YO OS SALUDO, MARIDOS
BELEN
-
"Las
historias del matriarcado".
-
Desde hace ya milenios, vivimos nuevamente bajo el régimen del matriarcado.
Las mujeres han ganado la partida. Y la han ganado por completo. Estamos pagando acerbamente su
antigua servidumbre. Nosotros, los hombres. Y esto dura desde hace milenios.
Sin embargo, a veces tengo la esperanza de un cambio. En la historia de este mundo, los días se
siguen y no se parecen. Y es en los libros de historia donde busco un motivo de esperanza. Soy en
efecto uno de los muy pocos hombres que gustan aún de la lectura. Durante los largos días que paso
recluido en la morada que me ha sido asignada, leo las obras de los antiguos. Incluso las comprendo.
Parece que, pese a mi condición, mi inteligencia se halla por encima de la media. Es sin duda por esta
razón por lo que ellas me vigilan con una insistencia muy especial. Pero esto no me impide devorar
obras que, en destellos, me revelan lo que era el mundo en un lejano pasado, mucho antes del
matriarcado. Esto me hace soñar. En vano. Porque jamás saldremos de nuestro estado. La esperanza,
verdaderamente, no puede ser más que una ilusión No podemos escapar. Ellas se las han arreglado
admirablemente para darnos lo esencial: el albergue, el sustento, incluso el confort. En suma, una
especie de anestesia, un anquilosamiento mental que nos encarcela con mayor seguridad que los
barrotes de una prisión. Ni siquiera tenemos la idea de intentar una evasión. Y cuando, algunas veces,
intento suscitar una revuelta, mis compañeros me miran asustados y se apartan de mí con
desconfianza. No comprenden. Quizá me denuncian. Es el eterno masculino, con sus debilidades y
sus ruindades. Uno apenas puede fiarse del sexo débil.
Evidentemente, en esta casa de lujo y de lujuria, nada falta a nuestros caprichos. Los días se deslizan
en la suavidad del no hacer nada, las noches en el placer. Es cierto también que somos bien tratados y
que nunca ~n fin, casi nunca– se nos castiga.
Pero yo no soy feliz.
Ellas lo saben. Creo oírlas aún.
–Tú no serás nunca feliz –me dicen –. Piensas demasiado. ¿Pero para qué? Es más sencillo resignarte.
De todos modos, no puedes cambiar la condición del hombre.
–No se puede cambiar un estado de cosas ya establecido. ¿Cómo te explicas que los grandes
creadores sean siempre mujeres? –añaden con una suavidad teñida por una cierta irritación.
Tienen razón, lo sé. Los hombres no inventan nunca nada. No crean nunca nada sorprendente.
Siempre tienen razón. Incluso cuando se muestran ligeramente apenadas por nuestro incurable
cretinismo. Incluso ahí, ¿cómo luchar? Milenios de atavismo nos aplastan.
Y los días, los meses, se deslizan en esta casa donde me albergo. Desde mi más tierna infancia, he
sido iniciado en todas las sutilidades de los ritos que las mujeres vienen a celebrar aquí, para olvidar
las fatigas de sus jornadas, cansadas de trabajo y de responsabilidades.
Apenas salido del I.D.A.E.V. (Instituto de Altos Estudios Voluptuosos), fui traído aquí. Me hallo, al
parecer, excepcionalmente dotado por la naturaleza; intuitivo a la medida de sus deseos, tierno a
veces, eficiente siempre. ¿Y cómo no serlo, puesto que lo han previsto todo? Incluso cuando son
repulsivas, estamos condicionados para servirles. Es algo más fuerte que nuestra voluntad. Bien, la
carne es débil, y ellas han leído todos los libros. Es así que las experiencias científicas de un profesor
del siglo XX les han inspirado la solución soñada. Solución que fue aplicada con éxito: en el I.D.A.E.
V., durante el transcurso de muy largos años de estudio, cada vez que nos ponían eufóricos –¡y ellas
saben cómo lograrlo!– sonaba un timbre en las salas de trabajos prácticos. Esto nos ha dado, después
de innumerables sesiones de euforia, un reflejo condicionado tal que al menor eco de un timbre... En
resumen, desde el momento en que una mujer, por poco seductora que sea, viene a visitarnos, un
astuto sistema de campanillas desencadenado en las habitaciones hace automáticamente de nosotros
una inagotable –o casi – víctima maravillada.
Un día, tal vez, todo cambiará de nuevo. Mi intuición me dice que el relevo será efectuado por esos
extraños mutantes aparecidos después de la primera Gran Destrucción, esos turbadores andróginos de
ojos sembrados de polvo áureo. Por el momento, se hallan aún a nuestro servicio. Pero su extraña
sonrisa y la extensión de sus poderes hacen que no me equivoque. Nosotros, los hombres, y las
mujeres que actualmente nos dominan, desapareceremos en los siglos venideros. Y creo que esto no
será más que lo justo.
Pero esto pertenece al futuro. En este mismo momento, como huésped resignado que soy, oigo unos
pasos que suben hacia mi habitación. La puerta se abre. Me siento demasiado cansado para volverme
y permanezco tendido indolentemente, con los ojos cerrados.
Una mujer más...
Ella se acerca y, con una voz ahogada por el abuso de los licores marcianos, me saluda. Después
comienza a desnudarme. ¿Es hermosa u horrible? Supongo que es tiempo ya de abrir los ojos para
saberlo. Pero ya un dulce vértigo de campanillas me da todas las respuestas. Y prefiero permanecer
con los ojos cerrados, dejándome llevar, resignado y satisfecho.
No hay revuelta posible. Es, de nuevo, el matriarcado.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario