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jueves, 8 de abril de 2010

DONDE CRUZAN LOS BRUJOS -- 1ªparte

DONDE CRUZAN LOS BRUJOS
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Introducción

Taisha Abelar es una de las tres mujeres que recibieron enseñan­zas y fueron entrenadas en una forma muy deliberada por unos brujos en México, bajo la dirección de don Juan Matus.

He escrito de manera extensa acerca de mi propia prepa­ración con él, pero nunca sobre el grupo específico al que pertenece Taisha Abelar. Existía el acuerdo tácito entre todos los que nos encontrábamos bajo la tutela de don Juan que yo no escribiría nada acerca de ellos.

He observado dicho acuerdo por más de veinte años. Es más, aunque todos nosotros hemos trabajado y vivido en estrecha proximidad, nunca hemos discutido nuestras experiencias per­sonales. De hecho, nunca hubo siquiera la oportunidad de inter­cambiar puntos de vista acerca de lo que don Juan o los brujos de su grupo nos hicieron a cada uno de nosotros.

Dicha condición no estaba ligada a la presencia de don Juan. Después de que él y su grupo partieron de este mundo, segui­mos adhiriéndonos a ella, puesto que no deseábamos gastar nuestra energía en revisar los acuerdos establecidos con ante­rioridad. Todo el tiempo y la energía a nuestra disposición han sido empleados en ratificar por nuestra propia cuenta todo lo que don Juan nos enseñó en forma tan empeñosa.

Don Juan nos enseñó que la brujería es un esfuerzo prag­mático por medio del cual cualquiera es capaz de percibir energía de manera directa. A fin de percibirla de esta manera, sostenía que debíamos liberarnos de nuestra forma normal de percibir. Liberarnos así y percibir energía de manera directa fue una tarea que requirió todos nuestros esfuerzos.

Un concepto de la brujería es que los parámetros de nuestra percepción normal nos han sido impuestos como parte del pro­ceso de adaptación social, no en forma por completo arbitraria pero con todo prescritos de manera forzosa. Uno de los aspectos de dichos parámetros obligatorios es el sistema de interpre­tación que convierte los datos sensoriales en unidades signifi­cativas, las cuales convierten al orden social en una estructura de interpretación.

Nuestro funcionamiento ordinario dentro del orden social requiere una adhesión ciega y fiel a todos sus preceptos, nin­guno de los cuales da cabida a la posibilidad de percibir energía de manera directa. Don Juan afirmaba, por ejemplo, que es posi­ble percibir a los seres humanos como campos energéticos en forma de enormes, blanquecinos huevos luminosos.

A fin de lograr la hazaña de aumentar nuestra capacidad de percepción requerimos energía interna. Por lo tanto, el proble­ma de proveerse de energía interna necesaria para cumplir con tal tarea se torna la principal preocupación de los estudiosos de la brujería.

Ciertas circunstancias pertinentes a nuestra condición del momento han permitido a Taisha Abelar escribir acerca de su preparación, que fue igual a la mía y no obstante del todo dis­tinta. Tardó mucho tiempo en esta tarea, porque primero debió adquirir los medios brindados por la brujería para escribir. El propio don Juan Matus me encargó la tarea de escribir acerca de su conocimiento. Y fue él quien estableció el ánimo apro­piado para esa tarea al advertir: "No escribas como escritor sino como brujo." Se refería a que lo hiciera en un estado de conciencia acrecentada que los brujos llaman ensueño. Taisha Abelar tardó muchos años en perfeccionar su ensueño al grado de convertirlo en el medio que los brujos usan para escribir.

En el mundo de don Juan los brujos, de acuerdo con su temperamento básico, se dividen en dos bandos complementarios: los ensoñadores y los acechadores. Los ensoñadores son los brujos que poseen una facilidad intrínseca para penetrar en estados de conciencia acrecentada mediante el control de sus sueños normales. El entrenamiento desarrolla dicha facilidad hasta convertirla en un arte: el arte de ensoñar. Los acechadores, por su parte, son los brujos que poseen la facilidad nata de tratar con hechos; son capaces de entrar en estados de conciencia acrecentada mediante el manejo y control de su propio comportamiento. El entrenamiento como brujo transforma esta capacidad natural en el arte del acecho.

Si bien todos los miembros del grupo de brujos encabezado por don Juan tenían un conocimiento global de ambas artes, eran asignados a un bando o al otro. Taisha Abelar fue adscrita a los acechadores e instruida por ellos. Su libro porta el sello de su estupenda preparación como acechadora.

Prefacio

He dedicado mi vida a la práctica de una rigurosa disciplina que llamamos "brujería", por falta de un nombre más apro­piado. También soy antropóloga, campo de estudios en el que ostento el doctorado. He puesto mis dos áreas de conocimiento en este orden particular porque primero me involucré con la brujería. Normalmente uno llega a ser antropólogo y luego realiza trabajos de campo sobre algún aspecto cultural, las prácticas de brujería, por ejemplo. En mi caso sucedió al revés: como estudiosa de la brujería fui a estudiar antropología.

A fines de los sesenta vivía en Tucson, Arizona, donde conocí a una mexicana llamada Clara Grau que me invitó a su casa en el estado mexicano de Sonora. Ahí hizo lo posible por introducirme en su mundo, porque Clara Grau era bruja y formaba parte de un grupo de dieciséis brujos. Algunos eran yaquis; otros, mexicanos de diversos orígenes y antecedentes, edades y sexos. La mayoría eran mujeres. Con firmeza, todos ellos perseguían el mismo objetivo: romper las disposiciones y los prejuicios perceptivos que nos aprisionan dentro de los límites del mundo cotidiano normal, impidiéndonos el paso a otros mundos perceptibles.

Para los brujos, romper con dichas disposiciones perceptivas significa atravesar una barrera y saltar hacia lo inimaginable. Llaman a este salto "donde cruzan los brujos". A veces se refieren a ello como "el vuelo abstracto", porque entraña volar del lado de lo concreto y físico al lado de la percepción acrecen­tada y las formas abstractas e impersonales.

Dichos brujos tenían interés en ayudarme a lograr el vuelo abstracto, a fin de que pudiera unirme a ellos en sus afanes fundamentales; y por ello, la instrucción académica se volvió parte esencial de mi preparación para llegar a donde cruzan los brujos. El líder del grupo de brujos del que yo formo parte ‑el nagual, según se le llama‑ es una persona con un gran interés en la erudición académica formal. Por consiguiente, todas las personas a su cargo deben desarrollar y ejercitar el pensamiento abstracto y lúcido que sólo se adquiere en una universidad moderna.

Como mujer, la obligación de satisfacer este requisito fue aún mayor. Desde la temprana infancia se suele condicionar a las mujeres en general para depender de los varones de nuestra sociedad en la formación de conceptos y la iniciación de cam­bios. Los brujos que me instruyeron sostenían opiniones muy firmes a este respecto. Según ellos, es indispensable que las mujeres desarrollen su intelecto e incrementen su capacidad para el análisis y la abstracción, a fin de comprender mejor el mundo que las rodea.

Además, la preparación del intelecto constituye una autén­tica estratagema de brujo. Al mantener la mente ocupada en forma deliberada con el análisis y el raciocinio, los brujos se encuentran libres para explorar sin trabas otras áreas de la per­cepción. Dicho de otra manera, mientras nuestro lado racional se entretiene con el formalismo de los estudios académicos, el lado no racional, llamado "el doble" o "el cuerpo energético" por los brujos, se mantiene ocupado con las tareas de la brujería. En tal forma, resulta menos probable que la mente suspicaz y analítica interfiera o incluso se dé cuenta de lo que sucede en el nivel no racional.

La contraparte de mi preparación académica fue el incre­mento de mi conciencia y percepción: juntos, estos dos esfuer­zos nos llevan al total desarrollo de nuestro ser. Transformados en una sola unidad, me sacaron de la actitud de dar por sentada la vida para la que fui criada y para la cual fui educada como mujer; y me condujeron a una nueva área de posibilidades perceptivas muchísimo más amplias de las que me tenía reser­vadas el mundo normal.

No pretendo afirmar que mi compromiso con el mundo de la brujería haya bastado, por sí solo, para asegurar mi éxito en este sentido. La atracción del mundo diario es tan fuerte y constante que todos los brujos, pese a la más asidua disciplina, una y otra vez se hallan sumidos en lo más vil del terror, la estupidez y la preocupación por sí mismos, como si su disci­plina no sirviese para nada. Mis maestros me advirtieron que yo no era la excepción y que sólo una lucha implacable librada de minuto a minuto consigue contrarrestar la estupidizante, pero natural insistencia a resistir cualquier cambio.

Tras examinar cuidadosamente mis objetivos finales he lle­gado ‑junto con mis compañeros‑ a la conclusión de que he de describir mi preparación, a fin de recalcar para quienes van en pos de lo desconocido la importancia de desarrollar la capaci­dad de percibir más de lo que nos es posible con la percepción normal. Tal aumento de la percepción debe constituir una nue­va forma, mesurada y pragmática, de percibir. De ningún modo puede constituir, simplemente, la continuación de la percep­ción del mundo cotidiano.

Los sucesos narrados por mí en este texto tratan sobre las etapas iniciales del entrenamiento de un brujo acechador. Esta fase entraña depurar las maneras habituales de pensar, actuar y sentir por medio de una empresa tradicional de la brujería llamada la "recapitulación", que todos los neófitos deben llevar a cabo. Como complemento de la recapitulación se me enseñó una serie de prácticas llamadas "pases brujos", combinación de movimiento y respiración. A fin de dar a dichas prácticas la coherencia adecuada, mi instrucción incluyó las explicaciones de las premisas filosóficas correspondientes.

El objetivo de todo lo que aprendí fue redistribuir y aumentar mi energía normal con el fin de realizar con ella la percepción fuera de lo ordinario que es parte del entrenamiento en la brujería. Este entrenamiento se basa en la idea de que, una vez roto, por medio de la recapitulación, el patrón compulsivo de los hábitos, pensamientos, expectativas y sentimientos, uno se encuentra, de manera indisputable, en situación de acumular energía suficiente para vivir de acuerdo con las premisas brindadas por la tradición de la brujería, así como para probar dichas premisas mediante la percepción directa de una realidad diferente.


DONDE CRUZAN LOS BRUJOS

Taisha Abelar

Con afecto para todos los viajeros que se adentran a lo desconocido

1

Caminé hasta un lugar solitario, alejado de la carretera y el paso de la gente, para dibujar las sombras que las primeras horas de la mañana proyectaban sobre los extraordinarios cerros de lava que bordean el Gran Desierto en el sur de Arizona. Las rocas dentadas de color café oscuro centelleaban al estallar sobre sus picos los rayos del sol. El suelo a mi alrededor estaba salpicado de enormes trozos de piedra porosa, vestigios de la lava derra­mada por una gigantesca erupción volcánica. Poniéndome cómoda sobre una gran peña, me olvidé de todo dejándome ab­sorber por el trabajo, como a menudo me ocurría en ese lugar austero y hermoso. Había terminado de esbozar los promonto­rios y las depresiones de los cerros distantes cuando reparé en una mujer que me estaba observando. Me irritó sobremanera que alguien se atreviese a invadir mi soledad y me esforcé al máximo por hacer caso omiso de ella. Sin embargo, cuando se acercó para observar mi trabajo me volví enfadada para en­cararla.

Los altos pómulos y el cabello negro que le llegaba a los hombros le daban un aspecto eurasiático. Su cutis era terso y cremoso, lo cual dificultaba calcular su edad; podía tener cual­quier cosa entre treinta y cincuenta años. Medía tal vez unos cinco centímetros más que yo, es decir, aproximadamente un metro con setenta y cinco centímetros, pero debido a su com­plexión robusta daba la impresión de ser mucho más alta. Sus pantalones de seda negros y la chaqueta estilo oriental que llevaba parecían cubrir un cuerpo en excelentes condiciones físicas.

Me fijé en sus ojos, que eran verdes y resplandecientes. Bajo su destello amistoso se esfumó mi enojo y de improviso me hallé haciéndole una pregunta tonta:

-¿Usted vive por aquí?

-No ‑replicó, avanzando hacia mí‑. Voy camino al puesto fronterizo de Sonoyta. Me detuve a estirar las piernas y llegué hasta este sitio desolado. El encontrar a una persona aquí, tan lejos de todo, me sorprendió tanto que no pude más que entro­meterme de esta manera. Permita que me presente. Me llamo Clara Grau.

Alargó la mano. Se la estreché y sin la menor vacilación empecé a contarle que al nacer yo había recibido el nombre de Taisha, pero que posteriormente no les pareció a mis padres lo bastante típico de los Estados Unidos. Comenzaron a decirme Martha, por mi madre. Por mi parte, ya que detestaba este nombre, decidí adoptar el de Mary.

‑¡Qué interesante! ‑dijo la mujer, pensativa‑. Tiene tres nom­bres muy diferentes. La llamaré Taisha, puesto que es su nombre original.

Me dio gusto que hubiera seleccionado ese nombre. Era el que yo misma había terminado por elegir. Aunque al principio estuve de acuerdo con mis padres en que sonaba demasiado extranjero, sentí tal aversión por el nombre de Martha que acabé por hacer de Taisha mi nombre secreto.

Con tono severo, que de inmediato ocultó tras una sonrisa benigna, la mujer me bombardeó con una serie de afirmaciones disfrazadas de preguntas.

‑Usted no es de Arizona ‑empezó.

Respondí con la verdad, lo cual resultaba insólito en vista de mi costumbre de tratar con cautela a las personas, sobre todo a los desconocidos.

-Vine a Arizona hace un año para trabajar.

-No ha de tener más de veinte años.

‑Cumpliré veintiuno en un par de meses.

-Tiene un ligero acento. No parece ser de los Estados Unidos, pero no consigo identificar su nacionalidad exacta.

‑Soy estadounidense, pero de niña viví en Alemania -in­diqué‑. Mi padre es de aquí y mi madre de Hungría. Dejé mi casa al ir a la universidad y no he vuelto. Es extraño, pero no quiero tener nada que ver con mi familia.

-Me imagino que no se llevaba bien con ellos.

-No. Me sentía muy infeliz. No veía la hora de irme de casa.

Sonrió y asintió con la cabeza, como si también conociera ese deseo de escapar.

-¿Es casada? -preguntó.

-No. No tengo a nadie en el mundo.

Pronuncié la frase con el dejo de autocompasión que siempre me invadía al hablar sobre mí misma.

No hizo ningún comentario al respecto. Sólo siguió hablan­do con calma y precisión, como para darme confianza y al mismo tiempo comunicar toda la información posible acerca de sí misma con cada una de sus frases.

Mientras hablaba guardé los lápices para dibujar en su estu­che, aunque sin apartar los ojos de su rostro. No quería darle la impresión de no estarle haciendo caso.

-Fui hija única y mis padres han muerto ‑señaló‑. La familia de mi padre es mexicana, de Oaxaca. La de mi madre es es­tadounidense de ascendencia alemana. Son del este del país, pero ahora viven en Phoenix. Acabo de asistir a la boda de uno de mis primos.

‑¿Usted también vive en Phoenix? -pregunté.

‑Pasé la mitad de mi vida en Arizona y la otra en México -re­plicó‑. Desde hace algunos años tengo mi casa en el estado mexicano de Sonora.

Me puse a cerrar mi portafolio. Conocer y hablar con esa mujer me había impresionado a tal grado que definitivamente no podría trabajar más ese día.

-También he viajado al Lejano Oriente -afirmó, con lo que reconquistó mi atención‑. Ahí aprendí el arte de la acupuntura, además de las marciales y curativas. Incluso estuve varios años en un templo budista.

-¿De veras?

Eché una mirada a sus ojos. Su expresión era propia de una persona que meditaba mucho. Eran ardientes y al mismo tiempo serenos.

-Tengo mucho interés en el Lejano Oriente -señalé-, sobre todo en Japón. También estudié budismo y artes marciales.

-¿De veras? ‑respondió, en el mismo tono que yo‑. Ojalá pudiera revelarle mi nombre budista, pero los nombres secretos no deben darse a conocer salvo en las circunstancias apropiadas.

-Yo le revelé mi nombre secreto ‑dije, apretando las correas de mi portafolio.

‑Sí, Taisha, lo hizo y eso significa mucho para mí ‑replicó con excesiva seriedad‑. Como sea, por lo pronto sólo caben las in­troducciones.

-¿Trae coche? -pregunté, escudriñando los alrededores.

-Estaba a punto de hacerle la misma pregunta ‑contestó.

-Dejé mi coche como a medio kilómetro de aquí al lado de un camino de terracería. ¿Y el suyo?

-¿Tiene un Chevrolet blanco? -preguntó alegremente.

‑Sí.

-Entonces mi carro está estacionado junto al suyo.

Soltó una risita entrecortada, como si hubiera dicho algo gra­cioso. Me sorprendió la irritación que me causó su risa.

-Tengo que irme -indiqué‑. Me dio mucho gusto conocerla. ¡Adiós!

Eché a caminar hacia mi coche, pensando que ella se quedaría a admirar el paisaje.

-No nos despidamos todavía -protestó‑. La acompaño.

Nos fuimos caminando. Junto a mis cuarenta y nueve kilos, aquella mujer parecía una enorme roca. Su región abdominal era redonda y llena de fuerza. Causaba la sensación de haber podido fácilmente ser obesa, pero no lo era.

‑¿Puedo hacerle una pregunta personal, señora Grau? -dije, sólo para interrumpir el incómodo silencio.

Se detuvo para volverse hacia mí.

-No soy la señora de nadie ‑replicó bruscamente‑. Soy Clara Grau. Y no me trates tan formalmente. Dime Clara y sí, pregún­tame lo que quieras.

‑El matrimonio no parece agradarte mucho ‑comenté ante el tono de su respuesta.

Por un instante me dirigió una mirada temible, pero la suavizó en el acto.

-Definitivamente no me agrada la esclavitud -explicó-; pero no sólo en lo que atañe a las mujeres. ¿Qué era lo que querías preguntarme?

Su reacción había sido tan inesperada que me hizo olvidar lo que iba a preguntar, y la observé con tal insistencia que me dio vergüenza.

‑¿Por qué caminaste tan lejos, hasta este sitio en particular? ‑me apuré a preguntar.

-Vine aquí porque este es un lugar de mucha energía.

Señaló las formaciones distantes de lava.

-Esos cerros fueron arrojados desde el corazón de la Tierra, como sangre. Siempre que estoy en Arizona me doy una vuelta para venir aquí. Este sitio rezuma una energía terrestre muy especial. Ahora permíteme que te haga la misma pregunta. ¿Por qué elegiste este lugar?

-Vengo aquí a menudo. Es mi lugar preferido para dibujar.

No lo había dicho como chiste, pero ella rompió a reír.

‑¡Ese detalle lo decide todo! -exclamó; luego continuó en tono más sosegado‑. Voy a proponerte algo que quizá te pa­rezca disparatado o incluso arriesgado, pero escúchame. Me gustaría que me acompañaras a mi casa a pasar unos días conmigo como mi invitada.

Alcé la mano para dar las gracias y rechazar su invitación, pero me instó a pensarlo. Aseveró que nuestro interés común por el Lejano Oriente y las artes marciales merecía un serio intercambio de ideas.

‑¿Dónde vives? -pregunté.

‑Cerca de la ciudad de Navojoa.

-Pero eso está a más de seiscientos kilómetros de aquí.

‑Sí, queda bastante lejos. Pero es tan hermoso y tranquilo que seguramente te gustaría.

Guardó silencio por un momento, como si esperase una respuesta.

-Además, tengo la impresión de que no estás ocupada con nada definido por el momento ‑prosiguió‑, y que te es difícil encontrar qué hacer. Bueno, tal vez venir a mi casa sea justo lo que te ayude.

Tenía razón con respecto al hecho de que yo no tenía la menor idea de qué hacer con mi vida. Acababa de dejar un empleo de secretaria a fin de ponerme al día con mis trabajos artísticos. Por otra parte, definitivamente no sentía ningún deseo de ir como invitada a la casa de nadie.

Miré a mi alrededor, escudriñando el terreno en busca de al­gún indicio que me revelara qué hacer. Nunca había podido explicar de dónde saqué la idea de que era posible recibir ayuda o pistas del medio ambiente, pero normalmente solía obtener­la en esta forma. Aplicaba una técnica que parecía haber apare­cido de la nada; por medio de ella, había conseguido muchas veces hallar opciones antes ignoradas por mí. Por lo común dejaba vagar mis pensamientos mientras fijaba los ojos en el horizonte meridional, aunque no tenía la menor idea de por qué elegía siempre el Sur. Tras unos minutos de silencio, por lo general me llegaba una revelación que me ayudaba a decidir qué hacer o cómo proceder en una determinada situación.

Fijé la mirada en el horizonte del Sur al caminar. De súbito vi el tenor de mi vida tendido delante de mí, igual que el desierto árido. Puedo afirmar sinceramente que, a pesar de saber que el desierto de Sonora abarcaba todo el sur de Arizona, un poco de California y la mitad del estado mexicano de Sonora, nunca antes había reparado en lo solitario y desolado que era ese páramo.

Tardé un momento en asimilar el impacto de haber des­cubierto que mi vida eran tan vacía y estéril como ese desierto. Había roto relaciones con mi familia y no tenía una familia propia. Ni siquiera había expectativas para mi futuro. No tenía trabajo. Por un tiempo viví de la pequeña herencia recibida de la tía cuyo nombre portaba, pero este ingreso se había agota­do. Me encontraba completamente sola en el mundo. La vastedad que se extendía a mi alrededor, severa e indiferente, despertó en mi interior un avasallador sentimiento de autocompasión. Sentí necesidad de un alma amiga, de alguien que rompiera con la soledad de mi vida.

Sabía que sería absurdo aceptar la invitación de Clara y lanzarme de cabeza a una situación desconocida que sería in­capaz de controlar, pero algo en la franqueza de su manera de ser y en su vitalidad física despertaron en mí una inmensa curiosidad y un gran respeto hacia ella. Me di cuenta de que admiraba e incluso envidiaba su belleza y fuerza. Me pareció una mujer sumamente llamativa y fuerte, independiente, confiada e indiferente, pero no dura ni carente de humor. Poseía justo las cualidades que siempre había anhelado para mí misma. Y más que ninguna otra cosa, su presencia parecía disipar mi aridez. Hacía vibrar el espacio a su alrededor, lo colmaba de energía y de posibilidades sin límite.

Con todo, yo tenía la costumbre inflexible de no aceptar invitaciones a la casa de nadie, mucho menos de alguien a quien acababa de conocer en la soledad del desierto. Tenía un pe­queño departamento en Tucson y aceptar invitaciones, en mi opinión, me obligaba a corresponder, a lo cual no estaba dis­puesta. Por un momento me quedé inmóvil, sin saber qué camino tomar.

-Por favor di que sí -me instó Clara‑. Significaría mucho para mí.

-Bien, supongo que sí podría ir a tu casa ‑repliqué sin con­vicción alguna, queriendo decir lo opuesto.

Me miró, regocijada. Disfracé el pánico que me nació de inmediato con un despliegue de buen humor que estaba lejos de sentir.

-Me servirá cambiar de ambiente ‑afirmé‑. ¡Será como una aventura!

Inclinó la cabeza en señal de aprobación.

-No te arrepentirás ‑declaró, con una confianza que ayudó a disipar mis dudas‑. Podremos practicar artes marciales juntas.

Efectuó unos cuantos movimientos rápidos con la mano, con gracia y fuerza al mismo tiempo. Me pareció incongruente que esa mujer robusta pudiese ser tan ágil.

-¿Qué estilo específico de artes marciales estudiaste? -pre­gunté al notar que con facilidad adoptaba la posición del com­bate con lanza larga.

-En el Oriente estudié todos los estilos y ninguno en particu­lar ‑replicó, insinuando apenas una sonrisa‑. Con mucho gusto te los mostraré cuando estemos en mi casa.

Recorrimos el resto del camino en silencio. Al llegar al sitio donde estaban estacionados los coches, guardé mis cosas en la cajuela y esperé a que Clara dijera algo.

-Bien, vámonos ‑dijo‑. Yo iré adelante. ¿Manejas rápido o lento, Taisha?

‑Como una tortuga.

-Yo también. La vida en China me curó de las prisas.

‑¿Puedo hacerte una pregunta sobre China, Clara?

-Por supuesto. Ya te dije que puedes preguntar lo que quieras sin necesidad de pedir permiso.

-Debes haber viajado a China antes de la Segunda Guerra Mundial, ¿verdad?

‑Oh, sí. Estuve ahí hace una eternidad. Me imagino que tú no habrás viajado nunca a la China continental.

-No. Sólo estuve en Taiwan y en Japón.

-Las cosas eran distintas antes de la guerra, por supuesto ‑dijo Clara, pensativa‑. El lazo con el pasado aún estaba intacto. Ahora todo se ha roto.

No sé por qué me dio miedo preguntarle a qué se refería. En cambio, pregunté cuánto tardaríamos en llegar a su casa. Clara se mostró inquietantemente vaga al respecto; sólo me advirtió que me preparase para un viaje arduo. Enseguida su tono se suavizó, y agregó que mi valor la complacía sobremanera.

-Acompañar con esta facilidad a una desconocida es una im­prudencia total -indicó‑ o bien, una muestra de gran audacia.

-Por lo común soy muy cautelosa -expliqué-, pero ahora ni me reconozco.

Era la verdad, y entre más pensaba en mi inexplicable com­portamiento, más se intensificaba mi desazón.

‑Cuéntame un poco más acerca de ti -pidió amablemente. Como para tranquilizarme, se acercó hasta la portezuela de mi coche.

De nueva cuenta comencé a revelar información verídica sobre mí.

-Mi madre es húngara, pero proviene de una vieja familia austríaca -indiqué‑. Conoció a mi padre en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los dos trabajaban en un hospital de campaña. Después de la guerra se mudaron a los Estados Unidos y luego fueron a Sudáfrica.

‑¿Por qué a Sudáfrica?

-Mi madre quería ver a unos parientes que vivían ahí.

‑¿Tienes hermanos o hermanas?

-Tengo dos hermanos que se llevan un año. El mayor tiene veintiséis ahora.

Tenía los ojos fijos en mí. Con una facilidad sin precedentes me desahogué de sentimientos dolorosos que había reprimido siempre. Le conté que mi infancia fue muy solitaria. Mis her­manos no me hicieron caso nunca, porque era niña. De chica solían atarme con una cuerda y engancharme a un poste, como un perro, mientras ellos corrían y jugaban fútbol en todo el patio. A mí sólo me quedaba jalar de la cuerda y ver cómo se divertían. Después, cuando ya era más grande, me ponía a co­rrer tras ellos. No obstante, para entonces ambos tenían bicicle­ta y siempre me quedaba atrás. Cuando me quejaba con mi madre, su respuesta habitual era que así son los niños y que yo debía jugar con muñecas y ayudar en la casa.

-Tu madre te educó a la tradicional manera europea ‑señaló Clara.

-Ya lo sé, pero eso no me sirve de consuelo.

Una vez empezando, no parecía haber manera de dejar de ha­blar acerca de mi vida. Le conté que yo tenía que quedarme en casa, mientras mis hermanos se iban de viaje y después a la escuela. Deseaba vivir las mismas aventuras que ellos, pero según mi madre las niñas debíamos aprender a tender camas y a plan­char la ropa. "Es aventura suficiente cuidar a una familia -solía decir‑. Las mujeres nacemos para obedecer." Estaba al borde de las lágrimas cuando le conté a Clara que, desde que tenía uso de razón, debía servir a tres amos: mi padre y mis dos hermanos.

‑Suena bastante pesado ‑comentó.

-Era horrible. Me fui de casa para alejarme lo más posible de ellos -expliqué‑. Y también para vivir aventuras. Sin embargo, hasta ahora no he conocido mucha diversión ni grandes emo­ciones. Supongo que simplemente no fui criada para vivir una vida feliz y despreocupada.

Describir mi vida a una completa desconocida me provocó un estado de extrema ansiedad. Me callé y miré a Clara, en espera de una reacción que aliviara mi ansiedad o bien la incrementara al punto de hacerme cambiar de opinión y no acompañarla después de todo.

-Bueno, al parecer sólo hay una cosa que sabes hacer muy bien y no veo por qué no habrías de aprovecharla al máximo ‑declaró.

Pensé que se refería a mi talento para dibujar o pintar, pero agregó, para mi total mortificación:

-Lo único que sabes hacer bien es sentir lástima por ti misma.

Apreté los dedos en el tirador de la portezuela.

-No es cierto -protesté‑. ¿Quién te crees para decirme eso?

Rompió a reír y meneó la cabeza.

-Tú y yo somos muy parecidas -indicó‑. Nos enseñaron a ser pasivas, serviles y a adaptarnos a las circunstancias, pero por dentro estamos hirviendo. Somos como un volcán a punto de hacer erupción, y lo que aumenta nuestra frustración aún más es el hecho de no tener sueños o expectativas, excepto el de conocer algún día al hombre perfecto que nos rescatará de nuestra infelicidad.

Me dejó sin habla.

-¿Y bien? ¿Tengo razón? ¿Tengo razón? -preguntó una y otra vez‑. Sé sincera. ¿Tengo razón o no?

Apreté los puños, dispuesta a insultarla. Clara esbozó una sonrisa cálida. Emanaba tal vigor y bienestar que no sentí necesidad de mentir o de ocultar mis sentimientos.

‑Sí, diste justo en el clavo -admití.

Tuve que aceptar que sólo otorgaba sentido a mi monótona existencia, además de mi trabajo artístico, la vaga esperanza de algún día conocer a un hombre que me comprendiera y supiera apreciar que era una persona especial.

-A lo mejor tu vida va a cambiar y engrandecer -afirmó en tono promisorio.

Se subió a su coche y con la mano me señaló que la siguiera. En ese momento me di cuenta de que Clara no me había preguntado si llevaba pasaporte, ropa o dinero suficientes, o si tenía otras obligaciones. El hecho no me asustó ni me desalentó. No sé por qué, pero al soltar el freno de mano y ponerme en movimiento, estaba segura de haber tomado la decisión co­rrecta. Quizá mi vida iba a cambiar después de todo.

2

Después de manejar continuamente por más de tres ho­ras, nos detuvimos a comer en la ciudad de Guaymas. Mientras esperaba que llegara la comida, eché un vistazo a la estrecha calle que bordeaba la bahía. Un grupo de muchachos sin camisas pateaba una pelota; más allá, unos obreros colocaban ladrillos en una obra; otros más tomaban su descanso de mediodía bebien­do refrescos de botella, apoyados en unos montones de sacos de cemento sin abrir. No pude menos que pensar que en México todo parecía más ruidoso y polvoriento.

-En este restaurante sirven un caldo de tortuga exquisito ‑dijo Clara, recuperando mi atención.

Justo en ese momento una sonriente mesera, dueña de un diente incisivo de color plateado, colocó dos tazones del caldo en la mesa. Clara intercambió unas palabras cordiales con ella en español, antes de que la mesera se apurara a atender a otros clientes.

-No he probado nunca el caldo de tortuga ‑comenté al tomar una cuchara y examinarla para ver si estaba limpia.

-Te espera un verdadero agasajo ‑replicó Clara, observando cómo limpiaba la cuchara con una servilleta de papel.

Con renuencia probé una cucharada de caldo. Los trocitos de carne blanca que flotaban en una cremosa base de jitomate en efecto eran deliciosos.

Tomé varias cucharadas de caldo antes de preguntar:

‑¿De dónde sacan las tortugas?

Clara señaló por la ventana.

-De esta bahía.

Un apuesto hombre de edad madura que estaba sentado a la mesa al lado de la nuestra volvió hacia mí y me guiñó el ojo. Su gesto me pareció más un intento por hacerse el gracioso que una insinuación sexual. Se inclinó hacia mí, como si le hubiéra­mos dirigido la palabra.

-La tortuga que está comiendo ahora era muy grande ‑dijo en inglés, con un marcado acento.

Clara me miró y alzó las cejas, como si no pudiera creer tanta audacia por parte de un desconocido.

-Esta tortuga era tan grande que alimentaría a una docena de personas hambrientas -prosiguió el hombre‑. Las atrapan en el mar. Se requiere varios hombres para agarrar a una sola.

‑Supongo que las arponean como a las ballenas ‑comenté.

El hombre hábilmente acercó su silla a nuestra mesa.

-No, creo que usan grandes redes ‑afirmó‑. Luego las apo­rrean hasta dejarlas inconscientes, antes de abrirles los vientres. Así la carne no se pone demasiado dura.

Mi apetito se esfumó. Lo último que deseaba era que un agresivo e insensible desconocido se pasara a nuestra mesa, pero no sabía cómo manejar la situación.

‑A propósito de comida, Guaymas tiene fama por sus cama­rones gigantes -continuó el hombre con una sonrisa cauti­vadora‑. Permítanme pedirles unos.

-Ya lo hice ‑replicó Clara bruscamente.

En ese momento regresó nuestra mesera, cargando un plato rebosante de los camarones más grandes que había visto en mi vida. Hubieran bastado para un banquete y definitivamente era mucho más de lo que Clara y yo podríamos comer, por mucha hambre que tuviésemos.

Nuestro indeseable compañero me miró, a la espera de una invitación para compartir nuestra comida. De haber estado sola, hubiera logrado pegarse aun contra mi voluntad. Sin embargo, Clara tenía otros planes y reaccionó de manera deci­siva. Se puso de pie con agilidad felina, enfrentó al hombre adoptando una actitud amenazadora y lo miró directamente a los ojos.

‑¡Vete a la chingada, pendejo! -vociferó en español‑. ¡Cómo te atreves a sentarte en nuestra mesa! ¡Mi sobrina no es ninguna pinche puta!

Su actitud emanaba tal fuerza y el tono de su voz era tan ofensivo que se paralizó toda actividad en el lugar. Todos los ojos se clavaron en nuestra mesa. El hombre se encogió de manera tan lastimosa que sentí pena por él. Se escurrió de la silla y salió del restaurante casi reptando.

‑Sé que has sido entrenada para dejar que los hombres te saquen ventaja por el simple hecho de ser hombres ‑comentó Clara una vez que se había vuelto a sentar‑. Siempre has trata­do con amabilidad a los hombres y te han chupado todo lo que tienes. ¡¿No sabías que los hombres se alimentan de la energía de las mujeres?!

Sentía demasiada vergüenza para discutir con ella. Percibía todas las miradas en el lugar fijas sobre mí.

-Dejas que te mangoneen porque les tienes lástima -pro­siguió Clara‑. En lo más recóndito de tu corazón ansías cuidar a un hombre, a cualquier hombre. Si ese idiota hubiera sido mujer, tú misma no hubieras permitido nunca que se sentara a nuestra mesa.

Había perdido el apetito por completo. Me enfurruñé, pen­sativa.

-Veo que toqué una llaga ‑indicó Clara, con una sonrisa vana.

-Armaste un escándalo; fuiste grosera ‑declaré con tono de reproche.

-Es cierto ‑replicó, riéndose‑. Pero casi lo maté del susto.

Su expresión era tan franca y parecía tan feliz que por fin pude reír, al recordar el sobresalto del hombre.

‑Soy igual que mi madre ‑rezongué‑. Consiguió hacer de mí un ratón en lo que se refiere a los hombres.

En el instante en que di expresión a este pensamiento, desa­pareció mi depresión y volví a sentir hambre. Me acabé casi todo el plato de camarones.

-No hay nada que se compare a principiar una nueva etapa en la vida con la barriga llena y el corazón contento ‑declaró Clara.

Una punzada de temor me confirió una sensación de pesa­dez en el estómago. A causa de toda la emoción se me había pasado por completo interrogar a Clara acerca de su casa. Tal vez era una choza, como las que había visto al lado del camino durante todo el viaje. ¿Qué clase de comida me serviría? Quizá ésa sería mi última comida buena. ¿Podría tomar el agua? Me imaginé enferma de agudos problemas intestinales. No sabía cómo preguntar a Clara acerca del alojamiento, sin parecer ofensiva o malagradecida. Clara me miró con ojos críticos. Pareció percibir mi agitación.

-México es un lugar duro ‑afirmó‑. No es posible bajar la guardia ni por un instante. Pero ya te acostumbrarás.

"El norte del país es aún más severo que el resto. La gente lle­ga en tropel en busca de trabajo o para hacer escala antes de cruzar la frontera con los Estados Unidos. Vienen por trenes enteros. Algunos se quedan y otros viajan al interior en vagones de carga, para trabajar en las gigantescas empresas agrícolas pertenecientes a corporaciones privadas. Sin embargo, la co­mida y el trabajo simplemente no alcanzan para todos, de modo que la mayoría de ellos se van de braceros a los Estados Unidos.

Me acabé cada gota de caldo; de dejar algo, me hubiera sen­tido culpable.

‑Cuéntame más acerca de esta región, Clara.

-Todos los indígenas de aquí son yaquis reubicados en So­nora por el gobierno mexicano.

‑¿Quieres decir que no han estado aquí siempre?

-Esta es su tierra ancestral ‑explicó Clara‑, pero en los años veinte y treinta fueron desarraigados y enviados por decenas de miles al centro de México. Luego, a fines de la década de los cuarenta, los trajeron de regreso al desierto de Sonora.

Clara se sirvió un poco de agua mineral; también llenó mi vaso.

-La vida es dura en el desierto de Sonora -prosiguió‑. Como pudiste observar en el camino, esta tierra es austera e inhóspi­ta. Los indígenas no tuvieron otra opción que poblar la zona del que fuera el río Yaqui. Ahí, en la antigüedad, los primeros yaquis construyeron sus pueblos sagrados y los habitaron por cientos de años, hasta que llegaron los españoles.

‑¿Pasaremos por esos pueblos? -pregunté.

-No. No tenemos tiempo. Quiero llegar a Navojoa antes de que oscurezca. Quizá algún día hagamos una excursión para visitar los pueblos sagrados.

-¿Por qué son sagrados?

‑Según los indígenas, la ubicación de cada pueblo a lo largo del río simbólicamente corresponde a un sitio en su mundo mí­tico. Al igual que los montes de lava en Arizona, esos sitios son lugares de poder. Los indígenas poseen una mitología muy rica. Creen que pueden entrar a un mundo de sueños y salir de él de un momento a otro. Verás, su concepto de la realidad es distinto al nuestro.

"De acuerdo con los mitos yaquis, esos pueblos también existen en el otro mundo ‑continuó Clara‑ y es de ese reino etéreo que reciben su poder. Se dicen la gente sin razón, para diferenciarse de nosotros, la gente con razón.

-¿Qué clase de poder reciben? ‑pregunté.

-Su magia, brujería y conocimiento. Todo eso proviene di­rectamente del mundo de los sueños. Y ese mundo se encuentra descrito en sus leyendas y cuentos. Los yaquis poseen una rica y extensa historia oral.

Miré el restaurante atestado a mi alrededor. Me pregunté cuáles de las personas sentadas ante las mesas serían indígenas, y cuáles mexicanas. Algunos de los hombres eran altos y nervudos; otros, bajos y regordetes. Toda la gente tenía un aspecto extranjero para mí; en secreto me sentía superior y definitivamente fuera de lugar.

Clara se acabó los camarones, los frijoles y el arroz. Yo me sentía abotagada, pero a pesar de mis protestas insistió en pedir flan como postre.

‑Será mejor que te llenes -indicó con un guiño del ojo‑. No se sabe nunca cuándo se podrá comer otra vez o en qué consis­tirá esa comida. Aquí en México siempre consumimos la caza del día.

Sabía que se estaba burlando de mí y con todo reconocí cierta verdad en sus palabras. Había visto un burro muerto antes, debido a un choque con un coche en la carretera. Sabía que las áreas rurales carecían de refrigeración y que por lo tanto la gente comía la carne que tuviese a su disposición. No pude más que preguntarme en qué consistiría mi próxima comida. Sin de­cir nada, decidí limitar mi estancia con Clara a sólo un par de días.

En un tono más serio, Clara continuó su exposición.

-Las cosas fueron de mal en peor para los indígenas aquí ‑indicó‑. Cuando el gobierno construyó una presa, como parte de un proyecto hidroeléctrico, modificó en forma tan drástica el rumbo del río Yaqui que la gente tuvo que empacar sus cosas y establecerse en otra parte.

El rigor de esa clase de vida contrastaba con mi propia infancia, en la que siempre hubo suficiente alimento y comodi­dades. Me pregunté si el venir a México tal vez no fuese ex­presión de un profundo deseo por obrar un cambio completo en mi vida. Siempre había buscado aventuras, pero ahora que me hallaba inmersa en una me llenó el pavor a lo desconocido.

Comí un poco de flan y desterré de mi mente el pavor que se había establecido en mí desde que conocí a Clara. A pesar de ello, me agradaba su compañía. Por el momento me encon­traba bien alimentada con camarones gigantes y caldo de tortu­ga, aunque tal vez fuese mi última comida sustanciosa, según diera a entender la propia Clara; decidí confiar en ella y permitir que se desarrollara la aventura.

Clara insistió en pagar la cuenta. Llenamos los tanques con gasolina y salimos otra vez a la carretera. Después de manejar varias horas más, llegamos a Navojoa. No nos detuvimos en la población sino que la atravesamos, abandonando la carretera panamericana para tomar por un camino de grava hacia el Este. Era media tarde. No me sentía en absoluto cansada; de hecho, había disfrutado el resto del viaje. Entre más avanzamos hacia el Sur, más percibía que una sensación de felicidad y bienestar reemplazaba a mi habitual estado neurótico y deprimido.

Tras manejar por más de una hora por un camino desigual, Clara se salió de él y me señaló que la siguiera. Rodamos sobre el suelo duro que bordeaba un alto muro rematado por una buganvilla en flor. Nos estacionamos sobre un área de tierra firmemente apisonada en el extremo del muro.

‑Aquí es donde vivo -me gritó al apearse lentamente de su coche.

Me acerqué a ella. Se veía cansada y parecía haber aumen­tado de tamaño.

-Te ves tan fresca como cuando salimos ‑comentó‑. Ah, ¡las maravillas de la juventud!

Del otro lado del muro, escondida completamente por árbo­les y densos arbustos, se alzaba una enorme casa con tejas, ventanas provistas de rejas y varios balcones. Aturdida, seguí a Clara a través de una puerta de hierro forjado, un patio de ladrillos, otra pesada puerta de madera, hasta entrar a la casa por la parte de atrás. La losas que cubrían el piso del vestíbulo fresco y vacío realzaban la austeridad de las paredes encaladas y las vigas oscuras de madera en el techo. Lo cruzamos para entrar a una amplia sala.

Las paredes blancas estaban bordeadas por azulejos exquisi­tamente pintados. Dos sofás impecables de color beige y cuatro sillones se agrupaban alrededor de una pesada mesa de centro de madera. Encima de la mesa había unas revistas abiertas en inglés y en español. Tuve la impresión de que alguien las había estado leyendo, sentado en uno de los sillones, pero que se fue apresuradamente al entrar nosotras por la puerta del fondo.

-¿Qué opinas de mi casa? -preguntó Clara, rebosante de orgullo.

-Es fantástica ‑respondí‑. ¿Quién hubiera creído que pu­diese haber una casa como ésta aquí, en este paraje tan deso­lado?

Entonces mi envidia asomó la cabeza y me turbé por com­pleto. Siempre había soñado con tener una casa así, pero estaba consciente de que jamás la podría adquirir.

-No te imaginas lo acertada que es tu descripción al calificar esta casa de fantástica -indicó Clara‑. Lo único que puedo decirte sobre ella es que, al igual que los montes de lava que vimos esta mañana, se encuentra imbuida de poder. Un poder silencioso y exquisito corre por ella, de la misma manera en que la corriente eléctrica corre por los cables.

Al escucharla me sucedió una cosa inexplicable: mi envidia desapareció. Se esfumó por completo al pronunciar ella la úl­tima palabra.

‑Ahora te mostraré tu recámara ‑señaló‑. Y también fijaré unas reglas básicas que deberás observar mientras estés aquí como mi invitada.

"Todo lo que se encuentra del lado derecho de la casa y atrás de esta sala está a tu disposición, para que lo uses y explores, y eso incluye el terreno. Sin embargo, no debes entrar a ninguna de las recámaras, excepto la tuya, por supuesto. Ahí puedes utilizar lo que quieras. Incluso puedes romper las cosas en un acceso de ira o amarlas en arranques de afecto. Pero no te es­tá permitido el acceso al lado izquierdo de la casa, bajo ningu­na circunstancia y por ningún motivo. Así que mantente alejada de él.

La extravagante petición me disgustó, pero le aseguré que la entendía perfectamente y que cumpliría sus deseos. En realidad me pareció que su exigencia era grosera y arbitraria. De hecho, entre más me advertía mantenerme alejada de ciertas partes de la casa, más curiosidad sentía por conocerlas.

A Clara pareció ocurrírsele otra cosa y agregó:

-Por supuesto puedes utilizar la sala; incluso puedes dormir aquí en el sofá si tienes demasiado sueño o pereza como para ir a tu recámara. Sin embargo, otra área que no debes usar es el terreno delante de la casa y también la puerta principal. Está cerrada con llave por ahora, así que siempre entra a la casa por la puerta de atrás.

No me dio tiempo de responder. Clara me guió por un largo corredor. Pasamos delante de varias puertas cerradas -recáma­ras, según dijo, y por lo tanto de acceso prohibido para mí­- hasta llegar a una gran habitación. Lo primero que vi al entrar fue una adornada cama doble de madera. Estaba cubierta con una hermosa colcha tejida de color blanquecino. Junto a una ventana en la pared que daba al fondo de la casa había un juguetero de caoba tallado a mano y lleno hasta el tope de ob­jetos antiguos, floreros y figurillas de porcelana, cajas de es­malte tabicado y platos minúsculos. En la otra pared había un ropero que hacía juego con él; Clara lo abrió. En el interior estaban colgados vestidos antiguos, abrigos, sombreros, zapa­tos, sombrillas y bastones de mujer; todos parecían objetos exquisitos escogidos con mucho cuidado.

Antes de que pudiera inquirir dónde había conseguido esos hermosos objetos, cerró las puertas.

-Usa lo que quieras -indicó‑. Esta es tu ropa y éste será tu cuarto mientras te quedes en la casa.

Echó un vistazo por encima del hombro, como si hubiera otra persona en el cuarto, y añadió:

‑¡Y quién sabe por cuánto tiempo sea eso!

Al parecer estaba refiriéndose a una visita extensa. Sentí que me sudaban las palmas de las manos al informarle torpemen­te que en el mejor de los casos podría quedarme sólo por unos cuantos días. Clara me aseguró que estaría perfectamente a salvo con ella en ese lugar. Mucho más segura, de hecho, que en otro sitio cualquiera. Agregó que sería tonto de mi parte pasar por alto la oportunidad de ampliar mi conocimiento.

‑Pero tengo que buscar empleo -dije a manera de pretexto­-. No tengo dinero.

-No te preocupes por el dinero ‑replicó‑. Te prestaré o te daré lo que necesites. Por eso no hay problema.

Le di las gracias por su oferta, pero le expliqué que mi educación me impedía aceptar dinero de un desconocido por ser algo sumamente impropio, sin importar cuán bien intencio­nado fuera el gesto.

Rechazó mi negativa.

-Lo que te pasa, Taisha, creo yo, es que te enfadaste por mi petición de no usar el lado izquierdo de la casa o la puerta prin­cipal. Sé que en tu opinión me mostré arbitraria y demasiado reservada y ahora no quieres quedarte más que uno o dos días, por simple cortesía. Tal vez incluso pienses que soy una vieja excéntrica y un poco loca.

-No, no, Clara, no es eso. Lo que pasa es que debo pagar mi renta. Si no encuentro empleo pronto no tendré dinero, y acep­tar dinero de otra persona me es imposible.

‑¿Quieres decir que no te ofendió mi petición de evitar ciertas partes de la casa?

‑Claro que no.

‑¿No sentiste curiosidad por saber la razón por la que te pedí eso?

‑Sí, eso sí.

-Bueno, la razón es que hay otras personas viviendo en ese lado de la casa.

-¿Son parientes tuyos, Clara?

‑Sí. Nuestra familia es bastante grande. De hecho, son dos las familias que viven aquí.

-¿Y las dos son familias grandes?

-Así es. Cada una tiene ocho miembros, lo cual suma dieci­séis personas en total.

-¿Y todas viven del lado izquierdo de la casa, Clara?

En mi vida había sabido de una disposición tan extraña.

-No. Sólo ocho viven allá. Los demás pertenecen a mi familia inmediata y viven conmigo del lado derecho de la casa. Tú eres mi invitada y por eso debes permanecer del lado derecho. Es muy importante que lo comprendas. Tal vez sea algo raro, pero no in­comprensible.

Me maravilló el poder que tenía sobre mí. Sus palabras tran­quilizaron mis emociones, pero no calmaron mi mente. En ese momento comprendí que, a fin de reaccionar en formar inteli­gente en cualquier situación, yo necesitaba dicha coyuntura: la mente inquieta y las emociones agitadas. De otro modo estaba condenada a permanecer pasiva, a la espera de la influencia de los impulsos externos. El estar con Clara me había hecho com­prender que, pese a mis protestas en este sentido y a pesar de mi lucha por ser distinta e independiente, yo era incapaz de pen­sar con claridad y de tomar mis propias decisiones.

Clara me echó una mirada muy peculiar, como si estuviera al tanto de mis pensamientos silenciosos. Traté de encubrir mi confusión con un apresurado comentario.

-Tu casa es bella, Clara. ¿Es muy antigua?

-Por supuesto -respondió, pero sin explicar si se refería a la belleza de la casa o a su antigüedad. Con una sonrisa agregó‑: ahora que has conocido la casa, es decir, la mitad de ella, debe­mos pasar a otro asunto.

Sacó una linterna eléctrica de uno de los armarios; del ropero extrajo una acolchonada chaqueta china y un par de botines de cuero grueso y duro. Me indicó que me los pusiera después de comer un bocado, porque íbamos a dar una vuelta.

-Pero acabamos de llegar -protesté‑. ¿No va a oscurecer pronto?

‑Sí, pero quiero llevarte a un lugar especial en los cerros, desde donde se domina toda la casa y el terreno. Es mejor ver toda la casa por primera vez desde allí y a esta hora del día. Todos le echamos el primer vistazo a la luz del crepúsculo.

-¿A quién te refieres con "todos"? -pregunté.

-A las dieciséis personas que vivimos aquí, naturalmente. Todos hacemos exactamente lo mismo.

-¿Todos tienen la misma profesión? -pregunté sin disimular mi asombro.

‑Claro que no ‑replicó y soltó una risita, llevándose la mano a la cara‑. Lo que estoy diciendo es que cuando alguno de nosotros debe hacer algo por obligación, los demás también tenemos que hacerlo. Cada uno de nosotros tuvo que conocer la casa y el terreno por primera vez a la luz del crepúsculo, y por eso tú también tienes que conocerlos a esa hora.

-¿Por qué me incluyes en esto, Clara?

-Digamos, por ahora, que por ser mi invitada.

-¿Conoceré a tus parientes más adelante?

-Los conocerás a todos ‑me aseguró‑. Aunque por el mo­mento no hay nadie en la casa excepto nosotras dos y un perro guardián.

-¿Salieron de viaje?

-Exactamente. Todos se fueron en un extenso viaje y aquí me tienes, cuidando la casa con el perro.

-¿Cuándo los esperas de regreso?

-Será cosa de varias semanas todavía, quizá incluso de meses.

-¿A dónde fueron?

‑Siempre nos encontramos en movimiento. En ocasiones yo me ausento por varios meses y otra persona se queda a cargo de la propiedad.

Estaba a punto de preguntar de nuevo a dónde fueron, pero Clara se me adelantó.

-Todos se fueron a la India -indicó.

-¿Los quince? -pregunté, incrédula.

-Es algo extraordinario, ¿verdad?, ¡y nos va a costar una fortuna!

Su tono de voz ridiculizaba a tal grado mis recónditos sen­timientos de envidia que me reí, a pesar de mí misma. Pero luego me asaltó la idea de que no estaría a salvo sola en una casa tan deshabitada y remota, con Clara como única compañía.

‑Estamos solas, pero no hay nada qué temer en esta casa ‑declaró en tono curiosamente categórico‑. Excepto al perro, quizá. Cuando regresemos de nuestro paseo te lo presentaré. Tienes que estar muy serena para conocerlo. Reconocerá tus verdaderos sentimientos y te atacará si percibe hostilidad o miedo.

-Pero sí tengo miedo ‑exclamé. Ya estaba temblando.

Odiaba a los perros desde niña, cuando uno de los doberman de mi padre me saltó encima y me tiró al suelo. El perro no me mordió sino sólo gruñó, mostrándome sus dientes puntiagudos. A gritos pedí auxilio, porque estaba demasiado aterrada para moverme. El susto fue tal que me oriné. Aún recuerdo la burla que me hicieron mis hermanos al verme; dijeron que era un bebé que necesitaba pañales.

-A mí en lo personal los perros no me agradan en absoluto ‑afirmó Clara‑, pero el perro que tenemos en realidad no es un perro. Él es otra cosa.

Logró despertar mi interés, pero eso no disipó mis malos presentimientos.

‑Si quieres refrescarte primero te acompañaré al baño, por si el perro anda merodeando por ahí ‑ofreció.

Acepté con una inclinación de la cabeza. Me sentía cansada e irritable; los efectos del largo camino por fin se hacían notar en mí. Quería limpiar mi cara del polvo de la carretera y desenredar mi pelo enmarañado.

Clara me condujo por otro pasillo y luego salimos a la parte de atrás de la casa. Se apreciaban dos pequeños edificios a cier­ta distancia de la casa principal.

‑Ese es mi gimnasio -indicó, señalando uno de ellos‑. Tam­bién lo tienes prohibido, a menos que algún día decida invitarte a pasar.

-¿Ahí es donde practicas las artes marciales?

-Así es ‑replicó Clara secamente‑. El otro edificio es el baño.

-Te esperaré en la sala, donde podremos comer unos sand­wiches. Pero no te molestes con arreglarte el pelo -advirtió, como si hubiera reparado en mi preocupación‑. No hay espejos en esta casa. Los espejos son como los relojes: registran el pa­so del tiempo. Y lo importante es volverlo al revés.

Quise preguntar a qué se refería con eso de volver el tiempo al revés, pero con un ligero empujón me encaminó hacia el baño. En el interior encontré varias puertas. Puesto que Clara no había establecido condiciones acerca de los lados izquierdo y derecho de este edificio y en vista de que no sabía dónde quedaba el excusado, exploré toda la construcción. De un lado del pasillo central había seis pequeños retretes, provisto cada uno de un excusado bajo de madera para cuyo uso había que ponerse en cuclillas. Lo insólito era que no se notaba el olor distintivo de una fosa séptica ni el hedor abrumador de hoyos con cal en la tierra. Escuchaba correr el agua por debajo de los excusados de madera, pero no alcancé a distinguir cómo ni de dónde se encauzaba hasta ahí.

Del otro lado del pasillo había tres habitaciones idénticas recubiertas de magníficos azulejos. Cada una contenía una tina de baño antigua con patas y un largo baúl sobre el cual descan­saba un juego de porcelana consistente en una jarra llena de agua y la palangana correspondiente. No había espejos ni ins­talaciones de acero inoxidable en las que hubiera podido reflejar mi imagen. De hecho, no había nada de plomería.

Vertí agua en una de las palanganas, me salpiqué la cara y luego me pasé los dedos mojados por el pelo enredado. En lugar de usar una de las toallas turcas blancas y suaves, por miedo a ensuciarla, me sequé las manos con los pañuelos desechables que encontré en una caja sobre el baúl. Respiré hondo varias ve­ces y me froté el cuello tenso antes de salir a buscar otra vez a Clara.

La encontré en la sala, acomodando flores en un florero chino blanco y azul. Las revistas que habían estado abiertas ahora se encontraban apiladas cuidadosamente; junto a ellas había un plato con comida. Sonrió al verme.

-Te ves fresca y lozana ‑indicó‑. Come un sandwich. Pronto llegará el crepúsculo y no tenemos tiempo que perder.


3

Después de haber devorado la mitad de un sandwich de jamón, me apuré a ponerme la chaqueta y los botines que Clara me había dado y salimos de la casa, armada cada una de una pesada linterna eléctrica. Los botines me quedaban demasiado apreta­dos y el izquierdo me rozaba el talón; estaba segura de que se me haría una ampolla. Sin embargo, me daba gusto contar con la chaqueta, porque la noche era fría. Subí el cuello para que me cubriera las orejas.

-Vamos a dar la vuelta al terreno -indicó Clara‑. Quiero que veas la casa desde la distancia y a la luz del crepúsculo. Te se­ñalaré algunas cosas que debes recordar, así que pon mucha atención.

Tomamos por un sendero estrecho. A lo lejos en dirección del Este distinguí la silueta mellada y oscura de los cerros ante el cielo color púrpura. Cuando hice un comentario acerca de su apariencia siniestra, Clara replicó que esos cerros parecían tan ominosos porque su esencia etérea era antiquísima. Me explicó que todo lo contenido en los reinos de lo visible y lo invisible posee una esencia etérea y que uno debe ser receptivo a ella a fin de saber cómo proceder.

Sus palabras me recordaron mi táctica de mirar el horizonte del Sur en busca de iluminación y consejo. Antes de poder ha­cerle una pregunta al respecto, siguió hablando acerca de las montañas, los árboles y la esencia etérea de las piedras. Me dio la impresión de haber absorbido la cultura china hasta el grado de hablar con acertijos, tal como se retrata a los hombres ilumi­nados en la literatura oriental. De súbito cobré conciencia de que en un nivel subyacente le había seguido la corriente todo el día. La sensación resultó extraña, puesto que Clara era la última persona a la que hubiera querido tratar de manera con­descendiente. Estaba acostumbrada a seguirles la corriente a las personas débiles o altaneras en el trabajo o la escuela, pero Clara no era ni débil ni altanera.

-Ahí es -afirmó Clara al señalar un espacio despejado y plano un poco arriba de nosotras‑. Podrás ver la casa desde ahí.

Nos apartamos del sendero para dirigirnos al área plana que había señalado. Desde ahí se dominaba una soberbia vista del valle. Pude distinguir un extenso grupo de altos árboles verdes rodeado por áreas cafés más oscuras pero no la casa misma, pues los árboles y los arbustos la camuflaban por completo.

-La casa se orienta perfectamente según los cuatro puntos cardinales -explicó Clara al señalar la masa de follaje‑. Tu recá­mara da al Norte; y la parte prohibida de la casa, al Sur. La entrada principal se encuentra en el Este; la puerta trasera y el patio dan al Oeste.

Clara señaló la ubicación de todas las secciones con la mano, pero por más esfuerzo que hacía no las podía ver; sólo distin­guía una mancha verde oscura.

‑Se necesita una vista de rayos X para ver la casa ‑rezongué‑. Está completamente escondida por los árboles.

-Y son árboles muy importantes -añadió Clara, haciendo caso omiso de mi mal humor‑. Cada uno de esos árboles es un ser individual con un propósito específico en la vida.

-¿No es obvio que cada ser vivo sobre esta Tierra tiene un propósito específico? ‑pregunté, malhumorada.

Había algo en la forma entusiasta en que Clara presumía su propiedad que me caía mal. El hecho de no poder ver lo que estaba señalando me irritaba aún más. Una fuerte ráfaga de viento me infló la chaqueta como un globo alrededor de la cintura; de repente se me ocurrió que mi irritación posiblemente era un simple producto de la envidia.

-No quise hacer un comentario trivial ‑se disculpó Clara-. ­Me refería a que todas las cosas y todas las personas en mi casa se encuentran ahí por una razón peculiar. Eso incluye a los árboles, a mí y por supuesto también a ti.

Quise cambiar el tema y, por falta de algo mejor qué decir, pregunté:

-¿Compraste la casa, Clara?

‑No, la heredamos. Ha pertenecido a la familia desde hace muchas generaciones, aunque debido a los trastornos sufridos por México ha sido destruida y reconstruida en varias ocasiones.

Me di cuenta de que me sentía más cómoda al hacerle pre­guntas simples y directas y recibir respuestas claras de su par­te. Su exposición de las esencias etéreas fue tan abstracta que me hacía falta el descanso de hablar sobre algo mundano. No obstante, para mi mortificación Clara puso fin de inmediato a nuestra conversación trivial y volvió a caer en sus misteriosas insinuaciones.

-Esta casa es la fiel expresión de todas las acciones de la gente que vive ahí -indicó, casi con reverencia‑. Su mejor aspecto es su posición oculta. Ahí está para que todo mundo la mire, pero nadie la ve. Recuérdalo. ¡Es muy importante!

Cómo se me va a olvidar, pensé. Llevaba veinte minutos forzando la vista en la semioscuridad para tratar de distinguir la casa. Hubiera querido contar con unos binoculares para poder satisfacer mi curiosidad. Antes de que pudiera hacer comentario alguno, Clara empezó a bajar el cerro. Me hubiera gustado quedarme a solas un rato más, para respirar el aire fresco de la noche. Sin embargo, tenía miedo de no encontrar el camino de regreso en la oscuridad. Decidí volver a ese sitio en el día, para determinar por mí misma si de veras era posible ver la casa, según aseguraba Clara.

El camino de regreso nos llevó en un santiamén hasta la entrada trasera de la propiedad. La oscuridad era total; sólo veía la pequeña área iluminada por nuestras linternas. Clara diri­gió la suya sobre una banca de madera; indicó que me sentará para quitarme los botines y la chaqueta y que los colgara en la percha junto a la puerta.

Estaba famélica. En mi vida recordaba haber sentido tanta hambre, pero me pareció impertinente preguntar a Clara de so­petón si iba a haber cena o no. Quizá ella suponía que la espléndida comida en Guaymas debía durarnos todo el día. Por otra parte, a juzgar por su tamaño no era de los que escatiman la comida.

-Vayamos a la cocina a ver qué hay de comer -dijo, tomando la iniciativa‑. Pero primero te mostraré dónde se guarda el dínamo y cómo se enciende.

Con su linterna me guió por un sendero que daba la vuelta a una barda, hasta llegar a un cobertizo de ladrillos techado con láminas de acero corrugado. El cobertizo alojaba un pequeño generador de diesel. Ya sabía cómo encenderlo, porque había vivido anteriormente en un área rural, en una casa que contaba con un generador semejante para el caso de fallas en la electri­cidad. Al jalar la palanca observé, desde la ventana del cober­tizo, que sólo un lado de la casa principal y una parte del pasillo parecían provistos de alambrado para luz eléctrica; éstas se iluminaron, en tanto que todo lo demás permanecía a oscuras.

-¿Por qué no pusieron cables en toda la casa? -pregunté a Clara‑. No tiene sentido dejar la mayor parte del edificio a oscuras.

Obedeciendo a un impulso, agregué:

‑Si gustas, puedo hacer las conexiones.

Clara me miró sorprendida.

-¿De veras? ¿Estás segura de que no incendiarías la casa?

-Segurísima. En mi casa decían que soy una maga con las conexiones eléctricas. Trabajé de aprendiz con un electricista por un tiempo, hasta que empezó a propasarse conmigo.

-¿Qué hiciste? ‑preguntó Clara.

-Le dije dónde podía meter sus cables y renuncié.

Clara soltó una risa gutural. No entendí qué encontraba tan gracioso, el hecho de que hubiera trabajado de electricista o que éste me hiciera proposiciones amorosas.

‑Gracias por la oferta ‑dijo Clara cuando recuperó la voz-, pero la casa tiene justo el alumbrado que queremos. Sólo usamos electricidad donde hace falta.

Supuse que se necesitaría en la cocina y que ésa debía ser la parte de la casa que contaba con luz. Automáticamente eché a andar hacia el área iluminada. Clara me jaló de la manga para detenerme.

-¿A dónde vas? ‑preguntó.

-A la cocina.

-Vas al revés -indicó‑. Este es el México rural; ni la cocina ni el baño se encuentran dentro de la casa principal. ¿Qué crees que tenemos aquí? ¿Refrigeradores eléctricos y estufas de gas?

Me guió por un costado de la casa, pasando de largo su gimnasio, hasta otro edificio pequeño que no había visto antes. Se encontraba casi totalmente oculto por árboles espinosos en flor. La cocina resultó ser una sola y enorme habitación provis­ta de un piso de losetas, paredes recién encaladas y en el cielo raso, una brillante hilera de focos de luz concentrada. Alguien se había tomado muchas molestias para instalar accesorios modernos. No obstante, los utensilios eran viejos; de hecho, parecían antigüedades. De un lado de la habitación había una gigantesca estufa de hierro para madera, la cual sorprendente­mente parecía estar encendida. Contaba con un fuelle de pie y un tubo de escape que salía por el techo. Enfrente había dos largas mesas estilo campestre flanqueadas por sendas bancas a cada lado. Junto a ellas había una mesa de trabajo rematada con una tabla de carnicero de diez centímetros de grueso. La su­perficie de la madera parecía gastada, como si se hubiera picado interminablemente ahí.

Colgados de ganchos colocados en sitios estratégicos a lo largo de las paredes había canastas, ollas y sartenes de hierro y diversos utensilios de cocina. El lugar tenía el aspecto de una cocina bien equipada, rústica pero cómoda, como aparecen retratadas en ciertas revistas.

Había tres cazuelas de barro con tapa sobre la estufa. Clara me indicó que me sentara a una de las mesas. Dándome la es­palda, se dirigió a la estufa y se puso a mover y a revolver la comida con un cucharón. En unos cuantos minutos me sirvió una cena que consistía en caldo de carne, arroz y frijoles.

-¿A qué hora preparaste esta comida? -pregunté con autén­tica curiosidad, porque no podría haber tenido tiempo para ello.

-Lo hice todo rapidísimo hace rato y lo dejé cociéndose en la estufa antes de que nos fuéramos ‑replicó alegremente.

"¿Qué tan crédula crees que soy? -pensé‑. Hacen falta horas para preparar una comida así." Clara se rió con cierto empacho ante mi mirada de incredulidad.

-Tienes razón -indicó, como si quisiera dejar de fingir‑. Hay un cuidador que a veces guisa para nosotros.

-¿Y está aquí ahora?

-No, no. Debió venir por la mañana, pero ya se fue. Come tu cena y no te preocupes por detalles tan insignificantes como de dónde salió.

"Clara y su casa están llenas de sorpresas", fue la idea que cruzó mi mente, pero estaba demasiado cansada y hambrienta como para hacer más preguntas o meditar cualquier cosa que no fuese de interés inmediato. Comí en forma voraz; no queda­ba rastro alguno de los camarones gigantes que había engullido a mediodía. Para una persona que normalmente era melindrosa para comer, estaba yo devorando mi comida. De niña siempre fui demasiado nerviosa como para descansar y disfrutar la comida. Siempre pensaba en todos los trastes que tendría que lavar después. Cada vez que alguno de mis hermanos usaba un plato adicional o una cuchara innecesaria, yo me achicaba. Estaba segura de que deliberadamente usaban el mayor número de trastes posible, con el único fin de hacerme lavar más. Por encima de todo, mi padre solía aprovechar la oportuni­dad brindada por cada comida para discutir con mi madre. Sabía que los buenos modales de ella le impedirían abandonar la mesa hasta que todos hubiéramos terminado de comer. Por lo tanto, aprovechaba para ventilar todas sus quejas y resen­timientos.

Clara dijo que no haría falta que lavara los trastes, aunque ofrecí mi ayuda. Nos dirigimos a la sala, al parecer una de las habitaciones que en su opinión no requerían electricidad, porque estaba completamente a oscuras. Clara prendió un quinqué de gasolina. En mi vida había visto la luz de tal lám­para. Era brillante y misteriosa, pero al mismo tiempo suave y delicada. Sombras trémulas se proyectaban por todas partes. Me sentí inmersa en un mundo de ensoñación, lejos de la realidad exhibida por las luces eléctricas. Clara, la casa y la ha­bitación parecían pertenecer a otro tiempo, a un mundo diferente.

-Prometí presentarte a nuestro perro -afirmó Clara al sentar­se en el sofá‑. Es un auténtico miembro de la familia. Debes tener mucho cuidado con lo que sientes o dices cerca de él.

Me senté a su lado.

‑¿Es un perro sensible y neurótico? -pregunté, temerosa ante la idea de conocerlo.

‑Sensible, sí. Neurótico, no. Estoy convencida seriamente de que este perro es un ser altamente desarrollado, pero el hecho de ser perro le torna difícil a esta pobre alma, si no es que imposible, trascender la idea del yo.

Me reí en voz alta ante la absurda noción de que un perro tuviese un concepto de sí mismo. Hice ver a Clara el disparate que había dicho.

-Tienes razón ‑aceptó‑. No debería usar la palabra "yo". Más bien debería decir que está perdido en el estado de sentirse importante.

Sabía que estaba burlándose de mí. Mi risa se tornó más reservada.

-Es posible que te rías, pero estoy hablando en serio ‑señaló Clara en voz baja‑. Dejaré que tú misma lo juzgues.

Se acercó a mí y bajó la voz a un susurro.

-A sus espaldas le decimos 'sapo' porque eso parece, un enorme sapo. Pero no te atrevas a decirle eso en su cara; te atacaría y te haría pedazos. Ahora bien, si no me crees o si eres lo bastante temeraria o estúpida como para intentarlo y el perro se enoja, sólo hay una cosa que puedes hacer.

-Y ésa ¿cuál es? ‑pregunté, siguiéndole la corriente otra vez, aunque en esta ocasión con auténtico temor.

-Tienes que decir muy rápido que yo soy la que parece un sapo blanco. Le encanta escuchar eso.

No iba a dejarme engañar por sus trucos. Me creía demasiado sofisticada como para creer tales tonterías.

-Has de haber entrenado a tu perro para reaccionar en forma negativa a la palabra sapo ‑argumenté‑. Tengo cierta experien­cia con las cuestiones del entrenamiento canino. Estoy segura de que los perros no tienen la inteligencia suficiente como para sa­ber qué es lo que la gente dice de ellos. Y mucho menos para ofenderse por ello.

-Entonces hagamos lo siguiente -sugirió Clara‑. Deja que te lo presente; luego buscaremos ilustraciones de sapos en un libro de zoología y las comentaremos. En algún momento tú me di­rás, en voz muy baja, "definitivamente parece un sapo", y veremos qué pasa.

Antes de que tuviese oportunidad de aceptar o rechazar su propuesta, Clara salió por una puerta lateral y me dejó sola. Me aseguré a mí misma que la situación estaba bajo control y que no permitiría a esa mujer persuadirme de cosas absurdas, como la existencia de perros dueños de una conciencia altamente desarrollada.

Estaba animándome mentalmente para incrementar mi con­fianza cuando Clara volvió con el perro más grande que había visto en mi vida. Era macho, macizo, con unas patas gordas del tamaño de platillos para el café. Tenía el pelo negro y lustroso y ojos amarillos que mostraban una expresión de mortal aburri­miento. Sus orejas eran redondas; y su cara, abultada y arruga­da a los lados. Clara tenía razón; decididamente se parecía a un gigantesco sapo. El perro se me acercó sin vacilar, se detuvo y luego miró a Clara, como esperando a que dijera algo.

-Taisha, permíteme presentarte a mi amigo Manfredo. Man­fredo ella es Taisha.

Me dieron ganas de alargar la mano y estrecharle la pata, pero Clara me señaló con la cabeza que no lo hiciera.

-Me da mucho gusto conocerte, Manfredo ‑dije, esforzándo­me por no reír ni mostrar miedo.

El perro se acercó más y empezó a oler mi entrepierna. Asqueada, brinqué hacia atrás. En el acto el animal se volteó y me pegó justo en la corva con sus cuartos traseros, de modo que perdí el equilibrio. En un santiamén quedé de rodillas y luego a gatas en el piso, mientras la bestia me lamía un lado de la cara. Luego, antes de que pudiera ponerme de pie o apartarme siquiera, el perro soltó un pedo justo en mi nariz.

Me levanté gritando. Clara estaba riéndose con tal fuerza que no podía hablar. Hubiera jurado que Manfredo se reía también. Se encontraba regocijadísimo, instalado detrás de Clara y mirándome de reojo mientras rascaba el piso con sus enormes patas delanteras.

Sentí tal furia que vociferé:

‑¡Carajo! ¡Sapo de mierda!

El perro saltó instantáneamente y me embistió con la cabeza. Caí de espaldas en el piso, con el animal encima de mí. Su mandíbula quedó a centímetros de mi cara. Percibí una expre­sión de rabia en sus ojos amarillos. El olor de su fétido aliento bastaba para hacer vomitar a cualquiera, y yo definitivamente es­taba a punto de hacerlo. Entre más fuertes las voces de auxilio que dirigía a Clara, para que quitase al maldito perro de encima, más feroces se hicieron sus gruñidos. Estaba a punto de desma­yarme del miedo cuando escuché a Clara gritar, por encima de los gruñidos del perro y mis voces:

‑¡Dile lo que te dije, díselo pronto!

Me encontraba demasiado aterrada para hablar. Exasperada, Clara trató de mover al perro jalándolo de las orejas, pero sólo logró enfurecer más a la bestia.

‑¡Díselo! ¡Dile lo que te dije! ‑gritó Clara.

Mi terror me impidió recordar lo que debía decirle. Estaba a punto de perder el conocimiento cuando me escuché gritar:

-Mil perdones. Clara es la que parece un sapo.

En el acto el perro dejó de gruñir y se quitó de mi pecho. Clara me ayudó a levantarme y me llevó al sofá. El perro nos acom­pañó, como si quisiera ayudarla. Clara me hizo beber un poco de agua tibia, la cual me dio más náuseas todavía. Apenas con­seguí llegar al baño, antes de volver el estómago en forma violenta.

Más tarde, mientras descansaba en la sala, Clara sugirió que viéramos el libro sobre sapos con Manfredo, para darme la oportunidad de repetir que Clara era la que parecía un sapo blanco. Advirtió que debía borrar todo vestigio de confusión de la mente de Manfredo.

-El ser perro lo hace muy mezquino -explicó‑. ¡Pobrecito! No quiere ser así, pero no puede evitarlo. Se le inflama el áni­mo cada vez que cree percibir una burla en su contra.

Le dije que en mi estado no sería capaz de realizar más ex­perimentos en psicología canina. No obstante, Clara insistió en llevar el juego hasta el final. En cuanto hubo abierto el libro, Manfredo se acercó para ver las ilustraciones. Clara bromeó y se burló del extraño aspecto de los sapos; algunos de ellos eran definitivamente feos. Reaccioné y le seguí la corriente. Pronun­cié la palabra sapo y "toad", en inglés, las más veces y lo más fuerte que pude en el contexto de nuestra absurda conver­sación. Sin embargo, no hubo ninguna reacción por parte de Manfredo. Parecía tan aburrido como cuando primero entró en la sala.

Cuando con voz fuerte dije, según habíamos acordado, que Clara decididamente parecía un sapo blanco, Manfredo de inmediato se puso a mover la cola y dio indicios de auténtica animación. Repetí la frase clave varias veces; entre más la repetía, más se excitaba el perro. Entonces me llegó una repen­tina inspiración y afirmé que yo era un sapo flaco empeñado en ser algún día un sapo gordo igual que Clara. Al escucharme, el perro saltó como si le hubieran asestado una descarga eléctrica. Clara indicó:

-Estás llevando esto demasiado lejos, Taisha.

Manfredo en verdad no pareció capaz de aguantar más su exaltación y salió corriendo del cuarto.

Aturdida, me recosté en el sofá. En lo más profundo de mi ser, a pesar de toda la evidencia circunstancial que apoyaba el hecho, aún no me convencía de que un perro pudiese reaccionar a un apodo despectivo en la forma en que Manfredo lo había hecho.

-Dime, Clara -pedí-, ¿cuál es el truco? ¿Cómo entrenaste a tu perro para reaccionar en esa forma?

-Lo que presenciaste no es ningún truco ‑replicó‑. Manfredo es un misterio, un ser desconocido. Sólo hay un hombre en el mundo quien puede decirle sapo o sapito en la cara sin incitar su ira. Lo conocerás un día de estos. Es el responsable del misterio de Manfredo. Por lo tanto, sólo él puede explicártelo.

Clara se puso de pie abruptamente.

-Has tenido un día pesado ‑afirmó, entregándome el quin­qué‑. Creo que es hora de que te acuestes.

Me acompañó al cuarto que me había asignado.

-Adentro encontrarás todo lo que puedas necesitar -indicó‑. La bacinica está debajo de la cama, por si te da miedo salir al baño. Espero que estés cómoda.

Tras darme una palmadita en el brazo desapareció en la oscuridad del pasillo. Yo no tenía la menor idea de dónde se encontraba su recámara. Me pregunté si estaría en el ala de la casa que tenía prohibido pisar. Se había despedido de una ma­nera tan extraña que por un momento me quedé sosteniendo el tirador de la puerta, infiriendo toda clase de cosas.

Entré a mi cuarto. El quinqué de gasolina lo salpicó todo de sombras. En el piso había un dibujo de remolinos proyectado por el florero que había visto en la sala y que Clara debió colocar sobre la mesa. El baúl tallado en madera formaba una masa de tenues matices de gris; los postes de la cama eran líneas ser­penteantes que subían por la pared como culebras. En el acto entendí la presencia del juguetero de caoba lleno de figurillas y objetos de esmalte tabicado. La luz del quinqué los había trans­formado por completo, creando un mundo fantástico. Se me ocurrió que el esmalte tabicado y la porcelana no van con la luz eléctrica.

Quería explorar el cuarto, pero estaba agotadísima. Puse el quinqué sobre la pequeña mesa junto a la cama y me desvestí. Sobre el respaldo de una silla estaba tendido un camisón blanco de muselina que me puse. Pareció quedarme; al menos no colgaba en el piso.

Me metí a la cama blanda y me acosté con la espalda apoyada en las almohadas. No apagué la luz de inmediato; me quedé intrigada, observando las sombras surrealistas. Recordé el juego al que de niña solía entregarme a la hora de ir a la cama: contaba el número de sombras que podía identificar en las pa­redes de mi cuarto.

La brisa que entraba por la ventana medio abierta hizo re­volotear las sombras sobre las paredes. Agotada como estaba, me imaginé ver figuras de animales, árboles y pájaros volando. Enmedio de un haz de luz grisácea, distinguí el tenue perfil de la cara de un perro. Tenía las orejas redondas y un hocico chato y arrugado. Pareció guiñarme el ojo. Sabía que era Man­fredo.

Extrañas sensaciones y preguntas inundaron mi mente. ¿Cómo debía clasificar los acontecimientos del día? No lograba explicar ninguno de ellos de manera satisfactoria. Lo más ex­traordinario era la certeza de saber que mi último comentario ‑el que yo era un sapo flaco en proceso de ser igual que Clara­- había establecido un lazo de empatía entre Manfredo y yo. También sabía de cierto que era imposible pensar en él como un perro ordinario y que ya no le tenía miedo. Aunque se me hi­ciera difícil creer, Manfredo parecía poseer una inteligencia especial que le permitía comprender lo que Clara y yo es­tábamos diciendo.

El viento de súbito separó las cortinas y disolvió las sombras en medio de una trémula ráfaga de tela centelleante. La cara del perro empezó a fundirse con las otras marcas sobre la pared, las cuales me imaginé como unos hechizos que me otorgarían fuerza para enfrentar la noche.

Pensé que era extraordinario que la mente pudiera ser capaz de proyectar sus experiencias sobre una pared vacía, como si fuera una cámara que ha almacenado un metraje interminable de película.

Las sombras oscilaron cuando bajé la mecha de la lámpara, al desvanecerse el último rastro de luz en la habitación, hun­diéndome en la oscuridad total. No me dio miedo la oscuridad ni me angustiaba el hecho de encontrarme en una cama y una casa extrañas. Clara había dicho que era mi cuarto; después del corto rato que llevaba en él, ya me sentía por completo en mi ele­mento. Tenía la intensa sensación de estar protegida.

Al mirar el espacio oscuro delante de mí, observé que el aire del cuarto se tornaba efervescente. Recordé las palabras de Clara acerca de la carga de energía imperceptible que llenaba la casa, como una corriente eléctrica que fluía por sus cables. Debido a toda nuestra actividad, no me había dado cuenta de ello antes. No obstante, ahora, en el silencio total, claramente escuché un suave zumbido. Luego vi unas minúsculas burbujas saltar por todo el cuarto a una velocidad tremenda. Chocaban frenéticamente unas con otras, despidiendo un zumbido monó­tono igual al de miles de abejas. La habitación y toda la casa pa­recían cargadas de una sutil corriente eléctrica que llenaba por completo mi ser.

4

‑¿Dormiste bien? -me preguntó Clara cuando entré a la cocina. Estaba a punto de sentarse a desayunar. Vi que la mesa estaba puesta también para mí, aunque no me había dicho la noche anterior a qué hora sería el desayuno.

-Dormí como un oso ‑respondí verazmente.

Me pidió que la acompañara y me sirvió un poco de condi­mentada carne deshebrada. Le conté que despertar en una cama desconocida siempre había sido difícil para mí. Mi padre cam­biaba mucho de trabajo y la familia tenía que acompañarlo adonde hubiese un puesto disponible para él. Temía el sobresal­to matutino de despertar, desorientada, en una casa nueva. Sin embargo, el temor no se materializó en esta ocasión. Al des­pertar sentí que el cuarto y la cama siempre habían sido míos.

Clara me escuchó con atención y asintió con la cabeza.

-Eso es porque te encuentras en armonía con la persona a la que pertenece el cuarto ‑indicó.

-¿De quién es? -pregunté con curiosidad.

-Algún día te enterarás ‑dijo al colocar una gran porción de arroz junto a la carne en mi plato. Me pasó un tenedor‑. Come. Hoy necesitarás todas tus fuerzas.

No me permitió hablar hasta que hube limpiado el plato.

-¿Qué vamos a hacer? -pregunté mientras ella guardaba los trastes.

-Yo no voy a hacer nada -me corrigió‑. Tú eres la que irás a una cueva para iniciar tu recapitulación.

-¿Mi qué, Clara?

-Te dije anoche que todas las cosas y personas en esta casa tienen una razón de estar aquí, incluyéndote a ti.

-¿Por qué estoy aquí, Clara?

-Tu razón de estar aquí te será explicada por etapas ‑replicó‑. En el nivel más simple estás aquí porque te gusta estar aquí, sin importar lo que pienses acerca de tu estadía. Una segunda razón, y más compleja, es que te encuentras aquí para aprender y practicar un ejercicio fascinante llamado la recapitulación.

-¿Qué ejercicio es ése? ¿En qué consiste?

-Te contaré más sobre él cuando lleguemos a la cueva.

-¿Por qué no puedes decírmelo ahora?

-Paciencia, Taisha. No puedo responder a todas tus pregun­tas ahora, porque aún no posees energía suficiente para asimilar las respuestas. Más adelante tú misma comprenderás por qué es tan difícil explicar ciertas cosas.

"Ponte tus botines para caminar y vámonos.

Salimos de la casa y subimos unas colinas situadas hacia el Este, siguiendo la misma vereda que tomamos la noche ante­rior. Tras una breve caminata descubrí el claro plano sobre terreno elevado que había resuelto visitar de nuevo. Sin aguar­dar la iniciativa de Clara me dirigí hacia él, porque estaba ansiosa por averiguar si podía ver la casa en el día.

Me asomé y vi una especie de cuenca comprimida entre unas colinas bajas y recubierta de follaje verde. Aunque el día esta­ba despejado y soleado, no vi indicio alguno de los edificios. Una cosa era evidente: árboles enormes y más numerosos de lo que recordaba haber visto de noche.

‑Sin duda reconocerás el baño ‑afirmó Clara‑. Es la mancha rojiza junto al grupo de mezquites ‑di un brinco involuntario, porque estuve tan absorta en la contemplación del valle que no escuché a Clara acercarse a mis espaldas.

Para ayudar a enfocar mi atención, señaló una parte especí­fica del verdor que había debajo. Pensé decirle, por cortesía, que lo podía ver, del mismo modo en que siempre solía asentir a lo que dijera cualquiera, pero no quise empezar el día siguiéndo­le la corriente. Guardé silencio. Además, había algo tan exqui­sito en ese valle escondido que me quitó el aliento. Lo miré absorta en forma tan total que me adormecí; me apoyé en una roca y permití que lo que hubiera en el valle me llevara consigo. Y en efecto, me transportó. Sentí que me encontraba en un parque para días de campo, enmedio de una fiesta muy anima­da. Escuché las risas de la gente...

Mi arrobamiento terminó cuando Clara me puso de pie, le­vantándome de las axilas.

‑¡Dios mío, Taisha! ‑exclamó‑. Eres más extraña de lo que creía. Por un momento pensé que te había perdido.

Quise contarle mi sueño, porque estaba segura de haberme quedado dormida por un instante. Sin embargo, mi relato no pareció interesarle y echó a caminar.

Clara tenía la zancada firme y decidida, como si supiese exac­tamente adónde iba. Yo, en cambio, la seguí distraída, esforzán­dome sólo por mantener su paso sin tropezar. Avanzamos en silencio total. Tras más de media hora llegamos a una forma­ción peculiar de roca que estaba segura habíamos pasado antes.

-¿No estuvimos aquí antes? -pregunté, rompiendo el silencio.

Clara asintió con la cabeza.

-Estamos dando vueltas ‑admitió‑. Algo te acecha y si no lo perdemos nos seguirá hasta la cueva.

Me volví para ver si había alguien atrás de nosotros; sólo distinguí los arbustos y las ramas torcidas de los árboles. Me apuré para alcanzar a Clara y tropecé con un tocón. Sobre­saltada, grité al caer de bruces. Con una velocidad increíble, Clara me agarró del brazo e impidió mi caída cruzando una pierna delante de mí.

-No eres muy buena para caminar, ¿verdad? ‑comentó.

Le dije que nunca había sido buena para las actividades al aire libre; crecí con la idea de que caminar y salir de campa­mento eran para la gente del campo, para personas rústicas y sin sofisticación, no para los cultos habitantes de la ciudad. Caminar por los cerros al pie de las montañas no era una experiencia grata para mí. Y a excepción de la vista de su propiedad, paisajes que quitaban el aliento a otras personas me dejaban indiferente.

-Da igual -indicó Clara‑. No estás aquí para contemplar el paisaje. Tienes que concentrarte en el camino. Y cuídate de las víboras.

Hubiese o no víboras por ahí, su advertencia definitivamente sirvió para mantener mi atención en el suelo. Conforme segui­mos adelante, el aliento me faltó cada vez más. Los botines que Clara me había proporcionado me colgaban de los pies como pesas de plomo. Me costaba trabajo alzar los muslos para colocar un pie delante del otro.

‑¿De veras es necesario este recorrido por la naturaleza? -pregunté al fin.

Clara se detuvo en seco y se volvió hacia mí.

-Antes de que podamos hablar sobre algo significativo, al menos tendrás que estar consciente de tu elaborado séquito ‑señaló‑. Estoy haciendo lo posible por ayudarte a hacer pre­cisamente eso.

-¿A qué te refieres? -pregunté, molesta‑. ¿Qué séquito? -mi mal humor, como de costumbre volvió a apoderarse de mí.

-Me refiero a tu carga de emociones y pensamientos ha­bituales, a tu historia personal ‑explicó Clara‑. A todo lo que te convierte en lo que crees ser, una persona única y especial.

-¿Qué tienen de malo mis emociones y pensamientos habituales? -pregunté. Sus aseveraciones incomprensibles defini­tivamente me irritaban.

-Esas emociones y pensamientos habituales representan el origen de todos nuestros problemas -declaró.

Entre más hablaba en acertijos, más aumentaba mi frustración. En ese instante me hubiera podido dar de cocos por haber cedido a la invitación de esa mujer. Era una reacción re­trasada. Los temores que habían estado latentes dentro de mí de repente ardieron con luz viva. Me imaginé que ella tal vez fuese una psicópata que en cualquier momento podía sacar un puñal para matarme. Por otra parte, en vista de su obvio entre­namiento en las artes marciales, no le haría falta un puñal. Un solo puntapié de su pierna musculosa sería el acabose para mí. No podía contra ella. Era mayor que yo, pero infinitamente más fuerte. Me imaginé convertida en otra estadística más, en una persona perdida de la que jamás volvía a saberse nada. Delibe­radamente aminoré el paso, a fin de incrementar la distancia en­tre nosotros.

-No te entregues a un estado de ánimo tan morboso ‑dijo Clara, definitivamente entrometiéndose en mis pensamientos-. ­Al traerte aquí sólo quise ayudar a prepararte para encarar la vida con un poco más de gracia. Pero lo único que he logrado, al parecer, es poner en movimiento una avalancha de sospechas y temores mezquinos.

Me sentí auténticamente avergonzada por haber tenido pen­samientos tan morbosos. Resultaba desconcertante cómo pudo acertar con tal precisión acerca de mis sospechas y temores y cómo calmó mi agitación interna con un solo golpe directo de palabras. Deseé que me fuese posible pedir disculpas y revelar­le lo que estaba pasando por mi mente, pero no estaba dispuesta a hacerlo; hubiera aumentado más aún mi desventaja.

-Tienes un curioso poder para tranquilizar la mente, Clara ‑dije en cambio‑. ¿Aprendiste a hacer esto en el Oriente?

-No es una gran hazaña -admitió-, no porque tu mente sea fácil de tranquilizar, sino porque todos somos iguales. Para co­nocerte en detalle sólo tengo que conocerme a mí misma. Y te prometo que me conozco.

"Ahora sigamos caminando. Quiero llegar a la cueva antes de que te derrumbes por completo.

‑Dime otra vez, Clara, ¿qué vamos a hacer en esa cueva? ‑pregunté, sin deseos de echar a caminar nuevamente.

-Voy a enseñarte cosas inimaginables.

-¿Qué cosas inimaginables?

-Lo sabrás pronto ‑dijo, mirándome con los ojos muy abiertos.

Ansiaba contar con más información, pero antes de que pu­diera entablar conversación con ella ya había subido la mitad, de la ladera siguiente. Arrastrando los pies, la seguí otros 400 me­tros, más o menos, hasta que por fin nos sentamos junto a un arroyo. Ahí el follaje de los árboles era tan denso que ya no alcanzaba a ver el cielo. Me quité los botines. Tenía una ampolla en el talón.

Clara recogió un palo duro y puntiagudo y me picó los pies en el espacio entre el dedo gordo y el segundo. Algo parecido a una suave corriente de electricidad se precipitó por mis panto­rrillas y la parte interna de mis muslos. Luego hizo que me pusiera a gatas; tomando cada pie a su vez, los volteó plantas arriba y me picó en el punto ubicado justo debajo de la protu­berancia del dedo gordo. Proferí un grito de dolor.

-No fue tan doloroso ‑afirmó, en el tono de alguien acostum­brado a tratar con personas enfermas‑. Los médicos chinos de la época clásica solían aplicar esa técnica para dar una sacudida o revivir a los débiles, o bien para lograr un estado único de atención. Pero hoy en día ese conocimiento clásico está desa­pareciendo.

-¿A qué se debe eso, Clara?

-A que el énfasis en el materialismo ha hecho que el hombre se aleje de las exploraciones esotéricas.

-¿A eso te referías cuando en el desierto me dijiste que se había roto el lazo con el pasado?

‑Sí. Un gran trastorno siempre provoca cambios profundos en la formación de energía de las cosas. Cambios que no siem­pre son beneficiosos.

Me ordenó meter los pies al arroyo y sentir las piedras pu­lidas en el fondo. El agua estaba helada e hizo que me estreme­ciera involuntariamente.

-Mueve los pies desde los tobillos en un círculo con el sentido del reloj -sugirió‑. Deja que el agua corriente se lleve tu fatiga.

Después de hacer girar los tobillos por varios minutos, me sentí más fresca, pero tenía los pies casi congelados.

-Ahora trata de sentir cómo toda tu tensión fluye hasta tus pies, y luego sácala con un rápido movimiento lateral de los tobillos ‑indicó Clara‑. Así también se te quitará el frío.

Me puse a mover los pies de lado en el agua hasta que los sentí completamente entumidos.

‑No creo que esto esté funcionando, Clara -dije al sacar los pies.

-Eso es porque no estás dirigiendo la tensión hacia afuera de ti ‑explicó‑. El agua corriente se lleva la fatiga, el frío, la enfer­medad y cualquier otra cosa indeseable, pero a fin de que esto suceda debes enfocar tu intento en ello. De otro modo podrás mover los pies de lado hasta que el arroyo se seque, sin resul­tado alguno.

Agregó que al hacer el ejercicio en la cama, uno debía usar la imaginación para representarse mentalmente una corriente de agua en movimiento.

-¿A qué te refieres exactamente con eso de "enfocar el intento en ello"? ‑pregunté mientras me secaba los pies con las mangas de la chamarra. Tras frotarlos vigorosamente, por fin se calen­taron.

-El intento es la fuerza que sostiene el universo -indicó‑. Es la fuerza que otorga foco a todo. Hace posible el mundo mismo.

No pude creer que estuviera escuchando cada una de sus palabras. Definitivamente hubo un gran cambio en mí, mi indi­ferencia aburrida de costumbre se había transformado en un estado sumamente insólito de alerta. No era que entendiese lo que Clara estaba diciendo, porque no lo entendía. Lo que me sorprendió fue el hecho de poder escucharla sin molestarme o distraerme.

-¿Puedes describir esa fuerza con mayor claridad? ‑pregunté.

-En realidad no hay forma de hablar de ella, salvo en sentido metafórico -indicó. Barrió el suelo con la suela del zapato, apar­tando las hojas secas‑. Debajo de las hojas secas está el suelo, la enorme Tierra. El intento es el principio que está debajo de todo.

Clara metió las manos ahuecadas en el agua y se salpicó la cara. De nuevo me maravillé ante la ausencia de arrugas en su piel. Esta vez hice un comentario acerca de su apariencia juvenil.

‑Mi aspecto es cuestión de mantener mi ser interno en equi­librio con el entorno ‑explicó, sacudiéndose el agua de las ma­nos‑. Todo lo que hacemos estriba en ese equilibrio. Podemos ser jóvenes y vibrantes, como este arroyo, o viejos y ominosos, como los montes de lava en Arizona. Depende de nosotros.

Me sorprendí al preguntarle, como si yo creyera lo que ella estaba diciendo, si existía una forma en la que yo pudiese ad­quirir ese equilibrio.

Asintió con la cabeza.

‑Claro que puedes ‑replicó‑. Y lo harás, al practicar el ejer­cicio único que te enseñaré: la recapitulación.

-No puedo esperar -afirmé, emocionada, poniéndome los botines. Luego, por ninguna razón explicable, me puse tan agitada que me levanté de un salto y pregunté‑: ¿no deberíamos ponernos en camino otra vez?

-Ya llegamos -anunció Clara y señaló una pequeña cueva en la ladera de un cerro.

Al contemplarla, mi emoción se disipó. El agujero abierto te­nía el aire de un presagio siniestro y al mismo tiempo incitan­te. Sentí el impulso claro de explorarlo, pero me daba miedo lo que pudiese hallar en el interior.

Sospeché que nos encontrábamos en algún lugar cerca de su casa, una idea que me resultó reconfortante. Clara me informó que ése era un lugar de poder, un sitio que los antiguos geomán­ticos de China, los practicantes del feng‑shui, indudablemente hubiesen elegido para construir un templo.

-Aquí, los elementos del agua, la madera y el aire se encuen­tran en perfecta armonía ‑dijo‑. Aquí, la energía circula con abundancia. Verás a qué me refiero cuando estés adentro de la cueva. Debes usar la energía de este lugar único para puri­ficarte.

-¿Estás diciendo que debo quedarme aquí?

‑¿No sabías que en el antiguo Oriente los monjes y los sabios solían retirarse a las cuevas? -preguntó‑. El estar rodeados por la tierra les ayudaba a meditar.

Me instó a meterme a la cueva. Armándome de valor, entré despacio, alejando de mi mente toda preocupación de murciéla­gos y arañas. La cueva estaba oscura y fresca y sólo había es­pacio para una persona. Clara me indicó que me sentara con las piernas cruzadas, apoyando la espalda en la pared. Titubeé, porque no quería ensuciar la chamarra, pero una vez recosta­da ahí me dio gusto poder descansar. Aunque tenía el techo cerca de la cabeza y el suelo duro contra el coxis, no sentí claus­trofobia. Una corriente de aire, suave y casi imperceptible, circu­laba en la cueva. Me sentí fortalecida, exactamente como Clara había dicho. Estaba a punto de quitarme la chamarra para sen­tarme en ella cuando Clara habló, agachada a la boca de la cueva.

-El ápice del arte especial que quiero enseñarte ‑comenzó a decir‑ se llama el vuelo abstracto, y llamamos recapitulación al medio para lograrlo -metió la mano a la cueva y me tocó los lados izquierdo y derecho de la frente‑. La conciencia debe desplazarse de aquí para acá ‑dijo‑. De niños lo hacemos con facilidad, pero una vez roto el sello del cuerpo debido a los rui­nosos excesos, sólo una manipulación especial de la conciencia, la forma correcta de vivir y el celibato son capaces de restau­rar la energía que se ha perdido, energía requerida para efectuar el desplazamiento.

Definitivamente entendía todo lo que estaba diciendo. Inclu­so intuí que la conciencia era como una corriente de energía capaz de desplazarse de un lado de la frente a la otra. Y me imaginé el hueco entre los dos puntos como un vasto espacio, un vacío que impide el cruce.

Escuché con gran atención mientras ella seguía hablando.

-El cuerpo debe ser tremendamente fuerte -indicó‑ para que la conciencia pueda ser aguda y fluida, a fin de saltar de un lado del abismo al otro en un instante.

Mientras ella daba voz a estas palabras, algo extraordinario sucedió. Cobré la certeza absoluta de que me quedaría con Clara en México. Lo que deseaba era sentir que en unos cuantos días volvería a Arizona; pero lo que de hecho sentí fue que no regresaría. Supe entonces que mi certeza no se reducía tan sólo a la aceptación de lo que, por lo visto, Clara tenía en mente des­de el principio, sino que también abarcaba el saber que yo era impotente para resistir a sus intenciones porque la fuerza que me movía no era sólo la suya.

-A partir de ahora debes llevar una vida en la que la concien­cia ocupe la primera plana -señaló, como si supiera que había hecho el compromiso tácito de permanecer con ella‑. Tienes que evitar todo lo que debilite y dañe tu cuerpo o tu mente. También resulta esencial, por el momento, que rompas todos los lazos físicos y emocionales con el mundo.

-¿Por qué es tan importante eso?

‑Porque antes de todo debes adquirir unidad.

Clara explicó que estamos convencidos de que existe un dualismo en nuestro ser; la mente es la parte insustancial de nosotros y el cuerpo es la parte concreta. Esta división man­tiene nuestra energía en un estado de separación caótica y le impide aglutinarse.

-Estar divididos es nuestra condición humana ‑admitió‑, pero nuestra división no es entre la mente y el cuerpo, sino entre el cuerpo, que aloja a la mente o el yo, y el doble, que es el re­ceptáculo de nuestra energía básica.

Explicó que, previo al nacimiento, la dualidad impuesta al hombre no existe, pero que a partir del nacimiento las dos partes son separadas debido a la fuerza ejercida por el intento de la humanidad. Una parte se vuelve hacia el exterior y se convierte en el cuerpo físico; la otra, hacia el interior y se convierte en el doble. Al morir, la parte más pesada, el cuerpo, regresa a la tierra para ser absorbida por ella, y la parte ligera, el doble, se libera. Pero desafortunadamente, puesto que el doble no fue perfeccionado nunca, experimenta la libertad por sólo un instante antes de dispersarse en el universo.

‑Si morimos sin haber borrado nuestro falso dualismo del cuerpo y la mente, morimos una muerte ordinaria ‑afirmó.

-¿De qué otra manera podemos morir?

Clara me miró, alzando una ceja. En lugar de responder a mi pregunta reveló, en tono confidencial, que morimos porque la po­sibilidad de ser transformados no forma parte de nuestros conceptos. Subrayó que dicha transformación tiene que lograrse mientras estemos vivos y que, llevar a cabo con éxito esta tarea, es el único propósito verdadero que un ser humano puede te­ner. Todos los demás logros son transitorios, puesto que la muerte los disuelve en la nada.

-¿Qué implica esta transformación? -pregunté.

-Implica un cambio total ‑replicó‑. Y eso se logra por medio de la recapitulación: la piedra angular en el arte de la libertad. El arte que te enseñaré se llama el arte de la libertad. Un arte infinitamente difícil de practicar, pero aún más difícil de explicar.

Clara dijo que cada procedimiento que iba a enseñarme y ca­da tarea que me pidiera llevar a cabo, por muy comunes que me pareciesen, representaban un paso hacia el cumplimiento de la meta final del arte de la libertad: el vuelo abstracto.

-Lo que te enseñaré primero son unos movimientos sencillos que debes realizar diariamente -prosiguió‑. Considéralos siem­pre como una parte indispensable de tu vida.

"Primero te mostraré una respiración que ha sido un secreto desde hace generaciones. Esta respiración refleja las fuerzas dua­les de la creación y la destrucción, la luz y la oscuridad, el ser y el no ser.

Me pidió salir de la cueva y luego me dirigió, mediante una suave manipulación, a sentarme con la columna encorvada y pegar las rodillas contra el pecho. Sin despegar los pies del suelo, debía yo abrazar mis pantorrillas entrelazando los dedos firmemente. Suavemente me fue bajando la cabeza, hasta que mi mentón tocó mi pecho.

Tuve que forzar los músculos de los brazos para evitar que las rodillas se me salieran de los lados. Tenía comprimido el pecho y también el abdomen. El cuello me tronó al encoger la barbilla.

-Esta es una respiración poderosa -dijo Clara‑. Puede hacer que te desmayes o te duermas. Si esto sucede, regresa a la casa cuando despiertes. Por cierto, esta cueva está justo detrás de la casa. Sigue el caminito y llegarás en dos minutos.

Clara me instruyó que inhalara rápida y superficialmente. Le dije que su petición era redundante, puesto que mi posición sólo permitía respirar de esa manera. Dijo que si disminuía la pre­sión en mis brazos creada por mis dedos entrelazados, aunque só­lo fuese levemente, mi respiración volvería a la normalidad. Pero no era eso lo que ella deseaba. Quería que continuara respiran­do superficialmente durante por lo menos diez minutos.

Conservé la posición tal vez por media hora. Una vez que se redujo el acalambramiento inicial de mi estómago y piernas, las respiraciones superficiales parecieron ablandar el interior de mi cuerpo y disolverlo. Luego, Clara me dio un empujón que me hizo rodar hacia atrás, hasta quedar acostada en el suelo, pero no me permitió soltar la presión de los brazos. Experimenté un momento de alivio cuando mi espalda tocó el suelo, pero sólo cuando me ordenó soltar las manos y estirar las piernas sentí un alivió completo en el abdomen y el pecho. La única forma de describir lo que sentí es decir que algo dentro de mí fue li­berado y disuelto por la respiración. Según predijera Clara, me dio tanto sueño que volví a meterme a la cueva y me dormí.

Debí dormir al menos un par de horas en la cueva; a juzgar por la posición en la que estaba acostada al despertar, no moví un solo músculo. Supuse que probablemente se debiera al hecho de que no había espacio suficiente en la cueva para dar vueltas al dormir, pero también pudo ser porque me sentía tan cómo­da y despreocupada que no necesité moverme.

Regresé a la casa, siguiendo las indicaciones de Clara. Se en­contraba ella en el patio, sentada en un sillón de ratán. Tuve la impresión de que otra mujer había estado sentada junto a ella, pero que, al escucharme venir, se levantó rápido y se fue.

-Ah, te ves mucho más serena ahora ‑dijo Clara‑. Esa respi­ración y postura obran milagros.

Clara afirmó que, de ejecutarse regularmente, con calma y deliberación, esa respiración equilibra de manera gradual nues­tra energía interna.

Antes de que pudiera describir lo fortalecida que me sentía, me pidió que me sentara, porque quería mostrarme otra maniobra corporal de crucial importancia para borrar nuestro falso dualismo. Me pidió que me sentara con la espalda recta y los ojos ligeramente bizcos, de manera que me estuviese viendo la punta de la nariz.

-Esta respiración debe realizarse sin las constricciones de la ropa ‑comenzó‑. Pero en lugar de hacer que te desnudes en el patio a plena luz del día, haremos una excepción. Primero inhalas profundamente, haciendo de cuenta que estás respi­rando por la vagina. Mete el estómago y ve subiendo el aire por la columna, pasando los riñones, hasta un punto entre los omóplatos. Sostén el aire ahí por un momento, luego súbelo aún más hasta la parte de atrás de la cabeza y pásalo por encima de ella, hasta un punto entre las cejas.

Dijo que, después de sostenerlo ahí por un momento, debía exhalar por la nariz mientras mentalmente guiara el aire hacia abajo por el frente de mi cuerpo, primero hasta un punto justo debajo del ombligo y luego a mi vagina, donde había comen­zado el ciclo.

Me puse a practicar el ejercicio de respiración.

Clara llevó la mano a la base de mi columna y de ahí trazó una línea que subía por mi espalda y pasaba por encima de mi cabeza, hasta apretar suavemente el punto entre mis cejas.

-Trata de llevar el aire hasta aquí -indicó‑. La razón por la que debes mantener los ojos medio abiertos es para concen­trarte en el caballete de la nariz al hacer circular el aire hacia arriba por la espalda y por encima de la cabeza hasta este punto; y también para usar la mirada a fin de guiar el aire hacia abajo por el frente de tu cuerpo, devolviéndolo a tus órganos sexuales.

Clara explicó que hacer circular la respiración en tal forma crea un escudo impenetrable que impide la penetración de influencias perturbadoras externas en el campo de energía del cuerpo; también evita que la vital energía interna se disperse hacia el exterior. Subrayó que la inhalación y la exhalación deben ser inaudibles y que el ejercicio de respiración puede realizarse en pie, sentado o acostado, aunque al principio es más fácil de ejecutar sentado sobre un cojín o una silla.

-Y ahora -prosiguió, acercando su silla a la mía‑, hablemos acerca de lo que empezamos a comentar por la mañana: la recapitulación.

Un temblor recorrió mi cuerpo. Le dije que, aunque no tenía idea de lo que estaba hablando, sabía que sería algo monumen­tal y no estaba segura de estar preparada para escucharla. Insistió en que me sentía nerviosa porque una parte de mí intuía que estaba a punto de revelar lo que tal vez era la técnica más importante de la autorrenovación. Con paciencia explicó que la recapitulación es el acto de recuperar la energía que ya hemos gastado en acciones pasadas. Recapitular implica recordar a todas las personas que hemos conocido, todos los lugares que hemos visto y todos los sentimientos que hemos tenido en toda nuestra vida ‑empezando desde el presente y volvien­do hasta los recuerdos más remotos‑ para luego limpiarlos, uno por uno, con una respiración especial que barre todo.

Escuché intrigada, aunque no podía evitar la sensación de que sus palabras carecían totalmente de sentido para mí. An­tes de que pudiera comentar al respecto, me asió la barbilla firmemente con ambas manos y me indicó que inhalara por la nariz mientras ella me volteara la cabeza hacia la izquierda, y que exhalara cuando la volteara hacia la derecha. A continua­ción, debía voltear la cabeza hacia la izquierda y la derecha en un solo movimiento, sin respirar. Afirmó que esa era una forma misteriosa de respirar y la clave de la recapitulación, puesto que inhalar nos permite recuperar la energía que perdimos, en tanto que exhalar nos permite expeler la energía ajena e inde­seable que se ha acumulado en nuestro interior debido a la interacción con nuestros semejantes.

-A fin de vivir e interactuar, necesitamos energía -prosiguió Clara‑. Normalmente la energía gastada en vivir se nos escapa para siempre. De no ser por la recapitulación, no tendríamos ninguna oportunidad para renovarnos. Recapitular nuestras vidas y limpiar nuestro pasado con esta respiración que barre de izquierda a derecha funcionan en conjunto.

Recordar a todas las personas que había conocido y todo lo que había sentido en mi vida me pareció una tarea absurda e imposible.

-Eso puede tardar una eternidad ‑comenté, con la esperanza de que una apreciación práctica cortara la línea de pensamiento irrazonable de Clara.

-Es muy cierto ‑aceptó‑. Pero te aseguro, Taisha, que llevas todas las de ganar al hacerlo, y nada que perder.

Respiré profundamente unas cuantas veces mientras movía la cabeza de izquierda a derecha, imitando la forma de res­piración que me había enseñado a fin de aplacarla y mostrarle que le estaba prestando atención.

Con una pequeña sonrisa me advirtió que la recapitulación no es un ejercicio arbitrario o caprichoso.

-Al recapitular, trata de sentir unas largas fibras elásticas que se extienden desde tu región abdominal -explicó‑. Luego alínea el movimiento giratorio de la cabeza con el movimiento de esas escurridizas fibras. Son los conductos que recuperarán la ener­gía dejada atrás por ti. A fin de recuperar nuestra fuerza y uni­dad, debemos liberar la energía que dejamos atrapada en el mundo y atraerla otra vez a nosotros.

Me aseguró que, al recapitular, extendemos esas fibras elás­ticas de energía a través del espacio y el tiempo hasta las personas, los lugares y los sucesos que estamos examinando. El resultado es que podemos volver a cada momento de nuestras vidas y actuar como si de hecho estuviéramos ahí.

La posibilidad me hizo sentir escalofríos. Si bien me intrigaba lo que Clara estaba diciendo, desde el punto de vista intelectual, no tenía la menor intención de volver a mi desagradable pa­sado, aunque sólo fuese mentalmente. Uno de los pocos motivos de orgullo en mi vida era el haberme escapado de una situación insoportable. No pensaba volver y mentalmente revivir todos los momentos que tanto me había empeñado en olvidar. No obstante, Clara parecía animada por una seriedad y sinceridad tan absolutas al explicarme la técnica de la recapitulación que por un momento dejé de lado mis objeciones y me concentré en lo que estaba diciendo.

Pregunté si el orden en que se recuerda el pasado importa. Replicó que lo importante es volver a experimentar los suce­sos y los sentimientos con el mayor detalle posible y tocarlos con la respiración que los barre, para de esta manera liberar nuestra energía atrapada.

-¿Este ejercicio forma parte de la tradición budista? -pre­gunté.

-No ‑contestó solemnemente‑. Forma parte de otra tradi­ción. Algún día, pronto, te enterarás de qué tradición se trata.

5

No volví a ver a Clara hasta la mañana siguiente en el desayuno. La tarde anterior, a la mitad de nuestra conversación en el patio, de repente su mirada se tornó vaga y distante, como si hubiese visto algo o a alguien a un costado de la casa. Se levantó apresuradamente y se disculpó, dejándome a solas para pon­derar la importancia de todo lo dicho.

Al sentarnos ante nuestro desayuno de carne deshebrada y arroz, le dije que al volver de la cueva el día anterior confirmé su indicación de que estaba a poca distancia de la casa.

-¿Cuál es el verdadero motivo por el que dimos tantas vuel­tas para llegar ahí, Clara? -pregunté.

Clara rompió a reír.

‑Estaba tratando de conseguir que te quitaras los botines, por eso pasamos por el arroyo ‑replicó.

-¿Por qué debía quitarme los botines? ¿Por mi ampolla?

-No fue por la ampolla -indicó Clara, contundente‑. Necesi­taba picar unos puntos muy cruciales en las plantas de tus pies a fin de despertarte del letargo de toda tu vida. De otro modo no me hubieras escuchado.

-¿No estás exagerando, Clara? Te hubiera escuchado aunque no me picaras los pies.

Meneó la cabeza y esbozó una sonrisa sagaz.

-Todos fuimos educados para vivir en una especie de limbo, en el que nada importa excepto gratificaciones insignificantes e inmediatas -declaró‑. Y las mujeres somos unas verdaderas maestras de ese estado. Hasta que no recapitulemos, no podemos superar nuestra educación. Y a propósito de la recapitulación...

Clara reparó en mi expresión afligida y se rió.

-¿Tengo que volver a la cueva, Clara? -interrumpí, antici­pándome a lo que creía iba a decirme‑. Preferiría quedarme aquí contigo. Si posaras para mí, podría hacer unos bosquejos y luego pintar tu retrato.

-No, gracias ‑replicó, sin interés alguno‑. Lo que haré es darte unas instrucciones preliminares acerca de cómo prose­guir con la recapitulación.

Cuando terminamos de comer, Clara me pasó un cuaderno y un lápiz. Pensé que había cambiado de opinión acerca de que le hiciera su retrato. No obstante, al acercarme los materiales pa­ra escribir indicó que comenzara por hacer una lista de todas las personas que había conocido, empezando desde el presente y regresando hasta mis recuerdos más remotos.

‑¡Eso es imposible! ‑exclamé‑. ¿Cómo diablos voy a recordar a todas las personas con las que he entrado en contacto desde el primer día de mi vida?

Clara apartó los platos a fin de darme espacio para escribir.

-Es difícil, cierto, pero no imposible ‑dijo‑. Es una parte necesaria de la recapitulación. La lista forma una matriz para que en ella se enganche la mente.

Afirmó que la fase inicial de la recapitulación consiste en dos cosas. La primera es la lista; la segunda es armar la escena. Y armar la escena consiste en representarse mentalmente todos los detalles relacionados con los sucesos que van a recordarse.

-Una vez que tengas todos los elementos en su lugar, usa la respiración que barre; el movimiento de la cabeza es como un abanico que remueve todo en esa escena ‑explicó‑. Si estás recordando una habitación, por ejemplo, inhala las paredes, el techo, los muebles y a la gente que ves. Y no te detengas hasta que hayas absorbido hasta el último tris de energía que dejas­te ahí.

-¿Cómo sabré cuándo lo he logrado? -pregunté.

-Tu cuerpo te dirá cuándo ha sido suficiente ‑aseguró‑. Recuerda: trata de inhalar la energía que dejaste en la escena que estás recapitulando, y dirige tu intento a exhalar la energía ajena introducida en ti por otros.

Abrumada por la tarea de hacer la lista y empezar a recapitu­lar, no pude pensar en absoluto. Mi mente tuvo la reacción perversa e involuntaria de ponerse completamente en blanco; a continuación, fue inundada por un torrente de pensamientos y me resultó imposible saber dónde empezar. Clara explicó que debemos comenzar la recapitulación enfocando nuestra aten­ción primero en la actividad sexual que hayamos tenido en el pasado.

-¿Por qué hay que empezar ahí? -pregunté, recelosa.

-Ahí es donde está atrapada la mayor parte de nuestra energía -explicó Clara‑. ¡Por eso debemos liberar esos recuer­dos primero!

-No creo que mis encuentros sexuales hayan sido tan impor­tantes.

-No importa. Quizá estuviste mirando el techo, muerta de aburrimiento, o viste estrellas fugaces o fuegos artificiales; como sea, alguien depositó su energía dentro de ti y se fue con una tonelada de la tuya.

Su afirmación me molestó mucho. Volver ahora a mis expe­riencias sexuales me parecía repugnante.

-Ya es bastante difícil ‑afirmé‑ revivir los recuerdos de mi infancia. Pero me niego a sacar otra vez lo que me pasó con los hombres.

Clara me estaba observando con una ceja levantada.

-Además -argumenté-, probablemente esperas confidencias de mi parte. Pero en verdad, Clara, no creo que lo que yo haya hecho con los hombres sea asunto de nadie.

Pensé que había establecido mi posición terminantemente, pero Clara meneó la cabeza, decidida, y preguntó:

-¿Quieres que los hombres que tuviste sigan alimentándose de tu energía? ¿Quieres que esos hombres se hagan más fuertes conforme tú adquieres más fuerza? ¿Quieres constituir su fuente de energía por el resto de tu vida? No. Me parece que no entiendes la importancia del acto sexual ni el alcance de la recapitulación.

-Tienes razón, Clara. No entiendo el motivo de tu extraña petición. ¿Y qué es eso de que los hombres se hacen más fuertes porque soy su fuente de energía? No soy la fuente de nadie ni mantengo a nadie. Te lo prometo.

Sonrió y afirmó haber cometido un error al forzar una con­frontación de ideologías en ese momento.

-Ten paciencia ‑suplicó‑. Se trata de una creencia que he ele­gido sostener. Conforme progreses con tu recapitulación, te hablaré del origen de esa creencia. Baste con decir que es una parte crítica del arte que te estoy enseñando.

‑Si es tan importante como tú dices, Clara, quizá sería mejor que me lo explicaras ahora mismo -pedí‑. Antes de proseguir con la recapitulación, quisiera saber en qué me estoy metiendo.

-De acuerdo, si tú insistes ‑accedió, inclinando la cabeza.

Vertió un poco de té de manzanilla en nuestras grandes tazas y agregó una cucharada de miel a la suya.

Con la voz autoritaria de una maestra que ilustra a la neófita, explicó que las mujeres, más que los hombres, son los auténticos soportes del orden social y que a fin de cumplir con este papel han sido educadas de manera uniforme en todo el mundo para estar al servicio de los hombres.

-No importa que se les compre directamente en el mercado de esclavos o que sean cortejadas y amadas ‑subrayó‑. Su pro­pósito fundamental sigue siendo el mismo: alimentar, proteger y servir a los hombres.

Clara me miró para evaluar, según me pareció, si estaba si­guiendo su razonamiento. Creía que sí, pero mi reacción básica fue que toda su premisa parecía equivocada.

-Tal vez sea cierto en algunos casos -acepté-, pero no creo que sea posible establecer generalizaciones tan amplias como para incluir a todas las mujeres.

Clara manifestó su desacuerdo con vehemencia.

‑El aspecto diabólico de la posición servil de las mujeres es que no parece tratarse simplemente de una prescripción social ‑declaró‑, sino de un imperativo biológico fundamental.

-Aguarda un minuto, Clara -protesté‑. ¿De dónde sacaste eso?

Explicó que cada especie cuenta con un imperativo biológico a fin de perpetuarse y que la naturaleza proporciona las he­rramientas idóneas para asegurar que la fusión de energías femenina y masculina tenga lugar de la manera más eficiente. Afirmó que en el ámbito humano, si bien la función primaria del coito es la procreación, asimismo tiene una función se­cundaria y encubierta, la cual es garantizar el flujo continuo de energía de las mujeres a los hombres.

Clara puso tal énfasis en la palabra "hombres" que me vi obligada a preguntar:

-¿Por qué lo dices como si sólo ocurriese en un solo sentido? ¿No implica el acto sexual un intercambio parejo de energía entre el hombre y la mujer?

-No ‑replicó, contundente‑. Los hombres depositan líneas específicas de energía en el cuerpo de las mujeres. Son como tenias luminosas que se mueven dentro del útero, chupando la energía.

-Eso suena definitivamente siniestro -comenté, para seguirle la corriente.

Prosiguió su exposición con toda seriedad.

‑Son colocadas ahí por una razón aún más siniestra ‑afirmó, haciendo caso omiso de mi risa nerviosa-, eso es, para asegurar que una provisión constante de energía llegue al hombre que las depositó. Estas líneas de energía, establecidas por medio del coito, reúnen y roban la energía del cuerpo femenino, en bene­ficio del hombre que las dejó ahí.

Clara se mostró tan convencida acerca de lo que estaba diciendo que no pude hacer una broma al respecto, sino tuve que tomarla en serio. Al escuchar, sentí que mi sonrisa nerviosa se convertía en un refunfuño.

-No es que acepte ni por un momento lo que estás diciendo, Clara ‑afirmé‑, pero por simple curiosidad dime cómo fue que llegaste a una noción tan absurda. Alguien te aleccionó sobre todo esto, ¿verdad?

‑Sí, mi maestro me explicó todo ello. Al principio tampoco le creí -admitió-, pero también me enseñó el arte de la liber­tad, y eso significa que aprendí a ver el flujo de energía. Ahora sé que sus apreciaciones eran ciertas, porque yo misma puedo distinguir los filamentos parecidos a gusanos en los cuerpos de las mujeres. Tú, por ejemplo, tienes varios, y todos siguen activos.

‑Supongamos que sea verdad, Clara -dije, desasosegada­-. Aunque sólo sea para continuar la discusión, déjame pregun­tarte por qué habría de ser posible una cosa así. ¿No es este flujo unilateral de la energía injusto con las mujeres?

‑¡El mundo entero es injusto con las mujeres! -exclamó‑. Pero no se trata de eso.

-¿De qué se trata, Clara? Sé que no lo he entendido.

-En nuestro caso, el imperativo de la naturaleza es perpetuar la especie humana ‑explicó‑. A fin de asegurar esto, las mujeres deben soportar una carga excesiva en el nivel básico de su energía. Y eso significa un flujo de energía que las agota.

-Pero aún no explicas por qué tiene que ser así -protesté, aunque la fuerza de sus convicciones ya comenzaba a hacerme vacilar.

-Las mujeres constituyen el fundamento para la perpetua­ción de la especie humana ‑replicó Clara‑. La mayor parte de la energía proviene de ellas, no sólo al gestar, parir y alimentar a su prole, sino también para asegurar que el hombre juegue el papel que le corresponde en todo este proceso.

Clara explicó que dicho proceso, en el caso ideal, asegura que la mujer alimenta energéticamente a su hombre, a través de los filamentos depositados por él en su cuerpo, de modo que el hombre desarrolla una misteriosa dependencia hacia ella en un nivel etéreo. Esto se manifiesta en la conducta patente del hom­bre, al regresar una y otra vez con la misma mujer, a fin de conservar su fuente de subsistencia. De esta manera, afirmó Clara, la naturaleza asegura que los hombres, además del im­pulso inmediato de la gratificación sexual, establezcan lazos más permanentes con las mujeres.

-Las fibras de energía depositadas en las matrices de las mu­jeres también se funden con la composición energética de la prole, en caso de que ocurra la concepción -profundizó Clara‑. Posi­blemente se trate de los rudimentos de los lazos familiares, porque la energía del padre se funde con la del feto y permite al hombre sentir que el hijo es suyo. Estos son algunos de los hechos de la vida que una madre nunca cuenta a su hija, simple­mente porque no los sabe. A las mujeres se les educa para ser fácilmente seducidas por los hombres, sin tener la menor idea de las consecuencias del coito, en términos de la pérdida de energía que produce en ellas. De eso se trata y eso es lo que es injusto.

Al escuchar hablar a Clara, tuve que admitir que una parte de lo que decía tenía sentido para mí en un recóndito nivel corporal. Me instó a no aceptar o rechazar su argumento simple­mente, sino a meditarlo a fondo y a evaluar lo dicho por ella de manera valiente, sin prejuicios e inteligentemente.

-Es ya bastante malo que un hombre deje líneas de energía en el cuerpo de una mujer -prosiguió Clara‑, aunque es necesario para tener prole y para asegurar la supervivencia de ésta. Pero llevar dentro las líneas de energía de diez o veinte hombres, alimentándose de su luminosidad, es más de lo que cualquiera puede soportar. Con razón las mujeres no consiguen nunca le­vantar la cabeza.

-¿Puede una mujer deshacerse de esas líneas? -pregunté, cada vez más convencida de que había algo de verdad en lo que Clara decía.

-Una mujer carga esos gusanos luminosos por siete años -indicó Clara‑; después de este tiempo, desaparecen o se des­vanecen. Pero lo más funesto es que, cuando los siete años están a punto de cumplirse, todo el ejército de gusanos, desde el pri­mer hombre que tuvo una mujer hasta el último, empieza a agitarse al mismo tiempo, de modo que la mujer se siente im­pulsada a tener relaciones sexuales de nuevo. Entonces todos los gusanos vuelven a la vida con más fuerza que nunca, a fin de alimentarse con la energía luminosa de la mujer durante otros siete años. En verdad es un ciclo sin fin.

-¿Y si la mujer es célibe? -pregunté‑. ¿Los gusanos se ex­tinguen sin más?

‑Sí, si logra resistirse al sexo por siete años. Pero es casi imposible para una mujer guardar este tipo de celibato en nuestra época, a menos que se haga monja o tenga el dinero suficiente para mantenerse. E incluso en estos casos requiere una forma de pensar totalmente distinta.

-¿Por qué es eso, Clara?

-Porque no sólo constituye un imperativo biológico que las mujeres tengan relaciones sexuales, sino también un mandato social.

Entonces Clara me dio un ejemplo sumamente desconcer­tante y perturbador. Según afirmó, puesto que somos incapaces de ver el flujo de energía, es posible que sin necesidad estemos perpetuando patrones de comportamiento o interpretaciones emocionales relacionados con dicho flujo invisible de energía. Por ejemplo, es equivocada la exigencia social de que las mu­jeres se casen o al menos se ofrezcan a los hombres, así como también es equivocado que las mujeres no se sientan realizadas a menos de tener el semen de un hombre dentro de ellas. Es cierto que las líneas de energía de un hombre les otorgan un propósito y las obligan a cumplir con sus destinos biológicos: alimentar a los hombres y a su prole. Pero los seres humanos son lo bastante inteligentes como para exigirse algo más que só­lo cumplir con el imperativo de la reproducción. Afirmó que evolucionar, por ejemplo, representa un imperativo igual en importancia, si no es que mayor, que reproducirse; y que, en este caso, evolucionar implica despertar a las mujeres a que vean su verdadero papel en el esquema energético de la reproducción.

Entonces pasó a un nivel personal y señaló que yo, al igual que todas las mujeres, fui educada por una madre que conside­raba como su función principal educarme para que hallara a un marido conveniente y no sufriera el estigma de ser una solte­rona. En realidad fui criada, como un animal, para tener rela­ciones sexuales, sea cual fuera el nombre que mi madre eligió darle.

-Tú, al igual que todas las mujeres, has sido engañada y obligada a someterte ‑declaró Clara‑. Y lo más triste es que te encuentras atrapada dentro de este patrón, aunque no pienses procrear.

Sus aseveraciones eran tan inquietantes que me reí de los puros nervios. Clara no se perturbó en absoluto.

‑Quizá todo esto sea verdad, Clara ‑dije, esforzándome por no sonar condescendiente‑. Pero en mi caso, ¿qué cambiará con ponerme a recordar el pasado? ¿No está todo ya hecho y punto?

‑Sólo puedo decirte que para despertar debes romper un círculo vicioso ‑replicó, mientras sus ojos verdes me escudri­ñaban en forma curiosa.

Reiteré que no creía sus teorías acerca de diabólicos impera­tivos biológicos ni hombres vampirescos que sangraban la ener­gía de las mujeres, y argumenté que el simple sentarme en una cueva a recordar no cambiaría nada.

-Hay ciertas cosas en las que sencillamente no quiero volver a pensar nunca ‑dije bruscamente y di un puñetazo a la mesa de la cocina. Me puse de pie, dispuesta a irme, y le informé que no quería saber nada más sobre la recapitulación, la lista de nombres ni ningún imperativo biológico.

-Hagamos un trato ‑sugirió Clara, con el aire de un comer­ciante disponiéndose a defraudar a un cliente‑. Eres una persona justa; te gusta ser honorable. Propongo que llegue­mos a un acuerdo.

-¿Qué clase de acuerdo? -pregunté con creciente inquietud.

Arrancó una hoja del cuaderno y me la entregó.

‑Quiero que redactes y firmes una garantía promisoria de­clarando que intentarás el ejercicio de recapitulación durante un mes solamente. Si al cabo de un mes no percibes ningún incre­mento en tu energía ni mejoría alguna en tus sentimientos hacia ti misma o hacia la vida en general, estarás en libertad para re­gresar a tu hogar, dondequiera que eso esté. Si tal resulta ser tu caso, simplemente podrás descartar toda la experiencia como la petición extravagante de una mujer excéntrica.

Me senté nuevamente para calmarme. Al tomar unos sorbos de té, se me ocurrió que era lo menos que podía hacer, después de todas las molestias que Clara se había tomado conmigo. Además, era obvio que no iba a dejarme ir tan fácil. Podría fingir, simplemente, que estaba recapitulando mis recuerdos. Al fin y al cabo, ¿quién iba a saber si en la cueva me dedicaba a representarme las escenas y respirar o si sólo soñaba despier­ta o me echaba una siesta?

‑Sólo es por un mes -insistió con sinceridad‑. No estarás vendiendo tu vida. Créeme, realmente trato de ayudarte.

-Ya lo sé ‑dije‑. Pero ¿por qué te molestas en hacer todo esto por mí? ¿Por qué yo, Clara?

-Hay una razón ‑replicó‑, pero es tan descabellada que no puedo revelártela ahora. Lo único que puedo decirte es que al ayudarte estoy cumpliendo con un propósito digno: pagando una deuda. ¿Aceptarás mi pago de una deuda como una razón?

Clara fijó en mí una mirada tan esperanzada que tomé el lápiz para escribir la promesa, repasando las palabras deliberada­mente para que no hubiese confusión acerca del plazo de un mes. Regateó conmigo para que en ese mes no incluyera el tiempo que requiriese para hacer la lista de nombres. Accedí y agregué un apéndice en este sentido; a continuación y a pesar de lo que me decía mi propio juicio, firmé.

6

Durante semanas me devané los sesos para compilar la lista. Me odié a mí misma por haberme dejado convencer por Clara de no incluir ese tiempo en la garantía. Durante esos largos días trabajé en una soledad y un silencio absolutos; sólo veía a Cla­ra en el desayuno y la cena, que comíamos en la cocina, pero apenas cruzábamos palabra. Rechazaba todos mis intentos por hacerle plática, afirmando que volveríamos a hablar cuando terminara mi lista. Cuando la terminé, abandonó su costura y de inmediato me acompañó a la cueva. Eran las cuatro de la tarde y, según Clara, la temprana mañana y la avanzada tarde eran los momentos más propicios para comenzar una empresa tan vasta.

A la entrada de la cueva, me dio unas instrucciones.

-Toma a la primera persona en tu lista y esfuerza tu memoria para recordar todo lo que experimentaste con esa persona ‑indicó Clara‑, desde el momento en que se conocieron hasta la última vez que se vieron. Si lo prefieres puedes trabajar al revés, desde la última ocasión en que trataste a esa persona hasta tu primer encuentro con ella.

Armada de la lista, me dirigía a la cueva todos los días. Al principio la recapitulación representaba una labor difícil. No pu­de concentrarme, porque temía remover el pasado. Mi mente vagaba de lo que consideraba un suceso traumático al siguien­te, o simplemente descansaba o soñaba despierta. No obstante, al cabo de un tiempo me intrigaron la claridad y el detalle que adquirían mis recuerdos. Incluso comencé a pensar con mayor objetividad en ciertas experiencias, que siempre consideré tabúes.

Sorprendentemente, también me sentía más fuerte y más optimista. A veces, al respirar, era como si la energía poco a poco fluyera de regreso a mi cuerpo, calentando e hinchándome los músculos. Me involucré a tal grado en la tarea de la recapi­tulación que no requerí todo un mes para probar su valor. Dos semanas después del tiempo de inicio estipulado en la garantía, mientras cenábamos, pedí a Clara que buscara a alguien para sacar las cosas de mi departamento y almacenarlas. Clara me había sugerido esta opción en varias ocasiones anteriores, pe­ro siempre rechacé su oferta, puesto que aún no estaba lista para comprometerme en esa forma. Se mostró encantada con mi petición.

‑Se lo pediré a una de mis primas -indicó‑. Ella se encargará de todo. No quiero que ninguna preocupación te impida con­centrarte.

-Ahora que lo mencionas, Clara ‑repliqué‑, hay una cosa que me molesta.

Clara esperó a que hablara. Le dije que me parecía sumamen­te extraño que nuestras comidas siempre estuviesen prepara­das, aunque nunca la viera guisar o preparar los alimentos.

-Eso es porque nunca estás en casa durante el día -explicó Clara con tono prosaico‑. Y por la noche te retiras temprano.

Era cierto que pasaba la mayor parte del tiempo en la cueva. Al regresar a la casa, comía en la cocina y luego permanecía en mi cuarto, porque el tamaño de la casa me intimidaba. Era enorme. No parecía abandonada, porque estaba llena al tope de muebles, libros y diversos adornos de cerámica, plata y esmal­te tabicado. Todas las habitaciones estaban limpias y libres de polvo, como si una criada fuera regularmente a hacer la limpie­za. No obstante, la casa parecía vacía porque no había gente en ella. En dos ocasiones Clara desapareció para llevar a cabo misteriosas diligencias que se negaba a comentar; en ese tiem­po, el único ser vivo en la casa, aparte de mí, era Manfredo. También en ese tiempo, Manfredo y yo salimos a los cerros desde donde se dominaba la casa. Hice un esbozo de la casa y el terreno desde un punto de observación que creía haber encontrado yo misma. No quise admitir, en ese entonces, que Manfredo me guió hasta ahí.

Desde mi promontorio privado pasé horas tratando de calcu­lar la orientación de la casa. Clara había indicado que seguía los puntos cardinales. No obstante, cuando la medí con un compás, la casa parecía tener una alineación ligeramente distinta. El terreno alrededor de la casa era lo que más me inquietaba, puesto que me resultó imposible calcular su extensión. Desde mi punto de observación vi que el terreno parecía mucho más extenso que al ser medido desde la casa misma. Clara me ha­bía prohibido pisar la parte de la casa ubicada al frente -el Este­- al igual que el lado del Sur. No obstante, al dar la vuelta a la periferia de la casa calculé que las dos áreas eran idénticas a los lados occidental y del Norte, a los que sí tenía acceso. Pero al verse desde lejos no eran idénticas en absoluto y me resul­taba imposible explicar la discrepancia.

Abandoné el intento de tratar de precisar la disposición de la casa y el terreno y dirigí mi atención a otro misterioso pro­blema: los parientes de Clara. Aunque se refería a ellos constan­temente en forma indirecta, yo aún no les veía ni rastro.

-¿Cuándo regresarán tus parientes de la India? -pregunté a quemarropa.

-Pronto ‑replicó. Tomó su tazón de arroz con una mano y lo sujetó como lo hacen los chinos. Nunca la había visto usar los palillos antes y me maravillé ante la increíble precisión con la que los manejaba‑. ¿Por qué te interesan tanto mis parientes? -preguntó.

-A decir verdad, Clara, no sé por qué, pero me causan mucha curiosidad -indiqué‑. He tenido impresiones y pensamientos perturbadores en esta enorme casa.

-¿Quieres decir que no te agrada la casa?

-Al contrario, me encanta. Sólo que es tan grande e inquie­tante.

-¿Qué clase de impresiones y pensamientos te han pertur­bado? ‑preguntó, dejando su tazón en la mesa.

-A veces creo ver gente en el pasillo o escucho voces. Y siempre tengo la impresión de que alguien me observa, pero cuando miro a mi alrededor no hay nadie.

‑Esta casa tiene más de lo que salta a la vista ‑admitió Clara-, pero eso no debería ser motivo de temor o preocupación para ti. Hay magia en esta casa, en la tierra y en las montañas alrededor de toda el área. Por ese motivo decidimos vivir aquí. De hecho, también es por ese motivo que tú misma decidiste vivir aquí, aunque no tengas la menor idea de que esa sea la ra­zón de tu elección. Pero así debe ser. Has traído tu inocencia a esta casa y la casa, con todo el intento que tiene guardado, la convierte en sabiduría.

-Todo eso suena muy bonito, Clara, pero ¿qué significa exac­tamente?

‑Siempre hablo contigo con la esperanza de que me entien­das -indicó Clara con un dejo de desilusión‑. Cada uno de mis parientes, quienes te aseguro entrarán en contacto contigo tar­de o temprano, te hablará en la misma forma. No vayas a creer que decimos tonterías sólo porque no nos entiendes.

‑Créeme, Clara, no creo eso en absoluto, y estoy agradecida porque trates de ayudarme.

-La recapitulación es la que te está ayudando, no yo -me corrigió Clara‑. ¿Has observado otras cosas extrañas en la casa, aparte de lo que ya me dijiste?

Mencioné la disparidad entre mis exámenes visuales de la casa desde el punto de observación y al caminar alrededor de ella.

Rió tanto que le dio un acceso de tos.

-Tendré que ajustar mi comportamiento a este nuevo acon­tecimiento -indicó Clara cuando pudo hablar de nuevo.

-¿Puedes explicarme por qué el terreno parece desproporcio­nado y por qué obtengo orientaciones tan diferentes del compás cuando estoy acá abajo y cuando estoy en el cerro? ‑pregunté.

‑Claro que puedo, pero no le encontrarías ningún sentido. Es más, hasta podría asustarte.

-¿Tiene que ver con el compás, Clara? ¿O soy yo? ¿Estoy loca o qué?

-Tiene que ver contigo, por supuesto; tú eres la que estás tomando esas medidas. Pero no estás loca; se debe a otra cosa.

-¿A qué, Clara? Dímelo. Todo el asunto me está poniendo la carne de gallina. Es como si estuviera en una película de ciencia ficción en la que nada es real y todo puede pasar. ¡Y odio ese género!

Clara no parecía dispuesta a revelar nada más. En cambio, preguntó:

-¿No te gusta lo inesperado?

Le expliqué que el hecho de haber tenido hermanos varones resultó tan devastador para mí que me pasé al otro extremo y, como cuestión de principios, aprendí a odiar todo lo que a ellos gustaba. Solían ver Dimensión desconocida en la televisión y les encantaba. En mi opinión era un programa muy manipulador y artificial.

-Veamos cómo te lo explico ‑accedió Clara‑. En primer lu­gar, definitivamente esta no es una casa de ciencia ficción. Más bien es una casa de extraordinario intento. La razón por la cual no puedo explicar sus discrepancias es porque aún no puedo explicarte lo que es el intento.

-Por favor no hables con acertijos, Clara -supliqué-. No sólo da miedo, sino que francamente me enfurece.

-Para que comprendas este delicado asunto tengo que dar rodeos -continuó Clara‑. Primero déjame contarte del hombre directamente responsable de mi presencia en esta casa, e indi­rectamente responsable de mi relación contigo. Se llamaba Julián y era el ser más exquisito que uno pudiese conocer. Me encontró un día cuando me había perdido en esas mon­tañas de Arizona que estabas dibujando y me trajo aquí a esta casa.

-Espera un momento, Clara. Pensé que habías dicho que esta casa pertenece a tu familia desde hace generaciones le recordé.

‑Cinco generaciones, para ser exactos ‑replicó.

-¿Cómo puedes hacer dos afirmaciones tan contradictorias como si no pasara nada?

-No me estoy contradiciendo. Tú eres la que interpretas las cosas sin contar con un fundamento adecuado. La verdad es que esta casa pertenece a mi familia desde hace generaciones. Pero mi familia es una familia abstracta. Es una familia en el mismo sentido en que esta casa es una casa y Manfredo es un perro. Pero ya sabes que Manfredo no es un perro de verdad; y esta casa no es real, como otra casa cualquiera. ¿Ves a qué me refiero?

No estaba de humor para los acertijos de Clara. Por un rato guardé silencio, con la esperanza de que cambiara el tema. Luego me sentí culpable por mi mal humor y mi mal genio.

-No, no entiendo a qué te refieres ‑contesté por fin.

-Para que entiendas todo esto debes cambiar ‑indicó Clara con paciencia‑. Pero eso es precisamente por lo que estás aquí: para cambiar. Y cambiar significa que podrás lograr el vuelo abstracto, en cuyo momento todo se te aclarará.

Ante mis desesperadas instancias explicó que ese vuelo ini­maginable era simbolizado por un desplazamiento del lado de­recho de la frente al izquierdo, pero que en realidad significaba llevar la parte etérea de nosotros, el doble, a nuestra conciencia cotidiana.

‑Como ya te lo he explicado -prosiguió‑, el dualismo cuerpo mente es una dicotomía falsa. La verdadera división existe entre el cuerpo físico, que aloja a la mente, y el cuerpo etéreo o doble, que aloja nuestra energía. El vuelo abstracto tiene lugar cuando aplicamos el doble a nuestras vidas diarias. Dicho de otra ma­nera, el momento en que nuestro cuerpo físico cobra una con­ciencia total de su contraparte energética, hemos cruzado a lo abstracto, un reino de la conciencia completamente distinto.

‑Si significa que debo cambiar primero, dudo seriamente que algún día pueda efectuar esa travesía ‑objeté‑. Todo parece tan profundamente arraigado en mí que me siento definida para toda la vida.

Clara vertió agua en mi taza. Sentó la jarra de barro en la mesa y me miró de frente.

-Existe una forma de cambiar ‑declaró‑, y a estas alturas estás metida en ella hasta las orejas; se llama la recapitulación.

Me aseguró que una recapitulación profunda y completa nos permite cobrar conciencia de lo que deseamos cambiar al per­mitirnos observar nuestras vidas sin engaños. Nos otorga una pausa momentánea en la que podemos elegir entre aceptar nuestro comportamiento acostumbrado o cambiar y eliminarlo mediante la fuerza del intento, antes de que nos atrape por completo.

-¿Y cómo se elimina algo mediante la fuerza del intento? -pregunté‑. ¿Sólo se dice: "¡Fuera, Satanás!"?

Clara se rió y tomó un sorbo de agua.

-Para cambiar tenemos que cumplir con tres condiciones ‑replicó‑. Primero, debemos anunciar en voz alta nuestra deci­sión de cambiar, para que el intento nos oiga. Segundo, debemos conservar nuestro firme propósito a lo largo de cierto periodo de tiempo. No podemos empezar algo y abandonarlo en cuan­to nos desanimemos. Tercero, debemos ver el resultado de nuestras acciones con un sentido de desapego total. Esto signi­fica que no podemos darnos a la idea de tener éxito o de fra­casar.

"Sigue estos tres pasos y podrás modificar toda emoción y deseo indeseable dentro de ti", aseguró Clara.

-No lo sé, Clara ‑respondí escéptica‑. Suena tan sencillo co­mo lo dices.

No era que no quisiera creerle, sino simplemente que siempre había sido una persona práctica; y desde el punto de vista práctico la tarea de cambiar mi comportamiento resultaba abru­madora, a pesar de su programa triple.

Terminamos nuestra cena en silencio total. El único ruido en la cocina era el constante goteo del agua al traspasar un filtro de piedra caliza. Me proporcionó una imagen concreta del gradual proceso de limpieza que era la recapitulación. De sú­bito experimenté una oleada de optimismo. Quizá fuese posible cambiar y purificarse, gota por gota, pensamiento por pensa­miento, al igual que el agua al pasar por ese filtro.

Arriba de nosotras, los resplandecientes focos de luz concen­trada proyectaban sombras espectrales sobre el mantel blanco. Clara dejó los palillos y empezó a curvar los dedos, como si estuviera dibujando sombras sobre el mantel. En cual­quier momento esperaba verla crear a un conejo o una tortuga.

-¿Qué estás haciendo? -pregunté, rompiendo el silencio.

-Es una forma de comunicación -explicó-, aunque no con la gente sino con la fuerza que llamamos intento.

Estiró los dedos meñiques e índice para arriba y formó un círculo tocando con el pulgar las puntas de los otros dos dedos. Me indicó que era una señal para captar la atención de esa fuerza y permitirle penetrar en el cuerpo a través de las líneas de energía que terminan o se originan en las puntas de los dedos.

-La energía se trasmite por el índice y el meñique si están extendidos como antenas -explicó, mostrándome otra vez la posición de la mano‑. Luego la energía es atrapada y sostenida en el círculo hecho con los otros tres dedos.

Afirmó que con esa posición específica de la mano podemos atraer suficiente energía al cuerpo para curarlo o fortalecerlo, o para modificar nuestros estados de ánimo y hábitos.

-Pasemos a la sala, donde estaremos más cómodas -indicó Clara‑. No sé cómo te sientes tú, pero esta banca empieza a lastimarme el trasero.

Clara se puso de pie y cruzamos el patio oscuro, la puerta de atrás y el pasillo de la casa grande, hasta la sala. Para mi asombro la lámpara de gasolina ya estaba encendida y Man­fredo se encontraba dormido, acurrucado al lado de un sillón. Clara se acomodó en ese sillón, que siempre me pareció era su favorito. Recogió un bordado en el que estaba trabajando y cuidadosamente agregó unas puntadas más pasando la aguja por la tela y sacándola con un movimiento de mano amplio y lleno de gracia. Sus ojos estaban fijos, concentrados en su labor.

Para mí era tan insólito ver a esa mujer fuerte dedicada a un bordado que la miré con curiosidad, para ver si podía echar un vistazo a su trabajo. Clara se dio cuenta de mi interés y alzó la tela para que la viera. Era una funda para cojín, con mariposas bordadas posadas sobre flores policromas. Para mi gusto estaba demasiado recargado.

Clara esbozó una sonrisa, como si percibiera mi opinión crítica de su trabajo.

-Pudieras decirme que mi trabajo es la belleza encarnada o que estoy perdiendo el tiempo -indicó, dando otra puntada‑, pero no afectarías mi serenidad interior. Esta actitud se llama conocer tu propio valor. -Hizo una pregunta retórica que ella misma contestó‑: ¿Y cuál crees que es mi valor? El cero abso­luto.

Le dije que en mi opinión ella era una persona espléndida, en verdad, una gran inspiración. ¿Cómo podía decir que no tenía valor?

-Es muy sencillo ‑explicó Clara‑. Cuando las fuerzas positivas y negativas se encuentran en equilibrio, se cancelan mutua­mente y eso significa que mi valor es de cero. También significa que no puedo enfadarme cuando alguien me critica ni puede darme gusto cuando alguien me alaba.

Claro alzó una aguja y a pesar de la tenue luz la enhebró rápidamente.

-Los sabios chinos de la antigüedad decían que para conocer el propio valor hay que escurrirse por el ojo del dragón -dijo, juntando los dos extremos del hilo.

Indicó que aquellos sabios estaban convencidos de que el reino infinito de lo desconocido se encuentra vigilado por un enorme dragón cuyas escamas resplandecen con luz cegadora. Según creían, los valientes que osan acercarse al dragón se atemorizan ante su fulgor deslumbrante, la potencia de su cola que con el más mínimo temblor tritura todo a su paso y el aliento ardiente que convierte en cenizas todo a su alcance. No obstante, los dichos sabios, también creían que existe una forma de pasar junto al inabordable dragón. Estaban seguros de que, al fundirse con el intento del dragón, es posible tornarse invisi­ble y pasar por el ojo de la bestia.

-¿Qué significa eso, Clara? -pregunté.

‑Significa que por medio de la recapitulación podemos va­ciarnos de pensamientos y deseos, lo cual para esos videntes de la antigüedad significaba hacerse uno con el intento del dragón y, por lo tanto, invisible.

Recogí un cojín bordado, otra muestra del trabajo de Clara, y me lo acomodé en la espalda. Respiré profundamente varias veces para despejar la mente. Quería entender lo que Clara estaba diciendo, pero su insistencia en usar metáforas chinas lo volvía todo más confuso para mí. Aun así percibía tal intensidad en lo que decía que estaba segura de perderme algo importante si no trataba, al menos, de comprenderla.

Al ver bordar a Clara, de súbito recordé a mi madre. Quizá fue el recuerdo el que me infundió una tristeza monumental, un anhelo sin nombre; tal vez fue por escuchar lo que Clara había dicho o el simple hecho de estar en su casa desierta e inquietamente hermosa, bajo la luz espectral de la lámpara de gasolina. Las lágrimas me inundaron los ojos y me puse a llorar.

Clara se levantó de su sillón con un salto y se colocó a mi lado. Susurró en mi oído, tan fuerte que parecía un grito:

-Ni te atrevas a darte a la autocompasión en esta casa. Si lo haces, la casa te rechazará; te escupirá como se escupe una pepa de aceituna.

Su amonestación operó el efecto indicado sobre mí. Mi tris­teza desapareció en el acto. Me sequé los ojos y Clara siguió hablando, como si nada hubiera pasado.

-El arte del vacío fue la técnica practicada por los sabios chinos que querían pasar por el ojo del dragón -afirmó al volver a sentarse‑. Hoy lo llamamos el arte de la libertad. Nos parece un mejor término, porque este arte realmente conduce a un reino abstracto en el que lo humano no cuenta.

-¿Quieres decir, Clara, que es un reino inhumano?

Clara dejó el bordado sobre el regazo y me miró.

‑Quiero decir que casi todo lo que hemos escuchado sobre este reino, en las descripciones de los sabios y videntes que lo han buscado, huele a preocupaciones humanas. Pero nosotros, los que practicamos el arte de la libertad, hemos averiguado por experiencia propia que se trata de una descripción inexacta. Se­gún nuestra experiencia, lo humano en ese reino es tan poco importante que se pierde en su inmensidad.

‑Espera un momento, Clara. ¿Qué me dices del grupo de personajes legendarios llamados los inmortales chinos? ¿No alcanzaron la libertad en el sentido que ustedes le dan?

-No en el sentido que nosotros le damos ‑replicó Clara‑. Para nosotros, la libertad significa estar libre de la condición humana. Los inmortales chinos se quedaron atrapados en sus mitos de inmortalidad, de ser sabios, de haberse liberado, de volver a la Tierra para guiar a otros en su camino. Eran eruditos, músi­cos, dueños de poderes sobrenaturales. Eran justos y capricho­sos, en forma muy parecida a los dioses griegos clásicos. Incluso el nirvana es un estado humano en el que la dicha significa li­berarse de la carne.

Clara había logrado hacerme sentir completamente deso­lada. Le dije que toda mi vida me acusaron de carecer de calidez y comprensión humanas. De hecho, me dijeron que era la per­sona más fría que pudiese haber. Ahora Clara me estaba dicien­do que libertad significaba estar libre de compasión humana. Y yo siempre creí carecer de algo crucial por no poseerla.

Otra vez me encontraba al borde de las lágrimas de la auto­compasión, pero Clara volvió a rescatarme.

-Estar libre de lo humano no significa nada tan idiota como no poseer calidez o compasión ‑declaró.

‑Como sea, la libertad como tú la describes me es inconcebible, Clara ‑insistí‑. No estoy segura de querer ni un ápice de ella.

-Y yo estoy segura de quererla toda ‑replicó‑. Aunque mi mente tampoco es capaz de concebirla, créeme, ¡sí existe! Y créeme también que algún día estarás diciendo a otra persona lo mismo que yo ahora te digo al respecto. Tal vez incluso uses las mismas palabras.

Me guiñó el ojo, como si estuviera segura de que esto iba a suceder.

‑Conforme sigas recapitulando, se te aparecerá la entrada al reino donde lo humano no cuenta -prosiguió Clara‑. Esa será la invitación para pasar por el ojo del dragón. Eso es lo que llamamos el vuelo abstracto. De hecho implica atravesar un vasto abismo hasta un reino imposible de describir, porque el hombre no constituye su medida.

Me puse tiesa del miedo. No me atrevía a tomar a Clara a la ligera, porque siempre hablaba en serio. La idea de perder lo humano en mí, sin importar cómo fuera, y saltar a un abismo era más que atemorizante. Estaba a punto de preguntarle si sabía cuándo se me aparecería esa entrada, pero continuó su explicación.

-La verdad del asunto es que la entrada se encuentra delante de nosotros todo el tiempo -indicó Clara‑, pero sólo las perso­nas cuyas mentes están en silencio y cuyos corazones están serenos son capaces de ver o sentir su presencia.

Explicó que llamarlo entrada no era metafórico, porque de hecho aparece a veces como una simple puerta, una cueva negra, una luz deslumbrante o cualquier cosa concebible, in­cluso un ojo de dragón. Afirmó que a este respecto las metáforas de los sabios chinos de la antigüedad no eran en absoluto des­cabelladas.

‑Otra creencia de los antiguos sabios chinos era que la invisi­bilidad es consecuencia natural de haber logrado una indiferen­cia serena -señaló.

-¿Qué es una indiferencia serena, Clara?

En lugar de responder directamente, preguntó si alguna vez había visto los ojos de los gallos de pelea.

-No he visto a un gallo de pelea en mi vida ‑contesté.

Clara explicó que la expresión en los ojos de un gallo de pelea no es la expresión que se encuentra en los ojos de la gente o los animales ordinarios, porque éstos reflejan calidez, compasión, ira o temor.

-Los ojos de un gallo de pelea no muestran ninguna de estas cosas -me informó Clara‑. En cambio, reflejan una indiferencia indescriptible, la cual también se encuentra en los ojos de los seres que han efectuado la gran travesía. En lugar de mirar el mundo hacia afuera se han vuelto al interior, para contemplar lo que aún no está presente.

"El ojo que contempla el interior es inconmovible -prosiguió Clara‑ No refleja preocupaciones ni temores humanos, sino la inmensidad. Los videntes que han mirado el infinito dan fe de que el infinito devuelve la mirada con una inconmovible y fría indiferencia.

7

Una tarde, poco antes de que oscureciera, Clara y yo regresá­bamos a la casa desde la cueva por la larga ruta escénica cuando sugirió que nos sentáramos a descansar a la sombra de unos árboles. Estábamos observando las sombras proyectadas por los árboles en el suelo cuando de súbito una ráfaga de viento estremeció las hojas que empezaron a centellear formando una conmoción de luz y oscuridad. Pequeñas olas recorrieron los dibujos en el suelo. Cuando hubo pasado el viento, las hojas de nuevo se aquietaron, y también las sombras.

-La mente se parece a estas sombras -indicó Clara con voz suave‑. Cuando nuestra respiración es pareja, nuestras mentes están quietas. Si es errática, la mente se estremece como las hojas agitadas.

Traté de observar si mi respiración estaba pareja o inquieta, pero sinceramente no lo supe distinguir.

‑Si la respiración es agitada, la mente se pone inquieta ‑con­tinuó Clara‑. A fin de aquietar la mente, lo mejor es comenzar por aquietar la respiración -me dijo que mantuviera la espalda recta y me concentrara en mi respiración hasta que estuviera suave y rítmica, como la de un bebé.

Señalé que cuando una persona se dedica a una actividad física como nosotras lo acabábamos de hacer, al caminar por los cerros, era imposible que la respiración fuese tan suave como la de un bebé, que se la pasa acostado sin hacer nada.

-Además -continué-, no sé cómo respiran los bebés. No he estado cerca de muchos y cuando lo estuve, no me fijé en su respiración.

Clara se acercó para colocar una mano en mi espalda y la otra en mi pecho. Para mi consternación, me oprimió hasta cons­treñirme de tal manera que me sentí a punto de sofocar. Traté de soltarme, pero me sujetó con manos de hierro. A manera de compensación, empecé a meter y a sacar el estómago rítmica­mente, conforme el aire entraba otra vez a mi cuerpo.

-Así respiran los bebés -indicó‑. Recuerda la sensación de sacar el estómago, para que puedas reproducirla sin importar que estés caminando, haciendo ejercicio o acostada sin hacer na­da. No lo creerás, pero somos tan civilizados que debemos apren­der de nuevo a respirar correctamente.

Retiró las manos de mi pecho y espalda.

-Ahora deja que el aire suba hasta llenar tu pecho -instruyó‑. Pero no permitas que te inunde la cabeza.

-No hay forma de que el aire se me meta a la cabeza ‑contesté, riendo.

-No me tomes tan literalmente -me regañó‑. Al decir aire en realidad me refiero a la energía derivada de la respiración, que penetra en el abdomen, el pecho y luego la cabeza.

Tuve que reír ante su seriedad. Me preparé para escuchar otro torrente de metáforas chinas.

Sonrió y me guiñó el ojo.

-En mi caso, la seriedad es consecuencia directa de mi tamaño ‑afirmó con una risita‑. Nosotras, las personas grandotas siempre somos más serias que las pequeñitas y joviales. ¿No es cierto, Taisha?

No entendí por qué me incluía a mí entre las grandotas. Me llevaba por lo menos cinco centímetros de estatura y dieciséis kilos de peso. Me molestó sobremanera que me llamara grando­ta, y aún más su insinuación de que yo era demasiado seria. Sin embargo, no expresé mis sentimientos en voz alta, porque sabía que ella exageraría la cuestión y me mandaría llevar a cabo una profunda recapitulación sobre el tema de mi tamaño.

Clara me miró como para medir mi reacción a su pregunta. Sonreí y fingí no haberme molestado en absoluto. Al observar mi estado de atención, se puso seria de nuevo y siguió explicán­dome que nuestro bienestar emocional está directamente li­gado con el fluir rítmico de nuestra respiración.

-La respiración de una persona agitada ‑prosiguió, inclinán­dose un poco hacia mí‑ es rápida y superficial y se ubica en el pecho o la cabeza. La respiración de una persona calma se hun­de en el abdomen.

Traté de bajar mi respiración al abdomen, para que Clara no sospechase que había estado irritada. Sin embargo, ella es­bozó una sonrisa sagaz y agregó:

-A las personas altas nos resulta más difícil respirar desde el abdomen, porque nuestro centro de gravedad está un poquito más arriba. Por eso es aún más importante que nos manten­gamos calmados y serenos.

A continuación explicó que el cuerpo se divide en tres cáma­ras principales de energía: el abdomen, el pecho y la cabeza. Me tocó el estómago justo debajo del ombligo, luego el plexo solar y finalmente el centro de mi frente. Explicó que estos tres puntos constituyen los centros claves de las tres cámaras. Entre más sosegados la mente y el cuerpo más aire puede absorber una persona en cada una de las tres divisiones del cuerpo.

-Los bebés absorben una vasta cantidad de aire con relación a su tamaño -afirmó Clara‑. Pero al crecer nos constreñimos, especialmente alrededor de los pulmones, y absorbemos menos aire.

Clara respiró profundamente antes de continuar.

-Puesto que las emociones están vinculadas directamente con la respiración -señaló-, una buena manera de calmarnos es regulando la respiración. Podemos entrenarnos para absorber más energía, por ejemplo, mediante el alargamiento deliberado de cada inhalación.

Se puso de pie y me pidió que observara su sombra con cuidado. Noté que estaba perfectamente quieta. Luego me pi­dió levantarme y observar mi propia sombra. No pude más que detectar un ligero temblar, como la sombra de los árboles al ser rozadas las hojas por una brisa.

-¿Por qué tiembla mi sombra? -pregunté‑. Pensé que estaba perfectamente inmóvil.

-Tu sombra tiembla porque los vientos de las emociones soplan a través de ti ‑replicó Clara‑. Estás más tranquila que cuando empezaste a recapitular, pero aún queda mucha agi­tación dentro de ti.

Me indicó que me apoyara en la pierna izquierda, con la derecha levantada y doblada en la rodilla. Me tambaleé al tra­tar de mantener el equilibrio. Me maravillé al observar que Cla­ra se mantenía con la misma facilidad en una sola pierna que en ambas, y su sombra seguía totalmente inmóvil.

-Parece costarte trabajo mantener el equilibrio ‑señaló Clara al bajar una pierna y levantar la otra‑. Eso significa que tus pensamientos y sentimientos no están tranquilos, ni tampoco tu respiración.

Alcé la otra pierna para volver a intentar el ejercicio. Aho­ra mi equilibrio fue mejor, pero al observar la quietud de la sombra de Clara experimenté una repentina punzada de envi­dia y tuve que bajar la pierna para evitar caerme.

‑Cuando tenemos un pensamiento -explicó Clara al bajar nuevamente la pierna‑, nuestra energía se desplaza en direc­ción de ese pensamiento. Los pensamientos son como guías: hacen que el cuerpo se mueva por un camino específico.

"Ahora vuelve a mirar mi sombra -ordenó‑. Pero trata de no considerarla simplemente como una sombra. Trata de atisbar la esencia de Clara, según la muestra su sombra‑retrato.

De inmediato me puse tensa. Sería sometida a juicio y se evaluaría mi desempeño. Los sentimientos de competencia de mi infancia, de tener que superar a mis hermanos, volvieron a la superficie.

-No te pongas tensa -advirtió Clara, severa‑. No es un con­curso. Sólo es una delicia. ¿Entiendes? ¡Una delicia!

Había sido condicionada concienzudamente para reaccionar a las palabras. La palabra "delicia" me hundió en una confusión total y finalmente me produjo pánico. No está usando la palabra correctamente -fue lo único que alcancé a pensar‑. Segura­mente se refiere a otra cosa. Sin embargo, Clara repitió la pa­labra una y otra vez, como si quisiese que se me grabara.

Mantuve los ojos en su sombra. Tenía la impresión de que era hermosa, serena, llena de poder. No era tan sólo un área oscura, sino que parecía poseer profundidad, inteligencia y vitalidad. De súbito creí ver que la sombra de Clara se movía en forma independiente de cualquier movimiento del cuerpo de Clara. El movimiento fue tan increíblemente rápido que casi pasó desapercibido. Esperé, aguantando la respiración; lo miré, y le entregué toda mi atención. Entonces volvió a suceder, y esta vez definitivamente estaba preparada. La sombra se estremeció y se estiró, como si de repente se le hubieran inflado los hom­bros y el pecho. La sombra pareció haber cobrado vida.

Proferí un grito y me levanté de un salto. Le vociferé a Clara que su sombra estaba viva. Me dispuse a echarme a correr, aterrada ante la idea de que la sombra me persiguiese, pero Clara me detuvo, sosteniéndome el hombro.

Cuando me hube calmado lo suficiente para volver a hablar, le describí lo que había visto, manteniendo los ojos apartados del suelo todo el tiempo por miedo a ver otra vez la siniestra sombra de Clara.

‑Observar el movimiento de las sombras significa que obvia­mente has liberado una enorme porción de energía con tu recapitulación ‑comentó Clara.

-¿Estás segura que no me lo imaginé nada más, Clara? pre­gunté, con la esperanza de que dijera que sí.

-Tu intento la hizo moverse -declaró con mucha autoridad.

‑¿No crees que la recapitulación también perturba la mente? ‑pregunté‑. Debo estar muy perturbada para ver a las sombras moverse por fuerza propia.

-No. El propósito de la recapitulación es romper con las su­posiciones fundamentales que hemos aceptado a lo largo de nuestras vidas ‑explicó Clara con paciencia‑. A menos que se rompa con ellas, no podemos impedir que el poder del recuerdo nuble nuestra conciencia.

-¿A qué te refieres exactamente con el poder del recuerdo, Clara?

-El mundo es una enorme pantalla de recuerdos; al romperse ciertas suposiciones -indicó-, no sólo se pone freno al poder del recuerdo, sino que incluso se le cancela.

No entendí a qué se refería y tomé a mal que hiciera todo tan difícil de comprender.

-Probablemente el viento movió el polvo sobre el cual se proyectaba tu sombra ‑dije, para ofrecer una explicación razo­nable.

Clara meneó la cabeza.

-Trata de mirarla de nuevo y cerciórate de ello -sugirió.

Sentí carne de gallina en los brazos. Nada me obligaría a mi­rar otra vez su sombra.

-Insistes en que las sombras de la gente no se mueven solas -indicó Clara‑, porque eso es lo que te dice tu capacidad de recordar. ¿Recuerdas haberlas visto moverse alguna vez?

No, por supuesto que no.

-Ahí está. Pero lo que te pasó hace un momento fue que tu capacidad normal de recordar se contuvo por un instante y viste a mi sombra moverse.

Clara me señaló con el dedo y se rió.

-Tampoco fue que el viento moviese el polvo ‑afirmó. Luego escondió su cabeza bajo el brazo, como una niña tímida. Se me hizo raro que, pese a ser una mujer adulta, nunca se veía ridícu­la haciendo ademanes infantiles.

"Te tengo noticias -prosiguió Clara‑. De niña, viste a las sombras moverse, pero aún no eras una persona racional, así que estaba bien que se movieran. Al crecer, tu energía fue atada por las restricciones sociales y por eso se te olvidó que las viste moverse y sólo recuerdas lo que en tu opinión te está permitido recordar.

Estaba tratando de asimilar todo el alcance de lo que Clara estaba diciendo cuando de súbito recordé que, de niña, solía ver a las sombras menearse y retorcerse en las banquetas, sobre todo los días despejados de calor. Siempre me pareció que tra­taban de liberarse de las personas a quienes pertenecían. Me aterraba ver a las sombras volverse de lado para mirar atrás. Siempre me pareció extraño que los adultos ignoraran total­mente las travesuras de sus sombras.

Cuando se lo mencioné a Clara, concluyó que mi terror era producto del conflicto entre lo que en realidad veía y lo que me dijeron era posible y permisible ver.

‑Creo que no te entiendo, Clara -dije.

-Trata de imaginarte a ti misma como un gigantesco almacén de recuerdos -sugirió‑. En este almacén, otros y no tú han de­positado sentimientos, ideas, diálogos mentales y patrones de comportamiento. Puesto que es tu almacén puedes entrar, hurgar por ahí a la hora que quieras y usar lo que encuentres. El problema es que no tienes ningún control sobre el inventario, puesto que fue establecido antes de que te posesionaras del almacén. Por eso te ves drásticamente limitada en tu selección de objetos.

Agregó que nuestras vidas parecen constituir una línea de tiempo ininterrumpida, porque nunca cambia el inventario en nuestros almacenes. Subrayó que, de no vaciar el almacén, no hay manera de ser lo que realmente somos.

Abrumada por mis recuerdos y por lo que Clara estaba ex­plicando, me senté en una gran piedra. Con el rabo del ojo vi mi sombra y experimenté una sacudida de pánico al pregun­tarme: ¿qué hago si mi sombra no se sienta exactamente igual que yo?

-No soporto esto, Clara ‑exclamé al mismo tiempo que me ponía de pie de un salto‑. Regresemos a la casa.

Clara me ordenó quedarme quieta.

‑Calma la mente -indicó, sin quitarme la vista de encima‑ y el cuerpo también se tranquilizará; de otra manera, reventarás.

Clara sostuvo la mano izquierda delante del cuerpo con la muñeca apoyada justo arriba del ombligo; la palma vuelta hacia la derecha y los dedos, apretados unos contra otros, señalaban al frente. Me dijo que adoptara esa posición de la mano y mirara la punta de mi dedo medio. Miré por encima del caballete de la nariz, lo cual me obligó a mirar hacia abajo haciendo un ligero bizco. Explicó que mirar fijamente en esa forma sitúa nuestra conciencia fuera de nosotros en el suelo, disminuyendo así nuestra agitación interna.

A continuación dijo que inhalara profundamente a la vez que señalaba el suelo, dirigiendo mi intento a extraer de él una chis­pa de energía, como una gota de pegamento, sobre el dedo medio. Luego debía hacer girar la mano en la muñeca hacia arriba hasta que la base de mi pulgar me tocara el esternón. Debía contemplar la punta de mi dedo medio y contar hasta siete, para luego desplazar mi conciencia inmediatamente a la frente, a un punto ubicado entre los ojos y justo arriba del ca­ballete de la nariz. Dicho desplazamiento, indicó, debe ser acompañado por el intento de transferir la chispa de energía del dedo medio al punto entre los ojos. Si se logra la transferencia, aparece una luz sobre la pantalla oscura tras los ojos cerrados. Afirmó que podemos enviar este luminoso punto de energía a cualquier parte de nuestro cuerpo para contrarrestar el dolor, la enfermedad, la aprensión o el miedo.

Alargó la mano y suavemente me oprimió el plexo solar.

‑Si requieres una rápida recarga de energía, como ahora, ejecuta la respiración de poder que te voy a enseñar y te garan­tizo que te sentirás vigorizada.

Observé a Clara realizar una serie de cortas inhalaciones y exhalaciones por la nariz en rápida sucesión, haciendo vibrar el diafragma. La imité y tras respirar unas veinte veces, contra­yendo y relajando mi diafragma, sentí que una ola de calor se me extendía por todo el abdomen.

-Vamos a quedarnos aquí sentadas efectuando la respiración de poder y mirando la luz detrás de los ojos -indicó-, hasta que ya no tengas miedo.

‑En realidad no sentí tanto miedo ‑mentí.

-Es que no te viste ‑replicó Clara‑. Desde acá estuve viendo a alguien a punto de desmayarse.

Tenía toda la razón. En mi vida había experimentado un susto tan fuerte como al ver estirarse la sombra de Clara. Re­cuerdos perdidos brotaron desde profundidades tan ol­vidadas que por un instante o dos en verdad me sentí niña otra vez.

Volteé la palma de la mano de lado y me miré la punta del dedo, tal como Clara lo había recomendado. Mantuve fijos los ojos y luego desplacé la atención al centro de la frente. No vi ninguna luz, pero gradualmente me tranquilicé.

Casi estaba oscuro. Distinguía la silueta de Clara perfilada a mi lado. Su voz era tranquilizadora; dijo:

‑Quedémonos un rato más, para dejar que esa chispa de energía se asiente en tu cuerpo.

-¿Aprendiste esta técnica en China, Clara? -pregunté.

Meneó la cabeza.

-Te dije que tuve a un maestro aquí en México ‑indicó, y luego agregó con reverencia‑ mi maestro fue un hombre ex­traordinario que dedicó su vida a aprender el arte de la liber­tad y luego a enseñárnoslo.

-Pero, ¿no es de origen oriental este método de respiración?

Parecía deliberar antes de responder. Pensé que su vacilación se debía al deseo de mantener su reserva.

-¿Dónde lo aprendió tu maestro? -insistí‑. ¿También fue a China?

-Todo lo que sabía se lo aprendió a su maestro ‑contestó Cla­ra evasivamente.

Cuando le pedí que me contara más acerca de su maestro y lo que éste le había enseñado, Clara pidió disculpas por no encontrarse en posición de profundizar en el tema en ese mo­mento.

-Para entenderlo -explicó-, tendrías que adquirir un tipo especial de energía que por el momento no posees.

Me dio unas palmaditas en la mano.

-No apresures las cosas ‑dijo compasivamente‑. Pensamos enseñarte todo lo que sabemos. ¿Por qué las prisas?

‑Siempre me intriga mucho cuando dices "nosotros", Clara, porque tengo la impresión de que hay otras personas en la casa y he empezado a ver y a escuchar cosas que mi razón me dice no pueden ser verdad.

Clara se rió hasta que parecía a punto de caerse de la roca en la que estaba sentada. Su repentino y exagerado estallido me irritó aún más que su negativa a hablar sobre su maestro.

-No sabes lo chistoso que me resulta tu dilema -indicó a ma­nera de explicación‑. Me demuestra, exactamente como cuando viste a las sombras moverse, que estás liberando tu energía. Has empezado a vaciar tu almacén. Entre más objetos de tu inven­tario deseches, más espacio habrá para otras cosas.

-¿Como qué? ‑pregunté, aún molesta‑. ¿Para ver a las som­bras moverse y escuchar voces?

‑Quizá ‑respondió vagamente‑. O tal vez incluso veas a las personas a quienes pertenecen las sombras y las voces.

Quería saber a qué personas se refería, pero se negó a decir más al respecto. Se puso de pie en forma abrupta y anunció que quería volver a la casa para prender el dínamo antes de que oscureciera demasiado.

8

No vi a Clara en tres días; una misteriosa diligencia la mantuvo alejada. Se había transformado en su costumbre dejarme sola en la casa por días enteros, sin siquiera una palabra de adver­tencia y con Manfredo como única compañía; aunque contaba con toda la casa para mí sola, no osaba aventurarme más allá de la sala, mi recámara, el gimnasio de Clara, la cocina y por supuesto el baño. Había algo en la casa y el terreno de Clara, so­bre todo cuando ella estaba ausente, que me llenaba de un temor irracional. Como resultado de ello, cuando estaba sola observa­ba una estricta rutina, que me resultaba reconfortante.

Solía despertarme como a las nueve, preparar mi desayuno en la cocina con una parrilla eléctrica, porque aún no aprendía a encender la estufa de madera, guardar un ligero almuerzo y luego salir a la cueva para recapitular o hacer una larga cami­nata con Manfredo. Volvía avanzada la tarde para practicar formas de kung fu en el gimnasio de Clara. Era una gran sala de techo abovedado, el piso de madera barnizada y un estante no fijo laqueado en negro, donde se exhibían diversas armas para artes marciales. Una elevada plataforma cubierta de petates bordeaba la pared enfrente de la puerta. Una vez le pregunté a Clara para qué servía la plataforma. Dijo que ahí era donde meditaba.

Nunca había visto meditar a Clara, porque cuando entraba sola al edificio siempre cerraba la puerta con llave. Todas las veces que le pregunté qué tipo de meditación practicaba, se negaba a profundizar en la cuestión. Lo único que averigüé fue que ella lo llamaba "ensoñar".

Clara me daba libre acceso a su gimnasio cuando ella misma no lo estuviera usando. Al estar sola en la casa tendía hacia ese cuarto; ahí hallaba consuelo emocional, porque estaba imbuido de la presencia y el poder de Clara. Fue ahí donde me enseñó un estilo muy intrigante de kung fu. Nunca tuve interés en las artes marciales chinas, porque mis maestros japoneses de karate siempre habían insistido en que sus movimientos eran de­masiado complicados y difíciles de aplicar como para tener un valor práctico. Sistemáticamente vilipendiaban los estilos chi­nos y alababan los propios; según ellos, si bien las raíces del kárate se encontraban en los estilos chinos, sus formas y aplica­ciones fueron alteradas y perfeccionadas a conciencia en Japón. Ignorante de las artes marciales, yo les creí a mis maestros y descarté totalmente los demás estilos. Por consiguiente, no sa­bía qué pensar del kung fu de Clara. Pese a mi ignorancia, una cosa resultaba obvia: indisputablemente era una maestra en el estilo.

Después de trabajar por más o menos una hora en el gimnasio de Clara, me cambiaba de ropa e iba a la cocina a comer. In­variablemente mi comida me esperaba ahí, puesta en la mesa, pero siempre estaba tan muerta de hambre después de los ejercicios que devoraba todo lo preparado sin especular acerca de cómo llegó ahí.

Cuando la interrogué al respecto, Clara me dijo que en su ausencia el cuidador iba a la casa para preparar mi comida. También lavaba mi ropa, puesto que la encontraba bien dobla­da en una pila en la puerta de mi recámara; yo sólo tenía que plancharla.

Una noche después de una vigorosa sesión de ejercicios, acompañada de vez en cuando por un gruñido criticón de Manfredo, sentí tal exceso de energía que decidí romper con mi rutina y volver a la cueva en la oscuridad para seguir recapitu­lando. Tenía tanta prisa por llegar que se me olvidó llevar mi linterna eléctrica. Era una noche nublada, pero pese a la oscuri­dad total no tropecé con nada en el camino. Llegué a la cueva y recapitulé, representándome mentalmente e inhalando los recuerdos de todos mis profesores de karate y todas las exhibi­ciones y los torneos en los que había participado. Ocupó la mayor parte de la noche, pero al terminar me sentí comple­tamente depurada de los prejuicios que había heredado de mis maestros como parte de mi entrenamiento.

Al día siguiente Clara aún no volvía, de modo que salí para la cueva un poco más tarde que de costumbre. Camino de regreso a casa, como ejercicio deliberado, traté de caminar por el mismo sendero que recorría todos los días, sólo que esta vez mantuve los ojos cerrados para simular la oscuridad. Quería ver si podía caminar sin tropezar, porque sólo hasta después se me ocurrió que fue muy curioso haber recorrido el camino hasta la cueva la noche anterior sin tropezar. Al caminar a la luz del día pero con los ojos cerrados, caí varias veces en tocones y piedras y me golpeé la pantorrilla severamente.

Me encontraba en el piso de la sala, vendando mis raspa­duras, cuando Clara entró inesperadamente.

-¿Qué te pasó? -preguntó, sorprendida‑. ¿Te peleaste con el perro?

Justo en ese instante Manfredo entró al cuarto. Estaba con­vencida de que entendió las palabras de Clara. Profirió un ladrido ronco, como si estuviese ofendido. Clara se colocó delante de él, hizo una ligera reverencia desde la cintura, como un estudiante oriental que se inclina ante su maestro, y expre­só una sumamente rebuscada disculpa.

-Lamento en extremo, mi querido señor, haber hablado con tal ligereza acerca de su irreprochable conducta, sus exquisitos modales y sobre todo su sublime consideración, que lo con­vierte en un señor entre señores, el más ilustre entre todos ellos.

Estaba totalmente perpleja. Pensé que Clara había perdido el juicio durante sus tres días de ausencia. Nunca la oí hablar así antes. Quise reír, pero su gesto de seriedad me atoró la risa en la garganta.

Clara estaba a punto de lanzar otra descarga de disculpas cuando Manfredo bostezó, la miró aburrido, se volvió y salió del cuarto.

Clara se sentó en el sofá; todo su cuerpo temblaba de risa contenida.

‑Cuando está ofendido, la única forma de deshacerse de él es aburrirlo mortalmente con las disculpas -me confió.

Tenía la esperanza de que Clara me dijera dónde había estado los últimos tres días. Aguardé un momento, por si mencionaba el tema de su ausencia, pero no lo hizo. Le conté que, mientras estuvo fuera, Manfredo había ido todos los días a visitarme a la cueva. Era como si pasara de vez en cuando para ver si me encontraba bien.

Otra vez deseé que Clara hiciera algún comentario acerca de la naturaleza de su viaje, pero en cambio respondió, sin mostrar sorpresa alguna:

‑Sí, es muy solícito y en extremo considerado hacia los demás. Por eso espera recibir el mismo trato, y si sospecha siquiera que no se lo están dando se pone furioso. En ese estado de ánimo representa un peligro mortal. ¿Recuerdas la noche en que casi te arrancó la cabeza cuando lo llamaste sapo?

Quise cambiar el tema. No me agradaba pensar en Man­fredo como un perro rabioso. A lo largo de los meses se había tornado más un amigo mío que una bestia. Era tan buen amigo que se había apoderado de mí la inquietante certeza de que era el único quien me comprendía realmente.

-No me has dicho qué te pasó en las piernas -me recordó Clara.

Le conté de mi intento fracasado en caminar con los ojos cerrados. Expliqué que no había tenido ningún problema para caminar en la oscuridad la noche anterior.

Miró los rasguños y los chipotes en mis piernas y me acarició la cabeza como si fuera Manfredo.

-Anoche no hiciste un proyecto de caminar -afirmó‑. Esta­bas decidida para llegar a la cueva, de modo que tus pies te lle­varon ahí automáticamente. Hoy por la tarde trataste de manera consciente de reproducir la caminata de anoche, pero fallaste desastrosamente porque tu mente te estorbó. Reflexionó por un momento antes de agregar: O quizá no estabas escuchando la voz del espíritu, que hubiera podido guiarte con seguridad.

Frunció los labios con un gesto infantil de impaciencia cuando le dije que no había escuchado voces, pero que en ocasiones, en la casa, creía oír extraños susurros, aunque estaba convencida de que sólo era el viento al soplar por el pasillo vacío.

‑Quedamos en que no interpretarías literalmente nada de lo que yo te dijera, a menos que yo misma te indicase antes que lo hicieras -me reprendió Clara‑. Al vaciar tu almacén estás cambiando tu inventario. Ahora hay espacio para algo nue­vo, como caminar en la oscuridad. Por eso pensé que tal vez hubiera lugar también para la voz del espíritu.

Me esforcé tanto por entender lo que Clara estaba diciendo que mi frente debió estar arrugada. Clara se sentó en su silla favorita y pacientemente se puso a explicar lo que quería decir.

‑Antes de que llegaras a esta casa, tu inventario no indicaba que los perros pudiesen ser más que perros. Pero entonces conociste a Manfredo y conocerlo te obligó a modificar esa parte de tu inventario. ‑Sacudió la mano como una italiana y preguntó‑ ¿Capisce?

-¿Quieres decir que Manfredo es la voz del espíritu? -pre­gunté, atónita.

Clara se rió tan fuerte que apenas pudo hablar.

-No, no es eso exactamente lo que quiero decir. Es algo más abstracto ‑balbuceó.

Sugirió que sacara mi petate del armario.

-Vamos al patio a sentarnos debajo del zapote -sugirió, al mismo tiempo que sacaba un poco de salvia de un aparador-. El crepúsculo es la mejor hora para tratar de escuchar la voz del espíritu.

Desenrollé mi petate debajo del enorme árbol cubierto de frutos verdes parecidos a duraznos. Clara me masajeó la piel magullada con un poco de salvia. Me dolió terriblemente, pero traté de no quejarme. Cuando hubo terminado, observé que el chipote más grande casi desaparecía. Se recostó, apoyando la espalda en el grueso tronco del árbol.

-Todo tiene una forma -empezó-, pero además de la forma exterior existe una conciencia interior que rige las cosas. Esta conciencia silenciosa es el espíritu. Es una fuerza que abarca todo y que se manifiesta de diferente manera en diferentes cosas. Esta energía se comunica con nosotros.

Me dijo que me quedara calma y serena y que respirara profundamente, porque iba a enseñarme cómo usar mi oído interno.

-Porque es con el oído interno -agregó‑ que se puede perci­bir los mandatos del espíritu.

"Cuando respires, deja que la energía escape por tus orejas -prosiguió.

-¿Cómo hago eso? -pregunté.

-Al exhalar, fija tu atención en los agujeros de tus orejas y usa tu intento y tu concentración para dirigir el flujo.

Observó mis movimientos por un momento, corrigiéndome en el proceso.

-Exhala por la nariz, con la boca cerrada y la punta de la lengua en el paladar -indicó‑. Exhala silenciosamente.

Después de tratar de hacerlo varias veces sentí que se me des­tapaban los oídos y se me despejaban los sinus. Luego me dijo que frotara las palmas de las manos una contra otra hasta ponerlas calientes y que me las colocara encima de las orejas, con las puntas de los dedos casi tocándose en la parte de atrás de la cabeza.

Seguí sus instrucciones. Clara sugirió que me masajeara las orejas ejerciendo una suave presión circular; luego, con las ore­jas aún cubiertas y los dedos índice cruzados sobre los medios, debía darme repetidos golpecitos detrás de cada oreja chasqueando el índice al unísono. Al chasquear los dedos es­cuché un sonido como el de una campana amortiguada, que reverberaba dentro de mi cabeza. Repetí los golpecitos diecio­cho veces, según me instruyó Clara. Al retirar las manos observé que percibía con claridad incluso los ruidos más tenues en la vegetación circundante, en tanto que antes todo había sido uniforme y amortiguado.

-Ahora, con los oídos despejados, tal vez puedas escuchar la voz del espíritu -indicó Clara‑. Pero no esperes un grito desde lo alto de los árboles. Lo que llamamos la voz del espíritu es más bien una sensación. También puede ser una idea que de repente irrumpe en tu cabeza. A veces es como un anhelo por ir a algún sitio vagamente familiar, o por hacer algo también vagamente familiar.

Quizá fue su poder de sugestión lo que me hizo percibir un suave murmullo a mi alrededor. Al empezar a prestarle más atención, el murmullo se convirtió en unas voces humanas que hablaban a lo lejos. Distinguí la risa cristalina de mujeres y una voz de hombre, un rico barítono que cantaba. Escuché los sonidos como si el viento me los llevara por ráfagas. Me esforcé por entender qué decían las voces, y entre más escuché al viento, más me exalté. Una energía exuberante en mi interior me hizo levantarme de un salto. Me sentía tan feliz que quise jugar, bailar, correr como una niña. Sin darme cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a cantar, saltar y girar por el patio como una bailarina, hasta quedar completamente exhausta.

Cuando por fin fui a sentarme al lado de Clara, estaba su­dando, pero no era el sudor sano del ejercicio físico. Se parecía más al sudor frío del agotamiento. Clara también estaba sin aliento por tanto reír de mis payasadas. Había conseguido hacer el ridículo total al brincar y retozar por el patio.

-No sé qué se me metió ‑dije, sin saber cómo explicarlo.

-Describe lo que pasó -pidió Clara con voz seria. Cuando me negué, avergonzada, añadió‑: de otro modo me veré obligada a considerarte un poco... pues, loquita, si sabes a qué me refiero.

Le conté que había escuchado risas y cantos obsesionantes que de hecho me impulsaron a bailar.

‑¿Crees que estoy volviéndome loca? -pregunté, preocu­pada.

-Yo en tu lugar no me preocuparía por eso ‑indicó‑. Tus cabriolas fueron una reacción natural al- escuchar la voz del espíritu.

-No fue una voz; fueron muchas voces -la corregí.

-Ahí vas de nuevo, la señorita Perfecta que todo lo interpreta literalmente ‑replicó con tono burlón.

Explicó que el tomar todo en un sentido literal es un artículo de consideración en nuestro inventario y que debemos estar conscientes de ello para evitarlo. La voz del espíritu es una abstracción que no tiene nada que ver con voces, pero es posible que a veces las escuchemos. Dijo que en mi caso, puesto que fui educada como devota católica, mi propia forma de readaptar mi inventario sería convertir al espíritu en una especie de ángel guardián, un varón amable y protector que me cuida.

‑Pero el espíritu no es el guardián de nadie ‑prosiguió‑. Es una fuerza abstracta, ni buena ni mala. Una fuerza que no tiene interés alguno en nosotros, pero que a pesar de ello responde a nuestro poder. No a nuestras oraciones, fíjate bien, sino a nues­tro poder. ¡Recuérdalo la próxima vez que te entren ganas de rezar por perdón!

‑¿Pero no es el espíritu bueno y clemente? -pregunté, alar­mada.

Clara afirmó que tarde o temprano desecharía todas mis ideas preconcebidas acerca del bien y el mal, Dios y la religión, para pensar sólo en términos de un inventario por completo nuevo.

-¿Quieres decir que el bien y el mal no existen? -pregunté, armada del arsenal de argumentos lógicos acerca del libre al­bedrío y la existencia del mal que había adquirido durante mis años de enseñanza católica.

Antes de que pudiese comenzar siquiera a presentar mi caso, Clara indicó:

-Es en este punto que mis compañeros y yo diferimos del orden establecido. Te he dicho que para nosotros la libertad significa estar libre de lo humano. Y eso incluye a Dios, el bien y el mal, los santos, la Virgen y el Espíritu Santo. Creemos que un inventario no humano constituye la única libertad posible para los seres humanos. Si nuestros almacenes han de perma­necer llenos hasta el tope con los deseos, sentimientos, ideas y objetos de nuestro inventario humano normal, entonces ¿dón­de está nuestra libertad? ¿Ves a qué me refiero?

La entendía, pero no con la claridad que hubiese deseado, en parte porque aún me resistía a la idea de renunciar a lo humano en mí, y también porque aún no recapitulaba todas las ideas religiosas preconcebidas que me había trasmitido la educación en escuelas católicas. Asimismo, estaba acostumbrada a no pensar nunca en nada que no me afectase directamente.

Mientras trataba de encontrar fisuras en su razonamiento, Clara me sacó de mis especulaciones mentales con un golpecito de la punta del dedo en mis costillas. Dijo que iba a mostrarme otro ejercicio para detener los pensamientos y percibir las líneas de energía. De otro modo seguiría haciendo lo mismo de siem­pre: estar cautivada con la visión de mí misma.

Clara me pidió sentarme con las piernas cruzadas e incli­narme de lado al inhalar, primero a la derecha y luego a la izquierda, sintiendo cómo me jalaba una línea horizontal salida del agujero de mis orejas. Dijo que, asombrosamente, la línea no oscilaba con el movimiento del cuerpo sino que permanecía en perfecta posición horizontal; ese era uno de los misterios descubiertos por ella y sus compañeros.

-Inclinarse en esta forma ‑explicó‑ desplaza nuestra con­ciencia -normalmente dirigida siempre al frente- a los lados.

Me ordenó soltar los músculos de la mandíbula masticando y tragando saliva tres veces.

-¿Y eso para qué es? ‑pregunté al tragar saliva ruidosamente.

-Masticar y tragar saliva baja al estómago un poco de la energía alojada en la cabeza, disminuyendo la carga en el cerebro ‑señaló con una risita‑. En tu caso, deberías efectuar esta maniobra con frecuencia.

Quise ponerme de pie y caminar, porque se me estaban durmiendo las piernas, pero Clara exigió que permaneciera sentada un poco más, para practicar el ejercicio.

Me incliné hacia ambos lados, esforzándome al máximo por percibir esa escurridiza línea horizontal, pero no la sentí. Sí logré, en cambio, frenar la acostumbrada avalancha de mis pensamientos. Transcurrió una hora, más o menos, mientras estuve sentada en silencio total sin pensamiento alguno. A nuestro alrededor escuchaba el canto de los grillos y el crujir de las hojas, pero el viento ya no arrastró más voces. Por un rato escuché los ladridos de Manfredo desde su cuarto en un costa­do de la casa. Entonces, como desencadenados por una orden silenciosa, los pensamientos me inundaron la mente de nuevo. Cobré conciencia de su completa ausencia y de la paz que sentía en el silencio total.

Los movimientos inquietos de mi cuerpo deben haber aler­tado a Clara, pues empezó a hablar de nuevo.

-La voz del espíritu sale de la nada -continuó‑. Sale de la profundidad del silencio, del reino del no ser. Sólo se escucha esa voz cuando estamos totalmente quietos y equilibrados.

Según explicó, se deben mantener en equilibrio las dos fuer­zas opuestas que nos rigen, lo masculino y lo femenino, lo positivo y lo negativo, la luz y la oscuridad, a fin de crear una abertura en la energía que nos rodea: una abertura por la cual puede deslizarse nuestra conciencia. Es a través de esta aber­tura en la energía que nos envuelve, que el espíritu se mani­fiesta.

-El equilibrio es lo que buscamos ‑prosiguió‑. Pero el equi­librio no significa sólo tener una parte igual de cada fuerza. También significa que, al igualarse las partes, la nueva combi­nación equilibrada adquiere momento y empieza a moverse por fuerza propia.

Tuve la impresión de que Clara escudriñaba mi rostro en la oscuridad, en busca de indicios de comprensión. Al no hallar ninguno, dijo, casi en tono cortante:

-No somos tan inteligentes, ¿verdad?

Sentí que todo mi cuerpo se ponía tenso ante su comentario. Le dije que en mi vida nadie me había acusado nunca de no ser inteligente. Mis padres y maestros siempre me alababan por ser una de las alumnas más listas del salón. En cuanto a las boletas, casi me enfermaba de tanto estudiar para asegurarme de obtener mejores calificaciones que mis hermanos.

Clara suspiró y escuchó con paciencia mi extensa reafirmación de mi inteligencia. Antes de que se agotaran mis argumentos para convencerla de su error, aceptó:

‑Sí, eres inteligente, pero todo lo que has dicho se refiere solamente al mundo de la vida cotidiana. Más que inteligente eres estudiosa, diligente e ingeniosa. ¿No estás de acuerdo?

Tuve que asentir a pesar de mí misma, porque mi propia razón me decía que, de haber sido en verdad tan inteligente como afirmaba, no hubiera tenido que casi matarme estudiando.

‑A fin de ser inteligente en mi mundo ‑explicó Clara‑, hay que ser capaz de concentrarse, de fijar la atención en cualquier objeto concreto y también en cualquier manifestación abstracta.

‑¿A qué clase de manifestaciones abstractas te refieres, Clara? -pregunté.

-Una abertura en el campo de energía a nuestro alrededor es una manifestación abstracta -indicó‑. Pero no esperes sentir o verla de la misma manera en que sientes y ves el mundo concreto. Es otra cosa lo que ahí sucede.

Clara subrayó que, para fijar nuestra atención en cualquier manifestación abstracta, tenemos que fundir lo conocido con lo desconocido en un amalgamiento espontáneo. De esta manera, podemos ocupar nuestra razón y al mismo tiempo mantenernos indiferentes a ella.

A continuación Clara me indicó que me pusiera de pie y caminara.

‑Ahora que está oscuro, trata de caminar sin mirar el piso ‑señaló‑. No como un ejercicio consciente sino como el no hacer de la brujería.

Quise pedirle una explicación de qué significaba el no hacer de la brujería, pero sabía que, si me la diera, me pondría a cavilar de manera consciente en su explicación y mediría mi desempeño de acuerdo con el nuevo concepto, aunque no estuviese segura de lo que significaba. No obstante, sí recordé que Clara había usado antes el término "no hacer", y pese a mi renuencia traté de recordar lo que había dicho al respecto. Para mí, saber algo, aunque fuese mínimo e imperfecto, era mejor que no saber nada, puesto que me infundía un sentido del control, mien­tras que no saber del todo me dejaba con un sentimiento de completa vulnerabilidad.

-El no hacer es un término trasmitido por nuestra propia tradición de brujería ‑continuó Clara, evidentemente al tanto de mi necesidad de explicaciones‑. Se refiere a todo lo que no está incluido en el inventario impuesto a nosotros. Al ocu­par cualquier artículo de nuestro inventario impuesto, nos dedicamos al hacer; todo lo que no forma parte de ese inven­tario es no hacer.

Cualquier grado de calma logrado por mí fue trastornado de manera abrupta por la declaración que acababa de hacer.

‑¿Qué querías decir, Clara, cuando calificaste tu tradición de brujería? -pregunté.

‑Cuando quieres captas cada detalle, Taisha. Con razón tie­nes las orejas tan grandes ‑dijo, riéndose, pero no me contestó de inmediato.

La miré fijamente en espera de una respuesta. Por fin dijo:

-No iba a hablarte de esto todavía, pero ya que se me salió déjame decirte solamente que el arte de la libertad es un produc­to del intento de los brujos.

-¿De qué brujos estás hablando?

-Ha habido gente aquí en México, y aún la hay, que se preocupa por las preguntas finales. Mi familia mágica y yo las llamamos brujos. De ellas heredamos todas las ideas con las que te estoy familiarizando. Ya estás enterada de la recapitulación. El no hacer es otra de esas ideas.

‑Pero ¿quiénes son esas personas, Clara?

-Pronto sabrás todo lo que puede saberse acerca de ellos -me aseguró‑. Por ahora sólo vamos a practicar uno de sus no haceres.

Indicó que en ese momento el no hacer sería, por ejemplo, obligarme a contener mi mente calculadora y confiar de manera implícita en el espíritu.

-No finjas confiar, mientras que en secreto albergas dudas ‑advirtió Clara‑. Sólo cuando tus fuerzas positivas y negativas se encuentren en perfecta armonía serás capaz de sentir o ver la abertura en la energía a tu alrededor, o de caminar con los ojos cerrados y tener el éxito asegurado.

Respiré hondo varias veces y empecé a caminar, sin mirar el piso pero con las manos estiradas delante de mí, por si chocaba con algo. Por un rato seguí dando traspiés y en cierto momento tropecé con una maceta y me hubiera caído, de no sujetarme Clara del brazo. Poco a poco empecé a tropezar menos, hasta que ya no me causó ningún trabajo caminar en forma ininte­rrumpida. Era como si mis pies pudiesen distinguir claramen­te todo lo que había en el patio y supiesen con exactitud dónde pisar y dónde no pisar.

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