿Quieres decir que Bob no quiere que se haga nada al respecto? —le pregunté.
—Quiere que el problema acabe siendo tan grande que ponga a la cadena en una situación incómoda.
—Entonces es que ha perdido la cabeza de verdad —le dije—, y nosotros tenemos un problema.
El ingeniero me dijo que esa distorsión era audible en todas las grabaciones que se habían realizado ese último día y que, por mucho que lo había intentado, no podía eliminarlo del sistema. Sin que Rogers lo supiera, habían venido unos técnicos de audio del centro de la cadena y también se habían visto incapaces.
No se trataba solamente del problema evidente de emitir las piezas con el sonido lleno de parásitos, sino que se trataba de la misma interferencia. No puedo sacármela de la cabeza. Era como si una voz enterrada en la misma cinta cantara una canción pegadiza justo por debajo de la frecuencia auditiva. Pero no era posible que fuera una voz. No podía ser una grabación; las cintas vírgenes nos llegan en blanco. Incluso aunque apareciera una tanda de cintas usadas, el problema se detectaría de inmediato y se desecharían. Pero el ingeniero ya lo había hecho: había juntado todas las cintas de la misma tanda y había hecho otro pedido, pero se encontró con el mismo problema. No era la cinta: era el sistema. Algo había penetrado en el sistema.
Tengo esa distorsión metida en la cabeza ahora mismo, y la tenía metida en la cabeza en ese momento en que abandonaba la cabina, justo antes de tropezarme con Prince. También hubo algo extraño en eso, en cómo me tropecé con él. Al salir de la cabina, tenía la intención de ir hacia la izquierda, en dirección a mi oficina, para echarme una siesta, pero, en ese momento, al otro extremo del vestíbulo principal, vi a Bob Rogers saliendo del bar y caminando directamente hacia mí, como si tuviera algo en mente. Sólo necesité eso. Salí disparado hacia la derecha, pasé por delante de los lavabos —el lugar habitual para las emboscadas de Rogers— y me metí en el callejón del magreo. Giré la esquina un poco demasiado deprisa y, tambaleándome para recuperar el equilibrio, me encontré delante de Prince. Dejé escapar un indigno chillido de sorpresa, pero Prince no se movió. Casi no pareció darse cuenta de mi presencia y ése fue el primer detalle inquietante de nuestro encuentro.
Se encontraba solo al lado de una enorme caja de madera y tenía la vista clavada en unas letras grabadas a uno de los lados de la misma. Podría haber estado dormido, aunque tenía los ojos abiertos. Le di unos golpecitos en el hombro y le dije:
—Disculpa, amigo, tengo que pasar.
Entonces habló:
—Son tuyas.
El tono de voz fue desacostumbrado: grave y ominoso. Además, yo no tenía ni idea de qué quería decir. Prince es treinta centímetros más alto que yo y acostumbra a encorvarse hacia los demás cuando se acerca a ellos, así que no me sorprendió que se cerniera sobre mí, acentuando mi pequeñez. Me miró directamente a los ojos y me sentí consternado. Tenía los iris surcados de hilillos rojos. «Dios —pensé—, o bien ha realizado la mejor entrevista de toda su carrera o acaba de tener un encuentro que lo ha aterrorizado de muerte.»
—Te las ha mandado a ti —dijo en ese mismo tono de voz, completamente impropio de él.
—¿Quién?
Prince no lo aclaró. Entonces vi por primera vez los objetos a los que se refería, los vi de verdad, y no tenían nada especial. Siempre había alguien que amontonaba basura en el callejón del magreo. El pasillo tenía mala reputación, como si fuera la única calle desierta de una ciudad en otro tiempo próspera, y se utilizaba como una especie de cubo de basura para objetos que todavía no habían llegado a ser desechados por completo. Cualquier cosa que hubieran dejado allí tenía garantizada la más absoluta falta de interés y responsabilidad por parte de todos.
—¿Te encuentras bien, Ed?
—Ese hijo de puta me ha hecho una oferta —dijo.
Todavía oigo esas palabras: se vuelven más inquietantes a cada minuto que pasa.
—¿Qué oferta? —le pregunté, pero no obtuve ninguna respuesta.
Sería una mentira rotunda decir que mi pensamiento inmediato tuvo que ver con su seguridad. Me tomé unos momentos para que calara en mí algo de lo que acababa de darme cuenta: era evidente que su tan cacareada entrevista había quedado reducida a cenizas. La justicia había prevalecido en diversos frentes. Uno nunca debe pavonearse de una entrevista, según mi punto de vista, pero si es una costumbre muy arraigada que no se puede cambiar, debe ser disciplinada: solamente puede hacerse cuando la entrevista se ha grabado y se ha visionado. Sólo entonces, ante el monitor, uno ve lo que hay y si es bueno. Prince tenía una filosofía diferente: él siempre vendía la piel del oso antes de cazarlo. Esta vez el oso no se había dejado cazar, o eso parecía. La perspectiva de enterarme de algo más me mantuvo allí. Quizá Bob Rogers estuviera detrás de la esquina, escuchando. Le di un pequeño tirón de manga a Prince, di un paso hacia atrás y miré en dirección al bar. Rogers había desaparecido. Sólo estaba allí el ingeniero de sonido, apoyado en la pared, al lado de la puerta de la sala de sonido, esperando a que llegara el siguiente escuadrón de «manitas» para intentar reparar los problemas. Yo oía las voces de la cinta susurrarme en la cabeza.
—¿Qué te dijo, Ed?
Prince apoyó las dos manos encima de una de las cajas.
—La revelación.
Me cogió por sorpresa; sonaba muy positivo.
—Entonces ¿todo fue bien?
—Oh, sí.
—¿Y por qué estás aquí detrás, tan alicaído?
—Mi corazón es puro deseo, Trotta. Mi corazón es puro deseo y yo ni siquiera lo sabía.
Debe saberse que, aunque sea en el sentido más presuntuoso y desagradable, nosotros, los interlocutores, somos los únicos que colmamos los deseos del corazón. Se los colmamos a las estrellas de cine que quieren dar el último paso hacia la inmortalidad; se los colmamos a los injustamente condenados que se encuentran en el corredor de la muerte, ansiando el indulto; se los colmamos a los esposos de las mujeres muertas a manos de sus propios médicos; a los padres que lamentan la muerte de sus hijos a manos de unos asesinos que se encuentran en libertad. También ofrecemos la oportunidad de tener un destino más relevante a los políticos que todavía se encuentran en la crisálida. Nosotros, por nosotros mismos, no somos nada, pero lo ofrecemos todo, y eso nunca, nunca, bajo ninguna circunstancia, funciona al revés. Los protagonistas de nuestras historias solamente nos aseguran una parte de la audiencia. Nos hacen subir sus índices. Quizá, si tenemos un día afortunado, uno de ellos nos ofrece una respuesta que permanecerá con nosotros para el resto de nuestros días. Solamente en el más extraño de los casos uno de ellos puede convertirse en un amigo. Pero todo esto son rarezas y, según mi punto de vista, peligros de primer orden. La simplicidad de nuestro objetivo ha sido nuestra salvación: lo ofrecemos todo, pero no recibimos nada a cambio. Pero Prince había invertido el motor.
—Vete a casa —le dije—. No estás bien.
—Al contrario. Eres tú quien está mortalmente enfermo.
No dijo nada más. Dejé allí a Prince para que otro le encontrara.
12 de febrero
Las buenas noticias cambian mucho las cosas. Me siento mejor de lo que me he sentido en muchos días. Tenemos a nuestra Evangeline. Está viva. No se encuentra muy bien, pero no es posible tenerlo todo. Está siendo atendida por unas monjas, según mi contacto del Departamento de Estado, quien me ha dicho que se encuentra en un convento —resulta que no es un monasterio, y no hay ninguna clínica—, en un convento remoto que se encuentra a 480 kilómetros de Bucarest después de transitar una carretera de dos carriles llena de agujeros, ubicado en un impresionante valle que parece pertenecer a otra época, una depresión en el terreno en el límite de la cordillera este de los Cárpatos. Es extraño, evidentemente, dado que su último paradero se encontraba a 320 kilómetros hacia el sureste, al otro lado de los Cárpatos, cerca de una ciudad situada en la ladera norte de los Alpes transilvanos. Nadie sabe cómo ha llegado tan lejos, aunque las hermanas del convento juran que debió de viajar a pie, dado el estado en que se encontraba cuando llegó a sus puertas.
No dice nada, pero come copos de avena cada día y se toma una o dos copas de vino moldavo. Su padre la está esperando al otro lado de las puertas del convento para llevarla a casa; duerme en una granja adyacente a sus muros. Por primera vez en muchos meses me siento optimista, una sensación ligeramente exótica.
14 de febrero
Un día de San Valentín horrible. Fui a ver al prometido de Evangeline, que se encuentra en la unidad de cuidados intensivos de la clínica Monte Sinaí. Casi puedo imaginar cómo es su repostería, más deudora de la tradición francesa que de la centro europea, más afrutada, mucho menos cremosa y azucarada, aunque hago excepciones con la calidad. Se recupera despacio, pero su familia insiste en que vaya a visitarlo en cuanto recupere el conocimiento. Me han pedido que esté allí para darle las noticias sobre Evangeline. Yo dudé, por supuesto. El hecho de que Evangeline haya sobrevivido levantará los ánimos de ese chico dentro de un tiempo, pero a corto plazo, a causa del desastroso estado en que se encuentra —es un suicida frustrado a punto de tomar conciencia de su acto desesperado— no hay forma de saber cómo reaccionará. Los sentimientos de culpa y de rechazo pueden dar lugar a giros insospechados. En cuanto entré en la habitación, supe que vivía un momento espantoso. En primer lugar, ese chico se había convertido en un espectro. Le habían atado los brazos a los hombros, la piel tenía un tono azulado pálido y las ojeras debajo de los ojos acentuaban su estado ruinoso. La última vez que le había visto tenía un aspecto de estrella de cine, pero desde entonces se había hundido hasta un punto que rozaba la muerte. Me vino la idea de que, en verdad, había muerto y lo habían devuelto a la vida por medios nauseabundos. Un olor a muerte impregnaba la habitación. Su familia estaba alrededor de la cama, vigilando el suero, colocando bien las almohadas; se mordían las uñas. Había algo en esa escena que me hizo recordar a Edward Prince.
Sus padres levantaron la mirada, presas de la aflicción, cuando entré en la habitación. Me expresaron con torpeza un innecesario agradecimiento por dedicarles mi tiempo y yo intenté tranquilizarles. Nunca me había resultado menos importante la fortuita fama de mi profesión. Me acerqué hasta la cama y puse una mano sobre una esquina de la sábana. Le expresé mi admiración por su cocina y mi dolor por lo que había pasado.
—¿Se lo han dicho ya?—pregunté.
Ellos negaron con la cabeza. Me di cuenta de que la belleza le venía por el lado femenino de la familia. Una sólida estrella de David colgaba del cuello de la madre.
Expresé una opinión:
—Es mejor esperar, diría yo.
—No —dijo la atractiva señora.
—¿Seguro que está en condiciones de saber las noticias?
El padre miró a la madre y ella habló por ambos.
—Tenemos miedo de que, si no se lo decimos, se nos vaya. —Y rompió en sollozos.
Así que no había otra alternativa: tenía que hacerse. Ese pensamiento me generó una desagradable sensación en el pecho. Esa gente se sentía despojada. Yo debía ser el fuerte. Su hijo parecía un caballero medieval afectado por una enfermedad, como una de esas figuras talladas en piedra de las catedrales alemanas. Casi me imaginaba una espada a su flanco y unas ranas saltando desde su abdomen.
La madre se serenó y volvió a hablar.
—Él nos habló con mucho afecto de usted y de la manera en que usted trataba a Evangeline. Nos dijo que la trataba con respeto, a diferencia de otros que conocía. Usted es su corresponsal favorito del programa, por cierto.
Se le quebró la voz. Se hizo evidente que quería que fuera yo quien diera la noticia.
—No lo sé.
—Por favor —dijo el padre. Al fin una palabra.
Palidecí ante esa responsabilidad. ¿Y si él lo recibía mal? ¿Y si entraba en estado de conmoción?
—Llamemos a una enfermera —sugerí.
Los padres se miraron el uno al otro y luego dirigieron la mirada hacia mí. Lo comprendí. La enfermera les había desaconsejado que lo hicieran, y probablemente lo mismo había hecho el médico. Me desplacé hacia un lado de la cama, alejándome de la puerta. La madre empujó una silla en mi dirección y me sentí casi como un rabino. Si hubiera visto una mínima expresión de duda, me habría sentido más seguro. Muy pocas veces en mi vida, excepto por las incontables decisiones instantáneas que he tomado al servicio de la cadena, me he visto en la obligación de actuar de forma tan rápida y decisiva en un asunto humano tan delicado. Supongo que el destino me ha ahorrado esa responsabilidad hasta que llegara el momento definitivo. Era como si ese hombre y esa mujer esperaran de mí que hiciera levantar a su hijo de entre los muertos. «Soy judío, como vosotros —quería decirles—. Yo no hago esas cosas. Lamentación, sí; resurrección, nunca.»
Me incliné hacia el chico, acerqué los labios a su oído derecho y le susurré:
—¿Robert?
Movió los labios, pero no emitió ningún sonido.
—Robert —repetí—. Tengo muy buenas noticias. Me gustaría que tuviéramos tiempo para que te prepararas para oírlas, pero tus padres están ansiosos de que las conozcas. ¿Estás preparado para oírlas, Robert?
Pensé que aunque sólo fueran unos cuantos segundos, quizá consiguiera prepararse para la conmoción. Volvió a mover los labios y me pareció que susurraba una o dos sílabas. Pero no se entendió nada.
—Está viva —dije.
El grito surgió como una prolongada erupción. Los padres se alarmaron. Las enfermeras acudieron corriendo a la habitación y empezaron a inspeccionar los tubos.
—Por dios, ¿qué ha pasado? —chilló la madre.
Yo me batí en una rápida retirada: salí casi corriendo del Monte Sinaí y llegué a una cafetería griega de Madison, donde me encuentro ahora, tembloroso, después de haber conseguido encender un cigarrillo con grandes dificultades y de que el capullo asesino de turcos que posee el local me haya amenazado con echarme, como si yo fuera un vagabundo sin techo. No me ha reconocido en absoluto. Ni yo me reconozco a mí mismo.
14 de febrero,
más tarde
«Todo bien, Trotta, todo bien.» Eso es lo que me he estado diciendo todo el día: todo está bien y va a seguir así.
Al menos eso parece. Hace unos momentos, ya en casa, justo cuando había apagado el televisor, los padres han llamado. Era la madre, llorando de alivio. Su hijo había estado emitiendo sonidos de forma intermitente durante toda la tarde y había aterrorizado a los demás pacientes, hasta tal punto que habían tenido que trasladarle a una zona vacía del pabellón de afecciones gastrointestinales. Esta información me ha sido comunicada con una alegría inexplicable, y luego he averiguado por qué. Después de que le administraran unos fuertes sedantes, se calmó pero mantuvo los ojos abiertos y tomó unos sorbos de sopa, así que la enfermera afirmó que habían avanzado un poco. La madre del chico me ha dicho que ha empezado a mover los labios y, aunque no ha podido distinguir las palabras, el médico dice que eso denota cierta actividad cerebral y que el cerebro de su hijo está, finalmente, reaccionando.
Le he preguntado si había sido capaz de comprender algo de lo que decía y ella me ha dicho que casi nada tenía sentido, pero que les ha parecido oír que pronunciaba nombres de lugares y que, por lo menos una vez, ha oído el nombre de una ciudad: Nankín.
LIBRO 9El camino para salir del infierno
Treinta y cuatroJulia Barnes y Sally Benchborn se dieron cuenta del problema de inmediato, pero tenían otras preocupaciones. Era más de medianoche y un estado de ánimo irritado y pesimista se cernía sobre el proyecto; no en vano habían estado viendo la versión vigésimo séptima del perfil de un gurú de la salud que aconsejaba chocolate, a quien habían llegado a despreciar con todas las células de su cuerpo. Era un hombre esférico lleno de tópicos y ambas mujeres comprendieron con una frialdad cristalina que un minuto con él sería tolerable, pero que cualquier cosa más allá de eso resultaría una prueba insoportable. Preveían que al final del visionado se haría un silencio crítico. Se oiría el susurro de las hojas del guión en manos de Bob Rogers. Julia todavía conservaba heridas psicológicas del fracaso de su pieza sobre el actor británico y no podía pasar por lo mismo otra vez. No podía hundirse con otro barco.
Sally tuvo su habitual revelación filosófica de cuarto trimestre: ¿por qué todas las historias tenían que provocarle ese momento de disgusto consigo misma antes de convertirse en buenas? ¿Por qué se hacía eso a sí misma? Tenía un esposo rico en Westchester, podía dejar esa profesión y vivir feliz y en paz con sus tres hijos para el resto de su vida; podía volverse más activa en su grupo de las reconstrucciones bélicas. Pero la idea de desertar le provocaba mayores escalofríos que ese gurú de la salud.
Julia percibió la tormenta interna de su productora, y se intranquilizó. En eso había una trampa que le era conocida. Es su juventud Julia había soñado con la revolución, había practicado sexo en grupo y había llevado armas. Había sido uno de los miembros fundadores del Colectivo de Cine de Mujeres y una fugitiva de la justicia. Había escapado a la policía federal. Sus hijos no lo sabían, pero su esposo sí. Julia no echaba de menos esos tiempos; no era algo que se echase de menos. Pero cada vez que se encontraba acorralada en una habitación con otro productor que se autoinmolaba, deseaba volver a sentir el júbilo animal de esos tiempos, y cuando la nostalgia se volvía insoportable, tal y como le sucedía en esos momentos, se obligaba a tomar conciencia y a enfrentarse a los hechos: había que mostrar esa pieza a Bob Rogers esa misma semana. Se había acabado el darle vueltas.
La productora se sentó en el sofá destartalado que había detrás de Julia y le dijo que quería verlo todo otra vez, quería volver a ver el desarrollo encadenado de esas imágenes de desesperanza, las de ese hombre vestido con una pálida túnica verde que lucía una barba de rabino al lado de Sam Dambles, sudoroso e infeliz, mientras paseaban por un jardín lleno de lechugas polvorientas a las afueras de Lordsburg, Nuevo México.
—Estamos jodidas.
La productora cerró los ojos, rindiéndose ante lo que era inevitable, y en ese momento Julia oyó el ruido. Apareció en la última frase de la pieza, como un borboteo en la pista, pero pensó que debían de ser sus oídos, hechos polvo después de pasar quince horas encerrada en la sala de edición. Ignoró el borboteo y atacó el verdadero problema.
—¿Puedo ser sincera, Sally?
—Uf.
—Aquí el verdadero problema es por qué tenemos que escuchar a un gordo dándonos lecciones sobre nuestra salud.
La última imagen del gurú había quedado congelada en pantalla.
—Mira esas mejillas —dijo Sally.
Alargó la mano hasta un montón de guiones que había a su lado, sobre el sofá, y los tiró a la papelera con expresión satisfecha.
—Tienes razón. Vayámonos a casa y ya lo intentaremos otra vez mañana por la mañana. —Se puso los zapatos y bostezó—. Por cierto, ¿qué ha sido eso de la última pista?
Julia maldijo su suerte. Mentalmente, ya había salido de allí y se había metido en el coche.
—Nada —mintió.
—Vuelve a ponerlo.
Julia gimió para sus adentros. Ahora la productora se iba a obsesionar. Ese fallo se podía borrar durante la mezcla de sonido, pero Sally no querría esperar tanto. Julia se enfrentó a la triste perspectiva de pasar otra hora en esa planta. Se acercó a la mesa haciendo rodar la silla, clicó sobre el ratón y volvió a pasar la pista. Las palabras del corresponsal, escritas por Sally Benchborn, tronaron desde los altavoces: «Pero eso ya le parece bien a Peter Twonbly. Dice que no le gustaría que fuese de ninguna otra manera».
—¡Eso! —gritó Sally, asustando a Julia.
Julia volvió a pasarlo: «... que no le gustaría que fuese de ninguna otra manera».
—¿Es cosa mía o es que el problema va empeorando? —preguntó Sally—. ¿Puedes quitar eso? Es una de mis pocas buenas líneas.
«... de ninguna otra manera.»
Ahí estaba, casi inaudible al oído humano, un molesto murmullo, como una voz que susurrara palabras extrañas en una lengua desconocida. En la sala de visionados nadie se daría cuenta, pero la productora tenía la última palabra, así que Julia hizo unos ajustes: limpió, sacó la pista y la puso en un documento nuevo, luego volvió a insertarla en la misma imagen y volvió a pasarla. Pero el ruido permanecía allí. De hecho, a oídos de Julia y aunque pareciera imposible, la distorsión se había hecho más fuerte, más clara.
«Pero eso ya le parece bien a Lubyanka. Dice que no le gustaría que fuese de ninguna otra manera.»
—Pero ¿qué coño...?
—Sí, sí, yo también lo he oído.
—¿Lubyanka?
Julia asintió con la cabeza. Rebobinó sólo el sonido y lo volvió a poner, esta vez sin imagen: «Pero eso ya le parece bien a Lubyanka. Dice que no le gustaría que fuese de ninguna otra manera.»
Ambas mujeres se miraron.
—¿Puede ser algún tipo de virus? —preguntó la productora en un tono suave.
Julia se impulsó con la silla hasta las estanterías y cogió la cinta de audio original; allí estaba, guardada en una caja marcada con la fecha y la hora. Había pasado la cinta antes de digitalizarla y el sonido estaba bien.
—Sígueme.
Con la cinta en la mano, se apresuró pasillo abajo, más allá de las puertas cerradas de las salas de los otros editores. Después del suicidio nadie caminaba despacio por la planta veinte. Se dirigió hacia el mostrador de seguridad con Sally siguiéndola de cerca. Menard Griffiths estaba sentado en su sitio y miraba la televisión mientras comía una muffuletta casera. La presencia de ambas mujeres le pilló desprevenido: se sobresaltó y unas lonchas de salami se le cayeron del pan.
—Me habéis asustado.
Julia se calmó. Se dio cuenta de que lo que había asustado al hombre había sido algo más que su presencia. Él había visto el cuerpo del editor muerto, y también había encontrado al prometido de Evangeline Harker. La planta veinte se había convertido en un lugar verdaderamente difícil.
—¿Puedes abrirnos unas puertas, Menard?
—Claro.
El hombre se puso en pie y se limpió las manos. Las llaves tintinearon entre sus dedos mientras dirigía la mirada pasillo abajo, por donde ellas habían venido.
—¿Qué sucede? —preguntó Sally.
—Me ha parecido ver algo.
—¿De verdad? —Julia se volvió para mirar en la dirección por donde habían venido. El pasillo estaba repleto de sombras que hubieran podido ser cuerpos. Emitió una exclamación de sobresalto e, inmediatamente, éstas desaparecieron, volvieron a ser sólo sombras.
Sally cruzó los brazos.
—¿Vamos allá?
—Sí, señora.
Menard era un hombre corpulento, de un metro ochenta y cuatro, por lo menos, tenía un rostro amable y unos ademanes tranquilos. Las condujo por el pasillo en dirección a la zona de edición. En el momento en que pasaban por el callejón del magreo, comprobó que le seguían y luego miró hacia la derecha, hacia la oscuridad de ese lugar.
—¿Hola? —llamó.
Julia imaginó que veía una cara pálida y de expresión cruel que se desvanecía inmediatamente. Se apresuró detrás de Menard. Se oía el aire del sistema de ventilación y también se oyó como el tictac de un reloj, o quizá fueran las uñas de una pequeña bestia sobre una superficie dura. Julia pensó en el editor, Clete Varney, sentado ante su escritorio mientras la sangre goteaba al suelo desde la silla. Recordó el agujero en el suelo de la puerta de al lado. En la oscuridad, vio la silueta de tres o cuatro cajas enormes. Había visto esas cajas antes, hacía días que estaban allí. Bob Rogers hizo correr la voz de que pertenecían a la cadena y de que eran aparatos de audio que nadie debía tocar. Julia no se lo había creído, pero en ese momento se preguntó por primera vez qué debía de haber dentro.
Menard continuó con Julia pegada a sus espaldas. Sally se agarraba a la chaqueta de Julia.
—¿Has oído algo? —susurró Sally al oído de Julia.
—No.
Llegaron a la primera sala de edición.
—¿Ésta?
Julia asintió. Menard introdujo la llave en la cerradura, la puerta se abrió hacia dentro y las mujeres entraron. Sally encendió la luz mientras Julia encendía las máquinas. Ninguna de las dos se sentó: eso tenía que hacerse deprisa. Julia introdujo la cinta en el vídeo beta mientras el ordenador arrancaba. Encendió el audio y pasó la cinta para oír otra vez esa pista: «Pero eso ya le parece bien a Peter Twonbly. Dice que no le gustaría que fuera de ninguna otra manera».
Sally meneó la cabeza:
—¿Quién coño es Lubyanka?
—Lubyanka es una prisión soviética donde miles de personas fueron torturadas y asesinadas.
Julia volvió a digitalizar la cinta. Ahora no habría imagen, solamente audio. Antes de pasar la pista, Julia se dirigió a Sally:
—Si ahora oímos lo mismo que en la cinta no digitalizada, estaremos ante un problema concreto. Si oímos cualquier otra cosa, entonces nos enfrentamos a un problema de otro tipo. ¿Estás de acuerdo?
Sally asintió con la cabeza.
—Sí.
—¿Lo pongo?
—Ponlo.
Menard se encontraba apoyado en la puerta, pero no parecía escucharlas: tenía la atención puesta en alguna otra cosa. Julia manejó el ratón.
«A Lubyanka no le gustaría que fuese de ninguna otra manera.»
Sally susurró:
—La frase se ha acortado.
Julia volvió a ponerla:
—Ni siquiera es la voz de Sam, ¿verdad?
Sally se ajustó el chal sobre el cuerpo.
—Ajá.
El guarda de seguridad se había marchado un momento y, al volver, sacó la cabeza por la puerta y las dos mujeres se sobresaltaron.
—¿Menard, puedes abrirnos otra sala, por favor? —le pidió Julia,
—¿Sucede algo?
—Todavía no lo sabemos.
Las llevó a la habitación de al lado y luego a la siguiente. Pasaron de largo una de ellas, la del suicidio. Cuando llegaron a la última sala, Menard dijo:
—Debería volver a mi puesto.
—Otra más —dijeron ambas al unísono. Se dieron cuenta de que se encontraban ante la sala de Remschneider. Menard la abrió. Las paredes de la habitación estaban completamente desnudas y las estanterías, vacías. El lugar olía ligeramente mal. Julia no hizo caso de la voz interior que la urgía a irse inmediatamente de esa sala.
Realizó el mismo ritual otra vez: puso la cinta Beta en la máquina y escuchó la línea de texto original, que siempre era la misma: «Pero eso ya le parece bien a Peter Twonbly. Dice que no le gustaría que fuese de ninguna otra manera». Luego realizó la copia digital y la puso: «Lub, Lub, Lub, yanka, yanka, yanka...».
Treinta y cincoJulia se fue a casa. No durmió. Se quedó bajo el chorro de agua de la ducha durante una hora con la frente apoyada en las baldosas de la pared. No le dijo nada de lo que había sucedido a su esposo. Se metió en la cama al lado de un hombre que ya roncaba y tuvo la esperanza de que ese ruido acallaría la terrorífica palabra que se repetía en su cabeza, como una señal acústica en lo más profundo de su cerebro. Parecía el nombre de una mujer, parecía una lastimosa llamada de un amante a una mujer que se hubiera perdido siglos antes.
A la mañana siguiente, mientras tomaban café en el bar y antes de la reunión con Bob, Sally informó a Julia de que también había pasado una mala noche. Había recurrido a un juego de la infancia para ahuyentar esa palabra: «Cazador, cazador, mata a Lubyanka la feroz». No había funcionado; no había podido dormir ni un momento. Las dos decidieron hablar con Bob.
Julia lo tenía todo planeado:
—Tú te encargas de hablar. Tú eres la productora y él te adora.
—Y una mierda.
—No intentes explicarle nada. Nos iremos a la zona de edición y haremos que lo escuche.
Sally lo pensó un momento:
—¿Y si el problema ha desaparecido? Entonces pareceremos idiotas.
Julia se la quedó mirando.
—¿Quieres volver a escucharlo? ¿Para asegurarnos?
Sally negó con la cabeza. Alguien más entró en el bar y ellas se apresuraron a esconderse en el pasillo.
—Imagínate que nos cree. Entonces, ¿qué?
Julia se encogió de hombros.
—Que coja la baja, o que se vaya a buscar a un exorcista. No es nuestro problema.
—¿Crees en los exorcismos?
Julia no tenía una respuesta adecuada para eso.
—Soy católica.
—¿Todos los católicos creen en los exorcismos?
A Julia no le gustaba la dirección que estaba tomando la conversación. Dentro de pocos minutos iban a tener que entrar en la oficina del amo de su existencia y, de la forma más pragmática posible, tendrían que comunicarle un mensaje difícil. Bob Rogers no era un hombre de gran imaginación. Tenía una enorme habilidad para el negocio televisivo: sabía cómo manipular a la gente, sabía detectar los sinsentidos en una historia, sabía escribir frases y encontrar imágenes para la pantalla. En todos los aspectos del periodismo televisado se le podía considerar un genio, pero no tenía una preparación real para lo que Julia y Sally tenían que decirle.
—No podemos parecer unas excéntricas —advirtió Julia.
Sally la miró horrorizada.
—Eres tú quien ha hablado de exorcismos. Mira, creo que me lo he pensado mejor: quizá no tengamos que decir nada. Que sea otro quien descubra el problema y vaya a quejarse.
—¿Crees que ésa es una actitud responsable?
—¿Es responsable arriesgar el trabajo cuando una tiene niños pequeños? Bob recordará que nosotras fuimos las mismas que descubrimos a Remschneider. Lo sabes, ¿verdad?
Julia también empezó a pensárselo mejor.
—Entonces ¿qué le diremos cuando nos pregunte en qué consiste el problema y cómo lo hemos descubierto?
—Que creemos que es un virus.
—No sé, Sally...
—Yo sí. Voy a pedir un donut, ¿quieres algo?
—Tres.
Por una vez, Bob no llegó a la oficina antes de las diez. Las mujeres le pidieron a su ayudante que las avisara tan pronto como llegara. Julia acababa de terminarse el tercer donut cuando recibieron el aviso.
—¿Preparada?
Sally le dio un apretón en el brazo. Fueron a ver a Bob. Le encontraron sentado ante el escritorio de su oficina, enmarcado por el cielo y la vista de Nueva Jersey en la vasta pantalla natural que era la ventana.
El día había amanecido brillante y alegre sobre el Hudson y Julia tuvo una súbita sensación de arrepentimiento. Habían reaccionado de forma desmesurada por un absurdo problema técnico y podrían haber llamado —deberían haberlo hecho— a los de soporte técnico para que se encargaran de ello. Le entraron ganas de reírse de esa situación desgraciada en que se encontraban. Bob acabó de teclear algo en la consola, se volvió hacia ellas y les sonrió con una expresión un tanto confusa.
—¿Qué tal va esa pieza de medicina alternativa? Estoy impaciente por verla. Ya lo sabéis, me fascinan esas cosas. Y ese tipo tiene pruebas de que funciona de verdad, ¿no? ¡La equinácea cura los resfriados! ¡Es increíble!
—No exactamente, Bob.
—Pero es tremendo, ¿no?
—Completamente.
—Me va a encantar ese tipo, ¿verdad?
—Seguro.
—¡Fantástico!
Sally asintió con la cabeza y le dirigió una sonrisa lánguida. Julia esperó a que cambiara de tema.
—¿Cuándo podremos verla? —preguntó Bob, mirándolas con una expresión de perversa ansiedad. Se había dado cuenta de que ellas pensaban que esa pieza era una mierda. Lo sabía. Olía el miedo.
—Cuando tú quieras, Bob.
—Estoy listo.
—Vamos, pues.
Julia se vio obligada a interrumpir. Se aclaró la garganta.
—Hay un pequeño problema, Bob.
Una sombra le nubló la expresión del rostro, en clara imitación de una nube que acababa de tapar el sol al otro lado de la ventana.
—La verdad es que es un problema técnico, pero creemos que es serio, ¿verdad, Sally?
La productora dirigió a Julia esa sonrisa que la sacaba de quicio, como si se lavara las manos en todo ese asunto.
Bob Rogers se rio en sus narices, lo cual las sobresaltó.
—Lo sé todo acerca de vuestro pequeño problema. Es la cadena que está intentando joderme, ¿y sabéis lo que digo? —Levantó una mano y chasqueó los dedos—. Que les jodan a ellos. No hago caso. Adelante. Me encantaría ver esa pieza dentro de una hora.
Sally se levantó, se cubrió el hombro con uno de los extremos del chal y salió de la oficina a paso lento. Julia se quedó atrás un momento y dijo:
—Tienes razón.
Bob volvió a dirigir la atención a la pantalla del ordenador.
—Nos vemos dentro de una hora, nena.
Julia salió y fue al encuentro de Sally en el pasillo, ante la entrada del bar. A la productora le brillaban los ojos de furia.
—¡Lo sabía desde el principio! Ha sido una idea absurda ir a decírselo.
—Estás perdiendo los nervios.
Sally tenía la mirada baja.
—¿Y qué? Ya le has oído, le importa un comino. Ya lo pasé bastante mal cuando tuve a los mellizos. Si empiezo a decir que se oyen voces en la cinta, o lo que sea que oímos, tendrán otra razón para echarme. Bob le dirá a Sam que estoy atacada por las hormonas, y listo. ¿Por qué crees que Nina Vargtimmen no ha tenido hijos?
Se separaron. Una se dirigió hacia las soleadas vistas que ofrecían las salas de los productores y la otra se encaminó hacia las susurrantes sombras de la zona de edición.
Treinta y seisLa sala de visionado había sido comparada con la sala de mandos de la nave espacial Enterprise y con otros centros de mando ficticios. Ciertamente tenía un aire de seriedad, gracias en gran parte al enorme rectángulo plateado que brillaba sobre la pared del fondo de la habitación. Esa pantalla daba a ese espacio —y al programa— su razón de ser y, por tanto, se había convertido en el centro de todo lo que ocurría en la planta veinte. Delante de la pantalla se extendía una alfombra desierta que llegaba hasta la pieza más importante de mobiliario de la sala: una mesa con tres asientos y un teléfono. El asiento de en medio pertenecía a Bob Rogers desde hacía treinta y cinco años. A su derecha se sentaba Douglas Vass, su segundo de a bordo y gran defensor, además de entrenador intelectual, un periodista de mirada aguda que había sobrevivido a cincuenta años de excesos en el negocio de la televisión y que le buscaba las pulgas y le ganaba la mitad de las veces. Si Bob detestaba algo, solamente Vass podía desafiar su desdén. Si Bob se enamoraba, Vass estaba a su lado para destruir ese romance desaconsejable y para hacer lo que le viniera en gana con los restos. A la izquierda de Bob se sentaba un hombre mucho más joven a quien Julia llamaba «El vigilante de la oscuridad»; éste hablaba muy raramente durante los visionados, pero tomaba abundantes notas. Julia era de la opinión de que el Vigilante, también conocido como Crane, funcionaba como el matón de la emisora: guardaba en la memoria quién había caído, cómo y cuándo. Para cerrar ese grupo de jueces, había dos formidables mujeres de pelo gris suficientemente maduras para haber visto a cada uno de los hombres del programa hacerles cosas imperdonables a sus subordinadas femeninas y lo suficientemente listas para no haberles perdonado. Cuando parecía que las opiniones eran bienvenidas, ellas ofrecían las suyas. A ambas se las había oído decir: «Bob, estás equivocado», pero raramente pronunciaban esas palabras si Douglas Vass no las había dicho antes. Julia se encontraba sola, sentada en la sala de visionados a pocos minutos de que se cumpliera la hora, y pensaba en el ritual que iban a realizar mientras se preparaba para enfrentarse a ese horror. Julia no se imaginaba esa estancia como ninguna sala de mandos de una nave espacial futurista. Desde su posición, en un extremo de la sala, detrás de la silla de Bob Rogers, justo ante la pared de enfrente de la pantalla, la veía como una hábil actualización de las salas de vistas del siglo XVIII en las cuales un puñado de hombres y mujeres poderosos e influyentes decidían el destino de esclavos, criados desleales y nobles arruinados. Era un lugar donde se levantaba o se bajaba el pulgar, un lugar donde se podían oír y defender distintos argumentos, pero donde éstos nunca podían prevalecer por encima del juez. Si, finalmente, Bob decidía que una cosa era buena, entonces lo era. Si tenía un ataque de malicia y se negaba a prestar ningún apoyo, entonces eso mismo era malo.
A Julia le sudaba la mano con la que sujetaba la cinta. La introdujo en la máquina y realizó una búsqueda de la imagen. El gordo médico loco apareció en la pantalla de la habitación.
Se aseguró de que el sonido del principio de la cinta estuviera bien, comprobó los volúmenes, se metió un caramelo en la boca y esperó. Al cabo de un momento, el resto de miembros del equipo de Dambles llegó. Sally se sentó en una de las paredes laterales y se negó a mirar a Julia; se quedó con la vista fija en la pantalla. El indispensable chal había cobrado el estatus de talismán: daba poderes de invencibilidad. El corpulento productor asociado de Sally tenía en las manos una copia de la transcripción de la entrevista y estaba preparado para asumir la defensa, sin ilusión alguna de que fueran a marcarse un tanto. Dedicó una sonrisa mordaz a Julia mientras levantaba el dedo pulgar, lo cual a ella le pareció una muestra de humor negro.
Sam Dambles realizó su habitual entrada impecable vestido con un jersey de cuello de cisne, una gabardina de gamuza y unos vaqueros negros. El Porte Dambles, lo llamaban: caminar casi sin levantar los pies, trasladarse con un suave deslizamiento. Su serenidad alivió en parte los peores temores de Julia. No parecía posible que un extraño fallo informático pudiera existir en el mismo continuo de tiempo y espacio que ese hombre, quien defendía a su gente y a sus piezas con las mínimas palabras y cuyo rostro, enfrentado a una opinión necia (especialmente las que hacían referencia a la calidad de su trabajo), adquiría la cualidad del hierro. Por supuesto, el hecho de que Dambles creyera personalmente en el mérito de una historia resultaba de ayuda. En este caso en concreto no había pronunciado ni una palabra entusiasta, ni siquiera al realizar las entrevistas.
El Vigilante en la oscuridad apareció y pidió una copia del guión. El asociado de producción se la dio. Las mujeres, dos de las tres Parcas, tomaron asiento. Douglas Vass también se encontraba allí, encorvado, con sus tirantes y su corbata, y se preguntaba dónde diablos estaba Bob. Finalmente, el gran hombre entró como una tromba en la habitación:
—¡No puedo esperar! —exclamó. Ya estaba hojeando el guión—. Habéis estado trabajando en esto tanto tiempo, que sé que me va a dejar KO.
—Deja el guión —dijo Dambles—.Mira la pantalla.
Las luces se apagaron. El vídeo se encendió. Era la hora de la magia negra.
El gurú hacía yoga. El gurú comía chocolate. Bebía vino con setas. Hacía música frotando el borde de un cuenco de barro. Sus afirmaciones eran fabulosas: su medicina suscitaba interrogantes, los médicos tradicionales le vilipendiaban, él respondía a sus preocupaciones, los médicos tradicionales le acusaban de dar falsas esperanzas a los pacientes, él opinaba lo contrario. Ahora volvía a encontrarse en su pueblo natal, en Oklahoma. Julia lo miraba con la presión sanguínea cada vez más alta. Oía cómo Bob pasaba las páginas del guión, pero eso no era ningún signo catastrófico: siempre leía el guión mientras miraba la pieza. No se rio en ninguno de los momentos humorísticos, pero tampoco parecía especialmente incómodo. Pero el nerviosismo de Julia crecía por momentos: el problema empezaba durante los últimos segundos de la pieza y ella se preparó para mostrar alarma y sorpresa. Dambles y el gurú paseaban por el huerto de lechugas y mantenían la última conversación. El sol se ponía en las montañas distantes. México estaba ahí. Julia deseó poder introducirse en la película.
Se sabía la frase de memoria: «Pero eso ya le parece bien a Peter Twonbly. Dice que no le gustaría que fuese de ninguna otra manera».
El gordo se arrodilló sobre la tierra, entre sus lechugas, con una paleta en la mano. El crepúsculo amenazaba. Dambles ya se había ido y se encontraba recibiendo un masaje en el balneario de las afueras de Socorro. El cámara acercó el plano al rostro del hombre mientras éste trabajaba con las plantas. «Pero eso ya le parece bien a Peter Twonbly. Dice que no le gustaría que fuera de ninguna otra manera.»
«Gracias a dios», pensó Julia, dejando caer la cabeza sobre la mesa. Esperaba que las luces se encendieran, pero pasaron unos cuantos segundos y se dio cuenta de que no sucedía nada.
Levantó la vista. El rostro del gurú había quedado congelado en la pantalla. Sus ojos miraban hacia el suelo, la piel había perdido el tono rubicundo, la barba había adquirido un aspecto extraño, como si hubiera crecido en condiciones duras, en un campo de concentración. Julia hubiera jurado que la imagen estaba en blanco y negro. Estaba segura de haber oído la última frase. Nadie habló. Bob dejó el guión. Los jueces escuchaban una especie de interferencia que emitía la pantalla: un susurro, un quejido, un aullido, como si los lobos del norte de México estuvieran ahí, aullando en su lenguaje propio... «Lubyanka, Kolyma, Kotlas-Vorkuta...»
Se encendieron las luces. Los rostros se volvieron hacia Bob.
—Inquietante —dijo—. Dios mío.
Todos aplaudieron.
LIBRO 10Isla de los muertos
Treinta y sieteMi padre, el gran organizador, me llevó a casa el primer día de marzo, por la aduana del aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York. Habíamos estado peleándonos continuamente en el avión: quería que fuera a casa, a Texas. Insistió. Exigió. Dijo que mi madre era frágil. Me llamó por mi apodo de infancia, Evvy; yo lo detestaba. Tenía ganas de chillar. Él no sabía nada, nunca sabría nada, y no era culpa suya. Yo no había mencionado ni a Torgu, ni a Clemmie ni a los hermanos. Un profundo y persistente misterio había penetrado en su vida: se había encontrado con una mujer de mirada salvaje cuya rabia era un pozo sin fondo, su hija recién llegada del infierno, y reaccionó mal. No podía culparle. Él creía que si podía llevarme de vuelta a Texas, sería capaz no sólo de trocar los malos efectos que Rumania había tenido en mí, sino también todo aquello en lo que yo me había convertido desde la universidad. Sería capaz de borrar Nueva York de mí, a Robert y el 11 de septiembre. No tenía ni idea de nada.
Yo casi esperaba que me preguntaran por Clemmie Spence en cuanto saliera del avión, pero, por supuesto, no sucedió nada parecido. Todos los obstáculos de la entrada al país habían sido eliminados. Me habían proporcionado un nuevo pasaporte temporal en Bucarest. En la aduana les habían informado de mi situación por adelantado y me sellaron el pasaporte con una sonrisa compasiva. Mi vida había sido envuelta en un silencio prearreglado: las personas adecuadas habían sido informadas y a nadie más le importaba.
Caminamos entre las cintas transportadoras de equipajes. Yo iba del brazo de mi padre y pensé que me encontraba de vuelta en un lugar que nunca había esperado volver a ver: Nueva York. Antes de salir de la zona de recogida de equipajes, mi padre y yo mantuvimos una última conversación sobre mi futuro inmediato. Insistió por última vez en que debía volver a Texas un tiempo para recuperarme, pero lo dijo con tono de resignación. Yo le dije que nunca me iría de Nueva York voluntariamente. Quería volver con Robert y, quizás, a mi trabajo. Él percibió la ferocidad en mis ojos, una ferocidad que se había instalado en ellos desde la noche del sueño, la noche en que todo se me hizo claro. No le había hablado a mi padre de esa noche, por supuesto, pero a la mañana siguiente mandé una nota al funcionario del gobierno rumano que me había visitado en la que le comunicaba que mi nombre era Evangeline Harker, que era, por supuesto, estadounidense, y que estaba preparada para abandonar el convento. Las hermanas de San Basilio mostraron un alivio evidente. Mientras nos alejábamos en coche, ellas se santiguaron y dieron las gracias a Dios en susurros por haberlas liberado. Era una sabia muestra de gratitud; unas cuantas noches más allí y podría haberlas masacrado a todas mientras dormían.
Yo no llevaba equipaje y parecía una miserable. Mi padre me empujaba hacia delante y yo me sentí como una hoja pegada a su abrigo. Se colocó en la cola de la aduana y se volvió hacia mí: me di cuenta de que quería decir algo. Durante el tiempo que habíamos pasado juntos no habíamos hablado mucho de los detalles de casa. Él no había mencionado a Robert, lo cual no era una sorpresa: nunca le había gustado que hubiera ningún hombre en mi vida. Antes del vuelo, en el aeropuerto de París donde habíamos hecho tránsito, yo le pregunté quién nos estaría esperando en el JFK y él contestó: «Tu madre y tu hermana».
—¿Y Robert?
—Él va por su cuenta.
—Pero ¿lo sabe?
Mi padre se encogió de hombros.
—Tu madre se encarga de todo eso. Yo ya tengo bastante con preocuparme con cómo acaba.
Le dije que quería utilizar su teléfono móvil para llamar a Robert.
—Es mejor que esperes —repuso, y supe que algo iba mal. ¿Cómo podría haber sido de otra manera? Yo había desaparecido, se me había dado por muerta durante meses y mi prometido había encontrado consuelo en alguna parte. No podía culparle. De hecho, me sentí aliviada por él. ¿Cómo hubiera podido ser su esposa y no contarle toda la verdad? Lloré, allí en la cola de la aduana, pero, en verdad, sabía que era lo mejor. Había temido el momento del encuentro con Robert. Había tenido un sueño en el cual empezábamos a hacer el amor y él me quitaba la ropa pieza por pieza hasta que yo me quedaba casi desnuda y, entonces, él veía las marcas de mi cuerpo y se echaba atrás. Por favor, que no se me interprete mal. Yo quería volver con él. Yo amaba a mi hombre. Pero no podía soportar pensar en ese momento, lo que yo sabía que era inevitable.
Salimos de la aduana a un gran vestíbulo en pendiente y a la primera persona que vi fue a Austen Trotta, que se encontraba al final de la rampa con un ramo de azafranes y rosas amarillas. No me veía: estaba mirando en otra dirección. Mi padre me sujetaba por el codo con la mano, y me dio un apretón. No le gustaba mucho esa situación, pero yo sentí una profunda gratitud; quizás Ian estaría allí también, y Stim.
Austen me vio, pero antes de que yo llegara hasta él, mi padre me desvió hacia mi madre y mi hermana, que nos abrazaron con una alegría y una tristeza irrefrenables. Lloraron y rieron. Nunca habían imaginado que yo podía tener un aspecto tan terrible. Mi padre se había acostumbrado a verme, y quizás había intentado describirles cuál era mi estado, pero nada podría haberlas preparado para ello. Mis brazos habían adelgazado, mis mejillas y mi barbilla tenían la protuberancia de los huesos. Llevaba el pelo revuelto y rizado, lo cual me recordaba lo que se decía de los muertos: que les continuaba creciendo el cabello en la tumba. Estaba más que pálida, y mis movimientos eran como los de una anciana de ochenta años, sólo podía dar un paso cada vez antes de detenerme. Pero estaba dispuesta a darme tiempo, y ya lo verían. Iba a recuperarme y me pondría más guapa que nunca. Cuando volviera al trabajo, volvería a parecer una persona. Mientras abrazaba a mi madre eché un vistazo al vestíbulo buscando a Robert. Sentí un pinchazo de dolor en el corazón que casi no pude soportar.
Austen nos interrumpió.
—Querida... —dijo, y nos abrazamos.
Vi el precio que mi desaparición le había supuesto: sus ojos percibieron mi horror. Nunca había visto llorar a ese hombre, pero los ojos se le llenaron de lágrimas y apartó la vista. Me puso las flores entre los brazos.
—¿Cómo está Ian? —pregunté, discretamente decepcionada de que mi mejor amigo del trabajo no hubiera venido.
Austen me abrazó otra vez y casi aplastó las flores. Temblaba. Inmediatamente supe que mi querido Ian se había ido también. Austen ni siquiera tuvo que decírmelo. «Todo está destruido», pensé. Unas ideas todavía más oscuras y violentas me vinieron a la cabeza. Las lágrimas me cayeron por las mejillas y mi padre se puso furioso.
—Un mal momento para decírselo —dijo en voz alta para que le oyéramos.
Austen saltó:
—¿Y cuándo hubiera sido un buen momento, según su opinión?
—¿Cómo fue? —pregunté, preparándome para oír las primeras noticias de Torgu—. ¿Dónde?
—Justo después de que te marcharas. Fue... vírico... creo. —Austen volvió a apartar la mirada.
Mi madre le dio las gracias por las flores y nos dirigimos hacia la calle, donde un coche nos estaba esperando. Austen le susurró algo a mi madre. Luego realizó una de sus características reverencias, un ligero saludo con la cabeza, y se marchó.
Mi madre se volvió hacia mí con un gesto abrupto:
—Yo querría saberlo —dijo.
—¿El qué?
—Tu padre está en contra, pero yo no estoy de acuerdo con él. Yo querría saberlo.
—Dímelo.
—Tu prometido ha intentado suicidarse.
Las flores se me cayeron y se esparcieron por el suelo, a mis pies.
Treinta y ochoRobert estaba vivo. Estaba en casa, esperándome. Un profundo temor me atenazó. También me asaltó la furia. Nada había terminado. Mis secretos me quemaban como heridas en carne viva.
En el coche, de camino al apartamento, mi madre me lo explicó con diplomacia. Él había ido a mi oficina y se había cortado las venas en un ataque de desesperación. El guarda de seguridad de la planta veinte, Menard Griffiths, le encontró a tiempo y le salvó la vida. La convalecencia había sido brutalmente difícil, pero había mejorado lo suficiente como para abandonar el hospital. Llevaba dos semanas fuera y se trasladaba con muletas, pero se negaba a permanecer en cama. Un coche de alquiler le llevaba de una cocina a otra, e incluso había empezado a reunirse con un arquitecto para planificar una panadería en Brooklyn. No había ido al aeropuerto a petición de mi madre. Ella había tenido miedo de que verle con las vendas y con las muletas hubiera sido demasiado para mí.
Me llevaron directamente a verle, tal y como habían planeado, y me dejaron allí. El abrió la puerta del apartamento con ojos encendidos. Yo me eché en sus brazos y él acercó los labios a mi oído, pero no dijimos ni una palabra. Había abierto una botella de vino y había preparado una quiche. En el equipo de música sonaba suavemente una melodía de Gershwin. Comimos y bebimos mientras el ruido de las sirenas llegaba desde la calle. Yo estaba hambrienta y me sentía débil. Él lavó los platos y luego nos acurrucamos en el sofá, todavía callados.
Al final, habló:
—Lo siento.
—Yo también.
—No parece real, ¿verdad? Nada.
Yo deseaba contárselo todo, deseaba liberarme de mi carga. Pero era imposible.
—Finjamos, por un momento, que nada de esto ha sucedido. Finjamos que acabas de pedirme la mano y que yo acabo de decir que sí.
Él me abrazó, y le oí un ligero sollozo de dolor. Una de las vendas tenía una mancha de sangre y me aparté de él. Me levanté del sofá.
—¿Qué pasa? —me preguntó—. No es nada.
Yo me cubrí los ojos con las manos en un intento por detener las lágrimas. Él alargó una mano hacia mí, pero yo negué con la cabeza. Corrí al lavabo y vomité la quiche y el vino. Él me pidió que saliera del baño, pero yo no quería. Pasaron unos minutos. Me miré en el espejo y me vi el rostro devastado: escupí unos insultos. «¡Zorra! —grité—. ¡Puta!»
Cuando salí, él estaba en el sofá y su rostro tenía una expresión dura. Había empezado a ver la verdad. Sentí su cuestionamiento en mi mente, con tanta fuerza y claridad como oía el incesante murmullo de los nombres de lugares. Torgu se encontraba allí, haciendo señales como un faro. Robert desconfiaba de mí, a pesar de que no podía saber por qué. Desconfiaba de que yo hubiera vuelto de verdad, y tenía razón. Todo eso era falso. Esa noche me quedé con él y nos besamos un poco, pero me di cuenta inmediatamente de que él no estaba de humor para nada más. Yo tampoco lo estaba. Dormimos vestidos en la cama. Me hizo unas cuantas preguntas delicadas acerca de qué me había pasado y notó mi incomodidad. Yo no pude responderle y él desistió. En el silencio que se hizo entre nosotros, con el ruido de la lluvia de primavera contra la ventana, yo oí el tictac del reloj de nuestro amor.
A la mañana siguiente tuvimos una breve conversación mientras él preparaba unas tortitas de limón con mermelada de frambuesa.
—Puedes quedarte conmigo un tiempo —dijo mientras trabajaba en la cocina—, si quieres.
Yo me estaba tomando el café.
—Gracias, pero no.
—Lo digo de verdad. Me gustaría. —Se apartó de la cocina—. Nos haría bien a ambos.
—No, Robert.
Mis palabras le hirieron, y yo me sentí mal. Él volvió a ocuparse de la comida.
—No voy a dejar que te alejes de mí —dijo.
—No, cariño. Sólo quiero decir que voy a necesitar un poco de tiempo.
Él asintió con la cabeza, de espaldas a mí.
—¿Cuánto tiempo? ¿Quieres decir una semana, un mes, un año? Me doy cuenta de que algo ha cambiado.
—¿Ah, sí?
—Eres una mujer distinta.
—¿Entonces por qué me quieres, si soy distinta?
Él revolvía la mermelada de frambuesa mientras les daba la vuelta a las tortitas.
—No voy a dejar que te alejes de mí —volvió a decir, como si hablara consigo mismo.
Yo volví a mi apartamento. Me pareció que era un museo dedicado a la chica que yo había sido una vez. La ropa de los armarios olía a otra persona. Mi madre había puesto flores frescas en la habitación y había llenado la nevera con comida sana. Yo la tiré toda. Al cabo de una semana, mis padres y mi hermana se marcharon de la ciudad y yo estuve sola otra vez.
Pasaron los días. Evité a mis amigos y los sitios que había frecuentado. Me parecían una insignificancia de la que me podía deshacer. Caminé por la ciudad buscando señales de Torgu. Me puse fuerte de nuevo. Fui a carnicerías y compré kilos de carne cruda. Austen me llamaba a menudo y me preguntaba por mi salud. ¿Ya estaba comiendo? ¿Hacía ejercicio? Al principio no sacó el tema del trabajo, pero cuando pasaron unos días mencionó que todo el mundo en la planta veinte se alegraría mucho de verme. Yo no le creí.
Llamé al número de Stim del trabajo, pero no contestó. Comí con Austen, pero éste no contestó a las preguntas que le hice sobre Stim.
Vinieron a verme unos miembros del cuerpo de policía, y me sometieron a unos amistosos interrogatorios. Debí de pasar la mayor parte del mes de marzo en una charla constante. Querían saber si había visto de verdad a Ion Torgu. ¿Había conseguido confirmar su identidad de forma oficial? Repasamos una y otra vez la descripción física. Yo me daba cuenta de su escepticismo. La mayoría de ellos no creía que yo me hubiera encontrado con el verdadero Torgu. Sus preguntas apuntaban a una teoría incipiente: yo había caído en las garras de una especie de sádico que había adoptado el papel adecuado para tenerme en su poder. Unos especialistas en salud mental afirmaron que yo había sufrido un trauma. Unos médicos me examinaron y concluyeron acertadamente que no había sido violada. No me creyeron cuando dije que él se encontraba aquí, en Nueva York; ni parpadearon. Nadie mencionó a Clementine Spence. Pensaban que todo ese asunto había sido un extraño entretenimiento.
—Él tenía la intención de venir aquí —les dije.
—Ya nos lo ha dicho.
—¿Han hecho algún intento de comprobarlo?
—¿Y cómo podríamos hacer eso, exactamente?
—Tienen una descripción. Tienen un nombre. ¿No pueden comprobar las listas de los vuelos al país durante los últimos tres o cuatro meses?
—Señorita Harker, ¿tiene idea de lo difícil que es eso?
Mis pesadillas empeoraron. Tomé somníferos, pero no resultaron de ninguna ayuda. Mis noches empezaron a parecerme un preámbulo. Oía las voces, los nombres de lugares, con tanta constancia como las bocinas de los coches en la calle. A veces caminaba por el West Village hasta las tres de la madrugada y nadie me importunaba. Me quedaba delante del apartamento de Robert, vigilando, como para protegerle de mi propia violencia. Iba al gimnasio. Salía a correr con un tiempo inclemente. Comía como un caballo: hamburguesas y filetes y entrañas.
Fui a la Biblioteca de Nueva York y consulté libros sobre vampiros. Me introduje en un laberinto de misterios, pero hice algunos descubrimientos también. Los libros más acertados hablaban de folclore y de temas médicos, nada de lo cual me importaba. Otros libros ahondaban en la oscuridad: crucifijos y espejos y agua corriente, murciélagos y lobos en noches de luna, una burla de la verdad una y otra vez. Torgu no me había mordido; sus dientes se descomponían. Él utilizaba un cuchillo y un cubo: sus métodos no tenían nada de sobrenatural. En todo caso, trabajaba con crudeza, como si acabara de salir de la Edad de Piedra. ¿No se suponía que los vampiros eran los asesinos más elegantes? Vi películas y encontré todavía más contradicciones: los vampiros no se reflejaban en los espejos y detestaban el ajo. Pero yo había visto a Torgu en el espejo del hotel. Torgu se reflejaba en los espejos y cocinaba pollo con ajo. ¿O era con romero? Los vampiros se escondían de la luz del día y detestaban los crucifijos. Yo no había visto a Torgu durante el día nunca, pero sabía que mostraba una clara afición a los símbolos e inscripciones religiosas. Él era muy viejo: me había hablado del funeral de su padre, la ofensa a los muertos, y en esos momentos me vino a la cabeza que estaba hablando de sucesos que habían ocurrido miles de años atrás. Descendía de una gente de la cual yo nunca había oído hablar. ¿Y qué era lo que Clemmie me había dicho? Dos millones de años de asesinatos en forma humana. ¿Qué significaba eso? ¿Era posible que fuera tan antiguo? Mi mente se rebelaba ante esa idea, pero algo de verdad había en ello. Y me vino a la cabeza otra verdad: la mordedura de Torgu eran sus palabras. Sus palabras tenían colmillos, penetraban mis oídos como el veneno, y aunque entraban por ese conducto, envenenaban la mente. Yo había oído los nombres y ahora deseaba sangre. Por tanto, ¿no era yo un vampiro? No me importaba la luz del sol. Era capaz de controlar mis apetitos, aunque el esfuerzo era enorme. Había entrado en las iglesias y no había sucedido nada. Los crucifijos asustaban a Drácula, pero sólo cuando se encontraban en manos de creyentes. Torgu había escupido al oír nombrar a Drácula. Yo había herido su dignidad con ese nombre, porque mencionarlo era envilecer el verdadero horror, porque ese personaje ficticio era una mentira sobre lo fundamental de la especie. Pensé en Drácula durante todo ese tiempo. Drácula era un chiste.
Todo eso era un preámbulo. Me interesé por la historia. Quería saber todo lo que fuera posible sobre el pasado sangriento de la ciudad de Nueva York. Ansiaba conocer los cementerios improvisados que se encontraban bajo las piedras, los lugares donde se había enterrado a los esclavos azotados y a los piratas desmembrados, donde habían caído las víctimas de la batalla de Brooklyn, donde habían sido profanados en su muerte por las tropas británicas. Quería saber más cosas sobre criminales y mafias, sobre cuchillos y armas de fuego. Robert y yo empezamos a salir otra vez y, poco a poco, intenté mostrarle mi nuevo yo. Durante nuestros paseos por el centro de la ciudad, le guiaba hasta una calle en concreto y le contaba alguna historia sobre algún horrible suceso, y él me suplicaba que parara. Me decía que dejara de leer esos libros sobre atrocidades. Lloraba.
Todo eso era un preámbulo; el resto, distracciones. A mediados de abril nos fuimos a vivir juntos. Fue una concesión por mi parte. Mantuve mi apartamento gracias a la ayuda de mi padre, pero Robert se negó a aceptar una negativa como respuesta.
Un día, mientras hacía paquetes en mi casa, llamaron a la puerta. Al abrir me encontré con un hombre de pelo muy corto vestido con un traje barato.
—Siento interrumpirla, señorita —dijo.
Era más bajo que yo, tenía la piel oscura y se le notaba cierto acento, pero mostraba la autoridad de un policía. Yo dudé un momento en abrir la puerta del todo.
—No se preocupe —me dijo.
Le permití entrar y él se presentó como Rení. Trabajaba para la Interpol, pero no había venido con carácter oficial. Un amigo suyo de París le había pedido que se pasara por mi apartamento para saludarme y para hacerme unas cuantas preguntas acerca de un caso que se encontraba en un atolladero.
Rechazó el café que le ofrecí y nos sentamos.
—¿Conoce a esta mujer? —preguntó mientras me acercaba una fotografía de Clementine Spence por encima de la mesa de café. Estaba un poco movida y se veían unas montañas de fondo. Yo pensé que se la habían hecho en Cachemira. La mano me tembló un poco al coger la foto y el visitante se dio cuenta.
—Clemmie Spence —dije.
—Sí.
—Viajamos juntas por Rumania. Antes de... todo.
—Comprendo. Mis colegas me han mandado un informe sobre su trabajo. ¿Me permite? —Sacó un montón de documentos de su abrigo—. Unos cuantos detalles serán de mucha ayuda.
Yo dejé la foto en la mesa.
—¿La han encontrado?
Él dejó los documentos encima de la mesa y clavó sus ojos en los míos. Sin pronunciar ni una palabra, me estaba haciendo una pregunta.
—¿Se encuentra en dificultades?
Él se aclaró la garganta. A mí me empezaron a temblar los brazos, como si la habitación se hubiera enfriado de repente. A Robert no le gustaría saber que ese hombre estaba allí. Mi padre se hubiera encolerizado. Yo deseé contárselo todo, pero no sabía por dónde empezar.
—He pasado por una época muy difícil —le dije—. Siento no poder controlar mis emociones.
—Lo comprendo, señorita, pero esta mujer de la foto está muerta. Su cuerpo fue encontrado debajo de un colchón en un hotel de Rumania no muy lejos de donde la encontraron a usted. ¿Es posible que la viera usted allí? ¿Otra vez? ¿En algún sitio?
Yo intenté contárselo. Intenté pronunciar las palabras, pero se me atragantaron. Una emoción que no podía definir me desbordó, monté en cólera, sentí vergüenza y terror por todo. «Todo es un preámbulo», quería decirle. Él se alarmó, se dio cuenta de que esa visita improvisada de parte de su amigo había sido un error de estrategia. Si se sabía que había llevado a cabo una interrogación fuera de programa, a cuenta de otra persona, tendría que pagar un precio muy caro. Ningún amigo se merecía asumir tantos problemas por su causa. Incluso en el estado en que me encontraba, me di cuenta de qué le sucedía. Cuando volví a levantar la vista, se había marchado. Ni siquiera se había molestado en dejarme su tarjeta.
Treinta y nueveRobert insistió en que celebráramos una cena y yo pensé que era una idea sensata. Invitó a cuatro parejas: dos de sus mejores amigos y sus esposas y a dos de mis mejores amigas y a sus compañeros. Hacía meses que no les veía. Sacó la vajilla Lenox de su madre. Tres años antes había comprado vino en primeur en el sur de Francia y todavía no lo había abierto, se trataba de un burdeos que satisfacía su gusto por lo caro y lo absurdo y cuyo bouquet, se suponía, contenía trazas de grasa de cerdo. Insistió en abrir tres botellas. Hubo cigarros, arreglos florales primaverales de Simpsons y él preparó su especialidad: tarte aux
pommes.
Llegaron los amigos. Al otro lado de las ventanas, esa noche de finales de abril era fría y nos hacía apreciar ese perfecto ambiente acogedor típico de Nueva York: gente sentada alrededor de una mesa en un apartamento del segundo piso del West Village. Pasamos la noche charlando.
Cuando íbamos por la tercera botella de vino, la esposa de uno de los amigos de Robert formuló una pregunta sorprendente. Ella formaba parte de un club de lectura cuya última elección había sido una biografía de la familia Gotti. Era evidente que no conocía las circunstancias relacionadas con sus anfitriones: nadie se las había explicado. Además, estaba un poco borracha.
—¿Habéis conocido alguna vez a alguien que haya sido asesinado? —preguntó, como si eso no fuera posible.
Robert levantó la vista hacia mí. Hacía muy poco que se había quitado las vendas de las muñecas. Apretó los labios y me miró pidiéndome paciencia.
—¿Has oído hablar del incendio de la fábrica Triangle Shirtwaist? —le pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—Sucedió no muy lejos de aquí, hacia el sur, en 1905. Ciento veintisiete personas murieron y yo siento como si las conociera a cada una de ellas. Me siento como si los hubiera visto quemarse vivos.
—Querida —interrumpió Robert.
—¿Eso cuenta? —le pregunté a esa imbécil.
Ella parpadeó, sorprendida. Tenía un trozo de pastel en el labio superior.
—Hay otra cosa que me atormenta un poco —continué—: ¿Conoces el tema ese del 11 de septiembre?
—Lo siento —dijo en tono suplicante—. He sido una idiota...
—Y eso fue solamente la punta del mismo iceberg que hundió al Ti tank...
—Evangeline —cortó Robert.
Me llenó la copa hasta el borde.
—Justo debajo de este edificio, debajo de los cimientos, en el lecho de roca, hay cinco nativos abenaki que fueron estrangulados mientras dormían después de haber ganado a las cartas. Estaban borrachos mientras los estrangularon. Tenían a sus mujeres río arriba. Uno de ellos había abrazado en secreto a Jesús como su señor y salvador, pero los asesinos no lo sabían. Quizás eso los hubiera detenido, no lo sé.
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó la imbécil con voz temblorosa.
Yo deseé cortarle el cuello.
CuarentaHacía dos semanas que Robert se había quitado las vendas. Estábamos a punto de meternos en la cama. Había sido la primera noche cálida de primavera y las ventanas estaban abiertas. La brisa se arremolinaba en nuestra habitación.
Robert había vuelto de la cocina de uno de los restaurantes y olía deliciosamente, como a carne asada. Se sentó en la cama vestido con su bata y se puso a leer los periódicos del día, tal y como hacía a menudo. Sin llamar la atención, fui al fondo del vestidor y saqué la caja de Ámsterdam. Me preguntaba si él se habría olvidado de ella. Era un buen chico judío, demasiado educado para volver a hablar de ese asunto, especialmente ahora con la nueva situación. Me metí en el baño y desenvolví la pieza más exótica, la que estaba hecha de cuero negro. Tenía unos agujeros en los puntos críticos que estaban cubiertos por unas pequeñas cortinitas de bolitas metálicas; me convertí en una casa cuyos puntos de entrada importantes se escondían tras unas cortinas de acero.
Me sentía hambrienta y, mientras me envolvía con las correas, me excité. Me gustaba lo que Robert había imaginado. Me cubrí con un albornoz.
Le llamé desde el lavabo.
—Enciende la luz y cierra las cortinas.
Aunque un poco sorprendido y vacilante, él hizo ambas cosas.
—Cierra los ojos —le dije.
Cuando entré en la habitación vi que había cruzado los brazos sobre el pecho y que tenía los ojos cerrados.
Me quité la bata.
—Ábrelos.
En ese momento tuvimos una gran oportunidad. Su rostro adoptó una expresión como de gratitud, como si yo hubiera cumplido una promesa que él hacía tiempo que se reprochaba haberme obligado a hacer. Pero no duró mucho: la oportunidad murió al instante. Su rostro adquirió la misma palidez que había tenido durante los primeros días después de mi vuelta. En ese instante supe que había cometido un error catastrófico, pero también supe otra cosa. Su rostro se puso rojo. Le temblaba la cabeza, casi de forma involuntaria. Apretaba con fuerza el periódico que tenía entre las manos.
—Quítate esa mierda.
La cálida brisa le revolvió el pelo. Las cicatrices de sus muñecas brillaron a la luz del día. Yo avancé hacia él.
Cuarenta y unoTodo fue un preámbulo. Continué dando mis paseos, pero ya no recorría el barrio de Robert. Deambulaba más al sur y me acercaba cada vez más al agujero en el suelo. Comía palomas en la oscuridad. Una noche, mucho después de que anocheciera, llegué a la valla que rodeaba ese lugar y apreté el rostro contra el frío acero de la misma. No podía ver gran cosa allí abajo, pero noté el espacio que abarcaba. Nunca antes había ido a la zona cero. No había querido hacerlo. Dejé que la oscuridad de ese agujero me embargara hasta que cobró forma ante mis ojos. Me di cuenta de que no era una oscuridad vacía, en absoluto.
No había pasado mucho rato cuando me di cuenta de que había otra presencia allí. Yo me encontraba de pie a unos noventa metros de uno de los extremos del agujero, en una intersección entre dos calles. Otra valla se juntaba con la mía perpendicularmente y justo allí, a unos noventa metros o así de la calle adyacente, había alguien que también miraba hacia dentro. Éramos almas gemelas, pero yo tenía hambre. Estaba harta de palomas. Él o ella estaba de pie delante de la valla, era un punto más oscuro entre las sombras, una borrosa figura humana, pero no me importaba en absoluto su identidad. No me importaban ni la raza, ni la religión ni el sexo. Aceleré el paso. Recorrí el perímetro de la valla y llegué a la esquina de la calle. Observé los postes blancos de señalización en la penumbra: los nombres de las calles ya no tenían ningún sentido. Giré a la derecha y miré calle abajo hacia donde ésta terminaba en la autopista del West Side. Justo allí, en la esquina, se levantaba mi edificio. Cerca de mí, todavía, delante de la valla, había un ser humano de pie, un contenedor de carne y de sangre. Vi que un coche de la policía recorría despacio la calle en dirección a mí. Yo no tenía nada que temer, pero no quería que me vieran allí. Di un paso hacia atrás, hacia las sombras, justo en el momento en que enfocaban con las luces al otro visitante. Los rayos le recorrieron el cuerpo desde los pies hasta la cabeza, que era enorme.
Estuve a punto de gritar su nombre. Las luces mostraron el rostro, era él mismo, mirando hacia abajo, al agujero, imbuyéndose de esa visión del vacío igual que había hecho yo. Entonces, mientras el coche pasaba de largo, empezó a girarse hacia mí. Yo me alejé, tropezando, de la esquina. Empecé a correr hacia el sur, hacia la punta de la isla, y no miré hacia atrás hasta que hube llegado a las inquietas aguas del extremo del parque. Me quedé en Battery Park hasta el amanecer, esperando a que apareciera en cualquier momento.
LIBRO 11La planta veinteCuarenta y dosSeñor: el Terror ha penetrado en este lugar. Vuestro terror, quiero decir, un tipo de terror que nadie, aquí, parece haber experimentado antes. Como sabe usted bien, estoy acostumbrado a la sensación de que los amos de este lugar estén por encima de estas emociones, que tienen tan mala reputación. El terror es cosa de siervos. Ni siquiera aquel día en que tuvimos que desalojar porque el cielo se nos caía encima, no recuerdo haber sentido verdadero pánico. Ahora, tras vuestra aparición, veo a esta gente tal y como son: unas marionetas en manos del miedo. Vaya una revelación. Personas que cobran unos sueldos de siete cifras se sobresaltan ante su propia sombra. Sus inferiores han empezado a sentirse enfermos de lo que llaman «la enfermedad mortificante». Ha habido otro «suicidio». Cuentan chistes malos acerca de problemas con el audio y cuando se encuentran en los lavabos, se preguntan los unos a los otros si los conductos de ventilación no han dicho nada. Y sin saberlo, han empezado a meter frases de vuestra canción de la misma forma en que los adolescentes del país utilizan el «como si»: igual que pancartas de bienvenida a unas ideas a punto de cobrar forma.
Yo tengo mi propio miedo, también, que debo manejar. Ése es el precio. Al ver que Edward Prince se ha encerrado en su oficina y ha corrido las cortinas, tengo miedo de que las cosas hayan llegado a un punto peligroso, de que gente de fuera se entere de que suceden cosas raras en el programa y vengan a destrozar nuestro proyecto. Prince es algo más que una simple celebridad de la televisión. Es un icono americano respaldado por tres generaciones de dólares del mundo de la empresa, y si se filtra la noticia a los periódicos de esta ciudad de que, de alguna manera, sufre una enfermedad mental o algo peor, que rechaza todo tratamiento y no habla con nadie, si una cosa así llega a la prensa local, eso se va a convertir en noticia nacional e internacional en cuestión de minutos, y recibiremos un tipo de visitas que a usted no le gustarían en absoluto.
Usted pensó en otra posibilidad, estoy seguro, y ha llegado a suceder. Lo diré sin rodeos: la mujer a quien usted imitó con tanta habilidad —y con buenas razones— en nuestro intercambio de correos electrónicos, Evangeline Harker, va a volver al trabajo. Recordará usted que hace unas cuantas semanas mencioné que existía esa posibilidad, a pesar de que en ese momento yo no disponía de fuentes fiables que respaldaran ese rumor. Ahora sí. Ella me lo contó todo durante una serie de mensajes de voz todavía más desesperados. Yo no los he respondido y no lo voy a hacer. Está desesperada por tener compañía humana. Insiste en volver a la planta veinte a pesar de todos los esfuerzos por disuadirla de ello. Se le ofreció un paquete de compensaciones extravagantemente generosas, pero ella no quiere ni hablar de ello. O, mejor dicho, lo aceptaría como un ascenso, pero no como un «soborno» para marcharse. Por alguna razón quiere recuperar su viejo trabajo. Pero Evangeline Harker detestaba su trabajo. Hubiera dado cualquier cosa por irse. Justo antes de que se marchara a Rumania, se había prometido y me dijo que ya daría noticias cuando se hubiera casado. Ese cambio debe de significar algo.
Me doy cuenta de que Austen Trotta, en particular, está complacido por la noticia. Quizá quiera acostarse con ella. Pero si se me permite especular al respecto, creo que se trata de otra cosa: más bien parece que Trotta sabe que todo ha cambiado en la planta veinte y que ese cambio tiene que ver con esta mujer y, para serle sincero, con usted. Usted nunca me ha dejado claro el alcance de la interacción que hubo entre usted y Evangeline Harker en su país. Percibo su incomodidad ante este asunto y me he resistido a la tentación de insistir en ello. Pero si ha habido algún momento adecuado para comunicar la verdad, es éste, para que yo pueda saberlo y resultar de alguna ayuda.
Trotta pasa mucha parte de su tiempo al teléfono, arrinconado en su habitación, dando la espalda a la puerta para que nadie le oiga. ¿Con quién habla?, me pregunto. ¿Con ella? ¿Qué le dice ella? ¿Está usted completamente seguro de que no se reunió con esta mujer en Rumania? Realizó usted una imitación de ella tan brillante para ganarse mi confianza que, por supuesto, no puedo evitar preguntármelo. Pero si no es así, vuelva a decirme cómo consiguió acceder a su cuenta de correo electrónico. Es importante saberlo, por ejemplo, por si se da la poco probable situación de que ella le vea, por si ella pudiera identificarle. Y si ella pudiera hacerlo, ¿qué tipo de ideas le cruzarían por la mente? ¿Es ella uno de los nuestros, en algún sentido? No es que esté siendo nacionalista, ni etnicista ni exclusivista, en este asunto, pero si supiera que ella ha oído su voz, yo me quedaría más tranquilo. Nada debe obstaculizar este último tramo del negocio. Stimson.
Stimson, usted ha oído sin escuchar. Ha mirado sin ver nada. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puedo hacerle comprender? Me atosiga a preguntas, preguntas, preguntas acerca de pequeñeces sin importancia. Lleva usted un libro de cuentas de nimiedades y, cada día, me asalta con ellas. Cuando habla usted de mi canción, ¿la comprende? ¿Comprende quién la canta? ¿A quién escucho yo? Permítame que se lo explique como a un niño que acaba de tomar conciencia de que existen unos antepasados muertos. Porque ésta es la respuesta a su pregunta: yo escucho a sus antepasados. ¿Sabe usted quiénes son? ¿Debo nombrarle a unos cuantos de ellos, a una pequeña parte, para que pueda usted reconocer sus rostros cuando vengan a por usted desde las sombras? ¿Conoce usted la ciudad romana de Tesalónica? En el siglo IV d.C, el emperador Teodosio masacró a siete mil ciudadanos en el hipódromo, los hizo cortar a trozos con cuchillos y hachas. Ochocientos años más tarde, los mercenarios sicilianos asesinaron a la misma cantidad de personas, y novecientos años después de eso, los invasores alemanes acabaron con siete veces esa cifra, cuarenta y cinco mil judíos que fueron esclavizados, deportados o asesinados. Levantaron el enorme cementerio de los judíos y obligaron a que los vivos suplicaran por los cuerpos de sus seres queridos. Y yo he hablado con todas esas personas en mi momento. ¿Lo comprende? ¿Se da cuenta? ¿No es eso suficiente? ¿Conoce usted el canal de Panamá, esa enorme tumba que se tragó a decenas de miles de jamaicanos que fueron transportados en tres trenes de la muerte desde un día de distancia desde sus chabolas hasta ese terreno de tumbas llamado Monkey Hill, un agujero que fue excavado por veinte de cada cien, por un tercio de ese ejército que cavó su propia tumba en el suelo? ¿Conoce usted sus nombres? ¿Ha visto sus rostros? ¿Ha escuchado usted sus historias? Yo sí, y usted lo hará. Están viniendo. Les tengo en mi corazón, y bebo y les oigo. ¿Sabe usted algo de los ocho millones de muertos en el Congo, del millón de armenios masacrados? En este último siglo, joven amigo, ciento ochenta y siete millones de personas han sido destruidas a manos de seres humanos, más que en los siglos previos de asesinatos, una décima parte de la población del mundo, y ha sucedido en todas partes. Para usted, ésta sea, quizás, una cifra asombrosa. Para mí es mucho más. Yo sé sus nombres y conozco sus rostros. He heredado ese don. Ellos vienen a mí, uno a uno, en una sucesión interminable, y su dolor no cesa. Su dolor me inunda, y debo escucharles. Y pronto, usted también escuchará. Usted y los demás, la raza entera, compartirán este peso insoportable conmigo.
Si no comprende usted esto, entonces permítame que responda, como usted, sin rodeos. Debo pedirle por última vez que no vuelva a hacerme esa pregunta acerca de esa mujer. Si Evangeline Harker vuelve y se convierte en un problema, ese problema será manejado igual que se han manejado los otros. Mientras tanto, usted tiene solamente una tarea, y sabe cuál es.
¿Tenemos ya una reunión con Von Trotta?
Señor: no la tenemos, de momento.
Esto es inaceptable.
Señor: lo estoy intentando.
Stimson: Seguro que sabe usted el poco significado que esta frase tiene para mí: «lo estoy intentando». No me importa que lo haya intentado. Intentarlo no es nada. Necesitamos a Von Trotta. El resto de esta gran variedad de vagos profesionales llegará a comprenderlo demasiado tarde. Solamente este hombre parece haber intuido algo que le inquieta hasta un punto que es apropiado para el asunto que tenemos entre manos. Pero si hablamos, estoy seguro de que su mente atormentada descansará. Cuando haya oído lo que usted ha oído, cuando conozca la verdad sobre las voces y las visiones de su mente, podrá traer a los demás. Se convertirá en un defensor. Me he dado cuenta de que, con muy pocas excepciones, mi voz es el mejor medio para ganar la opinión positiva de los demás. Von Trotta, de entre toda la gente, ese viejo sabio judío, hijo de viejos sabios judíos, escuchará y será dominado. Y yo sé exactamente cómo presentarle el tema. A pesar de todo, es cosa suya el abrir la posibilidad de que tengamos una conversación. Eso no lo puedo hacer yo.
Señor: No tenía ni idea de que tantas personas murieran por causa de los seres humanos en el siglo XX. Estoy asombrado. Lo comprendo. Me siento fortalecido por lo que me ha contado. Quiero oír lo que usted oye. Quiero compartir el peso. Me encargaré de que se celebre esa reunión, tal y como me ha pedido.
Diario de terapia de Austen Trotta
20 de mayo
Ya no puedo tomar decisiones. Casi no soy capaz de enlazar una idea detrás de otra: he perdido esa capacidad. En cuanto cierro los ojos, esas cosas innombrables vuelven a aparecer. Esta mañana he apaleado a mi perra casi hasta matarla. Pobrecita. No dejaba de gimotear pidiendo agua, así que fui hasta donde estaba y le clavé la bota en las costillas una y otra vez hasta que se calló. La criada me encontró acunando al animal y llamó al veterinario. Luego el veterinario me llamó y me dijo que había avisado a la Asociación Protectora de Animales y que lo que había sucedido era una atrocidad. Yo no podía decirles la verdad, que no le había dado patadas a un perro sino que se las había dado a un judío. En mi mente, yo di patadas a un judío que me había estado suplicando por el cuerpo de su esposa. Dios, dios, dios. Prince continúa llamándome por teléfono. Está en la oficina de al lado. No tiene ningún sentido. Él podría venir aquí, o yo podría ir allá, pero tiene las cortinas echadas y la puerta está cerrada, y si no sale, debe de ser por alguna razón y yo ya no quiero saber cuál es. Algo le ha ocurrido, ha sufrido alguna conmoción que no es capaz de explicar por sí mismo. No quiere hablar ni con los amigos íntimos ni con la familia; es un estado preocupante en un hombre que nunca se ha encontrado sin saber qué decir. Dice que solamente quiere hablar conmigo, y solamente por teléfono, pero cuando hablamos, todo es un sinsentido, nombres de lugares en los que ha estado o a los que le gustaría ir, todo eso mezclado con un intento de advertirme de algún oscuro destino. Aun así, sus tonterías parecen cernirse sobre mis pesadillas. Esta mañana empezó a hablar de Salónica, Salónica, Salónica, no se callaba ni un momento, y yo no le dije ni una palabra, pero ése es el mismo lugar donde yo le daba patadas al judío, el cementerio de Salónica. No me pregunte cómo lo sé, pero lo veo tan claro como veo el Hudson al otro lado de la ventana, tan claro como el hecho de que existe ese maldito cráter al lado de nuestro edificio. Y hablando del cráter, se me ha ocurrido pensar, aunque no se lo he dicho a nadie, que el desastre de septiembre se encuentra en las raíces de todo esto, que aquí en la planta veinte hemos empezado a experimentar una alucinación colectiva aplazada relacionada con el trauma de ese día. Después de todo, nuestro edificio fue casi destruido por la torre sur. Todo el mundo salió vivo, pero fue solamente cuestión de minutos. Estábamos muy cerca cuando se derrumbó, oímos el avión chocar contra el lateral del primer edificio, vimos los restos de la gente mientras corríamos fuera. Después de evacuar, no volvimos a este lugar durante dos años. Felizmente, nos quedamos en el bunker del centro de la emisora en la calle Hudson, y yo no quería volver aquí y así se lo dije a la empresa, y no era el único. Pero Bob Rogers y Edward Prince insistieron. Bob Rogers y Edward Prince no se dejarían amedrentar por los terroristas. No se dejarían espantar. Fueron Rogers y Prince, los bastardos, quienes quisieron volver aquí, a pesar de que este lugar era una colosal ruina abrasada, a pesar de que una mujer había muerto en el derrumbamiento, a pesar de que algunos cuerpos habían aterrizado sobre el tejado abuhardillado. ¡Qué locos! ¿Es extraño que Prince haya perdido la cabeza? Probablemente, la enfermedad empezó en cuanto nos trasladamos a este lugar. Ahora me doy cuenta. Todo fue mal a partir del momento en que volvimos aquí. El joven Ian murió. Evangeline tuvo esos problemas. Los aparatos técnicos se estropearon. Esa horrorosa mañana nos persigue, pero Prince no me deja que se lo explique y cada vez que le amenazo con llamar al médico, o a cualquiera, me dice que va a hacer algo drástico. Se refiere al suicidio, ¿debo creerle? Estoy confundido. Hace varios días que está allí metido, aunque sospecho que sale por la noche y a veces me parece oír otra voz al teléfono, pero no podría jurarlo.
Dejando a un lado las especulaciones sobre el 11 de septiembre, cada vez tengo una conciencia más profunda acerca de la naturaleza de este problema. No diré que lo comprendo, sería mentira. Pero tengo una serie de pistas a partir de las cuales empezar a trabajar, y todas ellas apuntan en dirección a ese hombre, Ion Torgu, a quien Prince afirma haber hecho una entrevista a pesar de que no ha sido visto y quien, según los registros del Departamento de Estado, no ha entrado en el país, o al menos no lo ha hecho legalmente. Esto tiene sentido. Si es una figura del hampa, no cruzaría la frontera del país con un pasaporte legal. Pero todavía no puedo imaginar cómo Prince ha conseguido que esta entrevista se realice. He mantenido discretas conversaciones con cada uno de sus productores y ninguno de ellos sabía nada de la entrevista. Por el contrario, se sintieron consternados de que su corresponsal no les hubiera ido con la historia a ninguno de ellos. Cuando mencioné que Stimson Beevers era su ayudante, o se rieron o soltaron una maldición.
Y, a pesar de todo, no puedo culpar a la entrevista de todo esto. Eso sucedió hace meses, y aunque observé en Prince un comportamiento extraño, éste desapareció durante un tiempo. Se fue a Rusia para realizar un reportaje y se reunió con un par de celebridades en la costa Oeste. La siguiente vez que le puse los ojos encima, que debió de ser en marzo, se le veía cansado y pensé que su estado mental había empeorado mucho durante el viaje. La vida puede desgastar a un hombre, y creo que ha agotado a Prince por completo. Pero nadie, incluyéndome a mí mismo, quiere decirle que su estado es terminal: su estado de ser humano vivo. Nadie quiere darle la mala noticia de que incluso las amadas figuras televisivas deben enfrentarse a un tiempo que se encuentra lejos de las cámaras.
Y a pesar de ello, aquí estoy, oscilando alocadamente en mis juicios, esperando otra de esas aterrorizantes y susurrantes llamadas telefónicas, pensando que no tiene nada que ver con su edad ni con su estado de salud mental.
Dios, el teléfono otra vez.
20 de mayo,
más tarde ese mismo día
He intentado transcribir la conversación, que fue delirante, y aquí está lo que he podido hacer.
—¿Austen?
—Sí, Edward.
—Gracias a dios que todavía estás aquí.
—¿Adónde podría haber ido?
Sigue un largo silencio.
—¿Hay alguien en la habitación contigo?
—Nadie.
—Gracias a dios. No deben oírnos.
Sigue otro silencio.
—¿Por qué no quieres salir, Ed?
—Es completamente imposible. Imposible.
—Sólo cinco minutos...
—Mierda, Trotta, ¿estás con él ahora?
—¿Con quién?
—Viejo y jodido judío. Lo sabía.
—¿Quién, Bob? Por dios...
Se hizo otro silencio, aunque no duró mucho.
—¿Te dije que vi a dieciocho hombres que volaron hechos pedazos a causa de un arma de 150 mm en Guadalcanal?
—Tú no has estado en Guadalcanal, Ed.
—Eso lo dices tú. Veo sus rostros. Oigo sus voces justo en este mismo instante.
Aquí yo me callé un momento, asaltado por una intuición.
—¿Los ves y los oyes de forma literal?
Él no respondió.
—Esto es muy importante, Ed, porque tú me dijiste que estuviste destinado en Hanford, Washington, durante todo tu período de guerra en calidad de ingeniero del Proyecto Manhattan.
—Era marine.
—No lo eras, Ed. Los rostros que ves, las voces que oyes, son mentira. Alguien te está haciendo ver esas cosas.
Tosió de una manera extraña, como si intentara disimular algo mucho más explosivo.
—Lo siguiente que me vas a decir es que no sobreviví al desastre de Indianápolis.
—No lo hiciste, Ed.
Colgó el teléfono con un golpe fuerte.
Ahora que pienso en esta conversación, en retrospectiva, tengo una sensación de certeza en la boca del estómago, en las tripas. Se trata de ese encuentro con el criminal. En esos momentos, él me dijo que ese hombre le había hecho una oferta, aunque no me dijo cuál. Me he pasado todas las noches en vela desde ese día preguntándome qué oferta podría ser. Lo admito: no estoy intrigado solamente a causa de Prince. También me lo pregunto por mí. ¿Qué puede tener este hombre para ofrecerle a Edward Prince? Y, más importante, ¿aceptó Prince? El corazón me dice que sí lo hizo, aunque es pura especulación y, por tanto, mal periodismo y, por tanto, una vergüenza moral. Y a pesar de todo, creo que Prince aceptó y que lo ha estado pagando desde ese momento. Pero ¿qué es lo que aceptó? Se lo pregunto una y otra vez, pero él no responde nunca. Ignora la cuestión. El teléfono otra vez.
21 de mayo,
nueve de la mañana
Es temprano y tengo la agenda del día muy ocupada, lo cual es bueno. Me he vuelto demasiado distraído por estos estrambóticos fenómenos locales. Al otro lado de la ventana, el sol brilla con fuerza sobre el Hudson. Ha llegado un tiempo cálido, extraño para la época en que estamos, que ha puesto a prueba los millones de aires acondicionados de la ciudad. Es agobiante, el cielo parece estar demasiado bajo. A pesar de todo, nuestras oficinas están frescas, por lo cual me siento agradecido, y sumidas en la penumbra, como si estuviéramos al fondo de unas rocas. La temporada está terminando; sólo quedan dos programas para acabar el año y la mitad de los segmentos de esos programas son repeticiones. Es un momento del ciclo muy agradable, especialmente porque he alcanzado mi cuota y mis productores ya han empezado a filmar las piezas para la próxima temporada. Puedo irme de vacaciones con el pleno convencimiento de que, después de agosto, a mi vuelta, me sumergiré en el trabajo del año siguiente como en una piscina, sin tener ni la más mínima sensación de intranquilidad ni de incomodidad. Y lo que todavía es mejor, empezaré la próxima temporada con un placer inesperado. Nuestra señora Harker va a volver hoy, o eso me han dicho, para retomar sus tareas. Ya ha reservado un viaje a Montana para primeros de junio, con el fin de reunirse con un par de posibles personajes para la historia de los neonazis en prisión, la primera como productora. Para sorpresa general, le he dado el trabajo de William Lockyear y he despedido a su sustituto temporal.
Si dejo a un lado a Prince, y unas cuantas extrañezas persistentes más —la enfermedad que parece haberse extendido por los editores, los suicidios, los problemas técnicos que no parece que se puedan reparar por mucho dinero que la cadena les destine—, puedo decir con honestidad que me siento mejor de lo que me he sentido en un año. El regreso de esa chica me ha renovado. Incluso mi dolor de espalda ha mejorado. Dentro de un mes estaré en el sur de Francia, y todo este año miserable parecerá, en retrospectiva, uno de esos anni horribili que se dan tan a menudo. Otro elemento de irritación. El chico Beevers ha obligado a Peach a que me obligue a mantener una conversación. Estoy seguro de que quiere hablar sobre el trabajo de productor asociado para trabajar con Evangeline, pero él no es de mi agrado. En primer lugar, me parece que las mujeres siempre son mejores productoras asociadas. Y en segundo lugar, ese chico tiene el frío aire del cine. Tengo la sensación de que ha mirado más celuloide en la oscuridad de lo que es adecuado y decente para un ser humano. A pesar de todo, para estar a la altura de este brillante nuevo día, le escucharé.
21 de mayo,
dos de la madrugada
Con cuánta rapidez las sombras engullen la luz del sol. Desearía no haber dejado entrar nunca a esa criatura en mi oficina. Y poco después de que se marchara, por supuesto, sonó el teléfono y era Prince otra vez, que tartamudeaba de forma más alterada que nunca al decirme que yo iba a traicionarle, que no debía traicionarle, que la oferta se la había hecho a él solamente y que si yo la aceptaba, él se lo tomaría como una afrenta personal. Esta vez fui yo quien le colgó.
Desearía que Evangeline llegara. Verla me restablecería el equilibrio. Nunca falla. Un día comimos juntos, no mucho después de su regreso de Rumania, y tenía un aspecto melancólico y escarmentado que yo no recordaba haberle visto. Pero allí estaba, delante de mí; una prueba de que los milagros pueden ocurrir. Incluso con la circunstancia de la enfermedad de su prometido, había conseguido sobrellevarlo, y mientras estábamos sentados en el Café Sabarsky y nos comíamos nuestra crema de salmón ahumado con alcaparras, me informó, con un eco de su vieja ingenuidad, de que la boda iba a celebrarse, por supuesto, pero que la fecha todavía no se había fijado.
Desde esa comida he visto dos veces a Evangeline, y ambas su proximidad ha tenido un efecto saludable en mí. Si no tuviera sentido común, definiría este sentimiento como amor; quizás es más parecido al que siente el padre por su hija. Hoy ella se ha retrasado por algún motivo y he tenido que enfrentarme yo solo con ese pesado mocoso de Beevers. Pero no debo ser desagradable. Ahora, todas las cosas suceden por una razón. Estamos atrapados en una pauta de catástrofes diseñada por alguien que nos desea mal. Bob Rogers cree que es la cadena, pero está equivocado. Esto va más allá de los chanchullos de la cadena, ésa es mi convicción. Las peroratas de Prince no son solamente inquietantes: representan el avance del plan del enemigo y deben contener alguna pista sobre la naturaleza de lo que está ocurriendo. Lo mismo parece con respecto a la conversación que acabo de mantener con Beevers. Y, al repasarla, empiezo a ver el primer esbozo de una cosa que me ha estado acosando desde que el prometido de Evangeline intentó suicidarse: Beevers no me cae bien, pero a pesar de ello le debo el haber iluminado un aspecto de mi inquietud. Se trata de los nombres. La enfermedad se contagia a través de los nombres. Pero me estoy adelantando.
Apareció ante mí a las once de la mañana. Yo levanté la mirada, exasperado, y vi que se encontraba allí, en la puerta, en un punto donde no estaba unos segundos antes. En ese preciso momento, Peach me informó de que Evangeline Harker iba a llegar tarde. Tenía que hacer una repentina visita al médico relacionada con su futuro esposo.
Menciono esto porque esta noticia provocó una transformación en mi visitante. Beevers se aceleró; ésta es la única palabra que encuentro para describirlo. Su habitual gesto de perezosa afectación intelectual —la barriga protuberante debajo de la camiseta, las rodillas prácticamente juntas en su tambaleo característico— adquirió un innegable aspecto de esqueleto humano. Esa babosa tiene huesos, después de todo.
—¿Qué puedo hacer por ti, joven?
Se sentó en mi sofá; hubiera podido quedarse de pie delante de mi escritorio con las manos juntas, pero en lugar de ello prefirió cruzar las piernas, como si tuviera pensado quedarse un rato. Esa decisión, junto con mi repentina sensación de que había un motivo añadido al del empleo, me despertó unos nuevos sentimientos de antipatía hacia él. Sacó el tema de Evangeline.
—Éramos buenos amigos, ya lo sabe.
—Me parece muy poco probable.
—Oh, los mejores. Ian, ella y yo éramos inseparables. Ian, por supuesto, ya no está con nosotros.
Yo rechacé esa broma como si devolviera una botella de vino en mal estado: sin comentarios.
Él estaba visiblemente incómodo. Yo esperé. No iba a aliviarle su sufrimiento. Finalmente, reunió el valor suficiente para hacer una pregunta muy extraña:
—¿Conoce usted, señor Trotta, la cifra de seres humanos que han muerto a manos de otros seres humanos durante este último siglo?
—No le sigo.
—Creo que sí me sigue.
No era una pregunta, en absoluto, sino una amenaza de parte del criminal a través de ese hombre.
—Decenas de millones, diría yo. ¿Por qué lo pregunta?
—Ciento ochenta y siete millones, para ser exactos.
—Es usted un estudiante de historia.
—Pronto.
—¿Es esto de lo que quería hablar?
—Tiene que ver. —Descruzó las piernas—. Una persona quiere tener una reunión con usted —dijo el productor asociado mientras se levantaba y cerraba la puerta de mi oficina.
Desde su escritorio, Peach me miraba con una expresión seria y dubitativa, como si Stimson Beevers pudiera explotar como una granada y hacernos pedazos a todos.
—¿Ah, sí?
—No necesito decir su nombre. Su colega se lo ha dicho. Quizás Evangeline Harker se lo haya dicho también.
—No tengo ni idea de qué está hablando.
Su sonrisa me alarmó de una forma que no puedo expresar con palabras. Constituía una pista física de lo impensable. Él siempre había sido un hombre pálido, de una palidez como el reflejo de la luna en un charco bajo un container de basura; era calvo a una edad demasiado temprana y tenía unos ojos que me parecían como de pez, alunados, inadecuados para la luz natural. Pero todo eso no eran más que unas características humanas normales provocadas por una herencia genética poco afortunada. Lo que me sorprendió durante nuestra conversación fue algo mucho menos habitual. De hecho, superficialmente, sus rasgos habían mejorado. Parecía más robusto, estar más alerta, menos afligido, pero al mirarle con detenimiento, vi los cambios. Para empezar, las venas de las sienes le sobresalían de una manera que yo no recordaba haber visto antes: se veían crestas y cantos en ellas, formaban mesetas. Los ojos, antes bulbosos, se veían hundidos e inyectados en sangre, como si hiciera semanas que no durmiera. Y lo más abyecto de todo, y menos explicable, era que sus dientes habían empezado a ennegrecerse. Al principio pensé en envenenamiento por plomo; una vez realicé una historia sobre unos problemas de contaminación de aguas en una ciudad de Maryland, y los hijos de los habitantes tenían los dientes veteados. Pero esto era mucho peor. El marfil de la boca se le había empezado a poner de un azul agrisado.
—No voy a abusar de su tiempo —me dijo—, pero me tomaré unos minutos para explicarle la situación. Mi superior le está pidiendo un único...
—Bob Rogers.
Él me dedicó una espantosa sonrisa agrisada.
—No, señor.
—¿Quién, entonces? Dime su nombre.
Los ojos diminutos se entrecerraron todavía más.
—No es el nombre lo que importa. Son los otros nombres, los nombres que él pronuncia, los nombres que usted ha oído.
Eso resultó descarado... y revelador.
—Continúa.
—Su colega del otro lado de la puerta se ha encontrado con mi amigo y está cosechando unos frutos que usted no puede ni imaginar.
Me reí de él.
—Te refieres a la locura, supongo. Aunque él ya cosechó ese fruto desde el nacimiento.
—Me gustaba su sentido del humor durante la década de los setenta y los ochenta, cuando el programa todavía tenía unas cifras de audiencia aceptables, pero veo en sus ojos que usted ha oído las noticias verdaderas. Ha oído la voz. Ahora hace meses que está susurrando en esta planta. Usted la ha oído y quiere oírla más. Y yo conozco al hombre que puede hacer que esto ocurra. Soy su agente.
Recordé un gesto arcaico que había sido, mucho tiempo atrás, característico de mi padre: él escupía al oír mencionar a ciertas personas; me vino a la cabeza el senador Burton K. Wheeler. Tuve ganas de escupir, pero hubiera parecido una marranada, así que me contuve.
—No me interesa —le dije.
Stimson Beevers se levantó del sofá.
—Todo se está preparando. Dentro de unos días se va a dar usted cuenta de que ha hecho una elección. Ha tenido la oportunidad de ser un beneficiario o de ser un vehículo. Ser un beneficiario significa ver el mundo por primera vez tal y como es. Pero usted ha hecho otra elección, la de ser un vehículo, y ser un vehículo es... bueno... convertirse en algo meramente funcional para nuestra visión.
Al final había empezado a darme lo que yo necesitaba: información sobre las intenciones de ese hombre.
—Su jefe —dije—, debe de ser un hombre muy seguro de sí mismo, para haber hecho lo que ha hecho.
—No tiene usted ni idea.
—La tengo, lo cierto es que sí la tengo. —Vi que el aplomo del chico empezaba a derrumbarse—. Tiene tanta confianza en sí mismo que me envía a la persona menos creíble de toda la planta como emisario a mi oficina, tanta confianza que dota a su emisario del poder de comunicar unas amenazas y unos insultos en su nombre sin siquiera permitir que ese nombre sea pronunciado. Esto es tener unos huevos importantes, ¿no te parece? ¿O es que es solamente el hombre más necio que ha caminado nunca por la Tierra? Uno de esos desdichado gigolós de Europa del Este, henchidos de pecho y mal vestidos. Francamente, me siento tentado a llamar a la policía y hacer que te arresten.
Un brillo de alarma destelló en esos ojos cenicientos.
—¿Qué les diría, señor Trotta? ¿Que está oyendo cosas? ¿Que sospecha de la presencia de un criminal pero que no tiene ninguna prueba de su existencia? No tiene nada, ¿no?
Descolgué el teléfono con un gesto brusco.
—Vamos a averiguarlo. —Marqué un número sin dejar de mirarle.
—Deténgase, por favor.
Yo bajé el auricular.
—Deprisa, ahora.
—Señor Trotta, ya lo he estropeado. Lo que quería decir es lo siguiente: el señor Torgu es un poderoso criminal internacional que quiere entregarse a las autoridades. Ha venido aquí a contar su historia porque varios gobiernos de Europa del Este han enviado a gente para que acaben con él, ya que sabe demasiadas cosas. Él intentó decir esto, y mucho más, a Edward Prince. Intentó explicarle que había trabajado como agente doble para nuestro bando durante la Guerra Fría y que por eso los servicios de inteligencia de los países del Pacto de Varsovia lo quieren muerto. Pero tiene miedo de acudir al gobierno de Estados Unidos a causa de su largo historial de actividades ilegales. La entrevista hubiera sido su manera de alargar la mano. Pero Prince está enfermo, evidentemente, y no es capaz de cumplir su tarea. Así que mi amigo quiere terminarla con usted. Lo único que le pide es que tengan una reunión.
Colgué el teléfono. Algunos elementos de esa historia tenían cierta plausibilidad.
—¿Y qué me dices de todas esas tonterías? ¿Beneficiaros y vehículos?
Él tragó saliva.
—Hace demasiado tiempo que trabajo para ese hombre aterrador y poco razonable, y eso cuesta un precio.
Le escruté detenidamente.
—¿Cómo llegaste a conocerle?
Él alargó la mano hasta el tirador de la puerta.
—Contactos.
—Otra mentira y telefonearé, y tu nuevo amigo tendrá que enfrentarse a las consecuencias. Quizá no le caigas tan bien como ahora. ¿O es que me confundo acerca de la calidez de vuestra relación?
En ese momento, por primera vez en el breve tiempo que hacía que nos conocíamos, vi algo que me hizo sentir pena por ese chico: que era solamente un chaval, que estaba asustado y que se había metido de lleno en algo que casi no comprendía.
—Lo crea o no —me dijo—, me metí en esto por amor, y luego ya fue demasiado tarde dar marcha atrás. Eso es lo único que puedo decirle.
No intenté comprender, pero eso parecía estar más cerca de la verdadera naturaleza de su relación con el tema. En cualquier caso, no era una mentira directa.
—¿Puedo decirle que tendremos una reunión? ¿Tarde, por la noche?
Yo negué con la cabeza.
—Nos encontraremos mañana. A plena luz del día.
Al haber alcanzado su objetivo, recobró la arrogancia.
—Él no tiene miedo de la luz. Está usted cometiendo un comprensible aunque obvio error. A mucha gente le pasa, y eso le enoja enormemente.
Mientras termino esta narración, me doy cuenta de que toda palabra con visos de plausibilidad salida de los labios de ese odioso cineasta contiene algo no verdadero. Me da una historia de espionaje sobre un criminal postsoviético que esconde una información más importante. Pero no me enfrento con un criminal normal, ni siquiera con uno extraordinario. La verdad de este asunto reside en otra cosa, en aspectos que, por accidente, él ha conseguido comunicar a pesar de su intento por ocultarlos. Todo este asunto tiene que ver con los nombres de lugares. ¿Cómo lo llamó él exactamente? La voz. Y la voz susurra nombres de lugares. Y yo conozco los nombres. Esa alimaña pronuncia nombres. Yo he estado oyendo esos nombres durante meses sin haber tenido el discernimiento necesario para hacer lo evidente: escribirlos.
21 de mayo,
más tarde
He aquí una lista parcial. No sé qué significa. No sé si me creo a mí mismo. Pero el instinto me dice que ese gánster trastornado utiliza los nombres de lugares para hacer algún tipo de daño a nuestro lugar de trabajo. Si tuviera que explicarlo, diría que son los restos de un alterado y menospreciado código de la Guerra Fría, una señal muerta que había pertenecido a un servicio de inteligencia remoto ya perecido que ha sido revivido para cumplir un oscuro propósito. Todo este asunto me hace recordar ese viejo chiste sobre unos mensajes subliminales, sobre unas palabras aparentemente pertenecientes al lenguaje común que tienen la intención de persuadir al oyente. Sí, tiene la pinta de un hilarante y exagerado truco de factura de Bloque del Este y, a pesar de ello, tiene algo que consigue deshacer e inquietar. ¿Es esto terrorismo? Si cierro los ojos y escucho con atención cada una de las sílabas, acabo teniendo una cadena de vocales y consonantes que no pueden, en apariencia, tener ninguna relación, pero pueden servir como marcadores de un discreto código. Algunas de ellas son nombres de lugares, si no me equivoco, y otras son más oscuras pero suenan vagamente familiares. Son, más o menos, las siguientes: Persépolis, Nicópolis, Atlantis, Cartago, Chicago, Meca, Hiroshima, Atlanta, Chickamauga, Silo, Lepanto, Constanza, Constantinopla, Kulikovo, Martwa Droga, Poltava, Varna, Mazamuri, Luapula, Salónica, Balaklava, Nagasaki, Hue, Somme, Mame, Tyre, Caporetto, Tuol Sleng, Shenyang, Gaoyao, Congo, Manchuria, Lhasa, Medina, Rúmbala, Nitra, Shanghai, Nankin, Nineveh, Ga-llipoli, Gomorra, Treblinka, Lubyanka, Kotlas-Vorkuta, Cayamarca, Khe-Sanh, Antietam, Blenheim, Dien Bien Phu. Algunos de éstos son lugares de la infamia. Otros son aproximados. Pero ¿por qué? Es el número treinta y ocho de la serie comprensible, Nankin, el que ofrece la primera posible pista del significado del código. El prometido de Evangeline debió de haber oído parte de esta secuencia, también. Debió de haber llegado a la planta veinte y oyó o vio algo, y ellos intentaron matarle, y él quiso decírselo a alguien, pero nadie podía comprenderlo. Intentó contárselo a su madre, ella me lo dijo. La despertó mientras dormía y pronunció una palabra, Nanking, aunque él nunca había estado allí. Prince debe de saberlo, también, el pobre tipo, pero le tienen aterrorizado mortalmente. Y ahora yo estoy asustado. Y no tengo ni idea de cómo continuar. Ese pesado mocoso tiene razón. ¿Qué puedo decirle a la policía? Aparte de recurrir al cuerpo de policía, no tengo ni idea de cómo responder a esta amenaza, aunque quizá sea una buena idea que me ausente durante unos días y me vaya al norte, o me encierre en una casa de campo. Estamos al final de la temporada, podría decir que estoy enfermo. Bajo ninguna circunstancia debo tener esa entrevista con el criminal. Bajo ninguna circunstancia debo encontrarme con ninguna otra persona hasta que tenga más información. A través de la ventana de cristal de mi oficina, veo a un editor, Remschneider, que camina sonámbulo; es uno de los enfermos. Ha oído la voz, no tengo ninguna duda. Está en su mente, al igual que en la mía, pero él ha sucumbido y ahora yo recuerdo una cosa, una conversación que mantuve el otoño pasado con una de nuestras editoras, Julia Barnes, y de repente me vuelve una idea, esa extraña conversación acerca de la herencia genética y sobre Transilvania del pasado otoño. Ella intentó decirme algo, y yo lo convertí en un chiste, y entonces esos editores se pusieron enfermos. Julia Barnes lo sabe. Me lo dicen las tripas. Lo sabe. O lo sabía. Si no se ha contagiado, es una aliada.
P.D. La agitación está a la orden del día. La cadena ahora ha decidido modificar el programa, quizás al notar nuestra vulnerabilidad. Bob Rogers ha convocado una reunión para el próximo lunes. Todos los productores y corresponsales, todo el mundo, debe volver a Nueva York para ser informados acerca del futuro de La hora. Es el fin de la temporada y, si no me equivoco, el fin del camino.
LIBRO 12La alianza
Cuarenta y tresJulia Barnes se había mantenido apartada, lo cual solamente era posible en esos días de final de temporada televisiva gracias a la ausencia del productor y a la dificultad de una historia a la otra orilla del Atlántico. Los días se alargaban al otro lado de la ventana de su dormitorio. A veces caminaba dos docenas de manzanas desde su apartamento de Chelsea siguiendo el curso del brillante Hudson, más allá del agujero en el suelo, hasta el edificio de la calle Oeste. Pudo pasar más tiempo con sus hijos y vio algunas películas. Esa agenda relajada la nutrió de cuerpo y mente y le hizo sentir, como le pasaba siempre en esa época del año, que existía una vida más allá de los muros de su trabajo. Su esposo, un cocinero aceptablemente bueno, preparaba platos propios de la estación. Veían a los viejos amigos. «Sí —pensaba cada mañana mientras daba el paseo al lado del río—, podré sobrevivir un año más.»
Pero algo se estaba acercando. Cada vez que entraba en el vestíbulo del edificio, mostraba la identificación de seguridad y llegaba al rellano de los ascensores, percibía una oscuridad renovada y se resistía a ella. Esa oscuridad le despertaba una sensación de inminente fatalidad, pero eso era lo de menos: su presión arterial se resentía, al igual que su sistema digestivo y su sistema nervioso. Los dolores de cabeza la asaltaban con una fuerza desconocida hasta entonces. Eso era puro estrés, porque a nivel físico estaba envejeciendo bien. Sí, quizá podía perder un poco de peso; por supuesto, podía comer más pescado y hacer más ejercicio; podía acumular esos omega tres y elevar un poco el colesterol bueno. Por supuesto que por supuesto. Su médico se lo había dicho. Pero ésas eran preocupaciones normales en una mujer menopáusica. No había ningún síntoma físico real de decadencia, y a pesar de eso, dentro del edificio, notaba la presencia de ello, un deterioro creciente que ya había afectado a los demás.
Le gustaba alejarse siempre que era posible. Resultaba de gran ayuda el hecho de que pudiera irse del edificio a la hora de comer y tomarse una ensalada griega mientras se deleitaba al sol al lado de ese enorme espacio en construcción donde antes se habían levantado los edificios vecinos. La proximidad con esa horrible herida en el cemento la inquietaba mucho menos que el ambiente de la planta veinte. Los pensamientos sobre la moral, el tiempo, el terrorismo y la seguridad, la política y la fe dejaron de ser temas pesados; por el contrario, en comparación parecían temas saludables y apropiados para la meditación.
El día en que recibió la noticia de la gran reunión —convocada por Bob Rogers para anunciar su retiro y, en consecuencia, para dar paso a un cambio en la pirámide por primera vez en los treinta y cinco años de historia del programa (ése era el rumor)— ella pasó un rato especialmente largo en el espigón de Battery Park. Había rechazado la ensalada griega y, en su lugar, había pedido una hamburguesa con queso y patatas fritas que estaba disfrutando enormemente. La posibilidad de pasar un tiempo más o menos largo en el espigón dependía de la agenda. No podía empezar la pieza siguiente hasta que su productora, Sally, volviera de Japón, y eso no iba a suceder hasta la semana siguiente. La habían llamado antes de tiempo para la gran reunión. Todavía le quedaban tomas por rodar, pero no importaba; esa reunión iba a ser un hito histórico: el futuro del programa de noticias más importante de la televisión estaba en juego. Mientras tanto, el calor subió hasta unos niveles bárbaros, a más de 32 °C. En el centro de la ciudad la gente iba ligera de ropa y los aparatos de aire acondicionado zumbaban como trastos viejos en las ventanas.
Julia se quitó los zapatos y dejó los pies colgando sobre el agua. Los chicos en monopatín pasaban de un lado a otro y la risa de los niños la hacía sentir a gusto. Tiró una patata frita a una ardilla. Por mucho que intentaba apartar esas cosas de su imaginación, no podía. Era un hecho que una gran parte de los editores habían dejado de ir al trabajo. Ella ya no se quedaba en el edificio después de que el sol se hubiera puesto, pero cuando se aproximaba esa hora, notaba la presencia de sus colegas por todas partes y todos ellos eran como una versión de Remschneider, tenían los ojos muertos y helados, los cuerpos pesados, las cabezas llenas de unas insoportables transmisiones auditivas: los susurros de las cintas. Al principio ella se resistía a llamar a las puertas cerradas. No quería encontrarse con ningún otro cuerpo. Pero el silencio podía con ella. A principio de mes se había dedicado a llamar a las puertas del pasillo, pero no respondió nadie. Se quejó de ello a su jefe, pero éste meneó la cabeza y, sin ninguna convicción, respondió:
—Es la época del año. La mitad está de vacaciones.
Él también tenía los ojos muertos, o moribundos. Julia dejó de llamar a las puertas. Esperó a que llamaran a la suya. Su esposo decía que era un extraño resurgimiento de su vieja paranoia de la clandestinidad: los federales iban a aparecer por la noche con órdenes de registro. Sus hijos se reían de ella y decían que mamá había perdido la cabeza.
Pero no la había perdido. La ausencia de los editores no era la única prueba. Los productores también se mantenían apartados. Sabían que algo no funcionaba en la planta veinte. Sabían que los aparatos técnicos tenían fallos y que era necesario mandar las películas a gente subcontratada hasta que la cadena pudiera solucionar el problema. Y lo que era peor: los editores parecían estar enfermando, como si fueran frutos colgados de un árbol enfermo. Los productores sabían que ellos serían los siguientes en el turno, así que hicieron lo que cualquier persona en sus cabales haría: en lugar de pulir sus currículos e ir a cualquier otra parte en busca de trabajo, algo impensable dado que no había ningún otro lugar en el mundo de la televisión, se aseguraron de que sus historias les obligaran a estar de viaje continuamente.
Julia reflexionaba acerca del lujo y de la suerte que suponía tener movilidad. Los productores podían viajar por trabajo, podían moverse, eran libres. Los editores estaban atados a sus sillas, en las sombras, metidos en habitaciones. Eran esclavos.
—¿Puedo sentarme contigo?
Era Austen Trotta, vestido con un chaleco de color caqui y una camisa de cuadros de manga corta. Tenía una ensalada griega entre las manos, pero ella supo al instante que él no se le había acercado para socializar. Había venido a hablar de los problemas con ella. Ese rostro arrugado le pareció increíblemente amable, como el de Dios a un niño de cinco años. Dios no le había dado la espalda.
Él abrió la bandeja de plástico de la comida y se quedó mirando con expresión triste los trozos de queso feta y los filetes de anchoa.
—Te lo cambio.
Ella rio:
—No, gracias.
Julia se dio cuenta de que a él le resultaría difícil sentarse en el espigón, así que fue a sentarse a uno de los bancos.
—Quiero disculparme —dijo él.
—¿Por qué motivo?
—El pasado otoño intentaste decirme algo sobre esas cintas de Rumania y yo no quise escucharte.
Ella se había olvidado de eso, habían pasado muchas cosas desde entonces.
—¿Y lo sacas ahora, después de tanto tiempo? —preguntó.
Allí, sentada con él, se sintió menos sola de lo que se había sentido en meses. Sus ojos delataban que él también había oído y visto cosas extrañas y que no tenía a nadie a quién contárselo.
—Algo malo ha sucedido en la planta veinte. Algo terrible.
Ella asintió con la cabeza.
—Sí.
Él se lo contó todo. Ella ya lo sabía, en parte. Se había enterado, igual que todos los demás, de la inminente llegada de Evangeline Harker. Sabía, además, que Edward Prince había empezado a comportarse de forma extraña y que estaba encerrado en su oficina, pero no lo había atribuido a lo que sucedía en la zona de edición. Pero mientras Trotta le hablaba del encuentro con Stimson Beevers, sintió un escalofrío y un temor más profundo de lo que había sentido nunca.
—¿Alguien aparte de Prince ha visto a esa figura del hampa, Torgu? —preguntó ella.
—Debe de haber otros, sí. Se supone que Beevers. La cuestión es si yo debería verle.
Ella percibió la falta de decisión de Trotta. No se le había acercado simplemente para compartir las penas, sino que quería saber qué decisión tomar. Ella le contó todo lo que había visto y oído desde el otoño: los ruidos de las máquinas, la ausencia de los productores y de los editores en los pasillos, las palabras en los visionados, el contagio de la podredumbre.
—Necesito saber una cosa —dijo él.
Julia percibió un brillo de sospecha en su mirada; ella también albergaba las suyas.
—Vale.
—¿Sabes a qué me refiero cuando hablo de la voz?
Ella lo sabía.
—A los nombres.
—¿Quién más lo sabe? ¿Lo sabe alguien?
—Bob Rogers cree que lo sabe. Hace bastante tiempo que le dije que teníamos un problema, pero él me dijo que se trataba de la cadena, y que lo único que se podía hacer era parapetarse y resistir en silencio, como Martin Luther King. Dijo exactamente eso. La verdad es que fui a la cadena, pero a ellos no les importó en absoluto. Esos problemas jugaban a su favor en la cuestión de sacarse de encima a Rogers. Me dijeron que no me preocupara, que realizarían una investigación interna completa. Mientras tanto contratarían a editores externos para montar las piezas.
Julia se dio cuenta de que esas noticias acerca de la cadena interesaban profundamente a Austen. Él tenía sus sospechas.
—¿Cuánto tiempo se suponía que se necesitaría para llevar a cabo esa completa investigación interna?
—Indefinido.
—Lo suficiente para dejar que cavemos nuestra propia tumba. —No había tocado la ensalada—. Estamos dejados de la mano de dios.
Julia no veía otra alternativa:
—Tienes que reunirte con ese tipo, Austen. Reúnete con tus condiciones y hazte una idea más cabal de la amenaza que significa. Y, luego, plantéalo en la gran reunión de la semana que viene. Aclarémoslo todo, veamos qué más saben los demás. La unión hace la fuerza. ¿Sabes a qué me refiero?
Él le dirigió una mirada burlona.
—¿La unión hace la fuerza? ¿Contra esto? ¿De verdad lo crees?
—Sí. Si vas a la policía ahora, tú solo, ¿qué es lo que tienes? Ni siquiera la cadena te va a respaldar. Pero si vamos como una unidad, como los periodistas más respetados de la televisión, conseguiremos que nos escuchen. Mientras tanto, intentemos hacer que ese tipo salga a la luz. Si está en alguna parte de la planta, eso no debería ser demasiado difícil. Necesitamos tener a ese capullo encerrado bajo llave. Mientras él continúe a sus anchas, no tenemos manera de saber con qué nos estamos enfrentando de verdad.
Él tartamudeó:
—¿Puedo hacer una pregunta ridícula? ¿En completa confianza?
Ella asintió con la cabeza.
—Una vez insinuaste que nos encontrábamos ante algo... ni siquiera puedo nombrarlo. Con algo no del todo normal. ¿Comprendes a qué me refiero?
Julia se lo confirmó.
—Estaba equivocada. Esto no es una historia de fantasmas, Austen. Por primera vez me doy cuenta de ello. Quizá Rogers no esté tan equivocado. O quizá nos estemos enfrentando con alguien que quiere hacer daño al programa. Quizá no sea la cadena, sino alguien que tiene sus propios motivos. Mucha gente nos odia, Austen. Y si tienen acceso a la tecnología adecuada, cualquier cosa es posible. ¿Sabes qué quiero decir?
Trotta no parecía convencido y Julia intentó otra vía:
—De acuerdo. Digamos que estoy equivocada. ¿Tú crees que nos enfrentamos con algo sobrenatural?
Él negó con la cabeza, como distraído con algún pensamiento oscuro.
—Supongo que no.
Ella cambió de tema:
—¿En quién más podemos confiar?
Él la miró de reojo.
—En nadie —dijo—. No dejaré que me tomen por un idiota.
Julia pensó en Sally Benchborn, pero no estaba segura. Después del visionado de la pieza sobre ese gurú de la salud, Sally se había mantenido a distancia.
—¿Y Evangeline Harker?
Trotta rechazó la idea con un gesto vigoroso.
—No la metamos en esto.
Julia percibió cierta emoción: él sabía más de lo que estaba diciendo.
—Ella forma parte de esto, ¿verdad? Ella y su prometido. Tú me lo dijiste.
Trotta desvió la mirada hacia el agua. El calor se había hecho sofocante, incluso a pesar de la brisa.
—¿Existe alguna posibilidad de que Evangeline Harker sepa con qué nos estamos enfrentando?
Trotta se levantó del banco. Ella tuvo otro momento de revelación y siguió su intuición:
—Ese hombre a quien Prince entrevistó debe de tener algo que ver con Rumania, ¿verdad? Tenemos que hacer que ella intervenga en esto, Austen.
—No.
Julia no acababa de creerle.
—¿Te importa si se lo pregunto?
—Casi hice que la mataran una vez, cuando le pedí que fuera a Rumania. No voy a arriesgar su vida por segunda vez. Te estoy pidiendo un favor: no le digas ni una palabra. Te lo imploro.
Se levantó y le dedicó una extraña reverencia antes de alejarse hacia la sombra de los edificios que rodeaban Battery Park. Austen Trotta era de la vieja escuela: utilizaba palabras como «implorar». Él sabía cómo implorar. Pero ella se negaba a acatar esa noción de caballerosidad. Por primera vez empezaba a percibir la posibilidad de una cura a la dolencia que sufrían en la planta. Trotta también lo percibía, pero su conciencia no le permitía llevarla a cabo. Ella no tenía ese tipo de escrúpulos. Iba a encontrar a Evangeline Harker. Iba a descubrir la verdad de todo ese asunto y Evangeline Harker era la clave de ello.
Al día siguiente, Julia fue a la oficina casi corriendo: Evangeline tenía que volver al trabajo esa mañana, o eso era lo que le habían dicho. Además, había otras cosas que comentar con Austen. No habían hablado de los detalles del plan. De hecho, se daba cuenta de que Austen no había estado de acuerdo con nada. Julia fue a buscar a Peach, quien le informó de que Austen no iba a llegar hasta media mañana.
—¿Y Evangeline Harker? —preguntó Julia.
—Está por aquí.
—¿La has visto?
—Por supuesto —contestó Peach, como si esa mujer no hubiera desaparecido nunca.
Peach miró la pantalla de su ordenador y se metió un trozo de manzana frita en la boca. No respondía a nadie excepto a Austen. Aún así dijo:
—Mira en su oficina.
Evangeline Harker no estaba en su oficina. Julia preguntó a todas las personas con quienes se cruzó, pero nadie la había visto.
Miggison pareció ofendido: nadie se lo había dicho.
—¿Está viva?
Julia volvió a donde se encontraba Peach.
—¿De verdad que la has visto?
Peach se limpió el azúcar de los dedos con una servilleta.
—La he visto. Tiene buen aspecto, de haber descansado. No diría tanto del aspecto de su pelo. ¿Has mirado en los lavabos de señoras?
Julia se dirigió allí. Evangeline Harker acababa de salir, le dijo una voz desde detrás de una puerta cerrada. Julia siguió esa pista invisible. Llegó al final de uno de los pasillos centrales, hasta el cruce entre la entrada a la zona de edición y el callejón del magreo. Sacó la cabeza hacia las sombras que envolvían las cajas y vio algo.
—¿Evangeline?
Una extraña belleza apareció. Julia no estaba segura, al principio. Esa mujer parecía más alta, tenía un aire más remoto, y era más seria que Evangeline. Se dio cuenta de qué había querido decir Peach con lo del pelo. El cabello de Evangeline siempre había sido liso y ahora era rizado, pero no parecía una permanente de este mundo: los rizos le caían por los hombros en dirección a la cintura. Tenía una mirada más profunda; esos ojos que antes habían mostrado una voluntad alegre, como si cualquier otra cosa hubiera delatado vulnerabilidad, ahora encerraban un violento dolor en los iris. Esos ojos le obligaban a uno a apartar la mirada. Su sentido de la moda había cambiado drásticamente. Llevaba unos vaqueros azules, algo impensable antes, y una camiseta amarilla que revelaba sus pechos de una forma tan directa que Julia se preguntó si Evangeline quería exhibirlos. ¿Se los había levantado? Muchas mujeres neoyorquinas, bajo presión, buscaban refugio en el cirujano plástico, pero Evangeline nunca pareció ser de esa clase de mujeres. Sus mejillas mostraban un brillante color rojo natural. Y en voz baja y densa, dijo:
—Él está en la planta.
LIBRO 13Fantasma
Cuarenta y cuatroEs mi primer día de vuelta al trabajo y estoy sentada de espaldas a la vista, a las ventanas que dan al punto donde se encontraba el World Trade Center, pensando que el mundo cambia en el momento en que uno cambia, y no antes. Lucho contra él con todas mis fuerzas, pero estoy perdiendo.
Hace nueve meses, esta ventana enmarcaba un vacío. Al otro lado del cristal solamente había cielo. Ahora este cielo arde de furia. Siento la densidad de ahí fuera, en mi espalda, sobre mis hombros. Si me doy la vuelta y miro, veo la violencia en sus ojos. Pero no debo darme la vuelta, lo sé. Si miras a los ojos de Torgu solamente una vez, los muertos te devuelven la mirada. Torgu dice que les va a abrir la puerta, que ellos nos van a abrir la mente, que se van a meter dentro de nosotros y que eso va a ser algo terrorífico y bello. Eso me hace sentir unos profundos escalofríos, pero también cierta emoción, no lo puedo negar. Yo misma lo he visto.
Un verano fui a un campamento católico de verano y una monja me dijo que Dios toca a una persona con un dedo cuando quiere que esta persona despierte y lo vea. Lo mismo hacen los muertos. Sus incontables dedos me están tocando, pero me he resistido hasta ahora.
Después de los ataques, La hora se trasladó temporalmente al centro de la cadena en la calle Hudson. Cuando volvimos a trasladarnos a este edificio, pedí una oficina sin ventana. Pero muchos productores hicieron la misma petición y estaban por encima de mí, así que volví a este espacio restaurado y tuve que lidiar con un enorme panel de cristal traslúcido y tintado que daba al agujero. «Muy bien —pensé—, esquivaré el tema.» Los de mantenimiento colgaron unos estores y la pared se convirtió en un espacio vacío. El televisor y el ordenador se colocaron delante de mí, al igual que las estanterías, el sofá y las lámparas. Detrás de mí no había nada. Otra gente hablaba de que estaban alucinados por lo macabro que resultaba encontrarse en una oficina que anteriormente había estado de moda y recargada. Yo detestaba esas conversaciones. Había acabado el día y no necesitaba ningún refrito.
Pero ahora pienso en esa mañana de septiembre y comprendo algo con absoluta claridad: ese día supuso mi introducción a Transilvania. Ese día fue cuando de verdad empezaron los susurros en mi cabeza.
Antes de que eso sucediera, yo era feliz. Mi poco recomendable y dañino romance con mi jefe de Omni Media, el señor O'Malley, había terminado gracias a mi determinación. Robert y yo nos habíamos conocido en el bar de Maritime y empezábamos a ser muy amigos. Yo había llegado al trabajo después de recorrer veinte manzanas caminando desde su apartamento. Seis meses antes, gracias a la ayuda del señor O'Malley, había conseguido el trabajo con Austen Trotta, había perdido cuatro kilos y medio con la dieta Atkins y tenía un aspecto verdaderamente fantástico, el mejor que había tenido desde la universidad.
Una hora después de llegar al trabajo, esa chica bendita murió para siempre. Me doy cuenta de eso ahora. Oí la primera explosión y me imaginé que era un ataque terrorista, aunque no pensé en un avión. Ninguno de nosotros sabía que era eso. Pero un tío mío que se encontraba en el World Trade Center durante el atentado de 1993 me había descrito vívidamente el descenso de los veinte pisos a través del humo. Yo reuní a mis amigos y les obligué a cerrar los ordenadores y a colgar los teléfonos. No me habían nombrado capitán de bomberos, pero les aparté de los ascensores y les empujé hacia las salidas de emergencia, fuera del edificio. Fui yo quien hizo todas esas cosas. Me sentía absolutamente tranquila. Cuando estuvimos fuera empezamos a movernos más deprisa, y bajamos la calle Liberty hacia la calle Church. Todo a nuestro alrededor, en el mundo exterior, era un caos: los policías corrían, nadie sabía nada, y la torre norte se escondía a nuestros ojos detrás de la torre sur, que tenía su habitual aspecto azul brillante. Arriba veíamos el humo, y sabíamos que era horrible; éramos periodistas y ese tipo de cosas forman parte de nuestra vida. Pero entonces le llegó el turno a la torre sur, y yo no estaba preparada para ello. Ian gritó: «¡No mires!», pero yo trabajo para la televisión. Nosotros siempre miramos, y eso hice, y algo me inundó. Estaban saltando. Algunos de ellos ya habían caído a la plaza, en medio del fuego. Levanté la mirada, esa chica que había empezado ese día levantó la mirada, y fue su último instante. Me sentí dentro de ese cuerpo, sentí su miedo, su dolor, su confusión, sus recuerdos y su sorpresa. Creo que en ese instante mi interior, o como quieran llamarlo, se derrumbó. Pero eso no fue todo. Cometí el pecado de mirar y lo pagué viendo todavía más cosas. Mientras me encontraba allí de pie, contemplando la forma que cobraba mi nueva vida, el segundo avión se estrelló contra la segunda torre.
Ian me ayudó a alejarme; querido Ian. Me guió y, con Stimson y unos cuantos más, corrimos por la calle Church y atravesamos el distrito financiero en dirección al puente de Brooklyn.
Subimos al puente cogidos de las manos, los unos a los otros, e intentamos ponernos en contacto con nuestra gente por el móvil, sin dejar de mirar atrás. Fue allí, yo estaba allí, encima del puente, cuando la primera torre se desplomó con una tormenta de polvo. Los edificios repitieron aquello que ya había sucedido en mi interior. No necesité oír los cuentos de miedo, ni los análisis de nuestro traumatizado país, no necesité dar vueltas a nada relacionado a ese asunto, ni siquiera en nuestro primer día de vuelta a las oficinas en que caminé hasta la calle Liberty y me dirigí a la boca del metro recién abierta. Me ocupé de mi trabajo. Lockyear me hizo el favor de no proponer historias relacionadas con los ataques. Yo me ocupé de mi trabajo, me hice una reputación en La hora, y me prometí. Esa fue mi ONG particular.
Estoy sentada ante mi escritorio escribiendo estas lastimosas notas mientras me embarga un fuerte anhelo: quiero estar en otra parte, deseo ser alguien distinto. Esta sensación es un alivio ante la agudización de la enfermedad, un debilitamiento de esa energía que siento a mis espaldas. Me reduce el deseo de sangre, pero las imágenes no me abandonan. Soy esa chica, soy un millar de chicas y noto su calor. Estoy atrapada en ellas. Estoy en una de las plantas de esas torres y el suelo se mueve. Soy Clemmie, y ella se encuentra ante una ventana mientras la temperatura sube. Parece que el mundo tangible se está desvaneciendo. El ruido del infierno ensordece. En Rumania noté la presencia de unos asesinatos acaecidos cincuenta, cien, doscientos años atrás como si hubieran tenido lugar el día anterior. Resplandecían con una vitalidad lúgubre. Aquí, en este lugar, oigo el rugido de un mar gris.
No es extraño que Torgu tenga ese aspecto. El puro conocimiento que posee destruiría a la mayor parte de la gente; el saber provoca una corrosión física que sólo se puede aliviar vertiendo sangre. Se supone que la gente no debe tener este conocimiento. Yo no debería. Me tranquilizo y observo mi oficina: esta visión me centra por unos momentos. El bolso de la marca Kate Spade, ribeteado con los colores del arco iris, cuelga del tirador de la puerta y parece proceder de un país en el cual nunca nadie ha llorado. Lo compré el último día de trabajo antes de mi viaje a Ruma-nía. Me gasté lo que gano en una semana, pero no lo había utilizado hasta ahora.
Los cactus de encima del armario archivador han muerto. Mientras estuve fuera otras personas utilizaron mi espacio, pero no regaron las plantas. Parecen pulgares marchitos. Hay una fotografía de Robert y yo que nos hicimos uno o dos meses antes de prometernos en la cual mostramos una felicidad altanera. Ésa es una parte de mí, es lo único que puedo pensar. Es la parte de mí que está menguando; debe de haber otras. Mi madre siempre me había dicho que yo me convertí en una persona completamente distinta a la edad de seis años. Recuerdo mi pelo largo y negro que ocultó sus rizos, igual que un capullo oculta a la mariposa. Contemplo la misma vestimenta que he llevado hasta ahora, el pantalón azul oscuro y la blusa. Contemplo esos ojos de un marrón chocolate, pero en ellos ahora hay un fantasma. Antes Robert me besaba en los labios. Ahora me toma la mano y me besa los nudillos. ¿Adónde se ha ido su amada?
Noto a Torgu en esta planta. No le he vuelto a ver, pero las cajas lo delatan. Se ha traído su museo, ese montón de chatarra procedente de mundos destruidos. ¿Cómo lo llamó? ¿Su «avenida de la paz eterna»? También dijo que eran su fuerza: no es capaz de conjurar a los muertos sin esos objetos. O quizás es solamente un tema de comodidad. Me aventuré en ese pasillo atraída de forma instintiva hacia sus posesiones, deseando saber más, empujada por el tumulto auditivo en mi cabeza. Los muertos le han seguido hasta esta planta. ¿O quizá ya estaban aquí y son ellos quienes le han atraído desde el otro lado del mar? Él no podría resistirse a la llamada de tantos muertos. ¿Sabe él que yo también estoy aquí? Creo que sí. Nos encontramos en la cúspide de una gran comunión, él y yo. Él va a necesitar beber de una copa muy honda.
Me quedé de pie delante de las cajas y puse las manos sobre la fría madera. Los objetos empezaron a zumbar, me pareció, a hablarme, y yo comprendí lo que querían decir. Esas cosas tienen su propia melodía, su propia voz; son como unos receptores. Antes de que pudieran susurrarme sus secretos, alguien interrumpió: Julia Barnes.
Dije algo desafortunado, pero pareció que ella tuvo un presentimiento de lo quise decir. Quiso hablar conmigo, pero yo intenté escabullirme. ¿Cómo podría decirle lo que tengo en la cabeza? Soy una asesina. Incluso aunque ella crea que lo sabe, no es posible que comprenda lo que eso implica.
De repente, dijo algo que me sobresaltó:
—¿Torgu es su nombre de verdad? —preguntó en el momento en que yo salía del pasillo.
—No sé qué quieres decir.
Ella se interpuso en mi camino.
—Puedes decírmelo. —Pronunció esas palabras con demasiada rapidez: estaba asustada—. Quizá yo pueda decirte cosas que no sabes. Quizá nos podamos ayudar la una a la otra.
Me obligué a caminar despacio. Si salía corriendo, ella sospecharía. Pero ¿sospecharía qué? Ella me siguió hasta la zona de edición y estuvimos a punto de chocar con Bob Rogers. Éste ni siquiera nos miró, no pareció darse cuenta de que yo había vuelto, y de forma precipitada soltó un «hola, chicas» antes de desaparecer en la oscuridad que había a nuestras espaldas.
—Estamos bajo asedio —dijo Julia Barnes en voz baja para que nadie pudiera oírnos—. Necesitamos tu ayuda.
Yo me la saqué de encima.
Echaba de menos a Ian. Si Ian estuviera vivo, lo comprendería. Se sentiría horrorizado ante mi carnalidad y mi violencia, pero en el buen sentido. Él sabría encontrar el humor en esta broma enferma. ¿Qué podría haber ocurrido? ¿Qué absurda oscuridad? Fui a su oficina, que había pasado a manos de otro productor, y me quedé allí un rato pensando en mi amigo, pensando en la última vez que nos vimos. Stim estaba allí. Ian había estado enfermo.
Miré a izquierda y derecha. No había nadie por los alrededores: la planta veinte rebosaba del vacío propio de finales de primavera, viva con una vida invisible. Ayer Austen me llamó a casa y me habló de la reunión con Bob Rogers, me dijo que los empleados de La hora iban a volver de sus distintas misiones y aventuras por todo el globo para oír las grandes noticias, pero en ese momento el silencio caía, denso, en todos los rincones. Se oía el aire de los aparatos de aire acondicionado, que batallaban contra el enorme calor que nos ahogaba en ese mes de mayo en la ciudad de Nueva York.
Ian y yo nos conocimos durante mi primer día de trabajo como productora asociada con Lockyear. Yo todavía no había comprendido lo difícil que era ese hombre que iba a ser mi jefe y me encontraba en mi oficina. Me sentía feliz y orgullosa mientras desempaquetaba unas cuantas cosas cuando Ian entró sin ser invitado y sin anunciarse. Se puso cómodo en el sofá y dijo:
—De verdad que te compadezco.
Ese recuerdo me hizo sonreír.
—¿Te conozco? —le pregunté.
—Piensa en mí como en un observador de las Naciones Unidas. Si se comete alguna violación contra tus derechos, soy el chico a quien recurrir. Lo cierto es que no tengo capacidad ni de ayudarte ni de rescatarte, pero puedo tirarte unos cuantos paquetes con comida. Y, por supuesto, voy a emitir tu dolor y tu sufrimiento al resto de la oficina.
Más tarde tuve muchas ocasiones de recordar esas palabras, pero en esos momentos él las dijo con una sonrisa burlona en el rostro y lo único que pude hacer fue reírme de su exageración.
—Ian —dijo, ofreciéndome la mano.
Yo no se la estreché.
—Las Naciones Unidas no tiene jurisdicción aquí —le dije—. Y es una institución corrupta.
—Dios ama a los corruptos. Sin ellos, seríamos como los tiburones o los lobos, que se comen a otros animales pero no les joden primero. Si quieres mi ayuda, tienes que hacer exactamente lo que te diga: dejarás que te invite a algunas copas y que te acose a preguntas sobre tu jefe y su jefe. Así es como funciona. A cambio, trabajaré a favor de tus intereses para minar a tus perseguidores. Básicamente, eso se encuentra en una página del manual de la mafia.
—Quizá te parezca naif, pero me siento afortunada de tener un trabajo aquí.
Él meneó la cabeza y sonrió con amabilidad:
—¿«El trabajo os hará libres» es tu lema?
—Si tú lo dices.
—Lo digo.
—¿Por qué me has escogido a mí, si te lo puedo preguntar?
—Por dos razones. Por una, en realidad. Eres bastante atractiva.
Yo me sentí lo bastante complacida como para aceptar su compañía un rato más. Le pregunté qué era lo que hacía en el programa y me informó de que, en verdad, era, técnicamente, un extremo izquierda de uno de los productores de Skipper Blant, pero que Blant le había dado la oportunidad de producir y él la había aprovechado —sus propias palabras— y tenía muchas esperanzas de convertirse en un productor hecho y derecho con una paga de verdad en cuanto un puesto quedara libre, es decir, en cuanto alguno de los productores de Blant fuera despedido o renunciara a causa de la frustración.
—Sólo quiero que sepas —dijo, en conclusión— dónde has ido a parar. Esto no es una oficina: es un país. En el mapa de las Naciones Unidas es conocido como Tierra de Vampiros y para obtener un pasaporte sólo necesitas una cosa: tener la capacidad de sufrir en vano por todo. Felicidades. Me parece que vas a ser muy feliz aquí.
Nuestra conversación terminó igual que había empezado. Él se levantó del sofá, volvió a proponerme que desolláramos a Lockyear mientras tomábamos unas copas y se fue. Al cabo del tiempo se convirtió en productor, y nos hicimos amigos.
Su oficina se encontraba en un cruce entre la luz y la oscuridad, en un lugar donde todavía llegaba la luz natural del sol sobre el río, pero cerca del punto donde comenzaba uno de los cavernosos pasillos centrales. La oficina tenía una ventana que daba sobre las aguas. Desde allí no se veía el World Trade Center, y por eso me gustaba. Cuando nos trasladamos de nuevo a la planta veinte, empecé a pasar mucho tiempo allí. Era natural para mí entrar en su oficina y encontrarle vivo. Nuestras oficinas se habían vaciado al mismo tiempo. Me vino una idea egoísta: él había renunciado a su vida para cuidar de la mía. Querido Ian. El debería haber dirigido La hora, era lo mejor que La hora tenía. Levanté la mano para llamar, pero dudé. Desde la izquierda y la derecha llegaba la luz del sol que entraba por las otras oficinas y la planta tenía un aspecto luminoso, como si flotara encima de una brillante nube.
Llamé. No respondió nadie, pero la puerta se abrió un poco. Acerqué la oreja y no oí nada excepto la máquina de interferencias. Las voces de mi cabeza parecieron remitir un momento, o las noté menos.
Era posible que entrar en su oficina me hiciera daño. Quizá me haría más daño de lo que yo imaginaba. ¿Y si no había ni rastro de ese hombre que yo había conocido y a quien había querido? Hacía meses que había otro productor sentado en su silla. Escuché el ritmo de la máquina de interferencias. Ian nunca había tenido una máquina de interferencias: las encontraba ridículas.
Abrí la puerta. Había un hombre sentado ante el escritorio, de cara a la pantalla del ordenador.
—Lo siento mucho —tartamudeé—. No pensaba que encontraría a alguien.
Él se dio la vuelta y se levantó.
—¡Line!
La conmoción me dejó clavada en el suelo. Iba vestido como siempre, con una camisa blanca almidonada, una corbata roja, una chaqueta azul y tirantes. Llevaba el pelo castaño peinado hacia atrás. Qué alegría de hombre. Hacía sonreír a todo el mundo con sólo mirarle, era un gallo benevolente. No había ninguna crueldad en su vanidad, ésa era la clave, el hoyuelo de la barbilla delataba que no tenía ningún falso sentido de la rectitud. Se reía de sí mismo.
Yo hacía broma y le decía que se lo había hecho con cirugía plástica, y él respondía que mis grandes ojos sólo podían ser el resultado de una inseminación alienígena en un laboratorio gubernamental de Nevada.
Y allí estaba, con su elegante chaqueta.
—Oh, Ian —dije.
—Dame un abrazo, Line.
Solamente Ian me llamaba de esa forma. Tuve una absurda sensación de que mis brazos le atravesarían, como si estuviera hecho de aire, pero le abracé y tenía consistencia. Sentí una gran felicidad. Él me condujo hasta el sofá y me hizo sentar.
—Te has vuelto una mujer de pelo rizado —dijo—. No digo que sea algo malo, pero es sorprendente. Siempre has sido la mujer de pelo menos rizado de la planta. Tu carencia de rizos era casi extraña.
—Eres muy raro, pero gracias.
—De nada. Dios, es fantástico verte, Line. Line, Line.
—Llámame por mi nombre de verdad por una vez.
Él sonrió.
—Dios, no. Tus absolutamente agnósticos padres deberían ser ejecutados por ponerte ese nombre. Y ni siquiera es por como se pronuncia el nombre en la canción.
Y cantó, igual que había hecho tantas otras veces: «¡Evangeline, la del Maritime, se está volviendo loca poco a poco!». Habíamos tenido esa misma conversación muchas noches, borrachos, en muchos bares del centro de la ciudad.
—Lo hecho, hecho está, Ian.
—¿Es eso lo que dijiste después de matar a tu amiga?
Esas palabras me atravesaron. Quería responder. Tartamudeé.
—Tú, tú sabes...
—Por supuesto. Pero nos estamos saliendo del tema. Estos rizos nuevos tuyos son muy atractivos, muy sexy. ¿Le molan a tu cocinerito?
Esa pregunta no era insustancial. Sonaba insustancial, pero no lo era. En cuanto yo me pusiera seria, él también lo haría. Así era él.
—Él no está muy bien, Ian.
Se oyó un suspiro, como el del aire acondicionado. Me puso una mano en el hombro.
—Lo vi —dijo—. Vi lo que le hicieron. Yo estaba allí.
—¿Le hicieron? —Ese fruto de mi imaginación me estaba ofendiendo profundamente—. Intentó suicidarse. Deja de ser mezquino.
Me dirigió una mirada que me hizo saber que yo estaba equivocada.
—Ellos son como tú. Le sangraron, Line. Pero no le mataron.
Se me quedó la mente en blanco.
—¿Quiénes?
—Tus amigos —dijo Ian.
Miré un largo rato a ese fantasma y dije:
—¿Sabes lo que me sucedió, Ian?
—Lo he oído decir —dijo—. Te llama La puta de Babilonia, como si fuera un predicador de los viejos tiempos.
—¿Sabes lo que hice?
Su rostro adquirió una expresión triste. Un cierto alivio me atemperó la rabia. Alguien más lo sabía, aunque fuera solamente en mi cabeza. Él se señaló el pecho con un dedo.
—Me rompe el corazón.
—Me gustaría que no te hubieras ido.
Él sonrió con dulzura.
—No me he ido.
Me incliné y me llevé las manos a los ojos. Lloré en sus brazos mientras él me acariciaba la nuca. Por una vez, habló en voz baja.
—Cuando la gente hablaba de escapar de sus vidas, yo no lo comprendía de verdad. Yo quería penetrar más. Nunca quise salir, ni por un minuto. Es un escándalo enorme que esté muerto.
El dolor me embargó.
—Pero tú también has cambiado, Line. Tú también has muerto.
—¿Sí?
—Absolutamente. Más de una vez.
—¿Soy un fantasma, entonces?
—Diablos, no. Algo peor.
—¿¡Qué!? —grité. De verdad quería saberlo.
—Eres aquello que antes llamaban una diosa, en el sentido más temible.
Esas palabras calaron en mí. Me tranquilizaron; eran muy propias de Ian. No tenía ninguna razón para creerle, pero me permití creer que él existía y que tenía una sabiduría especial. Me senté y él me ofreció el puño de su camisa para que me secara los ojos.
—Tengo que preguntarte una cosa, Ian.
Él asintió con la cabeza, como si por fin hubiéramos llegado al tema de toda esa conversación.
—¿Me están esperando, verdad?
Él asintió.
—Son como gatos. Una vez les has dado de comer, nunca más se van. Siempre están ahí. —Se señaló el pecho—. Estarán ahí hasta el último minuto del último día. ¿No lo sabías? La planta veinte es su casa.
—El reino de Torgu.
—Él está utilizando sus deseos, y utiliza los deseos de todos aquellos que han sido destruidos. Está utilizando su deseo de ser escuchados. Todos los muertos quieren hablar, y él lo sabe. Conoce el terror que le tienen al silencio.
—Sé cómo destruirle, Ian.
—Sé que lo sabes.
—Pero quiero otra cosa.
—Ya.
—¿Eso está mal?
—Es horrible.
—Pero ¿está mal, si eso lo que soy?
—Ahora eres una asesina. ¿Qué te importa?
—Respóndeme.
—Es una elección. O te vuelves como él o dejas a los muertos con su tristeza.
Pensé en Clemmie, otro fantasma con quien había mantenido una conversación, aunque «fantasma» parecía una palabra grosera e inútil. Comprendía por qué ella había venido a mí. Yo fui su amante y su asesina. Albergaba agravios. ¿Por qué hablaba Ian? Yo no había bebido su sangre. Quizás otras leyes gobernaban a los muertos. Volví a hablar:
—Una vez le dije a un amigo que los muros entre las cosas se habían vuelto muy delgados, que yo podía alargar la mano y entrar en una nueva realidad. Y eso es lo que he hecho, ¿verdad? He salido de una realidad y he entrado en otra en la cual tú todavía estás vivo. He atravesado un muro.
—Has atravesado varios.
Comprendí que la voz de mi cabeza, las imágenes de mi mente, habían desaparecido. Eso me hizo sentir suspicaz.
—¿Cómo es que estás hablando conmigo? ¿Eres uno de los de Torgu?
—En esta planta todo se mueve de un pasillo a otro. Los muros se han desvanecido. Los muertos caminan al lado de los vivos, y los vivos lo notan, lo oyen, lo perciben, lo absorben, aunque todavía no puedan verlo. Pero lo harán. Todo está confluyendo. Es por eso que has llegado aquí con tanta facilidad, Line. Es el desmoronamiento fundamental. Esta es tu oportunidad. Destruye a Torgu y dejarás a los muertos solos con ellos mismos. Estarás liberada. Síguele y te perderás por completo. Te convertirás en él. Serás peor: la reina de los condenados.
Se pasó una mano por el pelo: la primera señal de ansiedad.
—Él ha venido aquí por ellos. La muerte atrae a la muerte, ése fue el impulso original. Pero tú también le atrajiste. Le incitaste, diría. He oído la historia: él se la cuenta a los muertos como si fuera un cuento infantil para dormir. Dice que utilizaste tu carne para hacer una obscenidad contra su dignidad, y que eso no podía perdonarse. Esa historia aterroriza a quienes la escuchan. Él se ha vuelto un poco loco después de siglos de soledad, de mínimas ganancias allí en la cima de su montaña. Es un verdadero quejica. Yo le oigo por la noche, cuando la oficina está vacía. Las montañas se han despoblado y él estaba cansado de esperar. Así que ha venido aquí, con tu ayuda, ha venido a un lugar donde puede sentirse realmente cómodo, un lugar que se encuentra aliado de un gran agujero en el suelo donde murieron miles de personas. Es un lugar repleto de muertos, y él quiere utilizarlo para traer sus ejércitos al mundo. Quiere traer sus historias a la existencia. Sería más sencillo pensar en él como en el más extraño aspirante a famoso del mundo. Rumania era un mercado demasiado pequeño, un segmento de mercado, así que se ha trasladado y ahora se afana en conseguir tanta atención como sea posible. Y cuando lo consiga, los muertos habitarán en nosotros para que podamos conocer su violencia. Entre nosotros existe un dicho: «Después de la última palabra llega la tormenta. Ahora es el momento de la última palabra».
—Pero ¿qué pasará, Ian, si vienen? ¿Será tan malo?
Él me clavó una mirada de advertencia terrible: era la primera vez que le veía verdaderamente enojado conmigo.
—Si vienen, la carrera ha terminado. Perderemos la única bendición que tenemos, nuestra capacidad animal de olvidar. Aquellos que viven para los muertos, no importa lo que te digan, se convierten en muertos. Los últimos supervivientes, sumidos en el recuerdo de la sangre, se desmembrarán los unos a los otros.
Me salió una objeción inesperada.
—Dios me perdone, Ian, pero ¿no hay algo profundamente hermoso en eso?
Él sonrió sin alegría.
—La exquisita belleza de un edificio en llamas.
Yo empezaba a despertar, o bien él empezaba a estar listo para marcharse. Alargó una mano hacia mí, invitándome a levantarme.
—¿En qué personas puedo confiar? —Le estaba perdiendo, como se pierde una voz que se difumina en el zumbido de la línea telefónica.
—Nadie puede ayudarte. Austen Trotta ha hecho unas cuantas cosas inteligentes durante estos años, pero esto está fuera de su terreno. Aunque le contaras lo que sabes, no te creería. ¿Me comprendes?
—¿Stim?
Los ojos de Ian se mostraban tristes y exasperados al mismo tiempo.
—Él es como tú.
Mi dolor comprendió la verdad. La furia me inundó.
—Él atacó a Robert.
—Torgu va a asesinar a todas las personas de esta planta. Va a cortar todas las gargantas. Y luego abrirá la puerta y dejará entrar a los muertos. Ha llegado el momento de ser decididos. De hacer lo adecuado, ¿me oyes? —Ian abrió la puerta para salir. Yo me quedé dentro, como si algún peligro acechara fuera.
—No voy a hacerlo otra vez, Ian. No voy a bailar para él.
Él desapareció en la luz del sol. Yo me quedé sola en la oficina.
Señor: He tenido un encuentro alarmante, y será mejor que usted lo sepa. Ha sucedido hace media hora. Después de haber acordado la reunión con Trotta me he dedicado a mis tareas habituales, guardar cintas, ordenar los archivos y solicitar licencias, aunque debo decir que a finales de mayo todo es lento e incluso los productores asociados se encuentran con la falta de actividad. De todas formas, tenía un par de cosas que hacer en la lista del año que viene, así que he continuado. He colocado un lector de vídeo en mi escritorio y he empezado a visionar cintas de los Juegos Olímpicos de 1972 en Múnich. Entonces ha sido cuando ella se ha presentado, Evangeline Harker. Ha sido un ataque. Ha empezado a tirar las cintas de vídeo por todas partes, dando manotazos al material como si fueran moscas, y ha montado un follón increíble. Nadie ha venido a rescatarme. Los pasillos estaban vacíos. Se ha quedado aquí, mirándome con los ojos encendidos. Sigue siendo muy guapa. Le he dicho que tuviera cuidado con las cintas y que si había dañado algún rollo, yo no podía hacerme responsable. Esa observación ha detonado algo en ella. Ha alargado la mano hasta el vídeo, ha apretado el botón de expulsión, ha sacado la cinta y ha estampado la máquina contra la pared. Quiero decir que literalmente ha levantado a peso la máquina, por encima de su cabeza, y la ha lanzado con toda su fuerza contra la pared de enfrente. Era el turno de que me encendiera yo.
—Pero ¿qué te pasa? —he gritado, con la esperanza de hacer suficiente ruido para terminar inmediatamente con ese encuentro, pero tal y como le he dicho, la mitad del personal no va a volver hasta mañana, y no ha venido ni un alma. Voy a citarla textualmente. Ha dicho:
—¿Por qué?
En ningún momento me he sentido en la obligación de contestar, pero ella se ha negado a marcharse. Después de haber destruido el reproductor de vídeo, se ha dirigido hacia el televisor. Lo ha levantado y lo ha tirado al suelo. La pantalla se ha roto. Ha cogido las cintas de encima de mi escritorio y me las ha tirado a la cabeza. Nunca la había visto de esa manera. Los restos de mi antiguo sentido de la responsabilidad se han reafirmado, me avergüenzo de decirlo, y me he puesto emotivo.
Me gustaría detenerme un momento y defenderme un poco. Se lo estoy contando todo porque sé que usted me lo va a sacar de todas maneras, pero también quiero recordarle mi absoluta lealtad hacia usted. No tengo por qué contar nada. Podría hacer que se esforzara por sacármelo, pero no es eso lo que está sucediendo. Estoy ofreciendo esta información de forma voluntaria. Ella me ha abofeteado y ha estallado en lágrimas.
—Mira tus dientes, Stim. ¿Los has visto? Se están volviendo del mismo color que los de él.
Yo le he respondido lo que era evidente:
—¿Y tú, Evangeline? ¿Qué me dices de ti?
Ella ha dejado de provocar destrozos.
—¿De qué estás hablando?
Yo me he secado los ojos y no he contestado. Si hubiera tenido el cuchillo, las cosas habrían sido distintas, pero no lo tenía.
—¿No recibiste mi correo electrónico, verdad? —le he preguntado.
Ella ha juntado las manos sobre el pecho y ha cerrado los ojos, más guapa de lo que la había visto nunca.
—Dios, Stim —dijo.
Yo he visto mi oportunidad, y va a sentirse usted orgulloso de mí.
—Pero él no está tan mal, ¿verdad? Nuestro hombre. Quiero decir que resulta bastante fascinante, ¿no te parece?
Ella ha alargado una mano hasta mi rostro, me ha puesto un dedo en el mentón como si yo fuera un niño pequeño y ha dicho:
—Es una masacre sangrienta, y tú lo sabes.
Yo he puesto las cartas sobre la mesa.
—Yo te amaba y hubiera hecho cualquier cosa por ti. Eso es lo que te decía en mi correo electrónico. Si lo hubieras recibido, comprenderías cómo ha llegado a suceder.
Ella es cruel.
—Lo hubiera borrado, Stim.
Yo me he sentido demasiado herido por su sinceridad. Lo hubiera borrado. Usted me avisó. He dejado caer la cabeza sobre el escritorio y he llorado de humillación, hasta que las lágrimas han inundado el escritorio. Dudo que nadie en La hora haya llorado nunca tanto rato ni con tantas ganas como yo. ¿Por qué hubiera borrado mi correo electrónico? ¿Por qué? Le he dicho que se fuera, pero ella ha empezado a acosarme.
—Tienes que decirme dónde está, Stimson. Tienes que contarme todo lo que sabes.
Por última vez, quiero ofrecer una explicación por mi momento de debilidad. He tenido una oportunidad, hubiera podido decirle que se fuera a la mierda, pero no lo he hecho. Todavía posee cierta influencia en mi corazón. Dígame qué tengo que hacer, y lo haré. Ordene, y se hará. ¿Quiere que ella muera? Pronuncie una palabra. Pero en ese instante, he cedido. Me he derrumbado y le he contado lo que sabía. Pero ¿en qué consiste eso, exactamente? ¿Se da cuenta? No sé tanto.
—¿Dónde se esconde? —me ha preguntado.
—Ni idea —he respondido, con sinceridad—, pero siempre está en los pasillos centrales después de medianoche. Pasea, canta y desempaqueta sus cosas.
Le he dicho todo eso, lo lamento, de verdad que sí.
—¿Qué está haciendo aquí? ¿Te lo ha dicho?
Ha sido un momento afortunado para mí. Una cosa es tener preguntas, y otra muy distinta es saber cuál es la pregunta correcta, y ella no lo sabía.
—Está haciendo lo que hace siempre. Escucha. Canta.
Su siguiente pregunta se ha acercado más a la cuestión.
—Pero ¿dónde consigue la sangre, Stim? Ellos no acuden a él si él no bebe sangre. ¿Entonces?
Yo no he dicho ni una palabra. Mi rostro no ha delatado ningún detalle. Pero ella ha comprendido.
—Has matado para él, desdichado.
He asentido con la cabeza, y ella ha temblado de indignación. He estado a punto de decirle lo orgulloso que me sentía, pero ella me ha agarrado la cabeza y me la ha estrellado contra el escritorio, rompiéndome un diente.
—Esto es por Robert —ha dicho—. Si creyera que es importante, te mataría yo misma. Pero ése es su trabajo. Al final, te cortará la garganta de oreja a oreja. No puede evitarlo. Será mejor que huyas.
Como humillación final, se ha acercado mucho a mí y ha cometido un acto infame que hubiera horrorizado a la antigua Evangeline: me ha introducido su cálida lengua en la oreja y ha susurrado un lascivo mensaje:
—Dile algo que ya sabe. Dile que la danza de la vida es más poderosa que la melodía de la muerte. Díselo.
Así pues, le comunico este mensaje ridículo junto con su ruego. Comprenda mi confusión. Usted me dijo que nunca se había encontrado con ella. Se lo digo con todos los respetos, aunque es una convención burguesa, pero parece que usted me ha mentido, y, tal y como prueba este mensaje electrónico, yo no soy culpable de la misma falta. Usted mintió por razones que son de su incumbencia, sin duda, y yo he sido educado según el protocolo y me doy cuenta de que ciertas decisiones deben tomarse independientemente de los límites convencionales, pero eso me parece una traición de la confianza y, teniendo en cuenta que siempre he considerado que éramos amigos, le pido que tenga en cuenta mis sentimientos heridos cuando juzgue este caso. Verdaderamente suyo, Stim.
Stimson: Ésta, ay, es nuestra última comunicación. Siga el consejo de la concubina: huya de este lugar. Porque si alguna vez le encuentro, no se pronunciará ni se admitirá ninguna disculpa. Yo.
A la mierda con Evangeline Harker, decidió Julia Barnes. Ha llegado el momento de ponerse seria. El momento de buscar ayuda. Hacía treinta y cinco años, por lo menos, que no pensaba en su antiguo suministrador de armas, Flerkis. En aquella época, tenía un trato casi regular con ese hombre, y él nunca había dado el nombre de ella a las autoridades, ni siquiera había estado vigilado por los federales, por lo que ella sabía; tan a ras de suelo trabajaba. Había existido una sociedad entera de estadounidenses del mismo tipo, que habían formado un verdadero mundo clandestino, un universo alternativo de bancos, tiendas, panaderías y posadas para personas cuyo idealismo les había conducido a oponerse al gobierno de Estados Unidos. Vista en retrospectiva, parecía una forma ridícula de vivir la vida, pero Julia lo había hecho durante tres años, instalada en algún rincón perdido de un par de ciudades del cinturón fabril del país —Jersey, Utica, Bethlehem—, mientras esperaba a que sonara el teléfono y la mandaran a alguna otra ciudad menos marcada por el capitalismo donde se llevaría a cabo alguna acción, como colocar una bomba en algún edificio por la noche o alguna cosa parecida. Nunca habían asesinado a nadie, pero habían reducido una gran cantidad de espacio de oficina. Durante esos días se había movido en unos círculos que sus colegas de La hora o bien desdeñarían con un profundo desprecio o bien encontrarían extrañamente divertidos; para ellos era un tipo de vida absolutamente banal. O eso, o eran demasiado jóvenes para conocerlo. ¿Era Weather Underground una página web dedicada al tiempo atmosférico? A Julia no le importaba. Cuando recordaba esa época lo hacía, en el mejor de los casos, con sentimientos encontrados. Pero, en las tres últimas décadas, nunca había sentido con tanta fuerza la necesidad de activar una parte de ese pasado para sus propios fines.
Flerkis vivía en un apartamento al lado de Grand Concourse en el Bronx y pasaba sus días trabajando de conductor de autobús para las escuelas de Nueva York. Nunca se había asociado con los Panteras, ni con radicales ni con gente parecida, y ese día el sur del Bronx estaba repleto de gente variopinta: acupuntores que adoraban a Ho Chi Minh, predicadores con armas de fuego, veteranos del Vietnam que practicaban el budismo... viejos amigos de Julia, pero gente odiosa según Flerkis. El conducía el autobús durante el día y, por la noche, llevaba una operación paralela relacionada con la compraventa de explosivos y armas de fuego. Tenía cuatro hijos con una chica jamaicana que se llamaba Daisy y debía de mantenerlos de alguna forma. Julia le consideraba «auténtico», un inevitable miembro de la realidad humana a quien los poderes oscuros querían ignorar o evitar, y era una de las razones clave, además del conocimiento que Julia tenía de la edición de películas, por las que ella había sido tan valorada por los pesos pesados del movimiento. «Hay que ir a por cigarrillos», le decían cuando llegaba el momento. Flerkis era el nombre de guerra, evidentemente falso, de ese hombre negro de ascendencia africana.
Pero en esa mañana de finales de mayo, haciendo novillos del trabajo y bajo la parrilla de un sol furioso —los aparatos de aire acondicionado de las casas destrozadas goteaban y temblaban, frenéticos— Julia no encontró ni rastro de su antiguo proveedor. Preguntó por ahí. Un par de señoras recordaban al caballero africano y a su esposa, Daisy, aunque el nombre de Flerkis no les decía nada. No era el nombre de verdad, claro, como tampoco lo era el suyo; alias Flerkis hubiera buscado en vano a alias Susan Kittenplan.
El día terminaba. Sus hijos iban a llegar a casa desde sus distintas actividades. Su esposo se preguntaría qué pasaba con la cena y con su presencia. No podía quedarse para siempre en el Bronx persiguiendo a un fantasma. Al final le pareció que la búsqueda era inútil. Necesitaba animarse, y Flerkis hubiera resultado de ayuda. Él le hubiera permitido recordar la época de su vida en que ella había tomado medidas drásticas para curar sus amargas heridas. Volvió a la estación de tren desmoralizada. A las siete de la tarde, cerca de Grand Concourse, la temperatura llegaba a los 35 °C. «Qué planeta tan lamentable —pensó—. Nos va a matar, de todas formas.» Los mendigos se desintegraban ante sus ojos. Los susurros de las voces flotaban y se mezclaban con los pitidos, los golpes, las bocinas y los zumbidos de ese ruidoso final del día. El tren llegó traqueteando sobre los raíles. Julia parpadeó con un movimiento rápido. Cada vez más, cuando cerraba los ojos, veía cosas terribles, así que mantenía los ojos abiertos el máximo tiempo posible. El tren se detuvo ante la estación, las puertas se abrieron, Julia se frotó los ojos y alguien le dio unos golpecitos en el hombro.
—¿Susan? —preguntó un caballero mayor afroamericano.
22 de mayo,
diez y cuarto de la mañana
Torgu va a llegar pronto, así que tengo que escribir estas ideas tan deprisa como sea posible.
No puedo quitarme de encima la sensación de que ésta va a ser mi última mañana en la Tierra. Es absurdo. Cuando era un niño, a menudo tenía los mismos presentimientos falsos. Se lo contaba a mi madre y ella culpaba a un profesor de la escuela por animar mi lúgubre tendencia a leer libros sobre vidas infelices. De alguna forma, lo superé. Más tarde, en Vietnam, tuve un falso momento de clarividencia y supe cuál sería la hora y el minuto de mi muerte. Captaba los signos, igual que hacía una de mis tías solteras, y la sensación de claridad de mi cabeza desaparecía como encendida en llamas. Iba a morir en el bosque. Moriría un viernes. Nunca más volvería a ver a esta o aquella mujer. Entonces, igual que otras veces, el juego de las adivinanzas perdió su base. Pero ahora ha vuelto, con un sentimiento de venganza, así que voy a dejar el testamento y la última voluntad revisados.
Mi testamento real existe, por supuesto, y se lo dejo todo —vino, libros y obras de arte— a mi ex esposa e hijos. Mi abogado es un amigo y ha preparado un documento legal perfectamente ordenado, así que no tengo ningún miedo de que este diario pueda reemplazarlo, excepto en un sentido psicológico. Mi familia va a tener una impresión de mí que les resultará difícil de comprender, una última impresión final, y eso les va a hacer sentir infelices durante un tiempo. Se quedarán con el temor de que yo tenía un delirio incipiente, y esa idea me hiere. Mi cuerpo se ha debilitado, pero no mi mente, y odio la idea de que quede un legado basado en el fraude y en la falta de información. Sería más fácil quemar este diario por completo y dejarlo todo en el silencio, pero esa táctica sería una violación a mi probidad periodística. Así que la gente a la que quiero tendrá que sufrir. Pero, si soy sincero, este último testimonio de mi estado mental previo al encuentro con ese tipo extraño —he decidido seguir el plan aconsejado por Julia Barnes— no está destinado a mi familia. Tampoco está dedicado a la gran cantidad de personas que me han visto en televisión durante las últimas cuatro décadas, una en un noticiario de televisión y tres en La hora. Está destinado al puñado de amigos y confidentes que han formado mi círculo social en esta ciudad y durante esta vida. Y quizá pueda resultar de utilidad a unos cuantos más, a los esnobs y los excéntricos de esta ciudad a quienes nunca les he gustado mucho y que continúan teniendo una mala opinión de mí a causa del medio que he elegido, a pesar de que nunca he cedido a los escarnios de una manera de hacer que ha sido de utilidad para mí y para la población. Al leer esto, van a disponer de una buena cantidad de munición para terminar con mi reputación y enterrarla, con el recuerdo de mi trabajo, bajo un montón de escombros de crítica. Pero les desafío a que lo hagan. Escupo en la cara de esa banda de provincianos de la gran ciudad.
A continuación, he aquí de lo que quiero que quede constancia. Entre finales de verano y principio de otoño del año pasado, una de mis productoras asociadas, la señorita Evangeline Harker, desapareció en Rumania, en una región al este de los Alpes transilvanos. Tengo razones para creer que fue raptada y que, de alguna manera, sufrió abusos por parte de una figura del crimen conocido como Ion Torgu. Torgu, que afirma tener información privilegiada sobre los gobiernos de la época de la Guerra Fría y que también dice estar huyendo de unos asesinos contratados por las agencias de inteligencia del antiguo bloque del Este, parece tener acceso a un armamento químico y/o biológico y psicológico de un tipo que yo nunca he conocido. También parece albergar algún tipo de animosidad hacia nuestro programa, la naturaleza de la cual intentaré determinar en breve. Dimos a Evangeline Harker por muerta. Para nuestra sorpresa y alegría, ella apareció seis meses después, con vida, aunque desde entonces no ha sido capaz de hablar de ese período de desaparición. Mis especulaciones sobre un encuentro entre ella y Torgu están basadas en un presentimiento, y nada más, pero es un presentimiento abrumador. Más o menos en el momento de su desaparición, la cadena recibió un envío de cintas de origen desconocido desde Rumania. Esas cintas no contenían ninguna información visual y habían llegado sin haber sido solicitadas. No habían sido filmadas por ningún equipo del programa y no formaban parte de ningún segmento de La hora. Ningún productor las ha reclamado. De todas formas, por motivos que todavía no consigo comprender, un editor digitalizó esas cintas, introduciendo, así, ese material extraño en el sistema tecnológico compartido por toda la oficina y contaminando, por medios todavía desconocidos, todo nuestro sistema de edición y de grabación con algún tipo de virus auditivo. Además, esas cintas parece que tuvieron un extraño efecto colateral en aquellas personas que las visionaron: provocaron una letargía degenerativa que se ha expandido como una enfermedad contagiosa entre los editores y unos cuantos empleados más de la planta veinte. También existen motivos para creer que esas cintas han provocado violencia. Yo mismo he experimentado varios episodios de furia ciega y uno de ellos acabó casi con la muerte de mi perra. Por otro lado he sabido del «suicidio» de, al menos, un empleado, en extrañas circunstancias. Unas personas desconocidas llevaron a cabo un ataque casi fatal contra el prometido de Evangeline Harker. Para mi vergüenza y frustración, ningún médico ha sido capaz de diagnosticar esta enfermedad colectiva y nuestra maravillosa e indispensable gente se ha visto obligada a defenderse por sus propios medios de esta fuerza que está más allá de nuestra capacidad de comprensión. Soy de la sincera opinión de que estos hombres y mujeres han sido progresivamente envenenados por un arma química y/o biológica que se ha inoculado a través de esas cintas. En este momento en que escribo, según Julia Barnes, por lo menos una docena de editores no se han presentado en el trabajo.
Estas acusaciones ya serían, de por sí, bastante siniestras. Pero es mucho peor. A principios de este año, no mucho después del apagón durante la tormenta en invierno, mi estimado colega Edward Prince vino a verme con la noticia de que tenía una entrevista en exclusiva nada menos que con Ion Torgu. En aquel momento, oír ese nombre me alarmó, pero Prince me aseguró que dicha entrevista pondría a ese hombre entre rejas para siempre. En lugar de llamar a la policía —lo cual hubiera arruinado su oportunidad de ofrecer una gran historia en primicia—, no hice caso de mi sentido común y esperé a ver los resultados. Resultó que la entrevista con Ion Torgu tuvo lugar de forma muy distinta a cómo mi colega había esperado. Prince es ahora prácticamente un prisionero en su propia oficina y se ha convertido en un lunático perdido, y ambas cosas se deben a Torgu, quien, a través de un repugnante intermediario, ha solicitado tener una entrevista conmigo. Por ese motivo he contado mis sospechas. No tengo ninguna esperanza de salir con cordura de esa entrevista. Quiero dejar constancia de que no he llamado a la policía porque no tenía esperanzas de que creyeran mi historia. Soy periodista y, por tanto, conozco la diferencia entre una queja creíble y plausible y una teoría de la conspiración sin pruebas. Después de haber dicho esto, continúo convencido de que estamos sufriendo un ataque y de que nuestro asaltante tiene intención de destruirnos y llevar a cabo algún plan ulterior del cual soy totalmente ignorante. De una forma u otra, tomo la completa responsabilidad de la decisión de enfrentarme a este hombre y de las consecuencias que ello pueda provocar. Que el dios de mis padres me perdone si fallo en este empeño; nadie más lo hará.
Julia llegó a casa y preparó el pollo que tanto les gustaba a sus hijos. Había llegado a las cinco y había ido directamente a la cocina. Después de preparar el pollo y de meterlo en el horno, bajó al sótano y se quedó mirando la caja de cartón que guardaba en el suelo de piedra del edificio con una ansiedad horrible. De joven, le gustaban mucho las bombas; tenía que admitirlo. A otros jóvenes les gustaban las bengalas, pero a ella siempre le habían gustado las cosas grandes. En la caja había seis barras de C-4 de un metro ochenta de largo envueltas en papel marrón. En un saco que se encontraba al lado de la caja había un surtido de mechas.
Flerkis la había puesto en contacto con un hombre más joven que él, un sobrino, que resultó que tenía un equipo de C-4 disponibles para situaciones urgentes. No era algo hecho expresamente para ella, y eso no le gustaba, pero tendría que ser suficiente. Julia ya había superado su época de admiración por el C-4. Todos los veteranos de Vietnam a quienes había conocido adoraban los C-4 y los utilizaban para todo: para calentar la comida, para tumbar árboles, para hacer volar las minas.
En esa maniobra en su lugar de trabajo, que todavía estaba a medio formarse en su mente, Julia pensaba colocar una barra, quizá dos, encender la mecha y correr. No le contó nada acerca de sus planes al sobrino de Flerkis, y él lo prefería de esa manera. Era el juego de siempre. Él no garantizó nada, pero le dedicó una esperanzadora sonrisa. Julia le ofreció la mitad del precio; él quería sacar eso de su casa. Salió el tema del almacenamiento. Ella no quería tenerlo en el mismo edificio en que se encontraban sus hijos. El parque que había al otro lado de la calle sería suficiente, a no ser que un vagabundo tropezara con los explosivos y los hiciera desaparecer o los hiciera estallar. Ninguno de sus antiguos amigos radicales la ayudaría. Hacía mucho tiempo que las redes clandestinas habían dejado de ser operativas.
Después de esa insólita conversación con Evangeline Harker en el pasillo, no había mucho más que decir. Era obvio que la chica había sido violada por su mutuo enemigo y que el trauma la había dejado sin capacidad de hablar. No sería adecuado que una mujer en ese estado guardara unos explosivos.
Julia tendría que dejarlos en la oficina. Se puso unos guantes y colocó el paquete al fondo de una bolsa de la compra. Echó encima una camiseta de color naranja y un pantalón de deporte, como si fuera una mamá de la ciudad que se iba al trabajo a hacer unas horas extras. En el último minuto, dejó la bolsa en el vestíbulo del edificio de su casa, ante los ojos vigilantes del portero, y corrió escaleras arriba a apagar el horno. Luego volvió a bajar, recogió la bolsa, se puso unas gafas de sol compradas allá por 1975 y salió al calor de la tarde.
LIBRO 14Lección de historia
Cuarenta y cinco22 de mayo,
medianoche
El personal médico ha venido y se ha ido. Las puertas y las ventanas están cerradas. Todavía estoy vivo. He bebido demasiado vino tinto.
Pero debo tranquilizarme y ordenar las ideas. Me he reunido con el hombre.
Llegó la hora. Un denso silencio cayó sobre la planta veinte. Yo le había dado la mañana libre a Peach y envié a los ayudantes de la oficina de recepción a realizar varios recados. La mayoría de productores y corresponsales que se encontraban al otro lado del Atlántico todavía no habían vuelto para la gran reunión. El resto se sentían demasiado incómodos con la atmósfera que había en la planta y con la sensación de que se aproximaban malas noticias por parte de la cadena, así que se mantenían a distancia. Francamente, yo había subestimado la importancia del malestar. Esperaba que hubiera más gente allí.
Cinco minutos después de las once, la puerta de la oficina de Prince se abrió un poco. Oí el sonido de una prolongada respiración y creí que vería a mi viejo amigo que, finalmente, habría recuperado la razón. Pero no era Edward Prince. Era otro hombre, el más extraño que haya visto nunca. ¿Qué era lo que lo hacía tan extraño? Antes de responder esta pregunta, debo dejar claro que su profunda fealdad era la menor de sus cualidades objetables. Su fealdad le hacía humano. Tenía los dientes negros como el carbón, pequeños, como los guijarros sobre un mar de lava que vi una vez en Catania, metidos en unas fauces que mostraban unas encías visiblemente hinchadas y de un color gris yeso. Si uno se imagina ese negro mar de lava poblado de restos de peces muertos, se hace a la idea del efecto que tenía. Su cabeza era gruesa, mejor dicho, densa. Era una cabeza enorme encima de un cuerpo pequeñísimo. Pero no era una cabeza hinchada, ni regordeta, ni abotargada. Era enorme y reposaba sobre un tronco que se reducía hasta la nada. Tenía los ojos enrojecidos, pero ¿y qué? Los míos también lo están. Su vestimenta me desconcertó: una chaqueta deportiva pasada de moda, si se puede llamar así, demasiado pequeña a la altura de los puños y de los dobladillos, sobre una camisa azul oscuro; una ropa incongruente que parecía arrancada del cuerpo de otro ser humano. El pelo, ralo, rubio y rizado, coronaba ese cráneo que parecía una roca. En los tobillos llevaba unos calcetines de color azul oscuro.
Cuando entró en mi oficina sentí que me embargaba una tristeza íntima que casi me hizo caer de rodillas. Me es muy difícil explicar la naturaleza de este efecto, pero lo puedo describir con precisión. No había forma de confundirlo.
Trajo con él la atmósfera de mi propia y peor historia; entró —¿cómo podría definirlo?— como en un limbo de dolor plagado de torturas y asesinatos que se me hizo inmediatamente accesible, completamente tangible, como si yo pudiera alargar la mano y tocarlo, como si él llevara puesto un caro abrigo confeccionado con la piel de seres humanos torturados. Y cuando abrió la boca, supe que iba a ser peor. Le corté con una pregunta directa:
—¿Dónde está Edward Prince? ¿Qué ha hecho con él?
Me incliné hacia delante, sobre mi escritorio, no del todo seguro de si sería capaz de soportar lo que él pudiera decirme. Él tembló, como si hubiera sentido una punzada en el corazón, buscó apoyo en la pared y señaló hacia la puerta de la oficina de Prince.
—Véalo usted mismo.
Alarmado, me levanté rápidamente de la silla y pasé por su lado hacia la puerta de su despacho. Al llegar a él me detuve en seco ante una visión tan propia de una pesadilla que, en comparación, hacía que Torgu pareciera estar en su sano juicio. Prince no estaba muerto. Por lo menos, no estaba inmóvil. Deseé que lo hubiera estado. Estaba vivo, pero estaba desnudo y arrodillado en el suelo delante de tres monitores de vídeo colocados sobre unos carritos, y no dejaba de manosear los mandos y los botones con una agitación salvaje. Yo no podía ver las imágenes de las pantallas, pero la habitación estaba completamente a oscuras y sí pude ver el reflejo de una pantalla estática en la piel de su espalda desnuda. Le había crecido mucho la barba. La piel marchita y flácida reflejaba el brillo de las pantallas. Al verme casi no pareció reconocerme, pero sí habló:
—Oh, dios, el hijo de puta, el traidor, el asqueroso hijo de puta del universo traiciona nuestro acuerdo... Mira esto... por dios... por el amor de dios... ¿vas a mirar?
Esta última palabra fue pronunciada con un énfasis especial. No era una sandez. Prince quería, de verdad, que yo mirara las imágenes de los monitores y, aunque yo nunca había deseado más darme la vuelta y marcharme —nunca he creído aquello de que somos los guardianes de nuestros hermanos—, di un paso hacia la oscuridad y me aproximé, centímetro a centímetro, vigilando un posible asalto o ataque por parte de una persona que, era evidente, había perdido la cabeza. Llegué a un punto que me ofrecía un ángulo adecuado para ver, lateralmente, uno de los tres monitores. Él acarició con los dedos las tres pantallas y yo vi qué era lo que le provocaba ese diabólico delirio. Ya no me quedaron más dudas acerca de su salud mental. Edward Prince, mi rival y amigo sólo en los buenos momentos, se había perdido en sus sueños y nunca volvería. En la pantalla se veía una escena habitual de la sala universal: dos sillas desocupadas, dos botellas de agua a su lado, sin cámaras a la vista, y una librería falsa de fondo. No había audio, o él lo había apagado, y yo no tenía ninguna intención de pedirle que lo pusiera. Me quedé mirando un rato. Finalmente, le hice la pregunta:
—¿Qué es, Ed? ¿Qué es tan terrible?
Él giró la cabeza hacia mí y me miró con la boca abierta. Sus dientes también habían adquirido un tono azulado, como los de Stimson Beevers. Yo fruncí el ceño, intentando extraer algún significado.
—¿Que qué es tan terrible?—chilló—. ¿Que qué es tan jodidamente terrible? Que no estoy ahí, vieja víbora atrofiada.
Yo no le comprendí, y ya había tenido bastante, así que empecé a darme la vuelta pero, mientras lo hacía, vi en la pantalla una cosa que me he negado a creer hasta este momento. Me digo a mí mismo que ese fenómeno fue una sugestión que me provocó el mismo Prince y que me pareció real a causa del extraño comportamiento de Torgu, pero ahora intento dejar constancia de todo eso tal y como lo experimenté. En resumen, vi en la pantalla el movimiento de una de las botellas de agua, desde el suelo de la sala universal, que subía por el aire y que volvía a bajar. Alguien bebía de esa botella. Esa persona no había sido registrada por la lente de la cámara. Esa persona, creí —lo sé—, era Edward Prince. Salí corriendo del despacho, tapándome los ojos con las manos, y entré en mi oficina, donde Torgu había ocupado el sofá.
—La vida es una decepción —murmuró—. La muerte no es diferente.
Sentí el impulso de golpearle, pero perdí el valor. Tuve miedo de que él empezara a hablar otra vez y, en mi debilidad, no pudiera soportar el sonido de su voz. Además, parecía que la cabeza de ese hombre creciera ante mis ojos, como una planta que se alimentara de sangre. No sé por qué. No puedo explicar una percepción como ésa si no es diciendo que sucedió de verdad, que parecía que su siguiente actuación requiriera una ampliación de los límites físicos de su enorme cráneo.
—¿Qué ha hecho?
—No he hecho nada. Él está molesto por los términos del acuerdo que él mismo propuso.
Yo me encontraba a un metro y medio de distancia, pero su nauseabundo aliento me asaltó. Y cada vez sentía con más fuerza otro efecto de su presencia. Me pareció, a pesar de que no había evidencias visibles de ese hecho, que ya no estábamos solos en esa oficina. Si uno ha estado alguna vez en una habitación en un día cálido y ventoso, con las ventanas abiertas y los papeles volando por todas partes empujados por la brisa, entonces puede hacerse la idea. Pero estábamos en la planta veinte y mi ventana, un panel de tres metros y medio de plexiglás, no se podía abrir. En esa habitación no podían entrar ni el viento ni la lluvia y, a pesar de todo, algo había entrado. El estaba sentado en el sofá, en medio del torbellino. Entonces me di cuenta de que había traído un pequeño cubo, un balde metálico, y que de dentro del mismo sobresalía el mango de algún instrumento. Ese cubo se encontraba a sus pies.
Me acerqué tambaleándome al escritorio y me apoyé en él, como si eso pudiera ayudarme.
—¿Qué acuerdo?
—Le dije que viviría eternamente si bebía la sangre que es mi ofrenda, y él entendió la inmortalidad en un sentido muy distinto y se imaginó a sí mismo en la pantalla para siempre. No puedo imaginar una forma menos edificante y menos valiosa de inmortalidad, así que no me molesté en hablarle del efecto secundario.
Confieso que en ese momento empecé a comprender qué quería decir, y creí en esa explicación. Ahora, en retrospectiva, me doy cuenta de lo ridículo y absurdo que fue hacerle esa proposición, pero voy a dejar testimonio de ello en aras del rigor periodístico.
—El efecto secundario. —Repetí sus palabras para darme valor.
—Nosotros, quienes reunimos las historias, no podemos ser captados por ninguna tecnología conocida por los hombres.
En el cajón a mi derecha tenía guardado un abrecartas. Ya no podía permitir que continuara vivo.
—Por una cámara, quiere decir.
—Nunca más —susurró Torgu—. Para él, eso ha terminado. Para usted también. Usted está a punto de empezar a informar de una historia mucho más grande que cualquiera de las que haya informado antes. ¿Sabe usted que Stalin mandó a la muerte a trece mil de sus propios soldados en Estalingrado durante el asedio de esa gran ciudad? Tendrá acceso a ellos. Confío en que usted asumirá esta responsabilidad con mayor dignidad que su colega.
Me empezaron a temblar las piernas. Le creí, lo confieso. La idea de realizar esas entrevistas de verdad me seducía. Me peleé con el cajón: él no debía volver a abrir la boca. Me daba cuenta de que si lo hacía, eso significaría mi muerte. Agarré el abrecartas: un punzón de acero. Pero era demasiado tarde. Él habló. Lo que dijo me dejó helado.
—Por cierto, he hablado con su tía abuela.
—¿Con quién?
—Esther, Frau Von Trotta. He visto a Esther.
El abrecartas se convirtió en un pedazo de hielo: me mordía los dedos, así que lo dejé caer sobre el escritorio, donde golpeó un vaso de plástico con café y el café manchó todos los papeles. Miré hacia atrás, al otro lado de la ventana de mi oficina, buscando a Peach, a Bob Rogers, a cualquiera que pudiera confirmar que eso estaba sucediendo de verdad. Esther, mi tía abuela Esther, muerta hacía más de sesenta años, desde julio de 1942, para ser exactos, año en que ella y sus cuatro hijos, incluido un bebé, fueron ejecutados por unos miembros de la primera compañía del batallón 101 de la policía de reserva alemana. Mi hermana había conseguido obtener unos documentos de ese batallón que pertenecían a un historiador, un viejo amigo de la familia, y ambos leímos, con aguda incredulidad, los testimonios en primera persona de los participantes en la matanza. Por supuesto, no sabíamos con seguridad cómo Esther había encontrado su muerte. Su nombre no se mencionó. Pero ella y su familia se encontraban entre los mil ochocientos judíos que vivían en el pueblo, y nadie había visto ningún documento con su nombre nunca más. Su esposo, mi tío abuelo Jozef murió en el campo de concentración de Belzec. Eso sí lo sabíamos, pero nada más.
Lo que sigue es un insulto al sentido común, lo confieso de antemano. Pero este testimonio no tendría ningún valor si yo falseara la relación de sucesos. Ese hombre, en mi oficina, empezó a llenar las lagunas de la historia, y juraré hasta el fin de mis días que lo hizo con voz de mujer, de una mujer a quien yo nunca había conocido.
Yo intenté evitarlo:
—Es un canalla —le dije con la mandíbula apretada.
—Estaría mal que no le contara lo que ella me dijo.
—Cierre la boca.
—No es mi boca —murmuró—, sino la de ella, y usted es el único miembro de la familia vivo con quien ella ha tenido ocasión de conversar.
Me quedé de brazos caídos escuchando ese testimonio, aunque me temo que la emoción y el respeto que siento por los muertos no me permiten ofrecer ni siquiera unos retazos de lo que él contó en su largo e ininterrumpido discurso. Aquí debo detener mi deber de información periodística. Solamente puedo decir que era una narración verdadera de una madre que había presenciado la muerte de cada uno de sus hijos antes de que le llegara la suya. Solamente puedo decir eso. Narraciones como ésa vienen a nosotros en cantidades enormes; se encuentran en los archivos y en las pantallas. Ella suplicó por sus vidas en alemán. Suplicó por su propia vida en alemán. Se le permitió vivir el tiempo suficiente para presenciar la agonía de muerte de su hija mayor. Alguien se había quedado sin munición. Esto me lo dijo una voz al oído, y la voz vibraba con dos notas contradictorias: por un lado, imploraba mi atención; por otro lado, estaba tan atrapada en su propio horror que no me hacía ningún caso. Eso es lo que ofrece el monstruo. Esa es la naturaleza de ese ataque químico y biológico, una forma de conocimiento que es más devastadora que una dosis de gas sarin. Al final, mi tía abuela creyó que estaba soñando.
No sé cuánto hace que ese sacrilegio terminó. Lo peor de todo era que yo deseaba tener esos testimonios. Yo deseaba oírlos. Deseaba saber. Quizás él esperaba que yo caería a sus pies y le rogaría piedad. Yo estaba enfermo, es verdad, me daba cuenta de que la tensión me había subido y mi espalda había vuelto a provocarme la vieja agonía. Iba a morir en esa oficina, como tantas veces había jurado que haría, pero no de la forma en que lo había imaginado. Moriría a causa de la conmoción de conocer la insoportable historia de mi propia familia. Que así fuera. Pero mi furia excluía la posibilidad de estar incapacitado. A pesar del estado en que me encontraba, esa apropiación de la muerte de mi tía me imbuyó con la fría determinación de acabar con él. Agarré el mango del abrecartas y esperé a que se me pusiera al alcance.
—Hay otros —dijo él, levantándose—, pero los oirá después, los oirá por usted mismo. Ya no es un trabajo exclusivamente mío el comunicar esta información, gracias al cielo. Vamos a cambiar el mundo.
El aire soplaba con una extraordinaria fuerza. Quizá surgiera desde mi escritorio, como si le abriera camino. Su cabeza se resistía contra esa tempestad. Pareció que sus pupilas se achicaban y que sus órbitas brillaban con un blanco vivido. A pesar de su inmenso poder, el hombre parecía estar seriamente enfermo, pero no me refiero a la forma en que algunas personalidades monstruosas a menudo parecen sufrir alguna enfermedad. No, Torgu tenía una aspecto enfebrecido e inestable que asocio con la falta de descanso o con la convalecencia después de una enfermedad que ha hecho estragos. Además, el tejido de su traje estaba manchado a causa de Dios sabía qué horribles prácticas y delataba un estado de pereza degenerativa, como si ese hombre ya no fuera capaz de cuidar de sí mismo. Padecía una enfermedad contagiosa que iba a contagiar al resto de la especie. Dio la vuelta a mi escritorio, como un acólito del mesmerismo, llevando el cubo que contenía ese instrumento, que yo sabía que era un cuchillo. Pero él estaba repleto, hinchado con la energía de sus seguidores. Se me encaró: casi un gigante, ¿o es que yo estaba menguando? Se me acercó hasta casi menos de un metro de distancia. Yo le clavé el abrecartas en la garganta, pero él volvió a hablar con el acero clavado en la tráquea.
—Estoy seguro de que va a soportar usted muy bien la violencia —dijo con voz rasposa—. Yo, por mi parte, necesito unos momentos. No importa las muchas eras que hayan pasado, nunca me acostumbro a este tipo de cosas.
Los dientes negros flotaban en la espuma de sus encías grises. Los labios dibujaron una sonrisa lánguida. Un dolor horroroso se me instaló en la base de la espalda y tuve que dejarme caer sobre la silla. Él se sacó el abrecartas de la garganta y la sangre manó hacia el suelo. El cuchillo no dejaba de hacer un ruido metálico contra el cubo. Él se acercó un paso hacia mí, levantó el abrecartas y me lo clavó en el muslo, atravesándomelo hasta la silla.
Me tapó la boca con una mano y empezó a prepararse para la carnicería. Colocó el cubo en el suelo. Se arrodilló con cierto esfuerzo delante de mí. Fuera de ese edificio, el sol calentaba el Hudson. Yo sabía que los edificios brillaban. Sabía que las chicas llevaban falda corta, que los helicópteros que vigilaban el tráfico sobrevolaban la ciudad, y que las barcazas navegaban. Pero en mi oficina se estaban llevando a cabo los últimos preparativos para realizar una carnicería.
Él me agarró por el cuello de la camisa.
—Treblinka —murmuró—. Vorkuta. Gomorra. Estos son nombres de un poema infinito. Medina. Masada. Ba-laklava. Si tiene usted el más mínimo conocimiento sobre mí, sabrá de mi integridad por lo que se refiere a una ofrenda que se me hizo por la maldición de un padre y que ha durado incontables siglos de dolor. Sabrá lo poco que tolero la falta de respeto. Sabrá que soy un firme defensor de los muertos ofendidos.
Él se dio cuenta de que yo quería decir algo y apartó la mano de mi boca.
—¿Cree usted que este mundo necesita su monstruosa lección de historia?—dije con voz ronca.
—Una lección de historia —repitió él—. Veo que comprende mi intención.
—Pero es una mentira.
—Los nombres no mienten. No pueden hacerlo.
Encontré suficiente energía para oponerme a él con mis palabras, aunque no tenían ningún poder de salvarme.
—Los más profundos recuerdos de la humanidad no necesitan nombres. Nosotros vimos las estrellas antes de que supiéramos cómo se llamaban. Un ser humano tocó a otro antes de que pudieran pronunciar ni una sílaba. Las mujeres parían a los hijos con unos quejidos que eran anteriores al lenguaje. Los nombres son como su cubo. Sólo contienen sangre.
Yo estaba a punto de ser destripado, y esa inútil muerte de cerdo que me esperaba me había vuelto insolente. Me sentí extraordinariamente contento conmigo mismo, hubiera sido una buena conferencia, pero esa sensación pasó. Volvió a asaltarme el dolor en la espalda. Su aliento mataba las plantas. Él me sometía con algo horrible, con un recuerdo mío. Habíamos tropezado con una plantación de árboles del caucho en Vietnam, y los cuerpos estaban por todas partes, los de soldados del Vietcong y del sur del Vietnam que habían muerto hacía días y habían sido abandonados allí para que se pudrieran. Parecían plantas cortadas a hachazos y abandonadas en el campo. No grabamos esos rostros. Pedí a mi equipo que los dejara, por respeto, pero esa imagen había permanecido en mi mente y Torgu había hecho que aparecieran en esa habitación. Yo estaba perdiendo fuerza. Las presencias en el aire ganaban poder.
Él empezó a decir dos cosas a la vez, de su boca surgían dos conversaciones completamente distintas. En una, él pronunciaba los nombres de lugares y yo empezaba a visualizar esas palabras como envueltas en llamas, cayendo, flotando y, dentro, imágenes de las atrocidades más variadas. No podía defenderme de Esther, de los vietnamitas ni de ese otro campo en Argelia, ni de la franja de la muerte en Berlín. Yo había visto mucho de la muerte. Por algún motivo, me sorprendió. No me había dado cuenta. Al mismo tiempo, de sus labios salía una propuesta: no iba a cortarme la garganta, me dijo. Iba a cortarse él la muñeca y yo bebería de él. Él quería mi alianza. Torgu cerró los ojos:
—Pido su bendición en esto.
Yo agarré el abrecartas que tenía clavado en el muslo y me lo arranqué. Él entendió eso como una negativa y me clavó el cuchillo en la cabeza, en la oreja. Con la pierna que tenía bien, yo le di una patada que le hizo caer al suelo y, con las últimas fuerzas que me quedaban, atravesé la puerta cojeando y sangrando. Él me siguió inmediatamente.
Estuve a punto de chocar contra Peach, que dejó caer una caja de pizza que llevaba y chilló. Torgu acababa de agarrarme por el abrigo cuando Evangeline Harker apareció ante nosotros como una visión de un sueño. Yo sentí que el suelo, debajo de mí, desaparecía. Oí un tumulto de gritos que se levantaba y se alejaba. Todo se volvió oscuro.
Cuando me desperté, me encontré aquí, en el dormitorio de mi casa. Me he negado a ir al hospital. Una enfermera intentó quitarme la botella de las manos y yo la despedí. Ahora debo dormir.
Por un instante, le vi otra vez, estuvimos cara a cara, y él me vio. «Evangeline.» Oigo su susurro en mi cabeza.
Se había deteriorado horriblemente. El cuerpo le había menguado, la cabeza le había crecido, como una garrapata que llevara demasiado tiempo enganchada a un perro. Fue solamente cuestión de segundos, pero pareció que el mundo se detenía y en esos ojos vi el cansancio, el hambre, el miedo. No fue en absoluto como antes. Él no lo pudo soportar: pasó de largo a mi lado precipitadamente, y de Peach Carnahan, que no dejaba de chillar, levantando aire a su paso. Austen cayó sobre la alfombra, sobre el charco de su propia sangre. Mis instintos transilvanos se despertaron. Me arranqué un trozo de camiseta y la coloqué como un torniquete alrededor de la pierna de Austen. Oí un rugido de indignación. Ordené a Peach que llamara al servicio privado de ambulancias del programa. Por un momento, mientras estaba de rodillas al lado de Austen, miré por la puerta abierta de la oficina de Edward Prince y vi algo inexplicable, una sombra que se escabullía entre tres brillantes pantallas, pero la puerta se cerró antes de que pudiera identificarlo. No tenía tiempo de dilucidar ese misterio. Austen había perdido la conciencia. Torgu se había ido.
23 de mayo
La enfermera me dio otra botella de Percocet. Lo utilizo demasiado. Me resisto a esa botella. El fin de semana ha llegado. Doy vueltas por aquí en muletas. Fuera, el día ha amanecido con un calor brutal. La temperatura ha subido a unos niveles récord esta noche. Ed, el preso, nos advierte de una sobrecarga y pide a los buenos ciudadanos que conserven la energía siempre que sea posible. Si yo no fuera un hombre sensato, diría que Torgu está utilizando el sol contra nosotros. He salido a la calle a comprar el periódico, pero no volveré a salir.
Señor: Un profundo suspiro en este domingo derretido. Sé que no va a hablar conmigo. Sé que me desea un destino horrible. Sé también que tiene usted planeado vengarse por mi reconocido fallo. Mis remordimientos no pueden ser exagerados. Pero me niego a abandonar. Debe usted saber lo que va a suceder pasado mañana. Todos los productores y todos los corresponsales de este programa han vuelto de donde estuvieran para ofrecer sus respetos a su líder, Bob Rogers, el fundador, que va a apearse después de más de tres décadas como productor ejecutivo. Es un momento histórico en los anales de la televisión. Nunca ha habido un programa como La hora, y nunca ha existido un productor ejecutivo como Bob Rogers. Pero lo que debe interesarle a usted son las cifras. Es una situación excepcional que todos los empleados del programa se encuentren reunidos bajo el mismo techo. Es una situación propia sólo de las ocasiones más graves. Para usted, representa una oportunidad que no volverá a repetirse. En cuestión de cuarenta y ocho horas va usted a tener a su disposición casi cien cuerpos, algunos viejos y decrépitos; otros, flexibles y fuertes. Entre los miembros más jóvenes y los más viejos de este programa hay cinco décadas, medio siglo. Piénselo. Son la gente que comunicará la información que es su especialidad a la masa de estadounidenses. El resto servirá de vehículo, por supuesto.
He aquí el orden del día: La gente llegará hacia las diez. Habrá un bufet de desayuno en la sala de visionado a las once, y éstos acostumbran a ser bastante buenos, con salmón y panecillos de Zabars, camarones fritos y una especie de cerditos en miniatura que no he visto en ningún otro lugar. Trotta pensaba que era inteligente esperar a la reunión para hablarles de usted a todos. Él creía que sí se daba una reunión con un gran número de gente, influiría en la habilidad que tiene usted de hablar. Pensaba intimidarle con esta maniobra. Pero me he enterado de las fantásticas noticias. Él ha experimentado la maravilla de usted. Ahora tiene un mayor conocimiento. Es posible que usted se sienta complacido con esta información. Es posible que me perdone si le traigo cien almas arrogantes, con talento y maleables a nuestra fiesta. Que Dios le acompañe. Stimson.
He tenido la menstruación por primera vez en meses. Me senté en el suelo del baño de mi apartamento y observé el reguero de sangre entre mis piernas. Toqué la sangre con la punta de los dedos. Me llevé los dedos a los ojos. ¿Qué es esta cosa, en verdad? Fue como si no lo hubiera visto nunca antes.
Sé lo que he hecho. Veo su rostro cada minuto de vigilia. No tengo idea de en qué me estoy convirtiendo.
Austen me ha llamado. Quiere que vaya a su casa, quiere hablar de la reunión del lunes. No tiene ni idea, creo, de lo cerca que estuvo. Si Torgu no se hubiera visto sorprendido por mi presencia, ahora estaría muerto. Pero el cabrón escapó, y yo pude sacar a Austen del edificio y meterlo en una ambulancia. Peach me ayudó. Conseguimos, de milagro, no acercarnos a la policía.
Después de llevar a Austen a casa y después de que llegaran los médicos, fui a ver a Robert. Era más de medianoche y no habíamos hablado en todo el día. Fui caminando desde East Side hasta el West Village y entré en el apartamento con mi llave. Él estaba dormido. Me preparé una taza de café, fui al dormitorio y le contemplé mientras el pecho le subía y le bajaba debajo de las sábanas. Quedaba una última cosa por hacer. Él ha intentado liberarse de su trauma con mucha fuerza, ha sido muy paciente. Hemos tenido intimidad solamente una vez, esa vez que me puse la pieza exótica de Ámsterdam y casi le devoré, pero él dice que la boda continuará hacia delante. Ha vuelto al trabajo y está deseando continuar con su vida.
Me desabroché la blusa blanca de algodón manchada de sudor con lazos en los hombros y me quité el pantalón caqui y las zapatillas de deporte. Era una hora demasiado avanzada para un ultimátum, pero no siempre podemos escoger en qué momento tomamos las decisiones. Robert ha conseguido muchos favores y cree que todavía podrá conseguir nuestra iglesia y nuestro restaurante favorito, además de un grupo de country para el Día del Trabajador. Voy a dejarle que prepare el pastel de boda, como ha querido desde el principio. Tiene prisa, está un poco obsesionado, pero no puedo culparle. También está un poco cruzado conmigo por mostrar menos entusiasmo que el que mostré anteriormente con nuestros planes de boda. Le he dicho que tengo pensado convertirme en productora ahora. Le he dicho que quizá dirija el programa algún día, y él lo atribuye a los horrores desconocidos que debí de haber soportado en Rumania. Yo no contradigo esa línea de pensamiento, aunque sé que es deshonesto.
Me senté a horcajadas sobre él, mientras pensaba contra mi voluntad en Clemmie, y esperé. Observé su rostro, ansiosa por ver qué haría cuando abriera los ojos. No me preocupé de ponerme ninguna otra pieza de Ámsterdam. Necesitaba verme desnuda. Necesitaba comprender lo que estaba ocurriendo. Yo solamente llevaba puesto el sujetador negro que me había salvado la vida. Él no estaba del todo despierto, pero comprobé, por debajo de la sábana, que la parte de él que me era necesaria estaba en estado de sublevación. Ordené las palabras mentalmente para ofrecerle una breve explicación. Pasaron los minutos y cada explicación me descubría un nivel mayor de error. El calor nos envolvía a pesar del aire acondicionado. Recorrí su cuerpo con las manos. Él debía ver en qué me había convertido. Debía verme y entonces yo se lo contaría, y todo estaría bien.
Él empezó a gemir con el contacto de mis manos, pero no abrió los ojos.
—Es la hora, mi amor —le dije.
Vi, al mismo tiempo que sentía un alarmante despertar del hambre, el circuito de la sangre en su cuello y sus brazos. Las enfermeras nunca habían tenido ningún problema para encontrarle la vena correcta. Mis venas son pequeñas y dan problemas para encontrarlas con la aguja. Sentía sus venas bajo mis manos, su latido y su grosor. Él no me miraba. Las palabras para despertar ya no eran adecuadas para nuestra forma de comunicarnos.
Me quité el sujetador.
—Abre los ojos, Robert —le dije.
Lo hizo y me vio. Se le entreabrieron los labios y observó mi vientre pálido y mis pechos, que tan bien había amado y por encima de los cuales, desde que escapé de Transilvania, habían ido creciendo día a día esos signos: como pequeñas pecas al principio, como rasguños de algún arañazo, tan pequeños que yo me negaba a reconocer lo que eran y lo que significaban. Pero sus ojos me dijeron todo lo que yo necesitaba saber. Los había visto antes, ¿verdad? Eso no era suficiente para mí, yo no quería creerlo. Hacía meses que no me ponía delante de un espejo. Ahora me había colocado ante el espejo de sus ojos, que miraban las miles de diminutas incisiones sobre mi piel, un aterrador defecto que ninguna reducción de vientre podría destruir, una vía láctea de esvásticas, martillos y hoces, cruces, lunas crecientes, estrellas, rayas, las banderas de todas las naciones del mundo desde el principio de los tiempos se extendían por encima de mi piel, alrededor de los pezones, me subían por el cuello. Me había convertido en el papel encima del cual los muertos dibujaban sus diseños. Aparté las manos de su piel. ¿Lo había soñado? Deseaba creerlo. Deseaba creer que Ion Torgu, un criminal brutal, me había estado violando durante un período de días y que, durante mi encarcelamiento, yo había creado una extraña versión de los sucesos en la cual yo salía victoriosa. Era un cuento de hadas. Una criatura procedente de los tiempos más remotos había aparecido entre nosotros, bebía sangre humana y atraía a los asesinados como las moscas al azúcar. Las almas perdidas hablaban a esa criatura, la tocaban, la infectaban, y la criatura, a su vez, pasaba la infección a otros, contagiaba el peso de millones y millones de pequeñas historias de salvajismo a seres humanos cuyas mentes no estaban preparadas para aceptar esa carga. Yo sabía eso, y mis colegas no. Eso se lo concedo. Pero ellos habían visto los signos, tenían pruebas de que existía una realidad más amplia, una realidad que ellos negaban. Lo mismo hizo Robert. Él rechazó la transformación de mis extremidades. Me rechazaba a mí, de hecho, aunque él nunca podría decir algo así y a pesar de que no sabía cómo era posible que sintiera esa profunda repulsión. Yo lo sabía. Yo le acosaba a un nivel celular. Mi mente, mi piel, mis cicatrices, me alejaban más de sus semejantes a cada día que pasaba.
Bajé de la cama. Me senté al lado de la dulzura de su cuerpo. Él miraba al frente, como si yo continuara sentada encima de él. Le besé en los labios. Quizás en esa otra realidad, en la cual Ian caminaba y hablaba, nosotros nos habíamos casado y yo estaba embarazada y feliz. Lo deseaba. Pero en esta vida, habíamos acabado. Me puse la ropa y abandoné el apartamento.
A Julia le desagradaba estar en la oficina un domingo por la tarde. Siempre le había desagradado. Si uno iba a la oficina un domingo, eso significaba que se había producido un desastre u otro. Significaba que la pieza necesitaba una cirugía de última hora, o bien que había ocurrido una calamidad de importancia en alguna parte del mundo y que uno debía elaborar unas breves líneas acerca de esa desgracia, a toda prisa.
Ese domingo en especial, fue una calamidad todavía peor la que la llevó a la planta veinte. Salió del ascensor. Directamente delante de ella, sonriente y sorprendido de verla, se encontraba Menard Griffiths.
—¿Qué? ¿Haciendo unas cuantas horas extras? —comentó ella, antes de que él tuviera tiempo de preguntar nada.
Él asintió con la cabeza.
—Habrás oído las noticias, seguro. Todo el mundo va a volver mañana. Algunos de ellos ya están aquí ahora.
—¿De verdad? ¿En la planta? —Julia continuó caminando.
—Y tanto. Eh, eh. Tengo que mirar la bolsa.
—Me tomas el pelo.
—Ojalá, pero, ya sabes, con todas esas cosas raras y toda la gente a punto de llegar, quieren la máxima seguridad. Todas las bolsas deben ser registradas. Tráela aquí.
Eso era tener mala suerte. Menard nunca le había registrado la bolsa antes. Ella había amontonado algo de comida y una muda de ropa encima de la bolsa de cerillas y del cuchillo para cortar las mechas.
Ya había guardado los C-4 en el suelo, gracias a dios, porque si no, hubiera tenido graves problemas. Tendría que contestar sus preguntas acerca de las cerillas y el cuchillo, pero podía manejarlo. La comida atrajo su interés.
—Oh, oh, ¿qué hay aquí?
Ella no respondió, al principio. Contemplaba a Menard y pensaba que sería mejor para él si descubría sus planes. Sería mejor para él y para ella. Si sucedía lo peor y alguien resultaba herido por la explosión, ese amable hombre después cargaría con la culpa de su negligencia. Los guardas de seguridad siempre eran considerados responsables de algo así, y ella era una mujer amante de la paz que hacía mucho tiempo que había renunciado a la violencia como vía de acción política. Él sacó la comida y la olió con expresión de decepción.
—Ensalada de pollo.
La dejó a un lado con desdén y volvió a introducir la mano en la bolsa, por entre la ropa, y se detuvo. Sacó las cerillas y el cuchillo. La miró.
—¿Utilizas esto, Julia? —preguntó, perplejo ante esos objetos—. ¿Para tu trabajo?
—Sí, Menard.
A él no le importó. No pensó ni por un momento que ella podía ser un problema.
—Vale. Sólo estoy comprobando.
Metió los objetos de nuevo dentro de la bolsa. Ella le observó con una repentina sensación de agotamiento. Deseó que llegara el día de mañana y que la lucha hubiera terminado. Menard pareció percibir su abatimiento. Insistió en salir de detrás de su mesa y en darle un abrazo. Antes de que ella tuviera tiempo de decirle que no y alejarse, él la abrazó. Luego le dio un apretón en los hombros y miró la bolsa.
—Nos vemos —le dijo ella.
—Costillas —pidió él—. La próxima vez tráeme costillas.
—No puedo comerlas.
—Un buen rollito de langosta, entonces, o...
Él se quedó murmurando solo a pesar de que ella ya se había alejado y no podía oírle. Cuando hubo entrado en su oficina, cerró la puerta, sacó la comida y las ropas y dejó la bolsa debajo del sofá, al lado de la caja de artillería. Sacó la caja, quitó la tapa y echó un vistazo. Allí estaban, seis barras envueltas en papel de embalar. La idea era sencilla. Quería hacer volar esa mierda. No, no era eso. Ella creía que Austen iba a necesitar un poco de ayuda para convencer a los demás de su historia. Desenvolvió una de las barras y le pareció suave y fría al tacto, un explosivo de treinta centímetros de largo de color crema. Le pareció oír unos pasos al otro lado de la puerta. Se quedó inmóvil. Era posible que hubiera gente por allí. Menard había dicho que una parte de los empleados que venían desde el otro lado del Atlántico ya se encontraban en la planta. Sally Benchborn había vuelto de Japón. Le había dejado un par de mensajes a Julia en el buzón de voz en los que le preguntaba acerca del progreso de la película, pero Julia no le había devuelto las llamadas. ¿Estaba Sally merodeando al otro lado de la puerta? Ese momento de alarma pasó. Julia envolvió otra vez el C-4 y lo volvió a colocar en la caja. Volvió a concentrarse en su plan, repasó los detalles. Para ella, una pequeña explosión en el callejón del magreo, programada para la hora en que iba a realizarse la reunión, podría aminorar la amenaza. Sería una pequeña mentira, se dijo, que reafirmaría una gran verdad. Si resultaba que la explosión destrozaba esas cajas, tanto mejor. Julia sabía que las cajas eran parte del peligro. Había visto cómo Evangeline Harker las miraba. Recordaba muy bien la noche en que había visto algo en ese pasillo. Casi esperaba que su enemigo se encontrara durmiendo en una de esas cajas. Esa idea la hacía estremecer y la apartó de su mente mientras tapaba la caja.
Se oyeron unos golpes rápidos en la puerta. Sally era implacable. Era domingo, por dios. La manecilla de la puerta giró y Julia se alegró de haber cerrado la puerta. Seguramente su productora había visto la caja y quería saber qué contenía. Nada se le escapaba nunca a Sally Benchborn. Hubo una larga pausa y luego se oyó un golpe de llamada menos urgente. Fuera quien fuese, no estaba dispuesto a irse. Julia deslizó la caja debajo del sofá y dijo:
—Un segundo.
Se colocó bien el pantalón y se preparó a decir la verdad acerca de la cantidad de trabajo que había hecho sobre la historia de Japón, que era nada. Abrió la puerta del todo.
Remschneider, un metro ochenta y tres, noventa kilos, la fulminó con la mirada. Sus labios estaban flácidos, húmedos y oscuros. Tenía un cuchillo en la mano.
Señor: Todavía ni una palabra de su parte. De acuerdo. Es domingo y, ante mi sorpresa, los productores han empezado a dejarse ver en la casa. Sally Benchborn está aquí, no deja de quejarse y gimotear, lleva algo en una maleta grande, probablemente sus preciosas cintas. He oído algunas conversaciones. Ya han intuido que ha llegado el momento de que el viejo guardián dimita. Doug Vass y las mujeres se marcharán también. Expresan una rabia superficial y una profunda curiosidad. Vilipendian a la dirección y especulan acerca de los motivos. Apuestan qué palabras se pronunciarán durante el discurso y predicen recortes en el trabajo y cosas peores. Los índices de audiencia caerán en picado. La calidad decrecerá. Pero quizá sea lo mejor, susurran en secreto. Están tan ciegos como solamente pueden estarlo los periodistas de éxito. Su gran historia, para ellos, para lo que han sido siempre y lo que serán, la tienen justo aquí delante, y a pesar de ello creen que lo único que está en juego es una reorganización profesional. Así es como caen los grandes imperios. Así que deme órdenes. Ansío recibir órdenes. Mientras tanto, mientras no se me diga lo contrario, permaneceré sentado en la esquina de la sala de visualización, justo al lado de Bob Rogers, y tomaré notas en mi portátil. Stimson.
Julia dio un puñetazo en la nariz a Remschneider, pero él se agachó a pesar de su estatura y consiguió atravesar la puerta como una tambaleante masa de carne. Ella se apoyó en una esquina de la habitación y le tiró cintas a la cabeza. Aprovechó un momento en que él tropezó para arañarle las mejillas e intentar escapar por uno de los costados de él; se impulsó, falló y cayó a sus pies. La caja de explosivos de debajo del sofá quedó a la altura de sus ojos. Se arrastró hacia ella, alargó la mano y agarró una barra. Antes de que tuviera tiempo de hacer nada con ella, Remschneider la sujetó por el cuello y la izó con ambas manos. La apartó de la puerta y la empujó contra la pared del fondo. Ese hombre apestaba a todas las excrecencias posibles. Había asesinado a sus colegas. Movía los labios, estaba hablando, en voz baja, en un susurro. «Un ritual —pensó ella—. Va a cortarme la garganta.» Oyó «Lubyanka, Vorkuta» y el resto de palabras. Luchó contra él, le empujó, pero él hizo fuerza como un zombi y la forzó contra la pared. Ella intentó agarrar el cuchillo. Él aumentó la presión en su garganta. Él era demasiado grande y ella sintió que le fallaban las fuerzas, que se quedaba sin aire en los pulmones. Él se estremeció, perplejo, y abrió mucho los ojos. El cuchillo le cayó de la mano, la presión sobre el cuello de ella aminoró y él cayó hacia delante, como en un intento de sujetarla con todo su cuerpo. Abrió la boca esforzándose por respirar, escupió saliva, la boca se le abrió en un rictus de sorpresa. Vomitó sangre. Sally Benchborn apareció en el alféizar de la puerta con el chal rosa y el Einfeld auténtico de la guerra de secesión entre los brazos, la bayoneta manchada de sangre.
24 de mayo,
a última hora de la tarde
Evangeline apareció ante mi puerta a las ocho, colorada a causa de alguna emoción. Tenía el ceño fruncido. Yo quería hablar con ella acerca de la reunión de mañana e intentaba que me diera su consejo. Pero nada más. Ella estaba mucho más perjudicada de lo que yo había imaginado.
—Tengo que decirte una cosa ahora mismo —dijo—. No puedo esperar ni un minuto más.
Era evidente que había caminado ochenta manzanas de la ciudad. Yo le dije que ella estaba todavía demasiado débil para realizar ese tipo de esfuerzos y me dirigió una mirada poco amistosa. En retrospectiva, comprendo por qué. Quizás estuviera trastornada, pero no era en absoluto frágil.
Le dije que esperaríamos a Julia Barnes, que también estaba invitada, mientras le servía un vaso de whisky escocés como medicina, a pesar de que ella lo miró con un desagrado evidente. Pero vació el vaso de un trago y pidió otro. Se negó a quitarse el abrigo.
—¿Cómo está Robert?
Se encogió de hombros: una respuesta inquietante. Julia Barnes llegó y, con ella, Sally Benchborn, a quien yo nunca he conocido bien. Algo había ocurrido, era evidente. Entre ellas se hizo un silencio cargado de significado. Le pregunté a Julia si todo iba bien y ella asintió con la cabeza. Les serví a ambas un whisky irlandés.
Evangeline nos increpó:
—¿Estamos listos, ahora?
Las mujeres no habían tenido tiempo de sentarse.
—¿Qué sucede?—preguntó Julia, obviamente sorprendida de ver a la chica Harker en mi casa. Entonces vio mis muletas y mis vendas: no se había enterado. Le expliqué rápidamente que yo me había reunido con nuestro enemigo y que mi estado era la consecuencia de ello. Le prometí que le contaría más, pero que lo aplazaba a causa de la urgencia de Evangeline.
Hice un gesto hacia Evangeline y ella nos pidió que nos sentáramos. Empezó a hablar. Al cabo de una hora, Julia, Sally y yo todavía estábamos sentados, contemplando el icono ruso que tengo sobre la chimenea. Nos habíamos bebido casi todo el whisky y fui a buscar una botella de oporto; hacía falta algo más dulce. Yo me sentía como si hubiera recibido un golpe de hacha, mis esperanzas se habían desvanecido. El tiempo no serviría para curar a esa chica y no habría forma de tener éxito. Julia Barnes y Sally Benchborn contemplaban el Andrei Rubliov, como si le imploraran. Ellas habían esperado quizás encontrarse con una conversación referente a las tácticas, no con una revelación de asesinatos y violaciones que superaba sus peores pesadillas. Yo no me creí ni una palabra de la historia de la chica, ni una palabra en sentido literal, quiero decir, pero intuía los actos inefables que debía de haber soportado para haber elaborado una fantasía tan inmunda.
Me pareció que el mismo pensamiento pasaba por las cabezas de los demás. Nos habíamos quedado sin palabras. No podíamos mirarla.
—No me creéis en absoluto, ¿verdad? Ian dijo que no valdríais la pena.
—No es eso, querida —empecé a decir yo.
—¡No soy tu querida! —gritó—. ¡Soy esto!
Se abrió la camisa de un tirón y mostró el pecho y el estómago desnudos. No supe qué decir: nunca había visto nada parecido. Tenía cientos, miles, de cortes y arañazos por toda la piel, y parecían formar una especie de diseño. La habían torturado. Me llevé la mano a la boca y me dejé caer en la silla.
—Él te hizo eso. —A Julia le temblaban los labios de rabia. La Benchborn no quiso mirar.
Yo miré a la editora y levanté la mano. No tenía sentido continuar con esa conversación. Ambos la habíamos oído mencionar a su amigo muerto como si hubieran estado hablando recientemente.
—¿Ian? —le pregunté, esperando que se daría cuenta de la posición en que nos había colocado—. ¿No te referirás a nuestro Ian, querida?
Las cosas se pusieron desagradables, entonces. Ella caminaba de un lado a otro y gritaba, diciendo que era una estupidez que intentáramos burlar a esa criatura imaginaria, a esa mantícora con quien se había enfrentado en Rumania. Confieso una total confusión. Yo había visto a ese hombre y me había dado cuenta de que era un monstruo, no tenía que convencerme de ese horror. Pero lo que decía no tenía sentido. Por un lado, se quejaba de haberse convertido en alguien como él, de haber asesinado a alguien y haber profanado su cuerpo. Por otro lado, parecía que tenía intención de destruirle con algún inconfesado acto de seducción. No entré a investigar esas contradicciones, había demasiadas. Al final, cayó de rodillas sobre la alfombra, a mis pies, y dijo, en un tono que tenía una clara connotación sexual, que haría cualquier cosa que yo quisiera si la escuchaba. Intenté levantarla del suelo y Julia probó a utilizar su influencia como mujer. Pero todo terminó en un giro desafortunado: Evangeline salió precipitadamente de mi casa, hacia la noche. No pude detenerla y, francamente, no deseaba hacerlo.
Ella no nos es de ninguna utilidad, me temo. Tengo una sincera duda ética acerca de si es razonable que repita en este diario los detalles de lo que ella nos contó acerca de su interacción con Torgu. Si, tal y como he dejado claro antes, estas páginas deben ser consideradas como un testamento, entonces sus revelaciones formarían parte de ese cuerpo de documentos. Soy de la opinión de que no deberían serlo. Lo que ella tenga que decir, debe ser dicho en el terreno de la mayor confidencialidad. Estoy seguro de que ha falseado su narración, y tengo la fuerte intuición de que aquello que ella ha afirmado haber ofrecido por propia voluntad como arma le fue arrebatado por pura fuerza. ¿Lo sabe su prometido?
Julia Barnes, Sally Benchborn y yo nos quedamos como último reducto.
LIBRO 15Una reunión de águilas
Cuarenta y seisHa llegado el lunes por la mañana y estoy reuniendo estas últimas notas. No sé por qué, pero estoy segura de que deberán ser completadas por alguien más. Si, en algún momento en el futuro, la historia de La hora se cuenta por fin, sólo puedo esperar que mis apuntes ofrezcan alguna comprensión de la verdad. Mi letra resulta, normalmente, ilegible, pero ésta es la menor de mis preocupaciones. Quiero que se me crea, y eso requerirá a un intérprete muy especial que sepa evitar los escollos de lo aparente, lo obvio y lo prosaico. Me digo a mí misma que un intérprete así existe, y que él o ella me rescatarán en algún momento del futuro, pero sé muy bien que eso es irrelevante en mis circunstancias inmediatas. Tengo preocupaciones más importantes.
Voy a dejar estas notas encima de la cama. Cubren todo lo sucedido desde mi primera noche en Rumania hasta el momento presente. Si tengo un momento, en el trabajo, escribiré una rápida adenda. Si no, si no se me presenta la oportunidad, quizá mi supuesto salvador lo hará.
Después de mi conversación con Austen, Julia y Sally, mis opciones estaban claras. Por un lado, podía, simplemente, marcharme. Desde el primer momento en que volví a Nueva York, mi padre quiso que abandonara la ciudad. Él estaría contento de proveerme el traslado a pastos más verdes donde yo podría empezar de nuevo, alejada de este desastre, confiando en que Torgu no fuera otra cosa que un gigantesco y repugnante criminal que no tuviera nada que ver conmigo. De todas maneras, si ésa fuera una opción posible, hace tiempo que la habría tomado. Por desgracia, la verdad de todo este asunto se encuentra en mi sangre, en mi piel, detrás de mi mente consciente. No puedo separarme ni escapar de mí misma a no ser, por supuesto, que me quite la vida, cosa que se me ha pasado por la cabeza más de una vez como la solución lógica, suponiendo que alguna parte de este problema tenga alguna lógica. Me quitaría la vida si no fuera porque sé lo que me esperaría si lo hiciera. Ese acto violento sería el primer paso hacia una eternidad hambrienta de sangre entre millones de otros. La verdad es que si quiero convertirme en la esclava y sirvienta de Torgu, el suicidio es el camino más rápido. Pero antes me convertiría en la dueña de su casa.
Y por eso, solamente me queda una opción plausible. A pesar del deseo de Austen, debo asistir a la reunión. No me importa en absoluto el destino de Bob Rogers; hace años que debería haberse retirado. Antes de que yo desapareciera él casi ni sabía que yo existía. Pero esa reunión tiene muy poca cosa, o no tiene nada, que ver con él. El verdadero objetivo, no premeditado, consiste en facilitar una matanza. He visto los ojos de Torgu. Se había impuesto la tarea de cortarle la garganta a Austen y estuvo a punto de probar esa bebida, pero le fue negada y ahora siente la necesidad febril de alimentarse. En algún lugar de la planta, esperando a que llegue ese momento, aguarda a que el personal se reúna como un rebaño conducido a los establos del matadero. Y más allá de él, a su alrededor, se congrega la masa de bebedores, esperando a ser escuchados.
Él va a venir. Y va a actuar.
Salgo por la puerta.
Julia y Sally entraron en el edificio con las llaves de seguridad. Antes del amanecer, y antes de que llegara Miggison, subieron a la planta veinte y se sintieron aliviadas al darse cuenta de que habían calculado bien el tiempo: Menard había abandonado su puesto para abrir las puertas de las oficinas de todos los pasillos. Pasaron de largo del puesto de seguridad y se dirigieron a la zona de edición. Julia notó el terror en cuanto llegaron al callejón del magreo y se alegró de que Sally llevara su Enfield. Después del incidente durante el visionado de la historia de ese gurú de la salud, ella no había ido a trabajar sin él en ningún momento. Pasaron por delante de la cámara de seguridad donde se guardaban las cintas grabadas recientemente y Julia echó un ansioso vistazo a la puerta. Después del ataque de Remschneider, habían colocado los explosivos en el estante superior de la pared del fondo de la cámara, donde no era probable que alguien las encontrara. No había habido otra alternativa. Julia no había querido arriesgarse a sacar del edificio los C-4: no había querido arriesgarse a que Menard los descubriera. La cámara de seguridad era el lugar menos inseguro, pero tenía grandes desventajas, la peor de las cuales era Claude Miggison. La habitación no se podría abrir hasta que Miggison llegara porque él tenía la única llave. Se dirigieron a la oficina de Julia.
Sally se detuvo un momento en la puerta con una expresión de arrepentimiento en el rostro.
—Detesto haberle hecho eso al Pedigüeño —dijo—. Me consiguió un Emmy, era un buen editor, realmente bueno. Pero me parece que se pasó de la raya.
—¿Tú crees?
Julia puso la mano en el pomo de la puerta. Se miraron la una a la otra y Sally levantó la punta de la bayoneta.
—Dijiste que querías ver mi arma —dijo—. ¿Te gusta?
—Excelente —dijo Julia—. Sólo desearía que hubiéramos llevado al Pedigüeño a la incineradora. Sólo para asegurarnos.
Sally hizo una mueca de repulsión: eso era algo horrible. Las palabras de Julia la llenaron de asco. Ella todavía era una madre y aún tenía corazón para los pobres y los vagabundos. Pero la voz que sentía en su interior se alegraba ante una espléndida matanza.
Julia introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta de su oficina. El cuerpo no estaba, y cerró la puerta de un portazo. ¿Alguien había trasladado el cuerpo? ¿O, de alguna forma, el cuerpo se había ido por sí mismo? ¿Era posible que aún estuviera vivo? Si era así, ¿dónde estaba? Esos pensamientos inundaron el aire de tensión alrededor de las dos mujeres, pero ninguna de las dos dijo ni una palabra. Se miraron la una a la otra, y echaron un vistazo a las dos puertas cerradas que había en la oficina. ¿Dónde estaban los demás editores? Sally tomó la delantera y recorrieron el pasillo en dirección a la cámara de seguridad. Esperaron a que Miggison apareciera. Sally se apoyó en la pared y soltó el arma.
Miggison apareció, refunfuñando como siempre. Sacó las llaves, miró a las mujeres y paseó los ojos alrededor de Sally para asimilar la visión del arma.
—Buenos días, señoras —dijo, en un tono de desenfado malicioso.
La puerta de la cámara de seguridad se abrió y Miggison siguió su camino no sin antes echar otro vistazo al arma y suspirar ante tantos años de experiencia:
—No he visto nada.
Julia encontró la caja y contó las barras de C-4. Estaban tal y como las había dejado, intactas. Todavía faltaba una hora más o menos antes de que la planta empezara a llenarse de gente, antes de que los hijos de Bob Rogers llegaran para oír el parte. Sally montaba guardia en la intersección del callejón del magreo y la zona de edición. Apoyada contra la pared, entre las sombras, observaba los movimientos en todas direcciones. Julia le había comunicado el plan de ataque y ella no tenía ninguna objeción al respecto: había visto y oído lo suficiente. Sujetaba el arma debajo del chal. Julia se agachó ante la entrada al callejón del magreo y se puso a trabajar.
Lo hizo en parte de memoria y en parte siguiendo un manual. Amasó una de las barras de explosivo hasta que quedó delgado como una cuerda. Luego amasó una segunda barra y la unió a la primera, formando una única tira. Pero dos barras no eran suficientes para lo que necesitaba. Amasó una tercera barra y la unió a las demás. Extendió la tira de explosivo alrededor del perímetro de dos de las cajas. Tres barras serían suficientes para provocar un buen jaleo: nadie resultaría herido. Todos se encontrarían en la reunión al otro extremo de las oficinas. Ella se quedaría en una habitación de las oficinas adyacentes y vigilaría. Si aparecía alguien, esperaría a que se fuera. Solamente entonces, cuando la reunión hubiera empezado y cuando no hubiera nadie a la vista, prendería la mecha.
Cuando hubo terminado de extender el lazo de explosivos, se volvió hacia Sally.
—Vete ahora. Llévate el arma. Cuéntalo todo durante la reunión. Si Austen habla, apóyale. Yo estaré bien.
—¿Seguro?
—Vete.
—Ten cuidado.
—Tú también.
Sally se alejó, escondiendo casi por completo el Enfield debajo del chal. Julia se alegró: la soledad la ayudaba a concentrarse. Lo principal era no olvidar nada. En otros tiempos ella había sido extremadamente centrada, pero eso fue antes de tener niños, trabajo y una vida normal. Se recordaba constantemente a sí misma que debía prestar atención: «Aquí están las mechas, aquí las cerillas, aquí está la caja con el resto de explosivos. Aquí tengo el bolso». No había tanto que tener en cuenta. Esperaría a que eso explotara y luego se marcharía a casa. Lo consideraría su discurso de dimisión.
El resto de C-4 se podría entregar al Departamento de Policía de Nueva York para disipar los miedos que pudieran suscitarse acerca de posibles actividades terroristas. Si era necesario, lo haría ella misma y lo confesaría todo. Esa idea la hizo detenerse en seco: no había pensado mucho en ese tema. Si la policía la retenía, aunque fuera por un breve lapso hasta que los hechos se aclararan, la etiquetarían de terrorista. Aparecerían sus antecedentes criminales; podía ir a prisión. Luchó contra el pánico. Sus hijos no lo comprenderían nunca. No podrían reconocer a esa mujer, su propia madre, una terrorista. Su esposo, un antiguo radical, se sentiría horrorizado. «¡Pero si renunciamos a la violencia», le gritaría. A pesar de todo, se sentía impelida a hacerlo. La amenaza que se cernía sobre el programa no le dejaba otra alternativa. Repitió esa fórmula: «La amenaza sobre el programa, la amenaza sobre el programa». Pero era mentira. Deseaba matar a alguien y ese deseo pasaba por encima de cualquier otra cosa. Sally Benchborn también lo tenía. Remschneider había estimulado ese apetito: había llegado el momento de quitarle la vida a alguien. Julia sacó unos guantes de látex y miró por encima del hombro. Se sentía observada, pero no podía localizar de dónde provenía esa sensación. No había ninguna cámara de seguridad por los alrededores. No había nadie. Quizá se trataba de alguno de esos editores convertidos en zombis. Quizá Remschneider se había recuperado de su herida, aunque no parecía probable. Miró el reloj otra vez: la reunión iba a empezar al cabo de dos horas. Unió una mecha a un extremo de la tira de explosivo y la extendió por detrás de las cajas, a lo largo de la pared posterior. No pensaba dejar el material desatendido: sería demasiado arriesgado. Si alguien pasaba por allí y lo veía, ¿qué diría? Mucha gente en la planta entendía de explosivos. Tenía que continuar vigilando un rato, dejar que el día avanzara. «Como un guardián —pensó— en una torre de vigilancia.»
25 de mayo
Como si las cosas no se hubieran puesto bastante difíciles, ¿quién tenía que aparecer a las ocho de la mañana, antes que nadie? Bob Rogers, por supuesto.
Había empezado a tomarme tranquilamente el café y a leer el Times cuando él entró precipitadamente por la puerta. No se sentó. Se quedó allí de pie, con las manos en los bolsillos, balanceándose sobre los pies, esperando a que yo levantara la vista del periódico. Yo no quería complacerle. No hizo ningún comentario sobre las muletas ni sobre las vendas: no quería saber nada.
—¿Podemos hablar con franqueza? —preguntó—. ¿De todo?
Yo doblé el periódico. No parecía tan abatido como yo hubiera esperado, dadas las circunstancias. Llevaba una camisa de color azul claro, con el cuello desabrochado, debajo de una ligera chaqueta de verano. Sonreía. Yo le había visto enfurruñado durante semanas y semanas en otras batallas, más exitosas, contra la empresa, así que esperaba verle sumido en la melancolía en las horas previas a su renuncia. Pero, por el contrario, parecía jubiloso.
—¿Cuánto tiempo hace que trabajamos juntos, Austen?
Otras conversaciones habían empezado de esa forma. Habían sido muy largas.
—No necesitamos hacer esto, Bob. Es lo que es.
Él negó con el dedo.
—No. Ese es precisamente el tema. No lo es.
—Dime.
—No soy demasiado viejo para este trabajo, y tampoco lo eres tú. Ésa es una falacia fomentada por gente que quiere adueñarse de nuestro puesto de trabajo. Pero ambos sabemos la verdad. Cuando nos hayamos ido, no volverá a haber otro programa como éste.
Tenía cierta razón y se la concedí.
—No. No lo habrá.
—¿No te entristece verlo desaparecer?
—¿Y de qué serviría que lo estuviera, Bob? Mi tristeza es cosa mía.
—Lo comprendo. Y lo respeto, y te admiro. De toda la gente aquí, tú eres en quien más confío. Tú nunca sacarías ventaja de tus emociones ni jugarías sucio con nuestro legado.
—Nunca lo he hecho.
—No, desde luego que no.
—¿Entonces?
Se acercó a un lado del escritorio —un hábito irritante y de larga tradición—, apoyó una mano morena sobre sí mismo y dijo:
—He tomado una decisión muy importante y quiero asegurarme de que me apoyarás.
Bob era Bob. Nadie podía esperar otra cosa. Si le estaban tirando por la ventana, él tenía todo el derecho de continuar siendo él mismo aunque estuviera cayendo al vacío.
—Eso depende. ¿Cuál es esa decisión?
—Posiblemente podrías adivinarlo, pero no puedo decírtelo porque parecería una conspiración. Te estoy pidiendo que me extiendas un cheque en blanco, Austen.
—No he extendido ninguno en mi vida. No sé ni cómo se hace.
—Tonterías.
Miré el reloj. Dentro de muy poco Robert se encontraría ante su gente y anunciaría la noticia. No había tiempo de sonsacarle qué quería decir. Además, yo necesitaba su ayuda.
Cuando llegara el momento, le necesitaría en mis filas. Intenté sacar a colación un tema difícil.
—¿Se te ha ocurrido pensar que esto, el problema que tenemos, estos problemas técnicos y demás, quizá no tengan nada que ver con la cadena?¿Qué quizás estemos siendo atacados por un flanco completamente distinto?
—¿Cómo cuál?
Esperó. A esa pregunta yo no podía responder, no sin parecer un absoluto tonto a sus ojos.
—No, Austen. No me voy a dejar engañar otra vez. A la cadena le encantaría que yo creyera que son inocentes. A la cadena le gustaría que yo gastara mis energías persiguiendo sombras. Pero soy Bob Rogers, no lo olvides. Quizá no sea el tipo más brillante de este edificio, pero tampoco soy un maldito estúpido. Ya hace un año que esos capullos han estado manteniendo una guerra en este negocio, creyendo que yo pondría el grito en el cielo y me marcharía. Ahora creen que han ganado. Creen que estoy a punto de rendirme. —Le brillaban los ojos—. ¿Qué sucede cuando un cartucho de dinamita explota en el culo de un caballo?
No servía de nada. Él creía más en esa batalla de lo que creía en el programa o en sí mismo. La batalla lo era todo.
—No van a echarme de aquí sin pelear, ¿está claro? Tengo intención de morir batallando. —Bajó la voz—. ¿Morirás conmigo?
—Lo que tú quieras, Bob.
Me puso una mano en la cabeza, se inclinó y me dio un beso en la mejilla, el primero.
—Eso es lo que pienso de ti, Austen Trotta —dijo, y salió precipitadamente por la puerta.
—¡Evangeline! —gritó alguien.
Entré en la sala de visionado, pasé por delante de los rostros sorprendidos de corresponsales, productores, equipos de cámaras y productores asociados. Aplaudieron.
—¡Mirad el pelo! —gritó alguien con verdadero entusiasmo.
Pensé con afecto en Ian. Fui hasta mi lugar habitual en una cómoda silla cercana al monitor de vídeo gigante y esperé. Skipper Blant se sobresaltó y saltó de su silla: le incomodaba la idea de establecer contacto humano.
Yo le asustaba un poco. Me rodeó con los brazos y los demás se unieron también, y no solamente los vivos. Un mar gris inundó la habitación como una marea, aunque nadie más lo vio.
—¡Qué gran augurio! —prorrumpió Skipper, traicionando la ansiedad que sentía.
A mí me pareció verle por primera vez: no era un bravucón ni un sádico, como había creído yo cuando trató tan mal al pobre Ian. Por lo menos, no era solamente eso. En sus ojos enrojecidos vi un voraz odio contra sí mismo. Vi a un refugiado de un terror que rivalizaba con Torgu.
—No deberías haber venido —me susurró Sally Benchborn al oído, como si mi estado de salud fuera delicado. Le hice un gesto indicándole que hablaríamos tan pronto como tuviéramos la oportunidad. Dios sabía lo que Julia o Austen me dirían. Les busqué entre la multitud. ¿Dónde podían estar? El momento se acercaba. Mientras Sally se alejaba, vi que la culata de un rifle le sobresalía por debajo del chal.
Sam Dambles, siempre cortés, se me acercó y me ofreció sus condolencias por mis sufrimientos y me pidió que me pasara por su oficina para charlar. Los hombres y mujeres de La hora se pusieron en fila como los invitados de una boda. Me abrazaron, me besaron y me preguntaron por Robert. Alabaron mi aspecto. Todo el mundo quería invitarme a comer.
Vi a Stimson: tenía el labio hinchado y la boca cerrada. Sujetaba un portátil en el regazo y clavaba la vista en el teclado, evitando mi mirada. No había seguido mi consejo: no había huido. Miré a mi alrededor y conté a la gente. La mayor parte de los empleados, excepto los editores, habían venido. ¿Cuánta de la gente que había en la habitación pertenecía a Torgu? Como si me hubiera leído la mente, un productor dijo en voz alta:
—¿En qué anda Remschneider? ¿Alguien le ha visto esta mañana?
Bob Rogers entró en la habitación y las ovaciones aumentaron. La sala de visionados estaba abarrotada de gente. Olía a salchichas y a camarones. Alguien destapó una botella de champán. El calor del día envolvía los muros exteriores del edificio, pero la planta veinte estaba fresca. Los ventiladores imponían su ritmo. Las voces de la masa gris, atronantes y confusas, llamaban a Torgu. Rogers levantó las manos para silenciar a la multitud: tenía algo que decir.
Señor: Transcribo textualmente. La reunión empieza justo a la hora. Bob Rogers dice lo siguiente: «Chicos, sois fenomenales. Vosotros me habéis hecho ser lo que soy hoy, así que soy yo quien debería aplaudir. Esto es por vosotros». Aplaude. Otro aplauso de la multitud sigue al suyo, una multitud que describiré como el rostro ecléctico del programa, el mejor rostro; una colección de veteranos y de recién llegados, hombres y mujeres, blancos y negros; pero más allá de eso, un sorprendente gabinete de personalidades dispares reunidas a lo largo de décadas por Rogers para que le ofrezcan el programa semanal: cámaras que han rodado con Trotta y con Dambles en Vietnam, editores que han montado las películas recién llegadas de las calles amotinadas, mujeres que han roto las barreras de género en el periodismo internacional, herederas y radicales, gourmets y adictos al sexo, gente destrozada por los nervios, alcohólicos y vaqueros; una colección de verdaderas vidas humanas en toda su gloriosa vanidad, los elegidos de la profesión del periodismo televisivo a quienes se les ha dado la oportunidad de dar la vuelta al mundo para ir en busca de las mayores, más extrañas y candentes historias de la actualidad, gente que ha sobornado, ha jodido, ha mentido y que ha estado a punto de morir en el empeño por traerle a Bob Rogers su banquete de locura puntera, sus amadas imágenes. Pero me estoy desviando. Rogers dice: «Seré breve: he tomado una decisión importante. No os estoy pidiendo que me apoyéis, y no me sentiré decepcionado si no lo hacéis. No soy un niño». Se puede oír a una mosca. En este momento de silencio, yo le oigo a usted. Oigo su melodía. Se está acercando, tal y como usted prometió. Pero también hay otro tipo de tensión en el aire. «Allá va. —Da una palmada—. ¡A la mierda esos capullos, no me voy a ir!» Se oye una exclamación de sorpresa contenida antes de que una fuerte ovación de aprobación se levante. «Yo he creado este programa, con vuestra ayuda. Lo he mantenido durante tres décadas, con vuestra ayuda. ¡Y no me lo van a quitar de las manos hasta que éstas no estén jodidamente frías!» La gente grita. Le levantan sobre los hombros. «¡Estoy contigo, Bob!», grita Sam Dambles. «¡Viva la revolución!», le sigue Skipper Blant. «¡Motín!», les apoya Nina Vargtimmen, con su minifalda y sus tacones altos, y le da un gran beso en los labios a Bob, y todo el mundo canta Porque es un chico excelente y parece que una nueva era dorada acaba de nacer para todos a los que nos preocupa La hora. Presiento en el aire una gloriosa posibilidad: basta de consentir a las inteligencias más estrechas, a los vulgares ángeles de nuestra especie, basta de historias acerca de celebridades que han hecho tres películas decentes, basta de tragar la mierda de los inversores, los inconfesados culpables de nuestra tragedia, los despreciables accionistas que sólo nos han animado a corrompernos. Y en este momento de alegría, yo soy uno de ellos. El pasado está borrado. No he probado la sangre, y estoy llorando, señor, de felicidad. De repente, veo una expresión de preocupación en el rostro de Rogers. Él pide que le dejen en el suelo. Señala a Sally Benchborn. «¿Qué haces con esa arma, linda?» Ella no siente mi felicidad. No está feliz y no aplaude. Dios Santo. Rogers tiene razón. Ella tiene un rifle con bayoneta, y dice: «¿Por qué no cortas el rollo y nos dices qué está sucediendo de verdad, Bob?». En ese momento, la puerta de la sala de visionado se abre de golpe y se oye un chillido. Austen Trotta entra tambaleándose y cubierto de sangre de la cabeza a los pies.
Austen se me acercó tambaleante; tenía el cuerpo lleno de heridas.
—Evangeline...—dijo.
Sus ojos me imploraron. Cayó encima de mí, absolutamente acabado.
Se hizo el silencio en la habitación, del mismo tipo aunque mucho más terrorífico que el silencio que siempre sigue al visionado de una pieza mala de periodismo televisivo. Normalmente, en esa misma habitación, un silencio como ése es previo a la voz de Bob Rogers diciendo: «Esta mierda no va a aparecer en mi programa». Pero Rogers se había quedado sin habla, también. En los ojos se le veía que su cabeza no paraba. Parecía estar formándose alguna idea. Austen y yo estábamos de pie en medio de la habitación, en el punto en que había estado él. La gente empezó a murmurar.
—¡Dínoslo, Bob! —volvió a gritar Sally. Dio un paso hacia delante, separándose de la masa de gente de pie, apoyada o sentada contra las cuatro paredes—. ¿O es que no lo sabes?
—No lo sabe —dije yo. Todo el mundo me miró—. Él no sabe nada.
—Escuchadla —dijo Austen con voz débil—. Por dios, no queda mucho tiempo.
Tan pronto como hubo dicho esto, se produjo un cambio en la habitación, como si hubiera entrado más gente. De hecho, así había sido. En la sala de visionado había dos puertas, cada una de las cuales conducía a un pasillo distinto, y por esas puertas entraron una fila de editores grises como la ceniza conducidos por Remschneider, que tenía el aspecto de un fallecido. Atravesaron la multitud hasta llegar al centro de la habitación y se quedaron de pie, apiñados, con los ojos fijos en la alfombra. Al final de la última fila, completamente desnudo, con barba gris, murmurando entre dientes, se encontraba Edward Prince.
—¿Qué coño pasa? —preguntó alguien—. ¿Ese es Ed?
Sally disparó al aire. Un trozo de yeso se desprendió del techo y un olor a pólvora se extendió con el humo. El pánico asaltó a todos en la habitación: los músculos de todo el mundo se tensaron.
—¡Compañeros! —gritó ella—. ¡Nos están atacando! ¡Preguntad a Evangeline! ¡Ella lo sabe! ¡Ella es la única que lo sabe de verdad!
Nuestros colegas miraron a Sally y me miraron a mí. Trotta se inclinó hacia delante con el rostro demacrado.
—Torgu está ahí fuera —dijo, más para mí que para ningún otro—. Perdóname. Debí haberte hecho caso.
Me puso una mano en el hombro y yo sentí una tristeza profesional y personal, un dolor especial que nunca había experimentado antes. Estaba perdiendo a mi corresponsal.
—Sally Benchborn tiene razón —dijo Austen en voz alta con un temblor en su amada voz, la misma que yo conocía desde la infancia; él había sido un espíritu amigo en el televisor de la guarida de mis padres hace mucho, mucho tiempo.
Se desplomó en mis brazos. Es increíble el efecto que una visión como ésa, la del cuerpo maltratado de un hombre muy conocido, puede tener en las personas. En ese momento, en la sala de visionado, el equilibrio de la situación se decantó a mi favor, y yo sentí el primer aliento de lo que podría calificar de coraje en el pecho. Los empleados de La hora, esa gente encantadora, imposible y vana, se sumieron en un silencio comprensivo. Hacía meses que eso se estaba aproximando y ahora estaba ahí, el objeto de sus terrores ocultos, la fuente de sus pesadillas. Podían verlo. O así me pareció por un instante. Pero no podían evitarlo: sus instintos superaban la sensatez. Yo todavía era solamente una productora asociada que no llegaba a las seis cifras al año. Se volvieron hacia Bob otra vez, como si él pudiera ayudarles.
—¿Austen? —Solamente Rogers parecía capaz de intuir su propia ignorancia—. ¿Qué es esto? —Me miró, suplicante, como si solamente yo pudiera hacerle revivir. Todo el mundo miró a Bob—. ¿Es esto la mierda que me imagino que es? Han hecho, finalmente, lo que siempre sospeché que harían.
Austen se ahogaba y no podía hablar. Yo no sabía de qué estaba hablando Rogers, ni tampoco los demás. Se acercó a Austen, que contaba las respiraciones una a una y parecía agradecido de poder hacerlo.
Bob se dirigió al resto de nosotros. Parecía descubrir la verdad mientras la pronunciaba:
—Ellos han hecho esto.
—¿Ellos? —Miré la fila de editores medio en coma. Miré a Edward Prince.
—Los jodidos ejecutivos.
Austen expresó su estupor en voz ronca:
—Oh, dios, no, Bob, te estás equivocando...
—Van a echarnos a todos.
Creo que, por un instante, unos cuantos le creyeron. La mayoría eran demasiado buenos en su trabajo. Pero sólo tuvieron que echar una mirada a sus colegas, y a Prince, y supieron que eso estaba más allá de la política. Por todos lados, a mi alrededor, esas presencias habían aumentado y las líneas que separan las cosas se habían afinado, tal y como Ian había predicho. Quizá fuera la nube de pólvora del arma de Sally, o quizá fuera mi imaginación, pero las cuatro paredes de la sala de visionados, detrás de los ejércitos de Bob Rogers, se disolvieron ante mis ojos, como si no hubieran sido otra cosa que bancos de niebla. Los espacios entre esas paredes empezaron a abrirse en distancias infinitas. Parecía que nos encontráramos en el punto más elevado de una llanura en la cual las naciones en batalla se hubieran concentrado. Vi a Clementine Spence. Se encontraba en el campamento, era una sombra entre un millón, una molécula de una nube, pero para mí era visible. Las voces de las naciones eran atronadoras. El recuerdo de la raza apareció. Los muertos cantaron. Levantaron los brazos por encima de las cabezas, en un gesto de desafío o de súplica. Habían venido por Torgu, por mí, por todos nosotros. Estaban hambrientos. Estaban tristes. Yo me sentí hambrienta, y triste. Me miraban con esas caras pálidas y yo empecé a comprender. Querían algo, en especial, de mí. Sabían de qué tenía hambre yo. Conocían la existencia del cubo y del cuchillo. También sabían lo que le sucedía a mi cuerpo; sabían que yo tenía las marcas del poder.
Nadie más lo vio. Los empleados de La hora miraban a Bob Rogers. Buddy Gomez, que siempre llevaba su cámara a todas partes, se la colocó al hombro.
—A la mierda —dijo—. Mi trabajo es filmar. No pienso perderme esto.
—Tonterías —gritó Sally Benchborn—. O bajas eso hasta que hayamos arreglado esto o te atravieso.
—¡Me gustaría verte intentarlo, zorra!
Sally se levantó un extremo del chal por encima del hombro y apuntó al cámara.
—Dame un motivo, pendejo.
Stimson Beevers saltó en medio de los dos. Sally bajó el rifle. Stim sonreía.
—¡Vosotros dos, despertaos! ¡Que todo el mundo despierte! —Su voz tenía el tono exuberante de un predicador. Ninguno de los que estábamos allí le habíamos visto tan animado nunca—. Estáis todos a punto de morir, y no podéis hacer nada.
—¿Tú formas parte de esto, rata? —Sally le empujó con la bayoneta.
—No lo comprendes. Es hermoso. Es conocimiento, sabiduría. Estáis a punto de ser reclutados. Yo también tenía miedo, y dudaba, pero he recuperado el sentido común. Y ahora él está aquí. —Stim hizo una pausa, levantó una mano y señaló hacia una de las entradas de la sala de visionado—. ¡Y todo va a ir bien!
Torgu entró. Enfurecido y salvaje, irrumpió desde la oscuridad con su inmensa cabeza, con su largo cuchillo como un hacha dentro del cubo. Caminó hasta el centro de todos nosotros y los puntales de las paredes se estremecieron. Bob Rogers vio solamente a un enemigo, a un demonio procedente del infierno del centro de la cadena en la calle Hudson. Sus labios dibujaron una mueca. Señaló con el dedo.
—¡La cadena! —gritó.
Stim se rio. Sally Benchborn bajó la bayoneta y los demás se apiñaron detrás de ella. Yo me dejé caer de rodillas con Austen. Las hordas de los muertos cantaban la cercanía del triunfo. Stimson Beevers se colocó delante de la bayoneta de Sally Benchborn, todavía divertido. ¿Tenía intención de defender a Torgu? Ella le clavó la bayoneta en el vientre. Hubo un momento de silenciosa conmoción. Sally soltó el arma y Stim se tambaleó hacia delante y hacia atrás, sorprendido. Torgu se acercó a él con una calma majestuosa, como un impresionante y compasivo rey de los muertos. Se oyó el ruido del cuchillo dentro del cubo. El rey levantó el brazo, alto, por encima de la cabeza y el filo del cuchillo se precipitó hacia abajo y cortó a Stim, penetrando entre su hombro y su cuello y llevándose su cabeza calva, que voló hasta el tumulto de los sedientos de sangre. Torgu tiró el cuchillo, sujetó el cuerpo de Stim por los hombros y llevó los labios hasta el lugar donde había estado su cabeza. Finalmente los muertos vinieron a la vida, su canción se elevó como desde un coro de catedral. Los editores levantaron la cabeza y miraron a sus colegas. Edward Prince se reía socarronamente.
A mi lado, Austen abrió los ojos.
—Hazlo —me susurró.
—No puedo.
—Muéstrate.
Torgu, que se encontraba cerca de nosotros, nos oyó. Dejó que el cuerpo de Stim cayera al suelo, en un horrible gesto final de la relación entre dueño y esclavo. El jugo humano le bajaba por la barbilla. Me vio, y sus ojos mostraron una emoción de gran ferocidad. Él conocía mi secreto. Él sabía que los muertos se habían enamorado de mí, que se habían vuelto contra él. A nuestro alrededor, los vivos notaron la sobrecogedora fuerza de un poder maligno y sucumbieron, se dejaron caer, uno a uno, de rodillas. Vi a los muertos de la guerra de Secesión devorar la mente de Sally Benchborn con expresión de exquisito placer; su chal volaba como si fuera la bandera de un ejército derrotado y acabó cayendo sobre su propia bayoneta. Sam Dambles participó en su propio linchamiento: las piernas le temblaron, colgado de una soga, sus manos habían hecho el nudo. Nina Vargtimmen quemó a brujas y gritó en Salem, arrastrada hasta las llamas. Skipper Blant se sentó en el suelo, tranquilo y frío como un Buda, y se sacó las uñas sin emitir ni un grito. El resto también estaban perdidos, cada uno en su propia pesadilla de muerte privada.
Torgu ya no se preocupó de ellos. Se acercó a mí con una mirada de desolación, pero su poder se había debilitado. No dio ninguna orden. Por el contrario, buscaba algo de mí. Hablaba. La verdad apareció entre nosotros sin que mediara una palabra. Esas personas, mis colegas, no eran para él. Eran ofrendas. Me los estaba ofreciendo a mí. Yo asentí con la cabeza. Él asintió con la cabeza. Ese intercambio hizo estremecer de placer a los ejércitos de muertos. Torgu quería darme esa carga, pero no podía hacerlo por voluntad propia. Tenía que serle arrebatada.
Dejé a Austen en el suelo y me levanté. Torgu me tomó de la mano. Tuvimos un momento de conexión pura y verdadera. Las paredes hicieron un ruido sordo, el suelo se movió, una oleada de poder me atravesó y me hizo caer al suelo.
Julia Barnes había encendido la octava mecha de la mañana. La había visto encenderse y apagarse. El sobrino de Flerkis le había vendido una porquería. Y si las mechas eran malas, el explosivo también debía de serlo. Qué tonta. Años atrás, ella nunca habría cometido ese error. Volvió a la caja e introdujo un dedo en la tira de C-4 que rodeaba las dos cajas. Sacó las últimas dos mechas. Daba igual, pensó. Nadie podía acusarla de abandonar. Después, eso era exactamente lo que iba a hacer. Abandonaría. ¿Por qué había tardado tanto en darse cuenta? Dejar el programa sería lo mejor. Diez años en ese sitio y allí estaba, encendiendo mechas. El trabajo se había vuelto difícil. La hora se había encontrado con su creador. Tres décadas y pico eran lo máximo que uno aguantaba en el negocio de los medios. Se había acabado.
Unió dos mechas al C-4 y las alargó por encima de la alfombra hasta su sitio en las habitaciones del otro lado del pasillo. Ya no le preocupaban los resultados. Empezaba a pensar que tenía que ir a comprar filetes para sus hijos. Esa cosa no iba a prender. Sacó la caja de cerillas, extrajo dos, las encendió y las llevó hasta la mecha. Ambas se encendieron, pero una se apagó. La otra recorrió su camino. ¿Y eso? Ella lo observó con orgullo y sorpresa que las chispas salían de la habitación, giraban por la puerta y corrían por encima de la alfombra hacia las cajas. Algo se movía entre ellas. Oh, dios, había alguien allí.
—¡Sal de ahí! —gritó—. ¡Es una bomba!
De forma instintiva, agarró el bolso. Localizó el contenedor de las mechas y alargó la mano para coger la caja que contenía las otras barras de C-4. No estaba allí. Ella buscó en la alfombra por todos lados, como si buscara una lente de contacto que se le acabara de caer.
—Oh, mierda —exclamó sin darse cuenta.
Las otras barras estaban en la caja, al lado de la caja grande: las había dejado allí por accidente. Sus hijos adolescentes levantarían los ojos al cielo, típico de mamá. En el último segundo, se enroscó en el suelo. Rezó pidiendo seguridad, felicidad y salud para su familia. La explosión la envolvió como una aparición sagrada, una brillante última visión de la gloria de su juventud.
Después de un momento de silencio, todos gritaron, conmocionados por los tormentos. Yo me encontraba de cara a Torgu, que también había caído. Estaba descentrado. El terror le atenazaba la mente, y no era miedo de mí. Vi en sus ojos el pánico a una traición inesperada.
Siseó en la oscuridad como un gato sorprendido:
—¡Evangeline!
Se levantó del suelo y se alejó corriendo, abandonándome en la ruina de esa vasta catástrofe, en medio de sus consecuencias. Austen gemía. En la semioscuridad, los muertos sin ojos parpadeaban. Habían esperado y observado. Sabían cuál era mi intención y la impaciencia crecía en su corazón.
Yo pensaba seguir a Torgu y acabar con él, pero primero estaba mi responsabilidad con mis colegas. El olor de cordita impregnaba las salas. La fuerza de la explosión había derrumbado la pared del fondo de la sala de visionados y la alfombra estaba encendida. El humo lo llenaba todo. La gente se desgañitaba tosiendo. Se arrastraban a gatas sobre la alfombra, huyendo del fuego. En el lado de la habitación que no había sido dañado, las estructuras que soportaban el peso estaban intactas y la gente gritaba, animándose a evacuar. Austen no llegaría muy lejos, el dolor era demasiado grande. Había perdido demasiada sangre. Pidió que le llevara a su oficina. Levanté al viejo en brazos y lo llevé a su habitación, donde el cuerpo desnudo y frío de Edward Prince se encontraba tumbado encima del escritorio de su ayudante. Había conseguido llegar hasta su oficina, pero no más allá. En su cara vi una paz eterna. Dejé a Austen en el sofá y fui a buscar su diario. Le limpié la sangre de la cara con algunos papeles de su escritorio y le dejé allí, querido viejo amigo, y volví a la carnicería de la sala de visionado.
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