YVELINE SAMORIS
GUY DE MAUPASSANT
La condesa de Samoris.
—¿Esa señora de negro, allá lejos?
—La misma, lleva luto por su hija, a quien mató.
— ¡Vamos! ¿Qué me cuenta?
—Una historia muy simple, sin crimen y sin violencias.
—¿Qué pasó, pues?
—Casi nada. Dicen que muchas cortesanas nacieron para ser mujeres honestas; y muchas mujeres llamadas honestas, para ser cortesanas, ¿no? Pues la señora de Samoris, nacida cortesana, tenía una hija nacida mujer honesta, y eso es todo.
—No lo entiendo bien.
—Me explicaré.
* * *
La condesa de Samoris es una de esas extranjeras de pacotilla que llueven a cientos sobre París, todos los años. Condesa húngara o polaca, o no sé qué, apareció un invierno en un piso de los Campos Elíseos, ese barrio de las aventureras, y abrió sus salones al primero que llegara. Yo iba allí. ¿Por qué?, me dirá usted. No lo sé demasiado bien. Iba como vamos todos, porque se juega, porque las mujeres son fáciles y los hombres indecentes. Ya conoce usted ese mundo de filibusteros con condecoraciones variadas, todos nobles, todos con títulos, todos desconocidos en las embajadas, con excepción de los espías. Todos hablan del honor a troche y moche, citan sus antepasados, cuentan su vida, fanfarrones, mentirosos, tramposos, peligrosos como sus naipes, engañosos como sus apellidos, la aristocracia del presidio, en fin.
Adoro a esa gente. Son interesantes de estudiar, interesantes de conocer, divertidos de oír, a menudo ingeniosos, jamás triviales como funcionarios públicos. Sus mujeres son siempre bonitas, con un leve sabor de pillería extranjera, con el misterio de su existencia transcurrida acaso a medias en un correccional. Tienen en general ojos soberbios y un pelo inverosímil. Las adoro también.
La señora de Samoris es el prototipo de esas aventureras: elegante, madura y todavía guapa, encantadora y felina, se la nota viciosa hasta la médula. Nos divertíamos mucho en su casa, jugábamos, bailábamos, cenábamos a altas horas...; en fin, hacíamos todo cuanto constituye los placeres de la vida mundana.
Y tenía una hija, alta, espléndida, siempre alegre, siempre poropensa a las fiestas, siempre riendo a todo reír y bailando hasta reventar. Una auténtica hija de aventurera. Pero una inocente, una ignorante, una ingenua, que no veía nada, no sabía nada, no entendía nada, no adivinaba nada de cuanto pasaba en la casa paterna (1)
—¿Cómo lo sabe usted?»
—¿Cómo lo sé? Es de lo más gracioso. Llaman una mañana a mi casa, y mi ayuda de cámara viene a avisarme de que don Joseph Bonenthal pregunta por mí. Digo al punto:
—¿Quién es ese señor?
Mi servidor respondió:
—No lo sé muy bien, señor, quizás se trate de un doméstico.
Era un doméstico, en efecto, que quería entrar en mi casa.
«¿De dónde sale usted?
—De casa de la señora condesa de Samoris.
—¡Ah! Pero mi casa no se parece en nada a la suya.
—Lo sé perfectamente, señor, y por eso quisiera entrar en la casa de usted; estoy harto de esa gente; uno pasa por ella, pero no se queda.
Justamente necesitaba un hombre, y lo contraté.
Un mes después, la señorita Yveline Samoris moría misteriosamente; y he aquí todos los detalles de esa muerte, que supe por Joseph, quien los sabía por su amiga la doncella de la condesa.
Una noche de baile, dos recién llegados charlaban detrás de una puerta. La señorita Yveline, que acababa de bailar, se apoyó contra esa puerta para respirar un poco de aire. No la vieron acercarse; ella los oyó. Decían:
—Pero ¿quién es el padre de la jovencita?
—Un ruso, parece, el conde Ruvalof. Ya no ve a la madre.
—¿Y el príncipe reinante de hoy?
—Ese príncipe inglés que está de pie junto a la ventana. La señora Samoris lo adora. Aunque sus adoraciones nunca duran más de un mes o seis semanas. Por lo demás, ya ve usted que el personal de amigos es numeroso; todos son llamados... y casi todos son escogidos. Cuesta un poco caro, pero... ¡bah!
—¿De dónde sacó ese nombre de Samoris?
—Del único hombre al que quizás amó, un banquero israelita de Berlín que se llamaba Samuel Morris.
—Bien. Se lo agradezco. Ahora que estoy informado, lo veo todo claro. Y me lanzaré de cabeza.
¿Qué tormenta estalló en aquel cerebro de jovencita dotada de todos los instintos de una mujer honesta? ¿Qué desesperación trastornó aquella alma sencilla? ¿Qué torturas apagaron la alegría incesante, la risa encantadora, la exultante dicha de vivir? ¿Qué combate se entabló en su corazón, tan joven, hasta la hora en que hubo marchado el último invitado? Eso era lo que Joseph no podía decirme. Pero esa misma noche Yveline entró bruscamente en el cuarto de su madre, que iba a meterse en cama, mandó salir a la camarera, que se quedó detrás de la puerta, y de pie, pálida, con los ojos agrandados, dijo:
—Mamá, esto es lo que he oído hace un poco en el salón.
Y contó palabra por palabra la conversación que le he citado.
La condesa, estupefacta, no sabía al principio qué responder. Después lo negó todo con energía, inventó una historia, juró, puso a Dios por testigo.
La joven se retiró trastornada, pero no convencida. Y espió.
Recuerdo perfectamente el extraño cambio que había sufrido. Estaba siempre seria y triste; y clavaba en nosotros sus grandes ojos fijos como para leer en el fondo de nuestras almas. No sabíamos qué pensar, y se pretendía que buscaba un marido, ora definitivo, ora pasajero.
Una noche no le cupieron más dudas: sorprendió a su madre. Entonces, fríamente, como un hombre de negocios que plantea las condiciones de un trato, dijo:
—Mamá, he decidido una cosa. Nos retiraremos las dos a un chalecito o bien al campo; viviremos sin ruido, como podamos. Sólo tus joyas valen una fortuna. Si encuentras un hombre honrado con quien casarte, mejor que mejor; y mejor aún si también yo encuentro uno. Si no consientes en esto, me mataré.
Esta vez la condesa mandó a su hija a la cama y le prohibió repetir aquella lección, tan inoportuna en sus labios.
Yveline respondió:
—Te doy un mes para reflexionar. Si en un mes no hemos cambiado de existencia, me mataré, pues no me queda ninguna otra salida honorable en la vida.
Y se marchó.
Al cabo de un mes, se seguía bailando y cenando a altas horas en el hotel Samoris.
Yveline entonces pretendió que le dolían las muelas y mandó comprar en un farmacéutico vecino unas gotas de cloroformo. Al día siguiente volvió a hacerlo; tuvo que recoger en persona, cada vez que salía, dosis insignificantes del narcótico. Llenó una botella.
La encontraron, una mañana, en su cama, ya fría, con una careta de algodón sobre el rostro.
Su ataúd fue cubierto de flores, la iglesia revestida de blanco. Hubo una muchedumbre en la ceremonia fúnebre.
Pues bien, ¡de veras! , si lo hubiera sabido —aunque nunca se sabe—, quizás me habría casado con aquella muchacha. Era terriblemente guapa.
*
—Y la madre, ¿qué pasó con ella?
— ¡ Oh! Lloró mucho. Sólo hace ocho días que vuelve a recibir a sus íntimos.
—¿Y qué dijeron para explicar esa muerte?
—Se habló de un nuevo modelo de estufa cuyo mecanismo se había estropeado. Como ya en otra época habían tenido mucha resonancia los accidentes de esos aparatos, la cosa no pareció nada inverosímil.
(1) Aunque el adjetivo paternelle no parezca el más adecuado en este caso, puesto que no hay padre a la vista, todas las ediciones, salvo la de Schmidt, son concordes en darlo así.
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