XV
Jean Grenier
En 1603 Jean Grenier, uno de los más famosos licántropos de Francia, fue condenado a reclusión perpetua. Sabine Baring-Gould ofrece una versión muy pormenorizada de su historia, posteriormente recogida por la mayoría de los estudiosos del mundo entero:
Una hermosa tarde de primavera, unas muchachas de un poblado cuidaban sus ovejas en las dunas de arena que se extienden entre los vastos bosques de pino que cubren la mayor parte del actual departamento de Landes –en el sur de Francia– y el mar.
El resplandor del cielo; la frescura del aire que soplaba desde el fulgurante Golfo de Vizcaya; el zumbido o la canción del viento que producía una rica música entre los pinos, los cuales se erguían como elevadas olas verdes sobre el Este; la belleza de las colinas de arena, veteadas de cistus doradas o salpicadas del azul genciana de la Gremille couchée, de lento crecimiento; el encanto del confín de los bosques; las colinas coloreadas por el follaje de los árboles de corcho, los pinos y las acacias –estas últimas completamente florecidas, con una pila de flores rosadas o blancas–: todo conspiraba para henchir de dicha a las doncellas campesinas y para hacer que sus voces subieran entre risas y canciones, mientras corrían alegremente sobre las dunas y por las obscuras avenidas de los árboles de hojas perennes.
Ahora, una espléndida mariposa atrae su atención; luego, el vuelo de unas codornices, que pasan rasando sobre la superficie.
– ¡Ah –exclamó Jacqueline Auzun–, si tuviese mis zancos y mi palo, derribaría algunos pajaritos y tendríamos una linda cena!
– ¡Ojalá volaran ya cocinadas a la boca de una, como lo hacen en otros países! –dijo otra muchacha.
– ¿Recibieron nuevos vestidos para Saint Jean? –preguntó una tercera joven–. Mi madre ha ahorrado para comprarme una elegante cofia con encaje dorado.
– ¡Harás que Etienne voltee, Annette! –dijo Jeanne Gaboriant–. Pero, ¿qué les ocurre a las ovejas?
La joven preguntó esto porque las ovejas, que habían estado paciendo tranquilamente delante de ellas, al alcanzar una pequeña depresión en la duna se hicieron a un lado como asustadas por algo. Al mismo tiempo, uno de los perros empezó a gruñir y a mostrar los colmillos.
Las muchachas acudieron corriendo hasta el lugar y vieron un sitio donde el suelo se hundía en el que, sentado sobre un tronco de abeto, estaba un muchachito de unos trece años. Su aspecto era singular. Tenía el cabello colorado y muy enmarañado, y le caía sobre los hombros cubriéndole por completo la frente estrecha. Tenía ojos pequeños, de un gris pálido que, desde profundas cavidades, parpadeaban con una expresión de horrible ferocidad y malicia. Su cutis era de un obscuro color aceitunado; los dientes, fuertes y blancos, y los caninos sobresalían por encima del labio inferior cuando cerraba la boca. Las manos del muchacho eran grandes y poderosas; sus uñas, negras y puntiagudas como el espolón de las aves. Estaba mal vestido y parecía encontrarse en la pobreza más abyecta. Las pocas ropas que llevaba estaban hechas harapos y a través de las rasgaduras era visible la escualidez de sus miembros.
Las jóvenes lo rodearon, medio asustadas y muy sorprendidas, pero el muchacho no demostró signo alguno de asombro. Su rostro estaba relajado, mostrando horrible sonrisa que dejaba ver claramente sus dos blancos colmillos.
–Y bien, mis queridas –dijo con voz ronca–, ¿cuál de ustedes es la más bonita? Me gustaría saberlo. ¿Pueden decidirlo?
– ¿Para qué quieres saberlo? –le preguntó Jeanne Gaboriant, la mayor de las muchachas, de unos dieciocho años, quien asumió el papel de vocera del resto.
–Porque voy a casarme con ella –fue la respuesta.
– ¡Ah! –dijo Jeanne en broma–, eso si te lo consiente, lo cual no parece demasiado probable, porque ninguna de nosotras te conoce o sabe nada de ti.
–Soy el hijo de un cura –replicó cortante el muchacho.
– ¿Por eso te ves tan sombrío y obscuro?
–No, me veo obscuro porque a veces me pongo una piel de lobo.
– ¡Una piel de lobo! –repitió la joven–. ¿Y quién te la dio?
–Uno que se llama Pierre Labourant.
–No hay nadie con tal nombre por aquí. ¿De dónde es?
El extraño muchacho rompió en una risa estrepitosa mezclada con aullidos y tragó saliva de una manera extraña y demoníaca.
Las jóvenes retrocedieron y la menor se escondió detrás de Jeanne.
– ¿Quieres conocer a Pierre Labourant, muchacha? Es un hombre que lleva una cadena de hierro alrededor del cuello, que siempre lo atormenta. ¿Quieres saber dónde vive? Ja, en un lugar de penumbras y fuego, donde hay muchos compañeros; algunos están sentados sobre sillas de hierro que queman mucho; otros están siendo estirados sobre camas de brasas, que también queman. Algunos arrojan a hombres sobre carbones ardientes, otros asan a hombres sobre llamas feroces, otros los sumergen en calderos de fuego líquido.
Las jóvenes temblaron y se miraron con rostros aterrados, volviendo la mirada al ser espantoso agazapado delante de ellas.
– ¿Quieren saber sobre la capa de piel de lobo? –continuó el muchachito–. Pierre Labourant me la dio; me envuelve con ella cada lunes, viernes y domingo, por el espacio de una hora, y al anochecer, todos los otros días, soy un lobo, un hombre lobo. He matado perros y bebido su sangre; pero las niñitas saben mejor, su carne es tierna y dulce, su sangre es rica y cálida. Me he comido a más de una doncella, mientras hacía mis incursiones con otros nueve compañeros. ¡Soy un hombre lobo! –Ja, ja! Si el sol fuera a ponerse, pronto saltaría sobre una de ustedes ¡y me la comería!
Dicho lo cual volvió a estallar en uno de sus horrorosos paroxismos de risa. Y las jovencitas, incapaces de soportarlo más, huyeron precipitadamente.[1]
Planteado el contraste entre la candidez de las muchachas y la horrible aparición, Baring-Gould continúa:
Cerca del pueblo de Saint Antoine de Pizon, una muchachita de trece años, llamada Marguerite Poirier, estaba cuidando sus ovejas, en compañía de un muchachito de su misma edad, cuyo nombre era Jean Grenier. Era el mismo a quien había interrogado Jeanne Gaboriant.
La muchacha a menudo se quejaba a sus padres de la conducta del jovencito: decía que la asustaba con historias espantosas; pero su padre y su madre apenas consideraban sus quejas, hasta que un día la niña volvió a su casa antes de lo que solía hacerlo, tan profundamente asustada que había abandonado al rebaño. Entonces sus padres se ocuparon de la cuestión e investigaron.[2]
La historia que Marguerite contó fue la siguiente:
Con frecuencia, Jean le había dicho que se había vendido al diablo y que había adquirido el poder de deambular por el campo después del crepúsculo –y a veces en pleno día– bajo la forma de un lobo. Le había asegurado que había matado y devorado muchos perros, pero que su carne le parecía menos agradable que la carne de las niñitas, a las cuales consideraba una delicia suprema. Le contó que la había probado muy a menudo, pero sólo especificó con dos ejemplos: en uno había comido todo lo que había podido, arrojándole el resto a un lobo, que se le había acercado durante el festín. En el otro, había mordido a otra niñita hasta matarla, bebiendo luego su sangre a lengüetazos, pero, quedándose con hambre, se comió todo lo que quedaba de ella, con excepción de sus brazos y hombros.
En ocasión de su retorno al hogar en pleno acceso de terror, la jovencita les contó a sus padres que había estado guiando a sus ovejas como de costumbre, pero que Grenier no se había presentado. Al oír un crujido entre los arbustos, miró a su alrededor y una bestia salvaje se lanzó sobre ella, desgarrándole las ropas del lado izquierdo con sus afiladas zarpas. Agregó que se había defendido vigorosamente con su báculo de pastora, consiguiendo ahuyentar a la criatura. Esta retrocedió unos pocos pasos, se sentó sobre sus patas traseras como lo hacen los perros y la contempló con tal mirada de rabia que la hizo huir de terror. Describió al animal como parecido a un lobo, pero algo más bajo y corpulento; su pelo era rojo; su cola, corta, y la cabeza, más pequeña que la de un verdadero lobo.
La declaración de la muchacha produjo una consternación general en la parroquia. Era sabido por todos que, últimamente, varias niñitas habían desaparecido de la manera más misteriosa, y sus padres se habían sumido en el terror agónico de que sus hijas se hubiesen convertido en la presa del abyecto muchacho acusado por Marguerite Poirier. El caso estaba ahora en manos de las autoridades y fue llevado ante el Parlamento de Burdeos.[3]
Hubo entonces la correspondiente investigación, que resultó muy detallada:
Jean Grenier era el hijo de un pobre trabajador agrícola del pueblo de Saint Antoine de Pizon y no el hijo de un cura, como él había afirmado. Tres meses antes de su captura había dejado su casa, y había permanecido con diferentes amos, realizando trabajos curiosos o vagabundeando por la región como mendigo. En varias oportunidades fue conchabado para hacerse cargo de rebaños pertenecientes a granjeros, y luego despedido por descuidar sus obligaciones. El chico no era renuente a comunicar todo lo que sobre sí mismo sabía y sus afirmaciones fueron comprobadas una por una, resultando ser correctas.
La historia que contó ante la corte a propósito de sí incluía estos datos:
«Cuando tenía diez u once años, mi vecino Duthillaire me llevó a lo más profundo del bosque, ante el Señor del Bosque, un hombre de negro, que me marcó con su uña y luego nos dio a mí y a Duthillaire un ungüento y una piel de lobo. Desde ese momento, recorrí la región bajo la forma de lobo.
«La acusación de Marguerite Poirier es correcta. Mi intención era matarla y comérmela, pero me mantuvo a raya con su palo. Sólo he matado a un perro –uno blanco– y no he bebido su sangre.»
Cuando se lo interrogó respecto de las niñas a quienes decía haber matado y comido como lobo admitió que, en una oportunidad, había entrado en una casa vacía, en un pueblito cuyo nombre no recordaba, entre Saint Coutras y Saint Anlaye, donde había encontrado a una criatura durmiendo en su cuna; como no había nadie que se lo impidiese, sacó al bebé de su cuna, lo llevó al jardín, saltó el seto y devoró todo lo que pudo para satisfacer su hambre. Lo que le quedó se lo dio a un lobo. En la parroquia de Saint
Antoine de Pizon había atacado a una niñita, mientras ésta cuidaba ovejas. Estaba vestida de negro; no sabía cómo se llamaba. La había destrozado con sus colmillos y garras y se la había comido. Seis semanas antes de su captura, había caído sobre otra niña, cerca de un puente de piedra, en la misma parroquia. En Eparon había atacado al perro de un tal Monsieur Millón, y habría matado a la bestia si el amo de ésta no hubiese llegado con un estoque en mano.
Jean dijo que estaba en posesión de la piel de lobo, y que salía a cazar niños por órdenes de su amo, el Señor del Bosque. Antes de transformarse se embadurnaba con el ungüento, que conservaba en una pequeña vasija, y escondía sus ropas en lo más profundo del bosque. Normalmente llevaba a cabo sus correrías por una o dos horas, cuando la luna menguaba, pero muy frecuentemente sus expediciones tenían lugar durante la noche. En una ocasión acompañó a Duthillaire, pero no mataron nada.
Acusó a su padre de haberlo ayudado, y de poseer una piel de lobo; lo acusó también de haberlo acompañado en una ocasión, cuando atacó y se comió a una muchacha, a quien había hallado cuidando gansos, en el pueblo de Grilland. Dijo que su madrastra se había separado de su padre. Creía que la razón se vinculaba con que, en una oportunidad, ella lo había visto vomitar las patas de un perro y los dedos de una niña. Añadió que el Señor del Bosque le había prohibido estrictamente morderse la uña del dedo pulgar de su mano izquierda, uña más gruesa y larga que las otras, advirtiéndole que nunca la perdiera de vista mientras tuviera su disfraz de lobo.
Duthillaire fue capturado y el padre de Jean Grenier pidió ser oído.
El relato efectuado por el padre y la madrastra de Jean coincidía en muchos aspectos con la declaración del hijo.
Las localidades donde Grenier declaró haber atacado a las niñas fueron identificadas; los momentos en que el muchacho dijo habían ocurrido los hechos concordaban con las fechas dadas por los padres de las pequeñas desaparecidas.
Las heridas que Jean afirmaba haber provocado y el modo en que las había producido coincidían con las descripciones dadas por las niñas a las que había atacado.
Fue confrontado con Marguerite Poirier, a quien reconoció entre otras cinco muchachas, señalando los tajos que todavía tenía abiertos en el cuerpo, declarando habérselos hecho con los dientes, cuando la había atacado bajo la forma de lobo y ella lo había repelido con su cayado. Describió un ataque contra un niñito a quien habría asesinado si un hombre no hubiese acudido en su rescate, y en ese momento exclamó: «Ya te agarraré».
El hombre que salvó al niño fue encontrado, resultando ser el tío del pequeño rescatado, quien corroboró la declaración de Grenier y las palabras que éste habría exclamado.
Jean fue luego careado con su padre. Comenzó entonces a titubear en sus afirmaciones. El interrogatorio había durado mucho y se veía que el débil intelecto del muchacho comenzaba a agotarse, de manera que se levantó la sesión. Cuando volvió a ser careado con su padre, Jean volvió a contar su historia como al principio, sin cambiar ningún detalle importante.
El hecho de que Jean Grenier había matado y devorado a varios niños, y que había atacado y herido a otros, con la intención de quitarles la vida, fue plenamente probado; pero no hubo prueba alguna de que el padre hubiese tenido nada que ver en los asesinatos, de manera que fue absuelto sin que pesara sobre él sospecha alguna.
La única testigo que corroboró la afirmación de Jean sobre su transformación en lobo fue Marguerite Poirier.
Antes del veredicto de la corte, el primer presidente de las sesiones, a través de un elocuente discurso, dejó de lado todas las cuestiones referidas a brujería y a pactos diabólicos y transformaciones bestiales, y audazmente afirmó que la corte debía limitarse a considerar la edad y la imbecilidad del muchacho, quien era tan tonto e idiota que un niño de siete u ocho años tendría por lo general mayor raciocinio que él. El presidente prosiguió diciendo que la licantropía y la kuantropía eran meras alucinaciones, y que el cambio de forma sólo existía en el cerebro confundido de los insanos; en consecuencia, no era un crimen que pudiera ser castigado. La tierna edad del muchachito debía ser tomada en consideración, así como el extremo descuido en su educación y desarrollo moral. La corte sentenciaba a Grenier a reclusión perpetua entre los muros de un monasterio de Burdeos, donde se lo instruiría sobre sus obligaciones cristianas y morales, pero cualquier intento de fuga sería castigado con la muerte.[4]
Como religioso que era, Sabine Baring-Gould no pudo impedirse sentir conmiseración por sus colegas:
¡Lindo compañero para los monjes! ¡Un alumno prometedor al que instruir! Inmediatamente después de ser admitido dentro del recinto del monasterio, comenzó a correr frenéticamente por los claustros y jardines en cuatro patas, y hallando un montón de tripas crudas y ensangrentadas, saltó sobre ellas y las devoró en un lapso increíblemente corto.
De Lancre[5] lo visitó siete años después y le pareció de estatura muy baja, muy tímido y carente de disposición para mirar a los ojos. Los suyos estaban muy profundamente hundidos y se veían inquietos; sus dientes eran largos y protuberantes; sus uñas, negras y, en algunos lugares, completamente gastadas; su mente estaba vacía, parecía incapaz de comprender las cosas más pequeñas. Le contó su historia a De Lancre y le dijo de qué manera anteriormente había corrido por los bosques bajo la forma de un lobo. Confesó sentir todavía debilidad por la carne cruda, especialmente la de las niñitas, la cual, según dijo, era deliciosa, y agregó que, si no fuera por su confinamiento, no tardaría mucho en volver a probarla. Contó que el Señor del Bosque lo había visitado dos veces en su prisión, pero que él lo había ahuyentado haciéndose la señal de la cruz. Su relato sobre los crímenes que había cometido coincidió exactamente con el que había salido a la luz durante su juicio; además de esto, la historia del pacto que había hecho con el Negro y la manera en que se habían efectuado sus transformaciones también coincidían con sus declaraciones anteriores.
Jean Grenier murió a los veinte años, al cabo de siete de prisión, poco después de la visita de De Lancre.[6]
XVI
El Siglo de las Luces
Primero demonizados y luego perseguidos implacablemente por su supuesta peligrosidad, hacia el siglo XVIII los lobos europeos comienzan a ser cada vez menos. Como se verá más adelante, luego de su desaparición de Inglaterra y Gales, promediando el siglo, también desaparecieron de Irlanda y Escocia. Otro tanto ocurrió con los de Bélgica, Holanda y Dinamarca. En otras regiones –como Italia, Alemania, España y Portugal– su número se iría acotando progresivamente. En Francia –donde, según se vio, los luparii los habían combatido durante varios siglos–, los estragos eran tantos que Francisco I, en 1520, se vio obligado a crear un nuevo cuerpo para combatirlos: los Lieutenants de Louveterie («Tenientes de Lobería»), bajo las órdenes del gran lobero real, secundado por oficiales y sargentos distribuidos en las distintas comarcas del reino, con la responsabilidad de organizar grandes batidas para eliminarlos del país.
Los resultados no fueron los esperados porque, en 1583, Enrique IV tuvo que reforzar las acciones del cuerpo con una ordenanza que obligaba a todos los señores a unirse a la lucha contra los lobos. Estos, luego de las guerras de religión, de las hambrunas y pestes subsiguientes, se daban verdaderos banquetes con los numerosos cadáveres que yacían en los campos. Así, de acuerdo con un fragmento del Annuaire de la Lozère, recogido por Guy Crouzet,
la mayor parte de los llanos de la región sólo está habitada por lobos y por otras bestias salvajes que se encarnizan tanto sobre los cuerpos amontonados de los que murieron de la peste o de hambre que apenas quienes quedaron en las ciudades pueden garantizar su defensa ante la violencia y la ferocidad de esas fieras.[7]
En 1601, cansado de la cuestión, Enrique IV tuvo que volver a subir la apuesta, ofreciendo primas a los matadores de lobos. A partir de entonces el problema comenzó lentamente a orientarse hacia una concreta solución, alentada por sucesivos monarcas, que finalmente se alcanzó según lo demuestran las estadísticas: de acuerdo con la antropóloga francesa Sophie Bobbé, el progresivo éxito del sistema de recompensas fue tal que, «mientras que en el siglo XVIII los lobos ocupaban el 90% del territorio francés, a principios del siglo XIX sólo ocupaban el 50% contra el 10% que ocuparon a fines de ese siglo»[8]. Para las estadísticas, el último lobo francés fue extinguido en 1919.
La disminución del número de lobos, en conjunción con la declinación progresiva de la caza de brujas, debida acaso a un cambio de mentalidad y a las nuevas ideas, hizo que, promediando el siglo XVII, los juicios por licantropía comenzaran a mermar. No así la creencia en los hombres lobo, para entonces bien arraigada en el imaginario popular de las clases bajas y de los campesinos. Basten entonces dos historias para justificar lo dicho.
La primera es bien conocida por todos, aunque no en la versión que sigue. Reproducida por Robert Darnton, a partir de uno de los treinta y cinco relatos similares que recogieron Paul Delarue y Marie-Louise Tenéze en Le Conté populaire français, la historia de «Caperucita Roja» muestra sus ribetes inquietantes:
Había una vez una niñita a la que su madre le dijo que llevara pan y leche a su abuela. Mientras la niña caminaba por el bosque, un lobo se le acercó y le preguntó adonde se dirigía.
–A la casa de mi abuela –le contestó.
–¿Qué camino vas a tomar, el camino de las agujas o el de los alfileres?[9]
–El camino de las agujas.
El lobo tomó el camino de los alfileres y llegó primero a la casa. Mató a la abuela, puso su sangre en una botella y partió su carne en rebanadas sobre un platón. Después se vistió con el camisón de la abuela y esperó acostado en la cama.
La niña tocó a la puerta.
–Entra, hijita.
–¿Cómo estás, abuelita? Te traje pan y leche.
–Come tú también, hijita. Hay carne y vino en la alacena.
La pequeña comió así lo que se le ofrecía; y mientras lo hacía, un gatito dijo:
–¡Cochina! ¡Has comido la carne y has bebido la sangre de tu abuela!
Después el lobo le dijo:
–Desvístete y métete en la cama conmigo.
–¿Dónde pongo mi delantal?
–Tíralo al fuego; nunca más lo necesitarás.
¡ Cada vez que se quitaba una prenda (el corpiño, la falda, las enaguas y las medias), la niña hacía la misma pregunta; y cada vez el lobo le contestaba:
–Tíralo al fuego; nunca más lo necesitarás.
Cuando la niña se metió en la cama, preguntó:
–Abuela, ¿por qué estás tan peluda?
–Para calentarme mejor, hijita.
–Abuela, ¿por qué tienes esos hombros tan grandes?
–Para poder cargar mejor la leña, hijita.
–Abuela, ¿por qué tienes esas uñas tan grandes?
–Para rascarme mejor, hijita.
–Abuela, ¿por qué tienes esos dientes tan grandes?
–Para comerte mejor, hijita. Y el lobo se la comió.[10]
Como se ve, existe un marcado contraste respecto de la versión que popularizó Charles Perrault –un profesional reputado, además de cortesano– en Les Histoires et contes du temps passé avec des moralités, ou contes de ma mère l'Oye (1697), y que luego pasó a Alemania, con grandes modificaciones, introducidas por la exiliada protestante Jeannette Hassenpflug, quien se había visto obligada a emigrar por la persecución religiosa. Esa mujer se instaló cerca de donde vivían los hermanos Grimm y, aparentemente, les transmitió una versión ya doblemente adulterada con un final todavía más feliz que el imaginado por Perrault. Sobre ese texto, más de un siglo después, trabajarían Erich Fromm y Bruno Betteíheim. Pero, para Darnton, ocupado en el estudio de la mentalidad campesina francesa del siglo XVIII,
«Caperucita Roja» tiene esa terrible irracionalidad que parece fuera de lugar en la Edad de la Razón. De hecho, la versión campesina supera en sexo y violencia a la de los psicoanalistas. (Como los hermanos Grimm y Perrault, Fromm y Bettelheim no mencionan el canibalismo que se comete en contra de la abuela ni el strip-tease de la niña antes de ser devorada.) Evidentemente, los campesinos no necesitaban una clave secreta para hablar de tabúes.[11]
Pero, como ya se ha visto anteriormente, sí necesitaban un chivo expiatorio. Así como en los siglos anteriores Francia había responsabilizado a los licántropos de todas las perversiones que la sociedad había prohijado sin poder tolerar, a principios del Siglo de las Luces el culpable perfecto era un lobo con características demasiado humanas.
La otra historia que vale la pena referir fue tan impactante y espectacular que creó sus propias precursoras. Así, al menos, se percibe lo ocurrido entre 1693 y 1694, cuando una supuesta «bestia del bosque de Benais» mató aproximadamente a setenta y dos personas. Hay, no obstante quien sostiene que no se trataba de un único animal, sino de varios; quien habla de dos lobos o linces. Según los pocos documentos que se conservan, esas bestias se acercaban a la gente como si fueran perros falderos para luego saltarle a la garganta. Pero no se sabe mucho más del caso.
En 1712 unos supuestos lobos fueron también acusados de matar a más de cien personas en el bosque de Orléans.
Más tarde, entre 1715 (año de la coronación de Luis XV) y 1718 primero, y entre 1726 y 1730 después, la región de Haute Loire fue asolada por los llamados «lobos de Velay», en la ocasión carroñeros de los muertos por las guerras de religión, la hambruna o la peste.
Llegamos finalmente a la gran historia prometida: la de la llamada «Bestia del Gévaudan».
XVII
La Bestia del Gévaudan
En la misa del último domingo de diciembre de 1764, monseñor Gabriel-Florent de Choiseul-Baupré, obispo de Mende, de la diócesis del Gévaudan,[12] se dirigió a sus fieles con estas palabras:
¿Hasta cuándo, Señor, vuestra cólera, como si ésta tuviese que ser eterna? Con casi todos los pueblos de Europa, hemos sentido las calamidades de una larga guerra que ha despoblado las provincias y arruinado los Estados. Apenas comenzábamos a disfrutar los gozos de la paz, cuando ésta se ha visto perturbada por nuevas desgracias: la mortalidad de los animales, la alteración de las estaciones, el granizo y las tormentas han llevado la desolación y la esterilidad a nuestros campos. ; Pero pasadas esas primeras desdichas, he aquí una tercera, más terrible que aquellas que la precedieron. Este flagelo extraordinario, que nos es particular y que lleva consigo el carácter flagrante de la ira de Dios contra esta región, es demasiado.
Una bestia feroz, desconocida entre nosotros, se hace presente súbitamente como un milagro, sin que sepamos de dónde pudo llegar. Donde se muestra, deja rastros sangrientos de su crueldad. Pero, ¿para qué describiros las funestas cualidades de ese monstruo, sobre las cuales vuestras propias desgracias os han ilustrado de sobra? ¡Ojalá pudiéramos mitigarlas, secar vuestras lágrimas y ofreceros el consuelo que necesitáis! [...]
La justicia de Dios, dice San Agustín, no puede permitir que la inocencia sea infeliz: la pena que El inflige supone también la falta que la ha provocado. De ese principio, os resultará fácil concluir que vuestras desgracias sólo pueden provenir de vuestros pecados. No dudéis que se debe a que habéis ofendido a Dios que ahora veis cumplirse en vosotros textualmente las amenazas que Dios puso antaño en boca de Moisés contra los prevaricadores de la Ley: "armaré contra vosotros –les dijo– los dientes de bestias feroces. Si no ejecutáis todos mis mandamientos, pronto os castigaré con la indigencia. Haré que el cielo sea para vosotros como hierro y que la tierra sea como bronce, todas vuestras obras serán inútiles. La tierra ya no producirá más granos, ni los árboles frutos. Enviaré contra vosotros bestias salvajes que os consumirán, a vosotros y a vuestros rebaños, que os reducirán a unos pocos, y que de vuestros caminos harán desiertos por el miedo que sentiréis de tales bestias, miedo que os impedirá salir para ocuparos de vuestros asuntos. Se han hartado y saciado –continuó diciendo– y me han olvidado; y yo seré para ellos como una leona, los esperaré como un leopardo en el camino de Asiria, vendré a ellos como una osa a la que le han arrebatado sus oseznos. Les abriré las entrañas y su hígado quedará al descubierto, los devoraré como un león y la bestia feroz los desgarrará". Las divinas escrituras nos proveen de ejemplos frecuentes de castigos similares a los que soportamos[13]
Las palabras del clérigo, las citas premeditamente escogidas y la posibilidad de que estuvieran sufriendo un castigo divino aterran a su grey que, desde el 30 de junio –cuando fue encontrado, a medio devorar, el cadáver de Jeanne Boulet, de catorce años– viene soportando una serie de ataques ininterrumpidos de un supuesto lobo. La «Bestia» –así llamada porque su descripción no termina de ajustarse a la de ninguno de los predadores conocidos– es audaz y sanguinaria, demuestra un comportamiento extraño, desconocido en ningún animal, que incluye la frecuente decapitación de sus víctimas, cuyos cráneos roe en medio del bosque, y los campesinos, viendo sucederse tantos ataques y muertes, empiezan a creer que detrás del monstruo está el mismísimo diablo.
Etienne Lafont, el síndico del lugar, a poco de comenzada la carnicería, recurre a Monsieur de Saint-Priest, el intendente de Languedoc, y al conde de Monean, gobernador de la provincia. Este ordena al capitán de dragones Duhamel que tome cartas en el asunto. Al mismo tiempo, el conde de Morangiés, Monsieur de la Chaumette, el marqués de Apcher y todos los señores de Vivairais, Auvernia y Gévaudan ponen a su disposición sus mejores guardias, sus jaurías y sus peones. Se organizan gigantescas batidas que fracasan unas tras otras. Mientras tanto, la «Bestia» continúa atacando las distintas parroquias, llegando en su audacia a perpetrar sus crímenes dentro de las mismas aldeas e incluso en los patios interiores de las casas.
El 8 de octubre, cuando la «Bestia» acecha a un pastor, unos cazadores logran dispararle, acertándole varias veces. En cada oportunidad ella cae para levantarse unos segundos después. Dos días más tarde, cuando todos la creen muerta, vuelve a atacar. Pero ya no conforme con niños o muchachas, ahora ataca a mujeres y, lo más extraño, a hombres adultos.
El animal ya ha sido visto por muchos. Monsieur de Labarthe lo describe en estos términos:
Tiene la cabeza ancha, muy grande, alargada como la de un ternero y terminada en un hocico de lebrel. El pelo es rojizo, con una raya negra sobre el lomo; tiene el pecho ancho y algo gris, las patas delanteras son bastante bajas, la cola es extremadamente ancha, peluda y larga. Corre a los saltos, con las orejas erguidas. Cuando caza, se acuesta sobre el vientre y salta; en ese momento parece apenas más grande que un zorro gordo. Cuando está a la distancia que juzga conveniente, se lanza sobre su presa en un abrir y cerrar de ojos. Le gusta la sangre, los pechos y la cabeza. Si hay sangre sobre la tierra, la lame.[14]
El retrato coincide con el de muchos otros. Lo mismo ocurre con las sospechas que despierta:
Muchos afirman haberle disparado varias veces sin lograr herirla; las balas se deslizan sobre su piel como sobre una espesa coraza. Eso hizo que algunos creyeran que la «Bestia» es un hombre lobo o un demonio que hechiza las armas de fuego.[15]
En noviembre las batidas prosiguen sin resultados y los muertos continúan acumulándose. La prensa comienza entonces a interesarse en el asunto: «El Courrier d'Avignon –anota Michel Louis, autor de uno de los mejores libros de los muchos publicados sobre el caso– relata, semana tras semana, las sangrientas peripecias del drama. Pero desde mediados de noviembre, la Gazette de France, órgano oficial del reino, se ocupa de la saga. La Gazette se imprime en ocho columnas, repartidas en cuatro páginas; a menudo la Bestia tendrá el honor de una columna entera, ¡tanto como el rey, la Corte y los parlamentos juntos!»
En la crónica del 16 de noviembre de 1764, por ejemplo, se lee lo siguiente:
Nos dicen del Bas-Languedoc que la bestia feroz, que en Langogne ha devorado a 22 personas, se ha lanzado sobre Mende, donde ha devorado a otros 8 individuos. El obispo de Mende, sensible a las alarmas que ese cruel animal ha creado en las parroquias de su diócesis, le paga diariamente a un buen número de campesinos para que intenten destruirla. Se le ha disparado varias veces, pero los tiros sólo han rozado su piel, arrancándole sólo un poco de pelo. Esa bestia es más grande que un perro; mucha gente la cree una hiena y otros, una pantera que se escapó de las manos de su domador. M. Duhamel, capitán del regimiento de voluntarios de Clermont, actualmente la persigue con 50 dragones y 1200 campesinos, de tal modo que esperamos enterarnos de la destrucción de ese cruel animal.[16]
Para entonces la «Bestia» ya es un monstruo mitológico, objeto de canciones –así como sus víctimas–, y una presencia insoslayable en las noticias de los periódicos, que toda Francia espera ansiosa. Los buhoneros comienzan a vender imágenes del animal, creadas a partir de las distintas hipótesis alimentadas por los relatos de los campesinos, quienes siguen creyendo que se trata de un hombre lobo. Pero otras hipótesis también incluyen hienas y leopardos –según se ha visto–, mandriles y papiones, híbridos de lobo y oso, y una multitud de otros animales totalmente ajenos a la fauna vernácula.
A partir del 1 de enero de 1765 las muertes se multiplican. Ese primer día del año la "Bestia" mata a un muchachito de dieciséis años a treinta metros de su casa, en la aldea de Falzet. Al día siguiente, decapita ajean Châteauneuf, un niño de catorce años, en Mazel-des-Grèzes. «A la noche, en la casa de la familia Châteauneuf –escribe Michel Louis– se vela al difunto. De pronto, todos se quedan petrificados de terror: la 'Bestia' acaba de aparecer, ¡parada contra la ventana, con las patas apoyadas contra ésta! Todos, con horror, ven en el vano dos grandes patas y una boca enorme que emergen de la obscuridad. El padre, un verdadero gigante de fuerza hercúlea, es el primero en salir de su estupor y le ordena a la hija: '¡Marie-Anne, tráeme el hacha!'. De inmediato, como si hubiese comprendido, la 'Bestia' se escapa.»[17]
El 6 de enero la «Bestia» vuelve a atacar, pero antes, por la mañana, dos mujeres de la aldea de Escures, cerca de Saint-Juéry, se dirigen a la misa en Fournels: «En el camino, un desconocido se les acerca; es un hombre mal vestido, peludo, con largos cabellos negros y grasosos. Camina un instante a su lado, ambas están inquietas por la presencia de ese hombre extraño de los bosques, con aspecto de ser el hombre lobo de sus pesadillas. Bruscamente, el desconocido desaparece».[18] Vueltas de la misa, las mujeres se enteran de que, una hora después de su curioso encuentro, la «Bestia» ha matado a Delphine Gervais, de Saint-Juéry, en el jardín de su propia casa. Una hora más tarde y la «Bestia», a cuatro kilómetros de donde atacó por última vez, vuelve a matar, esta vez a una jovencita, a quien degüella.
De inmediato, todos sospechan que el desconocido al que encontraron las vecinas de Escures es en realidad el hombre lobo que tantas muertes ha causado. Pero otros sospechan que, en realidad, el desconocido es un meneur de loups [«lobero»] que manipula a una verdadera jauría para que cometa esos crímenes atroces.
El 9 devora a una niña cerca de Nasbinals.
El 11 ataca a tres hombres adultos, pero no consigue matarlos.
El 12 ataca a cinco niños y dos niñas que cuidan los rebaños de sus padres cerca de Villaret. Uno de ellos, Jacques Portefaix, logra herirla en el pecho y salva a sus amiguitos.
El 14 mata en Auvernia a un niño de trece años.
El 17, vuelta a Gévaudan, ataca a un hombre adulto, armado con un fusil, que consigue librarse del monstruo con mucho esfuerzo.
El 22 ataca a Jeanne Tanavelle, de veinticinco años. Al día siguiente la encuentran en un campo a medio enterrar: su ropa está hecha harapos y tiene los pechos comidos a dentelladas. La cabeza la encuentran a doscientos metros de distancia. No tiene la misma suerte la niña de tres años del pueblo de Venteuges, arrancada del jardín de su casa, rodeado por una cerca de dos metros, una hora después de la muerte de Jeanne Tanavelle. Su cuerpo nunca apareció.
El 27 Luis XV se harta: «el rey –anota Geneviéve Carbone– ofrece seis mil libras de recompensa, que se suman a las cuatrocientas ofrecidas por las diócesis de Mende y de Vivier, a las dos mil ofrecidas por los Estados generales del Languedoc y a las mil libras ofrecidas por el obispo de Mende. Una fortuna para salvar a la región. Enero, once víctimas; febrero, seis. El rey, preocupado por restablecer la tranquilidad en la región, envía a [Martin] Denneval a Gévaudan».[19]
El 2 de marzo, Denneval, su hijo, sus monteros y ocho perros rastreadores especializados en la caza de lobos llegan a Gévaudan. Denneval, luego de haberse cobrado unos mil doscientos lobos a lo largo de su dilatada trayectoria, es uno de los mayores cazadores del reino. Viene de Normandía y desplaza al capitán Duhamel. Luego de una serie de quejas y del correspondiente cruce de cartas, los dragones, despechados, vuelven a sus cuarteles.
Mientras los hombres defienden sus prerrogativas y se escudan en su amor propio, la «Bestia» sigue matando. Desde la llegada de Denneval hasta el 7 de abril, domingo de Pascua, ya son once los muertos acumulados, sin contar otros tantos ataques frustrados por la rápida intervención de los vecinos o por simple azar. No tendrá suerte Gabrielle Pélissier, de diecisiete años, que ese día recibe su primera comunión en la iglesia de La Clauze. Por la tarde, mientras cuida el rebaño de sus padres, la «Bestia» la ataca en un prado, la mata, le abre el vientre y le devora las entrañas. Alarmados por la tardanza, antes del crepúsculo, padres y vecinos corren a buscarla. Alguien la señala, aparentemente dormida sobre un lodazal. Al acercarse, descubren que debajo de su vestido, perfectamente limpio, su cuerpo está mutilado. El sombrero que lleva le oculta el cráneo completamente roído, separado del tronco y vuelto a encajar. Todos saben que esas cosas no las hace un animal. La prensa se hace eco de las noticias y, de pronto, en toda Francia empiezan a ver a la «Bestia»: un día en el Lyonnais; al día siguiente en la íle de France; después, en Champagne.
Algunos nobles del Gévaudan se quejan de Denneval; entre ellos, el conde de Morangiés, «hombre muy digno, íntegro, respetado, muy dedicado al bien público. Goza de un prestigio inmenso, aun cuando a veces se lamente su carácter orgulloso, sectario y colérico. Tuvo seis hijos: desgraciadamente el mayor, Jean-François-Charles, es la vergüenza de la familia y de toda la aristocracia del Languedoc... [...] Admitido de muy joven en los mosqueteros del rey, llegó a coronel del regimiento de Languedoc. En 1757 participó en la batalla de Rossbach, en la cual el emperador Federico II de Prusia derrotó a las tropas francesas. El comportamiento del muchacho en el ejército estuvo lejos de ser ejemplar y el joven conde de Morangiés cayó en desgracia. Desde entonces, Jean-François-Charles lleva una vida disoluta, dilapidando su fortuna; sus malas frecuentaciones constituyen un escándalo público. Se arruina en el juego y participa en todo tipo de calaveradas, tanto en París como en el Gévaudan».[20]
La «Bestia», mientras tanto, sigue matando. Denneval organiza partidas de caza cada vez más importantes. El 30 de abril, con cazadores de todo el país, miles de campesinos de la región aportados por las respectivas parroquias y sus propias fuerzas, Denneval encabeza una de las batidas más grandes de la historia, en la que participan unas diez mil personas. La cacería, no obstante, no da resultados. La confianza del experimentado lobero empieza a flaquear. Y el conde de Morangiés continúa escribiendo cartas de reprobación. Las quejas, entonces, le llegan a Luis XV, quien está más que harto de la historia, puesto que ésta ya ha trascendido las fronteras francesas y en los países enemigos se habla de su incapacidad para lidiar con la «Bestia».
El 30 de mayo el rey pide las cifras del Gévaudan desde que comenzó el flagelo: hubo 122 ataques, 66 muertos y 40 heridos. El rey está consternado. Rodeado por sus ministros, Luis XV convoca al marqués Antoine de Beauterne, arcabusero y teniente de caza de su majestad, para que termine de una vez por todas con el monstruo.
Entretanto, el lobero Denneval persigue a la «Bestia» por todo el Gévaudan. Poco a poco ha comenzado a sospechar que el refugio del animal se halla en la región de Trois Monts; particularmente, en la parroquia de La Besseyre-Saint-Mary; más precisamente, en el bosque de esa localidad. Denneval inquiere a los campesinos sobre quién vive allí. Los rústicos se muestran renuentes a responder. Finalmente sale a la luz el nombre de Antoine Chastel, uno de los nueve hijos de Jean Chastel, a quien en la región apodan «de la Máscara», por sospecharlo hijo de una bruja.
Los Chastel son un clan peligroso. La gente los considera brutales. El mayor de los hijos es Pierre, de veintiséis años, guardamonte de los bosques de la Ténazeyre, en el monte Mouchet, que pertenecen al señor d'Apcher. «Sobre Antoine Chastel, el hijo menor, de veinte años, corren los rumores más extraños. Escapado muy joven del hogar familiar, habría vivido con los hugonotes del Vivarais; luego, con los marineros de Tulón, antes de llegar al norte de África, donde cayó prisionero de los berberiscos; éstos lo habrían empleado en una caza de fieras como cuidador de los animales. ¡Qué no fue dicho sobre los malos tratos que los berberiscos le infligieron al joven Chastel! Dicen que lo obligaron a pisotear el crucifijo; algunos pretenden incluso que lo habrían castrado. Aparentemente, Antoine Chastel habría terminado por encontrarse allí a alguien de la región, un hombre bastante influyente, quien lo habría repatriado... Y volvió en secreto a la región, trayendo en sí un odio feroz contra el género humano. Se fue a vivir solo en el bosque, teniendo por únicos compañeros unos enormes mastines que todos saben feroces»[21]. Así, Antoine comenzó a trabajar con su hermano Pierre en el bosque de la Ténazeyre; vive con sus perros. Sucio, siempre mal vestido, peludo, con largos cabellos negros y grasosos, tiene la reputación de ser un hombre lobo; aunque otros creen que, en realidad, es sólo un meneur de loups. Allí, donde ningún ser humano se aventura –a excepción de Antoine Chastel–, se refugia la «Bestia».
El 20 de junio, Antoine de Beauterne llega al Gévaudan. Dos días después, se entrevista con Denneval. A poco de interiorizarse sobre el monstruo, el enviado del rey comienza a dudar de que se trate de un lobo. Impertérrita, la «Bestia» continúa matando.
El 30 Antoine de Beauterne y Denneval realizan una batida conjunta, pero sin éxito. Rápidamente descubren que sus maneras de cazar no concuerdan.
Hacia julio, Antoine de Beauterne comienza a quejarse a la corte de la metodología de los Denneval. Sus cartas no tardan en arrojar resultados: el 18 el lobero normando y su hijo se ven obligados a abandonar el Gévaudan luego de haber fracasado.
La «Bestia», desde su aparición, lleva matadas a setenta y cuatro personas. Las batidas prosiguen sin éxito. Aunque se matan muchos lobos, ninguno es el que buscan.
Luego de un dudoso incidente que tiene lugar durante la batida del 16 de agosto, Jean Chastel y sus hijos Pierre y Antoine, obligados a participar a la fuerza en la caza, son llevados a la cárcel a pedido de Antoine de Beauterne, quien curiosamente solicita que se los ponga en libertad únicamente cuatro días después de que él parta del Gévaudan. Esto último sucede el 3 de noviembre. Entre una fecha y otra las apariencias indican que el arcabusero real mata a la que las circunstancias sindican como la «Bestia».
Un rápido resumen de ese lapso incluye toda una serie de nuevos asesinatos, las burlas de Inglaterra –donde en los periódicos se publica una caricatura satírica que representa a Luis XV y a todo su ejército escapándose de la «Bestia»–, la reproducción de esa befa en la prensa de Alemania y de España, la ira del rey, la impotencia de Antoine de Beauterne, el cansancio de sus hombres, la necesidad de encontrar una rápida salida a todo el asunto.
El problema, según se lee en un documento incluido en el relato del Abbé Pourcher y firmado de puño y letra por Antoine de Beauterne, «se resuelve» el 21 de septiembre:
Habiendo sido informado de que los lobos causaban muchos problemas en los bosques de las Dames de l'Abbaye Royale des Chazes, el 18 de este mes envié a los señores Pélissier y Lacour, guardamontes, y Lafeuille, asistente de lobería, cada uno con sus perros rastreadores, para reconocer los bosques de la mencionada reserva. Y el día 19 del corriente mes, nos han hecho advertir, a través del señor Bonnet, que habían visto de cerca un enorme lobo, así como una loba y lobeznos bastante fuertes. Lo que nos hizo partir de inmediato para hacer noche en Chazes, distante unas tres leguas del Besset. El 21, los asistentes de rastreadores y un tal Berry nos informaron que habrían desviado al mencionado lobo, a la loba y a los lobeznos al bosque de Pommier, que depende de la reserva. Hacia allí fuimos con todos nuestros guardias y 40 tiradores de Langeac. Luego de haberlos distribuido para rodear el bosque, los asistentes de rastreadores y los perros se dispusieron a adentrarse en la foresta. Yo, François-Antoine, habiéndome ubicado en un paso, vi venir a una distancia de unos cincuenta pasos a ese gran lobo que me presentaba el costado derecho y que giró la cabeza para mirarme; de inmediato, le disparé con mi escopeta de una bala y cinco perdigones de pólvora, teniendo que retroceder dos pasos por la fuerza del impacto. Pero el mencionado lobo cayó en el acto, habiendo recibido la bala en el ojo derecho y los mencionados perdigones en el costado derecho, muy cerca del hombro. Y como grité «Halalí», se levanto y volvió sobre mí, sin dejarme tiempo de recargar mi arma. Pedí ayuda el señor Rinchard, ubicado cerca de mí, quien se encontraba a diez pasos y quien tiró con su carabina, obligándolo a huir unos 25 pasos hasta el claro, donde cayó muerto.
Habiendo examinado la altura de 32 pulgadas, el largo de 5 pies y 7 pulgadas y media, el grosor del cuerpo de 3 pies, así como el de sus colmillos y el tamaño de sus patas, y el peso de 130 libras que nos ha parecido de lo más extraordinario, declaramos no haber visto jamás ningún lobo que pueda compararse con este animal. Por eso juzgamos que bien podría ser la bestia feroz que causó tantos males.[22]
De acuerdo con el resto del relato, hubo un cirujano que abrió al animal sin encontrar vestigios humanos, ante los guardamontes, los rastreadores, el cortejo entero, un cura y varias personas anteriormente atacadas a las que se hizo venir especialmente para testimoniar. Hubo también una gran precipitación por enviar el lobo al taxidermista, con el objeto de embalsamarlo y llevarlo de inmediato ante el rey, quien se entera de las noticias el 28 de septiembre y recibe al hijo de Beauterne, en Versalles, el 1 de octubre. Toda la corte desfila ante la presunta «Bestia», mientras los periódicos de todo el país dan cuenta del gran logro.
Pero el 21 de octubre la «Bestia», la verdadera, ataca de nuevo.
Las autoridades no dan crédito a lo que consideran habladurías. El asunto se archiva y Antoine de Beauterne regresa con toda la gloria y un sentimiento agridulce porque, en realidad, no sabe si la pesadilla terminó realmente.
El 2 de diciembre los Chastel están en libertad y vuelven a sus bosques. Una semana después se reanudan los ataques. Las autoridades ya no pueden ocultar la verdad y vuelven a pedir ayuda, pero para Versalles la «Bestia» ya no existe. Son lobos, dicen, y recomiendan a la gente del Gévaudan que se las arreglen como puedan.
Los campesinos comienzan a armarse, circulan en grupos, no sacan sus rebaños a pastar, pero la «Bestia» sigue matando. Entre principios de diciembre y mediados de febrero son atacadas once personas, de las cuales cinco son devoradas o mueren a causa de las heridas.
El marqués d'Apcher –de veintiún años– y otros nobles y notables del Gévaudan les escriben a sus amistades en la corte, para que hagan algo. Nadie responde.
Para junio, la "'Bestia' ya no recorre tanto terreno como en la época de Duhamel y Denneval; se queda en la región deTrois Mont, cuyos habitantes viven continuamente en el miedo, con la sensación de que una terrible maldición pesa sobre ellos. En La Besseyre-Saint-Mary y en las aldeas vecinas, muchos campesinos saben más de lo que dicen. Pero el terror engendra el silencio; sólo en la intimidad del hogar se osa repetir los extraños rumores: los crímenes recomenzaron algunos días después de la salida de la cárcel de Antoine Chastel; algunas familias mal consideradas por los Chastel habrían sido literalmente libradas a la ferocidad de la 'Bestia'".[23]
El marqués d'Apcher organiza entonces un grupo de caza y pone todos sus recursos, que son muchos, al servicio del Gévaudan. Sin embargo, pese a sus esfuerzos, la bestia sigue matando. Ya es noviembre de 1766 y los muertos desde que recomenzaron los ataques ascienden a más de veinte personas, pero las cifras no son oficiales porque, para el rey, la «Bestia» ya no existe.
Curiosamente ese invierno transcurre en calma: desde el 2 de noviembre hasta el 1 de marzo de 1767 no hay ataques. Por otra parte, el viejo Jean Chastel, jefe del clan, está cambiado. Le tomó afecto a la pequeña Marie Denty y, con la anuencia de sus padres, la acompaña a todas partes y la cuida de la «Bestia».
El 2 de marzo la «Bestia» mata a Marie Plantin, de once años.
Pocos días después, hiere gravemente a Marie Reboul, de diecinueve.
El 28 mata y devora a Marie-Anne Pascal, de nueve. Más tarde, es el turno de Marguerite Denty, de treinta y dos.
El 4 de abril despedaza a la pastora Jeanne Paulet.
El 7, a Louise Souilier.
El 10, a Etiene Loubat, de nueve años.
El 13 muere Anne Blanc y el 16, Thérése Paulet, a quien hallan parcialmente devorada.
El 25 degüella a una jovencita de diecisiete años. Los testigos recuerdan haber visto a un hombre que se ajusta a la descripción de aquel otro que tanto había asustado a unas mujeres dos años atrás.
La bestia, ahora, parece refugiarse exclusivamente en el bosque de laTénazeyre. El marqués d'Apcher la rodea con trampas y carne envenenada, pero sólo mueren los lobos y los perros sin dueño.
El 5 de mayo un hombre llamado Pailleyre, del pueblo de Pontajou, en la parroquia de Veneuges, reputado como trabajador y serio, describe la siguiente escena: «Se despierta en plena noche, confunde la claridad de la luna con las primeras luces del alba y decide levantarse. Sale por la puerta, y comprende que no es el sol lo que lo ilumina, sino la luna en un cielo perfectamente despejado. Se dispone a volver a la cama cuando un extraño espectáculo llama su atención: un hombre de gran talla, desnudo, con el cuerpo cubierto de pelos, se baña en el arroyo; sale y se vuelve a sumergir, y repite la misma rutina durante varios minutos. Descubriendo de pronto que lo observan, el hombre salta y Pailleyre ve entonces sólo una bestia en la orilla del arroyo; la 'Bestia' se lanza contra él furiosa, y el hombre apenas tiene tiempo de volver a su casa y echar el cerrojo. En ese hombre que, según él, acaba de convertirse en la 'Bestia, Pailleyre creyó reconocer a Antoine Chastel».[24]
Nadie se anima a creerle, pero nadie lo desmiente.
El 15 de mayo Jean Chastel acompaña a Marie Denty mientras ésta guarda sus ovejas en el establo.
El 16 la «Bestia» devora a la niña en la aldea de Septsols, cerca de La Besseyre-Saint-Mary.
El 17 la entierran y el dolorido Jean Chastel, que ha vuelto a ir a misa, convirtiéndose de a poco en el hombre de confianza del cura Fournier, se jura terminar con la «Bestia».
El 7 de junio se organiza un gran peregrinaje a la capilla de Notre-Dame-d'Estours. Todos piden a la virgen, pero la «Bestia» continúa sembrando de muertes el norte del Gévaudan.
Una semana más tarde los peregrinos se dirigen a Notre-Dame-de-Beaulieu. Jean Chastel, entre la gente, arrastra a su hijo Antoine.
Delante de todos, Jean Chastel se arrodilla ante el altar y le presenta al abad Prolhac tres balas, hechas con una medalla de la virgen, para que el religioso las bendiga.
El 18 la «Bestia» devora a un niño. A las once de la noche, un grupo de campesinos se dirige al castillo donde descansa el marqués d'Apcher y le da la noticia. Un instante después, el marqués convoca a todos sus hombres y ordena preparar a los perros. Una hora después, abandona el castillo con su séquito. Lleva a los mejores tiradores de la zona. Uno de ellos es Jean Chastel.
Luego de pasar la noche en vela, sin éxito alguno, los hombres se apostan en distintas partes alrededor del bosque. Jean Chastel está sentado al pie de un pino, con un libro de oraciones en la mano. Un ruido de ramas rotas lo alerta. Abriéndose paso por los arbustos, aparece la «Bestia». Ambos se contemplan en silencio. Jean Chastel deja su libro, toma su fusil y se acomoda los lentes, mientras la «Bestia» lo observa, sentada en sus cuartos traseros. El hombre apoya la rodilla en el suelo, apunta y dispara. La «Bestia» cae muerta. Los otros, que llegan precipitadamente, cargan el cuerpo sobre un caballo y lo transportan hasta el castillo del marqués. No es ni perro ni lobo, pesa 109 libras y tiene colmillos de 37 milímetros de largo. Se realiza la autopsia, se encuentran restos humanos en su estómago, se revisan las heridas de bala y la herida que tiempo atrás le provocó el cuchillo de Jacques Portefaix, se convoca a testigos, se proclama, finalmente, que ya no existen dudas, que la «Bestia» ha muerto. En Versalles, cuando, luego de una larga peregrinación, Jean Chastel se presenta ante Luis XV con el cuerpo del animal a medio descomponer, es inmediatamente despachado por el rey, que le reprocha la demora y se queja de la fetidez.
Sólo a partir de las estadísticas reconocidas, en tres años, la «Bestia» llevó a cabo 230 ataques, 121 de los cuales tuvieron consecuencias mortales.
El misterio de la «Bestia» del Gévaudan nunca fue resuelto. Sobran las hipótesis: hay quien sostiene que se trató de muchos lobos y no de un único animal; quien prefiere pensar en un asesino serial –ningún lobo es capaz de desvestir o decapitar a sus víctimas– o en una familia de asesinos –los Chastel–; quien se ha imaginado que se trataba de un loco vestido con una piel de lobo, etc. De todas las hipótesis, tal vez la más fundada sea la del zoólogo Michel Louis, quien, tras examinar todos los documentos y leer todo lo escrito sobre el tema –que se suma a su conocimiento de los lobos– concluyó que la «Bestia» fue una cruza de lobo y perra, amaestrada desde la infancia por el sádico Antoine Chastel, protegido a su vez por el joven y perverso conde de Morangiés, quien habría salvado al guardamontes de los berberiscos. La supuesta invulnerabilidad del animal a los disparos la explica por el empleo de una coraza (como la que se utilizaba para los perros de guerra), que también serviría para justificar el mechón más obscuro sobre el lomo de la «Bestia». La protección de Antoine Chastel le habría permitido su ubicuidad, y éste habría contribuido a sus crímenes decapitando a las víctimas y montando los escenarios en los que fueron encontradas. La familiaridad entre el animal y Jean Chastel explicaría asimismo por qué el animal esperó tranquilamente ser ejecutado. Pero, si bien la argumentación de Louis es muy sólida, se basa fundamentalmente en suposiciones, y la «Bestia» continúa siendo un misterio.
XVIII
Niños lobo
No puede trazarse con exactitud una historia antigua de los llamados «niños salvajes». Podría decirse que siempre existieron y que constantemente despertaron la curiosidad y el interés de sus contemporáneos. Hoy en día, tiende a pensarse que muchos de ellos fueron efectivamente abandonados por sus familias por algún defecto físico o porque padecían alguna patología poco conocida, de la cual ahora existen diagnósticos o caracterizaciones precisas; por ejemplo, el autismo.
En Occidente se los ha catalogado según sus particularidades, aludiendo a diferentes especies animales con las que se los ha identificado. Cari Linneo, en la decimosegunda edición de su Systema naturae (1766), plantea una clasificación –hoy estrafalaria– que los contiene. Según ésta, existirían dos subgéneros correspondientes al género Homo: el Homo nocturnus y el Homo diurnus. Al primero, pertenecen los chimpacés, los orangutanes y otros simios semifantásticos –a los que también denomina «trogloditas»–, supuestamente avistados por exploradores en África y en Asia. El segundo subgénero comprende tres especies: el Homo sapiens, el Homo monstrosus –que incluye a una gama de personajes por ese entonces sujetos a debate en razón de las que se consideraban sus anomalías (entre otros, los gigantes de la Patagonia, los hotentotes, etc.)– y el Homo ferus. Este último comprende, justamente, a los llamados «niños salvajes», quienes, según el sabio sueco, presentan rasgos bestiales tales como la mudez, la locomoción cuadrúpeda y la vellosidad. Se los divide en niños osos, niños corderos, niños terneros y, fundamentalmente, niños lobos.
El registro moderno de niños salvajes empieza a ser exhaustivo sólo a partir del siglo XIV. Los primeros casos, curiosamente, tienen como escenario privilegiado la futura Alemania; luego, Francia y, finalmente, casi todo el planeta.
En 1341, en los bosques de Hesse, los monjes hallaron a un niño de unos siete años –otras versiones consignan que tenía alrededor de doce– quien, aparentemente, habría sido criado por lobos. Por los textos de Joachim Camerarius (1500-1574) y Matthaeus Dresserus (1536-1607), se sabe que no podía mantenerse erguido y que se desplazaba en cuatro patas. No se conservan muchos otros datos ya que, poco después de su captura, murió.
En 1344, cerca de Echzel, en el bosque de Hardt, en Baviera, fue encontrado otro niño, algo mayor y también mudo, quien, según Camerarius, gozaba de la estima de los lobos, quienes lo alimentaban con los mejores bocados de las presas que obtenían. A tal punto llegaba la preocupación de las bestias por el niño que durante las noches cavaban un pozo donde el muchachito se refugiaba, cubierto por hojas. Luego de su captura, al llamado niño lobo de Wettereau se lo bautizó Heinrich. Dicen que sobrevivió hasta la edad de ochenta años.
En las Ardenas, Francia, alrededor del año 1500, fue encontrado otro niño lobo. De acuerdo con la escueta noticia proporcionada por Alexander Ross en el siglo XVII, el muchachito no podía ni hablar ni caminar erguido y sólo se alimentaba con carne cruda hasta que fue educado y, aparentemente, terminó integrándose a la comunidad.
Dos siglos después, en las inmediaciones del bosque de Hertswold, cercano a Hameln (norte de la actual Alemania), en 1725 fue hallado un muchacho de unos doce años, que caminaba en cuatro patas y se alimentaba de pasto y hojas. Luego de su captura, se lo bautizó Peter y se lo encerró en Celle, desde donde fue posteriormente llevado a Herrenhausen, asiento de la corte de Jorge, rey de Inglaterra, también duque de Hanover. Allí fue exhibido por un tiempo, al cabo del cual nuevamente logró escapar al bosque. Recapturado, fue conducido en la primavera de 1726 a Londres, causando verdadera sensación. La princesa Caroline, acaso divertida por la falta de maneras de Peter, le pidió a su padre autorización para llevarlo a su residencia en el West End. La princesa hizo que se le confeccionara un traje verde y rojo a medida, pero no logró convencerlo de que no durmiese en el suelo. Con todo, se logró que aprendiera a hacer reverencias y a besar las manos de las damas. Para entonces, Peter ya había sido entregado al Dr. John Arbuthnot, quien, se suponía, debía enseñarle a hablar. Médico personal de la reina y amigo de Alexander Pope y de Jonathan Swift, Arbuthnot fracasó en el intento. Swift, de hecho, acaso por su amistad con el médico, tuvo la oportunidad de ver al muchacho y, aunque, según dicen, le sirvió de inspiración para los monstruosos yahoos de su famosa novela Los viajes de Gulliver, comentó más tarde que Peter de Hanover –como se lo conocía– no le había causado impresión alguna.[25] Mientras tanto, los esfuerzos por enseñarle a hablar no cesaban. En 1728, luego de que los frustrados intentos de los mejores maestros de Inglaterra apenas hubieran servido para enseñarle a pronunciar su nombre, se decidió otorgarle una pensión anual y recluirlo en una granja cercana a Northchurch, en Hertfordshire. Allí aprendió algunas rudimentarias tareas de campo y se aficionó al gin. En varias ocasiones se perdió y fue arrestado, confundido con criminales o elementos subversivos, por lo que se le puso un collar de cuero con su nombre y la recomendación de que, de hallarlo, fuera devuelto a un tal Mr. Fenn, en Berkhamsted. Peter de Hanover vivió desde entonces una existencia tranquila, conservando una rara habilidad para predecir el estado del tiempo. Murió en 1785, cuando rondaba los setenta años.
Radicalmente distinta es la historia de «la niña salvaje de Champagne». En 1731, en un jardín de Songi, en los alrededores de Châlons-sur-Marne, Francia, fue encontrada una muchacha de piel obscura, en el momento en que se robaba unas manzanas, descalza y apenas vestida con harapos y pieles. Llevaba consigo un mazo, que usó en su defensa cuando la gente del pueblo lanzó contra ella un perro, al que mató de un golpe certero. La jovencita se dio a la fuga, trepándose a un árbol y saltando de rama en rama hasta alcanzar un bosque vecino. Alertado por la gente, M. d'Epinay, el noble del lugar, ordenó su captura, que finalmente se produjo cuando una mujer del pueblo le ofreció agua y anguilas para tentarla a que descendiera del árbol donde estaba encaramada. La muchacha fue internada en la propiedad de M. d'Epinay. Al ofrecérsele comida, demostró una singular voracidad por la carne y un gusto especial por la sangre. Una y otra vez descabezaba conejos y pollos, a los que luego de quitarles pellejo y plumas se comía crudos ante el espanto de todos. La joven fue bañada y examinada en detalle. Al cabo de varios baños, se descubrió que era blanca. Tenía dedos pulgares extremadamente largos y llevaba las uñas largas y filosas, que posteriormente le fueron cortadas. Varias veces escapó y varias veces fue recapturada. Finalmente, gracias a la cooperación del obispo de Chalons y del intendente de Champagne fue bautizada Marie-Angélique Memmie LeBlanc. El cambio de dieta y la obligatoriedad de llevar una vida sedentaria hicieron que se le cayeran los dientes y que su salud se deteriorase seriamente. Internada en el Hospital de Chalons, las monjas comenzaron un proceso de «rehumanización», que incluyó la enseñanza del francés y de los dogmas católicos. Cuando alcanzó fluidez en el habla, pudo relatar lo que recordaba de su pasado: aparentemente había estado recorriendo el campo con otra muchacha salvaje, con quien compartía el hábito de comer pescado, ranas y conejos crudos; ambas se comunicaban con gruñidos y gestos, pero, al cabo de una disputa, había herido a su compañera con el mazo; poco después, fue descubierta robando las manzanas. Rápidamente, la fama de Marie-Angélique trascendió las fronteras francesas. En 1737, la reina de Polonia fue a visitarla y la recomendó a su hija, la reina de Francia. Para entonces, la muchacha estaba bajo la protección del duque de Orleans, quien en 1744 la llevó a un convento de París. Ocho años después, con la muerte de su benefactor, tuvo que mudarse a casas de pensión, donde comenzó una vida progresivamente solitaria. A pesar de haber sido motivo de extrema curiosidad, al punto de ser objeto de numerosos artículos y libros, murió en la pobreza, olvidada por todos, alrededor de los cincuenta años.
De 1784 datan las primeras noticias sobre el «muchacho lobo de Kronstadt», lugar donde se lo trasladó, luego de su hallazgo en Siebenburgen-Wallachischen, en las proximidades de la frontera rumana. Los testimonios señalan que tenía algo más de veinte años, ojos hundidos y feroces, la frente fugaz y el cabello color ceniza, corto y áspero. Poseía unas cejas espesas y marrones, y nariz chata y pequeña. Tanto el cuello como la tráquea parecían hinchados, y mantenía permanentemente la boca semiabierta. La piel de su rostro era amarillenta y sucia. Tenía mucho vello en el pecho y en la espalda, miembros musculosos y manos callosas. Llevaba las uñas muy largas y los dedos de los pies parecían más largos de lo común. Caminaba erguido, pero encorvado, con la cabeza siempre hacia adelante. No hablaba, pero sabía aullar. Resultaba absolutamente inexpresivo, salvo cuando veía a mujeres. Entonces, realizaba gestos inequívocos sobre el tipo de deseo que le inspiraban, prorrumpiendo además en gritos de alegría.
Algunos de los casos hasta aquí presentados –como los de Peter de Hanover y Marie-Angélique Memmie LeBlanc– fueron estudiados en su tiempo; sin embargo, ningún otro fue tan bien documentado como el de Victor, «el niño salvaje del Aveyron».
Avistado por primera vez en 1797 en los bosques cercanos a Lacaune, Victor –según se lo bautizó– fue capturado y exhibido en la plaza del pueblo, logrando huir algo después. En 1798 tres cazadores se toparon con él en el bosque y, luego de atraparlo, se lo encomendaron a una mujer de Lacaune, quien lo alimentó y vistió. Víctor aguado la primera oportunidad para escapar nuevamente a los bosques y, a partir de entonces, volvió a presentarse numerosas veces en las granjas, mendigando comida, hasta que en el invierno de 1800, casi completamente desnudo, fue capturado por un tal Vidal, propietario del campo donde se hallaba robando papas completamente desnudo. La noticia de la captura de un jovencito que se comportaba como un animal, que sólo se comunicaba con gruñidos y chillidos, que se negaba a vestirse, que dormía enroscado en el piso y que defecaba allí donde estuviera sin la menor sombra de pudor llegó más allá de las fronteras del pueblo. Enterado de los hechos, Lucien Bonaparte, hermano de Napoleón y a la sazón ministro del Interior, a través de la recientemente fundada Sociedad de Observadores del Hombre –institución en la que participaban eminentes doctores, científicos y filósofos–, decidió tomar cartas en el asunto. Sin embargo, antes de su traslado a París, las autoridades locales solicitaron que Victor fuera examinado en primer término por el abad Pierre-Joseph Bonnaterre, que era profesor de historia natural. Éste llevó a cabo una serie de experiencias y observaciones que lo llevaron a concluir que el jovencito solamente estaba interesado en comer y dormir. Por lo demás, sólo mostraba algún tipo de emoción cuando se lo sacaba al aire libre, circunstancia en la que indefectiblemente buscaba escaparse, para concluir en una serie de espasmos y convulsiones. Bonnaterre advirtió que Víctor no establecía relaciones entre su mente y su cuerpo, y que carecía de discernimiento, imaginación o memoria; que no fijaba la atención en los objetos, que producía de manera permanente sonidos inarticulados sin propósito alguno y que, de no ser por su rostro humano, no podría distinguírselo de un simio. En París, las opiniones no variaron. Luego de una internación de siete meses en el Instituto Nacional de Sordomudos, el Dr. Philippe Pinel, la máxima autoridad de la época en enfermedades mentales, juzgó que se trataba de un idiota con retardo mental y que no valía la pena intentar rehabilitarlo, recomendando que todo el episodio fuera olvidado cuanto antes. Contra lo que podía esperarse, el Dr. Jean Itard, un joven médico del Instituto, consideró injusto el veredicto de Pinel, arguyendo que, si ése hubiera sido el caso, no habría explicación de la supervivencia de Victor en los bosques por tantos años. Itard creyó que la base del problema de Victor era su incapacidad de hablar y, a partir de esa certeza, dedicó cinco años completos a tratar de revertir esa situación. La historia del muchacho, la discusión del juicio de Pinel, los objetivos que lo guiaban a enfrentar tal punto de vista, el tratamiento y los posteriores progresos del jovencito fueron escrupulosamente anotados por Itard en su «Mémoir sur les Premiers Développements de Victor de l'Aveyron», de 1801:
Guiado más por el espíritu de la doctrina [de los especialistas británicos Willis y los Crichton] que por sus preceptos, que no se podían adaptar a este caso imprevisto, he reducido a cinco puntos principales el tratamiento moral o la educación del Salvaje de V. l'Aveyron.
PRIMER PUNTO: Vincularlo a la vida social, haciéndosela más fácil que la que llevaba hasta ahora y, sobre todo, más análoga a la vida que acaba de abandonar. :
SEGUNDO PUNTO: Despertarle la sensibilidad nerviosa mediante los estimulantes más enérgicos y, de vez en cuando, por los afectos vivos del alma.
TERCER PUNTO: Extender la esfera de sus ideas, proporcionándole nuevas necesidades y multiplicando sus relaciones con los seres que lo rodean.
CUARTO PUNTO: Conducirlo al empleo de la palabra, determinando el ejercicio de la imitación por la ley imperiosa de la necesidad.
QUINTO PUNTO: Ejercer durante algún tiempo sobre los objetos de sus necesidades físicas las operaciones más sencillas del espíritu, determinando luego la aplicación sobre objetos de instrucción.[26]
A pesar de los buenos propósitos del Dr. Itard, los progresos de Victor no fueron completamente los esperados. Nunca logró dominar plenamente el habla, aunque sí pudo establecer vínculos sencillos con su entorno, consiguiendo demostrar claras señales de interés, afecto, gratitud y remordimiento. Aprendió a dormir sobre camas, a vestirse, a comer en la mesa y a dejarse bañar. Nunca logró controlar del todo sus esfínteres ni sintió verdadero pudor ante tal circunstancia. Su caso, con todo, sirvió para plantear no pocos debates filosóficos, al punto de que escritores y, en nuestros días, directores cinematográficos, se ocuparon de él.[27]
Sin tanta documentación, importa aquí mencionar la historia de «la niña lobo de Devil's River». La misma comienza en mayo de 1835, cuando el trampero John Dent y su esposa Mollie estaban en la región del Beaver Lake, en Texas, en fecha muy próxima al nacimiento de la que sería su única hija. Aparentemente el parto no se presentaba bien y Dent fue a buscar ayuda a un rancho que administraban unos mejicanos en el Pecos Canyon. Sin embargo, nunca llegó: en el camino, fue alcanzado por un rayo que lo mató. Mollie dio a luz sola y murió durante el parto. Más tarde fue hallada sin la criatura. A su alrededor había huellas de lobos. Diez años después, siempre cerca de la frontera con México, un muchacho vio a una niña acompañada por una jauría de lobos atacando una majada de cabras. Un año más tarde, la misma niña fue vista junto a dos lobos devorando a una cabra que acababan de matar. Cuando la pequeña advirtió que no estaba sola, huyó corriendo en cuatro patas. Advertida, la gente del lugar la persiguió y, al cabo de tres días, la capturaron y encerraron en el rancho de los mejicanos. Sus aullidos fueron contestados por los lobos, y éstos comenzaron a atacar los corrales, circunstancia que aprovechó la muchacha para huir en medio de la gran confusión. En 1852 fue vuelta a ver por última vez. Nunca más se supo de ella.
Para concluir, todo indica que el país con mayor tradición de niños lobo es la India. Allí, entre 1841 y 1973 se registraron no menos de dieciocho casos, algunos de los cuales tuvieron enorme trascendencia internacional, como el de las jovencitas Amala y Kamala, descubiertas en Midnapore en 1920. Tal circunstancia, que desde temprano sorprendió a los británicos, justifica entonces el importante volumen existente de literatura sobre el tema, llegándose incluso a expresiones literarias de valor insospechado como la historia de Mowli, el niño abandonado en la selva y criado por los lobos que protagoniza The Jungle Book, de Rudyard Kipling.
XIX
El Norte de Europa
Uno de los más curiosos efectos de la declinación de la población europea a consecuencia de la peste negra fue la reforestación natural de amplios territorios anteriormente devastados. Según anota Adam Douglas, el retorno de los bosques trajo nuevamente a los lobos:
Durante la expansión agraria de la Edad Media temprana, los lobos habían sido cazados rigurosamente en toda Europa. Los cazadores especializados –como los luparii de Carlomagno–[28] los habían seguido y matado, y se habían entrenado nuevas razas de perros lo suficientemente grandes como para defender de la amenaza de los lobos a los rebaños de sus amos, para acompañar a los pastores en sus rondas. En esa época, los edictos sobre la caza de lobos, como el que se había proclamado en 1114 en el sínodo de Santiago de Compostela, eran rutina. Se les ordenaba a todos los sacerdotes, caballeros y campesinos que no estuviesen trabajando pasar cada sábado –excepto el Sábado Santo y la víspera de Pentecostés– cazando lobos merodeadores y disponiendo trampas. Todo aquel que se negase a participar sería multado. En Inglaterra ese programa de exterminio era más fácil de llevar a cabo que en el continente. Edgar es el rey más reconocido por sus esfuerzos para eliminar a la población de lobos: durante el siglo X insistió en que el rey de Gales le pagase un tributo anual de 300 pieles de lobo, lo cual debió haber tenido un efecto considerable sobre la población de los lobos (suponiendo siempre que el rey galés no haya importado las pieles de Irlanda). En el siglo XIII, Enrique III donó tierras a varios individuos con la condición de que destruyesen a los lobos que allí encontraran, aunque para la época del reinado de Eduardo II, al principio del siglo XIV, hay registro de que los lobos todavía causaban problemas en las áreas profusamente boscosas como el bosque real de Peak, en Derbyshire. Sin embargo, para finales del siglo XV, el lobo ya se había extinguido en la mayor parte de Inglaterra, aunque sobrevivía en las aisladas regiones de las Tierras Altas, habiéndose registrado su presencia en Escocia hasta por lo menos 1743 (la fecha es poco fiable).[29]
Para Douglas el éxito de la campaña contra los lobos radicó fundamentalmente en la insularidad de Inglaterra y en su alta densidad de población. «En Irlanda –agrega Douglas– se impusieron condiciones diferentes, y el lobo sobrevivió por más tiempo. En 1652 hubo una famosa ley de Cromwell que prohibía la exportación de perros lobos irlandeses para no reducir la mejor arma del hombre contra los lobos.»[30] Con todo, para el siglo XVIII el lobo había sido completamente eliminado de las tierras irlandesas.
Mientras en Inglaterra declinaba, la pequeña población de lobos de Escocia se mantuvo estable, llegando incluso a aumentar, hasta que el rey Jaime VI, en 1560, declaró obligatoria la caza de esos animales. Entonces, los habitantes de las Tierras Altas se dedicaron a destruir extensas áreas boscosas, con el objeto de despojar a los lobos de su habitat natural para poder matarlos más fácilmente.
Es posible que a los ingleses les guste verse a sí mismos como más racionales o escépticos que el resto de los europeos, y quizás haya quien explique de ese modo la ausencia de historias vinculadas a licántropos –no así a asesinos seriales y a caníbales–, al menos hasta el siglo XIX. Otros, acaso con mayor sentido común, plantean que, en razón de su temprano exterminio, el lobo no llegó a constituirse en una presencia permanente e inquietante en la vida de los ingleses, como muy probablemente ocurría en otros países. Aunque la caza de brujas tuvo también su capítulo inglés, no existió una tendencia teriantrópica tan marcada como en otras regiones. En el caso de Escocia y de Irlanda, cabe consignar que sus respectivos panteones paganos estaban lo suficientemente cargados de divinidades y demonios de origen celta como para poblarse también de hombres lobo. Aunque en ambos países hubo un gran número de juicios a personas acusadas de practicar la brujería,[31] no se conservan registros que involucren a licántropos.
Transcurrida la Edad Media, tampoco es muy nutrida la tradición de licántropos escandinavos. Con todo, la creencia de que, por intervención de los trolls,[32] hay personas que pueden asumir la forma de lobo o de oso, para luego volver a su naturaleza primitiva, sobrevivió a los tiempos paganos. Sabine Baring-Gould recogió algunas de esas historias de naturaleza folklórica como, por ejemplo, el relato noruego sobre el campesino Lasse y su esposa:
En un caserío, en medio del bosque, vivía un campesino llamado Lasse con su mujer. Un día se dirigió al bosque para derribar un árbol, pero se olvidó de santiguarse y de rezar el padrenuestro, de manera que algún troll o bruja-lobo (varga mor) ejerció su poder sobre él y lo convirtió en un lobo. La mujer de Lasse lo lloró por varios años, pero, en la víspera de una Navidad, llegó hasta su puerta una mendiga, muy pobre y andrajosa, y la buena mujer le permitió entrar, la alimentó bien y le tuvo misericordia. Cuando partió, la mendiga le dijo que probablemente volvería a ver a su marido porque éste no estaba muerto, sino vagando por el bosque bajo la forma de un lobo. Hacia el crepúsculo la esposa del campesino fue hasta la despensa para guardar un pedazo de carne para la mañana. Pero al darse vuelta para salir, percibió a un lobo de pie, apoyando sus zarpas sobre los escalones de la despensa y contemplándola con una mirada triste y hambrienta. Al ver esto, exclamó: «Si estuviese segura de que tú eres mi Lasse, te daría un pedazo de carne». En ese instante, cayó la piel del lobo y su marido quedó ante ella con las mismas ropas que vestía la infortunada mañana en que lo vio por última vez.[33]
En Dinamarca, según el historiador y filósofo estadounidense John Fiske (1842-1901), se creía que
si una mujer se arrastraba por la membrana de la placenta de un potro, estirada entre cuatro estacas, por el resto de su vida daría a luz sin dolor o enfermedad, pero en tal caso todos sus hijos serían hombres lobo y todas sus hijas maras o doncellas de la noche.[34]
Justamente de Dinamarca proviene otra de las historias de Baring-Gould:
Un hombre, que desde su infancia había sido un hombre lobo, al regresar una noche de una fiesta con su mujer, observó que ya era la hora en que el demonio usualmente venía por él; dándole las riendas a su mujer, descendió del vehículo y le dijo: «Si algo se acerca a ti, golpéalo con delantal». Entonces se apartó, pero inmediatamente después, la mujer, sentada en el vehículo, se vio al lado de un y hombre lobo. Actuó como su marido le había encomendado y golpeó al licántropo con su delantal, del cual éste arrancó un pedazo y luego huyó. Al cabo de un tiempo, el hombre volvió, llevando en su boca el pedazo arrancado al delantal de su mujer, la cual, al verlo, gritó llena de terror: «Dios santo, esposo, ¡eres un hombre lobo!». A lo cual él respondió: «Gracias a ti, mujer, ahora soy libre». Y desde ese momento ya no volvió a transformarse.[35]
Siempre según el estudioso inglés, los suecos detestan a los finlandeses, lapones y rusos porque creen que éstos tienen el poder de transformar a la gente en bestias salvajes. Sin embargo, Montague Summers refiere una historia algo posterior, incluida en el Svenska Folk-Visor Fran Forntiden, de Arvad August Arzelius. Según este último,
Un soldado sueco, de Calmar, durante la última guerra con Rusia, entre 1808 y 1809, sintió nostalgia y retornó bajo la forma de un lobo. Infortunadamente, un cazador le disparó justo en las afueras de su pueblo natal. Cuando el lobo –una bestia enorme– fue desollado, se encontró una camisa de hombre al lado del cuerpo. Una mujer que la identificó dijo habérsela cosido a su marido, antes de que partiera para el campo.[36]
En cuanto a los holandeses, Baring-Gould relata la siguiente historia:
Un hombre partió en cierta ocasión con su arco para presentarse a un concurso de tiro en Rousse, pero cuando estaba a mitad de camino del lugar, vio saltar de repente a un enorme lobo desde un matorral para precipitarse sobre una muchacha, sentada en un prado al costado del camino, observando a las vacas. El hombre no dudó mucho y rápidamente sacó una flecha, apuntó y, afortunadamente, hirió al lobo en el costado derecho, de modo que la flecha permaneció incrustada en la herida y el animal huyó al bosque aullando.
Al día siguiente, el hombre oyó que un servidor del burgomaestre yacía moribundo, a consecuencia de haber sido herido el día anterior en su costado derecho. Eso excitó tanto la curiosidad del arquero que fue a visitar al herido y pidió ver la flecha. La reconoció de inmediato como una de las suyas. Luego, habiéndoles pedido a los presentes que abandonaran el cuarto, convenció al moribundo para que confesara que era un hombre lobo y que había devorado a niñitos. Al día siguiente, el licántropo murió.[37]
Por su parte, Suiza y Alemania, al igual que Francia, poseen un nutrido historial de juicios por brujería, lo cual permite verificar las raíces de la profunda intolerancia sobre la que fueron construidos esos Estados. No obstante, en lo que respecta a la licantropía, Suiza registra sólo algunos casos aislados.
En 1407, por ejemplo, hubo unas vagas acusaciones de licantropía en un juicio que tuvo lugar en Basilea.
En 1450, Else de Meerburg fue acusada de brujería y juzgada en Lucerna por cabalgar sobre un lobo. También en 1494 y 1495 sendos juicios involucraron a presuntas hechiceras, vistas cuando cabalgaban sobre lobos, costumbre que aparentemente sólo habría existido entre las brujas suizo-alemanas.
En 1580, una tal Guyetta Bugnon, de Val de Travers –uno de los valles del lado suizo del macizo de Jura–, confesó que, bajo la forma de loba, había secuestrado a dos niños para llevarlos al sabbat, donde fueron comidos.
Diez años después, el 22 de junio de 1590, Michel Jacques, el llamado «hombre lobo de Val de Travers», confesó haberse transformado en lobo varias veces, luego de untarse con un ungüento que le había proporcionado el diablo. Según parece, no pudo comerse a ningún chico, aunque lo intentó repetidamente.
El 22 de abril de 1602, Michée Bauloz, Jeanne de la Pierre y Suzanne Prevost, naturales del Pays de Vaud –al sur de Neuchátel– fueron condenadas por secuestrar y comerse a un niño, para entonces plato arraigado en la dieta de las brujas helvéticas.
Otro intento frustrado fue el de Isaac du Roussel, quien en 1624 entró a un establo y, luego de convertirse en lobo, intentó comerse al ganado, sin poder concretar su objetivo.
Consecuentemente con la eliminación absoluta de los lobos suizos, hacia finales del siglo XVIII las historias de licántropos cesaron por completo en la región.
Por lo que le corresponde a Alemania, ya se ha visto cómo, desde la publicación del MaleusMaleficarum, en i486, se desató con especial virulencia la caza de brujas y de licántropos. Igualmente, también ya se han reproducido los puntos de vista de Johann Geiler von Kaisersberg en su Die Emeis.
Pero volviendo a los testimonios históricos, corresponde mencionar aquí el de Francesco Maria Guazzo, quien en el libro I, capítulo 13, de su Compendium Maleficarum (publicado en Milán en 1603), refiere la historia de un pastor, llamado Petronius, juzgado en Dalheim en 1581:
Cada vez que se sentía impulsado por el odio o la envidia contra los pastores de los rebaños vecinos solía convertirse en lobo gracias al uso de ciertos ensalmos, y durante mucho tiempo se escapó a toda sospecha de ser el causante de la mutilación o la muerte de las ovejas vecinas.[38]
Si bien el ya mencionado juicio de Stubbe Peter, de 1589, fue uno de los casos más promocionados de Alemania, no fue singular. Según el profesor E. William Monter,
el único lugar de Europa que mostró un vigoroso y continuo interés en los hombres lobo después de 1650 fue el Sacro Imperio Romano, donde, entre 1649 y 1679, se publicaron al menos nueve obras sobre licantropía. Y sólo en el Imperio en sus extensiones orientales pudo hallarse hombres lobo con posterioridad a 1650. En algunos lugares, como los Alpes austríacos, siguió encontrándoselos hasta bien entrado el siglo XVIII, mientras que en el este de Prusia asumieron formas tan curiosas ¡que sólo llevaban a cabo buenas acciones! Para ese entonces, los hombres lobo habían sido desde hacía tiempo relegados al status de mera superstición en la mayoría de los otros rincones de la cristiandad.[39]
Con respecto a la literatura sobre licántropos germanos, vale la pena mencionar Disputatio contra Opliantriam Lycanthropiam, et Metempsychosim de Conrad Ziegrae (1650), De Lycanthropia de Concord Niphanius (1654), De Lupo et Lycanthropia de Christopherus Wantscherus (1666), Theranthropismus Fictus de Michael Henricus Krause (1673), De Transmutationes Hominum in Lupos de Jacobus Fridericus Müller (1673), De Fascinatione de Johann Christian Fromanny (1675) y De Dubiis Hominibus de Gottlieb Frid Seligmann (1679).
En cuanto a los casos históricos de licantropía, se sabe por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm que en Lüttich, en 1610, dos brujos fueron ejecutados por convertirse en hombres lobo, matando bajo esa forma a muchos niños. También es de dominio público que hubo casos de licantropía en el electorado de Trier en 1652, en Hesse en 1656 y 1683, y que en 1682 varias personas fueron acusadas en Fahrenholz de transformarse en lobos, siendo consecuentemente juzgadas.
XX
Italia
En Italia, donde el lobo jamás fue exterminado, las historias que involucran al hombre lobo –lupo mannaro– integran el folklore local desde siempre. Montague Summers repasa, región por región, algunas de ellas:
La creencia en las transformaciones de hombres en lobos prevalecieron en Italia a lo largo de los siglos XVII y XVIII, llegando incluso hasta tiempos recientes. La Signora Angela Nardo Cibele, en su Zoología Populare Véneta (Palermo, 1887, Curiosità Popolari Tradizionali, Pitre, vol. IV, pp. 92-3, XIII, Lóvo, Lupo) dice que hoy en día, en Venecia y en sus alrededores, la creencia en el lupo mannaro casi desapareció, aunque los antiguos cuentos infantiles venecianos hablan a menudo del horroroso hombre lobo, quien devora a los niños y al ganado. La tradición aún sobrevive en Belluno y en las aldeas aledañas, donde personalmente he conocido a campesinos que creen firmemente en el pavoroso lupo mannaro. [...]
Curiosamente, en el distrito de Monferrato la sombra de una antigua creencia parece sobrevivir en un juego infantil que se practica en Pontelagobscuro, donde uno de los participantes representa al lobo que ha atrapado a uno de los otros niños, quienes hacen una fila, protegidos por la direttrice. Aquel a quien se atrapa primero se convierte en lupo (Superstitioni Usi et Proverbi Moferrini, Palermo, 1866. Cur. Pop. Trad., vol III, pp. 41-2. Giuseppe Ferraro).
Entre los italianos de las provincias alpinas existe la creencia de que el demonio puede transformarse en lobo y la Fontana del Nobiet, cerca de Cimapiasole, es localmente considerada como un arroyo de licántropos. En Campania, los viejos dicen que quienes nacen en Nochebuena –lo cual, aparentemente, se considera como una irreverencia– a lo largo de sus vidas están obligados a convertirse en hombres lobo durante el Octavo de Natale.
Lu Lope menare (il lupo mannaro) es muy temido en los Abruzzi. En Navidad puede ser visto en solitarios caminos campestres. Profiere los aullidos más discordantes y en su voz hay algo infernal e infinitamente horrible que sacude los oídos. Durante el día de la Ascensión –que se celebra muy solemnemente–, es costumbre bendecir una cierta cantidad de capecróce –cruces de cera–, a las que se considera como una de las formas más seguras de preservarse contra la brujería. Con frecuencia se las cuelga al lado de los altares y Calvarios. Si el hombre lobo, mientras vaga de noche, llega en presencia de una de esas cruces, sus fuerzas flaquean y se escabulle en la obscuridad.[40]
Especial atención les presta Montague Summers a las tradiciones del sur de Italia:
En Sicilia, la creencia en el lupo mannaro es todavía muy general. Un vasto número de antiguas supersticiones se conectan con el animal. Su aullido se conoce como rucculu o ruzulu, y un proverbio muy difundido dice: «Al lobo se lo conoce por el aullido» (Lu lupu si conusci a lu rùcculu). Todavía hay quien sostiene que si un hombre es visto por un lobo, queda mudo, y se oye a menudo la expresión Lu vitti lu lupu. La piel del lobo posee virtudes extraordinarias; el hombre que la vista tendrá brío y valor hasta el descaro. La pata del lobo es un potente amuleto contra los cólicos y otros dolores. En el distrito de Salaparuta, a todo animal mordido por un lobo se lo conoce como allupatu, y, en adelante, será inmune al dolor. En Nicosia, ulupa califica al hombre que ha probado la carne de un lobo, lo que lo lleva a estar eternamente hambriento (allupamentu o lupa). Fami de lupu («hambre de lobo») indica un enorme apetito, y cuando un hombre come con ganas, con frecuencia se le pregunta: E chi manciasti carni di lupu? (« ¿Has comido carne de lobo?»). En las fábulas, en los cuentos infantiles y en los proverbios locales el lobo aparece constantemente [...].
De acuerdo con la tradición siciliana, el niño concebido en luna nueva se convertirá en hombre lobo, al igual que el hombre que en ciertos miércoles o viernes de verano duerme al fresco con la luna llena reflejándose sobre su rostro. En Palermo dicen que, cuando la luna crece hasta hacerse completamente redonda, el hombre lobo empieza a sentir sus ansias: los ojos se le hunden y se le ponen brillosos (si cci'nvitrìanu), cae a tierra revolcándose en el polvo o en el barro y se ve sobrecogido por horribles retorcimientos y punzadas, al cabo de los cuales le tiemblan los miembros y se le contraen horriblemente; aúlla y se pone a correr en cuatro patas, rehuyendo la luz, especialmente –según dicen en Menfi– la de las antorchas, velas y linternas. El licántropo corre de un lado para otro, y morderá a cualquiera con quien se tope en sus correrías. Sin embargo, sus horribles gritos pueden ser oídos desde lejos y alertarán a todos para evitar al hombre lobo.
Cuando empieza a sentir ese horrible deseo, a veces alerta a su familia o a sus amigos para que rápidamente cierren puertas y ventanas, y para que no le abran por más que los llame. En Francoforte existe la creencia de que si un lupo mannaro golpea tres veces a la puerta, permitirle entrar es bastante seguro. En toda Sicilia se cree que, por algún instinto, el hombre lobo busca en primer término su propia casa, y en San Fratello dicen que, con sus largas y afiladas uñas prensiles, puede trepar muros y balcones con horrible agilidad.
La visión de los altares al pie de los caminos lo llena de miedo y de temblores, y ante el Crucifijo o la Madonna queda impotente en el piso, lo cual demuestra que, en verdad, está poseído por el demonio y que la licantropía es algo diabólico.
Ningún golpe con un palo lo herirá, pero si se lo golpea con un cuchillo, especialmente sobre la frente o el cuero cabelludo, y se derrama sangre, se curará. Algunos dicen que si la parte de atrás de sus zarpas o patas delanteras son perforadas, se rompe el hechizo. La sangre que mane será negra y espesa, brotando bajo la forma de grandes coágulos (sangue pazzo).
En Messina existe la curiosa tradición de que el lupo mannaro puede curarse si se lo golpea con una llave de una cierta forma. En Chiaramonte y Módica, sin embargo, dicen que cuando uno es hombre lobo siempre seguirá siéndolo.[41]
Más allá de las tradiciones estrictamente folklóricas, los casos de licantropía históricamente registrados en Italia son pocos, cuando no dudosos.[42] Uno de ellos ocurrió en Padua, en 1541, año en que tuvo lugar el juicio de un supuesto hombre lobo. La historia proviene de una de las varias obras de Job Fincel, un fisiólogo alemán del siglo XVI[43]: un granjero comenzó a atacar a la gente en campo abierto, destrozando luego sus cuerpos. Al cabo de un tiempo, fue apresado. Entonces les aseguró a sus carceleros que la única diferencia que existía entre él y un lobo verdadero consistía en que a este último el pelo le crecía hacia fuera, mientras que a él, hacia adentro. Para comprobarlo, los magistrados ordenaron que, cristianamente, se le cortasen brazos y piernas. El desgraciado murió a causa de las heridas producidas por la mutilación.
Hay también registro de un caso, ocurrido en Ñapóles por esos mismos años, referido por Donatus de Ahornare, quien afirmó haber visto a un hombre lobo en las calles de esa ciudad. Rodeado por una multitud que lo contemplaba aterrada, el hipotético licántropo, luego de haber desenterrado un cadáver, cargaba una de las piernas del muerto sobre los hombros.
Pero, sin duda, las acciones más desconcertantes tuvieron como protagonistas a los benandanti[44] La mayor parte de los datos que se poseen sobre esa secta fueron recopilados por la Inquisición. Se sabe que surgieron en la región de Friuli, aunque sus orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Aparentemente su culto, de naturaleza agraria, era el resultado de una mezcla de diversas creencias eslavas y germánicas, así como de tradiciones populares italianas. Adoraban a Abundia o a Irodiana, pero todos profesaban un culto a la fertilidad que, en cuatro momentos del año, los obligaba a combatir simbólicamente contra las brujas, que con su granizo arruinaban las cosechas. Para ello entraban en un estado catatónico que los llevaba a imaginarse a sí mismos armados con tallos de hinojo y montados sobre gatos, chivos y caballos, o transformados en animales –generalmente, lobos– para batallar contra legiones de brujas, armadas con espadas de sorgo. En ciertas noches, sus almas abandonaban sus cuerpos para participar de grandes reuniones con otros benandanti que, para su desgracia, más adelante fueron identificados con el sabbat. Luego de esos encuentros, debían hallar sus cuerpos tal cual los habían dejado porque, de otro modo, ya no podían volver a ellos. Para complicar más las cosas, no se era benandanti porque se deseara, sino por un accidente de nacimiento: únicamente se alcanzaba la condición de sectario cuando se nacía con la cabeza recubierta por la membrana fetal que en el útero materno envuelve el cuerpo de la mayoría de los vertebrados. La costumbre obligaba a que ese velo fuese secado al sol para luego ser guardado en un estuche rojo, que se colgaba del cuello.
Los primeros benandanti no veían contradicción alguna en ser cristianos y, a la vez, miembros de la secta. Sin embargo, en 1575, la Inquisición reparó en ellos. Ese año, un tal Paolo Gasparutto, del pueblo de Iassico, testimonió ante un tribunal que, luego de interminables interrogatorios, seis años más tarde desechó los cargos considerando toda la historia de los benandanti como mera superstición de campesinos brutos, y a Gasparutto demasiado estúpido como para ser herético. Pero, con posterioridad y durante casi un siglo, la Inquisición confundió a otros benandanti con brujos, acusándolos asimismo de licántropos. Comenzó entonces una serie de juicios contra los sectarios, quienes paulatinamente llegaron a ser tan identificados con las brujas que, hacia 1640, ellos mismos empezaron a pensarse de esa forma. En un libro notable, de 1966[45], el historiador y ensayista Cario Ginzburg hizo pública esta historia que, por más increíble que parezca, terminó con la absolución de cada uno de los sectarios sospechados.
XXI
LOS PUEBLOS BÁLTICOS
La mayor parte de los pueblos bálticos fueron tardíamente cristianizados. En consecuencia, entre ellos, las tradiciones paganas sobrevivieron durante mucho más tiempo que en otros lugares de Europa. También las creencias en brujas y en hombres lobo, que los antropólogos contemporáneos consideran como dos caras de una misma moneda.
Los letones, por ejemplo, mantuvieron una relación compleja con los lobos. Por un lado, los consideraban como una especie de deidad o como servidores de Dios, a tal punto que, cuando esas bestias aullaban, juzgaban que estaban rezando y, por lo tanto, no debían ser cazadas. Sin embargo, los lobos también podían no ser simples animales, sino licántropos o vilkacis. Aparentemente, se llegaba a tal condición por diversas circunstancias. Una de ellas planteaba que, desnudándose durante una noche de luna llena y arrastrándose debajo de las raíces expuestas al aire de algún árbol abatido, uno podía convertirse en lobo. El potencial licántropo, entonces, debía introducirse un tallo de pasto en el ano. Cuanto más grueso fuera el tallo, más peluda sería la cola del futuro lobo. Para volver a la forma humana, la bestia debía proceder arrastrándose en sentido contrario, pero si alguien tocaba sus ropas, el desgraciado debería seguir como lobo de por vida. Los iniciados podían transformarse en bestias cuando se les arrojaba agua fría. Como licántropos podían entender el lenguaje de los lobos y también el de los perros.
Los datos sobre los hombres lobo aumentan cuando se hace referencia a Livonia, región dedicada a la agricultura y la ganadería que, en la actualidad, forma parte de Letonia y Estonia. En su Kosmografija, publicada en 1550, Sebastian Munster señala que Livonia estaba poblada por brujas y hechiceros, quienes, sometidos a la Inquisición, admitieron ser capaces de convertirse en lobos para luego recuperar su forma humana.
En 1553 Gaspar Peucer publicó un volumen[46] que incluye el siguiente relato sobre los habitantes de Livonia, transcripto luego por Sabine Baring-Gould:
En Navidad, un muchacho, cojo de una pierna, recorre el país, convocando a los seguidores del diablo, que son incontables, a un cónclave general. Los que se demoran o van a las cansadas son azotados por otro, que lleva un látigo de hierro, hasta que fluye la sangre y sus restos quedan ensangrentados. La forma humana se desvanece y toda la multitud se convierte en lobo. Se reúnen de a varios miles. Al frente va el líder, armado con un látigo de hierro, y lo sigue la multitud, «creyendo firmemente en su imaginación que están convertidos en lobos». Caen sobre las manadas de ganado y sobre los rebaños de ovejas, pero carecen de poder para matar a los hombres. Cuando llegan a un río, el líder golpea el agua con el látigo y el agua se abre, dejando un sendero seco en el medio, a través del cual puede cruzar la jauría. La transformación dura doce días, al cabo de los cuales la piel de los lobos se desvanece y reaparecen sus formas humanas.[47]
En la extraordinaria Historia de gentibus septentrionalibus, publicada en 1555 por el historiador y geógrafo sueco Olaus Magnus (1490-1558), también se habla de las costumbres de los licántropos eslavos. El futuro arzobispo de Upsala describió allí los curiosos problemas que padecían tales habitantes de las naciones bálticas:
A pesar de que los habitantes de Prusia, Livonia y Lituania sufren considerablemente la rapacidad de los lobos a lo largo del año, puesto que esos animales atacan sus rebaños, esparcidos en gran número por los bosques, apenas se apartan un poco, eso no se considera como una cuestión tan seria como lo que soportan de los hombres convertidos en lobos.
Durante la fiesta de la Natividad de Cristo, de noche, una gran multitud de lobos convertidos en hombres se reúne en cierto lugar que deciden entre ellos, y luego se disemina para atacar a los seres humanos y a los animales domésticos con tan extraordinaria ferocidad que los nativos de esas regiones padecen más por ellos que por los verdaderos lobos de la naturaleza; porque cuando ha sido detectada por ellos la vivienda de un humano, aislada en los bosques, la asedian atrozmente, esforzándose por romper sus puertas y, en caso de lograrlo, devoran a todos los seres humanos y a todo animal que hallen en el interior. Irrumpen donde se guarda la cerveza y allí vacían los toneles de cerveza o de hidromiel, y apilan los barriles vacíos uno encima del otro en medio de la bodega, demostrando de ese modo su diferencia respecto de los lobos verdaderos y naturales...[48]
Otra de las historias que cuenta Olaus Magnus se refiere a un cierto noble que debía atravesar un profundo bosque, en compañía de algunos campesinos interesados en la magia negra:
No hallaron casa alguna donde pudieran alojarse esa noche y además estaban muertos de hambre. Entonces, uno de los campesinos dijo que, si todos eran capaces de guardar en secreto lo que él podía hacer, les traería una oveja de un rebaño distante.
Inmediatamente, se retiró a las profundidades del bosque y cambió su forma por la de un lobo; cayó sobre un rebaño y les trajo una oveja en la boca a sus compañeros. Estos la recibieron con gratitud. Luego, se retiró otra vez a los matorrales y se transformó nuevamente, volviendo a su forma humana.[49]
Casi un siglo y medio más tarde, un cierto Igunds fue acusado de licántropo y, en su juicio, se defendió diciendo que las brujas se robaban la fertilidad de las cosechas, pero que los hombres lobo la recuperaban.
Argumentos muy similares fueron los empleados en Jürgenburg –ciudad de Livonia, ubicada en la parte oriental del Mar Báltico–, donde entre 1691 y 1692 tuvo lugar el juicio de Thiess o Tiss, un hombre de ochenta y siete años que, luego de matar a un tal Skeistan, confesó ser licántropo. Aparentemente, su víctima era un hechicero que, peleando, le había roto la nariz. Durante el juicio, Thiess sostuvo que Skeistan, junto con otros brujos, se había confabulado para impedir que en la región se dieran las cosechas. También había asegurado que tal comportamiento tenía por objeto permitir que los brujos pudiesen transportar los granos al infierno, que se ubicaba en Purva Ezers («el Pantano»), cerca de Mälpils. Según su relato, Thiess y otros hombres lobo como él habían descendido a la morada del diablo para luchar contra los brujos y recuperar el grano. El descenso al infierno y las consiguientes batallas tenían lugar tres veces por año, coincidentes con el cambio de estación: las noches de Santa Lucía, Pentecostés y San Juan. Siempre de acuerdo con Thiess, si los hombres lobo llegaban tarde, los hechiceros cerrarían las puertas del infierno, y las cosechas, el ganado y la pesca serían malas. Para los combates los hombres lobo se servían de barras de hierro, mientras que los brujos empleaban mangos de escobas. Con uno de ellos, Skeistan le había roto la nariz a Thiess.
La confesión de Thiess desorientó a los jueces, quienes, como era de rigor, creían que los hombres lobo eran criaturas del demonio. El anciano, sin embargo, desmintió tal punto de vista, afirmando que, en realidad, los hombres lobo eran los «sabuesos de Dios», que ayudaban a la humanidad, impidiendo que el diablo se llevase consigo la abundancia de la tierra. Una y otra vez Thiess negó haber realizado pacto alguno con el demonio. No obstante, se negó a hablar con el sacerdote que le enviaron, sosteniendo que él era mejor servidor de Dios que todos los religiosos que pudieran enviarle. Entre otras cosas reveló que había recibido su piel de lobo de un tal Alüksne, quien, a su vez, la había obtenido en Riga; que para hacer que otro se convirtiese en hombre lobo le bastaba con soplar una copa de cerveza diciendo: Lai tev notiek kä man («Que te ocurra como a mí»); también que había mujeres lobo, pero que las jovencitas, en general, solían asumir la forma de serpientes. Hay dos versiones sobre su juicio; en una Thiess recibió una sentencia moderada: diez azotes por actos de idolatría y por creer en supersticiones; en la otra, fue ejecutado.
Con no pocas coincidencias con los ya citados benandanti, las creencias agrarias bálticas persistieron hasta muchos años después de la cristianización completa de la región.
XXII
Grecia y los Balcanes
Si bien el culto a los dioses-lobos se extinguió, algunas de las creencias clásicas sobrevivieron en Grecia y en sus áreas de influencia, metamorfoseadas ahora en especies folklóricas. Aunque no necesariamente involucran a los licántropos, muchas se han mezclado con el acerbo popular de los Balcanes. De allí, entonces, las semejanzas entre unas y otras, y las numerosas diferencias respecto de la idea que sobre los licántropos se tiene en otras zonas de Europa.
En Grecia, al igual que en los Balcanes, se suele establecer una estrecha relación entre vampiros y hombres lobo, los cuales reciben el nombre de vrykolakai (en singular, vrykolakai)[50] «A menudo –anota Adam Douglas– los dos monstruos son vistos como diferentes aspectos de la misma criatura, y se cree que alguien que en vida ha sido un hombre lobo se convierte en vampiro después de muerto»[51]. Para Douglas hay razones prácticas para que en ambas regiones se estableciera ese vínculo. En los países del este de Europa, enterrar a los muertos en un ataúd era un auténtico lujo que la mayoría no podía permitirse:
el método más usual era cubrir el cadáver con una sencilla mortaja. Las tumbas eran poco profundas por la dificultad y el gasto que significaba cavarlas. En tiempos de hambruna o de plaga, las tumbas apenas se excavaban. Al yacer en ellas al ras de la tierra, debajo de una delgada cobertura de tela y tierra, la integridad de los cuerpos obviamente corría riesgos. Los gases que se formaban durante los procesos naturales de la descomposición podían hinchar el cuerpo, deteriorando la superficie de las sepulturas; las inundaciones subterráneas podían anegar la tumba, empujando al cuerpo hinchado hacia arriba; subsecuentemente, esto podía resultar en que parte del cuerpo quedara expuesto. Todas esas posibilidades parecen haber contribuido a expandir el miedo a los muertos que se levantan de sus sepulturas, temor canalizado en la leyenda de los vampiros. También hicieron que fuera más fácil la vida de los predadores, especialmente de los lobos, a quienes les resultaba necesariamente fácil desenterrar tales restos. Puede que estos animales, que por la noche buscaban exquisiteces espeluznantes en los camposantos, fueran erróneamente considerados hombres lobo por los testigos locales.[52]
Citado por Montague Summers, el profesor Cyprien Robert –a la sazón, titular de Letras y Literaturas Eslavas del College de France y autor de Les Slaves de Turquie– escribió:
La gente de Serbia y de Herzegovina ha preservado más de una tradición obscura sobre las almas desventuradas que, después de la muerte, están condenadas a vagar de un lado a otro de la tierra para expiar sus pecados, o a vivir una vida horrible en la muerte y en la tumba como los vrucolacus o vampiros. El vrucolaca (literalmente, hombre lobo) duerme en su sepultura con los ojos abiertos y fijos; sus uñas y sus cabellos crecen hasta dimensiones excesivas, la sangre caliente late en sus venas. Cuando la luna está llena, sale a hacer su recorrida para chupar la sangre de los hombres vivos, mordiéndolos profundamente en su vena dorsal. Por lo tanto, cuando se sospecha que un muerto abandonó su lugar de sepultura, su cadáver se exhuma solemnemente; si está en estado de putrefacción y decadencia, el cura lo rocía con agua bendita; si se lo ve rubicundo y con buena cara, se lo exorciza y se lo vuelve a colocar en la tierra, donde se le incrusta una filosa estaca hasta que deja de moverse. Es costumbre entre los serbios llenarle el cráneo de balas y luego quemarlo por completo.[53]
Otros personajes griegos a quienes igualmente se asocia con los licántropos son los kallikantzaroi (también llamados killantzaroi o karkantzarot). De acuerdo con la explicación erudita de Clement A. Miles,
Las tradiciones sobre los kallikantzaroi varían de región en región, pero en general son monstruos mitad animales mitad humanos, negros, peludos, con grandes cabezas, ojos ', rojos llameantes, orejas de chivo o de burro, lenguas colgantes y rojas como la sangre, colmillos feroces, brazos de mono y uñas largas y curvadas, teniendo comúnmente patas como algún tipo de bestia. «Desde el amanecer hasta el crepúsculo se esconden en lugares obscuros, fríos y húmedos..., pero salen por la noche y corren salvajemente de un lado a otro, pisando y lastimando a quienes se cruzan en su camino.» La destrucción y la devastación, la codicia y la lujuria marcan su recorrido. Cuando una casa no está preparada para evitar su llegada, «irrumpen tanto por la chimenea como por la puerta, y causan estragos; a modo de travesura puramente gratuita derriban y rompen todos los muebles, devoran el cerdo de Navidad, vuelven nauseabunda toda el agua y el vino, así como la comida restante, y dejan a los ocupantes medio muertos de miedo por la violencia».
Llevan a cabo bromas mucho más pesadas, hasta que canta el tercer gallo y parten hacia sus madrigueras. La señal final de su partida no llega hasta la Epifanía, cuando tiene lugar la «Bendición de las aguas». El agua bendita es puesta en vasijas, y con ésta y con incienso, los sacerdotes a veces dan la vuelta al pueblo, salpicando a la gente y sus casas.
Además de esa purificación eclesiástica, hay varias precauciones cristianas contra los kallikantzaroi; por ejemplo, marcar la puerta de la casa con una cruz negra en la víspera de Navidad, quemar incienso e invocar a la Trinidad, y una cantidad de otros modos de repelerlos: encender el leño de Navidad, al que se llama skakantzalos, quemar algo que huela fuerte (los griegos a veces queman zapatos viejos, cuyo olor mantiene alejados a los duendes) y –tal vez como prenda de paz– colgar huesos de cerdo, dulces y salchichas de la chimenea.
Del mismo modo en que se cree que los hombres a veces, a lo largo de su vida, se convierten temporariamente en vampiros, hay una rama de la tradición que sostiene que los hombres vivos se convierten en kallikantzaroi. En Grecia se piensa que los niños nacidos en Navidad son propensos a poseer tan objetables características como castigo al pecado de sus madres, quienes los dieron a luz en el momento consagrado a la Madre de Dios. En Macedonia se sostiene que quienes tienen un ángel guardián «leve» sufren esa horrorosa transformación.
Se han realizado muchos intentos de explicar a los kallikantzaroi. Tal vez la explicación más plausible de, al menos, la forma externa de esas extrañas criaturas es la teoría que las conecta con las mascaradas que formaban parte del festival invernal de Diosinio, que todavía se ven en Grecia durante la Navidad. Puede que las horrorosas formas bestiales, el ruido y los desórdenes le hayan parecido demoníacos a la gente común, ligeramente «elevada», tal vez, por la Navidad [...]. Otra teoría de naturaleza aun más prosaica ha propugnado que los kallikantzaroi son nada más que pesadillas. Ésa es la posición adoptada por Allatius, quien dice que el kallikantzaros posee todas las características de la pesadilla [...].
Tales teorías son ingeniosas y sugestivas, y pueden ser ciertas hasta cierto punto. Es posible que los kallikantzaroi puedan tener alguna conexión con los difuntos; se vinculan al vampiro moderno de los griegos y los eslavos, «un cadáver imbuido con una especie de media vida» y con ojos centelleantes como brasas ardientes. Sin embargo, están más cerca todavía del hombre lobo, el hombre que, según se supone, se convierte en lobo y se dedica a deambular hambriento. Debe advertirse que «hombre lobo» es el nombre que se le da al kallikantzaros en el sur de Grecia, y que la palabra kallikantzaros misma ha sido conjeturalmente derivada por Bernhard Schmidt de dos palabras turcas que significan «negro» y «hombre lobo». La conexión entre la Navidad y los hombres lobo no se limita a Grecia. De acuerdo con una creencia no del todo extinta en el norte y el este de Alemania, aun cuando los lobos verdaderos han sido exterminados hace tiempo, se cree que los niños que nacen durante la Noche de Reyes se convierten en hombres lobo, mientras que en Livonia y Polonia ese período coincide con la estación de los estragos de los hombres lobo.[54]
Para concluir esta rápida revisión de las criaturas asociadas a los Licántropos, corresponde mencionar a los kresnik o krsnik. Como en el caso de los benandanti del Friuli o de los hombres lobo de Livonia, en Eslovenia y en Croacia se creía que aquellos que nacían envueltos en la membrana fetal poseían poderes especiales, que involucraban la posibilidad de transformación.[55] Son servidores de Dios, empeñados en la lucha contra los brujos.
XXIII
Portugal y España
En Portugal, la figura del lobishomen es, cuando menos, problemática. De acuerdo con Montague Summers,
el lobis-homen portugués de las provincias del Sur difiere en muchos aspectos del hombre lobo, porque es una criatura clandestina e incluso tímida. El hombre (o mujer) que está bajo el encantamiento del lobo sale de noche en algún lugar alejado, generalmente en el punto donde se encuentran cuatro caminos. Luego de girar vertiginosamente en redondo cinco veces, cae sobre la tierra prosternándose y aullando (si por casualidad algún animal salvaje se ha acostado previamente en ese lugar, el desdichado asumirá la forma de esa bestia). Luego, se pondrá de pie, transformado en lobo. Pero, a diferencia del hombre lobo del norte o del loup-garou, el lobis-homen no busca dañar a nadie. Corre por los senderos campestres, pero ante el menor resplandor de una luz, se escapa a toda carrera a la obscuridad.[56]
Lejos de esta versión, hay también quien adscribe al hombre lobo portugués a una forma femenina del vampiro y quien lo considera oriundo del norte de Europa y, sólo por defecto, presente en tierras lusitanas, aunque muy circunscripto. Al respecto, Daniel Granada anota:
Un celebrado historiador lusitano, Teófilo Braga, asienta en una de sus obras eruditas que la existencia del lobishomen está popularmente acreditada en la isla de San Miguel de las Azores. Otro escritor de autoridad, D. Marcelino Menéndez Pelayo, sigue en este punto a Braga, dando a entender con ello que la creencia popular en la transformación de hombres en lobos u otros animales hallase circunscrita, por lo que a la raza ibérica se refiere, a una de las islas Azores. [...]
Teófilo Braga entiende que la idea del lobishomen es originaria de los pueblos germánicos. Muy inclinado se muestra de continuo el erudito escritor lusitano a ver en los pueblos ibéricos el sello de los germánicos, en lo que toca a creencias vulgares, supersticiones y engendros de la mente del hombre ignaro. En orden al lobishomen, descríbele del modo siguiente: De noche y a horas determinadas, el hombre acondicionado para el efecto acude fatalmente a los parajes donde ha de metamorfosearse en cualquier cuadrúpedo que encuentre, acometiendo luego a los transeúntes. Haciéndoles verter sangre, recupera su forma primera. El último hijo de una serie de siete varones consecutivos es lobishomen. Líbrasele de esta fatalidad, bautizándole con el nombre de Benito (Bento), apadrinado por el mayor de los siete hermanos.[57]
Para otros especialistas, en cambio, el lobishomen portugués es el primer hijo varón, nacido después de una serie de siete mujeres. Alrededor de los trece años, el muchacho se dirigirá hacia una encrucijada de caminos y comenzará a vivir su vida de licántropo, frecuentando páramos y cementerios de iglesias en número de siete.
Montague Summers recogió la siguiente historia, narrada por Oswald Frederick Crawfurd –a la sazón cónsul británico en Oporto– en sus Travels in Portugal (1870). En su relato, el diplomático señala que le fue referida por un granjero, testigo de primera mano de los hechos:
Siendo joven, ese granjero trabajó en un establecimiento, cerca de Cabrasam, entre las montañas de Estricta, uno de los distritos más salvajes de Portugal. El amo de la granja acababa de casarse con una joven y, cuando llegó el momento del nacimiento de su primer hijo, se hizo necesario contratar a una mujer que ayudara en los muchos quehaceres de la casa. En consecuencia, el joven peón fue enviado a Ponte de Lima, el pueblo más cercano, con órdenes de contratar a la primera sirvienta robusta que encontrara. Cuando iba trotando por el camino le ocurrió ver, sentada a la vera del sendero, a una muchacha envuelta en un manto marrón, con la cual se puso a conversar. Dijo llamarse Joana y que era de Tarouca, en las montañas de Beira. Su intención era conseguirse una buena colocación en el distrito como sirvienta. Parecía avenirse exactamente a las necesidades del peón y, en consecuencia, el muchacho le sugirió que se presentase ante su amo. Así lo hizo y, aunque la gente de la granja pensó que había algo extraño en su mirada, dado que parecía robusta y voluntariosa fue contratada y, durante un tiempo, ocupó el lugar del ama, haciéndose cargo de la cocina y de las tareas del hogar.
A su debido tiempo, nació el pequeño, un niño saludable, elogiado y admirado por todos los vecinos, con la única excepción de una vieja, mujer sensata, que miró torcido cuando vio al bebé y que, al ser presionada, dijo sin vueltas que el niño estaba hechizado. Todos se rieron, pero la vieja mantuvo que en el cuerpo del pequeño podía verse la marca del Diablo, que estaba entre los hombros, bajo la forma de una minúscula medialuna, que se veía como si, de algún modo, hubiese sido allí tatuada de manera indeleble. Entonces la risa se convirtió en consternación, pero la vieja animó a los asombrados padres muy gentilmente, aconsejándoles que observaran con cuidado la cuna durante la luna nueva, puesto que –dijo – no había causa de angustia en ningún otro momento. Por consiguiente, así se hizo y, pasados dos o tres meses, nada ocurrió.
Casualmente se observó que, desde el principio, Joana la sirvienta mostraba la mayor animosidad contra la vieja, y cada vez que ésta visitaba la casa, la nueva criada se las arreglaba para no estar o para quedarse sentada en un rincón obscuro, hosca y cubierta con su manto marrón hasta por encima de la cabeza. Nada se decía, puesto que a la muchacha se le conocía un muy mal genio, y cuando se enojaba, sus ojos –que eran curiosamente pequeños y sesgados– lanzaban literalmente fuego como si gruñera palabras airadas. Con su amo y ama siempre era respetuosa y, no de manera anormal, no pasó mucho hasta que se hizo confidente de la señora.
Una mañana, el ama le confió incluso el secreto que, para su sorpresa, la vieja le había revelado, y la muchacha replicó:
–Lástima, pero de hecho es cierto. Me había dado cuenta de ello hace tiempo, pero temí decírselo. Los niños con esa marca se convierten en lupis-homens, a menos de que se lo impida antes de que tengan dieciséis años.
– ¿Hay algo que pueda hacerse? –preguntó ansiosamente la señora.
– ¡Vaya! ¡Sí, hay algo! Tiene que cubrir la marca con sangre de una paloma blanca, desnudar al niño y dejarlo sobre una manta suave, sobre la ladera de la montaña, la primera vez que aparezca la luna en el cielo, luego de la medianoche. Luego la luna acercará la sangre a la marca, exactamente como empuja las olas del mar, y el hechizo se habrá roto.
Para salvar a su hijo del horrible destino del lobis-homen, el granjero y su esposa, luego de conversarlo, decidieron seguir el consejo. Iba a haber luna nueva unos pocos días después y, en consecuencia, acompañados por sirvientes a quienes habían informado del plan, cuando la delgada hoz plateada de la luna se demoró en el horizonte, dispusieron al bebé dormido sobre su manta, durante la cálida noche estival, sobre la pendiente de una colina cercana a la casa. Hecho eso, volvieron a su hogar, porque ningún ojo debía ver la manera en que trabajaba la magia del hechizo.
El granjero, por cierto, se había mostrado inquieto de que pudiera haber lobos cerca, pero sus hombres le aseguraron que desde hacía más de un año no se había visto huella alguna de lobo en todo el distrito, en muchos kilómetros a la redonda. No obstante, descolgó su trabuco y, a falta de otra munición, lo llenó de clavos oxidados. Apenas lo había cargado, cuando se oyeron gritos lastimeros que venían desde el lugar donde había sido dejado el pequeño. Todos se precipitaron fuera de la casa para ver a la luz de la luna nueva, que se remontaba apenas por encima de la cresta de la montaña, una enorme loba marrón, demacrada y enjuta, parada encima del cuerpo del bebé. De los ardientes colmillos del animal chorreaba sangre y sus ojos pequeños estaban iluminados con los fuegos del infierno.
El trastornado padre disparó, mientras la bestia se escabullía silenciosamente, cayendo y rodando con un prolongado aullido, justo antes de que ganase la protección del bosque. Un jovencito de la granja corrió tras ella para ultimarla, blandiendo un sólido palo, pero sólo logró descargarle un pesado golpe en la pata delantera, mientras se arrastraba y cojeaba por la espesura.
El niño estaba muerto, con la garganta horrorosamente destrozada, y la manta estaba empapada de sangre.
Cuando el minúsculo cuerpo fue llevado tristemente de vuelta a la casa, se notó que Joana no estaba con los demás y que en verdad no había sido vista desde hacía un buen rato. Luego, la horrible verdad se hizo evidente a todos: la muchacha era una bruja execrable, una puta de Satanás, y bajo la forma de lobo había asesinado al pequeño por algún negro propósito suyo. Con las primeras luces, los hombres siguieron el rastro de la loba herida por el bosque, y a menos de diez pasos del lugar donde el animal se había arrastrado estaba Joana, tirada en el piso cubierto de sangre. De inmediato declaró que se había escondido detrás de los árboles para observar al pequeño, temiendo que lo dañaran, que había oído los gritos lastimeros y había corrido mientras la luna subía, sólo para ver a la loba abalanzándose desde la espesura. Ante el sonido del arma, la bestia había girado y huido ilesa en la confusión, mientras que ella recibió toda la descarga y cayó herida. Ésas, claro, eran mentiras que le sugería el Diablo. No podía explicar cómo su brazo derecho estaba herido y prácticamente roto, en el lugar donde el muchacho había descargado el golpe con su palo; por otra parte, ¿acaso no había visto (según juró el jovencito) los propios ojos de Joana refulgiendo en la loba cuando el animal giraba furioso?
Caritativamente, enviaron a buscar al cura, pero la muchacha murió antes de que llegase al lugar, y la enterraron donde yacía. Antes de que le arrojaran tierra sobre el cuerpo, la vieja sensata que se había acercado a ver, señaló que la joven, muy claramente, tenía la marca del lobis-homen sobre el pecho y que evidentemente era uno de los miembros de la jauría de Satanás, una bruja de larga data. Agregó que, si hubiese podido ver los ojos de la joven, podría haber sabido de inmediato lo mala sirvienta que era, porque todos los lobis-homens adquieren los ojos estrechos y alargados y la mirada salvaje del lobo. Más adelante explicó que, si un lobis-homen puede matar a un niño recién nacido y beber su sangre caliente, se rompe el hechizo y ya no es lobis-homens.
El cura, a quien no se le había informado hasta entonces de donde vino la nueva sirvienta, declaró que la gente de la granja era loca por haber tenido algo que ver con una mujer de Taourca, porque ese lugar era un nido de hechiceros y brujas.[58]
Si bien no existe un registro totalmente confiable, resulta no obstante significativo que prácticamente toda la franja occidental de la Península Ibérica tenga sus versiones del hombre lobo. Los especialistas en licantropía portugueses Jesús Callejo y José Antonio Iniesta –autores de un curioso libro que refiere «casos, sucesos y situaciones sobre la existencia de poderes mágicos y ocultos, adquiridos desde el nacimiento, heredados o recibidos gracias a un favor divino»– sostienen que Galicia y Extremadura son las regiones con mayor presencia de licántropos, aunque no descartan otros lugares de España que también los padecen: Asturias, el País Vasco, Cataluña y Castilla. Ambos investigadores citan a continuación la definición de Vicente Risco, especialista en el lobishome gallego, también llamado lobo da xente:
Es el hombre que, por una causa más o menos preternatural o mágica, se convierte en lobo y vive como tal durante un tiempo más o menos largo, señalándose, por lo común, por un ensañamiento y crueldad, especialmente con los seres de la especie humana.[59]
Para Risco, hay tres causas que, de acuerdo con la tradición del noroeste de España, están en el origen de los hombres lobo:
Ser el séptimo –en algunos casos el noveno– hijo varón consecutivo de los mismos padres que hayan traído otros seis varones, sin interponerse entre ellos ninguna hija [...]. Haberle echado una maldición –fada– los padres o alguien que le quiera mal. Se trataría de una especie de mal de ojo. César Moran recoge un caso sucedido en el pueblo zamorano de Avedillo, de un hombre que se transformaba en lobo por causa de una fada.
Aunque menos frecuente, otra de las causas sería haber nacido la noche del 24 de diciembre [,..].[60]
Para otros autores el lobishome se relacionaba estrechamente con la figura del saudador («saludador»)[61]. Ambos personajes aparentemente se vinculaban por su condición de séptimo hijo varón en una familia de hermanos varones y por nacer el Viernes Santo o durante la Nochebuena. La principal diferencia entre ambos estriba en que el saudador lleva grabados una cruz o una rueda de Santa Catalina en el paladar, mientras que el lobishome carece de esos signos. Como única alternativa para impedir que este último se transformara en bestia, uno de sus hermanos mayores debía apadrinarlo. De no ser así, los viernes por la noche abandonaba su hogar, se desprendía de sus vestimentas y se convertía en lobo, recorriendo luego siete aldeas, en las cuales se iría desprendiendo de una de las siete pieles con que estaba recubierto. Sólo podía recuperar su forma humana cuando alguien quemaba alguna de sus pieles o lo hacía sangrar. Aparentemente, en las Tierras Altas de Galicia se recurría también a los auspicios de San Bernabé, el patrono de Coba, quien otorgaba protección tanto contra los lobos como contra los lobishomes.
Callejo e Iniesta citan también a Publio Hurtado, «el más destacado folklorista extremeño de principios de siglo»:
La creencia en estos seres se basaba en la idea de que del matrimonio que tiene siete hijos varones consecutivos sin mediar hembra alguna, el séptimo se convertirá, sin remedio, en un lobishome en las noches de San Juan, corriendo por los despoblados, matando y devorando a todo animal que encuentre a su paso.[62]
Pese al gran número de juicios a brujas realizados fundamentalmente en el País Vasco, no existe ningún registro confiable de licántropos en los anales de la Inquisición española. Según Callejo e Iniesta,
Se acepta que el primer caso de licantropía recogido en documento oficial en España data del año 1576, cuando la Inquisición prende al licenciado Amador de Velasco, propietario de una libreta repleta de frases enigmáticas como la siguiente: «Para que se junten los lobos de un término donde quisíéredes».
El astorgano Antonio de Torquemada, en su Jardín de flores curiosas, señala algunos casos de licantropía que tenían lugar en el reino de Galicia. En uno de ellos dice: «Se halló un hombre, el cual andaba por los montes escondido, y de allí se salía a los caminos, cubierto con un pellejo de lobo y si hallaba algunos niños pequeños desmandados, matábalos y fartábase de comer con ellos».
Un caso similar recoge el folklorista César Moran en la zona de Sanabria (Zamora). Fernando Sánchez Drago recoge otro ocurrido en la Sierra de Cebreiro, montaña limítrofe entre León y Galicia, relatando cómo cierto campesino llevaba un burro para vender en la feria de una localidad cercana, cuando se vio asaltado por una manada de lobos, conducidos por un licántropo. Este es quien tira del ronzal al burro para robárselo, mientras el resto de los lobos azuza al animal con dentelladas.
Como se anticipó más arriba, el mito del hombre lobo está presente también en otras tradiciones folklóricas ibéricas. Por ejemplo, en Asturias no sólo se llega a home llobu por ser el séptimo hijo varón consecutivo, sino también por ser hijo bastardo de un cura, siendo la mejor protección contra la bestia orinar sangre sobre ella. También corresponde mencionar aquí a los llamados lobos hechaizos de la Sierra de Segura, en La Mancha. Por último, capítulo aparte merece guizotso de los vascos. Según anota Juan Antonio Molina Foix en su excelente ensayo «La fiera emergente»,
habita los parajes selváticos y a veces aparece cargado de cadenas, y aunque –como refiere Julio Caro Baroja– etimológicamente es un licántropo (guizón= hombre; otro= lobo), está también emparentado con el basajaun, "señor salvaje" o "señor de la selva" que habita en lo más recóndito de los bosques y se presenta bajo forma humana aunque cubierto de pelo [...], atemorizando unas veces a los pastores, llevándose su ganado y probando su cuajada y quesos, y actuando otras como genio protector del rebaño contra el ataque de los lobos. En esta función recuerda a otro personaje próximo al hombre lobo y de mucha más raigambre en toda la península ibérica: el lobero o ensalmador, persona especialmente dotada para hacerse obedecer por los lobos (facultad supuestamente vinculada a algún pacto satánico), que recorría los campos ofreciendo protección contra ellos a los pastores a cambio de comida y alojamiento.[63]
XXIV
Loberos
Los loberos empezaron siendo especialistas en lobos. Allí donde éstos medraban, las comunidades rurales contrataban sus servicios profesionales para que encontraran los cubiles, acecharan a los adultos, les dieran muerte y capturaran a los lobeznos para exhibirlos más tarde en los pueblos. A cambio de su trabajo recibían una remuneración que, en razón de la creciente demanda, fue aumentando progresivamente.
Loberos también eran quienes los dominaban. Sin embargo, aquellos que sabían domesticarlos y servirse de ellos eran sospechados de haber pactado con el diablo.
Si se trazara una breve cronología de famosos loberos españoles, ésta bien podría arrancar con Macías Pérez, un pastor de Medina del Campo acusado ante la Inquisición por diez testigos, quienes dijeron que tenía lobos que obedecían sus órdenes y que los usaba para perjudicar a quien deseara; cinco de los testigos señalaron que los había amenazado con los lobos y que, más tarde, sus rebaños fueron atacados. Un caso análogo, también denunciado ante la Inquisición, fue el de Juan Gutiérrez de Baradilla, quien cobraba una suerte de tributo a sus vecinos a cambio de que sus lobos no atacaran a las ovejas de sus granjas. La lista continúa con Ana María García, juzgada por la Inquisición en Toledo, en 1648.[64] La sigue un tal Juan Soriano, quien, ayudado por una jauría de lobos, aterró la serranía de Cuenca a principios del siglo XVIII. La técnica de Juan Jiménez –de Marjaliza– era otra: «en 1739 pedía limosna a los pastores. Si no se la daban, los lobos les atacaban a horas intempestivas, como podía ser al mediodía. Temerosos de sus maleficios, pocos serían los que se negaran a dársela. Cuando esto ocurría, el lobero tomaba una 'agujeta', la frotaba con sus manos y se la ponía al animal, quedando a salvo de los lobos».[65]
La variante gallega del lobero era el peeiro dos lobos, quien, de acuerdo con la opinión de Vicente Risco, «es la persona que, sin ser lobishome, ni perder la figura de hombre, anda con los lobos y hace su vida, entiende su lenguaje, se convierte en su jefe, dispone sus andanzas, salva a otras personas acometidas por los lobos, los obliga a acompañarlas, come lo que comen los lobos, etc.».
En Cataluña, por su parte, existía el llamado Pare Llop: «por lo que a su aspecto físico se refiere –anotan Callejo e Iniesta–, pasaría desapercibido en una gran ciudad, pues aparentemente era un ser humano como todos los demás. Lo que le delataba, sin embargo, era la expresión de su rostro: mal encarado y con pinta de tener muy malas pulgas. Dicen de él que habitaba en lo más profundo del bosque, sin abandonar casi nunca su guarida, rodeado de lobos, salvo las pocas veces, en las noches más frías y nevadas de invierno, que descendía hasta las masías en busca de refugio, calor y comida. Si a causa de su feroz aspecto le negaban la hospitalidad, su venganza salía a relucir, lanzando a sus fieles lobos contra los rebaños de la casa, provocando una terrible carnicería».[66]
En Francia, la figura análoga era el meneurde loups («conductor de lobos»), personaje igualmente misterioso que motivó numerosos textos. Entre ellos, el que Alexandre Dumas padre publicó en 1857, con el título de Le meneur de loups, novela ambientada en Villers-Cotteréts –pueblo natal del escritor–, alrededor de 1780.
Un año más tarde, George Sand publicó sus Légendes rustiques, de donde proviene el fragmento que se reproduce a continuación:
«Paunay, Saunay, Rosnay, Villiers
Cuatro parroquias de hechiceros.»
Es un proverbio de la región de Brenne, y los historiadores del Berry designan a esa región pantanosa como el país privilegiado de los meneurs de loups [loberos] y jeteux de sorts [brujos].
La creencia en los loberos está extendida en toda Francia. Es el último vestigio de la leyenda durante tanto tiempo tan famosa de los licántropos. En Berry, donde los cuentos que ahora se les cuentan a nuestros nietos ya no son ni tan maravillosos ni tan terribles como los que nos contaban nuestras abuelas, no recuerdo que jamás me hayan hablado de los hombres lobo de la antigüedad. Sin embargo, todavía se usa el término garou que significa hombre lobo; pero su verdadero sentido se perdió. El hombre lobo es un lobo hechizado, y los loberos ya no son los capitanes de esas bandas de brujos que se convertían en lobos para devorar a los niños; son hombres sabios y misteriosos, viejos leñadores o astutos guardabosques que poseen el secreto para encantar, someter, amansar y guiar a los verdaderos lobos.
Conozco a varias personas que, con los primeros rayos de la luna, en el claro de la Croix-Blanche, encontraron al Tío Soupison, apodado Démonnet, yéndose solo, a grandes pasos, seguido por más de treinta lobos.
Una noche, en el bosque de Châteauroux, dos hombres que me lo contaron, vieron pasar una gran banda de lobos. Se asustaron muchísimo y se treparon a un árbol, desde donde vieron que esos animales se detenían en la puerta de la choza de un leñador. El leñador salió, les habló en una lengua desconocida y caminó entre ellos, luego de lo cual los animales se dispersaron sin causarle mal alguno.
Ese es un cuento de campesinos. Pero dos personas ricas, con educación, gente con mucho sentido común y habilidad para los negocios que vivía en la vecindad de un bosque donde muy a menudo cazaban, me juraron, por su honor, haber visto, estando juntas, a un viejo guarda forestal, a quien conocían, detenerse en un cruce apartado y hacer gestos extraños. Esas dos personas se escondieron para observar y vieron trece lobos, uno de los cuales, enorme, fue hacia el encantador que lo acarició; el hombre le silbó a los otros lobos, como se les silba a los perros, y se sumergió con ellos en la espesura del bosque. Los dos testigos de esta escena extraña no se atrevieron a seguirlo y se retiraron tan sorprendidos como asustados.
Esto me fue contado tan seriamente que declaro no tener opinión sobre el hecho. Fui criada en los campos y, por mucho tiempo, creí en ciertas visiones que no tuve, pero que vi a mi alrededor, que, incluso hoy en día, no sabría decir dónde termina la realidad y dónde comienza la alucinación. ¿Hay encantadores de animales en libertad? ¿Acaso las dos personas que me contaron sobre el hecho que acabo de relatar lo soñaron simultáneamente, o el pretendido hechicero había domado trece lobos para darse el gusto? Creo firmemente que los dos narradores habían visto lo mismo y que lo afirmaban con sinceridad.
En el Morvan, los violinistas de pueblo son loberos. Sólo pueden aprender música consagrándose al diablo y, con frecuencia, cuando le desobedecen, su amo les pega y les rompe los instrumentos sobre la espalda. Los lobos de esa región también son súbditos de Satán; no son lobos verdaderos. La tradición de la licantropía allá se habría conservado mejor que en el Berry.[67]
Algo más tarde, Hugues Lapaire publicaría en el periódico Le Magasin Pittoresque un relato también titulado «Le meneur de loups»:
A pesar de la prohibición de su madre, Nénesse jugó con el fuego. ¡Ha volteado la lámpara! – ¡Nénesse! ¿Dónde estás?
Mme. Plat busca a Nénesse para administrarle un correctivo.
Acurrucado detrás de un montón de virutas, se encoge, no respira, se hace el muerto. El ojo adiestrado de Mme. Plat lo descubre y Nénesse pronto ve aparecer por encima de su cabeza la mano seca y nerviosa de su madre que se abate sobre sus greñas pelirrojas y lo lleva a la claridad de una vela que acaba de encender.
– ¡Niño desdichado! ¿Acaso quieres quemarnos vivos?
Y los cabellos, las orejas de Nénesse se estiran como goma.
M. Plat pronto vuelve, cubierto de nieve, con una carga de madera sobre la espalda. Se limpia los zuecos antes de entrar y, puesto al corriente de las proezas de su hijo, pronuncia gravemente la siguiente sentencia:
–En lugar de ir a jugar, mañana domingo, con tu amigo Plume, pasarás el día en el cuarto de los trastos. Eso te enseñará a desobedecer.
Plat, el fabricante de zuecos, es un hombre excelente. Adora a su hijo, pero no admite que falte a sus deberes de niño bien educado.
La casita de la familia Plat está aislada en el campo, en el linde de un bosque. Se compone de un taller espacioso, de una pieza y de una pequeña salita que sirve de cuarto de trastos. En ese espacio reducido Nénesse irá a expiar su culpa. Espera que una vez pasada allí la noche, su padre ya se acuerde y él pueda vagabundear con su amigo Plume. Pero Mme. Plat tiene buena memoria y, antes de partir hacia la iglesia del pueblo vecino, encierra a Nénesse en la salita.
Nénesse se aburre de esperar, da patadas a la pared, se frota los ojos, insulta, gime, luego se calma de golpe. Una idea ha germinado en su cerebro. Pega la oreja al agujero de la cerradura y acecha los ruidos que vienen del taller. Su padre cepilla un par de zuecos que debe entregar ese mismo día. El cepillado se detiene... Un silencio. ¿Qué hace entonces M. Plat? ¿Quizás se viste? Sí, eso es. Sus botas domingueras resuenan sobre las baldosas... La puerta se abre, se vuelve a cerrar... ¡Cric! ¡Crac! ¡Dos vueltas de llave! ¡El gato maúlla, también furioso de quedar prisionero!
El fabricante de zuecos se fue a vaciar una jarra de cerveza a la taberna.
Nénesse trepa sobre una escalera. El mentón le llega justo adonde se apoya el tragaluz. Un viejo baúl, disimulado debajo de un montón de trapos, le ofrece la altura necesaria. ¡Pero ese estúpido tragaluz se niega a abrirse! Desesperado, furioso, Nénesse empuja el vidrio y, a riesgo de dejarse ahí los calzones y pedazos de carne, se desliza por la abertura, donde apenas hay lugar para un gato gordo.
¡Libre! Cae la nieve. Nénesse duda. ¿Tiene que ir a buscar a Plume o ir a lo de su tía Babet, cuya choza está situada sobre una colina, a dos grandes leguas de allí? Los copos flotan, se persiguen en el cielo como mariposas blancas y se mezclan en el horizonte.
Una bandada de cuervos pasa graznando por encima de la casita del fabricante de zuecos y se pierde en el campo desierto...
–¡Tía Babet! –murmura Nénesse. ¡Es la bondad personificada! Todos los años, cuando llegan los regalos de Año Nuevo, me trae una pipa de azúcar y naranjas. Pasaré el día con ella. Comeré ensalada de repollo y panqueques; luego, ella me traerá de vuelta por la noche, tranquilamente, en su carro tirado por un burro.
Nénesse no piensa en la inquietud que va a causarle a sus padres. Si lo piensa un instante, es para darse la razón. ¿Por qué lo encierran como un ladrón, un domingo? ¿Es su culpa si la lámpara se le resbaló de las manos? Una única cosa lo apena: ¡para alcanzar la colina, hay que atravesar el bosque! Conoce bien el camino, pero la nieve cae tan fuerte que apenas se ve a diez pasos. ¡Bah, uno no se pierde en pleno día! Y además, ya no se puede retroceder. No puede volver a la casa ahora, sin su tía Babet.
Se hunde debajo de los árboles. Se cree en una gran capilla con bóvedas blanqueadas a la cal. Los árboles parecen una muchedumbre inmóvil y ensimismada. Sobre las ramas, el viento hace cantar a la escarcha.
Nénesse, con las manos en los bolsillos, silba la canción de Malborough para olvidarse del frío que le muerde la nariz y las orejas. Camina..., camina, ¡y la colina sigue lejos! Lo trabaja una inquietud: ¿y si se equivocó de camino?
Se detiene, vuelve sobre sus pasos, toma un sendero a la derecha, cree reconocerlo; pero, al cabo de una hora, sorprendido de seguir siempre en el bosque, desanda lo andado nuevamente. A fuerza de girar en todos los sentidos, está completamente perdido.
Llega al medio de un gran claro, con el corazón agitado, listo para estallar. Espera que la Providencia tenga piedad de su infortunio y haga que pase un leñador, una vieja que recoja leña, el cartero, cualquiera que lo ponga en la buena dirección...
¡Cuánta razón tuvo de esperar! ¡Salvado! Aplaude, salta de alegría. No se equivocó... Una sombra acaba de dibujarse con toda nitidez debajo del oquedal. Los árboles le impiden verla. ¡Enseguida aparecerá! Nénesse quiere llamar. El grito se le detiene en la garganta. El cabello se le eriza, abre los ojos de espanto... ¡Es un lobo! Nénesse busca temblando su salvación. ¿Huir? ¡La bestia, con dos zancadas, lo alcanzaría! ¿Qué hacer? ¡El tiempo apremia! Reúne coraje y se trepa al pino más próximo. El miedo lo empuja. Pero el pino se levanta como un gran mástil que no termina nunca. Ningún apoyo para subir o para descansar. La corteza se deshace bajo sus dedos. Sus piernas se aferran mal al tronco húmedo... Lanza una mirada desesperada hacia la parte superior de la copa, móvil y lejana, y luego, al cabo de sus fuerzas, se deja deslizar al pie del pino, donde espera la fiera.
Nénesse ya no tiene ni una gota de sangre en las venas. ¡Vuelve a ver la casita de sus padres en el linde del bosque, a su padre en el banco de carpintero, a su madre, al gato, a la tía Babet, a su amigo Plume! Grandes lágrimas corren por sus mejillas amoratadas por el miedo y el frío; luego, cierra los ojos y cae como una bola sobre la nieve.
II
Caía el sol. Resplandores sangrientos se deslizaban por el bosque, que el cierzo llenaba de gemidos.
Cuando Nénesse volvió en sí, creyó morir de estupor y de espanto al ver trece lobos enormes, sentados sobre sus patas traseras, en ronda, dirigiendo hacia él sus pupilas verdes y haciendo chasquear sus mandíbulas con un ruido siniestro. Nénesse unió sus manos temblorosas, imploró la clemencia divina y, comprendiendo que debía sufrir el merecido castigo por su conducta, aguardó su suerte.
Los lobos, muy pacíficos hasta entonces, dieron repentinos signos de impaciencia. Giraron la cabeza hacia las profundidades del bosque, bostezaron, estiraron sus miembros secos como husos y se pusieron a lanzar todos juntos aullidos lamentables. Luego, sin que pudiera saber de dónde salió, Nénesse vio cómo un hombre de talla gigantesca (cuyo rostro descolorido y trágico contrastaba con el negro de su vestimenta) entraba en el círculo formado por esa jauría de lobos.
Ese hombre ejerció desde el principio su poder de fascinación sobre esos animales. Les farfulló algunas palabras y sacó de su hopalanda una flautita de madera, de la que obtuvo sonidos agudos y carentes de armonía. Los lobos se le acercaron, tan cerca, tan cerca que sus hocicos casi lo tocaban. Otros acudieron de todos los rincones del bosque, ante el ruido de la flauta diabólica. Al cabo de diez minutos, el claro se llenó de bestias.
El lobero se dirigió hacia el árbol, donde Nénesse estaba inmóvil, clavado por el terror.
–Tienes suerte, muchachito, de que haya pasado por acá –le dijo el brujo, con una voz cavernosa.
Nénesse creyó que había llegado su última hora.
–No haga que sus lobos me coman, señor brujo –gritó–. ¡Soy un niño malo! ¡Pero ya no desobedeceré a mis padres!
A un gesto del lobero, dos grandes fieras flacas, con las costillas salientes, se ubicaron a derecha e izquierda de Nénesse, cuyas piernas temblaban.
–Te van a llevar hasta tu casa –murmuró el brujo–. Sobre todo, no te caigas en el camino... Te devorarían.
Nénesse se puso firme, para mostrar que sabría ser valiente, y se puso en marcha con sus terribles compañeros.
El lobero, esta vez, tocó una tonada muy suave y desapareció debajo de los pinos, que la noche ya cubría con sus grandes sombras violetas. Pronto, Nénesse no tuvo otra guía que las pupilas verdes de los lobos. El camino le parecía interminable. Levantaba las piernas con precaución, temiendo tropezar con un tronco, resbalar sobre la nieve... Finalmente, una lucecita perforó la noche con un punto amarillo. El corazón de Nénesse latía desbocado.
– ¡Ojalá sea lo de mamá Plat! –suspiró.
Habría querido correr, llamar, gritar, pero recordó la recomendación del brujo y se contuvo hasta el umbral de la choza.
Apenas hubo tropezado con la puerta, aparecieron las cabezas estupefactas del fabricante de zuecos y de su mujer.
–¡Nénesse!
Mientras se libraban a sus efusiones y derramaban lágrimas de alegría, los dos lobos ganaron tranquilamente las profundidades del bosque.
Mme. Plat instaló a Nénesse delante del hogar, donde se quemaba un grueso tronco, y le puso sobre las rodillas un plato de sopa humeante.
–¡Pobre pequeño! ¡Pobre pequeño! –murmuraba.
El terror que había sentido y su felicidad de volverlo a ver le impidieron amonestarlo. Por lo demás, comprendió por su palidez lívida que la lección había sido dura y que serviría para el futuro.
Nénesse, recuperado de sus emociones, les contó su misteriosa aventura. El fabricante de zuecos y su mujer lo escucharon sin perder palabra.
Repentinamente, Nénesse se detuvo y balbució:
–¡Papá! ¡Mamá! ¡Miren! Es él... ¡el lobero!... ¡En la ventana!... ¡Oh! ¡Lo reconozco!...
Un rostro delgado y pálido sonreía en el vidrio, mientras que dos ojos vivos como carbones ardientes escrutaban el interior de la vivienda.
–Viene a ver si volviste a la casa –observó el fabricante de zuecos.
Y, sin miedo, M. Plat abrió la puerta para invitar al lobero a beber un vaso de vino; pero ya había desaparecido en la noche sombría, donde el viento llevaba su lúgubre lamento.[68]
Con una mayor voluntad descriptiva y cierta pretensión periodística, en Le Tour du Monde. Nouveau Journal des Voyages, periódico dirigido por Edouard Charton y publicado en París entre 1860 y 1910, hay una descripción más ajustada del personaje en cuestión:
Se dice que nuestro hombre posee un gran ascendiente sobre el lobo. Gracias a sus exorcismos o a sus encantamientos, lo aparta de los rebaños, lo «encierra», según la expresión lemosina. Ante su presencia, el lobo huye, con la boca abierta, en la imposibilidad de morder; su crueldad quedará así paralizada hasta el momento en que atraviese un curso de agua.
Se cuenta, muy seriamente, que un propietario de la comuna de Laroche, cerca de Fey, cantón de Eygurande, pueblo de Tremouline, jamás tenía ovejas devoradas porque había tomado la precaución de hacer «encerrar» el lobo. Por el contrario, los rebaños vecinos fueron diezmados continuamente.
Según la costumbre de esa región –así como también de toda la meseta de Millevache–, que consiste en dejar al pastor la custodia de uno o de varios lanares, sucedió que una joven pastora, recientemente empleada, agregó al rebaño una oveja que le pertenecía. La oveja fue devorada ese mismo día, porque el propietario se había olvidado de prevenir al lobero.
Dicen también que se ha visto que esas fieras atravesaran los rebaños sin producir víctimas, pero en ese caso las bestias pertenecían a los brujos. Estos hechos son contados con el mayor convencimiento en toda la región montañosa y boscosa de Corrèze.[69]
Como se lee, al igual que en España, también en Francia estaba presente ese espíritu ambiguo que hacía de los loberos profesionales y, a la vez, sospechosos de brujería.
XXV
Otra vez Francia
«Bajo el Directorio –escribe Sophie Bobbé– (octubre de 1795 – noviembre de 1799), el aumento de la superficie forestal y la proliferación de grandes presas ayudan al incremento del número de lobos; estos últimos cubren casi toda las regiones del país (en el año V [de la Revolución] se mataron 5351; en el año VI, 6497) y el Estado decide reducir a la mitad las primas por abatirlos, salvo las correspondientes a los lobos rabiosos o a los que hubieran atacado a hombres».[70] Según la autora, entre 1818 y 1829 el cuerpo de Louveterie abatió a 18.709 lobos, lo cual bien puede dar una idea de su presencia en Francia. Las estadísticas, sin embargo, señalan que, si a fines del siglo XVIII el lobo ocupaba el 90% del territorio francés, a principios del siglo XIX esa cifra ya se reduce al 50%, llegando apenas a un 10% hacia fines de siglo.
Se comprenderá entonces la frecuencia de la aparición en la prensa de noticias concernientes a lobos. Entre otras cuestiones, fueron protagonistas de algunos sonados casos que, en la estela de lo ocurrido en el Gévaudan, llamaron la atención de la opinión pública[71]. Por otra parte, al igual que en 1421, 1423, 1438 –años de inviernos especialmente rigurosos en que entraron a París–, en varias oportunidades penetraron en ciudades de Francia: Roanne (1822), Ligniéres (1870), Cháteauroux y Argenton (1879). También fueron los numerosos casos de rabia durante los siglos XVIII y XIX reportados con características de epidemia[72], hasta que Louis Pasteur, el 6 de julio de 1885, descubriera la vacuna que curaba la enfermedad. Súmese a todo ello la identidad eminentemente rural del país, la aparición de algunos «niños lobo», la tradición licantrópica francesa –que tan bien ha servido para disfrazar todo tipo de crímenes– y la necesidad de encontrar chivos expiatorios que satisficieran las necesidades de la opinión pública ante casos policiales irresueltos, y se comprenderán también las razones de la presencia frecuente de hombres lobo en la prensa cotidiana.
Por ejemplo, la siguiente noticia, curiosamente desordenada, que se publicó en el n° 523 del Journal des Laudes del 21 de enero de 1808:
El hechicero licántropo, cuya moda está en considerable baja en buena parte de la Gascona, constituía una raza inferior a la del hechicero que curaba o ensalmador. Cubierto con una piel de lobo, llamada périsse, la cargaba a comienzos de la noche y corría, lamiendo los comederos donde se les sirve de comer a las aves de corral. Si se lo alcanzaba con una cuchillada y se lo hacía sangrar, se curaba durante nueve años. En cada localidad se llegaba a nombrar a los hombres lobo de carne y hueso. Heridos por una horqueta o por armas de fuego, se arrastraban hasta sus casas y uno se enteraba de que tal guardaba cama porque estaba herido o enfermo, lo cual confirmaba la creencia popular.
En Marsan, el hombre lobo cada siete años dejaba su piel, o périsse, sobre una trouque (tronco de pino o de roble caído). Cualquiera que tuviese la mala suerte de sentarse sobre ese tronco cargaba con la périsse y se convertía, a su vez, en hombre lobo por siete años: el otro quedaba así liberado. Se producían entonces muchos malentendidos que llevaban, a veces, a accidentes o a venganzas lamentables. Aquéllos a quienes se suponía hombres lobo sólo difícilmente se casaban o conseguían casar a sus hijos.
En Armagnac se simulaba ser hombre lobo, porque nada era más fácil que procurarse una périsse. A eso de la medianoche, se ponía una sábana blanca en un cruce: al alba, la périsse era ofrecida a quien se la quisiera llevar. El hombre lobo se escondía en las zanjas o en setos a lo largo de los caminos, asustando a quienes pasaran. Si algún transeúnte menos timorato se enardecía hasta exigirle que se sacara la piel, el hombre lobo debía despojarse de ella y batirse. ¿Era acaso el más fuerte? Dejaba entonces su piel, con la que el otro debía cubrirse en su lugar. ¿Y si era el más débil? Retomaba su piel y volvía a errar todas las noches.
El hechizo llevaba el nombre de charmatori. El hechizado imitaba el grito de las bestias, se trepaba a los árboles, negándose a descender, y se libraba a otras mil excentricidades ridículas. Únicamente un hechicero, por medio de melindres, podía liberar al hechizado de su charmatori, el cual transfería a otra persona que poco a poco languidecía, a menos que el hechicero lo transfiriera a otra.
Para asustar a los niños y mantenerlos en casa, sobre todo a comienzos de la noche, se los amenazaba con la Carne cruse o Jambre crue, cuya especialidad era alimentarse con la sangre de los niños.[73]
O esta otra, que apareció en 1894, cuando el siglo casi se acababa, en L'Intermédiaire des Chercheurs et Curieux, publicación periódica cuyo primer número corresponde a 1864 y el último –el 1936– a 1940:
Recuerdo haber oído en mi juventud el relato de una viejita de los alrededores de Mortain (La Mancha), cuyo padre, encontrándose demorado por la noche en un camino aislado, se encontró con un hombre lobo que giraba a su alrededor como para detener su marcha. Careciendo de compañía y de palo, no sabía cómo defenderse, así que recogió una piedra y la lanzó con fuerza a la cabeza de la bestia, cuyos ojos brillaban en la sombra. De inmediato, ésta retomó su forma humana y dijo:
–Gracias, don; fui transformado en hombre lobo como consecuencia de un gran pecado; usted, al golpearme entre los ojos hasta sacarme sangre, me ha liberado de mi penitencia. Pero le ruego conserve el secreto para usted.
–Y de hecho –agregó la narradora– mi padre nunca quiso revelar el nombre de ese pecador, aunque siempre he sospechado que se trataba de uno de nuestros vecinos de al lado, que tenía una cicatriz en la frente, justo entre las dos cejas.[74]
Entre uno y otro extremo del siglo, centenares de informaciones y relatos similares dan cuenta de la actualidad de la creencia en los hombres lobo. Sin embargo, es posible que ninguna noticia sobre licántropos franceses en el siglo XIX resultara tan espectacular como la captura, en Galicia, de Manuel Blanco Romasanta, «el hombre lobo de Allariz». ,
XXVI
Manuel Blanco Romasanta y Éliphas Lévi
Ya fue dicho que no existe un registro totalmente confiable sobre los casos de licantropía en España. Se destaca entonces, solitaria y tardía, la figura de Manuel Blanco Romasanta, llamado «el hombre lobo de Allariz».
Natural de Santa Baia de Ergos, cerca de Orense, Manuel Blanco Romasanta vivió en Rebordechao y en Vilar de Barrio. Acusado de varios crímenes, en 1852 fue detenido en Castela –donde trabajaba como vendedor ambulante– y posteriormente procesado por el Juzgado de 1 a. Instancia de Allariz, Distrito de La Coruña. Según se señala en el volumen publicado en 1859[75], Blanco Romasanta reconoció sus crímenes y guió a los miembros del juzgado para realizar los reconocimientos necesarios en la Sierra de San Mamede, lugar de los asesinatos. A modo de descargo, Romasanta dijo no que procedía por propia voluntad, sino por un hechizo –fada–, resultado de una maldición. Ésta lo hacía convertirse en lobo y actuar en consecuencia. De acuerdo con su declaración, trece años atrás había comenzado a sentir un deseo de sangre irresistible, que se incrementó cuando, en el Valle de Conso, se encontró con dos lobos valencianos, Antonio y Jenaro –tales eran sus nombres– que, como él, también eran lobishomes. Al cabo de cinco días de correrías, los tres recuperaron su forma humana, luego de matar a Manuela García, a su hija Petronila, a su hermana Benita y a un hijo de ésta, a Antonia Rúa y a su hija Peregrina y, luego, a María –otra hija–, y a un sobrino de Manuela. La confesión de Blanco Romasanta comprendió también a una muchacha de As das Xarxes, a una mujer de Chaguazoso, a un jovencito que vivía entre Chaguazoso y Prado Albar y a una vieja de Fornelos. Blanco Romasanta dijo recordar todo, aunque sostuvo que cuando se convertía en lobo carecía de razón. Luego, vuelto a su figura humana, lloraba por lo que había hecho como bestia, reconociendo asimismo que sus víctimas no le habían dado ningún motivo para ser asesinadas, «y sólo a consecuencia de una enfermedad que le acometía varias veces, se transformaba en figura de lobo, perdiendo la de hombre, y llevado de una fuerza irresistible, se echaba a las víctimas que tenía delante, las desgarraba con las uñas y dientes hasta que, hechas cadáveres, las devoraba y comía».[76]
No obstante, tras ser sometido a distintos exámenes, fue declarado normal, considerándose incluso que sus cualidades y talento eran superiores a su condición social. Así, luego de evaluar todas las pruebas y testimonios, el 6 de abril de 1853 Blanco Romasanta fue condenado a muerte en el garrote vil. Sin embargo hubo una apelación que le permitió una segunda instancia. En ésta, Blanco Romasanta fue defendido por el escritor Rúa Figueroa, quien, luego de convencer al tribunal de que se estaba ante un enfermo mental, obtuvo para el asesino cadena perpetua.
Con todo, en el imaginario popular Blanco Romasanta trascendió como hombre lobo. Su reputación, desde entonces, no ha dejado de crecer. Primero a través de los cantares de cegó su historia se hizo pública de pueblo en pueblo. Con el tiempo, la historia de Blanco Romasanta cautivó al escritor Carlos Martínez Barbeito, quien escribió a su respecto la novela El bosque de Encines, en la cual se inspiraría, años después, Pedro Olea para su película El bosque del lobo.
Ahora bien, sin que medie en apariencia conexión alguna, las razones de esa «fuerza irresistible» que hacía que los hombres se comportasen como supuestos lobos fueron analizadas apenas unos ocho años después de la condena de Blanco Romasanta, por el ocultista francés Éliphas Lévi (1810-1875).
Nacido en París como Alphonse Louis Constant, Lévi llegaría a ordenarse sacerdote, siendo más tarde expulsado de la Iglesia –e incluso excomulgado– por su apoyo a las ideas de izquierda, sus escritos esotéricos y su negativa a observar los votos de castidad.
Mucho antes de que todo eso sucediera, durante sus años de seminarista en la iglesia de St. Sulpice, en París, el cura que hacía las veces de su maestro le transmitió la creencia de que el magnetismo animal era una energía vital del cuerpo humano, regida por el diablo. A partir de la evolución de esa noción, puede leerse el siguiente párrafo incluido en el capítulo XIV de Dogme et Rituelde la Haute Magie, acaso su libro más importante:
Deseo hablar de la licantropía o de la transformación nocturna de los hombres en lobos, tan célebres en las vigilias de nuestros campos por las historias de hombres lobo; i historias tan bien comprobadas que, para explicarlas, la ciencia incrédula recurre a manías furiosas y disfraces de animales. Pero semejantes hipótesis son pueriles y nada explican. Busquemos en otra parte el secreto de los fenómenos observados a ese respecto, y comprobemos en principio:
1– que nunca nadie ha sido asesinado por un hombre lobo, salvo por sofocación, sin efusión de sangre ni heridas;
2– que, acosados, perseguidos, incluso heridos, los hombres lobo fueron matados en el lugar;
3– que las personas sospechosas de esas transformaciones siempre fueron encontradas en sus casas, más o menos heridas, a veces moribundas, pero siempre bajo su forma natural, luego de la persecución del hombre lobo.
Ahora comprobemos los fenómenos de otro orden. Nada en el mundo fue mejor atestiguado ni se probó más incuestionablemente que la presencia visible y real del Padre Alphonse de Liguoir cerca del papa agonizante mientras el mismo personaje era observado en su propia casa, a gran distancia de Roma, rezando y en éxtasis. M'ji La presencia simultánea del misionero François-Xavier en varios lugares a la vez no fue menos rigurosamente comprobada.
Se dirá que se trata de milagros: respondemos que los milagros, cuando son reales, son sencillamente fenómenos para la ciencia.
Las apariciones de personas que nos son queridas, coincidentes con el momento de su muerte, son fenómenos del mismo orden, atribuibles a la misma causa.
Hemos hablado del cuerpo sideral, que es el intermediario entre el alma y el cuerpo material. Ese cuerpo sideral a menudo se mantiene despierto mientras el otro duerme, y se transporta con el pensamiento en todo el espacio que abre ante él la imantación universal. Prolonga así, sin quebrarla, la cadena simpática que lo retiene atado a nuestro corazón y cerebro, lo que vuelve tan peligroso el despertar intempestivo en las personas que sueñan. En efecto, una conmoción demasiado fuerte puede romper la cadena de golpe y ocasionar súbitamente la muerte.
La forma de nuestro cuerpo sideral se conforma según el estado habitual de nuestros pensamientos y modifica, a la larga, los rasgos del cuerpo material. Por eso Swedenborg, en sus intuiciones sonambúlicas, veía a menudo espíritus con forma de diversos animales.
Animémonos a decir ahora que un hombre lobo no es otra cosa que el cuerpo sideral de un hombre, en el que el lobo representa los instintos salvajes y sanguinarios, y que, mientras su fantasma se presenta así en los campos, él duerme penosamente en su cama y sueña que es un verdadero lobo.
Lo que hace visible al hombre lobo es la sobreexcitación, casi sonambúlica, causada por el terror de que lo vean, o la disposición, más particular en las personas simples del campo, , a ponerse en comunicación directa con la luz astral, que es el : medio común de las visiones y de los sueños. Los golpes que se le dan al hombre lobo hieren realmente a la persona dormida por congestión ódica y simpática de la luz astral, por correspondencia entre el cuerpo inmaterial y el cuerpo material.[77]
No sin cierto enojo, Daniel Granada, a mediados del siglo XX, comenta el párrafo de Lévi y lo compara con uno muy similar, escrito varios siglos antes por Jusepe Antonio González de Salas, que se incluye en la traducción del Compendio Geográfico e Histórico del Orbe Antiguo, de Pomponio Mela:
El licántropo, según González de Salas, conserva el alma racional. Aunque la forma exterior se adultera, dentro subsiste la natural armonía y juego de las potencias o facultades humanas. Si queda privado del uso de la palabra, si no expresa sus conceptos, impídeselo el defecto del órgano de la voz, que, mediante la transmutación, solamente puede emitir los sonidos con que manifiesta el lobo sus instintos. Pero se objetaría que la disposición y aptitudes del cuerpo de los vivientes dependen de las condiciones del alma que le informan; por lo que no se concibe cómo el hombre puede transfigurarse en bestia y la bestia en hombre, ni conservar su esencial potencialidad cambiando de figura. [...]
Si los razonamientos de González de Salas sobre el particular de que se trata hubiesen sido conocidos de los modernos expositores del ocultismo, sin duda hubiéranle colocado en el número de sus más calificados predecesores. Éliphas Lévi, maestro y autor clásico en la materia, explana una doctrina exactamente igual a la de González de Salas, sin sospechar, por lo visto, que un humanista castellano le hubiese precedido siglos antes en la misma tarea. Sabida cosa es, dice Éliphas Lévi, que la fisonomía humana tiene alguna semejanza con el aspecto de uno u otro animal, o bien que lleva en sí marcado el predominio de un instinto determinado. A unos instintos se contraponen otros diferentes de igual o mayor eficacia, por lo que son equilibrados o vencidos. Si tú eres perro y quieres que te ame una linda gata, no tienes más que metamorfosearte en gato por medio de la observación, de la imitación y de la imaginación, polarizando tu propia luz animal, hasta conseguir el equilibrio de la fuerza que obraba en sentido antagónico. La polarización magnética puede efectuarse por medio de formas animales. Los magnetizadores dan al agua pura, por la sola imposición de las manos (voluntad expresada por un signo), las propiedades del vino o de un medicamento. Los domadores de fieras dominan al león, superándole mental y magnéticamente en fuerza y en bravura. Los animales son los símbolos vivos de las pasiones e instintos de la gente.[78]
XXVII
Recopilaciones alemanas
Distintas circunstancias confluyeron para que a fines del siglo XVIII y principios del XIX se produjera una auténtica revolución en la sensibilidad. Lo popular, hasta entonces despreciado por los intelectuales, comenzaba a ser objeto de estudio; también las expresiones que habían sido reputadas de irracionales. El miedo –todo aquello que causara miedo–, acaso por virtud de las teorías del irlandés Edmund Burke (1729-1797) o por necesidad de evadir las trampas de la razón, puso de moda lo sobrenatural y lo misterioso, sentando las bases para el desarrollo del llamado horror gótico. De ese modo, una parte del exotismo que las doctrinas del romanticismo propugnaban empezó a hacerse visible en los patios traseros de las propias casas.
Atentos a todo ello, los hermanos Jakob y Wilhelm Grimm (1785-1863, y 1786-1859, respectivamente) estuvieron entre los primeros en recopilar y ordenar relatos mitológicos y folklóricos de los pueblos germánicos, estableciendo luego comparaciones con materiales afines, procedentes de otras tradiciones. Zinder-un-Hausmärchen –su obra más conocida, de donde provienen muchas de las historias infantiles más famosas en Occidente– fue publicada entre 1812 y 1815. Con todo, muchos de los fragmentos, relatos e historias que involucran a licántropos pueden encontrarse en sus Deutsche Sagen, dadas a la imprenta entre 1816 y 1818. Dos de las correspondientes al apartado 214 resultan especialmente interesantes. La primera historia retoma el tema del cinturón mágico:
Un soldado relató la siguiente historia, que, dijo, le ocurrió a su abuelo. Este último había ido al bosque para cortar madera con un pariente y un tercer hombre. La gente sospechaba que había algo obscuro en ese hombre, aunque nadie podía decir exactamente qué.
Los tres concluyeron con su trabajo y estaban cansados, por lo cual el tercer hombre sugirió que durmiesen un rato. Y es lo que hicieron. Se echaron sobre el piso, pero el abuelo del soldado sólo simuló estar dormido, manteniendo un ojo entreabierto. El tercer hombre miró a su alrededor para ver si los otros estaban dormidos, y cuando creyó que sí, se sacó el cinturón (o, según cuentan otros la historia, se lo puso) y se convirtió en lobo.
Sin embargo, el hombre lobo no se veía exactamente como un lobo natural, sino un tanto diferente.
Luego, corrió hacia un prado cercano, donde pastaba una potranca, la atacó y se la comió, incluido el cuero y el pelo. Después volvió, se puso nuevamente el cinturón (o se lo sacó) y se acostó, como antes, bajo forma humana.
Un rato después, todos se levantaron y emprendieron el camino hacia las casas. Cuando estaban llegando a la entrada del pueblo, el tercer hombre se quejó de que le dolía el estómago. El abuelo le susurró en secreto al oído:
–Eso puedo creerlo de quien tiene todo un caballo, con cuero y pelo, en el estómago.
El tercer hombre respondió:
–Si me hubieses dicho eso en el bosque, no me lo estarías diciendo ahora.
El segundo relato retoma brevemente la historia de la mujer herida:
Una mujer asumió la forma de loba y atacó el rebaño de un pastor a quien odiaba, causándole un gran daño. Sin embargo, el pastor, de un golpe de hacha, hirió a la loba en la cadera y ésta cojeó hasta los arbustos. El pastor la siguió, pensando que la remataría, pero allí se encontró a una mujer que usaba un pedazo de tela, rasgado de su vestido, para detener el chorro de sangre que le salía de una herida.[79]
El relato numerado 215 se refiere a la famosa «Roca del lobo» y agrega una segunda posibilidad de transformación para el licántropo:
Hace mucho mucho tiempo, un forastero pasó una temporada cerca del Bosque de Brandsleber, que pertenecía a los distritos de Hackel y de Harz. Nadie sabía quién era, ni de dónde venía. Conocido por todos con el nombre de «el Viejo», se presentaba a menudo sin avisar en los pueblos y ofrecía sus servicios, que llevaba a cabo para satisfacción de la gente del campo. Con frecuencia lo empleaban para cuidar ovejas.
Ocurrió que nació una linda oveja manchada en un rebaño que pertenecía a un pastor de Neindorf llamado Melle. El forastero le pidió repetida y fervientemente al pastor que se la diese, pero el pastor se negó.
El día de la esquila, Melle contrató al Viejo para que ayudase. Cuando volvió, encontró todo en orden; todo el trabajo había sido hecho, pero ni el Viejo ni la oveja manchada estaban allí. Por largo tiempo nadie oyó nada sobre el Viejo.
Finalmente, un día se apareció inesperadamente ante Melle, quien estaba haciendo pastar sus ovejas en el valle Katten. El Viejo gritó, sobrador:
– ¡Buen día, Melle, tu oveja manchada te manda saludos!
Furioso, el pastor tomó su cayado para vengarse. Luego, de repente, el forastero cambió de forma y se le apareció como hombre lobo. El pastor se asustó, pero sus perros atacaron al lobo con furia. El lobo huyó. Perseguido, corrió a través del bosque y del valle hasta que llegó cerca de Eggenstedt. Allí lo rodearon los perros. El pastor le gritó:
– ¡Ahora morirás!
Entonces el Viejo, nuevamente en su forma humana, rogó que lo perdonase, ofreciéndose a hacer cualquier cosa. Pero el pastor lo atacó furiosamente con su palo y de pronto tuvo ante sí un espino con retoños. Pero en lugar de perdonarlo, el vengativo pastor le cortó las ramas. El forastero, otra vez convertido en humano, rogó por su vida. Pero el terco Melle siguió inconmovible. Entonces el forastero intentó escaparse bajo la forma de hombre lobo, pero un golpe de Melle lo hizo caer muerto al piso. Un barranco de piedras marca el lugar donde el Viejo cayó y fue enterrado, y llevará su nombre por toda la eternidad.
Pero las historias tradicionales de licántropos –aparentemente tan del gusto teutón– no se agotaron con los relatos de los Grimm. En 1840, J. D. H. Temme publicó Die Volkssagen von Pommern und Rügen, de donde proceden las cuatro historias que se reproducen a continuación:
LOS HOMBRES LOBO DE GREIFSWALD
Hace doscientos años, durante un tiempo hubo un gran y terrible número de hombres lobo en la ciudad de Greifswald. Eran especialmente frecuentes en la calle de Rokover. Allí atacaban a cualquiera que saliera de su casa pasadas las ocho de la noche. En esa época había muchos estudiantes audaces en Greifswald. Se agruparon y una noche se lanzaron contra los monstruos. Al principio fueron impotentes contra ellos, hasta que finalmente los estudiantes reunieron todos los botones de plata que habían heredado y con ellos mataron a los hombres lobo.
El hombre lobo de Zarnow
Hace algunos años anduvo suelto en la vecindad de Zarnow un terrible lobo que les causaba grandes daños a los humanos y al ganado. Una vez llegó a destrozar a un niño. Entonces, todos los campesinos de la región se agruparon y lo persiguieron, rodeándolo finalmente en la maleza. Estaban a punto de matarlo, cuando súbitamente se presentó ante ellos un hombre alto y desconocido, llevando un palo. Supieron entonces que tenían ante sí a un hombre lobo. Esto ocurrió en 1831.
Hombres lobo de Pomerania
La creencia en los hombres lobo es común en toda Pomerania. Uno puede transformarse en un hombre lobo con sólo anudarse una correa que haya sido cortada de la espalda de un hombre ahorcado. A los hombres lobo les gusta especialmente atacar caballos. En el pueblo de Bork, no lejos de Stargard, un hombre se ganó por mucho tiempo la vida caminando cada noche alrededor de los pastizales del pueblo y murmurando misteriosas palabras con las cuales protegía a los caballos contra los hombres lobo y otros lobos, y esto a pesar de que hacía mucho que no se veían lobos en esa región.
El hombre lobo de Hindenburg
Hasta ahora se cree en los hombres lobo en Altmark. Aún hoy en el pueblo de Hindenburg se habla de un hombre que podía convertirse en lobo, y hay gente actualmente viva que lo conoció durante su infancia.
Tenía una correa de cuero, hecha con la piel de un lobo que todavía conservaba el pelo. Cada vez que se la ataba alrededor del cuerpo, se convertía en lobo. Entonces adquiría una fuerza tan extraordinaria que podía empujar solo un fardo de heno o cargar todo un buey en la boca.
En ese estado, tenía la naturaleza de un lobo. Estrangulaba al ganado e incluso comía humanos. Una vez persiguió a uno de sus vecinos, que apenas logró escaparse. Pero, por más furioso que estuviera, evitaba a su mujer. Ella sabía un encantamiento mágico que lo controlaba, un hechizo que él mismo le había enseñado. Entonces ella le sacaba la correa de cuero y él volvía a convertirse en un humano responsable.
Ocho años más tarde, Adalbert Kuhn y W. Schwartz publicaron en Leipzig sus Norddeutsche Sagen. Märchen und Gebräuche. De esa compilación provienen las siguientes historias:
El cinturón del hombre lobo
Antaño, había gente que podía convertirse en lobo poniéndose cierto cinturón. Un hombre, vecino de Steina, poseía tal cinturón, y una vez salió sin guardarlo con llave, como era su costumbre. Su joven hijo lo encontró y se lo puso. Instantáneamente se convirtió en hombre lobo. Parecía un montón de paja y caminaba pesadamente como un oso.
Cuando la gente que había en el cuarto vio lo que había ocurrido, corrió rápidamente a buscar al padre. Este llegó con el tiempo justo para desabrochar el cinturón antes de que el muchacho pudiera causar algún daño. Más tarde, el chico dijo que, tan pronto como se puso el cinturón, empezó a sentir un hambre tan terrible que habría destrozado todo lo que se le hubiese interpuesto.
La ESPOSA LOBA
En Caseburg, sobre la isla de Usedom, un granjero y su esposa estaban segando heno en un prado. Al cabo de un rato, la mujer le dijo al hombre que no se sentía bien y que no podía quedarse allí por más tiempo, así que se fue. Algo antes, ella le había dicho al hombre que, en caso de que un animal salvaje fuera a atacarlo, le arrojase su sombrero y corriera, y que entonces no sufriría daño alguno. El hombre le había prometido que eso haría.
Luego de que la mujer hubo partido, una loba cruzó a nado el Swina y se acercó a los segadores. El hombre le arrojó su sombrero, que la bestia inmediatamente destrozó. Mientras tanto, uno de los trabajadores se acercó sigilosamente a la loba con una horqueta y se la clavó por detrás hasta matarla. Instantáneamente el animal se transformó. Todos quedaron pasmados de ver que a quien había matado el cosechero era a la esposa del granjero.
Las siguientes tres historias fueron recopiladas por Karl Lyncker, quien las publicó en 1854 en Deutsche Sagen und Sitien in hessischen Gauen:
LA MUJER LOBA
El granjero de Hessen conoce y teme, incluso hoy en día, al voraz hombre lobo. Este es un humano que, poniéndose un cinturón, ha cambiado de forma. El hombre lobo ataca todo lo que se le pone en el camino y es especialmente peligroso para los rebaños. Sin embargo, hay un modo de destruir el poder mágico de su cinturón: si uno arroja un cuchillo –un pedazo de acero brillante– sobre el hombre lobo, instantáneamente éste asumirá su forma humana y se quedará completamente desnudo.
En las cercanías de Wolfhagen había una acaudalada mujer de buena familia que casi todas las noches abandonaba su casa y recorría los campos como loba. En una ocasión, un pastor se acercó valientemente a la loba, cuando ésta trepaba un matorral de alisos, saciado su apetito. El pastor, que hacía tiempo perseguía a la loba, esperaba capturarla. Le lanzó entonces su navaja sobre la cabeza y el cuello, y de : inmediato la mujer quedó desnuda ante él. Le imploró que tuviese misericordia de ella y que no le contase la historia a nadie. El pastor se quedó muy sorprendido de ver a esa mujer muy conocida delante de él y le prometió guardar el secreto. Con todo, en unos pocos años todos lo supieron.
El hombre lobo: otra leyenda
Un matrimonio de Hessen vivía en la pobreza. No obstante, para sorpresa del marido, la esposa podía servir carne en todas las comidas. Durante mucho tiempo mantuvo en secreto de dónde conseguía la carne, pero finalmente le prometió a su esposo revelárselo bajo la condición de I que no pronunciara el nombre de ella mientras la conseguía. Juntos fueron al campo, donde pastaba un rebaño de ovejas. La mujer caminó hacia una de ellas y, a medida que se le acercaba, arrojó un anillo sobre sí misma, convirtiéndose instantáneamente en loba. Cayó sobre la oveja, la atrapó y huyó. El hombre se quedó allí como petrificado. Sin embargo, cuando vio al pastor y a sus perros corriendo tras la loba, olvidó su promesa y gritó: «¡Margaret!». Con el grito desapareció la loba y la mujer quedó desnuda en el campo.
El campesino y el hombre lobo
Cierta noche, un hombre lobo se presentó ante un campesino que estaba arrastrando su carreta por el campo. Para romper su magia, el sensato hombre, sin dudar un instante, ató su atizador al rebenque y lo lanzó sobre la cabeza del lobo. Sin embargo, el lobo atrapó el atizador y el campesino tuvo que escapar para salvar la vida.
Karl Bartsch, en 1879, publicó Sagen, Märchen und Gebräuche aus Meklenburg. Allí, entre otras historias, se lee la del hombre que posee el cinturón que le permite volverse lobo, la herida que le infligen unos cazadores, la consecuente huida y el posterior descubrimiento de que yace en su casa, recuperada la forma humana, con una herida de bala. También la de la mujer que descubre estar casada con un hombre lobo:
Una joven cuyo esposo con frecuencia estaba inexplicablemente ausente, llegó a sospechar que éste era un hombre lobo.
Un día, ambos estaban trabajando en el campo. El hombre volvió a dejar a su esposa. Repentinamente, de los arbustos salió un lobo que corrió hacia ella, la sujetó con los dien–> tes de su falda roja de algodón y la sacudió de un lado a otro. Con gritos y golpes de horqueta, la mujer lo ahuyentó.
De inmediato su marido emergió de los mismos arbustos entre los que había desaparecido el lobo. La mujer le contó sobre su aterradora experiencia. El se rió, revelando así los hilos de algodón rojos de la falda de ella que se le habían quedado entre los dientes.
La mujer lo denunció al juez y el marido fue quemado.
Idéntico final tiene la historia del leñador y su hermano licántropo, herido con un hacha en la pata delantera.
La siguiente historia le fue referida a Bartsch por un seminarista:
El hombre lobo de Klein-Krams
Cerca de Klein-Krams, no lejos de Ludwigslust, antiguamente había extensos bosques tan ricos en presas que los duques a menudo iban a esa región para llevar a cabo sus grandes cacerías. Durante esas cacerías, casi siempre veían a un lobo que, aun cuando estuviera dentro del radio de tiro, nunca pudo ser alcanzado por un cazador. De hecho, tuvieron incluso que observar cómo se llevaba las piezas de caza ante sus mismos ojos y –algo que les parecía increíblemente notable– corría hacia el pueblo.
Sucedió entonces que un húsar de Ludwigslust, que estaba de viaje, pasó por el pueblo y entró en la casa de un hombre que se llamaba Feeg. Cuando lo hacía, una multitud de niños se precipitó a la puerta gritando y apiñándose en el patio. Cuando el soldado les preguntó por su comportamiento, le dijeron que, salvo uno de los niñitos, no había nadie de la familia Feeg en la casa, y que el muchachito, según era su costumbre cuando no había nadie, se había transformado en lobo, y que ellos se estaban escapando de él, porque, de otro mcdo, los habría mordido.
De inmediato apareció el temido lobo, pero para entonces había abandonado su forma bestial. El húsar se volvió hacia el hijo de Feeg y trató de saber más sobre el juego del lobo, pero el niño no decía nada. Sin embargo, el forastero no se daría por vencido y finalmente consiguió hacer que el muchacho hablase.
El niño le contó que su abuela tenía un cinturón y que si se lo ponía, se convertía instantáneamente en lobo. El húsar le pidió amablemente que le mostrara cómo se convertía en lobo. Al principio, el niño se negó, pero al final consintió en hacerlo, si el forastero subía al desván, para que no saliese herido. El húsar estuvo de acuerdo y, para asegurarse, subió también al desván la escalera por la que había ascendido.
Apenas sucedió eso, el muchacho corrió al cuarto principal y de inmediato volvió bajo la forma de un joven lobo, que persiguió a todos los que permanecían en la entrada de la casa. Luego de que el lobo volviese al cuarto principal, retornando nuevamente como muchacho, el húsar descendió y el hijo de Feeg le mostró el cinturón mágico, pero el soldado no descubrió en éste nada inusual.
Más tarde, el húsar fue a ver a un guardia forestal de Klein-Krams y le contó lo que había vivido en casa de Feeg. Luego de oír la historia, el guardia, que siempre había estado presente en las grandes cacerías de Klein-Krams, pensó de inmediato en el hombre lobo al que nunca podía herirse. Creyó entonces ser capaz de matarlo.
En la próxima cacería, al tiempo que ponía una bala de plata heredada en el cañón de su rifle, les dijo a sus amigos: «¡Hoy el hombre lobo no se me escapará!». Sus compañeros lo miraron asombrados, pero él no dijo más.
Pronto comenzó la caza y no pasó mucho antes de que el lobo se mostrara nuevamente. Muchos de los cazadores le dispararon, pero nadie lo hirió. Finalmente, se acercó al guardia forestal, quien lo derribó. Todos pudieron ver que el lobo estaba herido, pero de un salto escapó hacia el pueblo. Los cazadores lo siguieron, pero el hombre lobo los dejó atrás y desapareció en la granja de Feeg.
En su búsqueda, los cazadores entraron en la casa, donde encontraron al lobo sobre la cama de la abuela. Lo reconocieron por la cola, que asomaba por debajo de las cobijas.
El lobo no era otro que la abuela de Feeg. Dolorida, se había olvidado de sacarse el cinturón y, de ese modo, había revelado su secreto.
Según declara, Bartsch oyó la próxima historia de labios del pastor Bassewitz, de Brütz, quien a su vez la oyó en 1844 de un viejo tropero de Siggelkow:
El hombre lobo de Vietlübbe
Hace muchos años vivió en Vietlübbe un rico granjero de nombre Schlüntz. Un día fue a Lübz y regresó a su casa por la noche. Cuando estaba entrando en un bosquecillo de abetos, su caballo se negó a continuar. El granjero vio repentinamente a un lobo que saltaba desde las zarzas y comenzaba a mordisquear al caballo. Este huyó al galope, no deteniéndose sino cuando perdió el resuello. Entonces el lobo saltó sobre el animal.
El granjero sabía que uno de sus vecinos tenía la reputación de ser un hechicero, y justo cuando el lobo estaba por morderle el cuello al caballo, gritó:
–Irnst Jacobs, ¿eres tú? Déjame decirte algo. ¡Escúchame, Irnst Jacobs!
Y cuando pronunció el nombre por tercera vez, su vecino apareció ante él, rogándole por Dios no revelar nada.
El granjero lo dejó ir. Fue su vecino el que había asumido la forma de lobo.
Bartsch también refiere la historia de una bruja que se convertía en loba:
Cierta vez una bruja iba cruzando un campo bajo la forma de loba para cautivar a las vacas de un granjero. Su marido salió a buscarla y, cuando vio a la loba, temió que pudiese tratarse de su esposa, de modo que preguntó:
– Marie, Marie, ¿qué estás haciendo acá?
Eso asustó a la mujer, que volvió a su forma humana.
Pero cuando el hombre se acercó a ella, todavía tenía pelos rojos en el cuello y en los pechos, y sus ojos aún conservaban el resplandor que tienen los ojos de los lobos.
La recopilación de historias tradicionales, leyendas y hechos curiosos que trascendieron el tiempo continuó en Alemania hasta bien entrado el siglo XX. Así lo demuestran las colecciones reunidas por F. Asmus y O. Knoop (1898), A. Haas (1904) y Karl Müllenhoff (1921). Con todo, resulta interesante el punto de vista de Julio Caro Baroja a propósito de estas antologías: «La investigación fue poco a poco rebajándose hasta convertirse en una 'collectanea', en una acumulación de datos más o menos divertida: casi siempre muy monótona y pocas veces adornada por alguna gracia especial».[80]
XXVIII
Literatura de ficción
Dejando de lado los relatos tradicionales, las crónicas y las reescrituras más o menos antropológicas de los cuentos folklóricos, a medida que transcurría el siglo XIX y que las poblaciones urbanas ponían cada vez mayor distancia entre ellas y los mitos rurales, la licantropía fue encontrando un nuevo nicho en la literatura de ficción. Esta, paulatinamente, se adueñó del tema, tratándolo desde todos los puntos de vista posibles, con más o menos arte, según las posibilidades de cada autor. Así, en ocasiones los licántropos fueron los protagonistas de la acción y, a veces, apenas su excusa.
De acuerdo con las excelentes notas de J. A. Molina Foíx –que preceden a cada uno de los cuentos incluidos en la antología Los hombres lobo–, «los primeros relatos [contemporáneos sobre licantropía] de los que se tienen noticias no aparecieron hasta la primera mitad del siglo pasado [XIX]. El más antiguo es de procedencia alemana, aunque sólo se conoce su posterior traducción inglesa. Se trata de un cuento escrito por Johann Apel en la primera década del siglo, que hacia 1840 alcanzó gran éxito en Inglaterra bajo el título de 'The Boar Wolf. En 1833 la revista The Story-Teller había publicado otro sin firma, 'The Wehr-Wolf', manifiestamente escrito años después que el anterior. Sin embargo, el primer gran clásico del género [...] es 'The White Wolf of the Hartz Mountains', publicado en 1837 por el inglés Frederick Marryat (1792-1848)».[81]
La cronología trazada por Molina Foix podría comenzar unos años antes, si se considerara uno de los episodios de The Albigenses, novela publicada por el irlandés Charles Maturin en 1824. Otros títulos clásicos son «Hughes, the Wer-Wolf» (1838), relato de Sutherland Menzies sobre un curioso hombre lobo inglés, y Wagner, the Wehr-Wolf (1846), novela de G. W. M. Reynolds que en nada menos que setenta y siete capítulos incluye tantas cosas que termina atentando contra lo narrado. De 1853 es el espléndido y curioso relato «Lokis. Le manuscrit du professeur Wittembach», de Prosper Merimée, que, en rigor, no trata exactamente sobre un caso de licantropía, aun cuando se apoye plenamente en el imaginario teñan trópico lituano. De 1859 es la novela Hugues le loup, escrita a cuatro manos por Emile Erckmann y Alexandre Chatrian.
Lejos de ser exhaustiva, la lista de autores y de textos podría proseguir con Charles de Coster (Werewolf, 1867), Robert Louis Stevenson («Olalla»; 1887), la inglesa Clemence Housman (The Werewolf; 1890), el francocanadiense Pamphile Lemay (Le loup-garou; 1896), Sir Gilbert Campbell («White Wolf of Kostopchin»; 1889), Rudyard Kipling («The Mark of the Beast»; 1889), etc.
Ya en pleno siglo XX, los nombres y las procedencias de los relatos se multiplican: Luigi Pirandello (autor de «Male di luna», relato aparecido por primera vez en el Corriere de la Sera, en 1913), Saki (quien frecuentó dos veces el tema; la última, con «The She Wholf», de 1914), Algernon Blackwood (quien dentro de la saga John Silence, Physician Extraordinary, publicó «The Camp of the Dog»), Jessie Douglas Kerruish (autor de The Undying Monster, de 1922), H. Warner Munn (quien, inspirado por Lovecraft, publicó en 1923, en la revista Weird Tales, la serie del «Werewolf from Ponkert»), el brasileño Raymundo Magalhaes (autor de la novela O lobisomem, de 1924), Greue La Spina (cuya novela Invaders from the Dark data de 1925), Oliver Onions (quien en 1929 publicó el cuento «The Master of the House»), Peter Fleming (hermano mayor de Ian Fleming y autor de «The Kill», de 1931), Guy Endore (autor que publicó en 1933 The Werewolf of Paris), Jack Mann (seudónimo de Evelyn Charles Vivian, quien publicó Grey Shapes en 1937), Geoffrey Household (quien incluyó el relato «Taboo» en su volumen The Salvation on Pisco Gabar & Other Stories, de 1939), Tommaso Landolfi (quien publico "II racconto del lupo mannaro" en la colección Il mar delle blatte ealtre storie, de 1939), Jack Williamson (autor de Darker than You Think, una de las más célebres novelas de licantropía estadounidenses, cuya primera versión, posteriormente ampliada, es de 1940), Franklin Gregory (autor de The White Wolf, de 1941), James Blish (quien escribió «There Shall Be No Darkness» en 1950), el francés Claude Seignolle (autor de varios volúmenes sobre el tema), Clifford Simak (The Werewolf principle, del967), Gene Wolfe («The Hero as Werewolf», de 1975), las argentinas Silvina Bullrich («El lobizón», en Historia de un silencio, del 976) y Sara Gallardo (que aborda el tema en uno de los cuentos de El país del humo, de 1977), etc. Aún contemporáneos Robert Stallman, Chelsea Quinn Yarbro, Whitney Srieber, Thomas Tessier, Tanith Lee, Stephen King, Peter Straub y Robert R. McCammon también escribieron sobre licántropos, aunque, en ocasiones –como en el caso de J. R. R. Tolkien[82] – se nombró de ese modo a criaturas que en muy poco se parecen a los hombres lobo tradicionales. En otras oportunidades, la mención se apoya apenas en la carga simbólica del término.[83]
Con todo, no es el objeto de este capítulo trazar una lista exhaustiva de los muchos cientos de textos y autores que recurrieron al hombre lobo, sino más bien llamar la atención sobre los alcances literarios de una antigua tradición. Por ello, a modo de ejemplo, se han elegido dos textos muy distintos que se sirven del tema de la licantropía. El primero corresponde a Guy de Maupassant, quien el 14 de noviembre de 1882 publicó «El lobo» en la revista Le Gaulois. Posteriormente, incluiría ese cuento en el volumen Claire de lune. Si bien el acento del relato no está exactamente puesto en la licantropía, Maupassant deja entrever en la figura del gigantesco lobo espectral los ecos de la bestia del Gévaudan. De hecho, la acción transcurre en Francia, en el mismo año en que comenzaron los ataques del animal histórico:
El lobo
Esto es lo que nos contó el viejo marqués d'Arville, terminada la cena de Saint-Hubert, en lo del barón de Ravels.
Ese día habíamos perseguido a un ciervo. El marqués era el único de los invitados que no tomó parte alguna en esa persecución, porque nunca cazaba.
Durante toda la comida apenas se había hablado de otra cosa que de las matanzas de animales. Hasta las mujeres se interesaban en los relatos sanguinarios y, a menudo, inverosímiles, y los oradores imitaban los ataques y las luchas contra las bestias, alzaban los brazos, hablaban con voces tonantes.
M. d'Arville hablaba bien, con cierta poesía un tanto ampulosa pero plena de efecto. Debió haber repetido con frecuencia esta historia, porque la contaba de corrido, sin dudar sobre las palabras elegidas con habilidad para causar el efecto buscado.
–Messieurs, jamás he cazudo, tampoco mi padre, ni mi abuelo ni mi bisabuelo. Este último fue hijo de un hombre que cazaba más que todos ustedes. Murió en 1764. Les diré cómo.
Se llamaba Jean, era casado, padre de ese niño que fue mi bisabuelo, y vivía con su hermano menor François d'Arville, en nuestro castillo de Lorena, en pleno bosque.
François, por amor a la caza, se había quedado soltero.
Sin tregua, sin descanso y sin respiro, ambos cazaban a lo largo de todo el año. Sólo eso les gustaba, no comprendían nada más, no hablaban de otra cosa, no vivían para nada más.
Su corazón albergaba esa pasión terrible, inexorable. Habiéndolos invadido por entero y no dejando espacio para ninguna otra, los consumía.
Habían prohibido que, por razón alguna, jamás se los fuera a molestar durante la cacería. Mi bisabuelo nació mientras su padre perseguía a un zorro, y Jean d'Arville, sin abandonar la persecución, profirió: «¡Maldita sea! ¡Ese pícaro bien podría haber esperado a que terminase!».
Su hermano François se mostraba aún más alucinado que él. Apenas se levantaba, iba a ver a los perros; luego, a los caballos; después, les disparaba a los pájaros en los alrededores del castillo hasta el momento de salir en busca de la caza mayor.
En la región se los llamaba M. Marqués y M. el Menor; los nobles de esa época no establecían en los títulos una jerarquía descendente, como la de la nobleza comprada de ahora; porque el hijo de un marqués no es conde, ni el hijo de un vizconde, barón, así como el hijo de un general no es coronel de nacimiento. Pero la mezquina vanidad de esta época se aprovecha de tal arreglo.
Vuelvo a mis ancestros.
Eran, parece, desmesuradamente altos, huesudos, peludos, violentos y vigorosos. El menor, más alto incluso que el mayor, tenía una voz tan potente que, según una leyenda de la que se enorgullecía, cuando gritaba, todas las hojas del bosque se agitaban.
Debía ser un espectáculo soberbio ver a esos dos gigantes montados sobre sus grandes cabalgaduras para salir de caza.
Ahora bien, hacia mitad del invierno de 1764, hizo un frío excesivo y los lobos se volvieron feroces.
Atacaban incluso hasta a los campesinos demorados, rondaban de noche alrededor de las casas, aullaban desde la caída del sol hasta el alba y despoblaban los establos.
Y pronto circuló un rumor. Se hablaba de un lobo colosal, de pelaje gris, casi blanco, que se había comido a dos niños, que había devorado el brazo de una mujer, matado a todos los perros guardianes de la región y que penetraba sin miedo en los corrales para husmear debajo de las puertas. Todos los habitantes afirmaban haber sentido su aliento, que hacía vacilar la llama de las luces. Y pronto cundió el pánico en toda la provincia. Nadie se aventuraba a salir a partir del crepúsculo. Las tinieblas parecían pobladas por la imagen de aquella bestia.
Los hermanos d'Arville resolvieron encontrarla y matarla, e invitaron a participar en las batidas a todos los nobles de la región.
Fue en vano. Por más que se recorrieron los bosques, que se buscó en los matorrales, jamás se la encontraba. Se mataba lobos, pero no a ése. Y cada noche, después de la batida, como para vengarse, el animal atacaba a algún viajero o devoraba al ganado, siempre lejos del lugar donde se lo había buscado.
Una noche, finalmente, penetró en el chiquero del castillo d'Arville y se comió a los dos mejores cerdos.
Los dos hermanos ardieron de cólera, considerando que ese ataque era una bravata del monstruo, un insulto directo, un desafío. Con el corazón pleno de furias y sus perros más resistentes, habituados a perseguir a bestias temibles, se dispusieron a cazar al lobo.
Desde la aurora hasta la hora en que el sol empurpurado descendió detrás de los altos árboles pelados, batieron inútilmente las malezas.
Al fin, furiosos y desolados, ambos volvían al paso, por un camino bordeado por arbustos, sorprendidos de que ese lobo hubiese burlado todas sus trampas, repentinamente poseídos por una suerte de misterioso temor.
El mayor decía:
–Esa bestia no se parece en nada a las demás. Se diría que piensa como una persona.
El menor respondió:
–Tal vez deberíamos hacer bendecir una bala por nuestro primo el obispo, o rogarle a algún sacerdote que pronuncie las palabras que corresponden.
Luego se callaron.
Jean prosiguió:
–Mira el sol, qué rojo. Ese gran lobo causará algún daño esta noche.
Apenas había acabado de hablar, cuando su caballo se encabritó; el de François se puso a girar. Un gran matorral cubierto de hojas secas se abrió ante ellos y una bestia colosal, muy gris, surgió de allí y se internó en el bosque.
Ambos lanzaron una especie de gruñido de alegría y, encogiéndose sobre los pescuezos de sus enormes caballos, los lanzaron a la carrera, impulsándolos de tal modo con todo su cuerpo, excitándolos, arrastrándolos, enloqueciéndolos con la voz, con el movimiento y con las espuelas que los fornidos jinetes parecían llevar esas bestias pesadas entre los muslos, como si volasen.
Iban así, con el vientre contra la tierra, destrozando las zarzas, cortando los barrancos, trepándose a las pendientes, descendiendo por las gargantas y haciendo sonar el cuerno a todo pulmón para atraer a su gente y a los perros.
Y hete aquí que, de repente, en aquella loca carrera, mi tatarabuelo chocó de frente con una rama enorme que le hundió el cráneo, y cayó muerto cuan largo era, mientras – su caballo enloquecido se desbocaba, desaparecía en la sombra que envolvía al bosque.
El menor de los d'Arville se detuvo en seco, saltó a tierra, tomó a su hermano entre los brazos y vio que, de la herida, le manaba sangre y le asomaba el cerebro.
Entonces se sentó cerca del cuerpo, posó sobre sus rodillas la cabeza desfigurada y roja y esperó, contemplando el rostro inmóvil de su hermano mayor. Poco a poco lo fue invadiendo el miedo, un miedo singular que hasta entonces jamás había sentido, el miedo de la sombra, el miedo de la soledad, el miedo del bosque desierto y también el miedo al lobo fantástico que acababa de matar a su hermano para vengarse de ellos.
Las tinieblas se espesaban, el frío agudo hacía crujir los árboles. François se levantó, estremeciéndose, incapaz de permanecer allí por más tiempo, sintiéndose casi desfallecer. No se oía nada más, ni los ladridos de los perros ni el sonido del corno; todo estaba mudo en el horizonte invisible, y ese silencio triste de la tarde helada tenía algo de intimidante y extraño.
Tomó con sus manos de coloso el gran cuerpo de Jean, lo alzó y lo acostó sobre la silla para llevarlo de vuelta al castillo; luego, se puso lentamente en marcha, con el espíritu perturbado, como ensombrecido, perseguido por imágenes horribles y sorprendentes.
Y, bruscamente, pasó una forma por el sendero invadido por la noche. Era la bestia. Un sacudón de espanto agitó al cazador, algo frío, como una gota de agua, que se deslizó por su espalda y, como un monje obsesionado con el diablo, se hizo la señal de la cruz, enajenado por esa vuelta brusca del temido merodeador. Pero sus ojos volvieron sobre el cuerpo inerte acostado delante de él y, pasando bruscamente del miedo a la ira, lanzó un rugido de furia desmedida.
Entonces acicateó a su caballo y se lanzó tras el lobo.
Lo siguió por montes, barrancos y oquedades, atravesando bosques que no reconocía, con la mirada fija sobre la mancha blanca que huía en la noche descendida sobre la tierra.
Su cabalgadura también parecía animada por una fuerza y un ardor desconocidos. Galopaba con el cuello tenso, siempre derecho, golpeando contra árboles y rocas la cabeza y los pies del muerto atravesado sobre la silla. Las zarzas le arrancaban los cabellos; la frente, golpeando contra troncos enormes, los salpicaba de sangre; las espuelas destrozaban los pedazos de corteza.
Y, de pronto, el animal y el jinete salieron del bosque y se encaminaron hacia un valle, cuando la luna se alzaba por encima de los montes. Ese valle era pedregoso y estaba cerrado por rocas enormes, sin salida posible. Y el lobo, acorralado, se volvió.
François lanzó entonces un aullido de alegría que el eco repitió como si rodase un trueno, y saltó del caballo, empuñando el machete.
La bestia, con los pelos erizados y el lomo arqueado, lo aguardaba; sus ojos refulgían como dos estrellas. Pero, antes de librar su pelea, el fornido cazador, tomando el cuerpo de su hermano, lo sentó sobre una roca y, sosteniéndole con dos piedras la cabeza, que ya no era más que una mancha sanguinolenta, le gritó al oído, como si le hablase a un sordo: «¡Mira, Jean! ¡Mira esto!».
Se lanzó luego sobre el monstruo. Se sentía fuerte como para derribar una montaña, como para triturar piedras con las manos. La bestia quiso morderlo, buscando su vientre con el hocico, pero él la había atrapado por el cuello, sin siquiera haberse servido del arma, y lentamente la estrangulaba, sintiendo cómo se detenían su respiración en la garganta y los latidos del corazón. Y él se reía, gozando enajenado, apretando cada vez más con su abrazo formidable, gritando en un delirio de alegría: «¡Mira, Jean, mira!». Cesó toda resistencia; el cuerpo del lobo se volvió fláccido. Había muerto. Entonces, François, tomándolo en sus brazos, lo levantó y lo fue a arrojar a los pies de su hermano mayor, repitiendo con una voz enternecida: «¡Aquí tienes, mi pequeño Jean. Acá está!».
Luego acomodó sobre la silla los dos cadáveres, uno sobre el otro, y se puso en marcha.
Volvió al castillo, riéndose y llorando, como Gargantúa cuando nació Pantagruel, lanzando gritos de triunfo y bailoteando de alegría al contar la muerte del animal, y gimiendo y tirándose de la barba al contar la de su hermano.
Y, con frecuencia, más tarde, cuando volvía a hablar de ese día, decía con lágrimas en los ojos: «Estoy seguro de que, si ese pobre de Jean me hubiese podido ver estrangular al otro, se habría muerto contento».
La viuda de mi tartarabuelo le inculcó a su hijo huérfano el horror a la caza, que se transmitió de padre a hijo, hasta llegar a mí.
El marqués d'Arville ya no habló. Alguien le preguntó:
–¿Esa historia es una leyenda, no?
Y él respondió:
–Le juro que es verdad de un extremo al otro.
Entonces, una mujer declaró con su vocecita:
–Da lo mismo, es hermoso sentir pasiones semejantes.[84]
Escrito por Saki (Hector H. Munro; 1864-1916) y publicado en Reginald in Russia (1910), «Gabriel-Ernest» es acaso uno de los más interesantes cuentos que se sirven de la licantropía para presentar y criticar solapadamente la moral burguesa. A casi un siglo de su aparición, no ha perdido nada de su eficacia:
Gabriel-Ernest
–En sus bosques hay una bestia salvaje –dijo el artista Cunningham, cuando lo estaban llevando a la estación. Fue la única observación que hizo durante el viaje, pero como : Van Cheele había hablado sin cesar, el silencio de su com–
pañero no se había notado.
–Un zorro perdido y algunas comadrejas del lugar. Nada más importante –dijo Van Cheele.
El artista no dijo nada.
–¿Qué quiso decir con eso de una bestia salvaje? –preguntó Van Cheele más tarde, cuando estaban en el andén.
–Nada. Mi imaginación. Aquí llega el tren –dijo Cunningham.
Esa tarde Van Cheele fue a dar uno de sus frecuentes paseos por el bosque que tenía en su propiedad. En su estudio tenía un ave embalsamada y sabía los nombres de bastantes flores silvestres, por lo que posiblemente se justificara que su tía lo describiera como un gran naturalista. En todo caso, era un gran caminador. Tenía por costumbre tomar notas mentales de todo lo que veía durante sus paseos, no tanto con el propósito de asistir a la ciencia contemporánea como para tener más tarde tema de conversación. Cuando los jacintos comenzaron a mostrarse en flor, se encargó de informar el hecho a todo el mundo; la época del año quizás podría haber alertado a sus oyentes de la posibilidad de que sucediera tal cosa, pero sus oyentes al menos sabían que estaba siendo absolutamente franco con ellos.
Sin embargo, lo que Van Cheele vio esa tarde en particular era algo que estaba mucho más allá de su campo ordinario de experiencia. En un claro de un bosquecillo de robles, sobre una piedra lisa, que sobresalía de una charca profunda, un muchacho de unos dieciséis años yacía despatarrado, secándose ostentosamente al sol sus miembros húmedos y marrones. Su cabello mojado, peinado al medio por una reciente zambullida, colgaba de su cabeza, y sus ojos castaños claros, tan claros que casi había un resplandor atigrado en ellos, se volvieron hacia Van Cheele con una perezosa atención. Era una aparición inesperada y Van Cheele se descubrió empeñado en el novedoso proceso de pensar antes de hablar. ¿De qué lugar de la tierra podría ser ese muchacho de aspecto salvaje? La mujer del molinero había perdido un hijo unos dos meses atrás, que había sido arrastrado por el canal del molino, pero se trataba de una criatura, no de un jovencito crecido.
–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó. –Obviamente, tomando sol –replicó el muchacho. –¿Adonde vives?
–Acá, en estos bosques.
–No puedes vivir en los bosques –dijo Van Cheele.
–Son unos bosques muy lindos –dijo el muchacho, con una pizca de condescendencia en la voz.
–Pero, ¿dónde duermes de noche?
–De noche no duermo; es cuando más ocupado estoy.
Van Cheele empezó a experimentar la irritante sensación de que estaba lidiando con un problema que lo eludía.
–¿De qué te alimentas? –preguntó.
–Carne –dijo el muchacho, que pronunció la palabra con lenta fruición, como si la estuviera saboreando.
–¡Carne! ¿Qué carne?
–Dado que le interesa, conejos, aves de caza, liebres, aves de corral, ovejas cuando es la época, niños cuando puedo agenciarme uno; por lo general, están demasiado bien guardados de noche, cuando llevo a cabo la mayor parte de mis cacerías. Ya pasaron dos meses desde la última vez que probé carne de niño.
Ignorando la naturaleza burlona de esa última observación, Van Cheele trató de sonsacar al muchacho el tema de posibles operaciones de caza furtiva.
–Cuando hablas de alimentarte de liebres, estás hablando más bien por hablar. Nuestras liebres no son fáciles de atrapar.
–De noche cazo en cuatro patas –fue la respuesta algo críptica.
–Supongo que quieres decir que cazas con un perro –aventuró Van Cheele.
El muchacho lentamente se puso boca arriba y se rió con una risa extraña y baja, que era agradable como una risa entre dientes y desagradable como un gruñido.
–No me imagino que ningún perro se sintiera ansioso de buscar mi compañía, especialmente de noche.
Van Cheele empezó a sentir que había algo positivamente raro en el jovencito de mirada y charla extrañas.
–No puedo permitir que te quedes en estos bosques –declaró autoritariamente.
–Supongo que es mejor que me tenga aquí que en su casa –dijo el muchacho.
La perspectiva de ese animal salvaje y desnudo en la casa primorosamente ordenada de Van Cheele era, por cierto, alarmante.
–Si no te vas, haré que te echen –dijo Van Cheele. El muchacho se dio vuelta como un rayo, se sumergió en la charca y, en un instante, puso su cuerpo mojado y refulgente a mitad de camino de la orilla en la que estaba Van Cheele. En una nutria el movimiento no habría sido notable pero a Van Cheele le pareció suficientemente asombroso para un muchacho. Su pie resbaló como si hubiese retrocedido involuntariamente y se sorprendió a sí mismo casi postrado sobre la resbaladiza orilla cubierta de maleza, con esos ojos amarillos y atigrados no muy lejos de los suyos. Casi instintivamente levantó la mano hacia su garganta. El muchacho volvió a reírse, una risa en la que el gruñido había casi desterrado a la risa ahogada, y luego, con otro de sus asombrosos movimientos velocísimos, desapareció de la vista, perdiéndose en una flexible maraña de matas y heléchos.
–¡Qué animal salvaje extraordinario! –dijo Van Cheele, mientras se levantaba. Y entonces recordó la observación que le había hecho Cunningham: «En sus bosques hay una bestia salvaje».
Caminando lentamente hacia la casa, Van Cheele comenzó a considerar varios acontecimientos locales que podrían atribuirse a la existencia de ese sorprendente muchacho salvaje.
Últimamente, algo había estado reduciendo la caza en los bosques, habían faltado aves de corral de las granjas, las liebres estaban resultando muy escasas y le habían llegado quejas de que habían desaparecido ovejas de las colinas. ¿Era posible que ese jovencito salvaje realmente estuviese cazando en el campo, acompañado por algún perro inteligente y furtivo? Había hablado de cazar de noche «en cuatro patas», pero entonces, había insinuado extrañamente que ningún perro se le acercaría, «especialmente de noche». Era, por cierto, intrigante. Y entonces, mientras Van Cheele recorría mentalmente las varias depredaciones que se habían cometido durante el último mes o dos, se detuvo en seco, tanto en su paseo como en sus especulaciones. En el caso del niño que había desaparecido en el molino, hacía dos meses, la teoría aceptada era que se había caído al canal del molino y que fue arrastrado; pero la madre siempre había declarado que había oído un grito en la colina que estaba a uno de los lados de la casa, en dirección opuesta a la del agua. Era impensable, claro, pero Van Cheele deseaba que el muchacho no hubiera hecho esa extraña observación sobre la carne de niño que había comido dos meses atrás. Esas cosas horribles no debían decirse ni siquiera en broma.
Contrariamente a su costumbre, Van Cheele no se sintió dispuesto a ser comunicativo a propósito de su hallazgo del bosque. Su posición como concejal y juez de paz de la parroquia iba a parecer un tanto comprometida por el hecho de que estuviera dando refugio en su propiedad a una personalidad de tan dudosa reputación; existía incluso la posibilidad de que le dejaran en la puerta una abultada cuenta por los daños provocados a las ovejas y las aves de corral desaparecidas. Esa noche, durante la cena, estuvo inusualmente silencioso.
–¿Qué le pasó a tu voz? –preguntó su tía–. Se diría que has visto un lobo.
Van Cheele, quien no estaba familiarizado con ese antiguo refrán, pensó que la observación era bastante tonta; si hubiese visto un lobo en su propiedad, su lengua habría estado extraordinariamente ocupada con el tema.
Durante el desayuno, a la mañana siguiente, Van Cheele era consciente de que su sensación de intranquilidad respecto del episodio del día anterior no había desaparecido porentero, y se decidió a tomar el tren hasta el pueblo vecino, buscar a Cunningham y enterarse por él qué era lo que realmente había visto que lo llevase a hacer aquella observación sobre una bestia salvaje en los bosques. Habiendo tomado tal resolución, su usual jovialidad regresó parcialmente, y mientras se dirigía despreocupado hacia la sala para fumar su cigarrillo matinal, tarareó una alegre melodía. Cuando entró al cuarto, la melodía dejó abruptamente lugar a una invocación pía. Graciosamente desparramado sobre la otomana, el muchacho de los bosques estaba en una actitud de casi exagerado reposo. Estaba más seco que cuando Van Cheele lo había visto por última vez, pero su apariencia no presentaba ninguna otra alteración verificable.
–¿Cómo te atreves a venir a acá? –preguntó Van Cheele con furia.
–Me dijo que no me quedara en los bosques –respondió tranquilo el muchacho.
–Pero no que vinieras aquí. ¿Y si te viera mi tía? Y en vistas a minimizar esa catástrofe, Van Cheele rápidamente ocultó todo lo que pudo de su no deseado huésped debajo de las páginas de un Morning Post. En ese momento, entró la tía al cuarto.
–Es un pobre muchacho que se ha perdido, y que perdió la memoria. No sabe quién es ni de dónde viene –explicó Van Cheele desesperadamente, mirando aprensivamente el rostro del joven perdido para ver si iba a agregar un conveniente candor a sus otras propensiones salvajes.
Miss Van Cheele se mostró enormemente interesada. –Tal vez tenga algún nombre en la ropa interior –sugirió. –Parece haberla perdido casi toda –dijo Van Cheele, tratando frenéticamente de que el Morning Post se mantuviese en su lugar.
A Miss Van Cheele un muchacho desnudo y desamparado le producía tanto interés como un gatito perdido o un perrito abandonado,
–Debemos hacer todo lo que podamos por él –decidió y, de inmediato, despachó un mensajero a la casa del párroco –donde había un muchachito que lo asistía–, que volvió con un traje y con una camisa, zapatos, un cuello, etc. Vestido, limpio y arreglado, a los ojos de Van Cheele el muchacho no perdió nada de su rareza, pero a la tía le pareció agradable.
–Tenemos que llamarlo de algún modo hasta que sepamos quién es en realidad –dijo–. Gabriel-Ernest, creo; son nombres lindos y apropiados.
Van Cheele estuvo de acuerdo, pero privadamente dudaba de si se le habían dado al muchacho apropiado. Sus recelos no disminuyeron cuando su tranquilo y viejo spaniel había salido corriendo de la casa apenas entró el muchacho, y ahora permanecía temblando y ladrando obstinadamente en la parte más alejada del huerto, mientras que el canario, por lo general tan vocalmente industrioso como el mismo Van Cheele, se había limitado a piar aterrado. Más que nunca, Van Cheele estaba resuelto a consultar a Cunningham sin pérdida de tiempo.
Cuando salía para la estación, su tía estaba haciendo arreglos para que Gabriel-Ernest la ayudara a entretener a los niños que asistían a sus clases de catecismo esa tarde, a la hora del té.
Cunningham, al principio, no parecía dispuesto a ser comunicativo.
–Mi madre murió de algún problema cerebral –explicó–, de modo que entenderá por qué soy reacio a pensar en cualquier cosa de naturaleza extremadamente fantástica que pueda ver o pensar haber visto.
–Pero, ¿c\ué Jue lo que vio? –insistió Van Cheele.
–Lo que creí haber visto fue algo tan extraordinario que ningún hombre realmente en su sano juicio podría otorgarle el crédito de que realmente haya ocurrido. La última noche que estuve en su casa, estaba yo medio oculto por el seto de espino que hay en la puerta del huerto, observando los últimos resplandores del crepúsculo. De pronto, vi a un muchacho desnudo; lo tomé por un bañista de alguna charca vecina, de pie, sobre la colina, observando también la puesta del sol. Su postura sugería tanto la de un fauno salvaje del mito pagano que, instantáneamente, quise contratarlo como modelo. Pero, justo en ese momento, el sol desapareció de la vista, y todo el naranja y el rosa desaparecieron del paisaje, dejándolo frío y gris. Y en ese mismo momento ocurrió una cosa sorprendente: ¡el muchacho también desapareció!
–¿Qué? ¿Desapareció en la nada? –preguntó Van Cheele con excitación.
–No; ésta es la parte horrible del asunto –respondió el artista–; sobre la ladera de la colina, donde el muchacho había estado un segundo antes, había un enorme lobo, de color negro, con colmillos brillantes y ojos crueles y amarillos. Uno pensaría...
Pero algo tan fútil como el pensamiento no detuvo a Van Cheele. Ya estaba saliendo a toda velocidad hacia la estación. Desechó la idea de un telegrama: «Gabriel-Ernest es un hombre lobo» era un esfuerzo desesperadamente inadecuado para transmitir la situación, y su tía pensaría que se trataba de un mensaje escrito en un código del cual había omitido la clave. Su única esperanza era que pudiese llegar a la casa antes de la caída del sol. El taxi que había contratado en el otro extremo del trayecto en tren lo llevó, con lo que parecía una exasperante lentitud, por los caminos rurales, que estaban rosados y malva por los arreboles del sol poniente. Cuando llegó, su tía estaba retirando algunas mermeladas y pasteles sin acabar.
–¿Dónde está Gabriel-Ernest? –casi gritó. –Está llevando a su casa al hijito de los Toop –dijo la tía–. Se estaba haciendo tarde y pensé que no era seguro dejar que fuese solo. Qué adorable atardecer, ¿no?
Pero Van Cheele, aunque no ajeno al resplandor en el cielo del Oeste, no se quedó a discutir su belleza. A una velocidad para la cual apenas estaba equipado, corrió por el estrecho sendero que llevaba a la casa de los Toop. A un lado, corría la rápida corriente del canal del molino; al otro, se extendía la ladera desnuda de la colina. El menguado borde del sol rojo aún se veía sobre la línea del horizonte, y la próxima vuelta del camino debía dejarle ver a la heterogénea pareja que estaba persiguiendo. Entonces, el color abandonó repentinamente las cosas y una luz gris se instaló con un rápido estremecimiento sobre el paisaje. Van Cheele oyó un agudo chillido de miedo y dejó de correr.
No se volvió a saber del hijo de los Toop ni de Gabriel-Ernest, pero las vestimentas que este último se sacó fueron halladas sobre el camino, de modo que se supuso que el niño había caído al agua y que el muchacho se había desvestido y zambullido, en una vana tentativa de salvarlo. Van Cheele y algunos trabajadores que en ese momento estaban cerca declararon haber oído el grito de un niño, exactamente cerca del lugar donde fueron encontradas las ropas. Mrs. Toop, quien tenía otros once hijos, se resignó bastante bien a su dolor, pero Miss Van Cheele lloró sinceramente la pérdida de su protegido. Por su iniciativa, se colocó en la iglesia parroquial una placa para «Gabriel-Ernest, un muchacho desconocido, quien sacrificó valientemente su vida por otro».
Van Cheele dejó que su tía lo hiciera, pero se negó de plano a contribuir para la placa de bronce.[85]
XXIX
Hollywood, los nazis
y la banalización del mito
Como era de esperarse, la consagración de los hombres lobo en el universo de la cultura popular contemporánea llegó con el cine. La primera película muda sobre el tema fue The Werewolf, de 1913. Desde entonces se han filmado más de un centenar de películas cuyo tema es la licantropía o cuyos protagonistas son licántropos. Por supuesto, muy pocas pueden considerarse obras realmente artísticas. Pero más allá de las consideraciones de orden estético, conviene establecer algunas precisiones.
Pese a que lo preceden varios filmes sobre el tema, el que fijó el paradigma de los futuros hombres lobo fue The Wolf Man (1941). Dirigida por George Waggnery con la actuación de Lon Chaneyjr., la película debe su importancia al guión de Curt Siodmak (1902-2000). Autor de novelas policiales y de ciencia ficción, Curt Siodmak nació y se educó en Alemania, donde trabajó como periodista. En 1926, mientras cubría la filmación de Metrópolis, de Fritz Lang, se interesó seriamente en el cine. Tres años más tarde Robert Siodmak, su hermano mayor, filmó el guión de Menschen am Sonntag, que el joven Curt escribió conjuntamente con su amigo Billy Wilder. Con el advenimiento de los nazis, el clima se volvió irrespirable y, como tantos otros intelectuales, Curt Siodmak se vio obligado a escapar, primero a Suiza, luego a Inglaterra y, finalmente, a los Estados Unidos, donde llegó en 1937. Instalado en Hollywood, Siodmak comenzó a trabajar como guionista para los estudios Universal. Uno de sus primeros guiones fue, justamente, el de The Wolf Man.
Ahora bien, seguramente, como alemán, no podía desconocer las características que en su país se les atribuían a los hombres lobo. Sin embargo, en su país de adopción, decidió adaptar para sus fines sólo lo que le servía –o lo que el público estadounidense podía digerir– y completar el resto de la leyenda con elementos de su propia invención. Quedaron así planteadas como privativas del hombre lobo dos características apenas insinuadas en el folklore: la transformación en las noches de luna llena y la bala de plata como único vehículo para darle muerte. A ello, y por razones más bien decorativas, se agregan la utilización del pentagrama como símbolo del licántropo, y el temor del hombre lobo al acónito, una planta medicinal, de semillas venenosas y flores azules y blancas, que crece en las montañas. Para reforzar este último elemento, Siodmakhizo que Maria Ouspenskaya, quien en la película representaba el papel de la gitana Maleva, dijera los siguientes versos, hoy clásicos:
Even a man who is pure of heart
And says his prayers by night
Can become a wolf when the wolfane blooms
And the moon is full and brigh[86]
Por todo comentario a esos versos, muchos años más tarde, Siodmak le confesó a Keith Alan Deutsch, de la revista Black Mask: «Yo escribí ese poemita. Y ahora la gente cree que forma parte del folklore europeo». Lo mismo puede decirse de todo lo demás, a tal punto que durante décadas el cine seguiría las pautas fijadas por Siodmak, que llegarían a contaminar incluso otras esferas de la cultura popular.
Conviene aquí reparar en otro aspecto del hombre lobo de Siodmak, acaso más profundo que todos los anteriores. A diferencia de la mayoría de los licántropos históricos, el personaje de Lon Chaney Jr. sabe que, con la luna llena, va a matar y, por lo tanto, desea morir antes de que tal cosa ocurra. Más humano que la mayoría de las personas que lo rodean, su gran problema es, precisamente, la diferencia. En consecuencia, si se tiene en cuenta el contexto histórico en el que surgió tal personaje, su existencia resulta mucho más inquietante. Salvo raras excepciones[87], el hombre lobo en el cine nunca más volvió a estar a la altura de las circunstancias y, poco a poco, quedó confinado a películas de clase B y Z.
Como a la mayoría de los seres mitológicos, la cultura popular contemporánea les reservó a los hombres lobo otros destinos igualmente patéticos, sino abiertamente degradantes. En este último sentido, fue y sigue siendo frecuente su identificación con individuos o con grupos políticos asociados con las diversas formas del totalitarismo. A modo de ejemplo baste recordar la creación, en los últimos días del Tercer Reich, de la Orden Wehrwolf (también mencionada como Wehrwölfe o Werwolf; en todos los casos "hombre lobo"), comandada por el SS-Obergruppenführer Hans Pruetzmann. Se trataba de un grupo paramilitar que, a modo de guerrilla urbana, colaboraba con la Wehrmacht, atacando a los aliados detrás de sus líneas. Sus integrantes eran niños y muchachitos de ocho a diecisiete años, reclutados entre los miembros más fanatizados de la juventud hitlerista. Tal vez en recuerdo de los mismos varias agrupaciones actuales de la ultraderecha europea y estadounidense hacen gala del mismo nombre.
Las historietas –como Werewolf by Night, publicada por Marvel Comics entre 1971 y 1974–, los juegos de rol[88] y de cartas –como Night Life, Werewolf: The Apocalypse o Rage, para citar unos pocos– e incluso la new age, con sus seminarios para casi todo y sus dudosas ceremonias seudochamánicas, también han encontrado en la figura de los licántropos un buen filón que, como todo lo sobreexplotado, ha perdido cualquier atisbo de emoción. Dicho de otro modo, lo que no logró la Inquisición lo consiguieron sin problema las manifestaciones más bastardas y estúpidas del capitalismo.
Hoy en día, la palabra «licantropía» sirve apenas para nombrar una serie de síntomas asociados a cierto tipo de disturbios mentales, definidos por los psiquiatras anglosajones.[89]
XXX
Hombres lobo de Latinoamérica
Uno de los principales problemas con que nos enfrentamos al tratar de estudiar el mito del hombre lobo en Latinoamérica es que, a excepción de México, acá no hay lobos.[90] El inconveniente, claro, puede sortearse con facilidad importando una tradición del todo ajena. Es lo que, con variaciones respecto del original, hicieron Brasil y Argentina, sumando así la licantropía a las otras transformaciones zooantrópicas ya existentes antes de la llegada de los europeos.
Naturalista, etnólogo y folklorista, Juan Bautista Ambrosetti (1865-1917), en un artículo publicado en 1896 habla del lobisome. Comienza citando unos versos, oídos en Brasil: Dentro do meu peito tenho / Una dor que me consomé; / Ando comprindo o meu fado / En trages de lobisome:
Los versos anteriores, que oí cantar una vez en la provincia de Río Grande del Sur a un paisano, en un baile, me llamaron fuertemente la atención, sobre todo la palabra «lobisome», cuyo significado traté de averiguar. Mucha extrañeza causó mi pregunta sobre una cosa tan sabida por allí, y a fuerza de insistencia, conseguí que se me diera la siguiente explicación:
El ser lobisome es condición fatal del séptimo hijo varón seguido, y, si es la séptima hija mujer seguida, será en vez bruja.
El lobisome es la metamorfosis que sufre el varón en un animal parecido al perro y al cerdo, con grandes orejas que le tapan la cara y con las que produce un ruido especial. Su color varía en bayo o negro, según sea el individuo blanco o negro.
Todos los viernes, a las doce de la noche, que es cuando se produce esa transformación, sale el lobisome para dirigirse a los estercoleros y gallineros, donde come excrementos de toda clase, que constituyen su principal alimento, como también las criaturas aún no bautizadas.
En estas correrías sostiene formidables combates con los perros, que, a pesar de su destreza, nunca pueden hacerle nada, pues el lobisome los aterroriza con el ruido producido con sus grandes orejas.
Si alguno de noche encontrase al lobisome, y sin conocerlo lo hiriese, inmediatamente cesaría el encanto y recobraría su forma primitiva de hombre manifestándole, en medio de las más vivas protestas, su profunda gratitud por haber hecho desaparecer la fatalidad que pesaba sobre él.
La gratitud del lobisome redimido es, sin embargo, de las más funestas consecuencias, pues tratará de exterminar, por todos los medios posibles, a su bienhechor. De modo que lo mejor, cuando se lo encuentra, es matarlo sin exponerse a esas desagradables gratitudes.
El individuo que es lobisome, por lo general, es delgado, alto, de mal color y enfermo del estómago, pues dicen que, dada su alimentación, es consiguiente esta afección, y todos los sábados tiene que guardar cama forzosamente, como resultado de las aventuras de la noche pasada.
Esta creencia está tan arraigada entre alguna de esa gente que no sólo asegura haber visto, sino que también, con gran misterio, señala al individuo sindicado de lobisome, mostrándolo con recelo, y hace de ese hombre una especie de paria.[91]
La descripción de Ambrosetti –que vale tanto para las provincias argentinas del Noreste como para los estados del sur de Brasil– se inspira en una leyenda anterior, probablemente portuguesa. Según se ha visto, en el caso de los hombres lobo de Portugal también estaba presente la cuestión del séptimo hijo varón.
Los brasileños, no obstante, van a incluir como disparadoras de la transformación otras circunstancias; por ejemplo, ser hijo del adulterio o del incesto, ser el primer varón nacido después de una serie de siete mujeres y sufrir distintas enfermedades (paludismo, anemia, etc.). En este último caso, el licántropo, claro, necesita sangre ajena para recuperar la salud perdida. A la lista de posibles agravantes conviene sumar la excomunión de los padres.
El lobisome brasileño puede volver a su antigua condición de hombre si se lo hiere hasta hacerlo sangrar. En ese momento se hará presente el diablo para lamer la sangre derramada. Ahora bien, quien lo libere no debe dejarse mojar por la sangre de la bestia o seguirá sus pasos, iniciando un nuevo ciclo.
En el caso de los lobizones argentinos, las variaciones locales se plantean ya en la manera de nombrarlos: "lobisome", "lobisonte", "bisón", "bolisón", "luisome", "luisón", "horizonte" son algunas de las variantes registradas por la antropóloga Berta E. Vidal de Battini en las provincias argentinas de Formosa, Chaco, Misiones, Corrientes, Entre Ríos, Santa Fe y Buenos Aires.
De acuerdo con la folkloróloga Martha Blache,
Al Luisón se lo puede percibir como hombre o como animal. Por lo general, su aspecto es enfermizo y endeble. Lo describen como a una persona de acentuada palidez, de tez amarillenta, ojerosa, con párpados hinchados y con olor nauseabundo. Con menor frecuencia se lo representa con cabellos y uñas largos, totalmente velludo o con eczemas en el rostro. En ocasiones, los perros lo siguen. En su estado humano, los informantes resaltan la falta de vigor del Luisón, en tanto que otros lo presentan como a un hombre con tendencia hacia las formas animales.
Todos los entrevistados coinciden en que el Luisón se puede transformar en un perro. [...] Como animal, el Luisón tiene características peculiares: es más grande que un perro común, de un color obscuro o negro; tiene pelo largo, orejas grandes y una mirada llameante que hipnotiza. A veces se lo percibe como a un perro furioso, al cual no le crece el pelo en la frente y que camina con la cabeza agachada.[92]
Entre los testimonios reunidos por Vidal de Battini para el octavo tomo de Cuentos y leyendas populares de la Argentina, vale la pena reproducir el siguiente, correspondiente al formoseño Juan León Pereyra, quien en 1954 contó que su vecino, cierta medianoche, oyó que los perros ladraban:
Se levantó a ver qué era. Y vio que el lobizón entró en la quinta de él. Y la señora le dijo si no quería el fusil. Y él le dijo que no le traiga porque no se tiene que matar si no tiene la bala bendecida en tres iglesias. Y tampoco dijo que la linterna iba a alumbrar, porque si no tiene la pila bendecida no alumbra. Y el seño.r lo vio que salió y se revolcó en la arena, y como un perro se levantó y se jué derecho al cementerio. Y los viernes y los sábados sale eso. A la medianoche sale. Ése es el lobizón. Todos saben.[93]
También resulta interesante el testimonio ofrecido en 1953 por el chaqueño José Silvero:
En mi casa contaba una sirvienta que ella conocía una señora que se había casado con un lobizón y que una vuelta le había pasado un caso muy terrible.
A la señora le habían dicho que su esposo era lobizón, pero ella no creía. Dice que una noche había ido a buscar provista [provisiones] a la almacén y andaba con una pañoleta celeste. Dice que un perro grande le saltó y se le prendió de la pañoleta. Dice que después el perro la dejó.
Dice que al volver a la casa le vio al marido entre los dientes pedazos de hilos celestes y entonces se dio cuenta que era lobizón y se disparó.[94]
Luis Maidana, también de Chaco y en ese mismo año, dio su propia versión:
Este caso me sucedió a mí. Todas las noches entraba en el depósito donde yo era sereno un perro grande y negro, pero nunca lo veía salir. Entonce una noche convidé a otro muchacho para poder atraparle poniendo una trampa. Y cuando vimos que entró, le prendimos llave, y dejamos para revisar a la mañana siguiente. Pero como se sentía gran movimiento en el cuarto, llamamos a la policía. Y el policía tampoco se animó a revisar, y dejamos para cuando amanezca. Y al otro día abrieron la puerta y se apareció un hombre sentado de cusquilla [en cuclillas], y ése era el sétimo hijo de una familia del pueblo.
El lobizón se alimenta de estiércol de gallina y de osamentas. Para convertirse en lobizón la persona da siete saleros [vueltas] sobre un cuero de vaca o sobre la tierra y tiene que decir unas palabras que son de brujería. Y para volver a ser persona vuelve a dar otras siete vueltas y decir otras palabras.
Cuando está en forma de lobizón tiene la maña [habilidad] de asustar a las personas y las puede matar, porque está como un animal endemoniado, feroz, que tiene que atacar y matar.[95]
Hay una circunstancia, del todo singular y propia de la Argentina, que vale la pena apuntar aquí: la costumbre del padrinazgo presidencial para los séptimos hijos varones. Aparentemente –según anota el comisario inspector (R) Andrés I. Flores– existía un uso similar en Rusia, en tiempos de la zarina Catalina La Grande. Fue justamente durante ese período, cuando grandes grupos de alemanes nativos de las regiones de Hessen, Palatinado y Baviera emigraron a Rusia por expresa invitación de la soberana, instalándose hacia 1763 en las riberas del Volga, con contratos de radicación que les permitían a ellos y a sus descendientes la exención de toda carga fiscal y de tener que cumplir con el servicio militar. Muerta la zarina, todo quedó en la nada y los "alemanes del Volga" –como se los llamó– comenzaron a inmigrar, primero a los Estados Unidos y Canadá, y luego a Brasil y a la Argentina. En ese contexto debe leerse entonces la siguiente noticia, publicada por el diario La Prensa, el 27 de octubre de 1907:
En el pueblo de Coronel Pringles, de la Provincia de Buenos Aires, acaba de realizarse una ceremonia interesante y novedosa, por cuanto se trata de un acto que es el primero en su género celebrado en nuestro país. Se trata del bautismo del séptimo hijo del agricultor ruso señor Enrique Brest, padre de siete varones consecutivos, habidos de su esposa, la señora Apolonia Holmann, también rusa. El señor Brest, recordando la costumbre existente en Rusia, de que el Zar concede al subdito que es padre de siete varones consecutivos, el honor de ser padrino del séptimo, solicitó igual privilegio del Presidente de la República, a cuya petición accedió el Dr. Figueroa Alcorta, previas las justificaciones del caso.[96]
La costumbre comenzada a principios del siglo XX se mantuvo hasta que el 24 de diciembre de 1973, el Decreto 848 del Poder Ejecutivo, firmado durante la tercera presidencia de Juan Domingo Perón, lo convirtió en ley. El comisario Flores reprodujo en su artículo "los considerandos y las partes más ilustrativas de su articulado":
Visto el pedido formulado por el Gobierno de la Provincia de Tucumán, para que se incluya al sexo femenino en el padrinazgo que en la actualidad efectúa el Presidente de la Nación al séptimo hijo varón y Considerando: Que en el año 1907, el entonces Presidente de la Nación, Dr. José Figueroa Alcorta, accedió al primer pedido de padrinazgo solicitado por un residente en el país, de nacionalidad rusa.
Que desde entonces, invariablemente, todos los primeros magistrados otorgaron el padrinazgo, a pedido de parte, hasta convertirse este acto en costumbre tradicional.
Que resulta oportuno darle forma jurídica, extendiendo dicho beneficio a las mujeres, en iguales condiciones que a los varones.
Por ello, el Presidente de la Nación decreta:
Art. 1o: Instituye el "padrinazgo presidencial" para los séptimos hijos a los que corresponda, de acuerdo con las leyes vigentes, la condición de nativos.
Art. 2o: Los cónyuges que deseen obtener el padrinazgo presidencial deberán reunir los siguientes requisitos:
a) Tener siete (7) hijos varones o siete (7) hijas mujeres, todos vivos a la fecha del bautismo del séptimo, sin que sea impedimento que, intercalado entre los 7 varones haya nacido algún otro ser del sexo femenino, o entre las mujeres, alguno del sexo masculino;
b) El padrinazgo se concede al séptimo hijo varón y/o a la séptima hija mujer, por orden cronológico de nacimiento;
c) Los 7 hijos deben ser habidos en legítimo matrimonio o legitimados los existentes por enlace de sus progenitores de acuerdo con las leyes vigentes, antes del bautismo del séptimo;
d) Los padres deberán acreditar buena conducta y buen concepto moral.
Art. 3o: El padrinazgo presidencial consiste en el otorgamiento de una medalla de oro recordatoria, cuyas características serán establecidas, con carácter general, por la Dirección General de Ceremonial y Audiencias de la Presidencia de la Nación.[97]
La Ley 20.843, promulgada casi un año después, estableció que todo aquel que fuera apadrinado por el Presidente tendría una beca del Poder Ejecutivo para realizar estudios primarios, secundarios y universitarios, contemplando "la provisión de libros y útiles y todo lo inherente al alojamiento, alimentación y recreación del becario".[98] Era, se supone, una forma de mitigar la discriminación a la cual serían sometidos los séptimos hijos de los matrimonios argentinos.
En México, país donde efectivamente existe al menos una subespecie de lobos, la cuestión es del todo diferente. Allí, la herencia prehispánica ha sobrevivido con absoluta nitidez en los nahuales o naguales, palabra de origen náhuatl que, indistintamente, significa «aquello que es mi piel» o «hechicero». Los nahuales entonces, son chamanes que, a voluntad, pueden metamorfosearse en animales; entre otros, el jaguar, el águila, el coyote y también el lobo.
Hay quien sostiene que la cuestión se remonta incluso a los yakis, los tarahumaras y los seris, pueblos indígenas instalados en el norte del actual territorio mexicano. Ya en tiempos de los aztecas, los nahuales –quienes se transformaban en bestias por el mero trámite de desprenderse de la piel humana– eran protegidos porTezcadipoca, el dios de la guerra y de los sacrificios.
En Centroamérica, en cambio, el término adquiere otros significados. De acuerdo con la opinión de Daniel Granada,
llamaban naguales los indios de Honduras y Guatemala a los entes (animados o inanimados) tutelares de su existencia terrenal, o, con más especificación expresada la idea, a aquellas cosas que, correspondiendo al día del nacimiento de una persona, constituíanse, según sus formas y propiedades, en ayuda y defensa de ella en los trances de la vida, en virtud de ciertas ceremonias oportunamente ejecutadas por el brujo adivino, sacerdote o mago, que tenía poder para invocar al demonio o deidad dispensadora de ese beneficio. Nagual equivale a compañero o patrono de la persona con quien estaba invisiblemente vinculado. D. Justo Zaragoza, que, al dar por primera vez a luz la Recordación Florida, escrita en el siglo XVII por el capitán D. Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán, la anotó e ilustró con vocabulario y datos geográficos, supone que el término naguales significa «hechiceros, encantadores o adivinos por el influjo de los astros».[99]
Más allá de todas estas disquisiciones –que acaso superen el marco de este libro–, corresponde aquí decir que, luego de la llegada de los españoles, los nahuales fueron perseguidos y más tarde acusados ante la Inquisición. Con todo, sobrevivieron hasta la actualidad. No obstante, su leyenda fue contaminada por creencias provenientes de Europa. Hoy en día los indígenas mejicanos creen que para convertirse en nahual hay que saltar por encima de una cruz de madera, o dormir profundamente cubierto por una piel de animal, o que es necesario untarse el cuerpo con cierto ungüento. Aun así, no a todos nos está reservada la posibilidad de la transformación porque, como paso previo, hay que ser un hechicero con todas las de la ley.
Los hombres lobo son una idea monstruosa, fruto de la imaginación, del miedo, de la noche y la ignorancia. Se los encuentra tie uno a otro extremo del mundo occidental y desde mucho antes de la antigüedad clásica.
Los licántropos sobrevivieron al exterminio sistemático al que, en muchos países europeos, fueron sometidos los lobos y también al ávido fuego de la hoguera de la Inquisición. Se los ha visto merodear incluso en aquellas latitudes donde el lobo nunca ha existido. Su invención se apoya en una enorme variedad de ideas tan curiosas como descabelladas, que Occidente ha ido acumulando a lo largo de más tie dos mil quinientos años, en cientos de historias fantásticas que conforman la materia de este libro. Desde la Arcadia a la que cantaron Teócrito y Virgilio, hasta el Norte helado de las sagas islandesas; desde la Irlanda de los santos, hasta la lobreguez de los bosques bálticos, pasando por la Ucrania del príncipe Vseslav de Polock, la intolerante Suiza de Calvino, la violenta Alemania de Lulero, la Francia de las luchas religiosas, Galicia y Portugal. El libro se cierra con sendos capítulos dedicados a la literatura de ficción contemporánea y a Hollywood, los na/.is y la banal i/ación del mito.
Licantropía reúne mitos y leyendas; textos filosóficos, religiosos, literarios, científicos, antropológicos, legales y periodísticos. Y ofrece no sólo el relato cronológico de la historia de los hombres lobo en Occidente, sino también el placer y la sorpresa que proporcionan los textos seleccionados, muchos de los cuales se presentan por primera vez en castellano.
[1] Baring-Gould, Sabine; The Book of Were-Wolves, op. cit.
[2] Op. cit.
[3] Op. cit.
[4] Op. cit.
[5] Cf. Capítulo IX de este libro.
[6] Baring-Gould, Sabine; The Book of Were-Wolves, op. cit.
[7] André, E; L'Annuaire de la Lozère, citado en Louis, Michel; La bête du Gévaudan, París, Perrin, Collection Tempus, 2003.
[8] Bobbé, Sophie; Le Loup. Idées reçues, op. cit.
[9] Según anota Geneviève Carbone, «ese lenguaje de 'modistas' empleado por las sociedades rurales asigna los alfileres a las jovencitas en edad de casarse y las agujas, a las mujeres ya casadas» (Lapeur du loup, París, Découvertes Gallimard, Gallimard, 1991). La elección de la niña por el camino de las agujas se relacionaría entonces con el destino que la espera, cuando se meta en la cama con el lobo.
[10] Darnton, Robert; «Los campesinos cuentan cuentos: el significado de Mamá Oca", en La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa (traducción de Carlos Valdés), México, Fondo de Cultura Económica, 1987.
[11] Op. cit.
[12] Gévaudan era el nombre de una antigua región de Francia, ubicada en el Languedoc, al sudeste del Macizo Central. Hoy forma parte del departamento de Lozére. Tanto los reyes de Aragón como los condes de Tolosa poseyeron feudos en ese territorio, pero, concluidas las guerras de religión entre católicos y hugonotes, sobre toda Francia reinaba Luís XV. A efectos políticos, en ese entonces el país fue dividido en provincias, cada una de las cuales se hallaba bajo la autoridad de un intendente. A éste lo asistía un gobernador, a cuyo mando se encontraban las tropas estacionadas en la región. A su vez, cada provincia estaba subdividida en diócesis presididas por obispos y cada diócesis en parroquias, representadas por dos cónsules elegidos a la salida de la gran misa por una asamblea general de habitantes.
[13] Recogido en Louis, Michel; La béte du Gévaudan, op. cit.
[14] Testimonio conservado en la Biblioteca Municipal de Clermont, recogido en Pie, Abbé Xavier; La Bête qui mangeait le monde en pays de Gévaudan et d'Auvergne, París, Albin Michel, 1968.
[15] Testimonio recogido en Pourcher, Abbé Pierre; Histoire de la Bête du Gévaudan, veritable fléau de Dieu, Marsella, Laffite Reprints, 1981. [Se trata de la primera investigación seria sobre la «Bestia», publicada originalmente en Clermont-Ferrand, en 1889, a cuenta de autor. Se considera complementario La Bête du Gévaudan en Auvergne, texto publicado por el Abbé François Fabre, en Sainte Flour, en 1901. Sobre los datos de ambos trabajos se realizarán todas las investigaciones posteriores.]
[16] Texto reproducido en Louis, Michel; La bête du Gévaudan, op. cit.
[17] Op. cit.
[18] Op. cit.
[19] Carbone, Geneviéve; La peur du loup, op. cit.
[20] Louis, Michel. La bête du Gévaudan, op. cit.
[21] Op. cit.
[22] Pourcher, Abbé Pierre; Histoire de la Béte du Gévaudan, veritablefléau de Dieu, op. cit.
[23] Louis, Michel; La béte du Gévaudan, op. cit.
[24] Op. cit.
[25] 7 De hecho, Swift publicó su obra en 1726; vale decir, el mismo año en que, aparentemente, habría conocido a Peter.
[26] Malson, Lucien; Les enfants sauvages. Mythe et réalité. Suivi de Mémoire et rappor sur Victor de l'Aveyron par Jean Itard, París, Editions France Loisir, 1981.
[27] Cf. L'enfant sauvage, film de François Truffaut estrenado en 1969.
[28] Cuerpo fundado en 813 para orquestar entre los terratenientes y aldeanos la lucha contra los lobos Con cierta periodicidad esos luparii organizaban batidas obligatorias en las que debían participar todos los adultos cuyas condiciones de salud les permitieran adentrarse por campos y bosques, con objetos que produjeran estrépito y armas b ancas, para acompañar a las tropas profesionales, encargadas del exterminio de los lobos. Según anota Sophie Bobbé: «Pero si los luparii logran eliminar a los lobos, su acción no basta para reducir de manera notable los ataques, y las poblaciones rurales os acusan regularmente de aprovechar sus privilegios para hacerle pagar al pueblo el resultado de sus misiones. En 1395, Carlos VI (1368-1422) suspende en consecuencia, la actividad [...]. Pero, al cabo de algunos años de interrupción, el cuerpo de los luparii se reconstruye en 1404, sin que cesen sus abusos» (Le Loup. Idees reçues, París, Le Cavalier Bleu, 2003).
[29] Douglas, Adam; The Beast Within. A History of the Werewolf, op. cit., 152 Op. cit.
[30] Op. cit.
[31] Según la investigación de The Survey of Scottish Witchcraft, sólo en Escocia hay constancia de 3837 acusaciones de brujería que involucraron a otras tantas personas.
[32] De acuerdo a lo anotado por Jorge Luis Borges, «los trolls de la superstición popular son elfos malignos y estúpidos, que moran en las cuevas de las montañas o en deleznables chozas. Los más distinguidos están dotados de dos o tres cabezas» (Libro de los seres imaginarios, op. cit.)
[33] Baring-Gould, Sabine; The Book of Were-Wolves, op. cit.
[34] Fiske, John; Myths and Myth-Makers. Old Tales and Superstition Interpreted by Compared Mythology. The Unseen World and Other Essays (1870). El texto completo puede ser leído en no menos de quince sitios de Internet, a partir de la referencia al capítulo III: "Werewolves and Swan-Maidens".
[35] Op. cit.
[36] Citado en Montague Summers. The Werewolf, op. cit.
[37] Baring-Gould, Sabine; The Book of Were-Wolves, op. cit.
[38] Citado en Montague Summers; The Werewolf, op. cit. »
[39] Monter. E. William; «Witchcraft in France and Switzerland», citado en Otten, Charlotte F. (ed.) A Lycanthropy Reader. Werewolves in Western Culture, op. cit.
[40] Montague Summers; The Werewolf, op. cit.
[41] Op. cit.
[42] Como el del lobo que, por intervención de San Francisco de Asís (1182-1226), dejó de asolar el pueblo de Gubbio y se convirtió en buen cristiano.
[43] Fincel, Job; Wunderzeichen, Lib. XI, Jhena, 1556.
[44] Literalmente, «los que caminan bien» y, en un sentido más amplio, «los que obran bien».
[45] Ginzburg, Carlo; I Benandanti. Richerche sulla stregonerie e culti agrari fra Chique e Seicento, Turin, 1966.
[46] Su interminable título es toda una declaración de intenciones: Commentarius de praecipuis Divinationum Generibus, in quo a prophetiis divina auctoritate traditis, et physicis praedictionibus, separantur Diabolicae fraudes et superstitiosae observationes, et explicantur fontes ac causae physicarum praedictionum, Diabolicae et superstitiosae confutatae damnatur, ea serie, quam tabula indicis vicepraefixa ostendit.
[47] Baring-Gould, Sabine; The Book of Were-Wolves, op. cit.
[48] Op. cit.
[49] Op. cit.
[50] «El término griego brucolaco o vrucolaca, que se traduce como 'mordedor', 'devorador' o 'roedor', acaso contiene la raíz etimológica de la palabra 'bruja', al igual que el vocablo ruso upir, que proviene del turco uber, cuyo significado es el mismo» (en Ibarlucía, Ricardo, y Castelló-Joubert, Valeria. «Introducción», en Vampiria. De Polidori a Lovecraft. 24 historias de revinientes en cuerpo, upires y otros chupadores de sangre, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2002).
[51] Douglas, Adam; The Beast Within; A History of the Werewolf, op. cit.
[52] Op. cit.
[53] Citado en Montague Summers; The Werewolf, op. cit.
[54] Miles, Clement A.; Christmas in Ritual and Tradition, Christian and Pagan, Londres, T. Fisher Unwin, 2da. edición, 1913.
[55] Los zduhac son sus equivalentes en Montenegro, en Bosnia y en Herzegobina.
[56] Montague Summers; The Werewolf, op. cit.
[57] Granada, Daniel; Supersticiones del Río de la Plata, Buenos Aires, Editorial Guillermo Kraft Ltda., 1947.
[58] Montague Summers; The Werewolf, op. cit.
[59] Citado en Callejo, Jesús, e Iniesta, José Antonio; Testigos del prodigio. Poderes ocultos y oficios insólitos, Madrid, Oberon (Grupo Anaya), 2001.
[60] Op. cit.
[61] Se trata de un tipo especial de curandero, especializado en la sanación de la rabia.
[62] Callejo, Jesús, e Iniesta, José Antonio; Testigos del prodigio. Poderes ocultos y oficios insólitos, op. cit.
[63] Molina Foix, Juan Antonio; «La fiera emergente», en Los hombres-lobo (edición a cargo de J.A.M.F.; traducción de Francisco Torres Oliver, Madrid, Ediciones Siruela, 1993 y 2002).
[64] Cf. Caro Baroja, Julio; Vidas mágicas e Inquisición .Madrid, Itsmo, 1957.
[65] Callejo, Jesús e Iniesta, José Antonio; Testigos del prodigio. Poderes ocultos y oficios insólitos, op. cit.
[66] Op. cit.
[67] Sand, George; «Le meneur de loups», en Légendes rustiques, París, Verso, 1987.
[68] Lapaire, Hugues ; «Le meneur de loups», en Le Magasin Pittoresque, Serie 3/Tome 6, Paris, 1873.
[69] Sinmención de autor Le Tour du Monde. Nouveau Journal des Voyages, París, Hachette, 1860-1910
[70] Bobbé, Sophie; Le Loup. Idees reçues, op. cit.
[71] Entre ellos, el más sonado fue el de la llamada «bestia de los Cévennes», la cual, entre 1809 y 1816, mató a unas veinte personas.
[72] Uno de los más famosos es el de los lobos rabiosos de Indre y Ussel, los cuales asolaron la región entre 1844 y 1879, produciendo al menos una decena de muertos.
[73] Ciado en Carbone, Geneviéve; La peur du loup, op. cit. ,
[74] Documento reproducido en el sitio de la Biblioteca Nacional de Francia (http://gallica.bnf.fr).
[75] W.AA. El hombre lobo: reseña de la causa contra Manuel Blanco Romasanta, Madrid, Civitas Ediciones, 2002.
[76] Op. cit.
[77] Lévi, Éliphas; Dogme et Rituel de la Haute Magie, en http://www.francespiritualites.com.
[78] Granada, Daniel; Supersticiones del Río de la Plata, op. cit.
[79] En este caso, como en todos los otros de este capítulo, sigo la traducción inglesa, reproducida en la biblioteca electrónica de cuentos folklóricos, cuentos de hadas y mitología de D. L. Ashliman, de la Universidad de Pittsburgh (http://www.pitt.edu/dash).
[80] Caro Baroja, Julio; Las brujas y su mundo, op. cit.
[81] VV.AA. Los hombres-lobo (traducción de Francisco Torres Oliver), op. cit.
[82] Los hombres lobo de Tolkien eran, en rigor, lobos parlantes que no asumían jamás la forma humana. Sirvientes de Morgoth y creaciones de Sauron, quien en alguna oportunidad también tomó la forma de un lobo, se encontraban exclusivamente en la Tierra Media. El primero fue Draugluin y el más importante, Carcharoth, descendiente del anterior y guardián de Angband.
[83] Como, por ejemplo, en la novela histórica Der Wehrwolf (l 910), de Herman Löns (1866-1914), cuyo asunto son las consecuencias de la Guerra de los Treinta Años y la rebelión de los campesinos del norte de Alemania durante el siglo XVII.
[84] El original de Maupassant puede consultarse en varios sitios de Internet. Entre otros, en: http://www.chass.utoronto.ca/ÿwulfric/frebase&maupas_6/loup.htm.
.
[85]La versión original puede encontrarse, junto con el resto del libro, en
http://angeltowns.com/members/ghoststories/sakigabrielernest.html.
[86] Incluso un hombre puro de corazón/ que reza por las noches/puede convertirse en lobo cuando florece el acónito/y la luna está llena y brillante.
[87] Entre las más recientes, The Howling (1980), de Joe Dante; An American Werewolf in London (1981), de John Landis; The Company of Wolves (1984), del irlandés Neil Jordan –sobre un libro de Angela Carter–, el episodio "Male di luna" de Kaos (1984), de los hermanos Paolo y Vittorio Taviani –sobre el relato homónimo de Luigi Pirandello– y, sobre todo, Wolf (1993) de Michael Nichols.
[88] Tipo de juegos en el que los participantes asumen el papel de un personaje de ficción, con el objeto de contar una historia de manera conjunta. En muchos de esos juegos los participantes toman como referencia las criaturas de un bestiario, identificándose con alguna de ellas. La figura del licántropo es una de las más comunes.
[89] Según anotan Frida G. Surawicz y Richard Banta, «La licantropía, por su definición misma, señalaría un tipo severo de despersonalización», en «Lycanthropy Revisited», citado por Otten, Charlotte F. (ed.); A Lycanthropy Reader. Werewolves in Western Culture, op. cit.
[90] Aunque el aguará-guazú o lobo de crin de la Argentina, Brasil y Paraguay es de la familia de los cánidos, no es exactamente un lobo.
[91] Ambrosetti, Juan Bautista; «El lobisome», en Anales de la Sociedad Científica A gentina, Tomo XLI, Buenos Aires, 1896.
[92] Blache, Martha; Estructura del miedo. Narrativas folklóricas guaraníticas, Buenos Aires, Plus Ultra, 1982.
[93] Vidal de Battini, Berta E.; Cuentos y leyendas populares de la Argentina, Tomo VIII, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1984.
[94] Op. cit.
[95] Op. cit.
[96] Citado en Flores, Andrés I. "De la leyenda al Padrinazgo Presidencial", en Mundo policial, n° 71, Buenos Aires, febrero-abril de 1972.
[97] Op. cit.
[98] Op. cit.
[99] Granada, Daniel; Supersticiones del Río de la Plata, op. cit.
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