BLOOD

william hill

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jueves, 15 de abril de 2010

CUMBRES BORRASCOSAS -- 2ªparte

Emily Brontë

Cumbres Borrascosas

2ªparte


»-¿Con qué le ha asesinado usted? --exclamó José-. ¡Y que yo tenga que asistir a semejante cosal ¡Dios

quiera que ... !

»Heathcliff le dio un empellón hacia el herido, y le arrojó una toalla, pero José, en vez de ocuparse de la

cura, comenzó a recitar una oración tan extravagante, que no pude contener la risa. Yo me encontraba en tal

estado de insensibilidad, que nada me conmovía. Me pasaba lo que a algunos condenados al pie del

patíbulo.

,¡Me había olvidado de ti! -dijo el tirano-. Vaya, encárgate de eso. ¡Al suelo! ¿Con qué también tú

conspiras con él contra mí, víbora? ¡Cúrale!

»Me zarandeó hasta hacerme rechinar los dientes y me arrojó junto a José. Éste, sin perder la serenidad,

terminó de rezar y después se levantó anunciando su decisión de dirigirse a la «Granja». Decía que el señor

Linton, como magistrado que era, no dejaría de intervenir en el asunto aunque se le hubiesen muerto

cincuenta mujeres. Tan empeñado se manifestó en su resolución, que a Heathcliff le pareció que era

oportuno que yo relatase lo sucedido, y a fuerza de insidiosas preguntas me hizo explicar cómo se habían

desarrollado las cosas. Sin embargo, costó mucho convencer al viejo de que el agresor no había sido

Heathcliff. Al fin, cuando apreció que el señor Earnshaw no había muerto, le dio un trago de aguardiente, y

entonces recobró Hindley el conocimiento. Heathcliff, comprendiendo que su adversario ignoraba los

malos tratos de que había sido objeto mientras se hallaba desmayado, le increpó llamándole alcoholizado y

delirante, le dijo que olvidaría la atroz agresión que había perpetrado contra él y le recomendó que se fuese

a dormir. Después, nos dejó solos, y yo me fui a mi habitación, felicitándome de haber salido tan bien

librada de aquellos sucesos.

»Cuando bajé por la mañana, a eso de las once, el señor Earnshaw estaba sentado junto al fuego, muy

enfermo en apariencia. Su ángel malo estaba a su lado, y parecía tan decaído como el mismo Hindley.

Comí con apetito a pesar de todo, y no dejaba de experimentar cierta sensación de superioridad, que me

daba al sentir la conciencia tranquila, cada vez que miraba a uno de los dos. Al acabar, me aproximé al

fuego -libertad inusitada en mí- dando la vuelta por detrás del señor Earnshaw, y me agazapé en un rincón

detrás de su silla.

»Heathcliff no me miraba, y yo pude entonces examinarle a mi sabor. Tenía contraída la frente, esa frente

que antes me pareciera tan varonil y ahora me parece tan diabólica. Sus ojos habían perdido su brillo como

consecuencia del insomnio y acaso del llanto. Sus labios cerrados, carentes de su habitual expresión

sarcástica, delataban una profunda tristeza. Aquel dolor, en otro, me hubiera impresionado. Pero se trataba

de él, y no pude resistir el deseo de arrojar una saeta al enemigo caído. Sólo en aquel momento de debilidad

podía permitirme la satisfacción de devolverle parte del mal que me había hecho.

-¡Oh, qué vergüenza, señorita! -interrumpí-. Cualquiera pensaría que no ha abierto usted una Biblia en su

vida. Le debía bastar con ver cómo Dios humilla a sus enemigos. No está bien añadir el castigo propio al

enviado por Dios.

-En principio estoy de acuerdo, Elena -me contestó-, pero en aquel caso, el mal de Heathcliff no me satisfacía

si yo no me mezclaba en él. Hubiera preferido que sufriera menos, pero que sus sufrimientos se

debieran a mí. Sólo llegaría a perdonarle si lograra devolverle todos los sufrimientos que me ha producido,

uno a uno. Ya que fue él el primero en afrentarme, que fuera él el primero en pedirme perdón. Y entonces

puede que me fuera agradable mostrarme generosa. Pero como no me puedo vengar por mí misma,

tampoco me será posible concederle el perdón.

»Hindley pidió agua, y al dársela le pregunté cómo se encontraba.

»-No tan mal como yo quisiera -repuso-. Pero, aparte del brazo, me duele todo el cuerpo como si hubiese

luchado con una hueste de diablos.

»-No me asombra -contesté-. Catalina solía decir que ella mediaba entre usted y Heathcliff para impedir

cualquier daño físico. Afortunadamente, los muertos no se levantan de sus tumbas, pues, si no, ella hubiese

asistido ayer a una escena que la hubiese repugnado bastante. ¿No se siente usted molido como si le

hubieran magullado las carnes?

»-¿Qué quiere usted decir? -intervino Hindley-. ¿Es posible que ese hombre me golpeara cuando yo yacía

sin sentido?

»-Le pateó, le pisoteó y le golpeó contra el suelo -respondí---. Por su gusto le hubiera desgarrado con sus

propios dientes. Sólo es hombre en apariencia. En los demás, es un demonio.

»Los dos miramos el rostro de nuestro enemigo. Pero él, absorto en su dolor, no reparaba en nada. En su

cara se pintaba el siniestro sesgo de sus pensamientos.

»-¡Iría con gusto al infierno con tal de que Dios me diese fuerzas para estrangularle antes de morir!

-gimió Earnshaw, intentando levantarse y volviendo a desplomarse enseguida, desesperado al comprender

su impotencia para atacarle.

»-Basta con que haya matado a uno de ustedes -comenté yo en voz alta-. Todos en la «Granja» saben que

su hermana viviría aún a no ser por Heathcliff. En fin de cuentas, su odio vale más que su amor. Cuando

me acuerdo de lo felices que éramos Catalina y todos antes de que él apareciera, siento deseos de maldecir

aquel día.

»Probablemente Heathcliff reconoció cuán verdadero era lo que yo decía, sin reparar en el hecho de que

fuera yo quien lo aseverara. Un raudal de lágrimas cayó de sus ojos, y después suspiró ruidosamente. Yo le

miré y me eché a reír desdeñosamente. Sus ojos, esos ojos que parecen ventanas del infierno, se dirigieron

un momento hacia mí, pero estaba tan decaído que temí volver a reírme.

»-Quítate de delante -me dijo, o más bien creí entenderle, puesto que sólo hablaba de modo inarticulado.

»-Perdona -repliqué-, pero yo quería a Catalina, y ahora que ya no vive, debo ocuparme de su hermano...

Hindley tiene sus mismos ojos, que tú has amoratado a golpes, y...

»-¡Levántate, imbécil, si no quieres que te mate de un puntapié! -gritó él, iniciando un movimiento.

»Yo esbocé otro movimiento, preparándome a retirarme.

»-Si la pobre Catalina -seguí diciendo, sin dejar de mantenerme alerta- se hubiera casado contigo y adoptado

el grotesco y degradante nombre de señora de Heathcliff, pronto la hubieras puesto como a su hermano.

Sólo que ella no lo hubiera soportado, y te habría dado de ello pruebas palpables...

»Como Earnshaw estaba entre él y yo, no pretendió cogerme. Pero empuñó un cuchillo que había en la

mesa y me lo tiró a la cara. Me dio junto a la oreja. Le contesté con una injuria que debió llegarle más

adentro que a mí el cuchillo, y gané la puerta. Lo último que vi fue a Earnshaw intentando detenerle y a

ambos cayendo enlazados ante el hogar. Al pasar por la cocina, dije a José que se apresurara a asistir a su

amo. Tropecé con Hareton, que jugaba en una silla con unos cachorrillos, y me lancé, feliz como un alma

que huye del purgatorio, cuesta abajo por el áspero camino. Después corrí a campo traviesa hacia la luz que

brillaba en la «Granja». Preferiría ir al infierno para toda la eternidad antes que volver a «Cumbres

Borrascosas».

Isabel, en silencio, tomó el té, se levantó, se puso un chal y un sombrero que le trajimos, se subió a una

silla, besó los retratos de Catalina y de Eduardo, y sin atender mis súplicas de que se quedase siquiera una

hora más, se fue en el coche, acompañada de Fanny, gozosa de haberse vuelto a reunir con su dueña. No

volvió más, pero desde entonces se escribió periódicamente con el señor. Creo que se instaló en el Sur,

cerca de Londres. A los pocos meses dio a luz un niño, al que puso el nombre de Linton y que, según nos

comunicó, era una criatura caprichosa y enfermiza.

Heathcliff me encontró un día en el pueblo, y quiso saber dónde vivía Isabel. Yo me negué a decírselo y

él no se preocupó mucho de insistir, aunque me advirtio que se guardase bien de volver con su hermano,

porque no la dejaría vivir con él. No obstante, probablemente por algún otro criado, logró descubrir el

domicilio de su esposa, si bien no la molestó, lo que ella achacaría probablemente al odio que le inspiraba.

Solía preguntarme por el niño cuando me veía y al saber el nombre que le habían dado, exclamó:

-Por lo visto se proponen que yo odie al chico también...

-Creo que lo único que desean es que usted no se ocupe de él para nada -respondí.

-Pues que no se olviden de que, cuando yo quiera, le traeré conmigo.

Por suerte, Isabel murió cuando el muchacho contaba unos doce años de edad.

El día que siguió a la inesperada visita de Isabel, no tuve ocasión de hablar con el amo. Él eludía toda

conversación y yo no me sentía con humor de hablar. Cuando al fin le conté la fuga de su hermana,

manifestó alegría, porque detestaba a Heathcliff tanto como se lo permitía la dulzura de su carácter. Tanta

aversión sentía hacia su enemigo, que dejaba de acudir a los sitios donde existía la posibilidad de verle o de

oír hablar de él. Dimitió de su cargo de magistrado, no iba a la iglesia, no pasaba por el pueblo y vivía

recluido en casa, sin salir más que para pasear por el parque, llegarse hasta los pantanos o visitar la tumba

de su esposa. Y aun esto lo hacía a horas en que no fuera fácil encontrar a nadie. Pero era tan bueno, que no

podía ser siempre desgraciado. Con el tiempo se resignó, y hasta le invadió una dulce melancolía.

Conservaba celosamente el recuerdo de Catalina y esperaba reunirse con ella en el mundo mejor al que no

dudaba de que había ido.

Pudo encontrar consuelo en su hija. Aunque los primeros días pareció indiferente a ella, esa frialdad

acabó fundiéndose como la nieve en abril, y aun antes de que la niña supiese andar ni hablar, reinaba en su

corazón despóticamente. Se la bautizó con el nombre de Catalina, pero él nunca la llamó así, sino Cáti. En

cambio, a su esposa nunca le había dado tal nombre, tal vez porque Heathcliff lo hacía. Creo que quería

más a su hija porque le recordaba a su esposa, que por el hecho de ser hija suya.

Al comparar su caso con el de Hindley, yo no lograba comprender bien cómo ambos en un mismo caso

habían seguido tan opuestos caminos.

Hindley, que parecía más fuerte, había manifestado ser más débil. Al hundirse el barco que capitaneaba,

abandonó su puesto, dejándolo entregado a la confusión, mientras Linton, al contrario, había confiado en

Dios y demostrado el valor de un corazón leal y fiel. Éste esperó, y el otro había desesperado. Cada cual

eligio su propia suerte y recibió la justa recompeiisa de sus respectivas actitudes. En fin, señor Lockwood:

no creo que usted necesite para nada mis deducciones morales, que usted sabrá sacar por cuenta propia.

Earnshaw concluyó como era de suponer. A los seis meses de morir su hermana, falleció él. En la

«Granja» supimos muy poco de su estado. Fue el señor Kenneth quien nos lo advirtió.

-Elena -dijo una mañana temprano, entrando en el patio a caballo-: ¿quién crees que ha muerto?

-¿Quién? -exclamé, temblando.

-Adivina -contestó-, y coge la punta de tu delantal: te va a ser necesario.

-De cierto no se trata del señor Heathcliff -repuse.

-¿Ibas a llorar por él? No, Heathcliff está robusto y fuerte, en apariencia al menos. Le he visto ahora

mismo. Por cierto que ha engordado mucho desde que perdió a su amiga.

-¿Pues quién, señor Kenneth? -dije, impaciente.

-¡Hindley Earnshaw! Tu viejo amigo y malvado compañero mío, Hindley. No se ha portado bien conmigo

últimamente, pero... Ya te dije que llorarías. ¡Pobre muchacho! Murió, según era de esperar, borracho

como una cuba. Lo he sentido. Siempre se lamenta la falta de un camarada... ¡Aunque me haya hecho

muchas más perrerías de las que puedas imaginarte! Y el caso es que sólo tenía tu edad: veintisiete años.

¡Cualquiera lo diría!

Tal golpe me impresionó más que la muerte de Catalína. Viejos recuerdos se agolpaban a mi corazón. Me

senté en el dintel de la puerta, dije al señor Kenneth que buscase otro criado que le anunciase, y rompí a

llorar. Me preocupaba mucho pensar si Hindley habría fallecido de muerte natural o no, y a tanto llegó mi

inquietud sobre ello, que pedí permiso al amo para ir a «Cumbres Borrascosas». El señor Linton no quería,

pero yo le hice comprender que mi hermano de leche tenía tanto derecho como el propio señor a mis

atenciones póstumas, y que Hareton era sobrino de su esposa, por lo cual él debía instituirse en tutor suyo a

falta de más cercanos parientes, examinar la herencia y ver como andaban los asuntos de su difunto cuñado.

Al cabo me encargo que viese a su abogado y me dio permiso para ir a «Cumbres Borrascosas». El

abogado lo había sido también de Earnshaw. Cuando le hablé de aquéllo y le pedí que me acompañase me

contestó que valdría más dejar en paz a Heathcliff, y que la situación de Hareton era poco mas o menos la

de un pordiosero.

-El padre ha muerto cargado de deudas -me explicó-. Toda la herencia está hipotecada, y lo mejor para

Hareton sera que procure ganarse- el cariño del acreedor de su padre.

Al llegar a las «Cumbres» encontré a José muy afectado, y me expresó su satisfacción por mi llegada. El

señor Heathcliff dijo que mi presencia no era precisa, pero que podía ordenar lo necesario para el sepelio.

-En realidad, ese perturbado debía ser enterrado sin ceremonia alguna al borde de un camino --dijo-.

Ayer le dejé sólo diez minutos por casualidad, y en el intervalo me cerró la puerta y se pasó la noche

bebiendo hasta que se mató. Esta mañana, al oír que resoplaba como un caballo, tuvimos que saltar la

cerradura. Estaba tendido sobre el banco, y no hubiera despertado aunque le desollásemos. Mandé a buscar

a Kenneth, pero antes de que viniera la bestia ya se había convertido en carroña. Estaba muerto, rígido y

helado, y no se podía hacer nada por él.

El viejo criado confirmó el relato y agregó:

-Habría valido más que hubiera ido él a buscar el médico. Yo habría atendido al amo mejor. Cuando me

fui no había muerto aún.

Insistí en que el entierro debía ser solemne. Heathcliff me autorizó a organizarlo como quisiera, aunque

recordándome que tuviera en cuenta que el dinero que se gastara había de salir de su bolsillo. Se mostraba

indiferente y rígido. Podía apreciarse en él algo como la satisfacción de quien ha terminado un trabajo con

éxito. Hasta, en un momento dado, creí notar en él un principio de exaltación. Fue cuando sacaban el

féretro de la casa. Acompañó al duelo. ¡Hasta ese punto extremó su hipocresía! Le vi sentar a Hareton a la

mesa, y le oí murmurar como complacido:

-¡Vaya, chiquito: ya eres mío! Si la rama crece tan torcida como el tronco, con el mismo viento la

derribaremos.

El niño pareció alegrarse de aquellas palabras, agarró las patillas de Heathcliff y le dio palmaditas en la

cara. Pero yo comprendí bien lo que Heathcliff quería decir, y advertí:

-Este niño debe venir conmigo a la «Granja de los Tordos». No hay cosa en el mundo sobre la que tenga

usted menos derechos que sobre este pequeño.

-¿Lo ha dicho Linton? -me interrogó.

-Sí; me ha ordenado que me lo lleve -repuse.

-Bueno -respondió el villano-. No quiero discusiones sobre el asunto. Pero me siento inclinado a ver qué

maña me doy para educar a un niño-Así que si os lleváis a ése, haré venir conmigo al mío. Díselo a tu amo.

Así nos dejó imposibilitados de obrar. Repetí sus palabras a Eduardo Linton, y éste, que por su parte no

sentía gran interés en ello, no volvió a hablar del tema para nada. Ahora, el antiguo huésped de «Cumbres

Borrascosas». se, había convertido en el dueño de ella. Tomó posesión definitiva, probando legalmente que

la finca estaba hipotecada, ya que Hindley había ido estableciendo hipotecas sucesivas sobre toda la

propiedad. El acreedor era el propio Heathcliff. Y por eso Hareton, que debía ser el hombre más

acomodado de la región, está sometido ahora al enemigo de su padre, y vive como un criado en su propia

casa, y para colmo no recibe salario alguno, e incapaz de volver por sus fueros, ya que desconoce el atropello

de que ha sido víctima.

CAPÍTULO XVIII

Los doce años posteriores a aquella dolorosa época -prosiguió diciendo la señora Dean- fueron los más

dichosos de toda mi vida. Mis únicas preocupaciones consistían en las pequeñas enfermedades que sufría la

niña, como todo niño sufre, sea rico o pobre. A los seis meses empezó a crecer como un árbol y andaba y

hasta hablaba a su manera antes de que las plantas floreciesen dos veces sobre la tumba de la señora Linton.

Era el más hechicero ser que haya alegrado jamás una casa desolada. Tenía los negros ojos de Earnshaw, y

la blanca piel y los rubios cabellos de los Linton. Su carácter era altivo, pero no brusco y su corazón

sensible y afectuoso en extremo. No se parecía a su madre. Era dulce y suave como una paloma. Tenía la

voz suave y la expresión pensativa. Jamás se enfurecía por nada. Empero, es preciso confesar que contaba

entre sus cualidades algunos defectos. Ante todo, su tendencia a mostrarse insolente y la torcida manera de

ser que todo niño mimado, sea bueno o malo, demuestra. Si alguno la contrariaba, salía siempre con lo

mismo: «Se lo diré a papá.» Cuando él la reprendía, aunque sólo fuese con un gesto, ella consideraba el

suceso como una terrible desgracia. Pero me parece que el señor no le dirigió Jamás una palabra áspera. Él

mismo tomó su instrucción a su cargo. Afortunadamente, era inteligente y curiosa, y aprendió muy pronto.

A los trece años, aún no había cruzado ni una sola vez el recinto del parque sin ir acompañada. En alguna

ocasión el señor Linton la llevaba a pasear a una o dos millas de distancia, pero no la confiaba a nadie más.

Para los oídos de la niña, la palabra Gimmerton no quería decir nada. No había entrado en otra casa que en

la suya, salvo en la iglesia. Para ella no existían ni «Cumbres Borrascosas», ni el señor Heathcliff. Vivía en

perfecta reclusión y parecía contenta de su estado. A veces, mientras miraba el paisaje desde la ventana, me

preguntaba:

-Elena, ¿cuánto se tardaría en llegar a lo alto de aquellos montes? ¿Y sabes tú qué hay al otro lado? ¿El

mar?

-No, señorita -contestaba yo-. Hay otros montes iguales.

-¿Qué aspecto tienen esas rocas doradas cuando se está junto a ellas? -me preguntó un día.

El acantilado del risco de Penninston atraía mucho su atención, sobre todo cuando el sol poniente bañaba

su cima dejando en penumbra el resto del panorama. Yo le dije que eran áridas masas de piedra, entre cuyas

grietas crecía algún que otro árbol raquítico.

-¿Y cómo brillan tanto después de oscurecer? -siguió preguntando.

-Porque están mucho más altas que nosotros -repuse-. Usted no podría subir a esas rocas; son demasiado

abruptas y altas. En invierno, la nieve cae allí antes que en sitio alguno. Hasta en pleno verano he hallado

nieve yo en una grieta que hay al Nordeste.

-Si tú has estado -dijo, regocijada- también yo podré ir cuando sea mayor. ¿Papá ha estado allí, Elena?

-Su papá le diría -me apresure a contestar- que ese sitio no merece la pena de visitarlo. El campo por

donde pasea usted con él es mucho más hermoso y el parque de esta casa es el sitio más bonito del mundo.

-Pero yo conozco el parque, y ese sitio no -murmuró ella-. ¡Cuánto me gustaría mirar desde lo alto de

aquella cumbre! Tengo que ir alguna vez en mi jaquíta Minny.

Una de las criadas le habló un día de la «Cueva Encantada». Esto le interesó tanto, que no hizo más que

abrumar al señor Linton con su insistencia en ir a visitarla. Él le prometió que la complacería cuando fuera

mayor. Pero la niña contaba su edad de mes en mes y frecuentemente preguntaba:

-¿Soy ya bastante crecida?

Mas Eduardo no tenía deseo alguno de ir, porque el camino pasaba cerca de «Cumbres Borrascosas», y

esto no le placía. Solía, pues, contestar:

-Aún no, querida, aún no.

Según le dije, la señora Heathcliff no vivió mas que doce años después de haber abandonado a su esposo.

Su débil constitución era un mal congénito en la familia. Ni ella ni su hermano disfrutaban de la robustez

que es comun en la comarca. No sé de qué murió, pero creo que los dos fallecieron de lo mismo: una

especie de fiebre lenta, que de pronto consumía las energías rápidamente. Así que llegó un momento en que

escribió a su hermano para advertirle del probable desenlace funesto a que le abocaba una enfermedad que

venía padeciendo desde cuatro meses atrás, y le rogaba que fuese a verla, ya que tenían que arreglar

muchas cosas y deseaba entregarle a Linton antes de morir. Esperaba que Heathcliff dejase a Linton a cargo

de su hermano como le habían dejado a cargo de ella, y le alegraba la convicción que albergaba de que su

padre no deseaba ocuparse del niño. El amo se apresuró a cumplir -su deseo.

Al irse, Linton dejó a Cati a mi custodia, recomendándome mucho que no la dejase salir del parque ni siquiera

conmigo. Sola, no pasaba por su cerebro la idea de que pudiese andar por ningún sitio.

Tres semanas estuvo fuera. La niña al principio pasaba el tiempo en un rincón de la biblioteca, y estaba

tan triste que no jugaba ni leía.

Pero a esta tranquilidad sucedió una etapa de inquietud. Y como yo estaba ya algo madura y muy

ocupada en mis quehaceres, encontré un medio de que se divirtiese sin que me molestase. La enviaba a

pasear por la finca, a caballo o a pie, y cuando volvía escuchaba pacientemente el relato de sus reales o

fantásticas aventuras.

Vino el estío, y tanto se aficionó Cati a aquellas solitarias excursiones, que muchas veces salía después

de desayunar y no volvía hasta la hora de la cena. Luego entretenía la velada contándome fantásticas

historias. Yo no temía que saliera del parque, porque la verja estaba cerrada, y aunque se hubiese hallado

abierta, pensaba yo que ella no se arriesgaría a salir sola. Pero desgraciadamente me equivoqué. Una

mañana, a las ochó, Cati vino a buscarme y me dijo que aquel día ella era un mercader árabe que iba a

atravesar el desierto, y que necesitaba muchas provisiones para sí y para su caravana, consistente en el

caballo y en tres camellos. Los camellos eran un gran sabueso y dos perros pachones. Preparé un paquete

de golosinas y lo metí en una cesta que colgué del arzón. Saltó ligera como una sílfide sobre la jaca, y

partió alegremente al trote, con su sombrero de alas anchas que la defendía contra el sol de julio, riendo y

mofándose de mis exhortaciones de que volviera pronto y no galopara. Pero a la hora del té no volvió. El

sabueso, que era un perro viejo, poco amigo ya de tales andanzas, regresó, mas no ella ni los pachones.

Envié a buscarla, y al final, viendo que nadie la encontraba, partí yo misma. Junto a los límites de la finca

hallé a un aldeano y le pregunté si había visto a la señorita.

-La vi por la mañana -respondió-. Me pidió que le cortara una vara de avellano, y luego hizo saltar a su

jaca por encima el seto.

Figúrese cómo me puse al oír tal cosa. Inmediatamente pensé que se había dirigido al risco de

Penninston. Me precipité a través de un agujero del seto que el hombre estaba arreglando, y corrí hacia la

carretera. Anduve millas y millas hasta que avisté «Cumbres Borrascosas».

Y como Penninston dista milla y media de la casa de Heathcliff, y por tanto cuatro de la «Granja»,

empecé a temer que la noche caería antes de que yo llegase al risco.

«A lo mejor ha resbalado trepando por las rocas -imaginé- y se ha matado o se ha roto un hueso.»

Mi inquietud disminuyó algo cuando, al pasar junto a las «Cumbres» distinguí a Carlitos, el más fiero de

los perros que acompañaban a Cati, tendido bajo la ventana, con la cabeza tumefacta y sangrando por una

oreja. Me dirigí a la puerta y llamé fuertemente. Una mujer que yo conocía de Gimmerton y que había ido a

las «Cumbres» como sirvienta al morir Earnshaw me abrió.-

-¿Viene usted a buscar a la señorita? -dijo-. Está aquí y no le ha pasado nada. Pero me alegro de que el

amo no haya venido.

-¿Así que no está en casa? --dije, casi sin poder respirar por la fatiga de la carrera y por la inquietud que

sentía un momento antes.

-Él y José están fuera -repuso- y volverán dentro de una hora poco más o menos. Pase y descansará usted

un poco.

Entré y vi a mi ovejita descarriada sentada junto al hogar en una sillita que había pertenecido a su madre

cuando era niña. Había colgado su sombrero en la pared y al parecer estaba a sus anchas. Reía y hablaba

animadamente a Hareton -que era entonces un arrogante mozo de dieciocho años- y él la miraba sin

comprender casi nada de aquel chorro de palabras con que le abrumaba.

-Está bien, señorita -exclamé, disimulando mi satisfacción bajo una máscara de enfado-. Éste habrá sido

el último paseo que dé hasta que vuelva su papá. No volveré a dejarla salir de casa sola. Es usted una niña

muy traviesa.

-¡Ay, Elena! -gritó ella alegremente, corriendo hacia mí-. ¡Qué bonita historia tengo para contar esta noche!

¿Cómo me has encontrado? ¿Has estado aquí alguna vez antes de ahora?

-Póngase el sombrero y vayámonos enseguida dije-, estoy muy indignada con usted. No, no haga

pucheritos, que con eso no me quita usted el susto que me ha dado. ¡Cuando pienso en cuánto me encargó

el señor Linton que no saliera usted de casa, y cómo se me ha escapado usted! No nos fiaremos de usted

nunca más.

-¿Pues qué he hecho? -repuso ella, reprimiendo un sollozo-. Papá no me encargó nada de lo que dices. Él

no se enfada nunca como tú.

-¡Venga, venga! --exclamé-. ¡Qué vergüenza! ¡Con trece años que tiene ya y hacer estas chiquilladas!

Le dije esto, porque ella se había vuelto a quitar el sombrero y se había escapado fuera de mi alcance.

-No riña a la nena, señora Dean --dijo la criada-. Fuimos nosotros los que la entretuvimos. Ella quería haber

seguido su camino por no causarle preocupación. Hareton se ofreció a acompañarla, y a mí me pareció

bien, porque el camino es muy malo y difícil.

Mientras, Hareton estaba en pie, con las manos en los bolsillos, y no parecía muy satisfecho de mi

aparición.

-Vamos --dije-, no me haga esperar más. Dentro de diez minutos será ya de noche. ¿Y la jaca? ¿Y Fénix?

La advierto que si no se apresura me marcho y la dejo a usted aquí. ¡Vamos!

-La jaca está en el patio -respondió- y Fénix encerrado. Le han mordido a él y a Carlitos. Me proponía

decírtelo, pero no te contaré nada por haberte enfadado.

Me dispuse a ponerle el sombrero, pero ella, viendo que los demás adoptaban su partido, empezó a correr

de un sitio a otro, escondiéndose detrás de los muebles. Todos se reían de mí, hasta que me hicieron gritar,

ya enfurecida:

-¡Si usted supiera a quién pertenece esta casa, señorita Cati, no volvería a poner los pies en ella!

-¿Es de tu padre, verdad? -preguntó ella a Hareton.

-No -replicó él, sonrojándose y apartando la vista.

No se atrevía a mirarla frente a frente. Y por cierto que ambos tenían idénticos los ojos.

-¿Entonces de su amo? -insistió ella.

Él se ruborizo mas aun, profirió un juramento, en voz baja y se apartó.

-¿Quién es el amo de la casa?, -preguntó la muchacha dirigiéndose a mí-. Este joven me ha hablado de un

modo que me hizo creer que era el hijo del propietario.

No me ha llamado señorita. Y, si es un criado, debiera haberlo hecho.

Hareton se puso sombrío al oír aquella observación. Yo logré que ella se resolviese al fin a

acompanarme.

-Tráigame el caballo -dijo la joven, hablando a su pariente como lo hubiera hecho a un mozo de

cuadra---. Puede usted acompañarme. Quiero ver aparecer el fantasma del pantano, y las hadas de que me

ha hablado usted, pero apresúrese. ¡Vamos; tráigame el caballo!

-Primero te veré condenada que ser tu criado -respondió él.

-¿Cómo? -exclamó Cati sorprendida.

-Condenada he dicho, bruja.

-Vea con qué buena compañía ha venido usted a encontrarse, señorita Cati -interrumpí yo-. Ea, no dispute

con él. Cojamos a Minny nosotras mismas, y vayamonos.

-¿Cómo se atreve a hablarme así, Elena? -preguntó ella, saltándosele las lágrimas.

Y agregó:

-¿Cómo no hace lo que le digo? ¡Malvado! Contaré a papá lo que me ha dicho.

Hareton se preocupó muy poco de la amenaza. Cati se volvió a la mujer.

-Tráigame la jaca -dijo- y suelte a mi perro.

-No hay que tener tantos humos, señorita -repuso la criada---. No perdería usted nada con ser más

amable. Yo no soy sirvienta suya, y el señor Hareton aunque no sea hijo del amo, es primo de usted.

-¡Mi primo! -exclamó desdeñosamente Cati.

-Sí, su primo.

-¿Cómo les permites decir esas cosas, Elena? -me interpeló Cati-. A mi primo ha ido a buscarle a

Londres mi papá. ¡Vaya! ¡Este mi primo! -exclamó, disgustada ante la idea de que pudiese ser primo suyo

semejante patán.

-Uno puede tener muchos primos de todas clases, señorita -contesté yo- y no valer menos por ello. Con

no buscar su compañía si no le agrada, está resuelto todo.

-No, Elena, no puede ser mi primo -insistió la joven. Y, como si tal idea la asustase, se refugió en mis

brazos.

Yo estaba muy disgustada con ella y con la criada por lo que mutuamente se habían descubierto.

Comprendía que Heathcliff sería enseguida informado del retorno de Linton con el hijo de Isabel y

comprendía también que la joven no dejaría de preguntar a su padre acerca de aquel primo tan tosco. En

cuanto a Hareton, que ya había reaccionado del disgusto que le produjera ser tomado por un criado, pareció

lamentar la pena de su prima, se dirigió a ella, después de haber sacado la jaca a la puerta, y le quiso regalar

un cachorrillo de los que había en la perrera. Ella le contempló con horror, suspendiendo sus lamentos para

mirarle.

Tal antipatía hacia el joven me hizo sonreír. Él, en realidad, era un mozo bien formado, bien parecido y

robusto, aunque vistiera la ropa propia de los trabajos que hacía en la finca. Yo creía notar en su rostro

mejores cualidades que las que su padre tuviera, cualidades que sin duda hubieran florecido copiosamente

de desarrollarse en un ambiente más apropiado. Me parece que Heathcliff no le había maltratado

físicamente, a lo cual era opuesto por regla general. Parecía haber aplicado su malignidad a hacer de

Hareton un bruto. No le había enseñado a leer ni escribir ni le reprendía por ninguna de sus costumbres

censurables, salvo las que molestaban al propio Heathcliff. Nunca le ayudó a dar un paso hacia el bien, ni a

separarle un paso del mal. José, con las adulaciones que le dedicaba en concepto de jefe de la familia,

acabó de estropearle. Y, así como cuando Heathcliff y Catalina Earnshaw eran niños cargaba sobre ellos

todas las culpas, hasta agotar la paciencia del señor, ahora acusaba de todos los defectos de Hareton al

usurpador de su herencia.

Cuando Hareton juraba, José no le reprendía. Dijérase que le agradaba verle seguir el mal camino. Creía

que su alma estaba condenada, pero el pensar que Heathcliff tendría que responder de ello ante el tribunal

divino le consolaba. Había infundido al joven el orgullo de su nombre y de su alcurnia. Y le hubiera

gustado despertar en él un vivo odio hacia Heathcliff, pero se lo impedía el temor que sentía hacia éste, por

lo cual se limitaba a dirigirle vagas amenazas proferidas entre gruñidos. No es que yo crea estar bien

informada de cómo se vivía entonces en «Cumbres Borrascosas», ya que hablo de oídas. Los colonos

aseguraban que el señor Heathcliff era más cruel y duro para sus arrendatarios que todos los amos

anteriores, pero la casa ahora, administrada por una mujer, tenía mejor aspecto, y las orgías de los tiempos

de Hindley habían dejado de celebrarse. El nuevo amo era harto sombrío para gustar de compañía alguna,

ni buena ni mala, y Heathcliff seguido siendo igual hasta la fecha.

En fin, con todo esto no adelanto nada en mi historia. La señorita Cati rechazó el regalo del cachorro y

pidió sus perros. Ambos aparecieron renqueando, y las dos, muy mohínas, nos volvimos a casa. No pude

obtener de la joven otra explicación de sus andanzas sino que se había dirigido a la peña de Penninston,

como yo supuse, y que al pasar junto a «Cumbres Borrascosas» había sido atacado su caniño cortejo por los

perros de Hareton. El combate duró bastante, hasta que sus amos respectivos lograron imponerse. Así

entablaron los primos conocimiento. Cati dijo a Hareton adónde iba y él le sirvió de gula, mostrándole

todos los secretos de la «Cueva Encantada». Mas como yo había caído en desgracia, no tuve la fortuna de

saber lo que Cati hubiera visto en aquellos prodigiosos lugares. Pero sí noté que su improvisado guía había

sido su favorito hasta el instante en que ella le ofendió llamándole criado, cuando la criada de Heathcliff le

comunicó que era primo suyo. El lenguaje que Earnshaw había usado para con ella la tenía hondamente

disgustada. Ella, que en la «Granja» era siempre «cariño», «amor mío», «ángel» y «reina», había sido

injuriada por un extraño... No podía comprenderlo, y me costó mucho arrancarle la promesa de que no se lo

contaría a su padre. Le dije que éste tenía mucha aversión hacia los habitantes de «Cumbres Borrascosas» y

que se disgustaría si supiese que ella había estado allí. Insistí, sobre todo, en que si su papá se enteraba de

mi negligencia, originadora de su escapatoria, me despediría. A Cati la asustó esta perspectiva, y no dijo

nada. Era, en el fondo, una jovencita muy bondadosa.

CAPÍTULO XIX

Una carta de luto nos anunció la vuelta del amo. En ella se contenían instrucciones para preparar el luto

de su hermana y la instalación de su sobrino. Cati estaba encantada con la idea de volver a ver a su padre, y

no hacía más que hablar de su verdadero primo, como ella decía. Por fin, llegó la tarde en que el amo debía

regresar. Desde por la mañana, la joven se había ocupado en sus pequeños quehaceres, y en vestirse de

negro (aunque la pobre no sentía dolor alguno por la muerte de su desconocida tía). Finalmente me obligó a

que fuera con ella hasta la entrada de la finca para recibir a los viajeros.

-Linton tiene seis meses justos menos que yo -me decía mientras pisábamos el verde césped de las

praderas, bajo la sombra de los árboles-. ¡Cuánto me gustará tener un compañero con quien jugar! La tía

Isabel envió una vez a papá un rizo del cabello de Linton: era tan fino como el mío, pero más rubio. Lo he

guardado en una cajita de cristal, y siempre he pensado que me gustaría mucho ver a su dueño. ¡Y papá

viene también! ¡Querido papá! ¡Vamos deprisa, Elena!

Se adelantó corriendo y se volvió atrás muchas veces antes de que yo llegara a la verja. Nos sentamos en

un recuesto del camino cubierto de hierba pero Cati no estaba tranquila un solo instante.

-¡Cuánto tardan! ¡Ay, mira, una nube de polvo en la carretera! ¡Ya llegan! ¡Ah, no! ¿Por qué no nos

adelantamos media milla, Elena? Sólo hasta aquel grupo de árboles, ¿ves? Allí...

Pero yo me negué. Al fin vimos el carruaje. Cati empezó a gritar en cuanto divisó la faz de su padre en la

ventanilla. Él se apeó tan anheloso como ella misma, y ambos se abrazaron, sin ocuparse de nadie más.

Entretanto, yo miré dentro del coche. Linton venía dormido en un rincón, envuelto en un abrigo de piel

como si estuviéramos en invierno. Era un muchacho pálido y delicado, parecidísimo al señor, pero con un

aspecto enfermizo que éste no tenía. Eduardo, al ver que yo miraba a su sobrino, me mandó cerrar la

portezuela, para que el niño no se enfriase. Cati quería verle, pero su padre se obstinó en que le

acompañara, y los dos subieron por el parque, mientras yo me adelantaba para prevenir a la servidumbre.

-Querida -dijo el señor-; tu primo no está tan fuerte como tú, y hace poco que ha perdido a su madre. Así

que por ahora no podrá jugar mucho contigo. Tampoco le hables demasiado. Déjale que duerma esta noche,

¿quieres?

-Sí, sí papá -respondió Catalina-, pero quiero verle, y él no ha sacado la cabeza siquiera.

El coche se paró, despertó el muchacho y su tío le cogió y le bajó a tierra.

-Mira a tu prima, Linton -le dijo, haciéndoles darse la inano- Te quiere mucho, así que procura no

disgustarla llorando, ¿eh? Ponte alegre, el viaje se ha acabado, y no tienes que hacer más que pasarlo bien y

divertirte.

-Entonces déjeme irme a acostar --contestó el niño soltando la mano de Cati y llevándosela a los ojos

donde asomaban algunas lágrimas.

-Ea, hay que ser un niño bueno -murmure yo, mientras lo conducía adentro-. Va usted a hacer que llore

su primita. Mire qué triste se ha puesto viéndole llorar.

Sería por él o no, pero su prima había puesto efectivamente una expresión muy triste también. Subieron

los tres a la biblioteca y allí se sirvió el té. Yo quité a Linton el abrigo y la gorra. Le senté en una silla, pero

en cuanto estuvo sentado empezó a llorar otra vez. El señor le preguntó qué le pasaba.

-Estoy mal en esta silla -repuso el muchacho.

-Pues siéntate en el sofá y Elena te llevará allí el té -repuso pacientemente el señor.

Yo comprendí que su buen carácter había sido puesto a prueba durante el viaje. Linton se dirigió al sofá.

Cati se sentó a su lado en un taburete, sosteniendo la taza en la mano. Al principio guardó silencio, pero

luego empezó a hacer caricias a su primito, a besarle en las mejillas y a ofrecerle té en un plato como si

fuera un bebé. A él le agradó aquello y en su rostro se dibujó una sonrisa de complacencia.

-Esto le convendrá --dijo el amo-. Si podemos tenerle con nosotros, la presencia de una niña de su misma

edad le infundira animos, y si desea adquirir fuerzas, lo conseguira.

«Eso será, en efecto, si podemos tenerle con nosotros», me dije bastante preocupada. Y me imaginé lo

que sería de aquel muchacho entre su padre y Hareton. Pero nuestras dudas se resolvieron pronto. Había yo

llevado a los niños a sus habitaciones y dejado dormido ya a Linton, y estaba en el vestíbulo encendiendo

una vela para la alcoba del señor, cuando apareció una criada y me manifestó que José, el criado de

Heathcliff, deseaba hablar con el amo.

-¡Qué horas tan intempestivas, y más sabiendo que el señor regresa de un largo viaje! --dije-. Voy a

hablar yo primero con él.

José, entretanto, había cruzado ya la cocina y entraba en el vestíbulo. Iba vestido con el traje de los días

de fiesta, tenía en su rostro la más agria de sus expresiones, y mientras sostenía en una mano el sombrero y

en la otra el bastón, se limpiaba las botas en la alfombrilla.

-Buenas noches, José -le dije-. ¿Qué te trae por aquí?

-Con quien tengo que hablar es con el señor Linton -repuso.

-El señor Linton se está acostando ya, y a no ser que tengas que decirle algo muy urgente, no podrá

recibirte... Vale más que te sientes y me digas lo que sea.

-¿Cuál es el cuarto del señor? -contestó él mirando todas las puertas cerradas.

Viendo su insistencia, subí a la habitación de mala gana y anuncié al señor la presencia del

importuno visitante, aconsejándole que le mandara volver al otro día. Pero José me había seguido,

entró, se plantó apoyado en su bastón, y empezó a hablar en voz fuerte, como quien se prepara a

discutir:

-Heathcliff me envía a buscar a su hijo y no me ire sin él.

Eduardo permaneció silencioso un momento. Una expresión de pena se pintó en su rostro. Se dolía

del niño y recordaba las angustiosas recomendaciones de Isabel para que le tomase a su cargo. Pero

por más que buscó, no encontró pretexto alguno para una negativa. Cualquier intento de su parte

hubiera dado más derechos al reclamante. Tenía, pues, que ceder. No obstante, no quiso despertar al

niño.

-Diga al señor Heathcllff -respondió con serenidad- que su hijo irá mañana a «Cumbres

Borrascosas». Pero ahora no, porque está acostado ya. Dígale también que su madre le confió a mis

cuidados.

-No -insistió José, golpeando el suelo con el bastón-. Todo eso no conduce a nada. A Heathcliff no

le importan nada la madre del niño ni usted. Lo que quiere es al chico, y ahora mismo.

-Esta noche no -repitió mi amo-. Váyase y transmita a su amo lo que le he dicho. Acompáñale,

Elena. ¡Váyase ... !

Y como el viejo persistiera en no irse, le cogió de un brazo y le sacó a la fuerza.

-¡Está bien! -gritó José mientras se iba-. Mañana vendrá mi amo y veremos si usted se atreve a

echarle así.

CAPÍTULO XX

A fin de conjurar la posibilidad de qué se cumpliese aquella amenaza, el señor Linton, al día siguiente,

muy de mañana, me encargó de que llevase al niño a casa de su padre en la jaca de Cati, y me advirtió:

-Como ahora no vamos a poder intervenir en el destino que le espera, sea bueno o malo, di únicamente a

mi hija que el padre de Linton ha enviado a buscarle, pero no le digas dónde está para impedir que sienta

deseos de ir a «Cumbres Borrascosas».

Linton no quería levantarse a las cinco de la mañana, y menos al saber que se trataba de continuar el

viaje. Pero yo le dije que era sólo cuestión de ir a pasar una temporada con su padre, el señor Heathcliff,

que tenía muchos deseos de conocerle.

-¿Mi padre? -contestó-. Mamá nunca me habló de mi padre. Prefiero quedarme con el tío. ¿Dónde vive

mi padre?

-Vive cerca de aquí -contesté-. Cuando esté usted fuerte puede venir andando. Debe usted alegrarse de

verle y de estar con él, y debe procurar quererle como ha querido usted a su mamá.

-¿Cómo no me hablaba mamá de él y por qué no vivían juntos? -preguntó Linton.

-Porque él tenía que estar aquí por sus asuntos -indiqué- y a su mamá su mala salud la obligaba a vivir en

el sur.

-¿Y por qué no me habló de mi padre? Del tío me hablaba mucho, y me acostumbró a que le quisiera.

Pero, ¿cómo voy a querer a mi padre si no le conozco?

-Todos los niños quieren a sus padres -contesté-. Su madre no le hablaría para evitar que usted quisiera

irse con él. Vamos. Un paseíto a caballo en una mañana tan hermosa es preferible a dormir una hora más.

-¿Vendrá con nosotros la niña de ayer? -me preguntó Linton.

-Ahora no -repuse.

-¿Y el tío?

-No. Yo le acompañaré.

Linton, sombrío, hundió la cara en la almohada.

-No me iré sin el tío -acabó diciendo-. No comprendo por qué se empeña usted en llevarme de aquí.

Yo traté de convencerle, pero se resistió de tal modo que tuve que apelar al auxilio del señor.

Al fin, el pobre niño salió, después de recibir muchas falsas promesas de que su ausencia sería breve y de

que Eduardo y Cati le visitarían con frecuencia. El aire, el sol y la marcha reposada de Minny contribuyeron

a alegrarle un poco. Comenzó a hacerme preguntas sobre la nueva casa.

-«Cumbres Borrascosas» es un sitio tan hermoso como la «Granja de los Tordos»? -me interrogó, mientras

se volvía para lanzar una última mirada al valle, del cual se levantaba entonces una leve neblina hacia

el azul.

-No tiene tantos árboles -contesté- y no es tan grande, pero desde allí se ve un hermoso panorama y el

aire es más puro y más fresco. Puede que le parezca una casa algo antigua y lóbrega, pero es, en

importancia, la segunda de la comarca. Y podrá usted dar paseos por los campos de las inmediaciones.

Hareton Earnshaw, que es primo de la señorita Cati y hasta cierto punto de usted, le enseñará todo lo que

hay de bonito en los alrededores.

Cuando haga buen tiempo, puede usted coger un libro y marcharse a leer al campo. Se encontrará a veces

con su tío, que suele pasearse por las colinas.

-¿Cómo es mi padre? ¿Es tan joven y tan guapo como el tío?

-Es tan joven como el tío -respondí---, pero tiene negro el cabello y los ojos. Es más alto y más grueso

también, y a primera vista aparenta ser severo. Quizá no le parezca a usted cariñoso ni afable, pero trátele

no obstante con cariño, y él le querrá a usted más que su tío, porque al fin es usted su hijo, naturalmente.

-¿De manera que no me parezco a él? -siguió preguntando Linton-. Porque si tiene negro el cabello y los

ojos...

-No se le parece mucho -repuse.

Y pensé para mí que no se le parecía en nada.

-¡Cuánto me asombra que él no fuera nunca a ver a mamá! Y a mí, ¿me ha visto alguna vez siendo

pequeño? Yo no me acuerdo.

-Trescientas millas son mucha distancia -le dije- y diez años no son para una persona mayor lo mismo

que para usted. El señor Heathcliff se propondría seguramente ir de un momento a otro, y nunca llegaba la

ocasión. Vale más que no le haga usted preguntas sobre ello.

El muchacho no habló más durante el resto del camino, hasta que nos detuvimos a la puerta de la casa.

Allí miró atentamente la fachada labrada, las ventanas, los árboles torcidos y los groselleros. Hizo un

movimiento con la cabeza con el que significaba su disgusto, pero no dijo nada.

Yo me dirigí a abrir la puerta antes de que él se apease. Eran las seis y media y en la casa acababan de

tomar el desayuno. La criada estaba limpiando la mesa. José explicaba a su amo algo que se refería a su

caballo, y Hareton se disponía a salir.

-¡Hola, Elena! -me dijo Heathcliff al verme-. Me temía tener que ir en persona a buscar lo que es mío.

Me lo has traído, ¿no? Vamos a ver qué tal es.

Se levantó y se dirigió a la puerta seguido por José y por Hareton. El pobre Linton miró a los tres.

-¡Qué aspecto tiene! -dijo José, después de una detenida inspección-. Me parece, señor, que le han

echado a perder a su hijo.

Heathcliff, que miraba al niño fijamente, soltó una carcajada de irrisión.

-¡Dios mío, qué niño! Parece que le han criado con caracoles y con leche agria. El diablo me lleve, sino

es aún mucho peor de lo que esperaba, y eso que no me hacía muchas ilusiones.

Mandé al niño que se apeara y entrase. Él no había comprendido bien las palabras de su padre, ni aún

tenía seguridad de que fuera su padre aquel extraño. Me miraba con creciente temor, y cuando Heathcliff se

sentó y le mandó acercarse, él se agarró a mi falda y empezó a llorar.

-¡Bah, bah! --dijo Heathcliff. Le cogió, le atrajo hacia él y, tomándole por la barbilla, añadió-: Nada de

tonterías. No vamos a hacerte nada, eres el retrato de tu madre. ¿Qué hay mío en ti, pollito?

Le quitó el sombrero y le echó hacia atrás los rizos. Le palpó brazos y manos. Linton dejó de llorar y

contempló a su vez al hombre con sus grandes ojos azules.

-¿Me conoces? -preguntó Heathcliff, después de cerciorarse de la fragilidad de los miembros de su hijo.

-No -dijo Linton, con temor.

-¿Ni te han hablado de mí?

-No.

-¿No, eh? Tu madre debía haberse avergonzado de no despertar tu cariño hacia mí. Bueno, pues entérate,

eres mi hijo, y tu madre fue una malvada bribona al no explicarte qué clase de padre tienes. ¡Vamos, te

ruborizas! Algo es convencerse de que no tienes blanca la sangre también. Ahora a ser buen chico. Elena,

siéntate si estás cansada, y vuélvete a tu casa, si no. Ya supongo que contarás en la «Granja» todo lo que

estás viendo y oyendo. Y el chico no se hará al ambiente mientras no se quede con nosotros solo.

-Espero, señor Heathcliff -contesté- que se portará bien con el niño, porque de lo contrario no le tendrá

mucho tiempo a su lado. Piense que es el único familiar que le queda.

-Seré buenísimo con él, no tengas miedo--repuso-. Ahora que nadie más lo será. Procuraré acaparar su

afecto. Y para empezar mis bondades, ¡José, trae algo de desayunar al niño! Hareton, becerro infernal, vete

a trabajar. -Y cuando ambos se fueron, agregó-: Sí, Elena, mi hijo es el futuro propietario de tu casa, y no

quiero que muera hasta estar seguro de que yo seré su heredero. Además, es hijo mío, y quiero ver a mi

descendiente dueño exclusivo de los bienes de los Linton y a éstos o a sus descendientes cultivando las

tierras de sus padres a las órdenes de mi hijo. Es lo único que me interesa de este chico. Le odio por lo que

me evoca, y le desprecio por lo que es. Pero lo que te he dicho basta para que le cuide y le atienda tanto

como tu amo pueda atender y cuidar a su hija. He preparado para él una habitación lindamente amueblada,

y he encargado a un maestro que venga, desde una distancia de veinte millas, a darle lección tres veces a la

semana. A Hareton le he mandado que le obedezca, y, en fin, he hecho todo lo necesario para que Linton se

sienta superior a los demás de la casa. Pero me disgusta que valga tan poco. Lo único que me hubiera

consolado es que fuese digno de mí, y he experimentado una desilusión viendo que es un pobre desgraciado

que no sabe hacer otra cosa que llorar.

José acudió con un tazón de sopa de leche.

Linton, después de dar muchas vueltas al cacharro, dijo que no lo quería. El viejo criado, según noté,

sentía hacia el niño el mismo desprecio que su padre, pero procuraba disimularlo teniendo en cuenta el

deseo de Heathcliff de que le respetaran.

-¿Con qué no quiere comerlo? --dijo José en voz muy baja para que no le oyesen-. Pues el señorito

Hareton no comía otra cosa cuando era niño, y era tan bueno como usted.

-Llévatelo -repuso Linton-. No lo quiero.

José, indignado, cogió el tazón y se lo presentó a Heathcliff.

-¿Qué hay en esto de malo? -preguntó.

-No creo que haya nada malo -dijo Heathcliff.

-Pues su hijo no quiere comerlo -respondió José-. ¡Pero él se saldrá con la suya! Su madre era lo mismo.

Pensaba que todos éramos unos puercos y que nuestro contacto ensuciaba el trigo con que se cocía su pan.

-Guárdate de mencionar a su madre -gruñó Heathcliff, enojado-. Trae algo que le guste, y basta. ¿Qué

suele comer el chiquillo, Elena?

Indiqué que le convendría té o leche hervida, y la criada recibió orden de prepararlo. Yo reflexioné que el

egoísmo de su padre contribuiría a su bienestar. Heathcliff veía que su delicada salud exigía tratarle con

cuidado. Y pensé que el señor se consolaría cuando se lo dijese. Entretanto, como ya no tenía pretexto para

quedarme, salí al patio, aprovechando un momento en que Linton estaba ocupado en rechazar tímidamente

las muestras de amistad que le quería prodigar un mastín. Pero él se dio cuenta de mi marcha. Al cerrar la

puerta le oí gritar una vez y otra:

-¡No se vaya! ¡No quiero quedarme aquí!

Se cerró la puerta, y le impidieron salir. Monté en Minny, y así concluyó mi breve custodia del niño.

CAPÍTULO XXI

Durante el día estuvimos muy ocupados en consolar a Cati. Se levantó muy temprano, impaciente por ver

a su primo, y tanto lloró y se lamentó al saber que se había marchado, que Eduardo tuvo que consolarla

prometiéndole que el niño volvería en breve, si bien añadió: «si lo consigo». Algo la tranquilizó esta

promesa, y, sin embargo, tanto puede el tiempo que cuando volvió a ver a Linton le había olvidado hasta el

punto de no reconocerle.

Siempre que yo encontraba a la criada de «Cumbres Borrascosas», le preguntaba por el niño y ella me

solía contestar que vivía casi tan encerrado como Cati, y que rara vez se le veía. Su salud seguía siendo

delicada y resultaba un huésped bastante molesto. El señor Heathcliff le quería cada vez menos, a pesar de

que trataba de ocultarlo. Le molestaba su voz y no podía aguantar largo tiempo su presencia. Hablaba poco

con él. Linton estudiaba y pasaba las tardes en una salita, cuando no se quedaba en cama, ya que era muy

frecuente que sufriese catarros, accesos de tos y todo género de enfermedades.

-No he visto otro ser más melindroso ni más tímido -decía la criada-. Si dejo la ventana un poco abierta

por la tarde, se pone fuera de sí, como si fuese a entrar la muerte por ella. En pleno verano necesita estar

junto al fuego, y le incomoda el humo de la pipa de José, y hay que tenerle siempre preparados bombones y

golosinas, y leche y siempre leche... Se pasa el tiempo al lado de la lumbre, envuelto en un abrigo de pieles,

teniendo al alcance de su mano tostadas y algo que beber. Y si alguna vez Hareton, que no es malo a pesar

de su tosquedad, va a distraerle, siempre salen, uno renegando y el otro llorando. Se me figura que al amo

le agradaría que Earnshaw moliese al niño a palos, si no se tratara de su hijo, y creo que sería capaz de

echarle de casa si supiera la serie de cuidados que el chico tiene para consigo mismo. Pero el señor no entra

nunca en la salita, y si Linton empieza a hacer tonterías de esas en el salón, le manda enseguida irse a su

alcoba.

Tales explicaciones me hicieron comprender que el joven, en medio de un ambiente donde no encontraba

simpatía alguna, se había hecho egoísta e ingrato, si es que no lo era ya de nacimiento, y cesé de

interesarme por él, por más que no dejara de lamentar que no le hubieran permitido estar con nosotros. Pero

el señor Linton me estimulaba a que me informase de él, y creo que le hubiera agradado verle, porque una

vez incluso me mandó preguntar a la criada si el muchacho no solía ir al pueblo. Ella me contestó que había

ido con su padre a caballo dos o tres veces, y que siempre había vuelto rendido para varios días. La criada a

que me refiero se marchó dos años después de llegar el chiquillo.

En la «Granja» el tiempo transcurría plácidamente. Llegó el momento en que la señorita Cati cumplió los

dieciséis años. No celebrábamos nunca el día de su cumpleaños porque era también el aniversario de la

muerte de su madre. Su padre pasaba aquellos días en la biblioteca, y al oscurecer se iba al cementerio de

Gimmerton, donde se quedaba a veces hasta medianoche. Catalina tenía que divertirse ella sola. Aquel año,

el 20 de marzo hizo un tiempo excelente, y después de que su padre hubo salido, la señorita bajó vestida

y,me dijo. que había pedido permiso al señor para que pasearamos juntas por el borde de los pantanos, con

tal de que no tardáramos en volver más de una hora.

-¡Anda, Elena! -me dijo-. Quiero ir allí, ¿ves? Por donde suelen ir las cercetas. Quiero ver si han hecho

ya sus nidos.

-Esto debe estar lejos -respondí- porque no suelen anidar junto a los pantanos.

-No, no está lejos -me aseguró-. He ido con papá hasta las cercanías.

Cogí el sombrero y salimos. Cati corría ante mí, yendo y viniendo como un perrillo juguetón.

Al principio lo pasé bien. Cantaban las alondras, y mi niña mimada estaba encantadora, con sus dorados

bucles colgando hacia atrás, y sus mejillas, tan puras y encendidas como una rosa silvestre. Era un ángel

entonces. Verdaderamente, era imposible no desear proporcionarle todas las alegrías que fuera posible.

-Pero, señorita -dije, después de un buen rato-, ¿dónde están las cercetas? Estamos lejos ya de casa.

-Es un poco más allá, sólo un poco -repetía invariablemente-. Ahora sube esa colina, bordea esa orilla, y

verás qué pronto hago que los pájaros echen a volar.

Mas tantas colinas había que subir y tantas orillas que bordear, que al fin me cansé y le grité que era

necesario volverse ya. Pero no me oyó, porque se había adelantado mucho, y la tuve que seguir contra mi

deseo. Empezó a descender una hondonada. En aquel momento estábamos más cerca de «Cumbres

Borrascosas» que de casa. De pronto vi que la habían abordado dos personas, y en una de ellas reconocí al

propio Heathcliff.

Habían descubierto a Cati en el acto de coger unos nidos de aves. Aquellas extensiones pertenecían a

Heathcliff y él estaba amonestando a la cazadora furtiva.

-No he cogido pájaro alguno -dijo ella enseñando sus manos para demostrarlo-. Papá me dijo que anidaban

aquí y quería ver cómo son sus huevos.

Yo llegaba en aquel momento. Heathcliff me miró maliciosamente, y le preguntó:

-¿Quién es su padre?

-El señor Linton, de la «Granja de los Tordos» -repuso ella-. Ya he supuesto que usted no me conocía,

pues de lo contrario no me hubiera hablado en esa forma.

-¿Así que usted supone que su papá es digno de mucha estimación y respeto? -le preguntó él

irónicamente.

-¿Quién es usted? -repuso ella mirando a Heathcliff con curiosidad---. A ese hombre ya le he visto otra

vez. ¿Es hijo suyo?

Y señalaba a Hareton, a quien los dos años transcurridos le habían hecho ganar en fuerza y en estatura,

pero que continuaba zafio como antes.

-Señorita Cati -intervine-, tenemos que volver. Hace tres horas que salimos de casa.

-No, no es mi hijo -contestó Heathcliff-. Pero tengo uno, y también le conoce usted. Aunque su aya tenga

prisa, creo que sería mejor que vinieran a descansar un poco a casa. Sólo con dar la vuelta a esta colina, ya

estamos allí. Será usted bien recibida, descansará un poco y volverá a la «Granja» en cuanto quiera.

Yo insistí a Cati para que no aceptáramos la invitación, pero ella respondió:

-¿Por qué no? Estoy cansada, y no vamos a sentarnos aquí. El suelo está húmedo. ¡Anda, Elena! Dice,

además, que conozco a su hijo. Yo creo que se equivoca. Vive en aquella casa donde estuve cuando volví

de la peña de Penninston, ¿no?

-Justo --dijo Heathcliff-. Cállate, Elena. Le gustará ver nuestra casa. Hareton, vete delante con la muchacha.

Tú ven conmigo, Elena.

-No irá a semejante sitio -grité. Y traté de soltarme de Heathcliff, que me había cogido por un brazo. Pero

Cati había echado a correr y estaba ya casi en las «Cumbres». Hareton había desaparecido por un lado del

camino.

-Esto es un atropello, señor -Heathcliff -le censuré-. Ella verá a Linton, cuando volvamos lo contará a su

padre, y todas las culpas me las cargaré yo.

-Quiero que vea a Linton -repuso él-. Está estos días de mejor aspecto. No será difícil conseguir que la

muchacha no hable nada de la visita... ¿Qué mal hay?

-Hay el mal de que su padre me odiaría si supiese que la he dejado entrar en casa de usted. Además, estoy

segura de que usted lleva algún mal fin -repliqué.

-Mi fin es honradísimo -dijo- y te lo voy a declarar. Quiero que los dos primos se enamoren y se casen.

Ya ves que soy generoso con tu amo. La chica no tiene otras perspectivas. Si ella se casara con Linton, la

designaría como coheredera.

-Lo sería de todos modos si Linton muriese -repuse-, y ya sabe usted que la salud del chico es muy

precaria.

-No lo sería -replicó- porque ninguna cláusula del testamento lo menciona, y yo sería el heredero. Pero

para evitar pleitos, quiero que se casen.

-Y yo no quiero que ella entre en esa casa conmigo- respondí.

Catalina había alcanzado ya la verja. Heathcliff me aconsejó que me tranquilizase y nos precedió por el

sendero. La señorita le miraba como pretendiendo darse cuenta de qué clase de hombre era, pero él la

correspondía con sonrisas y al hablarle suavizaba su voz. Llegué a imaginar que la memoria de la madre le

hacía simpatizar con la joven. Encontramos a Linton junto al fuego. Venía de pasear por el campo, tenía

aún puesta la gorra y en aquel momento estaba pidiendo a José calzado seco. Le faltaban pocos meses para

cumplir los dieciséis años y estaba muy crecido para su edad. Seguía teniendo bellas las facciones, y en sus

ojos y su piel se notaban los saludables efectos del aire y el sol que acababa de tomar durante su paseo.

-¿Le conoce? -preguntó Heathcliff a Cati.

-¿Es su hijo? --dijo ella, mirando, dudosa, a los dos.

-Sí, pero, ¿cree que es la primera vez que le ve? Haga memoria. Linton, ¿no te acuerdas de tu prima?

-¿Linton? -exclamó Catalina agradablemente sorprendida-. ¿Es éste el pequeño Linton? ¡Pero si está más

alto que yo!

Él se dirigió a ella, se besaron y ambos se miraron asombrados del cambio que habían experimentado los

dos. Cati estaba ya completamente desarrollada. Era a la vez llena y esbelta, flexible como el junco y

rebosaba de animación y salud. En cuanto a Linton, tenía lánguidos los ademanes y las miradas y era muy

endeble de complexión, pero la gracia de sus maneras compensaba aquellos defectos. Luego de haber

cambiado muchas caricias con él, su prima se dirigió al señor Heathcliff que estaba junto a la puerta

fingiendo mirar afuera, pero en realidad observando exclusivamente lo que pasaba dentro.

-¿Así que es usted tío mío? -dijo la joven abrazándole-. ¿Y por qué no va a vernos a la «Granja de los

Tordos»? Es raro vivir tan próximos y no visitarse nunca. ¿Por qué sucede así?

-Antes de que tú nacieras, yo iba alguna vez. Anda, déjate de besos... Dáselos a Linton. Dármelos a mí es

perder el tiempo.

-¡Qué mala eres, Elena! -exclamó Cati viniendo hacia mí para prodigarme también sus zalamerías-. ¡Mira

que no dejarme entrar! En adelante vendré todas las mañanas. ¿Puedo hacerlo, tío? ¿Y puede venir

conmigo papá? ¿No le gustará vernos?

-Claro que sí -repuso él disimulando la mueca de aversión que le inspiraban los dos presuntos visitantes-.

Pero es mejor que te diga que tu padre y yo reñimos terriblemente una vez, y si le cuentas que me visitas, es

muy fácil que te lo prohíba. Así que si quieres seguir viendo a tu primo, vale más que no se lo digas a tu

padre.

-¿Por qué riñeron? -preguntó Catalina disgustada.

-Porque él creyó que yo era demasiado pobre para casarme con su hermana -explicó Heathcliff-. Se disgustó

conmigo cuando lo hicimos y no me perdonó jamás.

-Eso no está bien --dijo la joven-. Pero Linton y yo no tenemos la culpa. En vez de venir yo, es mejor que

él venga a la «Granja».

-Está demasiado lejos para mí, Cati -respondió su primo-. Andar cuatro millas me mataría. Ven tú cuando

puedas, por lo menos una vez a la semana.

Heathcliff miró con desdén a su hijo.

-Me temo que voy a perder el tiempo, Elena -rezongó-. Catalina verá que su primo es tonto, y le mandará

al diablo. ¡Si hubiera sido Hareton! Te aseguro que me lamento continuamente de que no sea como él, a pesar

de lo degradado que Hareton está. Si el chico fuera otro, yo le querría. No, no hay miedo de que ella se

enamore. No creo que pase de los dieciocho años. ¡Maldito imbécil! No se ocupa mas que de secarse los

pies, y ni mira a su prima. ¡Linton!

-¿Qué, papá?

-¿No hay nada que puedas enseñar a tu prima? ¿Ni un mal conejo o un nido de comadrejas? Anda,

hombre, deja de cambiarte el calzado, llévala al jardín y enséñale tu caballo.

-¿No prefieres sentarte aquí? -preguntó él a Cati indicando en su tono la poca gana que tenía de moverse.

-No sé... -contestó ella, dirigiendo a la puerta una mirada que indicaba claramente que prefería hacer algo

a sentarse.

Pero él se repantigó en su silla y se aproximó más al fuego. Heathcliff se fue a buscar a Hareton. Se

notaba que el joven acababa de lavarse, en sus mejillas brillantes y su cabello mojado.

-Quiero hacerle una pregunta, tío ---dijo Catalina-. Este no es primo mío, ¿verdad?

-Sí -contestó él-. Es sobrino de tu madre. ¿No te agrada?

Catalina le miró con extrañeza.

-¿No es un buen mozo ? -siguió Heathcliff.

La joven se levantó sobre las puntas de los pies y habló a Heathcliff al oído. Él se echó a reír. Hareton se

puso sombrío, y yo reparé en que era muy suspicaz para algunas cosas. Pero Heathcliff le tranquilizó al

decirle:

-¡Ea, Hareton, te preferiremos a ti! Me ha dicho que eres un... ¿un qué? Bueno, no me acuerdo... Una

cosa muy agradable. Acompáñala a dar una vuelta y pórtate como un caballero. No digas palabrotas, no la

mires cuando ella no te mire a ti, ruborízate cuando se ruborice ella, háblale con dulzura y no lleves las

manos en los bolsillos. Anda, trátala todo lo mejor que puedas.

Y miró a la pareja cuando pasó ante la ventana. Hareton no miraba a su compañera y parecía tan atento al

paisaje como un pintor o un turista. Cati le miró a su vez de un modo muy lisonjero. Después se dedicó a

encontrar objetos que atrajesen su interés y, a falta de conversación, tarareaba.

-Con lo que le he dicho -indicó Heathcliff- verás cómo no pronuncia ni una palabra. Elena, cuando yo tenía

su edad o poco menos, ¿era tan estúpido como él?

-Era usted peor -precisé-, porque era usted aún más huraño.

-¡Cuánto me satisface verle así! -siguió Heathcliff, expresando sus pensamientos en voz alta-. Ha

colmado mis esperanzas. Si hubiese sido un tonto de nacimiento, ello no me satisfaría tanto. Pero no es

tonto, no, y yo comprendo todos sus sentimientos, ya que yo mismo antes que él los he experimentado.

Ahora mismo me hago cargo de cuánto padece, aunque no es, por supuesto, más que un principio de lo que

padecerá después. Y no logrará desprenderse jamás de su tosquedad y su ignorancia. Le he hecho todavía

más vil de lo que su miserable padre quiso hacerme a mí. Le he acostumbrado a despreciar cuanto no es

brutal, y llega al extremo de vanagloriarse de su rudeza. ¿Qué pensaría Hindley de su hijo si pudiera verle?

¡Estaría tan orgulloso de él como yo del mío! Con la diferencia de que Hareton es oro en bruto que hace el

papel de loza, y éste otro es latón que hace menesteres de vajilla de plata. El mío no vale nada, y sin

embargo le haré que prospere todo cuanto se lo permitan sus cualidades. El otro tiene excelentes

cualidades, que le he hecho desperdiciar. ¡Y lo grande es que Hareton me quiere como un condenado! En

esto he vencido a Hindley. ¡Si el granuja pudiera levantarse de su sepultura para venir a echarme en cara el

mal que he hecho a su hijo, éste sería el primero en venir a defenderme, ya que me considera como el mejor

amigo que pudiera tener en el mundo!

Esta idea hizo soltar a Heathcliff una carcajada acre. No le repliqué, ni él lo esperaba. Mientras tanto

Linton, que estaba sentado harto lejos de nosotros, para poder oír nuestra conversación, empezó a agitarse y

a dar muestras de que lamentaba no haber salido con Cati. Su padre distinguió las miradas que dirigía a la

ventana. La mano del muchacho se dirigía, irresoluta, hacia su gorra.

-¡Vamos, holgazán, levántate! -dijo con fingida bonachonería-. Vete con ellos. Están junto a las colmenas.

Linton reunió sus energías y abandonó el hogar. Cuando salía, oí por la ventana, que estaba abierta, cómo

Cati preguntaba a Hareton el significado de la inscripcion que había sobre la puerta. Pero Hareton levantó

los ojos y se rascó la cabeza como hubiera hecho un verdadero patán.

-No sé leer ese condenado escrito --contestó.

-¿Que no puedes leerlo? -respondió Cati-- Yo sí que lo leo, pero lo que quiero es saber por qué está ahí.

Linton soltó una risotada, primera manifestación de alegría que daba.

-No sabe leer -comunicó a su prima-. Supongo que te asombrará saber que es un burro tan grande.

-¿Está bien de la cabeza? -preguntó Catalina seriamente-. Sólo le he hecho dos preguntas, pero creo que

no me entiende, y además me habla de un modo tal que tampoco le entiendo yo.

Linton rió de nuevo y miró despreciativamente a Hareton, que no pareció ofenderse por ello.

-¿Verdad que todo es cuestión de pereza, Hareton? -dijo-. Mi prima se imagina que eres un idiota.

Entérate de a lo que conduce despreciar los libracos, como tú dices. ¿Has oído cómo pronuncia, Cati?

-¿«Pa» qué diablos necesito tener buena «pronuncia»? -respondió Hareton. Y siguió hablando a su manera,

con gran regocijo de mi señorita.

-¿Y «pa» qué diablos necesitas mencionar al diablo en esa frase? -dijo Linton haciéndole burla-. Papá te

ha ordenado hablar correctamente, y no dices dos palabras sin cometer una incorrección. Procura portarte

como un caballero.

-Si no tuvieras más de chica que de chico, te largaba un puñetazo -contestó el otro, marchándose con el

rostro encendido, ya que comprendía que le habían afrentado y no acertaba a reaccionar de otra manera.

Heathcliff, que lo había oído todo tan bien como yo, sonrió, mas enseguida miró con animosidad a la

pareja, que se había quedado hablando en el portal. El muchacho se animaba al referir anécdotas relativas a

Hareton. En cuanto a ella, celebraba sus comentarios, sin reparar en que denotaban un espíritu perverso.

Con todo ello, yo empecé a aborrecer a Linton y me sentí inclinada a justificar el desprecio que sentía su

padre hacia él.

Estuvimos hasta la tarde. El señor no salió de su habitación, y esta feliz circunstancia impidió que notara

nuestra larga ausencia. Mientras volvíamos intenté explicar a la joven quiénes eran aquellos con los que

habíamos estado, pero a ella se le antojaba que mi prevención era injusta.

-Ya veo que le das la razón a papá -me dijo-. No eres justa. La prueba es que me has tenido engañada todos

estos años asegurándome que Linton vivía lejos de aquí. Estoy muy incomodada, mas como por otro

lado me siento muy satisfecha, no te digo nada. Pero no hables mal de mi tío. Ten en cuenta que es mi

pariente. Voy a reñir a papá por no tratarse con él.

Hube de renunciar a mi intento de disuadirla de su equivocación. No habló de la visita aquella noche,

porque no vio al señor Linton. Pero al día siguiente lo soltó todo, y aunque por un lado esto me disgustaba,

me complacía por otro pensar que el señor acertaría a aconsejarla mejor que yo.

-Papá -dijo Cati después de saludarle-, ¿a quién cree usted que vi ayer cuando salí de paseo? Ya noto que

usted se estremece. Claro, como no obró bien... Escúcheme, y sabrá cómo he descubierto que usted y Elena

me estaban engañando diciéndome que Linton vivía muy lejos, a la vez que afectaban complacerme cuando

yo seguía hablando de él.

Narró lo sucedido. El señor no dijo nada hasta que ella terminó, y sólo de vez en cuando me miraba con

expresión de reproche. Al final le preguntó si conocía las razones por las que le había ocultado la

proximidad de Linton.

-Porque usted no quiere al señor Heathcliff -contestó ella.

-¿De modo que piensas, Cati, que me preocupan más mis sentimientos que los tuyos? No es que yo no

quiera al señor Heathcliff, sino que él no me quiere a mí. Además, es el hombre más diabólico que ha

existido, y se goza en dañar y arruinar a los que odia aunque no le den motivos para ello. Yo sabía que no

podías tratar a tu primo sin tratarle a él, y me constaba que él te odiaría por ser hija mía. Por eso y por tu

propio bien procuré impedir que le vieses. Me proponía explicártelo cuando fueras mayor, y lamento no

habértelo dicho antes.

-El señor Heathcliff se portó muy atentamente conmigo -insistió Cati- Me dijo que puedo ver a mi primo

cuando quiera, y que es usted quien no le ha perdonado que él se casara con la tía Isabel. El tío está

dispuesto a permitir que me trate con Linton, y usted no.

Entonces el amo le explicó, en breves frases, lo sucedido con Isabel y el procedimiento por el que las

«Cumbres» habían pasado a manos de Heathcliff. No se extendió en muchos detalles, pero, por pocos que

fueran, bastaban para ilustrar a Cati, dada la animosidad con que los expresó su padre, que seguía odiando a

su enemigo, a quien consideraba como el causante de la muerte de la señora, sentimiento que no le

abandonaba jamás. La señorita Cati, que era incapaz de hacer mal a nadie salvo pequeñas faltas de

desobediencia, quedó asombrada al oír explicar el carácter de aquel hombre capaz de prolongar durante

años enteros sus planes de venganza sin sentir remordimiento alguno. Tan afectada nos pareció, que el

señor creyó superfluo seguir hablando más. Y sólo agregó:

-Ya te diré más adelante, hija mía, por qué deseo que no vayas a su casa. Ahora ocúpate de tus cosas, y

no pienses más en eso.

Cati dio un beso a su padre, y luego dedicó, como siempre, dos horas a sus lecciones. Dimos una vuelta

por el parque y no hubo otra novedad. Pero a la noche, mientras yo la ayudaba a desnudarse, empezó a

llorar.

-¿No le da vergüenza, niña? -la recriminé-. Si tuviera usted aflicciones de veras no lloraría por una

contrariedad tan insignificante. Figurese que su padre y yo faltáramos y que usted se quedara sola en el

mundo. ¿Qué sentiría usted entonces? Compare lo que sufriría en un caso así con esta pequeña

contrariedad, y dará usted gracias a Dios, que le concede suficientes amigos lo bastante buenos para no

tener que suspirar por otros.

-No lloro por mí, Elena -respondió-. Lloro por Linton, que me espera, y que tendrá mañana el desengaño

de no verme ir.

-No se figure -repuse- que él piensa en usted tanto como usted en él. Ya tiene a Hareton para hacerle

compañía. Nadie en el mundo lloraría por dejar de tratar a un primo al que ha visto dos veces en toda su

vida. Linton comprenderá lo que ha pasado y no se acordará más de usted.

-Podía escribirle una nota explicándole por qué no voy y mandarle unos libros que le he prometido

prestarle. ¿Por qué no hacerlo, Elena?

-No -respondí-, porque él entonces le contestarla a usted y sería el cuento de nunca acabar. Hay que

cortar las cosas de raíz, como lo ha mandado su papá.

-Pero una notita... -dijo suplicante.

-Nada de notitas tajé-. Acuéstese.

Me dirigió una mirada tal, que me abstuve de besarla después de desearle buenas noches. La tapé y salí

muy disgustada. Pero, arrepintiéndome de mi dureza, volví para rectificar, y la encontré sentada a la mesa

escribiendo con un lápiz una nota que escondió al verme entrar.

-Voy a apagar la bujía -dije-. Y si le escribe usted, no encontrará quién le lleve la carta.

Y apagué, recibiendo, al hacerlo, un golpe en la mano y varias violentas recriminaciones después de las

cuales Cati se encerró con cerrojo en su cuarto. La carta, con todo, fue terminada y enviada por un lechero

que iba al pueblo. Pero yo no me enteré hasta más adelante. Transcurrieron varias semanas, y Catalina

abandonó su actitud violenta. Tomó entonces la costumbre de ocultarse por los rincones. Si, cuando estaba

leyendo, me acercaba a ella, se sobresaltaba y procuraba esconder el libro, pero no lo suficiente para que yo

dejase de ver que tenía papeles sueltos entre las hojas. Solía bajar temprano de mañana a la cocina y andaba

por allí como en espera de algo. Adquirió la costumbre de echar la llave a un cajoncito que tenía en la

biblioteca para su uso.

Un día noté que en el cajoncito, que en aquel momento estaba ella ordenando, en lugar de las chucherías

y los juguetes que eran su contenido habitual, había numerosos pliegos de papel. La curiosidad y la

sospecha me decidieron a echar una ojeada a sus misteriosos tesoros. Aprovechando una noche en que ella

y el señor se habían acostado pronto, busqué entre mis llaves hasta hallar una que valía para abrir aquel

cajón, saqué cuanto había en él y me lo llevé a mi cuarto. Como había supuesto, era una correspondencia

procedente de Linton Heathcliff. Las cartas de fecha más antigua eran tímidas y breves, pero las sucesivas

contenían encendidas frases de amor, que por su exaltada insensatez -parecían propias de un colegial, pero

que mostraban ciertos rasgos que me parecieron de mano mas experta. Algunas principiaban expresando

enérgicos sentimientos, y luego concluían de un modo afectado, tal como el que emplearía un estudiante

para dirigirse a una figura amorosa inexistente. No sé lo que aquello le parecería a Cati, pero a mí me dio la

impresión de una cosa ridícula. Finalmente, las até juntas y volví a cerrar el cajón.

Según tenía por costumbre, la señorita bajó a la cocina muy temprano. Al llegar el muchacho que traía la

leche, mientras la criada la vertía en el jarrón, la señorita salió y deslizó un papel en el bolsillo del jubón del

rapaz, a la vez que recogía algo de él. Dando un rodeo, atajé al chico, quien defendió esforzadamente la

integridad de su misiva. Pero al fin logré arrebatársela, y le hice irse amenazándole con fieros males en

caso contrario. Leí la carta de amor de Cati.

Era mucho más sencilla y más expresiva que las de su primo. Moví la cabeza y me volví pensativa a

casa. Como llovía, Catalina no bajó aquel día al parque. Al terminar de estudiar, acudió a su cajón. Su

padre estaba sentado a la mesa, leyendo. Yo estaba arreglando unos flecos descosidos de la cortina de la

ventana.

Un pajaro que hubiese hallado su nido vacío no hubiera, con sus trinos y su agitación, manifestado más

angustia que la de Cati al exclamar:

-¡Oh!

Y su cara, que un momento antes expresaba una perfecta felicidad, se alteró completamente. El señor

Linton levantó los ojos.

-¿Qué te pasa, hijita? ¿Te has lastimado?

Ella comprendió que su padre no era el descubridor del tesoro escondido.

-No -repuso-. Elena, ven arriba conmigo. Me encuentro indispuesta.

La acompañé.

-Tú las has cogido, Elena -me dijo, cayendo arrodillada delante de mí-. Devuélvemelas y no lo digas a

papá, y no volveré a hacerlo. ¿Se lo has dicho a papá, Elena?

-Ha ido usted muy lejos, señorita Cati -dije severamente-. ¡Debía darle vergüenza! ¡Y vaya una hojarasca

que lee usted en sus ratos de ocio! ¡Si parecen cuartillas destinadas a los periódicos! ¡Qué dirá el señor

cuando se lo enseñe! No lo he hecho aún, pero no se figure que guardaré el secreto. Y el colmo es que ha

debido usted ser la que empezó, porque a él creo que no se le hubiera ocurrido nunca.

-No es verdad -respondió Cati sollozando con desconsuelo-. No había pensado en amarle hasta que...

-¡Amarle! -exclamé, subrayando la palabra con tanto desdén como me fue posible-. Es como si yo amase

al molinero que una vez al año viene a comprar el trigo. ¡Si no ha visto usted cuatro horas a Linton,

sumando las dos veces! Ea, voy a llevar a su padre estas bobadas, y ya verernos lo que él opina de ese

amor.

Ella dio un salto para coger su correspondencia, pero yo la mantuve levantada sobre mi cabeza. Me

suplicó frenéticamente que la quemase o hiciera con ella lo que quisiera menos enseñarla a su padre. Como

a mí todo aquello me parecía una puerilidad, y estaba más cerca de reírme que de reprochárselo, cedí, no

sin preguntarle previamente:

-Si las quemo, ¿me promete usted no volver a mandar ni a recibir cartas, ni libros, ni rizos de cabello, ni

anillos, ni juguetes?

-No nos enviamos juguetes -exclamó.

-Ni nada, señorita. Si no me lo promete, hablaré a su papa.

-Te lo prometo, Elena -me dijo-. Échalas al fuego...

Mas, al hacerlo, ello le resultó tan doloroso, que me rogó que guardase una o dos siquiera. Yo comencé a

echarlas a la lumbre.

-¡Oh, cruel! Quiero siquiera una -dijo, metiendo la mano entre las llamas, y sacando un pliego medio

chamuscado, no sin menoscabo de sus dedos.

-Entonces, también yo quiero algunas para enseñárselas a su papá -repliqué, envolviendo las demás en el

pañuelo, y dirigiéndome a la puerta.

Arrojó al fuego los trozos medio quemados y me incitó a consumar el holocausto. Cuando estuvo

terminado, removí las cenizas y las sepulté bajo una paletada de carbón. Se fue ofendidísima a su cuarto sin

decir palabra. Bajé y dije al amo que la señorita estaba mejor, pero que era preferible que reposase un poco.

Cati no bajó a comer, ni reapareció hasta la hora del té. Estaba pálida y tenía los ojos hinchados, pero se

mantenía serena. Cuando a la mañana siguiente llegó la carta acostumbrada la contesté con un trozo de

papel en el que escribí: «Se suplica al señor Linton que no envíe más cartas a la señorita Cati, porque ella

no las recibirá.» Y desde aquel momento el muchachito venía siempre con los bolsillos vacíos.

CAPÍTULO XXII

Acabó el verano y vino el otoño. Pasó el día de san Miguel y aún algunos de nuestros campos no estaban

segados. El señor Linton solía ir a presenciar la siega con su hija. Un día permaneció en el campo hasta

muy tarde, y como hacía frío y humedad, cogió un catarro que le tuvo recluido casi todo el invierno.

Cati estaba entristecida y sombría desde que su novela de amor había tenido aquel desenlace. Su padre

dijo que le convenía leer menos y moverse más. Ya que él no podía acompañarla, determiné sustituirle yo

en lo posible. Pero sólo podía destinar a ello dos horas o tres al día y, ademas, mi companía no le agradaba

tanto como la de su padre.

Una tarde -era a principios de noviembre o fines de octubre y las hojas caídas tapizaban los caminos,

mientras el frío cielo azul se cubría de nubes que auguraban una fuerte lluvia rogué a mi señorita que

renunciásemos por aquel día al paseo. Pero no quiso, y tuve que acompañarla hasta el fondo del parque,

paseo casi maquínal que ella solía dar cuando se sentía de mal humor. Y esto sucedía siempre que su padre

se encontraba peor que lo corriente, aunque nunca nos lo confesaba. Pero nosotras lo notábamos en su

aspecto. Ella andaba sin alegría y no retozaba como antiguamente. A veces se pasaba la mano por la

mejilla, como si se limpiase algo. Yo buscaba a mi alrededor alguna cosa que la distrajera. A un lado del

camino erguíase una pendiente donde crecían avellanos y robles cuyas raíces salían de tierra. Como el suelo

no podía resistir su peso más que a duras penas, algunos se habían inclinado de tal modo por efecto del

viento, que estaban en posición casi horizontal. Cuando Cati era más niña, solía subirse a aquellos troncos,

se sentaba en las ramas, y se columpiaba en ellas a más de veinte pies por encima del suelo. Yo la reprendía

siempre que la veía así, pero sin resolverme a hacerla bajar. Y allí permanecía largas horas, mecida por la

brisa, cantando antiguas canciones que yo le había enseñado y distrayéndose en ver cómo los pájaros

anidados en las mismas ramas alimentaban a sus polluelos y les incitaban a volar. Y así, la muchacha se

sentía feliz.

-Mire, señorita -dije-, debajo de las raíces de ese árbol hay aún una campanilla azul. Es la última que

queda de tantas como había en julio, cuando las praderas estaban cubiertas de ellas como de una nube de

color violáceo. ¿Quiere usted cogerla para mostrársela a su papá?

Cati miró mucho rato la solitaria flor y después repuso:

-No, no quiero arrancaría. Parece que está triste, ¿verdad, Elena?

-Sí -repuse-. Tan triste como usted. Tiene usted pálidas las mejillas. Déme la mano y echemos a correr.

¡Pero qué despacio anda, señorita! Casi marcho más deprisa yo.

Ella continuó andando lentamente. A veces se paraba a contemplar el césped, o algún hongo que se

destacaba, amarillento, entre la hierba. Y en ocasiones se pasaba la mano por el rostro.

-¡Oh, querida Catalina! ¿Está usted llorando? -dije acercándome a ella y poniéndole la mano en un hombro-.

No se disguste usted, señorita. Su papá está ya mucho mejor de su resfriado. Debe agradecer a Dios

que no sea una enfermedad peor.

-Ya verás como será algo peor -contestó-. ¿Qué haré cuando papá y tú me abandonéis y me encuentre

sola? No he olvidado aquellas palabras que me dijiste una vez, Elena. ¡Qué triste me parecerá el mundo

cuando papá y tú hayáis muerto!

-No se puede asegurar que eso no le suceda antes a usted -dije-. No se debe predecir la desgracia. Supongo

que pasarán muchos años antes de que faltemos los dos. Su papá es joven, y yo no tengo más que

cuarenta y cinco años. Mi madre vivió hasta los ochenta. Suponga que el señor viva sólo hasta los sesenta,

y ya ve si quedan años, señorita. Es una tontería lamentarse de una desgracia con veinte años de

anticipacion.

-La tía Isabel era más joven que papa -respondió Cati con la esperanza de que yo la consolase otra vez.

-A la tía Isabel no pudimos asistirla nosotros -expliqué-. Además no fue tan feliz como el señor, y no tenía

tantos motivos para vivir. Lo que usted debe hacer es cuidar a su padre y evitarle todo motivo de

disgusto. No le voy a ocultar que conseguiría usted matarle si obrase como una insensata y siguiera

enamorada del hijo de un hombre que desea ver al amo en la tumba, y se manifestase contrariada por una

separación que él le impuso con sobrada razón.

-Lo único que me contraría en el mundo es la enfermedad de papá -dijo Cati. Es lo único que me interesa.

Mientras yo tenga uso de razón no haré ni diré nunca nada que pueda disgustarle. Le quiero más que a mi

misma, Elena, y todas las noches rezo para no morir antes que él, por no darle ese disgusto. Ya ves si le

quiero.

-Habla usted muy bien -le dije-. Pero procure demostrarlo con hechos, y cuando él se haya restablecido,

no olvide la resolución que ha adoptado usted en este momento en que está preocupada por su salud.

Entretanto, nos acercábamos a una puerta que comunicaba con el exterior de la finca. Mi señorita trepó

alegremente a lo alto del muro para coger algunos rojos escaramujos que adornaban los rosales silvestres

que daban sombra al camino. Al inclinarse, para alcanzarlos, se le cayó el sombrero. Como la puerta estaba

cerrada, saltó ágilmente. Pero el volver a encaramarse no fue tan sencillo. Las piedras eran lisas y no había

hendidura entre ellas y las zarzas dificultaban la subida. Yo no me acordé de ello hasta que le oí decir,

riendo:

-Elena, no puedo subir. Vete a buscar la llave, o tendré que dar la vuelta a toda la tapia.

-Aguarde un momento -dije-, que voy a probar las llaves de un manojo que llevo en el bolsillo. Si no, iré

por la llave a casa.

Mientras yo probaba todas las llaves sin resultado, Catalina bailaba y saltaba delante de la puerta. Ya me

preparaba yo a ir a buscar la llave, cuando sentí el trote de un caballo. Cati cesó de saltar, y yo sentí que el

caballo se detenía.

-¿Quién es? -pregunté.

-Abre la puerta, Elena -murmuró Cati con ansiedad.

Una voz grave, que supuse que era la del jinete, dijo:

-Me alegro de encontrarla, señorita Linton. Tengo que hablar con usted. Hemos de tener una explicación.

-No quiero hablar con usted, señor Heathcliff -contestó Cati. Papá dice que es usted un hombre malo y

que nos aborrece, y Elena opina lo mismo.

-Eso no tiene nada que ver -oí decir a Heathcliff-. Sea como sea, yo no aborrezco a mi hijo, y a él me

refiero. ¿No solía usted escribirse con él hace unos meses? ¿De modo que jugaban a hacerse el amor?

Merecen ustedes dos una buena paliza, y en especial usted, que es la de más edad y la menos sensible de

ambos. Yo he cogido sus cartas, y si no se pone usted en razón se las mandaré a su padre. Usted se cansó

del juego y abandonó a Linton, ¿eh? Pues entérese de que le abandonó en plena desesperación. Él tomó

aquello en serio, está enamorado de usted y, por mi vida, que le aseguro que se muere, y no

metafóricamente, sino muy en realidad. ¡Ni Hareton tomándole el pelo seis semanas seguidas, ni yo con las

medidas más enérgicas que pueda usted imaginarse, hemos logrado nada! Como usted no le cure, antes del

verano se habrá muerto.

-No engañe tan descaradamente a la pobrecita -grité yo desde dentro-. Haga el favor de seguir su camino.

¿Cómo puede mentir así? Espere, señorita Cati, que voy a saltar la cerradura con una piedra. No crea todos

esos disparates. Comprenda que es imposible que haya quien se muera de amor por una desconocida.

-No sabía que hubiera escuchas -murmuró el malvado al sentirse descubierto-. Mi querida Elena, ya sabes

que te estimo, pero no puedo con tus chismorreos. ¿Cómo te atreves a engañar a esta pobre niña

diciendo que la aborrezco e inventando cuentos de miedo para que tome horror a mi casa? Vaya, Catalina

Linton, aproveche el que toda esta semana estaré fuera de casa y vaya a ver si he mentido o no. Póngase en

el lugar de él, y piense lo que sentiría si su indiferente enamorada rehusara consolarle por no darse un

pequeño paseo. No cometa ese error. ¡Le juro que va derecho a la tumba, y que sólo puede usted salvarle!

¡Se lo aseguro por mi salvación!

La cerradura saltó, y yo salí.

-Te juro que Linton está muriéndose -dijo Heathcliff mirándome con dureza-. Y el dolor y la decepción

están apresurando su muerte, Elena. Si no quieres dejar ir a la muchacha, vete tú y lo verás. Yo no vuelvo

hasta la semana que viene. Ni siquiera tu amo se opondrá a lo que digo.

-¡Entre! -dije a Cati, cogiéndola por un brazo. Ella le miraba conturbadísima, incapaz de discernir la

falsedad de su interlocutor a través de la severidad de sus facciones.

Él se acercó a ella, y dijo:

-Si he de ser sincero, señorita Catalina, yo cuido muy mal a Linton, y José y Hareton peor aún. No tenemos

paciencia... Él está ansioso de ternura y cariño y las dulces palabras de usted serian su mejor medicina.

No haga caso de los consejos de la señora Dean. Sea generosa y procure verle. Él se pasa el día y la noche

soñando con usted y creyendo que le odia puesto que se niega a visitarle.

Yo cerré la puerta, apoyé una gruesa piedra contra ella, abrí mi paraguas, pues comenzaba a llover, y

cubrí con él a la señorita. Volvimos tan deprisa a casa que no tuvimos ni tiempo de hablar de Heathcliff.

Pero adiviné que el alma de Cati quedaba ensombrecida. En su triste semblante se notaba que había creído

cuanto él había dicho.

Cuando llegamos, el señor se había retirado a descansar. Cati entró en su habitación y vio que dormía

profundamente. Entonces volvió y me pidió que le acompañara a la biblioteca. Tomamos juntas el té, luego

ella se sentó en la alfombra y me rogó que no le hablase, porque se sentía extenuada. Cogí un libro y fingí

leerlo. En cuanto ella creyó que yo estaba entregada a la lectura empezó a llorar. La dejé que se desahogara

un poco, y luego le reproché el que creyese en las afirmaciones de Heathcliff. Pero tuve la desventura de no

lograr convencerla, ni contrarrestar en nada las palabras de aquel hombre.

-Acaso tengas razón, Elena --dijo la joven-, pero no me sentiré tranquila hasta cerciorarme de ello. Es necesario

que haga saber a Linton que si no le escribo no es por culpa mía, y que no han cambiado mis

sentimientos hacia él.

Habría sido inútil insistir. Aquella noche nos separamos incomodadas, pero al otro día ambas

caminábamos hacia las «Cumbres». Yo me había determinado a ceder, con la remota esperanza de que el

propio Linton nos manifestaría que aquella estúpida historia carecía de fundamento.

CAPÍTULO XXIII

A la noche lluviosa siguio una mañana de niebla, con escarcha y una ligera llovizna. Arroyos improvisados

descendían de las colinas, dificultando nuestro camino. Yo, mo)ada y furiosa, estaba muy a punto

de sacar partido de cualquier circunstancia que favoreciese mi opinión. Entramos por la cocina, a fin de

asegurarnos que era verdad que el señor Heathcliff estaba ausente, pues yo no creía nada de cuanto decía.

José se hallaba sentado. A su lado crepitaba el fuego, sobre la mesa a que estaba instalado había un

enorme vaso de cerveza rodeado de gruesas rebanadas de torta de avena, y en la boca tenla su negra pipa.

Cati se acercó a la lumbre para calentarse. Cuando pregunté al viejo si estaba el amo, tardó tanto en

responderme, que tuve que repetírselo, temiendo que se hubiera quedado sordo.

-¡No está! -rezongó-. Así que te puedes volver por donde has venido.

-¡José! -gritó una voz desde dentro-. Llevo un siglo llamándote. Vamos, ven, no queda fuego.

José se limitó a aspirar mas vigorosamente el humo de su pipa y a contemplar insistentemente la lumbre.

La criada y Hareton no aparecían por parte alguna.

Como reconocimos en el que llamaba la voz de Linton, entramos en su habitación.

-¡Así te mueras abandonado en un desván! -prorrumpió el muchacho creyendo, al sentir que nos acercábamos,

que nuestros pasos eran los de José.

Y al ver que se había confundido, se turbó. Cati corrió hacia él.

-¿Eres tú, Cati? -dijo él, levantando la cabeza del respaldo del sillón en que estaba sentado-. No me abraces

tan fuerte, porque me ahogas. Papá me dijo que vendrías a verme. Cierra la puerta, haz el favor. Esas

odiosas gentes no quieren traer carbón para el fuego. ¡Y hace tanto frío!

Yo misma llevé el carbón y revolví el fuego. Linton se quejó de que le cubría de ceniza, pero tosía de tal

modo y parecía tan enfermo, que no me atreví a reprenderle por su desagradecimiento.

-¿Te agrada verme, Linton? ¿Puedo serte útil en algo? -preguntó Cati.

-¿Por qué no viniste antes? -repuso él-. Debiste venir en vez de escribirme. No sabes cuánto me cansaba

escribiendo aquellas largas cartas. Hubiera preferido hablar contigo. Ahora ya no estoy ni para hablar, ni

para nada. ¿Y Zillah? ¿Quiere usted, Elena, ver si está en la cocina?

Yo no me hallaba muy dispuesta a obedecerle, tanto más cuanto que ni siquiera me había agradecido el

arreglarle el fuego, y respondí:

-Allí está José únicamente.

-Tengo sed -dijo Linton-. Zillah no hace mas que escaparse a Gimmerton desde que mi padre se fue. ¡Es

una miserable! Y tengo que bajar aquí, porque si estoy arriba no me hacen caso cuando les llamo.

-¿Su padre se cuida de usted, señorito? -pregunté.

-Por lo menos, hace que los demás me atiendan ---contestó-. ¿Sabes, Cati? Aquel animal de Hareton se

burla de mí. Le odio a él y a todos éstos. Son odiosos.

Cati tomó un jarro de agua que halló en el aparador y llenó un vaso. Él le rogó que añadiese una

cucharada de vino de una botella que había encima de la mesa, y después de beber se mostró más amable.

-¿Estás satisfecho de verme? -volvió a preguntar la joven, animándose al ver en el rostro de su primo un

esbozo de sonrisa.

-Sí. Es muy agradable oír una voz como la tuya. Pero papá me afirmaba que no venias porque no me

querías, y esto me disgustaba. Él me acusaba de ser un hombre despreciable y me afirmaba que de haberse

hallado él en mi lugar, sería a estas horas el amo de la «Granja»... Pero., ¿verdad que no me desprecias,

Cati?

-¿Yo? -repuso ella-. Después de papá y a Elena, te quiero más que a nada en el mundo. Pero no tengo

simpatía al señor Heathcliff y cuando él esté aquí no vendré. ¿Pasará fuera muchos días?

-Muchos, no... Pero suele irse a los pantanos desde que empezó la temporada de caza, y tú podrías estar

conmigo una hora o dos cuando esté ausente. Anda, prométemelo. Procuraré no ser molesto para contigo.

Tú no me ofenderás y no te disgustará atenderme, ¿verdad?

-No -afirmó la joven, acariciándole la cabeza-. Si papá me lo permitiera, pasaría la mitad del tiempo

contigo. ¡Qué guapo eres! Me gustaría que fueras mi hermano.

-¿Me querrías entonces tanto como a tu padre? -dijo él, más animado-. El mío me dice que si fueras mi

esposa me amarías más que a nadie en el mundo, y por eso quisiera que estuviésemos casados.

-Más que a mi padre, no es posible -aseguró ella gravemente-. A veces los hombres odian a sus mujeres,

pero nunca a sus padres y hermanos. Así que si fueras mi hermano vivirias siempre con nosotros y papá te

querría tanto como a mí misma.

Linton negó que los esposos odien a sus mujeres, pero ella insistió en que sí, y como prueba citó la

antipatía que el padre de Linton había mostrado hacia la tía Isabel. Yo intenté cambiar de conversación,

mas antes de conseguirlo, Catalina ya había soltado todo lo que sabía al respecto. Linton, enfadado, aseguró

que aquello no era cierto.

-Mi padre me lo contó, y él no miente -contestó ella. -

-Mi padre desprecia al tuyo y asegura que es un imbécil -replicó Linton.

-El tuyo es un malvado -aseveró Cati-. No sé cómo eres capaz de repetir sus palabras. ¡Muy malo debe de

haber sido cuando obligó a tía Isabel a abandonarle!

-¡No me contradigas, Cati! Ella no le abandonó.

-¡Sí le abandonó! -insistió la joven. .

-Pues mira -dijo Linton-. Tu madre no amaba a tu padre, ¿sabes?

-¡Oh! -exclamó Cati furiosa.

-¡Y amaba a mi padre!

-¡Embustero! ¡Te odio! -gritó ella encolerizada.

-¡Le amaba! -repitió Linton, arrellanándose en su sillón, malignamente complacido de la agitación de su

prima.

-Cállese, señorito -intervine-. ¡Eso es un cuento de su padre!

-No es un cuento -replicó él-. Sí, Cati, le amaba, le amaba, le amaba...

Cati, fuera de sí, dio un violento empellón a la silla, y él cayó sobre su propio brazo. Le acometió un

acceso de tos, que duró tanto que me asustó a mí misma. Cati rompió a llorar con pena, pero no dijo nada.

Linton, cuando dejó de toser, quedó en silencio mirando a la lumbre. Cati, a su vez, cesó de llorar y se

sentó al lado de su primo.

-¿Cómo se siente ahora, señorito? -le pregunté, pasado un rato.

-¡Ojalá se encontrara ella como yo! ¡Qué cruel es y qué implacable! Hareton no me pega nunca. Y hoy,

que yo me encontraba mejor... -replicó él, terminando por prorrumpir en llanto.

-No te he pegado -contestó Catalina, mordiéndose los labios para contenerse.

Él gimoteó y suspiró. Se notaba que lo hacía adrede para aumentar la aflicción de su prima.

-Lamento haberte hecho daño, Linton -dijo ella, al fin, traspasada de pena-, pero a mí un empellón como

aquél no me hubiera lastimado, y creí que a ti tampoco. ¿Te duele? No quiero volver a casa con el

pensamiento de haberte hecho daño. ¡Contéstame!

-No puedo -respondió el joven-. Tú no sabes lo que es esta tos, porque no la tienes. No me dejará dormir

en toda la noche. Mientras tú descanses tranquilamente yo me ahogaré, aquí solo. No sabes las noches que

paso.

Y el muchacho, empezó a gemir, tanta era la pena que le inspiraban sus propios sufrimientos.

-No será la señorita quien vuelva a molestarle --dije yo-. Si no hubiese venido, no habría perdido usted

nada. Pero no volverá a importunarle, estése tranquilo...

-¿Quieres que me vaya, Linton? -preguntó Catalina.

-No puedes rectificar el mal que me has hecho -replicó él---. ¡A no ser que quieras seguir molestándome

hasta producirme calentura!

-Entonces, ¿me voy?

-Por lo menos, déjame solo. No puedo ahora hablar contigo.

Cati se resistía a marcharse, pero, al fin, como él no le contestaba, cedió a mis instancias y se dirigió

hacia la puerta seguida por mí. Pero antes de que llegáramos, oímos un grito que nos hizo volver. Linton se

había dejado caer de su silla y se retorcía en el suelo. Era una simple chiquillada de niño mal educado, que

quiere molestar todo lo posible. Comprendí por este detalle cuál era su carácter y la locura que sería tratar

de complacerle. En cambio, la señorita se aterrorizó y, deshecha en llanto, trató de consolarle. Pero él no

dejó de retorcerse y gritar hasta que le faltó la respiración.

-Mire -le dije-, voy a levantarle y a sentarle en la silla, y allí retuérzase cuanto quiera. No podemos hacer

otra cosa. Ya se habrá usted convencido, señorita Cati, de que no se convienen ustedes mutuamente, y que

la falta de usted no es lo que tiene enfermo a su primo. Ea, ya está... Ahora, cuando él sepa que no hay

nadie para hacer caso de sus caprichos, se tranquilizará solo.

Cati le puso una almohada bajo la cabeza y le ofreció agua. Él la rechazó y empezó a hacer dengues

sobre la almohada, cual si fuese incómoda como una piedra. Cati quiso arreglársela bien.

-Esta no es bastante alta -dijo el muchacho-. No me sirve.

Cati puso otra sobre la primera.

-¡Ahora queda alta en exceso! -murmuró el caprichoso joven.

-Entonces, ¿qué hago? -dijo ella, desesperada.

Linton se inclinó hacia Cati, que se había arrodillado a su lado, y descansó la cabeza sobre el hombro de

la joven.

-No, eso no es posible -intervine yo-. Conténtese con la almohada, señorito Heathcliff. No podemos

entretenernos más aquí.

-Sí podemos -repuso la joven---. Ahora va a ser bueno ya. Estoy pensando en que me sentiré más

desdichada que él esta noche si me voy con la idea de haberle perjudicado. Dime la verdad, Linton. Si mi

visita te ha perjudicado, no debo volver.

-Ahora debes venir para curarme -alegó él-, ya que me has puesto peor de lo que estaba cuando viniste.

-Yo no he sido la única culpable -contestó la muchacha-. Has sido tú con tus arrebatos y tus llantos.

Vaya, seamos amigos. ¿Quieres de verdad volver a verme?

-¡Ya te he dicho que sí! -replicó el muchacho con impaciencia-. Siéntate y déjame que me recueste en tu

regazo. Mamá lo hacía así cuando estábamos juntos. Estáte quieta y no hables, pero canta o recítame alguna

balada, o cuéntame un cuento.

Cati recitó la balada más larga que recordaba. Aquello les agradó mucho a los dos. Linton le pidió luego

que recitase otra, y otra después, y así siguió la cosa hasta que el reloj dio las doce, y oímos regresar a

Hareton, que venía a comer.

-¿Vendrás mañana, Cati? -preguntó él cuando la joven, contra su voluntad, empezaba a levantarse para

irse.

-No -repuse yo-; ni mañana, ni pasado.

Mas ella opinaba lo contrario, sin duda, a juzgar por la expresión que puso Linton cuando ella se inclinó

para hablarle al oído.

-No volverá usted, señorita -le dije-. No se le ocurrirá semejante cosa. Mandaré arreglar la cerradura para

que no pueda usted escaparse.

-Puedo saltar por el muro -repuso ella, bromeando-. Elena, la «Granja» no es una prisión, ni tú un carcelero.

Tengo ya diecisiete años y soy una mujer. Y Linton se repondría seguramente si yo le cuidara. Tengo

más edad y más juicio que él, no soy tan niña. Él hará lo que yo le diga si le mimo un poco. Cuando se

porta bien, es adorable. ¡Cuánto me gustaría que viviera en casa! Una vez acostumbrados el uno al otro no

reñiríamos nunca. ¿No te agrada Linton, Elena?

-¿A mí? ¡Es el chico más insoportable que he visto en mi vida! Menos mal que no llegará a cumplir

veinte años, según dijo el mismo señor Heathcliff. Mucho dudo de que llegue ni a la primavera. Y no creo

que su familia pierda nada porque se muera. Hemos tenido suerte con que no se quedara en casa. Cuanto

mejor le hubiéramos tratado, más pesado y más egoísta se hubiera vuelto. Celebro mucho, señorita, que no

haya ninguna posibilidad de que llegue a ser su marido.

Mi compañera se puso seria al oírme, ofendida de que hablase con tanta frialdad de la muerte de su

primo.

-Es más joven que yo -repuso- y lógicamente debiera vivir más, o por lo menos tanto como yo. Está

ahora tan fuerte como cuando llegó. Y si dices que papá se pondrá bueno, ¿por qué no es posible que

también él mejore de su dolencia?

-No hablemos más -repuse-. Si usted se propone volver a «Cumbres Borrascosas», se lo diré al señor y si

él lo autoriza, acordes. Si no, no se renovará la amistad con su primo.

-Ya se ha renovado -argumentó Cati.

-Pero no continuará.

-Ya veremos -replicó.

Y espoleando a la jaca, Catalina partió al galope, obligándome a apresurarme para alcanzarla.

Llegamos poco antes de comer. El señor, creyendo que veníamos de pasear por el parque, no nos pidió

explicaciones. En cuanto entré me cambié de zapatos y medias, ya que tenía empapados unos y otras, pero

la mojadura había producido su efecto, y a la mañana siguiente tuve que guardar cama, en la que permanecí

tres semanas seguidas, lo que no me había ocurrido antes, ni gracias a Dios me ha vuelto a suceder.

Cati me cuidó tan solícita y cariñosamente como un ángel. Quedé muy abatida por el prolongado

encierro, que es lo peor que puede sucederle a un temperamento activo. Cati dividía su tiempo entre el

cuarto del señor y el mío. No tenía diversión alguna, no estudiaba, ni apenas comía, consagrada a cuidarnos

como la más abnegada enfermera. ¡Muy buen corazón debía de tener, cuando tanto se ocupaba de mí y

tanto quería a su padre! Ahora bien, el señor se acostaba temprano, y yo después de las seis no tenía

necesidad de nada, de modo que a Cati le sobraban las horas siguientes al té. Yo no adiviné lo que la

pobrecita hacía después de esa hora. Y cuando venía a darme las buenas noches, y notaba el vivo color de

su mejillas, nunca se me ocurrió que la causa de ello fuera, no el fuego de la biblioteca, como suponía, sino

una larga carrera por la campiña.

CAPÍTULO XXIV

A las tres semanas principié a salir de mi habitación y a andar por la casa. La primera noche, pedí a Cati

que me leyese alguna cosa, porque yo sentía fatigada la vista después de la dolencia. Estábamos en la

biblioteca, y el señor se había acostado ya. Notando que Cati cogía mis libros como a disgusto, le dije que

eligiese ella misma entre los suyos el que quisiese. Lo hizo así y leyó durante una hora, pero después

empezó a interrumpir la lectura con frecuentes preguntas:

-¿No estás cansada, Elena? ¿No valdría más que te acostaras? Vas a recaer si estás tanto tiempo en pie.

-No estoy cansada, querida -contestaba yo.

Viéndome imperturbable, recurrió a otro método para hacerme comprender que no tenía ganas de leerme

nada. Bostezó y me dijo:

-Estoy fatigada, Elena.

-No lea más. Podemos hablar un rato -respondí.

Aquel remedio fue peor. La joven estaba impaciente y no hacía más que mirar el reloj. Al fin, a las ocho,

se fue a su alcoba, rendida de sueño, según me dijo. A la noche siguiente la escena se repitió, aumentada, y

al tercer día me dejó pretextando dolor de cabeza. Empezó a extrañarme aquello, y resolví ir a buscarla a su

aposento y aconsejarla que se estuviese conmigo, ya que si se sentía fatigada podía tenderse en el diván.

Pero en su habitación no encontré rastro alguno de ella. Los criados me dijeron que no la habían visto.

Escuché junto a la puerta del señor. El silencio era absoluto. Volví a su habitación, apagué la luz y me senté

junto a la ventana.

Brillaba una luna espléndida. Una ligera capa de nieve cubría el suelo. Pensé que acaso la joven habría

resuelto bajar a tomar el aire al jardín. Al ver una figura que se deslizaba junto a la tapia creí que era la

señorita, pero cuando salió de las sombras reconocí a uno de los criados. Durante un rato miró la carretera,

después salió de la finca y volvió a aparecer llevando de la brida a Minny. La señorita iba a su lado. El

criado condujo cautelosamente la jaca a la cuadra. Cati entró por la ventana del salón y subió sigilosamente

a la alcoba. Cerró la puerta y se quitó el sombrero. Cuando estaba despojándose del abrigo, yo me levanté

de pronto. Al verme, la sorpresa la dejó inmóvil.

-Mi querida señorita -le dije, aunque me sentía tan agradecida por lo bien que me había cuidado que me

faltaban las fuerzas para reprenderla-. ¿Adónde ha ido usted a estas horas? ¿Por qué se empeñó en

engañarme? Dígame dónde ha estado.

-No he ido más que hasta el final del parque -me aseguró.

-¿No ha ido a otro sitio?

-No.

-¡Oh, Catalina! -exclamé disgustada-. Bien sabe usted que ha obrado mal, porque de lo contrario no me

diría esa mentira. No sabe cuánto me afecta. Preferiría estar tres meses enferma, que oírle decir una cosa

falsa.

Se acercó a mí y me abrazó.

-No te molestes, Elena -me dijo-. Te lo contaré todo. No sé mentir.

Le prometí que no la reñiría, y nos sentamos junto a la ventana. Ella.empezó su relato.

-Desde que enfermaste, Elena, he ido diariamente a «Cumbres Borrascosas», excepto tres días antes y

dos después de haber salido tú de tu cuarto. A Miguel le soborné para que me sacase a Minny de la cuadra

todas las noches, dándole estampas y libros. No le reñirás a él tampoco, ¿eh? Solía llegar a las «Cumbres» a

las seis y media y me estaba dos horas. Luego volvía a casa galopando. No creas que era una diversión:

más bien me he sentido desgraciada allí en muchas ocasiones. Si me he sentido feliz una vez cada semana,

ha sido todo lo más. Como el primer día que te quedaste en cama yo había quedado con Linton en volver a

verle, aproveché la oportunidad. Pedí a Miguel la llave del parque, asegurándole que tenía que visitar a mi

primo, ya que él no podía venir porque ello no le agradaba a papá. -Después hablamos de lo de la jaca, y le

ofrecí libros, sabiendo que es aficionado a leer. No puso muchas dificultades en complacerme, porque,

además, piensa despedirse pronto. Como se casa...

»Cuando llegué a las «Cumbres», Linton se alegró. Zillah, la criada, arregló la habitación y encendió un

buen fuego. Nos dijo que José estaba en la iglesia y que Hareton se dedicaba a andar con los perros por los

bosques (y, según me enteré después, a apoderarse de nuestros faisanes), de modo que nos encontrábamos

libres de estorbos. Zillah me trajo vino y bollos. Linton y yo nos sentamos al fuego y pasamos el tiempo

riendo y charlando. Estuvimos planeando los sitios a que iríamos en verano... Bueno, no te hablo de esto,

porque dirás que son bobadas.

»A poco renimos a propósito de nuestras distintas opiniones. Él me aseguró que lo mejor para pasar un

día de julio era estar tumbado de la mañana a la noche entre los matorrales del campo, mientras las abejas

zumban alrededor, las alondras cantan y el sol brilla en un cielo claro. Eso constituye para él el ideal de la

dicha. El mío consistía en columpiarse en un árbol florido, mientras sopla el viento del Oeste, y por el cielo

corren nubes blancas. Y Cantan, además de las alondras, los mirlos, los jilgueros y los cuclillos. A lo lejos

se ven los pantanos, entre los que se destacan arboledas umbrosas, y la hierba tiembla bajo el soplo de la

brisa, y los árboles y las aguas murmuran, y la alegría reina por doquier. Él aspiraba a verlo todo sumido en

la paz, yo en una explosión de júbilo. Le argumenté que su cielo parecería medio dormido, y él respondió

que el mío medio borracho. Le dije que yo me dormiría en su paraíso, y él respondió que se marearía en el

mío. Al fin resolvimos que probaríamos ambos sistemas, nos besamos y quedamos amigos.

»Pasamos sentados cosa de una hora, y luego pensando yo que podíamos jugar en aquel salón tan amplio

si quitábamos la mesa, se lo dije a Linton, proponiéndole jugar a la gallina ciega (como he hecho contigo a

veces, ¿te acuerdas, Elena?) y llamar a Zillah para que se divirtiese con nosotros. Él no quiso, pero accedió

a que jugásemos a la pelota. En un armario lleno de juguetes viejos, encontramos dos. Una tenía marcada

una C y otra una H, y yo quería la C, porque significaba Catalina, pero él no quiso la otra porque se le salía

el embutido por las costuras. Le gané siempre, se puso de mal humor y volvió a sentarse. Le canté dos o

tres canciones de las que tú me has enseñado, y recobró el buen humor. Al irme me rogó que volviese al día

siguiente, y se lo prometí. Monté en Minny y regresamos veloces como el viento. Pasé la noche soñando en

«Cumbres Borrascosas» y en mi primo.

»Al día siguiente me encontré algo triste, tanto porque estabas enferma, como porque me hubiese

agradado que papá tuviera noticia de mis paseos y consintiera en ellos. Pero la tristeza se disipó en cuanto

estuve a caballo.

» “Esta noche me sentiré feliz también -pensaba yo- y Linton, mi hermoso Linton, también.”

»Mientras subía trotando por el jardín de las «Cumbres», salió a mi encuentro aquel Earnshaw, cogió las

bridas y acarició el cuello de Minny, diciéndome que era un bonito animal.

Dijérase que esperaba que le hablase. Yo le dije que tuviera cuidado con que la jaca no le diese una coz.

Él contestó, con su tosco acento habitual, que no le haría mucho daño aunque le cocease, y echó una oleada

a sus patas, sonriendo. Fue a abrir la puerta y mientras lo hacía, me dijo, señalando a la inscripción y con

una estúpida muestra de contento:

»-Señorita Catalina: ya sé leer aquello.

»-¡Qué extraordinario! -dije-. Ya veo que se va cultivando usted. ¿Y las cifras? -le pregunté, al ver que se

paraba.

»El deletreó las sílabas de la inscripción: «Hareton Earnshaw».

»-Eso no lo he aprendido todavía -respondio.

-¡Qué torpe! -dije riendo.

»El muy necio me miró con asombro, como si no supiese si reírse también. No sabía distinguir si se

trataba de una muestra de amistad o de una burla, pero yo le saqué de dudas aconsejándole que se fuera, ya

que iba a buscar a Linton, y no a él. A la luz de la luna pude verle ruborizarse. Se separó de la puerta y

desapareció. Era una verdadera imagen del orgullo ofendido. Sin duda se figuraba que se había elevado a la

altura de Linton por aprender a deletrear su nombre, y quedó estupefacto al ver que yo no lo estimaba así.

-Un momento, señorita -atajé-. No seré yo quien la riña, pero no me complace su proceder. Si hubiera

pensado que Hareton es tan primo de usted como Linton, habría comprendido que obraba usted

injustamente. Por lo menos, la intención de Hareton al procurar ponerse al nivel de Linton ya habla mucho

en su favor. Y crea que no aprendió para lucirse con ello, sino porque antes le había humillado usted por

ignorancia y él, rectificándola, quiso hacerse grato a sus ojos. No obró usted bien burlándose de él. Si a

usted la hubieran criado en las condiciones en que ello ha sido, no sería menos torpe. Él era un niño

inteligente y despierto, y me duele que se le desprecie sólo porque el malvado Heathcliff le haya rebajado

de tal manera...

-Presumo, Elena, que no vas a ponerte a llorar por esto -exclamó la joven sorprendida-. Espera y verás...

Cuando entré, Linton estaba medio tumbado. Se levantó un poco y me saludó.

»-Esta noche no me encuentro bien, querida Catalina -dijo-. Habla tú y yo te escucharé. Antes de irte has

de prometerme volver de nuevo.

»Al saber que estaba enfermo, le hablé tan dulcemente como pude, procurando no incomodarle ni

preguntarle nada. Yo había llevado un libro: él me pidió que le leyera algo de él, e iba a hacerlo, cuando

Earnshaw entró de repente dando un portazo. Cogió a Linton por un brazo y le arrojó violentamente del

asiento.

»-¡Lárgate a tu habitación! -profirió, con la voz desfigurada por la ira y el rostro contraído de rabia-.

Llévatela contigo, y si viene a verte, libraos bien de aparecer por aquí. ¡Fuera los dos!

»Y obligó a Linton a marcharse a la cocina. A mí me amenazó con el puño. Dejé caer el libro, muy

asustada, y él, de un puntapié, lo echó a mi lado y cerró la puerta detrás de nosotros. Oí una maligna risa, y

al volverme distinguí junto al fuego a ese odioso José, que se frotaba las manos y decía:

-¡Ya sabia yo que acabaría echándoles fuera! ¡Es todo un hombre, sí! Y se va despabilando... Él sabe

muy bien quién debía ser el verdadero amo aquí. ¡Ja, la, ja! Bien les ha chasqueado, ¿eh?

»-¿Adónde vamos? -pregunté a mi primo, sin atender al viejo.

»Linton se había puesto pálido y temblaba. Te aseguro, Elena, que no estaba nada guapo en aquel

momento. Daba miedo mirarle. Su delgado rostro y sus grandes ojos ardían de impotente furor. Cogió el

picaporte de la puerta y lo agitó, pero no pudo abrirla, porque estaba cerrada por dentro.

»José rió de nuevo burlonamente.

»-¡Ábreme o te mato! -bramó Linton-. ¡Te mato, demonio!

»-¡Mira, mira! -dijo el criado-. Ahora es el genio del padre el que habla por su boca. ¡Claro, todos

tenemos algo del padre y algo de la madre! Pero no temas, Hareton, muchacho, no te hará nada...

»Cogí las manos de Linton y quise separarle de la puerta, pero gritó de tal modo, que no me atreví a

insistir. De pronto, un terrible ataque de tos apagó sus gritos, arrojó una bocanada de sangre por la boca y

cayó al suelo. Me precipité al patio y llamé a Zillah. Ella dejó las vacas que estaba ordeñando y corrió hacia

mí. Mientras le explicaba lo sucedido, procuré arrastrarla al lado de Linton. Earnshaw había salido, y en

aquel momento se llevaba a su cuarto al pobre muchacho. Zillah y yo le seguimos, pero Hareton se volvió y

me ordenó que me fuese a casa. Yo le contesté que él había matado a Linton y quise entrar. Pero José cerró

la puerta con llave y me preguntó si me había vuelto tan loca como mi primo. En fin, yo me quedé allí

llorando, hasta que volvió la criada diciéndome que dentro de poco Linton estaría mejor y que no había por

qué llorar de aquel modo. Luego me hizo ir al salón a viva fuerza.

»Yo me mesaba los cabellos, Elena. Lloré hasta abrasarme los ojos. Y ese rufián que te inspira tantas

simpatías se atrevió a interpelarme varias veces y hasta me ordenó callar. Yo le dije que iba a contárselo

todo a papa y que a él le llevarían a la cárcel y le ahorcarían, lo que le asustó mucho. Salió para ocultar su

miedo. Me convencieron por fin de que me fuera. Cuando estaba yo a unas cien yardas de la casa, él

apareció de pronto y detuvo a Minny.

»-Estoy muy disgustado, señorita Catalina -empezó a decir-, pero es que...

»Yo, temiendo que quisiera asesinarme, le lancé un latigazo. Me soltó y profirió horribles maldiciones.

Volví a casa al galope, fuera de mí.

»Aquella noche no te vine a saludar, ni al día siguiente volví a «Cumbres Borrascosas», si bien lo

deseaba vivamente. Temía oír decir que Linton había muerto y me espantaba la idea de hallarme con

Hareton. En fin, a tercer día reuní mis fuerzas y me atreví otra vez a escaparme. Fui a pie creyendo que

podría deslizarme sin que me vieran hasta el cuarto de Linton. Pero los perros delatar,on mi presencia con

sus ladridos. Zillah. me recibió diciéndome que el muchacho estaba mucho mejor, y me llevó a un cuartito

limpio y bien alfombrado, donde encontré a Linton leyendo el libro que le llevé. Pero tenía tan mal humor

que se pasó una hora sin abrir la boca, y cuando al fin lo hizo fue para decirme que yo era la culpable de

todo, y no Hareton. Entonces me levanté y, sin contestarle, salí. Me llamó, pero no hice caso y volví resuelta

a no visitarle más. Pero al otro día me resultaba tan penoso irme a acostar sin saber de él, que mi

resolución se esfumó antes de que llegase a madurar. Cuando Miguel me preguntó si ensillaba a Minny

contesté afirmativamente, y a poco cabalgaba hacia las «Cumbres». Como para entrar en el patio tenía que

pasar ante la fachada, no era oportuno ocultar mi presencia.

»-El señorito está en el salón -me dijo Zillah.

»Earnshaw estaba también allí, pero se fue al entrar yo. Linton estaba medio dormido en un sillón. Le

hablé con gravedad y sinceramente.

»-Mira, Linton, como no me aprecias y te figuras que vengo a proposito para perjudicarte, no pienso

volver más. Ésta es la última vez. Despidámonos, y di al señor Heathcliff que eres tú quien no me quieres

ver, para que él no invente más inexactitudes...

»-Siéntate y quítate el sombrero, Cati -repuso-. Debías ser más buena que yo, porque eres más dichosa.

Papá habla tanto de mis defectos, que no te debe extrañar que yo mismo dude de mí. Cuando pienso en ello,

siento tanto dolor y tanta decepción, que detesto a todos. Verdaderamente, soy tan despreciable y tengo un

carácter tan malo, que creo que harás bien en no volver, Cati. Sin embargo, no quisiera otra cosa que ser tan

bueno y tan amable como tú. Seguramente lo sería si tuviera buena salud. Te has portado tan bien, que te

amo tanto como si fuera digno de tu amor. No puedo impedir el mostrarte como soy, pero lo siento de

verdad, me arrepiento de ello y me arrepentiré mientras viva.

»Yo comprendí que decía lo que sentía y que debía perdonarle, aunque fuera para reñir un instante

después. A pesar de la reconciliación, los dos nos pasamos el tiempo llorando. Me dolía pensar en el mal

carácter de Linton, porque me hacía cargo de que incomodaría siempre a sus amigos y a sí mismo.

»Desde esa noche le visité siempre en su habitación. Su padre había regresado al día siguiente. Que yo

recuerde, sólo tres días hemos estado en buena relación y contentos. El resto del tiempo, todas las visitas

han transcurrido angustiosamente, ora por el egoísmo que Linton demuestra, ora por lo que dice que sufre.

Pero me he acostumbrado y ya no me disgusto. En cuanto al señor Heathcliff, procura deliberadamente no

encontrarse conmigo. El domingo, al llegar, le oí injuriar a Linton por el modo que había tenido de

comportarse conmigo el día anterior. No sé cómo lo sabría, a no ser que estuviera escuchando. Linton, en

efecto, me había molestado. Yo entré y le dije a Heathcliff que eso era cosa mía exclusivamente. Él se echó

a reír y me contestó que se alegraba de que tomase la cosa de ese modo. Recomendé a Linton que en lo

sucesivo me dijera en voz baja las cosas que pudieran hacer creer a los demás que disputábamos.

»Ya lo has oído, Elena. Si dejo de ir a las «Cumbres» habrá dos personas que sufran. Si no se lo dices a

papa y sigo yendo, nadie sufrirá nada. ¿Verdad que no se lo dirás? Sería una crueldad muy grande.

-Ya lo pensaré, señorita -repuse-. No quiero contestarle sin pensarlo.

Y lo pensé, pero fue en presencia de mi amo, a quien relaté todo lo sucedido, menos el detalle de las

charlas de Linton con Cati, y sin aludir a Hareton. El señor se disgustó mucho más de lo que aparentó. A la

siguiente mañana Cati supo que yo había traicionado su secreto y también que las visitas se habían

terminado. Lloró y rogó a su padre que se compadeciese de Linton. Lo más que pudo conseguir fue que su

padre escribiera al muchacho diciéndole que podía venir a la «Granja» si gustaba, pero que Cati no volvería

a «Cumbres Borrascosas». E imagino que si hubiese sabido cuál era el carácter y el verdadero estado de

salud de su sobrino, ni siquiera hubiera accedido a darle aquel pobre consuelo.

CAPÍTULO XXV

-Todo esto, señor Lockwood -me dijo la señora Dean-, sucedió el invierno pasado. Nunca se me hubiera

ocurrido pensar que, un año más tarde, había yo de distraer con el relato de ello a un ajeno a la familia.

Ahora que, ¿quién sabe si seguirá usted siendo un extraño siempre? Dudo mucho de que sea posible ver a

Cati Linton sin enamorarse de ella. Sí, sonríase, pero lo cierto es que le veo animado cada vez que se la

menciono. Además, ¿por qué me ha pedido usted que cuelgue su retrato sobre la chimenea?

-¡Bueno, bueno, amiga mía! -repuse-. Suponga incluso que yo me enamorase de ella. ¿Cree usted que

ella se enamoraría de mí? Lo dudo, y no quiero arriesgarme. Además, yo pertenezco al mundo activo, y

debo volver a él. Ea, siga contándome...

-Catalina -continuó la señora Dean- obedeció a su padre, ya que le quería a él más que a nadie. El amo le

habló sin enojo, pero con la natural inquietud de quien se siente próximo a dejar lo que más quiere entre

riesgos y enemigos, y en tales circunstancias, que sólo podría el objeto de su afecto tener como guía el

recuerdo de sus palabras.

A mí me dijo pocos días después:

-Me hubiera agradado que mi sobrino escribiera o viniese. Dime sinceramente tu opinión sobre él, Elena.

¿Ha mejorado? ¿Puede esperarse que mejore cuando se desarrolle?

-Está muy enfermo, señor, y no es fácil que viva mucho. Sí le puedo asegurar que no se parece a su

padre. Si la señorita Cati se casase con él, se dejaría llevar por ella, siempre que la señorita no extremase su

indulgencia hasta la tontería. Pero ya tendrá usted tiempo de conocerle y de pensar si conviene o no... Le

faltan cuatro años para ser mayor de edad.

Eduardo suspiró, y a través de la ventana miró la iglesia de Gimmerton. El sol de febrero iluminaba

débilmente la tarde de bruma y a su luz distinguimos confusamente los abetos y las lápidas del cementerio.

-A pesar de lo mucho que he rogado a Dios para que ello sucediera, ahora me asusto -murmuró como

para sí-. Pensaba que el recuerdo de la hora en que bajé a aquella iglesia para casarme no sería tan feliz

como el presentimiento del momento en que había de yacer en la fosa. Cati me ha hecho muy feliz, Elena.

He pasado dichosamente al lado suyo las veladas de invierno y los días de verano. Pero no he sido menos

feliz cuando erraba entre aquellas lápidas, al lado de la vieja iglesia, en las tardes de junio en que me

sentaba junto a la tumba de su madre y pensaba en la hora en que había de ir a reunirme con ella... Y ahora,

¿que me cabe hacer en bien de Cati? Que Linton sea hijo de Heathcliff y se la lleve no me importaría nada,

si ello pudiera consolarla de mi falta. ¡Ni siquiera me importa que Heathcliff se considere triunfante! Pero

si Linton es un instrumento de su padre, no puedo abandonarla en sus manos. Mucho me duele hacer sufrir

a Catalina, pero es preferible. ¡Preferiría llevarla yo mismo a la tumba!

-Si usted faltase, lo que Dios no permita -contesté-, yo seguiré siendo la amiga y la consejera de Cati.

Pero ella es una buena muchacha, y no se empeñará en seguir el mal camino.

Entraba la primavera, mas mi amo no se reponía. A veces paseaba por el parque con su hija, quien lo

consideraba como una señal de que su padre estaba mejor. Y pensaba que curaría al ver encendidas su

mejillas.

El día en que Cati cumplía diecisiete años, el señor no fue al cementerio. Llovía. Yo le dije:

-¿No irá usted esta tarde, verdad?

-Este año iré más adelante -respondió.

Volvió a escribir a Linton indicándole que deseaba verle, y segura estoy de que si el aspecto del chico no

hubiera sido calamitoso, hubiera ido. Contestó, sin duda aconsejado por Heathcliff, diciendo que éste no

estaba de acuerdo con que visitase la «Granja» pero que podía encontrar a su tío alguna vez que éste saliese

de paseo, ya que deseaba verle. Añadía que le rogaba que no se obstinase en separarle de Catalina.

«No pretendo -decía con sencilla elocuencia- que Cati me visite aquí, pero le suplico que la acompañe

usted alguna vez paseando hacia «Cumbres Borrascosas» y que nos permita hablar un poco en su presencia.

No hemos hecho nada que justifique esta separación, y usted mismo lo sabe. Querido tío, mándeme una

nota mañana diciéndome en qué sitio que no sea la «Granja de los Tordos» quiere que nos encontremos.

Espero que usted se convenza de que no tengo el carácter de mi padre. Él afirma que tengo mas de sobrino

de usted que de hijo suyo. Aunque mis defectos me hagan indigno de Cati, ya que ella me los perdona,

usted debía seguir su ejemplo. Mi salud anda algo mejor, pero, ¿cómo voy a curarme mientras esté rodeado

de seres que no me han querido ni me querrán nunca? »

A Eduardo le hubiera agradado acceder, pero no se sentía con fuerzas para acompañar a su hija. Escribió

a su sobrino diciéndole que aplazasen las entrevistas para el verano, y que entretanto no dejase de

escribirle, y que él le aconsejaría y haría por él cuanto pudiese. Linton, de por sí, tal vez lo hubiera echado

todo a perder con sus quejas, pero sin duda le vigilaba su padre, ya que el muchacho se amoldó a todo y en

sus cartas se limitaba a decir que le angustiaba mucho la separación de su prima, y que deseaba que su

padre les procurase una entrevista lo antes posible, ya que, si no, pensaría que quería entretenerle con vanas

esperanzas.

Tenía en nuestra casa una poderosa aliada en Cati, y al fin entre los dos acabaron convenciendo al señor

de que una vez a la semana les dejase dar un paseo a caballo por los pantanos bajo mi vigilancia. Cuando

llegó junio, el señor se encontraba peor aún. Cada año guardaba una parte de sus rentas para aumentar los

bienes de su hija, pues sentía el natural deseo de que ella cuando él faltase no tuviese que abandonar la casa

paterna. El mejor medio de conseguirlo era que se casase con el heredero legal. No podía suponer que el

joven Linton se consumía casi tan rápidamente como él, porque como ningún médico iba a las «Cumbres»,

no había modo de saber noticia alguna del verdadero estado del muchacho. Yo misma, viendo que él

hablaba de pasear a caballo por los pantanos con tanta seguridad, creí que acaso se engañasen mis

suposiciones, porque no me cabía en la cabeza que un padre tratase con tal crueldad a un hijo moribundo

como luego averigue que Heathcliff le había tratado, obstinándose en que sus planes se realizaran antes de

que la muerte del muchacho los echase a rodar.

CAPÍTULO XXVI

Al comenzar el estío, Eduardo, aunque de mala gana, accedIó a que los primos se entrevistasen. Salimos

Cati y yo. El día era bochornoso y sin sol, mas no amenazaba lluvia. Nos habíamos citado en el jalón de la

encrucijada. Pero no encontramos a nadie allí. Llegó a corto rato un muchachito y nos dijo que el señorito

Linton estaba un poco mas allá y que nos agradecería muchísimo que nos acercásemos algo más.

-El señorito Linton -repuse- ha olvidado que su tío puso como condición que las entrevistas fueran en terrenos

de la «Granja».

-Podemos hacerlo -dijo Cati-viniendo hacia aquí cuando nos encontremos.

Le vimos a un cuarto de milla de su casa, tumbado sobre los matorrales. No se levantó hasta que

estuvimos muy cerca de él. Nos apeamos y él dio unos pasos hacia nosotras. Estaba tan pálido y parecía tan

débil, que no pude por menos de exclamar:

-¡Pero, señorito Linton, hoy no está usted para pasear! Me parece que se encuentra usted muy malo.

Cati le miró, asombrada y entristecida, y la bienvenida que le preparaba se convirtió en una pregunta de

si se hallaba peor que otras veces.

-Estoy mejor -respondió él, sofocándose y temblando mientras le cogía la mano como en busca de apoyo

y fijaba en ella sus ojos azules.

-Entonces es que has empeorado desde la última vez que te vi -insistió su prima---. Estás mucho más

delgado...

-Es que estoy cansado -repuso el joven-. Sentémonos, hace demasiado calor para pasear. Suelo encontrarme

mal por las mañanas. Mi padre dice que es que estoy creciendo muy deprisa.

Cati se sentó, descontenta, y él se acomodó a su lado.

-Esto se parece al paraíso que tú anhelabas -dijo la joven, esforzándose en bromear---. ¿No te acuerdas de

que convinimos en pasar dos días, uno como a ti te gustaba y otro como me agradaba a mí? Lo de hoy es tu

ideal, aparte de que hay nubes, pero eso resulta aún más bonito que el sol... Si la semana que viene te

encuentras bien, iremos a caballo al parque de la «Granja» y pondremos en práctica mi concepto del

paraíso.

Se advertía que Linton no recordaba nada de lo que ella le decía y que le costaba mucho trabajo mantener

una conversación. Demostraba tal falta de interés, en cuanto ella le mencionaba, que Cati no podía ocultar

su desilusión. La volubilidad del joven que, con mimos y caricias, solía dejar lugar al afecto, se había

convertido ahora en una apatía total. En lugar de su desgana infantil de antes, se apreciaba en él el

pesimismo amargo del enfermo incurable que no quiere ser consolado y que considera insultante la alegría

de los demás. Catalina reparo que el Íderaba nuestra compañía más como un castigo que consi como un

placer, y no vaciló en proponer que nos marcháramos. Linton, al oírlo, cayó en una extraña agitación. Miró

horrorizado en dirección de las «Cumbres» y- nos rogó que permaneciéramos con él media hora más.

-Yo creo --dijo Cati- que en tu casa te encontrarás mejor que aquí. Hoy no te entretienen mi

conversación, ni mis canciones... En estos seis meses te has hecho más formal que yo. Claro que si creyese

que eso te divertía, me quedaría contigo con mucho placer.

-Quédate algo más, Cati -dijo el joven-. No digas que estoy mal, ni lo pienses. Es el calor y el bochorno

que me abruman. Antes de llegar tú, he andado mucho. No digas al tío que me encuentro mal. Dile que

estoy bastante bien. ¿Lo harás?

-Le diré que me lo has dicho así, Linton. Pero no puedo asegurarle que estés bien -dijo, extrañada, la se

ñorita.

-Ven a verme el jueves, Cati -murmuró él, esquivando su mirada-. Y dale muchas gracias al tío por haberte

dejado venir. Y, mira... Si encuentras a mi padre, no le digas que he estado taciturno, porque se

enfadaría...

-No me importa que se enfade -repuso Cati, creyendo que el enfado sería solamente hacia ella.

-Pero a mí sí -contestó, estremeciéndose, su primo-. No hagas que se enfade conmigo, Cati, porque le

temo.

-¿Así que es severo con usted, señorito? -intervine yo- ¿De modo que se ha cansado de ser tolerante?

Linton me miró en silencio. Inclinó la cabeza sobre el pecho y durante diez minutos le oímos suspirar.

Cati se entretenía en coger arándanos y los repartía conmigo, sin ofrecerle a él por no enojarle.

-¿Ha transcurrido ya la media hora, Elena? -me preguntó Cati al oído-. Yo creo que no debemos quedarnos

más. Linton se ha dormido y papá nos espera.

-Tenga usted paciencia hasta que se despierte -respondí-. ¡Qué prisa tiene en irse! Tanta como impaciencia

tenía usted por encontrarle.

-¿Para qué quería verme Linton? -contestó Catalina---. Yo preferiría que estuviese como antes, a pesar de

su mal humor de entonces. Me da la impresión de que me quiere ver únicamente por complacer a su padre.

Y no me agrada venir por complacer a éste. Me alegro de que Linton esté mejor, pero me desagrada que se

haya hecho menos afectuoso para conmigo.

-¿Usted cree que está mejor? -pregunté.

-Me parece que sí -respondió-, porque ya sabes cuánto le gustaba exhibir sus sufrimientos. No es que esté

tan bien como me ha rogado que diga a papá, pero debe estar mejor.

-A mí me parece, señorita --contesté-, que está mucho peor.

Linton despertó en aquel momento sobresaltado y preguntó si alguien le había llamado por su nombre.

-No -dijo Cati. Debes haberlo soñado. No comprendo cómo puedes dormirte en el campo por la mañana.

-Me pareció oír a mi padre -dijo él-. ¿Estás segura de que no me ha llamado nadie?

-Segura en absoluto -dijo su prima-. Únicamente hablamos Elena y yo acerca de ti. Dime, Linton: ¿Estás

en realidad más fuerte que en el invierno? Porque si lo estás, es bien seguro que me quieres menos... Anda,

dime: ¿estás mejor?

Linton rompió en lágrimas al contestar.

-Sí...

Y seguía mirando a un lado y a otro, bajo la obsesión de la voz de Heathcliff.

Cati se puso en pie.

-Tenemos que marcharnos -le afirmó- y me voy muy decepcionada. Pero a nadie se lo diré. No te figures

que por miedo al señor Heathcliff.

-¡Cállate! -murmuró Linton-. Mira, allí está.

Cogió el brazo de Cati y quiso retenerla, pero ella se soltó presurosamente de él y llamó a Minny, que

acudió enseguia.

-El jueves volveré, Linton -gritó-. ¡Adiós! ¡Vamos, Elena!

Y nos fuimos. Él casi no reparó en ello, tanta era la preocupación que le producía la llegada de su padre.

En el camino Cati sintió, en lugar del disgusto que la había invadido, una especie de compasión y

sentimiento, combinado con dudas sobre las verdaderas circunstancias mentales y materiales en que se

hallaba Linton. Yo participaba de ellas, pero le aconsejé que reservásemos nuestro juicio hasta la siguiente

entrevista. El señor nos pidió que le contáramos lo sucedido. Cati se limitó a transmitirle la expresión de la

gratitud de su sobrino refiriéndose muy por encima a lo demás. Yo la imité, porque en verdad no sabía qué

decir.

CAPÍTULO XXVII

Transcurrieron otros siete días, y en el curso de ellos el estado de Eduardo Linton fue empeorando. De

una hora a otra se agravaba tanto como antes en un mes. Tratábamos de engañar a Cati, pero no lo

conseguíamos. Ella adivinaba la terrible probabilidad que de minuto en minuto se convertía en certeza. El

jueves siguiente no se atrevió a hablar a su padre de la -cita, y lo hice yo. El mundo de Cati estaba reducido

a la biblioteca y a la alcoba de su padre. Su rostro, con tantas noches en vela y tantos disgustos, había

palidecido. Así que el señor nos autorizó gustoso a hacer aquella excursión que, segun él pensaba, ofrecería

un cambio en la vida habitual de su hija. El señor se consolaba esperando que después de que él faltase Cati

no quedaría sola del todo.

A lo que entendí, el señor Linton creía que su sobrino se le parecía en lo moral tanto como en lo físico.

Naturalmente, las cartas de Linton no hacían referencia alguna a sus propios defectos. Claro está que yo

tenía la debilidad, disculpable, de no sacarle de su error, pues de nada hubiera servido amargarle sus

últimos momentos con cosas que no podían remediarse.

Salimos por la tarde. Era una espléndida tarde de agosto. La brisa de las colinas era tan saludable que dijérase

que tenía el poder de hacer revivir a un moribundo. En el rostro de Cati se reflejaba el paisaje:

sombra y luz brillaban a intervalos en él, pero el sol se disipaba pronto, y se notaba que su pobre corazón se

reprochaba el haber abandonado, siquiera fuese por poco tiempo, el cuidado de su querido padre.

Hallamos a Linton donde la otra vez. Cati echó pie a tierra y me dijo que, como se proponía estar allí

poco tiempo, valía más que yo no me apease siquiera y que me quedase allí mismo al cuidado de la jaca.

Pero yo la acompañé, porque no quería alejarme ni un momento del tesoro que estaba confiado a mi

custodia. Linton nos recibió con más animación que la otra vez, aunque no revelaba ni energía ni contento

sino más bien miedo.

-¡Cuánto has tardado! -dijo-. Creí que no ibas a venir... ¿Está mejor tu padre?

-Debías ser sincero -indicó Catalina- y decirme francamente que no te hago falta. ¿Por qué me haces venir

si sabes que esto no vale más que para disgustamos los dos?

Linton tembló de pies a cabeza y la miró suplicante y avergonzado. Mas ella no estaba de humor para

soportar su extraña conducta.

-Mi padre está muy enfermo -siguió Cati-. Si no tenías ganas de que te viniese a ver debiste haberme

avisado, y así yo no habría tenido que separarme de papá. Explícate claramente: no andemos con tonterías.

No voy a andar de la ceca a la meca por esas afectaciones tuyas.

-¡Mis afectaciones! -murmuró el muchacho-. ¿A qué afectaciones te refieres, Cati? No te enfades, por

Dios... Despréciame si quieres, porque verdaderamente soy despreciable, pero no me odies. Reserva el odio

para mi padre. Respecto a mí, debe bastarte con el desdén.

-¡Qué tonterías estás diciendo, muchacho! -exclamó Cati excitada-. ¿Pues no está temblando? ¡Cualquiera

diría que teme que le pegue! Anda, vete... Es una barbaridad hacerte salir de casa con el propósito de

que... ¿De qué? ¿Qué nos proponemos? ¡Suéltame la ropa! Nunca debiste haberte manifestado complacido

de la compasión que yo sentía hacia ti cuando te veía llorando. Elena, dile tú que ese proceder suyo es

vergonzoso. Levántate. ¡No te arrastres como un reptil!

Linton, llorando, se había dejado caer en el suelo y parecía sentir un terror convulsivo.

-¡Oh, Cati! -exclamó llorando-. Estoy procediendo como un traidor, sí, pero, si tú me dejas, ellos me matarán.

Querida Cati: mi vida depende de ti. ¡Y tú has dicho que me amabasl ¡No te vayas, mi buena, mi

dulce y amada Cati! ¡Si tú quisieras... él me dejaría morir a tu lado!

Viéndole tan acongojado, la señorita se compadeció.

-¿Si yo quisiera el qué? -preguntó-. ¿Quedarme? Explícate y te complaceré. Me vuelves loca con todo lo

que dices. Séme franco, Linton. ¿Verdad que no te propones ofenderme? ¿No es cierto que evitarías que me

hiciesen daño alguno, si estuviera en tu mano? Yo creo que para ti mismo eres en efecto cobarde, pero que

no serías capaz de traicionar a tu mejor amiga.

-Mi padre me ha amenazado --declaró el muchacho- y le tengo miedo... ¡No, no me atrevo a decírtelo!

-Pues guárdatelo -contestó Catl desdeñosamente-. Yo no soy cobarde. Ocúpate de ti. Yo por mí no tengo

miedo.

El empezó a llorar y a besar las manos de la joven, pero no se resolvió a hablar. Yo por mi parte

meditaba en aquel misterio y había resuelto en mi interior que ella no padeciese ni por Linton ni por nadie.

En el ínterin, oí un ruido entre los matorrales y vi al señor Heathcliff que se dirigía hacia nosotros. Aunque

oía sin duda los sollozos de Linton, no miró a la pareja, sino que se dirigió a mí, empleando el tono casi

amistoso con que siempre me trataba, y me dijo:

-Me alegro de verte, Elena. ¿Cómo te va? -Y agregó en voz baja-: Me han dicho que Eduardo Linton se

está muriendo. ¿Es tal vez una exageración?

-Es absolutamente cierto -repuse- y si para nosotros es muy triste, creo que constituye una dicha para él.

-¿Cuánto tiempo crees que vivirá? -me preguntó.

-No lo sé.

-Es que -continuó, mirando a Linton, que no se atrevía ni a levantar la cabeza (y la propia Cati parecía estar

en el mismo caso bajo el poder de su mirada)- se me figura que este muchacho va a darme mucho

quehacer aún, y sería de desear que su tío se largase de este mundo antes que él. ¿Cuánto hace que este

cachorro se dedica a esos llantos? Ya le he dado algunas leccioncitas de lloro. ¿Suele encontrarse a gusto

con la muchacha?

-¿A gusto? Lo que se muestra es angustiadísimo. Creo que en vez de estar paseando por el campo con su

novia debería de estar en la cama cuidadosamente atendido por un médico.

-Así sucederá dentro de dos días -respondió Heathcliff-. ¡Linton, levántate! ¡No te arrastres por el suelo!

Linton había vuelto a dejarse caer, sin duda asustado por la mirada de su padre. Trató de obedecerle, pero

sus escasas fuerzas se habían agotado y volvió a caer lanzando un gemido. Su padre le levantó y le hizo

recostarse sobre un recuesto cubierto de césped.

-Ponte en pie, maldito -dijo brutalmente, aunque procuraba reprimirse.

-Lo intentaré, padre -respondió él jadeando-, pero déjeme solo. Cati, dame la mano. Ella te podrá decir

que... estuve alegre, como tú querías.

-Cógete a mi mano -respondió Heathcliff- Ella te dará el brazo ahora. ¡Así! Sin duda pensará usted, joven,

que soy el diablo cuando tanto me teme. ¿Quiere usted acompañarle hasta casa? En cuanto le toco, se

echa a temblar...

-Querido Linton -manifestó Catalina-, no puedo acompañarte hasta «Cumbres Borrascosas», porque papá

no me lo permite. Pero tu padre no te hará nada. ¿Por qué le temes?

-No entraré más en esa casa -aseguró Linton- si no me acompañas tú.

-¡Silencio! -exclamó su padre-. Es preciso respetar los escrúpulos de Catalina. Elena, acompáñale tú.

Será preciso que siga tus consejos: llamaremos al médico.

-Acertará usted -contesté-, pero el acompañar a su hijo no me es posible. Tengo que quedarme con la señorita.

-Sigues tan altiva como de costumbre -comentó Heathcliff-. Y, ya que no te compadeces del chiquito, vas

a hacerme que le pinche sin quererlo. Ea, mozo, ven acá. ¿Quieres volver conmigo a casa?

Y fue a sujetar al joven, pero él se apartó, se cogió a su prima y le suplicó, frenético, que le acompañase.

Verdaderamente, resultaba difícil negarse a lo que se pedía de tal modo. Las causas de su terror

permanecían ocultas, pero lo cierto es que el muchacho estaba espantado y con todas las apariencias de

volverse loco si el acceso nervioso aumentaba. Llegamos, pues, a la casa. Cati entró y yo permanecí fuera

esperándola, pero el señor Heathcliff me empujó y me obligó a entrar, diciéndome:

-Mi casa no está apestada, Elena. Me siento hospitalario. Pasa. Con tu permiso, voy a cerrar la puerta.

Y cerró con la llave. Yo sentí un vuelco en el corazón.

-Tomaréis el té antes de volveros -siguió diciendo-. Hoy estoy solo. Hareton ha salido con el ganado, y

Zillah y José se han ido a divertirse. Yo estoy acostumbrado a la soledad, pero cuando encuentro buena

compañia, lo prefiero. Siéntese junto al muchacho, señorita Linton. Ya ve que le ofrezco lo que tengo -me

refiero a Linton- y si no es gran cosa, lo lamento mucho. ¡Cómo me mira usted! Es curioso que siempre me

siento atraído hacia los que parecen temerme. De vivir en un pais menos escrupuloso y donde la ley fuera

menos rígida, creo que me dedicaría a hacer la disección de esos dos como entretenimiento vespertino.

Dio un terrible puñetazo en la mesa y exclamó:

-¡Voto a ... ! ¡Les aborrezco!

-No le temo -dijo Cati, que no había percibido la última parte de la charla de Heathcliff.

Y se acercó a él. Brillaban sus ojos.

-¡Traíga la llave! -exigió-. No comeré aquí aunque me muera de hambre.

Heathcliff cogió la llave y se quedó mirando a Cati con sorpresa. La joven se precipitó sobre él y casi

logró arrancársela. Heathcliff, reaccionando, aferró la llave.

-Sepárese de mí, Catalina Linton -ordenó- o la tiro al suelo de un puñetazo por mucho que ello conturbe a

la señora Dean.

Pero ella, sin atenderle, volvió a agarrarse a la llave.

-¡Nos iremos! -exclamó. Y viendo que con las manos y las uñas no lograba hacer abrir la mano cerrada

de Heathcliff, le clavó los dientes. Heathcliff me lanzó una mirada que me paralizó momentáneamente.

Cati, atenta a sus dedos, no le veía la cara. Entonces abrió la mano y soltó la llave, pero a la vez cogió a,

Cati por los cabellos, la derribó de rodillas y le golpeó violentamente la cabeza. Aquella diabólica

brutalidad me puso fuera de mí. Le grité:

-¡Malvado, malvado!

Pero un golpe en pleno pecho me hizo enmudecer. Como soy gruesa, me fatigo enseguida, y entre la

rabia que me dominaba y una cosa y otra, sentí que el vértigo me ahogaba como si se me hubiera roto una

vena. Todo concluyó en dos minutos. Cati, al quedar suelta, se llevó las manos a las sienes cual si creyese

que ya no tenía la cabeza en su sitio. Temblando como una caña, la pobrecita fue a apoyarse en la mesa.

-Ya ves -dijo el malvado agachándose para coger la llave que había caído al suelo- que sé castigar a los

niños traviesos. Ahora vete con Linton y llora cuanto se te antoje. Dentro de poco seré tu padre, y tu único

padre además, y cosas como las de hoy te las encontrarás con frecuencia, puesto que no eres débil y estás

en condiciones de aguantar lo que sea... ¡Como vuelva ese mal genio a subírsete a la cabeza te daré todos

los días una ración como la de hoy!

Cati corrió hacia mí, inclinó su cabeza sobre mi regazo y empezó a llorar. Su primo permanecía

silencioso en un rincón, contento, al parecer, de que la tormenta hubiera descargado sobre una cabeza

distinta a la suya. Heathcliff se levantó y preparó el té. El servicio ya estaba dispuesto. Vertió la bebida en

las tazas.

-Fuera tristezas -me dijo, ofreciéndome una taza y sirve a esos niños traviesos. No tengas miedo: no está

envenenada. Me voy a buscar vuestros caballos.

En cuanto se fue, comenzamos a buscar una salida. Mas la puerta de la cocina estaba cerrada y las

ventanas eran excesivamente angostas, incluso para la esbeltez de Cati.

-Señorito Linton -dije yo-, ahora va usted a decirnos qué es lo que su padre se propone, o de lo contrario

cuente con que yo le vapulearé a usted como él ha hecho con su prima.

-Sí, Linton, dínoslo -agregó Catalina-. Todo ha sucedido por venir a verte, y si te niegas a hablar serás un

ingrato.

-Dame el té, y luego te lo diré -repuso el joven-. Señora Dean, márchese un momento. Me molesta

tenerla siempre delante. Cati, te están cayendo las lágrimas en mi taza. No quiero ésa. Dame otra.

Cati le entregó otra y se enjugó las lágrimas. Me molestó la serenidad del muchacho. Comprendí que

había sido amenazado por su padre con un castigo si no lograba atraernos a aquella encerrona, y que, una

vez conseguido, no temía ya que cayese sobre él mal alguno.

-Papá quiere que nos casemos --dijo, tras beber un sorbo de té-. Y como sabe que tu padre no lo

permitiría ahora, y además el mío tiene miedo de que yo me muera antes, es preciso que nos casemos

mañana por la mañana. Así que tienes que quedarte toda la noche aquí, y después de hacer lo que quiere mi

padre, venir a buscarme al día siguiente y llevarme contigo.

-¿Llevarle con ella? -exclamé-. ¿Ese hombre está loco o cree que los demás somos tontos? Pero ¿es

posible que usted se imagine que esta hermosa joven se va a casar con un desdichado como usted? ¿Se

figura que nadie en el mundo le aceptaría a usted por marido? Se merece usted una buena zurra por

habernos hecho venir con sus cobardes artimañas y... ¡No me mire así, porque tengo ganas de castigar su

maldad y su estupidez con una paliza!

Le di un empujón, y sufrió un ataque de tos. Enseguida empezó a llorar y a gemir. Cati me impidió

hacerle nada.

-¡Quedarme aquí toda la noche! -dijo-. ¡Si es preciso, prenderé fuego a la puerta para salir!

E iba a poner en práctica su amenaza. Pero Linton, asustado por las consecuencias que ello acarrearía

para él, se incorporó, la sujetó entre sus débiles brazos, y dijo, entre lágrimas:

-¿No quieres salvarme, Cati? ¿No quieres llevarme contigo a la «Granja»? No me abandones, Catalina.

Debes obedecer a mi padre.

-Debo obedecer al mío -replicó ella-. ¿Qué ocurriría si yo pasase toda la noche fuera de casa? Ya debe

estar angustiado viendo que no vuelvo. He de salir de aquí a toda costa. Tranquilízate: no te pasará nada.

Pero no te opongas, Linton. A mi padre le quiero más que a ti.

El joven tenía tanto miedo a Heathcliff, que se sintió hasta elocuente. Cati, a punto de enloquecer, rogó a

Linton que dominase su vergonzoso miedo. Y entretanto, nuestro carcelero volvió a entrar.

-Vuestros caballos se han fugado -anunció-. ¡Pero Linton! ¿Estás llorando otra vez? ¿Qué te ha hecho tu

prima? Anda, vete a acostar. Dentro de poco podrás devolver a tu prima sus violencias. Suspiras de amor,

¿eh? ¡Claro, no hay cosa mejor en el mundo! Bueno, acuéstate. Zillah no está hoy aquí, así que tendrás que

arreglártelas solo. ¡A callar! Cuando estés acostado no temas que yo vaya. Has tenido la fortuna de hacer

bastante bien las cosas. Yo me ocuparé del resto.

Mientras tanto, había abierto la puerta de la habitación de su hijo, y éste penetró por ella con el aspecto

de un perro temeroso de un puntapie. Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, Heathcliff se acercó al fuego

junto al cual nosotras permanecíamos silenciosas. Cati levantó la mirada, y de un modo instintivo se llevó

la mano a la mejilla al ver acercarse a Heathcliff. Él la miró huraño y dijo:

-¿Conque no me temías, eh? Pues tu valentía está ahora bien escondida. Me pareces condenadamente

asustada.

-Lo estoy ahora -respondió la joven- porque, si me quedo aquí, papá se llevará un disgusto horrible. ¡Oh,

no quiero causárselo cuando él está como está ...! Señor Heathcliff: déjeme marcharme. Me casaré con

Linton. Mi padre está conforme. ¿Para qué obligarme a lo que estoy dispuesta a hacer?

-¡Que la obligue si se atreve! -grité-. Hay leyes, gracias a Dios. ¡Las hay, hasta en este rincón del mundo!

¡Yo misma lo denunciaría! ¡Lo haría aunque fuese mi propio hijo! ¡Qué canallada!

-¡Silencio! -ordenó el villano- ¡Demonio con el alboroto! No me interesa oíros. Catalina: me alegrará extraordinariamente

el saber que tu padre está desconsolado. La satisfacción no me dejará dormir. No podías

haber encontrado medio mejor para persuadirme a que te retenga veinticuatro horas en mi casa. Y respecto

a casarte con Linton, bien cierto estoy de que sucederá, puesto que no saldrás de aquí hasta haberlo hecho.

-Entonces envíe a Elena a decir que no me pasa nada, o cáseme ahora mismo -dijo Catalina llorando con

desconsuelo-. ¡Pobre papá! Va a pensar que nos hemos perdido... ¿Qué haremos, Elena?

-Tu padre pensará que te has cansado de cuidarle y que has ido a expansionarte un poco -contestó Heathcliff-.

No negarás que has entrado en mi casa voluntariamente, aunque él te lo había prohibido. Y es muy

natural que te canses de- cuidar a un enfermo que no es más que padre tuyo. Mira, Catalina, cuando naciste,

tu padre había dejado ya de ser feliz. Probablemente te maldijo por venir al mundo, como yo lo hice

también. justo es, pues, que te maldiga al salir de él. Yo le imitaré. Puedes estar segura de que disto mucho

de quererte. Llora, llora, ésa será en adelante tu principal distracción. ¡A no ser que Linton te consuele,

como parecía esperar tu previsor padre! Me divertí de verdad leyendo sus cartas a Linton con sus consejos

y los ánimos que le daba. En su última carta encarecía a mi joya que cuidase de la suya cuando la tuviera en

su poder. ¡Qué cariñoso y qué paternal! Pero Linton tiene necesidad de su capacidad de afecto para si

mismo. Y sabrá muy bien hacer el papel de tiranuelo doméstico. Es muy capaz de atormentar a todos los

gatos que se le presenten, siempre y cuando se les limen los dientes y se les corten las uñas. ¡Cuando

vuelvas a tu casa podrás contar a su tío mucho sobre sus amabilidades!

-Tiene usted razón --dije-. Explíquele a Cati que el carácter de su hijo se parece al de usted, y supongo

que la señorita Catalina lo pensará otra vez antes de consentir en contraer matrimonio con semejante

reptil...

-Por ahora no tengo ganas de hablar de sus buenas cualidades -repuso él-. O le acepta o se queda encerrada

aquí, y tú con ella, hasta que se muera tu amo. Puedo teneros aquí tan ocultas como haga falta. ¡Y si lo

dudas, anímala a que rectifique, y verás!

-No rectificaré -afirmó Cati-. Si es preciso, me casaré ahora mismo, con tal de poder ir enseguida a la

«Granja». Señor Heathcliff, es usted un hombre cruel, pero no un demonio, y creo que no se propondrá, por

malicia, destrozar mi felicidad de un modo irreparable. Si mi padre cree que he huido de su lado y muere

antes de que vuelva yo, no podré soportar la vida. Mire, no lloro ya, pero me arrodillo ante usted, y no me

levantaré ni apartaré mi vista de su rostro hasta que usted me mire. ¡Míreme, no vuelva la cara! No me

ofende que me haya usted maltratado. ¿No ha amado nunca a nadie, tío? ¿Nunca? Míreme, y si me ve tan

desdichada, no podrá por menos de compadecerme.

-¡Suéltame y apártate, o te pateo! -gritó Heathcliff-. ¡No sueñes en lisonjearme! ¡Te odio!

Y una sacudida recorrio su cuerpo, como, si en efecto, el contacto de Catalina le repugnase. Me puse en

pie y me preparé a lanzarle una avalancha de insultos, pero al primero que proferí me amenazó con

encerrarme en una habitación a mí sola, y hube de callar. Mientras tanto empezaba a oscurecer. A la puerta

sentimos ruido de voces. Heathcliff se precipitó fuera. Conservaba su perspicacia, bien al contrario que

nosotras. Le oímos hablar con alguien dos o tres minutos. Volvió solo al cabo de un trecho.

-Creí -dije a Cati- que sería su primo Hareton. ¡Si llegara, tal vez se pusiese de nuestra parte!

-Eran tres criados de la «Granja» -replicó Heathcliff, que me oyo-. Podías haber abierto la ventana y

chillar. Pero estoy cierto de que esa muchacha celebra que no lo hayas hecho. En el fondo se alegra de tener

que quedarse.

Las dos empezamos a lamentarnos de la ocasion que habíamos perdido. A las nueve nos mandó que

subiésemos al cuarto de Zillah. Yo aconsejé a mi compañera que obedeciésemos, pues tal vez desde allí

podríamos salir por la ventana o por un tragaluz. Pero la ventana era muy estrecha y una trampilla que daba

al desván estaba bien cerrada, de modo que nuestros intentos fueron inútiles. Ninguna de las dos nos

acostamos. Cati se sentó junto a la ventana esperando que llegase la aurora, y sólo respondía con suspiros a

mis ruegos de que descansase un poco. Por mi parte, me senté en una silla, y comencé a hacer un severo

examen de conciencia sobre mis faltas, de las que me imaginaba que procedían todas las desventuras de

mis amos.

Heathcliff llegó a las siete y preguntó si la señorita estaba levantada. Ella misma corrió a la puerta y

contestó afirmativamente.

-Vamos, pues -dijo Heathcliff, llevándosela.

Quise seguirla, pero cerró la puerta con llave. Le rogue que me dejase libre.

-Ten un poco de paciencia -contestó-. Dentro de un rato te traerán el desayuno.

Golpeé la puerta furiosamente y sacudí con fuerza el picaporte. Cati inquirió los motivos de prolongar mi

encierro. Él contestó que duraría una hora más. Y los dos se fueron. Al cabo de dos o tres horas oí pasos, y

una voz que no era la de Heathcliff me dijo:

-Te traigo la comida. Abre.

Obedecí, y vi a Hareton, que me traía provisiones para todo el día.

-Toma -dijo entregándomelas.

-Atiéndeme un minuto -comencé a decir.

-No -respondió, marchándose sin hacer caso de mis súplicas.

El día y la noche siguientes seguía encerrada. Pero mi prisión se prolongó más aún: cinco noches y cuatro

días en total. A nadie veía sino a Hareton que llegaba todas las mañanas. Llevaba bien su papel de

carcelero, ya que era insensible, sordo y mudo a todo intento de excitar sus sentimientos de justicia o su

piedad.

CAPÍTULO XXVIII

Al atardecer del quinto día sentí aproximarse a la habitación un paso breve y ligero, y Zillah penetró en el

aposento, ataviada con su chal rojo y con su sombrero de seda negra y llevando una canastilla colgada al

brazo.

-¡Oh, querida señora Dean! -exclamó al verme-. ¿No sabe usted que en Gimmerton se asegura que se había

usted ahogado en el pantano del Caballo Negro, con la señorita? Lo creía hasta que el amo me dijo que

las había encontrado y las había hospedado aquí. ¿Cómo está usted? ¿Qué le pasó? Encontrarían ustedes

alguna isla en el fango, ¿no es eso? ¿La salvó el amo, señora Dean? En fin, lo importante es que no ha

padecido usted mucho, por lo que se ve.

-Su amo es un miserable -contesté- y esto le costará caro. El haber inventado esa historia no le servirá de

nada. ¡Ya se sabrá todo!

-¿Qué quiere usted decir? -exclamó Zillah-. En todo el pueblo no se hablaba de otra cosa. Como que al

entrar dije a Hareton: «¡Qué lástima de aquella mocita y de la señora Dean, señorito! ¡Qué cosas pasan!»

Hareton me miró asombrado, y entonces le conté lo que se rumoreaba en el pueblo. El amo estaba

oyéndonos, y me dijo:

«Sí, Zillah, cayeron en el pantano, pero se han salvado. Elena Dean está instalada en tu cuarto. Cuando

vayas dile que ya se puede ir: toma la llave. El agua del pantano se le subió a la cabeza, y hubiera vuelto a

su casa delirando. En fin, la hice venir, y ya está bien. Dile que si quiere se vaya corriendo a la «Granja» y

avise de mi parte que la señorita llegará a tiempo para asistir al funeral del señor.»

-¡Oh, Zillah! -exclamé- . ¿Ha muerto el señor Linton?

-Cálmese, amiga mía, todavía no. Siéntese, aún no está usted repuesta del todo. He encontrado al doctor

Kermeth en el camino, y me ha dicho que el enfermo quizá resista un día más.

En vez de sentarme me lancé fuera. En el salón busqué a alguien que pudiese hablarme de Cati. La

habitación tenía las ventanas abiertas y estaba llena de sol, pero no se veía a nadie.

No sabía adónde dirigirme y vacilaba sobre lo que debía hacer, cuando una tos que venía del lado del

fuego llamó mi atención. Y entonces vi a Linton junto a la chimenea, saboreando un terrón de azúcar y

mirándome con indiferencia.

-¿Y la señorita Catalina? -pregunté, creyendo que, al encontrarle solo, le haría confesar por temor.

Pero él siguió chupando como un necio.

-¿Se ha marchado? -pregunté.

-No. Está arriba. No se irá; no la dejaríamos.

-¿Que no la dejarían? ¡Mentecato! Dígame donde está o verá usted lo que es bueno.

-Papá sí que te hará ver lo que es bueno a ti como intentes subir -contestó Linton-. Él me ha dicho que no

tengo por qué andarme con contemplaciones con Cati. Es mi mujer y es vergonzoso que quiera marcharse

de mi lado. Papá asegura que ella desea que yo muera para quedarse con mi dinero, pero no lo tendrá, ni se

irá a su casa, por mucho que llore y patalee.

Y siguió en su ocupación, entornando los ojos.

-Señorito -le dije-, ¿ha olvidado lo bien que ella se portó con usted el invierno pasado, cuando usted le

aseguraba que la quería y ella venía a diario para traerle libros y cantarle canciones, a través de vientos y

nieve? ¡Pobre Cati! Cada vez que dejaba de venir lloraba pensando en que usted se entristecería, y usted

entonces afirmaba que ella era demasiado buena para usted. Ahora, en cambio, usted finge creer en las

mentiras que le dice su padre, y se pone con él de acuerdo, a pesar de saber que les engaña a los dos...

¡Vaya un modo de demostrar gratitud!

Linton torció los labios y se quitó de ellos el terrón de azúcar.

-¿Venía a «Cumbres Borrascosas» porque le odiaba a usted? -continué-. ¡Usted mismo lo dirá! Y de su

dinero, ella no sabe siquiera si tiene usted poco o mucho. ¡Y la abandona, sola, ahí arriba, en una casa

extraña! ¡Usted, que tanto se lamentaba de su abandono! Cuando se quejaba de sus penas, ella se

compadecía de usted, y ahora usted no se apiada de ella. Yo, que no soy más que una antigua criada suya,

he orado por Cati, como puede ver y usted, que ha asegurado quererla y que tiene motivos para adorarla, se

reserva sus lágrimas para usted mismo y se está ahí sentado tranquilamente... ¡Es usted un cruel y un

egoísta!

-No puedo con ella -dijo él-. No quiero estar a su lado. Llora de un modo inaguantable. Y no cesa de

llorar aunque la amenace con llamar a mi padre. Ya le llamé una vez y él la amenazó con ahogarla si no se

callaba, pero en cuanto él salió, ella empezó otra vez sus gemidos, a pesar de las muchas veces que le grité

que me estaba importunando y no me dejaba dormir.

-¿Está ausente el señor Heathcliff? -me limité a preguntar, viendo que aquel cretino era incapaz de comprender

el dolor de su prima.

-Está hablando en el patio con el doctor Kenneth -contestó-. Creo que el tío, al fin, se está muriendo. Y lo

celebro, porque de ese modo yo seré el dueño de su casa. Cati dice siempre «mi casa», pero en realidad es

mía. Papá asegura que todo lo de ella es mío. Míos son sus lindos libros, y sus pájaros, y su jaca. Así se lo

dije cuando ella me prometió regalármelo todo si le daba la llave y la dejaba salir. Entonces se echó a

llorar, se quitó un dije que lleva al cuello con un retrato de su madre y otro del tío cuando eran jóvenes, y

me lo ofreció si le permitía escaparse. Esto sucedió ayer. Le dije que también me pertenecían y fui a

quitárselos. Entonces, esa odiosa mujer me dio un empellón y me lastimó. Yo lancé un chillido -cosa que la

espanta siempre- y acudió papá. Al sentir que venía, rompió en dos el medallón, y me dio el retrato de su

madre mientras intentaba esconder el otro, pero cuando papá llegó y yo le expliqué lo que sucedía, me quitó

el que ella me había dado y le mandó que me entregase el otro. Ella no quiso y él la tiró al suelo, le

arrancó el retrato y lo pisoteó.

-¿Y qué le pareció a usted el espectáculo? -interrogué para llevar la conversación adonde me convenía.

-Yo hice un guiño -respondió-. Siempre guiño los ojos cuando mi padre pega a un perro o a un caballo,

porque lo hace muy reciamente. Al principio me alegré de que la maltratara. También ella me había hecho

daño al empujarme. Cuando papá se fue, ella me hizo ver cómo le sangraba la boca, porque se había

cortado con los dientes cuando papá le pegó. Después recogió los restos del retrato, se sentó con la cara a la

pared y no ha vuelto a dirigirme la palabra. Creo a veces que la pena no la deja hablar. Pero es un ser

terrible: no hace más que llorar y está tan pálida y tan huraña que me asusta.

-¿Puede usted coger la llave cuando le parezca bien? -pregunté.

-Cuando estoy arriba, sí --contestó-, pero ahora no puedo subir.

-¿En qué sitio está? -volví a preguntar.

Es un secreto y no te lo diré -respondió-. No lo saben ni siquiera Hareton ni Zillah. ¡Ea! Estoy cansado

de hablar contigo. Márchate.

Apoyó la cara en un brazo y cerró los ojos.

Yo reflexioné que lo mejor era ir a la «Granja» sin ver a Heathcliff y en ella buscar auxilio para la

señorita. El asombro de los criados al verme llegar fue tan grande como su alegría. Al advertirles que la

señorita estaba a salvo también, varios se precipitaron a anunciárselo al señor, pero yo me anticipé a todos.

Había cambiado mucho en tan pocos días. Esperaba, resignado, la muerte. Estaba muy joven. Aún no tenía

más que treinta y nueve años, pero representaba diez menos. Al verme entrar, murmuró el nombre de Cati.

Me incliné hacia él y le dije:

-Después vendrá Catalina, señor. Está bien, y creo que vendrá esta noche.

Al principio temí que la alegría le perjudicase, y, en efecto, se incorporó en el lecho, miró en torno suyo

y se desmayó. Pero se recobró enseguida, y entonces le relaté lo ocurrido, asegurando que Heathcliff me

había obligado a entrar, y que, en rigor, no era totalmente cierto. De Linton hablé lo menos que pude y no

detallé las brutalidades de su padre para no causar al señor mayor amargura. Él comprendió que uno de los

objetivos que se proponía su enemigo era apoderarse de su fortuna y de sus propiedades para su hijo, pero

no alcanzaba a adivinar el porque no había querido esperar hasta su muerte, ya que el señor Linton ignoraba

que él y su sobrino se llevarían poco tiempo el uno al otro en abandonar este mundo. En todo caso, resolvió

modificar su testamento, dejando la herencia de Cati, no en sus manos, sino en las de otros herederos, que

eran personas de confianza, concediéndole sólo el usufructo, y luego la plena posesión a sus hijos, caso de

que los tuviera. Así, los bienes de Catalina no irían a manos de Heathcliff aunque falleciese su hijo.

Según sus instrucciones, envié a un hombre en busca del procurador, y a otros cuatro, con armas, a

buscar a la señorita. El primero de ellos volvió anunciando que había tenido que estar dos horas esperando

al señor Green, y que éste vendría al siguiente día, ya que tenía quehacer en el pueblo. Los otros regresaron

sin cumplir su misión, y dijeron que Cati estaba tan enferma, que no podía salir de su cuarto, y que

Heathcliff no había permitido que la vieran. Les reproché como se merecían, y resolví no decir nada a mi

amo, porque estaba resuelta a presentarme en «Cumbres Borrascosas» en cuanto amaneciera, llevando una

tropa entera, si era menester, para tomar al asalto las «Cumbres» si no me entregaban a la cautiva. Me juré

repetidas veces que su padre había de verla, aunque aquel miserable encontrara la muerte en su casa

intentando impedirlo.

Pero no hubo necesidad de emplear tales recursos.

A cola de las tres, bajaba yo a buscar un jarro de agua, cuando, atravesando el vestíbulo, sentí un golpe

en la puerta. Me sobresalté.

-Debe ser Green -pensé luego.

Y seguí con la intención de mandar que abrieran. Pero el golpe se repitió, y entonces, dejando el jarro, fui

a abrir yo misma. Fuera, brillaba la luna. El que venía no era el procurador. La señorita me saltó al cuello,

exclamando:

-¿Vive mi padre todavía, Elena?

-Sí, ángel mío -respondí-. ¡Gracias a Dios que ha vuelto usted con nosotros!

Ella quería ir sin detenerse al cuarto del señor, pero yo la hice sentarse un momento para que descansara,

le di agua y le froté el rostro con el delantal para que le salieran los colores. Luego añadí que convenía que

entrara yo primero para anunciar su llegada, y le rogué que dijese que era feliz con el joven Heathcliff. Al

principio me miró con asombro, pero luego comprendió.

No pude asistir a la entrevista de ella y su padre, sino que me quedé fuera, y esperé un cuarto de hora, al

cabo del cual me atreví a entrar y acercarme al enfermo. Todo estaba tranquilo. La desesperación de Cati

era tan silenciosa como el placer que su padre experimentaba. Con los ojos extasiados contemplaba el

semblante de su hija.

Murió sintiéndose feliz, señor Lockwood... Besó a Cati en las mejillas, y dijo:

-Me voy a su lado, y tú, querida hija, vendrás después con nosotros.

Y no dijo una palabra más. Su mirada continuaba extática y fija. El pulso le fue faltando gradualmente,

hasta que su alma le abandonó. Murió tan apaciblemente, que ninguno nos percatamos del momento exacto

en que ello había sucedido.

Catalina estuvo sentada allí hasta que salió el sol. Sus ojos se hallaban secos, quiza porque ya no le

quedaran lágrimas en ellos, o quizá por la intensidad de su dolor. A mediodía continuaba lo mismo, y me

costó trabajo lograr que fuese a reposar un rato. A esa hora apareció el procurador, que ya había pasado

primero por «Cumbres Borrascosas» para recibir instrucciones. El señor Heathcliff le había comprado, y

por ello se retrasó en venir a casa de mi amo. Felizmente éste no se había vuelto a preocupar de nada desde

la llegada de su hija.

El señor Green se apresuró a dictar órdenes inmediatas. Despidió a todos los criados excepto a mí, y

hasta hubiera dispuesto que a Eduardo Linton se le enterrara en el panteón familiar, a no haberme opuesto

yo ateniéndome al testamento. Este, por fortuna, estaba allí y hubo que cumplir sus disposiciones.

El sepelio se apresuró cuanto fue posible. A Catalina, que era ya la señora lleafficliff, le consintieron

estar en la «Granja» hasta que sacaron el cuerpo de su padre. Según ella me contó, su dolor había, por fin,

inducido a Linton a ponerla en libertad. Oyó a Heathcliff discutir en la puerta con los hombres que yo había

enviado, y entendió lo que él les decía. Entonces se desesperó de tal modo que Linton, que estaba en la

salita en aquel momento, se aterrorizó, cogió la llave antes de que su padre volviera, abrió, dejó la puerta

sin cerrar, bajó y pidió que le dejaran dormir con Hareton. Catalina se fue antes de alborear. No

atreviéndose a marchar por la puerta por temor a que los perros ladrasen buscó otra salida, y habiendo

hallado la habitación de su madre, se descolgó por el abeto que rozaba la ventana. Estas precauciones no

bastaron para impedir que su cómplice sufriera el correspondiente castigo.

CAPÍTULO XXIX

La tarde siguiente al entierro, Cati y yo nos sentamos en lá biblioteca, meditando y hablando del sombrío

porvenir que se nos presentaba.

Pensábamos que lo mejor sería lograr que Catalina fuese autorizada a seguir habitando la «Granja de los

Tordos», al menos mientras viviera Linton. Yo sería su ama de llaves, y ello nos parecía tan relativamente

bueno, que dudábamos de conseguirlo. No obstante, yo tenía esperanzas. De improviso, un criado -ya que,

aunque estaban despedidos, éste no se había marchado aún- vino a advertirnos de que «aquel demonio de

Heathcliff» había entrado en el patio, y quería saber si le daba con la puerta en las narices.

No estábamos tan locas como para mandar que lo hiciese, ni él nos dio tiempo. Entró sin llamar ni pedir

permiso: era el amo ya y usaba de sus derechos. Llegó a la biblioteca, mandó salir al criado y cerró la

puerta. Estaba en la misma habitación donde dieciocho años atrás entrara como visitante. A través de la

ventana brillaba la misma luna y se divisaba el mismo paisaje de otoño. No habíamos encendido la luz aún,

pero había bastante claridad en la cámara, y se distinguían bien los retratos de la señora Linton y de su

esposo. Heathcliff se acercó a la chimenea. Desde aquella época no había cambiado mucho. El mismo

rostro algo más pálido y más serenó tal vez, y el cuerpo un tanto más pesado. No había más diferencia que

aquélla.

-¡Basta! -dijo sujetando a Catalina, que se había levantado y se disponía a escaparse-. ¿Adónde vas? He

venido para conducirte a casa. Espero que procederás como una hija sumisa y que no inducirás a mi hijo a

desobedecerme. No supe de qué modo castigarle cuando descubrí lo que había hecho. ¡Como es tan

endeble! Pero ya notarás en su aspecto que ha recibido su merecido. Mandé que le bajasen, le hice sentarse

en una silla, ordené que saliesen José y Hareton, y durante dos horas estuvimos los dos solos en el cuarto. A

las dos horas ordené a José que volviese a llevársele, y desde entonces, cada vez que me ve, mi presencia le

asusta más que la de un fantasma. Según Hareton, se despierta por la noche chillando e implorándote que le

defiendas. De modo, que quieras o no, tienes que venir a ver a tu marido. Te lo cedo para ti sola: tendrás

que preocuparte tú de él.

-Podia usted dejar que Cati viviera aquí con Linton -intercedí yo-. Ya que les detesta usted, no les echará

de menos. No harán más que atormentarle con su presencia.

-Pienso arrendar la «Granja» -respondió- y, además, deseo que mis hijos estén a mi lado y que esta muchacha

trabaje para ganarse su pan. No voy a sostenerla como una holgazana ahora que Linton ha muerto.

Vamos, date prisa, y no me obligues a apelar a la fuerza.

-Iré -dijo Cati-. Aunque usted ha hecho todo lo posible para que nos aborrezcamos el uno al otro. Linton

es el único cariño que me queda en el mundo, y le desafío a usted a que le haga padecer cuando yo esté

presente.

-Aunque te erijas en su paladina -respondió Heathcliff- no te quiero tan bien que vaya a quitarte el tormento

de-atenderle mientras viva. No soy yo quien te hará aborrecerle. Su dulce carácter se encargará de

ello. Como consecuencia de tu fuga y de las consecuencias que tuvo para él, le vas a hallar tan agrio como

el vinagre. Ya le oí explicar a Zillah lo que haría si fuese tan fuerte como yo: el cuadro era admirable. Mala

inclinación no le falta, y su misma debilidad le hará encontrar algún medio con que sustituir el vigor de que

carece.

-Como que es su hijo -dijo Cati-. Sería milagroso que no tuviera mal carácter. Y celebro que el mío sea

mejor y me permita perdonarle. Sé que me ama y por eso le amo yo también. En cambio, señor Heathcliff,

a usted no le ama nadie, y por muy desgraciados que nos haga ser, nos desquitaremos pensando que su

crueldad procede de su desgracia. ¿Verdad que es usted desgraciado? Está usted tan solitario como el

diablo y es tan envidioso como él. Nadie le ama y nadie le orará cuando muera. ¡Le compadezco!

Catalina habló en lúgubre tono de triunfo. Parecía dispuesta a amoldarse al ambiente de su futura familia

y a disfrutar, como ellos, en el mal de sus enemigos.

-Tendrás que compadecerte de ti misma -replico su suegro- si sigues aquí un minuto más. Coge tus cosas,

bruja, y vente.

Cati se fue. Yo comencé a rogar a Heathcliff que me permitiera ir a «Cumbres Borrascosas» para hacer

los menesteres de Zillah, mientras ésta se encargaba de mi puesto en la «Granja», pero él se negó

rotundamente. Después de hacerme callar, examinó el cuarto. Al ver los retratos, dijo:

-Voy a llevarme a casa el de Catalina. No me hace falta para nada, pero...

Se acercó al fuego y dijo:

-Te voy a explicar lo que hice ayer. Ordené al sepulturero que cavaba la fosa de Linton que quitase la

tierra que cubría el ataúd de Catalina, y lo hice abrir. Creí que no sabría separarme de allí cuando vi su cara.

¡Sigue siendo la misma! El enterrador me dijo que se alteraria si seguía expuesta al aire. Arranqué entonces

una de las tablas laterales del ataúd, cubrí el hueco con tierra (no el lado del maldito Linton, que ojalá

estuviera soldado con plomo, sino el otro), y he sobornado al sepulturero para que cuando me entierren a

mí quite también el lado correspondiente de mi féretro. Así nos confundiremos en una sola tumba, y si

Linton nos busca no sabrá distinguirnos.

-Es usted un malvado -le dije-. ¿No le da vergüenza turbar el reposo de los muertos?

-A nadie he turbado su reposo, Elena, y en cambio me he desahogado un poco yo. Me siento mucho más

tranquilo , y así es más fácil que podáis contar con que no salga de mi tumba cuando me llegue la hora.

¡Turbarla! Dieciocho años lleva turbándome ella a mí, dieciocho años, hasta anoche mismo... Pero desde

ayer me he tranquilizado. He soñado que dormía al lado de ella mi último qui sueño, con mi mejilla

apoyada en la suya.

-¿Y qué hubiera usted soñado si ella se hubiera disuelto bajo tierra o cosa peor?

-¡Que me disolvía con ella y entonces me hubiera sentido aún más contento! ¿Te figuras que me asustan

esas transformaciones? Esperaba que se hubiera descompuesto cuando mandé abrir la caja, pero me alegro

de que no principie su descomposición hasta que la comparta conmigo. Luego tú no sabes lo que me

sucede... Pero empezó así: yo creo en los espíritus, y estoy convencido de que existen y viven entre

nosotros. Y desde que ella murió no hice más que invocar al suyo para que me visitase. El día que la

enterraron, nevó. Al oscurecer me fui al cementerio. Soplaba un viento helado, y reinaba la soledad. Yo no

temí que el simple de su marido fuese tan tarde, y no era probable que nadie merodease por allí. Al pensar

que sólo me separaban de ella dos varas de tierra blanda, me dije:

»«Quiero volver a tenerla entre mis brazos. Si está fría, lo atribuiré a que el viento del norte me hiela, y si

está inmóvil pensaré que duerme."

»Cogí una azada y cavé con ella hasta que tropecé con el ataúd. Entonces principié a trabajar con las

manos, y ya crujía la madera, cuando me pareció percibir un suspiro que sonaba al mismo borde de la

tumba. «¡Si pudiese quitar la tapa -pensaba- y luego nos enterraran a los dos! »Ya me esforcé en

conseguirlo. Pero oí otro suspiro. Y me pareció notar un tibio aliento que caldeaba la frialdad del aire

helado. Bien sabía que allí no había nadie vivo, pero tan cierto como se siente un cuerpo en la oscuridad

aunque no se le vea, tuve la sensación de que Catalina estaba allí, y no en el ataúd, sino a mi lado.

Experimenté un inmediato alivio. Suspendí mi trabajo y me sentí consolado. Ríete, si quieres, pero después

de que cubrí la fosa otra vez, tuve la impresión de que ella me acompañaba hasta casa. Estaba seguro de

que se hallaba conmigo y hasta le hablé. Cuando llegué a las «Cumbres», recuerdo que aquel condenado

Earnshaw y mi mujer me cerraron la puerta. Me contuve para no romperle la cabeza a golpes, y después

subí precipitadamente a nuestro cuarto. Miré en torno mío con impaciencia. ¡La sentía a mi lado, casi la

veía, y sin embargo no lograba divisarla! Creo que sudé sangre de tanto como rogué que se me apareciese,

al menos un instante. Pero no lo conseguí. Fue tan diabólica para mí como lo había sido siempre durante su

vida. Desde entonces, unas veces más y otras veces menos, he sido víctima de esa misma tortura. Esto me

ha sometido a una tensión nerviosa tan grande, que si mis nervios no estuviesen tan templados como

cuerdas de violín, no hubiera resistido sin hacerme un desgraciado.

»Si me hallaba en la sala con Hareton, figurábaseme que la vería cuando saliese. Cuando paseaba por los

pantanos, esperaba hallarla al volver. En cuanto salía de casa, regresaba creyendo que ella debía andar por

allá. Y si se me ocurría pasar la noche en su alcoba me parecía que me golpeaban. Dormir allí me resultaba

imposible. En cuanto cerraba los ojos, la sentía fuera de la ventana, o entrar en el cuarto, correr las tablas y

hasta descansar su adorada cabeza en la misma almohada donde la ponía cuando era niña. Entonces yo

abría los ojos para verla, y cien veces los cerraba y los volvía a abrir y cada vez sufría una desilusión más.

Esto me aniquilaba hasta tal punto que a veces lanzaba gritos y el viejo pillo de José me creía poseído del

demonio. Pero ahora que la he visto estoy más sosegado. ¡Harto me ha atormentado durante dieciocho

años, no pulgada a pulgada, sino por fracciones del espesor de un cabello, engañándome año tras año con

una esperanza que no se realizaba jamás!

Heathcliff calló y se secó la frente, que tenía húmeda de sudor. Sus ojos contemplaban las brasas del

fuego. Tenía las cejas levantadas y una apariencia de dolorosa tensión cerebral le daba un aspecto

conturbado. Al hablar se dirigía a mí vagamente. Yo callaba. No me agradaba aquel modo de expresarse.

Tras una breve pausa, descolgó el retrato de la señora Linton, lo puso sobre el sofá y lo contempló

fijamente. Cati entró en aquel momento y dijo que estaba pronta a marchar en cuanto ensillasen el caballo.

-Envíame eso mañana -me dijo Heathcliff. Y agregó, dirigiéndose a ella-: Hace una buena tarde y no necesitas

caballo. Cuando estés en «Cumbres Borrascosas» tendrás de sobra con los pies.

-¡Adiós, Elena! -dijo mi señorita, besándome con helados labios-. No dejes de ir a verme.

-Líbrate muy bien de ello -me advirtió su nuevo suegro- Cuando te necesite para algo, ya vendré a visitarte.

No quiero que andes husmeando por mi casa.

Hizo señal a Cati de que le siguiera, y ella le obedeció, lanzando una mirada hacia atrás que me desgarró

el corazón. Les vi desde la ventana bajar el jardín. Heathcliff cogió el brazo de Catalina, a pesar de que ella

se negaba, y con rápido paso desaparecieron bajo los árboles del sendero.

CAPÍTULO XXX

En una ocasión fui a visitar a Cati, pero José no me dejó pasar. Me dijo que la señora estaba bien y que el

amo se hallaba fuera. A no ser por Zillah, que me ha contado algo, yo no sabría nada de ellos, ni si viven o

mueren. Zillah no estima a Cati y la considera muy orgullosa. Al principio, la señorita le pidió que le

hiciera algunos servicios, pero el amo lo prohibió y Zillah se congratuló de ello, por pereza y por falta de

juicio. Esto causó a Cati una indignación pueril, y ha incluido a Zillah en el número de sus enemigos. Hace

seis semanas, poco antes de llegar usted, mantuve una larga conversación con Zillah, quien me contó lo

siguiente:

«Al llegar a las «Cumbres» la señora, sin saludarnos siquiera, corrió al cuarto de Linton y se encerró con

él. Por la mañana, mientras Hareton y el amo estaban desayunando, ella entró en el salón temblando de pies

a cabeza, y preguntó si se podía ir a buscar al médico, ya que su marido estaba muy malo.

»-Ya lo sé -respondió Heathcliff-, pero su vida no vale ni un penique, y ni un penique me gastaré en él.

»-Pues si no se le auxilia, se morirá, porque yo no sé qué hacer -dijo la joven.

»-¡Fuera de aquí -gritó el amo- y no me hables más de él! No nos importa nada lo que le ocurra. Si quieres,

cuídale tú, y si no enciérrale y déjale solo.

»Ella entonces acudió a mí, pero yo le contesté que el muchacho ya me había dado bastante quehacer, y

que ahora era ella quien debía cuidar a su marido, según había ordenado Heathcliff.

»No puedo decir cómo se las entendieron. Me figuro que él debía pasarse gimiendo día y noche, sin

dejarla descansar, como se deducía por sus ojeras. Algunas veces aparecía en la cocina como si quisiera

pedir socorro, pero yo no estaba dispuesta a desobedecer al señor. No me atrevo a contrariarle en nada,

señora Dean, y aunque bien veía que debía haberse llamado al médico, no era yo quién para tomar la

iniciativa, y no intervine en ello Para nada. Una o dos veces, después de que nos habíamos acostado, se me

ocurría ir a la escalera y veía a la señora llorando, sentada en los escalones, de modo que enseguida me volvía,

temiendo que me pidiese ayuda. Aunque la compadecía, ya supondrá usted que no era cosa de

arriesgarme a perder mi cargo. Por fin una noche entró resueltamente en mi cuarto, y me dijo:

»-Avisa al señor Heathcliff de que su hijo se muere. Estoy segura de ello.

»Y se fue. Un cuarto de hora permanecí en la cama, escuchando y temblando. Pero no oí nada.

»-Debe haberse equivocado -pensé-. Linton se habrá repuesto; no hay por qué molestar a nadie.

»Y volví a dormirme. Pero el sonido de la campanilla que tenía Linton para su servicio me despertó y el

amo me ordenó que fuera a decirles que no quería volver a oír aquel ruido.

»Entonces le comuniqué el recado de la señorita. Empezó a maldecir, y luego encendió una vela y subió

al cuarto de su hijo. Le seguí y vi a la señora sentada junto al lecho, con las manos cruzadas sobre las

rodillas. Su suegro acercó la vela al rostro de Linton, le miró y le tocó, y dijo a la señora:

»-¿Qué te parece esto, Catalina?

»La joven guardaba silencio.

»-Digo, que qué te parece, Catalina -repitió él.

»-Me parece -contestó ella- que él se ha salvado y que yo he recuperado la libertad... Debía parecerme

muy bien, pero -prosiguió con amargura- me ha dejado usted luchando sola durante tanto tiempo contra la

muerte, que sólo veo muerte a mi alrededor, y hasta me parece estar muerta yo misma. ,

»-Y así lo parecía, en realidad. Yo la hice beber un poco de vino. Hareton y José, a quienes nuestro ir y

venir había despertado, entraron entonces. José me parece que se alegró de la muerte del muchacho. En

cuanto a Hareton, se sentía confuso, y mas que de pensar en Linton se preocupaba de mirar a Catalina. El

señor le hizo volverse a acostar. Mandó a José que llevara el cadáver a su habitacion y a mi me hizo

volverme a la mía. La señora se quedó sola.

»-Por la mañana, Heathcliff me hizo llamarla para desayunar. Catalina se había desnudado y estaba a

punto de acostarse. Me anunció que se sentía mal, lo que no me extrañó, y se lo indiqué al señor Heathcliff.

Éste me dijo:

»-Bueno, déjala que descanse. Sube de vez en cuando a llevarle lo que necesite, y después del entierro,

cuando creas que esté mejor, avísamelo.»

Zillah siguió diciéndome que Catalina había continuado encerrada en su cuarto durante quince días más.

Ella la visitaba dos veces diarias y procuraba mostrarse amable con la señorita, pero ésta la rechazaba

violentamente. Heathcliff subió a verla una vez para mostrarle el testamento de Linton. Cedía a su padre

todos los bienes y cuantos habían pertenecido a su esposa. Le habían obligado a firmar aquello mientras

Cati estaba con su padre el día que éste falleció. La herencia se refería a los bienes muebles, ya que las

tierras, por ser menor de edad, no tenía Linton derecho a legarlas. Pero, Heathcliff ha hecho valer también

sus derechos a ellas en nombre de su difunta mujer y en el suyo propio.

Creo que legalmente tiene razón, de todas formas, como Catalina no tiene dinero ni amigos, no ha podido

disputárselas.

«Sólo yo -siguió diciéndome Zillah-, salvo esa vez que subió el amo, iba a su cuarto. Nadie se ocupaba

de ella. El primer día que bajó al salón fue un domingo por la tarde. Al llevarle la comida me había dicho

que no podía soportar el frío que hacía arriba. Le contesté que el amo iba a ir la «Granja de los Tordos» y

que Hareton y yo no la incomodaríamos. Así que en cuanto sintió el trote del caballo de Heathcliff, bajó,

vestida de negro, con sus rubios cabellos peinados lisos por detrás de las orejas.

»José y yo acostumbramos ir los domingos a la iglesia.» Se refieren a la capilla de los metodistas o

baptistas, ya que la iglesia ahora no tiene pastor -aclaró la señora Dean-. «José había ido ya a la iglesia,

pero yo cre que debía quedarme en casa -continué Zillah- porque no sobra que una persona de edad vigile a

los jóvenes y Hareton, a pesar de su timidez, no es precisamente un chico modelo. Yo le había advertido

que su prima bajaría seguramente a hacernos compañia, y que como ella solía guardar la fiesta dominical,

valía más que él no trabajase ni estuviese repasando las escopetas mientras ella permaneciera abajo. Se

ruborizó al oírme, se miró la ropa y las manos e hizo desaparecer el aceite y la pólvora. Comprendí que

quería ofrecerle su compañía y que deseaba presentarse a ella con mejor aspecto, y para ayudarle a ello, le

ofrecí mis servicios. Se puso muy turbado y empezó a renegar.

»-Señora Dean -dijo Zillah comprendiendo que su conducta me desagradaba- usted podrá pensar que la

señorita es demasiado fina para Hareton, y puede que esté usted en lo cierto, pero le aseguro que me

gustaría rebajar un poco su orgullo. Además, ahora es tan pobre como usted y como yo. Es decir, más,

porque seguramente usted tiene sus ahorros, y yo hago lo posible para reunirlos. Así que no está la señorita

como para andar con sandeces ni con demasiado orgullo.

»Hareton aceptó mi ayuda -siguió contándome Zillah- y hasta se puso de buen humor, y cuando Catalina

llegó trató de ser amable y agradable con ella.

»La señorita entró tan fría como el hielo y tan soberbia como una princesa. Yo le ofrecí mi asiento, y

Hareton también, diciéndole que debía estar aterida de frío.

»-Hace un mes que lo estoy -contestó ella tan altanera y despreciativa como le fue posible.

»Cogió una silla y se sentó separada de nosotros.

»Cuando hubo entrado en calor, miró a su alrededor y al divisar unos libros en el aparador intentó

cogerlos. Pero estaban demasiado altos, y viendo sus inútiles esfuerzos su primo se decidió a ayudarla.

Comenzó a echarle los libros según los iba alcanzando y ella los recogía en su falda extendida.

»El. muchacho se sintió satisfecho con esto. Es verdad que la señora no le dio las gracias, pero a él le

bastaba con haberle sido útil, y hasta se aventuró a mirar los libros mientras lo hacía ella, señalando algunas

páginas ilustradas que le llamaban la atención. No se desanimó por el desprecio con que Catalina le quitaba

las páginas de los dedos, pero se apartó un poco y en vez de mirar los libros la miró a ella.

Catalina siguió leyendo o intentando leer. Hareton entretanto, ya que no podía distinguir su cara, se

contentaba con contemplar su cabello. De pronto, casi inconsciente de lo que hacía, y más bien como un

niño que se resuelve a tocar lo que está mirando, se le ocurrió alargar la mano y acariciarle uno de sus rizos,

más suavemente que lo hubiera hecho un pajaro.

»Al sentir la mano de Hareton sobre su cabeza, Catalina dio un salto como si le hubieran clavado un

cuchillo.

»-¡Vete! ¿Cómo te atreves a tocarme? -gritó disgustadísima---. ¿Qué haces ahí plantado? ¡No puedo

soportarte! Si te acercas, me voy.

»Hareton retrocedió, se sentó y permaneció inmóvil Ella siguió absorta en los libros. Al cabo de media

hora Hareton me dijo en voz baja:

»-Ruégale que nos lea alto, Zillah... Estoy harto de no hacer nada y me gustaría oírla. No digas que soy

yo quien se lo pide. Hazlo como cosa tuya.

»-El señor Hareton quisiera que usted nos leyese algo, señorita -me apresuré a decir-. Se lo agradecería

mucho.

»Ella arrugó el entrecejo y contestó:

»-Pues dí al señor Hareton que no acepto ninguna de las hipócritas amabilidades que me hagáis. ¡Os

desprecio y no quiero saber nada de vosotros! Cuando yo hubiera dado hasta la vida por una palabra

afectuosa, os mantuvisteis apartados de mí. No me quejo. He bajado porque arriba hacía mucho frío, pero

no para entreteneros ni para disfrutar de vuestra compañía.

»-Yo no te he hecho nada -comenzó a decir Earnshaw.

»-Tú eres una cosa aparte -respondió la señorita-, y no se me ha ocurrido ni pensar en ti...

»-Pues yo -contestó él- más de una vez he rogado al señor Heathcliff que me permitiese atenderla.

»-Cállate -ordenó ella-. Me iré por esa puerta, no sé adónde, si es que he de seguir oyendo tu

desagradable voz.

»Hareton musitó que por su parte podía irse, aunque fuera al infierno, descolgó su escopeta y se marchó a

cazar. Y ahora él ya habla con todo desembarazo delante de ella, y ella se ha retirado otra vez a su soledad.

Pero a veces el frío de las heladas la hace bajar y buscar nuestra compañía. Por su parte yo me mantengo

tan altiva como ella. Ninguno de nosotros la quiere, ni ella se lo merece. En cuanto se le dice la menor cosa,

salta y replica sin respetar nada. Se atreve a insultar hasta al amo, y cuanto más le castiga él, más maligna

se vuelve ella.»

-Al principio de oír contar eso a Zillah -siguió la señora Dean- decidí dejar este empleo, alquilar una

casa, y llevarme a Cati. Pero el señor Heathcliff hubiera autorizado esto tanto como a Hareton montar una

casa por su cuenta propia. Así que no veo solución al asunto, a no ser que la señorita se case, y ésa es una

cosa que no está en mi mano lograr.

Así concluyó su historia la señora Dean. Por mi parte, a pesar de los vaticinios del médico, me voy

reponiendo muy rápidamente. Sólo estamos a mediados del mes de enero, pero dentro de un par de días me

propongo montar a caballo, ir a «Cumbres Borrascosas» y notificar a mi casero que pasaré en Londres los

venideros seis meses, y que puede buscarse otro inquilino para la «Granja» cuando llegue octubre. No

quiero por ningun concepto pasar otro invierno aquí.

CAPÍTULO XXXI

Ayer hizo un día despejado, frío y sereno. Como me había propuesto, fui a «Cumbres Borrascosas». La

señora Dean me pidió que llevase una nota suya a su señorita, a lo que accedí, ya que no pensé que hubiera

en ello segunda intención. La puerta principal estaba abierta, pero la verja no. Llamé a Eamshaw, que

estaba en el jardín, y me abrió. El muchacho es tan bello que no se hallaría en la comarca otro parecido. Le

miré atentamente. Cualquiera diría que él se empeña en deslucir sus cualidades con su zafiedad.

Pregunté si estaba en casa el señor Heathcliff y me dijo que no, pero que volvería a la hora de comer.

Eran las once, y manifesté que le esperaría. Él entonces soltó los utensilios de trabajo y me acompañó, pero

en calidad de perro guardián y no para sustituir al dueño de la casa.

Entramos. Vi a Cati preparando unas legumbres. Me pareció aún más hosca y menos animada que la vez

anterior. Casi no levantó la vista para mirarme, y continuó su faena sin saludarme ni con un ademán.

«No veo que sea tan afable -reflexione yo- como se empeña en hacérmelo creer la señora Dean. Una

beldad, sí lo es, pero un ángel, no.»

Hareton le dijo con aspereza que se llevase sus cosas a la cocina.

-Llévalas tú -contestó la joven.

Y se sentó en una banqueta al lado de la ventana, entreteniéndose en recortar figuras de pajaros y

animales en las mondaduras de patatas que tenía a un lado. Yo me aproximé, con el pretexto de contemplar

el jardín, y dejé caer en su falda la nota de la señora Dean.

-¿Qué es eso? -preguntó en voz alta, tirándola al suelo.

-Una carta de su amiga, el ama de llaves de la «Granja» -contesté, incomodado por la publicidad que

daba a mi discreta acción, y temiendo que creyera que el papel procedía de mí.

Entonces fue a cogerla, pero ya Hareton se había adelantado, guardándosela en el bolsillo del chaleco, y

diciendo que primero había de examinarla el señor Heathcliff. Cati volvió la cara silenciosamente, sacó un

pañuelo y se lo llevó a los ojos. Su primo luchó un momento contra sus buenos instintos, y al fin sacó la

carta y se la tiró con un ademán lo más despreciativo que pudo. Cati la tecogí la leyó, me hizo algunas

preguntas sobre los habitantes, tanto personas como animales de la «Granja», y al fin murmuró, como si

estuviera hablando consigo misma:

-¡Cuánto me gustaría ir montada en Minny! ¡Cuánto me gustaría subir allá! Estoy fatigada y hastiada, Hareton.

Apoyó su linda cabeza en el alféizar de la ventana, y dejó escapar no sé si un bostezo o un suspiro, sin

preocuparse de si la mirábamos o no.

-Señora Heathcliff -dije al cabo de un rato-, usted cree que yo no la conozco, y, sin embargo, creo

conocerla profundamente. Así que me extraña que no me hable usted. La señora Dean no se cansa de

alabarla, y sufrirá una desilusión si me vuelvo sin llevarle más noticias suyas que las de que no ha dicho

nada sobre su carta.

Me preguntó asombrada:

-¿Elena le estima mucho a usted?

-Mucho -balbuceé.

-Pues entonces dígale que le contestaría gustosamente, pero que no tengo con qué. Ni siquiera poseo un

libro del que poder arrancar una hoja.

-¿Y cómo puede usted vivir aquí sin libros? -dije-. Yo, que tengo una abundante biblioteca, me aburro en

la «Granja», así que sin ellos debe ser desesperante la vida aquí.

-Antes yo tenía libros y me pasaba el día leyendo -me contestó-, pero como el señor Heathcliff no lee

nunca, se le antojó destruirlos. Hace varias semanas que no veo ni sombra de ellos. Una vez revolví los

libros teológicos de José, con gran indignación de éste, y otra vez, Hareton, encontré un almacén de ellos

en tu cuarto: tomos latinos y griegos, cuentos y poesías... Todos, antiguos conocidos míos... Me los traje

aquí y tú me los has robado, como las urracas, por el gusto de hurtar, ya que no puedes sacar partido de

ellos. ¡Hasta puede que aconsejaras al señor Heathcliff, por envidia, que me arrebatase mis tesoros! Pero la

mayor parte de ellos los retengo en la memoria, y de eso sí que no podéis privarme.

Hareton, sonrojandose cuando su prima reveló el robo de sus riquezas literarias, desmintió enérgicamente

sus acusaciones.

-Quizá el señor Hareton siente deseos de emular su saber, señora -dije yo, acudiendo en socorro del

joven- y se prepara a ser un sabio dentro de algunos años mediante la lectura.

-¡Sí, y que mientras me embrutezca yo! -alegó Catalina-. Es verdad, a veces le oigo cuando intenta deletrear

¡y dice cada tontería! ¿Por qué no repites aquel disparate que dijiste ayer? Me di cuenta de cuando

apelabas al diccionario para comprender de lo que se trataba aquella palabra, y te oí renegar y maldecir

cuando no comprendiste nada.

Noté que el joven pensaba que era injusto burlarse de su ignorancia y a la vez de sus intentos de

rectificarla. Yo compartí su sentimiento, y recordando lo que me contara la señora Dean sobre el primer

intento de Hareton para disipar las brumas en que le habían educado, comenté:

-Todos hemos tenido que empezar alguna vez, señora, y todos hemos tropezado en el umbral del saber.

Si entonces nuestros maestros se hubiesen burlado de nosotros, aún seguiríamos dando tropezones.

-Yo no me propongo limitar su derecho a instruirse -repuso ella-, pero él no tiene derecho a apoderarse

de lo que me pertenece, y a profanarlo con sus errores y sus disparates de pronunciación. Mis libros de

verso y de prosa eran sagrados para mí porque me recordaban muchas cosas, y me es odioso verlos

mancillados cuando los repite. Además, ha elegido para aprender mis obras favoritas, como si lo hiciera a

propósito para molestarme...

Por unos instantes, el pecho de Hareton se agitó en silencio. Estaba colérico y mortificado y le costó

mucho dominarse. Yo me puse en pie y me asomé a la puerta. Él salió de la habitación y a los pocos

minutos volvió cargado con seis u ocho libros. Se los echó a Cati en el regazo y dijo:

-Ahí los tienes. No quiero volver a verlos más, ni a leerlos, ni a ocuparme para nada de lo que dicen.

-Ya no los quiero -contestó ella-. Me harían recordarte y los odiaría.

Sin embargo, abrió uno, que mostraba haber sido manoseado muchas veces, y comenzó a leer un pasaje

con la pronunciación lenta y dificultosa de alguien que estuviera aprendiendo a leer. Después se echó a reír.

-¡Escuchen! -dijo después. Y comenzó a recitar de la misma manera los versos de una antigua balada.

Él no pudo aguantar más. Oí -y no me sentí inclinado a censurarle del todo- un bofetón que hizo callar la

provocativa lengua de la muchacha. Ella había hecho todo lo posible para exasperar los incultos pero

susceptibles sentimientos de amor propio de su primo, y a éste no se le ocurrió otro argumento que aquel

tan contundente para saldar la cuenta. Después él cogió los libros y los arrojó al fuego. Me di cuenta de que

este sacrificio que hacía en aras de su rencor le era muy penoso. Supuse que mientras los veía quemarse

recordaba el placer que su lectura le había producido, y también pensé en el entusiasmo con que había

empezado secretamente a estudiar. Él se había limitado a trabajar y hacer una vida vegetativa hasta que

Cati se cruzó en su camino. El desdén que ella le demostraba y la esperanza de que algún día le felicitase

habían sido los móviles de su afán de aprender, y he aquí que, por el contrario, ella premiaba sus esfuerzos

con mofas.

-¡Mira para lo que valen a un bruto como tú! -gimio Catalina chupándose el labio lastimado y asistiendo

al incendio con indignados ojos.

-Más te vale callar -repuso él furiosamente.

Y se dirigió muy agitado hacia la puerta. Me aparté para dejarle pasar, pero en el mismo umbral se

tropezó con el señor Heathcliff, que llegaba en aquel momento, y que le preguntó, poniéndole una mano en

el hombro:

.¿Qué te pasa, muchacho?

-Nada -contestó el joven.

Y se alejó para devorar a solas su pena.

Heathcliff le miró, y murmuró sin notar que yo estaba allí al lado:

-Sería extraordinario que yo me rectificase. Pero cada vez que me propongo ver en su cara el rostro de su

padre veo el de ella. Me es insoportable mirarle.

Bajó la vista, y entró. Estaba pensativo. Noté en su rostro una expresion de inquietud que las otras veces

no observara, y me parecio más flaco. Su nuera, al verle entrar, había huido a la cocina.

-Me alegro de que ya pueda salir de casa, señor Lockwood -dijo Heathcliff respondiendo a mi saludo-,

aunque hasta cierto punto sea por egoísmo, ya que no me sería fácil encontrar otro inquilino como usted en

esta soledad. No crea que no me he preguntado algunas veces cómo se le ha ocurrido venir aquí.

-Sospecho que por un capricho tonto, como es un capricho tonto el que ahora me estimula a marcharme

-contesté-. Me vuelvo a Londres la semana próxima y debo avisarle que no me propongo renovar el

contrato de la «Granja de los Tordos» cuando venza. No pienso volver a vivir más allí.

-¿Se ha cansado usted de aislarse del mundo? Bueno, pero si espera usted que le condone los alquileres

de los meses que faltan, pierde usted el tiempo. No renuncio a mis derechos nunca.

-No he venido a pedirle que renuncie a nada -respondí, molesto. Y, sacando la cartera del bolsillo, agregué-:

Si quiere, liquidaremos ahora mismo.

-No es necesario -respondió con frialdad-. Seguramente usted dejará objetos suficientes a cubrir su débito,

en el supuesto de que no vuelva usted. No me corre prisa. Tome asiento y quédese a comer con

nosotros. ¡Cati! Sirve la mesa.

Cati llegó con los cubiertos.

La comida -con Heathcliff, melancólico Y huraño, a un lado y Hareton, silencioso, a otro- transcurrió

muy poco alegremente. Me despedí en cuanto pude. Me hubiese gustado salir por la puerta de atrás para ver

otra vez a Cati y para molestar al viejo José, pero no pude hacer lo que me proponía, porque mi huésped

mandó a Hareton que me trajese el caballo y él mismo me acompañó hasta la salida.

«¡Qué tristemente viven en esta casa! -medité mientras bajaba por el camino-. ¡Y qué hermoso y

romántico cuento de hadas hubiese sido para la señora Linton Heathcliff el que nos hubiésemos enamorado,

como su buena aya quería, y hubiésemos marchado juntos a la turbulenta ciudad! »

CAPÍTULO XXXII

En setiembre de hace un año, un conocido me invitó a hacer estragos con él en los cazaderos que poseía

en el Norte y, de camino, pasé, sin esperarlo, a poca distancia de Gimmerton. El mozo de cuadra de la

posada en que me había parado para que mis caballos bebiesen, dijo, al ver un carro cargado de avena

recién cortada.

-Ése viene de Gimmerton. Siempre siegan tres semanas después que en los demás sitios.

-¿Gimmerton? -dije.

El recuerdo de mi residencia en aquel lugar casi se había borrado en mi memoria.

-¡Ah, ya! -agregué . ¿Está lejos de aquí?

-Unas catorce millas de mal camino -me contestó el mozo.

Sentí un repentino deseo de visitar la «Granja de los Tordos». No era mediodía aún y pensé que pasaría

la noche bajo el techo de la que todavía era mi casa, tan bien por lo menos como en una posada. Y, de paso,

podía arreglar mis cuentas con el dueño, lo que me evitaría más adelante hacer un viaje con aquel objeto.

Así que, tras descansar un rato, encargué a mi criado que averiguase el camino de la aldea, y, no sin fatigar

mucho a nuestras caballerías, llegamos finalmente a Gimmerton al cabo de tres horas.

Dejé al criado en el pueblo y me dirigí a través del valle. La parda iglesia me pareció aún más parda, y el

desolado cementerio más desolado aún. Una oveja mordía el exiguo césped que cubría las tumbas. El aire,

demasiado caluroso, no me impidió gozar del bello panorama. Si no hubiese estado la estación tan

adelantada, creo que me hubiese sentido tentado a quedarme una temporada allí.

En invierno no había nada más sombrío, pero en verano nada más agradable que aquellos bosques

escondidos entre los montes y aquellas extensiones cubiertas de matorrales.

Llegué a la «Granja» antes de ponerse el sol y llamé a la puerta. Pero sus habitantes estaban en la parte

trasera, a juzgar por la ligera humareda que salía de la chimenea de la cocina, y no me oyeron. Entonces

entré en el patio. En la puerta una niña de nueve o diez años se entretenía haciendo calceta y una vieja

fumaba en una pipa.

-¿Está la señora Dean? -pregunté a la anciana.

-¿La señora Dean? Vive en las «Cumbres».

-¿Es usted la guardiana de la casa?

-Sí -contestó.

-Pues yo soy Lockwood, el inquilino de la casa. Quiero pasar aquí la noche. ¿Hay alguna habitación preparada?

-¡El inquilino! exclamó estupefacta---. ¿Cómo no nos avisó de su llegada? En toda la casa, señor, no hay

siquiera un cuarto en condiciones.

Se quitó la pipa de la boca y se lanzó dentro. La niña la siguió y yo la imité. Pude comprobar que la

anciana no había faltado a la verdad, y, además, que mi presencia la había desconcertado. Procuré calmarla

diciéndole que iría a dar un paseo, y que entretanto me arreglase una alcoba para dormir y un rincón en la

sala para cenar. No era preciso andar con limpiezas ni barridos. Me bastaban un buen fuego y unas sábanas

limpias. Ella mostró el deseo de hacer cuanto pudiera, y si bien en el curso de sus trabajos metió la escoba

en la lumbre confundiéndola col el hurgón y cometió varias equivocaciones, no obstante me marché en la

confianza de que al volver encontraría donde instalarme. El objetivo de mi paseo era «Cumbres Borrascosas

», pero antes de salir del patio se me ocurrió una idea que me hizo pararme.

-¿Están todos bien en las «Cumbres»? -pregunté a la anciana.

-Que yo sepa, sí -me contestó en tanto que salía llevando en la mano un cacharro lleno de ceniza.

Me hubiese agradado preguntarle el motivo de que la señora Dean no estuviera ya en la «Granja», pero

comprendiendo que no era oportuno interrumpirla en sus faenas, me volví y me fui lentamente. A mi

espalda, brillaba aún el sol y ante mí se levantaba la luna. Salí del parque y escalé el pedregoso sendero que

conducía a la casa de Heathcliff. Cuando llegué a ella, del día sólo quedaba, en poniente, una leve luz

ambarina. Pero una espléndida luna permitía divisar cada piedra del camino y cada brizna de hierba. No

tuve que llamar a la verja; cedió al empujarla. Pensé que esto siempre era una mejora. Y aún aprecié otra:

una fragancia de madreselvas que inundaba el aire.

Puertas y ventanas estaban abiertas. Como es frecuente ver en aquellas regiones, un gran fuego brillaba

en la chimenea, a pesar del calor. El salón de «Cumbres Borrascosas» es tan grande, que queda sitio de

sobra para poder separarse del.hogar. Las personas que había allí estaban sentadas junto a las ventanas.

Antes de penetrar, las vi y las oí hablar, y me fijé en ellas con un sentimiento de curiosidad que, a medida

que fui avanzando, se convirtió en envidia.

-Contrario -dijo una voz que sonaba argentina como una campanilla---. ¡Van tres veces, torpón! No te lo

volveré a repetir. ¡Acuérdate, o te tiro de los pelos!

-Contrario -pronunció otra voz, que procuraba suavizar su robusto tono-. Ahora dame un beso en

recompensa de haberlo dicho bien.

-No, no te lo daré hasta que no lo pronuncies perfectamente.

Volvieron a reanudar su lectura. Era un hombre joven, correctamente vestido, que estaba sentado a la

mesa y tenía un libro delante. Sus hermosas facciones brillaban de satisfacción, y sus ojos abandonaron con

frecuencia la página para fijarse en una blanca y pequeña mano que se apoyaba en su hombro y le asestaba

un cariñoso golpecito cada vez que su poseedora descubría faltas de atención. La dueña de la mano estaba

de pie detrás del joven, y a veces sus cabellos rubios se mezclaban con los castaños de su compañero. Y su

cara... Pero era una suerte que él no pudiese verle la cara, porque no hubiera podido conservar la serenidad.

En cambio, yo sí la veía, y me mordí los labios de despecho pensando en la ocasión que había

desperdiciado de hacer algo más que limitarme a mirar aquella prodigiosa belleza.

Concluida la lección, en la que no faltaron algunos tropezones más, el alumno reclamó el premio

ofrecido y lo recibió en forma de cinco besos que tuvo la generosidad de devolver. A continuación se

acercaron a la puerta y por lo que hablaban saqué en limpio que iban a pasear por los pantanos. Pensé que

el corazón de Hareton Earnshaw, por muy silenciosa que permaneciera su boca, me desearía los más

crueles tormentos de las profundidades infernales si en aquel instante me presentara yo ante ellos, y me

apresuré a refugiarme en la cocina. Allí, sentada a la puerta, distinguí a mi antigua amiga Elena Dean,

cosiendo y cantando una canción frecuentemente interrumpida por agrias palabras que salían del interior y

cuyo tono destemplado distaba mucho de sonar con armonía.

-Aunque fuera así, valía más oírles jurar de la mañana a la noche que escucharte a ti -dijo aquella voz en

respuesta a algún comentario de Elena ignorado para mí-. ¡Clama al cielo que no pueda uno leer la Santa

Biblia sin que inmediatamente comiences tú a cantar las alabanzas del demonio y las vergonzosas maldades

mundanas! ¡Oh, las dos estáis pervertidas y haréis que ese pobre muchacho pierda su almal ¡Está

hechizadol -añadió gruñendo- ¡Oh, Señor! ¡Júzgalas tú, ya que no hay ley ni justicia en este pais!

-Sí; no debe haberla cuando no estamos retorciéndonos entre las llamas del suplicio, ¿eh? Cállate, vejete,

y lee tu Biblia sin ocuparte de mí. Voy a cantar ahora Las bodas del hada Anita, que es bailable.

Y la señora Dean iba a empezar cuando yo me adelanté.

Me reconoció al punto, y se levantó enseguida, gritando:

-¡Oh, señor, bienvenido sea! ¿Cómo es que ha venido usted sin avisar? La «Granja de. los Tordos» está

cerrada. Debió usted advertirnos de que venía.

Ya he dado órdenes allí y podré arreglarme durante el poco tiempo que pienso estar -contesté-. Me marcho

mañana. ¿Cómo la encuentro aquí ahora, señora Dean? Explíquemelo.

-Zillah se despidió y el señor Heathcliff me hizo venir cuando usted se fue a Londres. Pase... ¿Ha venido

usted a pie desde Gimmerton?

-Vengo de la «Granja» -repuse- y quisiera aprovechar la oportunidad para liquidar con su amo, ya que no

es fácil que se presente ocasión más propicia para los dos.

-¿Liquidar? -preguntó Elena mientras me acompañaba al salón-.¿Qué hay que liquidar, señor?

-¡El alquiler!

-Entonces tendrá usted que entenderse con la señora, o, mejor dicho, conmigo, porque ella todavía no

sabe llevar bien sus cosas y soy yo quien me ocupo de todo.

La miré asombrado.

-Veo que usted no sabe que Heathcliff ha muerto -añadió.

-¿Que ha muerto? ¿Cuándo?

-Hace tres meses. Siéntese, déme el sombrero, y se lo contaré todo. ¿No ha comido usted aún, verdad?

-Ya he mandado en la «Granja» que preparen cena

Siéntese usted también. No se me había ocurrido que aquel hombre hubiera muerto. ¿Cómo fue? Los

muchachos no volverán pronto...

-Sí; tardarán. Siempre les estoy reprendiendo, pero tardan más cada vez. Bien, por lo menos tome usted

un vaso de cerveza. Está usted muy fatigado.

Y se fue. Oí cómo José le reprochaba el tener amigos a su edad y el hacerles beber a costa de las bodegas

del amo, lo que le parecía tan escandaloso, que se sentía avergonzado de no haber muerto antes de asistir a

ello.

CAPÍTULO XXXIII

A los quince días de irse usted -empezó la señora Dean- me llamaron para que fuese a «Cumbres Borrascosas

», lo que hice con el mayor placer pensando en Cati. Al verla quedé asustada y disgustadísima: tal era

el cambio que aprecié en ella desde que la viera por última vez. El señor Heathcliff no detalló los motivos

por los que me hacía ir. Se limitó a decirme que me reservase la salita para su nuera y para mi, ya que de

sobra tenía con verla una o dos veces diarias. A ella esto le gustó. Yo comencé a pasarle ocultamente libros

y cosas que tenía en la «Granja» y le agradaban, y esperábamos pasarlo bastante bien. Pero no tardamos en

desengañarnos. Cati se volvió muy pronto melancólica y se irritaba por cualquier niñería. No le permitían

salir del jardín y esto aumentaba su disgusto, sobre todo a medida que iba entrando la primavera. Además,

yo tenía que atender a las cosas de la casa, y ella tenía que quedarse sola en su cuarto. Yo no hacía caso de

todo eso, pero como Hareton tenía muchas veces que irse a la cocina cuando el amo quería estar solo en el

salón, ella principió a cambiar de modo de ser respecto a él. Siempre estaba hablándole, zahiriéndole,

criticando la vida que llevaba.

-¿Verdad, Elena -dijo en una ocasión-, que hace la misma vida de un perro o de una caballería? Trabaja,

come y duerme sin preocuparse de más. ¡Qué vacía debe de tener la cabeza y qué oscuro el espíritu!

¿Sueñas alguna vez, Hareton? ¿Qué piensas? ¿Por qué no hablas?

Y miró a Hareton, pero él no se dignó contestarle ni mirarla siquiera.

-Puede que ahora esté soñando -continuó Cati-. Ha hecho un movimiento como los que hace Juno.

-El señorito Hareton acabará pidiendo al amo que la envíe a usted arriba si no se porta usted bien con él

-le dije.

Hareton no sólo había hecho un movimiento, sino que hasta había cerrado amenazadoramente los puños.

-Ya sé por qué Hareton no habla nunca cuando yo estoy en la cocina -siguió ella-. Tiene miedo de que

me mofe. Una vez empezó él solo a aprender a leer, y porque me reí de él echó los libros al fuego. ¿Qué te

parece, Elena?

-¿Cree usted que hizo bien, señorita? -repuse.

-Puede que no me portase bien -contestó ella-, pero yo no creía que él fuera tan tonto. Hareton, ¿quieres

un libro?

Y le entregó uno que ella había estado leyendo, pero él lo tiró al suelo, amenazándola con romperle la

cabeza si no le dejaba en paz.

-Bueno: me voy a acostar -dijo ella-. Lo dejo en el cajón de la mesa.

Y se fue, después de advertirme por lo bajo que estuviese atenta para ver si Hareton cogía el libro. Pero

con gran enojo de Cati, no lo cogió. Ella estaba disgustada de la pereza de Hareton, y también de haber sido

culpable de paralizar su deseo de aprender. Se aplicaba, pues, a remediar el mal. Mientras yo planchaba o

hacía cualquier cosa, Cati solía leer en voz alta algún libro interesante. Si Hareton estaba presente,

acostumbraba a interrumpir la lectura en los pasajes de más emoción. Luego dejaba el libro allí mismo,

pero él se mantenía terco como una mula, y no picaba el anzuelo. Los días lluviosos se sentaba al lado de

José, y los dos permanecían quietos como estatuas al lado del fuego. Si la tarde era buena, Hareton salía a

cazar, y Cati bostezaba, suspiraba y se empeñaba en hacerme hablar. Y luego, cuando lo conseguía, se

marchaba al patio o al jardín, y acababa en llanto.

Heathcliff se hundía en su misantropía cada vez más, y casi no permitía a Hareton que apareciese por la

sala. El muchacho sufrió a primeros de marzo un percance que le relegó a vivir casi de continuo en la

cocina. Andando por el monte se le disparó la escopeta y la carga le hirió en un brazo. Cuando llegó a casa

había perdido mucha sangre. Hasta que estuvo curado tuvo que permanecer en la cocina casi

continuamente. A Cati le agradó que estuviera allí. Me incitaba constantemente a hacer algo abajo, para

tener motivos de bajar ella.

El lunes de Pascua José fue a llevar ganado a la feria de Gimmerton. Pasé la tarde en la cocina repasando

ropa. Hareton estaba sentado junto al fuego, tan sombrío como de costumbre, y la señorita se divertía en

echar el aliento a los cristales de las ventanas y trazar figuras con el dedo. De vez en cuando canturreaba o

hacía alguna exclamación, o bien miraba a su primo que seguía inmóvil, fumando, mirando al fuego. Dije a

Cati que me tapaba la luz, y entonces ella se acercó a la chimenea. Al principio no me fijé en nada, pero

luego oí que decía:

-¿Sabes Hareton que me gustaría que fueras mi primo si no te mostraras tan rudo y tan enfadado?

Hareton calló.

-¿Me oyes, Hareton? ¡Hareton, Hareton! -siguió ella.

-¡Quítate de en medio! -dijo él, hoscamente.

-Venga esa pipa -respondió la joven.

Y antes de que él pudiera reparar en nada, se la arrancó de la boca y la echó al fuego. Él la insultó

groseramente y cogió otra pipa.

-Espera -exclamó Cati- Quiero hablarte y no puedo hacerlo viéndote esas nubes ante la cara.

-¡Déjame y vete al diablo! -repuso él.

-No quiero -insistió ella-. No sé cómo hacer para que me hables. Cuando te llamo tonto no pretendo

insultarte ni quiero dar a entender que te desprecie. Anda, Hareton, atiéndeme, eres mi primo.

-No quiero tener nada que ver contigo, ni con tu soberbia, ni con tus condenadas burlas -replicó el joven-.

¡Antes me iré al infierno de cabeza que volver a mirarte! ¡Quítate de ahí!

Catalina arrugó las cejas y se sentó junto a la ventana, mordiéndose los labios y tarareando para dominar

sus deseos de echarse a llorar.

-Debía usted hacer las paces con su prima, señorito Hareton -le aconsejé-, puesto que ella está

arrepentida de haberle provocado. Si fuesen ustedes amigos, ella le convertiría en un hombre distinto.

-¡Sí, sí! -contestó-. Me odia y no me considera digno ni de limpiarle los zapatos. Aunque me dieran una

corona no me expondría más a ser motivo de burla para ella por intentar agradarla.

-Yo no te odio -dijo Cati-. Eres tú el que me odia a mí. ¡Me odias tanto o más que el señor Heathcliff!

-Eres una embustera -aseguró Hareton-. ¡Después de haberle incomodado tantas veces por defenderte! Y

eso, a pesar de que me hacías enfadar y te burlabas de mí... Si sigues molestándome, iré a decirle que he

tenido que marcharme de aquí por culpa tuya.

-Yo no sabía que me defendieras -contestó ella, secándose los ojos-; me sentía desgraciada y los odiaba a

todos. Pero ahora te lo agradezco y te pido perdón. ¿Qué más quieres que haga?

Se aproximó al fuego y le alargó la mano. Hareton se puso sombrío como una nube de tormenta, apretó

los puños y miró a tierra. Pero ella comprendió que aquello no era odio sino testarudez y, después de un

instante de indecisión, se inclinó hacia él y le besó en la mejilla.

Enseguida, creyendo que no lo había visto, se volvió a la ventana. Yo moví la cabeza en señal de

reproche, y ella murmuró:

-¿Qué iba a hacer, Elena? No quería mirarme ni darme la mano, y no he sabido probarle de otro modo

que le aprecio y que deseo que seamos buenos amigos.

Hareton tuvo la cara baja varios minutos, y cuando la volvió a levantar no sabía dónde poner los ojos.

Catalina empaquetó en papel blanco un bonito libro, lo ató con una cinta, escribió en el envoltorio las

palabras «Al señor Hareton Earnshaw», y me encargó que yo entregase el regalo al destinatario.

-Si lo acepta -me dijo-, indícale que iré yo a enseñarle a leerlo bien, y si lo rechaza adviértele que me iré

a mi cuarto.

Yo hice todo lo que me decía. Hareton no abrió los dedos para coger el libro, pero no lo rechazó

tampoco, asi que se lo puse sobre las rodillas y volví a mis ocupaciones. Cati se apoyó de codos sobre la

mesa. Sonó de pronto el crujido del papel, que Hareton quitaba del libro, y ella entonces se levantó y fue a

sentarse junto a su primo. Él se estremeció y se le encendió el rostro. La acritud y la aspereza huyeron de

él. Al principio no supo pronunciar ni una palabra mientras ella le interpelaba:

-Anda, Hareton, dime que me perdonas. Me harás muy dichosa si lo dices.

El murmuró algo que yo no pude oír.

-¿Entonces seremos amigos? -agregó Cati.

-No -dijo él-, porque cuanto más me conozcas más te avergonzarás de mí.

-¿Así que te niegas a ser amigo mío? -continuó ella sonriendo tiernamente y acercandose más al

muchacho.

Ya no oí lo demás que se decían, pero al mirarles distinguí dos rostros tan contentos inclinados sobre el

mismo libro, que comprendí que a partir de aquel momento se había hecho la paz entre los dos adversarios.

El libro que miraban tenía grabados muy bonitos, y ello y su personal situación tuvo la virtud de hacerles

permanecer embelesados hasta que llegó José. El pobre hombre se escandalizó al ver a Cati y a Hareton

sentados juntos, y a ella apoyando su mano en el hombro de su primo. Tan asombrado quedó, que ni

siquiera supo exteriorizar su sorpresa, sino con profundos suspiros que lanzaba mientras abría su Biblia

sobre la mesa y amontonaba sobre ella los sucios billetes de banco que eran el producto de sus

transacciones en la feria. Finalmente, llamó a Hareton.

-Toma ese dinero, muchacho, y llévaselo al amo -dijo-. Ya no podremos seguir aquí. Tendremos que

buscarnos otro sitio donde estar.

-Vámonos, Catalina -dije yo a mi vez-; ya he acabado de planchar.

-Todavía no son las ocho -respondió la joven levantándose a su pesar---. Voy a dejar ese libro en la

chimenea y mañana traeré más, Hareton.

-Cuantos libros traiga usted, los llevaré al salón -intervino José- y milagro será que vuelva usted a verlos.

Así que haga lo que le parezca.

Catalina le amenazó con que los libros de José responderían de los daños que pudieran sufrir los suyos,

se rió al pasar al lado de Hareton y subió a su cuarto con el corazón menos oprimido que hasta entonces. La

intimidad entre los muchachos se desarrolló rápidamente, aunque con algunos eclipses. El buen deseo no

era suficiente para civilizar a Hareton y tampoco la señorita era un modelo de paciencia, pero como los dos

tendían a lo mismo, ya que uno amaba y deseaba apreciar, y el otro se sentía amado y deseaba que le

apreciasen, los resultados no se hicieron esperar.

Como usted ve, señor Lockwood, no era tan difícil conquistar el corazón de Cati. Pero ahora celebro que

no lo intentara usted. El enlace de los dos muchachos coronará todos mis anhelos. El día de su boda no

envidiaré a nadie. Seré la mujer más feliz de Inglaterra.

CAPÍTULO XXXIV

Llegó el otro martes, Earnshaw estaba aún imposibilitado de trabajar. Me hice cargo enseguida de que en

lo sucesivo no me sería fácil retener a la señorita a mi lado como hasta entonces. Ella bajó antes que yo y

salió al jardín donde había divisado a su primo. Al ir a llamarles para desayunar, vi que le había persuadido

a arrancar varias matas de grosellas, y que estaban trabajando en plantar en el.espacio resultante varias

semillas de flores traídas de la «Granja». Quedé espantada de la devastación que en menos de media hora

se había producido. A Cati se le había ocurrido plantar flores precisamente en el sitio que ocupaban los

groselleros negros a los que José quería más que a las niñas de sus ojos.

-¡Oh! -exclamé-. En cuanto José vea esto se lo dirá al señor. ¡Y no sé cómo va usted a disculparse! Vamos

a tener una buena rociada, se lo aseguro. No creía que tuviera usted tan poco seso, señorito Hareton,

como para hacer ese desastre porque la señorita se lo haya dicho.

-Me había olvidado que eran de José -repuso Earnshaw desconcertado-. Le diré que fue cosa mía.

Solíamos comer con el señor Heathcliff, y yo ocupaba el lugar del ama de casa, repartiendo la comida y

preparando el té. Cati acostumbraba a sentarse a mi lado, pero aquel día se sentó junto a Hareton. No era

más discreta en sus demostraciones de afecto que antes lo fuera en las de hostilidad.

-Procure no mirar ni hablar mucho a su primo -le aconsejé al entrar-. Es seguro que ello ofendería al

señor Heathcliff y le indignaría contra los dos.

-Haré lo que me dices -repuso.

Pero al cabo de un momento empezó a dar a Hareton con el codo y a echarle florecitas en el plato de la

sopa.

Él no osaba hablarle, ni casi mirarla, pero ella le provocaba hasta el punto de que el muchacho estuvo dos

veces a punto de soltar la risa. Yo arrugué el entrecejo. Ella miró al amo, que al parecer estaba absorto en

sus propios pensamientos, como de costumbre. Se puso seria, pero al cabo de un momento empezó otra vez

a hacer niñerías y esta vez Hareton no pudo contener una ahogada carcajada. El señor Heathcliff dio un

respingo y nos miró. Cati le miró a su vez con el aire rencoroso y provocativo que él odiaba tanto.

-Da gracias a que estás lejos de mi alcance -dijo él-. ¿Qué demonio te aconseja mirarme con esos infernales

ojos? Bájalos y procura no recordarme que existes. Creí que te había quitado ya las ganas de reírte.

-He sido yo -murmuró Hareton.

-¿Eh? -preguntó el amo.

Hareton bajó los ojos y guardó silencio. Heathcliff, después de contemplarle un instante, volvió a quedar

taciturno y se sumio en su comida y en sus meditaciones. Terminábamos ya y los jóvenes se habían

levantado discretamente, lo que disipó mi temor a nuevas complicaciones, cuando José se presentó en la

puerta. Le temblaban los labios y le ardían los ojos. Comprendí que había descubierto el atentado cometido

contra sus preciados arbustos. Empezó a hablar moviendo las mandíbulas como una vaca al rumiar, lo que

hacía difícil de entender sus palabras:

-Quiero cobrar mi sueldo y marcharme. Había soñado morir en la casa en que he servido sesenta años, y

me proponía, para estar tranquilo, subir todas mis cosas al desván y cederles la cocina a ellos. Mucho me

costaba abandonarles mi puesto a la lumbre, pero lo podía soportar. Mas ahora también me arrebatan el

jardín, y eso, amo, es superior a mis fuerzas. Hinque usted la cabeza bajo el yugo si le parece bien, pero yo

no tengo esa costumbre, y un viejo no se habitúa con facilidad a nuevas cargas. Prefiero ganarme el pan

partiendo piedras en los caminos.

-¡Silencio, idiota! -interrumpió Heathchff-. ¿Qué te ha hecho? Yo no quiero saber nada de tus peleas con

Elena. Por mí, que te tire a la carbonera, si le parece.

-No se trata de Elena -dijo José-. No me iría por Elena, a pesar de que es una malvada. Gracias a Dios, no

puede contaminar el alma de los demás. No es tan bonita como para hacer caer a nadie en tentación. Se

trata de esa desgraciada mozuela, que ha embrujado a nuestro muchacho hasta el extremo de que no sólo ha

olvidado cuanto he hecho por él, sino que ha llevado su ingratitud hasta arrancar una fila entera de las

mejores plantas de grosella que yo había plantado en el jardín.

Y comenzó a lamentarse de Earnshaw y de su ingrata condición.

-Este imbécil debe estar bebido -dijo Heathcliff-. ¿De qué te acusa, Hareton?

-¿Ha tenido usted alguna buena noticia, señor Heathcliff? -le pregunté-. Me parece encontrarle muy

animado.

-No sé de dónde me van a llegar buenas noticias -respondió- A lo único que me siento animado es a

comer. Y al parecer hoy no se come aquí.

-He quitado dos o tres groselleros -repuso el joven, pero volveré a colocarlos.

Cati puso su lengua a contribución.

-Queríamos plantar flores allí -afirmó- y yo tuve la culpa, porque fui quien se lo dijo a Hareton.

-¿Y quién demonios te dio permiso para semejante cosa? Y a ti, Hareton, ¿quién te mandó obedecerla?

Él callaba, pero ella continuó:

-Bien puede usted cederme unas yardas del jardín para plantar flores después de que me ha quitado todas

mis tierras...

-¿Tus tierras, desvergonzada? ¿Cuándo has tenido tierras tú?

-Y mi dinero -remachó ella, pagando la mirada de odio de Heathcliff con otra igual, mientras

mordisqueaba un trozo de pan que le había sobrado de la comida.

El amo quedó un momento confuso, pero enseguida se levantó y la miró con odio.

-Vale más que se siente usted -dijo ella-. Hareton me defenderá si intenta usted pegarme.

-Si Hareton no te echa fuera del salón ahora mismo, le apalearé hasta enviarle al infierno -barbotó Heathcliff-.

¡Condenada bruja! ¿Conque quieres rebelarte contra mí? Échala, Hareton. ¿No me oyes? ¡Elena,

como esta moza aparezca ante mi vista otra vez, la mato!

Hareton, en voz baja, trataba de persuadirla a que se fuera.

-Llévala a rastras -ordenó ferozmente Heathcliff---. Nada de charla.

Y se acercó dispuesto a hacerlo él en persona.

-No le obedeceré nunca más, canalla-dijo Catalina-. Y Hareton no tardará en aborrecerle tanto como yo.

-Cállate -dijo el joven-. No le hables así.

-¿Vas a dejar que me pegue? -preguntó ella.

-¡Vámonos! -respondió el joven.

Pero Heathcliff la había alcanzado ya.

-Ahora márchate tú -intimó a Earnshaw-. ¡Maldita bruja! ¡Esto es demasiado! Haré -que se arrepienta de

una vez.

La había agarrado por el cabello. Hareton trató de separarle de ella y le rogó que no la maltratase. Los

ojos de Heathcliff despedían centellas. Ya iba yo a auxiliar a Catalina cuando, de pronto, él le soltó el

cabello, la cogió por el brazo y la miró fijamente. Luego le tapó los ojos con la mano, procuró dominarse y

dijo a Catalina:

-Ten mucho cuidado en no enfurecerme, porque te aseguro que un día te mato. Vete con Elena, estáte con

ella y dile a ella todas las desvergüenzas que se te antojen. ¡Y si Hareton Earnshaw te presta oídos, ya le

haré que se vaya a ganarse el pan donde le parezca bien! ¡Tú harás de él un perdido y un pordiosero!

¡Llévatela de aquí, Elena! ¡Fuera todos!

Me llevé a la señorita que, contenta de haberse librado de la tormenta, no se resistió. Hareton se fue

detrás de nosotras y el señor Heathcliff se quedó a solas. Yo había aconsejado a Cati que comiera en su

cuarto, pero cuando Heathcliff vio que el sitio de la joven estaba vacío me mandó llamarla. El no habló con

nadie, comió muy poco y se fue enseguida diciendo que no volvería hasta el oscurecer.

Los dos primos se instalaron, en ausencia del amo, en el salón, y oí a Hareton reprochar a su prima la

actitud que había adoptado con Heathcliff. Le dijo que no quería oírla tratarle así, que él le defendería

aunque fuese el diablo en persona, y que si ella quería injuriar a alguien, preferiría que le injuriase a él

mismo, como antiguamente. Cati comenzó a molestarse, pero él le tapó la boca preguntándole si a ella le

gustaría oír hablar mal de su padre. Ella comprendió entonces que Hareton estaba unido a Heathcliff por las

cadenas de la costumbre y que seria cruel intentar romperlas. Así que a partir de aquello se mostró

bondadosa y no creo desde entonces haberle oído murmurar ni una sílaba contra Heathcliff en presencia de

su primo.

Después de este incidente, la intimidad de los jóvenes aumentó, y continuaron sus tareas como profesora

y discípulo. Cuando yo acababa de trabajar, entraba para verles, y el tiempo se me iba mirándoles

embobada. De Cati estaba orgullosa hacía mucho tiempo, y ahora empezaba a esperar que también él me

procuraría muchas satisfacciones, ya que los quería a ambos casi como si fuesen hijos míos. El buen

carácter de Hareton se libraba rápidamente de las sombras que la ignorancia y el rebajamiento en que le

criaran habían acumulado sobre él, y los sinceros elogios que le dirigía Cati estimulaban más aún su aplicación.

A medida que interiormente se animaba, lo hacía también su rostro y sus facciones se dignificaban.

Ya no se parecía al zafio rapaz a quien encontré el día en que fui a buscar a la señorita al risco de

Penninston.

Mientras yo reflexionaba sobre estas cosas, y ellos seguían entregados a su ocupación, volvió Heathcliff.

Entró de improviso, y tuvo tiempo para examinarnos a su sabor antes de que nosotros nos diéramos cuenta

de que había llegado. Yo pensé que era imposible contemplar un cuadro más apacible, y que hubiera sido

una diabólica indignidad reprenderles. Los rojos destellos de la lumbre iluminaban sus cabezas inclinadas

con pueril avidez, pues aunque ella contaba ya dieciocho años y él veintitrés, ambos tenían aún mucho que

aprender.

Ambos levantaron a la vez la vista y se encontraron con la del señor Heathcliff. No sé si ha notado usted

lo semejantes que ambos tienen los ojos.- son idénticos a los de Catalina Earnshaw. Cati no se parece a su

madre más que en esto, y si acaso en la anchura de la frente y en ciertos detalles de la nariz que, sin que ella

se lo proponga, la hacen parecer altanera. Hareton se parece aún más a Catalina Earnshaw. Siempre lo

habíamos notado, pero en aquella época, en que sus sentidos y sus facultades mentales se habían

despertado, la semejanza se acentuaba aún más. Acaso ese parecido desarmara a Heathcliff`. Se acercó a la

lumbre y al mirar al joven su agitación cambió de sentido. Le cogió el libro que tenía en la mano y después

de examinarlo se lo devolvió. Hizo señal a Cati de que se fuese, y Hareton salió con ella. Yo iba a seguirles,

mas Heathcliff me retuvo.

-¡Qué desenlace tan mezquino! ¿No es cierto? -me dijo después de reflexionar un poco sobre la escena

que había presenciado-. Es una consecuencia bastante absurda de mis violentos esfuerzos. Después de que

me proveo de herramientas suficientes para echar abajo las dos casas, y me entrego a unos trabajos casi

hercúleos, resulta que me falta la voluntad para consumar mi obra. He vencido a mis antiguos enemigos y

ahora puedo, si quiero, redondear mi venganza en sus descendientes. Pero, ¿para qué? No me interesa ya ni

quiero molestarme en levantar siquiera la mano contra ellos. Pero no te figures que me propongo

deslumbraros ahora con un gesto magnánimo. ¡Nada de eso! Lo que pasa es que he perdido el gusto de

destruirles, y me siento con muy pocas ganas de destruir. Estoy a punto de sufrir un cambio, Elena, y la

sombra de esa transformación me envuelve ya. La vida corriente no me atrae, y casi no me ocupo de comer

ni beber. Esos muchachos son las únicas cosas que presentan una apariencia material ante mis ojos, y una

apariencia que me causa un dolor de agonía. En ella no quisiera ni pensar: sólo el verla me vuelve loco. Él

me produce otra sensacion, y, no obstante, no quisiera volverle a ver. Si pretendo explicarte los recuerdos

que él me produce, puede que me creyeras demente. Pero mi pensamiento está siempre tan oculto dentro de

mi mismo, que siento la tentación de transmitirlo a alguien. No cuentes a nadie nada de lo que te estoy

hablando. Hace cinco minutos, Hareton me parecía, más que un ser humano, el símbolo de mi juventud. Si

llego a hablarle, hubiera parecido que mis palabras eran insensatas. Su parecido con Catalina me la

recordaba de un modo terrible. Ahora que no es eso lo que mas me impresiona en él, porque todo me

recuerda a Catalina sin necesidad de Hareton. Si miro al suelo, creo ver las facciones de ella grabadas en las

baldosas. En los árboles y en las nubes, en todas las cosas durante el día y llenando el aire durante la noche,

veo su imagen. ¡Creo verla en las más vulgares facciones de cada hombre y cada mujer, y hasta en mi

propio rostro! El mundo es para mi una horrenda colección de recuerdos diciéndome que ella vivió y que la

he perdido. Y es más: Hareton me parecía el fantasma de mi amor, la encarnación de mis salvajes esfuerzos

para conservar mi derecho a él. ¡Y mi degradación, y mi orgullo, y mi felicidad, y mis sufrimientos! En fin,

es una locura hablarte de estas cosas. Pero así comprenderás por qué no quiero estar con ellos. A pesar de

mi repugnancia hacia la soledad, su compañía no me conviene. Al revés, contribuye a agravar las torturas

constantes que me persiguen. Por otra parte, todo se combina para que vea con indiferencia la intimidad de

los dos. Ya no puedo ocuparme de ellos.

-¿A qué cambio se refería usted, señor Heathcliff? -le dije, alarmada.

Pero no me parecía que corriese riesgo alguno. Rebosaba salud y vigor, y su razón no me preocupaba, ya

que desde muy niño había sido aficionado a lo misterioso y se complacía en hablar de cosas fantásticas.

Podía estar más o menos monomaníaco, a propósito de su amor perdido, pero en todo lo demás razonaba

tan bien como yo.

-No puedo saber de qué se trata hasta que llegue -me contestó-. Por ahora sólo lo intuyo.

-¿Presiente usted una enfermedad? -pregunté.

-No, Elena.

-Tiene usted miedo a morirse?

-No tengo miedo de morir, ni presiento la muerte, ni espero morirme. ¿A santo de qué me moriría? Tengo

buena salud y mis costumbres son muy ordenadas. Lógicamente, debo permanecer en este mundo, y

permaneceré hasta que no quede ni un pelo en mi cabeza. ¡Mas, con todo, no puedo seguir en esta

situación! ¡A cada momento necesito recordarme a mí mismo que he de respirar, que ha de seguir

palpitándome el corazón ... ! Me pasa una cosa así como si tuviese que forzar a un muelle muy duro a que

se mantuviese en la posición en que debe estar. He de violentarme para hacer el más pequeño acto que no

se relacione con el pensamiento continuo que me devora, y he de violentarme para fijarme en cualquier

cosa, animada o inanimada, que no se refiere a la unica cosa que llena el mundo para mí. Sólo experimento

un anhelo y todo mi ser y todas mis facultades se concentran en él. Durante tanto tiempo y de tal modo lo

he deseado, que estoy seguro de conseguirlo pronto, ya que ha devorado toda mi existencia. Y el deseo de

que su realización se anticipe me ahoga. ¡Vaya! Lo que te he dicho no me ha aliviado, pero te explicará

muchas cosas de mi modo de ser. ¡Dios mio, qué horrible lucha, y qué ganas tengo de que se acabe!

Se dio a pasear por la habitación, murmurando para sí cosas horrorosas. Llegué a sospechar que, como

José aseguraba, la conciencia había convertido en un infierno su vida. Y estaba preocupada por el fin que

todo aquello podría tener. Él no solía mostrar una actitud semejante, pero era indudable que no mentía

cuando afirmaba que aquél era su estado de ánimo habitual. Viéndole ordinariamente, nadie se lo hubiera

figurado. Usted, señor Lockwood, no se lo figuró cuando hizo conocimiento con él. Y en la época a que

ahora me refiero era igual, aunque más amigo aún de la soledad y quizániás taciturno cuando estaba al lado

de alguna persona.

CAPÍTULO XXXV

Cortos días después, el señor Heathcliff empezó a prescindir de comer con nosotros, aunque no llegó a

excluir del todo a Hareton y a Cati de su compañía. Optaba generalmente por ausentarse él y al parecer le

bastaba con comer una vez al día.

Una noche, cuando toda la familia estaba acostada, le oí bajar la escalera y salir. A la mañana siguiente

no había regresado aún. Estábamos en abril. El tiempo era tibio y hermoso. La lluvia y el sol habían dado

verdor a la hierba y los manzanos que hay junto a la tapia del mediodía estaban en flor. Cati, después de

desayunar, se empeñó en que yo cogiese una silla y fuese a hacer labor bajo los abetos. Después persuadió

a Hareton, que ya estaba curado, para que cavase y arreglase un poco las flores, que al fin habían trasladado

a aquel sitio para calmar a José. Yo miraba plácidamente el cielo azul y aspiraba el aroma del aire

primaveral. De pronto, la señorita, que había ido hasta la entrada del parque a recoger semillas para su plantación,

volvió diciendo que había visto llegar al señor Heathcliff.

-Y además me ha hablado -agregó, asombrada.

-¿Qué te ha dicho? -preguntó Hareton.

-Que me fuera corriendo. Pero me lo dijo de un modo tan raro y tenía un aspecto tan poco corriente, que

no pude por menos de detenerme un momento para mirarle.

-¿Pues qué le pasaba?

-Estaba muy excitado, jovial, hasta casi risueño... ¡Bueno, esto muy poco!

-Sin duda le sientan bien los paseos nocturnos -dije yo, tan pasmada como ella. Y como ver al amo alegre

no era un espectáculo ordinario, me las ingenié para buscar un pretexto y entrar. Heathcliff estaba ante la

puerta, en pie, pálido y tembloroso. Pero sus ojos irradiaban un extraño placer que cambiaba

completamente su semblante.

-¿Le sirvo el desayuno? -pregunté-. Después de andar por ahí toda la noche, debe usted estar hambriento.

Me hubiese agradado preguntarle adónde había ido, pero no me atreví a hacerlo directamente.

-No tengo hambre -contestó, volviendo la cabeza.

Hablaba con indiferencia, como si adivinase que yo deseaba conocer el motivo de su buen humor. Yo

pensé que tal vez aquel momento fuera oportuno para hacerle algunas reflexiones.

-No creo que haga usted bien en salir -le amonesté- a la hora de estar en la cama, sobre todo ahora que el

aire es muy húmedo. Va a coger un resfriamiento o unas calenturas. ¡A lo mejor lo ha cogido ya!

-Puedo soportar lo que sea -me contestó- y me alegrará mucho si así consigo estar solo. Anda, entra y no

me molestes.

Pasé y pude apreciar que respiraba muy dificultosamente.

«Sí -pensé-. Se ha puesto enfermo. ¡Cualquiera sabe lo que habrá estado haciendo!»

Al mediodía comió con nosotros. Le di un plato rebosante, y pareció dispuesto a hacerle los honores

después de su largo ayuno.

-No tengo enfriamiento ni fiebre, Elena -dijo, refiéndose a mis palabras de por la mañana- y veras cómo

como..

Cogió el tenedor y el cuchillo y cuando iba a probar del plato cambió de actitud como si hubiera perdido

el apetito súbitamente. Soltó los cubiertos, miró por la ventana ansiosamente y se fue. Mientras comíamos

anduvo dando vueltas por el jardín. Hareton propuso ir él a preguntarle por qué se había marchado,

temeroso de que le hubiésemos disgustado con alguna cosa.

-¿Viene? -interrogó Cati a su primo cuando éste regresaba.

-No -repuso Hareton-, pero no está enfadado. Al contrario: me parece muy contento. Se incomodó

porque le llamé dos veces, y me mandó que volviese contigo. Parecía muy sorprendido de que a mí no me

bastase con tu compañía.

Yo coloqué su plato al lado de la lumbre para que no se enfriase. Heathcliff volvió dos horas más tarde.

No se había calmado. Bajo sus negras cejas se notaba la misma anormal expresión de alegría, la misma cara

pálida y la misma sonrisa extraña en sus dientes entreabiertos. El cuerpo le temblaba, pero no como cuando

se tiembla de frío o de decaimiento, sino como cuando uno está excitado. Parecía una cuerda de guitarra

demasiado tensa.

-Tome, tome la comida -repuse-. ¿Por qué no come?

-No la quiero todavía -dijo-. Elena, haz el favor de decir a Hareton y a la muchacha que no vengan por

acá. Quiero estar solo.

-¿Le han dado algún motivo para que los destierre? -pregunté-. Vamos, señor Heathcliff, dígame qué le

pasa. ¿Dónde estuvo usted anoche? No se lo pregunto por curiosidad. Pero...

-Me lo preguntas por una curiosidad estúpida -respondió-, pero a pesar de eso te contestaré. Esta noche

he estado a las puertas del infierno. Hoy, en cambio, estoy a las puertas del paraíso. Sólo tres pies me

separan de él. Y ahora márchate. No verás nada que te asuste, si dejas de espiarme.

Barrí el salón y limpié la mesa, y me marché completamente desconcertada.

Heathcliff no salió del salón en toda la tarde y nadie interrumpió su soledad. A las ocho, aunque no me

había llamado, creí conveniente llevarle luz y la comida. Le vi acodado en el antepecho de una ventana,

pero no miraba hacia afuera, sino hacia el interior. Del fuego sólo restaban cenizas. El aire suave y húmedo

de la tarde había invadido la habitación, y en la calma del crepúsculo podía escucharse incluso el choque de

la corriente contra las piedras.

Yo dejé escapar una exclamación de disgusto al ver el fuego apagado y comencé a cerrar ventanas, hasta

que llegué a aquella en que él estaba apoyado.

-¿La cierro? -pregunté, notando que no se movía.

Mientras le hablaba, la luz de la bujía iluminó su rostro. Y su expresión me causó un terror indescriptible.

Con sus negros ojos, su palidez de fantasma y su horrible sonrisa, me pareció un espíritu del otro mundo.

Asustada, solté la vela, y quedamos en tinieblas.

-Ciérrala -dijo él con su voz acostumbrada-. ¡Qué torpe eres! ¿Por qué sostenías la vela horizontalmente?

Trae otra.

Salí, loca de horror, y dije a José:

-El amo dice que le lleves una luz y le enciendas el fuego.

No osaba volver a entrar. José entró en el salón, llevando una palada de brasas y una bujía, pero salió

enseguida, trayendo de paso la comida del amo, y nos dijo que éste se iba a acostar y que hasta el día

siguiente no comería nada.

Oímos a Heathcliff subir la escalera, mas no se fue a su habitacion, sino a aquella donde está la cama con

tabiques de madera. Como la ventana de su cuarto es bastante ancha, se me figuró que acaso quería salir

por ella sin que lo averiguáramos.

«¿Será un duende o un vampiro?», me pregunté.

Yo había leído cosas acerca de esos demonios encarnados. Pero al recordar que yo misma le había

cuidado cuando era niño, cómo había asistido a su desarrollo hasta que llegó a la juventud y cómo había

seguido paso a paso casi toda su vida, reconocí que era absurdo dejarme llevar por tales impresiones.

«Sí, pero ¿de dónde procedía aquella criatura que un buen hombre recogió para su propio mal?», repetía

dentro de mí la superstición. Y yo, medio dormida ya, me debatía en un laberinto de suposiciones,

buscando alguna definición que concretase lo que era Heathcliff. En suenos evoque toda su vida, y al final

me figuré que asistía a su muerte y a su sepelio, de todo lo cual no recuerdo otra cosa sino que me veía muy

preocupada para saber qué inscripción habíamos de poner en su tumba, y hasta hablé sobre ello con el

sepulturero, concluyendo todo con poner únicamente «Heathcliff», ya que no tenía apellido conocido. Y, en

verdad, esto sucedió así en la realidad, como verá usted si entra en el cementerio.

Con la aurora, recuperé el sentido común. Me levanté y fui a ver si en el jardín había huellas de pasos,

pero no vi nada.

«Se habrá quedado en casa», pensé.

Preparé el desayuno y aconsejé a Hareton y a Cati que ellos lo tomaran primero. Optaron por desayunar

en el jardín, bajo los árboles, y les llevé allí una mesa.

Cuando entré otra vez en la casa, hallé al amo hablando con José sobre asuntos de la finca. Le dio claras

y precisas instrucciones sobre lo que trataban, pero noté que hablaba muy deprisa y daba otras muestras de

excitación. José salió y Heathcliff se sentó en su sitio habitual. Le llevé una taza de café. La aproximó hacia

sí, apoyó los brazos en la mesa y se puso a mirar a la pared de enfrente examinándola de arriba abajo con

tal concentración, que hasta suspendió la respiración durante unos segundos.

-Coma --exclamé, poniéndole en la mano un pedazo de pan-. Coma y tome el café antes de que se enfríe.

Lo tiene usted delante hace una hora...

No pareció fijarse en mí. Sonrió de un modo tan horrible, que yo hubiera preferido verle rechinar los

dientes antes que sonreír de aquella manera.

-¡Señor Heathcliff! -grité-. Me mira usted como si estuviera contemplando una visión del otro mundo,

¡por amor de Dios!

-Y tú habla más bajo, por amor de Dios también -contestó-. Mira alrededor y dime si estamos solos.

-Desde luego -contesté-, desde luego que sí.

Sin embargo, miré como si lo dudara. Él separó con un manotazo la taza y apoyó los codos sobre la

mesa.

Reparé entonces en que no concentraba la vista en la pared, sino como a unas dos yardas de distancia.

Viere lo que viere, ello le hacía a la vez estremecerse de placer y de dolor, o por lo menos lo parecía, a

juzgar por la expresión de su cara. Lo que creía ver no permanecía inmóvil, ya que los ojos de Heathcliff

cambiaban constantemente de dirección. Yo traté de convencerle de que comiese, pero inútilmente.

Cuando, a veces, atendiendo a mis ruegos, tendía la mano hacia un trozo de pan, sus dedos se crispaban

antes de alcanzarlo, y enseguida se olvidaba de ello.

Me senté y procuré distraerle de su obsesión. Al fin se levantó y me dijo que yo le impedía comer en paz.

Agregó que en lo sucesivo le dejara el servicio en la mesa y me fuera. Y después de pronunciar estas

palabras salió al jardín, bajó lentamente por el sendero y desapareció.

Transcurrieron las horas angustiosamente para mí, y otra vez llegó la noche. Me acosté muy tarde y no

pude dormirme. El volvió después de las doce, pero se encerró en la habitación de abajo en lugar de irse a

su alcoba. Escuché un rato y, al cabo, me vestí, salí de mi alcoba y bajé.

Percibí los pasos del señor Heathcliff, que paseaba lentamente. De vez en cuando respiraba hondamente,

de un modo tan angustioso, que pareció gemir. También le oí murmurar algunas palabras, entre las cuales

distinguí claramente el nombre de Catalina acompañado de alguna otra expresión de amor o de pena.

Parecía que hablaba con alguien con palabras que saliesen del fondo de su alma. No me atreví a entrar en la

habitación, pero para distraer su atención empecé a revolver el fuego de la habitación. Él me oyó antes de

lo que yo esperaba. Salió y dijo:

-¿Es ya de día, Elena? Trae luz.

-Están dando las cuatro -contesté-. Si necesita bujía para subir, puede encenderla aquí, en la lumbre.

-No subo -respondió-. Prepara fuego y lo necesario en este cuarto.

-Tengo que encender bien las ascuas antes de traerlas -dije, mientras tomaba una silla y empuñaba el

fuelle.

Heathcliff paseaba de un lado a otro de la habitación y parecía casi completamente absorto en sí mismo.

Los suspiros entrecortaban su respiración.

-Cuando amanezca tengo que mandar a buscar a Green -me dijo-. Quiero hacerle unas consultas sobre

cosas legales ahora que todavía estoy en pleno juicio. Aún no tengo redactado mi testamento y no sé qué

haré con mis bienes. Siento mucho no poder hacerlos desaparecer de la faz de la tierra.

-No diga eso, señor Heathcliff -respondí- y déjese de testamentos. Aún le quedará tiempo para arrepentirse

de las muchas injusticias que ha cometido usted. Nunca creía posible que sus nervios se alterasen tanto

como lo están ahora. Y es que lleva usted tres días haciendo una vida que no la hubiera resistido ni un titán.

Coma algo y descanse. Mírese al espejo y verá que necesita una y otra cosa. Tiene usted chupadas las

mejillas y los ojos inyectados en sangre. Está muerto de hambre y de sueño...

-No creas que no como ni duermo porque depende de mí. No lo hago adrede. En cuanto pueda, comeré y

dormiré. Pero pedírmelo ahora es como pedir a un náufrago que no nade cuando está a una braza de la

orilla. Primero llegaré a ella, y ya descansaré luego. Bueno, no pensemos en el señor Green. Y respecto a

mis injusticias, como no he cometido ninguna, de ninguna tengo que arrepentirme. Soy demasiado feliz y,

sin embargo, aún no lo soy tanto como quisiera serio. La felicidad de mi alma destruye mi cuerpo y, no

obstante, no le basta con lo que tiene...

-¡Extraña felicidad es la suya, señor! -comenté-. Si usted quisiera oírme sin enfadarse, le daría un consejo

que le permitiría sentirse más dichoso.

-¿Qué consejo? Dámelo.

-Ya sabe, señor Heathcliff, que desde los trece años ha vivido usted una vida impía. Seguramente desde

entonces no ha cogido usted una Biblia. Debe usted haber olvidado las enseñanzas cristianas y quizá no le

sobrará volverlas a reparar. ¿Qué habría de malo en llamar a un sacerdote para que le recordase las

enseñanzas de Cristo y le hiciese comprender cuánto se ha separado usted de ellas y lo mal dispuesto que

está su espíritu para salvarse, a menos que no se arrepienta antes de morir?

-Más que ofenderme, te agradezco que me hables de eso, Elena, porque así me recuerdas que tengo que

darte instrucciones sobre mi entierro. Mandarás que me sepulten al atardecer. Tú y Hareton podéis

acompañarme, si os parece bien, y no te olvides de hacer que el sepulturero obedezca las instrucciones que

le di. No hace falta que acuda cura alguno ni que se recen responsos. ¡Te aseguro que yo he alcanzado ya

mi cielo, y si algún otro hay, no me interesa ni en lo más mínimo!

-¿Y si por obstinarse en no tomar alimento se muriese, y por esa causa no le quisieran enterrar en tierra

sagrada? ¿Qué le sucedería?

-No se dará este caso -contestó-, pero, si ocurre, ocúpate de que me entierren allí en secreto. Y si no lo

haces así, ya te demostraré de un modo palpable que los muertos no se disuelven del todo.

Al oír que se levantaban los demás, se fue a su cuarto y yo respiré, aliviada. Pero, por la tarde, después de

que salieron Hareton y José, me fue a buscar a la cocina y me pidió que me sentase a su lado. Necesitaba

compañía, al parecer. Yo le contesté que su aspecto y su conversación me asustaban, y que ni mi voluntad

ni mi estado de nervios me permitían hacerle compañía.

-Ya veo que me tienes por un demonio -dijo, riendo tétricamente-. Me consideras demasiado horrible

para vivir en una casa normal. -Y, volviéndose a Cati, que se escondió detrás de mí al acercarse él, añadió

medio en broma-: Y tú, ¿no quieres venir conmigo? No, claro. Para ti debó ser peor que el demonio. Pero

allí dentro hay alguien que no me rehusará su companía...

No pidió a nadie más que estuviese con él. Al oscurecer se fue a su cuarto. Toda la noche le oimos

quejarse y hablar solo. Hareton quería entrar, pero yo le mandé a buscar al señor Kenneth. Cuando éste

vino, encontramos que la puerta del amo estaba cerrada por dentro. Heathcliff nos mandó a paseo, aseguró

que se encontraba mejor y ordenó que le dejásemos en paz. Así pues, el médico se marchó.

La noche siguiente fue muy lluviosa. Estuvo diluviando hasta el amanecer. Cuando salí al jardín, a la

aurora, vi que la ventana del cuarto de la cama de tablas, donde estaba Heathcliff, se hallaba abierta y la

lluvia entraba por ella a torrentes.

«Si estuviese en la cama -reflexioné- se hubiera calado. Debe haberse levantado o salido. ¡Ea, voy a

verlo!»

Busqué otra llave que servía para abrir la puerta de la habitación y entré. Como no vi a nadie en el cuarto,

separé los paneles corredizos del lecho de tablas. Heathcliff estaba en él, tendido de espaldas. Tenía en los

labios una vaga sonrisa, y sus ojos miraban fijamente de un modo agudo y feroz. El corazón se me heló; no

podía creer que Heathcliff estuviese muerto. Mas su cabeza y su cuerpo, así como las sábanas, estaban

chorreando y él no se movía. Los postigos de la ventana, movidos por el viento, se agitaban de un lado a

otro y le habían lastimado una mano que tenía apoyada en el alféizar. Sin embargo, no sangraba. Cuando le

toqué no dudé más. Estaba muerto, rígido...

Cerré la ventana, separé de la frente de Heathcliff su largo cabello y traté de cerrarle los párpados para

ocultar aquella terrible mirada, pero no lo conseguí. Sus ojos parecían burlarse de mí, y sus dientes,

brillando entre los labios entreabiertos, también. Asustada, llamé a José. Éste alborotó y gruñó, y se negó a

hacer nada con el cadáver.

-¡El diablo se ha llevado su alma! -gritó-. ¡Y por lo que dependa de mí, también cargará con sus restos!

¡Grandísimo malvado! Está enseñando los dientes a la muerte...

Y quiso imitar su lúgubre sonrisa para mofarse de él. Creí que hasta iba a bailar de alegría alrededor del

lecho. Sin embargo, recobró su compostura, e hincándose de rodillas y levantando las manos al cielo dio

gracias a Dios de que el amo legítimo y la antigua estirpe recuperasen al fin los derechos que les eran

propios.

Quedé abrumada, evocando con tristeza los antiguos tiempos. El pobre Hareton fue el que más se

disgustó de todos nosotros. Toda la noche veló junto al cadáver llorando con desconsuelo. Apretaba la

mano del muerto, besaba su áspero y sarcástico rostro, que sólo él se atrevía a mirar, y mostraba el dolor

real que brota siempre de los pechos nobles aunque sean duros como el acero mejor templado.

El doctor Kenneth se halló muy apurado para diagnosticar las causas de la muerte. No le hablé de que el

amo había pasado sin comer los cuatro últimos días, para evitar que ello nos produjera complicaciones. Por

mi parte, estoy segura de que aquello fue efecto y no causa de su rara enfermedad.

Se enterró como había ordenado, no sin que el vecindario se escandalizase. Hareton, yo, el sepulturero y

los seis hombres que transportaban el ataúd, compusimos todo el cortejo fúnebre. Los seis hombres se

marcharon después de que se bajó el ataúd a la fosa, pero nosotros nos quedamos aún. Hareton, lloroso,

cubrió la tumba de verde hierba. Creo que ahora su sepulcro está tan florido como los otros dos que se

hallan junto a él, y espero que su ocupante descanse en paz. Pero si preguntara usted a los campesinos le

contarían que el fantasma de Heathcliff se pasea por los contornos. Hay quien asegura haberle visto junto a

la iglesia y en los pantanos, y hasta dentro de esta casa. Eso son habladurías, diría usted, y yo opino lo

mismo. Y, no obstante, ese viejo que ve usted junto al fuego, en la cocina, jura que, desde que murió

Heathcliff, les ve a él y a Catalina Earnshaw, todas las noches de lluvia, siempre que mira por las ventanas

de su habitación. Y a mí me sucedió una cosa muy rara hace alrededor de un mes. Había ido a la «Granja»

una oscura noche que amenazaba tempestad, y al volver a las «Cumbres» encontré a un muchacho que

conducía una oveja y dos corderos. Lloraba desconsoladamente, y me figuré que los corderos eran rebeldes

y no se dejaban llevar.

-¿Qué te pasa? -le pregunté.

-Ahí abajo están Heathcliff y una mujer -balbució- y no me atrevo a pasar, porque quieren atraparme.

Yo no vi nada, pero ni él ni las ovejas quisieron seguir su camino, y entonces le dije que siguiera otro.

Seguramente iba pensando, mientras andaba a campo traviesa, en las tonterías que habría oído contar e

imaginaría ver el fantasma. Pero el caso es que ahora no me gusta salir de noche, ni me agrada quedarme

sola en esta casa tan sombría. No lo puedo remediar. Así que tendré una gran alegría en que los primos se

vayan a la «Granja.»

¿Así que se instalan en la «Granja»?

-En cuanto se casen, y piensan hacerlo el día de año nuevo.

-¿Quién se queda a vivir aquí?

-José, y quizá un mozo para acompañarle. Se arreglarán en la cocina y cerraremos el resto de la casa.

-A disposición de los espectros que quieran habitar en ella, ¿no?

-No, señor Lockwood -contestó Elena moviendo la cabeza-. Yo creo que los muertos reposan en sus

tumbas, pero, sin embargo, no se debe hablar de ellos con esa frivolidad.

Rechinó la puerta del jardín. Los paseantes volvían a casa.

Al verlos pararse en la puerta para mirar una vez más la luna -o más exactamente, para mirarse el uno al

otro a la luz lunar-, sentí otra vez un irresistible impulso de marcharme. Así que, deslizando un pequeño

obsequio en la mano de la señora Dean, y desoyendo sus protestas por la brusquedad con que me marchaba,

salí por la cocina mientras los novios abrían la puerta del salón. Esta manera de partir hubiera confirmado

las opiniones de José sobre los que suponía escarceos amorosos de su compañera de servicio, a no haberle

dado una garantía de mi honorable respetabilidad el sonido de una moneda de oro que arrojé a sus pies.

Al alejarme, di un rodeo para pasar al lado de la iglesia. Observé cuánto había avanzado en siete meses la

progresiva ruina del edificio. Más de una ventana ostentaba negros agujeros en lugar de cristales, y aquí y

allá sobresalían pizarras sobre el alero, desgastado por las lluvias del otoño.

A poco, vi las tres lápidas sepulcrales, colocadas en un terraplén, cerca del páramo. La del centro estaba

amarillenta y cubierta de matojos, la de Linton tan sólo ornada por el musgo y la hierba que crecían a su

pie, y la de Heathcliff completamente desnuda.

Yo me detuve allí, cara al cielo sereno. Y siguiendo con los ojos el vuelo de las libélulas entre las plantas

silvestres y las campanillas, y oyendo el rumor de la suave brisa entre el césped, me admiré de que alguien

pudiera atribuir inquietos sueños a los que descansaban en tan quietas tumbas.

FIN


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