Edgar Allan Poe
Cuentos
La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall
Con el corazón lleno de furiosas fantasías
De las que soy el amo
Con una lanza ardiente y un caballo de aire,
Errando voy por el desierto.
(La canción de Tomás el loco)
Según los informes que llegan de Rotterdam, esta ciudad parece hallarse en alto grado de excitación intelectual. Han ocurrido allí fenómenos tan inesperados, tan novedosos, tan diferentes de las opiniones ordinarias, que no cabe duda de que a esta altura toda Europa debe estar revolucionada, la física conmovida, y la razón y la astronomía dándose de puñadas.
Parece ser que el día... de... (ignoro la fecha exacta), una vasta multitud se había reunido, por razones que no se mencionan, en la gran plaza de la Bolsa de la muy ordenada ciudad de Rotterdam. La temperatura era excesivamente tibia para la estación y apenas se movía una hoja; la multitud no perdía su buen humor por el hecho de recibir algún amistoso chaparrón de cuando en cuando, proveniente de las enormes nubes blancas profusamente suspendidas en la bóveda azul del firmamento. Hacia mediodía, sin embargo, se advirtió una notable agitación entre los presentes; restalló el parloteo de diez mil lenguas; un segundo más tarde, diez mil caras estaban vueltas hacia el cielo, diez mil pipas caían simultáneamente de la comisura de diez mil bocas, y un grito sólo comparable al rugido del Niágara resonaba larga, poderosa y furiosamente a través de la ciudad y los alrededores de Rotterdam.
No tardó en descubrirse la razón de este alboroto. Por detrás de la enorme masa de una de las nubes perfectamente delineadas que ya hemos mencionado, viose surgir con toda claridad, en un espacio abierto de cielo azul, una sustancia extraña, heterogénea pero aparentemente sólida, de forma tan singular, de composición tan caprichosa, que escapaba por completo a la comprensión, aunque no a la admiración de la muchedumbre de robustos burgueses que desde abajo la contemplaban boquiabiertos. ¿Qué podía ser? En nombre de todos los diablos de Rotterdam, ¿qué pronosticaba aquella aparición? Nadie lo sabía; nadie podía imaginarlo; nadie, ni siquiera el burgomaestre, Mynheer Superbus Von Underduk, tenía la menor clave para desenredar el misterio. Así, pues, ya que no cabía hacer nada más razonable, todos ellos volvieron a colocarse cuidadosamente la pipa a un lado de la boca y, mientras mantenían los ojos fijamente clavados en el fenómeno, fumaron, descansaron, se contonearon como ánades, gruñendo significativamente, y luego volvieron a contonearse, gruñeron, descansaron y, finalmente... fumaron otra vez.
Entretanto el objeto de tanta curiosidad y tanto humo descendía más y más hacia aquella excelente ciudad. Pocos minutos después se encontraba lo bastante próximo para que se lo distinguiera claramente. Parecía ser... ¡Sí, indudablemente era una especie de globo! Pero un globo como jamás se había visto antes en Rotterdam. Pues, permítaseme preguntar, ¿se ha visto alguna vez un globo íntegramente fabricado con periódicos sucios? No en Holanda, por cierto; y, sin embargo, bajo las mismísimas narices del pueblo —o, mejor dicho, a cierta distancia sobre sus narices— veíase el globo en cuestión, como lo sé por los mejores testimonios, compuesto del aludido material que a nadie se le hubiera ocurrido jamás para semejante propósito. Aquello constituía un egregio insulto al buen sentido de los burgueses de Rotterdam.
Con respecto a la forma del raro fenómeno, todavía era más reprensible, pues consistía nada menos que en un enorme gorro de cascabeles al revés. Y esta similitud se vio notablemente aumentada cuando, al observarlo más de cerca, la muchedumbre descubrió una gran borla o campanilla colgando de su punta y, en el borde superior o base del cono, un círculo de pequeños instrumentos que semejaban cascabeles y que tintineaban continuamente haciendo oír la tonada de Betty Martin. Pero aún había algo peor. Colgando de cintas azules en la extremidad de esta fantástica máquina, veíase, a modo de navecilla, un enorme sombrero de castor parduzco, de ala extraordinariamente ancha y de copa hemisférica, con cinta negra y hebilla de plata. No deja de ser notable que muchos ciudadanos de Rotterdam juraran haber visto con anterioridad dicho sombrero, y que la entera muchedumbre pareciera contemplarlo familiarmente, mientras la señora Grettel Pfaall, al distinguirlo, profería una exclamación de jubilosa sorpresa, declarando que el sombrero era idéntico al de su honrado marido en persona.
Ahora bien, esta circunstancia merecía tenerse en cuenta, pues Pfaall, en unión de tres camaradas, había desaparecido de Rotterdam cinco años atrás de manera tan súbita como inexplicable, y hasta la fecha de esta narración todas las tentativas por encontrarlos habían fracasado. Es verdad que se descubrieron algunos huesos que parecían humanos, mezclados con un montón de restos de raro aspecto, en un lugar muy retirado al este de la ciudad; y algunos llegaron al punto de imaginar que en aquel sitio había tenido lugar un horrible asesinato, del que Hans Pfaall y sus amigos habían sido seguramente las víctimas. Pero no nos alejemos de nuestro tema.
El globo (pues ya no cabía duda de que lo era) hallábase a unos cien pies del suelo, permitiendo a la muchedumbre contemplar con bastante detalle la persona de su ocupante. Por cierto que se trataba de un ser sumamente singular. No debía de tener más de dos pies de estatura, pero, aun siendo tan pequeño, no hubiera podido mantenerse en equilibrio en una navecilla tan precaria, de no ser por un aro que le llegaba a la altura del pecho y se hallaba sujeto al cordaje del globo. El cuerpo del hombrecillo era excesivamente ancho, dando a toda su persona un aire de redondez singularmente absurdo. Sus pies, claro está, resultaban invisibles. Las manos eran enormemente anchas. Tenía cabello gris, recogido atrás en una coleta. La nariz era prodigiosamente larga, ganchuda y rubicunda; los ojos, grandes, brillantes y agudos; aunque arrugados por la edad, el mentón y las mejillas eran generosos, gordezuelos y dobles, pero en ninguna parte de su cabeza se alcanzaba a descubrir la menor señal de orejas. Este extraño y diminuto caballero vestía un amplio capote de raso celeste y calzones muy ajustados haciendo juego, sujetos con hebillas de plata en las rodillas. Su chaqueta era de un tejido amarillo brillante; un gorro de tafetán blanco le caía garbosamente a un lado de la cabeza. Y, para completar su atavío, un pañuelo rojo sangre envolvía su garganta, volcándose sobre el pecho en un elegante lazo de extraordinarias dimensiones.
Habiendo bajado, como ya dije, a unos cien pies del suelo, el anciano y menudo caballero se vio acometido por un intenso temblor, y no pareció nada dispuesto a continuar su descenso a terra firma. Arrojando con gran dificultad una cantidad de arena contenida en una bolsa de tela que extrajo penosamente, logró mantener estacionario el globo. Procedió entonces, con gran agitación y prisa, a extraer de un bolsillo de su capote una respetable cartera de tafilete. La sopesó con desconfianza, mientras la miraba lleno de sorpresa, pues su peso parecía dejarlo estupefacto. Finalmente la abrió y, sacando de ella una enorme carta atada con una cinta roja, que ostentaba un sello de cera del mismo color, la dejó caer exactamente a los pies del burgomaestre, Mynheer Superbus Von Underduk.
Su Excelencia se inclinó para recogerla. Pero el aeronauta, siempre muy agitado y sin que nada más lo detuviera por lo visto en Rotterdam, procedió a efectuar activamente los preparativos de partida, y, como para ello era necesario soltar parte del lastre a fin de ganar altura, dejó caer media docena de sacos de arena sin preocuparse de vaciar su contenido, y todos ellos cayeron infortunadamente sobre las espaldas del burgomaestre, arrojándolo al suelo no menos de media docena de veces, a la vista de todos los habitantes de Rotterdam. No debe suponerse, empero, que el gran Underduk dejó pasar impunemente esta impertinencia del diminuto caballero. Se afirma, por el contrario, que en el curso de su media docena de caídas, emitió no menos de media docena de furiosas bocanadas de humo de la pipa, a la cual se mantuvo aferrado con todas sus fuerzas y a la cual está dispuesto a seguir aferrado (Dios mediante) hasta el día de su fallecimiento.
En el ínterin el globo remontó como una alondra y, alejándose sobre la ciudad, terminó por perderse serenamente detrás de una nube similar a aquella de la cual había emergido tan divinamente, borrándose para las miradas de los buenos ciudadanos de Rotterdam. La atención se concentró, por lo tanto, en la carta, cuyo descenso y consecuencias habían resultado tan subversivas para la persona y la dignidad de su excelencia Von Underduk. Este funcionario no había descuidado en medio de sus movimientos giratorios la importante tarea de apoderarse de la carta, la cual, luego de atenta inspección, resultó haber caído en las manos más apropiadas, por cuanto hallábase dirigida al mismo burgomaestre y al profesor Rubadub, en sus calidades oficiales de presidente y vicepresidente del Colegio de Astronomía de Rotterdam. Los susodichos dignatarios no tardaron en abrirla y hallaron que contenía la siguiente extraordinaria e importantísima comunicación:
«A sus Excelencias Von Underduk y Rubadub, Presidente y Vicepresidente del Colegio de Astrónomos del Estado, en la ciudad de Rotterdam.
»Vuestras Excelencias han de acordarse quizá de un humilde artesano llamado Hans Pfaall, de profesión remendón de fuelles, quien, junto con otras tres personas, desapareció de Rotterdam hace aproximadamente cinco años, de una manera que debió considerarse entonces como inexplicable. Empero, si place a vuestras Excelencias, yo, autor de esta comunicación, soy el aludido Hans Pfaall en persona. Mis conciudadanos saben bien que durante cuarenta años residí en la pequeña casa de ladrillos emplazada al comienzo de la callejuela denominada Sauerkraut, donde vivía en la época de mi desaparición. Mis antepasados residieron igualmente en ella durante tiempos inmemoriales, siguiendo como yo la respetable y por cierto lucrativa profesión de remendón de fuelles; pues, a decir verdad, hasta estos últimos años, en que las gentes han perdido la cabeza con la política, ningún honesto ciudadano de Rotterdam podía desear o merecer un oficio mejor que el mío. El crédito era amplio, jamás faltaba trabajo y no había carencia ni de dinero ni de buena voluntad. Pero, como estaba diciendo, no tardamos en sentir los efectos de la libertad, los grandes discursos, el radicalismo y demás cosas por el estilo. Personas que habían sido los mejores clientes del mundo ya no tenían un momento libre para pensar en nosotros. Todo su tiempo se les iba en lecturas acerca de las revoluciones, para mantenerse al día en las cuestiones intelectuales y el espíritu de la época. Si había que avivar un fuego, bastaba un periódico viejo para apantallarlo, y, a medida que el gobierno se iba debilitando, no dudo de que el cuero y el hierro adquirían durabilidad proporcional, pues en poco tiempo no hubo en todo Rotterdam un par de fuelles que necesitaran una costura o los servicios de un martillo.
»Imposible soportar semejante estado de cosas. No tardé en verme pobre como una rata; como tenía mujer e hijos que alimentar, mis cargas se hicieron intolerables, y pasaba hora tras hora reflexionando sobre el método más conveniente para quitarme la vida. Los acreedores, entretanto, me dejaban poco tiempo de ocio. Mi casa estaba literalmente asediada de la mañana a la noche. Tres de ellos, en particular, me fastidiaban insoportablemente, montando guardia ante mi puerta y amenazándome con la justicia. Juré que de los tres me vengaría de la manera más terrible, si alguna vez tenía la suerte de que cayeran en mis manos; y creo que tan sólo el placer que me daba pensar en mi venganza me impidió llevar a la práctica mi plan de suicidio y hacerme saltar la tapa de los sesos con un trabuco. Me pareció que lo mejor era disimular mi cólera y engañar a los tres acreedores con promesas y bellas palabras, hasta que un vuelco del destino me diera oportunidad de cumplir mi venganza.
»Un día, después de escaparme sin ser visto por ellos, y sintiéndome más abatido que de costumbre, pasé largo tiempo errando por sombrías callejuelas, sin objeto alguno, hasta que la casualidad me hizo tropezar con el puesto de un librero. Viendo una silla destinada a uso de los clientes, me dejé caer en ella y, sin saber por qué, abrí el primer volumen que se hallaba al alcance de mi mano. Resultó ser un folleto que contenía un breve tratado de astronomía especulativa, escrito por el profesor Encke, de Berlín, o por un francés de nombre parecido. Tenía yo algunas nociones superficiales sobre el tema y me fui absorbiendo más y más en el contenido del libro, leyéndolo dos veces seguidas antes de darme cuenta de lo que sucedía en torno de mí. Como empezaba a oscurecer, encaminé mis pasos a casa. Pero el tratado (unido a un descubrimiento de neumática que un primo mío de Nantes me había comunicado recientemente con gran secreto) había producido en mí una impresión indeleble y, a medida que recorría las oscuras calles, daban vueltas en mi memoria los extraños y a veces incomprensibles razonamientos del autor.
»Algunos pasajes habían impresionado extraordinariamente mi imaginación. Cuanto más meditaba, más intenso se hacía el interés que habían despertado en mí. Lo limitado de mi educación en general, y más especialmente de los temas vinculados con la filosofía natural, lejos de hacerme desconfiar de mi capacidad para comprender lo que había leído, o inducirme a poner en duda las vagas nociones que había extraído de mi lectura, sirvió tan sólo de nuevo estímulo a la imaginación, y fui lo bastante vano, o quizá lo bastante razonable para preguntarme si aquellas torpes ideas, propias de una mente mal regulada, no poseerían en realidad la fuerza, la realidad y todas las propiedades inherentes al instinto o a la intuición.
»Era ya tarde cuando llegué a casa, y me acosté en seguida. Mi mente, sin embargo, estaba demasiado excitada para poder dormir, y pasé toda la noche sumido en meditaciones. Levantándome muy temprano al otro día, volví al puesto del librero y gasté el poco dinero que tenía en la compra de algunos volúmenes sobre mecánica y astronomía práctica. Una vez que hube regresado felizmente a casa con ellos, consagré todos mis momentos libres a su estudio y pronto hice progresos tales en dichas ciencias, que me parecieron suficientes para llevar a la práctica cierto designio que el diablo o mi genio protector me habían inspirado.
»A lo largo de este período me esforcé todo lo posible con conciliarme la benevolencia de los tres acreedores que tantos disgustos me habían dado. Lo conseguí finalmente, en parte con la venta de mis muebles, que sirvió para cubrir la mitad de mi deuda, y, en parte, con la promesa de pagar el saldo apenas se realizara un proyecto que, según les dije, tenía en vista, y para el cual solicitaba su ayuda. Como se trataba de hombres ignorantes, no me costó mucho conseguir que se unieran a mis propósitos.
»Así dispuesto todo, logré, con ayuda de mi mujer y actuando con el mayor secreto y precaución, vender todos los bienes que me quedaban, y pedir prestadas pequeñas sumas, con diversos pretextos y sin preocuparme (lo confieso avergonzado) por la forma en que las devolvería; pude reunir así una cantidad bastante considerable de dinero en efectivo. Comencé entonces a comprar, de tiempo en tiempo, piezas de una excelente batista, de doce yardas cada una, hilo de bramante, barniz de caucho, un canasto de mimbre grande y profundo, hecho a medida, y varios otros artículos requeridos para la construcción y aparejamiento de un globo de extraordinarias dimensiones. Di instrucciones a mi mujer para que lo confeccionara lo antes posible, explicándole la forma en que debía proceder. Entretanto tejí el bramante hasta formar una red de dimensiones suficientes, le agregué un aro y el cordaje necesario, y adquirí numerosos instrumentos y materiales para hacer experimentos en las regiones más altas de la atmósfera. Me las arreglé luego para llevar de noche, a un lugar distante al este de Rotterdam, cinco cascos forrados de hierro, con capacidad para unos cincuenta galones cada uno, y otro aún más grande, seis tubos de estaño de tres pulgadas de diámetro y diez pies de largo, de forma especial; una cantidad de cierta sustancia metálica, o semimetálica, que no nombraré, y una docena de damajuanas de un ácido sumamente común. El gas producido por estas sustancias no ha sido logrado por nadie más que yo, o, por lo menos, no ha sido nunca aplicado a propósitos similares. Sólo puedo decir aquí que es uno de los constituyentes del ázoe, tanto tiempo considerado como irreductible, y que tiene una densidad 37,4 veces menor que la del hidrógeno. Es insípido, pero no inodoro; en estado puro arde con una llama verdosa, y su efecto es instantáneamente letal para la vida animal. No tendría inconvenientes en revelar este secreto si no fuera que pertenece (como ya he insinuado) a un habitante de Nantes, en Francia, que me lo comunicó reservadamente. La misma persona, por completo ajena a mis intenciones, me dio a conocer un método para fabricar globos mediante la membrana de cierto animal, que no deja pasar la menor partícula del gas encerrado en ella. Descubrí, sin embargo, que dicho tejido resultaría sumamente caro, y llegué a creer que la batista, con una capa de barniz de caucho, serviría tan bien como aquél. Menciono esta circunstancia porque me parece probable que la persona en cuestión intente un vuelo en un globo equipado con el nuevo gas y el aludido material, y no quiero privarlo del honor de su muy singular invención.
»Me ocupé secretamente de cavar agujeros en las partes donde pensaba colocar cada uno de los cascos más pequeños durante la inflación del globo; los agujeros constituían un círculo de veinticinco pies de diámetro. En el centro, lugar destinado al casco más grande, cavé asimismo otro pozo. En cada uno de los agujeros menores deposité un bote que contenía cincuenta libras de pólvora de cañón, y en el más grande un barril de ciento cincuenta libras. Conecté debidamente los botes y el barril con ayuda de contactos, y, luego de colocar en uno de los botes el extremo de una mecha de unos cuatro pies de largo, rellené el agujero y puse el casco encima, cuidando que el otro extremo de la mecha sobresaliera apenas una pulgada del suelo y resultara casi invisible detrás del casco. Rellené luego los restantes agujeros y sobre cada uno coloqué los barriles correspondientes.
»Fuera de los artículos enumerados, llevé secretamente al depósito uno de los aparatos perfeccionados de Grimm, para la condensación del aire atmosférico. Descubrí, sin embargo, que esta máquina requería diversas transformaciones antes de que se adaptara a las finalidades a que pensaba destinarla. Pero, con mucho trabajo e inflexible perseverancia, logré finalmente completar felizmente todos mis preparativos. Muy pronto el globo estuvo terminado. Contendría más de cuarenta mil pies cúbicos de gas y podría remontarse fácilmente con todos mis implementos, y, si maniobraba hábilmente, con ciento setenta y cinco libras de lastre. Le había aplicado tres capas de barniz, encontrando que la batista tenía todas las cualidades de la seda, siendo tan resistente como ésta y mucho menos cara.
»Una vez todo listo, logré que mi mujer jurara guardar el secreto de todas mis acciones desde el día en que había visitado por primera vez el puesto de libros. Prometiéndole volver tan pronto como las circunstancias lo permitieran, le di el poco dinero que me había quedado y me despedí de ella. No me preocupaba su suerte, pues era lo que la gente califica de mujer fuera de lo común, capaz de arreglárselas en el mundo sin mi ayuda. Creo, además, que siempre me consideró como un holgazán, como un simple complemento, sólo capaz de fabricar castillos en el aire, y que no dejaba de alegrarla verse libre de mí. Era noche oscura cuando le dije adiós, y, llevando conmigo, como aides de camp, a los tres acreedores que tanto me habían hecho sufrir, transportamos el globo, con la barquilla y los aparejos, al depósito de que he hablado, eligiendo para ello un camino retirado. Encontramos todo perfectamente dispuesto y, de inmediato, me puse a trabajar.
»Era el primero de abril. La noche, como he dicho, estaba oscura; no se veía una sola estrella y una llovizna que caía a intervalos nos molestaba muchísimo. Pero lo que más ansiedad me inspiraba era el globo, el cual, a pesar de su espesa capa de barniz, comenzaba a pesar demasiado a causa de la humedad; podía ocurrir asimismo que la pólvora se estropeara. Estimulé, pues, a mis tres acreedores para que trabajaran diligentemente, ocupándolos en amontonar hielo en torno al casco central y en remover el ácido contenido en los otros. No cesaban de importunarme con preguntas sobre lo que pensaba hacer con todos aquellos aparatos y se mostraban sumamente disgustados por el extenuante trabajo a que los sometía. No alcanzaban a darse cuenta, según afirmaban, de las ventajas resultantes de calarse hasta los huesos nada más que para tomar parte en aquellos horribles conjuros. Empecé a intranquilizarme y seguí trabajando con todas mis fuerzas, porque creo verdaderamente que aquellos imbéciles estaban convencidos de que había pactado con el diablo, y que lo que estaba haciendo no tenía nada de bueno. Y mucho temía por eso que me abandonaran. Pude convencerlos, sin embargo, mediante promesas de pago completo, tan pronto hubiera dado término al asunto que tenía entre manos. Como es natural, interpretaron a su modo mis palabras, imaginándose, sin duda, que de todas maneras yo terminaría por obtener una gran cantidad de dinero en efectivo, y con tal de que les pagara lo que les debía, más una pequeña cantidad suplementaria por los servicios prestados, estoy seguro de que poco se preocupaban de cuanto ocurriera luego a mi alma o a mi cuerpo.
»Después de cuatro horas y media consideré que el globo estaba suficientemente inflado. Até entonces la barquilla, instalando en ella todos mis instrumentos: un telescopio, un barómetro con importantes modificaciones, un termómetro, un electrómetro, una brújula, un compás, un cronómetro, una campana, una bocina, etc.; como también un globo de cristal, cuidadosamente obturado, y el aparato condensador; algo de cal viva, una barra de cera para sellos, una gran cantidad de agua y muchas provisiones, tales como pemmican, que posee mucho valor nutritivo en poco volumen. Metí asimismo en la barquilla una pareja de palomas y un gato.
»Se acercaba el amanecer y consideré que había llegado el momento de partir. Dejando caer un cigarro encendido como por casualidad, aproveché el momento de agacharme a recogerlo para encender secretamente el trozo de mecha que, como ya he dicho, sobresalía ligeramente del borde inferior de uno de los cascos menores. La maniobra no fue advertida por ninguno de los tres acreedores; entonces, saltando a la barquilla, corté la única soga que me ataba a la tierra y tuve el gusto de ver que el globo remontaba vuelo con extraordinaria rapidez, arrastrando sin el menor esfuerzo ciento setenta y cinco libras de lastre, del cual habría podido llevar mucho más. En el momento de abandonar la tierra el barómetro marcaba treinta pulgadas y el termómetro centígrado acusaba diecinueve grados.
»Apenas había alcanzado una altura de cincuenta yardas cuando, rugiendo y serpenteando tras de mí de la manera más horrorosa, se alzó un huracán de fuego, cascajo, maderas ardiendo, metal incandescente y miembros humanos destrozados que me llenó de espanto y me hizo caer en el fondo de la barquilla, temblando de terror. Me daba cuenta de que había exagerado la carga de la mina y que todavía me faltaba sufrir las consecuencias mayores de su voladura. En efecto, menos de un segundo después sentí que toda la sangre del cuerpo se me acumulaba en las sienes, y en ese momento una conmoción que jamás olvidaré reventó en la noche y pareció rajar de lado a lado el firmamento. Cuando más tarde tuve tiempo para reflexionar no dejé de atribuir la extremada violencia de la explosión, por lo que a mí respecta, a su verdadera causa, o sea, a hallarme situado inmediatamente encima de donde se había producido, en la línea de su máxima fuerza. Pero en aquel momento sólo pensé en salvar la vida. El globo empezó por caer, luego se dilató furiosamente y se puso a girar como un torbellino con vertiginosa rapidez, y finalmente, balanceándose y sacudiéndose como un borracho, me lanzó por encima del borde de la barquilla y me dejó colgando, a una espantosa altura, cabeza abajo y con el rostro mirando hacia afuera, suspendido de una fina cuerda que accidentalmente colgaba de un agujero cerca del fondo de la barquilla de mimbre, y en el cual, al caer, mi pie izquierdo quedó enganchado de la manera más providencial.
»Sería imposible, completamente imposible, formarse una idea adecuada del horror de mi situación. Traté de respirar, jadeando, mientras un estremecimiento comparable al de un acceso de calentura recorría mi cuerpo. Sentí que los ojos se me salían de las órbitas, una náusea horrorosa me envolvió, y acabé por perder completamente el sentido.
»No podría decir cuánto tiempo permanecí en este estado. Debió de ser mucho, sin embargo, pues cuando recobré parcialmente el sentimiento de la existencia advertí que estaba amaneciendo y que el globo volaba a prodigiosa altura sobre un océano absolutamente desierto, sin la menor señal de tierra en cualquiera de los límites del vasto horizonte. Empero, mis sensaciones al volver del desmayo no eran tan angustiosas como cabía suponer. Había mucho de locura en el tranquilo examen que me puse a hacer de mi situación. Levanté las manos a la altura de los ojos, preguntándome asombrado cuál podía ser la causa de que tuviera tan hinchadas las venas y tan horriblemente negras las uñas. Examiné luego cuidadosamente mi cabeza, sacudiéndola repetidas veces, hasta que me convencí de que no la tenía del tamaño del globo como había sospechado por un momento. Tanteé después los bolsillos de mis calzones y, al notar que me faltaban unas tabletas y un palillero, traté de explicarme su desaparición, y al no conseguirlo me sentí inexpresablemente preocupado. Me pareció notar entonces una gran molestia en el tobillo izquierdo y una vaga conciencia de mi situación comenzó a dibujarse en mi mente. Pero, por extraño que parezca, no me asombré ni me horroricé. Si alguna emoción sentí fue una traviesa satisfacción ante la astucia que iba a desplegar para librarme de aquella posición en que me hallaba, y en ningún momento puse en duda que lo lograría sin inconvenientes.
»Pasé varios minutos sumido en profunda meditación. Me acuerdo muy bien de que apretaba los labios, apoyaba un dedo en la nariz y hacía todas las gesticulaciones propias de los hombres que, cómodamente instalados en sus sillones, reflexionan sobre cuestiones importantes e intrincadas. Luego de haber concentrado suficientemente mis ideas, procedí con gran cuidado y atención a ponerme las manos a la espalda y a soltar la gran hebilla de hierro del cinturón de mis pantalones. Dicha hebilla tenía tres dientes que, por hallarse herrumbrados, giraban dificultosamente en su eje. Después de bastante trabajo conseguí colocarlos en ángulo recto con el plano de la hebilla y noté satisfecho que permanecían firmes en esa posición. Teniendo entre los dientes dicho instrumento, me puse a desatar el nudo de mi corbata. Debí descansar varias veces antes de conseguirlo, pero finalmente lo logré. Até entonces la hebilla a una de las puntas de la corbata y me sujeté el otro extremo a la cintura para más seguridad. Enderezándome luego con un prodigioso despliegue de energía muscular, logré en la primera tentativa lanzar la hebilla de manera que cayese en la barquilla; tal como lo había anticipado, se enganchó en el borde circular de la cesta de mimbre.
»Mi cuerpo se encontraba ahora inclinado hacia el lado de la barquilla en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, pero no debe entenderse por esto que me hallara sólo a cuarenta y cinco grados por debajo de la vertical. Lejos de ello, seguía casi paralelo al plano del horizonte, pues mi cambio de posición había determinado que la barquilla se desplazara a su vez hacia afuera, creándome una situación extremadamente peligrosa. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que si al caer hubiera quedado con la cara vuelta hacia el globo y no hacia afuera como estaba, o bien si la cuerda de la cual me hallaba suspendido hubiese colgado del borde superior de la barquilla y no de un agujero cerca del fondo, en cualquiera de los dos casos me hubiera sido imposible llevar a cabo lo que acababa de hacer, y las revelaciones que siguen se hubieran perdido para la posteridad. Razones no me faltaban, pues, para sentirme agradecido, aunque, a decir verdad, estaba aún demasiado aturdido para sentir gran cosa, y seguí colgado durante un cuarto de hora, por lo menos, de aquella extraordinaria manera, sin hacer ningún nuevo esfuerzo y en un tranquilo estado de estúpido goce. Pero esto no tardó en cesar y se vio reemplazado por el horror, la angustia y la sensación de total abandono y desastre. Lo que ocurría era que la sangre acumulada en los vasos de mi cabeza y garganta, que hasta entonces me había exaltado delirantemente, empezaba a retirarse a sus canales naturales, y que la lucidez que ahora se agregaba a mi conciencia del peligro sólo servía para privarme de la entereza y el coraje necesarios para enfrentarlo. Por suerte, esta debilidad no duró mucho. El espíritu de la desesperación acudió a tiempo para rescatarme, y mientras gritaba y luchaba como un desesperado me enderecé convulsivamente hasta alcanzar con una mano el tan ansiado borde y, aferrándome a él con todas mis fuerzas, conseguí pasar mi cuerpo por encima y caer de cabeza y temblando en la barquilla.
»Pasó algún tiempo antes de que me recobrara lo suficiente para ocuparme del manejo del globo. Después de examinarlo atentamente, descubrí con gran alivio que no había sufrido el menor daño. Los instrumentos estaban a salvo y no se había perdido ni el lastre ni las provisiones. Por lo demás, los había asegurado tan bien en sus respectivos lugares, que hubiese sido imposible que se estropearan. Miré mi reloj y vi que eran las seis de la mañana. Ascendíamos rápidamente y el barómetro indicaba una altitud de tres millas y tres cuartos. En el océano, inmediatamente por debajo de mí, aparecía un pequeño objeto negro de forma ligeramente oblonga, que tendría el tamaño de una pieza de dominó, y que en todo sentido se le parecía mucho. Asesté hacia él mi telescopio y no tardé en ver claramente que se trataba de un navío de guerra británico de noventa y cuatro cañones que orzaba con rumbo al oeste—sudoeste, cabeceando duramente. Fuera de este barco sólo se veía el océano, el cielo y el sol que acababa de levantarse.
»Ya es tiempo de que explique a Vuestras Excelencias el objeto de mi viaje. Vuestras Excelencias recordarán que ciertas penosas circunstancias en Rotterdam me habían arrastrado finalmente a la decisión de suicidarme. La vida no me disgustaba por sí misma sino a causa de las insoportables angustias derivadas de mi situación. En esta disposición de ánimo, deseoso de vivir y a la vez cansado de la vida, el tratado adquirido en la librería, junto con el oportuno descubrimiento de mi primo de Nantes, abrieron una ventana a mi imaginación. Finalmente me decidí. Resolví partir, pero seguir viviendo; abandonar este mundo, pero continuar existiendo... En suma, para dejar de lado los enigmas: resolví, pasara lo que pasara, abrirme camino hasta la luna. Y para que no se me suponga más loco de lo que realmente soy, procederé a detallar lo mejor posible las consideraciones que me indujeron a creer que un designio semejante, aunque lleno de dificultades y de peligros, no estaba más allá de lo posible para un espíritu osado.
»El primer problema a tener en cuenta era la distancia de la tierra a la luna. El intervalo medio entre los centros de ambos planetas equivale a 59,9643 veces el radio ecuatorial de la tierra; vale decir unas 237.000 millas. Digo el intervalo medio, pero debe tenerse en cuenta que como la órbita de la luna está constituida por una elipse cuya excentricidad no baja de 0,05484 del semieje mayor de la elipse, y el centro de la tierra se halla situado en su foco, si me era posible de alguna manera llegar a la luna en su perigeo, la distancia mencionada más arriba se vería disminuida. Dejando por ahora de lado esa posibilidad, de todas maneras había que deducir de las 237.000 millas el radio de la tierra, o sea, 4.000, y el de la luna, 1.080, con lo cual, en circunstancias ordinarias, quedarían por franquear 231.920 millas.
»Me dije que esta distancia no era tan extraordinaria. Viajando por tierra, se la ha recorrido varias veces a un promedio de setenta millas por hora, y cabe prever que se alcanzarán velocidades muy superiores. Pero incluso así no me llevaría más de ciento sesenta y un días alcanzar la superficie de la luna. Varios detalles, empero, me inducían a creer que mi promedio de velocidad sobrepasaría probablemente en mucho el de sesenta millas horarias, y, como dichas consideraciones me impresionaron profundamente, no dejaré de mencionarlas en detalle más adelante.
»El siguiente punto a considerar era mucho más importante. Conforme a las indicaciones del barómetro, se observa que a una altura de 1.000 pies sobre el nivel del mar hemos dejado abajo una trigésima parte de la masa atmosférica total; que a los 10.600 pies hemos subido a un tercio de la misma; que a los 18.000 pies, que es aproximadamente la elevación del Cotopaxi, sobrepasamos la mitad de la masa material —o, por lo menos, ponderable— del aire que corresponde a nuestro globo. Se calcula asimismo que a una altitud que no exceda la centésima parte del diámetro terrestre —vale decir, que no exceda de ochenta millas—, el enrarecimiento del aire sería tan excesivo que la vida animal no podría resistirlo, y, además, que los instrumentos más sensibles de que disponemos para asegurarnos de la presencia de la atmósfera resultarían inadecuados a esa altura.
»No dejé de reparar, sin embargo, en que estos últimos cálculos se fundan por entero en nuestro conocimiento experimental de las propiedades del aire y de las leyes mecánicas que regulan su dilatación y su compresión en lo que cabe llamar, hablando comparativamente, la vecindad inmediata de la tierra; y que al mismo tiempo se da por sentado que la vida animal es esencialmente incapaz de modificación a cualquier distancia inalcanzable desde la superficie. Ahora bien, partiendo de tales datos, todos estos razonamientos tienen que ser simplemente analógicos. La mayor altura jamás alcanzada por el hombre es de 25.000 pies en la expedición aeronáutica de Gay-Lussac y Biot. Se trata de una altura moderada, aun si se la compara con las ochenta millas en cuestión, y no pude dejar de pensar que la cosa se prestaba a la duda y a las más amplias especulaciones.
»De hecho, al ascender a cualquier altitud dada, la cantidad de aire ponderable sobrepasada al seguir ascendiendo no se halla en proporción con la altura adicional alcanzada (como puede deducirse claramente de lo ya dicho), sino en una proporción decreciente constante. Resulta claro, pues, que por más alto que ascendamos no podemos, literalmente hablando, llegar a un límite más allá del cual no haya atmósfera. Mi opinión era que debía existir, aunque pudiera ser que se hallara en un estado de infinita rarefacción.
»Por otra parte, sabía que no faltaban argumentos para probar la existencia de un límite real y definido de la atmósfera más allá del cual no habría absolutamente nada de aire. Pero una circunstancia descuidada por los sostenedores de dicha teoría me pareció, si no capaz de refutarla por entero, digna, al menos, de ser considerada seriamente. Al comparar los intervalos entre las sucesivas llegadas del cometa de Encke a su perihelio, y después de tener debidamente en cuenta todas las perturbaciones ocasionadas por la atracción de los planetas, parece ser que los períodos están disminuyendo gradualmente; vale decir que el eje mayor de la elipse trazado por el cometa se está acortando en un lento pero regular proceso de reducción. Ahora bien, esto debería suceder así si suponemos que el cometa experimenta una resistencia por parte de un medio etéreo excesivamente rarefacto que ocupa la zona de su órbita, ya que semejante medio, al retardar la velocidad del cometa, debe aumentar su fuerza centrípeta debilitando la centrífuga. En otras palabras, la atracción del sol estaría alcanzando cada vez más intensidad y el cometa iría aproximándose a él a cada revolución. No parece haber otra manera de explicar la variación aludida.
»Hay más: Se observa que el diámetro real de la nebulosidad del cometa se contrae rápidamente al acercarse al sol y se dilata con igual rapidez al alejarse hacia su afelio. ¿No me hallaba justificado al suponer, con Valz, que esta aparente condensación de volumen se origina por la compresión del aludido medio etéreo, y que se va densificando proporcionalmente a su proximidad al sol? El fenómeno que afecta la forma lenticular y que se denomina luz zodiacal era también un asunto digno de atención. Esta radiación tan visible en los trópicos, y que no puede confundirse con ningún resplandor meteórico, se extiende oblicuamente desde el horizonte, siguiendo, por lo general, la dirección del ecuador solar. Tuve la impresión de que provenía de una atmósfera enrarecida que se dilataba a partir del sol, por lo menos hasta más allá de la órbita de Venus, y en mi opinión a muchísima mayor distancia[1]. No podía creer que este medio ambiente se limitara a la zona de la elipse del cometa o a la vecindad inmediata del sol. Fácil era, por el contrario, imaginarla ocupando la entera región de nuestro sistema planetario, condensada en lo que llamamos atmósfera en los planetas, y quizá modificada en algunos de ellos por razones puramente geológicas; vale decir, modificada o alterada en sus proporciones (o su naturaleza esencial) por materias volatilizadas emanantes de dichos planetas.
»Una vez adoptado este punto de vista, ya no vacilé. Descontando que hallaría a mi paso una atmósfera esencialmente análoga a la de la superficie de la tierra, pensé que con ayuda del muy ingenioso aparato de Grimm sería posible condensarla en cantidad suficiente para las necesidades de la respiración. Esto eliminaría el obstáculo principal de un viaje a la luna. Había gastado dinero y mucho trabajo en adaptar el instrumento al fin requerido, y tenía plena confianza en su aplicación si me era dado cumplir el viaje dentro de cualquier período razonable. Y esto me trae a la cuestión de la velocidad con que podría efectuarlo.
»Verdad es que los globos, en la primera etapa de sus ascensiones, se remontaban a velocidad relativamente moderada. Ahora bien, la fuerza de elevación reside por completo en el peso superior del aire atmosférico comparado con el del gas del globo; cuando el aeróstato adquiere mayor altura y, por consiguiente, arriba a capas atmosféricas cuya densidad disminuye rápidamente, no parece probable ni razonable que la velocidad original vaya acelerándose. Pero, por otra parte, no tenía noticias de que en ninguna ascensión conocida se hubiese advertido una disminución en la velocidad absoluta del ascenso; sin embargo, tal hubiera debido ser el caso, aunque más no fuera por el escape del gas en globos de construcción defectuosa, aislados con una simple capa de barniz. Me pareció, pues, que las consecuencias de dicho escape de gas debían ser suficientes para contrabalancear el efecto de la aceleración lograda por la mayor distancia del globo al centro de gravedad. Consideré que, si hallaba a mi paso el medio ambiente que había imaginado, y si éste resultaba esencialmente lo que denominamos aire atmosférico, no se produciría mayor diferencia en la fuerza ascendente por causa de su extremado enrarecimiento, ya que el gas de mi globo no sólo se hallaría sujeto al mismo enrarecimiento (con cuyo objeto le permitiría que escapara en cantidad suficiente para evitar una explosión), sino que, siendo lo que era, continuaría mostrándose específicamente más liviano que cualquier compuesto de nitrógeno y oxígeno. Había, pues, una posibilidad —y muy grande— de que en ningún momento de mi ascenso alcanzara un punto donde los pesos unidos de mi inmenso globo, el gas inconcebiblemente ligero que lo llenaba, la barquilla y su contenido lograran igualar el peso de la masa atmosférica desplazada por el aeróstato; y fácilmente se comprenderá que sólo el caso contrario hubiera podido detener mi ascensión. Mas aun en este caso era posible aligerar el globo de casi trescientas libras arrojando el lastre y otros pesos. Entretanto, la fuerza de gravedad seguiría disminuyendo continuamente en proporción al cuadrado de las distancias; y así, con una velocidad prodigiosamente acelerada, llegaría, por fin, a esas alejadas regiones donde la fuerza de atracción de la tierra sería superada por la de la luna.
»Había otra dificultad que me producía alguna inquietud. Se ha observado que en las ascensiones en globo a alturas considerables, aparte de la dificultad respiratoria, se producen fenómenos sumamente penosos en todo el organismo, acompañados frecuentemente de hemorragias de nariz y otros síntomas alarmantes, que se van agudizando a medida que aumenta la altura[2]. No dejaba de preocuparme este aspecto. ¿No podía ocurrir que dichos síntomas continuaran en aumento hasta provocar la muerte? Pero llegué a la conclusión de que no. Su origen debía buscarse en la progresiva disminución de la presión atmosférica usual sobre la superficie del cuerpo y la consiguiente dilatación de los vasos sanguíneos superficiales; no se trataba de una desorganización capital del sistema orgánico, como en el caso de la dificultad respiratoria, donde la densidad atmosférica resulta químicamente insuficiente para la debida renovación de la sangre en un ventrículo del corazón. A menos que faltara esta renovación, no veía razón alguna para que la vida no pudiera mantenerse, incluso en el vacío; pues la expansión y compresión del pecho, llamadas vulgarmente respiración, son acciones puramente musculares, y causa, no efecto, de la respiración. En una palabra, supuse que así como el cuerpo llegaría a habituarse a la falta de presión atmosférica, del mismo modo las sensaciones dolorosas irían disminuyendo; para soportarlas mientras duraran confiaba en la férrea resistencia de mi constitución.
»Así, aunque no todas, he detallado algunas de las consideraciones que me indujeron a proyectar un viaje a la luna. Procederé ahora, si así place a vuestras Excelencias, a comunicaros los resultados de una tentativa cuya concepción parece tan audaz, y que en todo caso no tiene paralelo en los anales de la humanidad.
»Habiendo alcanzado la altitud antes mencionada —vale decir, tres millas y tres cuartos— arrojé por la barquilla una cantidad de plumas, descubriendo que aun ascendía con suficiente velocidad, por lo cual no era necesario privarme de lastre. Me alegré de esto, pues deseaba guardar conmigo todo el peso posible, por la sencilla razón de que no tenía ninguna seguridad sobre la fuerza de atracción o la densidad atmosférica de la luna. Hasta ese momento no sentía molestias físicas, respiraba con entera libertad y no me dolía la cabeza. El gato descansaba tranquilamente sobre mi chaqueta, que me había quitado, y contemplaba las palomas con un aire de nonchalance. En cuanto a éstas, atadas por una pata para que no volaran, ocupábanse activamente de picotear los granos de arroz que les había echado en el fondo de la barquilla.
»A las seis y veinte el barómetro acusó una altitud de 26.400 pies, o sea casi cinco millas. El panorama parecía ilimitado. En realidad, resultaba fácil calcular, con ayuda de la trigonometría esférica, el ámbito terrestre que mis ojos alcanzaban. La superficie convexa de un segmento de esfera es a la superficie total de la esfera lo que el senoverso del segmento al diámetro de la esfera. Ahora bien, en este caso, el senoverso —vale decir el espesor del segmento por debajo de mí— era aproximadamente igual a mi elevación, o a la elevación del punto de vista sobre la superficie. «De cinco a ocho millas» expresaría, pues, la proporción del área terrestre que se ofrecía a mis miradas. En otras palabras, estaba contemplando una decimosextava parte de la superficie total del globo. El mar aparecía sereno como un espejo, aunque el telescopio me permitió advertir que se hallaba sumamente encrespado. Ya no se veía el navío, que al parecer había derivado hacia el este. Empecé a sentir fuertes dolores de cabeza a intervalos, especialmente en la región de los oídos, aunque seguía respirando con bastante libertad. El gato y las palomas no parecían sentir molestias.
»A las siete menos veinte el globo entró en una región de densas nubes, que me ocasionaron serias dificultades, dañando mi aparato condensador y empapándome hasta los huesos; fue éste, por cierto, un singular rencontre, pues jamás había creído posible que semejante nube estuviera a tal altura. Me pareció conveniente soltar dos pedazos de cinco libras de lastre, conservando un peso de ciento sesenta y cinco libras. Gracias a esto no tardé en sobrevolar la zona de las nubes, y al punto percibí que mi velocidad ascensional había aumentado considerablemente. Pocos segundos después de salir de la nube, un relámpago vivísimo la recorrió de extremo a extremo, incendiándola en toda su extensión como si se tratara de una masa de carbón ardiente. Esto ocurría, como se sabe, a plena luz del día. Imposible imaginar la sublimidad que hubiese asumido el mismo fenómeno en caso de producirse en las tinieblas de la noche. Sólo el infierno hubiera podido proporcionar una imagen adecuada. Tal como lo vi, el espectáculo hizo que el cabello se me erizara mientras miraba los abiertos abismos, dejando descender la imaginación para que vagara por las extrañas galerías abovedadas, los encendidos golfos y los rojos y espantosos precipicios de aquel terrible e insondable incendio. Me había salvado por muy poco. Si el globo hubiese permanecido un momento más dentro de la nube, es decir, si la humedad de la misma no me hubiera decidido a soltar lastre, probablemente no hubiera escapado a la destrucción. Esta clase de peligros, aunque poco se piensa en ellos, son quizá los mayores que deben afrontar los globos. Pero ahora me encontraba a una altitud demasiado grande como para que el riesgo volviera a presentarse.
»Subíamos rápidamente, y a las siete en punto el barómetro indicó nueve millas y media. Empecé a experimentar una gran dificultad respiratoria. La cabeza me dolía muchísimo y, al sentir algo húmedo en las mejillas, descubrí que era sangre que me salía en cantidad por los oídos. Mis ojos me preocuparon también mucho. Al pasarme la mano por ellos me pareció que me sobresalían de las órbitas; veía como distorsionados los objetos que contenía el globo, y a éste mismo. Los síntomas excedían lo que había supuesto y me produjeron alguna alarma. En este momento, obrando con la mayor imprudencia e insensatez, arrojé tres piezas de cinco libras de lastre. La velocidad acelerada del ascenso me llevó demasiado rápidamente y sin la gradación necesaria a una capa altamente enrarecida de la atmósfera, y estuvo a punto de ser fatal para mi expedición y para mí mismo. Súbitamente me sentí presa de un espasmo que duro más de cinco minutos, y aun después de haber cedido en cierta medida, seguí respirando a largos intervalos, jadeando de la manera más penosa, mientras sangraba copiosamente por la nariz y los oídos, y hasta ligeramente por los ojos. Las palomas parecían sufrir mucho y luchaban por escapar, mientras el gato maullaba desesperadamente y, con la lengua afuera, movíase tambaleando de un lado a otro de la barquilla, como si estuviera envenenado. Demasiado tarde descubrí la imprudencia que había cometido al soltar el lastre. Supuse que moriría en pocos minutos. Los sufrimientos físicos que experimentaba contribuían además a incapacitarme casi por completo para hacer el menor esfuerzo en procura de salvación. Poca capacidad de reflexión me quedaba, y la violencia del dolor de cabeza parecía crecer por instantes. Me di cuenta de que los sentidos no tardarían en abandonarme, y ya había aferrado una de las sogas correspondientes a la válvula de escape, con la idea de intentar el descenso, cuando el recuerdo de la broma que les había jugado a mis tres acreedores, y sus posibles consecuencias para mí, me detuvieron por el momento. Me dejé caer en el fondo de la barquilla, luchando por recuperar mis facultades. Lo conseguí hasta el punto de pensar en la conveniencia de sangrarme. Como no tenía lanceta, me vi precisado a arreglármelas de la mejor manera posible, cosa que al final logré cortándome una vena del brazo izquierdo con mi cortaplumas.
»Apenas había empezado a correr la sangre cuando noté un sensible alivio. Luego de perder aproximadamente el contenido de media jofaina de dimensiones ordinarias, la mayoría de los síntomas más alarmantes desaparecieron por completo. De todos modos no me pareció prudente enderezarme en seguida, sino que, después de atarme el brazo lo mejor que pude, seguí descansando un cuarto de hora. Pasado este plazo me levanté, sintiéndome tan libre de dolores como lo había estado en la primera parte de la ascensión. No obstante seguía teniendo grandísimas dificultades para respirar, y comprendí que pronto habría llegado el momento de utilizar mi condensador. En el ínterin miré a la gata, que había vuelto a instalarse cómodamente sobre mi chaqueta, y descubrí con infinita sorpresa que había aprovechado la oportunidad de mi indisposición para dar a luz tres gatitos. Esto constituía un aumento completamente inesperado en el número de pasajeros del globo, pero no me desagradó que hubiera ocurrido; me proporcionaba la oportunidad de poner a prueba la verdad de una conjetura que, más que cualquier otra, me había impulsado a efectuar la ascensión. Había imaginado que la resistencia habitual a la presión atmosférica en la superficie de la tierra era la causa de los sufrimientos por los que pasa toda vida a cierta distancia de esa superficie. Si los gatitos mostraban síntomas equivalentes a los de la madre, debería considerar como fracasada mi teoría, pero si no era así, entendería el hecho como una vigorosa confirmación de aquella idea.
»A las ocho de la mañana había alcanzado una altitud de diecisiete millas sobre el nivel del mar. Así, pues, era evidente que mi velocidad ascensional no sólo iba en aumento, sino que dicho aumento hubiera sido verificable aunque no hubiese tirado el lastre como lo había hecho. Los dolores de cabeza y de oídos volvieron a intervalos y con mucha violencia, y por momentos seguí sangrando por la nariz; pero, en general, sufría mucho menos de lo que podía esperarse. Mi respiración, empero, se volvía más y más difícil, y cada inspiración determinaba un desagradable movimiento espasmódico del pecho. Desempaqué, pues, el aparato condensador y lo alisté para su uso inmediato.
»A esta altura de mi ascensión el panorama que ofrecía la tierra era magnífico. Hacia el oeste, el norte y el sur, hasta donde alcanzaban mis ojos, se extendía la superficie ilimitada de un océano en aparente calma, que por momentos iba adquiriendo una tonalidad más y más azul. A grandísima distancia hacia el este, aunque discernibles con toda claridad, veíanse las Islas Británicas, la costa atlántica de Francia y España, con una pequeña porción de la parte septentrional del continente africano. Era imposible advertir la menor señal de edificios aislados, y las más orgullosas ciudades de la humanidad se habían borrado completamente de la faz de la tierra.
»Lo que más me asombró del aspecto de las cosas de abajo fue la aparente concavidad de la superficie del globo. Bastante irreflexivamente había esperado contemplar su verdadera convexidad a medida que subiera, pero no tardé en explicarme aquella contradicción. Una línea tirada perpendicularmente desde mi posición a la tierra hubiera formado la perpendicular de un triángulo rectángulo, cuya base se hubiera extendido desde el ángulo recto hasta el horizonte, y la hipotenusa desde el horizonte hasta mi posición. Pero mi lectura era poco o nada en comparación con la perspectiva que abarcaba. En otras palabras, la base y la hipotenusa del supuesto triángulo hubieran sido en este caso tan largas, comparadas con la perpendicular, que las dos primeras hubieran podido considerarse casi paralelas. De esta manera el horizonte del aeronauta aparece siempre como si estuviera al nivel de la barquilla. Pero, como el punto situado inmediatamente debajo de él le parece estar —y está— a gran distancia, da también la impresión de hallarse a gran distancia por debajo del horizonte. De ahí la aparente concavidad, que habrá de mantenerse hasta que la elevación alcance una proporción tan grande con el panorama, que el aparente paralelismo de la base y la hipotenusa desaparezca.
»A esta altura las palomas parecían sufrir mucho. Me decidí, pues, a ponerlas en libertad. Desaté primero una, bonitamente moteada de gris, y la posé sobre el borde de la barquilla. Se mostró muy inquieta; miraba ansiosamente a todas partes, agitando las alas y arrullando suavemente, pero no pude persuadirla de que se soltara del borde. Por fin la agarré, arrojándola a unas seis yardas del globo. Pero, contra lo que esperaba, no mostró ningún deseo de descender, sino que luchó con todas sus fuerzas por volver, mientras lanzaba fuertes y penetrantes chillidos. Logró por fin alcanzar su posición anterior, mas apenas lo había hecho cuando apoyó la cabeza en el pecho y cayó muerta en la barquilla.
»La otra fue más afortunada, pues para impedir que siguiera el ejemplo de su compañera y regresara al globo, la tiré hacia abajo con todas mis fuerzas, y tuve el placer de verla continuar su descenso con gran rapidez, haciendo uso de sus alas de la manera más natural. Muy pronto se perdió de vista, y no dudo de que llegó sana y salva a casa. La gata, que parecía haberse recobrado muy bien de su trance, procedió a comerse con gran apetito la paloma muerta, y se durmió luego satisfechísima. Sus gatitos parecían sumamente vivaces y no mostraban la menor señal de malestar.
»A las ocho y cuarto, como me era ya imposible inspirar aire sin los más intolerables dolores, procedí a ajustar a la barquilla la instalación correspondiente al condensador. Dicho aparato requiere algunas explicaciones, y Vuestras Excelencias deberán tener presente que mi finalidad, en primer término, consistía en aislarme y aislar completamente la barquilla de la atmósfera altamente enrarecida en la cual me encontraba, a fin de introducir en el interior de mi compartimento, y por medio de mi condensador, una cantidad de la referida atmósfera suficientemente condensada para poder respirarla. Con esta finalidad en vista, había preparado una envoltura o saco muy fuerte, perfectamente impermeable y flexible. Toda la barquilla quedaba contenida dentro de este saco. Vale decir que, luego de tenderlo por debajo del fondo de la cesta de mimbre y hacerlo subir por los lados, lo extendí a lo largo de las cuerdas hasta el borde superior o aro al cual estaba atada la red del globo. Una vez levantado el saco, cerrando por completo todos los lados y el fondo, había que asegurar su abertura o boca, pasando la tela sobre el aro de la red o, en otras palabras, entre la red y el aro. Pero si la red quedaba separada del aro para permitir dicho paso, ¿cómo se sostendría entretanto la barquilla? Pues bien, la red no estaba atada de manera fija al aro, sino sujeta a éste mediante una serie de presillas o lazos. Por tanto, sólo había que desatar unos cuantos de estos lazos por vez, dejando la barquilla suspendida de los restantes. Insertada así una porción de tela que constituía la parte superior del saco, volví a ajustar los lazos, ya no al aro, pues ello hubiera sido imposible desde el momento que ahora intervenía la tela, sino a una serie de grandes botones asegurados en la tela misma, a unos tres pies por debajo de la abertura del saco; los intervalos entre los botones correspondían a los intervalos entre los lazos. Hecho esto, aflojé otra cantidad de lazos del aro, introduje una nueva porción de la tela y los lazos sueltos fueron a su vez conectados con sus botones correspondientes. De esta manera pude insertar toda la parte superior del saco entre la red y el aro. Como es natural, este último cayó entonces dentro de la barquilla, mientras el peso de ésta quedaba sostenido tan sólo por la fuerza de los botones.
»A primera vista este dispositivo podría parecer inadecuado, pero no era así, pues los botones eran fortísimos y estaban tan cerca uno del otro que sólo les tocaba soportar individualmente un pequeño peso. Aunque la barquilla y su contenido hubiesen sido tres veces más pesados, no me habría sentido intranquilo.
»Procedí luego a levantar otra vez el aro por dentro de la envoltura de goma elástica y lo inserté casi a su altura anterior por medio de tres soportes muy livianos preparados al efecto. Hice esto, como se comprenderá, a fin de mantener distendido el saco en su terminación, de modo que la parte inferior de la red conservara su posición normal. Sólo me faltaba ahora cerrar la abertura del saco, y lo hice rápidamente, juntando los pliegues de la tela y retorciéndolos apretadamente desde dentro por medio de una especie de tourniquet fijo.
»A los lados de este envoltorio ajustado a la barquilla había tres cristales espesos pero muy transparentes, por los cuales podía ver sin la menor dificultad en todas las direcciones horizontales. En la parte del saco que constituía el fondo había una cuarta ventanilla del mismo género, que correspondía a una pequeña abertura en el piso de la barquilla. Esto me permitía ver hacia abajo, pero, en cambio, no había podido ajustar un dispositivo similar en la parte superior, dada la forma en que se cerraba el saco y las arrugas que formaba, por lo cual no podía esperar ver los objetos situados en el cenit. De todas maneras la cosa no tenía importancia, pues aun en el caso de haber colocado una mirilla en lo alto, el globo mismo me hubiera impedido hacer uso de ella.
»A un pie por debajo de una de las mirillas laterales había un orificio circular, de tres pulgadas de diámetro, en el cual había fijado una rosca de bronce. A esta rosca se atornillaba el largo tubo del condensador, cuyo cuerpo principal se encontraba, naturalmente, dentro de la cámara de caucho. Por medio del vacío practicado en la máquina, dicho tubo absorbía una cierta cantidad de atmósfera circundante y la introducía en estado de condensación en la cámara de caucho, donde se mezclaba con el aire enrarecido ya existente. Una vez que la operación se había repetido varias veces, la cámara quedaba llena de aire respirable. Pero, como en un espacio tan reducido no podía tardar en viciarse a causa de su continuo contacto con los pulmones, se lo expulsaba con ayuda de una pequeña válvula situada en el fondo de la barquilla; el aire más denso se proyectaba de inmediato a la enrarecida atmósfera exterior. Para evitar el inconveniente de que se produjera un vacío total en la cámara, esta purificación no se cumplía de una vez, sino progresivamente; para ello la válvula se abría unos pocos segundos y volvía a cerrarse, hasta que uno o dos impulsos de la bomba del condensador reemplazaban el volumen de la atmósfera desalojada. Por vía de experimento instalé a la gata y sus gatitos en una pequeña cesta que suspendí fuera de la barquilla por medio de un sostén en el fondo de ésta, al lado de la válvula de escape, que me servía para alimentarlos toda vez que fuera necesario. Esta instalación, que dejé terminada antes de cerrar la abertura de la cámara, me dio algún trabajo, pues debí emplear una de las perchas que he mencionado, a la cual até un gancho. Tan pronto un aire más denso ocupó la cámara, el aro y las pértigas dejaron de ser necesarias, pues la expansión de aquella atmósfera encerrada distendía fuertemente las paredes de caucho.
»Cuando hube terminado estos arreglos y llenado la cámara como acabo de explicar, eran las nueve menos diez. Todo el tiempo que pasé así ocupado sufría una terrible opresión respiratoria, y me arrepentí amargamente de la negligencia o, mejor, de la temeridad que me había hecho dejar para último momento una cuestión tan importante. Mas apenas estuvo terminada, comencé a cosechar los beneficios de mi invención. Volví a respirar libre y fácilmente. Me alegró asimismo descubrir que los violentos dolores que me habían atormentado hasta ese momento se mitigaban casi completamente. Todo lo que me quedaba era una leve jaqueca, acompañada de una sensación de plenitud o hinchazón en las muñecas, los tobillos y la garganta. Parecía, pues, evidente que gran parte de las molestias derivadas de la falta de presión atmosférica habían desaparecido tal como lo esperara, y que muchos de los dolores padecidos en las últimas horas debían atribuirse a los efectos de una respiración deficiente.
»A las nueve menos veinte, es decir, muy poco antes de cerrar la abertura de la cámara, el mercurio llegó a su límite y dejó de funcionar el barómetro, que, como ya he dicho, era especialmente largo. Indicaba en ese momento una altitud de 132.000 pies, o sea veinticinco millas, vale decir que me era dado contemplar una superficie terrestre no menor de la trescientas veinteava parte de su área total. A las nueve perdí de vista las tierras al este, no sin antes advertir que el globo derivaba rápidamente hacia el nor-noroeste. El océano por debajo de mí conservaba su aparente concavidad, aunque mi visión se veía estorbada con frecuencia por las masas de nubes que flotaban de un lado a otro.
»A las nueve y media hice el experimento de arrojar un puñado de plumas por la válvula. No flotaron como había esperado, sino que cayeron verticalmente como una bala y en masa, a extraordinaria velocidad, perdiéndose de vista en un segundo. Al principio no supe qué pensar de tan extraordinario fenómeno, pues no podía creer que mi velocidad ascensional hubiera alcanzado una aceleración repentina tan prodigiosa. Pero no tardó en ocurrírseme que la atmósfera se hallaba ahora demasiado rarificada para sostener una mera pluma, y que, por lo tanto, caían a toda velocidad; lo que me había sorprendido eran las velocidades unidas de su descenso y mi elevación.
»A las diez hallé que no tenía que ocuparme mayormente de nada. Todo marchaba bien y estaba convencido de que el globo subía con una rapidez creciente, aunque ya no tenía instrumentos para asegurarme de su progresión. No sentía dolores ni molestias de ninguna clase, y estaba de mejor humor que en ningún momento desde mi partida de Rotterdam; me ocupé, pues, de observar los diversos instrumentos y de regenerar la atmósfera de la cámara. Decidí repetirlo cada cuarenta minutos, más para mantener mi buen estado físico que porque la renovación fuese absolutamente necesaria. Entretanto no pude impedirme anticipar el futuro. Mi fantasía corría a gusto por las fantásticas y quiméricas regiones lunares. Sintiéndose por una vez libre de cadenas, la imaginación erraba entre las cambiantes maravillas de una tierra sombría e inestable. Había de pronto vetustas y antiquísimas florestas, vertiginosos precipicios y cataratas que se precipitaban con estruendo en abismos sin fondo. Llegaba luego a las calmas soledades del mediodía, donde jamás soplaba una brisa, donde vastas praderas de amapolas y esbeltas flores semejantes a lirios se extendían a la distancia, silenciosas e inmóviles por siempre. Y luego recorría otra lejana región, donde había un lago oscuro y vago, limitado por nubes. Pero no sólo estas fantasías se posesionaban de mi mente. Horrores de naturaleza mucho más torva y espantosa hacían su aparición en mi pensamiento, estremeciendo lo más hondo de mi alma con la mera suposición de su posibilidad. Pero no permitía que esto durara demasiado tiempo, pensando sensatamente que los peligros reales y palpables de mi viaje eran suficientes para concentrar por entero mi atención.
»A las cinco de la tarde, mientras me ocupaba de regenerar la atmósfera de la cámara, aproveché la oportunidad para observar a la gata y sus gatitos a través de la válvula. Me pareció que la gata volvía a sufrir mucho, y no vacilé en atribuirlo a la dificultad que experimentaba para respirar; en cuanto a mi experimento con los gatitos, tuvo un resultado sumamente extraño. Como es natural, había esperado que mostraran algún malestar, aunque en grado menor que su madre, y ello hubiese bastado para confirmar mi opinión sobre la resistencia habitual a la presión atmosférica. No estaba preparado para descubrir, al examinarlos atentamente, que gozaban de una excelente salud y que respiraban con toda soltura y perfecta regularidad, sin dar la menor señal de sufrimiento. No me quedó otra explicación posible que ir aún más allá de mi teoría y suponer que la atmósfera altamente rarificada que los envolvía no era quizá (como había dado por sentado) químicamente suficiente para la vida animal, y que una persona nacida en ese medio podría acaso inhalarla sin el menor inconveniente, mientras que al descender a los estratos más densos, en las proximidades de la tierra, soportaría torturas de naturaleza similar a las que yo acababa de padecer. Nunca he dejado de lamentar que un torpe accidente me privara en ese momento de mi pequeña familia de gatos, impidiéndome adelantar en el conocimiento del problema en cuestión. Al pasar la mano por la válvula, con un tazón de agua para la gata, se me enganchó la manga de la camisa en el lazo que sostenía la pequeña cesta y lo desprendió instantáneamente del botón donde estaba tomado. Si la cesta se hubiera desvanecido en el aire, no habría dejado de verla con mayor rapidez. No creo que haya pasado más de un décimo de segundo entre el instante en que se soltó y su desaparición. Mis buenos deseos la siguieron hasta tierra, pero, naturalmente, no tenía la menor esperanza de que la gata o sus hijos vivieran para contar lo que les había ocurrido.
»A las seis, noté que una gran porción del sector visible de la tierra se hallaba envuelta en espesa oscuridad, que siguió avanzando con gran rapidez hasta que, a las siete menos cinco, toda la superficie a la vista quedó cubierta por las tinieblas de la noche. Pero pasó mucho tiempo hasta que los rayos del sol poniente dejaron de iluminar el globo, y esta circunstancia, aunque claramente prevista, no dejó de producirme gran placer. Era evidente que por la mañana contemplaría el astro rey muchas horas antes que los ciudadanos de Rotterdam, a pesar de que se hallaban situados mucho más al este y que así, día tras día, en proporción a la altura alcanzada, gozaría más y más tiempo de la luz solar. Me decidí por entonces a llevar un diario de viaje, registrando la crónica diaria de veinticuatro horas continuas, es decir, sin tomar en consideración el intervalo de oscuridad.
»A las diez, sintiendo sueño, resolví acostarme por el resto de la noche; pero entonces se me presentó una dificultad que, por más obvia que parezca, había escapado a mi atención hasta el momento de que hablo. Si me ponía a dormir, como pensaba, ¿cómo regenerar entretanto la atmósfera de la cámara? Imposible respirar en ella por más de una hora, y, aunque este término pudiera extenderse a una hora y cuarto, se seguirían las más desastrosas consecuencias. La consideración de este dilema me preocupó seriamente, y apenas se me creerá si digo que, después de todos los peligros que había enfrentado, el asunto me pareció tan grave como para renunciar a toda esperanza de llevar a buen fin mi designio y decidirme a iniciar el descenso.
»Mi vacilación, empero, fue sólo momentánea. Reflexioné que el hombre es esclavo de la costumbre y que en la rutina de su existencia hay muchas cosas que se consideran esenciales, y que lo son tan sólo porque se han convertido en hábitos. Cierto que no podía pasarme sin dormir; pero fácilmente me acostumbraría, sin inconveniente alguno, a despertar de hora en hora en el curso de mi descanso. Sólo se requerirían cinco minutos como máximo para renovar por completo la atmósfera de la cámara, y la única dificultad consistía en hallar un método que me permitiera despertar cada vez en el momento requerido.
»Confieso que esta cuestión me resultó sumamente difícil. Conocía, por supuesto, la historia del estudiante que, para evitar quedarse dormido sobre el libro, tenía en la mano una bola de cobre, cuya caída en un recipiente del mismo metal colocado en el suelo provocaba un estrépito suficiente para despertarlo si se dejaba vencer por la modorra. Pero mi caso era muy distinto y no me permitía acudir a ningún expediente parecido; no se trataba de mantenerme despierto, sino de despertar a intervalos regulares. Al final di con un medio que, por simple que fuera, me pareció en aquel momento de tanta importancia como la invención del telescopio, la máquina de vapor o la imprenta.
»Necesario es señalar en primer término que, a la altura alcanzada, el globo continuaba su ascensión vertical de la manera más serena, y que la barquilla lo acompañaba con una estabilidad tan perfecta que hubiera resultado imposible registrar en ella la más leve oscilación. Esta circunstancia me favoreció grandemente para la ejecución de mi proyecto. La provisión de agua se hallaba contenida en cuñetes de cinco galones cada uno, atados firmemente en el interior de la barquilla. Solté uno de ellos y, tomando dos sogas, las até a través del borde de mimbre de la barquilla, paralelamente y a un pie de distancia entre sí, para que formaran una especie de soporte sobre el cual puse el cuñete y lo fijé en posición horizontal.
»A unas ocho pulgadas por debajo de las cuerdas, y a cuatro pies del fondo de la barquilla, instalé otro soporte, pero éste de madera fina, utilizando el único trozo que llevaba a bordo. Coloqué sobre él, justamente debajo de uno de los extremos del cuñete, un pequeño pichel de barro. Practiqué luego un agujero en el extremo correspondiente del cuñete, al que adapté un tapón cónico de madera blanda. Empecé a ajustar y a aflojar el tapón hasta que, luego de algunas pruebas, conseguí el punto necesario para que el agua, rezumando del orificio y cayendo en el pichel de abajo, lo llenara hasta el borde en sesenta minutos. Esto último pude calcularlo fácilmente, observando hasta dónde se llenaba el recipiente en un período dado.
»Hecho esto, lo que queda por decir es obvio. Instalé mi cama en el piso de la barquilla, de modo tal que mi cabeza quedaba exactamente bajo la boca del pichel. Al cumplirse una hora, el pichel se llenaba por completo, y al empezar a volcarse lo hacía por la boca, situada ligeramente más abajo que el borde. Ni que decir que el agua, cayendo desde una altura de cuatro pies, me daba en la cara y me despertaba instantáneamente del más profundo sueño.
»Eran ya las once cuando completé mis preparativos y me acosté en seguida, lleno de confianza en la eficacia de mi invento. No me defraudó, por cierto. Puntualmente fui despertado cada sesenta minutos por mi fiel cronómetro, y en cada oportunidad no olvidé vaciar el pichel en la boca del cuñete, a la vez que me ocupaba del condensador. Estas interrupciones regulares en mi sueño me causaron menos molestias de las que había previsto, y cuando me levanté al día siguiente eran ya las siete y el sol se hallaba a varios grados sobre la línea del horizonte.
»3 de abril.- El globo había alcanzado una inmensa altitud y la convexidad de la tierra podía verse con toda claridad. Por debajo de mí, en el océano, había un grupo de pequeñas manchas negras, indudablemente islas. Por encima, el cielo era de un negro azabache y se veían brillar las estrellas; esto ocurría desde el primer día de vuelo. Muy lejos, hacia el norte, percibí una línea muy fina, blanca y sumamente brillante, en el borde mismo del horizonte, y no vacilé en suponer que se trataba del borde austral de los hielos del mar polar. Mi curiosidad se avivó, pues confiaba en avanzar más hacia el norte, y quizá en un momento dado quedara colocado justamente sobre el polo. Lamenté que mi grandísima elevación impidiera en este caso hacer observaciones detalladas; pero de todas maneras cabía cerciorarse de muchas cosas.
»Nada de extraordinario ocurrió durante el día. Los instrumentos funcionaron perfectamente y el globo continuó su ascenso sin que se notara la menor vibración. Hacía mucho frío, que me obligó a ponerme un abrigado gabán. Cuando la oscuridad cubrió la tierra me acosté, aunque la luz del sol siguió brillando largas horas en mi vecindad inmediata. El reloj de agua se mostró puntual y dormí hasta la mañana siguiente, con las interrupciones periódicas ya señaladas.
»4 de abril.- Me levanté lleno de salud y buen ánimo y quedé asombrado al ver el extraño cambio que se había producido en el aspecto del océano. En vez del azul profundo que mostraba el día anterior, era ahora de un blanco grisáceo y de un brillo insoportable. La convexidad del océano era tan marcada, que la masa de agua más distante parecía estar cayendo bruscamente en el abismo del horizonte; por un momento me quedé escuchando si se percibían los ecos de aquella inmensa catarata. Las islas no eran ya visibles; no podría decir si habían quedado por debajo del horizonte, hacia el sur, o si la creciente elevación impedía distinguirlas. Me inclinaba, sin embargo, a esta última hipótesis. El borde de hielo al norte se divisaba cada vez con mayor claridad. El frío disminuyó sensiblemente. No ocurrió nada de importancia y pasé el día leyendo, pues había tenido la precaución de proveerme de libros.
»5 de abril.- Asistí al singular fenómeno de la salida del sol, mientras casi toda la superficie visible de la tierra seguía envuelta en tinieblas. Pero luego la luz se extendió sobre la superficie y otra vez distinguí la línea del hielo hacia el norte. Se veía muy claramente y su coloración era mucho más oscura que la de las aguas oceánicas. No cabía dudar de que me estaba aproximando a gran velocidad. Me pareció distinguir nuevamente una línea de tierra hacia el este y también otra al oeste, pero sin seguridad. Tiempo moderado. Nada importante sucedió durante el día. Me acosté temprano.
»6 de abril.- Tuve la sorpresa de descubrir el borde de hielo a una distancia bastante moderada, mientras un inmenso campo helado se extendía hasta el horizonte. Era evidente que si el globo mantenía su rumbo actual, no tardaría en situarse sobre el océano polar ártico, y daba casi por descontado que podría distinguir el polo. Durante todo el día continuamos aproximándonos a la zona del hielo. Al anochecer, los límites de mi horizonte se ampliaron súbitamente, lo cual se debía, sin duda, a la forma esferoidal achatada de la tierra, y a mi llegada a la parte más chata en las vecindades del círculo ártico. Cuando la oscuridad terminó de envolverme me acosté lleno de ansiedad, temeroso de pasar por encima de lo que tanto deseaba observar sin que fuera posible hacerlo.
»7 de abril.- Me levanté temprano y con gran alegría pude observar finalmente el Polo Norte, pues no podía dudar de que lo era. Estaba allí, justamente debajo del aeróstato; pero, ¡ay!, la altitud alcanzada por éste era tan enorme que nada podía distinguirse en detalle. A juzgar por la progresión de las cifras indicadoras de las distintas altitudes en los diferentes períodos desde las seis a. m. del dos de abril hasta las nueve menos veinte a. m. del mismo día (hora en la cual el barómetro llegó a su límite), podía inferirse que en este momento, a las cuatro de la mañana del siete de abril, el globo había alcanzado una altitud no menor de 7.254 millas sobre el nivel del mar. Esta elevación puede parecer inmensa, pero el cálculo sobre el cual la había basado era probablemente muy inferior a la verdad. Sea como fuere, en ese instante me era dado contemplar la totalidad del diámetro mayor de la tierra; todo el hemisferio norte se extendía por debajo de mí como una carta en proyección ortográfica, el gran círculo del ecuador constituía el límite de mi horizonte. Empero, Vuestras Excelencias pueden fácilmente imaginar que las regiones hasta hoy inexploradas que se extienden más allá del círculo polar ártico, si bien se hallaban situadas debajo del globo y, por tanto, sin la menor deformación, eran demasiado pequeñas relativamente y estaban a una distancia demasiado enorme del punto de vista como para que mi examen alcanzara una gran precisión.
»Lo que pude ver, empero, fue tan singular como excitante. Al norte del enorme borde de hielos ya mencionado, y que de manera general puede ser calificado como el límite de los descubrimientos humanos en esas regiones, continúa extendiéndose una capa de hielo ininterrumpida (o poco menos). En su primera parte, la superficie es muy llana, hasta terminar en una planicie total y, finalmente, en una concavidad que llega hasta el mismo polo, formando un centro circular claramente definido, cuyo diámetro aparente subtendía con respecto al globo un ángulo de unos sesenta y cinco segundos, y cuya coloración sombría, de intensidad variable, era más oscura que cualquier otro punto del hemisferio visible, llegando en partes a la negrura más absoluta. Fuera de esto, poco alcanzaba a divisarse. Hacia mediodía, el centro circular había disminuido en circunferencia, y a las siete p. m. lo perdí de vista, pues el globo sobrepasó el borde occidental del hielo y flotó rápidamente en dirección del ecuador.
»8 de abril.- Note una sensible disminución en el diámetro aparente de la tierra, aparte de una alteración en su color y su apariencia general. Toda el área visible participaba en grados diferentes de una coloración amarillo pálido, que en ciertas partes llegaba a tener una brillantez que hacía daño a la vista. Mi radio visual se veía, además, considerablemente estorbado, pues la densa atmósfera contigua a la tierra estaba cargada de nubes, entre cuyas masas sólo alcanzaba a divisar aquí y allá jirones de la tierra. Estas dificultades para la visión directa me habían venido molestando más o menos durante las últimas cuarenta y ocho horas, pero mi enorme altitud actual hacía que las masas de nubes se juntaran, por así decirlo, y el obstáculo se volvía más y más palpable en proporción a mi ascenso. Pude notar fácilmente, empero, que el globo sobrevolaba la serie de los grandes lagos de Norteamérica, y que seguía un curso hacia el sur que pronto me aproximaría a los trópicos. Esta circunstancia no dejó de llenarme de satisfacción y la saludé como un augurio favorable de mi triunfo final. Por cierto que la dirección seguida hasta ahora me había inquietado mucho, pues era evidente que si se mantenía por más tiempo no me daría posibilidad alguna de llegar a la luna, cuya órbita se halla inclinada con respecto a la eclíptica en un ángulo de tan sólo 5° 8’ 48”. Por más raro que parezca, sólo en los últimos días empecé a comprender el gran error que había cometido al no tomar como punto de partida desde la tierra algún lugar en el plano de la elipse lunar.
»9 de abril.- El diámetro terrestre apareció hoy grandemente disminuido, y el color de la superficie adquiría de hora en hora un matiz más amarillento. El globo mantuvo su rumbo al sur y llegó a las nueve p. m. al borde septentrional del golfo de México.
»10 de abril.- Hacia las cinco de la mañana fui bruscamente despertado por un estrépito, semejante a un terrible crujido, que no alcancé a explicarme. Duró muy poco, pero me bastó oírlo para comprender que no se parecía a nada que hubiera escuchado previamente en la tierra. Inútil decir que me alarmé muchísimo, atribuyendo aquel ruido a la explosión del globo. Examiné atentamente los instrumentos sin descubrir nada anormal. Pasé gran parte del día meditando sobre un hecho tan extraordinario, pero no me fue posible arribar a ninguna explicación. Me acosté insatisfecho, en un estado de gran ansiedad y agitación.
»11 de abril.- Descubrí una sorprendente disminución en el diámetro aparente de la tierra y un considerable aumento, observable por primera vez, del de la luna, que alcanzaría su plenitud pocos días más tarde. A esta altura se requería una prolongada y extenuante labor para condensar suficiente aire atmosférico respirable en la cámara.
»12 de abril.- Una singular alteración se produjo en la dirección del globo, y, aunque la había anticipado en todos sus detalles, me causó la más grande de las alegrías. Habiendo alcanzado, en su rumbo anterior, el paralelo veinte de latitud sur, el globo cambió súbitamente de dirección, volviéndose en ángulo agudo hacia el este, y así continuó durante el día, manteniéndose muy cerca del plano exacto de la elipse lunar. Merece señalarse que, como consecuencia de este cambio de ruta, se produjo una perceptible oscilación de la barquilla, la cual se mantuvo con mayor o menor intensidad durante muchas horas.
»13 de abril.- Volví a alarmarme seriamente por la repetición del violento ruido crujiente que tanto me había aterrorizado el día 10. Pensé mucho en esto, sin alcanzar una conclusión satisfactoria. El diámetro aparente de la tierra decreció muchísimo y subtendía desde el globo un ángulo de poco más de veinticinco grados. No se veía la luna, por hallarse casi en mi cenit. Seguimos en el plano de la elipse, pero avanzando muy poco hacia el este.
»14 de abril.- Rapidísimo decrecimiento del diámetro de la tierra. Hoy me sentí fuertemente impresionado por la idea de que el globo recorrería la línea de los ápsides hacia el punto del perineo; en otras palabras, que seguía la ruta directa que lo llevaría inmediatamente a la luna en aquella parte de su órbita más cercana a la tierra. La luna misma se hallaba inmediatamente sobre mí y, por lo tanto, oculta a mis ojos. Tuve que trabajar dura y continuamente para condensar la atmósfera.
»15 de abril.- Ni siquiera los perfiles de los continentes y los mares podían trazarse ya con claridad en la superficie de la tierra. Hacia las doce escuché por tercera vez el horroroso sonido que tanto me había asombrado. Pero ahora continuaba cada vez con más intensidad. Por fin, mientras estupefacto y aterrado aguardaba de segundo en segundo no sé qué espantoso aniquilamiento, la barquilla vibró violentamente y una masa gigantesca e inflamada de un material que no pude distinguir pasó con un fragor de cien mil truenos a poca distancia del globo.
»Cuando mi temor y mi estupefacción se hubieron disipado un tanto, poco me costó imaginar que se trataba de algún enorme fragmento volcánico proyectado desde aquel mundo al cual me acercaba rápidamente; con toda probabilidad era una de esas extrañas masas que suelen recogerse en la tierra y que a falta de mejor explicación se denominan meteoritos.
»16 de abril.- Mirando hacia arriba lo mejor posible, es decir, por todas las ventanillas alternativamente, contemplé con grandísima alegría una pequeña parte del disco de la luna que sobresalía por todas partes de la enorme circunferencia de mi globo. Una intensa agitación se posesionó de mí, pues pocas dudas me quedaban de que pronto llegaría al término de mi peligroso viaje. El trabajo ocasionado por el condensador había alcanzado un punto máximo y casi no me concedía un momento de descanso. A esta altura no podía pensar en dormir. Me sentía muy enfermo, y todo mi cuerpo temblaba a causa del agotamiento. Era imposible que una naturaleza humana pudiese soportar por mucho más tiempo un sufrimiento tan grande. Durante el brevísimo intervalo de oscuridad, un meteorito pasó nuevamente cerca del globo, y la frecuencia de estos fenómenos me causó no poca aprensión.
»17 de abril.- Esta mañana hizo época en mi viaje. Se recordará que el 13 la tierra subtendía un ángulo de veinticinco grados. El 14, el ángulo disminuyó mucho; el 15 se observó un descenso aún más notable, y al acostarme, la noche del 16, verifiqué que el ángulo no pasaba de los siete grados y quince minutos. ¡Cuál habrá sido entonces mi asombro al despertar de un breve y penoso sueño, en la mañana de este día, y descubrir que la superficie por debajo de mí había aumentado súbita y asombrosamente de volumen, al punto de que su diámetro aparente subtendía un ángulo no menor de treinta y nueve grados! Me quedé como fulminado. Ninguna palabra podría expresar el infinito, el absoluto horror y estupefacción que me poseyeron y me abrumaron. Sentí que me temblaban las rodillas, que me castañeteaban los dientes, mientras se me erizaba el cabello. ¡Entonces... el globo había reventado! Fue la primera idea que corrió por mi mente. ¡El globo había reventado... y estábamos cayendo, cayendo, con la más impetuosa e incalculable velocidad! ¡A juzgar por la inmensa distancia tan rápidamente recorrida, no pasarían más de diez minutos antes de llegar a la superficie del orbe y hundirme en la destrucción!
»Pero, a la larga, la reflexión vino en mi auxilio. Me serené, reflexioné y empecé a dudar. Aquello era imposible. De ninguna manera podía haber descendido a semejante velocidad. Además, si bien me estaba acercando a la superficie situada por debajo, no cabía duda de que la velocidad del descenso era infinitamente menor de la que había imaginado. Esta consideración sirvió para calmar la perturbación de mis facultades y logré finalmente enfrentar el fenómeno desde un punto de vista racional. Comprendí que el asombro me había privado en gran medida de mis sentidos, pues no había sido capaz de apreciar la enorme diferencia entre aquella superficie situada por debajo de mí y la de la madre tierra. Esta última se hallaba ahora sobre mi cabeza, completamente oculta por el globo, mientras la luna —la luna en toda su gloria— se tendía debajo de mí y a mis pies.
»El estupor y la sorpresa que me había producido aquel extraordinario cambio de situaciones fueron quizá lo menos explicable de mi aventura, pues el bouleversement en cuestión no sólo era tan natural como inevitable, sino que lo había previsto mucho antes, sabiendo que debería producirse cuando llegara al punto exacto del viaje donde la atracción del planeta fuera superada por la atracción del satélite —o, más precisamente, cuando la gravitación del globo hacia la tierra fuese menos poderosa que su gravitación hacia la luna—. Ocurrió, sin duda, que desperté de un profundo sueño con todos los sentidos embotados, viéndome frente a un fenómeno que, si bien previsto, no lo estaba en ese momento mismo. En cuanto a mi cambio de posición, debió producirse de manera tan gradual como serena; de haber estado despierto en el momento en que tuvo lugar, es dudoso que me hubiera dado cuenta por alguna señal interna, vale decir por alguna irregularidad o trastorno de mi persona o de mis instrumentos.
«Resulta casi inútil decir que, apenas hube comprendido la verdad y superado el terror que había absorbido todas las facultades de mi espíritu, concentré por completo mi atención en la apariencia física de la luna. Se extendía por debajo de mí como un mapa y, aunque comprendí que se hallaba aún a considerable distancia, los detalles de su superficie se me ofrecían con una claridad tan asombrosa como inexplicable. La ausencia total de océanos o mares e incluso de lagos y ríos me pareció a primera vista el rasgo más extraordinario de sus características geológicas. Y, sin embargo, por raro que parezca, advertí vastas regiones llanas de carácter decididamente aluvial, si bien la mayor parte del hemisferio se hallaba cubierto de innumerables montañas volcánicas de forma cónica que daban una impresión de protuberancias artificiales antes que naturales. La más alta no pasaba de tres millas y tres cuartos, pero un mapa de los distritos volcánicos de los Campos Flegreos proporcionaría a vuestras Excelencias una idea más clara de aquella superficie general que cualquier descripción insuficiente intentada aquí. La mayoría de aquellos volcanes estaban en erupción y me dieron a entender terriblemente su furia y su potencia con los repetidos truenos de los mal llamados meteoritos, que subían en línea recta hasta el globo con una frecuencia más y más aterradora.
»18 de abril.- Comprobé hoy un enorme aumento de la masa lunar, y la velocidad evidentemente acelerada de mi descenso comenzó a llenarme de alarma. Se recordará que en las primeras etapas de mis especulaciones sobre la posibilidad de llegar a la luna, había contado en mis cálculos con la existencia de una atmósfera alrededor de ésta, cuya densidad fuera proporcionada a la masa del planeta; todo ello a pesar de las numerosas teorías contrarias, y cabe agregar, de la incredulidad general sobre la existencia de una atmósfera lunar. Pero además de lo que ya he indicado a propósito del cometa de Encke y la luz zodiacal, mi opinión se había visto vigorizada por ciertas observaciones de Mr. Schroeter, de Lilienthal. Este sabio observó la luna de dos días y medio, poco después de ponerse el sol, antes de que la parte oscurecida se hiciera visible, y continuó observándola hasta que fue perceptible. Los dos cuernos parecían afilarse en una ligera prolongación y mostraban su extremo débilmente iluminado por los rayos del sol antes de que cualquier parte del hemisferio en sombras fuera visible. Poco después, todo el borde sombrío se aclaró. Esta prolongación de los cuernos más allá del semicírculo debía provenir, según pensé, de la refracción de los rayos solares por la atmósfera de la luna. Calculé también que la altura de la atmósfera (capaz de refractar en el hemisferio en sombras suficiente luz para producir un crepúsculo más luminoso que la luz reflejada por la tierra cuando la luna se halla a unos 32° de su conjunción) era de 1.356 pies; de acuerdo con ello, supuse que la altura máxima capaz de refractar los rayos solares debía ser de 5.376 pies.
»Mis ideas sobre este tópico se habían visto asimismo confirmadas por un pasaje del volumen ochenta y dos de las Actas Filosóficas, donde se afirma que durante una ocultación de los satélites de Júpiter por la luna, el tercero desapareció después de haber sido indiscernible durante uno o dos segundos, y que el cuarto dejó de ser visible cerca del limbo[3].
»Está de más decir que confiaba plenamente en la resistencia o, mejor dicho, en el sostén de una atmósfera cuya densidad había supuesto, a fin de llegar sano y salvo a la luna. Si al fin y al cabo me había equivocado, no podía esperar otra cosa que terminar mi aventura haciéndome mil pedazos contra la rugosa superficie del satélite. No me faltaban razones para sentirme aterrorizado. La distancia que me separaba de la luna era comparativamente insignificante, en tanto que el trabajo que me daba el condensador no había disminuido en absoluto y no advertía la menor indicación de que el enrarecimiento del aire comenzara a disminuir.
»19 de abril.- Esta mañana, para mi gran alegría, cuando la superficie de la luna estaba aterradoramente cerca y mis temores llegaban a su colmo noté, a las nueve, que la bomba del condensador daba señales evidentes de una alteración en la atmósfera. A las diez, tenía ya razones para creer que la densidad había aumentado considerablemente. A las once, poco trabajo se requería en el aparato, y a las doce, después de vacilar un rato, me atreví a soltar el torniquete y, notando que nada desagradable ocurría, abrí finalmente la cámara de goma y la arrollé a los lados de la barquilla.
»Como cabía esperar, un violento dolor de cabeza acompañado de espasmos fue la inmediata consecuencia de tan precipitado y peligroso experimento. Pero aquellos trastornos y la dificultad para respirar no eran tan grandes como para hacer peligrar mi vida, y decidí soportarlos lo mejor posible, en la seguridad de que desaparecerían apenas llegáramos a las capas inferiores más densas. Empero nuestra aproximación a la luna continuaba a una enorme velocidad, y pronto me di cuenta, con alarma, de que si bien no me había engañado al suponer una atmósfera de densidad proporcionada a la masa del satélite, me había equivocado al creer que dicha densidad, aun la más próxima a la superficie, sería capaz de sostener el gran peso de la barquilla del aeróstato. Así debería haber sido y en grado igual que en la superficie terrestre, suponiendo la pesantez de los cuerpos en razón de la condensación atmosférica en cada planeta. Pero no era así, sin embargo, como bien se veía por mi precipitada caída; y el porqué de ello sólo puede explicarse con referencia a las posibles perturbaciones geológicas a las cuales ya me he referido.
»Sea como fuere, estaba muy cerca del planeta, bajando a una velocidad terrible. No perdí un instante, pues, en tirar por la borda el lastre, luego los cuñetes de agua, el aparato condensador y la cámara de caucho, y por fin todo lo que contenía la barquilla. Pero de nada me sirvió. Continuaba descendiendo a una terrible velocidad y me hallaba apenas a media milla del suelo. Como último recurso, y después de arrojar mi chaqueta, sombrero y botas, acabé cortando la barquilla misma, que era sumamente pesada; y así, colgado con ambas manos de la red tuve apenas tiempo de observar que toda la región hasta donde alcanzaban mis miradas estaba densamente poblada de pequeñas construcciones, antes de caer de cabeza en el corazón de una fantástica ciudad, en el centro de una enorme multitud de pequeños y feísimos seres que, en vez de preocuparse en lo más mínimo por auxiliarme, se quedaron como un montón de idiotas, sonriendo de la manera más ridícula y mirando de reojo al globo y a mí mismo. Alejándome desdeñosamente de ellos, alcé los ojos al cielo para contemplar la tierra que tan poco antes había abandonado, acaso para siempre, y la vi como un enorme y sombrío escudo de bronce, de dos grados de diámetro, inmóvil en el cielo y guarnecida en uno de sus bordes con una medialuna del oro más brillante. Imposible descubrir la más leve señal de continentes o mares; el globo aparecía lleno de manchas variables, y se advertían, como si fuesen fajas, las zonas tropicales y ecuatoriales.
»Así, con permiso de vuestras Excelencias, luego de una serie de grandes angustias, peligros jamás oídos y escapatorias sin paralelo, llegué por fin sano y salvo, a los diecinueve días de mi partida de Rotterdam, al fin del más extraordinario de los viajes, y el más memorable jamás cumplido, comprendido o imaginado por ningún habitante de la tierra. Pero mis aventuras están aún por relatar. Y bien imaginarán vuestras Excelencias que, después de una residencia de cinco años en un planeta no sólo muy interesante por sus características propias, sino doblemente interesante por su íntima conexión, en calidad de satélite, con el mundo habitado por el hombre, me hallo en posesión de conocimientos destinados confidencialmente al Colegio de Astrónomos del Estado, y harto más importante que los detalles, por maravillosos que sean, del viaje tan felizmente concluido.
»He aquí, en una palabra, la cuestión. Tengo muchas, muchísimas cosas que daría a conocer con el mayor gusto; mucho que decir del clima del planeta, de sus maravillosas alternancias de calor y frío, de la ardiente y despiadada luz solar que dura una quincena, y la frigidez más que polar que domina en la siguiente; del constante traspaso de humedad, por destilación semejante a la que se practica al vacío, desde el punto situado debajo del sol al punto más alejado del mismo; de una zona variable de agua corriente; de las gentes en sí; de sus maneras, costumbres e instituciones políticas; de su peculiar constitución física; de su fealdad, de su falta de orejas, apéndices inútiles en una atmósfera a tal punto modificada; de su consiguiente ignorancia del uso y las propiedades del lenguaje; de sus ingeniosos medios de intercomunicación, que lo reemplazan; de la incomprensible conexión entre cada individuo de la luna con algún individuo de la tierra, conexión análoga y sometida a la de las esferas del planeta y el satélite, y por medio de la cual la vida y los destinos de los habitantes del uno están entretejidos con la vida y los destinos de los habitantes del otro; y, por sobre todo, con permiso de Vuestras Excelencias, de los negros y horrendos misterios existentes en las regiones exteriores de la luna, regiones que, debido a la casi milagrosa concordancia de la rotación del satélite sobre su eje con su revolución sideral en torno a la tierra, jamás han sido expuestas, y nunca lo serán si Dios quiere, al escrutinio de los telescopios humanos. Todo esto y más, mucho más, me sería grato detallar. Pero, para ser breve, debo recibir mi recompensa. Ansío volver a mi familia y a mi hogar, y, como precio de la luz que está en mi mano arrojar sobre importantísimas ramas de la ciencia física y metafísica, me permito solicitar, por intermedio de vuestra honorable corporación, que me sea perdonado el crimen que cometí al partir de Rotterdam, o sea la muerte de mis acreedores. Tal es el motivo de esta comunicación. Su portador, un habitante de la luna a quien he persuadido y adiestrado para que sea mi mensajero en la tierra, esperará la decisión que plazca a vuestras excelencias, y retornará trayéndome el perdón solicitado, si es posible obtenerlo.
»Tengo el honor de saludar respetuosamente a Vuestras Excelencias.
» Vuestro humilde servidor,
Hans Pfaall.»
Se afirma que, al concluir la lectura de este extraordinario documento, el profesor Rubadub dejó caer al suelo su pipa, en el colmo de la sorpresa, mientras Mynheer Superbus Von Underduk, luego de quitarse los anteojos, limpiarlos y ponérselos en el bolsillo, olvidaba su dignidad al punto de girar tres veces sobre sus talones, en una quintaesencia de asombro y admiración. No cabía la menor duda: el perdón sería acordado. Así lo decidió redondamente el profesor Rubadub, y así lo pensó finalmente el ilustre Von Underduk, mientras tomaba del brazo a su colega y, sin decir palabra, se lo llevaba a su casa para deliberar sobre las medidas que convendría adoptar. Ya en la puerta de la casa del burgomaestre, el profesor se atrevió a decir que, como el mensajero había considerado prudente desaparecer —asustado mortalmente, sin duda, por la salvaje apariencia de los burgueses de Rotterdam—, de muy poco serviría el perdón, ya que sólo un selenita se atrevería a intentar un viaje semejante. El burgomaestre convino en la verdad de esta observación, y el asunto quedó finiquitado. Pero no pasó lo mismo con los rumores y las conjeturas. Una vez publicada, la carta dio origen a toda clase de murmuraciones y pareceres. Algunos que se pasaban de listos quedaron en ridículo al afirmar que aquello era una superchería. Pero entre gentes así, todo lo que excede el nivel de su comprensión es siempre una superchería. Por mi parte no alcanzo a imaginar en qué se fundaban para sostener semejante acusación. Veamos lo que decían:
Primero: Que ciertos bromistas de Rotterdam tenían especial antipatía a ciertos burgomaestres y astrónomos.
Segundo: Que un enano de extraño aspecto, de profesión malabarista, a quien le faltaban las orejas por haberle sido cortadas en castigo de algún delito, había desaparecido de su casa, en la vecina ciudad de Brujas.
Tercero: Que los periódicos que forraban por completo el pequeño globo eran periódicos holandeses y, por tanto, no podían proceder de la luna. Eran papeles sucios, sumamente sucios, y Gluck, el impresor, hubiera jurado por la Biblia que habían sido impresos en Rotterdam.
Cuarto: Que el muy malvado borracho de Hans Pfaall en persona, y los tres holgazanes que llama sus acreedores, habían sido vistos no hace más de dos o tres días en una taberna de los suburbios, al regresar con dinero en los bolsillos de un viaje de ultramar.
Finalmente: Que existía una opinión general, o que debería serlo, según la cual el Colegio de Astrónomos de la ciudad de Rotterdam, al igual que todos los otros colegios parecidos del mundo —para no mencionar a los colegios y astrónomos en general—, no era ni mejor, ni más grande, ni más sabio de lo que hubiera debido ser.
NOTA.- Estrictamente hablando, poca similitud existe entre la bagatela que antecede y la celebrada Historia de la Luna, de Mr. Locke; pero, como ambas consisten en supercherías (aunque una lo es en broma y la otra seriamente), y ambas burlas se refieren a la luna (tratando de parecer plausibles mediante detalles científicos), el autor de Hans Pfaall cree conveniente decir, en su defensa, que su jeu d’esprit se publicó en el Southern Literary Messenger tres semanas antes del de Mr. Locke en el New York Sun. Imaginando un parecido que quizá no existe, algunos periódicos de Nueva York cotejaron Hans Pfaall con la Historia de la Luna, a fin de verificar si el autor de un texto lo era también del otro.
Puesto que la Historia de la Luna engañó a muchas más personas de las que voluntariamente lo admitirían, puede resultar entretenido mostrar cómo nadie debió aceptar el engaño, señalando esos detalles del relato que hubieran bastado para establecer su verdadero carácter. Por muy rica que fuera la imaginación desplegada en esta ingeniosa ficción, le falta la fuerza que le hubiera dado una atención más escrupulosa a los hechos y a las analogías generales. Que el público se haya dejado engañar, aunque sólo fuera por un momento, sólo prueba la crasa ignorancia que existe en materia de temas astronómicos.
La distancia de la tierra a la luna es, en cifras redondas, de 240.000 millas. Si queremos asegurarnos de cuánto podrá un telescopio acercar aparentemente el satélite o cualquier otro objeto, bastará dividir la distancia por el poder magnificador o, más exactamente, el poder de penetración en el espacio de las lentes. Mr. Locke imagina que el poder de sus lentes es de 42.000. Si dividimos por esta cifra las 240.000 millas de la distancia a la luna, tenemos cinco millas y cinco séptimos como distancia aparente. Pero a esta distancia sería imposible ver a ningún animal, y mucho menos los mínimos detalles señalados en el relato. Mr. Locke afirma que sir John Herschel llegó a ver flores (la Papaver rheas, etc.), y que distinguió el color y la forma de los ojos de los pajarillos. Pero antes, empero, él mismo hace notar que el telescopio no permitirá apreciar objetos cuyo diámetro fuera menor de dieciocho pulgadas; pero aun esto excede las posibilidades de su supuesta lente. Observaremos de paso que dicho prodigioso telescopio habría sido fundido en la cristalería de los señores Hartley y Grant, en Dumbarton; pero he aquí que dicho establecimiento había cerrado sus puertas varios años antes de la publicación de la burla.
En la página 13 (edición en folleto), y hablando de un «fleco velludo» sobre los ojos de una especie de bisonte, el autor dice: «La aguda mente del Dr. Herschel percibió inmediatamente que se trataba de un medio providencial para proteger los ojos del animal contra las enormes variaciones de luz y tinieblas que afectan periódicamente a todos los habitantes de nuestro lado de la luna». Esta observación no puede considerarse como muy «aguda». Los habitantes de nuestra cara de la luna no conocen la oscuridad, por lo cual tampoco sufren las «variaciones» mencionadas. En ausencia del sol, gozan de una luz procedente de la tierra equivalente a la de trece lunas llenas
La topografía utilizada en el relato, si bien se declara que concuerda con la Carta Lunar de Blunt, difiere por completo de ésta y de las cartas restantes, e incluso se contradice a veces groseramente. La rosa de los vientos aparece también en inextricable confusión, pues el autor parece ignorar que en un mapa lunar aquélla no concuerda con los cuadrantes terrestres; vale decir, que el este se halla a la izquierda, etc.
Engañado quizá por nombres tan vagos como Mare Nubium, Mare Tranquillitatis, Mare Fœcunditatis, etc., dados por los astrónomos a las regiones en sombra, Mr. Locke ha entrado en detalles acerca de océanos y grandes masas de agua en la luna, siendo que si hay un punto en el que concuerdan todos los astrónomos, es que en el satélite no hay la menor presencia de agua. Al examinar el límite entre luz y sombra (en la luna creciente), allí donde cruza alguna de esas regiones en sombra, la línea divisoria se muestra quebrada e irregular, lo cual no ocurriría si aquellas zonas estuvieran llenas de agua.
La descripción de las alas del hombre-murciélago (pág. 21) es copia literal de la explicación dada por Peter Wilkins sobre las alas de sus isleños voladores. Debería haber bastado este simple detalle para provocar sospechas.
En la página 23 leemos: «¡Qué prodigiosa influencia debe de haber ejercido nuestro globo, trece veces más grande, sobre el satélite, cuando era un embrión en el seno del tiempo, el sujeto pasivo de la afinidad química!» Esto es muy bello; pero cabe observar que un astrónomo no hubiera formulado jamás semejante observación, sobre todo, a un periódico científico, ya que la tierra no es trece sino cuarenta y nueve veces más grande que la luna. Una objeción similar puede hacerse a las últimas páginas, donde, a modo de introducción a ciertos descubrimientos sobre Saturno, el corresponsal procede a dar informes sobre dicho planeta dignos de un colegial: ¡y esto al Edinburgh Journal of Science!.
Pero, sobre todo, hay un punto que debió mostrar que se trataba de una ficción. Imaginamos la posibilidad de contemplar animales en la superficie de la luna; ¿qué es lo que llamaría primero la atención de un observador terrestre? ¿Su forma, tamaño y demás peculiaridades, o su notable posición! Parecerían estar caminando con las patas para arriba y la cabeza abajo, a modo de moscas en el techo. El verdadero observador hubiese proferido una instantánea exclamación de sorpresa (por más preparado que estuviera por sus conocimientos previos) ante la singularidad de esa posición, mientras que el observador ficticio no menciona siquiera la cosa, sino que habla de haber visto todo el cuerpo de dichas criaturas, cuando puede demostrarse que sólo le era dado ver el diámetro de sus cabezas.
Para concluir, cabe hacer notar que el tamaño, y especialmente las facultades de los hombres-murciélagos (por ejemplo, su habilidad para volar en una atmósfera tan enrarecida, si es que hay atmósfera en la luna), así como el resto de las fantasías concernientes a la vida animal y vegetal, discrepan generalmente con todos los razonamientos analógicos sobre dichos temas, y que en estos casos la analogía suele llevar a demostraciones concluyentes. Apenas es necesario agregar que todas las sugestiones atribuidas a Brewster y a Herschel a comienzos del relato, sobre «una transfusión de luz artificial a través del objeto focal de la visión», etc., etc., pertenecen a esa especie de literatura florida que cabe muy bien bajo la denominación de galimatías.
Existe un límite real y muy definido para el descubrimiento óptico entre las estrellas, un límite que se comprende con sólo enunciarlo. Si todo lo requerido fuese la fundición de grandes lentes, el ingenio humano llegaría a proporcionar todo lo que se le pidiera, y tendríamos lentes de cualquier tamaño. Pero desdichadamente, a medida que las lentes aumentan de tamaño, y, por tanto, de poder penetrador, va disminuyendo la luz del objeto contemplado, por difusión de sus rayos. Y contra este inconveniente el ingenio humano no puede inventar remedio alguno, pues un objeto es contemplado gracias a la luz que de él emana, sea directa o reflejada. Así, la única luz «artificial» que podría servir a Mr. Locke sería aquella que se proyectara, no sobre el «objeto focal de la visión», sino sobre el objeto mismo a contemplar: en este caso, sobre la luna. Se ha calculado fácilmente que cuando la luz procedente de una estrella se difunde hasta ser tan débil como la luz natural procedente de la totalidad de las estrellas, en una noche clara y sin luna, en ese caso la estrella deja de ser visible para todo fin práctico.
El telescopio del conde de Ross, recientemente construido en Inglaterra, tiene un speculum cuya superficie reflejante es de 4.071 pulgadas cuadradas; el telescopio de Herschel sólo tenía uno de 1.811. El tubo metálico del telescopio Ross mide seis pies de diámetro, en los bordes presenta un espesor de cinco pulgadas y media, y de cinco en el centro. Pesa tres toneladas y su largo focal es de 50 pies.
Hace poco leí un librito singular y bastante ingenioso, cuyo título es el siguiente: L’Homme dans la lune, ou le Voyage chimerique fait au Monde de la Lune, nouuellement decouuert par Dominique Gonzales, Advanturier Espagnol, autrement dit le Courier Volant. Mis en notre langue par J. B. D. A. Paris, chez François Piot, pres la Fontaine de Saint Benoist. Et chez J. Goignart, au premier pilier de la grand’salle du Palais, proche les Consultations, MDCXLVII 176 páginas.
El autor afirma haber traducido el texto inglés de un tal Mr. D’Avisson (¿Davidson?), aunque en sus declaraciones reina la más grande ambigüedad: «J’en ai eu —dice— l’original de monsieur D’Avisson, medecin des mieux versez qui soient aujourd’ huy dans la conoissance des Belles Lettres, et surtout de la Philosophie Naturelle. Je lui ai cette obligation entre les autres, de m’auoir non seulement mis en main ce Livre en anglois, mais encore le Manuscrit du Sieur Thomas D’Anan, gentilhomme Eccosois, recommandable pour sa vertu sur la version duquel j’advoue que j’ay tiré le plan de la mienne.»
Después de algunas aventuras insignificantes, a la manera de Gil Blas, que ocupan las primeras treinta páginas, el autor relata que, hallándose enfermo durante un viaje por mar, la tripulación lo abandonó, junto con su doméstico negro, en la isla de Santa Helena. A fin de aumentar las probabilidades de conseguir alimento, ambos se separan y viven lo más lejos posible el uno del otro. Esto los induce a amaestrar pájaros, a fin de valerse de ellos como de palomas mensajeras. Poco a poco les enseñan a llevar paquetes, cuyo peso va aumentando gradualmente. Por fin se les ocurre unir las fuerzas de gran número de pájaros, a fin de que transporten por el aire al autor. Fabrican a tal efecto una máquina de la cual se da una detalladísima descripción, completada con un aguafuerte. Vemos en él al señor González, con gola rizada y gran peluca, sentado en algo que se parece muchísimo a un palo de escoba, del que tira una multitud de cisnes silvestres (ganzas) atados por la cola a la máquina.
El suceso más importante del relato del autor depende de un hecho que el lector ignorará hasta llegar al fin del volumen. Los gansos, tan familiares ya, no eran habitantes de Santa Helena, sino de la luna. Desde remotas edades, tenían la costumbre de emigrar anualmente a alguna región de la tierra. Como es natural, meses más tarde volvían a su hogar y, en una ocasión en que el autor requería sus servicios para un breve viaje, se vio inesperadamente arrebatado por los aires, llegando en muy breve tiempo al satélite.
Una vez allí, y entre otras cosas, el autor descubre que los selenitas son muy felices, que carecen de leyes, que mueren sin dolor, que miden entre diez y treinta pies de alto, que viven cinco mil años, que tienen un emperador llamado Irdonozur, y que pueden saltar a setenta pies de altura, tras lo cual, por quedar libres de la influencia de la gravedad, pueden volar con ayuda de abanicos.
No puedo dejar de dar aquí una muestra de la filosofía general del volumen.
«Debo deciros —declara el señor González— cómo era el lugar donde me hallaba. Las nubes aparecían bajo mis pies o, si preferís, se tendían entre mí y la tierra. En cuanto a las estrellas, como en este lugar no existe la noche, tenían siempre la misma apariencia: no brillante, como de costumbre, sino pálidas y muy parecidas a la luna por las mañanas. Pero sólo se veían unas pocas, aunque eran diez veces más grandes —hasta donde pude juzgar— de lo que parecen a los terrestres. La luna, a la cual le faltaban dos días para quedar llena, era de un inmenso tamaño.
»No debo dejar de decir que las estrellas sólo aparecían del lado del globo vuelto hacia la luna, y que, cuanto más cerca estaban, más grandes eran. Debo informaros asimismo que, aunque hiciera tiempo bueno o malo, siempre me hallé exactamente entre la luna y la tierra. Estaba convencido de ello por dos razones: primero, mis pájaros volaban siempre en línea recta, y segundo, toda vez que se detenían a descansar, éramos arrastrados insensiblemente alrededor del globo terrestre. Pues yo admito la opinión de Copérnico, quien mantiene que la tierra jamás deja de girar del este al oeste, no sobre los polos del Equinoccio, llamados vulgarmente polos del mundo, sino sobre los del Zodíaco, cosa de la cual me propongo hablar con más detalle cuando tenga tiempo de refrescar mi memoria con la astrología que estudié en Salamanca en mi juventud, y que desde entonces he olvidado.»
A pesar de los errores señalados en itálicas, el libro no deja de merecer cierta atención, por cuanto proporciona un ingenuo ejemplo de las nociones astronómicas corrientes en su tiempo. Una de ellas suponía que el «poder de gravitación» sólo se extendía muy poco sobre la superficie terrestre, y por eso vemos a nuestro viajero «arrastrado insensiblemente alrededor del globo», etc.
Ha habido otros «viajes a la luna», pero ninguno con más méritos que el que acabo de mencionar. El de Bergerac es absolutamente insensato. En el tercer volumen de la American Quarterly Review puede leerse una crítica minuciosa de una cierta «expedición» de esta clase, crítica en la cual es difícil decir si el autor denuncia la estupidez del libro o su propia y absurda ignorancia de la astronomía. He olvidado el título de la obra, pero los medios para hacer el viaje son de una concepción todavía más lamentable que los gansos de nuestro amigo el señor González.
Cierto aventurero, al excavar la tierra, descubre cierto metal que sufre fuertemente la atracción de la luna; fabrica inmediatamente una caja del mismo que, una vez libre de sus ataduras terrestres, lo arrebata por los aires y lo lleva directamente hasta el satélite. El Vuelo de Thomas O’Rourke es un jeu d’esprit no del todo despreciable, y ha sido traducido al alemán. Thomas, el héroe, era en la realidad el guardabosque de un par irlandés cuyas excentricidades dieron origen al cuento. El «vuelo» se efectúa a lomo de águila, desde Hungry Hill, una altísima montaña en la extremidad de Bantry Bay.
En estas diversas publicaciones la finalidad es siempre satírica, pues el tema consiste en la descripción de las costumbres lunares y su comparación con las nuestras. En ninguna de ellas se hace el menor esfuerzo para que el viaje en sí resulte plausible. Los autores parecen en cada caso totalmente ignorantes de la astronomía. En Hans Pfaall, la originalidad del designio consiste en intentar cierta verosimilitud, mediante la aplicación de principios científicos (hasta donde la caprichosa naturaleza del tema lo permite) a un verdadero viaje entre la tierra y la luna.
Von Kempelen y su descubrimiento
Después del minucioso y detallado artículo de Arago, por no decir nada del resumen en el Silliman’s Journal, conjuntamente con la prolija declaración del teniente Maury, que acaba de publicarse, no se supondrá que, al presentar unas pocas observaciones a vuelapluma sobre el descubrimiento de Von Kempelen, pretendo considerar el tema desde un punto de vista científico. Tan sólo deseo decir unas palabras sobre Von Kempelen mismo (a quien tuve el honor de conocer hace unos años, si bien superficialmente), ya que todo lo que a él se refiere tiene en estos momentos gran interés; y, en segundo término, considerar de manera general y especulativa los resultados de su descubrimiento.
No sería inútil, sin embargo, preceder estas rápidas observaciones con la más enfática negación de algo que parecería una opinión generalizada (recogida, como es usual en estos casos, de los periódicos), o sea que el descubrimiento, tan asombroso como incuestionable, carece de precedentes.
Consultando el Diario de Sir Humphrey Davy (Cottle and Munroe, Londres, 150 págs.) se verá, en las páginas 53 y 82, que este ilustre químico no sólo había concebido la idea en cuestión, sino que avanzó considerablemente, por la vía experimental, en el mismo análisis tan triunfalmente llevado a su término por Von Kempelen, quien, a pesar de no hacer la menor alusión a dicho Diario, le debe (lo digo sin vacilar, y puedo probarlo en caso necesario) la primera noción, por lo menos, de su propia empresa. Aunque ligeramente técnico, no puedo dejar de citar dos pasajes del Diario que contienen una de las ecuaciones de Sir Humphrey.
[Dado que carecemos de los signos algebraicos necesarios, y el Diario puede consultarse en la biblioteca del Ateneo, omitimos aquí una pequeña parte del manuscrito de Mr. Poe.-ED.]
El párrafo del Courier and Enquirer, que tanto circula actualmente en la prensa, y que se propone reivindicar la invención a favor de un tal Mr. Kissam, de Brunswick, Maine, me da la impresión de ser apócrifo por varias razones, aunque no hay nada imposible ni muy improbable en la declaración. No necesito entrar en detalles. Mi opinión sobre el párrafo se funda principalmente en su modo. No se lo siente como cierto. Las personas que describen hechos, pocas veces son tan minuciosas como Mr. Kissam con respecto a fechas y localizaciones precisas. Además, si Mr. Kissam efectuó realmente el descubrimiento que sostiene en la época indicada —hace casi ocho años—, ¿cómo es posible que no tomara instantáneamente medidas para cosechar los inmensos beneficios que para sí mismo, si no para la humanidad, el más patán de los hombres hubiera sabido que podían derivarse del descubrimiento? Me resulta increíble que un hombre sensato haya podido descubrir lo que afirma Mr. Kissam y procedido, sin embargo, tan puerilmente —o tan tontamente— como éste admite haber procedido. Dicho sea de paso: ¿quién es Mr. Kissam? Todo el pasaje del Courier and Enquirer, ¿no será una superchería destinada solamente a «hablar por hablar»? Confesemos que tiene un aire de burla muy marcado. En mi humilde opinión, poco puede confiarse en él; y si no supiera muy bien por experiencia cuan fácilmente se dejan embarcar los hombres de ciencia en cuestiones que exceden sus especialidades, me quedaría asombradísimo al ver a un químico tan eminente como el profesor Draper discutiendo con toda seriedad las pretensiones de Mr. Kissam sobre el descubrimiento.
Pero volvamos al Diario de Sir Humphrey Davy. Este folleto no estaba destinado al público, aun después del fallecimiento del autor, como cualquier persona conocedora del oficio literario puede comprobar con un sucinto análisis del estilo. En la página 1, por ejemplo, hacia el medio, leemos lo siguiente acerca de las investigaciones de Davy sobre el protóxido de ázoe: «En menos de medio minuto, continuando la respiración, disminuyeron gradualmente y fueron sucedidas por análoga a una suave presión en todos los músculos». Que la respiración no había «disminuido», no sólo resulta claro del contexto siguiente, sino del uso del plural «fueron». No hay duda de que la frase quería decir: «En menos de medio minuto, continuando la respiración, (dichas sensaciones) disminuyeron gradualmente y fueron sucedidas por (una sensación) análoga a una suave presión en todos los músculos». Otros cien ejemplos parecidos demuestran que el manuscrito tan desconsideradamente publicado no era más que un cuaderno de apuntes destinado tan sólo a los ojos del autor; pero bastará la lectura del folleto para convencer a toda persona razonante de que lo que sugiero es verdad. Sir Humphrey Davy era el hombre menos indicado para comprometerse en materia científica. No sólo le disgustaba extraordinariamente todo charlatanismo, sino que tenía un temor casi mórbido a aparecer empírico; es decir, que por más convencido que estuviera de haber encontrado el buen camino sobre el tema en cuestión, jamás hubiera hablado de él hasta no tener todo listo para una demostración práctica concluyente. Estoy convencido de que sus últimos momentos hubieran sido muy amargos de haber sospechado que sus deseos de que el Diario (lleno de especulaciones inmaduras) fuese quemado no habrían de cumplirse, como, al parecer, ocurrió. Digo «sus deseos», pues no creo que pueda dudarse de que entre los diversos papeles que habrían de ser quemados figuraba también esta libreta de apuntes. Si escapó de las llamas para buena o mala suerte, aún está por verse. Que los pasajes citados más arriba, juntamente con los otros aludidos, dieron a Von Kempelen la noción de su descubrimiento, es cosa que no discuto; pero repito que está por verse si este trascendental descubrimiento (trascendental bajo cualquier circunstancia) servirá o perjudicará a la larga a la humanidad. Que Von Kempelen y sus amigos más íntimos recogerán una rica cosecha sería locura dudarlo. Y no se mostrarán tan poco inteligentes como para no comprar cantidad de propiedades y de tierras, vale decir para realizar bienes de valor intrínseco.
En la breve explicación proporcionada por Von Kempelen, que apareció en el Home Journal, y que ha sido reproducida cantidad de veces desde entonces, el traductor ha cometido varios errores al verter el original alemán, que, según afirma, proviene de un reciente número del Schnellpost de Presburg. No hay duda de que Viele ha sido mal interpretado, como ocurre frecuentemente, y que lo que el traductor vierte como «tristezas» es probablemente leiden, que, traducido correctamente como «sufrimientos», daría un carácter por completo diferente al texto; de todos modos, mucho de esto no pasa de ser una conjetura mía.
Von Kempelen está muy lejos de ser un «misántropo», por lo menos en apariencia y al margen de lo que pueda verdaderamente ser. Me vinculé con él de manera fortuita, y apenas tengo derecho de afirmar que lo conozco; pero haber visto y hablado a un hombre de tan prodigiosa notoriedad como la que ha alcanzado o alcanzará dentro de pocos días no es poca cosa en los tiempos que corren.
El Literary World habla de él con gran seguridad, afirmando que nació en Presburg (engañado quizá por el artículo de The Home Journal), pero me agrada poder afirmar positivamente —pues lo sé por él mismo— que es nativo de Utica, en el Estado de Nueva York, aunque, según creo, sus padres eran originarios de Presburg. La familia está emparentada de alguna manera con Mäelzel, célebre por su autómata jugador de ajedrez. [Si no nos equivocamos, el nombre del inventor del autómata era Kempelen, Von Kempelen, o algo parecido. ED.]
Físicamente es un hombre robusto, de baja estatura, con grandes y prominentes ojos azules, cabello y patillas de un rubio arenoso, boca grande, pero agradable; hermosos dientes, y, según creo, nariz aguileña. Tiene un pie defectuoso. Se expresa francamente, y en su actitud general hay mucho de bonhomía. Tomado en conjunto, su aspecto, su lenguaje y sus actos son lo menos parecido a los de «misántropo» que jamás se haya visto. Hace seis años nos encontramos en el hotel Earl, en Providence, Rhode Island, y calculo que en total conversé con él unas tres o cuatro horas. Sus temas principales eran los del día, y ninguna de sus palabras me llevó a sospechar sus aptitudes científicas. Dejó el hotel antes que yo, a fin de trasladarse a Nueva York, y de allí a Bremen. Su gran descubrimiento se dio a conocer primeramente en esta ciudad, o, mejor dicho, fue allí donde primeramente se sospechó lo que había descubierto. He aquí lo que sé del ya inmortal Von Kempelen, pero me ha parecido que estos pocos detalles interesarían al público.
Poca duda puede caber de que la mayoría de los maravillosos rumores que corren sobre este asunto son puras invenciones, dignas de tanto crédito como la historia de la lámpara de Aladino, y, sin embargo, en un caso como éste, como en el de los descubrimientos de California, es evidente que la verdad puede ser más extraña que la ficción. La siguiente anécdota, por lo menos, está tan bien confirmada que podemos creer implícitamente en ella.
Von Kempelen careció siempre de recursos durante su residencia en Bremen; muchas veces, según era sabido, se vio obligado a apelar a recursos extremos a fin de conseguir míseras sumas de dinero. Cuando se produjo la sensacional falsificación en la casa Gutsmuth & Co., las sospechas recayeron sobre él, por cuanto había comprado una propiedad importante en la calle Gasperitch, y al ser interrogado sobre la forma en que se había procurado el dinero para la compra, no dio jamás una explicación. Finalmente lo arrestaron; pero, como no se le pudo comprobar nada definitivo, fue puesto en libertad. La policía seguía, no obstante, vigilándolo de cerca y descubrió que con frecuencia abandonaba su casa, siguiendo siempre el mismo camino, hasta burlar invariablemente a sus seguidores en las vecindades de ese laberinto de estrechos y sinuosos pasajes conocido por el ostentoso nombre de «Dondergat». Por fin, después de mucha perseverancia, lo encontraron en la buhardilla de una vieja casa de siete pisos, en una callejuela llamada Flatzplatz, y al irrumpir bruscamente en la habitación vieron a Von Kempelen entregado, según se imaginaron, a sus maniobras de falsificación. Mostróse de tal manera agitado que los policías no tuvieron la menor duda de que era culpable. Luego de colocarle las esposas, revisaron la habitación o, mejor dicho, las habitaciones, pues parece que ocupaba toda la mansarde.
Contigua a la buhardilla donde lo habían atrapado había una cámara de diez pies por ocho, equipada con algunos aparatos químicos cuya naturaleza no ha sido aún precisada. En un rincón de la cámara aparecía un pequeño horno donde ardía un intenso fuego; sobre éste se hallaba una especie de doble crisol, es decir, dos crisoles comunicados por un tubo. Uno de éstos aparecía lleno de plomo en fusión, que no alcanzaba a la abertura del tubo, situada cerca del borde. El otro crisol contenía cierto líquido que, al entrar los policías, se evaporaba a gran velocidad. Afirmaron éstos que, al verse acorralado, Von Kempelen aferró los crisoles con ambas manos (que tenía enguantadas, sabiéndose más tarde que los guantes eran de amianto) y arrojó su contenido al piso de baldosas. Fue entonces cuando lo esposaron, y antes de requisar las habitaciones examinaron sus ropas, sin encontrar nada extraordinario, salvo un paquete en el bolsillo de la chaqueta, el cual, según se verificó más tarde, contenía una mezcla de antimonio y una sustancia desconocida en proporciones casi iguales. Hasta ahora todos los esfuerzos por analizar la mencionada sustancia han fracasado, pero no cabe duda de que se terminará por averiguar su composición
Saliendo de la cámara con su prisionero, los policías pasaron por una especie de antecámara donde no se encontró nada de importancia, y entraron en el dormitorio del químico. Inspeccionaron allí cajones y estantes, sin hallar más que algunos papeles, así como una cantidad de monedas legítimas de plata y oro. Por fin, mirando debajo de la cama descubrieron un gran baúl ordinario de fibras, sin bisagras, cierre ni cerradura, cuya tapa había sido descuidadamente puesta a través de la parte principal. Al tratar de extraer el baúl de debajo de la cama, los tres policías, todos ellos robustos, descubrieron que sus fuerzas reunidas no eran capaces de «moverlo ni una sola pulgada». Después de mucho asombrarse, uno de ellos se metió debajo de la cama y, mirando dentro del baúl, exclamó:
—¡Con razón no podíamos moverlo! ¡Está lleno hasta el borde de pedazos de bronce viejo!
Luego de poner los pies en la pared para contar con un buen punto de apoyo, y de empujar con todas sus fuerzas mientras sus compañeros lo ayudaban, el policía logró al fin con mucha dificultad que el baúl resbalara hasta asomar fuera de la cama, permitiendo el examen de su contenido. El supuesto bronce que lo llenaba consistía en trozos pequeños y regulares, cuyo tamaño iba desde el de un guisante hasta el de un dólar; todos los trozos eran de forma irregular, más o menos chatos, y en conjunto daban la impresión «del plomo cuando se lo arroja al suelo en estado de fusión y se lo deja enfriar así».
Pues bien, ninguno de los oficiales de policía sospechó en aquel momento que dicho metal podía ser otra cosa que bronce. La idea de que fuera oro no les entró en la cabeza, naturalmente; ¿cómo podría haber sido de otra manera? Y bien cabe suponer su estupefacción cuando al día siguiente se supo en todo Bremen que aquel «montón de bronce» tan desdeñosamente transportado a la comisaría, sin que nadie se tomara la molestia de echarse al bolsillo un solo pedazo, no solamente era oro, oro de verdad, sino un oro mucho más puro que el que se emplea para acuñar moneda; oro absolutamente puro, virgen, sin la más insignificante aleación.
No necesito extenderme en detalles sobre la confesión de Von Kempelen y su excarcelación, pues son bien conocidas por el público. Nadie que se halle en su sano juicio puede dudar ya de que ha realizado, en espíritu y de hecho, si no al pie de la letra, la vieja quimera de la piedra filosofal. Las opiniones de Arago merecen, ni que decirlo, la mayor consideración; pero Arago no es infalible, y lo que dice del bismuto en su informe a la Academia debe ser tomado cum grano salis. La sencilla verdad es que, hasta este momento, todos los análisis han fracasado, y que mientras Von Kempelen no nos proporcione la clave del enigma que él mismo ha hecho público lo más probable es que la cosa siga durante años in statu quo. Todo lo que honestamente cabe considerar como sabido es que el oro puro puede fabricarse a voluntad y muy fácilmente, partiendo del plomo combinado con ciertas sustancias cuyas clase y proporciones son desconocidas.
Abundan las conjeturas, como es natural, sobre los resultados inmediatos y mediatos de este descubrimiento —el cual no dejará de ser relacionado por las personas reflexivas con el creciente interés que existe en general por el oro luego de los últimos episodios en California—. Y esto nos lleva a otra cosa: lo excesivamente inoportuno del hallazgo de Von Kempelen. Si muchos se abstuvieron de aventurarse en California temerosos de que el oro perdiera de tal modo el valor por la cantidad de minas descubiertas, y que ir a buscarlo tan lejos no proporcionara beneficio, ¿qué impresión producirá ahora en la mente de los que se disponen a emigrar, y especialmente en aquellos que ya se encuentran en las regiones auríferas, el anuncio del asombroso descubrimiento de Von Kempelen? Pues este descubrimiento hará que, fuera de su valor intrínseco para los fines de la metalurgia, el oro no valga (ya que es imposible suponer que Von Kempelen pueda guardar mucho tiempo su secreto) más de lo que vale el plomo y muchísimo menos que la plata. Muy difícil es, por cierto, especular anticipadamente sobre las consecuencias del descubrimiento; pero hay algo que puede afirmarse, y es que, si el anuncio del mismo se hubiese hecho seis meses atrás, hubiera tenido consecuencias muy graves para las colonias californianas.
En Europa, hasta ahora, sus resultados más notables han consistido en un aumento del dos por ciento en el precio del plomo y casi veinticinco por ciento en el de la plata.
El cuento mil y dos de Scheherazade
La verdad es más extraña que la ficción.
(Antiguo adagio)
En el curso de ciertas investigaciones sobre el Oriente tuve hace poco oportunidad de consultar el Tellmenow Isitsöornot[4], obra que, a semejanza del Zohar, de Simeón Jochaides, es muy poco conocida aún en Europa, y que, según tengo entendido, no ha sido citada jamás por un norteamericano (si exceptuamos, quizá, al autor de las Curiosidades de la literatura norteamericana); como decía, tuve oportunidad de leer algunas páginas de tan notable obra y quedé no poco estupefacto al descubrir que el mundo literario había vivido hasta ahora en un extraño error acerca del destino de Scheherazade, la hija del visir, según se lo describe en Las mil y una noches. En efecto, si bien el dénouement de dicho destino, como se lo consigna allí, no es por completo inexacto, se anticipa en mucho a la realidad.
Para toda información sobre tan interesante tópico remito al lector inquisitivo al Isitsöornot; pero, entretanto, se me perdonará que ofrezca un resumen de lo que descubrí en este libro.
Se recordará que, en la versión usual de los cuentos árabes, un califa a quien no faltan buenas razones para sentirse celoso de su real esposa, no sólo la condena a muerte, sino que hace solemne promesa —por su barba y el Profeta— de desposar cada noche a la más hermosa doncella de sus dominios y de entregarla a la mañana siguiente al verdugo.
Luego de cumplir al pie de la letra su promesa durante varios años, con una puntualidad y un método que le valen gran renombre como persona de mucha devoción y buen sentido, cierta tarde se ve interrumpido (en sus plegarias, sin duda) por la visita de su gran visir, a cuya hija se le ha ocurrido una idea.
La joven en cuestión se llama Scheherazade, y la idea consiste en que redimirá el país del asolador impuesto a la belleza que pesa sobre él o que perecerá en la empresa como corresponde a toda heroína.
De acuerdo con su plan, y aunque no estamos en año bisiesto (lo cual hace más meritorio su sacrificio), Scheherazade envía a su padre, el gran visir, para que ofrezca su mano al califa. Éste la acepta rápidamente (pues estaba dispuesto a tomarla de todos modos, y sólo aplazaba la cosa por el miedo que tenía al visir), pero al hacerlo da a entender claramente a los interesados que, gran visir o no, mantendrá en todos sus puntos y comas la promesa hecha y sus privilegios reales. Por eso, cuando la hermosa Scheherazade insiste en casarse, y así lo hace a pesar del excelente consejo de su padre en el sentido de que no cometa semejante locura, es evidente que tiene sus hermosos ojos negros bien abiertos y que no se le escapa nada de la situación.
Parece ser, empero, que esta política damisela (que, sin duda, debió leer a Maquiavelo) tenía preparado un pequeño cuanto ingenioso plan. Con un pretexto especioso que ya he olvidado, se las arregló para que en la noche de bodas su hermana se acostara en un lecho lo bastante cercano al de la pareja real como para poder conversar del uno al otro. Poco antes de que cantaran los gallos tuvo buen cuidado de despertar al excelente monarca, su esposo (que la estimaba muchísimo, pese a que la haría retorcer el cuello por la mañana), interrumpiendo el profundo sueño que le daban su conciencia limpia y su excelente digestión, a fin de que escuchara la interesantísima historia (creo que sobre una rata y un gato negro) que estaba contando en voz muy baja a su hermana. Cuando salió el sol, sucedió que la historia no había terminado todavía y que Scheherazade no podría terminarla por la sencilla razón de que ya era tiempo de que se levantara y ofreciera su cuello al estrangulador —cosa muy poco preferible a la de ser ahorcada, aunque ligeramente más gentil.
Lamento decir que la curiosidad del califa prevaleció sobre sus sólidos principios religiosos, induciéndolo a posponer el cumplimiento de su promesa hasta la mañana siguiente, con intención y esperanza de enterarse por la noche qué había ocurrido al final con el gato negro (pues creo que era negro) y la rata.
Llegada la noche, no sólo Scheherazade dio la pincelada final al gato negro y a la rata (que era azul), sino que, antes de darse cuenta de lo que hacía, se vio arrastrada por el intrincado desarrollo de un relato concerniente, si no me engaño, a un caballo color rosa (con alas verdes) que se movía violentamente gracias a un mecanismo de relojería, al cual se daba cuerda con una llave color índigo. Este relato interesó al califa mucho más que el primero, y como amaneció sin que hubiera terminado (pese a los esfuerzos de la sultana por concluirlo a tiempo para acudir al estrangulamiento), no quedó otro remedio que aplazar otra vez la ceremonia veinticuatro horas. A la noche siguiente ocurrió algo parecido, con resultados similares; y también a la siguiente, y a la otra... Hasta que, al fin, el buen monarca, después de haberse visto inevitablemente privado de cumplir su promesa durante nada menos que mil y una noches, olvidóla completamente al vencerse el término, se hizo relevar de ella en la forma habitual, o —lo que es más probable— se limitó a quebrarla, al mismo tiempo que la cabeza de su padre confesor. Sea como fuere, Scheherazade, que, como descendiente directa de Eva, había heredado quizá las siete cestas de charla que esta última dama, como es sabido, cosechó al pie de los árboles en el jardín del Edén, acabó triunfando sobre el califa y el impuesto a la belleza fue abolido.
Ahora bien, esta conclusión (que figura en la obra tal como la conocemos) es indudablemente muy justa y agradable, pero, ¡ay!, como tantas cosas, es mucho más agradable que verdadera. Debo al Isitsöornot la rectificación de este error. Le mieux —dice un proverbio francés— est l’ennemi du bien, y al mencionar que Scheherazade había heredado las siete cestas de la charla, hubiera debido agregar que las puso a interés compuesto hasta que llegaron a ser setenta y siete.
—Querida hermana —dijo en la noche mil y dos (transcribo literalmente los términos del Isitsöornot—, ahora que este pequeño inconveniente de la estrangulación ha desaparecido, juntó con el odioso impuesto, me siento culpable de una gran indiscreción por haberos ocultado a ti y al califa (quien, lamento decirlo, está roncando, lo cual no es propio de un caballero) la verdadera conclusión de la historia de Simbad el marino. Este personaje pasó por muchas otras e interesantes aventuras aparte de las que os he contado, pero, a decir verdad, aquella noche me sentía un tanto soñolienta y preferí abreviar mi relato. ¡Oh infame proceder, del cual espero que Alá me perdone! Pero aún no es demasiado tarde para remediar mi negligencia y, tan pronto haya pellizcado un par de veces al califa y éste se despierte lo bastante como para cesar sus horribles ruidos, procederé a narrarte (y también a él, si así lo desea) la continuación de esta notable historia.
La hermana de Scheherazade, según noticias del Isitsöornot, no se manifestó demasiado entusiasmada ante esta perspectiva; pero el califa, luego de recibir suficientes pellizcos, terminó por interrumpir sus ronquidos y finalmente dijo «¡Hunt!», y luego «¡Ejem!», con lo cual la reina comprendió (por cuanto se trataba indudablemente de palabras árabes) que el monarca era todo atención y que trataría de no seguir roncando; la reina, repito, reanudó sin perder más tiempo la historia de Simbad el marino.
—Por fin, cuando ya era viejo —contó Scheherazade, y Simbad hablaba por su voz—, después de gozar de muchos años de tranquilidad en mi hogar, me sentí poseído una vez más por el deseo de visitar países lejanos; y un día, sin advertir a mi familia de mis intenciones, preparé algunos fardos de mercancías que aliaban la riqueza al poco bulto y, enganchando a un mozo de cuerda para que las llevara, bajé con ellas a la costa para esperar algún navío que quisiera sacarme del reino, rumbo a alguna región que no hubiera explorado todavía.
»Luego de dejar los fardos en la arena, nos sentamos bajo los árboles y miramos el océano, esperando percibir algún navío, pero durante varias horas no vimos ninguno. Me pareció por fin que oía un extraño sonido, entre zumbido y murmullo, y el mozo de cuerda afirmó que también él lo oía. No tardó en hacerse más intenso, y crecía en forma tal que no podíamos dudar del rápido acercamiento del objeto que lo provocaba. Por fin, en la línea del horizonte distinguimos una mota negra que aumentaba rápidamente de tamaño hasta convertirse en un enorme monstruo, nadando con gran parte del cuerpo fuera del agua. Avanzó hacia nosotros a una velocidad inconcebible, levantando enormes masas de espuma con el pecho e iluminando la parte del océano por el cual avanzaba con una larga línea de fuego que se extendía hasta perderse en la distancia.
»Cuando aquello se nos acercó, pudimos verlo con toda claridad. Su largo era comparable al de tres árboles entre los más altos, y su ancho semejante a la gran sala de audiencias de vuestro palacio, ¡oh el más sublime y munífico de los califas! Su cuerpo no se parecía en nada al de los peces ordinarios; sólido como de roca, era de un negro azabache en toda la extensión que sobresalía del agua, a excepción de una angosta faja rojo sangre que lo circundaba por completo. El vientre, oculto por el agua, pero que veíamos por momentos cuando el monstruo subía y bajaba entre las olas, hallábase totalmente cubierto de escamas metálicas, cuyo color semejaba el de la luna con tiempo neblinoso. Su lomo era chato y casi blanco, y de él surgían hacia lo alto seis espinas de una altura casi igual a la mitad de su largo.
»Aquella horrible criatura no tenía boca visible, pero para compensar este defecto se hallaba provisto de veinte ojos por lo menos, que sobresalían de las órbitas como los de la libélula verde y se distribuían alrededor del cuerpo en dos hileras, una sobre otra, paralelamente a la franja rojo sangre que parecía una especie de ceja. Dos o tres de aquellos espantosos ojos eran mucho mayores que los demás y daban la impresión de ser de oro macizo.
«Aunque, como he dicho, la bestia se nos acercaba con enorme rapidez, parecía movida por artes de nigromancia, pues no tenía aletas como las de un pez, ni patas membranosas como un pato, ni alas como la concha marina a quien el viento impulsa como si fuera un barco. Tampoco se contorsionaba para avanzar, como la anguila. La cabeza y la cola se parecían muchísimo, salvo que a poca distancia de esta última había dos agujeros que servían de narices y por las cuales el monstruo exhalaba un espeso aliento con violencia prodigiosa, produciendo un agudo y desagradable sonido.
»Grandísimo fue nuestro espanto al contemplar cosa tan horrible, pero pronto se vio superado por el asombro que nos produjo ver sobre el lomo de aquella criatura una gran cantidad de animales de la misma forma y tamaño que los hombres y sumamente parecidos a éstos, salvo que no estaban vestidos (como lo está un hombre), sino que la naturaleza parecía haberles proporcionado unas feas e incómodas envolturas que daban la impresión de una tela, pero tan pegada a la piel como para que los pobres infelices tuvieran el aire más ridículo y pasaran por las peores molestias imaginables. En lo alto de la cabeza llevaban una especie de cajas cuadradas que a primera vista hubieran podido pasar por turbantes, pero que, como pronto advertí, eran muy pesadas y sólidas. Supuse entonces que se trataba de dispositivos calculados para mantener, gracias a su gran peso, las cabezas pegadas a los hombros. Noté que todas esas criaturas llevaban unos collares negros (símbolo de servidumbre, sin duda) como los que ponemos a nuestros perros, sólo que mucho más anchos y duros, al punto que las desdichadas víctimas no podían mover la cabeza en cualquier dirección sin mover al mismo tiempo el cuerpo; veíanse así condenados a contemplarse incesantemente la nariz, espectáculo tan romo y tan chato como imaginarse pueda, por no calificarlo de espantoso.
»Una vez que el monstruo hubo llegado junto a la costa donde nos hallábamos, proyectó repentinamente uno de sus ojos hasta muy afuera, emitiendo por él un terrible resplandor de fuego seguido de una densa nube de humo y un estruendo que no puedo comparar con nada por debajo del trueno. Cuando se despejó el humo, vimos a uno de aquellos extraños animales-hombres parado cerca de la cabeza de la bestia, con una trompeta en la mano; llevándosela a la boca, no tardó en dirigirse a nosotros con acentos tan broncos, ásperos y desagradables, que hubiéramos confundido acaso con un lenguaje si no hubieran sido proferidos por la nariz.
»Como no cabía duda de que se dirigía a nosotros, me sentí perplejo y sin saber qué contestar, pues no había entendido una sola sílaba. En esta coyuntura me volví al mozo de cordel, que estaba a punto de desmayarse de terror, y le pregunté qué pensaba de aquel monstruo y si tenía idea de sus intenciones, así como de la naturaleza de los seres que llenaban su lomo. Venciendo lo mejor posible el temblor que lo dominaba, me contestó que había oído hablar de aquella bestia marina; que era un cruel demonio, con entrañas de azufre y sangre de fuego, creado por genios malignos para infligir desgracias a la humanidad; que aquellas cosas que había en su lomo eran sabandijas como las que a veces infestan a gatos y perros, sólo que más grandes y más salvajes, y que tenían su razón de ser, por más mala que fuera, ya que a causa de las torturas que infligían al monstruo mediante sus mordiscos y aguijonazos lo llevaban al grado de enfurecimiento necesario para que rugiera y cometiera maldades, cumpliendo así los vengativos y perversos propósitos de los genios malignos.
»Esta explicación me indujo a salir corriendo a toda velocidad y, sin mirar una sola vez hacia atrás, me interné como una flecha en las colinas, mientras el mozo de cordel corría con no menor celeridad, pero en dirección opuesta, al punto que logró finalmente escapar con mis fardos que no dudo habrá cuidado debidamente, aunque no puedo ratificar este punto pues no me parece que haya vuelto a verlo jamás.
»En cuanto a mí, fui perseguido por un enjambre de los hombres-sabandijas (que habían desembarcado en botes), hasta que no tardé en ser alcanzado, atado de pies y manos y conducido a bordo de la bestia, la cual echó a nadar de inmediato mar afuera.
»Me arrepentí entonces amargamente de haber abandonado un hogar confortable para arriesgar la vida en semejantes aventuras; pero como aquellas lamentaciones no servían de nada, traté de mejorar en lo posible mi situación, buscando asegurarme la buena voluntad del animal-hombre que esgrimía la trompeta, y que parecía ejercer autoridad sobre los otros. Tan bien lo logré que, pocos días más tarde, aquella criatura me dio varios testimonios de su favor, y llegó por fin a molestarse en enseñarme los rudimentos de lo que sería vano denominar un lenguaje; pero gracias a ello me fue posible hacerme entender de aquella criatura y expresarle mis ardientes deseos de ver el mundo.
»—Patapún catabón tirilín Simbad, mantantirulirulá rataplán chin pún —me dijo cierto día, después de cenar—. Pero me apresuro a pedir mil perdones, pues olvidaba que Vuestra Majestad ignora el dialecto de los “cockneys” (como se denominaban los animales-hombres, quizá porque su lenguaje constituía el eslabón entre el caballo y el gallo[5]). Con vuestro permiso lo traduciré: “Patapún catabón”, etc., significa: “Me alegra descubrir, querido Simbad, que eres un excelente individuo; por nuestra parte, estamos cumpliendo ahora algo que se llama circunnavegación del globo, y ya que tienes tantos deseos de ver mundo, cerraré los ojos y te daré un pasaje gratis en el lomo de la bestia”.
El Isitsöornot declara que, cuando la dama Scheherazade hubo llegado a este punto, el califa se volvió sobre el lado derecho y dijo:
—Ciertamente, querida reina, es muy sorprendente que hayas omitido hasta ahora estas últimas aventuras de Simbad. ¿Sabes que las encuentro tan entretenidas como extrañas?
Habiéndose expresado así el califa, según nos cuentan, la hermosa Scheherazade continuó su relato con las siguientes palabras:
—«Agradecí su gentileza al animal-hombre —dijo Simbad— y pronto me hallé muy a mi gusto sobre la bestia, que nadaba a velocidad prodigiosa a través del océano, a pesar de que éste, en la parte del mundo donde nos hallábamos, no era plano, sino redondo como una granada, por lo cual puede decirse que todo el tiempo subíamos y bajábamos por él.»
—Esto me parece sumamente raro —interrumpió el califa.
—Empero, es muy cierto —replicó Scheherazade.
—Lo dudo —dijo el monarca—, pero ruégote que tengas la bondad de seguir con tu relato.
—Así lo haré —continuó la reina—. «La bestia —continuó Simbad— nadaba hacia arriba y abajo, hasta que llegamos a una isla de muchos cientos de millas de circunferencia que, a pesar de su tamaño, había sido levantada en mitad del océano por una colonia de pequeños seres semejantes a las orugas»[6].
—¡Hum! —dijo el califa.
—«Al abandonarla isla —continuó Simbad (pues Scheherazade no hizo caso de aquella intempestiva interjección de su esposo)— llegamos a otra donde había bosques de piedra tan duros que rompían el filo de las hachas más templadas, con las cuales tratamos de cortar sus árboles»[7].
—¡Hum! —dijo nuevamente el califa; pero Scheherazade no le prestó atención y siguió hablando con las palabras de Simbad:
—«Más allá de esta isla llegamos a un país donde había una caverna que entraba treinta o cuarenta millas en las entrañas de la tierra y que contenía mayores, más grandes y magníficos palacios que los existentes en Damasco y Bagdad juntas. Del techo de estos palacios colgaban miríadas de gemas, semejantes a diamantes, pero más grandes que un hombre; entre las calles llenas de torres, pirámides y templos, corrían inmensos ríos negros como el ébano, pululantes de peces sin ojos[8]».
—¡Hum! —dijo el califa.
—«Nadamos luego a una región del mar donde hallamos una elevadísima montaña, de cuyas laderas caían torrentes de metal fundido, algunos de ellos de doce millas de ancho y sesenta de largo[9]; de un abismo en lo alto surgían cantidades tales de cenizas, que el sol había quedado completamente oculto en el cielo, y estaba más oscuro que en la más tenebrosa medianoche; aun a ciento cincuenta millas de aquella montaña era imposible ver el más blanco de los objetos, aunque lo pusiéramos contra los ojos»[10].
—¡Hum! —dijo el califa.
—«Luego de alejarnos de esta costa, la bestia continuó su viaje hasta llegar a una tierra donde la naturaleza de las cosas parecía haberse invertido, pues vimos un gran lago en cuyo fondo, a más de cien pies bajo la superficie, florecía con toda su vegetación un bosque de altos y exuberantes árboles»[11].
—¡Hola! —dijo el califa.
—«Cientos de millas más allá encontramos un clima donde la atmósfera era tan densa que sostenía el hierro o el acero, tal como el nuestro sostiene una pluma»[12].
—¡Azúcar! —dijo el califa.
—«Siguiendo siempre la misma dirección, llegamos a la región más admirable y magnífica de la tierra. Corría por ella un río de varios miles de millas de longitud. Era de insondable profundidad y de mayor transparencia que el ámbar. Su ancho variaba de tres a seis millas y sus márgenes se alzaban perpendicularmente hasta mil doscientos pies de altura, coronados por árboles de follaje perenne y flores del más dulce perfume, que convertían aquel territorio en un maravilloso jardín. Pero tan exuberante región se llamaba el Reino del Horror, y penetrar en él representaba inevitablemente la muerte»[13].
—¡Toma! —dijo el califa.
—«Nos alejamos a prisa de aquel reino y, tras algunos días, llegamos a otro donde nos asombró descubrir miradas de monstruosos animales que tenían en la cabeza cuernos semejantes a guadañas. Aquellas horrorosas bestias cavan vastas cavernas en forma de túnel, disponiendo su entrada en forma tal que los animales que pisan las piedras que la forman se precipitan al interior de la guarida de los monstruos, quienes les chupan inmediatamente la sangre, transportando luego desdeñosamente sus restos a mucha distancia de las “cavernas de la muerte”»[14].
—¡Bah! —dijo el califa.
—«Continuando nuestro viaje, avistamos una zona donde hay vegetales que no crecen en el suelo, sino en el aire[15]. Algunos surgían de la sustancia de otros vegetales[16]; otros derivaban su alimento del cuerpo de animales vivos[17], y había algunos que ardían como si fueran un fuego intenso[18]; otros que andaban de un lado a otro según su voluntad[19], y, lo que era aún más extraordinario, descubrimos flores que vivían, respiraban y movían sus partes a voluntad, y que compartían la detestable pasión humana por la esclavitud, sumiendo a otros seres en horribles y solitarias prisiones hasta que cumplían determinadas tareas»[20].
—¡Cómo! —dijo el califa.
—«Al salir de esta tierra no tardamos en llegar a otra donde las abejas y los pájaros son matemáticos de tanto genio y erudición que diariamente enseñan geometría a los entendidos del imperio. Cierta vez que el rey ofreció una recompensa por la solución de dos dificilísimos problemas, ambos quedaron instantáneamente aclarados, el uno por las abejas y el otro por los pájaros. Como el rey guardó la solución en secreto, sólo después de complicadísimas investigaciones y trabajos y de escribir infinidad de voluminosos libros en infinidad de años llegaron los matemáticos del reino a las mismas soluciones que las abejas y los pájaros habían dado en el acto»[21].
—¡Demonio! —dijo el califa.
—«Apenas había perdido de vista este imperio, cuando llegamos a otro, desde cuyas playas vimos volar una bandada de pájaros de una milla de ancho y doscientas cuarenta millas de largo; es decir, que, aun volando a razón de una milla por minuto, se requirieron cuatro horas para que pasara sobre nosotros la entera bandada, en la cual había varios millones de pájaros»[22].
—¡Camelo! —dijo el califa.
—«Tan pronto habíamos quedado libres de estos pájaros, que mucho nos molestaron, vimos surgir un ave de otra especie, infinitamente más grande que los rocs que había encontrado en mis anteriores viajes; era más grande que la mayor de las cúpulas de vuestro serrallo, ¡oh el más magnífico de los califas! Este terrible pájaro no tenía cabeza visible, sino que parecía formado enteramente por un vientre de prodigioso grosor y redondez, constituido por una sustancia muy suave, lisa, brillante y de franjas coloreadas. El monstruo llevaba en sus garras (a su guarida, en las nubes, sin duda) una casa cuyo techo había probablemente arrancado, y en cuyo interior vimos claramente a varios seres humanos que parecían tan empavorecidos como desesperados por el espantoso destino que les aguardaba. Gritamos con todas nuestras fuerzas, esperando que el pájaro se asustara y soltara la presa; pero se limitó a exhalar una especie de resoplido, como de cólera, y luego dejó caer sobre nuestras cabezas un pesado saco que resultó estar lleno de arena.»
—¡Cuentos chinos! —dijo el califa.
—«Muy poco después de esta aventura encontramos un continente de vastísima extensión y prodigiosa solidez, el cual descansaba enteramente sobre el lomo de una vaca color celeste que tenía no menos de cuatrocientos cuernos»[23].
—Esto sí lo creo —dijo el califa—, pues he leído algo por el estilo en algún libro.
—«Pasamos por debajo de este continente, nadando entre las piernas de la vaca, y horas después nos encontramos en una región maravillosa que, según me informó el animal-hombre, era su propio país, habitado por seres de su misma especie. Esto aumentó muchísimo el concepto que de él tenía y empecé a avergonzarme del desprecio y la familiaridad con que lo había tratado hasta ahora. En efecto, descubrí que los animales-hombres constituían una nación de grandes magos que vivían con la cabeza llena de gusanos[24], los cuales sin duda servían para estimularlos con sus dificultosos retorcimientos y coletazos, a fin de que alcanzaran los más asombrosos grados de imaginación.»
—¡Disparates! —dijo el califa.
—«Entre los magos había diversos animales domésticos de lo más singulares. Por ejemplo, vimos un enorme caballo cuyos huesos eran de hierro y tenía agua hirviendo por sangre. En lugar de maíz lo alimentaban con piedras negras; a pesar de esa dura dieta era tan fuerte y veloz como para arrastrar una carga más pesada que el más grande de los templos de esta ciudad, a una velocidad que superaba la de la mayoría de los pájaros»[25].
—¡Paparruchas! —dijo el califa.
—«Entre esas gentes vi una gallina sin plumas más grande que un camello; en vez de carne y huesos era de hierro y ladrillos; su sangre, como la del caballo (al que mucho se parecía) era agua hirviendo, y, como él, sólo comía madera y piedras negras. Esta gallina producía con frecuencia un centenar de pollos en un solo día; después de nacidos se instalaban durante varias semanas en el estómago de su madre»[26].
—¡Dislates! —dijo el califa.
—«Un miembro de esta nación de brujos creó un hombre de bronce, madera y cuero, dándole tanta inteligencia que hubiera vencido al ajedrez a toda la humanidad, con excepción del gran califa Harun Al Raschid[27]. Otro de estos magos construyó con materiales parecidos una criatura capaz de avergonzar el genio de su propio creador: tan grandes eran sus poderes razonantes que, en un segundo, efectuaba cálculos que hubieran requerido el trabajo de cincuenta mil hombres de carne y hueso durante un año[28]. Pero otro mago todavía más asombroso fabricó una fortísima criatura que no era ni hombre ni bestia, pero que tenía cerebro de plomo mezclado con una sustancia negra como la pez y dedos que actuaban con tan increíble velocidad y destreza que no hubiera tenido dificultad en escribir veinte mil copias del Corán en una hora; todo esto con una precisión tan exquisita que no se hubiera podido encontrar un solo ejemplar que se diferenciara de los otros en el ancho de un cabello. Esta criatura era de una fuerza prodigiosa, al punto que creaba y destruía de un soplo los imperios más poderosos; pero sus aptitudes se aplicaban indistintamente al bien y al mal.»
—¡Ridículo! —dijo el califa.
—«En esta nación de nigromantes había uno que llevaba en las venas la sangre de la salamandra, pues no tenía escrúpulos en sentarse a fumar su chibuquí en un horno ardiente, hasta que su cena se cocinaba completamente en el suelo[29]. Otro tenía la facultad de convertir los metales comunes en oro, sin siquiera mirarlos durante el proceso[30]. Otro tenía un tacto tan delicado que llegó a fabricar un alambre invisible[31]. Otro percibía las cosas con tanta rapidez, que contaba los movimientos de un cuerpo elástico mientras éste se movía hacia delante y hacia atrás a la velocidad de novecientos millones de veces por segundo»[32].
—¡Absurdo! —dijo el califa.
—«Otro de estos magos, ayudado por un fluido que nadie vio hasta ahora, podía hacer que los cadáveres de sus amigos movieran los brazos, patearan, lucharan e incluso se levantaran y danzaran[33]. Otro cultivó a tal punto su voz, que podía hacerse oír desde un extremo al otro del mundo[34]. Otro tenía un brazo tan largo que podía estar sentado en Damasco y escribir una carta en Bagdad o en cualquier otro sitio[35]. Otro tenía tal dominio sobre el relámpago que podía hacerlo descender a su antojo; le servía luego de juguete. Otro tomó dos sonidos muy fuertes e hizo con ellos un silencio. Otro creó una profunda oscuridad con dos luces brillantes[36].
Otro fabricó hielo en un horno ardiente[37]. Otro obligó al sol a que pintara su retrato y el sol le obedeció[38]. Otro tomó el astro rey, junto con la luna y los planetas, y luego de pesarlos cuidadosamente, sondeó sus profundidades y descubrió la solidez de las sustancias que los componen. Pero toda aquella nación posee una habilidad nigromántica tan sorprendente, que hasta sus niños y aun sus perros y sus gatos son capaces de ver fácilmente objetos que no existen, o que veinte millones de años antes del nacimiento de dicha nación habían sido borrados de la faz del universo»[39].
—¡Ridículo! —dijo el califa.
—«Las esposas e hijas de aquellos grandes e incomparables magos —continuó Scheherazade, sin preocuparse en absoluto de las repetidas y poco caballerescas interrupciones de su esposo— son de lo más refinadas y perfectas, y constituirían el ápice de lo interesante y de lo hermoso de no mediar una desdichada fatalidad que las agobia, y que ni siquiera los milagrosos poderes de sus esposos y padres han logrado remediar hasta el presente. Algunas de esas fatalidades adoptan cierta forma, mientras otras se presentan de diferente manera; pero me refiero, sobre todo, a la que asume la forma de una excentricidad.»
—¿Una qué? —preguntó el califa.
—Una excentricidad —dijo Scheherazade—. «Uno de los genios malignos que continuamente tratan de hacer daño indujo a tan perfectas señoras a creer que aquello que denominamos belleza natural consiste en la protuberancia de la región donde la espalda cambia de nombre. Les hicieron creer que la perfección de la hermosura se halla en razón directa con el volumen de dicha parte. Dominadas por la idea, y aprovechando que los almohadones son muy baratos en ese país, se ha llegado a un punto en que ya resulta difícil distinguir a una mujer de un dromedario...»
—¡Detente! —exclamó el califa—. ¡No puedo ni quiero soportar semejante cosa! ¡Me has dado ya una terrible jaqueca con tus mentiras! Noto, además, que está amaneciendo. ¿Cuánto tiempo llevamos casados? Mi conciencia empieza a atormentarme. Y, además, ese asunto de los dromedarios... ¿Me tomas por imbécil? Lo mejor que puedes hacer es ir a que te estrangulen.
Según me entero por el Isitsöornot, estas palabras ofendieron y asombraron a Scheherazade, pero, como sabía que el califa era hombre de escrupulosa integridad y poco sospechoso de faltar a su palabra, se sometió resignadamente a su destino. Mucho se consoló (mientras le apretaban el cordón en el cuello) pensando que gran parte de su historia quedaba todavía por decir, y que la petulancia de aquel animal de su marido le estaba bien aplicada, pues por su culpa se quedaría sin conocer muchas otras inimaginables aventuras.
El camelo del globo
Asombrosas noticias por expreso, vía Norfolk! —¡Travesía del Atlántico en tres días!— ¡Extraordinario triunfo de la máquina volante de Mr. Monck Mason! —¡Llegada a la isla Sullivan, cerca de Charleston, Carolina del Sur, de Mr. Mason, Mr. Robert Holland, Mr. Henson, Mr. Harrison Ainsworth y otros cuatro pasajeros, a bordo del globo dirigible Victoria, luego de setenta y cinco horas de viaje de costa a costa!— ¡TODOS LOS DETALLES DEL VUELO!
El siguiente jeu d’esprit, con los titulares que preceden en enormes caracteres, abundantemente separados por signos de admiración, fue publicado por primera vez en el New York Sun, con intención de proporcionar alimento indigesto a los quidnuncs durante las pocas horas entre los dos correos de Charleston. La conmoción producida y el arrebato del «único diario que traía las noticias» fue más allá de lo prodigioso; y, para decir la verdad, si el Victoria «no» efectuó el viaje reseñado (como aseguran algunos), difícil sería encontrar razones que le hubiesen impedido llevarlo a cabo.]
¡El gran problema ha sido, por fin, resuelto! ¡Al igual que la tierra y el océano, el aire ha sido sometido por la ciencia y habrá de convertirse en un camino tan cómodo como transitado para la humanidad! ¡El Atlántico ha sido cruzado en globo! ¡Sin dificultad, sin peligro aparente, con un perfecto dominio de la máquina, y en el período inconcebiblemente breve de setenta y cinco horas de costa a costa! Gracias a la decisión de uno de nuestros representantes en Charleston, Carolina del Sur, somos los primeros en proporcionar al público una crónica detallada de este viaje extraordinario, efectuado entre el sábado 6 del corriente, a las 11 a. m., y el jueves 9, a las 2 p. m., por Sir Everard Bringhurst; Mr. Osborne, sobrino de lord Bentinck; Mr. Monck Mason y Mr. Robert Holland, los afamados aeronautas; Mr. Harrison Ainsworth, autor de Jack Sheppard y otras obras; Mr. Henson, diseñador de la reciente y fracasada máquina voladora, y dos marinos de Woolwich; ocho personas en total. Los detalles que siguen pueden considerarse auténticos y exactos en todo sentido, pues, con una sola excepción, fueron copiados verbatim de los diarios de navegación de los señores Monck Mason y Harrison Ainsworth, a cuya gentileza debe nuestro corresponsal muchas informaciones verbales sobre el globo, su construcción y otras cuestiones no menos interesantes. La única alteración del manuscrito recibido se debe a la necesidad de dar forma coherente e inteligible a la apresurada reseña de nuestro representante, Mr. Forsyth.
El globo
«Dos notorios fracasos recientes —los de Mr. Henson y Sir George Cayley— habían debilitado mucho el interés público por la navegación aérea. El proyecto de Mr. Henson (que aun los hombres de ciencia consideraron al comienzo como factible) se fundaba en el principio de un plano inclinado, lanzado desde una eminencia por una fuerza extrínseca que se continuaba luego por la revolución de unas paletas que en forma y número semejaban las de un molino de viento. Empero, las experiencias practicadas con modelos en la Adelaide Gallery mostraron que la revolución de aquellas paletas no sólo no impulsaba la máquina, sino que impedía su vuelo. La única fuerza de propulsión evidente era el ímpetu adquirido durante el descenso por el plano inclinado, y este ímpetu llevaba más lejos a la máquina cuando las paletas estaban inmóviles que cuando funcionaban, hecho suficientemente demostrativo de la inutilidad de estas últimas. Como es natural, en ausencia de la fuerza propulsora, que era al mismo tiempo sustentadora, la máquina se veía obligada a descender.
»Esta última consideración movió a Sir George Cayley a adaptar una hélice a alguna máquina que tuviera una fuerza sustentadora independiente: en una palabra, a un globo. Aquella idea sólo tenía la novedad de su especial aplicación práctica. Sir George exhibió un modelo en el Instituto Politécnico. El principio propulsor se aplicaba aquí a superficies discontinuas o paletas giratorias. El aparato tenía cuatro paletas, que en la práctica resultaron completamente ineficaces para mover el globo o ayudarlo en su ascensión. El proyecto resultó, pues, un fracaso completo.
»En esta coyuntura, Mr. Monck Mason (cuyo viaje de Dover a Weilburg a bordo del globo Nassau provocara tanto entusiasmo en 1837), concibió la idea de aplicar el principio de la rosca o hélice de Arquímedes a los efectos de la propulsión en el aire, atribuyendo correctamente el fracaso de los modelos de Mr. Henson y de Sir George Cayley a la interrupción de la superficie en las paletas independientes. Llevó a cabo la primera experiencia pública en los salones de Willis, pero más tarde trasladó su modelo a la Adelaide Gallery.
»A semejanza del globo de Sir George, su globo era elipsoidal. Tenía trece pies y seis pulgadas de largo por seis pies y ocho pulgadas de alto. Contenía unos trescientos veinte pies cúbicos de gas; si se introducía hidrógeno puro, éste podía soportar veintiuna libras inmediatamente después de haber sido inflado el globo, antes de que el gas se estropeara o escapara. El peso total de la máquina y el aparato era de diecisiete libras, dejando un margen de unas cuatro libras. Por debajo del centro del globo había una armazón de madera liviana de unos nueve pies de largo, unida al globo por una red como las que se usan habitualmente para ese fin. La barquilla, de mimbre, hallábase suspendida del armazón.
»La hélice consistía en un eje hueco de bronce de dieciocho pulgadas de largo, en el cual, sobre una semiespiral inclinada en un ángulo de quince grados, pasaba una serie de radios de alambre de acero de dos pies de largo, que se proyectaban a un pie de distancia a cada lado. Dichos radios estaban unidos en sus puntos por dos bandas de alambre aplanado, constituyendo así el armazón de la hélice, la cual se completaba mediante un forro de seda impermeabilizada, cortada de manera de seguir la espiral y presentar una superficie suficientemente unida. La hélice hallábase sostenida en los dos extremos de su eje por brazos de bronce, que descendían del armazón superior. Dichos brazos tenían orificios en la parte inferior, donde los pivotes del eje podían girar libremente. De la porción del eje más cercana a la barquilla salía un vástago de acero que conectaba la hélice con el engranaje de una máquina a resorte fijada en la barquilla. Haciendo funcionar este resorte o cuerda se lograba que la hélice girara a gran velocidad, comunicando un movimiento progresivo a la aeronave. Gracias a un timón se hacía tomar a ésta cualquier rumbo. El resorte era sumamente fuerte comparado con sus dimensiones y podía levantar cuarenta y cinco libras de peso sobre un rodillo de cuatro pulgadas de diámetro en la primera vuelta, aumentando gradualmente su poder a medida que adquiría velocidad. Pesaba en total ocho libras y seis onzas. El gobernalle consistía en un marco liviano de caña cubierto de seda, parecido a una raqueta; tenía tres pies de largo y un pie en su parte más ancha. Pesaba dos onzas. Podía colocárselo horizontalmente, haciéndolo subir y bajar, y moverlo a derecha e izquierda verticalmente, con lo cual permitía al aeronauta transferir la resistencia del aire determinada por su inclinación hacia cualquier lado y hacer que el globo se moviera en dirección opuesta.
»Este modelo (que por falta de tiempo hemos descrito imperfectamente) fue ensayado en la Adelaida Gallery, donde alcanzó una velocidad de cinco millas horarias. Aunque parezca extraño, provocó muy poco interés comparado con la anterior y complicada máquina de Mr. Henson; tan dispuesto se muestra el mundo a despreciar toda cosa que se presente llena de sencillez. Para llevar a cabo el gran desiderátum de la navegación aérea, se suponía en general que debería llegarse a la complicada aplicación de algún profundísimo principio de la dinámica.
»Empero, tan satisfecho se sentía Mr. Mason del buen resultado de su invención, que resolvió construir inmediatamente, si era posible, un globo de capacidad suficiente para probar su eficacia en un viaje bastante extenso; la intención original consistía en cruzar el Canal de la Mancha, como se había hecho anteriormente en el globo Nassau. A fin de llevar su proyecto a la práctica, solicitó y obtuvo el patronazgo de Sir Everard Bringhurst y de Mr. Osborne, caballeros bien conocidos por su saber científico y el interés que demostraban por los progresos de la navegación aérea. A pedido de Mr. Osborne, el proyecto fue mantenido en el más riguroso secreto, y las únicas personas al tanto de la idea fueron aquellas que se ocuparon de la construcción de la máquina. Construyóse ésta bajo la dirección de los señores Mason, Holland, Bringhurst y Osborne, en la residencia de este último, cerca de Penstruthal, en Gales. Mr. Henson, así como su amigo Mr. Ainsworth, fueron admitidos a una exhibición privada del globo el sábado pasado, cuando ambos caballeros hacían sus preparativos para ser incluidos entre los pasajeros del globo. No se nos ha dado la razón por la cual estos caballeros se agregaron a la expedición, pero dentro de uno o dos días haremos conocer a nuestros lectores los menores detalles concernientes al extraordinario viaje.
»El globo es de seda, barnizado con goma o caucho líquido. De vastas dimensiones, contiene más de 40.000 pies cúbicos de gas. Dado que se utilizó gas de alumbrado en vez de hidrógeno, mucho más costoso, el poder sustentatorio de la aeronave, completamente inflada y poco después, no sobrepasa las 2.500 libras. El gas de alumbrado no sólo resulta mucho más barato, sino que es fácilmente obtenible y manejable.
»Debemos a Mr. Charles Green el uso del gas de alumbrado para los fines de la aeronavegación. Hasta su descubrimiento, la inflación de los globos no sólo era sumamente cara, sino de incierto resultado. Con frecuencia se empleaban dos o tres días en fútiles tentativas para procurarse suficiente cantidad de hidrógeno para llenar un globo, del cual este gas tiene gran tendencia a escapar debido a su extremada tenuidad y a su afinidad con la atmósfera circundante; Un globo suficientemente impermeable como para conservar su contenido de gas de alumbrado durante seis meses, apenas alcanzará a mantener seis semanas una carga equivalente de hidrógeno.
»Habiéndose calculado la fuerza de sustentación en 2.500 libras, y el peso de todos los viajeros en 1.200, quedaba un excedente de 1.300, de los cuales 1.200 se integraron con lastre, preparado en sacos de diferente tamaño, cada uno con su peso marcado, cordajes, barómetros, telescopios, barriles con provisiones para una quincena, tanques de agua, abrigos, sacos de noche y otras cosas indispensables, incluido un calentador de café que funcionaba por medio de cal viva, evitando así por completo el uso del fuego, justamente considerado como muy peligroso. Todos estos artículos, salvo el lastre y unas pocas cosas, fueron suspendidos del armazón superior. La barquilla es proporcionalmente mucho más pequeña y liviana que la que se había colocado en el primer modelo en escala reducida. Se la construyó de mimbre liviano y es extraordinariamente fuerte a pesar de su frágil aspecto. Tiene unos cuatro pies de profundidad. El gobernalle es mucho más grande que el del modelo, mientras la hélice es bastante más pequeña. El globo está provisto de un ancla con varios ganchos y una cuerda-guía. Esta última es de excepcional importancia y requiere algunas palabras explicativas para aquellos lectores que no se hallan al tanto de la misma.
»Tan pronto el globo se aleja de la tierra, queda sometido a diversas circunstancias que tienden a crear una diferencia en su peso, aumentando y disminuyendo su fuerza ascensional. Por ejemplo, en la seda puede depositarse el rocío, hasta pesar varios cientos de libras; preciso es entonces arrojar lastre, pues de lo contrario la aeronave descenderá. Arrojado el lastre, si el sol hace evaporar el rocío, dilatando al mismo tiempo el gas del globo, éste volverá a ascender. Para impedirlo, el único recurso posible (hasta que Mr. Green inventó la cuerda-guía) consistía en dejar escapar un poco de gas por medio de una válvula. Pero la pérdida de gas supone una pérdida equivalente de poder ascensional, vale decir que después de un período relativamente breve el globo mejor construido agotará sus recursos y tendrá que descender. Esto constituía hasta entonces el gran obstáculo para los viajes largos.
»La cuerda-guía remedia esta dificultad de la manera más simple que imaginarse pueda. Consiste en una soga muy larga que cuelga de la barquilla, destinada a impedir que el globo varíe de altitud bajo ninguna circunstancia. Si, por ejemplo, se deposita humedad en la cubierta de seda y la aeronave empieza a descender, no será necesario arrojar lastre para compensar este aumento de peso, sino que bastará soltar la soga hasta que arrastre por el suelo todo lo necesario para establecer el equilibrio. Si, por el contrario, alguna otra circunstancia ocasionara un aligeramiento del globo y su consiguiente ascenso, se lo contrarresta recogiendo cierta cantidad de soga, cuyo peso se agrega entonces al del globo. En esta forma el aeróstato sólo subirá y bajará muy poco, y su capacidad de gas y de lastre se mantendrá invariable. Cuando se vuela sobre una superficie líquida hay que emplear pequeños barriles de cobre o madera, llenos de una sustancia líquida más liviana que el agua. Dichos barriles flotan y cumplen la misma función que la soga en tierra firme. Otra función importante de esta última consiste en señalar la dirección del globo. Tanto en tierra como en mar, la cuerda arrastra sobre la superficie y, por tanto, el globo vuela siempre un poco adelantado con respecto a ella; basta, pues, establecer una relación entre ambos objetos por medio del compás para establecer el rumbo. Del mismo modo, el ángulo formado por la cuerda con el eje vertical del globo indica la velocidad de éste. Cuando no hay ningún ángulo, o, en otras palabras, cuando la cuerda cuelga verticalmente, el aparato se encuentra estacionario; cuanto más abierto sea el ángulo, es decir, cuanto más adelante se halle el globo con respecto al extremo de la cuerda, mayor será la velocidad, y viceversa.
»Como la intención original consistía en cruzar el Canal de la Mancha y descender lo más cerca posible de París, los viajeros habían tenido la precaución de proveerse de pasaportes válidos para todos los países del continente, especificando la naturaleza de la expedición, como en el caso del viaje del Nassau, y facilitándoles la exención de las formalidades habituales de las aduanas; acontecimientos inesperados, empero, hicieron inútiles estos documentos.
»La inflación del globo empezó con la mayor reserva al amanecer del sábado 6 del corriente, en el gran patio de Wheal-Vor House, residencia de Mr. Osborne, a una milla de Penstruthal, Gales del Norte. A las once y siete minutos los preparativos quedaron terminados, y el globo se elevó suave pero seguramente en dirección al sur. Durante la primera media hora no se emplearon ni la hélice ni el gobernalle. Transcribimos ahora el diario de viaje, según lo recogió Mr. Forsyth de los manuscritos de los señores Monck Mason y Ainsworth. El cuerpo principal del diario es de puño y letra de Mr. Mason, al cual se agrega una posdata diaria de Mr. Ainsworth, quien tiene en preparación y dará pronto a conocer una crónica tan detallada cuanto apasionante del viaje.»
El diario
«Sábado 6 de abril.-Luego que todos los preparativos que podían resultar molestos quedaron terminados durante la noche, empezamos la inflación al alba; una espesa niebla que envolvía los pliegues de la seda y no nos permitía disponerla debidamente atrasó esta tarea hasta las once de la mañana. Desamarramos entonces llenos de optimismo y subimos suave pero continuamente, con un ligero viento del norte que nos llevó hacia el Canal de la Mancha. Notamos que la fuerza ascensional era mayor de lo que esperábamos; una vez que hubimos remontado sobrepasando la zona de los acantilados, los rayos solares influyeron para que nuestro ascenso se hiciera aún más rápido. No quise, sin embargo, perder gas en esta temprana etapa de nuestra aventura, y decidimos seguir subiendo. No tardamos en recoger nuestra cuerda-guía, pero, aun después que hubo dejado de tocar tierra, seguimos subiendo con notable rapidez. El globo se mostraba insólitamente estable y su aspecto era magnífico. Diez minutos después de salir, el barómetro indicaba 15.000 pies de altitud. Teníamos un tiempo excelente, y el panorama de las regiones circundantes, uno de los más románticos visto desde cualquier lado, era ahora particularmente sublime. Las numerosas y profundas hondonadas daban la impresión de lagos, a causa de los densos vapores que las llenaban, y los montes y picos del sudeste, amontonados en inextricable confusión, sólo admitían ser comparados con las gigantescas ciudades de las fábulas orientales.
»Nos acercábamos rápidamente a las montañas meridionales, pero estábamos lo bastante elevados como para franquearlas sin riesgo. Pocos minutos después las sobrevolamos magníficamente; tanto Mr. Ainsworth como los dos marinos se sorprendieron de su aparente pequeñez vistas desde la barquilla, ya que la gran altitud de un globo tiende a reducir las desigualdades de la superficie de la tierra hasta dar la impresión de una continua llanura. A las once y media, derivando siempre hacia el sur, tuvimos nuestra primera visión del Canal de Bristol; quince minutos más tarde, los rompientes de la costa se hallaban debajo de nosotros, e iniciábamos el vuelo sobre el mar. Resolvimos entonces soltar suficiente gas como para que nuestra cuerda-guía, con las boyas atadas al extremo, tomara contacto con el agua. Hízose así de inmediato e iniciamos un descenso gradual. Veinte minutos más tarde nuestra primera boya tocó el agua y, cuando la segunda estableció a su vez contacto, quedamos a una altura estacionaria. Todos estábamos ansiosos por probar la eficacia del gobernalle y de la hélice, y los hicimos funcionar inmediatamente a fin de acentuar el rumbo hacia el este, en dirección a París. Gracias al timón, no tardamos en desviarnos en ese sentido, manteniendo el rumbo casi en ángulo recto con el del viento; luego hicimos funcionar el resorte de la hélice y nos regocijamos muchísimo al comprobar que nos impulsaba exactamente como queríamos. En vista de ello lanzamos nueve hurras de todo corazón y arrojamos al mar una botella conteniendo un pergamino donde se describía brevemente el principio de la invención.
»Apenas habíamos terminado de expresar nuestro contento, cuando un accidente inesperado nos descorazonó muchísimo. El vástago de acero que conectaba el resorte con la hélice se salió bruscamente de su lugar en la barquilla (a causa de un balanceo de la misma, ocasionado por algún movimiento de uno de los marinos que habíamos embarcado con nosotros), y quedó colgando lejos de nuestro alcance, tomado en el pivote del eje de la hélice. Mientras tratábamos de recuperarlo, y nuestra atención se hallaba por completo absorbida en esto, nos tomó un fortísimo viento del este que nos llevó con fuerza creciente rumbo al Atlántico. Pronto nos encontramos volando a un promedio que ciertamente no era inferior a cincuenta o sesenta millas por hora, tanto que llegamos a la altura de Cape Clear, situado a unas cuarenta millas al norte, antes de haber asegurado el vastago y tener una idea clara de lo que ocurría.
»Fue entonces cuando Mr. Ainsworth formuló una propuesta extraordinaria, pero que en mi opinión no tenía nada de irrazonable o de quimérica, y que fue inmediatamente secundada por Mr. Holland: quiero decir que aprovecháramos la fuerte brisa que nos impulsaba y, en lugar de retroceder rumbo a París, hiciéramos la tentativa de alcanzar la costa de Norteamérica, la cual (¡cosa rara!) sólo fue objetada por los dos marinos. Pero, como estábamos en mayoría, dominamos sus temores y decidimos mantener resueltamente el rumbo. Seguimos, pues, hacia el oeste; pero como el arrastre de las boyas demoraba nuestro avance y teníamos perfecto dominio sobre el globo, tanto para subir como para bajar, empezamos por desprendernos de cincuenta libras de lastre y luego, por medio de un cabrestante, recogimos la cuerda hasta conseguir que no tocara la superficie del mar. Inmediatamente notamos el efecto de esta maniobra, pues aumentó nuestra velocidad y, como el viento acreciera, volamos con una rapidez casi inconcebible; la cuerda-guía flotaba detrás de la barquilla como un gallardete en un navío.
»De más está decir que nos bastó poquísimo tiempo para perder de vista la costa. Pasamos sobre cantidad de navíos de toda clase, algunos de los cuales trataban de navegar a la bolina, pero en su mayoría se mantenían a la capa. Provocamos el más extraordinario revuelo a bordo de todos ellos, revuelo del que gozamos grandemente, y muy especialmente nuestros dos marineros, que, bajo la influencia de un buen trago de ginebra, se habían resuelto a tirar por la borda todo escrúpulo y todo temor. Muchos de aquellos barcos nos dispararon salvas, y en todos ellos fuimos saludados con sonoros hurras (que oíamos con notable nitidez) y saludos con gorras y pañuelos. Continuamos en esta forma durante todo el día sin mayores incidentes, y cuando nos envolvieron las sombras de la noche, calculamos grosso modo la distancia recorrida, encontrando que no podía bajar de quinientas millas, y probablemente las excedía por mucho. La hélice funcionaba continuamente y sin duda ayudaba en gran medida a nuestro avance. Cuando se puso el sol, el viento se convirtió en un verdadero huracán y el océano era perfectamente visible a causa de su fosforescencia. El viento sopló del este toda la noche, dándonos los mejores augurios de éxito. Sufrimos muchísimo a causa del frío, y la humedad atmosférica era harto desagradable; pero el amplio espacio en la barquilla nos permitía acostarnos, y con ayuda de nuestras capas y algunos colchones pudimos arreglarnos bastante bien.
»P. S. (por Ainsworth). Las últimas nueve horas han sido indiscutiblemente las más apasionantes de mi vida. Imposible imaginar nada más exaltante que el extraño peligro, que la novedad de una aventura como ésta. ¡Quiera Dios que triunfemos! No pido el triunfo por la mera seguridad de mi insignificante persona, sino por el conocimiento de la humanidad y por la grandeza de semejante triunfo. Sin embargo, la hazaña es tan practicable que me asombra que los hombres hayan vacilado hasta ahora en intentarla. Basta con que una galerna como la que ahora nos favorece arrastre un globo durante cuatro o cinco días (y estos huracanes suelen durar más) para que el viajero se vea fácilmente transportado de costa a costa. Con un viento semejante el vasto Atlántico se convierte en un mero lago.
»En este momento lo que más me impresiona es el supremo silencio que reina en el mar por debajo de nosotros, a pesar de su gran agitación. Las aguas no hacen oír su voz a los cielos. El inmenso océano llameante se retuerce y sufre su tortura sin quejarse. Las crestas montañosas sugieren la idea de innumerables demonios gigantescos y mudos, que luchan en una imponente agonía. En una noche como ésta, un hombre vive, vive un siglo entero de vida ordinaria; y no cambiaría yo esta arrebatadora delicia por todo ese siglo de vida común.
»Domingo 7 (Diario de Mr. Mason).- A las diez de la mañana la galerna amainó hasta convertirse en un viento de ocho o nueve nudos (con respecto a un barco en alta mar), llevándonos a una velocidad de unas treinta millas horarias. El viento ha girado considerablemente hacia el norte, y ahora, a la puesta del sol, mantenemos nuestro rumbo hacia el oeste gracias al gobernalle y a la hélice, que cumplen sus tareas de manera admirable. Considero que mi mecanismo ha tenido el mejor de los éxitos, y la navegación aérea hacia cualquier rumbo (y no a merced de los vientos) deja de ser un problema. Cierto es que no hubiéramos podido volar en contra del fuerte viento de ayer, pero, en cambio, ascendiendo, hubiésemos escapado a su influencia de haber sido ello necesario. Estoy convencido de que con ayuda de la hélice podríamos avanzar contra un viento bastante intenso. A mediodía alcanzamos una altura de 25.000 pies, luego de arrojar lastre. Buscábamos una corriente de aire más directa, pero no hallamos ninguna tan favorable como la que seguimos ahora. Tenemos abundante provisión de gas para cruzar este insignificante charco, aunque el viaje nos lleve tres semanas. El resultado final no me inspira el más mínimo temor. Las dificultades de la empresa han sido extrañamente exageradas y mal entendidas. Puedo elegir mi viento más favorable y, en caso de que todos los vientos fuesen contrarios, la hélice me permitiría seguir adelante. No ha habido ningún incidente digno de mención. La noche se anuncia muy serena.
»P. S. (por Mr. Ainsworth).- Poco tengo que anotar, salvo que, para mi sorpresa, a una altura igual a la del Cotopaxi no he sentido ni mucho frío, ni dificultad respiratoria o jaqueca. Todos mis compañeros coinciden conmigo; tan sólo Mr. Osborne se quejó de cierta opresión en los pulmones, pero pronto se le pasó. Hemos volado a gran velocidad durante el día y debemos hallarnos a más de la mitad del Atlántico. Pasamos sobre veinte o treinta navíos de diversos tipos, y todos ellos se mostraron jubilosamente asombrados. Cruzar el océano en globo no es, después de todo, una hazaña tan ardua. Omne ignotum pro magnifico. Detalle interesante: a 25.000 pies de altura el cielo parece casi negro y las estrellas se ven con toda claridad; en cuanto al mar, no aparece convexo, como podría suponerse, sino total y absolutamente cóncavo[40].
»Lunes 8 (Diario de Mr. Mason).- Esta mañana volvimos a tener algunas dificultades con la varilla de la hélice, que deberá ser completamente modificada en el futuro, para evitar accidentes serios. Aludo al vastago de acero y no a las paletas, pues éstas son inmejorables. El viento sopló constante y fuertemente del norte durante todo el día, y hasta ahora la fortuna parece dispuesta a favorecernos. Poco antes de aclarar nos alarmaron algunos extraños ruidos y sacudidas en el globo, que, sin embargo, no tardaron en cesar. Aquellos fenómenos se debían a la dilatación del gas por el aumento del calor atmosférico, y la consiguiente ruptura de las menudas partículas de hielo que se habían formado durante la noche en toda la estructura de tela. Arrojamos varias botellas a los navíos que encontrábamos. Vimos que una de ellas era recogida por los tripulantes de un navío, probablemente uno de los paquebotes que hacen el servicio a Nueva York. Tratamos de leer su nombre, pero no estamos seguros de haberlo entendido. Con ayuda del catalejo de Mr. Osborne desciframos algo así como Atalanta. Ahora es medianoche y seguimos volando rápidamente hacia el oeste. El mar está muy fosforescente.
»P. S. (por Mr. Ainsworth).- Son las dos de la madrugada y el tiempo sigue muy sereno; resulta difícil saberlo exactamente, pues el globo se mueve junto con el viento. No he dormido desde que salimos de Wheal-Vor, pero me es imposible seguir resistiendo y trataré de descansar un rato. Ya no podemos estar lejos de la costa americana.
»Martes 9 (por Mr. Ainsworth).- A la 1 p. m. Estamos a la vista de la costa baja de Carolina del Sur. El gran problema ha quedado resuelto. ¡Hemos cruzado el Atlántico... cómoda y fácilmente, en globo! ¡Alabado sea Dios! ¿Quién dirá desde hoy que hay algo imposible?»
Así termina el diario de navegación. Mr. Ainsworth, empero, agregó algunos detalles en su conversación con Mr. Forsyth. El tiempo estaba absolutamente calmo cuando los viajeros avistaron la costa, que fue inmediatamente reconocida por los dos marinos y por Mr. Osborne. Como este último tenía amigos en el fuerte Moultrie, se resolvió descender en las inmediaciones. Hízose llegar el globo hasta la altura de la playa (pues había marea baja, y la arena tan lisa como dura se adaptaba admirablemente para un descenso) y se soltó el ancla, que no tardó en quedar firmemente enganchada. Como es natural, los habitantes de la isla y los del fuerte se precipitaron para contemplar el globo, pero costó muchísimo trabajo convencerlos de que los viajeros venían... del otro lado del Atlántico. El ancla se hincó en tierra exactamente a las 2 p. m., y el viaje quedó completado en setenta y cinco horas, o quizá menos, contando de costa a costa. No ocurrió ningún accidente serio durante la travesía, ni se corrió peligro alguno. El globo fue desinflado sin dificultades. En momentos en que la crónica de la cual extraemos esta narración era despachada desde Charleston, los viajeros se hallaban todavía en el fuerte Moultrie. No se sabe cuáles son sus intenciones futuras, pero prometemos a nuestros lectores nuevas informaciones, ya sea el lunes o, a más tardar, el martes.
Estamos en presencia de la empresa más extraordinaria, interesante y trascendental jamás cumplida o intentada por el hombre. Vano sería tratar de deducir en este momento las magníficas consecuencias que de ella pueden derivarse.
Conversación con una momia
El symposium de la noche anterior había sido un tanto excesivo para mis nervios. Me dolía horriblemente la cabeza y me dominaba una invencible modorra. Por ello, en vez de pasar la velada fuera de casa como me lo había propuesto, se me ocurrió que lo más sensato era comer un bocado e irme inmediatamente a la cama.
Hablo, claro está, de una cena liviana. Nada me gusta tanto como las tostadas con queso y cerveza. Más de una libra por vez, sin embargo, no es muy aconsejable en ciertos casos. En cambio, no hay ninguna oposición que hacer a dos libras. Y, para ser franco, entre dos y tres no hay más que una unidad de diferencia. Puede ser que esa noche haya llegado a cuatro. Mi mujer sostiene que comí cinco, aunque con seguridad confundió dos cosas muy diferentes. Estoy dispuesto a admitir la cantidad abstracta de cinco; pero, en concreto, se refiere a las botellas de cerveza que las tostadas de queso requieren imprescindiblemente a modo de condimento.
Habiendo así dado fin a una cena frugal, me puse mi gorro de dormir con intención de no quitármelo hasta las doce del día siguiente, apoyé la cabeza en la almohada y, ayudado por una conciencia sin reproches, me sumí en profundo sueño.
Mas, ¿cuándo se vieron cumplidas las esperanzas humanas? Apenas había completado mi tercer ronquido cuando la campanilla de la puerta se puso a sonar furiosamente, seguida de unos golpes de llamador que me despertaron al instante. Un minuto después, mientras estaba frotándome los ojos, entró mi mujer con una carta que me arrojó a la cara y que procedía de mi viejo amigo el doctor Ponnonner. Decía así:
Deje usted cualquier cosa, querido amigo, apenas reciba esta carta. Venga y agréguese a nuestro regocijo. Por fin, después de perseverantes gestiones, he obtenido el consentimiento de los directores del Museo para proceder al examen de la momia. Ya sabe a cuál me refiero. Tengo permiso para quitarle las vendas y abrirla si así me parece. Sólo unos pocos amigos estarán presentes... y usted, naturalmente. La momia se halla en mi casa y empezaremos a desatarla a las once de la noche.
Su amigo, Ponnonner.
Cuando llegué a la firma, me pareció que ya estaba todo lo despierto que puede estarlo un hombre. Salté de la cama como en éxtasis, derribando cuanto encontraba a mi paso; me vestí con maravillosa rapidez y corrí a todo lo que daba a casa del doctor.
Encontré allí a un grupo de personas llenas de ansiedad. Me habían estado esperando con impaciencia. La momia hallábase instalada sobre la mesa del comedor, y apenas hube entrado comenzó el examen.
Aquella momia era una de las dos traídas pocos años antes por el capitán Arthur Sabretash, primo de Ponnonner, de una tumba cerca de Eleithias, en las montañas líbicas, a considerable distancia de Tebas, sobre el Nilo. En aquella región, aunque las grutas son menos magníficas que las tebanas, presentan mayor interés pues proporcionan muchísimos datos sobre la vida privada de los egipcios. La cámara de donde había sido extraída nuestra momia era riquísima en esta clase de datos; sus paredes aparecían íntegramente cubiertas de frescos y bajorrelieves, mientras que las estatuas, vasos y mosaicos de finísimo diseño indicaban la fortuna del difunto.
El tesoro había sido depositado en el museo en la misma condición en que lo encontrara el capitán Sabretash, vale decir que nadie había tocado el ataúd. Durante ocho años había quedado allí sometido tan sólo a las miradas exteriores del público. Teníamos ahora, pues, la momia intacta a nuestra disposición; y aquellos que saben cuan raramente llegan a nuestras playas antigüedades no robadas, comprenderán que no nos faltaban razones para congratularnos de nuestra buena fortuna.
Acercándome a la mesa, vi una gran caja de casi siete pies de largo, unos tres de ancho y dos y medio de profundidad. Era oblonga, pero no en forma de ataúd. Supusimos al comienzo que había sido construida con madera (platanus), pero al cortar un trozo vimos que se trataba de cartón o, mejor dicho, de papier mâché compuesto de papiro. Aparecía densamente ornada de pinturas que representaban escenas funerarias y otros temas de duelo; entre ellos, y ocupando todas las posiciones, veíanse grupos de caracteres jeroglíficos que sin duda contenían el nombre del difunto. Por fortuna, Mr. Gliddon era de la partida, y no tuvo dificultad en traducir los signos —simplemente fonéticos— y decirnos que componían la palabra Allamistakeo[41].
Nos costó algún trabajo abrir la caja sin estropearla, pero luego de hacerlo dimos con una segunda, en forma de ataúd, mucho menor que la primera, aunque en todo sentido parecida. El hueco entre las dos había sido rellenado con resina, por lo cual los colores de la caja interna estaban algo borrados.
Al abrirla —cosa que no nos dio ningún trabajo— llegamos a una tercera caja, también en forma de ataúd, idéntica a la segunda, salvo que era de cedro y emitía aún el peculiar aroma de esa madera. No había intervalo entre la segunda y la tercera caja, que estaban sumamente ajustadas.
Abierta esta última, hallamos y extrajimos el cuerpo. Habíamos supuesto que, como de costumbre, estaría envuelto en vendas o fajas de lino; pero, en su lugar, hallamos una especie de estuche de papiro cubierto de una capa de yeso toscamente dorada y pintada. Las pinturas representaban temas correspondientes a los varios deberes del alma y su presentación ante diferentes deidades, todo ello acompañado de numerosas figuras humanas idénticas, que probablemente pretendían ser retratos de la persona difunta. Extendida de la cabeza a los pies aparecía una inscripción en forma de columna, trazada en jeroglíficos fonéticos, la cual repetía el nombre y títulos del muerto, y los nombres y títulos de sus parientes.
En el cuello de la momia, que emergía de aquel estuche, había un collar de cuentas cilíndricas de vidrio y de diversos colores, dispuestas de modo que formaban imágenes de dioses, el escarabajo sagrado y el globo alado. La cintura estaba ceñida por un cinturón o collar parecido.
Arrancando el papiro, descubrimos que la carne se hallaba perfectamente conservada y que no despedía el menor olor. Era de coloración rojiza. La piel aparecía muy seca, lisa y brillante. Dientes y cabello se hallaban en buen estado. Los ojos (según nos pareció) habían sido extraídos y reemplazados por otros de vidrio, muy hermosos y de extraordinario parecido a los naturales, salvo que miraban de una manera demasiado fija. Los dedos y las uñas habían sido brillantemente dorados.
Mr. Gliddon era de opinión que, dada la rojez de la epidermis, el embalsamamiento debía haberse efectuado con betún; pero, al raspar la superficie con un instrumento de acero y arrojar al fuego el polvo así obtenido, percibimos el perfume del alcanfor y de otras gomas aromáticas.
Revisamos cuidadosamente el cadáver, buscando las habituales aberturas por las cuales se extraían las entrañas, pero, con gran sorpresa, no las descubrimos. Ninguno de nosotros sabía en aquel momento que con frecuencia suelen encontrarse momias que no han sido vaciadas. Por lo regular se acostumbraba extraer el cerebro por las fosas nasales y los intestinos por una incisión del costado; el cuerpo era luego afeitado, lavado y puesto en salmuera, donde permanecía varias semanas, hasta el momento del embalsamamiento propiamente dicho.
Como no encontrábamos la menor señal de una abertura, el doctor Ponnonner preparaba ya sus instrumentos de disección, cuando hice notar que eran más de las dos de la mañana. Se decidió entonces postergar el examen interno hasta la noche siguiente, y estábamos a punto de separarnos, cuando alguien sugirió hacer una o dos experiencias con la pila voltaica.
Si la aplicación de electricidad a una momia cuya antigüedad se remontaba por lo menos a tres o cuatro mil años no era demasiado sensata, resultaba en cambio lo bastante original como para que todos aprobáramos la idea. Un décimo en serio y nueve décimos en broma, preparamos una batería en el consultorio del doctor y trasladamos allí a nuestro egipcio.
Nos costó muchísimo trabajo poner en descubierto una porción del músculo temporal, que parecía menos rígidamente pétrea que otras partes del cuerpo; pero, tal como habíamos anticipado, el músculo no dio la menor muestra de sensibilidad galvánica cuando establecimos el contacto. Esta primera prueba nos pareció decisiva y, riéndonos de nuestra insensatez, nos despedíamos hasta la siguiente sesión, cuando mis ojos cayeron casualmente sobre los de la momia y quedaron clavados por la estupefacción. Me había bastado una mirada para darme cuenta de que aquellos ojos, que suponíamos de vidrio y que nos habían llamado la atención por cierta extraña fijeza, se hallaban ahora tan cubiertos por los párpados que sólo una pequeña porción de la tunica albuginea era visible.
Lanzando un grito, llamé la atención de todos sobre el fenómeno, que no podía ser puesto en discusión.
No diré que me sentí alarmado, pues en mi caso la palabra no resultaría exacta. Es probable sin embargo que, de no mediar la cerveza, me hubiera sentido algo nervioso. En cuanto al resto de los asistentes, no trataron de disimular el espanto que se apoderó de ellos. Daba lástima contemplar al doctor Ponnonner. Mr. Gliddon, gracias a un procedimiento inexplicable, había conseguido hacerse invisible. En cuanto a Mr. Silk Buckingham, no creo que tendrá la audacia de negar que se había metido a gatas debajo de la mesa.
Pasado el primer momento de estupefacción, resolvimos de común acuerdo proseguir la experiencia. Dirigimos nuestros esfuerzos hacia el dedo gordo del pie derecho. Practicamos una incisión en la zona exterior del os sesamoideum pollicis pedis, llegando hasta la raíz del músculo abductor. Luego de reajustar la batería, aplicamos la corriente a los nervios al descubierto. Entonces, con un movimiento extraordinariamente lleno de vida, la momia levantó la rodilla derecha hasta ponerla casi en contacto con el abdomen y, estirando la pierna con inconcebible fuerza, descargó contra el doctor Ponnonner un golpe que tuvo por efecto hacer salir a dicho caballero como una flecha disparada por una catapulta, proyectándolo por una ventana a la calle.
Corrimos en masa a recoger los destrozados restos de la víctima, pero tuvimos la alegría de encontrarla en la escalera, subiendo a toda velocidad, abrasado de fervor científico, y más que nunca convencido de que debíamos proseguir el experimento sin desfallecer.
Siguiendo su consejo, decidimos practicar una profunda incisión en la punta de la nariz, que el doctor sujetó en persona con gran vigor, estableciendo un fortísimo contacto con los alambres de la pila.
Moral y físicamente, figurativa y literalmente, el efecto producido fue eléctrico. En primer lugar, el cadáver abrió los ojos y los guiñó repetidamente largo rato, como hace Mr. Barnes en su pantomima; en segundo, estornudó; en tercero, se sentó; en cuarto, agitó violentamente el puño en la cara del doctor Ponnonner; en quinto, volviéndose a los señores Gliddon y Buckingham, les dirigió en perfecto egipcio el siguiente discurso:
—Debo decir, caballeros, que estoy tan sorprendido como mortificado por la conducta de ustedes. Nada mejor podía esperarse del doctor Ponnonner. Es un pobre estúpido que no sabe nada de nada. Lo compadezco y lo perdono. Pero usted, Mr. Gliddon... y usted, Silk... que han viajado y trabajado en Egipto, al punto que podría decirse que ambos han nacido en nuestra madre tierra... Ustedes, que han residido entre nosotros hasta hablar el egipcio con la misma perfección que su lengua propia... Ustedes, a quienes había considerado siempre como los leales amigos de las momias... ¡ah, en verdad esperaba una conducta más caballeresca de parte de los dos! ¿Qué debo pensar al verlos contemplar impasibles la forma en que se me trata? ¿Qué debo pensar al descubrir que permiten que tres o cuatro fulanos me arranquen de mi ataúd y me desnuden en este maldito clima helado? ¿Y cómo debo interpretar, para decirlo de una vez, que hayan permitido y ayudado a ese miserable canalla, el doctor Ponnonner, a que me tirara de la nariz?
Nadie dudará, presumo, de que, dadas las circunstancias y el antedicho discurso, corrimos todos hacia la puerta, nos pusimos histéricos, o nos desmayamos cuan largos éramos. Cabía esperar una de las tres cosas. Cada una de esas líneas de conducta hubiera podido ser muy plausiblemente adoptada. Y doy mi palabra de que no alcanzo a explicarme cómo y por qué no seguimos ninguna de ellas. Quizá haya que buscar la verdadera razón en el espíritu de nuestro tiempo, que se guía por la ley de los contrarios y la acepta habitualmente como solución de cualquier cosa por vía de paradoja e imposibilidad. Puede ser, asimismo, que el aire tan natural y corriente de la momia privara a sus palabras de todo efecto aterrador. De todos modos, los hechos son como los he contado, y ninguno de nosotros demostró espanto especial, ni pareció considerar que lo que sucedía fuese algo fuera de lo normal.
Por mi parte me sentía convencido de que todo estaba en orden, y me limité a correrme a un costado, lejos del alcance de los puños del egipcio. El doctor Ponnonner se metió las manos en los bolsillos del pantalón, miró con fijeza a la momia y se puso extraordinariamente rojo. Mr. Gliddon se acarició las patillas y se ajustó el cuello. Mr. Buckingham bajó la cabeza y se metió el dedo pulgar derecho en el ángulo izquierdo de la boca.
El egipcio lo miró severamente durante largo rato, tras lo cual hizo un gesto despectivo y le dijo:
—¿Por qué no me contesta, Mr. Buckingham? ¿Ha oído o no lo que acabo de preguntarle? ¡Sáquese ese dedo de la boca!
Mr. Buckingham se sobresaltó ligeramente, quitóse el pulgar derecho del lado izquierdo de la boca y, por vía de compensación, insertó el pulgar izquierdo en el ángulo derecho de la abertura antes mencionada.
Al no recibir respuesta de Mr. Buckingham, la momia se volvió malhumorada a Mr. Gliddon y, con tono perentorio, le preguntó qué diablos pretendíamos todos.
Mr. Gliddon le contestó detalladamente en idioma fonético; y si no fuera por la carencia de caracteres jeroglíficos en las imprentas norteamericanas, me hubiese encantado reproducir aquí su excelentísimo discurso en la forma original.
Aprovecharé la ocasión para hacer notar que la conversación con la momia se desarrolló en egipcio antiguo; tanto yo como los otros miembros no eruditos del grupo contamos con los señores Gliddon y Buckingham como intérpretes. Estos caballeros hablaban la lengua materna de la momia con inimitable fluidez y gracia; pero no pude dejar de observar que (a causa, sin duda, de la introducción de imágenes modernas, vale decir absolutamente novedosas para el egipcio) ambos eruditos se veían obligados en ocasiones a emplear formas concretas para explicar determinadas cosas. Mr. Gliddon, por ejemplo, no pudo hacer comprender en cierto momento al egipcio la palabra «política» hasta que no hubo dibujado en la pared, con un carbón, un diminuto caballero de nariz llena de verrugas, con los codos rotos, subido a una tribuna, la pierna izquierda echada hacia atrás, el brazo derecho tendido hacia adelante, cerrado el puño y los ojos vueltos hacia el cielo, mientras la boca se abría en un ángulo de noventa grados. Del mismo modo, Mr. Buckingham no consiguió hacerle entender la noción absolutamente moderna de whig hasta que el doctor Ponnonner le sugirió el medio adecuado; nuestro amigo se puso sumamente pálido, pero consintió en quitarse la peluca[42].
Se comprenderá fácilmente que el discurso de Mr. Gliddon versó principalmente sobre los grandes beneficios que el desempaquetamiento y destripamiento de las momias había proporcionado a la ciencia, aprovechando esto para excusarnos de todos los inconvenientes que pudiéramos haber causado en especial a la momia llamada Allamistakeo; concluyó sugiriendo finamente (pues apenas era una insinuación) que, una vez explicadas estas cosas, muy bien podíamos continuar con el examen proyectado.
Al oír esto, el doctor Ponnonner se puso a preparar sus instrumentos.
Pero parece ser que Allamistakeo tenía ciertos escrúpulos de conciencia —cuya naturaleza no pude llegar a comprender— con respecto a la sugestión del orador. Mostróse, sin embargo, satisfecho de las excusas ofrecidas y, bajándose de la mesa, estrechó las manos de todos los presentes.
Terminada esta ceremonia, nos ocupamos inmediatamente de reparar los daños que el bisturí había ocasionado en nuestro sujeto. Le cosimos la herida de la frente, le vendamos el pie y le aplicamos una pulgada cuadrada de esparadrapo negro en la punta de la nariz.
Notóse entonces que el conde (tal parecía ser el título de Allamistakeo) temblaba ligeramente, sin duda a causa del frío. El doctor se trasladó al punto a su guardarropa, volviendo con una magnífica chaqueta negra, admirablemente cortada por Jennings; un par de pantalones de tartán celeste con trabillas, una camisa de guinga color rosa, un chaleco de brocado, un abrigo corto blanco, un bastón con puño, un sombrero sin alas, botas de charol, guantes de cabritilla de color paja, un monóculo, un par de patillas y una corbata del modelo en cascada. Dada la disparidad de tamaño entre el conde y el doctor (que se hallaban en proporción de dos a uno), tuvimos alguna dificultad para disponer aquellas prendas en la persona del egipcio; pero, una vez vestido, hubiera podido decirse que lo estaba de verdad. Mr. Gliddon le dio entonces el brazo y lo llevó hasta un confortable sillón junto al fuego, mientras el doctor llamaba y pedía cigarros y vino.
La conversación no tardó en animarse. Como es natural, nos sentíamos muy curiosos ante el hecho bastante notable de que Allamistakeo siguiera todavía vivo.
—Hubiera pensado —expresó Mr. Buckingham— que estaba usted muerto desde hacía mucho.
—¡Cómo! —replicó el conde, profundamente sorprendido—. ¡Si apenas he pasado los setecientos años! Mi padre vivió mil y no estaba en absoluto chocho cuando murió.
Siguieron a esto una serie de preguntas y cálculos, tras de los cuales fue evidente que la antigüedad de la momia había sido muy groseramente estimada. Hacía cinco mil cincuenta años, con algunos meses, que le habían depositado en las catacumbas de Eleithias.
—Mi observación, empero —continuó Mr. Buckingham—, no se refería a la edad de usted en el momento de su entierro (ya que no tengo inconveniente en reconocer que es usted un hombre joven), sino a la inmensidad de tiempo que llevaba, según su propio testimonio, envuelto en betún.
—¿En qué? —dijo el conde.
—En betún —persistió Mr. Buckingham.
—¡Ah, sí, creo entender! El betún podía servir, en efecto; pero en mi tiempo se empleaba casi exclusivamente el bicloruro de mercurio.
—Lo que nos resulta particularmente difícil de comprender —dijo el doctor Ponnonner— es cómo, después de morir y ser enterrado en Egipto hace cinco mil años, se encuentra usted hoy lleno de vida y con aire tan saludable.
—Si hubiese estado muerto, como dice usted —replicó el conde—, lo más probable es que continuara estándolo; pero veo que se hallan ustedes en la infancia del galvanismo y no son capaces de llevar a cabo lo que en nuestros antiguos tiempos era práctica corriente. Por mi parte, caí en estado de catalepsia y mis mejores amigos consideraron que estaba muerto o que debía estarlo; me embalsamaron, pues, inmediatamente, pero... supongo que están ustedes al tanto del principio fundamental del embalsamamiento.
—¡De ninguna manera!
—¡Ah, ya veo! ¡Triste ignorancia, en verdad! Pues bien, no entraré en detalles, pero debo decir que en Egipto el embalsamamiento propiamente dicho consistía en la suspensión indefinida de todas las funciones animales sometidas al proceso. Empleo el término «animal» en su sentido más amplio, incluyendo no sólo el ser físico, sino el moral y el vital. Repito que el principio básico consistía entre nosotros en suspender y mantener latentes todas las funciones animales sometidas al proceso de embalsamamiento. O sea, que, en resumen, cualquiera fuese la condición en que se encontraba el sujeto en el momento de ser embalsamado, así continuaba por siempre. Pues bien, como afortunadamente soy de la sangre del Escarabajo, fui embalsamado vivo, tal como me ven ustedes ahora.
—¡La sangre del Escarabajo! —exclamó el doctor Ponnonner.
—Sí. El Escarabajo era el emblema, las «armas» de una distinguidísima familia patricia muy poco numerosa. Ser «de la sangre del Escarabajo» significa sencillamente pertenecer a dicha familia cuyo emblema era el Escarabajo. Hablo figurativamente.
—Pero, ¿qué tiene eso que ver con que esté usted vivo?
—Pues bien, la costumbre general en Egipto consiste en extraer el cerebro y las entrañas del cadáver antes de embalsamarlo; tan sólo la raza de los Escarabajos se eximía de esa práctica. De no haber sido yo un Escarabajo, me hubiera quedado sin cerebro y sin entrañas; no resulta cómodo vivir sin ellos.
—Ya veo —dijo Mr. Buckingham—, y presumo que todas las momias que nos han llegado enteras son de la raza del Escarabajo.
—Sin la menor duda.
—Yo había pensado —dijo tímidamente Mr. Gliddon— que el Escarabajo era uno de los dioses egipcios.
—¿Uno de los qué egipcios? —gritó la momia, poniéndose de pie.
—Uno de los dioses —repitió el erudito.
—Mr. Gliddon, estoy estupefacto al oírle hablar de esa manera —dijo el conde, volviendo a sentarse—. Ninguna nación de este mundo ha reconocido nunca más de un dios. El Escarabajo, el Ibis etc., eran para nosotros los símbolos (como seres semejantes lo fueron para otros), los intermediarios a través de los cuales adorábamos a un Creador demasiado augusto para dirigirnos a él directamente.
Hubo una pausa. La conversación fue reanudada por el doctor Ponnonner.
—A juzgar por lo que nos ha explicado usted —dijo—, no sería improbable que en las catacumbas próximas al Nilo haya otras momias de la raza de los Escarabajos e igualmente vivas.
—Sin la menor duda —replicó el conde—. Todos los Escarabajos embalsamados vivos por accidente siguen estando vivos. Incluso algunos de aquéllos, embalsamados expresamente, pueden haber sido olvidados por sus ejecutores testamentarios y, sin duda, continúan en sus tumbas.
—¿Sería usted tan amable de explicarnos —pregunté— qué entiende por embalsamar «expresamente»?
—Con mucho gusto —repuso la momia, luego de mirarme atentamente a través del monóculo, pues era la primera vez que me atrevía a hacerle una pregunta directa.
—Con mucho gusto —repitió—. La duración usual de la vida humana en mi tiempo era de unos ochocientos años. Pocos hombres morían, a menos de sobrevenirles algún accidente extraordinario, antes de los seiscientos; pero la cifra anterior era considerada como el término natural. Luego de descubierto el principio del embalsamamiento, tal como lo he explicado antes, nuestros filósofos pensaron que sería posible satisfacer una muy laudable curiosidad, y a la vez contribuir grandemente a los intereses de la ciencia, si ese término natural era vivido en varias etapas. En el caso de la historia, sobre todo, la experiencia había demostrado que algo así resultaba indispensable. Un historiador, por ejemplo, llegado a la edad de quinientos años, escribía un libro con muchísimo celo, y luego se hacía embalsamar cuidadosamente, dejando instrucciones a sus albaceas pro tempore, para que lo resucitaran transcurrido un cierto período —digamos quinientos o seiscientos años—. Al reanudar su vida, el sabio descubría invariablemente que su gran obra se había convertido en una especie de libreta de notas reunidas al azar, algo así como una palestra literaria de todas las conjeturas antagónicas, los enigmas y las pendencias personales de un ejército de exasperados comentadores. Aquellas conjeturas, etc., que recibían el nombre de notas o enmiendas, habían tapado, deformado y agobiado de tal manera el texto, que el autor se veía precisado a encender una linterna para buscar su propio libro. Una vez descubierto, no compensaba nunca el trabajo de haberlo buscado. Luego de escribirlo íntegramente de nuevo, el historiador consideraba su deber ponerse a corregir de inmediato, con su conocimiento y experiencias personales, las tradiciones corrientes sobre la época en que había vivido anteriormente. Y así, ese proceso de nueva redacción y de rectificación personal, cumplido de tiempo en tiempo por diversos sabios, impedía que nuestra historia se convirtiera en una pura fábula.
—Perdóneme usted —dijo en este punto el doctor Ponnonner, apoyando suavemente la mano sobre el brazo del egipcio—. Perdóneme usted, señor, pero... ¿puedo interrumpirlo un instante?
—Ciertamente, señor —replicó el conde.
—Tan sólo una pregunta —continuó el doctor—. Mencionó usted las correcciones personales del historiador a las tradiciones referentes a su propio tiempo. Dígame usted: ¿qué proporción de dichas tradiciones eran verdaderas?
—Pues bien, señor mío, los historiadores descubrían que las tales tradiciones se encontraban absolutamente a la par de las historias mismas antes de ser reescritas; vale decir que en ellas no había jamás, y bajo ninguna circunstancia, la menor palabra que no fuera total y radicalmente falsa.
—De todas maneras —insistió el doctor—, puesto que sabemos que han pasado por lo menos cinco mil años desde su entierro, doy por descontado que las historias de aquel período, si no las tradiciones, eran suficientemente explícitas sobre el tema de mayor interés universal, o sea la Creación, que, como bien sabe usted, se produjo hace tan sólo diez siglos.
—¡Caballero! —exclamó el conde Allamistakeo.
El doctor repitió sus palabras, pero sólo logró que el egipcio las comprendiera después de muchas explicaciones adicionales. Entonces, no sin vacilar, dijo este último:
—Confieso que las ideas que acaba de sugerirme me resultan completamente nuevas. En mis tiempos jamás supe que alguien abrigara la singular fantasía de que el universo (o este mundo, si lo profiere) hubiera tenido jamás un principio. Sólo recuerdo que una vez —una vez tan sólo— escuché de un hombre de grandes conocimientos cierta remota insinuación acerca del origen de la raza humana, y esa misma persona empleó la palabra Adán (o sea tierra roja) que acaba de emplear usted. Pero él lo hizo en un sentido muy amplio, refiriéndose a la generación espontánea de cinco vastas hordas humanas salidas del limo (como nacen miles de otros organismos inferiores), y que surgieron simultáneamente en cinco partes distintas y casi iguales del globo.
Al oír esto nos miramos, encogiéndonos de hombros, y uno o dos se llevaron un dedo a la sien con aire significativo. Entonces Mr. Silk Buckingham, luego de echar una ojeada al occipucio y a la coronilla de Allamistakeo, habló como sigue:
—La larga duración de la vida en sus tiempos, así como la costumbre ocasional de pasarla en distintas etapas según nos ha explicado usted, debe haber contribuido profundamente al desarrollo y a la acumulación general del saber. Presumo, pues, que la marcada inferioridad de los egipcios antiguos en materias científicas, si se los compara con los modernos, y más especialmente con los yanquis, nace de la mayor dureza del cráneo egipcio.
—Debo confesar nuevamente —repuso el conde con mucha gentileza— que me cuesta un tanto comprenderle. ¿A qué materias científicas se refiere, por favor?
Uniendo nuestras voces, le dimos entonces toda clase de detalles sobre las teorías frenológicas y las maravillas del magnetismo animal.
Luego de escucharnos hasta el fin, el conde se puso a narrarnos algunas anécdotas que demostraron claramente cómo los prototipos de Gall y de Spurzheim habían florecido en Egipto en tiempos tan remotos como para que su recuerdo se hubiese perdido; así como que los procedimientos de Mesmer eran despreciables triquiñuelas comparados con los verdaderos milagros de los sabios de Tebas, capaces de crear piojos y muchos otros seres similares.
Pregunté al conde si su pueblo sabía calcular los eclipses. Sonrió un tanto desdeñosamente y me contesto que sí.
Esto me desconcertó algo, pero seguí haciéndole preguntas sobre sus conocimientos astronómicos hasta que uno de los presentes, que hasta entonces no había abierto la boca, me susurró al oído que para esa clase de informaciones haría mejor en consultar a Ptolomeo (sin explicarme quién era), así como a un tal Plutarco, en su De facie lunœ.
Interrogué entonces a la momia acerca de espejos ustorios y lentes, y de manera general sobre la fabricación del vidrio; pero, apenas había formulado mis preguntas, cuando el contertulio silencioso me apretó suavemente el codo, pidiéndome en nombre de Dios que echara un vistazo a Diodoro de Sicilia. En cuanto al conde, se limitó a preguntarme, a modo de respuesta, si los modernos poseíamos microscopios que nos permitieran tallar camafeos en el estilo de los egipcios.
Mientras pensaba cómo responder a esta pregunta, el pequeño doctor Ponnonner se puso en descubierto de la manera más extraordinaria.
—¡Vaya usted a ver nuestra arquitectura! —exclamó, con enorme indignación por parte de los dos egiptólogos, quienes lo pellizcaban fuertemente sin conseguir que se callara.
—¡Vaya a ver la fuente del Bowling Green, de Nueva York! —gritaba entusiasmado—. ¡O, si le resulta demasiado difícil de contemplar, eche una ojeada al Capitolio de Washington!
Y nuestro excelente y diminuto médico siguió detallando minuciosamente las proporciones del edificio del Capitolio. Explicó que tan sólo el pórtico se hallaba adornado con no menos de veinticuatro columnas, las cuales tenían cinco pies de diámetro y estaban situadas a diez pies una de otra.
El conde dijo que lamentaba no recordar en ese momento las dimensiones exactas de cualquiera de los principales edificios de la ciudad de Aznac, cuyos cimientos habían sido puestos en la noche de los tiempos, pero cuyas ruinas seguían aún en pie en la época de su entierro, en un desierto al oeste de Tebas. Recordaba empero (ya que de pórtico se trataba) que uno de ellos, perteneciente a un palacio secundario en un suburbio llamado Karnak, tenía ciento cuarenta y cuatro columnas de treinta y siete pies de circunferencia, colocadas a veinticinco pies una de otra. A este pórtico se llegaba desde el Nilo por una avenida de dos millas de largo, compuesta por esfinges, estatuas y obeliscos, de veinte, sesenta y cien pies de altura. El palacio, hasta donde alcanzaba a recordar, tenía dos millas de largo, y su circuito total debía alcanzar las siete millas. Las paredes estaban ricamente pintadas con jeroglíficos en el interior y exterior. El conde no pretendía afirmar que dentro del área del palacio hubieran podido construirse unos cincuenta o sesenta Capitolios como el del doctor, pero, aun sin estar completamente seguro, pensaba que, con algún esfuerzo, se hubieran podido meter doscientos o trescientos. Claro que, después de todo, el palacio de Karnak era bastante insignificante. De todas maneras el conde no podía negarse conscientemente a admitir el ingenio, la magnificencia y la superioridad de la fuente del Bowling Green, tal como la había descrito el doctor. Se veía forzado a reconocer que en Egipto jamás se había visto una cosa semejante.
Pregunté entonces al conde qué opinaba de nuestros ferrocarriles
Contestó que no opinaba nada en especial. Los ferrocarriles eran un tanto débiles, mal concebidos y torpemente realizados. Por supuesto que no se los podía comparar con las enormes calzadas, perfectamente lisas, directas y con vías de hierro, sobre las cuales los egipcios transportaban templos enteros y sólidos obeliscos de ciento cincuenta pies de altura.
Aludí a nuestras gigantescas fuerzas mecánicas.
Convino en que algo sabíamos de esas cosas, pero me preguntó cómo me las habría arreglado para colocar las impostas de los dinteles, aun en un templo tan pequeño como el de Karnak.
Decidí no escuchar esta pregunta, y quise saber si tenía alguna idea sobre los pozos artesianos. El conde se limitó a levantar las cejas, mientras Mr. Gliddon me guiñaba con violencia el ojo y me decía en voz baja que los ingenieros encargados de las perforaciones en el Gran Oasis acababan de descubrir uno hacía muy poco.
Mencioné entonces nuestro acero, pero el egipcio levantó desdeñosamente la nariz y me preguntó si nuestro acero habría podido ejecutar los profundos relieves que se ven en los obeliscos y que se ejecutaban con la sola ayuda de instrumentos de cobre.
Esto nos desconcertó tanto que juzgamos prudente trasladar la ofensiva al campo metafísico. Mandamos buscar un ejemplar de un libro llamado The Dial, y le leímos en alta voz uno o dos capítulos acerca de algo no muy claro, pero que los bostonianos denominaban el Gran Movimiento del Progreso.
El conde se limitó a decir que los Grandes Movimientos eran cosas tristemente vulgares en sus días; en cuanto al Progreso, en cierta época había sido una verdadera calamidad, pero nunca llegó a progresar.
Hablamos entonces de la belleza e importancia de la democracia, y tuvimos gran trabajo para hacer entender debidamente al conde las ventajas de que gozábamos viviendo allí donde existía el sufragio ad libitum, y no había ningún rey.
Nos escuchó muy interesado y, en realidad, me dio la impresión de que se divertía muchísimo. Cuando hubimos terminado, nos hizo saber que, mucho tiempo atrás, había ocurrido entre ellos algo parecido. Trece provincias egipcias decidieron ser libres y dar un magnífico ejemplo al resto de la humanidad. Sus sabios se reunieron y confeccionaron la más ingeniosa constitución que pueda concebirse. Durante un tiempo se las arreglaron notablemente bien, sólo que su tendencia a la fanfarronería era prodigiosa. La cosa terminó, empero, el día en que los quince Estados, a quienes se agregaron otros quince o veinte, se consolidaron creando el más odioso e insoportable despotismo que jamás se haya visto en la superficie de la tierra.
Pregunté el nombre del tirano usurpador.
El conde creía recordar que se llamaba Populacho.
No sabiendo qué decir a esto, alcé mi voz para deplorar la ignorancia de los egipcios sobre el vapor.
El conde me miró lleno de asombro, pero no dijo nada. En cambio el contertulio silencioso me dio fuertemente en las costillas con el codo, diciéndome que bastante había hecho ya el ridículo, y preguntándome si realmente era tan tonto como para no saber que la moderna máquina de vapor deriva de la invención de Hero, pasando por Salomón de Caus.
Nos hallábamos en grave peligro de ser derrotados. Pero, entonces, para nuestra buena suerte, el doctor Ponnonner acudió a socorrernos e inquirió si el pueblo egipcio pretendía rivalizar seriamente con los modernos en la importantísima cuestión del vestido.
El conde, al oír esto, miró las trabillas de sus pantalones y, tomando luego uno de los faldones de su chaqueta, se lo acercó a los ojos durante largo rato. Por fin lo dejó caer, mientras su boca se iba extendiendo gradualmente de oreja a oreja; pero no recuerdo que dijese nada a manera de contestación.
Recobramos así nuestro ánimo, y el doctor, acercándose con gran dignidad a la momia, le pidió que declarara francamente, por su honor de caballero, si alguna vez los egipcios habían sido capaces de comprender la fabricación de las pastillas de Ponnonner o de las píldoras de Brandeth.
Esperamos ansiosamente una respuesta, pero en vano. La respuesta no llegaba. El egipcio se sonrojó y bajó la cabeza. Jamás se vio triunfo más completo; jamás una derrota fue sobrellevada con tan poca gracia. Realmente me resultaba insoportable el espectáculo de la mortificación de la pobre momia. Busqué mi sombrero, me incliné secamente y salí.
Al llegar a casa vi que eran las cuatro pasadas, y me metí inmediatamente en cama. Son ahora las diez de la mañana. Desde las siete estoy levantado, redactando esta crónica para beneficio de mi familia y de la humanidad. A la primera no volveré a verla. Mi mujer es una arpía. Diré la verdad: estoy amargamente cansado de esta vida y del siglo xix en general. Me siento convencido de que todo va mal. Además tengo gran ansiedad por saber quién será Presidente en 2045. Por eso, tan pronto me haya afeitado y bebido una taza de café, volveré a casa de Ponnonner y me haré embalsamar por un par de cientos de años.
Mellonta tauta
Al director del Lady’s Book:
Tengo el honor de enviarle para su revista un artículo que espero sea usted capaz de comprender más claramente que yo. Es una traducción hecha por mi amigo Martin Van Buren Navis (llamado «El brujo de Poughkeepsie») de un manuscrito de extraña apariencia que encontré hace aproximadamente un año dentro de un porrón tapado, flotando en el Mare Tenebrarum —mar bien descrito por el geógrafo nubio, pero rara vez visitado en nuestros días, salvo por los trascendentalistas y los buscadores de extravagancias. Suyo,
Edgar A. Poe
A bordo del globo Skylark, 1. ° de abril de 2848
Ahora, mi querido amigo, por sus pecados tendrá que soportar le inflija una larga carta chismosa. Le digo claramente que voy a castigarlo por todas sus impertinencias y que seré tan tediosa, tan discursiva, tan incoherente y tan insatisfactoria como pueda. Además, aquí estoy, enjaulada en un sucio globo, con cien o doscientos miembros de la canaille, realizando una excursión de placer (¡qué idea divertida tiene alguna gente del placer!), y sin perspectiva de tocar tierra firme durante un mes por lo menos. Nadie con quien hablar. Nada que hacer. Cuando una no tiene nada que hacer, ha llegado el momento de escribir a los amigos. Comprende usted, entonces, por qué le escribo esta carta: a causa de mi ennui y de sus pecados.
Prepare sus lentes y dispóngase a aburrirse. Pienso escribirle todos los días durante este odioso viaje.
¡Ay! ¿Cuándo visitará el pericráneo humano alguna Invención? ¿Estamos condenados para siempre a los mil inconvenientes del globo? ¿Nadie ideará un modo más rápido de transporte? Este trote lento es, en mi opinión, poco menos que una verdadera tortura. ¡Palabra, no hemos hecho más de cien millas desde que partimos! Los mismos pájaros nos dejan atrás, por lo menos algunos de ellos. Le aseguro que no exagero nada. Nuestro movimiento, sin duda, parece más lento de lo que realmente es, por no tener objetos de referencia para calcular nuestra velocidad, y porque vamos a favor del viento. Indudablemente, cuando encontramos otro globo tenemos una posibilidad de advertir cuan rápido volamos, y entonces, lo admito, las cosas no parecen tan mal. Acostumbrada como estoy a este modo de viajar, no puedo evitar una especie de vértigo cuando un globo pasa en una corriente situada directamente encima de la nuestra. Siempre me parece un inmenso pájaro de presa a punto de caer sobre nosotros y de llevarnos en sus garras. Esta mañana pasó uno, a la salida del sol, y tan cerca que su cuerda-guía rozó la red que sujeta la barquilla, causándonos seria aprensión. Nuestro capitán dijo que, si el material del globo hubiera sido la mala «seda» barnizada de quinientos o mil años atrás, hubiéramos sufrido perjuicios inevitables. Esa seda, como me lo explicó, era un tejido hecho con las entrañas de una especie de gusano de tierra. El gusano era cuidadosamente alimentado con moras —una fruta semejante a la sandía— y, cuando estaba suficientemente gordo, lo aplastaban en un molino. La pasta así obtenida recibía el nombre de papiro en su primer estado, y sufría variedad de procesos hasta convertirse finalmente en «seda». ¡Cosa singular, fue en un tiempo muy admirada como artículo de vestimenta femenina! Los globos también se construían por lo general con seda. Una clase mejor de material, según parece, se halló luego en el plumón que rodea las cápsulas de las semillas de una planta vulgarmente llamada euphorbium, pero que en aquella época la botánica denominaba vencetósigo. Esta última clase de seda recibía el nombre de seda-buckingham[43], a causa de su duración superior, y por lo general se la preparaba para el uso barnizándola con una solución de caucho, sustancia que en algunos aspectos debe de haberse asemejado a la gutapercha, ahora de uso común. Este caucho merecía en ocasiones el nombre de goma de la India o goma de whist[44], y se trataba, sin duda, de uno de los numerosos hongos existentes. No me dirá usted otra vez que en el fondo no soy una verdadera arqueóloga.
Hablando de cuerdas-guías, parece que la nuestra acaba de hacer caer al agua a un hombre que viajaba en una de las pequeñas embarcaciones propulsadas magnéticamente que surcan como enjambres el océano a nuestros pies; se trata de un barco de unas seis mil toneladas y, a lo que parece, vergonzosamente sobrecargado. No debería permitirse a esas diminutas embarcaciones que llevaran más de un número fijo de pasajeros. Como es natural, no se permitió al hombre que volviera a bordo y muy pronto él y su salvavidas se perdieron de vista. Me alegra, querido amigo, vivir en una edad demasiado ilustrada para suponer que cosas tales como los meros individuos puedan existir. La verdadera Humanidad sólo se preocupa por la masa. Y ya que estamos hablando de la humanidad, ¿sabía usted que nuestro inmortal Wiggins no es tan original en su concepción de las condiciones sociales y otros puntos análogos, como sus contemporáneos parecen suponer? Pundit me asegura que las mismas ideas fueron formuladas casi de la misma manera, hace unos mil años, por un filósofo irlandés llamado Peletero, a causa de que tenía un negocio al menudeo para la venta de pieles de gato y otros animales[45]. Pundit sabe, como no lo ignora usted, y no es posible que se engañe. ¡Cuan admirablemente vemos verificada diariamente la profunda observación del hindú Aries Tottle, según la cita Pundit! «Cabe así sostener que no una, o dos, o pocas veces, sino repetidas casi hasta el infinito, las mismas opiniones giran en círculo entre los hombres»[46].
2 de abril.- Nos pusimos hoy al habla con el cúter magnético que se halla a cargo de la sección central de los alambres telegráficos flotantes. Me entero de que cuando este dispositivo telegráfico fue puesto en funcionamiento por Horse[47], se consideraba absolutamente imposible llevar los alambres a través del mar, pero ahora lo imposible es comprender cuál era la dificultad. Así cambia el mundo. Tempora mutantur... excúseme por citar en etrusco. ¿Qué haríamos sin el telégrafo atalántico? (Pundit dice que antes se escribía «Atlántico».) Hicimos alto unos minutos para hablar con los del cúter y, entre otras gloriosas noticias, nos enteramos de que la guerra civil arde en África, mientras la peste cumple una magnífica tarea tanto en Uropa como en Hasia. ¿No es sumamente notable que, antes de que la humanidad iluminara brillantemente la filosofía, el mundo tuviera costumbre de considerar la guerra y la peste como calamidades? ¿Sabía usted que en los antiguos templos se elevaban rogativas para que esos males (!) no asolaran a la humanidad? ¿No resulta dificilísimo comprender cuáles eran los principios e intereses que movían a nuestros antepasados? ¿Estaban tan ciegos como para no percibir que la destrucción de una miríada de individuos representaba una ventaja positiva para la masa?
3 de abril.- Resulta realmente muy divertido subir por la escala de cuerda que lleva a lo alto de la esfera del globo y contemplar desde allí el mundo que nos rodea. Desde la barquilla, como bien sabe usted, el panorama no es tan amplio, pues poco se alcanza a ver verticalmente. Pero sentada aquí (desde donde le escribo), en la piazza abierta, lujosamente cubierta de almohadones, de lo alto del globo, se puede ver todo lo que ocurre en cualquier dirección. En este momento diviso una verdadera muchedumbre de globos, que presentan un aspecto sumamente animado, mientras el aire resuena con el zumbido de millones de voces humanas. He oído decir que cuando Amarillo (o como Pundit afirma, Violeta[48]), que, según parece, fue el primer aeronauta, sostenía la posibilidad de atravesar la atmósfera en todas direcciones, ascendiendo o descendiendo hasta encontrar una corriente favorable, sus contemporáneos apenas le prestaban atención, creyéndole una especie de loco ingenioso, y todo ello porque los filósofos (!) del momento declaraban que la cosa era imposible. ¡Ah, me resulta completamente inexplicable cómo una cosa tan factible pudo escapar a la sagacidad de los antiguos savants! Pero en todas las edades, los mayores obstáculos al progreso en las artes han sido creados por los así llamados hombres de ciencia. Ciertamente, nuestros hombres de ciencia no son tan intolerantes como los de antaño... Pero tengo algo muy raro que decirle al respecto. ¿Sabía usted que apenas han pasado mil años desde que los metafísicos consintieron en desengañar a la gente de la singular fantasía de que sólo existían dos caminos posibles para llegar a la verdad? ¡Créalo, si le es posible! Parece ser que hace mucho, muchísimo, en la noche de los tiempos, vivió un filósofo turco (o más posiblemente hindú) llamado Aries Tottle. Esta persona introdujo, o al menos propagó lo que se dio en llamar el método de investigación deductivo o a priori. Comenzó postulando los axiomas o «verdades evidentes por sí mismas», y de ahí pasó «lógicamente» a los resultados. Sus discípulos más notables fueron un tal Neuclides y un tal Cant. Pues bien, Aries Tottle se mantuvo inexpugnable hasta la llegada de un tal Hog, apodado «el pastor de Ettrick»[49], que predicó un sistema por completo diferente, que llamó inductivo o a posteriori. Su teoría lo remitía todo a la sensación. Hog procedía a observar, analizar y clasificar los hechos —instantiœ naturœ, como se les llamaba afectadamente— en leyes generales. En una palabra, el método de Aries Tottle se basaba en noumena, y el de Hog, en phenomena. Pues bien, tan grande admiración despertaba este último sistema que Aries Tottle quedó inmediatamente desacreditado. Más tarde recobró terreno y se le permitió compartir el reino de la Verdad con su más moderno rival. Los savants sostuvieron que las vías aristotélicas y baconianas eran los únicos caminos posibles del conocimiento. Como usted sabe, «baconiano» es un adjetivo inventado para reemplazar a «hogiano», por más eufónico y digno.
Ahora bien, querido amigo, le aseguro rotundamente que expongo esta cuestión de la manera más leal, y basándome en las autoridades más sólidas; fácilmente podrá comprender, pues, cómo una noción tan absurda debió retrasar el progreso de todo conocimiento verdadero, que avanza casi invariablemente por saltos intuitivos. La noción antigua reducía la investigación a un mero reptar; y durante siglos la ciega creencia en Hog hizo que, por así decirlo, se dejara prácticamente de pensar. Nadie se atrevía a expresar una verdad cuyo origen sólo debía a su propia alma. Ni siquiera valía que aquella verdad fuese demostrable, pues los tozudos savants de la época sólo se fijaban en el camino por el cual se había llegado a ella. No querían mirar los fines. «¡Veamos los medios, los medios!», gritaban. Si al investigar los medios se descubría que no encajaban en la categoría Aries (o sea, Carnero), ni en la categoría Hog (o sea, Cerdo), pues bien, los savants se negaban a seguir adelante, declaraban que el «teorizador» era un loco y no querían nada con él ni con su verdad.
Ni siquiera puede sostenerse aquí que, gracias al sistema de reptación, fuera posible acumular grandes cantidades de verdad a lo largo de los tiempos, pues la represión de la imaginación era un mal que no se compensaba con ninguna certeza que pudieran dar los antiguos métodos de investigación. El error de aquellos Alamanes, Francos, Inglis y Amricanos (estos últimos, dicho sea de paso, fueron nuestros antepasados inmediatos) era análogo al del sabihondo que se imagina que va a conocer mejor una cosa si la arrima a un centímetro de los ojos. Aquellas gentes se cegaban a causa de los detalles. Cuando seguían el camino del Cerdo, sus «hechos» no siempre eran tales, cosa que en sí hubiera tenido poca importancia de no mediar la circunstancia de que ellos sostenían que sí lo eran, y que tenían que serlo porque se presentaban como tales. Cuando tomaban el camino del Carnero, su marcha era apenas tan derecha como los cuernos de un morueco, puesto que jamás tenían un axioma que verdaderamente lo fuera. Debieron de estar muy ciegos para no verlo, aun en su época, pues ya entonces gran cantidad de los axiomas «establecidos» habían sido rechazados. Por ejemplo: Ex nihilo nihil fit, «un cuerpo no puede actuar allí donde no está», «no puede haber antípodas», «la oscuridad no puede nacer de la luz»; todas ellas, y una docena de proposiciones semejantes, admitidas al comienzo como axiomas, eran consideradas como insostenibles aun en el período del que hablo. ¡Gentes absurdas que persistían en depositar su fe en los axiomas como bases inmutables de la verdad! Aun si se los extrae de las obras de sus razonadores más sólidos, es facilísimo demostrar la futileza, la impalpabilidad de sus axiomas en general. ¿Quién fue el más profundo de sus lógicos? ¡Veamos! Lo mejor será que vaya a preguntarle a Pundit; volveré dentro de un minuto. ¡Ah, ya lo tengo! He aquí un libro escrito hace casi mil años y recientemente traducido del Inglis (que, dicho sea de paso, parece haber constituido los rudimentos del Amricano). Pundit afirma que se trata de la obra antigua más inteligente sobre la lógica. El autor (muy estimado en su tiempo) era un tal Miller o Mill, y nos enteramos, como detalle de cierta importancia, que era dueño de un caballo de tahona llamado «Bentham»[50]. Pero examinemos el tratado.
¡Ah! «La capacidad o la incapacidad de concebir algo —dice muy atinadamente Mr. Mill— no debe considerarse en ningún caso como criterio de verdad axiomática.» ¿Qué moderno que esté en sus cabales osaría discutir este truismo? Lo único que puede asombrarnos es cómo a Mr. Mill se le ocurrió mencionar una cosa tan obvia. Todo esto está muy bien... pero volvamos la página. ¿Qué encontramos? «Dos cosas contradictorias no pueden ser ambas verdaderas, vale decir, no pueden coexistir en la naturaleza.» Mr. Mill quiere decir, por ejemplo, que un árbol tiene que ser un árbol o no serlo, o sea, que no puede al mismo tiempo ser un árbol y no serlo. De acuerdo; pero yo le pregunto por qué. Y él me contesta —perfectamente seguro de lo que dice—: «Porque es imposible concebir que dos cosas contradictorias sean ambas verdaderas». Ahora bien, esto no es una respuesta aceptable, ya que nuestro autor acaba de admitir como truismo que «la capacidad o la incapacidad de concebir algo no debe considerarse en ningún caso como criterio de verdad axiomática».
Pues bien, no me quejo de los antiguos porque su lógica fuera, como ellos mismos lo demuestran, absolutamente infundada, fantástica y sin el menor valor, sino por su pomposa e imbécil proscripción de todos los otros caminos de la verdad, de todos los otros medios para alcanzarla, y su obstinada limitación a los dos absurdos senderos —uno para arrastrarse y otro para reptar— donde se atrevieron a encerrar el Alma que no quiere otra cosa que volar.
Dicho sea de paso, querido amigo, ¿no cree usted que nuestros antiguos dogmáticos se hubieran quedado perplejos si hubieran tenido que determinar por cuál de sus dos caminos se había logrado la más importante y sublime de todas sus verdades? Aludo a la verdad de la Gravitación. Newton la debió a Kepler. Kepler admitió que había conjeturado sus tres leyes, esas tres leyes admirables que llevaron al gran matemático inglis a su principio, esas leyes que eran la base de todo principio físico y para ir más allá de las cuales tenemos que penetrar en el reino de la metafísica. Sí, Kepler conjeturó... es decir, imaginó. Era esencialmente un «teorizador», término hoy sacrosanto y que antes constituía un epíteto despectivo. Y aquellos viejos topos, ¿no habrían sentido la misma perplejidad si hubiesen tenido que explicar por cuál de los dos «caminos» descifra un criptógrafo un mensaje en clave especialmente secreto, y por cuál de los dos caminos encaminó Champollion a la humanidad hacia esas duraderas e innumerables verdades que se derivaron del desciframiento de los jeroglíficos?
Una palabra más sobre este tema y habré terminado de aburrirlo. ¿No es extrañísimo que, con su continuo parloteo sobre los caminos de la verdad, aquellos fanáticos no vieran el gran camino que nosotros percibimos hoy tan claramente... el camino de la Coherencia? ¡Cuan singular que no hayan sido capaces de deducir de las obras de Dios el hecho vital de que toda perfecta coherencia debe ser una verdad absoluta! ¡Cuan evidente ha sido nuestro progreso desde que esta afirmación fue formulada! Las investigaciones fueron arrancadas de las manos de los topos y confiadas como tarea a los auténticos pensadores, a los hombres de imaginación ardiente. Estos últimos teorizan. ¿Puede usted imaginar el clamor de escarnio que hubieran provocado mis palabras en nuestros progenitores si pudieran inclinarse sobre mi hombro para ver lo que escribo? Estos hombres, repito, teorizan, y sus teorías son corregidas, reducidas, sistematizadas, eliminando poco a poco sus residuos incoherentes... hasta que, por fin, se logra una coherencia perfecta; y aun el más estólido admitirá que, por ser coherentes, son absoluta e incuestionablemente verdaderas.
4 de abril.- El nuevo gas hace maravillas en combinación con el perfeccionamiento de la gutapercha. ¡Cuan seguros, cómodos, manejables y excelentes son nuestros globos modernos! He aquí uno inmenso que se nos acerca a una velocidad de por lo menos ciento cincuenta millas por hora. Parece repleto de pasajeros (quizá haya a bordo trescientos o cuatrocientos) y, sin embargo, vuela a una milla de altitud, contemplándonos desde lo alto con soberano desprecio. Empero, cien o aun doscientas millas horarias representan después de todo una travesía bastante lenta. ¿Recuerda nuestro viaje por tren a través del Kanadaw? ¡Trescientas millas por hora! ¡Eso era viajar! Imposible ver nada... Nuestras únicas ocupaciones consistían en flirtear y bailar en los magníficos salones. ¿Recuerda qué extraña sensación se experimentaba cuando, por casualidad, teníamos una visión fugitiva de los objetos exteriores mientras el tren corría a toda velocidad? Cada cosa parecía única... en una sola masa. Por mi parte, debo decir que preferiría viajar en el tren lento, el de cien millas horarias. Había en él ventanillas de cristal y hasta se podía tenerlas abiertas, alcanzando alguna visión del paisaje. Pundit dice que el camino por donde pasa el gran ferrocarril del Kanadaw debió haber sido trazado hace aproximadamente novecientos años. Llega a afirmar que pueden verse huellas del antiguo camino, y que corresponden a ese antiquísimo período. Parece que los rieles eran solamente dobles; como usted sabe, los nuestros tienen doce rieles y están en preparación tres o cuatro más. Los antiguos rieles eran muy livianos y se hallaban tan juntos que, para nuestras nociones modernas, resultaban tan baladíes como peligrosos. El ancho actual de la trocha —cincuenta pies— se considera apenas suficientemente seguro... Por mi parte, no dudo de que en tiempos muy remotos debió existir una vía ferroviaria, como lo asegura Pundit; pues estoy convencidísima de que hace mucho tiempo, por lo menos siete siglos, el Kanadaw del Norte y el del Sur estuvieron unidos; ni que decir entonces que los kanawdienses se vieron obligados a tender un gran ferrocarril a través del continente.
5 de abril.- Me siento casi devorada por el ennui. Pundit es la única persona con quien se puede hablar a bordo; pero el pobrecito no sabe más que de arqueología... Se ha pasado todo el día tratando de convencerme de que los antiguos amricanos se gobernaban a sí mismos. ¿Oyó usted alguna vez despropósito semejante? Sostiene que tenían una especie de confederación donde cada persona era un individuo... a la manera de los «perros de las praderas» de que se habla en las fábulas. Dice que partieron de la idea más rara imaginable, a saber, que todos los hombres nacen libres e iguales... y esto en las mismas narices de las leyes de gradación, tan visiblemente impresas en todas las cosas, tanto en el universo moral como en el físico. Todos los hombres «votaban» (así lo llamaban), es decir, se mezclaban en los negocios públicos, hasta que se acabó por descubrir que el negocio de todos es el negocio de nadie, y que la «República» (como llamaban a esa cosa absurda) carecía completamente de gobierno. Se dice, empero, que la primera circunstancia que perturbó seriamente la autocomplacencia de los filósofos que habían construido esta «República» fue el sorprendente descubrimiento de que el sufragio universal se prestaba a los planes más fraudulentos, por medio de los cuales se obtenía la cantidad deseada de votos, sin posibilidad de descubrimiento o de prevención, y que esto podía llevarlo a cabo cualquier partido político lo bastante vil como para no sentir vergüenza del fraude. La menor reflexión sobre este descubrimiento bastó para mostrar con toda claridad que la bellaquería debía predominar; en una palabra, que un gobierno republicano no podía ser otra cosa que un gobierno de bellacos. Entonces, mientras los filósofos se ocupaban de ruborizarse por su estupidez al no haber previsto tan inevitables males, y trataban de inventar nuevas teorías, la cuestión fue bruscamente resuelta por un individuo llamado Populacho, quien tomó las cosas por su cuenta e inició un despotismo frente al cual las tiranías de los fabulosos Cerones y Heliopávalos resultaban tan respetables como deliciosas. Este Populacho (un extranjero, dicho sea de paso) parece haber sido el hombre más odioso que haya deshonrado la tierra. De gigantesca estatura, insolente, rapaz, sucio, tenía la hiel de un buey junto con el corazón de una hiena y el cerebro de un pavo real. De todos modos sirvió para algo, como ocurre con las cosas más viles, y enseñó a la humanidad una lección que ésta no habrá de olvidar: la de no correr jamás en sentido contrario a las analogías naturales. En cuanto al republicanismo, imposible encontrarle ninguna analogía en la faz de la tierra, salvo que tomemos como ejemplo a los «perros de las praderas», excepción que sólo sirve para demostrar, si demuestra algo, que la democracia es una admirable forma de gobierno...para perros.
6 de abril.- Anoche vi admirablemente bien a Alfa Lyrae, cuyo disco, a través del telescopio del capitán, subtendía un ángulo de medio grado, y tenía el mismo aspecto que presenta nuestro sol en un día neblinoso. Aunque muchísimo más grande que el sol, dicho sea de paso, Alfa Lyrae se le parece en cuanto a las manchas, la atmósfera y otros detalles. Sólo en el último siglo —según me dice Pundit— comenzó a sospecharse la relación binaria existente entre estos dos astros. El evidente movimiento de nuestro sistema en el espacio había sido considerado (¡cosa extraña!) como una órbita en torno a una prodigiosa estrella situada en el centro de la Vía Láctea. Conjeturábase que cada uno de estos cuerpos celestes giraba en torno a dicha estrella o a un centro de gravedad común a todos los astros de la Vía Láctea, que se suponía cerca de Alción, en las Pléyades; calculábase que nuestro sistema completaba su circuito en 117.000.000 de años. Pero a nosotros, con nuestras actuales luces y nuestros grandes perfeccionamientos en los telescopios, nos resulta imposible imaginar la base de semejante suposición. Su primer propagandista fue un tal Mudler[51]. Cabe presumir que la analogía lo indujo a postular tan extraña hipótesis, pero de ser así hubiera debido sostener la analogía en todo el desarrollo de su idea. Al sugerir un gran astro central, Mudler no incurría en nada ilógico. Empero, y desde un punto de vista dinámico, este astro central tendría que ser muchísimo más grande que todos los otros cuerpos celestes juntos. Cabía entonces preguntarse: «¿Cómo es que no lo vemos?» Precisamente nosotros, que ocupamos la región media del inmenso racimo, el lugar cerca del cual debería hallarse situado aquel inconcebible sol central, ¿cómo no lo vemos? Quizá en este punto el astrónomo se refugió en una noción de no-luminosidad y al hacerlo abandonó por completo la analogía. Pero, aun admitiendo que el astro central no fuera luminoso, ¿cómo explicar que el incalculable ejército de resplandecientes soles que se encaminan hacia él no lo iluminen? No hay duda de que lo que el sabio sostuvo al final fue la mera existencia de un centro de gravedad común a todos los cuerpos del espacio; pero aquí tuvo que renunciar de nuevo a la analogía. Nuestro sistema gira, es cierto, en torno de un centro común de gravedad, pero lo hace en relación con un sol material cuya masa compensa más que suficientemente las de todo el sistema junto. El círculo matemático es una curva compuesta por infinidad de líneas rectas; pero esta idea del círculo, que con relación a la geometría terrena consideramos como meramente matemática, distinguiéndola de la idea práctica de un círculo, esta idea es la única concepción práctica que cabe mantener con respecto a los titánicos círculos que debemos concebir, por lo menos en la fantasía, cuando suponemos a nuestro sistema y a sus semejantes girando en torno a un punto en el centro de la Vía Láctea. ¡Intente la más vigorosa imaginación humana dar un solo paso hacia la comprensión de un circuito tan inexpresable! Apenas resultaría paradójico decir que un relámpago, corriendo por siempre en la circunferencia de este inconcebible círculo, correría por siempre en línea recta. El camino de nuestro sol a lo largo de esta circunferencia, la dirección de nuestro sistema en semejante órbita, no puede, para la percepción humana, haberse desviado en lo más mínimo de una línea recta, ni siquiera en un millón de años; imposible suponer otra cosa, pese a lo cual aquellos astrónomos antiguos se dejaban engañar al punto de creer que una curvatura bien marcada habíase hecho visible en el breve período de la historia astronómica en ese mero punto, en esa absoluta nada de dos o tres mil años. ¡Cuan incomprensible es que consideraciones como las presentes no les indicaran inmediatamente la verdad de las cosas... o sea, la revolución binaria de nuestro sol y de Alpha Lyrae en torno a un centro común de gravedad!
7 de abril.- Continuamos anoche nuestras diversiones astronómicas. Vimos con mucha claridad los cinco asteroides neptunianos y observamos con sumo interés la colocación de una pesada imposta sobre dos dinteles en el nuevo templo de Dafnis, en la luna. Resultaba divertido pensar que criaturas tan pequeñas como los selenitas y tan poco parecidas a los hombres muestran un ingenio mecánico muy superior al nuestro. Cuesta además concebir que las enormes masas que aquellas gentes manejan fácilmente sean tan livianas como nuestra razón nos lo enseña.
8 de abril.- ¡Eureka! Pundit resplandece de alegría. Un globo de Kanadaw nos habló hoy, arrojándonos varios periódicos recientes. Contienen noticias sumamente curiosas sobre antigüedades kanawdienses o más bien amricanas. Presumo que estará usted enterado de que numerosos obreros se ocupan desde hace varios meses en preparar el terreno para una nueva fuente en Paraíso, el principal jardín privado del emperador. Parece ser que Paraíso, hablando literalmente, fue en tiempos inmemoriales una isla —vale decir que su límite norte estuvo siempre constituido (hasta donde lo indican los documentos) por un riacho o más bien un angosto brazo del mar—. Este brazo se fue ensanchando gradualmente hasta alcanzar su amplitud actual de una milla. El largo total de la isla es de nueve millas; el ancho varía mucho. Toda el área (según dice Pundit) hallábase, hace unos ochocientos años, densamente cubierta de casas, algunas de las cuales tenían hasta veinte pisos; por alguna razón inexplicable se consideraba la tierra como especialmente preciosa en esta vecindad. Empero, el desastroso terremoto del año 2050 desarraigó y asoló de tal manera la ciudad (pues era demasiado grande para llamarle poblado), que los más infatigables arqueólogos no pudieron obtener jamás elementos suficientes (como monedas, medallas o inscripciones) para establecer la más nebulosa teoría concerniente a las costumbres, modales, etc., etc., de los aborígenes. Puede decirse que todo lo que sabemos de ellos es que constituían parte de la tribu salvaje de los Knickerbockers[52], que infestaba el continente en la época de su descubrimiento por Recorder Riker, uno de los caballeros del Vellocino de Oro. No eran completamente incivilizados, sino que cultivaban diversas artes e incluso ciencias, pero a su manera. Se dice que eran muy perspicaces en ciertos aspectos pero atacados por la extraña monomanía de construir lo que en el antiguo amricano se llamaba «iglesias», o sea, unas especies de pagodas instituidas para la adoración de dos ídolos denominados Riqueza y Moda. Al final, nueve décimas partes de la isla no eran más que iglesias. Las mujeres, según parece, estaban extrañamente deformadas por una protuberancia de la región donde la espalda cambia de nombre, aunque se consideraba que esto era el colmo de la belleza, cosa inexplicable. Se han conservado milagrosamente una o dos imágenes de tan singulares mujeres. Tienen un aire muy raro... algo entre un pavo y un dromedario.
En fin, tales eran los pocos detalles que poseíamos acerca de los antiguos Knickerbockers. Parece, sin embargo, que al cavar en el centro del jardín del Emperador (que, como usted sabe, cubre toda la isla), los obreros desenterraron un bloque cúbico de granito, evidentemente tallado y que pesaba varios cientos de libras. Hallábase bien conservado y la convulsión que lo había sumido en la tierra no parecía haberlo dañado. En una de sus superficies había una placa de mármol con (¡imagínese usted!) una inscripción... una inscripción legible. Pundit está arrobado. Al desprender la placa apareció una cavidad conteniendo una caja de plomo donde había diversas monedas, un rollo de papel con nombres, documentos que tienen el aire de periódicos, y otras cosas de fascinante interés para el arqueólogo. No cabe duda de que se trata de auténticas reliquias amricanas, pertenecientes a la tribu de los Knickerbockers. Los diarios arrojados a nuestro globo contienen facsímiles de las monedas, manuscritos, caracteres tipográficos, etc. Copio para diversión de usted la inscripción Knickerbocker de la placa de mármol:
Esta piedra fundamental de un monumento
a la memoria de
JORGE WASHINGTON
fue colocada con las debidas ceremonias el
19 de octubre de 1847,
aniversario de la rendición de
Lord Cornwallis
al General Washington en Yorktown,
AD. 1781,
bajo los auspicios de la
Asociación pro monumento a Washington
de la ciudad de Nueva York.
La precedente es traducción verbatim hecha por Pundit en persona, de modo que no puede haber error. De estas pocas palabras preservadas surgen varios importantes tópicos de conocimiento, entre los cuales el no menos interesante es que, hace mil años, los verdaderos monumentos habían caído en desuso —lo cual estaba muy bien— y la gente se contentaba, como hacemos nosotros ahora, con una mera indicación de sus intenciones de erigir un monumento en tiempos venideros colocando cuidadosamente una piedra fundamental, «solitaria y sola» (me excusará usted por citar al gran poeta amricano Benton), como garantía de tan magnánima intención. Asimismo, de esa admirable piedra extraemos la seguridad del cómo, el dónde y el qué de la gran rendición de que en ella se habla. En cuanto al dónde, fue en Yorktown (dondequiera que se hallara), y por lo que respecta al qué, se trataba del general Cornwallis (sin duda algún acaudalado comerciante en granos[53]). No hay duda de que se rindió. La inscripción conmemora la rendición de... ¿de quién? Pues de «Lord Cornwallis». La única cuestión está en saber por qué querían los salvajes que se rindiera. Pero si recordamos que se trataba indudablemente de caníbales, llegamos a la conclusión de que lo querían para hacer salchichas. En cuanto al cómo de la rendición, ningún lenguaje podría ser más explícito. Lord Cornwallis se rindió (para servir de salchicha) «bajo los auspicios de la Asociación pro monumento a Washington», institución caritativa ocupada en colocar piedras fundamentales... ¡Santo Dios! ¿Qué ocurre? ¡Ah, ya veo, el globo se está viniendo abajo y tendremos que posarnos en el mar! Sólo me queda tiempo, pues, para agregar que, después de una rápida lectura de los facsímiles que aparecen en los diarios, advierto que los grandes hombres de aquellos días entre los amricanos eran un tal John, herrero, y un tal Zacarías, sastre[54].
Adiós, y hasta pronto. Poco me importa que reciba usted o no esta carta, pues la escribo solamente para divertirme. Pondré de todos modos el manuscrito en una botella y lo arrojaré al mar. Su amiga invariable,
PUNDITA
El dominio de Arnheim, o el jardín-paisaje
El jardín estaba acicalado como una hermosa dama
que yaciera voluptuosamente adormilada
y a los abiertos cielos cerrara los ojos.
Los campos de azur del cielo se congregaban
dispuestos en amplio círculo con las flores de la luz.
Los iris y las redondas chispas de rocío
que pendían de sus azules hojas parecían
estrellas titilantes centelleando en el azul de la tarde.
(Giles Fletcher)
Desde la cuna a la tumba un viento de prosperidad impulsó a mi amigo Ellison. Y no uso la palabra prosperidad en un sentido meramente mundano. La empleo como sinónimo de felicidad. La persona de quien hablo parecía nacida para ejemplificar las doctrinas de Turgot, Price, Priestley y Condorcet, para representar en un caso individual lo que se considerara la quimera de los perfeccionistas. En la breve existencia de Ellison creo haber visto refutado el dogma de que en la naturaleza misma del hombre se oculta un principio antagonista de la dicha. Un atento examen de su carrera me hizo comprender que, en general, la miseria del hombre nace de la violación de unas pocas y simples leyes de humanidad; que, como especie, poseemos elementos de contentamiento todavía no aprovechados, y que aun ahora, en medio de la oscuridad y la locura de todo pensamiento sobre el gran problema de las condiciones sociales, no es imposible que el hombre, el individuo, en ciertas circunstancias insólitas y sumamente fortuitas pueda ser feliz.
De opiniones como éstas mi joven amigo estaba también muy penetrado, y es oportuno señalar que el gozo ininterrumpido que caracterizó su vida era en gran medida resultado de un sistema preconcebido. Es evidente que con menos de esa filosofía instintiva, que en muchos casos tan bien sustituye a la experiencia, Ellison se hubiera visto precipitado, por el extraordinario éxito de su vida, en el común torbellino de desdicha que se abre ante los hombres eminentemente dotados. Pero en modo alguno me propongo escribir un ensayo sobre la felicidad. Las ideas de mi amigo pueden resumirse en unas pocas palabras. Admitía tan sólo cuatro principios o, más estrictamente, cuatro condiciones elementales de felicidad. La principal para él era (¡cosa extraña de decir!) la simple y puramente física del ejercicio al aire libre. «La salud —decía— que se alcanza por otros medios, apenas es digna de ese nombre.» Citaba las delicias del cazador de zorros y señalaba a los cultivadores de la tierra como las únicas gentes que, en cuanto clase, pueden considerarse más felices que otras. La segunda condición era el amor de la mujer. La tercera, la más difícil de realizar, era el desprecio de la ambición. La cuarta era la persecución incesante de un objeto; y sostenía que, siendo iguales las otras condiciones, la vastedad de la dicha alcanzable era proporcionada a la espiritualidad de este objeto.
Ellison se destacaba por la continua profusión de dones que le prodigó la fortuna. En gracia y belleza personal sobrepasaba a todos los hombres. Poseía uno de esos intelectos para los cuales la adquisición de conocimientos es menos un trabajo que una intuición y una necesidad. Su familia era una de las más ilustres del imperio. Tenía por esposa a la más encantadora y abnegada de las mujeres. Sus posesiones siempre habían sido vastas; pero, al llegar a la mayoría de edad, el destino lo favoreció con uno de esos extraordinarios caprichos que conmueven a todo el mundo social en el que concurren, y rara vez dejan de modificar radicalmente la constitución moral de aquellos que son su objeto.
Parece que, unos cien años antes de que Mr. Ellison llegara a la mayoría de edad, había muerto, en una remota provincia, un tal Mr. Seabright Ellison. Este caballero había amasado una principesca fortuna y, falto de parientes inmediatos, tuvo la ocurrencia de dejar que su riqueza se acumulara durante un siglo después de su muerte. Dispuso minuciosa y sagazmente las varias maneras de invertir el dinero, y legó la masa total al pariente más cercano que llevara el nombre Ellison y estuviera vivo transcurridos esos cien años. Muchos intentos se habían hecho para anular el singular legado; fracasaron por su carácter ex post facto; pero el hecho despertó la atención de un Gobierno celoso y, por fin, se promulgó un decreto que prohibía toda acumulación semejante. Este decreto, sin embargo, no impidió al joven Ellison entrar en posesión, en su vigésimo primer aniversario, como heredero de su antepasado Seabright, de una fortuna de cuatrocientos cincuenta millones de dólares[55].
Cuando se supo el monto de la enorme riqueza heredada, surgieron, por supuesto, muchas conjeturas acerca de su posible utilización. La magnitud y la inmediata disponibilidad de la suma deslumbraron a todos los que pensaban en el tópico. Era fácil suponer al poseedor de cualquier suma apreciable de dinero realizando alguna de las mil cosas factibles. Con riquezas que sobrepasaran simplemente las de cualquier ciudadano hubiera sido fácil suponerlo entregado hasta el exceso a las extravagancias elegantes de su tiempo, o dedicado a la intriga política, o pretendiendo el poder ministerial, o persiguiendo un título más alto de nobleza, o formando grandes colecciones de obras maestras, o haciendo de munífico protector de las letras, las ciencias y las artes, o dotando y confiriendo su nombre a grandes instituciones de caridad. Pero, por la inconcebible riqueza en poder real del heredero, esos objetos y todos los objetos corrientes parecían ofrecer un campo demasiado limitado. Se recurrió a los números, pero éstos no hicieron más que sembrar la confusión. Se vio que, aun al tres por ciento, la renta anual de la herencia ascendía a trece millones quinientos mil dólares, lo cual daba un millón ciento veinticinco mil por mes, o treinta y seis novecientos ochenta y seis diarios, o mil quinientos cuarenta y uno por hora, o seis dólares veinte por cada minuto que pasaba. Así, pues, el sendero habitual de las suposiciones quedaba completamente interrumpido. Los hombres no sabían qué imaginar. Algunos llegaron a suponer que Ellison se despojaría de por lo menos la mitad de su fortuna, por ser una opulencia absolutamente superflua, para enriquecer a toda la multitud de parientes mediante la división de su sobreabundancia. En efecto, a los más cercanos hizo entrega de la riqueza verdaderamente insólita que poseía antes de heredar.
No me sorprendió, sin embargo, advertir que Ellison ya tuviera su opinión formada sobre un punto que había ocasionado tantas discusiones entre sus amigos. Ni me asombró demasiado la naturaleza de su decisión. Con respecto a las caridades individuales, había satisfecho su conciencia. En cuanto a la posibilidad de cualquier mejora propiamente dicha, operada por el hombre mismo en la condición general de la humanidad, tenía (lamento decirlo) poca fe. En general, por suerte o por desgracia, en gran medida se replegaba sobre sí mismo.
Era un poeta, en el sentido más amplio y más noble de la palabra. Poseía, además, el verdadero carácter, los augustos propósitos, la suprema majestad y dignidad del sentimiento poético. Instintivamente ponía en la creación de nuevas formas de belleza la satisfacción más completa, si no la única, de este sentimiento. Algunas peculiaridades, ya de su educación temprana, ya de la índole de su intelecto, habían teñido de lo que se llama materialismo todas sus especulaciones éticas; y fue esta tendencia, quizá, la que lo llevó a creer que el más ventajoso por lo menos, si no el único campo legítimo para el ejercicio poético, se hallaba en la creación de nuevos modos de belleza puramente física. Así es como no llegó a ser ni músico ni poeta, si usamos este último término en la acepción corriente. O quizá fuera que había desdeñado serlo simplemente por fidelidad a su idea de que en el desprecio a la ambición debe hallarse uno de los principios esenciales de la felicidad sobre la tierra. ¿No parece en verdad posible que, mientras una elevada forma de genio es necesariamente ambiciosa, la más elevada se encuentre por encima de la llamada ambición? ¿Y no puede haber ocurrido así que muchos más grandes que Milton hayan permanecido desdeñosamente «mudos e ignorados»? Creo que el mundo nunca ha visto, ni verá jamás —a menos que una serie de accidentes inciten a un espíritu de la más noble especie a un penoso esfuerzo— ese logro pleno, triunfante, en los más ricos dominios del arte, del cual la naturaleza humana es positivamente capaz.
Ellison no llegó a ser ni músico ni poeta, aunque ningún hombre viviera más profundamente enamorado de la música y de la poesía. En circunstancias distintas de las que lo rodearon no hubiera sido imposible que llegase a ser pintor. La escultura, aun siendo por su naturaleza rigurosamente poética, era demasiado limitada en su alcance y en sus consecuencias para ocupar, en ningún momento, largo tiempo su atención. Y acabo de mencionar todos los terrenos donde, según los entendidos, puede explayarse el sentimiento poético. Pero Ellison sostenía que el campo más rico, el más verdadero y el más natural, si no el más extenso, había sido inexplicablemente descuidado. Ninguna definición hablaba del jardinero-paisajista como del poeta; sin embargo, mi amigo opinaba que la creación del jardín-paisaje ofrecía a la Musa correspondiente la más espléndida de las oportunidades. Allí, en efecto, se hallaba el más hermoso campo para el despliegue de la imaginación en la interminable combinación de formas de belleza nueva; pues los elementos que entran en la combinación son, por su gran superioridad, los más espléndidos que la tierra puede brindar. En las múltiples formas y colores de las flores y los árboles reconocía los esfuerzos más directos y enérgicos de la naturaleza hacia la belleza física. Y en la dirección o concentración de este esfuerzo —o, más estrictamente, en su adaptación a los ojos que iban a contemplarlo en la tierra— se sentía obligado a emplear los mejores medios, trabajando para mayor beneficio en el cumplimiento, no sólo de su propio destino como poeta, sino de los augustos propósitos que movieron a Dios cuando insufló en el hombre el sentimiento poético.
«Su adaptación a los ojos que iban a contemplarlo en la tierra»; con su explicación de esta frase, Ellison me ayudó mucho a resolver lo que siempre consideraba yo un enigma: me refiero al hecho (que nadie, salvo un ignorante, puede discutir) de que no existe en la naturaleza ninguna combinación decorativa como puede producirla el pintor de genio. No se encontrarán en la realidad paraísos como los que resplandecen en las telas de Claude. En el más encantador de los paisajes naturales siempre se hallará una falta o un exceso, muchos excesos y muchas faltas. Mientras las partes componentes pueden desafiar, individualmente, la más alta destreza del artista, la disposición de estas partes siempre será susceptible de mejoramiento. En una palabra, no hay posición alguna en la amplia superficie del terreno natural donde un ojo artista, mirando detenidamente, no encuentre motivo de disgusto en lo que respecta a la llamada «composición» del paisaje. ¡Y, sin embargo, cuan ininteligible es esto! En todos los otros dominios hemos aprendido a considerar justamente a la naturaleza como soberana. En los detalles nos estremece la idea de competir con ella. ¿Quién tendrá la presunción de imitar los colores del tulipán, o de mejorar las proporciones del lirio del valle? La crítica que dice, a propósito de la escultura o el retrato, que la naturaleza debe ser exaltada o idealizada más que imitada, incurre en un error. Ninguna combinación pictórica o escultórica de elementos de belleza humana hace más que acercarse a la belleza viva y palpitante. Sólo en el paisaje es verdadero el principio del crítico; y, habiéndolo hallado verdadero en este caso, sólo un apresurado espíritu de generalización pudo llevar a considerarlo verdadero en todos los dominios del arte, y lo sintió, digo, verdadero en este caso, pues este sentimiento no es afectación ni quimera. Las matemáticas no brindan demostraciones más absolutas de las que proporciona al artista el sentimiento de su arte. No sólo cree, mas sabe positivamente que estas y aquellas disposiciones de elementos aparentemente arbitrarias constituyen, sólo ellas, la verdadera belleza. Sus razones, sin embargo, todavía no han madurado hasta llegar a la expresión. Queda por hacer un análisis más profundo del que el mundo ha visto hasta hoy, para lograr una completa investigación y expresión de esas razones. Sin embargo, lo confirma en sus opiniones instintivas la voz de todos sus hermanos. Supongamos una «composición» defectuosa; supongamos que deba hacerse una enmienda en la simple disposición de la forma; supongamos que esta enmienda se somete al juicio de los artistas del mundo: todos admitirán su necesidad. Y aún más: para remediar la composición defectuosa cada miembro aislado de la fraternidad sugerirá idéntica enmienda.
Repito que sólo en la disposición del paisaje es susceptible de exaltación la naturaleza física, y que, además, su posibilidad de mejoramiento en este único punto era un misterio que yo había sido incapaz de resolver. Mis pensamientos sobre el tema descansaban en la idea de que la primitiva intención de la naturaleza había sido disponer la superficie de la tierra de modo de satisfacer en todo punto el sentido humano de perfección en lo bello, lo sublime o lo pintoresco; pero que esa primitiva intención había sido frustrada por los conocidos trastornos geológicos, trastornos de forma y de color, en cuya corrección o suavizamiento reside el alma del arte. Sin embargo, debilitaba mucho esta idea su necesidad implícita de considerar esos trastornos como anormales y desprovistos de toda finalidad. Ellison fue quien sugirió que eran pronósticos de muerte. Lo explicó así:
—Admitamos que la inmortalidad terrena del hombre fue la primera intención. Tenemos entonces la primitiva disposición de la superficie de la tierra adaptada a ese estado de bienaventuranza que no existe, pero que fue concebido. Las perturbaciones fueron los preparativos para su condición mortal imaginada posteriormente.
»Ahora bien —decía mi amigo—, lo que consideramos una exaltación del paisaje bien puede serlo en verdad, pero sólo desde un punto de vista moral o humano. Cada cambio en el decorado natural produciría efectivamente una imperfección en el cuadro, si suponemos el cuadro visto ampliamente, en conjunto, desde algún punto distante de la superficie terrestre, aunque no esté fuera de los límites de su atmósfera. Es fácil comprender que lo que podría mejorar un detalle observado de cerca puede, al mismo tiempo, perjudicar un efecto observado en general o desde mayor distancia. Puede haber una clase de seres, alguna vez humanos, pero ahora invisibles para la humanidad, a quienes desde lejos nuestro desorden parezca orden, nuestros elementos no pintorescos, pintorescos; en una palabra, ángeles terrenos para cuya observación, más que para la nuestra, y para cuya apreciación de la belleza refinada por la muerte quizá haya dispuesto Dios los amplios jardines-paisajes de los hemisferios.
En el curso de la discusión mi amigo citó algunos fragmentos de un escritor que trata de la jardinería de paisaje con supuesta autoridad:
—Hay, hablando con propiedad, sólo dos tipos de jardinería de paisaje: el natural y el artificial. Uno trata de recordar la belleza original del campo adaptando sus medios al decorado circundante, cultivando árboles en armonía con las colinas o la llanura de la tierra vecina, descubriendo y llevando a la práctica esas delicadas relaciones de tamaño, proporción y color que, ocultas para el observador común, se revelan por doquiera al experimentado alumno de la naturaleza. El resultado del estilo natural en materia de jardinería se ve más bien en la ausencia de todo defecto e incongruencia, en el predominio de un orden y una armonía saludables, que en la creación de ninguna maravilla o milagro especial. El estilo artificial tiene tantas variedades como gustos diferentes a satisfacer. Presenta cierta relación general con los variados estilos de edificios. Hay las avenidas majestuosas y los retiros de Versalles, las terrazas italianas y un viejo estilo inglés vario y mezclado que admite cierta relación con el gótico civil o con la arquitectura isabelina. Por más que pueda decirse contra los abusos del jardín-paisaje artificial, una mezcla de puro arte en el marco de un jardín le añade gran belleza. Ésta es en parte agradable a la vista, por el despliegue de orden y de intención, y, en parte, moral. Una terraza con una vieja balaustrada cubierta de musgo evoca de inmediato a la vista las bellas figuras que por allí pasaron en otros días. La más leve muestra de arte es una evidencia de preocupación e interés humano.
»Por mis observaciones anteriores —dijo Ellison— usted comprenderá que rechazo la idea, expresada aquí, de recordar la belleza original del campo. La belleza original nunca es tan grande como la creada. Por supuesto, todo depende de la elección de un lugar con posibilidades. Lo que dice sobre “llevar a la práctica delicadas relaciones de tamaño, proporción y color” es una de esas simples vaguedades de expresión que sirven para cubrir la inexactitud del pensamiento. La frase citada puede significar todo o nada, y en modo alguno sirve de guía. Que el verdadero resultado del estilo natural en materia de jardinería se vea más bien en la ausencia de todo defecto o incongruencia que en la creación de ninguna maravilla o milagro especial, es una proposición más de acuerdo con la ramplona comprensión del vulgo que con los férvidos sueños del hombre de genio. El mérito negativo propuesto pertenece a esa crítica cojeante que en las letras ha elevado a Addison hasta la apoteosis. A decir verdad, mientras esa virtud que consiste en evitar simplemente el vicio apela de lleno al entendimiento, y de esta manera puede quedar circunscrita por la regla, la virtud más alta que flamea en la creación sólo puede ser aprehendida en sus resultados. La regla se aplica tan sólo a los méritos negativos, a las excelencias que reprimen. Más allá de éstas, el crítico de arte se limita a insinuar. Se nos puede enseñar a construir un Catón, pero en vano nos dirán cómo concebir un Partenón o un Infierno. Hecha la cosa, sin embargo, cumplida la maravilla, la capacidad de aprehensión se torna universal. Los sofistas de la escuela negativa que, incapaces de crear, escarnecieron la creación, son ahora los más ruidosos en el aplauso. Lo que, en la embrionaria condición de principio, ofendía su razón formalista, en la madurez de la realización nunca deja de arrancar admiración a su instinto de belleza.
»Las observaciones del autor sobre el estilo artificial —continuó Ellison— son menos objetables. La mezcla de arte puro en un escenario natural le añade una gran belleza. Esto es justo, como también lo es la referencia al sentimiento del interés humano. El principio expresado es incontrovertible, pero puede haber algo más allá. Puede haber un objeto acorde con el principio, un objeto inalcanzable para los medios comunes del individuo y que, de ser alcanzado, prestaría al jardín-paisaje un encanto muy superior al que puede conferir un sentimiento de interés simplemente humano. Un poeta que tuviera recursos económicos extraordinarios podría, manteniendo la necesaria idea de arte o de cultura, o, como el autor lo expresa, de interés, conferir a sus propósitos tanta extensión y al mismo tiempo tanta novedad en la belleza, que provocaría el sentimiento de intervención espiritual. Se vería que para lograr semejante resultado asegura todas las ventajas del interés o del propósito, mientras alivia su obra de la esperanza o la tecnicidad del arte terreno. En el más árido de los desiertos, en el marco más salvaje de la pura naturaleza, se manifiesta el arte de un Creador; pero este arte sólo aparece tras la reflexión; en modo alguno tiene la fuerza evidente de una sensación. Supongamos ahora que este sentido del propósito del Todopoderoso descienda un grado, llegue en cierto modo a una armonía o acuerdo con el sentido del arte humano que constituya un intermediario entre ambos; imaginemos, por ejemplo, un paisaje cuya amplitud y limitación combinadas, cuya belleza, magnificencia y extrañeza reunidas provoquen la idea de preocupación, de cultura y dirección de parte de seres superiores, pero análogos a la humanidad; así se mantiene el sentimiento de interés, mientras el arte implícito llega a cobrar el aspecto de un intermediario o naturaleza secundaria, una naturaleza que no es Dios ni una emanación de Dios, pero que sigue siendo naturaleza, en el sentido de una obra salida de manos de los ángeles que se ciernen entre el hombre y Dios.
En la consagración de su enorme riqueza a la realización de visiones como ésta, en el libre ejercicio al aire libre asegurado por la dirección personal de sus planes, en el incesante objeto, en el desprecio de la ambición que ese objeto le permitía verdaderamente sentir, en las fuentes perennes con que lo satisfacía, sin posibilidad de saciarse, la pasión dominante de su alma, la sed de belleza; y, por encima de todo, en la femenina simpatía de una mujer cuya belleza y amor envolvieron su existencia en la purpúrea atmósfera del paraíso, fue donde Ellison creyó encontrar, y encontró, la liberación de los comunes cuidados de la humanidad, con una suma de felicidad positiva mucho mayor de la que nunca brilló en los arrebatados ensueños de madame De Staël.
Desespero de dar al lector una clara idea de las maravillas que mi amigo realizaba. Deseo pintarlas, pero me descorazona la dificultad de la descripción y vacilo entre los detalles y las líneas generales. Quizá el mejor partido será unir ambas cosas por sus extremos.
El primer paso para Ellison consistía, por supuesto, en la elección de la localidad; y apenas empezaba a pensar en este punto cuando la exuberante naturaleza de las islas del Pacífico atrajo su atención. En realidad, había resuelto hacer un viaje a los mares del Sur, pero una noche de reflexión lo indujo a abandonar la idea. «Si yo fuera un misántropo —dijo mi amigo—, ese lugar me convendría. El absoluto aislamiento, la reclusión y la dificultad para entrar y salir serían en ese caso el encanto de los encantos; pero todavía no soy Timón. Deseo la serenidad, pero no la opresión de la soledad. Debe quedarme cierto dominio sobre el alcance y la duración de mi reposo. Habrá momentos frecuentes en que necesitaré también la simpatía de los espíritus poéticos hacia lo que he realizado. Buscaré entonces un lugar no alejado de una ciudad populosa, cuya vecindad, además, me permitirá ejecutar mejor mis planes.»
En busca de un lugar conveniente así ubicado, Ellison viajó durante varios años y me fue permitido acompañarlo. Mil lugares que me extasiaban fueron rechazados por él sin vacilación, por razones que al cabo me convencían de que estaba en lo cierto. Llegamos por fin a una elevada meseta de maravillosa fertilidad y belleza con una perspectiva panorámica muy poco menor en extensión a la del Etna y, en opinión de Ellison, así como en la mía, superior a la afamadísima vista de aquella montaña en todos los verdaderos elementos de lo pintoresco.
—Me doy cuenta —dijo el viajero, lanzando un suspiro de profundo deleite después de contemplar extasiado la escena durante casi una hora—, sé que aquí, en mi situación, el noventa por ciento de los hombres más exigentes se darían por satisfechos. Este panorama es verdaderamente magnífico y me regocijaría si no fuera por el exceso de su magnificencia. El gusto de todos los arquitectos que he conocido los lleva a construir, por amor a la «vista», en lo alto de las colinas. El error es evidente. La magnitud en todos sus aspectos, pero especialmente en el de la extensión, sorprende, excita, y luego fatiga, deprime. Para el paisaje ocasional nada puede ser mejor; para la vista constante, nada peor. Y en la vista constante la forma más objetable de magnitud es la extensión; la peor forma de la extensión, la distancia. Está en pugna con el sentimiento y la sensación de retiro, sentimiento y sensación que tratamos de satisfacer cuando nos vamos «al campo». Mirando desde la cima de una montaña no podemos menos de sentirnos ajenos al mundo. El desconsolado evita las perspectivas lejanas como la peste.
Sólo a fines del cuarto año de búsqueda encontramos una localidad con la que Ellison se declaró satisfecho. Es innecesario decir, por supuesto, dónde estaba la localidad. La muerte reciente de mi amigo, al abrir sus puertas a cierta clase de visitantes, ha dado a Arnheim una especie de celebridad secreta y privada, si no solemne, similar en cierto modo, aunque en un grado infinitamente superior, a la que durante tanto tiempo distinguió a Fonthill.
Habitualmente se llegaba a Arnheim por el río. El visitante abandonaba la ciudad de mañana temprano. Hasta mediodía pasaba entre orillas de una belleza tranquila y doméstica, donde pacían innumerables ovejas cuyos blancos vellones manchaban el verde vivo de las praderas onduladas. Gradualmente la impresión de cultivo iba tornándose en otra de vida puramente pastoril. Lentamente ésta terminaba en una sensación de retiro, y ésta, a su vez, en la conciencia de la soledad. Al acercarse la noche el canal se angostaba; las orillas eran cada vez más escarpadas, cubiertas de follaje más rico, más profuso y más sombrío. La transparencia del agua aumentaba. La corriente daba mil vueltas, de suerte que en ningún momento podía verse su superficie brillante desde una distancia mayor de un cuarto de milla. A cada instante el barco parecía prisionero dentro de un círculo encantado, rodeado de inexpugnables e impenetrables muros de follaje, un techo de satén azul ultramar y ningún piso; la quilla se balanceaba con admirable exactitud como sobre la de un barco fantasma que, habiéndose invertido por algún accidente, flotara en constante compañía de la nave real, con el fin de sostenerla. El canal se convertía entonces en una garganta, aunque el término no es exactamente aplicable y lo empleo tan sólo porque no hay en el lenguaje palabra que represente mejor el rasgo más sorprendente —no el más característico— del paisaje. El aspecto de garganta sólo se manifestaba en la altura y el paralelismo de las orillas; pero desaparecía en otros caracteres. Las paredes del barranco (entre las cuales fluía tranquila el agua clara) se elevaban hasta una altura de cien y en ocasiones ciento cincuenta pies, inclinándose tanto una hacia la otra que en gran medida interrumpían el paso de la luz, mientras arriba los largos musgos como plumas colgando espesos desde los entrelazados matorrales, daban a todo el abismo un aire de melancolía fúnebre. Los meandros se multiplicaban y complicaban, y parecían volver a menudo sobre sí mismos, de modo que el viajero perdía en seguida todo sentido de orientación. Lo envolvía, además, una exquisita sensación de extrañeza. El concepto de naturaleza subsistía, pero como si su carácter hubiese sufrido una modificación; había una misteriosa simetría, una estremecedora uniformidad, una mágica corrección en sus obras. Ni una rama seca, ni una hoja marchita, ni un guijarro perdido, ni un sendero en la tierra oscura se percibían en ninguna parte. El agua cristalina manaba sobre el granito limpio o sobre el musgo inmaculado con una exactitud de diseño que deleitaba y al mismo tiempo deslumbraba la vista.
Después de recorrer los laberintos de este canal durante algunas horas, mientras la oscuridad se ahondaba por momentos, una brusca e inesperada vuelta del barco lo lanzaba de improviso, como si cayera del cielo, en un estanque circular de gran extensión, comparada con la anchura de la garganta. Tenía unas doscientas yardas de diámetro y lo rodeaban por todas partes, salvo la que enfrentaba a la nave al entrar, colinas iguales en su altura general a las paredes del abismo, aunque de carácter completamente distinto. Sus flancos subían inclinados desde el borde del agua en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, y estaban cubiertos desde la base hasta la cima —sin ningún intervalo perceptible— por un manto de flores magníficas, donde apenas se veía una hoja verde en un mar de color perfumado y ondulante. El estanque tenía gran profundidad, pero tan transparente era el agua que el fondo, como hecho de una espesa capa de guijarros de alabastro pequeños y redondos, era claramente visible por momentos, es decir cuando la mirada podía permitirse no ver, en el fondo del cielo invertido, la reflejada floración de las colinas. No había en éstas ni árboles ni siquiera arbustos de cualquier tamaño que fuese. Producían en el observador una impresión de riqueza, de calidez, de color, de quietud, de uniformidad, de suavidad, de delicadeza, de elegancia, de voluptuosidad y de milagroso refinamiento de cultura que hacía soñar con una nueva raza de hadas laboriosas, dotadas de gusto, magníficas y minuciosas; pero cuando el ojo subía por la pendiente multicolor, desde su brusca unión con el agua hasta su vaga terminación entre los pliegues de una nube suspendida, resultaba verdaderamente difícil no pensar en una panorámica catarata de rubíes, zafiros, ópalos y ónix áureo, precipitándose silenciosa desde el cielo.
El visitante que cae de improviso en esta bahía desde las tinieblas del barranco queda encantado pero sorprendido por el rotundo globo del sol poniente que había supuesto ya bajo el horizonte y que ahora lo enfrenta, constituyendo el único límite de una perspectiva que de otro modo sería infinita vista desde otro abismo abierto entre las colinas.
Pero aquí el viajero abandona el navío que lo llevara tan lejos y desciende a una ligera canoa de marfil ornada, tanto por dentro como por fuera, de arabescos de un vívido escarlata. La popa y la proa de este bote se levantan muy por encima del agua en agudas puntas, de modo que la forma general es la de una luna irregular en cuarto creciente. Flota en la superficie de la bahía con la gracia altiva de un cisne. Sobre el piso cubierto de armiño descansa un solo remo liviano, de palo áloe; pero no se ve ningún remero ni sirviente. Se ruega al huésped que no pierda el ánimo, que el hado se ocupará de él. El navío más grande desaparece y queda solo en la canoa que flota aparentemente inmóvil en medio del lago. Mientras medita sobre el camino a seguir, advierte un suave movimiento en la barca mágica. Ésta gira lentamente sobre sí misma hasta ponerse de proa al sol. Avanza con una velocidad suave, pero gradualmente acelerada, mientras los leves rizos del agua que rompen en los costados de marfil con divinas melodías parecen ofrecer la única explicación posible de la música suave pero melancólica, cuya origen invisible en vano busca a su alrededor el perplejo viajero.
La canoa prosigue resueltamente, y la barrera rocosa del panorama se acerca de modo que sus profundidades pueden verse con más claridad. A la derecha se eleva una cadena de altas colinas cubiertas de bosques salvajes y exuberantes. Se observa, sin embargo, que la exquisita limpieza, característica del lugar donde la orilla se hunde en el agua, sigue siendo constante. No hay huella alguna de los habituales sedimentos fluviales. A la izquierda el carácter del paisaje es más suave y evidentemente más artificial. Allí la ribera sube desde el agua en una pendiente muy moderada, formando una amplia pradera de césped de textura perfectamente parecida al terciopelo y de un verde tan brillante que podría soportar la comparación con el de la más pura esmeralda. La anchura de esta meseta varía de diez a trescientas yardas; va desde la orilla del río hasta una pared de cincuenta pies de alto que se alarga en infinitas curvas pero siguiendo la dirección general del río, hasta perderse hacia el oeste en la distancia. Esta pared es de roca uniforme y ha sido formada cortando perpendicularmente el precipicio escarpado de la orilla sur de la corriente, pero sin permitir que quedara ninguna huella del trabajo. La piedra tallada tiene el color de los siglos y está profusamente cubierta y sembrada de hiedras, madreselvas, eglantinas y clemátides. La uniformidad de las líneas superior e inferior de la pared es ampliamente compensada por algunos árboles de gigantesca altura, solos o en grupos pequeños, a lo largo de la meseta y en el dominio que se extiende detrás del muro, pero muy cerca de éste; de modo que numerosas ramas (especialmente de nogal negro) pasan por encima y sumergen en el agua sus extremos colgantes. Más allá, en el interior del dominio, la visión es interrumpida por una impenetrable mampara de follaje.
Estas cosas se observan durante la gradual aproximación de la canoa a lo que he llamado la barrera de la perspectiva. Pero al acercarnos a ésta su apariencia de abismo se desvanece; se descubre a la izquierda una nueva salida a la bahía, y en esa dirección se ve correr la pared que sigue el curso general del río. A través de esta nueva abertura la vista no puede llegar muy lejos, pues la corriente, acompañada por la pared, aún dobla hacia la izquierda, hasta que ambas desaparecen entre las hojas.
El bote, sin embargo, se desliza mágicamente en el canal sinuoso, y aquí la orilla opuesta a la pared llega a semejarse a la que estaba frente al muro que había delante. Elevadas colinas, que alcanzan a veces la altura de montañas, cubiertas de vegetación silvestre y exuberante, cierran siempre el paisaje.
Navegando suavemente, pero con una velocidad algo mayor, el viajero, después de breves vueltas, halla su camino obstruido en apariencia por una gigantesca barrera o, más bien, por una puerta de oro bruñido, minuciosamente tallada y labrada, que refleja los rayos directos del sol, el cual se hunde ahora con un esplendor que se diría envuelve en llamas todo el bosque circundante. Esta puerta está metida en la alta pared, que aquí parece atravesar el río en ángulo recto. Al cabo de unos minutos, sin embargo, se ve que el cauce principal del río sigue corriendo en una curva suave y amplia hacia la izquierda, junto a la pared, como antes, mientras una corriente de considerable volumen, divergiendo de la principal, se abre camino bajo la puerta con ligeros rizos, y así se sustrae a la vista. La canoa entra en el canal menor y se acerca a la puerta. Los pesados batientes se abren lenta, musicalmente. El bote se desliza entre ellos y comienza un rápido descenso a un vasto anfiteatro circundado de montañas purpúreas, cuyos pies lava un río resplandeciente en la amplia extensión de su circuito. Al mismo tiempo todo el paraíso de Arnheim irrumpe ante la vista. Se oye una arrebatadora melodía; se percibe un extraño, denso perfume dulce; es como un sueño, en que se mezclan ante los ojos los altos y esbeltos árboles de Oriente, los arbustos boscosos, las bandadas de pájaros áureos y carmesíes, los lagos bordeados de lirios, las praderas de violetas, tulipanes, amapolas, jacintos y nardos, largas e intrincadas cintas de arroyuelos plateados, y surgiendo confusamente en medio de todo esto la masa de un edificio semigótico, semiárabe, sosteniéndose como por milagro en el aire, centelleando en el poniente rojo con sus cien torrecillas, minaretes y pináculos, como obra fantasmal de silfos, hadas, genios y gnomos.
El cottage de Landor
Un complemento de «El dominio de Arnheim»
Durante un viaje a pie que hice el verano pasado por uno o dos de los condados fluviales de Nueva York, la puesta del sol me sorprendió desconcertado acerca del camino a seguir. El terreno ondulado era muy notable, y en la última hora mi sendero había dado tantas vueltas en su esfuerzo por mantenerse en los valles, que yo no sabía ya en qué dirección se encontraba la bonita aldea de B..., donde había resuelto detenerme a pasar la noche. El sol apenas había brillado, hablando estrictamente, durante el día, que, sin embargo había sido desagradablemente caluroso. Una niebla humosa, semejante a la del veranillo, envolvía todas las cosas y, por supuesto, acentuaba mi inseguridad. No es que me inquietara mucho la situación. Si no daba con la aldea antes de ponerse el sol, o aún antes de que oscureciera, era muy posible que apareciese una pequeña granja holandesa o algo por el estilo, aunque, en realidad, los contornos (quizá por ser más pintorescos que fértiles) estuvieran escasamente habitados. En todo caso con mi mochila por almohada y mi perro por centinela, acampar al aire libre era justamente lo que más me hubiese divertido. Erré pues, a gusto —Ponto se hizo cargo de mi fusil—, hasta que, al fin, justo cuando empezaba a preguntarme si los pequeños y numerosos claros que se abrían aquí y allá eran verdaderos caminos, llegué por uno de los más incitantes a un camino indiscutiblemente carretero. No podía haber error. Las huellas de ruedas ligeras eran evidentes, y, aunque los altos matorrales y las crecidas malezas se juntaran sobre mi cabeza, no había abajo ningún impedimento, ni siquiera para el paso de un carro montañés de Virginia, el vehículo más ambicioso, a mi juicio, en su especie. El camino, sin embargo, salvo por el hecho de abrirse paso a través del bosque —si bosque no es un nombre demasiado importante para semejante reunión de pequeños árboles— y las evidentes huellas de ruedas, no se asemejaba a ningún camino visto por mí hasta entonces. Las huellas de las que hablo eran levemente perceptibles, por estar impresas en la superficie firme pero agradablemente húmeda de algo que se parecía muchísimo al terciopelo verde de Génova. Era césped, evidentemente, pero un césped como rara vez lo vemos fuera de Inglaterra, tan corto, tan espeso, tan parejo y de color tan vívido. No había un solo impedimento en el surco de la rueda, ni una brizna, ni una ramita seca. Las piedras que alguna vez obstruyeran el camino habían sido cuidadosamente puestas —no arrojadas— a los costados del sendero para marcar sus límites con cierta precisión en parte minuciosa, en parte descuidada, pero siempre pintoresca. Ramilletes de flores silvestres crecían por doquiera, exuberantes, en los intervalos
Qué concluir de todo esto, por supuesto yo no lo sabía. Había allí arte, indudablemente —eso no me sorprendía—; todos los caminos, en el sentido vulgar, son obras de arte; tampoco puedo decir que hubiera mucho de qué asombrarse en el simple exceso de arte manifestado; todo lo hecho allí parecía realizado —con semejantes «recursos» naturales (como dicen los libros sobre el jardín-paisaje)— con muy poco esfuerzo y gasto. No la cantidad, sino el carácter del arte, fue lo que me obligó a sentarme en una de las piedras floridas y a mirar de arriba abajo esa avenida mágica con arrobada admiración durante quizá más de media hora. Cuanto más miraba, más evidente me parecía una cosa: todos esos arreglos eran obra de un artista dotado del más escrupuloso sentido de la forma. La mayor preocupación había sido mantener el justo medio entre lo esmerado y gracioso, por una parte, y lo pittoresco, en el verdadero sentido de la palabra italiana, por la otra. Había pocas líneas rectas, y éstas casi siempre interrumpidas. El mismo efecto de curvatura o de color aparecía dos veces, por lo general, pero no más, en cualquier perspectiva. Por doquiera reinaba variedad en la uniformidad. Era una obra «compuesta», en la cual el más exigente sentido crítico apenas hubiera encontrado enmienda que hacer.
Había doblado hacia la derecha al tomar por ese camino, y entonces, poniéndome de pie, continué en la misma dirección. El sendero era tan sinuoso que en ningún momento podía prever su curso más allá de dos o tres metros. Su aspecto no sufría ningún cambio.
En ese momento el murmullo del agua llegó suavemente a mis oídos, y pocos instantes después, en un recodo del camino un poco más brusco que los anteriores, advertí un edificio al pie de un suave declive que tenía delante. No pude ver nada con claridad a causa de la niebla que llenaba todo el pequeño valle inferior. Sin embargo, se levantó una suave brisa mientras el sol se ponía, y, estando yo de pie en lo alto de la pendiente, la niebla se disipó en jirones y flotó sobre el paisaje.
Mientras todo se hacía visible —gradualmente, tal como lo describo—, parte por parte, aquí un árbol, allí un reflejo de agua y allá de nuevo la punta de una chimenea, no pude menos de pensar que el conjunto era una de esas ingeniosas ilusiones exhibidas a veces con el nombre de «imágenes fugitivas».
En el momento, sin embargo, en que la niebla desapareció por completo, el sol descendió detrás de las suaves colinas, y desde allí, como si lo hubieran empujado ligeramente hacia el sur, apareció de nuevo ante la vista, pleno, resplandeciente de brillo purpúreo, a través de un barranco que se abría en el valle desde el oeste. De improviso, entonces, como por obra de magia, el valle entero con todo lo que contenía se hizo visible.
El primer coup d’oeil, cuando el sol se deslizó a la posición descrita, me impresionó tanto como de muchacho la escena final de algún espectáculo o melodrama teatral bien compuesto. Ni siquiera faltaba la exageración del color, pues la luz salía de la grieta tiñendo todo de naranja y púrpura, mientras el verde brillante del césped en el valle se reflejaba más o menos en todos los objetos por la cortina de vapor que seguía suspendida, como si no estuviera dispuesta a retirarse totalmente de un espectáculo tan milagrosamente hermoso.
El pequeño valle que yo examinaba desde el dosel de bruma no podía tener más de cuatrocientas yardas de largo mientras su ancho variaba de cincuenta a ciento cincuenta, o quizá doscientas yardas. Era más estrecho en su extremidad septentrional, abriéndose paulatinamente hacia el sur, pero sin exacta regularidad. La parte más ancha estaba a unas ochenta yardas del extremo sur. Las cuestas que circundaban el valle no podían en rigor recibir el nombre de colinas, salvo en la parte norte. Allí un escarpado borde de granito se elevaba a una altura de unos noventa pies; y, como lo he dicho, el valle en este punto no tenía más de cincuenta pies de ancho; pero, a medida que el visitante bajaba hacia el sur desde este acantilado, encontraba a la derecha y a la izquierda declives menos altos, menos escarpados y menos rocosos a la vez. Todo, en una palabra, descendía y se suavizaba hacia el sur, y, sin embargo, el valle estaba ornado de eminencias más o menos altas, excepto en dos puntos. De uno de ellos ya he hablado. Quedaba marcadamente al noroeste, donde el sol poniente se abría camino en el anfiteatro, como lo he descrito, por una brusca grieta natural abierta en el terraplén de granito; esta fisura tendría diez yardas en su punto más ancho, en la medida en que el ojo podría seguirla. Parecía subir y subir, como un sendero natural, hasta los retiros de montañas y bosques inexplorados. La otra abertura estaba directamente en el extremo meridional del valle. Allí, por lo general, las pendientes no eran sino suaves inclinaciones que se extendían de este a oeste en unas ciento cincuenta yardas. En el centro de esta superficie había una depresión al nivel del valle. Con respecto a la vegetación, así como en todo lo demás, el paisaje se suavizaba y descendía hacia el sur. Hacia el norte, en el escarpado precipicio, a unos pasos del borde, brotaban los magníficos troncos de numerosos nogales americanos, nogales negros y castaños entremezclados con algunos robles, y las fuertes ramas laterales de los nogales, especialmente, se extendían sobre el borde del acantilado. Descendiendo hacia el sur, el explorador veía al principio la misma clase de árboles, pero cada vez menos altos y más alejados del estilo de Salvator Rosa; luego veía el olmo, más amable, y a continuación el sasafrás y el algarrobo, y después otros más suaves: el tilo, el ciclamor, la catalpa y el arce, y luego otras variedades aún más graciosas y más modestas. Toda la superficie de la pendiente meridional estaba cubierta tan sólo por matorrales silvestres, con excepción de algún sauce plateado o algún álamo blanco. En el mismo fondo del valle (pues debe tenerse presente que la vegetación hasta aquí mencionada crecía tan sólo en los acantilados y en las laderas de las colinas) se veían tres árboles aislados. Uno era un olmo de espléndido tamaño y exquisita forma; montaba guardia en la puerta del valle. Otro era un nogal americano, más grande que el olmo y al mismo tiempo mucho más hermoso, aunque ambos eran de extraordinaria belleza; parecía ocuparse de la entrada noroeste, brotando de un grupo de rocas en la boca misma del barranco y lanzando su gracioso cuerpo en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados hacia la luz del anfiteatro. A unas treinta yardas al este de este árbol se alzaba, sin embargo, el orgullo del valle, y fuera de toda duda el árbol más espléndido que jamás hubiera visto, salvo, quizá, entre los cipreses del Itchiatuckanee. Era un tulípero de tres troncos —el Liriodendron Tulipiferum—, del orden de las magnolias. Los tres troncos separados del principal a unos tres pies del suelo, muy ligera y gradualmente divergentes, no estaban a una distancia mayor de cuatro pies con respecto al punto donde la rama más grande desplegaba su follaje, es decir, a una altura de unos ochenta pies. El alto total de la rama mayor era de ciento veinte pies. Nada puede superar en belleza la forma, el verde lustroso, brillante de las hojas del tulípero. En este ejemplar tenían ocho pulgadas de ancho, pero su esplendor era totalmente eclipsado por la magnificencia de las profusas flores. ¡Imagínense, apretadamente juntos, un millón de tulipanes, los más grandes y más resplandecientes! Sólo así puede el lector tener alguna idea de la imagen que quisiera describirle. Y luego la gracia majestuosa de los troncos, como columnas nítidas, delicadamente granuladas, la más ancha de cuatro pies de diámetro, a veinte del suelo. Las innumerables flores, mezcladas con las de otros árboles apenas menos hermosos, aunque infinitamente menos majestuosos, colmaban el valle de perfumes más exquisitos que los de Arabia.
El suelo del anfiteatro estaba en general cubierto de césped, de la misma especie que el del camino y, si es posible, más deliciosamente suave, espeso, aterciopelado y milagrosamente verde. Era difícil imaginar cómo se había logrado toda esta belleza.
He hablado de las dos aberturas que daban al valle. De la situada al noroeste salía un arroyuelo que bajaba murmurando suavemente, entre leve espuma, por el barranco, hasta romper contra el grupo de rocas de las cuales brotaba el solitario nogal americano. Aquí, después de rodear el árbol, seguía un poco hacia el noreste, dejando el tulípero a unos veinte pies al sur, sin cambiar demasiado su curso hasta llegar a un punto intermedio entre los límites este y oeste del valle. En este punto, después de una serie de vueltas, doblaba en ángulo recto y seguía hacia el sur formando recodos, hasta perderse en un pequeño lago de forma irregular, casi ovalado, que brillaba cerca del extremo inferior del valle. Este laguito tenía quizá unas cien yardas de diámetro en la parte más ancha. No hay cristal más claro que sus aguas. El fondo, que podía verse nítidamente, estaba formado por guijarros blancos y brillantes. Sus orillas, del césped esmeralda ya descrito, bajaban ondulando, más que en pendiente rectilínea, hacia el claro cielo inferior, y tan claro era este cielo, tan perfectamente reflejaba por momentos todos los objetos superiores, que era no poco difícil determinar dónde concluía la verdadera orilla y dónde comenzaba la reflejada. La trucha y algunas otras variedades de peces que parecían abundar casi con exceso en ese estanque tenían toda la apariencia de verdaderos peces voladores. Era casi imposible creer que no estuvieran suspendidos en el aire. Una liviana canoa de abedul, que flotaba plácida en el agua, se reflejaba en sus más mínimas fibras con una fidelidad no superada por el espejo más exquisitamente pulido. Una pequeña isla, encantadora y sonriente, llena de espléndidas flores, y en la que apenas había el espacio necesario para una pintoresca construcción pequeña, en apariencia una jaula de pájaros, surgía no lejos de la orilla norte del lago, a la cual se unía por medio de un puente de inconcebible ligereza y, sin embargo, muy primitivo. Estaba formado por una sola tabla de tulípero, ancha y gruesa. Tenía cuarenta pies de largo y cruzaba el espacio entre una y otra orilla trazando un arco suave, pero muy perceptible, que impedía toda oscilación. Del extremo meridional del lago salía una continuación del arroyuelo que, después de serpentear durante unas treinta yardas, pasaba al fin por la «depresión» (ya descrita) en el centro del declive sur y, desplomándose por un escarpado precipicio de unos cien pies, se abría camino errante e ignorado hacia el Hudson.
El lago era muy hondo —en algunos puntos alcanzaba treinta pies—, pero la profundidad del arroyuelo rara vez excedía de tres pies, mientras su anchura mayor no pasaba de ocho, aproximadamente. El fondo y las orillas eran como los del estanque: si un defecto podía achacárseles, en consideración a lo pintoresco, era el de su excesiva limpidez.
La verde superficie de césped estaba realzada, aquí y allá, por algunos arbustos brillantes, tales como hortensias, la común bola de nieve o las aromáticas lilas; o, más a menudo, por un grupo de geranios, de numerosas variedades, magníficamente florecidos. Estos últimos crecían en tiestos bien enterrados en el suelo, de modo de dar a las plantas una apariencia natural. Además de todo esto, el terciopelo de la pradera se veía tachonado exquisitamente por ovejas, un gran rebaño que erraba en el valle en compañía de tres ciervos domesticados y gran número de patos de plumaje brillante. Un enorme mastín parecía encargado de vigilar a todos y cada uno de esos animales.
A lo largo de los acantilados del este y el oeste, donde, hacia la parte superior del anfiteatro, los límites eran más o menos escarpados, crecía la hiedra en gran profusión, de manera que sólo aquí y allá podía entreverse apenas la roca desnuda. De modo semejante, el precipicio norte estaba casi enteramente cubierto de viñas de rara exuberancia; algunas brotaban del suelo, en la base del acantilado, y otras de los bordes de la pared.
La ligera elevación que formaba el límite inferior de este pequeño dominio estaba coronada por una lisa pared de piedra, de altura suficiente para impedir que escaparan los ciervos. Nada semejante a una tapia se observaba en otra parte, pues fuera de allí no había necesidad de un cercado artificial; cualquier oveja extraviada, por ejemplo, que tratara de salir del valle por la grieta sería detenida, después de avanzar unas yardas, por el escarpado reborde de roca sobre el cual se desplomaba la cascada que atrajera mi atención al acercarme al dominio. En una palabra, la única entrada o salida era una verja que ocupaba un paso rocoso del camino, pocos metros más abajo del lugar donde me detuve a reconocer el paisaje.
He dicho que el arroyo serpenteaba muy irregularmente durante todo su curso. Sus dos direcciones generales, como lo he explicado, eran primero de oeste a este, y luego de norte a sur. En el codo, la corriente volvía hacia atrás y formaba un bucle casi circular, dibujando una península que semejaba una isla, con una superficie aproximadamente igual a la decimosexta parte de un acre. En esta península había una casa-habitación, y cuando digo que esta casa, como la infernal terraza vista por Vathek, était d’une architecture inconnue dans les annales de la terre, aludo simplemente a que su conjunto me impresionó, dándome una sensación de novedad y ajuste combinados, en una palabra, de poesía (pues, como no sea con los términos que acabo de emplear, apenas podría dar, de la poesía en abstracto, una definición más rigurosa), y no quiero decir que en ningún sentido se percibiera allí algo de outré.
En realidad, nada más simple, más absolutamente modesto que este cottage. Su maravilloso efecto residía únicamente en su disposición artística, análoga a la de un cuadro. Hubiera podido imaginar, mientras lo miraba, que algún eminente paisajista lo había construido con su pincel.
El punto desde el cual vi por primera vez el valle no era en modo alguno, aunque estaba cerca, el mejor para observar la casa. La describiré cómo la vi después, situado en el muro de piedra, en el extremo sur del anfiteatro.
El edificio principal tenía unos veinticuatro pies de largo por dieciséis de ancho, no más por cierto. La altura total, desde el piso a la cúspide del tejado, no excedía de dieciocho pies. En el extremo oeste de esta estructura se unía una tercera parte más pequeña en todas sus proporciones; la fachada estaba unas dos yardas más atrás que la del edificio más grande, y la línea del tejado, por supuesto, mucho más baja que la del techo vecino. En ángulo recto con estos edificios y detrás del principal, no exactamente en el medio, se extendía un tercer compartimento muy pequeño, en general un tercio menos grande que el ala oeste. Los techos de los dos más grandes eran muy empinados, descendiendo desde el caballete en una larga curva cóncava y extendiéndose, por lo menos, cuatro pies fuera de las paredes hasta formar los techos de dos piazzas. Estos techos, claro está, no necesitaban soportes, pero como tenían apariencia de necesitarlos se habían insertado en las esquinas pilares ligeros y perfectamente lisos. El tejado del ala norte era una simple extensión de una parte del principal. Entre el edificio mayor y el ala oeste se levantaba una altísima y un tanto fina chimenea cuadrada de duros ladrillos holandeses, alternativamente blancos y rojos, con una ligera cornisa de ladrillos salientes en la punta. Los aleros también se proyectaban mucho: en el cuerpo mayor, unos cuatro pies hacia el este y dos hacia el oeste. La puerta principal no se hallaba justo en la mitad del edificio, sino un poco hacia el este, mientras las dos ventanas se desplazaban hacia el oeste. Estas últimas no llegaban al suelo, pero eran mucho más largas y estrechas de lo habitual; tenían postigos simples como puertas, con cristales en losange, pero muy grandes. La mitad superior de la puerta era también de vidrios y en losange; un postigo movible la protegía durante la noche. La puerta del ala oeste se abría bajo el alero y era muy simple; una sola ventana miraba hacia el sur. El ala norte carecía de puerta exterior y tenía una única ventana hacia el este.
En la lisa pared del gablete oriental se destacaban unas escaleras (con balaustrada) que la atravesaban en diagonal, partiendo del sur. Protegidos por el alero muy saliente, esos escalones daban acceso a una puerta que conducía a una buhardilla o más bien desván, pues sólo recibía luz de una ventana que miraba hacia el norte y parecía haber sido destinada a depósito.
Las piazzas del edificio principal y del ala oeste no estaban pavimentadas, como es habitual; pero delante de las puertas y de cada ventana se incrustaban, en el césped delicioso, anchas, chatas e irregulares losas de granito, brindando un cómodo paso en todo tiempo. Excelentes senderos del mismo material, no perfectamente colocado, sino con la hierba aterciopelada llenando los intervalos entre las piedras, llevaban aquí y allá, desde la casa, hasta una fuente cristalina, a unos cinco pasos, al camino o a una o dos dependencias que había al norte más allá del arroyo, completamente ocultas por unos pocos algarrobos y catalpas.
A no más de seis pasos de la puerta principal del cottage veíase el tronco seco de un fantástico peral, tan cubierto de arriba a abajo por las magníficas flores de la bignonia que requería no poca atención saber qué objeto encantador era aquél. De varias ramas de este árbol pendían jaulas de diferentes clases. Una, un amplio cilindro de mimbre, con un aro en lo alto, mostraba un sinsonte; otra, una oropéndola; una tercera, un pájaro arrocero, mientras tres o cuatro prisiones más delicadas resonaban con los cantos de los canarios.
En los pilares de la piazza se entrelazaban los jazmines y la dulce madreselva, mientras del ángulo formado por la estructura principal y su ala oeste, en el frente, brotaba una viña de sin igual exuberancia. Desdeñando toda contención, había trepado primero al tejado más bajo, luego al más alto, y a lo largo del caballete de este último continuaba enroscándose, lanzando zarcillos a derecha e izquierda, hasta llegar, por fin, al gablete del este para volcarse sobre las escaleras.
Toda la casa, con sus alas, estaba construida en tejamaniles, según el viejo estilo holandés, anchos y sin redondear en las puntas. Una peculiaridad de este material es que da a las casas la apariencia de ser más amplias en la base que en lo alto, a la manera de la arquitectura egipcia; y en el ejemplo presente acentuaban el pintoresquísimo efecto los numerosos tiestos de vistosas flores que circundaban casi toda la base de los edificios.
Los tejamaniles estaban pintados de gris oscuro, y un artista puede imaginar fácilmente la felicidad con la cual este matiz neutro se mezclaba con el verde vivo de las hojas del tulípero que sombreaban parcialmente el cottage.
La posición a la que me he referido, cerca del muro de piedra, era la más favorable para ver los edificios, pues el ángulo sudeste se adelantaba de modo que la vista podría abarcar a la vez los dos frentes con el pintoresco gablete del este, y al mismo tiempo tener una visión suficiente del ala norte, parte del lindo tejado de una cámara enfriadora construida sobre una fuente, y casi la mitad de un puente liviano que cruzaba el arroyo muy cerca de los cuerpos principales.
No permanecí mucho tiempo en lo alto de la colina, aunque sí el suficiente para un examen completo del paisaje que tenía a mis pies. Era evidente que me había desviado de la ruta a la aldea, y tenía así una buena excusa de viajero para abrir la puerta y preguntar por el camino en todo caso; de modo que, sin más rodeos, avancé.
Después de cruzar la puerta, el camino parecía continuar en un reborde natural, descendiendo gradualmente a lo largo de la pared de los acantilados del noreste. Llegué al pie del precipicio norte y de allí al puente, y, rodeando el gablete del este, hasta la puerta delantera. Durante la marcha observé que no se veía ninguna de las dependencias.
Al dar vuelta al gablete, un mastín saltó hacia mí con un silencio severo, pero con la mirada y el aire de un tigre. Le tendí, sin embargo, la mano en señal de amistad, y todavía no he conocido perro que resistiera la prueba de esta apelación a su amabilidad. No sólo cerró la boca y meneó la cola, sino que me ofreció su pata, además de extender sus cortesías a Ponto.
Como no se veía campanilla, golpeé con el bastón en la puerta, que estaba semiabierta. Inmediatamente, una figura se adelantó al umbral: era una mujer joven, de unos veintiocho años, esbelta o más bien ligera y de talla un poco superior a la corriente. Mientras se acercaba con cierta modesta decisión en el paso, absolutamente indescriptible, me dije a mí mismo: «Seguramente he encontrado la perfección de la gracia natural en contradicción con la artificial». La segunda impresión que me hizo, pero muchísimo más vívida que la anterior, fue de exaltación. Nunca había penetrado hasta el fondo de mi corazón una expresión de romanticismo tan intenso, me atrevería a decir, tan espiritual como la que brillaba en sus ojos profundos. No sé cómo, pero esta peculiar expresión de la mirada, que a veces se graba en los labios, es el hechizo más poderoso, si no el único, que despierta mi interés por una mujer. «Romanticismo», digo, con tal de que mis lectores comprendan bien lo que quiero expresar con esta palabra: «romántico» y «femenino» son para mí términos equivalentes; y, después de todo, lo que el hombre ama de veras en la mujer es simplemente su feminidad. Los ojos de Annie (alguien, desde adentro, la llamaba «¡Annie, querida!») eran de un «gris espiritual»; su pelo, castaño claro; esto es todo lo que tuve tiempo de observar en ella.
A su cortés invitación entré, pasando primero por un vestíbulo de mediana amplitud. Como había ido especialmente para observar, noté que a mi derecha, al entrar, había una ventana semejante a las de la fachada de la casa; a la izquierda, una puerta que conducía a la habitación principal, mientras frente a mí una puerta abierta me permitía ver un aposento pequeño, justo del tamaño del vestíbulo, dispuesto como estudio, con una amplia ventana saliente orientada hacia el norte.
Pasé a la sala y me encontré con Mr. Landor, pues éste, lo supe después, era su nombre. Se mostró amable y aun cordial en sus maneras; pero aun entonces estaba yo más atento a observar el arreglo de la casa que me había interesado tanto, que la apariencia personal del ocupante.
El ala norte, lo vi entonces, era un dormitorio; su puerta se abría a la sala. Al oeste de esta puerta había una sola ventana, que miraba al arroyo. En el extremo este de la sala veíase una chimenea y una puerta que llevaba al ala oeste, probablemente una cocina.
Nada más rigurosamente sencillo que el moblaje de la sala. En el piso había una alfombra teñida, de excelente tejido, con fondo blanco y pequeños círculos verdes. En las ventanas colgaban cortinas de muselina de algodón blanca como la nieve, medianamente amplias, que caían resueltamente, casi geométricas, en pliegues finos, paralelos, hasta el piso, justo hasta el piso. Las paredes estaban tapizadas con un papel francés de gran delicadeza: un fondo plateado con una línea en zig-zag de color verde pálido. La superficie veíase realzada sólo por tres exquisitas litografías de Julien, à trois crayons, sujetas a la pared sin marco. Uno de esos dibujos representaba una lujosa o más bien voluptuosa escena oriental; otro, una escena de carnaval, de una vivacidad incomparable; el tercero, una cabeza femenina griega, un rostro de tan divina hermosura y, sin embargo, con una expresión de vaguedad tan incitante como nunca hasta entonces atrajera mi atención.
El moblaje más importante consistía en una mesa redonda, unas pocas sillas (incluso una amplia mecedora) y un sofá o más bien «canapé» de arce liso, pintado de blanco cremoso, con ligeros filetes verdes y asiento de mimbre entretejido. Las sillas y la mesa hacían juego; pero todas las formas habían sido diseñadas evidentemente por el mismo cerebro que planeara los jardines; imposible concebir nada más gracioso.
Sobre la mesa había algunos libros, un amplio frasco cuadrado de algún nuevo perfume, una simple lámpara astral (no solar) de vidrio deslustrado, con una pantalla italiana, y un gran vaso con flores esplendorosamente abiertas. A decir verdad, las flores, de magníficos colores y delicado perfume, constituían la única decoración del aposento. Ocupaba casi totalmente el hogar de la chimenea un tiesto de brillantes geranios. En una repisa triangular en cada ángulo de la habitación había un vaso similar, sólo distinto por su encantador contenido. Uno o dos pequeños bouquets adornaban la repisa de la chimenea, y violetas frescas formaban ramos en el borde de las ventanas abiertas
El propósito de este trabajo no es sino el de dar en detalle una pintura de la residencia de Mr. Landor, tal como la encontré.
La isla del hada
Nullus enim locus sine genio est.
(Servius)
La musique —dice Marmontel en esos Contes Moraux[56] que en nuestras traducciones hemos insistido en llamar Cuentos morales como en remedo de su ingenio—, la musique est le seul des talents qui jouisse de lui même; tous les autres veulent des témoins. Aquí confunde el placer que brindan los sonidos agradables con la capacidad de crearlos. Como en cualquier otro talento, no es posible un goce completo de la música si no hay una segunda persona que aprecia su ejecución. Y tiene en común con los otros talentos la posibilidad de producir efectos que pueden ser plenamente disfrutados en soledad. La idea que el raconteur no ha sido capaz de elaborar claramente, o que ha sacrificado en aras de ese amor nacional por el dicho agudo, es, sin duda, la muy sostenible de que la música más elevada es la que mejor se estima cuando estamos exclusivamente solos. En esta forma pueden admitir la proposición tanto aquellos que aman la lira por sí misma como los que la aman por sus usos espirituales. Pero hay un placer al alcance de la humanidad caída, y quizá sólo uno, que debe aún más que la música a la accesoria sensación de aislamiento. Me refiero a la felicidad experimentada en la contemplación del paisaje natural. En verdad, el hombre que quiere contemplar plenamente la gloria de Dios en la tierra debe contemplarla en soledad. Para mí, al menos, la presencia, no sólo de vida humana, sino de cualquier otra clase que no sea la de los seres verdes que brotan del suelo y no tienen voz, es una mancha en el paisaje, está en pugna con su genio. Me gusta mirar los valles oscuros, las rocas grises, las aguas que sonríen silenciosas, los bosques que suspiran en sueños intranquilos, las orgullosas montañas vigilantes que lo contemplan todo desde arriba; me gusta mirarlos como si fueran los miembros colosales de un vasto todo animado y sensible, un todo cuya forma (la de la esfera) es la más perfecta y la más amplia de todas, que prosigue su camino en compañía de otros planetas; cuya mansa sierva es la luna, su mediato soberano el sol, su vida la eternidad, su pensamiento el de un dios, su goce el conocimiento; cuyos destinos se pierden en la inmensidad; que nos conoce de manera análoga a como nosotros conocemos los animálculos que infestan el cerebro, un ser al que, en consecuencia, consideramos como puramente inanimado y material, de manera muy semejante a la de esos animálculos con respecto a nosotros.
Nuestro telescopio y nuestras investigaciones matemáticas nos aseguran por doquiera —a pesar de la gazmoñería del más ignorante de los sacerdocios— que el espacio, y en consecuencia el volumen, es una consideración importante a los ojos del Todopoderoso. Los ciclos en los cuales se mueven las estrellas son los mejor adaptados para la evolución, sin choque, de la mayor cantidad posible de cuerpos. Las formas de esos cuerpos son las exactamente precisas para incluir, dentro de una superficie dada, la mayor cantidad posible de materia, al par que dichas superficies están dispuestas de manera de acomodar una población más densa de la que cabría en las mismas ordenadas de otra manera. Que el espacio sea infinito no es un argumento contra la idea de que el volumen es una finalidad de Dios, pues puede haber una infinidad de materia para llenarlo. Y puesto que vemos claramente que dotar a la materia de vitalidad es un principio —en realidad, en la medida del alcance de nuestros juicios, el principio conductor de las operaciones de la Deidad—, no es muy lógico imaginarla reducida a las regiones de lo pequeño, donde diariamente la descubrimos, y no extendida a las de lo augusto. Así como encontramos un círculo dentro de otro, infinitamente, pero girando todos en torno a un centro lejano que es la divinidad, ¿no podemos suponer analógicamente, de la misma manera, la vida dentro de la vida, lo menor dentro de lo mayor y el todo dentro del Espíritu Divino? En una palabra, erramos grandemente por fatuidad al creer que el hombre, ya en su destino temporal, ya futuro, es más importante en el universo que ese vasto «terrón del valle» que labra y menosprecia, y al cual niega un alma sin ninguna razón profunda, como no sea porque no le contempla en acción[57].
Estas fantasías y otras semejantes siempre conferían a mis meditaciones en las montañas y en los bosques, junto a los ríos y al océano, ese matiz que el común de las gentes llama fantástico. Mis vagabundeos por esos paisajes eran frecuentes, extraños, a menudo solitarios, y el interés con que me perdía por numerosos valles sombríos y profundos, o contemplaba el cielo reflejado de muchos lagos brillantes, era un interés acrecentado por la convicción de que me había perdido en una contemplación solitaria. ¿Quién fue el francés charlatán[58] que dijo, aludiendo a la bien conocida obra de Zimmerman, que «la solitude est une belle chose; mais il faut quelqu’un pour vous dire que la solitude est une belle chose»? El epigrama es irrefutable; pero esa necesidad es una cosa que no existe.
Durante uno de mis viajes solitarios, en una lejanísima región de montañas encerradas entre montañas, y tristes ríos y melancólicos lagos sinuosos o dormidos, hallé cierto arroyuelo con una isla. Llegué de improviso, en junio, el mes de la fronda, y me tendí en el césped, bajo las ramas de un oloroso arbusto desconocido, de manera de adormecerme mientras contemplaba la escena. Sentía que sólo así podría verla, tal era el carácter fantasmal que presentaba.
En todas partes, salvo en occidente, donde el sol estaba por ponerse, se elevaban los verdes muros del bosque. El riacho, que formaba un brusco codo en su curso perdiéndose inmediatamente de vista, parecía no salir de su prisión, sino ser absorbido por el profundo follaje verde de los árboles hacia el este, mientras en el lado opuesto (así lo pensé, tendido en el suelo mirando hacia arriba) se derramaba en el valle, silenciosa y continua desde las crepusculares fuentes del cielo, una espléndida cascada oro y carmesí.
Más o menos en el centro de la breve perspectiva que abarcaba mi visión soñadora, una pequeña isla circular, profusamente verde, reposaba en el seno de la corriente.
Tan fundidas estaban la ribera y la sombra
que todo parecía suspendido en el aire,
tan semejante a un espejo era el agua transparente, que resultaba casi imposible decir en qué punto del inclinado césped esmeralda comenzaba su dominio de cristal.
Mi posición me permitía abarcar de una sola mirada las dos extremidades, este y oeste, del islote, y observé una diferencia singularmente marcada en su aspecto. El último era un radiante harén de bellezas jardineras. Ardía y se ruborizaba bajo la mirada del sol poniente, y reía bellamente con sus flores. El césped era corto, muelle, suavemente perfumado y sembrado de asfódelos. Los árboles eran flexibles, alegres, erguidos, brillantes, esbeltos y graciosos, de línea y follaje orientales, con una corteza suave, lustrosa, multicolor. En todo parecía haber un profundo sentido de vida y de alegría, y, aunque no soplaba el aire de los cielos, todo parecía animado por el delicado ir y venir de innumerables mariposas que podían tomarse por tulipanes con alas[59].
El otro lado, el lado este de la isla, estaba sumido en la más negra sombra. Una oscura y sin embargo hermosa y apacible melancolía penetraba allí todas las cosas. Los árboles eran de color sombrío, lúgubres de forma y de actitud, retorcidos en figuras tristes, solemnes, espectrales, que expresaban pena letal y muerte prematura. El césped tenía el matiz profundo del ciprés y se inclinaba lánguido, y aquí y allá veíanse numerosos montículos pequeños y feos, bajos y estrechos, no muy largos, que tenían el aspecto de tumbas, pero no lo eran, aunque alrededor y encima treparan la ruda y el romero. La sombra de los árboles caía densa sobre el agua y parecía sepultarse en ella, impregnando de oscuridad las profundidades del elemento. Imaginé que cada sombra, a medida que el sol descendía, se separaba tristemente del tronco donde había nacido y era absorbida por la corriente, mientras otras sombras brotaban por momentos de los árboles ocupando el lugar de sus predecesoras sepultas.
Una vez que esta idea se hubo adueñado de mi fantasía, la excitó mucho y me perdí de inmediato en ensueños. «Si hubo alguna isla encantada —me dije—, hela aquí. Ésta es la morada de las pocas hadas graciosas que sobreviven a la ruina de la raza. ¿Son suyas esas verdes tumbas? ¿O entregan sus dulces vidas como el hombre? Para morir, ¿consumen su vida melancólicamente, ceden a Dios poco a poco su existencia, como esos árboles entregan sombra tras sombra, agotando sus sustancias hasta la disolución? Lo que el árbol agotado es para el agua que embebe su sombra, ennegreciéndose a medida que la devora, ¿no será la vida del hada para la muerte que la anega?»
Mientras así meditaba, con los ojos entrecerrados, y el sol se hundía rápidamente en su lecho, y los remolinos corrían alrededor de la isla, arrastrando en su seno anchas, deslumbrantes, blancas cortezas de sicómoro, cortezas que, en sus múltiples posiciones sobre el agua, podían sugerir a una imaginación rápida lo que ésta gustara; mientras así meditaba, me pareció que la forma de una de esas mismas hadas en las cuales había estado pensando se encaminaba lentamente hacia la oscuridad desde la luz de la parte oriental de la isla. Allí estaba, erguida en una canoa singularmente frágil, impulsándola con el simple fantasma de un remo. Mientras estuvo bajo la influencia del sol tardío, su actitud parecía indicar alegría, pero la pena la alteró al pasar al dominio de la sombra. Lentamente se deslizó por ella y, al fin, rodeando la isla, volvió a la región de la luz. «La revolución que acaba de cumplir el hada —continué soñador— es el ciclo de un breve año de su vida. Ha atravesado el invierno y el verano. Está un año más cerca de la muerte»; pues no dejé de ver que, al llegar a la tiniebla, su sombra se desprendía y era tragada por el agua oscura, tornando más negra su negrura.
Y de nuevo aparecieron el bote y el hada; pero en la actitud de ésta había más preocupación e incertidumbre, menos dinámica alegría. Navegó de nuevo desde la luz hacia la tiniebla (que se ahondaba por momentos), y de nuevo se desprendió su sombra y cayó en el agua de ébano, que la absorbió en su negrura. Y una y otra vez repitió el circuito de la isla (mientras el sol se precipitaba hacia su lecho), y cada vez que surgía en la luz había más pesar en su figura, cada vez más débil, más abatida, más indistinta; y a cada paso hacia la tiniebla desprendíase de ella una sombra más oscura, que se hundía en una sombra más negra. Pero, al fin, cuando el sol hubo desaparecido totalmente, el hada, ahora simple espectro de sí misma, se dirigió desconsolada con su bote a la región de la corriente de ébano y, si salió de allí, no puedo decirlo, pues la oscuridad cayó sobre todas las cosas y nunca más contemplé su mágica figura.
[1] La luz zodiacal es probablemente lo que los antiguos llamaban Trabes, Emicant Trabes quos docos vocant, Plinio, lib. 2, pág. 26.
[2] Posteriormente a la publicación de Hans Pfaall, me entero de que Mr. Green, el célebre aeronauta del Nassau, y otros aeronautas posteriores, contradicen las afirmaciones de Humboldt a este respecto y hablan de la progresiva disminución de los trastornos, lo cual concuerda con la teoría que presentamos.
[3] Hevelius escribe que en varias ocasiones, hallándose el cielo tan claro que se veían estrellas de la sexta y séptima magnitud, notó que, a la misma altura de la luna y la misma elongación de la tierra, usando el mismo y excelente telescopio, la luna y sus manchas no siempre aparecían con la misma nitidez. Dadas las circunstancias de la observación, es evidente que la causa del fenómeno no se halla en el aire, el telescopio, la luna, ni el ojo del observador, sino que debe atribuirse a algo (¿una atmósfera?) existente en torno del satélite.
Cassini observó varias veces que Saturno, Júpiter y las estrellas, fijas en el momento de quedar ocultas por la luna, dejan de verse en forma circular, para asumir otra ovalada, mientras en ocultaciones análogas no advirtió la menor diferencia. De ahí cabría suponer que, en ciertas ocasiones y no en otras, una materia densa envuelve la luna y los rayos de las estrellas se refractan en ella.
[4] O sea: «Dime: ¿Es así o no?» (N. del T.)
[5] Cockneys, denominación popular de los londinenses. Poe lo escribe Cockneigh, o sea, gallo-relincho. (N. del T.)
[6] La coralina.
[7] «Una de las más notables curiosidades naturales de Tejas es un bosque petrificado cerca de la cabecera del río Pasigno. Hay allí varios centenares de árboles erectos, que se han vuelto de piedra. Algunos árboles, en curso de crecimiento, se hallan ya parcialmente petrificados. He aquí un hecho sorprendente para la filosofía natural, que debería inducirla a modificar la teoría usual de la petrificación» (Kennedy).
Esta noticia, recibida primeramente con incredulidad, ha sido corroborada por el descubrimiento de una entera selva petrificada cerca de la cabecera del río Cheyenne o Chienne, que nace en las Colinas Negras de las Montañas Rocosas.
Quizá no haya en todo el globo espectáculo más notable, tanto desde el punto de vista geológico como pintoresco, que el ofrecido por el bosque petrificado vecino a El Cairo. Luego de pasar frente a las tumbas de los califas, situadas más allá de las puertas de la ciudad, el viajero toma hacia el sur, casi en ángulo recto con el camino que va a Suez por el desierto, y luego de atravesar unas diez millas de un valle bajo y estéril, cruza una serie de médanos que durante un trecho han corrido paralelamente a él. La escena que se presenta entonces a su vista es indescriptiblemente extraña y desolada. Una inmensidad de fragmentos de árboles, convertidos en piedra, tan duros que los cascos del caballo les arrancan un sonido como de acero, se extiende por millas y millas hacia todos lados, en forma de floresta arruinada y caída. La madera tiene una coloración muy oscura, pero conserva perfectamente su forma; los trozos miden de uno a quince pies de largo y de medio a tres pies de espesor, y están tan juntos que un asno puede abrirse apenas camino entre ellos; tan natural es su aspecto que, de hallarse en Escocia o Irlanda, se tendría la impresión de estar frente a un pantano desecado, en el cual los árboles exhumados se pudren al sol. En muchos casos las raíces y los brotes son perfectos, viéndose en algunos los agujeros causados por los gusanos en la corteza. Los más delicados canales de la savia y las partes más finas del centro de los troncos no presentan la menor alteración, como se comprueba examinándolos con las más poderosas lentes de aumento. El conjunto se ha petrificado a tal punto, que raya el cristal y admite un pulimento completo (Revista Asiática).
[8] La caverna del Mamut, en Kentucky.
[9] En Islandia, en l783.
[10] «Durante la erupción del Hecla, en 1766, las nubes de ceniza produjeron una oscuridad tan grande que, en Glaumba, situada a más de cincuenta leguas de la montaña, la gente sólo podía encontrar tanteando su camino. Durante la erupción del Vesubio en 1794, en Caserta, a cuatro leguas de distancia, sólo se podía andar a la luz de las antorchas. El 1o. de mayo de 1812, una nube de cenizas y arenas, brotadas de un volcán en la isla de San Vicente, cubrió la totalidad de las Barbados, extendiendo sobre ellas una oscuridad tal que, a mediodía y al aire libre, no se percibían los árboles ni los objetos más cercanos; ni siquiera un pañuelo blanco colocado a seis pulgadas de los ojos» (Murray, pág. 215, Phil. edit.).
[11] «En 1790, durante un terremoto en Caracas, parte del suelo de granito se hundió, formando el lecho de un lago de ochocientas yardas de diámetro y de ochenta a cien pies de profundidad. Formaba parte del bosque de Aripao, que se hundió con él, y los árboles se mantuvieron verdes bajo el agua durante varios meses» (Murray, pág. 221).
[12] Bajo la acción del soplete el acero más duro se reduce a un polvo impalpable, que flota en la atmósfera.
[13] La región del Níger. Cf. el Colonial Magazine de Simmona.
[14] El Myrmeleon, hormiga-león. El término «monstruo» es igualmente aplicable a cosas anormales pequeñas que a grandes, mientras epítetos tales como «vastas» son meramente relativos. La caverna del myrmeleon es vasta si se la compara con el hormiguero de la hormiga roja común. Un grano de sílex es también una «piedra».
[15] El Epidendron, Flos Aeris, de la familia de las orquídeas, se limita a fijar el extremo de sus raíces en un árbol u otro objeto, del cual no deriva alimento alguno, pues subsiste tan sólo del aire.
[16] Las parásitas, tales como la admirable Rafflesia Arnoldii.
[17] Schouw afirma que hay una clase de plantas que crecen sobre animales vivientes: las Plantae Epizoœ. A esta clase pertenecen los Fuci y Algae. Mr. J. B. Williams, de Salem, Mass., dio a conocer al Instituto Nacional un insecto procedente de Nueva Zelandia, acompañado de la siguiente descripción: «El Hotte, que es una oruga o gusano, crece al pie del árbol Rata, y a su vez hay una planta que crece en su cabeza. Estos extraños y maravillosos insectos trepan hasta lo alto de los árboles Rata y Perriri y, penetrando en ellos desde la copa, perforan el tronco hasta alcanzar la raíz; salen luego a la superficie y mueren o se adormecen, mientras la planta se propaga partiendo de su cabeza: el cuerpo permanece entero y perfecto y es más duro que cuando estaba vivo. Los nativos extraen de este insecto un colorante para sus tatuajes.»
[18] En las minas y cavernas naturales hay una especie de fungus criptógamo que emite una inmensa fosforescencia.
[19] La orquídea, la escabiosa y la valisneria.
[20] «La corola de esta flor (Arístolochia Clematitis) es tubular, pero termina en lo alto en un miembro ligulado, siendo globular en su base. La parte tubular tiene en su interior pelos muy duros, que apuntan hacia abajo. La parte globular contiene el pistilo, consistente tan sólo en un germen y estigma, junto con los estambres que los rodean. Los estambres, más cortos que el germen, no pueden descargar el polen de manera de volcarlo en el estigma, pues la flor se mantiene siempre vertical hasta después de la fecundación. Por eso, de no recibir alguna ayuda adicional, el polen caerá necesariamente en el fondo de la flor. Pues bien, la ayuda proporcionada en este caso por la naturaleza es la del Tiputa Pennicornis, pequeño insecto que penetra por el tubo de la corona en busca de miel, baja hasta el fondo y se pasea hasta quedar enteramente cubierto de polen; como le es imposible volver a subir, dada la posición de los pelos mencionados, que convergen como los alambres de una trampa para ratones, y sintiéndose impaciente por su encarcelamiento, se mueve en todas direcciones buscando una salida, hasta que, luego de atravesar repetidas veces el estigma, lo deja cubierto de suficiente polen como para que se produzca la fecundación, a consecuencia de la cual la flor no tarda en inclinarse, mientras los pelos se contraen a los lados del tubo, abriendo una fácil salida al insecto» (Reverendo P. Keith, Sistema de botánica fisiológica).
[21] Desde que las abejas existen, han construido sus celdillas con el número de lados, la cantidad y el ángulo de inclinación (como se ha demostrado en una investigación matemática que implicaba los más profundos principios de esta ciencia) que se requieren para obtener el mayor espacio compatible con la mayor estabilidad de la estructura de la colmena.
A fines del siglo pasado, los matemáticos se plantearon la cuestión de «determinar la mejor forma posible para las alas de un molino, de acuerdo con su distancia variable desde las aspas y desde los centros de revolución». Se trata de un problema extraordinariamente complejo, pues consiste en hallar la mejor solución posible para una infinidad de distancias y una infinidad de puntos. Los matemáticos más ilustres hicieron miles de tentativas inútiles para resolver el problema; cuando, por fin, se llegó a una respuesta exacta, descubrióse que las alas de un pájaro coincidían con ella de la manera más exacta, desde que el primer pájaro echó a volar por el espacio.
[22] «El teniente F. Hall observó una bandada de pájaros que sobrevolaba Frankfort y el territorio de Indiana, y cuyo ancho era de una milla; tardó cuatro horas en pasar, lo cual, a un promedio de una milla hora, da una extensión de 240 millas. Si suponemos que había tres pájaros por cada yarda, el total se componía de 2.230.272.000 animales» (Viajes por Canadá y Estados Unidos).
[23] «La tierra está sostenida por una vaca azul, que tiene cuernos en número de cuatrocientos» (El Corán).
[24] El Entozoa, gusano intestinal, ha sido repetidas veces observado en los músculos y en la materia gris humana (cf. Wyatt, Fisiología, pág. 143).
[25] En el gran ferrocarril del Noroeste, entre Londres y Exeter, se ha alcanzado una velocidad de 71 millas por hora. Un tren que pesaba 90 toneladas corrió de Puddington a Didcot (53 millas) en 51 minutos.
[26] La incubadora.
[27] El autómata jugador de ajedrez, de Maelzel.
[28] La máquina calculadora de Babbage.
[29] Chabert, y después de él, otros cien.
[30] El electrotipo.
[31] Wollaston fabricó un retículo de telescopio cuyo alambre tenía un espesor de 1/18.000 de pulgada. Sólo era visible por medio del microscopio.
[32] Newton demostró que la retina, bajo la influencia del rayo violeta del espectro, vibra 900.000.000 de veces por segundo.
[33] La pila voltaica.
[34] El aparato impresor electro-telegráfico.
[35] . El electro-telégrafo transmite texto en el acto a cualquier distancia sobre la tierra.
[36] Experimentos comunes en física. Si dos rayos rojos procedentes de dos puntos luminosos penetran en una cámara oscura de manera de posarse sobre una superficie blanca, variando en un 0,0000258 de pulgada de longitud, su intensidad se duplicará. Lo mismo pasa si su diferencia de extensión es cualquier número entero múltiplo de dicha fracción. Un múltiplo por 2 1/4, 3 1/4 etc., produce una intensidad sólo equivalente a un rayo, pero un múltiplo por 2 1/2, 3 1/2, etc., da por resultado una oscuridad total. En los rayos violetas ocurre lo mismo cuando la diferencia de longitud es de 0,0000157, y con todos los rayos restantes el resultado es el mismo; la diferencia va en aumento del violeta al rojo.
[37] Póngase crisol de platino sobre una lámpara de alcohol y manténgase al rojo vivo; viértase ácido sulfúrico, que, a pesar de ser el más volátil de los cuerpos a temperatura ordinaria, quedará completamente estable en un crisol recalentado, sin que se evapore una sola gota. (Lo que ocurre es que queda rodeado por una atmósfera de su propia materia y, por tanto, no toca las paredes del crisol.) Se vierten entonces unas gotas de agua, y el ácido, así en contacto con las paredes recalentadas del crisol, se transforma en vapor de ácido sulfúrico, y tan rápida es su transformación que el calor del agua se disipa junto con él, cayendo el agua en el fondo convertida en hielo. Si se la extrae rápidamente antes de que se derrita se habrá obtenido hielo de un crisol ardiente.
[38] El daguerrotipo.
[39] Aunque la luz recorre 167.000 millas por segundo, la distancia desde el Cisne 61 (única estrella cuya distancia ha sido verificada) es tan inconcebiblemente grande, que sus rayos requieren más de diez años para llegar a la tierra. Las estrellas situadas más allá exigen veinte y aún mil años, calculando sin exageración. Por tanto, si dichos astros se hubieran extinguido hace veinte o mil años, seguiríamos viéndolos en la actualidad por la luz que emanó de ellos hace veinte o mil años. No es imposible, ni siquiera improbable, que muchas estrellas que vemos noche a noche se hayan extinguido hace mucho.
Herschel padre sostiene que la luz de la nebulosa más débil que alcanza a distinguirse en su gran telescopio debió de requerir tres millones de años para llegar a la tierra. Algunas otras que el telescopio de lord Ross permite vislumbrar han debido emplear, por lo menos, veinte millones de años.
[40] Mr. Ainsworth no se ha ocupado de explicar este fenómeno, que puede, sin embargo, ser fácilmente aclarado. Una línea tendida desde una elevación de 25.000 pies perpendicularmente a la superficie de la tierra (o el mar) formaría el cateto vertical de un triángulo rectángulo, cuya base se extendería desde el ángulo recto hasta el horizonte, y la hipotenusa desde el horizonte hasta el globo. Pero 25.000 pies de altitud son nada o poco menos comparados con la extensión de la perspectiva. En otras palabras, la base y la hipotenusa del supuesto triángulo resultarían tan extensos, comparados con la perpendicular, que podría considerárselas como casi paralelas. De esta manera el horizonte del aeronauta se mostraría al nivel de la barquilla. Pero como el punto situado inmediatamente por debajo de él aparece (y está) a gran distancia por debajo del horizonte, se produce un efecto de concavidad. Y dicho efecto habrá de mantenerse hasta que la altitud alcanzada se halle en tal proporción con la extensión de la perspectiva, que el aparente paralelismo de la base y la hipotenusa desaparezca: y entonces será visible la verdadera convexidad de la tierra.
[41] All a mistake, un puro engaño. (N. del T.)
[42] Poe hace un juego de palabras con wig, peluca., y whig, partido político norteamericano formado hacia 1834. (N. del T.)
[43] Una de las muchas bromas y retruécanos que hacen perder sabor a este relato una vez traducido. Se alude a James Silk Buckingham (1786-1855), parlamentario inglés que visitó los Estados Unidos y escribió un libro de impresiones. Silk significa igualmente seda. El nombre de este periodista y escritor aparece en «Conversación con una momia». (N. del T.)
[44] Rubber, caucho, denota asimismo una mano en el juego del whist u otros juegos de cartas. (N. del T.)
[45] Furrier, o sea Charles Fourier, que por supuesto no era irlandés (N. del T.)
[46] Aries Tottle: Aristóteles. (N. del T.)
[47] Morse. (N. del T.)
[48] Pero más probablemente «Verde», o sea Charles Green, a quien Poe cita otra vez en «El camelo del globo». (N. del T.)
[49] Hog, cerdo, alude a Bacon (bacati, tocino). «El pastor de Ettrick», que la corresponsal menciona por puro disparate, era un poetastro llamado James Hogg —de ahí la confusión—, que gozó de mucha fama en Inglaterra (1770-1835). (N. del T.)
[50] Alusiones a John Stuart Mill, (mill, molino) y a Jeremy Bentham. (N. del T.)
[51] Alude —llamándolo «embarrador»— a Johann Heinrich Von Mädler, astrónomo alemán. (N. del T.)
[52] Se denomina así a los descendientes de las primeras familias holandesas que se establecieron en los Estados Unidos. (N. del T.)
[53] Corn, grano o cereal. (N. del T.)
[54] John Smith y Zacarías Taylor. (N. del T.)
[55] Un incidente similar en líneas generales al aquí imaginado se produjo no hace mucho en Inglaterra. El nombre del afortunado heredero era Thelluson. La primera vez que vi un caso semejante fue en el Viaje del príncipe Pückler-Muskau, quien eleva la suma heredada a noventa millones de libras, y observa justamente que «en la contemplación de una suma tan grande y de los servicios a los cuales podría aplicarse hay algo semejante a lo sublime». Para ajustarme a los propósitos de este artículo he seguido el informe del príncipe, aunque sea groseramente exagerado. El germen y en realidad el comienzo del presente trabajo fue publicado hace varios años, antes de la aparición del primer número del admirable Judío Errante, de Sue, que posiblemente fue sugerido por el relato de Muskau.
[56] Moraux deriva aquí de mœurs, y significa a la moda, o más estrictamente, «de costumbres».
[57] Hablando de las mareas, Pomponius Mela dice, en su tratado De Situ Orbis: «O el mundo es un gran animal, o...», etc.
[58] Balzac, en esencia; no recuerdo las palabras.
[59] Florem putares mare per liquidum aethera (P. Commire).
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