JUGUEMOS A LOS VENENOS
Ray Bradbury
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—¡Te odiamos! —Gritaron los dieciséis chicos y chicas, apretándose alrededor de Michael en el aula.
Michael gritó. El recreo había terminado, pero Mr. Howard, el maestro, aún no había llegado.
—¡Te odiamos!
Y los dieciséis chicos y chicas juntos, agolpándose y resollando, abrieron una ventana. Había tres pisos de altura hasta la acera. Michael se debatió.
Cogieron entre todos a Michael y lo empujaron por la ventana.
Mr. Howard, su maestro, entró en aquel momento en el aula.
—¡Esperad! —Gritó.
Michael cayó desde tres pisos de altura. Michael murió.
Nada se pudo hacer. La policía se encogió de hombros de forma elocuente. Todos aquellos niños tenían ocho o nueve años; no comprendían lo que estaban haciendo. Así es que...
El colapso de Mr. Howard se produjo al día siguiente. Se negó a volver a enseñar en su vida.
—Pero ¿por qué? —Le preguntaron sus amigos.
Mr. Howard no dio ninguna razón. Permaneció en silencio y una luz terrible llenó sus ojos. Más tarde, les dijo que si les contaba la verdad, creerían que se había vuelto loco.
Mr. Howard abandonó Madison City. Se marchó a vivir en un pequeño pueblo cercano, Green Bay, donde permaneció durante siete años, manteniéndose con los ingresos que conseguía de escribir historias y poesía.
No se casó nunca. Las pocas mujeres a las que se aproximó siempre deseaban tener... hijos.
En el otoño de su séptimo año de autoforzado retiro, cayó enfermo un buen amigo de Mr. Howard, un maestro. Ante la falta de un sustituto adecuado, Mr. Howard fue convocado y convencido de que su deber era hacerse cargo de la clase. Dándose cuenta de que el compromiso no podía durar más de unas pocas semanas, Mr. Howard aceptó, desgraciadamente.
—A veces —dijo Mr. Howard aquella mañana de un lunes de setiembre mientras caminaba lentamente por los pasillos laterales de la clase—, a veces creo realmente que los niños son como invasores procedentes de otra dimensión.
Se detuvo, y sus brillantes ojos negros pasaron de un rostro a otro de sus pequeños oyentes. Mantenía una mano en la espalda, cerrada y apretada. La otra, como un pálido animal, se posaba en la solapa de la chaqueta mientras hablaba; después aún subió más para jugar con las gafas.
—A veces —siguió diciendo, mirando a William Arnold y a Russell Newell, y a Donald Bowers y a Charlie Hencoop—, a veces creo que los niños son pequeños monstruos surgidos del infierno porque ni siquiera el demonio puede soportarlos. Y, desde luego, creo que se debe hacer todo lo posible por reformar sus pequeñas mentes incivilizadas.
La mayor parte de sus palabras sonaron muy poco familiares en las orejas limpias y sucias de Arnold, Newell, Bowers y los demás. Pero el tono de su voz les hacía sentir miedo. Las niñas estaban apoyadas en los respaldos de sus asientos, aprisionando sus trenzas, para que él no estirara de ellas como si fueran cuerdas de campanas, con el propósito de llamar así a los ángeles negros. Todos ellos miraban a Mr. Howard como si estuvieran hipnotizados.
—Sois otra raza completamente distinta, con vuestros motivos, vuestras creencias, vuestras desobediencias —siguió diciendo Mr. Howard—. No sois humanos. Sois... niños. En consecuencia, y hasta que no seáis adultos, no tenéis ningún derecho a exigir privilegios, ni a preguntar a vuestros mayores, que saben mejor que vosotros lo que se debe hacer.
Se detuvo y colocó su elegante trasero sobre la silla situada detrás de la mesa, limpia, sin una mota de polvo.
—Vivís en vuestro mundo de fantasía —dijo, frunciendo el ceño—. Bien, aquí no habrá fantasías. Pronto descubriréis que un reglazo en la mano no es ningún sueño, ningún adorno, ninguna excitación a lo Peter Pan —lanzó entonces un resoplido y preguntó—: ¿Os he asustado? Lo he conseguido. ¡Bien! Bien y bueno. Os lo merecéis. Quiero que sepáis dónde estamos. Yo no os temo, recordadlo. No tengo miedo de vosotros —de pronto su mano tembló y empujó atrás su silla, mientras todos los ojos estaban fijos en él—. ¡Eh! —lanzó una penetrante mirada a través de la habitación—. ¿Qué estáis murmurando por ahí atrás? ¿Algo sobre nigromancia o alguna otra cosa?
—¿Qué es nigromancia? —Preguntó una niña pequeña, levantando la mano.
—Discutiremos eso cuando nuestros dos jóvenes amigos, los señores Arnold y Bowers expliquen qué estaban murmurando. ¿Y bien, jovencitos?
Donald Bowers se levantó.
—No nos gusta usted. Eso es todo lo que dijimos.
Después volvió a sentarse.
Mr. Howard elevó las cejas.
—Me agrada la franqueza, la verdad. Gracias por vuestra honestidad. Pero, al mismo tiempo, debo deciros que no tolero la rebelión poco seria. Esta tarde, después de las clases, os quedaréis una hora y lavaréis las pizarras.
Después de las clases, mientras se dirigía a casa, con las hojas de otoño cayendo a su alrededor, Mr. Howard se encontró con cuatro de sus alumnos. Dio un golpe seco y agudo con su bastón sobre la acera.
—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo?
Los dos chicos y las dos chicas, sorprendidos, retrocedieron como sí hubieran sido golpeados con el bastón sobre sus espaldas.
—¡Oh! —exclamaron.
—¿Y bien? —pidió el hombre—. Explicádmelo. ¿Qué estabais haciendo antes de llegar yo?
—Jugando a los venenos —explicó William Arnold.
—¡Veneno! —exclamó el maestro, con el rostro contraído; después dijo con un estudiado sarcasmo—: Veneno, veneno, jugando a los venenos. Bien. ¿Y cómo se juega a los venenos?
De mala gana, William Arnold echó a correr.
—¡Vuelve aquí! —le gritó Mr. Howard.
—Sólo voy a demostrarle cómo jugamos a los venenos —dijo el chico, saltando sobre un bloque de cemento que había en la acera—. Cada vez que llegamos ante un hombre muerto, saltamos sobre él.
—¿Lo hacéis de veras? —preguntó Mr. Howard.
—Si salta uno sobre la tumba de un hombre muerto, queda envenenado, cae y se muere —explicó Isabel Skelton con prontitud.
—Hombres muertos, tumbas, envenenamientos —dijo burlonamente Mr. Howard—. ¿De dónde habéis sacado esa idea del hombre muerto?
—¿No lo ve? —preguntó Clara Parris señalando con su regla—. En este cuadrado están los nombres de dos hombres muertos.
—¡Ridículo! —replicó Mr. Howard, mirando de soslayo—. Eso son simplemente los nombres de los albañiles que mezclaron y colocaron el cemento de la acera.
Isabel y Clara abrieron la boca y se volvieron acusadoramente hacia los dos chicos.
—¡Dijisteis que eran lápidas de tumbas! —gritaron las dos, casi al unísono.
—Sí —dijo William Arnold, mirándose los pies—. Lo son. Bueno, casi. Da igual —levantó la mirada y añadió—: Es tarde. Tengo que marcharme a casa. Hasta luego.
Clara Parris miró los dos pequeños nombres grabados en la acera.
—Mr. Kelly y Mr. Terrill —dijo, leyéndolos—. Entonces, ¿esto no son tumbas? ¿Mr. Kelly y Mr. Terrill no están enterrados aquí? ¿Lo ves, Isabel? Es lo que te he dicho una docena de veces.
—No lo hiciste —dijo Isabel, de mal humor.
—Mentiras deliberadas —dijo Mr. Howard, pegando golpecitos con su bastón, en un gesto de impaciencia—. Falsificación del más alto calibre. ¡Buen Dios! Señores Arnold y Bowers, no harán más estas cosas, ¿comprenden?
—Sí, señor —murmuraron los chicos.
—¡Hablad más alto!
—Sí, señor —replicaron de nuevo.
Mr. Howard se alejó rápidamente por la calle. William Arnold esperó hasta haberle perdido de vista antes de decir:
—Espero que algún pájaro deje caer algo justo en su nariz...
—Vamos, Clara, sigamos jugando a los venenos —dijo Isabel, ilusionada.
—Se ha echado a perder todo —comentó Clara, poniendo mala cara—. Me voy a casa.
—¡Estoy envenenado! —gritó de pronto Donald Bowers, tirándose al suelo y haciendo como que echaba espumarajos por la boca—. ¡Mirad! ¡Estoy envenenado! ¡Ahhhh!
—¡Oh! —exclamó Clara, enojada y echó a correr.
El sábado por la mañana, Mr. Howard miró por la ventana que daba a la calle y lanzó un juramento al ver a Isabel Skelton haciendo señales de tiza sobre la acera y saltando después sobre ellas, al mismo tiempo que contaba una monótona cancioncilla.
—¡Deja de hacer eso!
Abalanzándose al exterior, casi la tiró al suelo en su agitación. La agarró, la sacudió violentamente y después la dejó en el suelo; permaneció en pie sobre ella y sobre las marcas de tiza.
—Sólo estaba jugando a la pata coja —dijo la niña, lloriqueando y pasándose las manos por los ojos.
—No importa. No puedes jugar aquí —declaró él; después, inclinándose sobre las marcas de tiza, las borró con su pañuelo, murmurando—: Eres una pequeña bruja. Pentagramas. Rimas y conjuros, y todo como si fuera perfectamente inocente. ¡Dios, qué inocente! ¡Eres un pequeño diablo!
Hizo un gesto, como si fuera a golpearla, pero se detuvo. Isabel echó a correr, lamentándose.
—¡Adelante, pequeña tonta! —gritó él con furia—. Ve corriendo y dile a tus pequeñas cohortes que has fracasado. Tendrán que intentarlo de alguna otra manera. No lo conseguirán conmigo. No lo conseguirán. ¡Oh, no!
Volvió a entrar en su casa, se sirvió un vaso lleno de brandy y se lo bebió. Durante el resto del día, estuvo oyendo a los niños jugando al tú-la-llevas, y los gritos y sonidos producidos por los pequeños monstruos en cada arbusto y sombra no le dejaron descansar.
—Otra semana como ésta —se dijo a sí mismo—, y me volveré loco de atar —se llevó una mano a su dolorida cabeza—. ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no podremos nacer todos adultos?
Y transcurrió otra semana. Y, entretanto, el odio fue creciendo entre él y los niños. El odio y el temor crecían juntos. El nerviosismo, las rabietas repentinas por nada, y después... la silenciosa espera. La forma en que los chicos se subían a los árboles para mirarle mientras comían manzanas, el olor melancólico del otoño posándose por toda la ciudad, los días cada vez más cortos, las noches que llegaban con mayor prontitud.
—Pero no me tocarán, no se atreverán a tocarme —se dijo Mr. Howard a sí mismo, bebiéndose un vaso de brandy detrás de otro—. En cualquier caso, todo esto es una tontería; no hay nada detrás. No tardaré en estar lejos de aquí y... de ellos. No tardaré...
Había un cráneo blanco en la ventana.
Eran las ocho de la noche de un jueves. Había sido una semana muy larga, con estallidos de cólera y acusaciones. Había tenido que ahuyentar continuamente a los niños de la zanja de la tubería del agua en construcción que estaba frente a su casa. A los chicos les encantan las excavaciones, los lugares ocultos, las tuberías, las conducciones y las zanjas, y siempre estaban subiendo y bajando, entrando y saliendo por los agujeros donde colocaban las nuevas tuberías. Gracias a Dios, todo había terminado y, al día siguiente, los trabajadores rellenarían de tierra la zanja, la apisonarían y colocarían una nueva capa de cemento, dejando la acera como estaba. Eso eliminaría a los niños. Pero, justamente ahora...
¡Había un cráneo blanco en la ventana!
No cabía la menor duda de que la mano de un niño sostenía el cráneo, apoyándolo contra el cristal, golpeándolo y moviéndolo. Se escuchaba una risa infantil procedente del exterior.
Mr. Howard salió precipitadamente de la casa.
—¡Eh, vosotros! —explotó en medio de los tres chicos que empezaban a correr.
Echó a correr detrás de ellos, sin dejar de gritar. La calle estaba oscura, pero vio las figuras moviéndose precipitadamente por delante y por debajo de él. Las vio como si estuvieran unidas y no pudo recordar la razón de ello, hasta que fue demasiado tarde.
La tierra se abrió bajo él. Cayó y quedó en un pozo, dándose un golpe terrible en la cabeza con una tubería y, mientras perdía la conciencia, tuvo la impresión de que se ponía en marcha una verdadera avalancha, provocada por su caída, y que montones de tierra húmeda y fría caían sobre sus pantalones, sus zapatos, su chaqueta; sobre su espalda, sobre su nuca y sobre su cabeza, llenándole la boca, las orejas, los ojos, las ventanillas de la nariz...
La vecina, con los huevos envueltos en una servilleta, llamó a la puerta de Mr. Howard al día siguiente. Estuvo llamando durante cinco minutos. Cuando finalmente abrió la puerta y se introdujo en la vivienda, no encontró más que pequeñas motas de polvo flotando en el aire iluminado por el sol: las habitaciones estaban vacías, el sótano olía a carbón y a escorias de hulla, y en el ático no había más que una rata, una araña y una carta descolorida.
—Una cosa muy curiosa lo que le sucedió a Mr. Howard —dijo muchas veces durante los años siguientes.
Y los adultos, siendo como son, muy poco observadores, no prestaron atención a los niños que jugaban a los venenos en la calle Oak Bay durante todos los otoños siguientes. Ni siquiera cuando los niños saltaban sobre un bloque cuadrado y extraño de cementó, miraban a su alrededor y observaban después las marcas que había en el bloque y que decían:
Mr. HOWARD - R.I.P.
—¿Quién es Mr. Howard, Billy?
—¡Ah! Supongo que será el tipo que puso aquí el cemento.
—¿Y qué significa eso de R.I.P.?
—¡Ah! ¿Quién lo sabe? ¡Estás envenenado! ¡Lo has pisado!
—Vamos, vamos, niños. ¡No os crucéis por delante de mamá! ¡Vámonos ya!
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