H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH
LA SOMBRA FUERA DEL ESPACIO
Si hay algo que nos salva en este mundo... es la incapacidad de la mente humana para
correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una isla de ignorancia en medio de los
mares negros del infinito, y no estamos hechos para viajar lejos...
I
Si es cierto que el hombre vive siempre al borde de un abismo, entonces casi
todos los hombres deben experimentar momentos de algo que llamaríamos
nivel precognoscitivo, cuando las vastas e imperceptibles profundidades que
existen siempre bordeando el pequeño mundo del hombre se convierten por un
momento en tangibles, cuando el terrible pozo de conocimientos sin frontera,
que incluso las mentes más brillantes sólo han vislumbrado, asume una
apariencia borrosa capaz de llenar de terror al corazón más duro. ¿Conoce
algún ser viviente los verdaderos orígenes de la humanidad? ¿O el lugar que al
hombre le corresponde en el universo? ¿Sabe si el hombre está destinado al
ignominioso final de un gusano?
Hay terrores que caminan por los pasillos de los sueños cada noche, que
embrujan el mundo de los sueños, terrores que pueden relacionarse con los
aspectos más mundanos de la vida cotidiana. Cada vez estoy más convencido
de la existencia de un mundo fuera de éste en que estamos, lindante con él pero
quizá completamente alucinatorio. Sin embargo, no ha sido siempre así. No fue
así hasta que conocí a Amos Piper.
Mi nombre es Nathaniel Corey. He practicado el psicoanálisis durante más de
cincuenta años. Soy autor de un libro y de varias monografías publicadas en
periódicos dedicados a ese tipo de conocimientos. Practiqué durante muchos
años en Boston, después de haber estudiado en Viena, y hace diez años, en el
semi retiro, me trasladé a la ciudad universitaria de Arkham, en el mismo
Estado. Me había ganado, con mi trabajo, una reputación de persona seria e
íntegra, que me temo ponga en duda este relato. Aunque espero que ofrezca
una conclusión bien distinta.
Es un firme presentimiento el que me lleva por fin a dejar testimonio de lo que
ha sido quizá el problema más interesante y provocativo con que me he
encontrado en todos estos años de práctica. No acostumbro a hacer
observaciones públicas acerca de mis pacientes, pero me veo obligado a ello
dadas las circunstancias peculiares que se dieron en el caso de Amos Piper: a
través de ellas se plantean ciertos puntos que, a la luz de otros, sin relación
aparente, podrían adquirir más relieve de lo que en principio presumí. Hay
poderes de la mente que permanecen en las tinieblas, y quizá también poderes
de las tinieblas que van más allá de la mente: no me refiero a brujas, a
fantasmas o a duendes, ni a cualquier otra invención creada por civilizaciones
primitivas, sino a poderes infinitamente más vastos y terribles que cualquier
concepto humano.
El nombre de Amos Piper no será desconocido para mucha gente,
especialmente para aquellos que recuerden la publicación de investigaciones
antropológicas que llevan su nombre, hará cosa de unos diez años, más o
menos. Le conocí por primera vez cuando su hermana, Abigail, le trajo a mi
consulta un día de 1933. Era un hombre alto, que parecía haber sido grueso:
sobre su cuerpo huesudo colgaban las ropas como si hubiese perdido mucho
peso en un tiempo relativamente corto. Este parecía ser el problema: al primer
vistazo, Piper necesitaba más la ayuda de un médico que de un psicoanalista,
pero su hermana explicó que había acudido a los mejores especialistas y todos
le habían indicado que su problema era esencialmente mental y se escapaba a
sus facultades terapéuticas. A la señorita Piper le había sido recomendado por
varios colegas, y también algunos compañeros de Piper en la facultad de la
Universidad de Miskatonic, habían insistido en esa recomendación emanada
del consejo médico que le había atendido. La suma de estas razones fue la que
les condujo a pedirme una cita.
La señorita Piper me adelantó el problema de su hermano, mientras él
descansaba en una habitación contigua a la consulta. Expuso el fondo del
problema con admirable concisión... Piper parecía ser víctima de terribles
alucinaciones, visiones que se apoderaban de él cada vez que cerraba los ojos o
bajaba los párpados, mientras estaba despierto, y en sueños, mientras dormía.
No dormía, sin embargo, desde hacía tres semanas. En ese tiempo había
perdido tanto peso que a ambos les alarmaba su estado. Como preámbulo, la
señorita Piper señaló que su hermano había sufrido un colapso nervioso tres
años antes en un teatro; este colapso había durado tanto que hasta este último
mes Piper no había vuelto a ser la misma persona. Su más reciente obsesión -si
de una obsesión se trataba- se había manifestado una semana después de volver
a su estado normal; según la señorita Piper, podía haber alguna relación lógica
entre el estado en que se encontraba después del colapso y estas nuevas
obsesiones, tras una corta etapa de normalidad. Las drogas habían demostrado
su eficacia para inducirle a dormir, pero aun así no habían eliminado los
sueños, que al parecer eran de una naturaleza espantosa, tanto que el doctor
Piper era reacio a hablar de ellos.
La señorita Piper contestaba con franqueza a las preguntas que yo le hacía, pero
revelaba falta de conocimiento acerca de la verdadera situación de su hermano.
Me aseguró que en ningún momento había dado muestras de espíritu agresivo,
pero que andaba distraído con frecuencia y establecía entre él y el mundo en
que vivía una clara línea de separación, como si viviese encerrado en un
caparazón que le aislase de ese mundo.
La señorita Piper se marchó, y yo me puse a examinar a mi paciente. Le vi
sentado junto a mi escritorio con los ojos muy abiertos a costa de un gran
esfuerzo, pues el globo del ojo estaba inyectado en sangre, y el iris parecía estar
nublado. Se le notaba agotado, y empezó a excusarse en seguida por estar allí,
explicando que su hermana había insistido y tomado la determinación sin
permitirle otra opción que ceder. Lo había hecho para complacer a su hermana,
ya que él era consciente de que su caso no tenía remedio.
Le dije que la señorita Abigail había hablado a grandes rasgos de su problema, e
intenté calmarle los ánimos. Le hablé en un tono consolador y en términos
generales. Piper escuchó con paciencia y respeto. Aparentemente cedía ante mi
modo natural, reconfortante, con que pretendía siempre inspirar confianza, y
cuando por fin le pregunté por qué no cerraba los ojos, me contestó sin titubear,
y con sinceridad, que tenía miedo a hacerlo.
-¿Por qué? ¿Puede decir por qué?
Recuerdo su respuesta.
-En cuanto cierro los ojos aparecen en mi retina extrañas figuras geométricas y
diseños, junto con tenues luces y formas de lo más siniestras, parecidas a unas
enormes criaturas inimaginables por un hombre; y lo más terrible de ellas es
que son criaturas inteligentes e inconmensurablemente desconocidas.
Le pedí que intentase describir a estos seres. Tropezaba con dificultades para
hacerlo. Sus descripciones eran vagas, pero asombraba lo que sugerían.
Ninguno de estos seres parecía estar claramente formado, excepto algunos
conos rugosos, que tanto podían ser de origen vegetal como animal. Hablaba
con una convicción rotunda, y me describía con esfuerzo aquellas
sorprendentes criaturas con las que soñaba tan intensamente. Me chocó la
intensidad de su imaginación. ¿Quizá existía un nexo entre esas visiones y la
larga enfermedad que había sufrido? Parecía poco dispuesto a hablar de esto,
pero al cabo de un rato lo hizo, algo inseguro, en un lenguaje inconexo. Era a mí
a quien correspondía unir las piezas de los acontecimientos que me relataba.
La historia comenzó cuando tenía cuarenta y nueve años. Fue entonces cuando
sobrevino su enfermedad. Estaba asistiendo a una representación de
La carta deMaugham, cuando, a mitad del segundo acto, se desmayó. Le llevaron a la
oficina del empresario y se esforzaron por reanimarle. Fue inútil y al fin le
trasladaron a su casa en una ambulancia de la policía. De nuevo los médicos
estuvieron un buen rato intentando reanimarle. Fracasaron en su intento y
Piper fue hospitalizado. Estuvo en estado de coma durante tres días,
transcurridos los cuales recobró el conocimiento.
Se observó de inmediato que ya no era «el mismo». Su personalidad había
sufrido un profundo desequilibrio. Se creyó al principio que había sido víctima
de un ataque de algún tipo, pero al no apreciarse síntomas que lo corroboraran,
esta tesis hubo de ser abandonada. Tan profundo era el achaque que incluso
algunas elementales actividades del ser humano las realizaba él con extrema
dificultad. Por ejemplo, en seguida se apreció que tenía dificultad para coger
objetos; sin embargo, físicamente no tenía ningún defecto y sus articulaciones
funcionaban normalmente. Sus intentos de agarrar algún objeto hacían pensar
en la maniobra ejecutada por una criatura sin dedos; o sea, que apartaba los
dedos y el pulgar como si formaran una pinza rígida, en un movimiento que
hacía pensar más en las garras de un animal que en el movimiento de una mano
humana. No era este el único aspecto sorprendente de su «recuperación». Tuvo
que aprender a caminar otra vez, pues parecía avanzar como si careciera de
capacidad motriz. Le fue también extraordinariamente difícil aprender a hablar:
sus primeros intentos los hizo con las manos, como si fuesen garras que
intentasen coger objetos; al mismo tiempo emitía curiosos sonidos, como
silbidos, cuya falta de significado le irritaba. Pero su inteligencia no parecía
haber sufrido ningún daño, pues en menos de una semana dominaba todos los
actos vulgares que componen la vida cotidiana de un hombre.
Pero si bien su inteligencia no se había visto afectada, se había borrado cuanto
componía el pasado de su propia vida. No había reconocido a su hermana, ni a
ninguno de sus compañeros de Facultad y miembros del cuerpo docente de la
Universidad de Miskatonic. Decía no saber nada de Arkham, Massachusetts, y
poca cosa de los Estados Unidos. Fue necesario enseñarle todo esto otra vez.
Necesitó poco tiempo -menos de un mes- para asimilar cuanto se le puso
delante. Redescubrió el conocimiento humano en un tiempo
sorprendentemente corto, y demostró una memoria excepcional, pues asimiló
con exactitud todo lo que se le dijo y todo lo que leyó. Con el cambio -una vez
completado el adoctrinamiento- se puso de manifiesto durante su enfermedad
que la parte de su cerebro que alojaba la memoria era infinitamente más valiosa
que antes.
Fue después de hacer todos estos ajustes a su nueva situación cuando Piper
comenzó a actuar de una forma que él mismo denomina «inexplicable». Obtuvo
una excedencia por tiempo indefinido de la Universidad de Miskatonic, y
comenzó a viajar extensamente. Pero no le quedaba ningún recuerdo directo o
personal de estos viajes cuando me visitó en la consulta, o de ningún momento
tras su «recuperación», durante la enfermedad que había sufrido durante tres
años . No había nada en su relato de estos viajes que se pareciese a un recuerdo;
y tampoco era capaz de decir lo que había hecho durante los mismos: esto era
algo extraordinario, si se pensaba en la fabulosa memoria que demostró
durante su enfermedad. Le habían dicho cuando se «recuperó» que había ido a
extraños y lejanos lugares del mundo -el Desierto Arábigo, las extensiones de
Mongolia, el Círculo Ártico, las Islas de Polinesia, las Marquesas y el antiguo
país Inca del Perú. No recordaba en absoluto lo que había hecho allí, ni tampoco
había nada en su equipaje que probase sus recorridos, excepto uno o dos
curiosos trozos de piedra cubiertos de lo que podría ser escritura jeroglífica
antigua, adecuados para formar parte de la colección de un turista.
Cuando no estaba ocupado en estos viajes extraños, pasaba su tiempo leyendo,
con inconcebible rapidez, en las grandes bibliotecas del mundo. Su recorrido le
había llevado desde la biblioteca de la Universidad de Miskatonic en Arkham -
muy conocida por sus manuscritos y libros prohibidos, acumulados a lo largo
de siglos, a partir de los tiempos coloniales-, hasta El Cairo. Pero la mayor parte
del tiempo lo había pasado en el Museo Británico de Londres y en la Biblioteca
Nacional de París. Había consultado innumerables bibliotecas privadas, cuando
se lo permitían sus dueños.
De todas formas, los datos que había comprobado durante su breve semana de
«normalidad» -usando de todos los medios disponibles: cables, telegrama,
radio, a causa de la urgencia, decía- demostraban que había leído, devorado,
mejor dicho, ciertos libros muy antiguos que antes de caer enfermo desconocía
por completo o conocía únicamente a través de las más vagas referencias. Estos
libros, relacionados con remotas sabidurías, eran
Los Manuscritos Pnakóticos, elNecronomicon
del árabe loco Abdul Alhazred, los Unaussprechlichen Kulten devon Juntz, los
Cultes des Goules del conde d'Erlette, De Vermis Mysteriis deLudvig Prinn, el
Texto de R’lyeh, los Siete libros Crípticos de Hsan, los Cánticos deDhol
; el Liber Ivonis; los Fragmentos de Celaeno y muchos otros similares, algunode los cuales existían sólo en forma fragmentaria, esparcidos por toda la
superficie de la tierra. Por supuesto, había también otros de historia, pero de
acuerdo con las fichas de retirada, las lecturas de Piper habían comenzado
siempre con libros de leyendas o que trataban de cuestiones sobrenaturales. A
partir de ahí seguía sus estudios de historia y antropología, en progresión
directa, como si Piper asumiese que la historia de la humanidad había
empezado, no en los tiempos antiguos, sino en un mundo increíblemente viejo,
que ya existía antes de que el hombre midiese el tiempo según lo conocen los
historiadores, y del que se habla en algunos temibles libros de ciencias ocultas.
También se sabía que había tenido contactos con otras personas a las que no
conocía previamente, pero que al encontrarse, en el lugar que fuese, parecían
tenerlo todo preparado; personas unidas por los mismos propósitos,
relacionadas con investigaciones macabras, o miembros del cuerpo profesoral
de alguna Universidad o escuela. Siempre existían puntos comunes entre ellos,
según dedujo Piper en sus averiguaciones telefónicas intercontinentales, tras
haber encontrado entre sus papeles, cuando volvió a la normalidad, algunos
mensajes. Todos y cada uno habían sufrido un idéntico o muy similar estado de
postración al que había pasado Piper a partir de la noche del teatro.
Aunque esta forma de actuar no tenía nada que ver con la vida de Piper antes
de su enfermedad, una vez adoptada se mantuvo bastante consistente durante
todo el tiempo en que estuvo enfermo. Los extraños e inexplicables viajes que
había hecho poco después de haberse acostumbrado de nuevo, tras su
‘recuperación’, a vivir entre sus colegas y familiares, habían continuado durante
los tres años en que no había sido «el mismo». Dos meses en Ponapé, un mes en
Angkor-Vat, tres meses en las tierras antárticas, una conferencia con un colega
experimentado en París, y cortos períodos en Arkham entre un viaje y otro. Este
era el patrón de su vida; de esta forma pasó los tres años anteriores a su
completo restablecimiento. Este período había sido seguido por otro de
profundo desequilibrio, que no permitía a Amos Piper conservar la memoria de
lo que había hecho en esos tres años, y le esclavizaba el terror de no cerrar los
ojos. para no ver aquello que sugería a su mente subconsciente algo espantoso y
aterrador, ligado estrechamente a sus sueños.
II
Al cabo de tres visitas, logré convencer a Amos Piper para que me contase
algún fragmento de sus extraños y gráficos sueños, esas aventuras nocturnas de
su subconsciente que le torturaban. Se parecían mucho unos a otros en esencia:
no existía una fase de transición entre el momento de estar despierto y el
momento de estar dormido. Pero, a la luz de la enfermedad de Piper, eran
desafiadoramente significativos. El más común de ellos repetía un lugar; esto,
con algunas variaciones, ocurría repetidamente en la secuencia que Piper me
expuso. Reproduzco aquí su propio relato del sueño que se repetía:
«Yo era un erudito que trabajaba en la biblioteca de un edificio colosal. La
habitación en la que estaba sentado, y en la que transcribía algo de un libro
escrito en un idioma que no era el inglés, era tan grande que las mesas tenían la
altura de una habitación normal. Las paredes no eran de madera, sino de
basalto, y los estantes que cubrían las paredes eran de una clase de madera
negra que no conocía. Los libros no estaban impresos, sino totalmente
holografiados, algunos escritos en el mismo extraño idioma en que yo escribía.
Pero había algunos idiomas que podía reconocer -este reconocimiento, sin
embargo, se remontaba a ancestrales recuerdos-, sánscrito, griego, latín, francés,
incluso inglés, pero un inglés muy mezclado, desde el inglés de Piers Plowman
hasta el de hoy. Las mesas aparecían iluminadas por grandes globos de cristal,
unidos a extrañas máquinas hechas de tubos de vidrio y barras de metal, sin
cables que las conectasen.
»Aparte de los libros en los estantes, el lugar daba la impresión de un austero
vacío. En la piedra se veían extraños grabados, todos ellos dibujos matemáticos
curvilíneos, junto con inscripciones en la misma escritura jeroglífica estampada
en los libros. La mampostería era megalítica: en bloques convexos se encajaban
las hiladas cóncavas que descansaban en ellos; se elevaban de un suelo
compuesto por grandes losas octogonales de un basalto similar al de las
paredes. Nada había colgado en ellas, y nada decoraba los suelos. Las
estanterías iban desde el suelo hasta el techo, y entre las paredes solamente
había las mesas en las que trabajábamos de pie, pues no había nada ante
nuestra vista que se pareciese a una silla, ni tampoco sentía necesidad de
sentarme.
»Durante el día podía mirar afuera, a un vasto bosque de árboles como
helechos. Durante la noche podía mirar las estrellas, pero no reconocía ninguna:
ni una sola constelación de esos cielos se parecía siquiera remotamente a las
estrellas familiares, a las acompañantes nocturnas de la tierra. Esto me llenaba
de terror, pues sabía que estaba en un lugar muy extraño, alejado de los lugares
terrestres que había conocido y que ahora aparecían como recuerdos de una
existencia increíblemente lejana. Tenía conciencia de que formaba parte integral
de aquel mundo y a la vez de que no tenía nada que ver con él; era como si una
parte de mí perteneciese a este medio y otra parte no. Estaba muy aturdido, y
en especial me confundía darme cuenta de que estaba escribiendo una historia
de la tierra de un tiempo que me parecía haber vivido, es decir, del siglo XX.
Estaba transcribiéndolo en sus detalles más nimios, como si fuese para
estudiarla, pero no sabía con qué propósito. Quizá para añadir una opresora
acumulación de saber a todo el saber que se concentraba en los innumerables
libros de la habitación en que estaba, y en las habitaciones que la rodeaban, ya
que el edificio entero al que pertenecía esta habitación era un gran almacén del
saber. Tampoco era el único: por las conversaciones oídas en torno a mí, sabía
que había otros más lejanos, y que en ellos había otros escribanos como
nosotros, con tareas similares, y que el trabajo que realizábamos era vital para el
retorno de la Gran Raza -raza a la que pertenecíamos- a los lugares de los
universos donde una vez, hacía mucho, estuvo nuestro hogar, hasta que la
guerra con los Primordiales nos obligó a huir.
»Trabajaba siempre con mucho miedo. Todo me inspiraba terror. Tenía miedo
de mirarme a mí mismo. Tenía omnipresentemente un miedo terrorífico a un
extraño descubrimiento intrínseco en la más fugaz ojeada a mi cuerpo, derivado
de la convicción de que me había mirado con anterioridad y me había asustado
profundamente al verme. Quizá tenía miedo de ser como los demás, puesto que
mis compañeros, que me rodeaban, eran todos iguales. Aparentaban grandes
conos de un material rugoso, como la estructura de un vegetal; medían más de
diez pies de alto; su cabeza, así como sus manos, en forma de garras, estaban
unidas a unas anchas extremidades que salían del vértice del cono. Caminaban
merced a la expansión y contracción de la capa viscosa que formaba su base, y
aunque no hablaban un lenguaje reconocible, podía entender los sonidos que
emitían, pues, en mi sueño, me sabía instruido en ese idioma desde el momento
en que llegué a aquel lugar. No hablaban con algo parecido a una voz humana,
ni yo tampoco, sino con una extraña combinación de silbidos y golpes y
rasguños de las grandes garras con que finalizaban sus cuatro extremidades
enraizadas en lo que supuestamente podían ser sus cuellos, aunque esa parte de
sus cuerpos no se veía.
»Parte de mi miedo sobrevino al entender ligeramente que era un prisionero
dentro de un prisionero, que aun cuando estaba preso dentro de un cuerpo
similar a los que me rodeaban, este cuerpo estaba, a su vez, preso dentro de la
gran biblioteca. Buscaba en vano cosas que me fueran familiares. Nada de lo
que allí había me recordaba a la Tierra que había conocido desde la niñez, y
todo indicaba que nos encontrábamos en un punto lejano del espacio.
Comprendía que todos mis compañeros eran también cautivos de alguna
forma, aunque algunos hacían el oficio de guardianes. Muy similares a los otros
en forma, tenían un cierto aire de autoridad, y caminaban entre nosotros
muchas veces para ayudarnos. Estos guardianes no amenazaban, sino que se
comportaban de un modo cortés y a la vez firme.
»Aunque nuestros guardianes no tenían por qué hablarnos, uno de ellos
actuaba sin ningún género de restricciones. Era evidentemente el instructor; se
movía entre nosotros con más soltura que los demás y me di cuenta que incluso
los otros guardianes eran diferentes a él. Esto no se debía exclusivamente al
hecho de que fuera instructor, sino también a que le sabían condenado a
muerte, porque la Gran Raza no estaba aún preparada para moverse y el cuerpo
en que habitaba estaba destinado a morir antes de que tuviese lugar la
migración. Había conocido a otros hombres, y tenía la costumbre de detenerse
ante mi mesa: al principio sólo me decía unas palabras para darme ánimo, y
más tarde hablaba durante largos ratos.
»Por él supe que la Gran Raza había existido en la Tierra y en otros planetas de
nuestro universo, así como de otros universos, billones de años antes de que se
escribiese la historia. Los conos rugosos que les daban la apariencia actual los
habían ocupado hacía sólo algunos siglos, y estaban lejos de ser su propia
forma, que se asemejaba más a un rayo de luz, pues eran una raza de mentes
libres, capaces de invadir cualquier cuerpo y de desplazar la mente que lo
habitaba anteriormente. Habían habitado la Tierra hasta que se vieron
envueltos en la titánica batalla entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales
por la dominación del cosmos. De aquella batalla, según me dijo, se derivaba la
explicación del Mito Cristiano para la humanidad, pues las mentes simples de
los hombres primitivos habían concebido sus recuerdos ancestrales como una
batalla entre el Bien y el Mal. Desde la Tierra, la Gran Raza escapó al espacio, en
un principio al planeta Júpiter, y luego más lejos, a esa estrella en la que ahora
se encontraban, una estrella oscura de Tauro, donde se quedaron a esperar la
siempre pendiente invasión de la región del Lago de Hali, que era el lugar del
destierro de Hastur -uno de los Primordiales- después de la derrota de los
Primordiales por los Dioses Arquetípicos. Pero ahora su estrella agonizaba, y se
estaban preparando para una migración masiva a otra estrella, ya fuese hacia
adelante o hacia atrás en el tiempo, y para ocupar los cuerpos de otras criaturas
de vida mas larga que los conos rugosos donde ahora se alojaban.
»La preparación consistía en el desplazamiento de mentes a criaturas que
existían en varias épocas y en muchos lugares del universo. Había entre mis
compañeros, afirmó, no sólo hombres-árboles de Venus, sino también
miembros de la raza medio vegetal de la Antártica paleógena; no sólo
representantes de la gran raza Inca del Perú, sino también miembros de la raza
de hombres que vivirían la era post-atómica de la Tierra, horriblemente
alterados por las mutaciones causadas por el desprendimiento de materiales
radioactivos de las bombas de hidrógeno y cobalto de las guerras atómicas; no
sólo seres como hormigas de Marte, sino también hombres de la antigua Roma,
y hombres de un mundo de cincuenta mil años después. Había muchos más, de
todas las razas, de todos los tipos de vida, de mundos que conocía y de mundos
separados de mi tiempo por miles y miles de años. Era así porque la Gran Raza
podía viajar cuando lo deseaba en el tiempo y en el espacio. Los conos rugosos
que ahora constituían su cuerpo no eran sino un hábitat temporal, más breve
que la mayoría de los que habían ocupado. Y el lugar en el cual desarrollaban
ahora sus investigaciones, llenando sus archivos con la historia de la vida en
todos los tiempos y en todos los lugares, era para ellos una esporádica
residencia hasta emprender una existencia nueva y más duradera en otro lugar,
en otra forma, en algún otro mundo.
»Todos los que trabajábamos en la gran biblioteca les ayudábamos a recopilar
datos, puesto que cada uno de nosotros escribía la historia de su propio tiempo.
Con el envío de sus miembros al vacío sideral, la Gran Raza podía ver por sí
misma cómo era la vida en otros tiempos y lugares, y conocerla a través de los
seres que en ese determinado momento vivían allí, porque de éstos eran las
mentes que habían sido enviadas para ocupar el lugar de los miembros
ausentes de la Gran Raza, hasta el momento en que se hallasen preparados para
volver. La Gran Raza había construido una máquina para ayudarles en sus
vuelos a través del tiempo y del espacio, pero no una de esas máquinas que
puede imaginarse la humanidad, sino una que funcionaba en un cuerpo para
separar y proyectar la mente; y cada vez que intentaba un viaje hacia adelante o
hacia atrás en el tiempo, el viajero se sometía a la máquina y el viaje proyectado
se realizaba. Así se trasladaban, sin traba alguna, a dondequiera que dirigieran
sus migraciones en masa; todo lo accesorio, los aviones, los inventos, incluso la
gran biblioteca, se dejaría atrás; la Gran Raza empezaría a construir su
civilización, siempre esperando escapar de la destrucción que vendría cuando
los Primordiales -el Gran Hastur, el Inefable, y Cthulhu que yace en las
profundidades del agua, y Nyarlathotep el Mensajero, y Azathoth y Yog-
Sothoth y toda su terrible progenie- escapasen a sus ataduras y se enzarzasen
otra vez en una titánica batalla con los Dioses Arquetípicos en sus remotas
fortalezas entre las estrellas distantes.»
Este era el sueño más corriente de Piper. De hecho, era probable que no se
tratase de un sueño seguido, en el sentido de que se desarrollase en la misma
ocasión, sino de uno que se repetía con detalles añadidos, hasta llegar a la
versión final que había expuesto y que a él le parecía un mismo sueño repetido,
cuando en realidad había sido una acumulación de diversas situaciones. Su
forma de actuar en su breve período de «normalidad» en relación con su sueño
era clara, pues representaba el reverso de la realidad: en la vida él imitaba las
acciones de lo que posteriormente describió como conos rugosos, que habitaban
sueños que luego se convertían en realidad. El orden tenía que ser,
normalmente, el contrario; si sus acciones -sus intentos de agarrar objetos como
si tuviese garras, y de hablar con las manos, y demás- hubiesen tenido lugar
después de estos intensos sueños, la progresión normal habría podido ser
observada. Era significativo que no hubiese ocurrido de esta forma.
Un segundo sueño parecía ser una simple continuación del primero. De nuevo
Piper se encontraba trabajando en la alta mesa de la gran biblioteca, sin poder
sentarse, ya que no había sillas, y además la forma de cono rugoso no permitía
estar sentado. De nuevo el instructor que iba o morir se había parado a hablar
con él, y Piper le había preguntado acerca de la vida de la Gran Raza.
«Le pregunté que cómo podía esperar la Gran Raza mantener sus planes en
secreto, si reemplazaba a las mentes que se habían desplazado a otro lugar. Dijo
que se conseguiría de dos formas. Primero, todo rastro de recuerdo de este sitio
sería cuidadosamente borrado antes de que cualquiera de las mentes
desplazadas regresase, bien fuese enviada hacia atrás o hacia adelante en el
espacio y en el tiempo. Segundo, si quedase alguna señal, resultaría ser tan
difusa e inconexa que carecería de sentido. Cualquier reconstrucción sería tan
increíble para los demás, que la considerarían un invento de la imaginación, o
incluso una enfermedad.
»Continuó diciéndome que a las mentes de la Gran Raza se les autorizaba para
que eligiesen su hábitat. No se les enviaba fortuitamente a ocupar la primera
«vivienda» con la que tropezaban, sino que tenían el poder de elegir entre las
criaturas que divisaban aquella que deseaban ocupar. La mente desplazada era
trasladada al lugar actual de residencia de la Gran Raza, mientras que el
miembro de la raza se adaptaba a la vida de la civilización a la que había ido
hasta encontrar los rastros de la vieja cultura que había culminado en el gran
levantamiento entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales. Incluso tras el
regreso, cuando la Gran Raza había aprendido cuanto deseaba acerca de la
forma de vida y los puntos de contacto con los Primordiales -particularmente
con sus servidores, que podrían oponerse a la Gran Raza, amante de la paz y de
la soledad, y más allegada a los Dioses Arquetípicos que a los Primordiales-, en
ocasiones se enviaban mentes para asegurarse de que las mentes desplazadas
habían quedado limpias de todo recuerdo, o para emprender un nuevo
desplazamiento, caso de que no hubiera sido así.
»Me llevó a las habitaciones subterráneas de la gran biblioteca. Había libros por
todas partes, todos holografiados. Grupos de ellos estaban empaquetados en
cámaras rectangulares alineadas, labradas en un desconocido metal brillante.
Los archivos se ordenaban según las formas de vida, y tomé mota del hecho de
que los conos rugosos de la estrella negra estaban considerados como
superiores al hombre, puesto que el hombre no aparecía muy separado de los
reptiles, que inmediatamente le precedían en la tierra. Cuando le interrogué
acerca de esto, el instructor respondió que estaba en lo cierto. Explicó que el
contacto con la Tierra sólo se mantenía porque en su día había sido el centro de
las batallas entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, y los servidores de
estos últimos vivían allí, desconocidos para la mayoría de los hombres: los
Profundos en las profundidades del océano, los batracios de Polinesia y área de
Innsmouth en Massachusetts, el temible Pueblo Tcho-Tcho del Tíbet, los
Shantaks de Kadath en el Desierto de Hielo, y muchos otros, y quién sabe si
ahora resultaría necesario para la Gran Raza regresar otra vez al planeta verde
que había sido su primer hogar. Me dijo que ayer mismo -un tiempo que
parecía infinitamente largo, pues la duración de los días y las noches allí era
equivalente a una semana en la Tierra- había regresado una de las mentes de
Marte y comunicado que el planeta estaba tan cerca de la muerte, o más, que su
propia estrella, y que se había perdido, por tanto, otra de las alternativas.
»De este subterráneo me llevó a la parte de arriba del edificio. Era una gran
torre con una cúpula de una sustancia como el cristal, a través de la cual podía
mirar el paisaje exterior. El bosque de helechos que había visto era de hojas
verdes secas, no frescas, y lejos del borde del bosque se extendía un gran
desierto interminable que descendía a un oscuro golfo: la cuenca ya seca de un
gran océano, según explicó mi guía. La estrella negra había entrado en la órbita
mas alejada de una nova y ahora moría lenta e implacablemente. ¡Qué extraño
parecía el paisaje! Los árboles se veían enanos en comparación con los grandes
edificios de piedras megalíticas desde donde los contemplábamos; ningún
pájaro volaba por el cielo gris; no había ninguna nube, ni niebla en el abismo; y
la luz del lejano sol que iluminaba la estrella negra venía indirectamente del
espacio, de modo que el paisaje estaba siempre bañado en una irrealidad gris.
»Me estremecí al mirar.»
Los sueños de Piper aparecían cada vez más inmersos en el terror. Este miedo
se materializaba en dos planos: uno que le ataba a la Tierra, y otro a la estrella
negra. Había pocas variaciones. Un segundo tema, que se produjo dos o tres
veces en una misma secuencia, era que se le permitía acompañar al guardián
instructor a un curioso cuarto circular, que debía estar en la parte baja de la
colosal torre. En cada uno de esos casos, uno de los conos rugosos se hallaba
tendido en una mesa entre cúpulas de resplandeciente cristal de una máquina
que emitía una luz intermitente, como si se tratase de una especie de
electricidad, aunque, al igual que las lámparas de las mesas de trabajo, no había
cables que fuesen hacia ellas o saliesen de ellas.
A medida que aumentaban las vibraciones de la luz y la intensidad de su brillo,
el cono rugoso que estaba en la mesa entraba en estado de coma, y permanecía
así por un tiempo, hasta que la luz oscilaba y el zumbido de la máquina se
detenía. Entonces el cono volvía a la vida otra vez, e inmediatamente empezaba
a emitir un torrente de silbidos y sonidos. La escena no variaba. Piper
comprendía lo que decían, y creía que lo que presenciaba cada vez era el
regreso de una mente perteneciente a la Gran Raza, y el envío de la mente
desplazada que había ocupado el cono rugoso en su ausencia. La sustancia de la
rápida charla del cono redivivo era siempre muy similar: venía a ser un
resumen de la estancia de la gran mente lejos de la estrella negra. En una
ocasión la gran mente había venido de Inglaterra después de una estancia de
cinco años como antropólogo inglés, y pretendía haber visto los lugares en que
los sicarios de los Primordiales aguardaban. Algunos habían sido parcialmente
destruidos -como, por ejemplo, cierta isla no lejos de Ponapé, en el Pacífico, y el
Arrecife del Diablo, cerca de Innsmouth, y una montaña de cavernas y un lago
cerca de Machu Pichu. Otros servidores estaban dispersos, sin ninguna
organización, y los Primordiales que permanecían en la Tierra estaban
prisioneros bajo la estrella de cinco puntas que era el sello de los Dioses
Arquetípicos. De los lugares que se nombraron como lugares potenciales para
un futuro de la Gran Raza, la Tierra era siempre el que figuraba en cabeza, a
pesar de los peligros de una guerra atómica.
Estaba claro, a medida que Piper progresaba en el relato de sus sueños, y a
pesar de su confusión, que la Gran Raza pretendía volar a otro planeta o estrella
muy distante de la estrella moribunda que ahora ocupaba, y las extensas
regiones del planeta verde donde vivían pocos hombres -lugares cubiertos de
hielo, regiones arenosas en los países cálidos- se presentaban como un paraíso
para la Gran Raza. Básicamente los sueños de Piper eran todos muy similares.
Existía siempre la enorme estructura de bloques megalíticos de basalto, siempre
el interminable trabajo de esos seres extraños que no necesitaban dormir
invariablemente la sensación de estar preso y, en la vida real, concomitante, el
miedo siempre presente del que Piper no podía liberarse.
Llegué a la conclusión de que Piper, incapaz de relacionar los sueños con la
realidad, era, víctima de una profunda confusión, uno de esos hombres
desdichados que han perdido la capacidad de distinguir si el mundo real es el
de los sueños o aquel en que habla y se mueve durante el día. Pero esta
conclusión no me satisfacía del todo. Pronto supe que acertaba al poner en duda
la veracidad de mi juicio.
III
Amos Piper fue mi paciente por un corto período de tres semanas. Pude
observar durante ese tiempo, para mi pesar y para descrédito del tratamiento
aplicado, que su condición se deterioraba paulatinamente. Empezaron a
producirse alucinaciones, o al menos lo parecían, particularmente según el
proceso típico de las ilusiones paranoicas de ser perseguido y observado. Este
proceso llegó a su punto álgido en una carta que Piper me escribió y me envío
por un mensajero. Sin duda, la carta había sido escrita precipitadamente...
«Querido Dr. Corey: Como es posible que no le vea más, quiero decirle que ya
no tengo duda alguna respecto a mi situación. Sé que alguien me ha estado
vigilando durante algún tiempo, y no es un ser terrestre, sino una de las mentes
de la Gran Raza. Ahora estoy convencido de que todas mis visiones y sueños se
derivan de ese período de tres años durante el cual estuve desplazado, o ‘no era
yo’ según decía mi hermana. La Gran Raza existe aparte de mis sueños. Ha
existido durante más tiempo que la medida humana del tiempo. No sé dónde
está. En la estrella negra de Tauro o aún más lejos. Pero se preparan para
trasladarse otra vez, y uno de ellos está muy cerca.
»No he estado ocioso entre visita y visita a su consulta. He tenido tiempo de
hacer más investigaciones por mi cuenta. Muchos hilos atados a mis sueños me
habían alarmado y me desconcertaban. ¿Qué ocurrió, por ejemplo, en
Innsmouth en el año 1928 para que el gobierno federal hiciese explotar grandes
cargas en el Arrecife del Diablo, en la costa atlántica, cerca de esa ciudad? ¿Qué
es lo que había en ese pueblo de la costa que dio lugar a la detención y
consecuente desaparición de casi todos los ciudadanos? ¿Y qué lazo unía a los
polinesios y a la gente de Innsmouth? Además, ¿qué fue lo que descubrió la
expedición Miskatonic Antartic de 1930-31 en las Montañas de la Locura, de tal
naturaleza que se ha mantenido en secreto para todo el mundo excepto para los
sabios de la universidad? ¿Cómo explicar la narración de Johannsen sino como
un relato corroborativo de la leyenda de la Gran Raza? ¿Y no ocurre lo mismo
con las antiguas ciencias de las naciones Incas y Aztecas?
»Podría continuar así durante muchas páginas, pero no hay tiempo. He
descubierto datos de esos inquietantes incidentes, muchos de ellos acallados
para no perturbar a un mundo cargado de problemas. El hombre, después de
todo, es sólo una pequeña manifestación en la faz de un solo planeta en uno
solo de los muchos universos que llenan el espacio. Solamente la Gran Raza
conoce el secreto de la vida eterna, moviéndose en el tiempo y en el espacio,
ocupando un lugar después de otro, convirtiéndose en animal, vegetal o
insecto, según las circunstancias.
»Debo darme prisa. Tengo tan poco tiempo... Créame, mi querido doctor, sé lo
que escribo...»
No me sorprendió mucho recibir esta carta, pues sabía por la señorita Abigail
Piper que su hermano había sufrido una «recaída», al parecer pocas horas
después de escribir esta carta. Me apresuré a ir a casa de los Piper. En la puerta
me encontré a mi paciente. Estaba completamente cambiado.
Demostró tener una seguridad en sí mismo que no había tenido durante su
visita a mi consulta ni en ningún momento desde el día que le conocí. Me
aseguró que por fin había logrado el control sobre sí mismo, que las visiones a
las que había estado expuesto habían desaparecido, y que ahora podía dormir
libre de esos sueños que tanto le habían molestado. Desde luego, no podía
dudar que se había recuperado, y no me era posible comprender por qué la
señorita Piper me había escrito esa nota desesperada, a menos que se hubiese
acostumbrado a que su hermano se hallase en un estado desconcertante y que
hubiese confundido su mejoría con una «recaída». Esta recuperación era
extraordinaria, ya que el incremento de su miedo, sus alucinaciones, su intenso
nerviosismo y finalmente su rápida carta indicaban, con la misma evidencia que
un síntoma físico indicaría una enfermedad, el derrumbe de su precario estado
mental.
Me satisfacía esta recuperación; y le felicité. Aceptó mi felicitación con una
sonrisa débil, y luego se excusó diciendo que tenía mucho que hacer. Le
prometí telefonear una vez a la semana, más o menos, para vigilar cualquier
retorno a la sintomatología de su desesperado estado anterior.
Diez días después le vi por última vez. Le encontré amable y cortés. La señorita
Abigail Piper estaba delante, algo turbada, pero sin lamentarse. Piper no había
vuelto a tener visiones o sueños, y era capaz de hablar con franqueza de su
«enfermedad», desaprobando cualquier mención de «desorientación» o
«desplazamiento» con una insistencia que sólo podía interpretar como un
ansioso deseo por su parte de que yo borrara de mi mente todas aquellas
impresiones. Pasé una hora muy agradable con él; pero no podía escapar a la
convicción de que, mientras el hombre preocupado que había conocido en mi
consulta era un hombre de una inteligencia pareja a la mía, el «recuperado»
Amos Piper era un hombre de una inteligencia muy superior.
En el momento de mi visita, me impresionó el hecho de que se estaba
preparando para unirse a una expedición a la región del Desierto Arábigo. No
se me ocurrió entonces relacionar sus planes con los curiosos viajes que había
realizado durante sus tres años de enfermedad. Pero los hechos posteriores me
hicieron recordarlo.
Dos noches después, entraron en mi consulta y la saquearon. Todos los
documentos originales pertenecientes al caso Amos Piper habían sido robados
de los archivos. Afortunadamente, movido por una intuición que no podría
explicar, había hecho copias de los más importantes relatos de sus sueños, así
como de la carta que me escribió al final, que también había desaparecido. Los
documentos no podían tener valor para alguien que no fuese Amos Piper, y
Piper estaba ya supuestamente curado de su obsesión, así que la única
explicación de este extraño hurto era tan rara que me resistía a admitirla.
Además, me enteré de que Piper salía para su viaje al día siguiente, lo que
establecía la posibilidad de ser el instrumento -escribo «instrumento»
deliberadamente- del robo.
Ahora bien, un Piper curado no podía tener razón alguna para desear de forma
tan manifiesta que los datos permaneciesen en su poder. Y en cambio, un Piper
«recaído» tendría todos los motivos para desear que estos papeles fuesen
destruidos. ¿Cabía suponer que Piper había sido desplazado nuevamente? En
este caso, el hecho no habría sido tan obvio como la vez anterior, porque la
mente que desplazaba la suya para cobijarse en su cuerpo lo conocía ya y no
habría tenido necesidad de acostumbrarse otra vez a los hábitos y formas de
comportamiento del hombre...
Por increíble que pareciera esta hipótesis, trabajé en ella iniciando unas
investigaciones por mi menta. Mi intención era, en principio, pasar una semana
-posiblemente dos- buscando respuesta a algunas de las preguntas que Amos
Piper me había hecho en su carta. Pero unas semanas no fueron suficientes; el
trabajo se prolongó durante meses, y a finales de año estaba más confundido
que nunca. Además me encontraba en el borde del mismo abismo en el que
había caído Piper.
Pues algo había pasado en Innsmouth en 1928, algo que había ocupado al
gobierno federal, y acerca de lo cual nada podía averiguarse, excepto los vagos
y terroríficos indicios de una relación con los batracios de Ponapé. Y había
extraños y alarmantes descubrimientos en algunos de los templos de Angkor-
Vat, descubrimientos que estaban relacionados con la cultura de los polinesios
así como de algunas tribus indias del noroeste americano, y de otros
descubrimientos hechos en las Montañas de la Locura por una expedición de la
Universidad de Miskatonic.
Había relatos de incidentes similares, todos ocultos en misterio y oscuridad. Y
los libros -los libros prohibidos que Amos Piper había consultado- estaban en la
Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, y lo que en esas páginas leí
resultaba horriblemente sugestivo a la luz de lo que había dicho Amos Piper, y
de todo lo que posteriormente comprobé. Lo que allí se exponía, aunque
indirectamente, era que en algún lugar existió una raza de seres infinitamente
superiores -llamémoslos dioses o la Gran Raza, o con cualquier otro nombreque
trasladaban sus mentes libres a través del tiempo y del espacio. Y si esto era
aceptado como una premisa, entonces podía ser también cierto que la mente de
Amos Piper había sido de nuevo desplazada por una mente de la Gran Raza,
enviada a investigar si todos los recuerdos de su estancia entre ellos habían sido
borrados.
Pero los hechos más inquietantes de todos son los que han ido saliendo a la luz
gradualmente. Me tomé la molestia de indagar cuanto podía descubrir acerca
de los miembros de la expedición al Desierto Arábigo a la que Amos Piper se
había unido. Venían de todos los rincones del mundo, y eran todos hombres de
los que podía esperarse que tuvieran un interés especial en una expedición de
esta naturaleza: un antropólogo inglés, un paleontólogo francés, un sabio chino,
un egiptólogo, y muchos más. Y supe que cada uno de ellos, al igual que Amos
Piper, había sufrido en algún momento durante la última década algún tipo de
ataque, descrito variadamente, pero que innegablemente consistía en un
desplazamiento de la personalidad, lo mismo que Piper.
En alguna parte de esas remotas tierras del Desierto Arábigo ¡la expedición
entera desapareció de la faz de la tierra!
Fue quizá inevitable que mis persistentes investigaciones provocasen interés en
sectores ajenos a mí. Ayer un paciente vino a mi consulta. Había algo en sus
ojos que me hizo pensar en Amos Piper, la última vez que le vi: una
superioridad condescendiente, altiva, que me hizo encogerme de miedo, así
como cierta torpeza en sus manos. Y ayer por la noche volví a verle, pasando
bajo la farola de la calle de mi casa. Otra vez esta mañana, como un hombre que
estudia a otro, y a sus hábitos, por alguna razón enrevesada para ser conocida
por su víctima...
Y ahora cruzando la calle...Las hojas sueltas del anterior manuscrito fueron
encontradas en el suelo de la consulta del doctor Nathaniel Corey, cuando su
enfermera acudió a la policía a causa de unos ruidos alarmantes tras la puerta
de la consulta, que estaba cerrada. Cuando irrumpió la policía, el doctor Corey
y un paciente no identificado estaban arrodillados, intentando en vano empujar
las hojas hacia las llamas de la chimenea situada en la pared norte de la
habitación.
Los dos hombres parecían incapaces de agarrar las hojas, pero las empujaban
hacia delante con un movimiento similar al de los cangrejos. Ajenos a la
presencia de la policía, se ocupaban sólo de la destrucción del manuscrito y
persistían en sus esfuerzos poco naturales para conseguirlo con histérica
precipitación.. Ninguno fue capaz de dar una explicación inteligible a la policía
o a los médicos asistentes, ni era coherente lo que decían.
En vista de que, tras un examen minucioso, ambos parecen haber sufrido un
profundo cambio de personalidad, han sido trasladados para internamiento
indefinido al Instituto Larkin, el famoso sanatorio privado para dementes...
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