LA NOVIA DEL HOMBRE CABALLO
LORD DUNSANY
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La mañana en que cumplía doscientos cincuenta años, Shepperalk el centauro se dirigió al arca dorada, en donde los centauros guardaban sus tesoros, y cogiendo de ella el amuleto que su padre, Jyshak, había extraído en sus años mozos de la montaña dorada, y engastándolo con ópalos trocados a los gnomos, se lo puso en la muñeca y, sin decir palabra, fue a la cueva de su madre. Y también se llevó con él el clarín de los centauros, la famosa trompa de plata, que en su tiempo había conminado a la rendición a diecisiete ciudades de los Humanos, y que durante veinte años había sonado frente a las murallas rodeadas de estrellas en el Sitio de Tholdenblarna, baluarte de los dioses, cuando los centauros libraron su fabulosa guerra y no fueron batidos por las armas, sino que se retiraron lentamente envueltos en una nube de polvo antes de producirse el decisivo milagro de los dioses que aquéllos trajeron ante su desesperante carencia de arsenal propio. Tomó su clarín y se alejó a grandes zancadas, y su madre únicamente suspiró y le dejó ir.
Bien sabía ella que Shepperalk no bebería hoy del riachuelo que descendía por las terrazas del Varpa Niger, el valle entre montañas; que hoy no admiraría la puesta de sol, y que más tarde regresaría de nuevo a la cueva al trote, para dormir sobre los juncos arrastrados por ríos que no conocen los Humanos. Ella sabía que ahora el clarín estaba al cuidado de él como antaño había estado al cuidado de su padre, y antes de Goom, el padre de Jyshak, y hace mucho tiempo al cuidado de los dioses. Por tanto, únicamente suspiró y ele dejó ir. Mas él, saliendo de la cueva que constituía su hogar, cruzó por vez primera la escasa corriente y, rodeando los riscos, vio debajo de él la reluciente llanura terrestre. Y el frío viento otoñal, que sacaba brillo al mundo ascendiendo las faldas de la montaña, le golpeó en los desnudos flancos. El centauro levantó la cabeza y resopló.
-¡Ahora soy un hombre-caballo! -gritó en voz alta. Y saltando de risco en risco galopó por valles y abismos, cauces de torrente y crestas de alud, hasta llegar a las sinuosas leguas del llano, dejando tras él para siempre las montañas Athraminaurian.
Su meta era Zretazoola, la ciudad de Sombelenë. Ignoro si la leyenda de la belleza inhumana de Sombelenë, o de su asombroso enigma, ha circulado alguna vez por la llanura terrestre hasta llegar a la fabulosa cuna de la raza de los centauros, las montañas Athraminaurian. No obstante, en la sangre humana existe una marea, más bien una corriente marina, que de algún modo se asemeja al crepúsculo, y que nos trae rumores de belleza, aunque sean lejanos, lo mismo que en el mar encontramos madera flotante procedente de islas no descubiertas todavía. Esa corriente primaveral que azota la sangre humana procede de la fabulosa cuarta parte de su legendario y antiguo linaje, y nos arrastra a los bosques y a las colinas, y nos hace prestar atención a la vieja canción. Así que es posible que en aquellas solitarias montañas más allá de los confines del mundo la fabulosa sangre de Shepperalk concitara rumores que únicamente conoce el etéreo crepúsculo y que sólo se confían secretamente a los murciélagos; pues Shepperalk era más legendario incluso que el hombre. Era cierto que desde el principio se dirigió a la ciudad de Zretazoola, donde mora Sombelenë en su templo; no obstante, toda la llanura terrestre, sus ríos y montañas, están situados entre el hogar de Shepperalk y la ciudad que buscaba.
Cuando las patas del centauro tocaron por vez primera la hierba de aquella blanda tierra aluvial, sopló alegremente el cuerno de plata, hizo cabriolas y caracoleó, y brincó durante bastantes leguas. Por un nuevo y hermoso prodigio, su paso parecía el de un caballo que nunca hubiera ganado una carrera, y el viento reía al cruzarse con él. Bajaba la cabeza para olfatear las flores, la levantaba para estar más cerca de las invisibles estrellas, se divertía por esos mundos, saltaba los ríos sin perder el ritmo; ¿cómo te explicaría, a ti, que vives en la ciudad, cómo te explicaría lo que el centauro experimentaba al galopar? Se sentía fuerte como las torres de Bel-Narana; ligero como esos palacios de finísima gasa que las arañas hadas construyen entre el cielo y el mar en las costas de Zith; veloz como un pájaro corriendo de buena mañana a cantar a las agujas de alguna ciudad antes de que amanezca. Era el compañero declarado del viento. Parecía alegre como una canción; los rayos de sus legendarios padres, los dioses primitivos, empezaban a mezclarse con su sangre; sus pezuñas retumbaban. Llegó a las ciudades de los hombres, y todos temblaron al recordar las míticas guerras de la antigüedad, temiendo nuevas batallas que pusieran en peligro a la raza humana. Ni siquiera Clío recuerda aquellas guerras; la historia tampoco sabe nada de ellas; ¿y qué? Ninguno de nosotros se ha sentado a los pies de un historiador, mas todos hemos aprendido fábulas y mitos en las rodillas de nuestras madres. Y no hubo nadie que no temiera guerras inesperadas al ver a Shepperalk regatear y saltar por las vías públicas. Así pasó de ciudad en ciudad. De noche se tumbaba jadeante en los juncos de alguna marisma o en un bosque; antes de que amaneciera se levantaba triunfante y bebía largamente en algún río a oscuras, y chapoteando en él iba al trote hasta algún lugar alto para contemplar la salida del sol y saludar al astro con los exultantes ecos de su fabuloso cuerno. Y contemplaba el sol surgiendo de los ecos, y los llanos iluminados de nuevo por la luz diurna, y las leguas que se prolongaban como una cascada de agua, y ese alegre compañero, el viento que ríe estrepitosamente, y los hombres y sus miedos y sus ciudades. Y después de eso, grandes ríos y yermos y enormes colinas, y tras ellos nuevas tierras y más ciudades, siempre en presencia de ese viejo compañero, el glorioso viento. Pasaba de una región a otra y sin embargo su respiración era uniforme.
-Es maravilloso galopar sobre un buen césped cuando uno es joven -dijo el hombre-caballo, el centauro.
-¡Ja, ja! -dijo el viento procedente de las colinas, y los vientos de la llanura respondieron.
Las campanas repicaron frenéticamente en los campanarios, los sabios consultaron sus pergaminos, buscaron presagios en las estrellas, los ancianos hicieron sutiles profecías.
-¿Verdad que es veloz? -dijeron los jóvenes.
-¡Qué contento está! -dijeron los niños.
Noche tras noche se entregó al sueño, y día tras día galopó hasta llegar a las tierras de los Athalanes, que viven en los confines del llano terrestre; y desde allí llegó de nuevo a tierras legendarias como aquellas en las que fue acunado, al otro lado del mundo, y que, bordeándolo, se mezclan con el crepúsculo. Y entonces un poderoso pensamiento se apoderó de su infatigable corazón, pues sabía que se aproximaba a Zretazoola, la ciudad de Sombelenë.
Cuando llegó era tarde y las nubes, teñidas por el ocaso, cubrían la llanura que se extendía ante él. Siguió galopando en medio de aquella bruma dorada, y cuando ésta le ocultó la visión, recuperó sus ilusiones y examinó románticamente todos aquellos rumores que solían llegarle de Sombelenë. Ella moraba (decía el anochecer al murciélago en secreto) en un pequeño templo a orillas de un lago solitario. Un bosquecillo de cipreses la protegía de la ciudad, de Zretazoola, la de las sendas ascendentes. Enfrente de su templo se encontraba su tumba, su triste sepulcro lacustre de libre acceso, por temor a que su asombrosa belleza y su eterna juventud pudieran ocasionar una herejía entre los hombres acerca de su inmortalidad: pues sólo su belleza y su linaje eran divinos.
Su padre había sido medio centauro y medio dios. Su madre era hija de un león del desierto y de esa esfinge que vigila las pirámides; era mas mística que Mujer.
Su belleza era como un sueño, como una canción; el sueño de una vida soñada bajo el rocío encantado, la canción cantada a alguna ciudad por un pájaro inmortal arrojado lejos de sus costas originarias por una tormenta del Paraíso. Amanecer tras amanecer sobre montañas de romance, o crepúsculo tras crepúsculo, jamás pudieron igualar su belleza. Ni siquiera todas las luciérnagas del mundo o todas las estrellas de la noche conocían su secreto; los poetas nunca la habían cantado ni el anochecer adivinaba su significado; la mañana la envidiaba; permanecía oculta a los amantes.
No estaba casada, ni la habían cortejado nunca.
Los leones no la cortejaban porque temían su fuerza, y los dioses no se atrevían a amarla porque sabían que debía morir.
Eso fue lo que el anochecer había susurrado al murciélago, el sueño que anidó en el corazón de Shepperalk mientras galopaba a ciegas en medio de la bruma. Y de repente, a sus pies, en la oscuridad de la llanura, apareció la hendidura en las legendarias tierras, y Zretazoola resguardaba en ella, tomando el sol al atardecer.
Astuta y velozmente bajó dando saltos por el extremo superior de la hendidura y, entrando en Zretazoola por la puerta exterior que mira a las estrellas, súbitamente galopó por sus estrechas calles. En la antigua canción se hablaba de los muchos que salieron precipitadamente a los balcones cuando él pasó con gran estrépito, de los muchos que asomaron la cabeza por sus relucientes ventanas. Shepperalk no tardó en saludarles o en responder a los desafíos de sus fortalezas militares; bajó hacia la entrada de la tierra como el rayo de sus padres y, como un leviatán que hubiese saltado sobre un águila, entró en el agua que había entre el templo y la tumba.
Subió los escalones del templo al galope y con los ojos semicerrados, viendo únicamente a través de las pestañas, y todavía no deslumbrado por su belleza, cogió a Sombelenë por el pelo y se la llevó a la fuerza. Y, saltando con ella por encima de la sima sin fondo donde las aguas del lago desaparecen olvidadas en aquel boquete del mundo, se la llevó no sabemos dónde, para convertirla en su esclava durante los siglos que todavía les sean concedidos a los de su raza.
Tres veces tocó aquel cuerno de plata que constituye el más antiguo tesoro de los centauros. Esas fueron sus campanadas nupciales.
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