Al Otro Lado De La Pared
Hace muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en
San Francisco. Hacía mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo
aquel periodo mis negocios en Oriente habían prosperado más de lo que esperaba. Como
era rico, podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistad con los compañeros
de juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El más importante para mí era
Mohum Dampier, un antiguo amigo del colegio con quien había mantenido
correspondencia irregular hasta que dejamos de escribirnos, cosa muy normal entre
hombres. Es fácil darse cuenta de que la escasa disposición a redactar una sencilla carta de
tono social está en razón del cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente.
Se trata, simple y llanamente, de una ley.
Recordaba a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos
semejantes a los míos, que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia
muchas de las cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de la que,
sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no echar nada en
falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del país, se consideraba un
orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera dedicado al comercio o a la política, o
hubiera recibido distinción alguna. Mohum era un poco sentimental y su carácter
supersticioso lo hacía inclinarse al estudio de temas relacionados con el ocultismo.
Afortunadamente gozaba de una buena salud mental que lo protegía contra creencias
extravagantes y peligrosas. Sus incursiones en el campo de lo sobrenatural se mantenían
dentro de la región conocida y considerada como certeza.
La noche que lo visité había tormenta. El invierno californiano estaba en su apogeo:
una lluvia incesante regaba las calles desiertas y, al ser empujada por irregulares ráfagas
de viento, se precipitaba contra las casas con una fuerza increíble. El cochero encontró el
lugar, una zona residencial escasamente poblada cerca de la playa, con dificultad. La casa,
bastante fea, se elevaba en el centro de un terreno en el que, según pude distinguir en la
oscuridad, no había ni flores ni hierba. Tres o cuatro árboles, que se combaban y crujían a
causa del temporal, parecían intentar huir de su tétrico entorno en busca de mejor fortuna,
lejos, en el mar. La vivienda era una estructura de dos pisos, hecha de ladrillo, que tenía
una torre en una esquina, un piso más arriba. Era la única zona iluminada. La apariencia
del lugar me produjo cierto estremecimiento, sensación que se vio aumentada por el
chorro de agua que sentía caer por la espalda mientras corría a buscar refugio en el portal.
Dampier, en respuesta a mi misiva informándole de mi deseo de visitarlo, había
contestado: «No llames, abre la puerta y sube.» Así lo hice. La escalera estaba pobremente
iluminada por una luz de gas que había al final del segundo tramo. Conseguí llegar al
descansillo sin destrozar nada y atravesé una puerta que daba a la iluminada estancia
cuadrada de la torre. Dampier, en bata y zapatillas, se acercó, tal y como yo esperaba, a
saludarme, y aunque en un principio pensé que me podría haber recibido más
adecuadamente en el vestíbulo, después de verlo, la idea de su posible inhospitalidad
desapareció.
No parecía el mismo. A pesar de ser de mediana edad, tenía canas y andaba bastante
encorvado. Lo encontré muy delgado; sus facciones eran angulosas, y su piel, arrugada y
pálida como la muerte, no tenía un solo toque de color. Sus ojos, excepcionalmente
grandes, centelleaban de un modo misterioso.
Me invitó a sentarme y, tras ofrecerme un cigarro, manifestó con sinceridad obvia y
solemne que estaba encantado de verme. Después tuvimos una conversación trivial
durante la cual me sentí dominado por una profunda tristeza al ver el gran cambio que
había sufrido. Debió captar mis sentimientos porque inmediatamente dijo, con una gran
sonrisa:
—Te he desilusionado: non sum qualis eram.
Aunque no sabía qué decir, al final señalé:
—No, que va, bueno, no sé: tu latín sigue igual que siempre.
Sonrió de nuevo.
—No —dijo—, al ser una lengua muerta, esta particularidad va aumentando. Pero,
por favor, ten paciencia y espera: existe un lenguaje mejor en el lugar al que me dirijo.
¿Tendrías algún inconveniente en recibir un mensaje en dicha lengua?
Mientras hablaba su sonrisa iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a los
ojos con una seriedad que me produjo angustia. Sin embargo no estaba dispuesto a
dejarme llevar por su actitud ni a permitirle que descubriera lo profundamente afectado
que me encontraba por su presagio de muerte.
—Supongo que pasará mucho tiempo antes de que el lenguaje humano deje de
sernos útil —observé—, y para entonces su necesidad y utilidad habrán desaparecido.
Mi amigo no dijo nada y, como la conversación había tomado un giro desalentador y
no sabía qué decir para darle un tono más agradable, también yo permanecí en silencio.
De repente, en un momento en que la tormenta amainó y el silencio mortal contrastaba de
un modo sobrecogedor con el estruendo anterior, oí un suave golpeteo que provenía del
muro que tenía a mis espaldas. El sonido parecía haber sido producido por una mano,
pero no como cuando se llama a una puerta para poder entrar, sino más bien como una
señal acordada, como una prueba de la presencia de alguien en una habitación contigua;
creo que la mayoría de nosotros ha tenido más experiencias de este tipo de comunicación
de las que nos gustaría contar. Miré a Dampier. Si había algo divertido en mi mirada no
debió captarlo. Parecía haberme olvidado y observaba la pared con una expresión que no
soy capaz de definir, aunque la recuerdo como si la estuviera viendo. La situación era
desconcertante. Me levanté con intención de marcharme; entonces reaccionó.
—Por favor, vuelve a sentarte —dijo—, no ocurre nada, no hay nadie ahí.
El golpeteo se repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez.
—Lo siento —dije—, es tarde. ¿Quieres que vuelva mañana?
Volvió a sonreír, esta vez un poco mecánicamente.
—Es muy gentil de tu parte, pero completamente innecesario. Te aseguro que ésta es
la única habitación de la torre y no hay nadie ahí. Al menos...
Dejó la frase sin terminar, se levantó y abrió una ventana, única abertura que había
en la pared de la que provenía el ruido.
—Mira.
Sin saber qué otra cosa podía hacer, lo seguí hasta la ventana y me asomé. La luz de
una farola cercana permitía ver claramente, a través de la oscura cortina de agua que
volvía a caer a raudales, que «no había nadie». Ciertamente, no había otra cosa que la
pared totalmente desnuda de la torre.
Dampier cerró la ventana, señaló mi asiento y volvió a tomar posesión del suyo.
El incidente no resultaba en sí especialmente misterioso; había una docena de
explicaciones posibles (ninguna de las cuales se me ha ocurrido todavía). Sin embargo me
impresionó vivamente el hecho de que mi amigo se esforzara por tranquilizarme, pues ello
daba al suceso una cierta importancia y significación. Había demostrado que no había
nadie, pero precisamente eso era lo interesante. Y no lo había explicado todavía. Su
silencio resultaba irritante y ofensivo.
—Querido amigo —dije, me temo que con cierta ironía—, no estoy dispuesto a poner
en cuestión tu derecho a hospedar a todos los espectros que desees de acuerdo con tus
ideas de compañerismo; no es de mi incumbencia. Pero como sólo soy un simple hombre
de negocios, fundamentalmente terrenales, no tengo necesidad alguna de espectros para
sentirme cómodo y tranquilo. Por ello, me marcho a mi hotel, donde los huéspedes aún
son de carne y hueso.
No fue una alocución muy cortés, lo sé, pero mi amigo no manifestó ninguna
reacción especial hacia ella.
—Te ruego que no te vayas —observó—. Agradezco mucho tu presencia. Admito
haber escuchado un par de veces con anterioridad lo que tú acabas de oír esta noche.
Ahora sé que no eran ilusiones mías y esto es verdaderamente importante para mí; más de
lo que te imaginas. Enciende un buen cigarro y ármate de paciencia mientras te cuento
toda la historia.
La lluvia volvía a arreciar, produciendo un rumor monótono, que era interrumpido
de vez en cuando por el repentino azote de las ramas agitadas por el viento. Era bastante
tarde, pero la compasión y la curiosidad me hicieron seguir con atención el monólogo de
Dampier, a quien no interrumpí ni una sola vez desde que empezó a hablar.
—Hace diez años —comenzó—, estuve viviendo en un apartamento, en la planta
baja de una de las casas adosadas que hay al otro lado de la ciudad, en Rincón Hill. Esa
zona había sido una de las mejores de San Francisco, pero había caído en desgracia, en
parte por el carácter primitivo de su arquitectura, no apropiada para el gusto de nuestros
ricos ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras públicas la habían afeado. La hilera de
casas, en una de las cuales yo habitaba, estaba un poco apartada de la calle; cada vivienda
tenía un diminuto jardín, separado del de los vecinos por unas cercas de hierro y dividido
con precisión matemática por un paseo de gravilla bordeado de bojes, que iba desde la
verja a la puerta.
»Una mañana, cuando salía, vi a una chica joven entrar en el jardín de la casa
izquierda. Era un caluroso día de junio y llevaba un ligero vestido blanco. Un ancho
sombrero de paja decorado al estilo de la época, con flores y cintas, colgaba de sus
hombros. Mi atención no estuvo mucho tiempo centrada en la exquisita sencillez de sus
ropas, pues resultaba imposible mirarla a la cara sin advertir algo sobrenatural. Pero no,
no temas; no voy a deslucir su imagen describiéndola. Era sumamente bella. Toda la
hermosura que yo había visto o soñado con anterioridad encontraba su expresión en
aquella inigualable imagen viviente, creada por la mano del Artista Divino. Me
impresionó tan profundamente que, sin pensar en lo impropio del acto, descubrí mi
cabeza, igual que haría un católico devoto o un protestante de buena familia ante la
imagen de la Virgen. A la doncella no parecía disgustarle mi gesto; me dedicó una mirada
con sus gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más, entró en la casa.
Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la mano, consciente de mi rudeza
y tan dominado por la emoción que la visión de aquella belleza incomparable me
inspiraba, que mi penitencia resultó menos dolorosa de lo que debería haber sido.
Entonces reanudé mi camino, pero dejé el corazón en aquel lugar. Cualquier otro día
habría permanecido fuera de casa hasta la caída de la noche, pero aquél, a eso de la media
tarde, ya estaba de vuelta en el jardín, interesado por aquellas pocas flores sin importancia
que nunca antes me había detenido a observar. Mi espera fue en vano; la chica no
apareció.
»A aquella noche de inquietud le siguió un día de expectación y desilusión. Pero al
día siguiente, mientras caminaba por el barrio sin rumbo, me la encontré. Desde luego no
volví a hacer la tontería de descubrirme; ni siquiera me atreví a dedicarle una mirada
demasiado larga para expresar mi interés. Sin embargo mi corazón latía aceleradamente.
Tenía temblores y, cuando me dedicó con sus grandes ojos negros una mirada de evidente
reconocimiento, totalmente desprovista de descaro o coquetería, me sonrojé.
»No te cansaré con más detalles; sólo añadiré que volví a encontrármela muchas
veces, aunque nunca le dirigí la palabra ni intenté llamar su atención. Tampoco hice nada
por conocerla. Tal vez mi autocontrol, que requería un sacrificio tan abnegado, no resulte
claramente comprensible. Es cierto que estaba locamente enamorado, pero, ¿cómo puede
uno cambiar su forma de pensar o transformar el propio carácter?
»Yo era lo que algunos estúpidos llaman, y otros más tontos aún gustan ser llamados,
un aristócrata; y, a pesar de su belleza, de sus encantos y elegancia, aquella chica no
pertenecía a mi clase. Me enteré de su nombre (no tiene sentido citarlo aquí) y supe algo
acerca de su familia. Era huérfana y vivía en la casa de huéspedes de su tía, una gruesa
señora de edad, inaguantable, de la que dependía. Mis ingresos eran escasos y no tenía
talento suficiente como para casarme; debe de ser una cualidad que nunca he tenido. La
unión con aquella familia habría significado llevar su forma de vida, alejarme de mis libros
y estudios y, en el aspecto social, descender al nivel de la gente de la calle. Sé que este tipo
de consideraciones son fácilmente censurables y no me encuentro preparado para
defenderlas. Acepto que se me juzgue, pero, en estricta justicia, todos mis antepasados, a
lo largo de generaciones, deberían ser mis codefensores y debería permitírseme invocar
como atenuante el mandato imperioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de
un enlace de este tipo. En resumen, mis gustos, costumbres, instinto e incluso la sensatez
que pueda quedarme después de haberme enamorado, se vuelven contra él. Además,
como soy un romántico incorregible, encontraba un encanto exquisito en una relación
impersonal y espiritual que el conocimiento podría convertir en vulgar, y el matrimonio
con toda seguridad disiparía. Ninguna criatura, argüía yo, podría ser más encantadora
que esta mujer. El amor es un sueño delicioso; entonces, ¿por qué razón iba yo a procurar
mi propio despertar?
»El comportamiento que se deducía de toda esta apreciación y parecer era obvio. Mi
honor, orgullo y prudencia, así como la conservación de mis ideales me ordenaban huir,
pero me sentía demasiado débil para ello. Lo más que podía hacer —y con gran esfuerzo—
era dejar de ver a la chica, y eso fue lo que hice. Evité incluso los encuentros fortuitos en el
jardín. Abandonaba la casa sólo cuando sabía que ella ya se había marchado a sus clases
de música, y volvía después de la caída de la noche. Sin embargo era como si estuviera en
trance; daba rienda suelta a las imaginaciones más fascinantes y toda mi vida intelectual
estaba relacionada con ellas. ¡Ah, querido amigo! Tus acciones tienen una relación tan
clara con la razón que no puedes imaginarte el paraíso de locura en el que viví.
»Una tarde, el diablo me hizo ver que era un idiota redomado. A través de una
conversación desordenada, y sin buscarlo, me enteré por la cotilla de mi casera que la
habitación de la joven estaba al lado de la mía, separada por una pared medianera.
Llevado por un impulso torpe y repentino, di unos golpecitos suaves en la pared.
Evidentemente, no hubo respuesta, pero no tuve humor suficiente para aceptar un
rechazo. Perdí la cordura y repetí esa tontería, esa infracción, que de nuevo resultó inútil,
por lo que tuve el decoro de desistir.
»Una hora más tarde, mientras estaba concentrado en algunos de mis estudios sobre
el infierno, oí, o al menos creí oír, que alguien contestaba mi llamada. Dejé caer los libros y
de un salto me acerqué a la pared donde, con toda la firmeza que mi corazón me permitía,
di tres golpes. La respuesta fue clara y contundente: uno, dos, tres, una exacta repetición
de mis toques. Eso fue todo lo que pude conseguir, pero fue suficiente; demasiado, diría
yo.
»Aquella locura continuó a la tarde siguiente, y en adelante durante muchas tardes, y
siempre era yo quien tenía la última palabra. Durante todo aquel tiempo me sentí
completamente feliz, pero, con la terquedad que me caracteriza, me mantuve en la
decisión de no ver a la chica. Un día, tal y como era de esperar, sus contestaciones cesaron.
«Está enfadada —me dije— porque cree que soy tímido y no me atrevo a llegar más lejos»;
entonces decidí buscarla y conocerla y... Bueno, ni supe entonces ni sé ahora lo que podría
haber resultado de todo aquello. Sólo sé que pasé días intentando encontrarme con ella,
pero todo fue en vano. Resultaba imposible verla u oírla. Recorrí infructuosamente las
calles en las que antes nos habíamos cruzado; vigilé el jardín de su casa desde mi ventana,
pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pensé que se había marchado; pero no
intenté aclarar mi duda preguntándole a la casera, a la que tenía una tremenda ojeriza
desde que me habló de la chica con menos respeto del que yo consideraba apropiado.
»Y llegó la noche fatídica. Rendido por la emoción, la indecisión y el desaliento, me
acosté temprano y conseguí conciliar un poco el sueño. A media noche hubo algo, un
poder maligno empeñado en acabar con mi paz para siempre, que me despertó y me hizo
incorporarme para prestar atención a no sé muy bien qué. Me pareció oír unos ligeros
golpes en la pared: el fantasma de una señal conocida. Un momento después se repitieron:
uno, dos, tres, con la misma intensidad que la primera vez, pero ahora un sentido alerta y
en tensión los recibía. Estaba a punto de contestar cuando el Enemigo de la Paz intervino
de nuevo en mis asuntos con una pícara sugerencia de venganza. Como ella me había
ignorado cruelmente durante mucho tiempo, yo le pagaría con la misma moneda. ¡Qué
tontería! ¡Que Dios sepa perdonármela! Durante el resto de la noche permanecí despierto,
escuchando y reforzando mi obstinación con cínicas justificaciones.
»A la mañana siguiente, tarde, al salir de casa me encontré con la casera, que entraba:
»—Buenos días, señor Dampier —dijo—; ¿se ha enterado usted de lo que ha pasado?
Le dije que no, de palabra, pero le di a entender con el gesto que me daba igual lo
que fuera. No debió captarlo porque continuó:
—A la chica enferma de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído nada? Llevaba semanas
enferma y ahora...
Casi salto sobre ella.
»—Y ahora... —grité—, y ahora ¿qué?
»—Está muerta.
»Pero aún hay algo más. A mitad de la noche, según supe más tarde, la chica se había
despertado de un largo estupor, tras una semana de delirio, y había pedido —éste fue su
último deseo— que llevaran su cama al extremo opuesto de la habitación. Los que la
cuidaban consideraron la petición un desvarío más de su delirio, pero accedieron a ella. Y
en ese lugar aquella pobre alma agonizante había realizado la débil aspiración de intentar
restaurar una comunicación rota, un dorado hilo de sentimiento entre su inocencia y mi vil
monstruosidad, que se empeñaba en profesar una lealtad brutal y ciega a la ley del Ego.
»¿Cómo podía reparar mi error? ¿Se pueden decir misas por el descanso de almas
que, en noches como ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados de acá para allá por
vientos caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la oscuridad con signos y presagios
que sugieren recuerdos y augurios de condenación?
»Esta ha sido su tercera visita. La primera vez fui escéptico y verifiqué por métodos
naturales el carácter del incidente; la segunda, respondí a los golpes, varias veces
repetidos, pero sin resultado alguno. Esta noche se completa la «tríada fatal» de la que
habla Parapelius Necromantius. Es todo lo que puedo decir.»
Cuando hubo terminado su relato no encontré nada importante que decir, y
preguntar habría sido una impertinencia terrible. Me levanté y le di las buenas noches de
tal forma que pudiera captar la compasión que sentía por él; en señal de agradecimiento
me dio un silencioso apretón de manos. Aquella noche, en la soledad de su tristeza y
remordimiento, entró en el reino de lo Desconocido.
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Carrera Inconclusa
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James Burne Worson era zapatero, habitante de Leamington, Warwickshire,
Inglaterra. Era propietario de un pequeño local, en uno de esos pasajes que nacen de la
carretera a Warwick. Dentro de su humilde círculo, lo estimaban hombre honesto, aunque
algo dado (como tantos de su clase en los pueblos ingleses) a la bebida. Cuando se
emborrachaba, solía comprometerse en apuestas insensatas. En una de tales ocasiones,
harto frecuentes, se ufanaba de sus hazañas como corredor y atleta, lo que tuvo como
resultado una competición contra natura. Apostaron un soberano de oro, y se
comprometió a hacer todo el camino a Coventry corriendo ida y vuelta; se trata de una
distancia que supera las cuarenta millas. Esto fue el 3 de septiembre de 1873. Partió de
inmediato; el hombre con quien había hecho la apuesta —no se recuerda su nombre—,
acompañado por Barham Wise, lencero, y Hamerson Burns, creo que fotógrafo, lo siguió
en su carro o carreta ligera.
Durante varias millas, Worson anduvo muy bien, a paso regular, sin fatiga aparente,
porque poseía, en verdad, gran poder de resistencia, y no estaba tan intoxicado como para
que tal poder lo traicionara. Los tres hombres, en su carruaje, lo seguían a escasa distancia,
y, ocasionalmente, se burlaban amistosamente de él o lo estimulaban, según se los imponía
el ánimo. Súbitamente —en plena carretera, a menos de doce yardas de distancia, y
mientras todos lo estaban observando— el hombre pareció tropezar. No cayó a tierra:
desapareció antes de tocarla. Jamás se halló rastro de él.
Tras permanecer en el sitio y merodearlo, presa de la irresolución y la incertidumbre,
los tres hombres regresaron a Leamington, narraron su increíble historia, y fueron, al fin,
puestos a buen recaudo. Pero gozaban de buena reputación, siempre se los había juzgado
sinceros, estaban sobrios en el momento del hecho, y nada conspiró jamás para desmentir
el relato juramentado de su extraordinaria aventura; éste, no obstante, provocó divisiones
de la opinión pública en todo el Reino Unido. Si tenían algo que ocultar eligieron, por
cierto, uno de los medios más asombrosos que haya escogido jamás un ser humano en su
sano juicio.
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El Amo De Moxon
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—¿Lo dices en serio?... ¿Realmente crees que una máquina puede pensar?
No obtuve respuesta inmediata. Moxon estaba ocupado aparentemente con el fuego
del hogar, revolviendo con habilidad aquí y allá con el atizador, como si toda su atención
estuviera centrada en las brillantes llamas. Hacía semanas que observaba en él un hábito
creciente de demorar su respuesta, aun a las más triviales y comunes preguntas. Su aire
era, no obstante, más de preocupación que de deliberación: se podía haber dicho que
"tenía algo que le daba vueltas en la cabeza".
—¿Qué es una "máquina"? La palabra ha sido definida de muchas maneras. Aquí
tienes la definición de un diccionario popular: "Cualquier instrumento u organización por
medio del cual se aplica y se hace efectiva la fuerza, o se produce un efecto deseado". Bien,
¿entonces un hombre no es una máquina? Y debes admitir que él piensa... o piensa que
piensa.
—Si no quieres responder mi pregunta —dije irritado— ¿por qué no lo dices?... eso
no es más que eludir el tema. Sabes muy bien que cuando digo "máquina" no me refiero a
un hombre, sino a algo que el hombre fabrica y controla.
—Cuando no lo controla a él —dijo, levantándose abruptamente y mirando hacia
afuera por la ventana, donde nada era visible en la oscura noche tormentosa. Un momento
más tarde se dio vuelta y agregó con una sonrisa.
—Discúlpame, no deseaba evadir la pregunta. Considero al diccionario humano
como un testimonio inconsciente y sugestivo que aporta algo a la discusión. No puedo dar
una respuesta directa tan fácilmente; creo que una máquina piensa en el trabajo que está
realizando.
Esa era una respuesta suficientemente directa, por cierto. No completamente
placentera, pues tendía a confirmar la triste suposición de que la devoción de Moxon al
estudio y al trabajo en su taller mecánico no le había sido beneficiosa. Sabía, por otra
fuente, que sufría de insomnio, y ese no es un mal agradable. ¿Habría afectado su mente?
La respuesta a mi pregunta parecía evidenciar eso; quizá hoy yo hubiera pensado en
forma diferente. Pero entonces era joven, y entre los dones otorgados a la juventud no está
excluida la ignorancia. Excitado por el gran estímulo de la discusión, dije:
—¿Y con qué discurre y piensa, en ausencia de cerebro?
Su respuesta, que llegó más o menos con la demora acostumbrada, utilizó una de sus
técnicas favoritas, ya que a su vez me preguntó:
—¿Con qué piensa una planta... en ausencia de cerebro?
—¡Ah, las plantas pertenecen a la categoría de los filósofos! Me gustaría conocer
algunas de sus conclusiones; puedes omitir las premisas.
—Quizá —contestó, aparentemente poco afectado por mi ironía— puedas inferir sus
convicciones de sus actos. Usaré el ejemplo familiar de la mimosa sensitiva, las muchas
flores insectívoras y aquellas cuyo estambre se inclina sacudiendo el polen sobre la abeja
que ha penetrado en ella, para que ésta pueda fertilizar a sus consortes distantes. Pero
observa esto. En un lugar despejado planté una enredadera. Cuando asomaba muy poco a
la superficie planté una estaca a un metro de distancia. La enredadera fue en su busca de
inmediato, pero cuando estaba por alcanzarla la saqué y la coloqué a unos treinta
centímetros. La enredadera alteró inmediatamente su curso, hizo un ángulo agudo, y otra
vez fue por la estaca. Repetí esta maniobra varias veces, pero finalmente, como
descorazonada, abandonó su búsqueda, ignoró mis posteriores intentos de distracción y se
dirigió a un árbol pequeño, bastante lejos, donde trepó. Las raíces del eucalipto se
prolongan increíblemente en busca de humedad. Un horticultor muy conocido cuenta que
una de ellas penetró en un antiguo caño de desagüe y siguió por él hasta encontrar una
rotura, donde la sección del caño había sido quitada para dejar lugar a una pared de
piedra construida a través de su curso. La raíz dejó el desagüe y siguió la pared hasta
encontrar una abertura donde una piedra se había desprendido. Reptó a través de ella y
siguió por el otro lado de la pared retornando al desagüe, penetrando en la parte
inexplorada y reanudando su viaje.
—¿Y a qué viene todo esto?
—¿No comprendes su significado? Muestra la conciencia de las plantas. Prueba que
piensan.
—Aun así... ¿qué entonces? Estamos hablando, no de plantas, sino de máquinas.
Suelen estar compuestas en parte de madera —madera que no tiene ya vitalidad— o sólo
de metal. ¿Pensar es también un atributo del reino mineral?
—¿Cómo puedes entonces explicar el fenómeno, por ejemplo, de la cristalización?
—No lo explico.
—Porque no puedes hacerlo sin afirmar lo que deseas negar, sobre todo la
cooperación inteligente entre los elementos constitutivos de los cristales. Cuando los
soldados forman fila o hacen pozos cuadrados, llamas a esto razón. Cuando los patos
salvajes en vuelo forman la letra V lo llamas instinto. Cuando los átomos homogéneos de
un mineral, moviéndose libremente en una solución, se ordenan en formas
matemáticamente perfectas, o las partículas de humedad en las formas simétricas y
hermosas del copo de nieve, no tienes nada que decir. Todavía no has inventado un
nombre que disimule tu heroica irracionalidad.
Moxon estaba hablando con una animación inusual y gran seriedad. Al hacer una
pausa escuché en el cuarto adyacente que conocía como su "taller mecánico", al que nadie
salvo él entraba, un singular ruido sordo, como si alguien aporreara una mesa con la mano
abierta. Moxon lo oyó al mismo tiempo y, visiblemente agitado, se levantó corriendo hacia
donde provenía el ruido. Pensé que era raro que alguien más estuviera allí, y el interés en
mi amigo —duplicado por un toque de curiosidad injustificada— me hizo escuchar
atentamente, y creo, soy feliz de decirlo, no por el ojo de la cerradura. Hubo ruidos
confusos como de lucha o forcejeos; el piso se sacudió. Oí claramente un respirar pesado y
un susurro ronco que exclamó:
—¡Maldito seas!
Luego todo volvió al silencio, y al momento Moxon reapareció y dijo, con una
semisonrisa de disculpa:
—Perdóname por dejarte solo tan abruptamente. Tengo allí una máquina que había
perdido la calma y rompía cosas.
Fijé los ojos sobre su mejilla izquierda que mostraba cuatro excoriaciones paralelas
con rastros de sangre y dije:
—¿Cómo hace para cortarse las uñas?
Podía haberme guardado la broma; no pareció prestarle atención, pero se sentó en la
silla que había abandonado y retomó el monólogo interrumpido como si nada hubiera
sucedido.
—Sin duda no tienes que estar de acuerdo con los que (no necesito nombrárselos a
un hombre de tu cultura) afirman que toda la materia es conciencia, que todo átomo es
vida, sentimiento, ser consciente. Yo lo estoy. No existe nada muerto, materia inerte; todo
está vivo; todo está imbuido de fuerza, en acto y potencia; todo lo sensible a las mismas
fuerzas de su entorno y susceptible de contagiar a lo superior y a lo inferior reside en
organismos tan superiores como puedan ser inducidos a entrar en relación, como los de
un hombre cuando está modelado por un instrumento de voluntad. Absorbe algo de su
inteligencia y propósitos... en proporción a la complejidad de la máquina resultante y de
como ésta trabaje.
"¿Recuerdas la definición de 'vida' de Herbert Spencer? La leí hace treinta años. Debe
de haberla modificado más tarde, eso creo, pero en todo este tiempo he sido incapaz de
pensar una sola palabra que pueda ser cambiada, agregada o sacada. Me parece no sólo la
mejor definición sino la única posible.
"Vida —dijo— es una definitiva combinación de cambios heterogéneos, simultáneos
y sucesivos, en correspondencia con las coexistencias y sucesiones externas'".
—Eso define al fenómeno —dije— pero no indica su causa.
—Eso —replicó— es todo lo que cualquier definición puede hacer. Tal como Mills
señala, no sabemos nada de la causa excepto como antecedente... nada, en efecto, salvo un
consecuente. Ciertos fenómenos nunca ocurren sin otros, de los que son disímiles: al
primero, para abreviar, lo llamamos causa, al segundo, efecto. Quien haya visto a un
conejo perseguido por un perro y no haya visto jamás conejos y perros por separado,
puede llegar a creer que el conejo es la causa del perro.
"Ah, creo que me desvío de la cuestión principal —prosiguió Moxon con tono
doctoral—. Lo que deseo destacar es que en la definición de la vida formulada por Spencer
está incluida la actividad de una máquina; así, en esa definición todo puede aplicarse a la
maquinaria. Según aquel filósofo, si un hombre está vivo durante su período activo,
también lo está una máquina mientras funciona. En mi calidad de inventor y fabricante de
máquinas, afirmo que esto es absolutamente cierto".
Moxon quedó silencioso y la pausa se prolongó algún rato, en tanto él contemplaba
el fuego de la chimenea de manera absorta.
Se hizo tarde y quise marcharme, pero no me sedujo la idea de dejar a Moxon en
aquella mansión aislada, totalmente solo, excepto la presencia de alguien que yo no podía
imaginar ni siquiera quién era, aunque a juzgar por el modo cómo trató a mi amigo en el
taller, tenía que ser un individuo altamente peligroso y animado de malas intenciones.
Me incliné hacia Moxon y lo miré fijamente, al tiempo que indicaba la puerta del
taller.
—Moxon —indagué— ¿quién está ahí dentro?
Al ver que se echaba a reír, me sorprendí lo indecible.
—Nadie —repuso, serenándose—. El incidente que te inquieta fue provocado por mi
descuido al dejar en funcionamiento una máquina que no tenía en qué ocuparse, mientras
yo me entregaba a la imposible labor de iluminarte sobre algunas verdades. ¿Sabes, por
ejemplo, que la Conciencia es hija del Ritmo?
—Oh, ya vuelve a salirse por la tangente —le reproché, levantándome y poniéndome
el abrigo—. Buenas noches, Moxon. Espero que la máquina que dejaste funcionando por
equivocación lleve guantes la próxima vez que intentes pararla.
Sin querer observar el efecto de mi indirecta, me marché de la casa.
Llovía aún, y las tinieblas eran muy densas. Lejos, brillaban las luces de la ciudad. A
mis espaldas, la única claridad visible era la que surgía de una ventana de la mansión de
Moxon, que correspondía precisamente a su taller.
Pensé que mi amigo habría reanudado los estudios interrumpidos por mi visita. Por
extrañas que me parecieran en aquella época sus ideas, incluso cómicas, experimentaba la
sensación que se hallaban relacionadas de forma trágica con su vida y su carácter, y tal vez
con su destino.
Sí, casi me convencí de que sus ideas no eran las lucubraciones de una mente
enfermiza, puesto que las expuso con lógica claridad. Recordé una y otra vez su última
observación: "La Conciencia es hija del Ritmo". Y cada vez hallaba en ella un significado
más profundo y una nueva sugerencia.
Sin duda alguna, constituían una base sobre la cual asentar una filosofía. Si la
conciencia es producto del ritmo, todas las cosas son conscientes puesto que todas tienen
movimiento, y el movimiento siempre es rítmico. Me pregunté si Moxon comprendía el
significado, el alcance de esta idea, si se daba cuenta de la tremenda fuerza de aquella
trascendental generalización. ¿Habría llegado Moxon a su fe filosófica por la tortuosa
senda de la observación práctica?
Aquella fe era nueva para mí, y las afirmaciones de Moxon no lograron convertirme
a su causa; mas de pronto tuve la impresión de que brillaba una luz muy intensa a mi
alrededor, como la que se abatió sobre Saulo de Tarso, y en medio de la soledad y la
tormenta, en medio de las tinieblas, experimenté lo que Lewes denomina "la infinita
variedad y excitación del pensamiento filosófico".
Aquel conocimiento adquiría para mí nuevos sentidos, nuevas dimensiones. Me
pareció que echaba a volar, como si unas alas invisibles me levantaran del suelo y me
impulsasen a través del aire.
Cediendo al impulso de conseguir más información de aquél a quien reconocía como
maestro y guía, retrocedí y poco después volví a estar frente a la puerta de la residencia de
Moxon.
Estaba empapado por la lluvia pero no me sentía incómodo. Mi excitación me
impedía encontrar el llamador e instintivamente probé la manija. Ésta giró y, entrando,
subí las escaleras que llevaban a la habitación que tan recientemente había dejado. Todo
estaba oscuro y silencioso; Moxon, tal como lo había supuesto, estaba en el cuarto
contiguo... el "taller mecánico". Me deslicé a lo largo de la pared hasta encontrar la puerta
de comunicación y la golpeé con fuerza varias veces, pero no obtuve respuesta, lo que
atribuí al ruido exterior, pues el viento estaba soplando muy fuerte y arrojaba cortinas de
lluvia contra las delgadas paredes. El tamborileo sobre el único techo que cubría el cuarto
sin revestimiento era intenso e incesante. Nunca había sido invitado al taller mecánico... en
realidad se me había negado la entrada como a todos los demás, excepto una persona, un
diestro operario en metales de quien no sabía nada, excepto que su nombre era Haley y su
hábito el silencio. Pero en mi exaltación espiritual olvidé la discreción y los buenos
modales y abrí la puerta. Lo que vi expulsó con rapidez todas las especulaciones
filosóficas.
Moxon estaba sentado de cara a mí sobre el lado opuesto de una mesita con un
candelero, que era toda la luz que había en la habitación. Frente a él, de espaldas a mí,
estaba sentada otra persona. Sobre la mesa, entre los dos, había un tablero de ajedrez; los
hombres estaban jugando. Sabía muy poco de ajedrez pero por las pocas piezas que
permanecían sobre el tablero era obvio que el juego estaba por concluir. Moxon estaba
totalmente interesado... no tanto, eso me pareció, en el juego sino en su antagonista, sobre
el cual había fijado de tal manera la vista que, parado donde estaba, en la línea directa de
su visión, permanecía sin embargo inobservado. Su cara tenía un blanco fantasmal y sus
ojos brillaban como diamantes. A su antagonista sólo lo veía de atrás, pero era suficiente,
no tuve interés en ver su cara.
Aparentemente no tenía más de un metro y medio de estatura, con proporciones que
recordaban al gorila... ancho de hombros, grueso y corto cuello y una gran cabeza
cuadrada con una maraña de pelo negro que coronaba un fez carmesí. Una túnica del
mismo color, ligeramente sujeta a la cintura, caía hasta el asiento —aparentemente un
cajón— sobre el cual se sentaba; no se le veían las piernas ni los pies. El brazo izquierdo
parecía descansar sobre la falda; movía las piezas con la mano derecha, que parecía
desproporcionadamente grande.
Yo había retrocedido un poco y ahora estaba parado a un lado y junto a la puerta, en
las sombras. Si Moxon hubiera observado algo más que la cara de su oponente no hubiera
visto otra cosa que la puerta abierta. Algo me impidió entrar o retirarme, la sensación —no
sé cómo llegó a mí— de que estaba presenciando una tragedia inminente y que podía
ayudar a mi amigo permaneciendo donde estaba. Apenas tuve una rebelión consciente
contra la poca delicadeza de lo que estaba haciendo.
El juego fue rápido. Moxon apenas miraba el tablero al hacer sus movimientos y,
para mi ojo inexperto, parecía mover las piezas más cercanas a su mano. Su movimiento al
hacerlo era rápido, nervioso y falto de precisión. La respuesta de su antagonista,
igualmente pronta en la iniciación, continuaba con un lento, uniforme, mecánico y, pensé,
casi teatral movimiento del brazo, que era una dolorosa prueba para mi paciencia. Había
algo aterrador en todo eso, y comencé a temblar. Pero lo cierto es que estaba mojado y
aterido.
Dos o tres veces después de mover una pieza, el extraño inclinaba ligeramente la
cabeza, y cada vez que lo hacía observé que Moxon desviaba su rey. Al momento tuve la
idea de que el hombre era mudo. ¡Entonces era una máquina... un jugador de ajedrez
autómata! Recordé que una vez Moxon me había contado que había inventado un
mecanismo de ese tipo, pero yo no había comprendido que ya lo había construido. ¿Así
que toda su charla sobre la conciencia y la inteligencia de las máquinas era sólo un mero
preludio para la exhibición eventual de este artefacto... un truco para intensificar el efecto
de su acción mecánica sobre mi ignorancia de su existencia?
Buen fin éste para mis transportes intelectuales... ¡la infinita variedad y excitación del
pensamiento filosófico! Estaba a punto de retirarme con disgusto cuando ocurrió algo que
atrapó mi atención. Observé un encogimiento en los grandes hombros de la criatura, como
si estuviera irritada: tan natural era —tan enteramente humano— que mi nueva visión del
asunto me hizo sobresaltar. No fue solamente esto, un momento más tarde golpeó la mesa
abruptamente con su puño. Este gesto pareció sobresaltar a Moxon más que a mí: empujó
la silla un poco hacia atrás, como alarmado.
En ese momento Moxon, que debía jugar, levantó la mano sobre el tablero y la lanzó
sobre una de sus piezas, como un gavilán sobre su presa, exclamando "jaque mate". Se
puso de pie con rapidez y se paró detrás de la silla. El autómata permaneció inmóvil en su
lugar.
El viento había cesado, pero escuchaba, a intervalos decrecientes, la vibración y el
retumbar cada vez más fuerte de la tormenta. En una de esas pausas comencé a oír un
débil zumbido o susurro que, tal como la tormenta, se hacía por momentos más fuerte y
nítido. Parecía provenir del cuerpo del autómata, y era un inequívoco rumor de ruedas
girando. Me dio la impresión de un mecanismo desordenado que había escapado a la
acción represiva y reguladora de su mecanismo de control... como si un retén se hubiera
zafado de su engranaje. Pero antes de que hubiera tenido tiempo para esbozar otras
conjeturas sobre su origen mi atención se vio atrapada por un movimiento extraño del
autómata. Una convulsión débil pero continua pareció haberse posesionado de él. El
cuerpo y la cabeza se sacudían como si fuera un hombre con perlesía o frío intenso y el
movimiento fue aumentando a cada instante hasta que la figura entera se agitó con
violencia. Saltó súbitamente sobre los pies y con un movimiento tan rápido que fue difícil
seguir con los ojos se lanzó sobre la mesa y la silla, con los dos brazos extendidos por
completo... la postura de un nadador antes de zambullirse. Moxon trató de retroceder
fuera de su alcance pero lo hizo con demasiada lentitud: vi las horribles manos de la
criatura cerrarse sobre su garganta, y sus manos aferradas a las muñecas metálicas.
Cuando la mesa se dio vuelta la vela cayó al piso y se apagó, y todo fue oscuridad. Pero el
ruido de lucha era espantosamente nítido, y lo más terrible de todo eran los roncos,
chirriantes sonidos emitidos por un hombre estrangulado que intentaba respirar. Guiado
por el infernal alboroto me lancé al rescate de mi amigo, pero es muy difícil avanzar
rápidamente en la oscuridad; de golpe todo el cuarto se iluminó con un enceguecedor
resplandor blanco que fijó en mi cerebro y mi corazón la vívida imagen de los
combatientes en el piso, Moxon abajo, su garganta aún bajo las garras de esas manos de
hierro, con la cabeza forzada hacia atrás, los ojos desorbitados, la boca totalmente abierta y
la lengua afuera; mientras que —¡horrible contraste!— una expresión de tranquilidad y
profunda meditación aparecía en la cara pintada de su asesino, ¡como si estuviera
solucionando un problema de ajedrez! Eso fue lo que vi, luego todo fue oscuridad y
silencio.
Tres días más tarde recobré la conciencia en un hospital. Mientras el recuerdo de la
trágica noche volvía a mi dolida cabeza reconocí en mi cuidador al operario confidencial
de Moxon, ese tal Haley. Respondiendo a mi mirada se aproximó, sonriendo.
—Cuéntemelo todo —logré decir con voz débil—, todo lo que ocurrió.
—En realidad —dijo— ha estado inconsciente desde el incendio de la casa... de
Moxon. Nadie sabe qué hacía usted allí. Tendrá que dar algunas explicaciones. El origen
del fuego también es misterioso. Mi idea es que la casa fue golpeada por un rayo.
—¿Y Moxon?
—Ayer lo enterraron... lo que quedaba de él.
Aparentemente esta persona reticente podía abrirse en ocasiones; mientras transmitía
estas horrendas informaciones a un enfermo se le veía muy amable. Después de un
momento de punzante sufrimiento mental aventuré otra pregunta:
—¿Quién me rescató?
—Bueno, si eso le interesa... yo lo hice.
—Muchas gracias, señor Haley, y Dios lo bendiga por eso. ¿Ha usted rescatado
también al encantador producto de su habilidad, el jugador de ajedrez autómata que
asesinó a su inventor?
El hombre permaneció en silencio un largo tiempo, sin mirarme. Luego giró la cabeza
y dijo gravemente:
—¿Usted lo sabe todo?
—Sí —repliqué—, vi cómo estrangulaba a Moxon.
Eso fue hace muchos años. Si tuviera que responder hoy a la misma pregunta estaría
mucho menos seguro.
-
El Caso Del Desfiladero De Coulter
-
—¿Cree usted, coronel, que a su valiente Coulter le agradaría emplazar uno de sus
cañones aquí? —preguntó el general.
No parecía que pudiera hablar en serio: aquél, verdaderamente, no parecía un lugar
donde a ningún artillero, por valiente que fuera, le gustase colocar un cañón. El coronel
pensó que posiblemente su jefe de división quería darle a entender, en tono de broma, que
en una reciente conversación entre ellos se había exaltado demasiado el valor del capitán
Coulter.
—Mi general —replicó, con entusiasmo—, a Coulter le gustaría emplazar un cañón
en cualquier parte desde la que alcanzara a esa gente —con un gesto de la mano señaló en
dirección al enemigo.
—Es el único lugar posible —afirmó el general.
Hablaba en serio, entonces.
El lugar era una depresión, una «mella» en la cumbre escarpada de una colina. Era
un paso por el que ascendía una ruta de peaje, que alcanzaba el punto más alto de su
trayecto serpenteando a través de un bosque ralo y luego hacía un descenso similar,
aunque menos abrupto, en dirección al enemigo. En una extensión de kilómetro y medio a
la derecha y kilómetro y medio a la izquierda, la cadena de montañas, aunque ocupada
por la infantería federal, asentada justo detrás de la escarpada cumbre como mantenida
por la sola presión atmosférica, era inaccesible a la artillería. El único lugar utilizable era el
fondo del desfiladero, apenas lo bastante ancho para establecer el camino. Del lado de los
confederados, ese punto estaba dominado por dos baterías apostadas sobre una elevación
un poco más baja, al otro lado de un arroyo, a medio kilómetro de distancia. Lo árboles de
una granja disimulaban todos los cañones excepto uno que, como con descaro, estaba
emplazado en un claro, justo enfrente de una construcción bastante destacada: la casa de
un plantador. El cañón, sin embargo, estaba bastante protegido en su exposición porque la
infantería federal había recibido la orden de no tirar. El desfiladero de Coulter, como se le
llamó después, no era un lugar, en aquella agradable tarde de verano, donde a nadie le
«agradara emplazar un cañón».
Tres o cuatro caballos muertos yacían en el camino, tres o cuatro hombres muertos
estaban ordenadamente colocados en hilera a uno de los lados, un poco hacia atrás, en la
pendiente de la colina. Todos menos uno eran soldados de caballería de la vanguardia
federal. Uno era Furriel. El general que comandaba la división y el coronel en jefe de la
brigada, seguidos de su estado mayor y de su escolta, habían cabalgado hasta el fondo del
desfiladero para examinar la batería enemiga, que se había disimulado inmediatamente
tras unas altas nubes de humo. Resultaba inútil curiosear sobre unos cañones que se
enmascaraban como las sepias, y el examen había sido breve. Cuando terminó, a poca
distancia del sitio donde había comenzado, se produjo la conversación que hemos relatado
parcialmente. «Es el único lugar —repitió el general con aire pensativo— desde donde
llegar a ellos.»
El coronel le miró con gravedad.
—Sólo hay espacio para un cañón, mi general. Uno contra doce.
—Es verdad... para uno solo cada vez —dijo el comandante de la división esbozando
algo parecido a una sonrisa—. Pero, entonces, su bravo Coulter... tiene una batería en él
mismo.
Su tono irónico no dejaba lugar a dudas. Al coronel le irritó, pero no supo qué decir.
El espíritu de subordinación militar no promueve la réplica, ni siquiera la tácita
desaprobación.
En aquel momento, un joven oficial de artillería ascendía lentamente a caballo por el
camino, escoltado por su clarín. Era el capitán Coulter. No debía de tener más de veintitrés
años. De mediana estatura, muy esbelto y flexible, montaba su caballo con algo del aire de
un civil. En su rostro había algo singularmente distinto a los de los hombres que le
rodeaban; era delgado, tenía la nariz grande y los ojos grises, un ligero bigote rubio y un
largo, bastante desordenado cabello, también rubio. Su uniforme mostraba señales de
descuido: la visera del gastado kepis estaba ligeramente ladeada; la chaqueta, sólo
abotonada a la altura del cinturón, dejaba ver en buena medida una camisa blanca,
bastante limpia para aquella etapa de la campaña. Pero aquella indolencia sólo afectaba a
su atuendo y a su porte: la expresión de sus ojos grises demostraba un profundo interés
hacia cuanto le rodeaba: escrutaban como faros el paisaje a derecha e izquierda; después se
detenían mucho rato en el cielo que se veía sobre el desfiladero: hasta llegar al punto más
alto del camino, no había nada más que ver en aquella dirección. Al pasar frente a sus jefes
de división y de brigada por el lado del camino los saludó mecánicamente y se dispuso a
proseguir. El coronel le indicó por señas que se detuviera.
—Capitán Coulter —dijo—, el enemigo ha situado doce piezas de artillería en la
colina contigua. Si comprendo bien al general, le ordena a usted que emplace un cañón
aquí e inicie el combate.
Hubo un inexpresivo silencio. El general miró, impasible, a un regimiento distante
que ascendía apretadamente y muy despacio por la colina, a través de la densa maleza, en
espiral, como una deshilvanada nube de humo azul. Pareció que el capitán Coulter no
había observado al general. Después habló, lentamente y con aparente esfuerzo:
—¿En la próxima colina, dice usted, mi coronel? ¿Están los cañones cerca de la casa?
—¡Ah, ya ha recorrido usted este camino antes! Sí, justo ante la casa.
—¿Y es... necesario... abrir fuego? ¿La orden es formal?
Hablaba con voz ronca y entrecortada. Había palidecido visiblemente. El coronel
estaba sorprendido y mortificado. Lanzó una mirada de reojo al general. Ningún indicio
en aquel rostro inmóvil, tan duro como el bronce. Un momento después, el general se
alejaba cabalgando, seguido de los miembros de su estado mayor y de su escolta. El
coronel, humillado e indignado, se disponía a ordenar que arrestaran al capitán Coulter
cuando éste pronunció en voz baja unas pocas palabras dirigidas a su clarín, saludó y se
dirigió cabalgando en línea recta hacia el desfiladero. Cuando llegó a la cima del camino,
con los gemelos ante los ojos, se mostró recortado contra el cielo, y él y su caballo
dibujaron una nítida figura ecuestre. El clarín había bajado la pendiente a toda carrera y
desapareció detrás de un bosque. Entonces, se oyó sonar su clarín entre los cedros y, en
increíblemente poco tiempo, un cañón seguido de un furgón de municiones, cada cual
tirado por seis caballos y manejado por su equipo completo de artilleros, apareció
traqueteando y arrasando la cuesta en medio de un torbellino de polvo. Luego, fue
empujado a mano hasta la cumbre fatal, entre los caballos, que quedaron muertos. El
capitán hizo un ademán con el brazo, los hombres que cargaban el cañón se movieron con
asombrosa agilidad y, casi antes de que las tropas que seguían el camino hubieran dejado
de escuchar el ruido de las ruedas, una enorme nube blanca se abatió sobre la colina con
un ensordecedor estruendo: el combate del desfiladero de Coulter había empezado.
No se pretende aquí relatar con detalle los episodios y las vicisitudes de este horrible
combate, un combate sin incidentes y con las únicas alternancias de diferentes grados de
desesperación. Casi en el momento en que el cañón del capitán Coulter lanzaba su nube de
humo como un desafío, doce nubes se elevaron en respuesta por entre los árboles que
rodeaban la casa de la plantación, y el rugido profundo de una detonación múltiple resonó
como un eco roto. Desde ese momento hasta el final, los cañones federales lucharon su
batalla sin esperanza, en una atmósfera de hierro candente cuyos pensamientos eran
relámpagos y cuyas hazañas eran la muerte.
Como no deseaba ver los esfuerzos que no podía apoyar, ni la carnicería que no
podía impedir, el coronel había escalado la cumbre hasta un punto situado a cuatrocientos
metros a la izquierda, desde donde el desfiladero, invisible pero impulsando sucesivas
masas de humo, semejaba el cráter de un volcán en tronante erupción. Observó los
cañones enemigos con sus prismáticos, constatando hasta donde podía los efectos del
fuego de Coulter —si Coulter vivía todavía para dirigirlo—. Vio que los artilleros
federales, ignorando las piezas del enemigo cuya posición sólo podían determinar por el
humo, consagraban toda su atención al que continuaba emplazado en el terreno abierto: el
césped de delante de la casa. Alrededor y por encima de este duro cañón explotaron los
obuses a intervalos de pocos segundos. Algunos hicieron explosión en la casa, como se
pudo ver por unas delgadas columnas de humo que subían por las brechas del techo. Se
veían claramente formas de hombres y caballos postrados en el suelo.
—Si nuestros hombres están haciendo tan buen trabajo con un solo cañón —dijo el
coronel a un ayudante de campo que estaba cerca— deben estar sufriendo como el
demonio el fuego de doce. Baje y presente a quien dirija ese cañón mis felicitaciones por la
eficacia de su fuego.
Se volvió a su ayudante mayor y agregó:
—¿Observó usted la maldita resistencia de Coulter a obedecer órdenes?
—Sí, mi coronel.
—Bueno, no hable de esto con nadie, por favor. No creo que el general se preocupe
de formular acusaciones. Tendrá sin duda bastante qué hacer para explicar su papel en
este modo tan poco usual de divertir a la retaguardia de un enemigo en retirada.
Un joven oficial se aproximó desde la parte de abajo, escalando sin aliento la
pendiente. Casi antes de saludar, exclamó, jadeando:
—Mi coronel, me envía el coronel Harmon para informarle que los cañones del
enemigo se hallan al alcance de nuestros fusiles y casi todos son visibles desde numerosos
puntos de la colina.
El jefe de brigada le miró sin demostrar el menor interés.
—Lo sé —respondió, tranquilamente.
El joven ayudante estaba visiblemente azorado.
—El coronel Harmon quisiera autorización para silenciar esos cañones.
—Yo también —replicó el coronel con en el tono de antes—. Salude de mi parte al
coronel Harmon y dígale que todavía rigen las órdenes del general para que la infantería
no abra fuego.
El ayudante saludó y se retiró. El coronel hundió los talones en tierra y dio media
vuelta para continuar mirando los cañones del enemigo.
—Coronel —dijo el ayudante mayor—, no sé si debería decir nada, pero hay algo
extraño en todo esto. ¿Sabía usted que el capitán Coulter es del Sur?
—No. ¿Lo era, de verdad?
—Oí que el verano pasado, la división que el general comandaba entonces se
encontraba en las cercanías de la plantación de Coulter; acampó allí durante unas semanas
y...
—¡Escuche! —le interrumpió el coronel levantando la mano—. ¿Oye usted eso?
Eso era el silencio del cañón federal. El estado mayor, los asistentes, las líneas de
infantería situadas detrás de la cumbre, todos habían «oído» y miraban con curiosidad en
la dirección del cráter, de donde no ascendía ya humo sino sólo algunas nubes esporádicas
procedentes de los obuses enemigos. Entonces llegó el toque de un clarín y el ruido débil
de unas ruedas. Un minuto más tarde, las agudas detonaciones comenzaron con redoblada
actividad. El cañón destruido había sido reemplazado por otro, intacto.
—Sí —dijo el ayudante mayor, continuando su historia—, el general conoció a la
familia Coulter. Hubo problemas, ignoro de qué naturaleza... Algo que concernía a la
esposa de Coulter. Es una rabiosa secesionista, corno casi todos en la familia, excepto
Coulter, pero es una buena esposa y una dama muy educada. En el cuartel general del
ejército se recibió una queja. El general fue transferido a esta división. Resulta extraño que
después de eso la batería de Coulter haya sido asignada a ella.
El coronel se había levantado de la roca donde estaba sentado. Sus ojos llameaban de
generosa indignación.
—Dígame, Morrison —dijo, mirando a su chismoso oficial del estado mayor
directamente a la cara—, ¿le contó esa historia un caballero o un embustero?
—No quiero revelar cómo me llegó, mi coronel, a, menos que sea preciso —enrojeció
ligeramente—, pero apuesto mi vida a que es verdad.
El coronel se giró hacia un corrillo de oficiales que estaba a cierta distancia.
—¡Teniente Williams! —gritó.
Uno de los oficiales se apartó del grupo y, adelantándose, saludó y dijo:
—Discúlpeme, mi coronel, creía que estaba usted informado. Williams ha muerto
abajo, al pie del cañón. ¿En qué puedo servirle, señor?
El teniente Williams era el edecán que había tenido el placer de transmitir al oficial
que comandaba la batería las felicitaciones de su jefe de brigada.
—Vaya —dijo el coronel— y ordene la retirada de esa pieza inmediatamente. No...
Iré yo mismo.
Bajó a todo correr la cuesta que conducía a la parte de atrás del desfiladero,
franqueando rocas y malezas, seguido de su pequeña escolta, entre un tumultuoso
desorden. Cuando llegaron al pie de la cuesta, montaron. Sus caballos, que los esperaban,
enfilaron a trote rápido por el camino; doblaron un recodo y desembocaron en el
desfiladero. ¡El espectáculo que encontraron allí era espeluznante!
En aquel desfiladero, apenas suficientemente ancho para un solo cañón, habían
amontonado los restos de por lo menos cuatro piezas. Si habían percibido el silencio de
sólo el último inutilizado, era porque habían faltado hombres para sustituirlo rápidamente
por otro. Los desechos se esparcían a ambos lados del camino; los hombres habían logrado
mantener un espacio libre en el medio en el que la quinta pieza estaba ahora haciendo
fuego. ¿Los hombres? ¡Parecían demonios del infierno! Todos sin gorra, todos desnudos
hasta la cintura, su piel, humeante, negra de manchas de pólvora y salpicada de gotas de
sangre. Todos trabajaban como dementes, manejando el ariete y los cartuchos, las palancas
y el gancho de disparo. A cada golpe de retroceso, apoyaban contra las ruedas sus
hombros tumefactos y sus manos ensangrentadas, y encajaban de nuevo el pesado cañón
en su lugar. No había órdenes. En aquel enloquecido revuelo de alaridos y explosiones de
obuses; entre el silbido agudo de las esquirlas de hierro y de las astillas que volaban por
todas partes, no se hubiera oído ninguna orden. Los oficiales, si es que quedaban oficiales,
no se distinguían de los soldados. Todos trabajaban juntos, cada uno, mientras aguantaba,
dirigido por miradas. Cuando el cañón era escobillado, se cargaba; cuando estaba cargado,
se apuntaba y se tiraba. El coronel vio algo que no había visto jamás en toda su carrera
militar, algo horrible y misterioso: ¡el cañón sangraba por la boca! En un momento en que
faltaba agua, el artillero que esponjaba la pieza había empapado la esponja en un charco
de sangre de uno de sus camaradas. No había ningún conflicto en todo aquel trabajo. El
deber del instante era obvio. Cuando un hombre caía, otro, muy poco más limpio, parecía
surgir de la tierra en lugar del muerto, para caer a su vez.
Con los cañones deshechos yacían también los hombres deshechos, al lado de los
restos, por encima y por debajo. Y, retrocediendo por el camino, ¡una horripilante
procesión! se arrastraban con las manos y las rodillas los heridos capaces de moverse. El
coronel, que compasivamente había enviado a su escolta hacia la derecha, hubo de pasar
con su caballo por encima de los que estaban definitivamente muertos para no aplastar a
aquellos que todavía conservaban un resto de vida. Mantuvo su camino con tranquilidad
en medio de aquel infierno, se acercó al lado del cañón y, en la oscuridad de la última
descarga, golpeó en la mejilla al hombre que sostenía el ariete, que se derrumbó creyendo
que había muerto. Un demonio siete veces condenado brotó de entre el humo para ocupar
su puesto, pero se detuvo y fijó en el oficial a caballo una mirada no terrenal; los dientes le
brillaban entre los labios negros; los ojos, salvajes y desorbitados, ardían como brasas bajo
las cejas ensangrentadas. El coronel hizo un ademán autoritario señalándole la parte de
atrás. El demonio se inclinó, en señal de obediencia. Era el capitán Coulter.
Simultáneamente a la señal de alto del coronel, el silencio cayó sobre todo el campo
de batalla. La procesión de proyectiles dejó de correr en aquel desfile de muerte porque el
enemigo también había dejado de tirar. Su ejército había desaparecido desde hacía horas;
el comandante de la retaguardia, que había mantenido arriesgadamente su posición con la
esperanza de silenciar el cañón federal, también había hecho callar sus piezas en aquel
extraño minuto.
—No era consciente del alcance de mi autoridad —dijo el coronel sin dirigirse a
nadie, mientras cabalgaba hacia la cima de la colina para averiguar qué había ocurrido.
Una hora más tarde, su brigada hacía vivac en el campo enemigo, y los soldados
examinaban con respeto casi religioso, como fieles ante las reliquias de un santo, los
cuerpos de una veintena de caballos despatarrados y los restos de tres cañones inservibles.
Los caídos habían sido retirados; sus cuerpos desmembrados y desgarrados hubieran
satisfecho demasiado al enemigo.
Naturalmente, el coronel se alojó con su familia militar en la casa de la plantación.
Aunque bastante derruida, era mejor que un campamento al aire libre. Los rnuebles
estaban muy desarreglados y rotos. Las paredes y los techos habían cedido en algunas
partes y un olor a pólvora lo impregnaba todo. Las camas, los armarios para la ropa
femenina y las alacenas no estaban rnuy dañados. Los nuevos inquilinos de una noche se
instalaron como en su casa, y la virtual aniquilación de la batería de Coulter les brindó un
animado tema de conversación.
Durante la cena, un asistente que pertenecía a la escolta apareció en el comedor y
pidió permiso para hablar con el coronel.
—¿Qué ocurre, Barbour? —preguntó el coronel amablemente, habiendo escuchado
sus palabras.
—Mi coronel, en el sótano pasa algo raro. No sé qué... creo que hay alguien allí. Yo
había bajado a registrar.
—Bajaré a ver —dijo un oficial del estado mayor, levantándose.
—Yo también —repuso el coronel—. Que los demás se queden. Guíenos, asistente.
Tomaron un candelero de la mesa y bajaron las escaleras del sótano. El asistente
temblaba visiblemente. El candelero iluminaba débilmente, pero en seguida, mientras
avanzaban, su estrecho círculo de luz reveló una forma humana sentada en el suelo contra
la pared de piedra negra que ellos habían venido siguiendo. Tenía las rodillas en alto y la
cabeza echada hacia atrás. El rostro, que hubiera debido verse de perfil, permanecía
invisible porque el hombre estaba tan inclinado hacia delante que su largo cabello lo
ocultaba. Y, de un modo extraño, su barba, de un color mucho más oscuro, caía en una
gran masa enredada y se desplegaba sobre el suelo a su lado. Se detuvieron
involuntariamente. Después, el coronel, tomando el candelero de la temblorosa mano del
asistente, se aproximó al hombre y le examinó con atención. La barba negra era la
cabellera de una mujer muerta. La mujer muerta apretaba entre sus brazos a un bebé
muerto. Y el hombre estrechaba a los dos entre sus brazos, los apretaba contra su pecho,
contra sus labios. En el cabello del hombre había sangre. A medio metro, cerca de una
depresión irregular de la tierra fresca que formaba el suelo del sótano —una excavación
reciente, con un pedazo convexo de hierro y los bordes arqueados visibles en uno de los
lados—, se veía el pie de un niño. El coronel alzó el candelero lo más alto que pudo. El
piso del cuarto de arriba se había agujereado y las astillas de madera colgaban apuntando
en todas direcciones.
—Esta casamata no es a prueba de bombas —dijo el coronel gravemente. No se le
ocurrió que su resumen del asunto guardaba cierta frivolidad.
Permanecieron un momento al lado del grupo sin decir una palabra: el oficial del
estado mayor pensaba en su cena interrumpida; el asistente, en lo que podía contener un
tonel que había en el otro rincón del sótano. De pronto, el hombre que habían creído
muerto levantó la cabeza y los miró tranquilamente a la cara. Tenía la piel negra como el
carbón; sus mejillas parecían tatuadas desde los ojos por irregulares líneas blancas. Los
labios también eran blancos, como los de un negro de teatro. Tenía sangre en la frente.
El oficial del estado mayor retrocedió un paso y el asistente, dos.
—¿Qué hace usted aquí, amigo? —preguntó el coronel, inmutable.
—Esta casa me pertenece, señor —fue la réplica, deliberadamente cortés.
—¿Le pertenece? ¡Ah, entiendo! ¿Y éstos?
—Mi mujer y mi hija. Soy el capitán Coulter.
-
El Engendro Maldito
I
No Siempre Se Come Lo Que Está Sobre La Mesa
A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre
leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su
escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela
para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era
posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector.
Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos
rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido
un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba
sobre la mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una
sábana. Era un muerto.
El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que algo
ocurriera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura
que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante
vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan
diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos
que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando
de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber
sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según
se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de
fijar la atención en cosas superfluas.
Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.
El que leía era un poco diferente; tenía algo de hombre de mundo, sagaz, aunque su
indumentaria revelaba una cierta relación con los demás. Su ropa apenas habría resultado
aceptable en San Francisco; su calzado no era el típico de la ciudad, y el sombrero que
había en el suelo a su lado (era el único que no lo llevaba puesto) no podía ser considerado
un adorno personal sin perder todo su sentido. Tenía un semblante agradable, aunque
mostraba una cierta severidad aceptada y cuidada en función de su cargo. Era el juez, y
como tal se hallaba en posesión del libro que había sido encontrado entre los efectos
personales del muerto, en la misma cabaña en que se desarrollaba la investigación.
Cuando terminó su lectura se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. En ese
instante la puerta se abrió y entró un joven. Se apreciaba claramente que no había nacido
ni se había educado en la montaña: iba vestido como la gente de la ciudad. Su ropa, sin
embargo, estaba llena de polvo, ya que había galopado mucho para asistir a aquella
reunión.
Solamente el juez le hizo un breve saludo.
—Lo esperábamos —dijo—. Es necesario acabar con este asunto esta misma noche.
—Lamento haberlos hecho esperar —dijo el joven, sonriendo—. Me marché, no para
eludir su citación, sino para enviar a mi periódico un relato de los hechos como el que
supongo quiere usted oír de mí.
El juez sonrió.
—Ese relato tal vez difiera del que va a hacernos aquí bajo juramento.
—Como usted guste —replicó el joven enrojeciendo con vehemencia—. Aquí tengo
una copia de la información que envié a mi periódico. No se trata de una crónica, que
resultaría increíble, sino de una especie de cuento. Quisiera que formara parte de mi
testimonio.
—Pero usted dice que es increíble.
—Eso no es asunto suyo, señor juez; si yo juro que es cierto.
El juez permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza inclinada. El resto de
los asistentes charlaba en voz baja sin apartar la mirada del rostro del cadáver. Al cabo de
unos instantes el juez alzó la vista y dijo:
—Continuemos con la investigación.
Los hombres se quitaron los sombreros y el joven prestó juramento.
—¿Cuál es su nombre? —le preguntó el juez.
—William Harker.
—¿Edad?
—Veintisiete años.
—¿Conocía usted al difunto Hugh Morgan?
—Sí.
—¿Estaba usted con él cuando murió?'
—Sí, muy cerca.
—Y ¿cómo se explica...? su presencia, quiero decir.
—Había venido a visitarlo para ir a cazar y a pescar. Además, también quería
estudiar su tipo de vida, tan extraña y solitaria. Parecía un buen modelo para un personaje
de novela. A veces escribo cuentos.
—Y yo a veces los leo.
—Gracias.
—Cuentos en general, no me refería sólo a los suyos.
Algunos de los presentes se echaron a reír.
En un ambiente sombrío el humor se aprecia mejor. Los soldados ríen con facilidad
en los intervalos de la batalla, y un chiste en la capilla mortuoria, sorprendentemente,
suele hacernos reír.
—Cuéntenos las circunstancias de la muerte de este hombre —dijo el juez—. Puede
utilizar todas las notas o apuntes que desee.
El joven comprendió. Sacó un manuscrito del bolsillo de su chaqueta y, tras acercarlo
a la vela, pasó las páginas hasta encontrar el pasaje que buscaba. Entonces empezó a leer.
II
Lo Que Puede Ocurrir En Un Campo De Avena Silvestre
«...apenas había amanecido cuando abandonamos la casa. Íbamos en busca de
codornices, cada uno con su escopeta, y nos acompañaba un perro. Morgan dijo que la
mejor zona estaba detrás de un cerro, que señaló, y que cruzamos por un sendero rodeado
de arbustos. Al otro lado el terreno era bastante llano y espesamente cubierto de avena
silvestre. Cuando salimos de la maleza Morgan iba unas cuantas yardas por delante de mí.
De repente oímos, muy cerca, a nuestra derecha y también enfrente, el ruido de un animal
que se revolvía con violencia entre unas matas.
»—Es un ciervo —dije—. Ojalá hubiéramos traído un rifle.
»Morgan, que se había parado a examinar los arbustos, no dijo nada, pero había
cargado los dos cañones de su escopeta y se disponía a disparar. Parecía algo excitado y
esto me sorprendió, pues era célebre por su sangre fría, incluso en momentos de súbito e
inminente peligro.
»—Venga —dije—. No esperarás acabar con un ciervo a base de perdigones,
¿verdad?
»No contestó, pero cuando se volvió hacia mí vi su rostro y quedé impresionado por
su expresión tensa. Comprendí entonces que algo serio ocurría, y lo primero que pensé fue
que nos habíamos topado con un oso. Colgué mi escopeta y avancé hasta donde estaba
Morgan.
»Los arbustos ya no se movían y el ruido había cesado, pero mi amigo observaba el
lugar con la misma atención.
»—Pero ¿qué pasa? ¿Qué diablos es? —le pregunté.
»—¡Ese maldito engendro! —contestó sin volverse.
Su voz sonaba ronca y extraña. Estaba temblando.
»Iba a decir algo cuando vi que la avena que había en torno al lugar se movía de un
modo inexplicable. No sé cómo describirlo. Era como si, empujada por una ráfaga de
viento, no sólo se cimbreara sino que se tronchaba y no volvía a enderezarse; y aquel
movimiento se acercaba lentamente hacia nosotros.
»Aunque no recuerdo haber pasado miedo, nada antes me había afectado de un
modo tan extraño como aquel fenómeno insólito e inenarrable. Recuerdo —y lo saco a
colación porque me vino entonces a la memoria— que una vez, al mirar distraídamente
por una ventana, confundí un cercano arbolito con otro de un grupo de árboles, mucho
más grandes, que estaban más lejos. Parecía del mismo tamaño que éstos, pero al estar
más clara y marcadamente definido en sus detalles, no armonizaba con el resto. Fue un
simple error de perspectiva pero me sobresaltó y llegó incluso a aterrorizarme. Confiamos
tanto en el buen funcionamiento de las leyes naturales que su suspensión aparente nos
parece una amenaza para nuestra seguridad, un aviso de alguna calamidad inconcebible.
Del mismo modo, aquel movimiento de la maleza, al parecer sin causa, y su aproximación
lenta e inexorable resultaban inquietantes. Mi compañero estaba realmente asustado;
apenas pude dar crédito a mis ojos cuando le vi arrimarse la escopeta al hombro y vaciar
los dos cañones contra el cereal en movimiento. Antes de que el humo de la descarga
hubiera desaparecido oí un grito feroz —un alarido como el de una bestia salvaje— y vi
que Morgan tiraba su escopeta y, a todo correr, desaparecía de aquel lugar. En ese mismo
instante fui arrojado al suelo por el impacto de algo que el humo ocultaba —una sustancia
blanda y pesada que me embistió con gran fuerza.
»Cuando me puse de pie y recuperé mi escopeta, que me había sido arrebatada de las
manos, oí a Morgan gritar como si agonizara. A sus gritos se unían aullidos feroces, como
cuando dos perros luchan entre sí. Completamente aterrorizado, me incorporé con gran
dificultad y dirigí la vista hacia el lugar por el que mi amigo había desaparecido. ¡Que
Dios me libre de otro espectáculo como aquél! Morgan estaba a unas treinta yardas; tenía
una rodilla en tierra, la cabeza, con su largo cabello revuelto, descoyuntada
espantosamente hacia atrás, y era presa de unas convulsiones que zarandeaban todo su
cuerpo. Su brazo derecho estaba levantado y, por lo que pude ver, había perdido la mano.
Al menos yo no la veía. El otro brazo había desaparecido. A veces, tal como ahora
recuerdo aquella escena extraordinaria, no podía distinguir más que una parte de su
cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado (ya sé, es extraño, pero no sé
expresarlo de otra forma) y al cambiar de posición volviera a apreciarse de nuevo en su
totalidad.
»Debió de ocurrir todo en unos pocos segundos, durante los cuales Morgan adoptó
todas las posturas posibles del obstinado luchador que es derrotado por un peso y una
fuerza superiores. Yo sólo lo veía a él y no siempre con claridad. Durante el incidente
soltaba gritos y profería maldiciones acompañadas de unos rugidos furiosos como nunca
antes había oído salir de la garganta de un hombre o una bestia.
»Permanecí en pie por un momento sin saber qué hacer, hasta que decidí tirar la
escopeta y correr en ayuda de mi amigo. Creí que estaba sufriendo un ataque o una
especie de colapso. Antes de llegar a su lado, lo vi caer y quedar inerte. Los ruidos habían
cesado pero volví a ver, con un sentimiento de terror como jamás había experimentado, el
misterioso movimiento de la avena que se extendía desde la zona pisoteada en torno al
cuerpo de Morgan hacia los límites del bosque. Sólo cuando hubo alcanzado los primeros
árboles, aparté la vista de aquel insólito fenómeno y miré a mi compañero. Estaba
muerto.»
III
Un Hombre, Aunque Esté Desnudo, Puede Estar Hecho Jirones
El juez se levantó y se acercó al muerto. Tiró de un extremo de la sábana y dejó el
cuerpo al descubierto. Estaba desnudo y, a la luz de la vela, mostraba un color amarillento.
Presentaba unos grandes hematomas de un azul oscuro, causados sin duda alguna por las
contusiones, y parecía que lo habían golpeado en el pecho y los costados con un garrote.
Había unas horribles heridas y tenía la piel desgarrada, hecha jirones.
El juez llegó hasta el extremo de la mesa y desató el nudo que sujetaba un pañuelo de
seda por debajo de la barbilla hasta la parte superior de la cabeza. Al retirarlo vimos lo que
tenía en la garganta. Los miembros del jurado que se habían levantado para ver mejor
lamentaron su curiosidad y volvieron la cabeza. El joven Harker fue hacia la ventana
abierta y se inclinó sobre el alféizar, a punto de vomitar. Después de cubrir de nuevo la
garganta del muerto, el juez se dirigió a un rincón de la habitación en el que había un
montón de prendas. Empezó a coger una por una y a examinarlas mientras las sostenía en
alto.
Estaban destrozadas y rígidas por la sangre seca. El resto de los presentes prefirió no
hacer un examen más exhaustivo. A decir verdad, ya habían visto este tipo de cosas antes.
Lo único que les resultaba nuevo era el testimonio de Harker.
—Señores —dijo el juez—, estas son todas las pruebas que tenemos. Ya saben su
cometido; si no tienen nada que preguntar, pueden salir a deliberar.
El presidente del jurado, un hombre de unos sesenta años, alto, con barba y
toscamente vestido, se levantó y dijo:
—Quisiera hacer una pregunta, señor. ¿De qué manicomio se ha escapado este
último testigo?
—Señor Harker —dijo el juez con tono grave y tranquilo—; ¿de qué manicomio se ha
escapado usted?
Harker enrojeció de nuevo pero no contestó, y los siete individuos se levantaron y
abandonaron solemnemente la cabaña uno tras otro.
—Si ha terminado ya de insultarme, señor —dijo Harker tan pronto como se quedó a
solas con el juez—, supongo que puedo marcharme, ¿no es así?
—En efecto.
Harker avanzó hacia la puerta y se detuvo con la mano en el picaporte. Su sentido
profesional era más fuerte que su amor propio. Se volvió y dijo:
—Ese libro que tiene ahí es el diario de Morgan, ¿verdad?. Debe de ser muy
interesante porque mientras prestaba mi testimonio no dejaba de leerlo. ¿Puedo verlo? Al
público le gustaría...
—Este libro tiene poco que añadir a nuestro asunto —contestó el juez mientras se lo
guardaba—; todas las anotaciones son anteriores a la muerte de su autor.
Al salir Harker, el jurado volvió a entrar y permaneció en pie en torno a la mesa en la
que el cadáver, cubierto de nuevo, se perfilaba claramente bajo la sábana. El presidente se
sentó cerca de la vela, sacó del bolsillo lápiz y papel y redactó laboriosamente el siguiente
veredicto, que fue firmado, con más o menos esfuerzo, por el resto:
—Nosotros, el jurado, consideramos que el difunto encontró la muerte al ser atacado
por un puma, aunque alguno cree que sufrió un colapso.
IV
Una Explicación Desde La Tumba
En el diario del difunto Hugh Morgan hay ciertos apuntes interesantes que pueden
tener valor científico. En la investigación que se desarrolló junto a su cuerpo el libro no fue
citado como prueba porque el juez consideró que podría haber confundido a los miembros
del jurado. La fecha del primero de los apuntes mencionados no puede apreciarse con
claridad por estar rota la parte superior de la hoja correspondiente; el resto expone lo
siguiente:
«...corría describiendo un semicírculo, con la cabeza vuelta hacia el centro, y de
pronto se detenía y ladraba furiosamente. Al final echó a correr hacia el bosque a gran
velocidad. En un principio pensé que se había vuelto loco, pero al volver a casa no
encontré otro cambio en su conducta que no fuera el lógico del miedo al castigo.»
«¿Puede un perro ver con la nariz? ¿Es que los olores impresionan algún centro
cerebral con imágenes de las cosas que los producen?»
«2 sep. Anoche, mientras miraba las estrellas en lo alto del cerco que hay al este de la
casa, vi cómo desaparecían sucesivamente, de izquierda a derecha. Se apagaban una a una
por un instante, y en ocasiones unas pocas a la vez, pero todas las que estaban a un grado
o dos por encima del cerco se eclipsaban totalmente. Fue como si algo se interpusiera entre
ellas y yo, pero no conseguí verlo pues las estrellas no emitían suficiente luz para delimitar
su contorno. ¡Uf! Esto no me gusta nada...»
Faltan tres hojas con los apuntes correspondientes a varias semanas.
«27 sep. Ha estado por aquí de nuevo. Todos los días encuentro pruebas de su
presencia. Me he pasado la noche otra vez vigilando en el mismo puesto, con la escopeta
cargada. Por la mañana sus huellas, aún frescas, estaban allí, como siempre. Podría jurar
que no me quedé dormido ni un momento —en realidad apenas duermo. ¡Es terrible,
insoportable! Si todas estas asombrosas experiencias son reales, me voy a volver loco; y si
son pura imaginación, es que ya lo estoy.»
«3 oct. No me iré, no me echará de aquí. Esta es mi casa y mi tierra. Dios aborrece a
los cobardes...»
«5 oct. No puedo soportarlo más. He invitado a Harker a pasar unas semanas. Él
tiene la cabeza en su sitio. Por su actitud podré juzgar si me cree loco.»
«7 oct. Ya encontré la solución al misterio. Anoche la descubrí de repente, como por
revelación. ¡Qué simple, qué horriblemente simple!»
«Hay sonidos que no podemos oír. A ambos extremos de la escala hay notas que no
hacen vibrar ese instrumento imperfecto que es el oído humano. Son muy agudas o muy
graves. He visto cómo una bandada de mirlos ocupan la copa de un árbol, de varios
árboles, y cantan todos a la vez. De repente, y al mismo tiempo, todos se lanzan al aire y
emprenden el vuelo. ¿Cómo pueden hacerlo si no se ven unos a otros? Es imposible que
vean el movimiento de un jefe. Deben de tener una señal de aviso o una orden, de un tono
superior al estrépito de sus trinos, que es inaudible para mí. He observado también el
mismo vuelo simultáneo cuando todos estaban en silencio, no sólo entre mirlos, sino
también entre otras aves como las perdices, cuando están muy distanciadas entre los
matorrales, incluso en pendientes opuestas de una colina.»
«Los marineros saben que un grupo de ballenas que se calienta al sol o juguetea
sobre la superficie del océano, separadas por millas de distancia, se zambullen al mismo
tiempo y desaparecen en un momento. La señal es emitida en un tono demasiado grave
para el oído del marinero que está en el palo mayor o el de sus compañeros en cubierta,
que sienten la vibración en el barco como las piedras de una catedral se conmueven con el
bajo del órgano.»
«Y lo que pasa con los sonidos, ocurre también con los colores. A cada extremo del
espectro luminoso el químico detecta la presencia de los llamados rayos 'actínicos'.
Representan colores —colores integrales en la composición de la luz— que somos
incapaces de reconocer. El ojo humano también es un instrumento imperfecto y su alcance
llega sólo a unas pocas octavas de la verdadera 'escala cromática'. No estoy loco; lo que
ocurre es que hay colores que no podemos ver.»
«Y, Dios me ampare, ¡el engendro maldito es de uno de esos colores!»
-
El Golpe De Gracia
-
La lucha había sido dura e incesante. Todos los sentidos lo atestiguaban: hasta el
gusto de la batalla flotaba en el aire. Pero ya había terminado; sólo quedaba auxiliar a los
heridos y enterrar a los muertos...; "limpiar un poco", como decía el humorista del pelotón
de sepultureros. Era bastante lo que había que limpiar. Hasta donde abarcaba la vista
dentro del bosque, entre los árboles descuajados, veíanse restos de hombres y caballos,
entre los que se movían los camilleros recogiendo y transportando a los pocos que daban
señales de vida. La mayor parte de los heridos habían muerto desangrados, cuando hasta
el derecho de atenderlos se hallaba en disputa. Los heridos tenían que esperar,
reglamentaban las ordenanzas del ejército. La mejor manera de cuidarlos es ganar la
batalla. Debe admitirse que la victoria es una indudable ventaja para un hombre que
necesita atención médica, pero muchos no viven para sacarle partido.
Los muertos eran puestos en hilera, en grupos de quince o veinte, mientras se
cavaban las fosas que habían de recibirlos. A algunos, que estaban demasiado lejos, se les
enterraba donde habían caído. Nadie se esforzaba demasiado por identificarlos, aunque en
la mayoría de los casos los pelotones de enterradores que espigaban en el mismo terreno
que contribuyeran a segar anotaban los nombres de los muertos victoriosos. A las bajas
enemigas, ya era bastante que las contaran. Aunque esto tenía su compensación, porque a
muchos los contaban varias veces; de ahí que el total que aparecía en el comunicado del
comandante vencedor denotaba más bien una esperanza que un resultado.
A corta distancia del sitio donde uno de los pelotones de enterradores había
establecido su "vivac de la muerte", un oficial de los federales se apoyaba contra un árbol.
Desde los pies hasta el cuello, su actitud era de fatiga en reposo. Pero la cabeza movíase
inquieta de un lado a otro. Su mente, al parecer, no descansaba. Quizá no sabía en qué
dirección marcharse. Lo más probable era que no permaneciese allí mucho tiempo, porque
ya los rayos oblicuos del sol poniente manchaban de rojo los claros del bosque, y los
soldados exhaustos abandonaban su tarea. Era difícil que pernoctara entre los muertos.
Después de la batalla, nueve hombres de cada diez le preguntaban a uno el paradero de
alguna sección del ejército... como si alguien lo supiera. Indudablemente este oficial estaba
extraviado. Tras descansar un instante, marcharía en pos de los pelotones de sepultureros.
Cuando todos se fueron, empezó a caminar a través del bosque, en dirección al rojo
poniente, cuya luz le manchaba la cara con reflejos sanguíneos. El aire de confianza con
que ahora avanzaba sugería que estaba en terreno familiar; había logrado orientarse.
Marchaba sin mirar los muertos que yacían a derecha e izquierda. Tampoco le detenía la
sorda queja de algún infeliz, olvidado por los grupos de rescate, que pasaría mala noche
bajo las estrellas, sin más compañía que la sed. El oficial nada podía hacer: no era médico,
no tenía agua.
Al extremo de una angosta quebrada —una simple depresión del terreno— yacía un
pequeño grupo de cadáveres. Los vio. Apartose de pronto del camino que seguía y caminó
rápido hacia ellos. Escrutándolos al pasar, se detuvo al fin ante uno que estaba a corta
distancia de los demás, cerca de un matorral de arbustos. Lo miró atentamente: parecía
moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El cuerpo gritó.
El oficial era el capitán Downing Madwell, de un regimiento de infantería de
Massachusetts, soldado inteligente y audaz, amén de hombre honorable.
En el regimiento había dos hermanos de apellido Halcrow. Caffal y Creede Halcrow.
Caffal Halcrow era sargento en la compañía del capitán Madwell. Y esos dos hombres, el
sargento y el capitán, eran íntimos amigos. Dentro de lo que permitía la diferencia de
graduación, la disparidad de obligaciones y los requisitos de la disciplina militar, estaban
siempre juntos. En realidad, se habían criado juntos. Y una costumbre del corazón no se
desarraiga fácilmente. Caffal Halcrow nada tenía de marcial en su carácter ni en sus
gustos, pero la idea. de separarse de su amigo le resultaba desagradable; y por eso se alistó
en la compañía de la que Madwell era entonces teniente. Ambos habían ascendido dos
grados, pero entre el suboficial más alto y el oficial más subalterno, el abismo social es
ancho y profundo; y aquella vieja relación, mantenida con dificultad, ya no podía ser
idéntica.
Creede Halcrow, hermano de Caffal, era mayor del regimiento. Un hombre cínico,
saturnino. Entre él y el capitán Madwell reinaba una antipatía natural, que las
circunstancias habían alimentado y fortalecido hasta convertirla en activa animosidad. De
no mediar la influencia moderadora de Caffal, es indudable que cada uno de estos
patriotas habría tratado de privar a su país de los servicios del otro...
*
Al iniciarse la batalla esa mañana, el regimiento cumplía una misión de avanzada, a
una milla del cuerpo principal del ejército. Fue atacado y casi rodeado en el bosque, pero
mantuvo a pie firme el terreno. Al disminuir momentáneamente la lucha, el mayor
Halcrow se dirigió hacia el capitán Madwell. Cambiaron un saludo formal, y dijo el
mayor:
—Capitán, el coronel le ordena avanzar con su compañía hasta el nacimiento de esa
quebrada, y mantener la posición hasta nueva orden. No necesito subrayarle el carácter
peligroso de la maniobra, pero si usted lo desea, imagino que puede entregar el mando a
su primer teniente. No se me ordenó, sin embargo, autorizar esta substitución. Es
simplemente una sugerencia personal y extraoficial.
A ese atroz insulto, replicó fríamente el capitán Madwell:
—Señor, le invito a participar en la maniobra. Un oficial montado sería un blanco
perfecto, y siempre he sostenido la opinión de que usted valdría más si estuviera muerto.
Ya en 1862 se cultivaba en los círculos militares el arte de la réplica.
Media hora más tarde la compañía del capitán Madwell fue desalojada de su
posición, con pérdidas equivalentes a un tercio de sus efectivos. Entre los muertos estaba
el sargento Halcrow. Poco después el regimiento debió replegarse a las líneas principales,
y al terminar la lucha se encontraba a varias millas de distancia.
El capitán estaba ahora de pie junto al amigo y subordinado.
El sargento Halcrow se hallaba mortalmente herido. El desgarrado uniforme dejaba
ver el abdomen. Algunos de los botones de la casaca habían sido arrancados y estaban
dispersos por el suelo, con otros fragmentos de su ropa. El cinturón de cuero estaba
partido, y parecía que se lo hubieran arrancado de bajo del cuerpo. No había mucha
sangre derramada. La única herida visible era un ancho e irregular desgarrón en el
abdomen, sucio de tierra y hojas muertas, por donde asomaba un extremo lacerado de
intestino. En toda su experiencia, el capitán Madwell no habla visto una herida semejante.
No podía imaginar cómo fue producida, ni explicar las circunstancias que la
acompañaban: el uniforme extrañamente rasgado, el cinturón partido, las manchas de la
piel. Se arrodilló para efectuar un examen más atento. Cuando se puso de pie, volvió los
ojos en varias direcciones, como buscando un enemigo. A cincuenta yardas de distancia,
en la cresta de una loma baja, cubierta de arbustos, vio varios objetos oscuros que se
movían entre los hombres caídos...: una manada de cerdos. Uno le daba la espalda, con los
cuartos delanteros levantados. Apoyaba las patas en un cuerpo humano; la cabeza baja era
invisible. La erizada eminencia del lomo se recortaba en negro contra el rojo poniente. El
capitán Madwell apartó los ojos y volvió a clavarlos en eso que había sido su amigo.
El hombre que había padecido esas monstruosas mutilaciones estaba vivo. De a ratos
movía las piernas. Con cada inspiración lanzaba un gemido. Miraba azorado la cara del
amigo; y si éste lo tocaba, soltaba un grito. En su feroz agonía, había arañado el suelo en
que se encontraba tendido; sus manos crispadas estaban llenas de tierra, hojas y palitos.
No conseguía articular una palabra. Era imposible saber si sentía algo que no fuera dolor.
La expresión de su rostro era un ruego; en sus ojos parecía reflejarse una plegaria. ¿Qué
pedía?
Imposible equivocar el significado de esa mirada. El capitán la había visto con
demasiada frecuencia en los ojos de aquellos cuyos labios aún podían suplicar la muerte.
Conscientemente o no, este retorcido fragmento de humanidad, esta imagen del
sufrimiento, esta mezcla de hombre y bestia, este humilde Prometeo sin heroísmo,
suplicaba a todos, a todas las cosas, a todo lo que no era él, la bendición de no existir. A la
tierra y al cielo, a los árboles, al hombre, a todo cuanto adquiría forma en los sentidos o en
la conciencia, este padecer hecho carne dirigía su callada plegaria.
¿Qué significaba? Lo que concedemos a la más ruin criatura desprovista de razón
para pedirlo, lo que sólo negamos a los infortunados de nuestra propia especie: la
anhelada liberación, el rito de compasión máxima, el golpe de gracia.
El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y otra vez, sin
resultado, hasta que lo ahogó la emoción. Sus lágrimas, encegueciéndolo, cayeron sobre
aquel pálido rostro. Ahora no veía más que un objeto borroso y móvil, pero los gemidos
eran más claros que nunca, cortados a breves intervalos por agudos gritos. Dio media
vuelta, llevándose la mano a la frente, y se alejó. Los cerdos, al verlo, alzaron los hocicos
encarnados, lo miraron suspicaces un momento, y después, gruñendo ásperamente al
unísono, se alejaron a la carrera. Un caballo, con la pata horriblemente astillada por un
cañonazo, alzó la cabeza del suelo y lanzó un doloroso relincho. Madwell avanzó un paso,
desenfundó el revólver, y le pegó un tiro entre los ojos, observando atento la agonía de la
pobre bestia, que contrariamente a lo qué él esperaba, fue larga y violenta. Pero al fin
quedó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos, que habían desnudado los dientes en
una mueca atroz, parecieron aflojarse. El perfil nítido y fino de la cabeza adquirió un
aspecto de profunda paz y reposo.
En el oeste, a lo largo de la distante loma arbolada, se extinguían los últimos
esplendores del atardecer. La luz que acariciaba los troncos de los árboles se había
degradado a un gris tierno; en lo alto de las copas anidaban las sombras como grandes
pájaros oscuros. Llegaba la noche, y entre el capitán Madwell y el campamento, se
extendía a lo largo de muchos kilómetros el bosque espectral. Sin embargo, ahí estaba,
junto al animal muerto, desvinculado al parecer de cuanto le rodeaba. Los ojos clavados en
el suelo, la mano izquierda floja al costado, la derecha esgrimiendo la pistola. De pronto
alzó la cara, miró a su amigo moribundo y volvió rápidamente a su lado. Se arrodilló a
medias, montó el arma, apoyó el cañón en la frente del sargento, desvió los ojos y apretó el
gatillo.
No hubo detonación. Su última bala la había gastado en el caballo. El moribundo
gimió y sus labios se movieron convulsivamente. La espuma que brotaba de ellos tenía un
tinte sanguinolento. El capitán Madwell se puso de pie y desenvainó la espada. Pasó los
dedos de la mano izquierda a lo largo del filo desde la empuñadura a la punta. La tendió
recta ante sí como para probar sus nervios. La hoja no temblaba. El mortecino fulgor que
reflejaba la luz del cielo, permanecía inmóvil y firme. Se inclinó, desgarró con la mano
izquierda la camisa del moribundo. Irguiéndose, le puso la punta de la espada sobre el
corazón. Esta vez no apartó los ojos. Aferrando la empuñadura con ambas manos, empujó
con todas sus fuerzas. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre. Atravesó el cuerpo y se
clavó en la tierra. El capitán Madwell estuvo a punto de caer sobre su obra. El moribundo
encogió las piernas, y al mismo tiempo se llevó el brazo al pecho, sujetando el acero con
tanta fuerza que los nudillos de la mano se le pusieron blancos. Con este violento pero
inútil esfuerzo por quitarse la espada, agrandó la herida, por la que escapó un hilo de
sangre, que se filtró sinuosamente por el roto uniforme.
En ese momento tres hombres salían silenciosamente del montecito de arbustos que
había ocultado su avance. Dos eran enfermeros y traían angarillas.
El tercero era el mayor Creede Halcrow.
-
El Guardián Del Muerto
I
En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada,
un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las
nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban
cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las
habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesita para leer
que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre.
Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado
que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las
paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las
facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que
en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio
que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin
más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido
sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la
iglesia —con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía
uno comprender por qué se molestaban en marcar la hora— se abrió la única puerta del
cuarto, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un
movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que
giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban
por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto era
ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes mirando el
cadáver; luego, encogiéndose levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y
levantó la persiana. Afuera, la oscuridad era absoluta; los vidrios estaban cubiertos de
polvo. Pasó la mano por el polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los
vidrios, estaba reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados en cada extremo de la
mampostería. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo. Esta circunstancia no le inspiró
mayor curiosidad y ni siquiera trató de abrirlas. Si era un prisionero, no intentaba
evadirse. Después de haber terminado la inspección del cuarto, se instaló en el sillón, sacó
un libro del bolsillo, acercó la mesita con el candelero y empezó a leer. Era un hombre
joven —no pasaría de los treinta— de tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño.
Tenía el rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa " firmeza" en el mentón
y en la mandíbula que, según dicen, es índice de un temperamento resuelto. Por la
expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso fuera poco sensible a las sugestiones de los
demás. Ahora esos ojos estaban fijos en el libro, pero de vez en cuando los apartaba para
mirar el cadáver. Al parecer, no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los
muertos ejercen sobre los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por ese
deliberado impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas impresionables y
tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera recordar la situación en que se hallaba.
Este guardián del muerto, qué duda cabe, cumplía su obligación con inteligencia y
serenidad, tal como su aspecto lo hacía presumir. Así continuó alrededor de media hora.
Después cerró el libro, quizás al terminar un capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de
pie, alzó la mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una de las
ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a la chimenea vacía
frente a la cual estuvo sentado. Al cabo de un momento fue hasta la mesa donde yacía el
cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto la cabeza: apareció una melena oscura y un
sudario de lienzo muy fino bajo el cual se distinguían aún más las facciones del muerto.
Entonces resguardó sus propios ojos de la luz, interponiendo su mano libre entre ellos y el
candelero, y detuvo en su inmóvil acompañante una severa y tranquila mirada. Satisfecho
con su examen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y antes de volver al sillón
tomó algunos fósforos del candelero y los guardó en el bolsillo de su chaqueta. Después
sacó la vela del cilindro hueco del candelero y la observó con atención, como si calculara
cuanto tiempo habría de durar. Tenía dos pulgadas de largo. ¡Una hora más, y quedaría a
oscuras! Insertó la vela en el candelero, sopló, apagó la llama.
II
En un consultorio de Kearny Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres
bebían ponche y fumaban. Era tarde, casi medianoche, y no había escaseado el ponche.
Estaban en casa del doctor Helberson, el más circunspecto de los tres. Tenía unos treinta
años. Los otros eran menores. Todos ellos médicos.
—El temor supersticioso que inspiran los muertos a los vivos es hereditario e
incurable —dijo el doctor Helberson—. No tiene por qué avergonzarnos. Es una herencia,
sencillamente, como la incapacidad para las matemáticas, o la tendencia a mentir.
Los otros rieron.
—¿Es que la mentira no debe avergonzar a un hombre? —preguntó el más joven de
los tres. Este último, en realidad, era un practicante. Todavía no se había recibido.
—Mi querido Harper, no he dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a
mentir.
—¿Pero cree usted —dijo el tercero— que este supersticioso temor a los muertos, no
fundado en razón alguna, sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún temor.
—Usted no lo siente en teoría —contestó Helberson—. Espere que se cumplan
determinadas condiciones, lo que Shakespeare llama "la confabulación de las
circunstancias", y lo verá manifestarse de una manera no muy agradable que le abrirá los
ojos. Los médicos y los soldados, desde luego, son menos vulnerables que otros a este
temor.
—¡Médicos y soldados! ¿Por qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas
las clases criminales.
—No, mi querido Mancher. Los jurados no permiten a los verdugos familiarizarse
demasiado con la muerte. De otro modo, llegaría a no conmoverlos.
El joven Harper, que había ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.
—¿Qué condiciones se requieren para que cualquier hombre nacido de mujer llegue
a tener conciencia, hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos compartimos
según usted? —preguntó con sobrada elocuencia.
—Bueno, yo diría que si un hombre estuviera encerrado toda la noche con un
cadáver, solo, en la oscuridad de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre la
cabeza y refugiarse en ellas, podría jactarse con justicia de no haber nacido de mujer; ni
siquiera, como Macduff, de ser el resultado de una cesárea.
—Pensé que sus condiciones no acabarían nunca —replicó Harper—. Pero sé de un
hombre que no vacilaría en aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.
—¿Quién es?
—Se llama Jarette. No es de California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no
tengo dinero para hacer apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera —repitió.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Prefiere jugar a comer. En cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera
algo así como una enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía religiosa.
Decididamente, Helberson empezaba a interesarse.
—¿Cómo es el tal Jarette? —preguntó.
—¿Cómo es? Se parece a Mancher. Podrían ser mellizos.
Helberson contestó resueltamente:
—Acepto la apuesta.
—Debo agradecerle muchísimo el cumplido, estoy seguro —dijo Mancher
arrastrando las palabras. Se estaba durmiendo. Agregó—: ¿Puedo entrar en la apuesta?
—No contra mí —dijo Helberson—. No quiero su dinero.
—Muy bien. Entonces seré el cadáver.
Los otros se echaron a reír.
Ya hemos visto el resultado de esta descabellada conversación.
III
Al apagar la escasa ración de su vela, el señor Jarette se propuso conservarla para
alguna imprevista necesidad. Quizá pensara vagamente que tanto daba estar a oscuras al
principio como al fin, y ese cabo de vela, en caso de que la situación se hiciera realmente
insoportable, le garantizaba un medio de alivio, o hasta de libertad. De cualquier modo era
prudente contar con una pequeña reserva de luz, aunque sólo fuera para poder mirar el
reloj.
No bien apagó la vela y la colocó a su lado, en el suelo, se instaló cómodamente en el
sillón, echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Deseaba y esperaba dormir. Quedó
decepcionado; nunca en su vida había tenido menos sueño. Pocos minutos después se dio
por vencido. Pero entonces ¿qué hacer? No podía andar a tientas en la oscuridad más
absoluta, corriendo el peligro de tropezar con las paredes, también de llevarse por delante
la mesa y perturbar descomedidamente al muerto. Nadie discute el derecho de los
muertos de descansar en paz, exentos de cualquier violencia. Jarette casi logró persuadirse
de que consideraciones semejantes, reteniéndolo en el sillón, lo obligaban a no afrontar
una probable caída.
Mientras pensaba en ello, creyó haber oído un leve ruido que llegaba de la mesa. Qué
clase de ruido era, no hubiese podido decirlo. Continuó inmóvil. ¿Para qué volver la
cabeza en la oscuridad? Sin embargo, escuchó atentamente. ¿Por qué no habría de hacerlo?
Y mientras escuchaba, sintiendo como un vértigo, se aferró a los brazos del sillón. Le
zumbaban los oídos, la sangre se le subía a la cabeza, el chaleco le apretaba el tórax. Se
preguntó a qué obedecían esas molestias ¿Eran síntomas de miedo? Hundió el pecho,
lanzando un profundo suspiro, y cuando la gran cantidad de aire con que llenó de nuevo
sus pulmones exhaustos hizo desaparecer aquella sensación de vértigo, comprendió que
en el afán de escuchar había contenido la respiración hasta llegar por poco a sofocarse. Era
una revelación humillante. Se levantó, empujó el sillón con el pie y avanzó hasta el centro
del cuarto. Pero no avanzaba mucho en la oscuridad. Tanteando, encontró la pared, siguió
hasta el rincón, dio vuelta, pasó las dos ventanas y allí, en el otro rincón, entró en violento
contacto con la mesita y la tiró al suelo. El ruido lo hizo estremecer. Quedó fastidiado.
¿Cómo diablos pude olvidar dónde coloqué la mesita?, murmuró, buscando su camino a
lo largo de la tercera pared con el propósito de llegar a la chimenea.
Debo poner las cosas en su justo sitio, dijo el señor Jarette, y palpó el piso hasta dar
con el candelero.
Cuando por fin lo encendió, volvió los ojos a la mesa de cocina donde, naturalmente,
nada había cambiado. La mesita con el atril seguía en el suelo. Había olvidado poner las
cosas en su justo sitio. Paseó la mirada por el cuarto, desplazando las sombras más
profundas con el candelero, llegó hasta la puerta, hizo girar el picaporte y empujó con
todas sus fuerzas. Como la puerta no cediera, sintió una especie de satisfacción. Más aún,
corrió el pestillo que tenía por dentro y en el cual no había reparado en el momento de
entrar. Volvió a sentarse y miró su reloj; eran las nueve y media. Sorprendido, pegó el reloj
a la oreja: oyó el tictac del minutero. Ahora la vela estaba sensiblemente más corta.
Apagándola nuevamente, la colocó en el piso junto a él, como antes. El señor Jarette no
estaba cómodo; estaba profundamente insatisfecho con el ambiente que lo rodeaba, y
consigo mismo por sentirse insatisfecho. ¿Qué puedo temer? —pensó—. Esto es ridículo y
vergonzoso. No seré tan estúpido. Pero no infunde valor el decirnos seamos valientes, ni
reconocer que en tal o cual circunstancia nos beneficia el decirlo. Mientras más se
condenaba a sí mismo, más argumentos encontraba Jarette para fundar su condena.
Mientras mayor era el número de sus tranquilizadoras y armoniosas variaciones sobre el
tema de la inocuidad de los difuntos, menos podía soportar sus propias y discordantes
inquietudes. Cómo es posible —exclamó en medio de la angustia de su espíritu—, cómo es
posible que yo, tan luego yo, que no tengo supersticiones de ninguna clase, que no creo en
la inmortalidad del alma, que sé, y ahora más que nunca, que la vida ultraterrena no es
sino el sueño de un deseo, pierda mi apuesta, y junto con mi apuesta ¡el honor, la propia
estimación, tal vez el juicio! ¡Todo porque algunos de mis salvajes antepasados, que vivían
en las cavernas, concibieron la monstruosa idea de que los muertos se levantan y caminan
por la noche! En eso, distintamente, inequívocamente, el señor Jarette oyó tras de sí un
leve ruido de pasos, cautelosos, nítidos, cada vez más próximos.
IV
A la mañana siguiente, poco antes del amanecer, el doctor Helberson y su joven
amigo Harper recorrían muy despacio las calles de la Costa Norte. Iban al cupé del doctor.
—Joven inexperto —dijo el hombre de más edad—, ¿aún tiene usted confianza en el
valor o en la estolidez de su amigo? ¿Cree usted que he perdido mi apuesta?
—Sé que la ha perdido —dijo el otro, pero esta vez con menos énfasis.
—Bueno, de todo corazón espero que así sea —lo dijo con formalidad casi solemne—.
Harper, este asunto me inquieta —agregó a la media luz intermitente que entraba
oblicuamente en el cupé, cuando pasaban junto a los faroles de la calle, su rostro tenía un
aspecto muy severo—. No habría aceptado la apuesta si su amigo no me hubiese irritado
por el desdén que demostró ante mi duda sobre su incapacidad de resistencia, una
condición meramente física, y por haber sugerido con impasible descortesía que el cadáver
fuera el de un médico. Si algo sucediera, estamos perdidos. Mucho me temo que lo
merecemos.
—¿Qué puede suceder? Hasta si el asunto tomara un sesgo grave, cosa que no creo,
Mancher sólo tiene que resucitar y explicar cómo sucedió. Muy diferente sería con un
sujeto auténtico de la Morgue, o con uno de sus pacientes difuntos.
El doctor Mancher, por lo tanto había cumplido su promesa: era el cadáver. El doctor
Helberson permaneció largo rato silencioso mientras el cupé, a paso de tortuga, tomaba
por la misma calle que ya había recorrido dos o tres veces.
—Bueno —dijo por fin—, esperemos que Manchester, si ha necesitado resucitar de
entre los muertos, se haya conducido con discreción. De otro modo, su error empeoraría
las cosas.
—Sí, Jarette podría matarlo —dijo Harper—. Cuando el cupé pasó junto a un farol de
gas, miró su reloj—. Pero ya son casi las cuatro de la mañana —agregó.
Un momento después los dos hombres bajaban del coche y caminaban
impetuosamente hacia la casa durante mucho tiempo vacía, perteneciente al doctor
Herlberson, en la cual habían encerrado al señor Jarette. Al acercarse, encontraron a un
hombre que corría. Se detuvo de golpe.
—¿Pueden decirme —les gritó— dónde hay un médico?
—¿Qué ocurre? —preguntó Helberson, evasivamente.
—Vaya y vea con sus propios ojos —dijo el hombre prosiguiendo su carrera.
Se apresuraron, llegaron a la casa. En la puerta de calle vieron entrar a varias
personas muy excitadas. Al lado y al frente, en los edificios vecinos, asomaban muchas
cabezas por las ventanas abiertas de par en par. Los dueños de aquellas cabezas hacían
preguntas y no contestaban a las preguntas que les dirigían. Había luz en los pocos cuartos
con las ventanas cerradas: sus ocupantes se estaban vistiendo para bajar. El farol de la
calle, justo enfrente de la casa que era el centro de todas las miradas, arrojaba sobre la
escena una débil luz amarilla, como insinuando que podía descubrir muchos otros
pormenores si lo hubiese querido. Harper, mortalmente pálido, se detuvo junto a la puerta
y posó su mano en el brazo de su acompañante. Dijo:
—Estamos perdidos, doctor. Tenemos la suerte en contra. No entremos. Es preferible
escapar.
Sus desaprensivas palabras contrastaban con el tono extrañamente agitado de la voz.
—Yo soy médico —dijo el doctor Helberson tranquilamente—. Necesitan uno.
Subieron unos pocos peldaños y se dispusieron a entrar. La puerta cancel estaba
abierta. El farol de la calle iluminaba el umbral lleno de gente. Algunas personas habían
llegado al último tramo de la escalera; como no las dejaran seguir adelante, allí
aguardaban, apostadas. Todas hablaban a la vez. Súbitamente, hubo una gran conmoción:
se abrió una puerta y un hombre se lanzó contra los que intentaban detenerlo. Cayó sobre
los asustados curiosos, haciéndolos a un lado, obligándolos a ponerse de espaldas a la
pared o a prenderse de la baranda, tomándolos por el cuello y golpeándolos
bárbaramente, o arrojándolos escaleras abajo y pasándolos por encima. Andaba sin
sombrero, con la ropa en desorden. Más aterradora que su fuerza, en apariencia
sobrehumana, era la expresión de sus ojos desorbitados e inquietos. Su cara,
cuidadosamente afeitada, estaba exangüe. Tenía el pelo blanco como la nieve. Como
hubiera más espacio al pie de la escalera, y la multitud se hiciera a un lado para dejarlo
pasar, Harper gritó:
—¡Jarette, Jarette!
El doctor Helbeson tomó a Harper por las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia
atrás. El hombre los miró sin parecer reconocerlos, bajó los pocos peldaños que conducían
de la puerta cancel a la de la calle, y desapareció. Un policía corpulento, que no había
logrado bajar con tanto éxito, surgió momentos después y corrió tras él, mientras las
cabezas de las ventanas —ahora de mujeres y niños— gritaban:
—¡Por allí, por allí!
Ya la escalera estaba en parte despejada. Casi toda la muchedumbre se había
precipitado a la calle para observar la fuga y persecución. El doctor Helberson, seguido de
Harper, pudo llegar hasta arriba.
En la puerta que daba al último corredor, un agente de policía les interceptó el paso.
—Somos médicos, —dijo el doctor, y entraron a un cuarto lleno de hombres apiñados
alrededor de una mesa. Apenas se distinguían en la penumbra. Los recién venidos,
adelantándose dificultosamente, miraron por encima de los que estaban en primera fila.
En la mesa, con las piernas tapadas con unas sábanas, yacía el cuerpo de un hombre. Los
rayos de una linterna que sostenía un policía, de pie junto al cadáver, lo iluminaban
brillantemente. Todos los demás, el policía mismo, estaban en la sombra, excepto aquellos
muy próximos a la cabeza del muerto. El rostro del muerto, amarillo, repulsivo, horrible,
tenía los ojos a medio abrir, mirando hacia el techo, la mandíbula caída; en los labios, en el
mentón, en las mejillas había rastros de espuma. Un hombre alto, evidentemente un
médico, se inclinó sobre el cadáver, le pasó la mano por debajo de la pechera de la camisa
y le introdujo dos dedos en la boca abierta.
—Hace casi tres horas que este hombre ha muerto —dijo—. Es un caso para el
médico forense.
Sacó una tarjeta de bolsillo, la entregó al oficial y se abrió camino hasta la puerta.
—¡Váyanse todos! ¡Fuera! —gritó el oficial bruscamente, y el cuerpo del muerto
desapareció como por arte de magia cuando la linterna enfocó, aquí y allá, las caras de la
multitud.
El efecto fue increíble. Los hombres, enceguecidos, confusos, casi aterrorizados, se
precipitaron ruidosamente hacia la puerta apretujándose, codeándose y cayendo los unos
encima de los otros a medida que iban saliendo, como las huestes de la noche heridas por
los dardos de Apolo. Sobre la masa tumultuosa, acorralada, el oficial disparaba su luz
implacable, incesante. Arrastrados por la corriente, Helberson y Harper fueron barridos
del cuarto y lanzados a la calle escaleras abajo.
—¡Dios mío, doctor! ¿No le dije que Jarette lo mataría? —exclamó Harper no bien se
apartaron de la multitud.
—Entiendo que sí —replicó el otro sin aparente emoción.
Prosiguieron caminando en silencio hacia el este, ya gris; se perfilaban las viviendas
sobre la línea de la colina. Ya andaba por las calles el carro del lechero. Muy pronto el
panadero entraría en escena. Se oían vocear los primeros diarios.
—Tengo la impresión, jovencito —dijo el doctor Helberson—, que usted y yo hemos
trasnochado demasiado en los últimos tiempos. No es bueno para la salud. Necesitamos
un cambio. ¿Qué le parecería un viaje a Europa?
—¿Cuándo?
—En cualquier momento. Esta tarde a las cuatro, por ejemplo, sería una hora
conveniente.
—Lo encontraré en el barco —dijo Harper.
V
Estos dos hombres, siete años después, conversaban amigablemente en Nueva York,
sentados en un banco de Madison Square. Un tercero, que los había estado observando sin
que ellos lo advirtieran, terminó por acercarse y los saludó con la mayor cortesía,
quitándose el sombrero y descubriendo su pelo ondulado, blanco como la nieve. Dijo:
—Les pido disculpas, señores, pero cuando se ha matado a un hombre para poder
resucitar, es mejor ponerse sus ropas y escaparse en la primera oportunidad.
Helberson y Harper cambiaron miradas significativas. Parecían divertidos.
Helberson miró con simpatía al desconocido y replicó:
—Esa fue siempre mi idea. Estoy enteramente de acuerdo con sus ventaj...
Súbitamente se detuvo, mortalmente pálido. Clavó los ojos en el hombre y quedó
boquiabierto. Temblaba.
—¡Ah! —exclamó el desconocido—, veo que se siente usted mal, doctor. En caso de
que no pueda atenderse, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacerlo por usted.
—¿Quién diablos es usted? —preguntó Harper desafiante.
El desconocido se acercó más a ellos. Inclinándose susurró:
—A veces me llamo a mí mismo Jarette, pero no tengo inconveniente en decirles,
dada la vieja amistad que nos une, que soy el doctor William Mancher. Los dos hombres
saltaron del banco.
—¡Mancher! —exclamaron jadeantes, y Helberson agregó:
—¡Dios mío, es verdad!
El desconocido sonrió vagamente.
—Sí —dijo—, es bastante cierto, qué duda cabe.
Vaciló, como si intentara recordar algo, y luego empezó a tararear una canción
popular. Se hubiera dicho que los dos hombres ya no le interesaban.
—Mire usted, Mancher —dijo el doctor Helberson—, cuéntenos exactamente lo que
ocurrió aquella noche a Jarette, desde luego.
—Ah, sí, a Jarette —dijo el otro—. Es extraño que haya olvidado contárselos a
ustedes. Lo cuento tan a menudo. Vean ustedes, yo sabía, porque le oí a él mismo decirlo,
que no estaba demasiado tranquilo. Entonces no resistí a la tentación de volver a la vida y
entretenerme un poco a costa de él. No pude resistir, en verdad. Todo estaba muy bien,
pero no pensé, seriamente. Y después... bueno, fue toda una historia hacerlo ocupar mi
lugar, y entonces. ¡Malditos sean ustedes, no podía salir! ¡Malditos sean!
Nada semejante a la ferocidad con que articuló las últimas palabras. Los otros dos
retrocedieron alarmados.
—¿Nosotros? ¿Cómo, cómo? —balbuceó Helberson, perdiendo por completo el
dominio de sí—. Nosotros no tenemos nada que ver en eso.
—¿No dije que ustedes eran los doctores Hellborn y Sharper1? —preguntó el loco,
riendo.
—Mi nombre es Helberson, y este caballero es el señor Harper —le contestó,
tranquilizado—. Pero ahora no somos médicos. Somos... bueno, hablemos claro, viejo,
somos jugadores.
—Muy buena profesión. Muy buena, en verdad. Y dicho sea de paso, espero que
Sharper, aquí presente, haya pagado lo que apostó a Jarette, como un honesto jugador. Sí,
una profesión muy buena y honorable —repitió con aire pensativo. Antes de alejarse,
1 En inglés, Hellborn significa 'infernal'; sharper, 'tahúr'.
agregó a modo de despedida—: Pero yo me aferro a la antigua. Soy médico en el asilo de
Bloomingdale, médico del personal. Mi tarea es cuidar al director.
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El Hipnotizador
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Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me entretengo con el
hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos similares, suelen preguntarme si tengo un
concepto claro de la naturaleza de los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan.
A esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un
investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del taller de la Naturaleza, que trata
con vulgar curiosidad de robarle los secretos del oficio. Los intereses de la ciencia tienen
tan poca importancia para mí, como parece que los míos han tenido para la ciencia.
No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante simples, y de ninguna
manera trascienden nuestros poderes de comprensión si sabemos hallar la clave; pero por
mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmente romántica y obtengo
más satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijera de mí, cuando era
un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber sido hechos más para ser mirados que
para mirar... tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su
indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras ellos parecía
—me aventuro a creerlo—, siempre más dedicada a alguna bella concepción que ha creado
a su imagen, que preocupada por las leyes de la naturaleza y la estructura material de las
cosas. Todo esto, por irrelevante y egoísta que parezca, está relacionado con la explicación
de la escasa luz que soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención
y por el que existe una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis poderes
y oportunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que presento simplemente
como relato.
La primera noción de que yo poseía extraños poderes me vino a los catorce años, en
la escuela. Habiendo olvidado una vez de llevar mi almuerzo, miraba codiciosamente el
que una niñita se disponía a comer. Levantó ella los ojos, que se encontraron con los míos
y pareció incapaz de separarlos de mi vista. Luego de un momento de vacilación, vino
hacia mí, con aire ausente, y sin una palabra me entregó la canastita con su tentador
contenido y se marchó. Con inefable encanto alivié mi hambre y destruí la canasta.
Después de lo cual ya no volví a preocuparme de traer el almuerzo: la niñita fue mi
proveedora diaria; y no sin frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión mi sencilla
necesidad, combiné el placer y el provecho, obligándola a participar del festín y
haciéndole engañosas propuestas de viandas que, eventualmente, yo consumía hasta la
última migaja. La niña estaba persuadida de haberse comido todo ella, y más tarde,
durante el día, sus llorosos lamentos de hambre sorprendían a la maestra y divertían a los
alumnos, que le pusieron el sobrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de una paz más
allá de lo comprensible.
Un aspecto desagradable de este estado de cosas, en otros sentidos tan satisfactorio,
era la necesidad de secreto: el traspaso del almuerzo, por ejemplo, debía hacerse a cierta
distancia de la enloquecedora muchedumbre, en un bosque; y me ruborizo en pensar en
los muchos otros indignos subterfugios producto de la situación. Como por naturaleza era
(y soy) de disposición franca y abierta, esto se iba haciendo cada vez más fastidioso, y si no
hubiera sido por la repugnancia de mis padres a renunciar a las obvias ventajas del nuevo
régimen, hubiera vuelto al antiguo, alegremente. El plan que finalmente adopté para
librarme de las consecuencias de mis propios poderes, despertó un amplio y vivo interés
en esa época, aunque la parte que consistió en la muerte de la niña fue severamente
condenada, pero esto no hace a la finalidad de este relato.
Después, durante unos años, tuve poca oportunidad de practicar hipnotismo; los
pequeños intentos que hice estaban desprovistos de otro premio que no fuera el
confinamiento a pan y agua, y a veces, en realidad, no traían nada mejor que el látigo de
nueve colas. Sólo cuando estaba por abandonar la escena de estos pequeños desengaños,
realicé una hazaña verdaderamente importante.
Me habían llevado a la oficina del director de la cárcel y me habían dado un traje de
civil, una irrisoria suma de dinero y una gran cantidad de consejos que, debo confesarlo,
eran de mucha mejor calidad que la ropa. Cuando atravesaba el portón hacia la luz de la
libertad, me di vuelta de súbito y, mirando seriamente en los ojos al director, lo puse
rápidamente bajo mi control.
—Usted es un avestruz —le dije.
El examen post mortem reveló que su estómago contenía una gran cantidad de
artículos indigestos, la mayor parte de metal o madera. Atragantado en el esófago, un
picaporte; lo que según el veredicto del jurado, constituyó la causa inmediata de la muerte.
Yo era por naturaleza un hijo bueno y afectuoso, pero, al retornar al mundo del que
tanto tiempo había estado separado, no pude evitar recordar que todas mis penas surgían
como un arroyuelo de la tacaña economía de mis padres en aquel asunto del almuerzo
escolar; y no tenía razón alguna para creer que se habían reformado.
En el camino entre Succotash Hill y Sud Asfixia hay unas tierras donde existió una
edificación conocida como rancho de Pete Gilstrap, en donde este caballero solía asesinar a
los viajeros para ganarse el sustento. La muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi todos
los viajes hacia otro camino ocurrieron tan al mismo tiempo que nadie ha podido decir
aún cuál fue causa y cuál efecto. De todos modos las tierras estaban ahora desiertas y el
pequeño rancho había sido incendiado hacía mucho. Mientras iba a pie a Sud Asfixia, el
hogar de mi niñez, encontré a mis padres, camino de la colina. Habían atado la yunta y
almorzaban bajo un roble, en medio de la campiña. La vista del almuerzo revivió en mí los
dolorosos recuerdos de los días escolares y despertó el león dormido en mi pecho.
Acercándome a la pareja culpable, que en seguida me reconoció, me aventuré a sugerir
que compartiría su hospitalidad.
—De este festín, hijo mío —dijo el autor de mis días, con la característica
pomposidad que la edad no había marchitado—, no hay más que para dos. No soy, eso
creo, insensible a la llama hambrienta de tus ojos, pero...
Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente tomó por llama del
hambre no era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador. En pocos segundos estaba a
mi servicio. Unos pocos más bastaron para la dama, y los dictados de un justo
reconocimiento pudieron ponerse en acción.
—Antiguo padre —dije—, imagino que ya entiendes que tú y esta señora no son ya
lo que eran.
—He observado un cierto cambio sutil —fue la dudosa respuesta del anciano
caballero—, quizás atribuible a la edad.
—Es más que eso —expliqué—, tiene que ver con el carácter, con la especie. Tú y la
señora son, en realidad, dos potros salvajes y enemigos.
—Pero, John —exclamó mi querida madre—, no quieres decir que yo...
—Señora —repliqué solemnemente, fijando mis ojos en los suyos—, lo es.
Apenas habían caído estas palabras de mis labios cuando ella estaba ya en cuatro
patas y, empujando al viejo, chillaba como un demonio y le enviaba una maligna patada a
la canilla. Un instante después él también estaba en cuatro patas, separándose de ella y
arrojándole patadas simultáneas y sucesivas. Con igual dedicación pero con inferior
agilidad, a causa de su inferior engranaje corporal, ella se ocupaba de lo mismo. Sus
piernas veloces se cruzaban y mezclaban de la más sorprendente manera; los pies se
encontraban directamente en el aire, los cuerpos lanzados hacia adelante, cayendo al suelo
con todo su peso y por momentos imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el combate,
expresando su frenesí con los innombrables sonidos de las bestias furiosas que creían ser;
toda la región resonaba con su clamor. Giraban y giraban en redondo y los golpes de sus
pies caían como rayos provenientes de las nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban
hacia adelante y retrocedían, golpeándose salvajemente con golpes descendentes de
ambos puños a la vez, y volvían a caer sobre sus manos, como incapaces de mantener la
posición erguida del cuerpo. Las manos y los pies arrancaban del suelo pasto y guijarros;
las ropas, la cara, el cabello estaban inexpresablemente desfigurados por la sangre y la
tierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la remisión de los golpes;
quejidos, gruñidos, ahogos, su recepción. Nada más auténticamente militar se vio en
Gettysburg o en Waterloo: la valentía de mis queridos padres en la hora del peligro no
dejará de ser nunca para mí fuente de orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos
estropeados, haraposos, sangrientos y quebrados vestigios de humanidad atestiguaron de
forma solemne de que el autor de la contienda era ya un huérfano.
Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y desde entonces lo he sido,
juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde, después de quince años de
proceso, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que el caso pase a la
Corte de Traslados de Nuevas Pruebas.
Tales son algunos de mis principales experimentos en la misteriosa fuerza o agente
conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o no ser empleada por hombres
malignos para finalidades indignas es algo que no sabría decir.
-
El Incidente Del Puente Del Búho
I
Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido
discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las
muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por
encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas
sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos,
dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil,
debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado
improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán.
En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro
izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho,
postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les
interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del
entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un
bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de
allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto
ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con
aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de
bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los
espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata
de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro
derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había
un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la
izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía. La
compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en
frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El
capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin
hacer ningún gesto. Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias
respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el
código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.
El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a
juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz vertical, boca firme,
ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de
su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes
ojos de color grisáceo desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un
hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código
castrense establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes.
Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno
retiró la madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, lo
saludó y se colocó detrás de éste. El oficial, a su vez, se desplazó un paso. Estos
movimientos dejaron al reo y al suboficial en los límites de la misma tabla que cubría tres
durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del
todo, a un cuarto durmiente. La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora
lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se
balancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta acción,
debido a su simplicidad, era la más eficaz. No le habían cubierto el rostro ni vendado los
ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo y miró vagamente el agua que
corría por debajo de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que flotaba en la
superficie le llamó la atención y la siguió con la vista. Apenas avanzaba. ¡Qué indolente
corriente!
Cerró los ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos. El
agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el río contra las orillas
escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo en
conjunto lo había distraído. Y en este momento tenía plena conciencia de un nuevo motivo
de distracción. Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no
comprendía ni podía ignorar, un ruido metálico, como los martillazos de un herrero sobre
el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia
cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares plazos de
tiempo, tan pausadamente como las campanas que doblan a muerte. Esperaba cada
llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran cada vez
más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos eran menos frecuentes, pero
aumentaba su contundencia y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar...
Oía el tictac de su reloj.
Abrió los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis
manos —pensó— podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y
nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría en el bosque y huiría
hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia está
fuera del alcance de la Posición más avanzada de los invasores.» Mientras se sucedían
estos pensamientos, reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al
sargento. El suboficial se colocó en un extremo.
II
Peyton Farquhar, cultivador adinerado, provenía de una respetable familia de
Alabama. Propietario de esclavos, político, como todos los de su clase fue, por supuesto,
uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo y alma, a la causa de los Estados
del Sur. Determinadas condiciones, que no podemos divulgar aquí, impidieron que se
alistara en el valeroso ejército cuyas nefastas campañas finalizaron con la caída de Corinth,
y se enojaba de esta trabazón sin gloria, anhelando conocer la vida del soldado y encontrar
la ocasión de distinguirse. Estaba convencido de que esta ocasión llegaría para él, como
llega a todo el mundo en tiempo de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ninguna
acción le parecía demasiado modesta para la causa del Sur, ninguna aventura lo
suficientemente temeraria si era compatible con la vida de un ciudadano con alma de
soldado, que con buena voluntad y sin apenas escrúpulos admite en buena parte este
refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.
Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco,
próximo a la entrada de su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en la verja y
pidió de beber. La señora Farquhar sólo deseaba servirle con sus níveas manos. Mientras
fue a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al polvoriento soldado y le pidió
ávidamente información del frente.
—Los yanquis están reparando las vías del ferrocarril —dijo el hombre— porque se
preparan para avanzar. Han llegado hasta el Puente del Búho, lo han reparado y han
construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada en carteles por
todas partes, el comandante ha dictaminado que cualquier civil a quien se le sorprenda en
intento de sabotaje a las líneas férreas será ejecutado sin juicio previo. Yo he visto la orden.
—¿A qué distancia está el Puente del Búho? —pregunto Faquhar.
—A unos cincuenta kilómetros.
—¿No hay tropas a este lado del río?
—Un solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre la vía férrea, y un solo vigía
de este lado del puente.
—Suponiendo que un hombre —un ciudadano aficionado a la horca— pudiera
despistar la avanzadilla y lograse engañar al vigía —dijo el plantador sonriendo—, ¿qué
podría hacer?
El militar pensó:
—Estuve allí hace un mes. La creciente de este invierno pasado ha acumulado una
enorme cantidad de troncos contra el muelle, en esta parte del puente. En estos momentos
los troncos están secos y arderían con mucha facilidad.
En ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las
gracias, saludó al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora después, ya de noche,
volvió a pasar frente a la plantación en dirección al norte, de donde había venido. Aquella
tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.
III
Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió la conciencia, como si
estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la garganta,
seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes, cruzaban todo su
cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas concretas de su sistema
nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación de que un enorme torrente de fuego
le subía la temperatura insoportablemente. La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas
sensaciones le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía
un enorme dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un
péndulo de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que lo
rodeaba se alzó hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus
oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia supo que la cuerda se había
roto y él había caído al río. Ya no tenía la sensación de estrangulamiento: el nudo
corredizo alrededor de su garganta, además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus
pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los
ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable!
Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta convertirse en un
efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió a su pesar que subía de
nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado —pensó—
no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería
justo.»
Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que
trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si fuera un
tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un malabarista sin demostrar
interés alguno por el resultado. Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana
energía. ¡Ah, era una tentativa admirable! ¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se
separaron y flotaron hasta la superficie. Pudo discernir sus manos a cada lado, en la
creciente luz. Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo. Quitaron
salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de
una culebra de agua. «¡Ponla de nuevo, ponla de nuevo!» Creyó gritar estas palabras a sus
manos, porque después de liberarse de la soga sintió el dolor más inhumano hasta
entonces. El cuello le hacía sufrir increíblemente, la cabeza le ardía; el corazón, que apenas
latía, estalló de inmediato como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia
incomprensible torturó y retorció todo su cuerpo. Pero sus manos no le respondieron a la
orden. Golpeaban el agua con energía, en rápidas brazadas de arriba hacia abajo, y lo
sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. El resplandor del sol lo cegó; su pecho se
expandió con fuertes convulsiones. Después, un dolor espantoso y sus pulmones
aspiraron una gran bocanada de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito.
Ahora tenía plena conciencia de sus facultades; eran, verdaderamente,
sobrenaturales y sutiles. La terrible perturbación de su organismo las había definido y
despertado de tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta ahora. Sentía los
movimientos del agua sobre su cara, escuchaba el ruido que hacían las diminutas olas al
golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía cada árbol, cada hoja con todos
sus nervios y con los insectos que alojaba: langostas, moscas de brillante cuerpo, arañas
grises que tendían su tela de ramita en ramita. Contempló los colores del prisma en cada
una de las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los
moscardones que volaban sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas, las
pisadas de las arañas acuáticas, como remos que levanta una barca, todo eso era para él
una música totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista y escuchó el deslizar de su
propio cuerpo que surcaba la corriente.
Había llegado a la superficie con el rostro a favor de la corriente. El mundo visible
comenzó a dar vueltas lentamente. Entonces vio el puente, el fortín, a los vigías, al capitán,
a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul.
Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial le apuntaba con su revólver,
pero no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista
resultaban extravagantes y terribles; sus siluetas, grandiosas.
De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a
muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo estampido y
observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la boca del cañón ascendía
una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le apuntaba a través de la mirilla del
fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído
que todos los tiradores famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro.
Un remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente tenía a la vista el bosque
que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de él; en un ritmo
monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta el
chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, conocía bastante bien los
campamentos y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus
quehaceres matinales. Con qué frialdad, con qué pausada voz que calmaba a los soldados
e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas
palabras crueles:
—¡Atención, compañía ...! ¡Armas al hombro...! ¡Listos...! ¡Apunten...! ¡Fuego...!
Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le
resonaba en los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga
de la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal brillante,
extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos,
después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello y la camisa: era de un color
desagradable, y Farquhar lo sacó con energía.
Llegó a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del
agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación. Mientras tanto, los
soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones. Otra vez
dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El perseguido vio todo esto por encima de su
hombro. En ese momento nadaba enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo
estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente. «El teniente —pensó
— no cometerá un segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado
apegado a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir una salva como si fuese un solo tiro?
En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar a voluntad. ¡Qué Dios me
proteja, no puedo esquivar a todos!»
A dos metros de allí se escuchó el increíble estruendo de una caída de agua seguido
de un estrepitoso escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo, y parecía
propasarse en el aire en dirección al fortín, donde sucumbió en una explosión que golpeó
las profundidades mismas del río. Se levantó una empalizada líquida, curvándose por
encima de él; lo cegó y lo ahogó. ¡Un cañón se había unido a las demás armas! El obús
sacudió el agua, oyó el proyectil, que zumbó delante de él despedazando las ramas de los
árboles del bosque cercano.
«No empezarán de nuevo —pensó—. La próxima vez cargarán con metralla. Debo
fijarme en la pieza de artillería, el humo me dirigirá. La detonación llega demasiado tarde:
se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.» De inmediato comenzó a dar vueltas y
más vueltas en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las orillas, el bosque, el
puente, el fortín y los hombres ahora distantes, todo se mezclaba y desaparecía. Los
objetos ya no eran sino sus colores; todo lo que veía eran banderas de color. Atrapado por
un remolino, marchaba tan rápidamente que tenía vértigo y náuseas. Instantes después se
encontraba en un montículo, en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos. Su
inmovilidad inesperada, el contacto de una de sus manos contra la pedriza, le devolvió los
sentidos y lloró de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó encima,
bendiciéndola en voz alta. Para su parecer era la cosa más preciosa que podría imaginar en
esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardinería; le llamó la
atención el orden determinado en su disposición, respiró el aroma de sus flores. La luz
brillaba entre los troncos de una forma extraña y el viento entonaba en sus hojas una
armoniosa música interpretada por una arpa eólica. No quería seguir huyendo, le bastaba
permanecer en aquel lugar perfecto hasta que lo capturaran.
El silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los árboles lo despertaron de su
sueño. El artillero, decepcionado, le había enviado una descarga al azar como despedida.
Se alzó de un brinco, subió la cuesta del río con rapidez y se adentró en el bosque.
Caminó todo el día, guiándose por el sol. El bosque era interminable; no aparecía por
ningún sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador. Ignoraba vivir en una
región tan salvaje, y en este pensamiento había algo de sobrenatural.
Al anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado, con los pies heridos.
Continuaba vivo por el pensamiento de su familia. Al final encontró un camino que lo
llevaba a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad. Y, sin embargo, no
daba la impresión de ser muy conocido. No colindaba con ningún campo; por ninguna
parte aparecía vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro, sugería un
indicio de humanidad próxima. Los cuerpos de los dos enormes árboles parecían dos
murallas rectilíneas; se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama de una
lección de perspectiva. Por encima de él, levantó la vista a través de una brecha en el
bosque, y vio enormes estrellas áureas que no conocía, agrupadas en extrañas
constelaciones. Supuso que la disposición de estas estrellas escondía un significado
nefasto. De cada lado del bosque percibía ruidos en una lengua desconocida.
Le dolía el cuello; al tocárselo lo encontró inflamado. Sabía que la soga lo había
marcado con un destino trágico. Tenía los ojos congestionados, no podía cerrarlos. Su
lengua estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes apaciguaba su fiebre. La
hierba cubría toda aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo a sus pies.
Dejando a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha dormido mientras caminaba,
porque contempla otra nueva escena; quizá ha salido de una crisis delirante. Se encuentra
delante de las rejas de su casa. Todo está como lo había dejado, todo rezuma belleza bajo el
sol matinal. Ha debido caminar, sin parar, toda la noche. Mientras abre las puertas de la
reja y sube por la gran avenida blanca, observa unas vestiduras flotar ligeramente: su
esposa, con la faz fresca y dulce, sale a su encuentro bajando de la galería, colocándose al
pie de la escalinata con una sonrisa de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y
dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él se lanza para abrazarla. En el momento en que
se dispone a hacerlo, siente en su nuca un golpe que le atonta. Una luz blanca y
enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido al del cañón... y después
absoluto silencio y absoluta oscuridad.
Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un
lado a otro del Puente del Búho.
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El Pastor Haíta
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A pesar de los años y la experiencia, Haíta conservaba las ilusiones de la juventud.
Sus pensamientos eran puros y amables porque su vida era sencilla y en su alma no cabía
la ambición. Se levantaba al amanecer e iba a rezar al santuario de Hastur, el dios de los
pastores, que lo escuchaba complacido. Después de cumplir este rito piadoso, Haíta abría
la puerta del corral y con el corazón alegre sacaba a pacer a su rebaño, mientras comía una
ración de queso y de torta de avena, deteniéndose, a veces, para recoger algunas fresas
húmedas de rocío, o para abrevar su sed en el agua de los manantiales que bajaban de las
colinas, engrosaban el arroyo que atravesaba el valle e iban a perderse quién sabe dónde.
Durante el largo día de verano, mientras sus ovejas arrancaban el buen pasto que los
dioses hicieron crecer para ellas, o yacían con las patas delanteras debajo del pecho,
rumiando indolentemente, Haíta, recostado a la sombra de un árbol o sentado en una roca,
tocaba en su flauta de cañas una música tan dulce que en ocasiones vislumbraba con el
rabillo del ojo a las deidades menores del bosque que se incorporaban de entre los
matorrales para oírlo, y se desvanecían en cuanto quería volverse para mirarlas. De esto —
porque acaso pensaba si no llegaría a convertirse en una de sus propias ovejas— dedujo
solemnemente que la felicidad viene cuando no se la busca, pero que jamás la vemos si
andamos tras ella. Porque después de Hastur, que nunca le concedió la merced de
mostrarse a sus ojos, lo que Haíta más valoraba era el amistoso interés de sus vecinos, los
tímidos inmortales del bosque y del arroyo. Al anochecer, llevaba de vuelta su rebaño al
corral, se aseguraba de que la tranquera estuviese bien cerrada y se retiraba a su gruta
para descansar y soñar.
Así pasaba los días de su vida, todos iguales, salvo cuando las tormentas expresaban
la cólera de un dios ofendido. Entonces Haíta, refugiado en su gruta, cubriéndose la cara
con las manos, imploraba que sólo a él lo castigaran por sus pecados y que el mundo se
librara de ser destruido. A veces, cuando llovía a cántaros y el arroyo se desbordaba,
obligándolo a llevar precipitadamente a su aterrorizado rebaño a las tierras altas,
intercedía por los hombres que, según le dijeron, vivían en la llanura, más allá de las dos
colinas azules que formaban el pórtico de su valle.
—Oh Hastur —así rogaba—, eres bueno por haberme dado montañas tan próximas a
mi vivienda y a mi corral para que yo y mis ovejas podamos escapar de los enojados
torrentes. Pero debes eximir al resto del mundo de alguna manera que yo ignoro. Si no
fuera así, Hastur, no podría reverenciarte más.
Y Hastur, sabiendo que Haíta era un joven de palabra, perdonaba a las ciudades y
desviaba las aguas hacia el mar.
Así había vivido siempre. Nunca pudo concebir otro modo de existencia. El santo
ermitaño que moraba a la entrada del valle, a una hora de distancia, y a quien oyó hablar
de las grandes ciudades donde habitan los hombres —¡pobres almas!— que no tienen
ovejas, no supo darle razón de aquellos tiempos lejanos durante los cuales él mismo,
según infería, debió de ser pequeño e indefenso como una oveja.
Fue al pensar en esos misterios y maravillas, y en ese horrible transformarse en
silencio y corrupción que alguna vez, estaba seguro, habría de ocurrirle, como vio
ocurrirle a tantas de sus ovejas, como ocurría a todos los seres vivientes excepto a los
pájaros, cuando Haíta por primera vez tuvo conciencia de la desdicha de su suerte.
—No puedo ignorar —dijo— cómo y de dónde he venido. Para cumplir con mis
deberes necesito saber las razones por las cuales me fueron encomendados. ¿Y qué alegría
pueden darme si no sé cuánto habrá de durar? Quizá antes de que vuelva a nacer el sol,
habré sido transformado, y entonces ¿qué será de mis ovejas? ¿Y qué será de mí?
Meditando en ello, Haíta se volvió melancólico y adusto. Ya no hablaba alegremente
a su rebaño, ni acudía con presteza al santuario de Hastur. Ahora, en la brisa, oía el
susurro de malignas deidades cuya existencia observaba por primera vez. Cada nube era
el presagio de un desastre, y las tinieblas estaban llenas de horror. De su flauta de cañas no
brotaban melodías, sino un triste lamento. Los espíritus del bosque y de las aguas no
acudían de la espesura para oírlo; antes bien, huían a las primeras notas, como lo
demostraban las hojas agitadas y los tallos doblados de las flores. Cejó en su vigilancia y
perdió a muchas de sus ovejas, extraviadas por las colinas. Las que quedaban
enflaquecieron y enfermaron por falta de buenos pastos, porque Haíta, en vez de buscar
para ellas nuevas praderas, día tras día las conducía al mismo lugar, abstraído en sus
pensamientos, obsesionado por el misterio de la vida y de la muerte, meditando en la
insondable inmortalidad.
Un día, mientras daba rienda suelta a sus lúgubres reflexiones, se puso bruscamente
en pie, saltó de la roca en donde estaba sentado, señaló el cielo con la mano derecha, y
exclamó:
—Ya no suplicaré a los dioses que me concedan su inefable sabiduría. Tienen el
deber de no hacerme daño. Yo cumpliré con el mío lo mejor que pueda, y en caso de que
llegue a equivocarme, ¡que la culpa recaiga sobre sus cabezas!
De pronto, mientras así hablaba, un intenso resplandor cayó sobre él, obligándolo a
levantar la cabeza. Pensó que las nubes se abrían y dejaban arder al sol. Pero no había
nubes. A poca distancia de su mano, surgió una hermosa doncella. Tan hermosa era, que
las flores subyugadas cerraron su pétalos y doblaron sus corolas; tan dulce era su mirada,
que los picaflores acudieron como si fueran a libar en sus ojos y las abejas del bosque
revolotearon en torno a sus labios. Y tal luz irradiaba, que los objetos desviaron sus
sombras, arrojándolas lejos de sus pies, y esas mismas sombras fueron girando mientras
ella se movía.
El pastor, en éxtasis, se arrodilló ante la doncella, en señal de adoración, y la doncella
apoyó una mano en su cabeza.
—Ven —le dijo, con una voz en que resonaba la música de todas las campanillas de
su rebaño—, ven, no debes adorarme porque no soy una diosa, pero si eres sincero y
laborioso, viviré contigo.
Haíta se puso de pie, la tomó de la mano, tartamudeó su alegría y su gratitud, y así,
las manos entrelazadas, se sonrieron en los ojos. El pastor la miraba con reverencia y
arrebato. Murmuró:
—Te ruego, adorable doncella, que me digas tu nombre, y cómo y de dónde has
llegado.
Al oír estas palabras, ella posó sobre sus labios un dedo amonestador y empezó a
retirarse. Su hermosura sufrió un cambio visible que hizo estremecer a Haíta sin saber por
qué, pues ella continuaba siendo hermosa. Una sombra gigantesca oscureció el paisaje,
corriendo por el valle con la velocidad de un buitre. En la penumbra, la doncella se volvió
opaca e indistinta. Su voz parecía venir de muy lejos mientras exclamaba en un tono de
triste reproche:
—¡Joven ingrato y presuntuoso! ¿Deberé abandonarte en seguida? ¿Nada habrá
podido refrenar tu curiosidad? ¿Por qué rompes el eterno pacto con semejante ligereza?
Indeciblemente afligido, Haíta cayó de rodillas y le imploró que se quedara. Luego,
levantándose y buscándola en la creciente oscuridad, corrió dando vueltas cada vez más
amplias, llamándola a gritos. Todo fue en vano. Ya no podía verla, pero oyó su voz en las
tinieblas. Ésta le decía:
—No, no darás conmigo si me buscas. Vuelve a tu trabajo, pastor de poca fe, o ya
nunca nos encontraremos.
Había caído la noche. Los lobos aullaban en las colinas y las ovejas aterrorizadas se
agazapaban a los pies de Haíta. Obligado por la necesidad de la hora, éste olvidó su
decepción, condujo su rebaño al corral, volvió al santuario, dejando que la gratitud
manara de su corazón porque Hastur le había permitido salvar sus ovejas, después se
retiró a su gruta y durmió.
Despertó cuando el sol ya estaba alto y brillaba en la gruta, iluminándola con su
esplendor. Allí sentada junto a él, la doncella le sonreía con una sonrisa que parecía la
música visible de su flauta de cañas. Él no se atrevió a despegar los labios, temiendo
ofenderla como antes. No sabía qué palabras decir.
—Porque has asistido a tu rebaño —dijo ella— y no has olvidado de dar gracias a
Hastur que mantuvo alejados a los lobos en la noche, aquí me tienes de nuevo. ¿Quieres
que sea tu compañera?
—¿Quién no te querría para siempre? —contestó Haíta—. Oh, nunca más me dejes,
hasta... hasta que el silencio y la quietud se apoderen de mí.
Haíta ignoraba la palabra muerte.
—Quisiera en verdad —prosiguió— que fueras de mi mismo sexo para que
lucháramos alegremente y corriéramos carreras y nunca nos cansáramos uno del otro.
Al oír estas palabras, la doncella se puso de pie y salió de la gruta. Haíta, saltando de
su lecho de fragantes hojas para alcanzarla y detenerla, pudo observar, atónito, que llovía
a cántaros y que el arroyo, en medio del valle, se había salido de madre. Balaban
aterrorizadas las ovejas, porque las aguas invadían el corral. Y peligraban las ciudades
desconocidas de la distante llanura.
Pasaron muchos días antes que Haíta viera de nuevo a la doncella. Una tarde volvía
del extremo del valle, a donde fue a llevarle leche de ovejas, torta de avena y un cesto de
fresas al santo ermitaño, demasiado viejo y débil para procurarse alimento.
—¡Pobre viejo! —dijo en voz alta mientras regresaba a su morada—. Volveré mañana
y lo traeré en hombros hasta mi gruta, donde podré cuidarlo. Para esto, sin duda, Hastur
me ha criado durante tantos años. Para esto me ha dado salud y fuerza.
La doncella le salió al paso, envuelta en resplandecientes vestiduras, y le dijo con una
sonrisa que le quitó el habla:
—De nuevo he venido a vivir contigo si ahora me quieres, porque no deseo vivir con
nadie más. Tal vez ahora hayas aprendido y no me quieras distinta de lo que soy, ni
pretendas saber cómo y de dónde vengo.
Haíta se arrojó a sus pies.
—Hermosa criatura —exclamó—, si te dignas aceptarlos, mi alma y mi corazón, que
reverencian a Hastur, serán tuyos para siempre. Pero ¡ay! eres caprichosa e imprevisible.
Antes de que amanezca, quizá te haya perdido. Prométeme, te lo ruego, que si acaso
llegara a ofenderte en mi ignorancia, sabrás perdonarme y no te apartarás de mi lado.
No bien terminó de hablar, un tropel de osos bajó de las colinas, abalanzándose sobre
él con rojas fauces y ardientes ojos. De nuevo desapareció la doncella, y Haíta echó a
correr para salvar su vida. No se detuvo hasta llegar a la cabaña del santo ermitaño, de
donde había salido. Atrancó la puerta para impedir que los osos entraran, después se
arrojó al suelo y lloró.
—Hijo mío —dijo el ermitaño desde su jergón de paja que las manos de Haíta habían
juntado aquella mañana—, no estás llorando por los osos. Dime qué pena te aflige, porque
la vejez puede curar las heridas de la juventud con el bálsamo de la sabiduría.
Haíta se lo dijo todo: tres veces había encontrado a la radiante doncella, y tres veces
la perdió. Relató minuciosamente lo que pasó entre ellos, sin omitir una palabra.
Terminó, y el santo ermitaño guardó silencio. Después de unos instantes, dijo:
—Hijo mío, he oído tu relato, y reconozco a la doncella. Yo mismo la he visto, como
tantos otros. Has de saber que se llama, pues ni siquiera permite que averigües su nombre,
Felicidad. Bien dijiste que era caprichosa. Impone condiciones que ningún hombre puede
cumplir, y las hace pagar con su abandono. Se presenta cuando nadie la busca, y no
admite preguntas. La menor curiosidad, la menor señal de duda, el menor recelo, y
desaparece. ¿Por cuánto tiempo la tuviste antes de que huyera?
—Apenas un instante —confesó Haíta, enrojeciendo de vergüenza.
—¡Desgraciado joven! —dijo el santo ermitaño—. Si no fuera por tu indiscreción, la
hubieses retenido un instante más.
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El Patriota Ingenioso
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Después de haber obtenido una audiencia con el Rey, un Patriota Ingenioso sacó un
papel del bolsillo y dijo:
—Dios bendiga a Su Majestad. Aquí tengo una fórmula para construir una armadura
blindada que ningún cañón podrá perforar. Si esta armadura es adoptada por la Armada
Real nuestras naves de guerra serán invulnerables y por ende invencibles. Aquí también
están los informes de los Ministros de su Majestad atestiguando los méritos de la
invención. Cederé lo derechos sobre ella por un millón de tumtums.
Después de examinar los papeles, el Rey los hizo a un lado y le prometió una orden
para el Ministro Tesorero del Departamento de Extorsión por un millón de tumtums.
—Y aquí —dijo el Patriota Ingenioso, sacando otro papel de otro bolsillo— están los
planos de un cañón que he inventado que puede perforar esa armadura. El hermano real
de Su Majestad, el Emperador de Bang, está ansioso por adquirirlo, pero mi lealtad hacia
el trono de Su Majestad y hacia su persona me obligan a ofrecerlo a Su Majestad. El precio
es de un millón de tumtums.
Después de recibir la promesa de otra letra introdujo la mano en un bolsillo diferente
a los dos anteriores y remarcó:
—El precio del cañón irresistible debió haber sido mucho mayor, Su Majestad, pero
el hecho es que los misiles pueden ser tan efectivamente desviados por mi nuevo método
de tratar las armaduras blindadas con...
El Rey indicó al Gran Factotum que se aproximara.
—Revisa a este hombre —le dijo— y dime cuántos bolsillos tiene.
—Cuarenta y tres, señor —dijo el Gran Factotum, completando su escrutinio.
—Dios bendiga a Su Majestad —gritó el Patriota Ingenioso, aterrorizado— Uno de
ellos contiene tabaco.
—Sosténganlo por los tobillos y sacúdanlo —ordenó el Rey—, luego denle una orden
por cuarenta y dos millones de tumtums y mándenlo a decapitar. Emitamos un decreto
castigando la ingenuidad con la pena capital.
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El Secreto Del Barranco De Macarger
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Al noroeste de Indian Hill, a unas nueve millas en línea recta, se encuentra el
barranco de Macarger. No tiene mucho de barranco, pues se trata de una mera depresión
entre dos sierras boscosas de una altura considerable. Desde la boca hasta la cabecera,
porque los barrancos, como los ríos, tienen una anatomía propia, la distancia no es
superior a las dos millas, y la anchura en el fondo sólo rebasa en un punto las doce yardas;
durante la mayor parte del recorrido, a ambos lados del pequeño arroyo que fluye por él
en invierno y se seca al llegar la primavera, no hay terreno llano. Las escarpadas laderas
de las colinas, cubiertas por una vegetación casi impenetrable de manzanita y chamiso, no
tienen otra separación que la de la anchura del curso del río. Nadie, a no ser un ocasional
cazador intrépido de los contornos, se aventura a meterse en el barranco de Macarger que,
cinco millas más adelante, no se sabe ni qué nombre tiene. En esa zona, y en cualquier
dirección, hay muchos más accidentes topográficos notables que no tienen nombre y
resultaría vano intentar descubrir, preguntando a los lugareños, el origen del nombre de
éste.
A medio camino entre la cabecera y la desembocadura del barranco de Macarger, la
colina de la derecha según se asciende está surcada por otro barranco, corto y seco, y
donde ambos se unen hay un espacio llano de unos dos o tres acres, en el que hace unos
cuantos años había un viejo albergue con una sola habitación. Cómo habían sido reunidos
los materiales de aquella casa, pocos y simples como eran, en aquel lugar casi inaccesible,
es un enigma en cuya solución habría más de satisfacción que de beneficio. Posiblemente
el lecho del arroyo sea un camino en desuso. Es seguro que el barranco fue explorado en
otra época con bastante minuciosidad por mineros, que debieron de conocer algún medio
de entrar, al menos, con animales de carga para transportar las herramientas y los víveres.
Al parecer, sus beneficios no fueron suficientes para justificar una inversión considerable y
enlazar el barranco de Macarger con cualquier centro civilizado que disfrutara del honor
de tener un aserradero. La casa, sin embargo, estaba allí; la mayor parte de ella. Le faltaba
la puerta y el marco de una ventana, y la chimenea de barro y piedras se había convertido
en un rimero desagradable sobre el que crecía una espesa maleza. El humilde mobiliario
que pudiera haber habido y la mayor parte de la baja techumbre de madera había servido
como combustible en los fuegos de campamento de los cazadores; cosa que también debió
de ocurrirle a la cubierta del viejo pozo que, en la época de la que escribo, se abría allí bajo
la forma de un hoyo cercano, no muy profundo pero bastante ancho.
Una tarde de verano, en 1874, siguiendo el lecho seco del arroyo, llegué al barranco
de Macarger a través del estrecho valle en el que desemboca. Iba cazando codornices y
llevaba ya unas doce en la bolsa cuando me topé con la casa descrita, cuya existencia
ignoraba hasta entonces. Después de inspeccionar las ruinas con bastante atención,
reanudé mi actividad cinegética y, como quiera que tuve un gran éxito, la prolongué hasta
casi el anochecer, momento en que me di cuenta de que me encontraba muy lejos de
cualquier lugar habitado, y demasiado lejos como para llegar a uno antes de que cayera la
noche. Pero en el zurrón llevaba comida y la casa podría proporcionarme refugio, si es que
era eso lo que necesitaba en una noche cálida y seca en las estribaciones de Sierra Nevada,
donde se puede dormir cómodamente al raso sobre un lecho de agujas de pino. Tengo
tendencia a la soledad y me encanta la noche; por eso mi proposición de dormir al aire
libre fue pronto aceptada, y cuando la noche se echó encima yo ya tenía mi cama hecha
con ramas y briznas de hierba en una esquina de la habitación y asaba una codorniz en el
fuego que había encendido en el hogar. El humo salía por la ruinosa chimenea, la luz
iluminaba la habitación con su agradable resplandor y, mientras consumía mi sencilla
comida a base de ave sin más aderezos y bebía lo que quedaba de una botella de vino tinto
que durante toda la tarde había sustituido al agua de la que carecía la región, experimenté
una sensación de bienestar que alojamientos y comidas mejores no siempre producen.
Sin embargo, faltaba algo. Tenía sensación de bienestar, pero no de seguridad. Me
descubrí a mí mismo mirando a la entrada abierta y a la ventana sin marco con más
frecuencia de lo que sería justificable. Fuera de estas aberturas todo estaba oscuro, por lo
que fui incapaz de reprimir un cierto sentimiento de aprensión mientras mi fantasía se
hacía una imagen del mundo exterior y la llenaba de entidades poco amistosas, naturales y
sobrenaturales, entre las cuales destacaban, en los apartados respectivos, el oso pardo, del
que yo sabía que todavía se veía de vez en cuando por la región, y el fantasma, del que
tenía razones para pensar que no era así. Desgraciadamente, nuestros sentimientos no
siempre respetan la ley de las probabilidades, y aquella noche lo posible y lo imposible
resultaban para mí igualmente inquietantes.
Todo aquel que haya tenido experiencias similares debe de haber observado que uno
se enfrenta a los peligros reales e imaginarios de la noche con mucho menos reparo al aire
libre que en una casa sin puerta. Eso fue lo que sentí mientras yacía sobre mi frondoso
canapé en una esquina de la habitación, junto a la chimenea, en la que el fuego se iba
extinguiendo. Tan fuerte llegó a ser la sensación de la presencia de algo maligno y
amenazador en aquel lugar que me di cuenta de que era incapaz de apartar la vista de la
entrada, que en aquella profunda oscuridad era cada vez menos visible. Cuando la última
llama produjo un chispazo y se apagó, agarré la escopeta que había dejado a mi lado y
dirigí el cañón hacia la entrada ya imperceptible, con el pulgar en uno de los percutores,
dispuesto a cargar el arma, la respiración contenida y los músculos tensos y rígidos. Pero
al cabo de un rato dejé el arma con un sentimiento de vergüenza y mortificación. ¿De qué
tenía miedo? ¿Y por qué? Yo, para quien la noche había sido
un rostro más familiar
que el de ningún hombre...
¡Yo, en quien aquel elemento de superstición hereditaria del que nadie está
completamente libre había conferido a la soledad, a la oscuridad y al silencio un interés y
un encanto de lo más seductor! No podía comprender mi desvarío y, olvidándome en mis
conjeturas de la cosa conjeturada, me quedé dormido. Y entonces soñé.
Me encontraba en una gran ciudad de un país extranjero; una ciudad cuyos
habitantes pertenecían a mi misma raza, con pequeñas diferencias en el habla y en el
vestir. En qué consistían exactamente esas diferencias era algo que no podía precisar; mi
sensación de ellas no era clara. La ciudad estaba dominada por un castillo enorme sobre
un promontorio elevado cuyo nombre sabía, pero era incapaz de pronunciar. Recorrí
muchas calles, unas anchas y rectas, con construcciones altas y modernas; otras estrechas,
oscuras y tortuosas, con viejas casas pintorescas de tejados a dos aguas, cuyas plantas
superiores, decoradas profusamente con grabados en madera y piedra, sobresalían hasta
casi encontrarse por encima de mi cabeza.
Buscaba a alguien a quien nunca había visto, aunque sabía que cuando lo encontrara
lo reconocería. Mi búsqueda no era casual y sin objeto. Tenía un método. Iba de una calle a
otra sin dudarlo y conseguía abrirme paso por un laberinto de intrincados callejones, sin
temor a perderme.
De repente me detuve ante una puerta baja de una sencilla casa de piedra que podría
haber sido la vivienda de un artesano de los mejores y entré sin anunciarme. En la
estancia, amueblada de un modo bastante modesto e iluminada por una sola ventana con
pequeños cristales en forma de diamante, no había más que dos personas: un hombre y
una mujer. No se dieron cuenta de mi presencia, circunstancia que, como suele ocurrir en
los sueños, parecía completamente natural. No conversaban; estaban sentados lejos el uno
del otro, con aire taciturno y sin hacer nada.
La mujer era joven y muy corpulenta, con hermosos ojos grandes y una cierta belleza
solemne. El recuerdo de su expresión permanece extraordinariamente vivo en mí, pero en
los sueños uno no observa los detalles de los rostros. Sobre los hombros llevaba un chal a
cuadros. El hombre era mayor, moreno, con un rostro de maldad que resultaba aún más
lúgubre debido a una gran cicatriz que se extendía diagonalmente desde la sien izquierda
hasta el bigote negro. Aunque en mi sueño daba la impresión de que, más que pertenecer
a la cara, la rondaba como algo independiente (no sé expresarlo de otra manera). En el
momento que vi a aquel hombre y a aquella mujer supe que eran marido y mujer.
No recuerdo con claridad lo que ocurrió después; todo resultaba confuso e
inconsistente, debido, creo, a un atisbo de consciencia. Era como si dos imágenes, la escena
del sueño y mi verdadero entorno, se hubieran mezclado, una incrustada en el otro, hasta
que la primera fue desdibujándose, desapareció, y me encontré completamente despierto
en la habitación vacía, tranquilo y absolutamente consciente de mi situación.
Mi estúpido miedo había desaparecido y, cuando abrí los ojos, vi que el fuego, que
no estaba apagado del todo, se había reavivado al caer una rama e iluminaba de nuevo la
habitación. Debía de haber dormido sólo unos minutos, pero aquella pesadilla sin
importancia me había impresionado tan vivamente que ya no tenía sueño. Al cabo de un
rato, me levanté, avivé el fuego y, tras encender una pipa, procedí a meditar sobre mi
visión de un modo tremendamente metódico y absurdo.
Me habría dejado entonces perplejo tener que explicar en qué sentido era digna de
atención. En el primer momento de análisis serio que dediqué al asunto, reconocí en
Edimburgo la ciudad de mi sueño, ciudad en la que nunca había estado; por tanto, si el
sueño era un recuerdo, lo era de imágenes y descripciones. Tal reconocimiento me
impresionó bastante; era como si hubiera algo en mi mente que insistiera de un modo
rebelde, contra la razón y la voluntad, en la importancia de todo esto. Y aquella facultad,
fuera la que fuese, aseguraba además un control de mi discurso.
—Claro —dije en voz alta, de modo involuntario—, los MacGregor deben de
proceder de Edimburgo.
En aquel momento, ni la esencia de aquel comentario, ni el hecho de haberlo hecho,
me sorprendió lo más mínimo. Me pareció completamente normal que yo conociera el
nombre de mis compañeros de sueño y algo de su historia. Pero pronto comprendí el
absurdo de todo aquello. Empecé a reírme a carcajadas, vacié las cenizas de la pipa y me
tumbé de nuevo sobre el lecho de ramas y hierba, donde me quedé absorto contemplando
el débil fuego, sin volver a pensar ni en el sueño ni en el entorno. De pronto, la única llama
que aún quedaba se redujo por un momento y, elevándose de nuevo, se separó de las
ascuas y se extinguió en el aire. La oscuridad se hizo absoluta.
En ese instante, al menos eso me pareció antes de que el resplandor de la llama
hubiera desaparecido de mi vista, se produjo un sonido sordo y seco, como el de un
cuerpo pesado al caer, que hizo temblar el suelo sobre el que descansaba. Me incorporé de
golpe y tanteé en la oscuridad en busca de la escopeta; pensé que alguna bestia salvaje
habría entrado de un salto a través de la ventana abierta. Mientras la endeble estructura
seguía temblando por el impacto, oí un ruido de golpes, de pies que se arrastraban por el
suelo y, después, como si lo tuviera ahí al lado, el estremecedor grito de una mujer en
agonía mortal. Nunca había oído ni concebido un grito tan espantoso. Me asustó
profundamente. Por un momento no fui consciente de otra cosa que de mi propio terror.
Por fortuna, mi mano había encontrado el arma que estaba buscando y aquel tacto familiar
hizo que me restableciera. Me puse en pie de un salto, entornando los ojos para ver algo a
través de la oscuridad. Los violentos sonidos habían cesado pero, lo que era aún más
terrible, se oía, a intervalos más o menos largos, el débil jadeo intermitente de una criatura
viva que agonizaba.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la lánguida luz de los rescoldos, pude distinguir
las formas de la puerta y de la ventana, más negras que el negro de las paredes. Luego, la
distinción entre la pared y el suelo se hizo apreciable y por fin conseguí captar los
contornos y toda la extensión del suelo, de un extremo al otro de la habitación. No se veía
nada y el silencio era absoluto.
Con una mano un tanto temblorosa y la otra agarrando todavía la escopeta, avivé el
fuego e hice un examen crítico de la situación. No había rastro alguno de que la habitación
hubiera sido visitada. Sobre el polvo que cubría el suelo se podían ver mis propias huellas,
pero ninguna otra. Encendí de nuevo la pipa, me abastecí de combustible partiendo un par
de tablones delgados del interior de la casa (no me atrevía a salir a la oscuridad exterior) y
pasé el resto de la noche fumando, pensando y alimentando el fuego. Aunque me
hubieran regalado años de vida, no habría permitido que aquel pequeño fuego se apagara
de nuevo.
Algunos años más tarde conocí en Sacramento a un hombre llamado Morgan, para
quien llevaba una carta de presentación de un amigo suyo de San Francisco. Una noche,
mientras cenaba con él en su casa, observé varios «trofeos» en la pared que indicaban que
era aficionado a la caza. Resultó que así era y, al relatar algunas de sus proezas, mencionó
haber estado en la región donde había tenido lugar mi aventura.
—Señor Morgan —le pregunté bruscamente—, ¿conoce usted un lugar allí arriba
llamado el barranco de Macarger?
—Sí, y tengo buenas razones para ello —contestó—. Fui yo quien informó a la
prensa, el año pasado, del descubrimiento de un esqueleto allí.
No tenía conocimiento de ello. La información, al parecer, había sido publicada
mientras yo estaba fuera, en el Este.
—Por cierto —dijo Morgan—, el nombre del barranco es una corrupción; debería
llamarse «de MacGregor». Querida —añadió dirigiéndose a su esposa—, el señor Elderson
ha derramado su vino.
Lo que no era del todo exacto. Sencillamente se me había caído, con copa y todo.
—En otro tiempo hubo una vieja choza en el barranco —prosiguió Morgan cuando el
desastre acarreado por mi torpeza había sido subsanado—, pero precisamente antes de mi
visita fue derribada, o mejor dicho, desparramada, porque los escombros fueron
diseminados por todo su alrededor; hasta las planchas del suelo estaban separadas. Entre
dos traviesas que todavía quedaban en pie, mi compañero y yo encontramos los restos de
un chal a cuadros y, al examinarlo, descubrimos que rodeaba los hombros de un cuerpo de
mujer de la que apenas quedaban los huesos, cubiertos en parte por restos de ropa, y por
la piel, seca y marrón. Pero le ahorraremos las descripciones a la señora Morgan —añadió
sonriendo. En verdad, la dama había mostrado un gesto que era más de repugnancia que
de compasión—. Sin embargo —continuó—, es necesario decir que el cráneo apareció
fracturado por varios lugares, como si hubiera sido golpeado con un instrumento no muy
afilado; y que el propio instrumento, una pequeña piqueta con manchas de sangre, yacía
bajo unos tablones cercanos.
El señor Morgan se volvió hacia su esposa.
—Perdona, querida —dijo con afectación solemne—, por mencionar estos
desagradables detalles, incidentes naturales, aunque lamentables, de una discusión
conyugal, consecuencia, sin duda, de una desafortunada insubordinación de la esposa.
—Tendría que ser capaz de hacerlo —repuso la dama con serenidad—; me lo has
pedido tantas veces y con esas mismas palabras...
Me dio la impresión de que estaba muy contento de continuar con su relato.
—A raíz de éstas y de otras circunstancias —señaló—, el juez dedujo que la difunta,
Janet MacGregor, había encontrado la muerte a causa de los golpes infligidos por alguna
persona desconocida para el jurado; pero añadió que las pruebas apuntaban hacia la
culpabilidad de su marido, Thomas MacGregor. Pero de él no se ha vuelto a saber ni a oír
nada. Se supo que la pareja procedía de Edimburgo, aunque no... Pero, querida, ¿no te das
cuenta de que hay agua en el plato de los huesos del señor Elderson?
Yo había dejado un hueso de pollo en mi lavamanos.
—En un pequeño armario encontré una fotografía de MacGregor, pero ello no
condujo a su captura.
—¿Me permite verla? —pregunté.
La fotografía mostraba a un hombre moreno con un rostro de maldad que resultaba
aún más lúgubre debido a una gran cicatriz que se extendía, diagonalmente, desde la sien
izquierda hasta el bigote negro.
—A propósito, señor Elderson —dijo mi amable anfitrión—, ¿puedo saber por qué
me preguntó usted por el barranco de Macarger?
—Perdí una mula cerca de allí una vez —contesté—, y ese infortunio me ha... me ha
trastornado bastante.
—Querida —dijo el señor Morgan con la entonación mecánica de un intérprete que
traduce—, la pérdida de la mula del señor Elderson le ha hecho servirse pimienta en el
café.
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El Viudo Turmore
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Las circunstancias bajo las que Joram Turmore se convirtió en viudo nunca fueron
popularmente comprendidas. Yo las conozco, naturalmente, pues yo soy Joram Turmore;
mi mujer, la difunta Elizabeth Mary Turmore, tampoco las ignora, y aunque ella las
cuente, aún permanecen en secreto ya que no hay un alma que le haya creído jamás.
Cuando me casé con Elizabeth Mary Johnin era muy rica, de lo contrario yo no
hubiese podido afrontar el casamiento, puesto que no tenía un centavo y el Cielo no había
puesto en mi corazón ninguna intención de ganarlo. Tenía la Cátedra de Gatos en la
Universidad de Graymaulkin y los ejercicios escolásticos me inhabilitaban para el peso de
cualquier negocio u ocupación. Además, yo no podía olvidar que era un Turmore, un
miembro de la familia cuyo lema desde el tiempo de Guillermo de Normandía había sido
Laborare est errare. La única infracción que se conoce de la sagrada tradición familiar
ocurrió cuando don Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, ilustre ladrón del siglo XVII,
asistió personalmente a una difícil operación llevada a cabo por algunos de sus
empleados. Esa mancha sobre nuestro blasón no puede contemplarse sin sentir la más
desgarrada mortificación.
Mi Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin jamás se destacó, por
supuesto, por el trabajo. En ninguna época hubo más de dos estudiantes de la Noble
Ciencia, y tan sólo repitiendo las conferencias manuscritas de mi predecesor, que había
encontrado entre sus pertenencias (murió en el mar, camino de Malta), podía apenas saciar
lo suficiente su hambre de conocimientos sin ganar siquiera la distinción que se otorgaba a
manera de salario.
Naturalmente, bajo tan apremiantes circunstancias, vi a Elizabeth Mary como a una
suerte de especial Providencia. Ella imprudentemente rehusó compartir conmigo su
fortuna, pero eso no me preocupó para nada, ya que si bien de acuerdo con las leyes del
país (como es sabido), la esposa tiene el control de su patrimonio durante su vida, éste
pasa al marido a su muerte: ni siquiera puede ella disponer de él por testamento. La
mortalidad entre esposas es considerable pero no excesiva.
Habiéndome casado con Elizabeth Mary y, en cierta forma, habiéndola ennoblecido
haciéndola una Turmore, sentí que la forma de su muerte debía igualarse a su distinción
social. Si yo la hubiera matado por cualquiera de los métodos maritales ordinarios hubiera
incurrido en justo reproche, por no poseer el orgullo familiar adecuado. Mas no podía
encontrar un plan adecuado.
En esta emergencia decidí consultar el archivo Turmore, una valiosa colección de
documentos, incluidos los registros de la familia desde el tiempo de su fundador en el
siglo VII de nuestra era. Sabía que entre estos sagrados títulos debería encontrar detallados
relatos de los principales asesinatos cometidos por mis santos ancestros durante cuarenta
generaciones. De entre esa masa de papeles no podía dejar de sacar las más valiosas
sugerencias.
La colección contenía también muy interesantes reliquias. Había títulos de nobleza
concedidos a mis antepasados por hacer desaparecer atrevida e ingeniosamente a
pretendientes al trono o a sus ocupantes; estrellas, cruces y otras condecoraciones
atestiguando servicios del más secreto e innombrable carácter; heterogéneos regalos de los
conspiradores más grandes del mundo que representaban un valor monetario intrínseco
incalculable. Había joyas, trajes, espadas de honor y toda suerte de "testimonios de
estima"; el cráneo de un rey transformado en copa de vino; títulos de vastas fincas, largo
tiempo confiscadas, vendidas o abandonadas; un breviario iluminado que había
pertenecido a don Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, de infausta memoria; orejas
embalsamadas de muchos de los más reconocidos enemigos de la familia; el intestino
delgado de un cierto indigno hombre del estado italiano hostil a los Turmore que,
enroscado como una soga de saltar, había servido a la juventud de seis generaciones
consanguíneas... momentos y recuerdos preciosos más allá de las valoraciones de la
imaginación pero, por los mandatos sagrados de tradición y sentimiento, para siempre
inalienables por la venta o el regalo.
Como cabeza de la familia, yo era el custodio de todos estos preciosísimos bienes
heredados y, para su segura conservación, había construido sobre los cimientos de mi casa
una fortaleza de mampostería maciza, cuyas sólidas paredes de piedra y cuya única puerta
de hierro podían desafiar por igual el choque de un terremoto, el incansable azote del
Tiempo o la mano profana de la Codicia.
A estos tesoros del alma, fragantes de sentimiento y ternura, ricos en sugerencias de
crímenes, me volví para encontrar ahora las claves del asesinato. Para mi indecible
asombro y dolor, lo encontré vacío. Cada estante, cada cajón, cada cofre había sido
saqueado. ¡De tan única e incomparable colección no quedaba vestigio! Sin embargo,
probé que hasta que yo mismo había abierto la maciza puerta de metal, ni un cerrojo, ni
una barra había sido movida: los sellos de la cerradura estaban intactos.
Pasé la noche entre la lamentación y la indagación; ambas fueron infructuosas. El
misterio era impenetrable a la conjetura y ningún bálsamo podía calmar semejante dolor.
Pero ni una sola vez durante esa horrible noche mi firme espíritu pudo abandonar su alto
designio contra Elizabeth Mary, y el alba me halló aún más resuelto a cosechar los frutos
de mi matrimonio. Mi gran pérdida pareció acercarme a relaciones espirituales más
profundas con mis ancestros muertos, y darme una nueva e inevitable obediencia a la
persuasión que hablaba en cada glóbulo de mi sangre.
Inmediatamente formé un plan de acción, y procurándome un fuerte cordel entré a la
habitación de mi esposa, encontrándola, como esperaba, profundamente dormida. Antes
de que se despertara la tenía fuertemente atada de pies y manos. Estaba muy sorprendida
y dolorida, pero sin atender a sus protestas hechas a viva voz, la llevé a la ahora saqueada
fortaleza, allí donde nunca permití que entrara y de cuyos tesoros no la había advertido.
Sentándola, todavía atada, contra un ángulo de la pared, pasé los siguientes dos días con
sus noches en acarrear al lugar ladrillos y argamasa. A la mañana del tercer día la tuve
firmemente emparedada, desde el suelo hasta el techo. Durante todo este tiempo no tuve
en cuenta sus ruegos de piedad más que (ante su promesa de no resistir, que debo decir
que ella cumplió con honor) para concederle la libertad de sus piernas. Le concedí un
espacio de cerca de cuatro pies por seis. Cuando coloqué los últimos ladrillos en la parte
superior, en contacto con el cielo raso de la fortaleza, me dijo adiós con lo que me pareció
la serenidad de la desesperación, y me fui a descansar sintiendo que había observado
fielmente las tradiciones de una antigua e ilustre familia. Mi única amarga reflexión, en lo
que a mi conducta concernía, surgió al tomar conciencia de que había trabajado durante la
realización de mi designio; pero nadie lo sabría jamás.
Después de descansar durante una noche, fui a ver al juez de la Corte de Sucesiones
y Herencias y firmé una declaración jurada de todo lo que había hecho, excepto el trabajo
manual de construir la pared, que imputé a un sirviente. Su Excelencia designó a un
comisionado de la Corte, quien realizó un cuidadoso examen del trabajo y, según su
informe, Elizabeth Mary Turmore fue formalmente declarada muerta al fin de la semana.
De acuerdo con la ley tomé posesión de sus bienes que, a pesar de no ser mucho más
valiosos que mis tesoros perdidos, me elevaron de la pobreza a la riqueza y me trajeron el
respeto de los grandes y de los buenos.
Unos seis meses más tarde me llegaron extraños rumores: el fantasma de mi mujer
muerta había sido visto en distintos lugares de la región, pero siempre a una considerable
distancia de Graymaulkin. Estos rumores, de cuya auténtica fuente no me pude enterar,
diferían en varios detalles, pero eran semejantes en atribuir a la aparición un alto grado de
prosperidad mundana aparente combinada con una audacia poco común en los
fantasmas. ¡No sólo estaba el espíritu ataviado con ropajes costosos, sino que caminaba a
mediodía y, más aún, conducía! Me sentí indeciblemente molesto con estos cuentos y,
pensando que podría haber algo más que superstición en la creencia popular de que sólo
espíritus de los muertos no enterrados pueden caminar sobre tierra, decidí llevar a
algunos obreros equipados con picos y barras hacia la fortaleza en la que nadie había
entrado durante mucho tiempo. Les ordené demoler la pared de ladrillo que había
construido alrededor de la compañera de mis alegrías. Había resuelto dar al cuerpo de
Elizabeth Mary un entierro como el que creía que su parte inmortal aceptaría como un
equivalente del privilegio de encontrarse a gusto entre las apariciones de los vivos.
En pocos minutos volteamos la pared y, metiendo una lámpara a través de la brecha,
miré adentro. ¡Nada! Ni un hueso, ni un cabello, ni un jirón de ropa... ¡el angosto espacio
que, de acuerdo con mi testimonio, contenía legalmente todo lo que había sido mortal de
la difunta señora Turmore, estaba absolutamente vacío! Este admirable descubrimiento,
para una mente ya perturbada por tanto misterio y excitación, era más de lo que yo podía
soportar. Lancé un grito y caí en un estado de paroxismo. Durante meses estuve entre la
vida y la muerte, afiebrado y delirante; no me recuperé hasta que mi médico tuvo el
cuidado de sacar de mi caja fuerte un estuche de mis más valiosas joyas y huir del país.
Al verano siguiente tuve ocasión de visitar mi bodega, en un rincón de la cual había
construido la fortaleza, que hacía tiempo se encontraba en desuso. Al mover un tonel de
oporto, lo arrojé con fuerza contra la pared medianera y me sorprendió descubrir que
desplazaba dos grandes piedras cuadradas que formaban una parte de la pared.
Apoyando sobre ellas las manos, las empujé fácilmente y, mirando a través del
hueco, vi que habían caído dentro del nicho en el cual yo había emparedado a mi
lamentada esposa. Frente a la abertura que su caída había dejado, a una distancia de
cuatro pies, estaba la pared que mis propias manos habían construido a fin de encarcelar a
la infortunada y gentil esposa. Ante una revelación tan significativa, comencé a explorar la
bodega. Detrás de una hilera de barriles encontré cuatro objetos muy interesantes desde el
punto de vista histórico, pero sin valor alguno.
En primer lugar, los restos enmohecidos de un traje ducal florentino del siglo XI;
segundo, un breviario de resplandeciente pergamino con el nombre de don Aldebaran
Turmore de Peters-Turmore inscripto en colores en la primera página; tercero, una
calavera transformada en copa y muy manchada de vino; cuarto, la cruz de hierro de un
Caballero Comendador de la Orden Imperial Austríaca de Asesinos por Veneno.
Eso era todo; ni un objeto que tuviera valor comercial, ni papeles, ni nada. Pero esto
era suficiente para aclarar el misterio de la fortaleza. Mi esposa había adivinado
tempranamente la existencia y el propósito de este apartamento, y, con la destreza del
genio había efectuado una entrada, desprendiendo las dos piedras de la pared.
En diferentes oportunidades, y a través de esta abertura, había sustraído la colección
entera que, sin duda, logró convertir en dinero. Cuando con un inconsciente sentido de la
justicia (cuyo recuerdo no me trae ninguna satisfacción) decidí emparedarla, por alguna
maligna fatalidad escogí aquella parte donde estaban las piedras removidas y, sin duda
antes de que hubiera terminado mi trabajo, ella las movió y, deslizándose hacia la bodega,
las volvió a colocar en su sitio. Se escapó del sótano fácilmente, sin ser observada, para
disfrutar sus infames ganancias en lejanos lugares.
Me he esforzado en procurar una orden de prisión, pero el dignísimo Barón de la
Corte de Sumarios y Condenas me recuerda que ella está legalmente muerta y dice que mi
único recurso es apelar ante el Jefe de Cadáveres y solicitar una orden de exhumación y
resurrección. Tal parece que debo sufrir sin remedio este enorme daño a manos de una
mujer desprovista tanto de principios como de vergüenza.
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La Alucinación De Staley Fleming
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De los dos hombres que estaban hablando, uno era médico.
—Le pedí que viniera, doctor, aunque no creo que pueda hacer nada. Quizás pueda
recomendarme un especialista en psicopatía, porque creo que estoy un poco loco.
—Pues parece usted perfectamente —contestó el médico.
—Juzgue usted mismo: tengo alucinaciones. Todas las noches me despierto y veo en
la habitación, mirándome fijamente, un enorme perro negro de Terranova con una pata
delantera de color blanco.
—Dice usted que despierta; ¿pero está seguro de eso? A veces, las alucinaciones tan
sólo son sueños.
—Oh, despierto, de eso estoy seguro. A veces me quedo acostado mucho tiempo
mirando al perro tan fijamente como él a mí... siempre dejo la luz encendida. Cuando no
puedo soportarlo más, me siento en la cama: ¡y no hay nada en la habitación!
—Mmmm... ¿qué expresión tiene el animal?
—A mí me parece siniestra. Evidentemente sé que, salvo en el arte, el rostro de un
animal en reposo tiene siempre la misma expresión. Pero este animal no es real. Los perros
de Terranova tienen un aspecto muy amable, como usted sabrá; ¿qué le pasará a éste?
—Realmente mi diagnosis no tendría valor alguno: no voy a tratar al perro.
El médico se rió de su propia broma, pero sin dejar de observar al paciente con el
rabillo del ojo. Después, dijo:
—Fleming, la descripción que me ha dado del animal concuerda con la del perro del
fallecido Atwell Barton.
Fleming se incorporó a medias en su asiento, pero volvió a sentarse e hizo un visible
intento de mostrarse indiferente.
—Me acuerdo de Barton —dijo—. Creo que era... se informó que... ¿no hubo algo
sospechoso en su muerte?
Mirando ahora directamente a los ojos de su paciente, el médico respondió:
—Hace tres años, el cuerpo de su viejo enemigo, Atwell Barton, se encontró en el
bosque, cerca de su casa y también de la de usted. Había muerto acuchillado. No hubo
detenciones porque no se encontró ninguna pista. Algunos teníamos nuestra «teoría». Yo
tenía la mía. ¿Pensó usted algo?
—¿Yo? Por su alma bendita, ¿qué podía saber yo al respecto? Recordará que marché
a Europa casi inmediatamente después, y volví mucho más tarde. No puede pensar que en
las escasas semanas que han transcurrido desde mi regreso pudiera construir una «teoría».
En realidad, ni siquiera había pensado en el asunto. ¿Pero qué pasa con su perro?
—Fue el primero en encontrar el cuerpo. Murió de hambre sobre su tumba.
Desconocemos la ley inexorable que subyace bajo las coincidencias. Staley Fleming
no, o quizás no se habría puesto en pie de un salto cuando el viento de la noche trajo por la
ventana abierta el aullido prolongado y lastimero de un perro distante. Recorrió varias
veces la habitación bajo la mirada fija del médico, hasta que, parándose abruptamente
delante de él, casi le gritó:
—¿Qué tiene que ver todo esto con mi problema, doctor Halderman? Se ha olvidado
del motivo de que le hiciera venir.
El médico se levantó, puso una mano sobre el brazo del paciente y le dijo con
amabilidad:
—Perdóneme. Así, de improviso, no puedo diagnosticar su trastorno... quizás
mañana. Hágame el favor de acostarse dejando la puerta sin cerrar; yo pasaré la noche
aquí, con sus libros. ¿Podrá llamarme sin levantarse de la cama?
—Sí, hay un timbre eléctrico.
—Perfectamente. Si algo le inquieta, pulse el botón, pero sin erguirse. Buenas noches.
Instalado cómodamente en un sillón, el médico se quedó mirando fijamente los
carbones ardientes de la chimenea y meditando en profundidad, aunque aparentemente
sin propósito, pues frecuentemente se levantaba y abría la puerta que daba a la escalera,
escuchaba atentamente y después volvía a sentarse. Sin embargo, acabó por quedarse
dormido y al despertar había pasado ya la medianoche. Removió el fuego, cogió un libro
de la mesa que tenía a su lado y miró el título. Eran las Meditaciones de Denneker. Lo abrió
al azar y empezó a leer.
«Lo mismo que ha sido ordenado por Dios que toda carne tenga espíritu y adopte
por tanto las facultades espirituales, también el espíritu tiene los poderes de la carne,
aunque se salga de ésta y viva como algo aparte, como atestiguan muchas violencias
realizadas por fantasmas y espíritus de los muertos. Y hay quien dice que el hombre no es
el único en esto, pues también los animales tienen la misma inducción maligna, y...»
Interrumpió su lectura una conmoción en la casa, como si hubiera caído un objeto
pesado. El lector soltó el libro, salió corriendo de la habitación y subió velozmente las
escaleras que conducían al dormitorio de Fleming. Intentó abrir la puerta pero,
contrariando sus instrucciones, estaba cerrada. Empujó con el hombro con tal fuerza que
ésta cedió. En el suelo, junto a la cama en desorden, vestido con su camisón, yacía Fleming
moribundo.
El médico levantó la cabeza de éste del suelo y observó una herida en la garganta.
—Debería haber pensado en esto —dijo, suponiendo que se había suicidado.
Cuando el hombre murió, el examen detallado reveló las señales inequívocas de unos
colmillos de animal profundamente hundidos en la vena yugular.
Pero allí no había habido animal alguno.
Mi Crimen Favorito
Después de haber asesinado a mi padre en circunstancias singularmente atroces, fui
arrestado y enjuiciado en un proceso que duró siete años. Al exhortar al jurado, el juez de
la Corte de Absoluciones señaló que el mío era uno de los más espantosos crímenes que
había tenido que juzgar.
A lo que mi abogado se levantó y dijo:
—Si Vuestra Señoría me permite, los crímenes son horribles o agradables sólo por
comparación. Si conociera usted los detalles del asesinato previo de su tío que cometió mi
cliente, advertiría en su último delito (si es que delito puede llamarse) una cierta
indulgencia y una filial consideración por los sentimientos de la víctima. La aterradora
ferocidad del anterior asesinato era verdaderamente incompatible con cualquier hipótesis
que no fuera la de culpabilidad, y de no haber sido por el hecho de que el honorable juez
que presidió el juicio era el presidente de la compañía de seguros en la que mi cliente tenía
una póliza contra riesgos de ahorcamiento, es difícil estimar cómo podría haber sido
decentemente absuelto. Si Su Señoría desea oírlo, para instrucción y guía de la mente de
Su Señoría, este infeliz hombre, mi cliente, consentirá en tomarse el trabajo de relatarlo
bajo juramento.
El Fiscal del Distrito dijo:
—Me opongo, Su Señoría. Tal declaración podría ser considerada una prueba, y los
testimonios del caso han sido cerrados. La declaración del prisionero debió presentarse
hace tres años, en la primavera de 1881.
—En sentido estatutario —dijo el juez— tiene razón, y en la Corte de Objeciones y
Tecnicismos obtendría un fallo a su favor. Pero no en una Corte de Absoluciones. Objeción
denegada.
—Recuso —dijo el Fiscal de distrito.
—No puede hacerlo —contestó el Juez—. Debo recordarle que para hacer una
recusación debe lograr primero transferir este caso, por un tiempo, a la Corte de
Recusaciones, en una demanda formal, debidamente justificada con declaraciones escritas.
Una demanda a ese efecto, hecha por su predecesor en el cargo, le fue denegada por mí
durante el primer año de este juicio. Oficial, haga jurar al prisionero.
Habiendo sido administrado el juramento de costumbre, hice la siguiente
declaración, que impresionó tanto al juez debido a la comparativa trivialidad del delito
por el cual se me juzgaba, que no buscó ya circunstancias atenuantes, sino que,
sencillamente, instruyó al jurado para que me absolviera. Así abandoné la corte sin
mancha alguna sobre mi reputación.
"Nací en 1856 en Kalamakee, Michigan, de padres honestos y honrados, uno de los
cuales el Cielo ha perdonado piadosamente, para consuelo de mis últimos años. En 1867 la
familia llegó a Califorma y se estableció cerca de Nigger Head, estableciendo una empresa
de salteadores de caminos que prosperó más allá de cualquier sueño de lucro. Mi padre
era entonces un hombre reticente y melancólico, y aunque su creciente edad ha relajado un
poco su austera disposición, creo que nada, fuera del recuerdo del triste episodio por el
que ahora se me juzga, le impide manifestar una genuina hilaridad. "Cuatro años después
de haber puesto en servicio nuestra empresa de salteadores, llegó hasta allí un predicador
ambulante, que no teniendo otra manera de pagar el alojamiento nocturno que le dimos,
nos favoreció con una exhortación de tal fuerza que, alabado sea Dios, nos convertimos
todos a la religión. Mi padre mandó llamar inmediatamente a su hermano, el honorable
William Ridley, de Stockton, y apenas llegó le entregó el negocio, sin cobrarle nada por la
licencia ni por la instalación... esta última consistente en un rifle Winchester, una escopeta
de caño recortado y un juego de máscaras fabricados con bolsas de harina. La familia se
trasladó entonces a Ghost Rock y abrió una casa de baile. Se le llamó "La Gaita del
Descanso de los Santos", y cada noche la cosa empezaba con una plegaria. Fue aquí donde
mi ahora santa madre adquirió el apodo de "La Morsa Galopante".
"En el otoño del 75 tuve ocasión de visitar Coyote, en el camino a Mahala, y tomé la
diligencia en Ghost Rock. Había otros cuatro pasajeros. A unas tres millas más allá de
Nigger Head, unas personas que identifiqué como mi tío William y sus dos hijos,
detuvieron la diligencia. No encontrando nada en la caja del expreso, registraron a los
pasajeros. Actué honorablemente en el asunto, colocándome en fila con los otros,
levantando las manos y permitiendo que me despojaran de cuarenta dólares y un reloj de
oro. Por mi conducta nadie pudo haber sospechado que conocía a los caballeros que daban
la función. Unos días después, cuando fui a Nigger Head y pedí la devolución de mi
dinero y mi reloj, mi tío y mis primos juraron que no sabían nada del asunto y afectaron
creer que mi padre y yo habíamos hecho el trabajo violando deshonestamente la buena fe
comercial. El tío William llegó a amenazar con poner una casa de baile competidora en
Ghost Rock. Como "El Descanso de los Santos" se había hecho muy impopular, me di
cuenta de que esto sin duda alguna terminaría por arruinarla y se convertiría para ellos en
una empresa de éxito, de modo que le dije a mi tío que estaba dispuesto a olvidar el
pasado si consentía en incluirme en el proyecto y mantener el secreto de nuestra sociedad
ante mi padre. Rechazó esta justa oferta, y entonces advertí que todo sería mejor y más
satisfactorio si él estuviera muerto.
"Mis planes para ese fin se vieron pronto perfeccionados y, al comunicárselos a mis
amados padres, tuve la satisfacción de recibir su aprobación. Mi padre dijo que estaba
orgulloso de mí y mi madre prometió que, aunque su religión le prohibiera ayudar a
quitar vidas humanas, tendría yo la ventaja de contar con sus plegarlas para mi éxito.
Como medida preliminar con miras a mi seguridad en caso de descubrimiento, presenté
una solicitud de socio en esa poderosa orden, los Caballeros del Crimen, y a su debido
tiempo fui recibido como miembro de la comandancia de Ghost Rock. Cuando terminó mi
noviciado, se me permitió por primera vez inspeccionar los registros de la Orden y saber
quién pertenecía a ella, ya que todos los ritos de iniciación se habían llevado a cabo
enmascarados. ¡Imaginen mi sorpresa cuando, mirando la nómina de asociados, encontré
que el tercer nombre era el de mi tío, que en realidad era vicecanciller adjunto de la Orden!
Era ésta una oportunidad que excedía mis sueños más desenfrenados: ¡al asesinato podía
agregar la insubordinación y la traición! Era lo que mi buena madre hubiera llamado "un
regalo de la Providencia".
"Por entonces ocurrió algo que hizo que mi copa de júbilo, ya llena, desbordara por
todos lados en una cascada de bienaventuranzas. Tres hombres, extranjeros en esa
localidad, fueron arrestados por el robo a la diligencia en el que yo había perdido mi
dinero y mi reloj. Fueron enjuiciados y, a pesar de mis esfuerzos para absolverlos e
imputar la culpa a tres de los más respetables y dignos ciudadanos de Ghost Rock, se los
declaró culpables en base a las pruebas más evidentes. El asesinato de mi tío sería ahora
tan injustificable e irrazonable como podía desearse.
"Una mañana me puse el Winchester al hombro y, yendo a casa de mi tío, cerca de
Nigger Head, le pregunté a mi tía Mary, su esposa, si estaba él en casa, agregando que
había venido a matarlo. Mi tía replicó, con su peculiar sonrisa, que tantos caballeros lo
visitaban con esa intención y que después se iban sin haberlo logrado, que yo debía
disculparla por dudar de mi buena fe en el asunto. Dijo que yo no daba la impresión de ir
a matar a nadie, así que, como prueba de buena fe, levanté mi rifle y herí a un chino que
pasaba frente a la casa. Ella dijo que conocía familias enteras que podían hacer cosas
semejantes, pero que Bill Ridley era caballo de otro pelo. Dijo, sin embargo, que lo
encontraría al otro lado del estero, en el solar de las ovejas, y agregó que esperaba que
ganara el mejor.
"Mi tía Mary era una de las mujeres más imparciales que he conocido.
"Encontré a mi tío arrodillado, esquilando una oveja. Viendo que no tenía a mano
rifle ni pistola no tuve ánimo para disparar, así que me acerqué, lo saludé amablemente y
le di un buen golpe en la cabeza con la culata del rifle. Tengo buena mano y el tío William
cayó sobre un costado, se dio vuelta sobre la espalda, abrió los dedos y tembló. Antes de
que pudiera recobrar el uso de sus miembros, cogí el cuchillo que él había estado usando y
le corté los tendones. Ustedes saben, sin duda, que cuando se cortan los tendones de
Aquiles el paciente pierde el uso de su pierna; es exactamente igual que si no tuviera
pierna. Bien, le seccioné los dos y cuando revivió estaba a mi disposición. Tan pronto
como comprendió la situación, dijo:
"—Samuel, has conseguido vencerme y puedes permitirte ser generoso. Sólo quiero
pedirte una cosa, y es que me lleves a mi casa y me liquides en el seno de mi familia.
"Le dije que consideraba éste un pedido perfectamente razonable y que así lo haría si
me permitía meterlo en una bolsa de trigo; sería más fácil llevarlo de esa manera y si los
vecinos nos vieran en camino provocaría menos comentarios. Estuvo de acuerdo y yendo
al granero traje una bolsa. Esta, sin embargo, no le iba bien; era muy corta y mucho más
ancha que él, así que le doblé las piernas, le forcé las rodillas contra el pecho y así lo metí,
atando la bolsa sobre su cabeza. Era un hombre pesado e hice todo lo posible por
ponérmelo a la espalda, pero anduve a los tumbos un trecho hasta que llegué a una
hamaca que algunos chicos habían colgado de la rama de un roble. Aquí lo deposité en el
suelo y me senté sobre él a descansar; y la vista de la soga me proporcionó una feliz
inspiración. A los veinte minutos, mi tío, siempre en la bolsa, se hamacaba libremente en
alas del viento.
"Yo había descolgado la soga y atado un extremo en la boca de la bolsa, pasando el
otro por la pierna, levantándolo a unos cinco pies del suelo. Atando el otro extremo de la
soga también alrededor de la boca de la bolsa, tuve la satisfacción de ver a mi tío
convertido en un hermoso y gran péndulo. Debo agregar que él no estaba totalmente al
tanto de la naturaleza del cambio que había experimentado en relación con el mundo
exterior, aunque en justicia al recuerdo del buen hombre, debo decir que no creo que en
ningún caso hubiera dedicado demasiado tiempo a un vano agradecimiento.
"El tío William tenía un carnero que era famoso como luchador en toda la región.
Vivía en estado de indignación constitucional crónica. Algún profundo desengaño de su
vida anterior le había agriado el carácter y había declarado la guerra al mundo entero.
Decir que embestía cualquier cosa accesible es expresar muy levemente la naturaleza y
alcance de su actividad militar: el universo era su rival, sus métodos los de un proyectil.
Luchaba como los ángeles con los demonios: en medio del aire, hendiendo la atmósfera
como un pájaro, describiendo una curva parabólica y descendiendo sobre su víctima en el
ángulo justo de incidencia que más rendía a su velocidad y su peso. Su impulso, calculado
en toneladas cúbicas, era algo increíble. Se le había visto destrozar un toro de cuatro años
con un solo golpe dado en la nudosa frente del animal. No se conocía cerco de piedra que
resistiera la fuerza de su golpe descendente; no había árboles bastante pesados para
aguantarlo: los convertía en astillas y profanaba en la oscuridad el honor de sus hojas. Este
bruto irascible e implacable, este trueno encarnado, este monstruo de los abismos, había
visto yo que descansaba a la sombra de un árbol adyacente, sumido en sueños de
conquistas y de gloria. Con miras de atraerlo al campo del honor, suspendí a su amo de la
manera descrita.
"Completados los preparativos, impartí al péndulo de mi tío una suave oscilación y,
retirándome a cubierto de una piedra contigua, lancé un largo grito estridente cuya nota
final decreciente se ahogaba en un ruido como el de un gato protestando, ruido que
emanaba de la bolsa. Instantáneamente el formidable lanar se paró sobre sus patas y
comprendió la situación militar de un vistazo. En pocos minutos más se había acercado
piafando hasta unos cincuenta metros de distancia del oscilante enemigo, que, ora
avanzando, ora retirándose, parecía invitarlo a la riña. De pronto vi la cabeza de la bestia
inclinada hacia tierra como abatida por el peso de sus enormes cuernos; luego el carnero se
prolongó en una franja confusa y blanca directamente dirigida desde ese lugar,
horizontalmente en dirección a un punto situado a unos cuatro metros por debajo del
enemigo. Allí golpeó vivamente hacia arriba y, antes de que se hubiera borrado de mi
mirada el lugar de donde había arrancado, oí un terrible porrazo y un grito desgarrador, y
mi pobre tío fue disparado hacia adelante con un cabo suelto más alto que el miembro al
que estaba atado. Aquí la soga se puso tensa de un tirón, deteniendo su vuelo, y fue
enviado atrás otra vez, describiendo, sin resuelto, una curva de arco. El carnero se había
caído —un indescriptible montón de patas, lanas y cuernos—, pero rehaciéndose y
esquivando el vaivén descendente de su antagonista, se retiró sin orden ni concierto,
sacudiendo alternativamente la cabeza o pateando con sus patas traseras. Cuando había
retrocedido a más o menos la misma distancia que la que había usado para asestar el
golpe, se detuvo nuevamente, inclinó la cabeza como en una plegaria por la victoria y otra
vez salió disparado hacia adelante, confusamente visible como antes, un prolongado rayo
blanquecino, con monstruosas ondulaciones y terminado en un vivo ascenso. Esta vez el
curso del ataque dio en el ángulo exacto, comparado con el primero, y la impaciencia del
animal era tan grande que golpeó al enemigo antes de que éste llegara al punto más bajo
del arco. En consecuencia, mi tío empezó a volar dando círculos horizontales de un radio
igual a la mitad de la longitud de la soga, que he olvidado decirlo, era de unos seis metros
de largo. Sus alaridos, crescendo al ir hacia adelante y diminuendo al retroceder, hacían que
la rapidez de sus revoluciones fuera más evidente para el oído que para la vista. Era obvio
que aún no había recibido ningún golpe vital. La postura que tenía dentro de la bolsa y la
distancia del suelo a que estaba colgado, obligaban al carnero a dedicarse a sus
extremidades inferiores y al final de su espalda. Como una planta cuyas raíces han
encontrado un mineral venenoso, mi pobre tío se iba muriendo lentamente hacia arriba.
"Después de asestar el segundo golpe, el carnero no había vuelto a retirarse. La fiebre
de la batalla ardía fogosamente en el corazón del animal, su cerebro estaba ebrio del vino
de la contienda. Como un púgil que en su ira olvida sus habilidades y pelea sin efectividad
a distancia de medio brazo, la bestia enfurecida se empeñaba por alcanzar su volante
enemigo cuando pasaba sobre ella, con torpes saltos verticales, consiguiendo a veces, en
realidad, golpearlo débilmente, pero las más de las veces caía a causa de una ansiedad mal
dirigida. Pero a medida que el ímpetu se fue agotando y los círculos del hombre fueron
disminuyendo en tamaño y velocidad, acercándolo más al suelo, esta táctica produjo
mejores resultados, produciendo una superior calidad de alaridos que disfruté
plenamente.
"De pronto, como si las trompetas hubieran tocado tregua, el carnero suspendió las
hostilidades y se marchó, frunciendo y desfrunciendo pensativamente su gran nariz
aguileña, arrancando distraídamente un manojo de pasto y masticándolo con lentitud.
Parecía cansado de las alarmas de la guerra y resuelto a convertir la espada en reja de
arado para cultivar las artes de la paz. Siguió firmemente su camino, apartándose del
campo de la fama, hasta que ganó una distancia de cerca de un cuarto de milla. Allí se
detuvo, de espaldas al enemigo, rumiando su comida y en apariencia dormido. Observé,
sin embargo, un giro ocasional, muy leve de la cabeza, como si su apatía fuera más
afectada que real.
"Entretanto los alaridos del tío William habían menguado junto con sus
movimientos, y sólo provenían de él lánguidos y largos quejidos, y a grandes intervalos
mi nombre, pronunciado en tonos suplicantes, sumamente agradables a mi oído.
Evidentemente el hombre no tenía la más leve idea de lo que le estaba ocurriendo y estaba
inefablemente aterrorizado. Cuando la Muerte llega envuelta en su capa de misterio es
realmente terrible. Poco a poco las oscilaciones de mi tío disminuyeron y finalmente colgó
sin movimiento. Fui hacia él, y estaba a punto de darle el golpe de gracia, cuando oí y sentí
una sucesión de vivos choques que sacudieron el suelo como una serie de leves
terremotos, y, volviéndome en dirección del carnero, ¡vi acercárseme una gran nube de
polvo con inconcebible rapidez y alarmante efecto! A una distancia de treinta metros se
detuvo en seco y del extremo más cercano ascendió por el aire lo que primero tomé por un
gran pájaro blanco. Su ascenso era tan suave, fácil y regular que no pude darme cuenta de
su extraordinaria celeridad y me perdí en la admiración de su gracia. Hasta hoy me queda
la impresión de que era un movimiento lento, deliberado, como si el carnero —porque tal
era el animal— hubiera sido elevado por otros poderes que los de su propio ímpetu y
sostenido en las sucesivas etapas de su vuelo con infinita ternura y cuidado. Mis ojos
siguieron sus progresos por el aire con inefable placer, mayor aún por contraste, con el
terror que me había causado su acercamiento por tierra. Hacia arriba y hacia adelante
navegaba, la cabeza casi escondida entre las patas delanteras echadas hacia atrás, y las
posteriores estiradas, como una garza que se remonta.
"A una altura de trece a quince metros, según pude calcular a ojo, llegó a su cenit y
pareció quedar inmóvil por un instante; luego, inclinándose repentinamente hacia
adelante, sin alterar la posición relativa de sus partes, se lanzó hacia abajo en pendiente
con aumentada velocidad, pasó muy próximo a mí, por encima mío con el ruido de una
bala de cañón y golpeó a mi pobre tío casi exactamente en la punta de la cabeza. ¡Tan
espantoso fue el impacto que no sólo rompió el cuello del hombre sino que también la
soga, y el cuerpo del difunto, lanzado contra el suelo, quedó aplastado como pulpa bajo la
horrible frente del meteórico carnero! La sacudida detuvo todos los relojes desde Lone
Hand a Dutch Dan, y el profesor Davidson, distinguida autoridad en asuntos sísmicos,
que se encontraba en la vecindad, explicó de inmediato que las vibraciones fueron de
norte a sudeste.
"Sin excepción, no puedo dejar de pensar que en punto a atrocidad artística, mi
asesinato del tío William ha sido superado pocas veces."
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Muerto En Resaca
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El mejor soldado de nuestro estado mayor era el teniente Herman Brayle, uno de los
dos edecanes. No recuerdo de dónde lo sacó el general, creo que de algún regimiento de
Ohio. Ninguno de nosotros lo conocía, pero eso no era extraño, pues no había ni dos de
nosotros que hubiéramos venido del mismo estado, y ni siquiera de estados contiguos. El
general parecía pensar que había que reflexionar muy cuidadosamente a la hora de
conceder la distinción de un puesto en su estado mayor, para no ocasionar celos regionales
que pusieran en peligro la integridad de aquella parte de la Nación que todavía seguía
unida. No elegía oficiales de su propio mando y hacía malabarismos en los servicios del
cuartel general para obtenerlos de otras brigadas. En estas circunstancias, los servicios de
un hombre tenían que ser, en verdad, muy relevantes, para que se extendieran al ámbito
de su familia y de sus amigos de juventud. De todos modos, la «voz de la trompeta de la
fama» había enronquecido un poco por exceso de locuacidad.
El teniente Brayle medía más de metro noventa de altura y poseía una espléndida
constitución. Tenía el cabello claro y los ojos azul grisáceos que en los hombres de su talla
suelen asociarse a un valor y entereza de primera magnitud. Solía vestir el uniforme
completo, especialmente en acción, mientras la mayoría de los oficiales se contentaba con
lucir un atuendo menos rimbombante, por lo cual su figura resultaba llamativa e
impresionante. Como todo el resto, tenía las maneras de un caballero, una mente cultivada
y un corazón de león. Tenía alrededor de treinta años.
Pronto todos empezamos a sentir por Brayle tanto simpatía como admiración, y con
sincero disgusto observamos, durante la batalla de Stone's River —nuestro primer
combate desde que él se unió a nosotros—, que poseía uno de los defectos más criticables e
indignos de un militar: se envanecía de su valentía. En el transcurso de las vicisitudes y
alternancias de aquel odioso enfrentamiento, tanto cuando nuestras tropas se batían en los
campos abiertos de algodón, o en los bosques de cedros, como cuando lo hacían detrás del
terraplén del ferrocarril, él no se puso ni una vez a cubierto, hasta que se lo ordenó
expresamente el general, que normalmente tenía otras cosas en qué pensar que en las
vidas de los oficiales de su estado mayor, o en la de sus hombres, por el mismo motivo.
En los combates siguientes, mientras Brayle estaba con nosotros, ocurrió lo mismo.
Permanecía sentado en su caballo como una estatua ecuestre, entre una tormenta de balas
y metralla, en los puntos más expuestos, dondequiera que su deber, requiriéndole acudir,
le permitiera permanecer. Sin embargo, sin ningún problema y en beneficio de su
reputación de hombre con sensatez, hubiera podido situarse a resguardo, en la medida de
lo posible, en esos breves momentos de inacción personal que se dan en una batalla.
Su comportamiento era el mismo cuando andaba a pie, por necesidad o por
deferencia a su comandante y a sus compañeros apeados. Se erguía como una roca en
campo descubierto, cuando oficiales y soldados se ponían a cubierto. Mientras hombres de
más edad y más años de servicio, con más alto rango y con incuestionable coraje,
preservaban sensatamente, tras alguna colina, sus vidas, infinitamente valiosas para el
servicio del país, aquel hombre se colocaba en la cima de la colina, igualmente ocioso en
aquel momento que sus compañeros, pero dando la cara en la dirección del fuego más
nutrido.
Cuando los combates se desarrollan en campo abierto, a menudo sucede que los
soldados confrontados, que se enfrentan entre ellos durante horas a la simple distancia de
una pedrada, se aprietan contra la tierra como si estuvieran enamorados de ella. Los
mismos oficiales, en los puestos asignados, se aplastan contra el suelo, y los oficiales
superiores, cuando han matado a sus caballos o los han enviado a la retaguardia, se
agazapan evitando la bóveda infernal de silbidos de plomo y aullidos de acero, sin pensar
en su dignidad.
En tales circunstancias, la vida de un oficial del estado mayor de brigada no es,
evidentemente, «una vida feliz»; tanto por su precaria duración como por los nerviosos
cambios emocionales a que está expuesto. De una posición de relativa seguridad —de la
que un civil, sin embargo, consideraría que sólo puede salvarse «de milagro»— puede ser
enviado a transmitir una orden al coronel de algún regimiento situado en el frente de
combate; una persona poco visible en ese momento y difícil de encontrar sin una intensa
búsqueda entre hombres preocupados por otras cosas, en una madriguera en que tanto
preguntas como respuestas se realizan por señales. En esos casos, se acostumbra a bajar la
cabeza y a escabullirse galopando a toda prisa, pues el mensajero se ha convertido en un
objeto de extraordinario interés para miles de maravillados tiradores. A la vuelta... bueno,
no suele haber vuelta.
La actuación de Brayle era muy distinta. Confiaba su caballo al cuidado de su
asistente —amaba mucho a su caballo— y se encaminaba muy tranquilo a cumplir su
peligroso mandato, sin volverse nunca, fascinando las miradas de todos con su espléndida
figura realzada por el uniforme. Lo observábamos conteniendo la respiración y con el
corazón en la boca. En una de estas ocasiones, un compañero de nuestras filas se emocionó
tanto que me gritó:
—Te a-apuesto d-dos d-dólares a que lo m-matan antes de que llegue a-al f-foso.
No acepté la brutal apuesta, porque yo también estaba seguro de que lo matarían.
Pero permítanme hacer justicia a la memoria de un hombre valiente. De todas las
veces que exponía inútilmente su vida, no hacía después la menor baladronada ni el
subsiguiente relato de sus hazañas. En las pocas ocasiones en que alguno de nosotros se
había aventurado a reprenderlo, Brayle había sonreído amablemente y había dado una
respuesta cortés pero firme, que no alentaba a proseguir con el tema. Un día le habló al
capitán:
—Capitán, si alguna vez sufro un percance por olvidar sus consejos, espero que su
querida voz me reconforte en mis últimos momentos murmurándome al oído las benditas
palabras: «Ya se lo dije...»
Nos reímos del capitán, sin que hubiéramos sabido explicar por qué. Cuando aquella
tarde le dispararon, hasta casi hacerlo pedazos en una emboscada, Brayle permaneció
junto a su cuerpo mucho tiempo, colocando bien sus miembros con extrema delicadeza...
¡allí, en medio de un camino barrido por ráfagas de metralla y botes de humo! Es fácil
censurar este tipo de cosas y no muy difícil abstenerse de imitarlas, pero es imposible no
respetarlas. Y Brayle no era menos apreciado por aquella debilidad, que se expresaba de
modo tan heroico. Deseábamos que no hiciera locuras, pero perseveró en su actitud hasta
el final, resultando a veces gravemente herido, pero retornando siempre al cumplimiento
de su deber, cuando estaba repuesto.
Por supuesto, al fin le llegó el momento. Aquel que ignora la ley de las
probabilidades desafía a un adversario invencible. Fue en Resaca, en Georgia, durante el
transcurso de una maniobra que resultó en la toma de Atlanta. Enfrente de nuestra
brigada, las trincheras enemigas se extendían por campos abiertos a lo largo de la suave
cima de una colina. Estábamos muy próximos a ellas, en el sotobosque, en cada extremo
de este campo abierto, pero no albergábamos esperanzas de ocupar aquel claro hasta la
noche, en que la oscuridad nos permitiría abrirnos camino como topos y surgir de las
madrigueras. Nuestra línea se encontraba en el límite del bosque, a medio kilómetro del
enemigo. Más o menos formábamos una especie de semicírculo en el que la línea enemiga
quedaba como la cuerda del arco.
—Teniente, vaya a decir al coronel Ward que se acerque tanto como pueda,
manteniéndose a cubierto, y que no malgaste munición en disparos innecesarios. Puede
usted dejar su caballo.
Cuando el general impartió esta orden, nos encontrábamos en el margen del bosque,
en el extremo derecho de aquel arco. El coronel Ward se hallaba en el extremo izquierdo.
La sugerencia, hecha por el general, de dejar el caballo, significaba, obviamente, que
Brayle debía tomar el camino más largo, a través del bosque y por en medio de los
hombres. En realidad, era una sugerencia innecesaria. Ir por el camino más corto suponía
fracasar con toda seguridad en la entrega del mensaje. Antes de que nadie hubiera podido
interponerse, Brayle cabalgaba a medio galope por el campo abierto y de las trincheras
enemigas surgía un fuego crepitante.
—¡Paren a ese maldito loco! —aulló el general.
Un soldado raso de la escolta, con más ambición que cerebro, espoleó al caballo hacia
delante para obedecer, y en diez metros él y su caballo quedaron muertos en el campo del
honor.
Brayle estaba ya fuera del alcance de las llamadas. Galopaba tranquilamente, en
paralelo al enemigo, a menos de doscientos metros de distancia. ¡Parecía un cuadro
admirable! El sombrero había volado o saltado de un disparo de su cabeza y su largo
cabello rubio subía y bajaba en el aire con el movimiento del caballo. Se sentaba muy
erguido en la montura, sujetando suavemente las riendas con la mano izquierda, y con la
derecha colgando indolentemente a un lado. Una rápida mirada a su hermoso perfil
cuando volvía la cabeza a uno u otro lado demostraba que el interés con que tomaba lo
que estaba sucediendo era verdadero y sin ninguna afectación.
El espectáculo era intensamente dramático, pero en modo alguno teatral. Sucesivas
hileras de rifles escupían fuego sobre él mientras avanzaba y pronto nuestra línea, en el
linde del bosque, se rompió en una visible y sonora defensa. Sin más preocupación por sí
mismos ni por las órdenes recibidas, nuestros compañeros se pusieron en pie de un salto y
se precipitaron al campo abierto lanzando láminas de balas hacia la chispeante cima de las
fortificaciones enemigas, que respondieron abriendo un bestial fuego sobre los grupos
desprotegidos, con efectos mortales. La artillería de las dos partes se unió a la batalla,
puntuando el crepitar y el clamor con explosiones sordas que hacían temblar la tierra y
rasgando el aire con ensordecedoras tormentas de metralla. Desde el lado enemigo la
metralla astillaba los árboles y los salpicaba de sangre; desde nuestro lado, ensuciaba el
humo de sus armas con nubes de polvo que se levantaban de sus trincheras.
El combate general había concentrado mi atención por un momento, pero después,
mirando hacia abajo, al camino despejado que quedaba entre aquellas dos nubes de
tormenta, vi a Brayle, la causa de aquella carnicería. Invisible ahora para los dos bandos,
condenado por igual por amigos y adversarios, estaba de pie en medio de aquel espacio
barrido de disparos, con la cara vuelta al enemigo. A pocos metros, su caballo yacía en el
suelo. Al instante vi lo que lo había detenido.
Como ingeniero topógrafo que yo era, a primeras horas del día había hecho un
apresurado reconocimiento del terreno y en ese momento recordé que en aquel punto
había un profundo y sinuoso barranco, que atravesaba el campo por el medio hasta las
líneas enemigas con las que se unía al final en ángulo recto. Desde la posición donde nos
encontrábamos no podía verse y Brayle, evidentemente, desconocía su existencia. Sin
duda, era infranqueable. Sus ángulos salientes le hubieran proporcionado una completa
seguridad si se hubiera contentado con el milagro que, sin duda, se había producido ya en
su favor, y hubiera saltado dentro. No podía avanzar y no podía retroceder. Estaba de pie,
aguardando la muerte. No lo hizo esperar mucho.
Por una misteriosa coincidencia, el fuego cesó casi en el mismo instante en que cayó.
Unos pocos disparos aislados, a largos intervalos, acentuaron más el silencio, en lugar de
romperlo. Era como si los dos bandos se hubieran arrepentido súbitamente de su inútil
crimen. Poco después, cuatro de nuestros camilleros, seguidos por un sargento con
bandera blanca, avanzaron por el campo sin ser molestados y se dirigieron directamente
hacia el cuerpo de Brayle. Varios oficiales y soldados confederados salieron a su encuentro
y, descubriéndose, los ayudaron a levantar su sagrada carga. Mientras lo traían a nuestras
filas, oímos tras las trincheras enemigas el sonido apagado de los pífanos y los tambores...
una marcha fúnebre. Un enemigo generoso honraba a un valiente caído.
Entre los efectos personales del muerto estaba una desgastada cartera de cuero de
Rusia. Me tocó a mí en la distribución de los recuerdos de nuestro amigo, que hizo el
general, en calidad de administrador.
Un año después del final de la guerra, en mi vuelta a California, la abrí y la
inspeccioné sin mucha atención. De un compartimiento que había pasado por alto cayó
una carta sin sobre ni dirección. Estaba escrita con letra de mujer y empezaba con unas
palabras de cariño, pero sin encabezamiento. Estaba fechada en: «San Francisco, Cal., 9 de
julio de 1862». La firma era: «Querida», entre comillas. De manera casual, la autora de la
carta daba su nombre y apellidos en medio del texto: Marian Mendenhall.
La carta mostraba indicios de cultura y educación en su autora, pero era una carta de
amor corriente, si es que una carta de amor puede ser corriente. No había en ella nada
interesante, a excepción de un párrafo:
«El señor Winters (a quien aborreceré siempre por ello) ha ido contando que en una
batalla en Virginia, durante la cual fue herido, te vio agazapado detrás de un árbol. Estoy
segura de que quiere despreciarte ante mis ojos, como sabe que ocurriría si creyera tal
historia. Podría soportar recibir la noticia de la muerte de mi amante soldado, pero no la
de su cobardía.»
Aquéllas eran las palabras que aquella tarde soleada, en una lejana región, habían
matado a un centenar de hombres. ¿Las mujeres son débiles?
Una noche visité a la señorita Mendenhall para devolverle su carta. Tenía la
intención, también, de contarle lo que ella había provocado, aunque sin decirle que había
sido la causa. La encontré en una bonita casa de Rincón Hill. Era hermosa y bien educada;
en una palabra, encantadora.
—Usted conocía al teniente Herman Brayle, ¿no es así? —empecé, de una manera
algo brusca—. Sin duda sabe que desgraciadamente cayó en batalla. Entre sus efectos se
encontró esta carta, remitida por usted. Mi misión al venir aquí es entregársela
personalmente.
Tomó maquinalmente la carta, la miró por encima y se ruborizó. Luego, mirándome
con una sonrisa, dijo:
—Es muy amable de su parte, aunque estoy segura de que no merecía la pena que se
molestara.
De pronto se sobresaltó y cambió de color.
—Esta mancha... —dijo—, es... seguramente, no será...
—Señorita —dije yo—, discúlpeme, pero sí, es la sangre del corazón más fiel y más
valeroso que ha palpitado jamás.
Entonces tiró apresuradamente la carta a los ardientes carbones de la chimenea.
—¡Oh! No puedo soportar la visión de la sangre —exclamó—. ¿Cómo murió?
Me había levantado instintivamente para rescatar aquel pedazo de papel, sagrado
hasta para mí, y estaba de pie detrás de ella. Cuando hizo la pregunta volvió la cara
ligeramente. La luz de la carta ardiendo se reflejó en sus ojos y le tintó una mejilla con un
color carmesí igual que el rojo de la mancha del papel. Jamás había visto nada tan
hermoso como aquella odiosa criatura.
—Lo mordió una serpiente —respondí.
-
Un Habitante De Carcosa
-
Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras
se desvanece por completo con el espíritu. Esto solamente sucede, por lo general,
en la soledad (tal es la voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final,
decimos que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo
viaje, lo que es de hecho verdad. Pero, a veces, este hecho se produce en presencia
de muchos, cuyo testimonio es la prueba. En una clase de muerte el espíritu
muere también, y se ha comprobado que puede suceder que el cuerpo continúe
vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de forma
irrefutable, el espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos,
resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.
Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome
cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá
algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me había
extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del
paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi
alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas
que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e
inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos
colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas,
como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento
previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola
conspiración de silenciosa expectativa.
A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día debía estar muy avanzado, y
aunque me di cuenta de que el aire era frío y húmedo, mi conciencia del hecho era más
mental que física; no experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima del
lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una
maldición visible. En todo había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un
indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento suspiraba
en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris se curvaba para susurrar a la
tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento rompía la
calma terrible de aquel funesto lugar.
Observé en la yerba cierto número de piedras gastadas por la intemperie y
evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio
hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ángulos diversos,
pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas
propiamente dichas no existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los
años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes marcaban
el sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio había lanzado su frágil desafío al
olvido. Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de
piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados,
y el lugar tan descuidado y abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del
cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía
muchísimos siglos.
Sumido en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al
encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de poco pensé: "¿Cómo llegué
aquí?". Un momento de reflexión pareció proporcionarme la respuesta y explicarme,
aunque de forma inquietante, el extraordinario carácter con que mi imaginación había
revertido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre
repentina me había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo, en mis
crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían mantenido a la fuerza en
la cama para impedir que huyese. Eludí vigilancia de mis cuidadores, y vagué hasta aquí
para ir... ¿adónde? No tenía idea. Sin duda me encontraba a una distancia considerable de
la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana. No se veía ascender
ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el
mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio
lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No
estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo
eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí mis
manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas y la yerba
marchita.
Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje —un lince— se
acercaba. Me vino un pensamiento: "Si caigo aquí, en el desierto, si vuelve la fiebre y
desfallezco, esta bestia me destrozará la garganta." Salté hacia él, gritando. Pasó a un
palmo de mí, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca.
Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un poco más
lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se
distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises.
Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en
desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra,
una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con
precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta yerba.
Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia él
para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:
—¡Que Dios te guarde!
No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.
—Buen extranjero —proseguí—, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el
camino a Carcosa.
El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y
desapareció.
Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le contestó a
lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las
Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y, sin
embargo, yo veía... veía incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero
evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba mi
existencia?
Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más
convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto resquemor
acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba
una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de
exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una
sustancia pesada, y podía oír el silencio.
La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y oprimía
una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. Así, la
piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy
deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie,
completamente desconchada. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su
desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol
había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y
aprisionado su lápida.
Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la
lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a
leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre...! ¡La fecha de mi nacimiento...! ¡y la fecha de
mi muerte!
Un rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie
de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su
enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!
Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos
traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que
llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me
di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
***
Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium
Bayrolles.
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Un Hijo De Los Dioses
-
Día de brisa en un paisaje soleado. Campo abierto a derecha, a izquierda, hacia
adelante; detrás, un bosque. En el linde del bosque, frente al campo abierto pero temiendo
aventurarse en él, largas líneas de soldados que conversan; crujido de innumerables pasos
sobre las hojas secas que tapizan el suelo entre los árboles; voces roncas de los oficiales que
dan órdenes. Al frente de las tropas —pero no demasiado expuestos— apartados grupos
de soldados de caballería; muchos miran atentamente la cumbre de una colina situada a
una milla de distancia en la dirección del avance interrumpido. Porque ese ejército
poderoso, que se desplaza en orden de batalla a través de un bosque, acaba de encontrar
un obstáculo formidable: el campo abierto. La cumbre de la suave colina a una milla de
distancia tiene un aspecto siniestro. Dice: ¡Cuidado! Está coronada por un largo muro de
piedra que se extiende a derecha e izquierda. Detrás del muro hay un cerco. Detrás del
cerco se ven las copas de algunos árboles dispuestos muy irregularmente. Entre los
árboles, ¿qué? Es necesario saberlo.
Ayer, y muchos días y noches antes, combatíamos en alguna parte; había un
incesante cañoneo y de tiempo en tiempo el redoble del vivo fuego de los fusiles al que se
mezclaban vítores —nuestros o de nuestro enemigo: rara vez lo sabíamos— atestiguando
una ventaja transitoria. Esta mañana, al romper el día, el enemigo había desaparecido.
Avanzamos cruzando sus fortalezas y terraplenes —¡tan a menudo lo habíamos intentado
vanamente!— a través de los desechos de sus campamentos abandonados, en medio de las
tumbas de sus caídos en el bosque.
¡Con qué curiosidad lo examinamos todo! ¡Cuán extraño nos pareció todo! Nada nos
era completamente familiar. Hasta los objetos más comunes —una montura vieja, una
rueda hecha pedazos, una cantimplora olvidada— nos descubrían algún rasgo de la
misteriosa personalidad de aquellos desconocidos que habían estado matándonos. El
soldado no se representa jamás a sus adversarios como hombres semejantes a él; no puede
sacarse la idea de que son seres de otra especie, diferentemente condicionados, en un
medio que no es del todo el de esta tierra. Los menores vestigios dejados por ellos
detienen su atención y cautivan su interés. Los juzga inaccesibles y cuando los vislumbra
de improviso, en la lejanía se le aparecen más lejanos, más considerables de lo que
realmente están y son, como objetos en la niebla. En cierto modo, le inspiran un temor
reverencial.
Desde el linde del bosque hasta lo alto de la colina se ven huellas de cascos de
caballos y de ruedas, las ruedas del cañón. La hierba amarilla está pisoteada por la
infantería. Por ahí han pasado miles, qué duda cabe. Pero no hay rastros en los caminos.
Esto es significativo: es la diferencia entre un repliegue y una retirada.
Esos hombres a caballo son nuestro general en jefe, su estado mayor y su escolta. El
general mira la colina distante. Con ambas manos, levantando innecesariamente los codos,
sostiene los prismáticos contra sus ojos. Es una moda: confiere dignidad al ademán. Todos
lo hacemos así. De pronto, baja los prismáticos y dice unas pocas palabras a quienes lo
rodean. Dos o tres edecanes se apartan del grupo y a galope corto se internan en el bosque,
a lo largo de las líneas, cada cual en una dirección. Sin haberlas oído, conocemos sus
palabras:
—Díganle al general X que haga avanzar la artillería.
Aquellos de nosotros que no están en su puesto, se alejan apresuradamente: los que
descansaban, se yerguen, y las filas vuelven a formarse sin que la orden haya sido
impartida. Algunos de nosotros, oficiales del estado mayor, nos apeamos para verificar la
cincha de nuestras cabalgaduras; los que se habían apeado, vuelven a subir.
Galopando rápidamente por la brilla del campo abierto, llega un joven oficial en un
caballo blanco como la nieve. El mandil de su silla de montar es escarlata. ¡Imbécil!
Cualquiera que haya oído silbar las balas recuerda que todos los fusiles apuntan
instintivamente al hombre qué monta un caballo blanco; cualquiera que haya visto el
fogonazo del obús no ignora que un poco de rojo exaspera al toro de la batalla. Que esos
colores se hayan puesto de moda en la vida militar debe aceptarse como uno de los
fenómenos más sorprendentes de la vanidad humana. Se los diría calculados para
aumentar el índice de mortandad.
Ese joven oficial está de punto en blanco, como en un desfile. Brilla con todas sus
galas. Es una edición de lujo, con el canto dorado, de la Poesía de la guerra. Una onda de
risas burlonas corre por las filas a medida que avanza. ¡Pero qué apuesto es! ¡Con qué
gracia indolente monta a caballo!
Se para a respetuosa distancia del general en jefe y saluda. El viejo soldado,
inclinando la cabeza, responde a su saludo con familiaridad. Lo conoce, evidentemente. El
joven da la impresión de hacer un pedido que el general no está dispuesto a conceder.
Acerquémonos un poco. ¡Demasiado tarde! ¡Ya han terminado! El joven oficial saluda de
nuevo, da media vuelta en su caballo y toma derecho hacia la cumbre de la colina. Está
mortalmente pálido.
Unos cuantos tiradores, a seis pasos de distancia, salen ahora del bosque y avanzan
por el campo abierto. El comandante dice unas palabras al clarín, que pega su instrumento
a los labios. ¡Tralalá! ¡Tralalá! Los tiradores se detienen.
Mientras tanto, el joven jinete ha recorrido cien yardas. Sube al paso la prolongada
colina, erguido, sin volver jamás la cabeza. ¡Es admirable! ¡Dios mío, qué no daríamos
nosotros por estar en su lugar, por tener su presencia de ánimo! No ha sacado el sable de
la vaina; su mano derecha cuelga indolentemente. La brisa sopla sobre el penacho de su
sombrero y lo hace flamear con elegancia. La luz del sol descansa en sus charreteras
tiernamente, como una visible bendición. Cabalga en línea recta. Diez mil pares de ojos
están fijos en él con una intensidad que no puede dejar de sentir; diez mil corazones
palpitan al ritmo rápido de los inaudibles pasos de su corcel blanco como la nieve. No está
solo: nuestras almas lo acompañan. Todos no somos sino "hombres muertos". Pero
recordamos habernos reído. Sigue y sigue cabalgando, en línea recta hacia la muralla que
bordea el cerco. Ni una mirada hacia atrás. ¡Ah, si consintiera en volverse una sola vez, si
pudiera sentir ese amor, esa adoración, esa reparación!
Nadie habla. En las profundidades del bosque se oye aún el murmullo de las
multitudes que lo pueblan, invisibles y ciegas, pero en la orilla, allí donde comienza el
campo abierto, el silencio es absoluto. El general corpulento se ha transformado en una
estatua ecuestre. Los oficiales a caballo del estado mayor, mirando por los prismáticos,
están inmóviles. La línea de batalla en el linde del bosque observa una nueva clase de
"atención" porque cada soldado se mantiene en la actitud que tenía cuando adquirió
bruscamente conciencia de lo que está sucediendo. Todos esos duros e impenitentes
matadores de hombres para quienes la muerte en la más atroz de sus formas es algo
familiar que pueden observar día tras día, que duermen en las colinas sacudidas por el
tronar de los cañones, que comen bajo una lluvia de proyectiles y que juegan a los naipes
entre los rostros muertos de sus amigos más queridos, todos ellos, con el corazón
palpitante, conteniendo el aliento, acechan el resultado de un acto que compromete la vida
de un solo hombre. Tal es el magnetismo del valor y de la devoción.
Si ahora volvieran ustedes la cabeza, observarían un movimiento simultáneo entre
los espectadores, un sobresalto semejante al que produce una corriente eléctrica; después,
mirando de nuevo hacia adelante, hacia el jinete lejano, verían que en ese momento mismo
ha cambiado de dirección y se desvía en ángulo recto de la ruta precedente.
Los soldados suponen que ese desvío ha sido causado por un disparo, quizá por una
herida, pero tomen ustedes los prismáticos y observarán que se dirige hacia una brecha en
el muro y en el cerco. Intenta franquearlos, si no lo matan, para examinar la comarca que
se extiende más allá.
No deben ustedes olvidar la naturaleza del acto de este hombre; en el hecho en sí no
pueden ver una bravata, ni un sacrificio inútil. Si el enemigo no se ha batido en retirada,
acumula todas sus fuerzas detrás de la colina. El explorador encontrará nada menos que
una línea de batalla; no se necesitan puestos de avanzada, centinelas en vista, tiradores
para anunciar nuestro avance. Nuestras líneas de ataque serán visibles, conspicuas,
estarán expuestas a un fuego de artillería que arrasará la tierra en el preciso instante en
que salgan del linde del bosque, a media distancia de una lluvia de balas que hará perecer
a todos nuestros soldados. En suma, si el enemigo está allí, sería una locura atacarlo de
frente; habrá que desbordarlo siguiendo el plan inmemorial que consiste en amenazar sus
líneas de comunicación, tan necesarias a su existencia como lo es su tubo de aire para el
buzo sumergido en el fondo del mar. ¿Pero cómo saber a ciencia cierta que el enemigo está
allí? Sólo hay un medio: alguien que vaya y vea. Por lo común, se acostumbra mandar una
línea de tiradores. Pero en este caso todos pagarían con sus vidas una respuesta
afirmativa. El enemigo, agazapado en doble fila tras el muro de piedra, y a cubierto por el
cerco, aguardará hasta que le sea posible contar los dientes de cada asaltante. La mitad de
ellos caerá a la primera salva, y la otra mitad sufrirá igual destino antes de poder batirse
en retirada. ¡Qué caro cuesta satisfacer una curiosidad! ¡A qué alto precio debe a veces un
ejército comprar sus informes! "Déjenme pagar por todos", ha dicho ese galante caballero,
ese Cristo soldado. No hay ninguna esperanza, excepto la esperanza contra toda esperanza
de que la colina esté despejada. En verdad, el caballero podría preferir el cautiverio a la
muerte. Mientras avance, los soldados enemigos no dispararán. ¿Por qué dispararían?
Puede entrar sano y salvo en las filas hostiles y convertirse en un prisionero de
guerra. Pero esto haría fracasar su propósito. Es preciso que regrese sano y salvo a
nuestras líneas, o que lo maten ante nuestros ojos. Sólo así sabremos cómo proceder.
Porque su captura puede muy bien ser la obra de media docena de rezagados.
Ahora comienza una extraña justa de inteligencia entre un hombre y un ejército.
Nuestro caballero, a un cuarto de milla de la cumbre, dobla de pronto hacia la izquierda y
galopa en dirección paralela a la colina. Ha visto a su adversario: lo sabe todo. Una
configuración del terreno ligeramente favorable le ha permitido distinguir parte de las
tropas enemigas. Ahora estaría en condiciones de comunicarnos lo que sabe. Si estuviera
aquí, podría decírnoslo, pero ya no debemos esperar su vuelta: ha de hacer el mejor uso de
los pocos minutos que le quedan por vivir para obligar al adversario mismo a que nos dé
aquellos informes claramente, francamente, cosa que repugna, desde luego, a esa discreta
potencia. No hay un solo tirador en esas filas de hombres agazapados, no hay un solo
artillero junto a esos cañones disimulados y prontos a disparar, que ignore las exigencias
de la situación, el imperativo debe de ser paciente. Por lo demás, sus jefes tuvieron tiempo
de sobra para prohibirles que dispararan. En realidad, una sola bala podría abatirlo sin
revelar gran cosa. Pero un disparo es contagioso... Y vean ustedes cuán rápidamente se
desplaza sin detenerse nunca, excepto para hacer girar su caballo antes de tomar una
nueva dirección, sin volverse nunca hacia sus ejecutores. Lo distinguimos todo a través de
los prismáticos, nos parece que todo sucede a la distancia de un balazo. Sí, lo distinguimos
todo excepto al enemigo, cuya presencia, cuyos pensamientos, cuyos motivos inferimos. A
simple vista sólo hay una silueta negra sobre un caballo blanco, dibujando zigzags sobre
una colina distante, tan lentamente que casi parece que serpenteara.
Tomemos nuevamente los prismáticos: se ha cansado de su fracaso, o ha visto su
error, o ha enloquecido: ¡ahora se lanza en línea recta contra el muro de piedra como si
quisiera saltarlo junto con el cerco! Un instante después da media vuelta y desciende la
colina, rápido como el viento, hacia sus amigos, hacia la muerte. En seguida, abarcando
centenares de yardas a derecha e izquierda, impetuosas columnas de humo aparecen tras
el muro de piedra. En seguida el viento las disipa y antes de que hayamos oído el crepitar
de los fusiles, el jinete cae. No, vuelve a incorporarse en su silla; se ha contentado con
hacer plegar su caballo sobre las patas de atrás. ¡De nuevo el caballo está sobre sus cuatro
patas, y ambos se alejan! Rompemos en formidables vítores que nos liberan de la
insoportable tensión de nuestros sentimientos. ¿Y el caballo y su caballero? Sí, ambos se
alejan. Se alejan de verdad. Vienen directamente hacia nuestra izquierda, en línea paralela
al muro que ahora escupe sin tregua llama y fuego. Los fusiles crepitan de modo constante
y ese corazón valeroso sirve de blanco a cada bala.
De pronto, una gran sábana de humo se levanta detrás del muro. Una y otra la
suceden y suben antes de que alcance a nuestros oídos el tronar de las explosiones y el
zumbido de los proyectiles que llegan y brincan hasta donde estamos, a través de nubes
de polvo, haciendo caer de vez en cuando a un hombre, causando una distracción
momentánea., suscitando un egoísta pensamiento fugaz.
El polvo se dispersa. ¡Increíble!... Ese caballo y ese caballero hechizados han
franqueado un barranco y suben otra colina para descubrir otra conspiración de silencio y
frustrar el designio de otras huestes armadas. Un instante más, y también aquella cumbre
entra en erupción. El caballo se encabrita y golpea el aire con sus patas delanteras. Por fin
cae. Pero... ¡quién diría! El hombre se ha desprendido del animal muerto. Se yergue,
inmóvil, y con la mano derecha levanta el sable por encima de la cabeza. Nos mira de
frente. Luego baja la mano a la altura del rostro, extiende el brazo, la hoja del sable
describe una curva hacia el suelo. Es una señal a nosotros, al mundo, a la posteridad. Es el
saludo de un héroe a la muerte y a la historia.
De nuevo se ha roto el hechizo. Nuestros hombres tratan de lanzar vítores: la
emoción los ahoga: articulan gritos roncos, discordantes, aferran sus armas y se precipitan
tumultuosamente en el campo abierto. Los tiradores, sin haber recibido órdenes, en contra
de las órdenes, avanzan a todo correr como sabuesos sueltos. Nuestros cañones hablan y
los del enemigo contestan a coro. De izquierda a derecha, hasta donde la vista alcanza,
erige sus torres de humo la distante colina, que ahora parece tan cerca, y los gruesos
proyectiles se abaten gruñendo sobre la masa hormigueante de nuestras tropas. Uno
después de otro, nuestros estandartes emergen del bosque, nuestras filas se adelantan
impetuosamente, y las armas bruñidas centellean al sol. Sólo los últimos batallones, dando
pruebas de obediencia, permanecen a la distancia prescrita del frente rebelde.
El general en jefe no se ha movido. Baja ahora sus prismáticos y echa una ojeada a
derecha e izquierda. Ve la corriente humana que avanza a ambos lados del grupo formado
por él y por su escolta, como un remolino de olas partido en dos por un peñasco. Ni el
menor signo de emoción en su rostro: está pensando. De nuevo mira hacia adelante:
examina en toda su extensión esa colina terrible y maléfica. Dice una palabra en voz baja a
su clarín. ¡Tralalá! ¡Tralalá! Tan imperiosa es la orden que se hace obedecer. La repiten los
clarines de todos los destacamentos subordinados. Las notas breves, metálicas, se afirman
por encima del zumbido del ataque y atraviesan el ruido de cañón. Detenerse es batirse en
retirada. Los estandartes se repliegan lentamente, las filas dan media vuelta, melancólicas,
cargando a los heridos. Los tiradores recogen los muertos.
¡Ah, esos muchos, muchos muertos inútiles! A esa gran alma cuyo hermoso cuerpo
yace allí, tan nítidamente recortado sobre el flanco árido de la colina, ¿no hubieran podido
ahorrarle la amarga conciencia de un sacrificio vano? ¿Es que una sola excepción habría
herido demasiado gravemente la implacable perfección del plan eterno, ineluctable,
divino?
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Una Conflagración Imperfecta
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Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó
vivamente en esa época. Esto ocurrió antes de mi casamiento, cuando vivía con mis padres
en Wisconsin. Mi padre y yo estábamos en la biblioteca de nuestra casa, dividiendo el
producto de un robo que habíamos cometido esa noche. Consistía, en su mayor parte, en
enseres domésticos, y la tarea de una división equitativa era dificultosa. Nos pusimos de
acuerdo sobre las servilletas, toallas y cosas parecidas, y la platería se repartió casi
perfectamente, pero ustedes pueden imaginar que cuando se trata de dividir una única
caja de música en dos, sin que sobre nada, comienzan las dificultades. Fue esa caja musical
la que trajo el desastre y la desgracia a nuestra familia. Si la hubiéramos dejado, mi padre
podría estar vivo ahora.
Era una exquisita y hermosa obra de artesanía, incrustada de costosas maderas,
curiosamente tallada. No sólo podía tocar gran variedad de temas sino que también
silbaba como una codorniz, ladraba como un perro, cantaba como el gallo todas las
mañanas, se le diera cuerda o no, y recitaba los Diez Mandamientos. Fue esta última
maravilla la que ganó el corazón de mi padre y lo llevó a cometer el único acto deshonroso
de su vida, aunque posiblemente hubiera cometido otros si le hubiera perdonado ese: trató
de ocultarme la caja aunque yo sabía muy bien que en lo que le concernía, el robo había
sido llevado a cabo principalmente para conseguirla.
Mi padre tenía la caja de música escondida bajo la capa; habíamos usado capas como
disfraz. Me había asegurado solemnemente que no la había tomado. Yo sabía que sí, y
sabía algo que, evidentemente, él ignoraba: o sea, que la caja cantaría con la luz del día y lo
traicionaría si me era posible prolongar la división de bienes hasta esa hora. Todo ocurrió
como yo lo deseaba: cuando la luz de gas empezó a palidecer en la biblioteca y la forma de
las ventanas se vio oscuramente tras las cortinas, un largo cocorocó salió de abajo de la
capa del caballero, seguido de algunos compases del aria de Tannhäuser y finalizando con
un sonoro clic. Sobre la mesa, entre nosotros, había una pequeña hacha de mano que
habíamos usado para penetrar en la infortunada casa; la tomé. El anciano, viendo que ya
de nada servía esconderla por más tiempo, sacó la caja de música de entre su capa y la
puso sobre la mesa.
—Córtala en dos si así la prefieres —dijo—. He tratado de salvarla de la destrucción.
Era un apasionado amante de la música y tocaba la armónica con expresión y
sentimiento.
Dije:
—No discuto la pureza de sus motivos: sería presunción de mi parte querer juzgar a
mi padre. Pero los negocios son los negocios; voy a efectuar la disolución de nuestra
sociedad a menos que usted consienta en usar en futuros robos un cascabel.
—No —dijo después de reflexionar un momento— no, no podría hacerlo, parecería
una confesión de deshonestidad. La gente diría que desconfías de mí.
No pude dejar de admirar su temple y su sensibilidad; por un momento me sentí
orgulloso de él y dispuesto a disimular su falta, pero un vistazo a la enjoyada caja de
música me decidió, y, como ya lo dije, saqué al anciano de este valle de lágrimas. Una vez
hecho, sentí una pizca de desasosiego. No sólo era mi padre —el autor de mis días— sino
que sin dudas el cadáver sería descubierto. Era ya pleno día y en cualquier momento mi
madre podía entrar a la biblioteca. Bajo tales circunstancias consideré que lo prudente era
suprimirla también, cosa que hice. Pagué luego a todos los sirvientes y los despedí.
Esa tarde fui a ver al Jefe de Policía, le conté lo que había hecho y le pedí consejo. Me
hubiera resultado muy penoso que los acontecimientos tomaran estado público. Mi
conducta hubiera sido unánimemente condenada y los periódicos la usarían en mi contra
si alguna vez obtenía un cargo de gobierno. El Jefe comprendió la fuerza de estos
razonamientos; él era también un asesino de amplia experiencia. Después de consultar con
el Juez que presidía la Corte de Jurisdicción Variable, me aconsejó esconder los cadáveres
en uno de los libreros, tomar un fuerte seguro sobre la casa y quemarla. Cosa que procedí
a hacer.
En la biblioteca había un librero que mi padre comprara recientemente a un inventor
chiflado y que no había llenado de libros. El mueble tenía la forma y el tamaño parecidos a
esos antiguos roperos que se ven en los dormitorios que no tienen clósets, pero se abría de
arriba abajo como un camisón de señora. Tenía puertas de vidrio. Había amortajado a mis
padres y ya estaban bastante rígidos como para mantenerse erectos de modo que los puse
en el librero, del que ya había sacado los estantes. Cerré la puerta con llave y pinché unas
cortinitas en las puertecitas de vidrio. El inspector de la compañía de seguros pasó media
docena de veces frente al mueble sin sospechar nada.
Esa noche, después de obtener mi póliza, prendí fuego a la casa. A través de los
bosques me dirigí a la ciudad, que distaba dos millas, en donde me las arreglé para
encontrarme en el momento en que la excitación causada por el fuego estaba en su punto
más alto. Con gritos de aprehensión por la suerte de mis padres me uní a la multitud y
llegué con ellos al lugar del incendio, unas dos horas después de haberlo provocado. La
ciudad entera estaba allí cuando llegué precipitadamente. La casa estaba completamente
consumida, pero en el extremo del lecho de encendidas ascuas, enhiesto e incólume, se
veía el librero. El fuego había quemado las cortinas, pero dejó a la vista las puertas de
vidrio, a través de las cuales la fiera luz roja iluminaba el interior. Allí estaba mi querido
padre "igualito a cuando vivía", y al lado su compañera de pesares y alegrías. No tenían ni
un pelo chamuscado y las vestimentas estaban intactas. Conspicuas eran las heridas de su
cabezas y gargantas, que en la prosecución de mis designios me había visto obligado a
infligirles. La gente guardaba silencio como en presencia de un milagro. El espanto y el
terror habían atado todas las lenguas. Yo mismo me sentía muy afectado.
Unos tres años después, cuando los acontecimientos aquí relatados habíanse borrado
casi de mi memoria, fui a Nueva York para ayudar a pasar algunos bonos estadounidenses
falsos. Cierto día, mirando distraídamente una mueblería, vi una réplica exacta de mi
librero.
—Lo compré por una bicoca a un inventor que abandonó el oficio —me explicó el
vendedor—. Decía que era a prueba de fuego porque los poros de la madera fueron
rellenados a presión hidráulica con alumbre y el vidrio está hecho de asbesto. No creo que
sea realmente a prueba de fuego... se lo puedo dar al precio de un librero común.
—No —le dije— si usted no puede garantizar que es a prueba de fuego, no lo llevaré.
Y le di los buenos días.
No lo hubiera llevado a ningún precio, me despertaba recuerdos sumamente
desagradables.
-
Una Dama De Redhorse
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Coronado, 20 de junio.
Cada vez estoy más interesada en él. No es, estoy segura, su... ¿Conoces algún buen
sustantivo que corresponda al epíteto «guapo»? No me gusta decir «belleza» cuando hablo
de un hombre. Es harto guapo, Dios lo sabe. Cuando está en sus mejores momentos, que
siempre lo son, ni siquiera confiaría en ti... la más fiel de las esposas. No creo que la
fascinación de su trato tenga mucho que ver con ello. Bien sabes que el encanto del arte
reside en algo indefinible, e imagino que para nosotras, mi querida Irene, el arte que
estamos considerando es menos indefinible que para dos muchachas recién presentadas
en sociedad. Sé de qué manera mi apuesto caballero obtiene muchos de sus efectos y hasta
podría darle algunos consejos para que los realzara. Sea como fuere, sus modales son
deliciosos. En este hombre, sospecho, lo que más me atrae es la inteligencia. Su
conversación es la más seductora que he oído y no puede compararse con la de ningún
otro. Parece conocerlo todo, y tiene que ser así porque lo ha leído todo, ha estado en todas
partes, ha visto cuanto había que ver —a veces, creo, más de lo que conviene— y está
relacionado con la gente más rara. Y su voz, Irene... Cuando la oigo, siento que debería
pagar para oírla, aunque soy dueña de ella, claro está, cuando se dirige a mí.
3 de julio.
Tengo la impresión de que mis observaciones sobre el doctor Barritz, escritas al
correr de la pluma, deben de haber sido muy tontas; de otro modo, no te habrías referido a
él con esa ligereza, por no decir falta de respeto. Créeme, querida, tiene más dignidad y
seriedad (de aquellas, quiero decir, que no son incompatibles con una manera de ser
juguetona y siempre encantadora) que cualquiera de los hombres que tú y yo hayamos
conocido nunca. Y el joven Raynor —conociste a Raynor en Monterrey— me cuenta que
todos los hombres lo estiman y que en todas partes lo tratan con deferencia. Hay también
un misterio, algo acerca de su relación con la gente de Blavatsky, en la India del Norte.
Tampoco Raynor ha querido o podido contarme detalles. Deduzco que al doctor Barritz lo
consideran —¡no te atrevas a reírte!— un mago. ¿Puede haber algo más hermoso? Un
misterio común no es, desde luego, tan divertido como un escándalo, pero cuando se
vincula con prácticas oscuras y terribles, con el ejercicio de poderes sobrenaturales, ¿puede
haber algo más sugestivo? Explica, asimismo, la singular influencia que este hombre tiene
sobre mí. Es lo indefinible de su arte: magia negra. En serio, querida, tiemblo de verdad
cuando fija en los míos la mirada inescrutable de sus ojos —dos especies de astros— que
he intentado vanamente describirte. ¡Qué atroz sería si tuviera el poder de hacerla caer a
una rendida de amor! ¿Es que la multitud de Blavatsky tiene ese poder cuando está fuera
de Sepoy?
16 de julio.
¡Increíble! Anoche, cuando mi tía estaba en uno de los saraos del hotel (los odio), se
presentó el doctor Barritz. Era escandalosamente tarde. Estoy segura de que había hablado
con mi tía en el salón de baile y que supo por ella que yo estaba sola. Yo había pasado la
tarde queriendo sonsacarle la verdad acerca de su relación con los thugs de Sepoy, y todo
lo de la magia negra, pero a la noche, en cuanto me clavó los ojos (porque lo recibí a esa
hora, me avergüenza decirlo), me sentí perdida. Temblé, enrojecí... ¡Oh Irene, Irene, no
puedo expresar con palabras cuanto lo amo, y tú sabes lo que es eso!
¡Las vueltas de la vida! ¡Yo, el patito feo de Redhorse, hija (dicen) del viejo Jim de
Calamity, y por cierto su heredera, sin otros parientes vivos que una tía vieja que ya no
sabe en qué forma mimarme, yo, desprovista de todo salvo de un millón de dólares y de
un pretendiente en París, me atrevo a enamorarme de un dios como él! Querida, si
estuvieras aquí, conmigo, te agarrarías la cabeza.
Estoy persuadida de que se ha dado cuenta de mis sentimientos porque se quedó
pocos minutos, sin decir nada que no pudiera decir cualquiera, y después, fingiendo que
tenía otro compromiso, se marchó. Hoy supe (me lo dijo un pajarito: el botones del hotel)
que se fue derecho a la cama. ¿Es que eso no te llama la atención como una prueba de sus
costumbres ejemplares?
17 de julio.
Ese canallita de Raynor vino a visitarme ayer y su charla me puso frenética. Nunca se
le acaba la cuerda —es decir, cuando destroza unas veinte reputaciones, más o menos—,
no hace una pausa entre la persona sobre la cual acaba de expedirse y la próxima a quien
le toca el turno. (Entre paréntesis, me preguntó por ti, y el interés que manifestó me
pareció, lo confieso, bastante vraisemblable.) El señor Raynor no respeta ninguna de las
leyes del juego; como la Muerte (que él infligiría si la calumnia fuera fatal) todas las
estaciones le parecen buenas. Pero le tengo afecto porque nos conocimos en Redhorse
cuando éramos chicos. En aquel tiempo lo llamaban «Risita» y a mí —Oh Irene, ¿me
atreveré a decírtelo?— «Yutecita». Vaya a saber por qué. Tal vez aludían a la tela de mis
delantales; tal vez porque ese apodo rimaba con «Risita», pues Risita y yo éramos
compañeros inseparables y a los mineros les habría parecido delicado establecer entre
nosotros algún parentesco.
Más tarde se nos unió un tercero, otro hijo de la Adversidad. A semejanza de
Garrick, entre la Tragedia y la Comedia, aquél tenía una inhabilidad crónica para optar
entre los iguales reclamos del Frío y del Hambre. Entre él y la tumba había una distancia
de pocos pasos y la esperanza de una comida que le permitiera vivir y que le hacía, al
mismo tiempo, la vida insoportable. Recogía literalmente sus precarios medios de vida, los
suyos y los de su madre, «clorurando terreros», es decir que los mineros le permitían
hurgar en los desechos buscando piezas de «mena» (mineral válido), inadvertidas por
ellos, juntarlas y venderlas al Sindicato de la Molienda. Se asoció a nuestra firma —en
adelante «Yutecita, Risita y Terrero»— gracias a mí. Porque tu amiga no podía entonces, ni
puede ahora, ser indiferente a su valor y a sus hazañas para impedir que Risita ejerciera el
derecho inmemorial de su sexo: insultar a una mujer desvalida. Esa mujer era yo. Después
que el viejo Jim pegó el golpe en Calamity y yo empecé a usar zapatos e ir a la escuela, y
que a Risita, para emularme, le dio por lavarse la cara y se transformó en Jack Raynor, de
Wells, Fargo y Cía., y que la vieja señora Barts se reunió con sus antepasados, Terrero se
trasladó a San Juan Smith donde se empleó de mayoral de una diligencia y fue muerto por
unos salteadores de caminos, etc.
¿Por qué te cuento estas cosas, querida? Porque pesan en mi corazón. Porque
atravieso el Valle de la Humildad. Porque quiero habituarme a la convicción de ser
indigna de atarle el cordón de los zapatos al doctor Barritz. Porque ¡Dios mío, Dios mío!
hay un primo de Terrero en este hotel. No he hablado con él. En otros tiempos, apenas lo
he tratado, ¿pero supones que me habrá reconocido? Por favor, en tu próxima carta, dime
ingenua y francamente lo que piensas... y dime que no lo crees. ¿Supones que el doctor
Barritz sabe quién soy y que por eso me dejó hace dos noches cuando me ruboricé y
temblé como una boba delante de sus ojos? Tú sabes que no puedo sobornar a todos los
periódicos, y que no puedo traicionar a nadie que haya sido cortés con Yutecita en
Redhorse, ni aunque me proscriban socialmente. Y ahora este pasado vergonzoso resucita.
Antes no me importaba mucho, como sabes, pero ahora... ahora no es lo mismo. Jack
Raynor —estoy segura— no habrá de contarle nada. Mas aún: parece tenerlo en tal
consideración que apenas abre la boca delante de él, y a mí me sucede otro tanto. ¡Dios
mío, Dios mío! Aparte del millón de dólares, cómo me gustaría valer algo por mí misma.
Si Jack fuera tres pulgadas más alto, me casaría con él y volvería en cilicio a Redhorse para
el resto de mis días.
25 de julio.
Ayer tuvimos una espléndida puesta de sol y quiero contarte todo lo que sucedió.
Me zafé de tía y de todos y me fui a caminar por la playa. Espero que me creas,
desconfiada: no había mirado por una de las ventanas del hotel que dan al mar y no había
visto que él paseaba también. Si conservas un mínimo de delicadeza femenina no pondrás
en duda mis palabras. Pronto abrí mi parasol y estaba mirando soñadoramente el mar
cuando él se me acercó: venía desde la orilla. El mar estaba bajo. Te aseguro que la arena
brillaba alrededor de sus pies. Al acercarse, se quitó el sombrero y me dijo:
—Señorita Dement, ¿puedo sentarme a su lado, o prefiere caminar conmigo?
No pareció ocurrírsele que no me agradara ninguna de las dos alternativas.
¿Imaginas una desenvoltura igual? ¿Desenvoltura? ¡Era descaro, querida, lisa y
francamente descaro! Bueno, no me molestó, y contesté mientras palpitaba mi rústico
corazón de Redhorse:
—Me... me encantará hacer lo que usted prefiera.
¿Concibes palabras más estúpidas? Amiga del alma, ¡mi fatuidad es un abismo, un
abismo sin fondo!
Me tendió la mano, sonriendo para ayudarme a poner de pie; yo le entregué la mía
sin vacilar un instante, y cuando al contacto de sus dedos me di cuenta de que mi mano
temblaba de emoción, me ruboricé más que el rojo crepúsculo. Conseguí levantarme, sin
embargo, y después de un momento, como él no la soltara, sacudí un poco la mano. Él
persistía en sujetarla, sin decir una palabra, y me miraba en la cara con una especie de
sonrisa que yo no sabía —¿cómo podía saberlo?— si era de afecto, o de burla, o vaya a
saber de qué... ¡Qué hermoso estaba, con los fuegos del sol poniente ardiendo en la
profundidad de sus ojos! ¿No sabes, querida, si los thugs y los expertos de la región de
Blavatsky tienen alguna clase peculiar de ojos? Ah, si hubieras visto su soberbia actitud, la
majestuosa inclinación de su cabeza, semejante a la de un dios, mientras se mantenía
frente a mí después que yo me puse de pie. Era una noble escena que pronto eché a perder
porque sentí flaquear mis rodillas. Él sólo podía hacer una cosa, y la hizo: me sostuvo por
la cintura.
—Señorita Dement, ¿se siente usted mal? —me dijo.
No era una exclamación. En el tono de su voz no había alarma ni solicitud. Si hubiera
añadido: «Supongo que esto es lo que más o menos se aguarda que diga», no habría
expresado con mayor claridad la situación. Sus modales me dejaron avergonzada e
indignada porque yo sufría intensamente. Arrancando mi mano de la suya, hice a un lado
el brazo que me sostenía, me liberé, caí redonda y allí permanecí en la arena, indefensa. En
el forcejeo, también se me cayó el sombrero y el pelo se me desparramó sobre los hombros
de la manera más humillante.
—¡Déjeme! —grité sofocada—. Por favor, déjeme. ¡Usted... usted es un thug! ¿Cómo
se atreve a pensar eso de mí? ¡Tengo la pierna dormida!
Sus modales cambiaron en un instante. Pude notarlo a través de mis dedos y de mi
pelo. Hincó una rodilla, me apartó el cabello de la cara y me dijo con la mayor ternura:
—¡Pobrecita! Dios sabe que no quise hacerla sufrir. ¿Cómo podría hacerla sufrir? Tan
luego yo... que la amo... ¡Que la he amado durante... años y años!
Separándome las manos de la cara, las cubrió de besos. Mis mejillas ardían, toda mi
cara ardía. Creo que por poco echaba humo. ¿Qué podía hacer? La escondí en su hombro...
No había otro lugar. Querida amiga, cómo se estremecía y hormigueaba mi pierna. ¡Cómo
hubiese yo querido que volviera a la normalidad!
Así estuvimos sentados un largo rato. Soltó una de mis manos para tomarme de
nuevo de la cintura, y yo me pasé el pañuelo por los ojos y la nariz. No quise mirarlo hasta
guardar el pañuelo. En vano trató de separarme un poco para fijar sus ojos en los míos.
Después, ya más tranquila, y cuando había empezado a oscurecer, levanté la cabeza, lo
miré fijamente y le dediqué una sonrisa, mi mejor sonrisa.
—¿Qué quiso usted decir —le pregunté— con lo de años y años?
—Querida —replicó gravemente, fervorosamente—, sin las mejillas chupadas, los
ojos hundidos, el pelo largo y lacio, el andar agobiado, los harapos, la suciedad y la
juventud, ¿no me reconoces? ¿No te das cuenta, no quieres darte cuenta? Yutecita, ¡soy
Terrero!
En un instante nos pusimos de pie. Tomándolo por las solapas escruté su hermosa
cara en la creciente oscuridad, Estaba tan exaltada que me faltaba el aliento.
—¿Y no estás muerto? —pregunté sin saber muy bien lo que decía.
—Sólo muerto de amor, querida. Las balas de los salteadores no consiguieron
matarme. Logré curar de aquellas heridas. Pero ésta, mucho me temo, es fatal.
—¿Pero no sabe entonces que Jack... el señor Raynor? No sabes que...
—Me avergüenza decir, querida, que he venido directamente de Viena porque Jack
me lo sugirió. Sí, Jack, esa persona indigna de confianza.
Irene, uno y otro engañaron a esta amiga que tanto te quiere.
MARY JANE DEMENT
P. D. Lo peor de todo es que no hay ningún misterio. Todo fue inventado por Jack
Raynor para despertar mi curiosidad. James no es un thug. Me asegura solemnemente que
en todos sus viajes no ha puesto jamás un pie en Sepoy.
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Una Escaramuza En Los Puestos De Avanzada
I
En Relación Con El Deseo De Morir
Dos hombres estaban sentados, conversando. Uno era el gobernador del estado.
Corría el año 1861; la guerra estaba en pleno apogeo y el gobernador era ya famoso por la
inteligencia y el afán con que disponía el poder y los recursos de su estado para el servicio
de la Unión.
—¡Cómo! ¿Usted? —exclamó el gobernador, con evidente sorpresa—. ¿También
usted quiere un nombramiento de oficial? Verdaderamente, el toque de los pífanos y los
tambores debe haber alterado profundamente sus convicciones. Supongo que, desde mi
condición de oficial de reclutamiento, no tendría que ser muy escrupuloso —había un
destello de ironía en sus palabras—, pero, bueno, ¿olvida usted que va a exigírsele un
juramento de lealtad?
—No he cambiado ni mis convicciones ni mis simpatías —respondió el otro hombre
con tranquilidad—. Aunque mis simpatías están con el Sur, como usted me hace el honor
de recordar, nunca he dudado que el Norte tiene la razón. Soy sudista por origen y por
sentimientos, pero en cuestiones de importancia tengo el hábito de actuar por lo que
pienso y no por lo que siento.
El gobernador golpeteó con un lápiz su escritorio con aire ausente y permaneció unos
instantes sin responder. Después dijo:
—He oído decir que en el mundo hay hombres de toda clase, y supongo que algunos
constituyen la categoría que acaba usted de describir, a la que, sin duda, cree pertenecer.
Pero lo conozco desde hace mucho tiempo y —perdóneme usted— no le creo.
—Entonces, ¿debo entender que deniega mi solicitud?
—A menos de que me convenza de que sus simpatías por el Sur no son un
impedimento, sí. No dudo de su buena fe y sé que está sobradamente dotado, por
inteligencia y por formación, para cumplir los deberes de un oficial. Dice usted que sus
convicciones lo llevan a favorecer la causa de la Unión, pero yo prefiero a un hombre que
lo sienta en lugar de creerlo. Los hombres luchan con el corazón.
—Escuche, gobernador —dijo el más joven, con una sonrisa más luminosa que cálida
—. Guardo una carta en la manga. Una cualificación que había esperado que no fuera
necesario mencionar. Una alta autoridad militar ha dado una receta muy sencilla para ser
un buen soldado: «Intenta siempre hacerte matar». Con ese propósito es que deseo
ingresar en el ejército. No soy, seguramente, demasiado patriota, pero deseo morir:
El gobernador lo miró fijamente a los ojos y luego dijo, con cierta frialdad:
—Existe un modo más sencillo y más claro.
—En mi familia, señor —fue la réplica—, no hacemos esto. Ningún Armisted lo ha
hecho nunca.
Sobrevino un prolongado silencio en el que ambos hombres evitaron mirarse.
Después, el gobernador levantó la vista del lápiz, con el que había vuelto a tabletear sobre
el escritorio, y preguntó:
—¿Quién es ella?
—Mi esposa.
El gobernador tiró el lápiz encima del escritorio, se puso en pie y dio dos o tres
vueltas por la habitación. Después se volvió hacia Armisted, quien también se había
puesto en pie, lo miró todavía más fríamente y dijo:
—Pero ese hombre... No sería mejor que él... ¿No podría nuestro país prescindir
mejor de él que de usted? ¿O los Armisted se oponen también a las «leyes no escritas»?
Los Armisted, aparentemente, eran capaces de acusar un insulto: el joven enrojeció y
luego palideció, pero se contuvo para persistir en su propósito.
—Desconozco la identidad del hombre en cuestión —dijo, guardando la calma.
—Discúlpeme —repuso el gobernador, con menos contrición visible de la que suele
acompañar comúnmente a esa palabra. Reflexionó un instante y añadió—: Mañana le
enviaré un nombramiento de capitán en el Décimo Regimiento de Infantería, que ahora se
halla en Nashville, Tenesí. Buenas noches.
—Buenas noches, señor. Gracias.
Cuando el gobernador se quedó solo, permaneció un rato inmóvil, apoyado en su
escritorio. Luego se encogió de hombros, como desechando una preocupación.
—Es un mal asunto —dijo.
Se sentó junto a una mesa para leer que había junto a la chimenea, tomó el libro que
tenía más a mano y lo abrió con aire distraído. Sus ojos cayeron casualmente sobre la
siguiente frase:
«Cuando Dios obligó a una mujer infiel a mentir a su esposo para justificar sus
culpas, tuvo la compasión de infundir en los hombres la necedad de creerle.»
Miró el título del libro: Su majestad el necio.
Arrojó el volumen al fuego.
II
Cómo Decir Lo Que Debe Oírse
El enemigo, derrotado en dos días de lucha en Pittsbirg Landing, había regresado
con resentimiento a Corinth, de donde había salido. Por manifiesta incompetencia Grant
había sido relevado del mando. En la derrota, su ejército se había salvado de ser capturado
y aniquilado por la hábil actuación militar de Buell. Pero el mando no le había sido
otorgado a Buell sino a Halleck, un hombre de experiencia no probada, teórico, de carácter
indolente e indeciso. Sus tropas, siempre desplegadas en línea de batalla para resistir las
escaramuzas de los tiradores enemigos, siempre atrincherándose contra columnas que
nunca llegaban, atravesaron treinta millas de bosques y pantanos, dirigiéndose hacia un
enemigo, presto a desvanecerse al primer contacto, como un fantasma con el canto del
gallo. Fue una campaña de «excursiones y alertas», de reconocimientos y contramarchas,
de despropósitos y contraórdenes. Durante semanas, esta solemne farsa mantuvo la
atención e impulsó a destacados civiles a abandonar los ámbitos de la ambición política
para ver, de cerca y a salvo, todo lo que podían de los horrores de la guerra. Entre estas
personalidades se encontraba nuestro amigo el gobernador. Tanto en los estados mayores
del ejercito como en los campamentos de las tropas de su estado se convirtió en una figura
familiar, siempre escoltado por varios miembros de su equipo, vistosamente
amontonados, impecablemente ataviados y tocados con sombreros de copa. Eran figuras
de ensueño, sugeridoras de pacíficas y tranquilas tierras tras un océano de lucha. El
soldado embarrado los miraba pasar desde su trinchera, apoyado en su pala, y los
insultaba en voz alta para demostrar su opinión sobre la inoportunidad de aquella
ostentación ante los sacrificios de su oficio.
—Opino, señor gobernador —dijo el general Masterson un día, cuando se dirigía a
caballo a una reunión informal, sentado en su postura favorita, con una pierna cruzada
sobre el pomo de su silla—, opino que yo no seguiría más en esa dirección, si estuviera en
su lugar. Fuera de aquí no tenemos más que una línea de tiradores. Supongo que por eso
me han ordenado emplazar aquí estos cañones; si nuestros tiradores deben replegarse, el
enemigo se desesperará al ver que no pueden llevárselos; son «un poquito» pesados.
Hay motivo para temer que esta espontánea muestra de humor militar no cayera
como una brisa del cielo sobre el sombrero de copa del gobernador. Pero no perdió un
ápice de su dignidad.
—Tengo entendido —dijo, con gravedad— que algunos de mis hombres están allí;
una compañía del Décimo Regimiento, comandada por el capitán Armisted. Me gustaría
reunirme con él, si a usted no le importa.
—Merece la pena ir a verlo. Pero más allá hay un trozo de jungla bastante incómodo,
por lo que le aconsejaría que dejara su caballo —lanzó una mirada a la escolta del
gobernador— y su otro acompañamiento.
El gobernador, por tanto, emprendió el viaje solo y a pie. Durante media hora avanzó
por una enredada maleza que cubría todo un suelo pantanoso, hasta que alcanzó un
terreno más abierto y seguro. Allí encontró a media compañía de infantería descansando
tras una línea de fusiles alineados. Los hombres llevaban su equipo completo: cinturones,
cartucheras, mochilas y cantimploras. Algunos dormían profundamente tendidos a todo lo
largo sobre un montón de hojas secas; otros charloteaban ociosamente sobre unas cosas u
otras; unos pocos jugaban a las cartas; ninguno estaba apartado de la línea de fusiles
alineados. Para un civil era una escena de despreocupación, desorden y descuido; un
soldado hubiera adivinado en ella expectación y espera.
A poca distancia, un oficial vestido con uniforme de fajina y armado, sentado sobre
el tronco de un árbol caído, observaba acercarse al visitante. Un sargento, que se había
levantado de uno de los grupos, se dirigía hacia él.
—Deseo ver al capitán Armisted —indicó el gobernador.
El sargento escrutó al visitante sin decir palabra, señaló al oficial y, después de coger
un rifle de los alineados, lo acompañó hacia su jefe.
—Este hombre quiere verlo, mi capitán —dijo, haciendo el saludo de rigor.
El oficial se levantó.
Se hubiera necesitado una mirada muy perspicaz para reconocerlo. El cabello, que
sólo pocos meses antes era moreno, estaba ahora cruzado de canas. El rostro, bronceado
por la vida al aire libre, tenía arrugas de más edad. Una larga y pálida cicatriz sobre la
frente señalaba la huella de una estocada. Una de las mejillas estaba doblada y arrugada
por la obra de una bala. Sólo una leal mujer del Norte lo hubiera encontrado guapo.
—Armisted... capitán —dijo el gobernador tendiéndole la mano—, ¿no me reconoce?
—Lo reconozco, señor, y lo saludo... como gobernador de mi Estado.
Alzó la mano izquierda a la altura de la sien y efectuó el saludo reglamentario. El
código militar no prevé el saludo de estrecharse las manos. Por tanto, el civil dejó caer la
suya. Si el gobernador sintió sorpresa o decepción, su rostro no lo expresó.
—Ésta es la mano que firmó su nombramiento —dijo.
—Y es la mano...
La frase quedó en suspenso. De la dirección del frente llegó la sonora detonación de
un fusil, seguida de otra y otra más. Una bala atravesó el bosque silbando y se incrustó en
un árbol cercano. Los hombres se levantaron de un salto del suelo y, antes de que la clara y
potente voz del capitán pronunciara la orden «¡¡Atención!!», se habían tirado ya a la
retaguardia, tras la hilera de armas alineadas. De nuevo,. ahora a través del estruendo de
una restallante descarga de fusilería, sonó la pausada y precisa cantinela militar: «A... las
armas», a la que siguió el golpeteo del calado de las bayonetas.
Las balas del enemigo invisible les llovían ahora encima, veloces y en denso círculo,
aunque la mayoría se perdían, emitiendo el zumbido característico del choque con las
ramas y el desvío de la trayectoria. Dos o tres hombres habían caído ya en la retaguardia.
Un grupo de heridos del puesto de escaramuza del frente surgió de la maleza cojeando
con dificultad; casi todos se encaminaron directamente a la retaguardia sin detenerse, con
el rostro pálido y apretando los dientes.
Súbitamente, se produjo un profundo y chirriante estampido en el frente, al que
siguió el sobrecogedor ataque de un obús, que, sobrevolándolos, fue a explotar en el borde
de la espesura, incendiando las hojas secas. Penetrando el estruendo, flotando por encima
de él como la melodía de un pájaro en lo alto, resonaban las lentas y monótonas órdenes
del capitán, sin acento ni énfasis, musicales y tranquilas como un cántico en las noches de
cosechas. Familiarizados con aquel sonido tranquilizador en los momentos de inminente
peligro, aquellos soldados inexpertos, con menos de un año de entrenamiento, cedían al
hechizo y ejecutaban las órdenes con la precisión y la compostura de veteranos. Incluso el
distinguido civil que se protegía tras un árbol, oscilando entre el orgullo y el terror, era
sensible a su encanto y su seducción. Sintió que su valor se fortalecía, y sólo corrió cuando
los tiradores de vanguardia, tras recibir órdenes de unirse a la reserva, salieron del bosque
como liebres acosadas y formaron a la izquierda de la línea de tropa, sin resuello, dando
gracias por poder recuperar el aliento.
III
Combate De Un Hombre Que No Lucha Con El Corazón
Guiado en su retirada por los soldados heridos, el gobernador llegó valientemente a
la retaguardia, atravesando otra vez aquel «trozo de jungla bastante incómodo». Estaba sin
aliento y un poco confuso. Excepto algún que otro disparo aislado, no había ninguna señal
de lucha tras él. El enemigo estaba reuniéndose para efectuar un nuevo ataque a un
adversario cuyo número de fuerzas y cuya situación estratégica desconocía. El civil
fugitivo pensó que probablemente iba a conservar la vida para el servicio de su patria y
encomendó a la Providencia las disposiciones adecuadas a este fin. Pero al saltar un
pequeño arroyo, en un terreno más abierto, una de estas disposiciones incluyó la desgracia
de una desagradable torcedura de tobillo. No pudo continuar la retirada, pues estaba
demasiado gordo para andar saltando sobre un solo pie, por lo que, tras varios intentos
inútiles, que le causaron un gran dolor, se sentó en el suelo, cuidando su humillante
invalidez y lamentando aquella situación militar.
De nuevo el fuego se renovó, con más intensidad, y las balas perdidas volaron,
zumbando a su alrededor. Después le llegó el estrépito de dos salvas rotundas y nítidas, a
las que siguió un crepitar continuo a través del cual le llegaban los gritos y las
exclamaciones de los combatientes, sobre el fondo de los truenos de los cañones. Esto le
indicó que la pequeña compañía al mando del capitán Armisted había sido violentamente
atacada y la lucha era cuerpo a cuerpo. Los heridos que iban tras él comenzaron a aparecer
por cada lado, y su número había aumentado por nuevas levas de soldados de la reserva.
En solitario, o de dos en dos, o tres en tres, algunos sujetando a otros camaradas más
gravemente heridos, pero todos encerrados en sí mismos, sordos a los gritos de auxilio, se
internaban en la maleza y desaparecían allí. El ruido del fuego del combate aumentaba y
se hacía más nítido, y pronto a los fugitivos heridos les sucedieron hombres que
caminaban con paso firme, se volvían de vez en cuando para descargar sus armas y
reanudaban el camino de retirada recargándolas mientras andaban. Dos o tres cayeron
mientras él los miraba, y quedaron inmóviles sobre el suelo. Uno, que conservaba todavía
el aliento de vida suficiente, hizo un intento lastimoso de arrastrarse para ocultarse. Un
camarada que pasaba por el lado y se detenía para disparar, lo miró y apreció con una
ojeada la gravedad del pobre diablo; prosiguió su camino con expresión hosca, mientras
insertaba un cartucho en su fusil.
Allí no había nada de la pompa de la guerra, ninguna huella de gloria. Incluso en
medio de todo aquel peligro y aquel dolor, el desamparado civil no pudo evitar contrastar
esto con las paradas magníficas y los desfiles organizados en su honor, con
resplandecientes uniformes, música, banderas y paso marcial. Aquello era algo feo y
nauseabundo: para su gusto artístico era desagradable, repugnante, brutal.
—¡Uf! —exclamó, estremeciéndose—. ¡Esto es abominable! ¿Dónde está el encanto de
todo? ¿Los nobles sentimientos, la fe, el heroísmo, el...?
Desde un punto cercano, en la dirección del enemigo que los perseguía, se elevó la
clara y pausada cantinela del capitán Armisted: «Caaal-ma, chicos ... caaal-ma. ¡Aaalto!
¡Abraaan... fuegol».
El crepitar de poco más de doce rifles se destacó entre el tumulto general, y luego,
otra vez, el penetrante falseto: « ¡Aaalto... el fuego! ¡Reeetirada! ¡Maaarchando!».
En pocos momentos, el resto de la tropa se habla replegado lentamente a la derecha
del gobernador, encarando la retirada, desplegados los hombres a seis pasos unos de
otros. Por el lado izquierdo, unos metros atrás, venía el capitán. El gobernador gritó su
nombre, pero el capitán no lo oyó. Un tropel de soldados con uniforme gris salieron de la
espesura corriendo y se dirigieron directamente hacia donde yacía el gobernador. Un
accidente del terreno los había llevado a converger con los otros en aquel punto, con lo
que la línea se convirtió en una muchedumbre revuelta. En un último esfuerzo por salvar
la vida y la libertad, el gobernador intentó levantarse y, en ese momento, el capitán se
volvió y lo vio. En seguida, pero con la misma precisión que antes, entonó su cantinela:
—«¡Tiradores... alto!»
Los hombres se detuvieron y, obedeciendo la orden, se volvieron al enemigo.
—«¡Derecha... Formen!»
Se reunieron corriendo, apuntando con sus bayonetas, y formaron en fila cerrada a
partir del primer hombre que empezaba la línea.
—«¡Aaadelante... salvar al gobernador del Estado..., reeedoblen paso... maaarch ... !»
Sólo un hombre desobedeció esta sorprendente orden: estaba muerto. Con un grito,
los tiradores salvaron los veinte o treinta pasos que los separaban de su misión. El capitán,
que estaba más cerca, llegó antes, al mismo tiempo que el enemigo. Le lanzaron seis
disparos precipitados y un soldado de avanzadilla, un tipo de formidable estatura, sin
gorra y con el pecho descubierto, intentó romperle la cabeza con la culata del rifle. El
capitán paró el golpe, rompiéndose el brazo al hacerlo, y clavó su espada hasta la
empuñadura en el pecho del gigante. Al caer, el cuerpo le arrancó la espada de las manos
y, antes de que pudiera sacar el revólver de la cartuchera, otro hombre se abalanzó sobre
él como un tigre, le aferró el cuello con las manos y lo lanzó sobre el postrado gobernador,
que todavía luchaba por incorporarse. Un sargento federal atravesó rápidamente al
hombre con su bayoneta y con una patada en las muñecas lo obligó a aflojar del cuello del
capitán la presión de sus manos agonizantes. Cuando el capitán se puso en pie estaba ya
en la retaguardia de sus tiradores, que habían pasado alrededor de él y atacaban
fieramente a sus enemigos, más numerosos pero menos organizados. Prácticamente todos
los rifles estaban descargados por ambas partes y, en la pelea, no había tiempo ni ocasión
de recargarlos. Los confederados estaban en desventaja porque la mayoría de ellos no
tenía bayonetas; luchaban a garrotazos, y un rifle como porra es un arma formidable. El
ruido de la batalla semejaba el entrechocar de los cuernos de los toros luchando entre sí:
aquí o allá el estallido de un cráneo, una maldición, el chirrido de la boca del rifle contra el
abdomen ya traspasado por la bayoneta. El capitán Armisted se precipitó hacia una
hondonada producida por la caída de uno de sus hombres, con el brazo izquierdo roto
pendiendo al costado. En la mano derecha llevaba un revólver, cuya completa carga vació
rápidamente, con terribles efectos, sobre el grueso de las tropas uniformadas de gris. Pero
los sobrevivientes de la primera fila fueron empujados hacia delante, por encima de los
cadáveres, por sus compañeros de la retaguardia, hasta que enfrentaron de nuevo su
pecho a las bayonetas incansables. Sin embargo, cada vez quedaban menos bayonetas;
media docena a lo sumo. Unos minutos más de aquel salvaje enfrentamiento —una
pequeña escaramuza cuerpo a cuerpo— y todo habría acabado.
De repente, unas fuertes detonaciones resonaron a derecha e izquierda. A la carrera
llegaba un nuevo destacamento de tiradores federales, arrasando las partes de la línea
confederada que habían quedado separadas por el avance del centro. Y a unos doscientos
o trescientos metros detrás de estos nuevos combatientes, se veía, confusamente, entre los
árboles, ¡una línea de combate!
Instintivamente, antes de emprender la retirada, el grupo de soldados de gris realizó
un último ataque salvaje contra sus adversarios, arrollándolos con el mero impulso de su
velocidad, y, al no poder usar sus armas, en el tumulto, aplastándolos y pisoteándolos
brutalmente en los miembros, el cuerpo, el cuello, las caras. Después se retiraron, pisando
con sus pies ensangrentados a sus propios muertos, y se unieron a la desbandada general.
Con ello, la escaramuza finalizó.
IV
Los Grandes Honran A Los Grandes
El gobernador, que había perdido el conocimiento, abrió los ojos, miró a su alrededor
y recordó, lentamente, los hechos ocurridos aquel día. Un soldado con uniforme de
comandante estaba arrodillado a su lado; era un cirujano. Cerca se encontraban los
miembros civiles de su equipo de gobierno, que expresaban en sus rostros una solicitud
muy natural, teniendo en cuenta sus cargos. Un poco más alejado, el general Masterson se
dirigía a otro oficial gesticulando con un puro. En aquel momento decía:
—Ha sido la batalla más hermosa que se ha visto nunca. ¡Por Dios, señor, ha sido
magnífica!
La hermosura y la magnificencia las atestiguaba una hilera de muertos
cuidadosamente alineados, y otra hilera de heridos, más informalmente colocados,
angustiados y semidesnudos, pero elegantemente vendados.
—¿Cómo se encuentra, señor? —inquirió el médico—. No le hallo ninguna herida.
—Creo que estoy bien —respondió el paciente, sentándose—. Es mi tobillo.
El cirujano dirigió su atención al tobillo y rasgó la bota. Todos los ojos siguieron el
movimiento del cuchillo.
Al mover la pierna, quedó al descubierto un papel doblado. El paciente lo cogió y lo
abrió distraídamente. Era una carta escrita tres meses antes y firmada con el nombre de
«Julia». Al ver por casualidad su nombre en ella, la leyó. No era nada interesante: era sólo
la confesión de una esposa infiel y arrepentida de un pecado inútil, abandonada por su
seductor. La carta había caído del bolsillo del capitán Armisted; el lector la guardó con
calma en su bolsillo.
Un ayudante de campo llegó en ese momento a caballo y desmontó. Avanzó hacia el
gobernador y lo saludó.
—Señor gobernador —dijo—, lamento encontrarlo herido. El general en jefe lo
ignoraba. Le presenta sus saludos y me ordena informarle que ha dispuesto para mañana,
en su honor, un gran desfile de los cuerpos de reserva. Me permito añadir que el coche del
general está a su disposición, en caso de que pueda usted asistir.
—Tenga la amabilidad de comunicar al general en jefe que le agradezco
profundamente su cortesía. Si tiene la paciencia de aguardar unos minutos, podrá
transmitirle una respuesta más concreta.
Esbozó una radiante sonrisa y, mirando al cirujano y a sus ayudantes, añadió:
—En estos momentos —si me permiten ustedes un alusión a los horrores de la paz—,
estoy «en manos de mis amigos».
El humor de los grandes es contagioso. Todos rieron sus palabras.
—¿Dónde está el capitán Armisted? —preguntó el gobernador ya no tan
distraídamente.
El cirujano alzó la vista del trabajo que realizaba y señaló con el dedo en silencio el
cuerpo más próximo de la hilera de muertos. Le habían cubierto discretamente el rostro
con un pañuelo. Estaba tan cerca que el gran hombre hubiera podido posar la mano
encima. Pero no lo hizo. Posiblemente tuvo miedo de que sangrara.
Una Noche De Verano
El hecho de que Henry Armstrong estuviera enterrado no era motivo suficientemente
convincente como para demostrarle que estaba muerto: siempre había sido un hombre
difícil de persuadir. El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba
realmente enterrado. Su posición —tendido boca arriba con las manos cruzadas sobre su
estómago y atadas, que rompió fácilmente sin que se alterase la situación—, el estricto
confinamiento de toda su persona, la negra oscuridad y el profundo silencio, constituían
una evidencia imposible de contradecir y Armstrong lo aceptó sin perderse en
cavilaciones.
Pero, muerto... no. Sólo estaba enfermo, muy enfermo, aunque, con la apatía del
inválido, no se preocupó demasiado por la extraña suerte que le había correspondido. No
era un filósofo, sino simplemente una persona vulgar, dotada en aquel momento de una
patológica indiferencia; el órgano que le había dado ocasión de inquietarse estaba ahora
aletargado. De modo que sin ninguna aprensión por lo que se refiriera a su futuro
inmediato, se quedó dormido y todo fue paz para Henry Armstrong.
Pero algo todavía se movía en la superficie. Era aquella una oscura noche de verano,
rasgada por frecuentes relámpagos que iluminaban unas nubes, las cuales avanzaban por
el este preñadas de tormenta. Aquellos breves y relampagueantes fulgores proyectaban
una fantasmal claridad sobre los monumentos y lápidas del camposanto. No era una
noche propicia para que una persona normal anduviera vagabundeando alrededor de un
cementerio, de modo que los tres hombres que estaban allí, cavando en la tumba de Henry
Armstrong, se sentían razonablemente seguros.
Dos de ellos eran jóvenes estudiantes de una Facultad de Medicina que se hallaba a
unas millas de distancia; el tercero era un gigantesco negro llamado Jess. Desde hacía
muchos años Jess estaba empleado en el cementerio en calidad de sepulturero, y su chanza
favorita era la de que "conocía todas las ánimas del lugar". Por la naturaleza de lo que
ahora estaba haciendo, podía inferirse que el lugar no estaba tan poblado como su libro de
registro podía hacer suponer.
Al otro lado del muro, apartados de la carretera, podían verse un caballo y un
carruaje ligero, esperando.
El trabajo de excavación no resultaba difícil; la tierra con la cual había sido rellenada
la tumba unas horas antes ofrecía poca resistencia, y no tardó en quedarse amontonada a
uno de los lados de la fosa. El levantar la tapadera del ataúd requirió más esfuerzo, pero
Jess era práctico en la tarea y terminó por colocar cuidadosamente la tapadera sobre el
montón de tierra, dejando al descubierto el cadáver, ataviado con pantalones negros y
camisa blanca.
En aquel preciso instante, un relámpago zigzagueó en el aire, desgarrando la
oscuridad, y casi inmediatamente estalló un fragoroso trueno. Arrancado de su sueño,
Henry Armstrong incorporó tranquilamente la mitad superior de su cuerpo hasta quedar
sentado.
Profiriendo gritos inarticulados, los hombres huyeron, poseídos por el terror, cada
uno de ellos en una dirección distinta. Dos de los fugitivos no hubieran regresado por
nada del mundo. Pero Jess estaba hecho de otra pasta.
Con las primeras luces del amanecer, los dos estudiantes, pálidos de ansiedad y con
el terror de su aventura latiendo aún tumultuosamente en su sangre, llegaron a la
Facultad.
—¿Lo has visto? —exclamó uno de ellos.
—¡Dios! Sí... ¿Qué vamos a hacer?
Se encaminaron a la parte de atrás del edificio, donde vieron un carruaje ligero con
un caballo uncido y atado por el ronzar a una verja, cerca de la sala de disección.
Maquinalmente, los dos jóvenes entraron en la sala. Sentado en un banco, a oscuras,
vieron al negro Jess. El negro se puso de pie, sonriendo, todo ojos y dientes.
—Estoy esperando mi paga —dijo.
Desnudo sobre una larga mesa, yacía el cadáver de Henry Armstrong. Tenía la
cabeza manchada de sangre y arcilla por haber recibido un golpe de azada.
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Una Rebelión De Los Dioses
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Mi padre era desodorizador de perros muertos; mi madre mantenía el único negocio
de carne para gatos en mi ciudad natal. No vivían felices: la diferencia de rango social era
un abismo que no podía ser salvado por los votos del matrimonio. Era en verdad una
alianza incompatible y desafortunada; y como podría haberse previsto, terminó en
desastre. Una mañana, después de las habituales riñas del desayuno, mi padre se levantó
de la mesa, tembloroso y pálido de ira, y dirigiéndose a la iglesia, azotó al sacerdote que
había llevado a cabo la ceremonia matrimonial. El acto fue generalmente condenado y el
sentimiento público se alzó tan fuertemente contra el ofensor, que la gente permitiría antes
yacer perros muertos en su propiedad hasta que la fragancia fuera ensordecedora, antes
que emplearlo; y las autoridades municipales soportaron que un viejo mastín hinchado
exhalase desde una plaza pública una emanación tan clamorosa, que los forasteros de paso
suponían para sí que se encontraban en las vecindades de un aserradero. Mi padre era
verdaderamente impopular. Durante esos oscuros días, el único sostén de la familia
provenía del emporio de comida para gatos de mi madre.
El negocio era lucrativo. En aquella ciudad, que era la más antigua del mundo, el
gato era objeto de veneración. Su culto era la religión de la zona. La suma y multiplicación
de gatos era una instrucción aritmética permanente. Naturalmente, el desatender los
deseos de un gato era castigado con gran severidad en este mundo y en el otro; por lo
tanto mi madre contaba con cientos de clientes. Sin embargo, con un esposo improductivo
y diecisiete niños, ella tenía algunas dificultades en unir los dos extremos; y al fin la
necesidad de incrementar la diferencia entre el precio de costo y el precio de venta de sus
mercancías carnales la llevó a un expediente que se revelaría como eminentemente
desastroso: concibió la desgraciada idea de vengarse rehusándose a vender carne para
gatos hasta que el boicot a su marido hubiese terminado.
El día en que puso su resolución en práctica el negocio estaba atestado de clientes
excitados y otros se extendían en turbulentas e incansables masas a lo largo de cuatro
cuadras, hasta perderse de vista. En el interior no había más que maldiciones, apretones,
gritos y amenazas. Se recurrió libremente a la intimidación —varios de mis hermanos y
hermanas menores fueron amenazados con ser cortados en pedazos para los gatos—, pero
mi madre se mantuvo firme como una roca y aquel fue un oscuro día para Sardasa, la
antigua y sagrada ciudad que era el escenario de estos acontecimientos. ¡La huelga fue
vigorosamente mantenida, y setecientos cincuenta gatos se acostaron hambrientos!
A la mañana siguiente la ciudad se encontró con que durante la noche había sido
empapelada con una proclama de la Unión Federada de Viejas Criadas. Esta anciana y
poderosa orden afirmaba a través de su Suprema Cabeza Ejecutiva que el boicot a mi
padre y la vengativa huelga de mi madre ponían en serio peligro los intereses de la
religión. La proclama continuaba puntualizando que si no se tomaban medidas antes del
mediodía de la fecha, todas las viejas criadas pararían... y así lo hicieron.
El próximo acto de este infeliz drama fue una insurrección de gatos. Estos sagrados
animales, viendo que habían sido condenados a la inanición, organizaron un mitin masivo
y marcharon en procesión a través de las calles, blasfemando y escupiendo como
demonios. Esta revuelta de los dioses produjo tal consternación que muchas personas
piadosas murieron de espanto y todos los negocios debieron cerrar para enterrarlas y
promulgar terroríficas resoluciones.
Las cosas iban tan mal como les era posible. Se llevaron a cabo mítines entre los
representantes de los intereses hostiles, pero en ellos no se llegó a ningún entendimiento.
Cada acuerdo era roto tan pronto como se hacía y cada elemento de la disputa era
presentado frenéticamente al pueblo. Se avecinaba un nuevo horror.
Se recordará que mi padre era un desodorizador de perros muertos, pero estaba
imposibilitado de practicar su útil y modesta profesión porque nadie lo quería emplear. En
consecuencia los perros muertos apestaban como vagabundos. ¡Entonces se declararon en
huelga! De cada baldío y terreno público, de cada seto y zanja y cloaca y cisterna, de los
cristalinos riachuelos y de las cuajadas aguas de los canales y estuarios —en resumen, de
todos los lugares que desde tiempo inmemorial habían sido propiedad de perros muertos
y consagrados a sus usos y a los de sus herederos y sucesores, para siempre—, ¡se alzaron
en tropel innumerable, en lúgubre cuadrilla! Su procesión abarcaba una milla. A mitad de
camino hacia la ciudad se dieron de lleno con la procesión de gatos. Instantáneamente
éstos enarcaron sus espaldas e irguieron sus colas; los perros muertos descubrieron los
dientes, y erizaron su pelambre, como si aún estuviese adherida a la piel.
¡La carnicería que siguió fue demasiado espantosa para ser contada! La luz del sol
fue oscurecida por los pedazos de piel volando, y la batalla fue librada en la oscuridad, a
ciegas y descuidadamente. Los insultos de los gatos se oyeron a varias millas de distancia,
mientras la fragancia de los perros muertos desolaba siete provincias.
Es imposible determinar cómo podría haber culminado la contienda, pero cuando
ésta estaba en su apogeo, la Unión Federada de Viejas Criadas llegó corriendo a lo largo de
la calle y se insertó de lleno en el grueso de la lucha. Un momento después mi madre se
mostró entre las huestes, blandiendo a su alrededor una cuchilla de carnicero, con gran
libertad e imparcialidad. Mi padre se unió a la lucha, se comprometieron las autoridades
municipales, y el público en general, convergiendo desde todos los puntos del compás, se
consumió a sí mismo en el centro, como si fuera presionado desde la circunferencia.
Finalmente, los muertos realizaron un mitin en el cementerio y resolviéndose por la
huelga general, comenzaron a destruir bóvedas, tumbas, monumentos, lápidas, sauces,
ángeles y corderitos de mármol, todo lo que tuvieran a mano. Al anochecer, lo vivo y lo
muerto estaba exterminado por igual, y donde antes se levantara la antigua y sagrada
ciudad de Sardasa no quedó más que una excavación llena de cadáveres y escombros, tiras
de gatos y parches de perros venidos a menos. El lugar es ahora una vasta pileta de agua
estancada en el centro de un desierto.
Los escalofriantes acontecimientos de aquellos pocos días constituyeron mi
educación industrial, y aproveché tan bien mis ventajas que ahora soy Jefe de Tumulto en
los Duques del Desorden, una organización que reúne a trece millones de obreros
norteamericanos.
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Una Tumba Sin Fondo
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Me llamo John Brenwalter. Mi padre, un borracho, logró patentar un invento para
fabricar granos de café con arcilla; pero era un hombre honrado y no quiso involucrarse en
la fabricación. Por esta razón era sólo moderadamente rico, pues las regalías de su muy
valioso invento apenas le dejaban lo suficiente para pagar los gastos de los pleitos contra
los bribones culpables de infracción. Fue así que yo carecí de muchas de las ventajas que
gozan los hijos de padres deshonestos e inescrupulosos, y de no haber sido por una madre
noble y devota (quien descuidó a mis hermanos y a mis hermanas y vigiló personalmente
mi educación), habría crecido en la ignorancia y habría sido obligado a asistir a la escuela.
Ser el hijo favorito de una mujer bondadosa es mejor que el oro.
Cuando yo tenía diecinueve años, mi padre tuvo la desgracia de morir. Había tenido
siempre una salud perfecta, y su muerte, ocurrida a la hora de cenar y sin previo aviso, a
nadie sorprendió tanto como a él mismo. Esa misma mañana le habían notificado la
adjudicación de la patente de su invento para forzar cajas de caudales por presión
hidráulica y sin hacer ruido. El Jefe de Patentes había declarado que era la más ingeniosa,
efectiva y benemérita invención que él hubiera aprobado jamás. Naturalmente, mi padre
previó una honrosa, próspera vejez. Es por eso que su repentina muerte fue para él una
profunda decepción. Mi madre, en cambio, cuyas piedad y resignación ante los designios
del Cielo eran virtudes conspicuas de su carácter, estaba aparentemente menos
conmovida. Hacia el final de la comida, una vez que el cuerpo de mi pobre padre fue
alzado del suelo, nos reunió a todos en el cuarto contiguo y nos habló de esta manera:
—Hijos míos, el extraño suceso que han presenciado es uno de los más desagradables
incidentes en la vida de un hombre honrado, y les aseguro que me resulta poco agradable.
Les ruego que crean que yo no he tenido nada que ver en su ejecución. Desde luego —
añadió después de una pausa en la que bajó sus ojos abatidos por un profundo
pensamiento—, desde luego es mejor que esté muerto.
Dijo estas palabras como si fuera una verdad tan obvia e incontrovertible que
ninguno de nosotros tuvo el coraje de desafiar su asombro pidiendo una explicación.
Cuando cualquiera de nosotros se equivocaba en algo, el aire de sorpresa de mi madre nos
resultaba terrible. Un día, cuando en un arranque de mal humor me tomé la libertad de
cortarle la oreja al bebé, sus simples palabras: "¡John, me sorprendes!", fueron para mí una
recriminación tan severa que al fin de una noche de insomnio, fui llorando hasta ella y,
arrojándome a sus pies, exclamé: "¡Madre, perdóname por haberte sorprendido!" Así,
ahora, todos —incluso el bebé de una sola oreja— sentimos que aceptar sin preguntas el
hecho de que era mejor, en cierto modo, que nuestro querido padre estuviese muerto,
provocaría menos fricciones. Mi madre continuó:
—Debo decirles, hijos míos, que en el caso de una repentina y misteriosa muerte, la
ley exige que venga el médico forense, corte el cuerpo en pedazos y los someta a un grupo
de hombres, quienes, después de inspeccionarlos, declaran a la persona muerta. Por hacer
esto el forense recibe una gran suma de dinero. Deseo eludir tan penosa formalidad; eso es
algo que nunca tuvo la aprobación de... de los restos. John —aquí mi madre volvió hacia
mí su rostro angelical— tú eres un joven educado y muy discreto. Ahora tienes la
oportunidad de demostrar tu gratitud por todos los sacrificios que nos impuso tu
educación. John, ve y mata al forense.
Inefablemente complacido por esta prueba de confianza de mi madre y por la
oportunidad de distinguirme por medio de un acto que cuadraba con mi natural
disposición, me arrodillé ante ella, llevé sus manos hasta mis labios y las bañé con
lágrimas de emoción. Esa tarde, antes de las cinco, había eliminado al médico.
De inmediato fui arrestado y arrojado a la cárcel. Allí pasé una noche muy incómoda:
me fue imposible dormir a causa de la irreverencia de mis compañeros de celda, dos
clérigos, a quienes la práctica teológica había dado abundantes ideas impías y un dominio
absolutamente único del lenguaje blasfemo. Pero ya avanzada la mañana, el carcelero que
dormía en el cuarto contiguo y a quien tampoco habían dejado dormir, entró en la celda y
con un feroz juramento advirtió a los reverendos caballeros que, si oía una blasfemia más,
su sagrada profesión no le impediría ponerlos en la calle. En consecuencia moderaron su
objetable conversación sustituyéndola por un acordeón. Así, pude dormir el pacífico y
refrescante sueño de la juventud y la inocencia.
A la mañana siguiente me condujeron ante el Juez Superior, un magistrado de
sentencia, y se me sometió al examen preliminar. Alegué que no tenía culpa, y añadí que el
hombre al que yo había asesinado era un notorio demócrata. (Mi bondadosa madre era
republicana y desde mi temprana infancia fui cuidadosamente instruido por ella en los
principios de gobierno honesto y en la necesidad de suprimir la oposición sediciosa.) El
juez, elegido mediante una urna republicana de doble fondo, estaba visiblemente
impresionado por la fuerza lógica de mi alegato y me ofreció un cigarrillo.
—Con el permiso de Su Excelencia —comenzó el Fiscal—, no considero necesario
exponer ninguna prueba en este caso. Por la ley de la nación se sienta usted aquí como
juez de sentencia y es su deber sentenciar. Tanto testimonio como argumentos implicarían
la duda acerca de la decisión de Su Excelencia de cumplir con su deber jurado. Ese es todo
mi caso.
Mi abogado, un hermano del médico forense fallecido, se levantó y dijo:
—Con la venia de la Corte... mi docto amigo ha dejado tan bien y con tanta
elocuencia establecida la ley imperante en este caso, que sólo me resta preguntar hasta
dónde se la ha acatado. En verdad, Su Excelencia es un magistrado penal, y como tal es su
deber sentenciar... ¿qué? Ese es un asunto que la ley, sabia y justamente, ha dejado a su
propio arbitrio, y sabiamente ya ha descargado usted cada una de las obligaciones que la
ley impone. Desde que conozco a Su Excelencia no ha hecho otra cosa que sentenciar.
Usted ha sentenciado por soborno, latrocinio, incendio premeditado, perjurio, adulterio,
asesinato... cada crimen del código y cada exceso conocido por los sensuales y los
depravados, incluyendo a mi docto amigo, el Fiscal. Usted ha cumplido con su deber de
magistrado penal, y como no hay ninguna evidencia contra este joven meritorio, mi
cliente, propongo que sea absuelto.
Se hizo un solemne silencio. El Juez se levantó, se puso la capa negra y, con voz
temblorosa de emoción, me sentenció a la vida y a la libertad. Después, volviéndose hacia
mi consejero, dijo fría pero significativamente:
—Lo veré luego.
A la mañana siguiente, el abogado que me había defendido tan escrupulosamente
contra el cargo de haber asesinado a su propio hermano —con quien había tenido una
pelea por unas tierras— desapareció, y se desconoce su suerte hasta el día de hoy.
Entretanto, el cuerpo de mi pobre padre había sido secretamente sepultado a
medianoche en el patio de su último domicilio, con sus últimas botas puestas y el
contenido de su fallecido estómago sin analizar.
—Él se oponía a cualquier ostentación —dijo mi querida madre mientras terminaba
de apisonar la tierra y ayudaba a los niños a extender una capa de paja sobre la tierra
removida—, sus instintos eran domésticos y amaba la vida tranquila.
El pedido de sucesión de mi madre decía que ella tenía buenas razones para creer
que el difunto estaba muerto, puesto que no había vuelto a comer a su casa desde hacía
varios días; pero el Juez de la Corte del Cuervo —como siempre despreciativamente la
llamó después— decidió que la prueba de muerte no era suficiente y puso el patrimonio
en manos de un Administrador Público, que era su yerno. Se descubrió que el pasivo daba
igual que el activo; sólo había quedado la patente de invención del dispositivo para forzar
cajas de seguridad por presión hidráulica y en silencio, y ésta había pasado a ser
propiedad legítima del Juez Testamentario y del Administrador Público, como mi querida
madre prefería llamarlo. Así, en unos pocos meses, una acaudalada y respetable familia
fue reducida de la prosperidad al delito; la necesidad nos obligó a trabajar.
Diversas consideraciones, tales como la idoneidad personal, la inclinación, etc., nos
guiaban en la selección de nuestras ocupaciones. Mi madre abrió una selecta escuela
privada para enseñar el arte de alterar las manchas sobre las alfombras de piel de
leopardo; el mayor de mis hermanos, George Henry, a quien le gustaba la música, se
convirtió en el corneta de un asilo para sordomudos de los alrededores; mi hermana Mary
María, tomaba pedidos de Esencias de Picaportes del Profesor Pumpernickel, para sazonar
aguas minerales, y yo me establecí como ajustador y dorador de vigas para horcas. Los
demás, demasiado jóvenes para trabajar, continuaron con el robo de pequeños artículos
expuestos en las vidrieras de las tiendas, tal como se les había enseñado.
En nuestros ratos de ocio atraíamos a nuestra casa a los viajeros y enterrábamos los
cuerpos en un sótano.
En una parte de este sótano guardábamos vinos, licores y provisiones. De la rapidez
con que desaparecían nos sobrevino la supersticiosa creencia de que los espíritus de las
personas enterradas volvían a la noche y se daban un festín. Al menos era cierto que con
frecuencia, de mañana, solíamos descubrir trozos de carnes adobadas, mercaderías
envasadas y restos de comida ensuciando el lugar, a pesar de que había sido cerrado con
llave y atrancado, previendo toda intromisión humana. Se propuso sacar las provisiones y
almacenarlas en cualquier otro sitio, pero nuestra querida madre, siempre generosa y
hospitalaria, dijo que era mejor soportar la pérdida que arriesgarse a ser descubiertos; si a
los fantasmas les era negada esta insignificante gratificación, podrían promover una
investigación que echaría por tierra nuestro esquema de la división del trabajo, desviando
las energías de toda la familia hacia la simple industria a la cual yo me dedicaba: todos
terminaríamos decorando las vigas de las horcas. Aceptamos su decisión con filial
sumisión, que se debía a nuestro respeto por su sabiduría y la pureza de su carácter.
Una noche, mientras todos estábamos en el sótano —ninguno se atrevía a entrar solo
— ocupados en la tarea de dispensar al alcalde de una ciudad vecina los solemnes oficios
de la cristiana sepultura, mi madre y los niños pequeños sosteniendo cada uno una vela,
mientras que George Henry y yo trabajábamos con la pala y el pico, mi hermana Mary
María profirió un chillido y se cubrió los ojos con las manos. Estábamos todos
sobrecogidos de espanto y las exequias del alcalde fueron suspendidas de inmediato, a la
vez que, pálidos y con la voz temblorosa, le rogamos que nos dijera qué cosa la había
alarmado. Los niños más pequeños temblaban tanto que sostenían las velas con escasa
firmeza, y las ondulantes sombras de nuestras figuras danzaban sobre las paredes con
movimientos toscos y grotescos que adoptaban las más pavorosas actitudes. La cara del
hombre muerto, ora fulgurando horriblemente en la luz, ora extinguiéndose a través de
alguna fluctuante sombra, parecía adoptar cada vez una nueva y más imponente
expresión, una amenaza aún más maligna. Más asustadas que nosotros por el grito de la
niña, las ratas echaron a correr en multitudes por el lugar, lanzando penetrantes chillidos,
o con sus ojos fijos estrellando la oscura opacidad de algún distante rincón, meros puntos
de luz verde haciendo juego con la pálida fosforescencia de la podredumbre que llenaba la
tumba a medio cavar y que parecía la manifestación visible de un leve olor a moribundo
que corrompía el aire insalubre. Ahora los niños sollozaban y se pegaban a las piernas de
sus mayores, dejando caer sus velas, y nosotros estábamos a punto de ser abandonados a
la total oscuridad, excepto por esa luz siniestra que fluía despaciosamente por encima de
la tierra revuelta e inundaba los bordes de la tumba como una fuente.
Entretanto, mi hermana, arrodillada sobre la tierra extraída de la excavación, se había
quitado las manos de la cara y estaba mirando con ojos dilatados en el interior de un
oscuro espacio que había entre dos barriles de vino.
—¡Allí está! ¡Allí está! —chilló, señalando— ¡Dios del cielo! ¿No pueden verlo?
Y realmente estaba allí: una figura humana apenas discernible en las tinieblas; una
figura que se balanceaba de un costado a otro como si se fuera a caer, agarrándose a los
barriles de vino para sostenerse; dio un paso hacia adelante, tambaleándose y, por un
momento, apareció a la luz de lo que quedaba de nuestras velas; luego se irguió
pesadamente y cayó postrada en tierra. En ese momento todos habíamos reconocido la
figura, la cara y el porte de nuestro padre. ¡Muerto estos diez meses y enterrado por
nuestras propias manos! ¡Nuestro padre, sin duda, resucitado y horriblemente borracho!
En los incidentes ocurridos durante la fuga precipitada de ese terrible lugar; en la
aniquilación de todo humano sentimiento en ese tumultuoso, loco apretujarse por la
húmeda y mohosa escalera, resbalando, cayendo, derribándose y trepando uno sobre la
espalda del otro, las luces extinguidas, los bebés pisoteados por sus robustos hermanos y
arrojados de vuelta a la muerte por un brazo maternal; en todo esto no me atrevo a pensar.
Mi madre, mi hermano y mi hermana mayores y yo escapamos; los otros quedaron abajo,
para morir de sus heridas o de su terror; algunos, quizá, por las llamas, puesto que en una
hora, nosotros cuatro, juntando apresuradamente el poco dinero y las joyas que teníamos,
y la ropa que podíamos llevar, incendiamos la casa y huimos bajo la luz de las llamas,
hacia las colinas. Ni siquiera nos detuvimos a cobrar el seguro, y mi querida madre dijo en
su lecho de muerte, años después en una tierra lejana, que ése había sido el único pecado
de omisión que quedaba sobre su conciencia. Su confesor, un hombre santo, le aseguró
que, bajo tales circunstancias, el Cielo le perdonaría su descuido.
Cerca de diez años después de nuestra desaparición de los escenarios de mi infancia,
yo, entonces un próspero falsificador, regresé disfrazado al lugar con la intención de
recuperar algo de nuestro tesoro, que había sido enterrado en el sótano. Debo decir que no
tuve éxito: el descubrimiento de muchos huesos humanos en las ruinas obligó a las
autoridades a excavar por más. Encontraron el tesoro y lo guardaron. La casa no fue
reconstruida; todo el vecindario era una desolación. Tal cantidad de visiones y sonidos
extraterrenos habían sido denunciados desde entonces, que nadie quería vivir allí. Como
no había a quien preguntar o molestar, decidí gratificar mi piedad filial con la
contemplación, una vez más, de la cara de mi bienamado padre, si era cierto que nuestros
ojos nos habían engañado y estaba todavía en su tumba. Recordaba además que él siempre
había usado un enorme anillo de diamante, y yo como no lo había visto ni había oído nada
acerca de él desde su muerte, tenía razones como para pensar que debió haber sido
enterrado con el anillo puesto. Procurándome una pala, rápidamente localicé la tumba en
lo que había sido el patio de mi casa, y comencé a cavar. Cuando hube alcanzado cerca de
cuatro pies de profundidad, la tumba se desfondó y me precipité a un gran desagüe,
cayendo por el largo agujero de su desmoronado codo. No había ni cadáver ni rastro
alguno de él.
Imposibilitado para salir de la excavación, me arrastré por el desagüe, quité con
cierta dificultad una masa de escombros carbonizados y de ennegrecida mampostería que
lo obstaculizaba, y salí por lo que había sido aquel funesto sótano.
Todo estaba claro. Mi padre, cualquier cosa que fuera lo que le había provocado esa
descompostura durante la cena (y pienso que mi santa madre hubiera podido arrojar algo
de luz sobre ese asunto) había sido, indudablemente, enterrado vivo. La tumba se había
excavado accidentalmente sobre el olvidado desagüe hasta el recodo del caño, y como no
utilizamos ataúd, en sus esfuerzos por sobrevivir había roto la podrida mampostería y
caído a través de ella, escapando finalmente hacia el interior del sótano. Sintiendo que no
era bienvenido en su propia casa, pero sin tener otra, había vivido en reclusión
subterránea como testigo de nuestro ahorro y como pensionista de nuestra providencia. Él
era quien se comía nuestra comida; él quien se bebía nuestro vino; no era mejor que un
ladrón. En un instante de intoxicación y sintiendo, sin duda, necesidad de compañía, que
es el único vínculo afín entre un borracho y su raza, abandonó el lugar de su escondite en
un momento extrañamente inoportuno, acarreando deplorables consecuencias a aquellos
más cercanos y queridos. Un desatino que tuvo casi la dignidad de un crimen.
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Uno De Los Desaparecidos
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Jerome Searing, soldado raso del ejército del general Sherman, que entonces
combatía al enemigo en Kermesaw Mountain, Georgia, dio la espalda al pequeño grupo
de oficiales con los que había estado conversando en voz baja, atravesó una estrecha franja
de trincheras y desapareció en el bosque. Ninguno de los hombres alineados tras las
trincheras le dijo una palabra, y apenas él les dirigió un movimiento de cabeza al pasar,
pero todos los que lo vieron comprendieron que a aquel valiente acababan de confiarle
una misión peligrosa. Jerome Searing, aunque era soldado raso, no servía en las filas; por
razones de servicio estaba destacado en el cuartel general de la división, y en las listas
figuraba como asistente. «Asistente» es una palabra que comprende multitud de
obligaciones. Un asistente puede ser un mensajero, un oficinista, el criado de un oficial...
cualquier cosa. Puede realizar servicios que no están previstos en las instrucciones y
reglamentaciones militares. Su naturaleza puede depender de las aptitudes del asistente,
del favor de otros o de la mera casualidad. El soldado Searing, un incomparable tirador,
joven, fuerte, inteligente e insensible al miedo, era explorador. Al general que comandaba
su división no le satisfacía obedecer ciegamente las órdenes, sin saber qué era lo que había
frente a sus tropas, incluso cuando éstas no se hallaban destacadas en servicio y sólo
formaban una fracción del ejército en línea; ni le agradaba recibir la información por sus
vis-á-vis a través de los canales acostumbrados, Quería saber más de lo que le informaban
los mandos del ejército y los choques entre los destacamentos y los tiradores. Para ello
estaba Jerome Searing, con su audacia extraordinaria, su conocimiento del bosque, sus
observadores ojos y su veracidad en el relato. En esta ocasión, sus instrucciones eran
sencillas: llegar tan próximo como fuera posible a las líneas enemigas y averiguar todo
cuanto pudiera.
En pocos momentos alcanzó los primeros puestos. Allí, los hombres de guardia
descansaban en grupos de dos y de cuatro detrás de los pequeños terraplenes con que
habían formado la ligera depresión de tierra en que yacían, con los fusiles sobresaliendo
por encima de las ramas verdes con que habían cubierto sus pequeñas defensas. El bosque
se extendía sin interrupción frente a ellos, tan solemne y silencioso que sólo un esfuerzo de
la imaginación podía concebirlo poblado de hombres armados, vigilantes y alertas —un
bosque extraordinario, pleno de posibilidades de lucha—. Tras detenerse un momento en
una de las trincheras para informar a los hombres de sus intenciones, Searing se arrastró
sigilosamente con las manos y las rodillas y pronto se perdió de vista en la densa espesura
de la maleza.
—Es lo último de él —dijo uno de los hombres—. Desearía tener su fusil. Esos tipos
nos herirán a alguno con él.
Searing continuó arrastrándose, aprovechando todos los accidentes del terreno y la
vegetación para cubrirse mejor. Sus ojos lo escudriñaban todo y sus oídos tomaban nota de
todos los ruidos. Contenía la respiración. Y cuando unas ramas pequeñas crujieron debajo
de sus rodillas, detuvo su avance y se aplastó contra la tierra. Era un trabajo lento, pero no
tedioso; el peligro lo hacía incluso excitante, pero la excitación no se manifestaba
físicamente. Su pulso era tan regular y sus nervios tan firmes como si estuviera intentando
cazar un gorrión.
—Parece mucho tiempo —pensó—. Pero no puedo haber llegado muy lejos; todavía
estoy vivo.
Sonrió ante su personal método de calcular la distancia y prosiguió reptando. Un
momento después, se aplastó bruscamente contra el suelo y se mantuvo inmóvil un rato,
minuto tras minuto. A través de una pequeña abertura entre los arbustos había percibido
un pequeño talud de arcilla amarilla: una de las trincheras enemigas. Tras un poco más de
tiempo, levantó la cabeza cautelosamente, pulgada a pulgada; después levantó el cuerpo
sobre las manos, apoyadas a cada lado sobre el suelo, intentando mirar el montículo de
greda. Un instante después estaba de pie, con el fusil en la mano, y corría rápidamente
hacia delante sin cuidado alguno de ocultarse. Había interpretado bien las señales,
cualesquiera que fuesen; el enemigo se había marchado.
Para asegurarse completamente antes de volver atrás para informar de un hecho de
tan gran importancia, Searing siguió avanzando a través de la línea de las abandonadas
trincheras, corriendo de una protección a otra en las partes más claras del bosque, con los
ojos atentos al descubrimiento de posibles rezagados. Llegó hasta el borde de una
plantación, una de aquellas granjas abandonadas y desiertas de los últimos años de la
guerra, invadida por las zarzas, afeada por los cercados rotos y las desoladas y vacías
construcciones que mostraban descarnadas aberturas en el lugar de las puertas y ventanas.
Después de un escrutinio penetrante desde el abrigo seguro de un grupo de pinos jóvenes,
Searing cruzó velozmente un campo y una huerta hasta alcanzar una pequeña estructura
situada algo aparte de las otras construcciones de la granja, sobre una suave elevación.
Pensó que aquella situación le ofrecería una buena panorámica de la comarca, en la
dirección que suponía que había tomado el enemigo en su retirada. Aquella construcción,
que originalmente había consistido en una sola habitación sostenida por cuatro postes de
uno o tres metros de altura, era ahora poco más que un tejado en el suelo; se había
desplomado y los tirantes y las tablas se amontonaban en el suelo en desorden, o colgaban
del extremo en varios ángulos, no completamente desprendidos de los puntos que los
aguantaban. Los mismo postes de soporte habían dejado de ser verticales. Parecía que
todo el edificio pudiera desplomarse con sólo tocarlo con un dedo.
Ocultándose entre los escombros de viguetas y solerías, Searing recorrió con la vista
el terreno abierto que se extendía entre su punto de observación y una estribación de
Kennesaw Mountain, a ochocientos metros de distancia. Un camino que subía y cruzaba la
estribación estaba atestado de tropas. Los fusiles de la retaguardia del enemigo en retirada
brillaban al sol de la mañana.
Searing había averiguado ya todo lo que habría podido desear saber. Ahora su deber
era retornar a su compañía con la mayor rapidez posible e informar de su descubrimiento.
Pero la columna gris de los confederados ascendiendo penosamente el camino de la
montaña era una tentación singular. Su fusil —un Springfield ordinario, pero provisto de
una mira esférica y un gatillo al pelo— enviaría fácilmente, silbando en medio de la tropa,
su onza y cuarto de plomo. Seguramente eso no afectaría la duración ni el resultado de la
guerra, pero el trabajo del soldado es matar. También es su costumbre, si es un buen
soldado. Searing amartilló su fusil y «enchufó» el gatillo.
Pero estaba decidido desde el principio de los tiempos que el soldado Searing no
asesinara a nadie aquella luminosa mañana de verano, y que no fuera él quien anunciara
la retirada de los confederados. Durante innumerables siglos, los acontecimientos se
habían ido imbricando de tal manera a sí mismos en ese mosaico maravilloso, del que
algunas partes, difícilmente discernibles, llamamos historia, que los actos que ahora el
soldado Searing se proponía ejecutar enturbiaban la armonía del modelo. Unos veinticinco
años antes, la Providencia encargada de ejecutar esa tarea según el diseño prefijado había
prevenido aquel infortunio originando el nacimiento de cierto niño en una aldea situada al
pie de los Montes Cárpatos. Lo había criado con todo cuidado, había supervisado su
educación, había encaminado sus intereses hacia la carrera militar y, llegado el momento,
lo había hecho oficial de artillería. Pero la concurrencia de un número infinito de
influencias favorables que predominaban sobre otras influencias desfavorables hizo que
aquel oficial de artillería incurriera en una infracción de la disciplina militar y hubiera de
huir de su país natal para evitar el castigo. Fue enviado a Nueva Orleáns —en lugar de a
Nueva York—, donde un oficial de reclutamiento le recogió en el muelle. Fue alistado y
más tarde ascendido, y los sucesos se ordenaron de tal modo que ahora comandaba una
batería de los confederados a unos tres kilómetros en línea recta del lugar donde Searing,
el explorador federal, amartillaba su rifle. Nada se había descuidado: en cada etapa del
desarrollo de las vidas de aquellos dos hombres, y en las vidas de sus contemporáneos y
antepasados, y en las vidas de los contemporáneos de sus antepasados, se había hecho
todo lo correcto para llegar al resultado deseado. Si algo se hubiese omitido en esta vasta
concatenación, el soldado Searing hubiera podido hacer fuego aquella mañana sobre los
confederados en retirada y quizá hubiera fallado. Pero sucedió que a un capitán de
artillería confederado, sin nada mejor que hacer mientras aguardaba su turno para
avanzar, se le ocurrió divertirse apuntando un cañón de campaña oblicuamente hacia su
derecha, hacia lo que tomó por un grupo de soldados federales situados en la cima de una
colina, y hacer fuego. El obús voló mucho más allá de su objetivo.
Jerome Searing echó atrás el gatillo de su fusil, calculando, con los ojos fijos sobre los
distantes confederados, dónde podría plantar su bala con la mayor esperanza de hacer una
viuda, un huérfano o una madre sin hijo —incluso, quizá, las tres cosas a la vez—, porque,
aunque el soldado raso Searing había rechazado repetidas veces el ascenso, no carecía de
cierta ambición. Entonces oyó precipitarse un ruido en el aire, como el de las alas de un
pájaro enorme abatiéndose sobre su presa. Demasiado rápido para que pudiera percibir su
graduación, el ruido aumentó hasta convertirse en un bramido ronco y temible, al mismo
tiempo que el proyectil que lo producía se abalanzaba sobre él desde el cielo, golpeaba con
ensordecedor impacto uno de los postes que sostenía el montón de vigas encima de él, lo
hacía añicos y derrumbaba con estrépito la descalabrada caseta entre nubes de polvo
cegador.
Cuando Jerome Searing recuperó el conocimiento no supo al principio qué había
ocurrido. Todavía tardó un tiempo en abrir los ojos. Por un momento creyó que había
muerto y había sido enterrado, e intentó recordar algunos fragmentos de los oficios
fúnebres. Imaginó que su esposa estaba arrodillada sobre su tumba, añadiendo el peso de
su cuerpo al de la tierra que tenía sobre el pecho. Ambos, la viuda y la tierra, habían
aplastado el ataúd. A menos de que los niños la convencieran de volver a casa, no lograría
seguir respirando mucho tiempo. Experimentó una sensación de injusticia. «No puedo
hablarle —pensó—. Los muertos no tienen voz, y si abro los ojos se me llenarán de tierra.»
Abrió los ojos. Una gran extensión de cielo azul por encima de la franja de las copas,
de los árboles. En primer plano, ocultando algunos árboles, había un alto y pardo
montículo, de contorno anguloso, atravesado por una red intrincada e irregular de líneas
rectas; todo a una inconmensurable distancia, una distancia tan inconcebiblemente grande
que lo cansaba; cerró los ojos. En el momento en que lo hizo percibió una luz insoportable.
En sus oídos retumbó el ruido del trueno sordo y rítmico de un mar lejano, rompiendo en
sucesivas olas sobre la playa y, además del ruido, como parte de él o incluso de más lejos
de él, entremezcladas con su incesante murmullo, le llegaron unas palabras: «Jerome
Searing, estás cogido como una rata en una trampa... en una trampa, trampa, trampa».
Súbitamente, se hizo un gran silencio, una profunda oscuridad y una infinita calma,
y Jerome Searing, absolutamente consciente de su condición de rata y convencido de que
había caído en una trampa, recordó todo y abrió de nuevo los ojos sin alarma para
reconocer la situación, advertir la fuerza del enemigo y planear su defensa. Había quedado
atrapado casi tumbado, con la espalda fuertemente apoyada contra una viga. Otro
travesaño le cruzaba el pecho y, aunque había logrado apartarse un poco para que no lo
oprimiera, el travesaño era inamovible. Un tirante que formaba ángulo con él le había
comprimido el lado izquierdo contra un montón de maderas inmovilizándole el brazo. Un
montón de cascotes le cubría hasta las rodillas las piernas, algo entreabiertas en el suelo, y
tapaba su limitado horizonte. Tenía la cabeza tan rígidamente sujeta como fijada por un
tomo; podía mover los ojos y la barbilla pero nada más. Sólo tenía el brazo derecho
parcialmente libre. «Tienes que librarnos de esto» le dijo. Pero no podía sacarlo de debajo
de la gruesa viga que le cruzaba el pecho ni mover el codo más de seis centímetros.
Searing no estaba gravemente herido ni sufría dolor. Un golpe seco en la cabeza dado
por un pedazo del poste astillado, unido al súbito y terrible impacto nervioso, lo habían
conmocionado momentáneamente. Su desvanecimiento y recuperación, durante la que
había experimentado extrañas fantasías, probablemente no habían sobrepasado unos
segundos, pues el polvo producido por el derrumbamiento todavía no se había disipado
cuando empezó a entender con claridad la situación.
Con la mano derecha en parte libre intentó asir la viga que le aprisionaba, no del
todo, el pecho. No pudo hacerlo de ninguna manera. No era capaz de bajar el hombro para
empujar con el codo el borde de la viga que tenía más cerca de las rodillas. Al fracasar en
este movimiento, tampoco podía levantar el antebrazo y la mano para coger la madera. El
tirante que formaba ángulo con la viga por abajo y atrás le impedía cualquier movimiento
en esa dirección y el espacio entre el tirante y su cuerpo no era ni la mitad de ancho que la
largura de su antebrazo. Era evidente, pues, que no podía pasar la mano ni por encima ni
por debajo de la viga; de hecho, no podía ni siquiera tocarla. Comprendiendo que era
imposible, desistió de este empeño y empezó a pensar en alcanzar parte de los escombros
amontonados sobre las piernas.
Mientras miraba el montón intentando determinar las posibilidades que había, le
llamó la atención lo que parecía un brillante aro metálico situado delante de su vista. Al
principio le pareció que rodeaba una sustancia completamente negra y que tenía un
centímetro de diámetro. De pronto comprendió que la parte negra era solamente una
sombra y que el aro era en realidad la boca de su fusil, que sobresalía del montón de
escombros. En seguida se alegró de que fuera eso, si es que podía ser una alegría.
Cerrando primero un ojo y luego otro, podía ver una parte del caño, hasta el punto en que
lo escondían los escombros. Cuando veía el lado correspondiente a un ojo, éste estaba
aparentemente en el mismo ángulo que el lado correspondiente al otro ojo. Si miraba con
el ojo derecho, el arma parecía dirigida a la izquierda de su cabeza, y viceversa. No
lograba ver la superficie superior del caño, pero alcanzaba a distinguir en un breve ángulo
la superficie inferior de la culata. El arma, en realidad, apuntaba exactamente al centro
justo de su frente.
Cuando el soldado Searing advirtió esta circunstancia y recordó que antes del
accidente que le había colocado en aquella desgraciada situación había amartillado el fusil
y dispuesto el gatillo para disparar con sólo rozarlo, le asaltó una sensación de inquietud.
Pero no fue en absoluto miedo; era un hombre valiente, familiarizado con aquella posición
de los rifles, y también con los cañones. Entonces recordó, casi divertido, un incidente que
le había ocurrido durante el asalto de Missionary Ridge. Cuando se encaramaba a uno de
los parapetos enemigos, donde había visto que un pesado cañón lanzaba carga tras carga
de metralla a los asaltantes, por un momento pensó que habían retirado el cañón; sólo
conseguía ver un aro en la abertura. Lo comprendió justo a tiempo de saltar a un lado,
cuando el cañón lanzó otro picotazo de acero sobre la cuesta plagada de hombres. Dar la
cara a las armas de fuego es una de las situaciones más habituales en la vida de un
soldado... armas de fuego, además, tras las que resplandece el brillo de unos ojos hostiles.
Para eso está hecho un soldado. Sin embargo, el soldado Searing no apreciaba ahora del
mismo modo la situación, y apartó la vista.
Tras tantear durante un rato, vagamente, con la mano derecha, hizo un inútil intento
de liberar la izquierda. Después, trató de desasir la cabeza, cuya sujeción le resultaba tanto
más molesta por ignorar qué era lo que la sujetaba. A continuación, intentó liberar los pies,
pero cuando endurecía, a este propósito, los fuertes músculos de las piernas, reparó en que
un movimiento de los escombros que las cubrían podía provocar la descarga del rifle; no
comprendía cómo había resistido el arma, pero la memoria lo ayudó aportándole varios
casos similares. Recordaba uno en particular, en que en un momento de distracción había
aporreado a un caballero con el fusil para saltarle los sesos, sin darse cuenta hasta después
de que el arma que acababa de blandir por el caño estaba amartillada y con el gatillo
puesto, detalle que si hubiera conocido su antagonista le hubiera inducido, sin duda, a una
mayor resistencia. Siempre había sonreído ante este recuerdo de sus «inmaduros y
juveniles» días de soldado, pero ahora no sonrió. Volvió la mirada otra vez a la boca del
fusil y por un instante imaginó que se había movido; parecía algo más próxima.
Apartó otra vez la vista. Las copas de los distantes árboles que había fuera de los
límites de la plantación la atrajeron: no había reparado antes en qué ligeros, como
plumosos, eran, ni en qué azul intenso tenía el cielo, incluso entre las ramas de los árboles,
que de algún modo lo hacían palidecer con su verdor; por encima de él, ya aparecía casi
negro. «De día hará un calor insoportable aquí —pensó—. Me gustaría saber en qué
dirección estoy mirando.»
A juzgar por las sombras que veía, decidió que tenía la cara al norte; al menos no le
daría el sol en los ojos, Y al norte... bueno, era en dirección a su mujer y sus hijos.
—¡Bah! —exclamó en voz alta—. ¿Qué tienen que ver con esto?
Cerró los ojos. «Mientras no pueda salir, lo mejor será que duerma. Los rebeldes han
marchado y seguro que alguno de los nuestros pasará por aquí a buscar forraje. Me
encontrarán.»
Pero no se dormía. Poco a poco empezó a sentir un dolor en la frente, un dolor sordo,
casi imperceptible primero, pero que aumentaba y se hacía más y más molesto. Al abrir los
ojos desaparecía, pero cuando los cerraba volvía a aparecer.
—¡Al diablo! —exclamó, inútilmente, y miró de nuevo fijamente el cielo. Escuchó el
canto de los pájaros, la extraña nota metálica de las alondras de la pradera, que sugería un
golpeteo de vibrantes espadas. Se hundió en las memorias agradables de su infancia;
jugaba con su hermano y su hermana; atravesaba corriendo los campos, chillando para
espantar a las sedentarias alondras; se adentraba en el sombrío bosque alejado y, con
tímidos pasos, seguía el borroso sendero que conducía a la Peña del Fantasma; se detenía,
por último, con unos estruendosos latidos en el pecho, ante la Cueva del Hombre Muerto e
intentaba penetrar su pasmoso misterio. Por primera vez, se dio cuenta de que la abertura
de la caverna encantada estaba rodeada por un aro de metal. Entonces, todo se desvaneció
y lo dejó escrutando el cañón de su fusil, como antes. Pero mientras que antes parecía
cerca, ahora semejaba a una inconcebible distancia y, por ello, más siniestro. Se puso a
gritar y, asustado por algo que percibió en su propia voz —el tono del Miedo— se mintió a
sí mismo: «Si no grito, puedo quedarme aquí hasta que me muera».
Ya no hizo más intentos de rehuir la amenazadora mirada del cañón del fusil. Si
giraba los ojos en algún momento, era para buscar ayuda (aunque no podía ver el terreno
que había a cada lado de la ruina), y se permitía después volver la vista otra vez, como
obedeciendo una imperativa fascinación. Si cerraba los ojos era por agotamiento, y en
seguida los abría, obligado por el punzante dolor en la frente —la profética amenaza de la
bala.
La tensión nerviosa era demasiado fuerte; la naturaleza venía en su auxilio
sumiéndolo en intervalos de inconsciencia. Cuando revivía de uno de estos intervalos
percibió un agudo dolor y un escozor en la mano derecha. Movió los dedos y se los frotó
contra la palma, y notó que estaban húmedos y resbaladizos. No podía verse la mano,
pero conocía aquella sensación: le manaba sangre. En su momento de delirio había
golpeado los cascotes desportillados de las ruinas y se había clavado varias astillas.
Decidió que se enfrentaría a su destino con más virilidad. Era un soldado raso y vulgar, no
tenía religión ni filosofía. No podía morir como un héroe, entre grandilocuentes y sabias
palabras, ni aun en el caso de que hubiera habido alguien para escucharlas, pero podía
morir «con ánimo», y eso iba a hacer. ¡Pero si pudiera saber cuándo iba a sonar el disparo!
Algunas ratas, que probablemente habían habitado la caseta, se acercaron
correteando furtivamente. Una subió a la pila de cascotes que aprisionaban el rifle; le
siguió otra y otra. Searing las miró al principio con indiferencia y luego con amistoso
interés. Pero después, cuando en su mente extraviada destelló el pensamiento de que
podían rozar el gatillo del fusil, las maldijo y les chilló que se marcharan.
—Esto no es asunto de ustedes —les gritó.
Los animales se fueron; volverían más tarde, a atacarle la cara, a roerle la nariz, a
desgarrarle la garganta... él lo sabía, pero esperaba estar muerto para entonces
Nada podía apartar ahora su vista del pequeño aro metálico repleto de tinieblas. El
dolor en la frente era feroz y no cesaba. Lo sentía penetrar gradualmente en el cerebro a
más y más profundidad, hasta que detenía su avance la madera que sostenía su cabeza.
Aumentaba por momentos haciéndose intolerable: irracionalmente, empezó a golpear otra
vez la mano herida contra las astillas para contrarrestar con otro sufrimiento aquel dolor
lacerante. Parecía palpitar con lenta y regular recurrencia, cada pulsación más penetrante
que la anterior, y a veces aullaba, creyendo que sentía el disparo fatal. Ningún
pensamiento sobre su hogar, su esposa e hijos, la patria o la gloria. Todo recuerdo se había
desvanecido de la memoria. El mundo había desaparecido... no quedaba ningún vestigio.
Aquí, en esa confusión de vigas y maderas, está el único universo. Aquí está la
inmortalidad del tiempo... cada dolor una vida perpetua. Cada pulsación una señal de la
eternidad.
Jerome Searing, el hombre valeroso, el enemigo formidable, el fuerte y resuelto
guerrero, tenía la palidez de un fantasma. La mandíbula le colgaba; le sobresalían los ojos;
le temblaba cada músculo; un sudor frío le bañaba todo el cuerpo; aullaba de miedo. No
había enloquecido... estaba aterrado.
Tanteando con la mano derecha, desgarrada y sangrante, logró alcanzar un pedazo
de madera; la empujó hacia arriba y sintió que cedía. Estaba paralela a su cuerpo. Dobló el
codo todo lo que el estrecho espacio le permitía y logró moverla unos centímetros. Repitió
la maniobra varias veces y la tabla quedó desprendida de los escombros que le cubrían las
piernas. Pudo alzarla entera del suelo. Le invadió la esperanza, quizá pudiera desplazarla
hacia arriba, es decir hacia atrás, lo bastante como para alzarla por el extremo y empujar el
fusil a un lado; o, si éste estaba demasiado encajado, colocar la tabla de manera que
desviara la bala. Con este objetivo, corrió la madera hacia atrás centímetro a centímetro sin
atreverse apenas a respirar por temor a que ello hiciera fracasar su intento, más incapaz
que nunca de apartar los ojos del fusil, que podía ahora aprovechar su menguante
oportunidad. Algo, al menos, había ganado: en su preocupación por aquel intento de
autodefensa era menos sensible al dolor de su cabeza y había dejado de gritar. Pero
continuaba mortalmente asustado y los dientes le temblequeaban como castañuelas.
La tabla de madera dejó de moverse bajo la presión de su mano. Tiró de ella con
todas sus fuerzas, cambiando su dirección todo lo que podía, pero la tabla había
encontrado un obstáculo detrás de él y el extremo de delante estaba todavía demasiado
lejos para salir del montón de escombros y alcanzar el caño del fusil. Llegaba casi, sin
embargo, hasta el guardamonte, que, no cubierto de escombros, podía entrever con el ojo
derecho. Intentó romper la tabla con la mano, pero no tenía apoyo para hacer palanca. Con
el fracaso retornó su terror, diez veces aumentado. La negra abertura del fusil parecía
amenazar con una muerte más repentina e inminente, como castigo por su rebeldía. El
trayecto de la bala a través de su cabeza le hizo sentir un dolor mayor. Tembló otra vez.
De pronto, recuperó la calma. El temblor persistía. Apretó los dientes y frunció las
cejas. No había agotado las posibilidades de defensa; en su mente se había formado una
nueva idea... otro plan de batalla. Alzando la punta delantera de la tabla de madera, la
empujó cuidadosamente hacia delante por entre los cascotes que rodeaban el fusil hasta
que tocó el guardamontes. Movió la punta lentamente hasta que notó que lo traspasaba.
Entonces cerró los ojos y apretó contra el guardamontes con toda su fuerza. No hubo
ninguna detonación. El rifle se había descargado al caerle de la mano cuando el edificio se
derrumbó... Pero cumplió su función.
El teniente Adrian Searing, al mando del piquete en aquella línea de combate por la
que su hermano Jerome había pasado para cumplir su misión, estaba sentado, con los
oídos atentos, en su parapeto tras la línea. No se le escapaba el menor ruido: el chillido de
un pájaro, el raspar de una ardilla, el sonido del viento entre los pinos... todo lo captaban
ansiosamente sus sentidos agotados. De repente, justo delante de su alineación, escuchó
un rumor confuso, apenas perceptible, semejante al estruendo del hundimiento de un
edificio, transportado en la distancia. El teniente miró mecánicamente su reloj. Las seis y
dieciocho minutos. En aquel momento, un oficial se aproximó a él y lo saludó.
—Mi teniente —dijo el oficial—, el coronel le ordena que haga avanzar su alineación
y entre en contacto con el enemigo si lo encuentra. Si no, debe proseguir el avance hasta
que se le ordene el alto. Hay motivos para pensar que el enemigo se ha dado en retirada.
El teniente asintió en silencio; el otro oficial se retiró. En poco tiempo los hombres,
avisados en voz baja de su obligación por los oficiales, cargaron sus rifles y comenzaron a
avanzar en formación, con los dientes apretados y el corazón palpitante.
Este piquete de tiradores atravesó rápidamente la plantación dirigiéndose a la
montaña. Pasaron por los dos lados de la caseta en ruinas sin observar nada. A poca
distancia, en la retaguardia, iba su teniente. Éste miró con curiosidad las ruinas y observó
un cadáver semienterrado entre las maderas y las vigas.
Está tan cubierto de polvo que sus ropas son del gris confederado. Tiene el rostro de
un blanco amarillento; las mejillas hundidas; las sienes sobresalen con unos bordes
angulosos dando a la frente una estrechez lúgubre; el labio superior, levemente alzado,
descubre los dientes blancos, rígidamente apretados. El pelo está enteramente impregnado
de sudor y el rostro tan húmedo como la hierba cubierta de rocío. Desde donde se
encuentra, el oficial no advierte el fusil; en apariencia, el hombre había muerto por el
derrumbamiento del edificio.
—Muerto hace una semana —dijo el oficial lacónicamente.
Siguió su camino, consultando su reloj con aire ausente, como para verificar su
cálculo de la hora. Las seis y cuarenta minutos.
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Visiones De La Noche
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Tengo la convicción de que el don de los sueños es un valioso obsequio literario,
pues si con alguna técnica aún no descubierta pudiéramos captar, fijar y utilizar las
insólitas imágenes que proporciona, tendríamos una literatura «muy por encima de lo
corriente». Del mismo modo que los animales adiestrados adquieren nuevas capacidades
y aptitudes, ese don podría mejorarse sensiblemente una vez capturado y domesticado.
Con ello, doblaríamos las horas productivas y realizaríamos nuestra más fructífera labor
mientras dormimos. Pero, incluso en las condiciones actuales, el mundo de los sueños es
un terreno que produce rentas, tal y como demuestra «Kubla Khan».
¿Y qué es el sueño? Pues una desordenada disposición de recuerdos inconexos, una
embrollada sucesión de pensamientos que una vez estuvieron presentes en la conciencia
insomne. Es una resurrección de todos los muertos en tropel (pasados y recientes, justos e
injustos) que, emergiendo de sus tumbas resquebrajadas «con las mismas ropas que
llevaban en vida», corren desordenadamente para conseguir una audiencia del director de
todo ese baile mientras se desgarran los vestidos unos a otros. Pero, ¿es que realmente hay
un director? En absoluto; el que debía serlo renunció a su autoridad y la masa se ha
apoderado de su voluntad. Murió, pero no resucita con los demás; su capacidad de juicio y
de sorpresa ha desaparecido. Puede sentir dolor y alegría, terror y atracción, pero no
asombro. Lo monstruoso, absurdo y antinatural se convierte entonces en sencillo, correcto
y razonable. Ni lo ridículo divierte ni lo imposible desconcierta. El único poeta verdadero
que encontramos es, pues, el soñador; en él «la imaginación es compacta».
Pero la imaginación no es otra cosa que recuerdo. Si no, intenta imaginar algo que
nunca hayas visto, sentido, oído o leído. Prueba a concebir, por ejemplo, un animal que no
tenga cuerpo, miembros o cola, o una casa sin paredes ni techo. Cuando estamos
despiertos dirigimos y ordenamos nuestros pensamientos por medio de la voluntad y el
juicio; seleccionamos y sacamos del almacén de los recuerdos aquello que nos sirve, y
excluimos, no sin dificultad, lo que no nos interesa. Por el contrario, cuando dormimos
nuestras fantasías «nos suceden». Aparecen tan agrupadas y mezcladas, tan impregnadas
de sus mutuos elementos, que el conjunto parece nuevo; pero las viejas y conocidas
unidades de pensamiento son las mismas. Tanto despiertos como dormidos, lo que
sacamos de nuestra imaginación son nuevas combinaciones; «la materia de la que están
hechos los sueños» es reunida por los sentidos y almacenada en la memoria del mismo
modo que las ardillas almacenan nueces. Pero hay al menos un sentido que no contribuye
a la fábrica de los sueños: nadie ha soñado nunca un olor. La vista, el oído, el tacto, e
incluso el gusto trabajan para asegurar nuestro entretenimiento nocturno; pero el sueño no
tiene nariz. Sorprende que observadores tan sagaces como los antiguos poetas no
describieran a la divinidad en actitud durmiente, y que sus obedientes siervos, los
escultores, no la representaran. Puede que estos últimos, al trabajar para la posteridad,
intuyeran que el tiempo y la fatalidad revisarían inevitablemente su obra, y por ello la
conformaran a hechos naturales.
¿Quién es capaz de relatar un sueño de tal forma que lo parezca? No creo que exista
un poeta con un estilo tan fino; es como intentar transcribir la música de un arpa eólica.
Existe una especie conocida del género Pelmazo (Penetrator intolerabilis) que después de
leer una narración —tal vez de algún gran escritor— se las ve y se las desea para exponer
su argumento con el fin de instruir y deleitar. Al final considera (¡qué buen espíritu!) que
no hace falta leerla. «Bajo condiciones y circunstancias sustancialmente semejantes» (como
reza una ley que rige el comercio interestatal) yo no debería incurrir en una falta similar.
Con todo, me propongo exponer en estas hojas la trama de algunos de mis propios sueños,
si bien hay que tener en cuenta que aquí «las condiciones y circunstancias» son diferentes,
pues mis fantasías no son accesibles al lector. Algunos fragmentos parecerán pobres y sé
que al comentarlos no alcanzaré un gran éxito, pero he de reconocer que me resulta
imposible apresar a un espíritu tan esquivo como éste.
Caminaba durante el crepúsculo por un enorme bosque de árboles antes nunca
vistos, sin saber de dónde venía ni adónde iba. Sentí la desmesurada extensión de aquel
lugar y me di cuenta de que estaba completamente solo. La idea de algún horrible hechizo,
como castigo a un crimen olvidado que debía de haber cometido al amanecer, me
obsesionaba. Avancé mecánicamente y sin esperanzas bajo los árboles siguiendo una
senda que atravesaba las embrujadas soledades de la espesura. Un tenebroso arroyo
cruzaba perezosamente mi camino: era sangre. Giré hacia la derecha y lo seguí durante un
largo trecho; al cabo de un rato llegué a un abierto espacio circular, inundado por una luz
tenue e irreal, en cuyo centro se podía reconocer un depósito de mármol blanco. Estaba
lleno de sangre y el riachuelo que había seguido era su desagüe. En torno al depósito,
entre él y el bosque circundante, había un espacio de unos dos pies de anchura cubierto
por grandes losas de mármol sobre las que yacían unos veinte cuerpos humanos sin vida.
Aunque no los conté, sabía que su número tenía alguna relación clara y portentosa con mi
crimen. Posiblemente indicaba en siglos la fecha en la que lo había cometido; la precisión
de la cifra era pues evidente. Los cuerpos estaban desnudos y distribuidos simétricamente
alrededor del tanque como si fueran los radios de una rueda: reposaban sobre la espalda
con los pies hacia afuera, y sus cabezas, abatidas sobre el borde de la cubeta, mostraban un
corte en la garganta del que brotaba sangre lentamente. Observé toda la escena sin hacer el
menor movimiento. Era el resultado natural y necesario de mi pecado y, por ello, no me
afectaba. Pero había algo que me llenaba de aprensión y temor, una pulsación monstruosa
que tenía un ritmo lento e inexorable. No sé si se dirigía a alguno de mis sentidos o si
llegaba directamente a mi conocimiento a través de algún camino desconocido para la
ciencia. La lastimosa regularidad de su amplia cadencia era enloquecedora e invadía todo
el bosque. Parecía la manifestación de un mal gigantesco e implacable.
No recuerdo nada más de este sueño. Dominado probablemente por el pánico cuyo
origen debía de ser el malestar propio de una mala circulación sanguínea, grité y mi
propia voz me despertó.
Este otro sueño aconteció en los primeros años de mi juventud. No tendría más de
dieciséis años y, a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo lo que en él ocurría con la
misma claridad que cuando apenas había pasado una hora y yacía encogido de miedo bajo
la colcha.
Me encontraba solo en una inmensa llanura y era de noche (en mis pesadillas
siempre suelo estar solo y normalmente es de noche). No había árboles, ni ríos ni colinas,
ni rastro alguno de presencia humana. El terreno estaba cubierto de una vegetación rala y
oscura, una especie de rastrojos, que recordaba que la llanura había sido arrasada por el
fuego. El camino por el que deambulaba mostraba algunos charcos que desaparecían y
volvían a aparecer, como si al fuego le hubiera seguido la lluvia. Unos oscuros nubarrones
desplazaban aquellas partes de cielo reflejadas en los charcos. Al desaparecer, daban paso
al brillo acerado de los astros, a cuya luz álgida las aguas mostraban un lustre sombrío. Me
dirigí hacia el oeste, donde un fulgor escarlata resplandecía en el horizonte bajo largas
franjas nubosas, produciendo un efecto de lejanía inconmensurable, semejante a la que
había aprendido a escudriñar en los dibujos de Doré, quien, con cada trazo, formulaba un
presagio y una maldición. Mientras avanzaba vi siluetas de torres y almenas que se
perfilaban contra ese escenario misterioso y que crecían cada vez más hasta alcanzar unas
dimensiones inimaginables. Aquella construcción que iba llenando mi amplio ángulo de
visión no parecía, sin embargo, estar más cercana. Desesperado y sin ánimos, continué
avanzando con dificultad por la condenada y lúgubre llanura, mientras la enorme
estructura siguió creciendo hasta resultar inabarcable con la vista. Sus torres eclipsaron
completamente las estrellas. Entonces atravesé un pórtico descomunal cuyas columnas
estaban construidas con sillares ciclópeos.
El interior, completamente vacío, mostraba el polvo propio del abandono. Una luz
difusa —esa luz que sólo existe en los sueños, y que tiene vida propia— me permitió
recorrer largos pasillos que parecían no tener fin y atravesar estancias enormes cuyas
puertas cedían a mi paso. Mis pisadas resonaban con el mismo eco que en las mansiones
abandonadas y en las criptas habitadas. Caminé durante horas por aquella horrible
soledad, consciente de que buscaba algo desconocido. Por fin, me encontré en lo que
supuse el último rincón del edificio: una habitación de dimensiones normales con una
única ventana. A través de ella volví a ver el resplandor rojizo que, como un signo
inequívoco, se extendía hacia el occidente, y reconocí en él al fuego inmutable de la
eternidad. Por encima de aquel fulgor siniestro y amenazante llegaba la terrible verdad
que años más tarde, como un capricho extravagante, intenté expresar en verso:
Hace tiempo el hombre desapareció del orbe.
La corte de ángeles cayó en tumbas ignoradas.
También los diablos han quedado fríos al fin,
Y hasta el mismo Dios yace al pie del gran trono blanco.
A pesar del resplandor, era difícil ver en la oscuridad reinante y pasó algún tiempo
antes de que descubriera, en el rincón más alejado de la habitación, los contornos de una
cama a la que me acerqué con un fatal presentimiento. Sospechaba que la parte funesta de
mi aventura terminaría con un clímax espantoso, pero no pude resistirme al hechizo que
me empujaba a concluirla. Sobre la cama, medio desnudo, yacía el cadáver de un hombre.
Estaba boca arriba, con los brazos pegados a los costados. Al inclinarme sobre él, cosa que
hice con asco pero sin miedo, descubrí que estaba horriblemente descompuesto. Las
costillas sobresalían entre la carne apergaminada y, a través del vientre hundido,
asomaban las protuberancias de la espina dorsal. Tenía el rostro renegrido y acartonado, y
sus labios, algo separados de unos dientes amarillentos, castigaban su semblante con una
sonrisa horrenda. Un abultamiento bajo los párpados parecía indicar que los ojos habían
escapado a la destrucción general. Y así era, pues cuando me acerqué a verlos, se abrieron
lentamente y se clavaron en los míos con una mirada sólida y tranquila. Traten de
imaginar mi espanto, pues me resulta imposible describirlo: ¡aquellos ojos eran los míos!
Esos someros restos de una especie desaparecida, ese engendro horrible que ni el tiempo
ni la eternidad habían conseguido destruir, aquel desperdicio tan odioso y aborrecible que
continuaba vivo tras la muerte de Dios y de los ángeles... ¡era yo!
Hay sueños que se repiten. De ellos hay uno que me parece suficientemente raro
como para justificar su relato, aunque me temo que el lector llegue a pensar que el reino de
los sueños es cualquier cosa menos un terreno feliz por el que mi alma vaga a altas horas.
Y no es así. Un gran número de mis incursiones en el mundo onírico, y supongo que
muchas de las de los demás, van acompañadas de los más felices finales. Mi imaginación
retorna al cuerpo como la abeja a la colmena, cargada de un botín que, con la ayuda del
azar, se transforma en miel y se almacena en las celdas del recuerdo como un gozo eterno.
Pero el sueño que voy a relatar tiene una carácter doble; se trata de una experiencia
extrañamente horrorosa, pero el horror que inspira es tan absurdamente
desproporcionado al incidente que lo provoca que, al recordarlo, su fantasía divierte.
Atravieso un claro en una zona escasamente boscosa. Entre el cordón de árboles
diseminados alrededor de ese espacio irregular, se ven algunos campos cultivados y
viviendas en las que habitan inteligencias extrañas. Debe de estar a punto de amanecer
porque, a través de las neblinas que llenan caprichosamente el paisaje, se ve una luna casi
llena que, de un color rojo sanguinolento, desciende por el oeste. La hierba que piso está
húmeda por el rocío y toda la escena tiene la luz de plenilunio de una mañana estival.
Junto al camino hay un caballo que pasta ruidosamente. Cuando paso a su lado levanta la
cabeza y, sin hacer el menor movimiento, me observa durante un rato. Después se acerca.
Es blanco como la leche, manso de porte y de aspecto amigable. «Este caballo es un alma
apacible», me digo mientras me detengo a acariciarlo. Con los ojos fijos en los míos, se
aproxima más y me habla con voz humana, con palabras articuladas. Esto, más que
sorprenderme, me aterroriza, y rápidamente me despierto.
El caballo siempre habla mi lengua, pero nunca entiendo lo que dice. Supongo que
será porque salgo de su mundo antes de que se acabe de expresar. Seguro que a él le
asusta tanto mi repentina desaparición como a mí su forma de hablarme. Daría cualquier
cosa por conocer el significado de sus palabras.
Tal vez una mañana lo haga y ya no regrese nunca más a este nuestro mundo.
Hace muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en
San Francisco. Hacía mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo
aquel periodo mis negocios en Oriente habían prosperado más de lo que esperaba. Como
era rico, podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistad con los compañeros
de juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El más importante para mí era
Mohum Dampier, un antiguo amigo del colegio con quien había mantenido
correspondencia irregular hasta que dejamos de escribirnos, cosa muy normal entre
hombres. Es fácil darse cuenta de que la escasa disposición a redactar una sencilla carta de
tono social está en razón del cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente.
Se trata, simple y llanamente, de una ley.
Recordaba a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos
semejantes a los míos, que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia
muchas de las cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de la que,
sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no echar nada en
falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del país, se consideraba un
orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera dedicado al comercio o a la política, o
hubiera recibido distinción alguna. Mohum era un poco sentimental y su carácter
supersticioso lo hacía inclinarse al estudio de temas relacionados con el ocultismo.
Afortunadamente gozaba de una buena salud mental que lo protegía contra creencias
extravagantes y peligrosas. Sus incursiones en el campo de lo sobrenatural se mantenían
dentro de la región conocida y considerada como certeza.
La noche que lo visité había tormenta. El invierno californiano estaba en su apogeo:
una lluvia incesante regaba las calles desiertas y, al ser empujada por irregulares ráfagas
de viento, se precipitaba contra las casas con una fuerza increíble. El cochero encontró el
lugar, una zona residencial escasamente poblada cerca de la playa, con dificultad. La casa,
bastante fea, se elevaba en el centro de un terreno en el que, según pude distinguir en la
oscuridad, no había ni flores ni hierba. Tres o cuatro árboles, que se combaban y crujían a
causa del temporal, parecían intentar huir de su tétrico entorno en busca de mejor fortuna,
lejos, en el mar. La vivienda era una estructura de dos pisos, hecha de ladrillo, que tenía
una torre en una esquina, un piso más arriba. Era la única zona iluminada. La apariencia
del lugar me produjo cierto estremecimiento, sensación que se vio aumentada por el
chorro de agua que sentía caer por la espalda mientras corría a buscar refugio en el portal.
Dampier, en respuesta a mi misiva informándole de mi deseo de visitarlo, había
contestado: «No llames, abre la puerta y sube.» Así lo hice. La escalera estaba pobremente
iluminada por una luz de gas que había al final del segundo tramo. Conseguí llegar al
descansillo sin destrozar nada y atravesé una puerta que daba a la iluminada estancia
cuadrada de la torre. Dampier, en bata y zapatillas, se acercó, tal y como yo esperaba, a
saludarme, y aunque en un principio pensé que me podría haber recibido más
adecuadamente en el vestíbulo, después de verlo, la idea de su posible inhospitalidad
desapareció.
No parecía el mismo. A pesar de ser de mediana edad, tenía canas y andaba bastante
encorvado. Lo encontré muy delgado; sus facciones eran angulosas, y su piel, arrugada y
pálida como la muerte, no tenía un solo toque de color. Sus ojos, excepcionalmente
grandes, centelleaban de un modo misterioso.
Me invitó a sentarme y, tras ofrecerme un cigarro, manifestó con sinceridad obvia y
solemne que estaba encantado de verme. Después tuvimos una conversación trivial
durante la cual me sentí dominado por una profunda tristeza al ver el gran cambio que
había sufrido. Debió captar mis sentimientos porque inmediatamente dijo, con una gran
sonrisa:
—Te he desilusionado: non sum qualis eram.
Aunque no sabía qué decir, al final señalé:
—No, que va, bueno, no sé: tu latín sigue igual que siempre.
Sonrió de nuevo.
—No —dijo—, al ser una lengua muerta, esta particularidad va aumentando. Pero,
por favor, ten paciencia y espera: existe un lenguaje mejor en el lugar al que me dirijo.
¿Tendrías algún inconveniente en recibir un mensaje en dicha lengua?
Mientras hablaba su sonrisa iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a los
ojos con una seriedad que me produjo angustia. Sin embargo no estaba dispuesto a
dejarme llevar por su actitud ni a permitirle que descubriera lo profundamente afectado
que me encontraba por su presagio de muerte.
—Supongo que pasará mucho tiempo antes de que el lenguaje humano deje de
sernos útil —observé—, y para entonces su necesidad y utilidad habrán desaparecido.
Mi amigo no dijo nada y, como la conversación había tomado un giro desalentador y
no sabía qué decir para darle un tono más agradable, también yo permanecí en silencio.
De repente, en un momento en que la tormenta amainó y el silencio mortal contrastaba de
un modo sobrecogedor con el estruendo anterior, oí un suave golpeteo que provenía del
muro que tenía a mis espaldas. El sonido parecía haber sido producido por una mano,
pero no como cuando se llama a una puerta para poder entrar, sino más bien como una
señal acordada, como una prueba de la presencia de alguien en una habitación contigua;
creo que la mayoría de nosotros ha tenido más experiencias de este tipo de comunicación
de las que nos gustaría contar. Miré a Dampier. Si había algo divertido en mi mirada no
debió captarlo. Parecía haberme olvidado y observaba la pared con una expresión que no
soy capaz de definir, aunque la recuerdo como si la estuviera viendo. La situación era
desconcertante. Me levanté con intención de marcharme; entonces reaccionó.
—Por favor, vuelve a sentarte —dijo—, no ocurre nada, no hay nadie ahí.
El golpeteo se repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez.
—Lo siento —dije—, es tarde. ¿Quieres que vuelva mañana?
Volvió a sonreír, esta vez un poco mecánicamente.
—Es muy gentil de tu parte, pero completamente innecesario. Te aseguro que ésta es
la única habitación de la torre y no hay nadie ahí. Al menos...
Dejó la frase sin terminar, se levantó y abrió una ventana, única abertura que había
en la pared de la que provenía el ruido.
—Mira.
Sin saber qué otra cosa podía hacer, lo seguí hasta la ventana y me asomé. La luz de
una farola cercana permitía ver claramente, a través de la oscura cortina de agua que
volvía a caer a raudales, que «no había nadie». Ciertamente, no había otra cosa que la
pared totalmente desnuda de la torre.
Dampier cerró la ventana, señaló mi asiento y volvió a tomar posesión del suyo.
El incidente no resultaba en sí especialmente misterioso; había una docena de
explicaciones posibles (ninguna de las cuales se me ha ocurrido todavía). Sin embargo me
impresionó vivamente el hecho de que mi amigo se esforzara por tranquilizarme, pues ello
daba al suceso una cierta importancia y significación. Había demostrado que no había
nadie, pero precisamente eso era lo interesante. Y no lo había explicado todavía. Su
silencio resultaba irritante y ofensivo.
—Querido amigo —dije, me temo que con cierta ironía—, no estoy dispuesto a poner
en cuestión tu derecho a hospedar a todos los espectros que desees de acuerdo con tus
ideas de compañerismo; no es de mi incumbencia. Pero como sólo soy un simple hombre
de negocios, fundamentalmente terrenales, no tengo necesidad alguna de espectros para
sentirme cómodo y tranquilo. Por ello, me marcho a mi hotel, donde los huéspedes aún
son de carne y hueso.
No fue una alocución muy cortés, lo sé, pero mi amigo no manifestó ninguna
reacción especial hacia ella.
—Te ruego que no te vayas —observó—. Agradezco mucho tu presencia. Admito
haber escuchado un par de veces con anterioridad lo que tú acabas de oír esta noche.
Ahora sé que no eran ilusiones mías y esto es verdaderamente importante para mí; más de
lo que te imaginas. Enciende un buen cigarro y ármate de paciencia mientras te cuento
toda la historia.
La lluvia volvía a arreciar, produciendo un rumor monótono, que era interrumpido
de vez en cuando por el repentino azote de las ramas agitadas por el viento. Era bastante
tarde, pero la compasión y la curiosidad me hicieron seguir con atención el monólogo de
Dampier, a quien no interrumpí ni una sola vez desde que empezó a hablar.
—Hace diez años —comenzó—, estuve viviendo en un apartamento, en la planta
baja de una de las casas adosadas que hay al otro lado de la ciudad, en Rincón Hill. Esa
zona había sido una de las mejores de San Francisco, pero había caído en desgracia, en
parte por el carácter primitivo de su arquitectura, no apropiada para el gusto de nuestros
ricos ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras públicas la habían afeado. La hilera de
casas, en una de las cuales yo habitaba, estaba un poco apartada de la calle; cada vivienda
tenía un diminuto jardín, separado del de los vecinos por unas cercas de hierro y dividido
con precisión matemática por un paseo de gravilla bordeado de bojes, que iba desde la
verja a la puerta.
»Una mañana, cuando salía, vi a una chica joven entrar en el jardín de la casa
izquierda. Era un caluroso día de junio y llevaba un ligero vestido blanco. Un ancho
sombrero de paja decorado al estilo de la época, con flores y cintas, colgaba de sus
hombros. Mi atención no estuvo mucho tiempo centrada en la exquisita sencillez de sus
ropas, pues resultaba imposible mirarla a la cara sin advertir algo sobrenatural. Pero no,
no temas; no voy a deslucir su imagen describiéndola. Era sumamente bella. Toda la
hermosura que yo había visto o soñado con anterioridad encontraba su expresión en
aquella inigualable imagen viviente, creada por la mano del Artista Divino. Me
impresionó tan profundamente que, sin pensar en lo impropio del acto, descubrí mi
cabeza, igual que haría un católico devoto o un protestante de buena familia ante la
imagen de la Virgen. A la doncella no parecía disgustarle mi gesto; me dedicó una mirada
con sus gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más, entró en la casa.
Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la mano, consciente de mi rudeza
y tan dominado por la emoción que la visión de aquella belleza incomparable me
inspiraba, que mi penitencia resultó menos dolorosa de lo que debería haber sido.
Entonces reanudé mi camino, pero dejé el corazón en aquel lugar. Cualquier otro día
habría permanecido fuera de casa hasta la caída de la noche, pero aquél, a eso de la media
tarde, ya estaba de vuelta en el jardín, interesado por aquellas pocas flores sin importancia
que nunca antes me había detenido a observar. Mi espera fue en vano; la chica no
apareció.
»A aquella noche de inquietud le siguió un día de expectación y desilusión. Pero al
día siguiente, mientras caminaba por el barrio sin rumbo, me la encontré. Desde luego no
volví a hacer la tontería de descubrirme; ni siquiera me atreví a dedicarle una mirada
demasiado larga para expresar mi interés. Sin embargo mi corazón latía aceleradamente.
Tenía temblores y, cuando me dedicó con sus grandes ojos negros una mirada de evidente
reconocimiento, totalmente desprovista de descaro o coquetería, me sonrojé.
»No te cansaré con más detalles; sólo añadiré que volví a encontrármela muchas
veces, aunque nunca le dirigí la palabra ni intenté llamar su atención. Tampoco hice nada
por conocerla. Tal vez mi autocontrol, que requería un sacrificio tan abnegado, no resulte
claramente comprensible. Es cierto que estaba locamente enamorado, pero, ¿cómo puede
uno cambiar su forma de pensar o transformar el propio carácter?
»Yo era lo que algunos estúpidos llaman, y otros más tontos aún gustan ser llamados,
un aristócrata; y, a pesar de su belleza, de sus encantos y elegancia, aquella chica no
pertenecía a mi clase. Me enteré de su nombre (no tiene sentido citarlo aquí) y supe algo
acerca de su familia. Era huérfana y vivía en la casa de huéspedes de su tía, una gruesa
señora de edad, inaguantable, de la que dependía. Mis ingresos eran escasos y no tenía
talento suficiente como para casarme; debe de ser una cualidad que nunca he tenido. La
unión con aquella familia habría significado llevar su forma de vida, alejarme de mis libros
y estudios y, en el aspecto social, descender al nivel de la gente de la calle. Sé que este tipo
de consideraciones son fácilmente censurables y no me encuentro preparado para
defenderlas. Acepto que se me juzgue, pero, en estricta justicia, todos mis antepasados, a
lo largo de generaciones, deberían ser mis codefensores y debería permitírseme invocar
como atenuante el mandato imperioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de
un enlace de este tipo. En resumen, mis gustos, costumbres, instinto e incluso la sensatez
que pueda quedarme después de haberme enamorado, se vuelven contra él. Además,
como soy un romántico incorregible, encontraba un encanto exquisito en una relación
impersonal y espiritual que el conocimiento podría convertir en vulgar, y el matrimonio
con toda seguridad disiparía. Ninguna criatura, argüía yo, podría ser más encantadora
que esta mujer. El amor es un sueño delicioso; entonces, ¿por qué razón iba yo a procurar
mi propio despertar?
»El comportamiento que se deducía de toda esta apreciación y parecer era obvio. Mi
honor, orgullo y prudencia, así como la conservación de mis ideales me ordenaban huir,
pero me sentía demasiado débil para ello. Lo más que podía hacer —y con gran esfuerzo—
era dejar de ver a la chica, y eso fue lo que hice. Evité incluso los encuentros fortuitos en el
jardín. Abandonaba la casa sólo cuando sabía que ella ya se había marchado a sus clases
de música, y volvía después de la caída de la noche. Sin embargo era como si estuviera en
trance; daba rienda suelta a las imaginaciones más fascinantes y toda mi vida intelectual
estaba relacionada con ellas. ¡Ah, querido amigo! Tus acciones tienen una relación tan
clara con la razón que no puedes imaginarte el paraíso de locura en el que viví.
»Una tarde, el diablo me hizo ver que era un idiota redomado. A través de una
conversación desordenada, y sin buscarlo, me enteré por la cotilla de mi casera que la
habitación de la joven estaba al lado de la mía, separada por una pared medianera.
Llevado por un impulso torpe y repentino, di unos golpecitos suaves en la pared.
Evidentemente, no hubo respuesta, pero no tuve humor suficiente para aceptar un
rechazo. Perdí la cordura y repetí esa tontería, esa infracción, que de nuevo resultó inútil,
por lo que tuve el decoro de desistir.
»Una hora más tarde, mientras estaba concentrado en algunos de mis estudios sobre
el infierno, oí, o al menos creí oír, que alguien contestaba mi llamada. Dejé caer los libros y
de un salto me acerqué a la pared donde, con toda la firmeza que mi corazón me permitía,
di tres golpes. La respuesta fue clara y contundente: uno, dos, tres, una exacta repetición
de mis toques. Eso fue todo lo que pude conseguir, pero fue suficiente; demasiado, diría
yo.
»Aquella locura continuó a la tarde siguiente, y en adelante durante muchas tardes, y
siempre era yo quien tenía la última palabra. Durante todo aquel tiempo me sentí
completamente feliz, pero, con la terquedad que me caracteriza, me mantuve en la
decisión de no ver a la chica. Un día, tal y como era de esperar, sus contestaciones cesaron.
«Está enfadada —me dije— porque cree que soy tímido y no me atrevo a llegar más lejos»;
entonces decidí buscarla y conocerla y... Bueno, ni supe entonces ni sé ahora lo que podría
haber resultado de todo aquello. Sólo sé que pasé días intentando encontrarme con ella,
pero todo fue en vano. Resultaba imposible verla u oírla. Recorrí infructuosamente las
calles en las que antes nos habíamos cruzado; vigilé el jardín de su casa desde mi ventana,
pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pensé que se había marchado; pero no
intenté aclarar mi duda preguntándole a la casera, a la que tenía una tremenda ojeriza
desde que me habló de la chica con menos respeto del que yo consideraba apropiado.
»Y llegó la noche fatídica. Rendido por la emoción, la indecisión y el desaliento, me
acosté temprano y conseguí conciliar un poco el sueño. A media noche hubo algo, un
poder maligno empeñado en acabar con mi paz para siempre, que me despertó y me hizo
incorporarme para prestar atención a no sé muy bien qué. Me pareció oír unos ligeros
golpes en la pared: el fantasma de una señal conocida. Un momento después se repitieron:
uno, dos, tres, con la misma intensidad que la primera vez, pero ahora un sentido alerta y
en tensión los recibía. Estaba a punto de contestar cuando el Enemigo de la Paz intervino
de nuevo en mis asuntos con una pícara sugerencia de venganza. Como ella me había
ignorado cruelmente durante mucho tiempo, yo le pagaría con la misma moneda. ¡Qué
tontería! ¡Que Dios sepa perdonármela! Durante el resto de la noche permanecí despierto,
escuchando y reforzando mi obstinación con cínicas justificaciones.
»A la mañana siguiente, tarde, al salir de casa me encontré con la casera, que entraba:
»—Buenos días, señor Dampier —dijo—; ¿se ha enterado usted de lo que ha pasado?
Le dije que no, de palabra, pero le di a entender con el gesto que me daba igual lo
que fuera. No debió captarlo porque continuó:
—A la chica enferma de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído nada? Llevaba semanas
enferma y ahora...
Casi salto sobre ella.
»—Y ahora... —grité—, y ahora ¿qué?
»—Está muerta.
»Pero aún hay algo más. A mitad de la noche, según supe más tarde, la chica se había
despertado de un largo estupor, tras una semana de delirio, y había pedido —éste fue su
último deseo— que llevaran su cama al extremo opuesto de la habitación. Los que la
cuidaban consideraron la petición un desvarío más de su delirio, pero accedieron a ella. Y
en ese lugar aquella pobre alma agonizante había realizado la débil aspiración de intentar
restaurar una comunicación rota, un dorado hilo de sentimiento entre su inocencia y mi vil
monstruosidad, que se empeñaba en profesar una lealtad brutal y ciega a la ley del Ego.
»¿Cómo podía reparar mi error? ¿Se pueden decir misas por el descanso de almas
que, en noches como ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados de acá para allá por
vientos caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la oscuridad con signos y presagios
que sugieren recuerdos y augurios de condenación?
»Esta ha sido su tercera visita. La primera vez fui escéptico y verifiqué por métodos
naturales el carácter del incidente; la segunda, respondí a los golpes, varias veces
repetidos, pero sin resultado alguno. Esta noche se completa la «tríada fatal» de la que
habla Parapelius Necromantius. Es todo lo que puedo decir.»
Cuando hubo terminado su relato no encontré nada importante que decir, y
preguntar habría sido una impertinencia terrible. Me levanté y le di las buenas noches de
tal forma que pudiera captar la compasión que sentía por él; en señal de agradecimiento
me dio un silencioso apretón de manos. Aquella noche, en la soledad de su tristeza y
remordimiento, entró en el reino de lo Desconocido.
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Carrera Inconclusa
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James Burne Worson era zapatero, habitante de Leamington, Warwickshire,
Inglaterra. Era propietario de un pequeño local, en uno de esos pasajes que nacen de la
carretera a Warwick. Dentro de su humilde círculo, lo estimaban hombre honesto, aunque
algo dado (como tantos de su clase en los pueblos ingleses) a la bebida. Cuando se
emborrachaba, solía comprometerse en apuestas insensatas. En una de tales ocasiones,
harto frecuentes, se ufanaba de sus hazañas como corredor y atleta, lo que tuvo como
resultado una competición contra natura. Apostaron un soberano de oro, y se
comprometió a hacer todo el camino a Coventry corriendo ida y vuelta; se trata de una
distancia que supera las cuarenta millas. Esto fue el 3 de septiembre de 1873. Partió de
inmediato; el hombre con quien había hecho la apuesta —no se recuerda su nombre—,
acompañado por Barham Wise, lencero, y Hamerson Burns, creo que fotógrafo, lo siguió
en su carro o carreta ligera.
Durante varias millas, Worson anduvo muy bien, a paso regular, sin fatiga aparente,
porque poseía, en verdad, gran poder de resistencia, y no estaba tan intoxicado como para
que tal poder lo traicionara. Los tres hombres, en su carruaje, lo seguían a escasa distancia,
y, ocasionalmente, se burlaban amistosamente de él o lo estimulaban, según se los imponía
el ánimo. Súbitamente —en plena carretera, a menos de doce yardas de distancia, y
mientras todos lo estaban observando— el hombre pareció tropezar. No cayó a tierra:
desapareció antes de tocarla. Jamás se halló rastro de él.
Tras permanecer en el sitio y merodearlo, presa de la irresolución y la incertidumbre,
los tres hombres regresaron a Leamington, narraron su increíble historia, y fueron, al fin,
puestos a buen recaudo. Pero gozaban de buena reputación, siempre se los había juzgado
sinceros, estaban sobrios en el momento del hecho, y nada conspiró jamás para desmentir
el relato juramentado de su extraordinaria aventura; éste, no obstante, provocó divisiones
de la opinión pública en todo el Reino Unido. Si tenían algo que ocultar eligieron, por
cierto, uno de los medios más asombrosos que haya escogido jamás un ser humano en su
sano juicio.
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El Amo De Moxon
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—¿Lo dices en serio?... ¿Realmente crees que una máquina puede pensar?
No obtuve respuesta inmediata. Moxon estaba ocupado aparentemente con el fuego
del hogar, revolviendo con habilidad aquí y allá con el atizador, como si toda su atención
estuviera centrada en las brillantes llamas. Hacía semanas que observaba en él un hábito
creciente de demorar su respuesta, aun a las más triviales y comunes preguntas. Su aire
era, no obstante, más de preocupación que de deliberación: se podía haber dicho que
"tenía algo que le daba vueltas en la cabeza".
—¿Qué es una "máquina"? La palabra ha sido definida de muchas maneras. Aquí
tienes la definición de un diccionario popular: "Cualquier instrumento u organización por
medio del cual se aplica y se hace efectiva la fuerza, o se produce un efecto deseado". Bien,
¿entonces un hombre no es una máquina? Y debes admitir que él piensa... o piensa que
piensa.
—Si no quieres responder mi pregunta —dije irritado— ¿por qué no lo dices?... eso
no es más que eludir el tema. Sabes muy bien que cuando digo "máquina" no me refiero a
un hombre, sino a algo que el hombre fabrica y controla.
—Cuando no lo controla a él —dijo, levantándose abruptamente y mirando hacia
afuera por la ventana, donde nada era visible en la oscura noche tormentosa. Un momento
más tarde se dio vuelta y agregó con una sonrisa.
—Discúlpame, no deseaba evadir la pregunta. Considero al diccionario humano
como un testimonio inconsciente y sugestivo que aporta algo a la discusión. No puedo dar
una respuesta directa tan fácilmente; creo que una máquina piensa en el trabajo que está
realizando.
Esa era una respuesta suficientemente directa, por cierto. No completamente
placentera, pues tendía a confirmar la triste suposición de que la devoción de Moxon al
estudio y al trabajo en su taller mecánico no le había sido beneficiosa. Sabía, por otra
fuente, que sufría de insomnio, y ese no es un mal agradable. ¿Habría afectado su mente?
La respuesta a mi pregunta parecía evidenciar eso; quizá hoy yo hubiera pensado en
forma diferente. Pero entonces era joven, y entre los dones otorgados a la juventud no está
excluida la ignorancia. Excitado por el gran estímulo de la discusión, dije:
—¿Y con qué discurre y piensa, en ausencia de cerebro?
Su respuesta, que llegó más o menos con la demora acostumbrada, utilizó una de sus
técnicas favoritas, ya que a su vez me preguntó:
—¿Con qué piensa una planta... en ausencia de cerebro?
—¡Ah, las plantas pertenecen a la categoría de los filósofos! Me gustaría conocer
algunas de sus conclusiones; puedes omitir las premisas.
—Quizá —contestó, aparentemente poco afectado por mi ironía— puedas inferir sus
convicciones de sus actos. Usaré el ejemplo familiar de la mimosa sensitiva, las muchas
flores insectívoras y aquellas cuyo estambre se inclina sacudiendo el polen sobre la abeja
que ha penetrado en ella, para que ésta pueda fertilizar a sus consortes distantes. Pero
observa esto. En un lugar despejado planté una enredadera. Cuando asomaba muy poco a
la superficie planté una estaca a un metro de distancia. La enredadera fue en su busca de
inmediato, pero cuando estaba por alcanzarla la saqué y la coloqué a unos treinta
centímetros. La enredadera alteró inmediatamente su curso, hizo un ángulo agudo, y otra
vez fue por la estaca. Repetí esta maniobra varias veces, pero finalmente, como
descorazonada, abandonó su búsqueda, ignoró mis posteriores intentos de distracción y se
dirigió a un árbol pequeño, bastante lejos, donde trepó. Las raíces del eucalipto se
prolongan increíblemente en busca de humedad. Un horticultor muy conocido cuenta que
una de ellas penetró en un antiguo caño de desagüe y siguió por él hasta encontrar una
rotura, donde la sección del caño había sido quitada para dejar lugar a una pared de
piedra construida a través de su curso. La raíz dejó el desagüe y siguió la pared hasta
encontrar una abertura donde una piedra se había desprendido. Reptó a través de ella y
siguió por el otro lado de la pared retornando al desagüe, penetrando en la parte
inexplorada y reanudando su viaje.
—¿Y a qué viene todo esto?
—¿No comprendes su significado? Muestra la conciencia de las plantas. Prueba que
piensan.
—Aun así... ¿qué entonces? Estamos hablando, no de plantas, sino de máquinas.
Suelen estar compuestas en parte de madera —madera que no tiene ya vitalidad— o sólo
de metal. ¿Pensar es también un atributo del reino mineral?
—¿Cómo puedes entonces explicar el fenómeno, por ejemplo, de la cristalización?
—No lo explico.
—Porque no puedes hacerlo sin afirmar lo que deseas negar, sobre todo la
cooperación inteligente entre los elementos constitutivos de los cristales. Cuando los
soldados forman fila o hacen pozos cuadrados, llamas a esto razón. Cuando los patos
salvajes en vuelo forman la letra V lo llamas instinto. Cuando los átomos homogéneos de
un mineral, moviéndose libremente en una solución, se ordenan en formas
matemáticamente perfectas, o las partículas de humedad en las formas simétricas y
hermosas del copo de nieve, no tienes nada que decir. Todavía no has inventado un
nombre que disimule tu heroica irracionalidad.
Moxon estaba hablando con una animación inusual y gran seriedad. Al hacer una
pausa escuché en el cuarto adyacente que conocía como su "taller mecánico", al que nadie
salvo él entraba, un singular ruido sordo, como si alguien aporreara una mesa con la mano
abierta. Moxon lo oyó al mismo tiempo y, visiblemente agitado, se levantó corriendo hacia
donde provenía el ruido. Pensé que era raro que alguien más estuviera allí, y el interés en
mi amigo —duplicado por un toque de curiosidad injustificada— me hizo escuchar
atentamente, y creo, soy feliz de decirlo, no por el ojo de la cerradura. Hubo ruidos
confusos como de lucha o forcejeos; el piso se sacudió. Oí claramente un respirar pesado y
un susurro ronco que exclamó:
—¡Maldito seas!
Luego todo volvió al silencio, y al momento Moxon reapareció y dijo, con una
semisonrisa de disculpa:
—Perdóname por dejarte solo tan abruptamente. Tengo allí una máquina que había
perdido la calma y rompía cosas.
Fijé los ojos sobre su mejilla izquierda que mostraba cuatro excoriaciones paralelas
con rastros de sangre y dije:
—¿Cómo hace para cortarse las uñas?
Podía haberme guardado la broma; no pareció prestarle atención, pero se sentó en la
silla que había abandonado y retomó el monólogo interrumpido como si nada hubiera
sucedido.
—Sin duda no tienes que estar de acuerdo con los que (no necesito nombrárselos a
un hombre de tu cultura) afirman que toda la materia es conciencia, que todo átomo es
vida, sentimiento, ser consciente. Yo lo estoy. No existe nada muerto, materia inerte; todo
está vivo; todo está imbuido de fuerza, en acto y potencia; todo lo sensible a las mismas
fuerzas de su entorno y susceptible de contagiar a lo superior y a lo inferior reside en
organismos tan superiores como puedan ser inducidos a entrar en relación, como los de
un hombre cuando está modelado por un instrumento de voluntad. Absorbe algo de su
inteligencia y propósitos... en proporción a la complejidad de la máquina resultante y de
como ésta trabaje.
"¿Recuerdas la definición de 'vida' de Herbert Spencer? La leí hace treinta años. Debe
de haberla modificado más tarde, eso creo, pero en todo este tiempo he sido incapaz de
pensar una sola palabra que pueda ser cambiada, agregada o sacada. Me parece no sólo la
mejor definición sino la única posible.
"Vida —dijo— es una definitiva combinación de cambios heterogéneos, simultáneos
y sucesivos, en correspondencia con las coexistencias y sucesiones externas'".
—Eso define al fenómeno —dije— pero no indica su causa.
—Eso —replicó— es todo lo que cualquier definición puede hacer. Tal como Mills
señala, no sabemos nada de la causa excepto como antecedente... nada, en efecto, salvo un
consecuente. Ciertos fenómenos nunca ocurren sin otros, de los que son disímiles: al
primero, para abreviar, lo llamamos causa, al segundo, efecto. Quien haya visto a un
conejo perseguido por un perro y no haya visto jamás conejos y perros por separado,
puede llegar a creer que el conejo es la causa del perro.
"Ah, creo que me desvío de la cuestión principal —prosiguió Moxon con tono
doctoral—. Lo que deseo destacar es que en la definición de la vida formulada por Spencer
está incluida la actividad de una máquina; así, en esa definición todo puede aplicarse a la
maquinaria. Según aquel filósofo, si un hombre está vivo durante su período activo,
también lo está una máquina mientras funciona. En mi calidad de inventor y fabricante de
máquinas, afirmo que esto es absolutamente cierto".
Moxon quedó silencioso y la pausa se prolongó algún rato, en tanto él contemplaba
el fuego de la chimenea de manera absorta.
Se hizo tarde y quise marcharme, pero no me sedujo la idea de dejar a Moxon en
aquella mansión aislada, totalmente solo, excepto la presencia de alguien que yo no podía
imaginar ni siquiera quién era, aunque a juzgar por el modo cómo trató a mi amigo en el
taller, tenía que ser un individuo altamente peligroso y animado de malas intenciones.
Me incliné hacia Moxon y lo miré fijamente, al tiempo que indicaba la puerta del
taller.
—Moxon —indagué— ¿quién está ahí dentro?
Al ver que se echaba a reír, me sorprendí lo indecible.
—Nadie —repuso, serenándose—. El incidente que te inquieta fue provocado por mi
descuido al dejar en funcionamiento una máquina que no tenía en qué ocuparse, mientras
yo me entregaba a la imposible labor de iluminarte sobre algunas verdades. ¿Sabes, por
ejemplo, que la Conciencia es hija del Ritmo?
—Oh, ya vuelve a salirse por la tangente —le reproché, levantándome y poniéndome
el abrigo—. Buenas noches, Moxon. Espero que la máquina que dejaste funcionando por
equivocación lleve guantes la próxima vez que intentes pararla.
Sin querer observar el efecto de mi indirecta, me marché de la casa.
Llovía aún, y las tinieblas eran muy densas. Lejos, brillaban las luces de la ciudad. A
mis espaldas, la única claridad visible era la que surgía de una ventana de la mansión de
Moxon, que correspondía precisamente a su taller.
Pensé que mi amigo habría reanudado los estudios interrumpidos por mi visita. Por
extrañas que me parecieran en aquella época sus ideas, incluso cómicas, experimentaba la
sensación que se hallaban relacionadas de forma trágica con su vida y su carácter, y tal vez
con su destino.
Sí, casi me convencí de que sus ideas no eran las lucubraciones de una mente
enfermiza, puesto que las expuso con lógica claridad. Recordé una y otra vez su última
observación: "La Conciencia es hija del Ritmo". Y cada vez hallaba en ella un significado
más profundo y una nueva sugerencia.
Sin duda alguna, constituían una base sobre la cual asentar una filosofía. Si la
conciencia es producto del ritmo, todas las cosas son conscientes puesto que todas tienen
movimiento, y el movimiento siempre es rítmico. Me pregunté si Moxon comprendía el
significado, el alcance de esta idea, si se daba cuenta de la tremenda fuerza de aquella
trascendental generalización. ¿Habría llegado Moxon a su fe filosófica por la tortuosa
senda de la observación práctica?
Aquella fe era nueva para mí, y las afirmaciones de Moxon no lograron convertirme
a su causa; mas de pronto tuve la impresión de que brillaba una luz muy intensa a mi
alrededor, como la que se abatió sobre Saulo de Tarso, y en medio de la soledad y la
tormenta, en medio de las tinieblas, experimenté lo que Lewes denomina "la infinita
variedad y excitación del pensamiento filosófico".
Aquel conocimiento adquiría para mí nuevos sentidos, nuevas dimensiones. Me
pareció que echaba a volar, como si unas alas invisibles me levantaran del suelo y me
impulsasen a través del aire.
Cediendo al impulso de conseguir más información de aquél a quien reconocía como
maestro y guía, retrocedí y poco después volví a estar frente a la puerta de la residencia de
Moxon.
Estaba empapado por la lluvia pero no me sentía incómodo. Mi excitación me
impedía encontrar el llamador e instintivamente probé la manija. Ésta giró y, entrando,
subí las escaleras que llevaban a la habitación que tan recientemente había dejado. Todo
estaba oscuro y silencioso; Moxon, tal como lo había supuesto, estaba en el cuarto
contiguo... el "taller mecánico". Me deslicé a lo largo de la pared hasta encontrar la puerta
de comunicación y la golpeé con fuerza varias veces, pero no obtuve respuesta, lo que
atribuí al ruido exterior, pues el viento estaba soplando muy fuerte y arrojaba cortinas de
lluvia contra las delgadas paredes. El tamborileo sobre el único techo que cubría el cuarto
sin revestimiento era intenso e incesante. Nunca había sido invitado al taller mecánico... en
realidad se me había negado la entrada como a todos los demás, excepto una persona, un
diestro operario en metales de quien no sabía nada, excepto que su nombre era Haley y su
hábito el silencio. Pero en mi exaltación espiritual olvidé la discreción y los buenos
modales y abrí la puerta. Lo que vi expulsó con rapidez todas las especulaciones
filosóficas.
Moxon estaba sentado de cara a mí sobre el lado opuesto de una mesita con un
candelero, que era toda la luz que había en la habitación. Frente a él, de espaldas a mí,
estaba sentada otra persona. Sobre la mesa, entre los dos, había un tablero de ajedrez; los
hombres estaban jugando. Sabía muy poco de ajedrez pero por las pocas piezas que
permanecían sobre el tablero era obvio que el juego estaba por concluir. Moxon estaba
totalmente interesado... no tanto, eso me pareció, en el juego sino en su antagonista, sobre
el cual había fijado de tal manera la vista que, parado donde estaba, en la línea directa de
su visión, permanecía sin embargo inobservado. Su cara tenía un blanco fantasmal y sus
ojos brillaban como diamantes. A su antagonista sólo lo veía de atrás, pero era suficiente,
no tuve interés en ver su cara.
Aparentemente no tenía más de un metro y medio de estatura, con proporciones que
recordaban al gorila... ancho de hombros, grueso y corto cuello y una gran cabeza
cuadrada con una maraña de pelo negro que coronaba un fez carmesí. Una túnica del
mismo color, ligeramente sujeta a la cintura, caía hasta el asiento —aparentemente un
cajón— sobre el cual se sentaba; no se le veían las piernas ni los pies. El brazo izquierdo
parecía descansar sobre la falda; movía las piezas con la mano derecha, que parecía
desproporcionadamente grande.
Yo había retrocedido un poco y ahora estaba parado a un lado y junto a la puerta, en
las sombras. Si Moxon hubiera observado algo más que la cara de su oponente no hubiera
visto otra cosa que la puerta abierta. Algo me impidió entrar o retirarme, la sensación —no
sé cómo llegó a mí— de que estaba presenciando una tragedia inminente y que podía
ayudar a mi amigo permaneciendo donde estaba. Apenas tuve una rebelión consciente
contra la poca delicadeza de lo que estaba haciendo.
El juego fue rápido. Moxon apenas miraba el tablero al hacer sus movimientos y,
para mi ojo inexperto, parecía mover las piezas más cercanas a su mano. Su movimiento al
hacerlo era rápido, nervioso y falto de precisión. La respuesta de su antagonista,
igualmente pronta en la iniciación, continuaba con un lento, uniforme, mecánico y, pensé,
casi teatral movimiento del brazo, que era una dolorosa prueba para mi paciencia. Había
algo aterrador en todo eso, y comencé a temblar. Pero lo cierto es que estaba mojado y
aterido.
Dos o tres veces después de mover una pieza, el extraño inclinaba ligeramente la
cabeza, y cada vez que lo hacía observé que Moxon desviaba su rey. Al momento tuve la
idea de que el hombre era mudo. ¡Entonces era una máquina... un jugador de ajedrez
autómata! Recordé que una vez Moxon me había contado que había inventado un
mecanismo de ese tipo, pero yo no había comprendido que ya lo había construido. ¿Así
que toda su charla sobre la conciencia y la inteligencia de las máquinas era sólo un mero
preludio para la exhibición eventual de este artefacto... un truco para intensificar el efecto
de su acción mecánica sobre mi ignorancia de su existencia?
Buen fin éste para mis transportes intelectuales... ¡la infinita variedad y excitación del
pensamiento filosófico! Estaba a punto de retirarme con disgusto cuando ocurrió algo que
atrapó mi atención. Observé un encogimiento en los grandes hombros de la criatura, como
si estuviera irritada: tan natural era —tan enteramente humano— que mi nueva visión del
asunto me hizo sobresaltar. No fue solamente esto, un momento más tarde golpeó la mesa
abruptamente con su puño. Este gesto pareció sobresaltar a Moxon más que a mí: empujó
la silla un poco hacia atrás, como alarmado.
En ese momento Moxon, que debía jugar, levantó la mano sobre el tablero y la lanzó
sobre una de sus piezas, como un gavilán sobre su presa, exclamando "jaque mate". Se
puso de pie con rapidez y se paró detrás de la silla. El autómata permaneció inmóvil en su
lugar.
El viento había cesado, pero escuchaba, a intervalos decrecientes, la vibración y el
retumbar cada vez más fuerte de la tormenta. En una de esas pausas comencé a oír un
débil zumbido o susurro que, tal como la tormenta, se hacía por momentos más fuerte y
nítido. Parecía provenir del cuerpo del autómata, y era un inequívoco rumor de ruedas
girando. Me dio la impresión de un mecanismo desordenado que había escapado a la
acción represiva y reguladora de su mecanismo de control... como si un retén se hubiera
zafado de su engranaje. Pero antes de que hubiera tenido tiempo para esbozar otras
conjeturas sobre su origen mi atención se vio atrapada por un movimiento extraño del
autómata. Una convulsión débil pero continua pareció haberse posesionado de él. El
cuerpo y la cabeza se sacudían como si fuera un hombre con perlesía o frío intenso y el
movimiento fue aumentando a cada instante hasta que la figura entera se agitó con
violencia. Saltó súbitamente sobre los pies y con un movimiento tan rápido que fue difícil
seguir con los ojos se lanzó sobre la mesa y la silla, con los dos brazos extendidos por
completo... la postura de un nadador antes de zambullirse. Moxon trató de retroceder
fuera de su alcance pero lo hizo con demasiada lentitud: vi las horribles manos de la
criatura cerrarse sobre su garganta, y sus manos aferradas a las muñecas metálicas.
Cuando la mesa se dio vuelta la vela cayó al piso y se apagó, y todo fue oscuridad. Pero el
ruido de lucha era espantosamente nítido, y lo más terrible de todo eran los roncos,
chirriantes sonidos emitidos por un hombre estrangulado que intentaba respirar. Guiado
por el infernal alboroto me lancé al rescate de mi amigo, pero es muy difícil avanzar
rápidamente en la oscuridad; de golpe todo el cuarto se iluminó con un enceguecedor
resplandor blanco que fijó en mi cerebro y mi corazón la vívida imagen de los
combatientes en el piso, Moxon abajo, su garganta aún bajo las garras de esas manos de
hierro, con la cabeza forzada hacia atrás, los ojos desorbitados, la boca totalmente abierta y
la lengua afuera; mientras que —¡horrible contraste!— una expresión de tranquilidad y
profunda meditación aparecía en la cara pintada de su asesino, ¡como si estuviera
solucionando un problema de ajedrez! Eso fue lo que vi, luego todo fue oscuridad y
silencio.
Tres días más tarde recobré la conciencia en un hospital. Mientras el recuerdo de la
trágica noche volvía a mi dolida cabeza reconocí en mi cuidador al operario confidencial
de Moxon, ese tal Haley. Respondiendo a mi mirada se aproximó, sonriendo.
—Cuéntemelo todo —logré decir con voz débil—, todo lo que ocurrió.
—En realidad —dijo— ha estado inconsciente desde el incendio de la casa... de
Moxon. Nadie sabe qué hacía usted allí. Tendrá que dar algunas explicaciones. El origen
del fuego también es misterioso. Mi idea es que la casa fue golpeada por un rayo.
—¿Y Moxon?
—Ayer lo enterraron... lo que quedaba de él.
Aparentemente esta persona reticente podía abrirse en ocasiones; mientras transmitía
estas horrendas informaciones a un enfermo se le veía muy amable. Después de un
momento de punzante sufrimiento mental aventuré otra pregunta:
—¿Quién me rescató?
—Bueno, si eso le interesa... yo lo hice.
—Muchas gracias, señor Haley, y Dios lo bendiga por eso. ¿Ha usted rescatado
también al encantador producto de su habilidad, el jugador de ajedrez autómata que
asesinó a su inventor?
El hombre permaneció en silencio un largo tiempo, sin mirarme. Luego giró la cabeza
y dijo gravemente:
—¿Usted lo sabe todo?
—Sí —repliqué—, vi cómo estrangulaba a Moxon.
Eso fue hace muchos años. Si tuviera que responder hoy a la misma pregunta estaría
mucho menos seguro.
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El Caso Del Desfiladero De Coulter
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—¿Cree usted, coronel, que a su valiente Coulter le agradaría emplazar uno de sus
cañones aquí? —preguntó el general.
No parecía que pudiera hablar en serio: aquél, verdaderamente, no parecía un lugar
donde a ningún artillero, por valiente que fuera, le gustase colocar un cañón. El coronel
pensó que posiblemente su jefe de división quería darle a entender, en tono de broma, que
en una reciente conversación entre ellos se había exaltado demasiado el valor del capitán
Coulter.
—Mi general —replicó, con entusiasmo—, a Coulter le gustaría emplazar un cañón
en cualquier parte desde la que alcanzara a esa gente —con un gesto de la mano señaló en
dirección al enemigo.
—Es el único lugar posible —afirmó el general.
Hablaba en serio, entonces.
El lugar era una depresión, una «mella» en la cumbre escarpada de una colina. Era
un paso por el que ascendía una ruta de peaje, que alcanzaba el punto más alto de su
trayecto serpenteando a través de un bosque ralo y luego hacía un descenso similar,
aunque menos abrupto, en dirección al enemigo. En una extensión de kilómetro y medio a
la derecha y kilómetro y medio a la izquierda, la cadena de montañas, aunque ocupada
por la infantería federal, asentada justo detrás de la escarpada cumbre como mantenida
por la sola presión atmosférica, era inaccesible a la artillería. El único lugar utilizable era el
fondo del desfiladero, apenas lo bastante ancho para establecer el camino. Del lado de los
confederados, ese punto estaba dominado por dos baterías apostadas sobre una elevación
un poco más baja, al otro lado de un arroyo, a medio kilómetro de distancia. Lo árboles de
una granja disimulaban todos los cañones excepto uno que, como con descaro, estaba
emplazado en un claro, justo enfrente de una construcción bastante destacada: la casa de
un plantador. El cañón, sin embargo, estaba bastante protegido en su exposición porque la
infantería federal había recibido la orden de no tirar. El desfiladero de Coulter, como se le
llamó después, no era un lugar, en aquella agradable tarde de verano, donde a nadie le
«agradara emplazar un cañón».
Tres o cuatro caballos muertos yacían en el camino, tres o cuatro hombres muertos
estaban ordenadamente colocados en hilera a uno de los lados, un poco hacia atrás, en la
pendiente de la colina. Todos menos uno eran soldados de caballería de la vanguardia
federal. Uno era Furriel. El general que comandaba la división y el coronel en jefe de la
brigada, seguidos de su estado mayor y de su escolta, habían cabalgado hasta el fondo del
desfiladero para examinar la batería enemiga, que se había disimulado inmediatamente
tras unas altas nubes de humo. Resultaba inútil curiosear sobre unos cañones que se
enmascaraban como las sepias, y el examen había sido breve. Cuando terminó, a poca
distancia del sitio donde había comenzado, se produjo la conversación que hemos relatado
parcialmente. «Es el único lugar —repitió el general con aire pensativo— desde donde
llegar a ellos.»
El coronel le miró con gravedad.
—Sólo hay espacio para un cañón, mi general. Uno contra doce.
—Es verdad... para uno solo cada vez —dijo el comandante de la división esbozando
algo parecido a una sonrisa—. Pero, entonces, su bravo Coulter... tiene una batería en él
mismo.
Su tono irónico no dejaba lugar a dudas. Al coronel le irritó, pero no supo qué decir.
El espíritu de subordinación militar no promueve la réplica, ni siquiera la tácita
desaprobación.
En aquel momento, un joven oficial de artillería ascendía lentamente a caballo por el
camino, escoltado por su clarín. Era el capitán Coulter. No debía de tener más de veintitrés
años. De mediana estatura, muy esbelto y flexible, montaba su caballo con algo del aire de
un civil. En su rostro había algo singularmente distinto a los de los hombres que le
rodeaban; era delgado, tenía la nariz grande y los ojos grises, un ligero bigote rubio y un
largo, bastante desordenado cabello, también rubio. Su uniforme mostraba señales de
descuido: la visera del gastado kepis estaba ligeramente ladeada; la chaqueta, sólo
abotonada a la altura del cinturón, dejaba ver en buena medida una camisa blanca,
bastante limpia para aquella etapa de la campaña. Pero aquella indolencia sólo afectaba a
su atuendo y a su porte: la expresión de sus ojos grises demostraba un profundo interés
hacia cuanto le rodeaba: escrutaban como faros el paisaje a derecha e izquierda; después se
detenían mucho rato en el cielo que se veía sobre el desfiladero: hasta llegar al punto más
alto del camino, no había nada más que ver en aquella dirección. Al pasar frente a sus jefes
de división y de brigada por el lado del camino los saludó mecánicamente y se dispuso a
proseguir. El coronel le indicó por señas que se detuviera.
—Capitán Coulter —dijo—, el enemigo ha situado doce piezas de artillería en la
colina contigua. Si comprendo bien al general, le ordena a usted que emplace un cañón
aquí e inicie el combate.
Hubo un inexpresivo silencio. El general miró, impasible, a un regimiento distante
que ascendía apretadamente y muy despacio por la colina, a través de la densa maleza, en
espiral, como una deshilvanada nube de humo azul. Pareció que el capitán Coulter no
había observado al general. Después habló, lentamente y con aparente esfuerzo:
—¿En la próxima colina, dice usted, mi coronel? ¿Están los cañones cerca de la casa?
—¡Ah, ya ha recorrido usted este camino antes! Sí, justo ante la casa.
—¿Y es... necesario... abrir fuego? ¿La orden es formal?
Hablaba con voz ronca y entrecortada. Había palidecido visiblemente. El coronel
estaba sorprendido y mortificado. Lanzó una mirada de reojo al general. Ningún indicio
en aquel rostro inmóvil, tan duro como el bronce. Un momento después, el general se
alejaba cabalgando, seguido de los miembros de su estado mayor y de su escolta. El
coronel, humillado e indignado, se disponía a ordenar que arrestaran al capitán Coulter
cuando éste pronunció en voz baja unas pocas palabras dirigidas a su clarín, saludó y se
dirigió cabalgando en línea recta hacia el desfiladero. Cuando llegó a la cima del camino,
con los gemelos ante los ojos, se mostró recortado contra el cielo, y él y su caballo
dibujaron una nítida figura ecuestre. El clarín había bajado la pendiente a toda carrera y
desapareció detrás de un bosque. Entonces, se oyó sonar su clarín entre los cedros y, en
increíblemente poco tiempo, un cañón seguido de un furgón de municiones, cada cual
tirado por seis caballos y manejado por su equipo completo de artilleros, apareció
traqueteando y arrasando la cuesta en medio de un torbellino de polvo. Luego, fue
empujado a mano hasta la cumbre fatal, entre los caballos, que quedaron muertos. El
capitán hizo un ademán con el brazo, los hombres que cargaban el cañón se movieron con
asombrosa agilidad y, casi antes de que las tropas que seguían el camino hubieran dejado
de escuchar el ruido de las ruedas, una enorme nube blanca se abatió sobre la colina con
un ensordecedor estruendo: el combate del desfiladero de Coulter había empezado.
No se pretende aquí relatar con detalle los episodios y las vicisitudes de este horrible
combate, un combate sin incidentes y con las únicas alternancias de diferentes grados de
desesperación. Casi en el momento en que el cañón del capitán Coulter lanzaba su nube de
humo como un desafío, doce nubes se elevaron en respuesta por entre los árboles que
rodeaban la casa de la plantación, y el rugido profundo de una detonación múltiple resonó
como un eco roto. Desde ese momento hasta el final, los cañones federales lucharon su
batalla sin esperanza, en una atmósfera de hierro candente cuyos pensamientos eran
relámpagos y cuyas hazañas eran la muerte.
Como no deseaba ver los esfuerzos que no podía apoyar, ni la carnicería que no
podía impedir, el coronel había escalado la cumbre hasta un punto situado a cuatrocientos
metros a la izquierda, desde donde el desfiladero, invisible pero impulsando sucesivas
masas de humo, semejaba el cráter de un volcán en tronante erupción. Observó los
cañones enemigos con sus prismáticos, constatando hasta donde podía los efectos del
fuego de Coulter —si Coulter vivía todavía para dirigirlo—. Vio que los artilleros
federales, ignorando las piezas del enemigo cuya posición sólo podían determinar por el
humo, consagraban toda su atención al que continuaba emplazado en el terreno abierto: el
césped de delante de la casa. Alrededor y por encima de este duro cañón explotaron los
obuses a intervalos de pocos segundos. Algunos hicieron explosión en la casa, como se
pudo ver por unas delgadas columnas de humo que subían por las brechas del techo. Se
veían claramente formas de hombres y caballos postrados en el suelo.
—Si nuestros hombres están haciendo tan buen trabajo con un solo cañón —dijo el
coronel a un ayudante de campo que estaba cerca— deben estar sufriendo como el
demonio el fuego de doce. Baje y presente a quien dirija ese cañón mis felicitaciones por la
eficacia de su fuego.
Se volvió a su ayudante mayor y agregó:
—¿Observó usted la maldita resistencia de Coulter a obedecer órdenes?
—Sí, mi coronel.
—Bueno, no hable de esto con nadie, por favor. No creo que el general se preocupe
de formular acusaciones. Tendrá sin duda bastante qué hacer para explicar su papel en
este modo tan poco usual de divertir a la retaguardia de un enemigo en retirada.
Un joven oficial se aproximó desde la parte de abajo, escalando sin aliento la
pendiente. Casi antes de saludar, exclamó, jadeando:
—Mi coronel, me envía el coronel Harmon para informarle que los cañones del
enemigo se hallan al alcance de nuestros fusiles y casi todos son visibles desde numerosos
puntos de la colina.
El jefe de brigada le miró sin demostrar el menor interés.
—Lo sé —respondió, tranquilamente.
El joven ayudante estaba visiblemente azorado.
—El coronel Harmon quisiera autorización para silenciar esos cañones.
—Yo también —replicó el coronel con en el tono de antes—. Salude de mi parte al
coronel Harmon y dígale que todavía rigen las órdenes del general para que la infantería
no abra fuego.
El ayudante saludó y se retiró. El coronel hundió los talones en tierra y dio media
vuelta para continuar mirando los cañones del enemigo.
—Coronel —dijo el ayudante mayor—, no sé si debería decir nada, pero hay algo
extraño en todo esto. ¿Sabía usted que el capitán Coulter es del Sur?
—No. ¿Lo era, de verdad?
—Oí que el verano pasado, la división que el general comandaba entonces se
encontraba en las cercanías de la plantación de Coulter; acampó allí durante unas semanas
y...
—¡Escuche! —le interrumpió el coronel levantando la mano—. ¿Oye usted eso?
Eso era el silencio del cañón federal. El estado mayor, los asistentes, las líneas de
infantería situadas detrás de la cumbre, todos habían «oído» y miraban con curiosidad en
la dirección del cráter, de donde no ascendía ya humo sino sólo algunas nubes esporádicas
procedentes de los obuses enemigos. Entonces llegó el toque de un clarín y el ruido débil
de unas ruedas. Un minuto más tarde, las agudas detonaciones comenzaron con redoblada
actividad. El cañón destruido había sido reemplazado por otro, intacto.
—Sí —dijo el ayudante mayor, continuando su historia—, el general conoció a la
familia Coulter. Hubo problemas, ignoro de qué naturaleza... Algo que concernía a la
esposa de Coulter. Es una rabiosa secesionista, corno casi todos en la familia, excepto
Coulter, pero es una buena esposa y una dama muy educada. En el cuartel general del
ejército se recibió una queja. El general fue transferido a esta división. Resulta extraño que
después de eso la batería de Coulter haya sido asignada a ella.
El coronel se había levantado de la roca donde estaba sentado. Sus ojos llameaban de
generosa indignación.
—Dígame, Morrison —dijo, mirando a su chismoso oficial del estado mayor
directamente a la cara—, ¿le contó esa historia un caballero o un embustero?
—No quiero revelar cómo me llegó, mi coronel, a, menos que sea preciso —enrojeció
ligeramente—, pero apuesto mi vida a que es verdad.
El coronel se giró hacia un corrillo de oficiales que estaba a cierta distancia.
—¡Teniente Williams! —gritó.
Uno de los oficiales se apartó del grupo y, adelantándose, saludó y dijo:
—Discúlpeme, mi coronel, creía que estaba usted informado. Williams ha muerto
abajo, al pie del cañón. ¿En qué puedo servirle, señor?
El teniente Williams era el edecán que había tenido el placer de transmitir al oficial
que comandaba la batería las felicitaciones de su jefe de brigada.
—Vaya —dijo el coronel— y ordene la retirada de esa pieza inmediatamente. No...
Iré yo mismo.
Bajó a todo correr la cuesta que conducía a la parte de atrás del desfiladero,
franqueando rocas y malezas, seguido de su pequeña escolta, entre un tumultuoso
desorden. Cuando llegaron al pie de la cuesta, montaron. Sus caballos, que los esperaban,
enfilaron a trote rápido por el camino; doblaron un recodo y desembocaron en el
desfiladero. ¡El espectáculo que encontraron allí era espeluznante!
En aquel desfiladero, apenas suficientemente ancho para un solo cañón, habían
amontonado los restos de por lo menos cuatro piezas. Si habían percibido el silencio de
sólo el último inutilizado, era porque habían faltado hombres para sustituirlo rápidamente
por otro. Los desechos se esparcían a ambos lados del camino; los hombres habían logrado
mantener un espacio libre en el medio en el que la quinta pieza estaba ahora haciendo
fuego. ¿Los hombres? ¡Parecían demonios del infierno! Todos sin gorra, todos desnudos
hasta la cintura, su piel, humeante, negra de manchas de pólvora y salpicada de gotas de
sangre. Todos trabajaban como dementes, manejando el ariete y los cartuchos, las palancas
y el gancho de disparo. A cada golpe de retroceso, apoyaban contra las ruedas sus
hombros tumefactos y sus manos ensangrentadas, y encajaban de nuevo el pesado cañón
en su lugar. No había órdenes. En aquel enloquecido revuelo de alaridos y explosiones de
obuses; entre el silbido agudo de las esquirlas de hierro y de las astillas que volaban por
todas partes, no se hubiera oído ninguna orden. Los oficiales, si es que quedaban oficiales,
no se distinguían de los soldados. Todos trabajaban juntos, cada uno, mientras aguantaba,
dirigido por miradas. Cuando el cañón era escobillado, se cargaba; cuando estaba cargado,
se apuntaba y se tiraba. El coronel vio algo que no había visto jamás en toda su carrera
militar, algo horrible y misterioso: ¡el cañón sangraba por la boca! En un momento en que
faltaba agua, el artillero que esponjaba la pieza había empapado la esponja en un charco
de sangre de uno de sus camaradas. No había ningún conflicto en todo aquel trabajo. El
deber del instante era obvio. Cuando un hombre caía, otro, muy poco más limpio, parecía
surgir de la tierra en lugar del muerto, para caer a su vez.
Con los cañones deshechos yacían también los hombres deshechos, al lado de los
restos, por encima y por debajo. Y, retrocediendo por el camino, ¡una horripilante
procesión! se arrastraban con las manos y las rodillas los heridos capaces de moverse. El
coronel, que compasivamente había enviado a su escolta hacia la derecha, hubo de pasar
con su caballo por encima de los que estaban definitivamente muertos para no aplastar a
aquellos que todavía conservaban un resto de vida. Mantuvo su camino con tranquilidad
en medio de aquel infierno, se acercó al lado del cañón y, en la oscuridad de la última
descarga, golpeó en la mejilla al hombre que sostenía el ariete, que se derrumbó creyendo
que había muerto. Un demonio siete veces condenado brotó de entre el humo para ocupar
su puesto, pero se detuvo y fijó en el oficial a caballo una mirada no terrenal; los dientes le
brillaban entre los labios negros; los ojos, salvajes y desorbitados, ardían como brasas bajo
las cejas ensangrentadas. El coronel hizo un ademán autoritario señalándole la parte de
atrás. El demonio se inclinó, en señal de obediencia. Era el capitán Coulter.
Simultáneamente a la señal de alto del coronel, el silencio cayó sobre todo el campo
de batalla. La procesión de proyectiles dejó de correr en aquel desfile de muerte porque el
enemigo también había dejado de tirar. Su ejército había desaparecido desde hacía horas;
el comandante de la retaguardia, que había mantenido arriesgadamente su posición con la
esperanza de silenciar el cañón federal, también había hecho callar sus piezas en aquel
extraño minuto.
—No era consciente del alcance de mi autoridad —dijo el coronel sin dirigirse a
nadie, mientras cabalgaba hacia la cima de la colina para averiguar qué había ocurrido.
Una hora más tarde, su brigada hacía vivac en el campo enemigo, y los soldados
examinaban con respeto casi religioso, como fieles ante las reliquias de un santo, los
cuerpos de una veintena de caballos despatarrados y los restos de tres cañones inservibles.
Los caídos habían sido retirados; sus cuerpos desmembrados y desgarrados hubieran
satisfecho demasiado al enemigo.
Naturalmente, el coronel se alojó con su familia militar en la casa de la plantación.
Aunque bastante derruida, era mejor que un campamento al aire libre. Los rnuebles
estaban muy desarreglados y rotos. Las paredes y los techos habían cedido en algunas
partes y un olor a pólvora lo impregnaba todo. Las camas, los armarios para la ropa
femenina y las alacenas no estaban rnuy dañados. Los nuevos inquilinos de una noche se
instalaron como en su casa, y la virtual aniquilación de la batería de Coulter les brindó un
animado tema de conversación.
Durante la cena, un asistente que pertenecía a la escolta apareció en el comedor y
pidió permiso para hablar con el coronel.
—¿Qué ocurre, Barbour? —preguntó el coronel amablemente, habiendo escuchado
sus palabras.
—Mi coronel, en el sótano pasa algo raro. No sé qué... creo que hay alguien allí. Yo
había bajado a registrar.
—Bajaré a ver —dijo un oficial del estado mayor, levantándose.
—Yo también —repuso el coronel—. Que los demás se queden. Guíenos, asistente.
Tomaron un candelero de la mesa y bajaron las escaleras del sótano. El asistente
temblaba visiblemente. El candelero iluminaba débilmente, pero en seguida, mientras
avanzaban, su estrecho círculo de luz reveló una forma humana sentada en el suelo contra
la pared de piedra negra que ellos habían venido siguiendo. Tenía las rodillas en alto y la
cabeza echada hacia atrás. El rostro, que hubiera debido verse de perfil, permanecía
invisible porque el hombre estaba tan inclinado hacia delante que su largo cabello lo
ocultaba. Y, de un modo extraño, su barba, de un color mucho más oscuro, caía en una
gran masa enredada y se desplegaba sobre el suelo a su lado. Se detuvieron
involuntariamente. Después, el coronel, tomando el candelero de la temblorosa mano del
asistente, se aproximó al hombre y le examinó con atención. La barba negra era la
cabellera de una mujer muerta. La mujer muerta apretaba entre sus brazos a un bebé
muerto. Y el hombre estrechaba a los dos entre sus brazos, los apretaba contra su pecho,
contra sus labios. En el cabello del hombre había sangre. A medio metro, cerca de una
depresión irregular de la tierra fresca que formaba el suelo del sótano —una excavación
reciente, con un pedazo convexo de hierro y los bordes arqueados visibles en uno de los
lados—, se veía el pie de un niño. El coronel alzó el candelero lo más alto que pudo. El
piso del cuarto de arriba se había agujereado y las astillas de madera colgaban apuntando
en todas direcciones.
—Esta casamata no es a prueba de bombas —dijo el coronel gravemente. No se le
ocurrió que su resumen del asunto guardaba cierta frivolidad.
Permanecieron un momento al lado del grupo sin decir una palabra: el oficial del
estado mayor pensaba en su cena interrumpida; el asistente, en lo que podía contener un
tonel que había en el otro rincón del sótano. De pronto, el hombre que habían creído
muerto levantó la cabeza y los miró tranquilamente a la cara. Tenía la piel negra como el
carbón; sus mejillas parecían tatuadas desde los ojos por irregulares líneas blancas. Los
labios también eran blancos, como los de un negro de teatro. Tenía sangre en la frente.
El oficial del estado mayor retrocedió un paso y el asistente, dos.
—¿Qué hace usted aquí, amigo? —preguntó el coronel, inmutable.
—Esta casa me pertenece, señor —fue la réplica, deliberadamente cortés.
—¿Le pertenece? ¡Ah, entiendo! ¿Y éstos?
—Mi mujer y mi hija. Soy el capitán Coulter.
-
El Engendro Maldito
I
No Siempre Se Come Lo Que Está Sobre La Mesa
A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre
leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su
escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela
para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era
posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector.
Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos
rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido
un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba
sobre la mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una
sábana. Era un muerto.
El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que algo
ocurriera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura
que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante
vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan
diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos
que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando
de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber
sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según
se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de
fijar la atención en cosas superfluas.
Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.
El que leía era un poco diferente; tenía algo de hombre de mundo, sagaz, aunque su
indumentaria revelaba una cierta relación con los demás. Su ropa apenas habría resultado
aceptable en San Francisco; su calzado no era el típico de la ciudad, y el sombrero que
había en el suelo a su lado (era el único que no lo llevaba puesto) no podía ser considerado
un adorno personal sin perder todo su sentido. Tenía un semblante agradable, aunque
mostraba una cierta severidad aceptada y cuidada en función de su cargo. Era el juez, y
como tal se hallaba en posesión del libro que había sido encontrado entre los efectos
personales del muerto, en la misma cabaña en que se desarrollaba la investigación.
Cuando terminó su lectura se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. En ese
instante la puerta se abrió y entró un joven. Se apreciaba claramente que no había nacido
ni se había educado en la montaña: iba vestido como la gente de la ciudad. Su ropa, sin
embargo, estaba llena de polvo, ya que había galopado mucho para asistir a aquella
reunión.
Solamente el juez le hizo un breve saludo.
—Lo esperábamos —dijo—. Es necesario acabar con este asunto esta misma noche.
—Lamento haberlos hecho esperar —dijo el joven, sonriendo—. Me marché, no para
eludir su citación, sino para enviar a mi periódico un relato de los hechos como el que
supongo quiere usted oír de mí.
El juez sonrió.
—Ese relato tal vez difiera del que va a hacernos aquí bajo juramento.
—Como usted guste —replicó el joven enrojeciendo con vehemencia—. Aquí tengo
una copia de la información que envié a mi periódico. No se trata de una crónica, que
resultaría increíble, sino de una especie de cuento. Quisiera que formara parte de mi
testimonio.
—Pero usted dice que es increíble.
—Eso no es asunto suyo, señor juez; si yo juro que es cierto.
El juez permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza inclinada. El resto de
los asistentes charlaba en voz baja sin apartar la mirada del rostro del cadáver. Al cabo de
unos instantes el juez alzó la vista y dijo:
—Continuemos con la investigación.
Los hombres se quitaron los sombreros y el joven prestó juramento.
—¿Cuál es su nombre? —le preguntó el juez.
—William Harker.
—¿Edad?
—Veintisiete años.
—¿Conocía usted al difunto Hugh Morgan?
—Sí.
—¿Estaba usted con él cuando murió?'
—Sí, muy cerca.
—Y ¿cómo se explica...? su presencia, quiero decir.
—Había venido a visitarlo para ir a cazar y a pescar. Además, también quería
estudiar su tipo de vida, tan extraña y solitaria. Parecía un buen modelo para un personaje
de novela. A veces escribo cuentos.
—Y yo a veces los leo.
—Gracias.
—Cuentos en general, no me refería sólo a los suyos.
Algunos de los presentes se echaron a reír.
En un ambiente sombrío el humor se aprecia mejor. Los soldados ríen con facilidad
en los intervalos de la batalla, y un chiste en la capilla mortuoria, sorprendentemente,
suele hacernos reír.
—Cuéntenos las circunstancias de la muerte de este hombre —dijo el juez—. Puede
utilizar todas las notas o apuntes que desee.
El joven comprendió. Sacó un manuscrito del bolsillo de su chaqueta y, tras acercarlo
a la vela, pasó las páginas hasta encontrar el pasaje que buscaba. Entonces empezó a leer.
II
Lo Que Puede Ocurrir En Un Campo De Avena Silvestre
«...apenas había amanecido cuando abandonamos la casa. Íbamos en busca de
codornices, cada uno con su escopeta, y nos acompañaba un perro. Morgan dijo que la
mejor zona estaba detrás de un cerro, que señaló, y que cruzamos por un sendero rodeado
de arbustos. Al otro lado el terreno era bastante llano y espesamente cubierto de avena
silvestre. Cuando salimos de la maleza Morgan iba unas cuantas yardas por delante de mí.
De repente oímos, muy cerca, a nuestra derecha y también enfrente, el ruido de un animal
que se revolvía con violencia entre unas matas.
»—Es un ciervo —dije—. Ojalá hubiéramos traído un rifle.
»Morgan, que se había parado a examinar los arbustos, no dijo nada, pero había
cargado los dos cañones de su escopeta y se disponía a disparar. Parecía algo excitado y
esto me sorprendió, pues era célebre por su sangre fría, incluso en momentos de súbito e
inminente peligro.
»—Venga —dije—. No esperarás acabar con un ciervo a base de perdigones,
¿verdad?
»No contestó, pero cuando se volvió hacia mí vi su rostro y quedé impresionado por
su expresión tensa. Comprendí entonces que algo serio ocurría, y lo primero que pensé fue
que nos habíamos topado con un oso. Colgué mi escopeta y avancé hasta donde estaba
Morgan.
»Los arbustos ya no se movían y el ruido había cesado, pero mi amigo observaba el
lugar con la misma atención.
»—Pero ¿qué pasa? ¿Qué diablos es? —le pregunté.
»—¡Ese maldito engendro! —contestó sin volverse.
Su voz sonaba ronca y extraña. Estaba temblando.
»Iba a decir algo cuando vi que la avena que había en torno al lugar se movía de un
modo inexplicable. No sé cómo describirlo. Era como si, empujada por una ráfaga de
viento, no sólo se cimbreara sino que se tronchaba y no volvía a enderezarse; y aquel
movimiento se acercaba lentamente hacia nosotros.
»Aunque no recuerdo haber pasado miedo, nada antes me había afectado de un
modo tan extraño como aquel fenómeno insólito e inenarrable. Recuerdo —y lo saco a
colación porque me vino entonces a la memoria— que una vez, al mirar distraídamente
por una ventana, confundí un cercano arbolito con otro de un grupo de árboles, mucho
más grandes, que estaban más lejos. Parecía del mismo tamaño que éstos, pero al estar
más clara y marcadamente definido en sus detalles, no armonizaba con el resto. Fue un
simple error de perspectiva pero me sobresaltó y llegó incluso a aterrorizarme. Confiamos
tanto en el buen funcionamiento de las leyes naturales que su suspensión aparente nos
parece una amenaza para nuestra seguridad, un aviso de alguna calamidad inconcebible.
Del mismo modo, aquel movimiento de la maleza, al parecer sin causa, y su aproximación
lenta e inexorable resultaban inquietantes. Mi compañero estaba realmente asustado;
apenas pude dar crédito a mis ojos cuando le vi arrimarse la escopeta al hombro y vaciar
los dos cañones contra el cereal en movimiento. Antes de que el humo de la descarga
hubiera desaparecido oí un grito feroz —un alarido como el de una bestia salvaje— y vi
que Morgan tiraba su escopeta y, a todo correr, desaparecía de aquel lugar. En ese mismo
instante fui arrojado al suelo por el impacto de algo que el humo ocultaba —una sustancia
blanda y pesada que me embistió con gran fuerza.
»Cuando me puse de pie y recuperé mi escopeta, que me había sido arrebatada de las
manos, oí a Morgan gritar como si agonizara. A sus gritos se unían aullidos feroces, como
cuando dos perros luchan entre sí. Completamente aterrorizado, me incorporé con gran
dificultad y dirigí la vista hacia el lugar por el que mi amigo había desaparecido. ¡Que
Dios me libre de otro espectáculo como aquél! Morgan estaba a unas treinta yardas; tenía
una rodilla en tierra, la cabeza, con su largo cabello revuelto, descoyuntada
espantosamente hacia atrás, y era presa de unas convulsiones que zarandeaban todo su
cuerpo. Su brazo derecho estaba levantado y, por lo que pude ver, había perdido la mano.
Al menos yo no la veía. El otro brazo había desaparecido. A veces, tal como ahora
recuerdo aquella escena extraordinaria, no podía distinguir más que una parte de su
cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado (ya sé, es extraño, pero no sé
expresarlo de otra forma) y al cambiar de posición volviera a apreciarse de nuevo en su
totalidad.
»Debió de ocurrir todo en unos pocos segundos, durante los cuales Morgan adoptó
todas las posturas posibles del obstinado luchador que es derrotado por un peso y una
fuerza superiores. Yo sólo lo veía a él y no siempre con claridad. Durante el incidente
soltaba gritos y profería maldiciones acompañadas de unos rugidos furiosos como nunca
antes había oído salir de la garganta de un hombre o una bestia.
»Permanecí en pie por un momento sin saber qué hacer, hasta que decidí tirar la
escopeta y correr en ayuda de mi amigo. Creí que estaba sufriendo un ataque o una
especie de colapso. Antes de llegar a su lado, lo vi caer y quedar inerte. Los ruidos habían
cesado pero volví a ver, con un sentimiento de terror como jamás había experimentado, el
misterioso movimiento de la avena que se extendía desde la zona pisoteada en torno al
cuerpo de Morgan hacia los límites del bosque. Sólo cuando hubo alcanzado los primeros
árboles, aparté la vista de aquel insólito fenómeno y miré a mi compañero. Estaba
muerto.»
III
Un Hombre, Aunque Esté Desnudo, Puede Estar Hecho Jirones
El juez se levantó y se acercó al muerto. Tiró de un extremo de la sábana y dejó el
cuerpo al descubierto. Estaba desnudo y, a la luz de la vela, mostraba un color amarillento.
Presentaba unos grandes hematomas de un azul oscuro, causados sin duda alguna por las
contusiones, y parecía que lo habían golpeado en el pecho y los costados con un garrote.
Había unas horribles heridas y tenía la piel desgarrada, hecha jirones.
El juez llegó hasta el extremo de la mesa y desató el nudo que sujetaba un pañuelo de
seda por debajo de la barbilla hasta la parte superior de la cabeza. Al retirarlo vimos lo que
tenía en la garganta. Los miembros del jurado que se habían levantado para ver mejor
lamentaron su curiosidad y volvieron la cabeza. El joven Harker fue hacia la ventana
abierta y se inclinó sobre el alféizar, a punto de vomitar. Después de cubrir de nuevo la
garganta del muerto, el juez se dirigió a un rincón de la habitación en el que había un
montón de prendas. Empezó a coger una por una y a examinarlas mientras las sostenía en
alto.
Estaban destrozadas y rígidas por la sangre seca. El resto de los presentes prefirió no
hacer un examen más exhaustivo. A decir verdad, ya habían visto este tipo de cosas antes.
Lo único que les resultaba nuevo era el testimonio de Harker.
—Señores —dijo el juez—, estas son todas las pruebas que tenemos. Ya saben su
cometido; si no tienen nada que preguntar, pueden salir a deliberar.
El presidente del jurado, un hombre de unos sesenta años, alto, con barba y
toscamente vestido, se levantó y dijo:
—Quisiera hacer una pregunta, señor. ¿De qué manicomio se ha escapado este
último testigo?
—Señor Harker —dijo el juez con tono grave y tranquilo—; ¿de qué manicomio se ha
escapado usted?
Harker enrojeció de nuevo pero no contestó, y los siete individuos se levantaron y
abandonaron solemnemente la cabaña uno tras otro.
—Si ha terminado ya de insultarme, señor —dijo Harker tan pronto como se quedó a
solas con el juez—, supongo que puedo marcharme, ¿no es así?
—En efecto.
Harker avanzó hacia la puerta y se detuvo con la mano en el picaporte. Su sentido
profesional era más fuerte que su amor propio. Se volvió y dijo:
—Ese libro que tiene ahí es el diario de Morgan, ¿verdad?. Debe de ser muy
interesante porque mientras prestaba mi testimonio no dejaba de leerlo. ¿Puedo verlo? Al
público le gustaría...
—Este libro tiene poco que añadir a nuestro asunto —contestó el juez mientras se lo
guardaba—; todas las anotaciones son anteriores a la muerte de su autor.
Al salir Harker, el jurado volvió a entrar y permaneció en pie en torno a la mesa en la
que el cadáver, cubierto de nuevo, se perfilaba claramente bajo la sábana. El presidente se
sentó cerca de la vela, sacó del bolsillo lápiz y papel y redactó laboriosamente el siguiente
veredicto, que fue firmado, con más o menos esfuerzo, por el resto:
—Nosotros, el jurado, consideramos que el difunto encontró la muerte al ser atacado
por un puma, aunque alguno cree que sufrió un colapso.
IV
Una Explicación Desde La Tumba
En el diario del difunto Hugh Morgan hay ciertos apuntes interesantes que pueden
tener valor científico. En la investigación que se desarrolló junto a su cuerpo el libro no fue
citado como prueba porque el juez consideró que podría haber confundido a los miembros
del jurado. La fecha del primero de los apuntes mencionados no puede apreciarse con
claridad por estar rota la parte superior de la hoja correspondiente; el resto expone lo
siguiente:
«...corría describiendo un semicírculo, con la cabeza vuelta hacia el centro, y de
pronto se detenía y ladraba furiosamente. Al final echó a correr hacia el bosque a gran
velocidad. En un principio pensé que se había vuelto loco, pero al volver a casa no
encontré otro cambio en su conducta que no fuera el lógico del miedo al castigo.»
«¿Puede un perro ver con la nariz? ¿Es que los olores impresionan algún centro
cerebral con imágenes de las cosas que los producen?»
«2 sep. Anoche, mientras miraba las estrellas en lo alto del cerco que hay al este de la
casa, vi cómo desaparecían sucesivamente, de izquierda a derecha. Se apagaban una a una
por un instante, y en ocasiones unas pocas a la vez, pero todas las que estaban a un grado
o dos por encima del cerco se eclipsaban totalmente. Fue como si algo se interpusiera entre
ellas y yo, pero no conseguí verlo pues las estrellas no emitían suficiente luz para delimitar
su contorno. ¡Uf! Esto no me gusta nada...»
Faltan tres hojas con los apuntes correspondientes a varias semanas.
«27 sep. Ha estado por aquí de nuevo. Todos los días encuentro pruebas de su
presencia. Me he pasado la noche otra vez vigilando en el mismo puesto, con la escopeta
cargada. Por la mañana sus huellas, aún frescas, estaban allí, como siempre. Podría jurar
que no me quedé dormido ni un momento —en realidad apenas duermo. ¡Es terrible,
insoportable! Si todas estas asombrosas experiencias son reales, me voy a volver loco; y si
son pura imaginación, es que ya lo estoy.»
«3 oct. No me iré, no me echará de aquí. Esta es mi casa y mi tierra. Dios aborrece a
los cobardes...»
«5 oct. No puedo soportarlo más. He invitado a Harker a pasar unas semanas. Él
tiene la cabeza en su sitio. Por su actitud podré juzgar si me cree loco.»
«7 oct. Ya encontré la solución al misterio. Anoche la descubrí de repente, como por
revelación. ¡Qué simple, qué horriblemente simple!»
«Hay sonidos que no podemos oír. A ambos extremos de la escala hay notas que no
hacen vibrar ese instrumento imperfecto que es el oído humano. Son muy agudas o muy
graves. He visto cómo una bandada de mirlos ocupan la copa de un árbol, de varios
árboles, y cantan todos a la vez. De repente, y al mismo tiempo, todos se lanzan al aire y
emprenden el vuelo. ¿Cómo pueden hacerlo si no se ven unos a otros? Es imposible que
vean el movimiento de un jefe. Deben de tener una señal de aviso o una orden, de un tono
superior al estrépito de sus trinos, que es inaudible para mí. He observado también el
mismo vuelo simultáneo cuando todos estaban en silencio, no sólo entre mirlos, sino
también entre otras aves como las perdices, cuando están muy distanciadas entre los
matorrales, incluso en pendientes opuestas de una colina.»
«Los marineros saben que un grupo de ballenas que se calienta al sol o juguetea
sobre la superficie del océano, separadas por millas de distancia, se zambullen al mismo
tiempo y desaparecen en un momento. La señal es emitida en un tono demasiado grave
para el oído del marinero que está en el palo mayor o el de sus compañeros en cubierta,
que sienten la vibración en el barco como las piedras de una catedral se conmueven con el
bajo del órgano.»
«Y lo que pasa con los sonidos, ocurre también con los colores. A cada extremo del
espectro luminoso el químico detecta la presencia de los llamados rayos 'actínicos'.
Representan colores —colores integrales en la composición de la luz— que somos
incapaces de reconocer. El ojo humano también es un instrumento imperfecto y su alcance
llega sólo a unas pocas octavas de la verdadera 'escala cromática'. No estoy loco; lo que
ocurre es que hay colores que no podemos ver.»
«Y, Dios me ampare, ¡el engendro maldito es de uno de esos colores!»
-
El Golpe De Gracia
-
La lucha había sido dura e incesante. Todos los sentidos lo atestiguaban: hasta el
gusto de la batalla flotaba en el aire. Pero ya había terminado; sólo quedaba auxiliar a los
heridos y enterrar a los muertos...; "limpiar un poco", como decía el humorista del pelotón
de sepultureros. Era bastante lo que había que limpiar. Hasta donde abarcaba la vista
dentro del bosque, entre los árboles descuajados, veíanse restos de hombres y caballos,
entre los que se movían los camilleros recogiendo y transportando a los pocos que daban
señales de vida. La mayor parte de los heridos habían muerto desangrados, cuando hasta
el derecho de atenderlos se hallaba en disputa. Los heridos tenían que esperar,
reglamentaban las ordenanzas del ejército. La mejor manera de cuidarlos es ganar la
batalla. Debe admitirse que la victoria es una indudable ventaja para un hombre que
necesita atención médica, pero muchos no viven para sacarle partido.
Los muertos eran puestos en hilera, en grupos de quince o veinte, mientras se
cavaban las fosas que habían de recibirlos. A algunos, que estaban demasiado lejos, se les
enterraba donde habían caído. Nadie se esforzaba demasiado por identificarlos, aunque en
la mayoría de los casos los pelotones de enterradores que espigaban en el mismo terreno
que contribuyeran a segar anotaban los nombres de los muertos victoriosos. A las bajas
enemigas, ya era bastante que las contaran. Aunque esto tenía su compensación, porque a
muchos los contaban varias veces; de ahí que el total que aparecía en el comunicado del
comandante vencedor denotaba más bien una esperanza que un resultado.
A corta distancia del sitio donde uno de los pelotones de enterradores había
establecido su "vivac de la muerte", un oficial de los federales se apoyaba contra un árbol.
Desde los pies hasta el cuello, su actitud era de fatiga en reposo. Pero la cabeza movíase
inquieta de un lado a otro. Su mente, al parecer, no descansaba. Quizá no sabía en qué
dirección marcharse. Lo más probable era que no permaneciese allí mucho tiempo, porque
ya los rayos oblicuos del sol poniente manchaban de rojo los claros del bosque, y los
soldados exhaustos abandonaban su tarea. Era difícil que pernoctara entre los muertos.
Después de la batalla, nueve hombres de cada diez le preguntaban a uno el paradero de
alguna sección del ejército... como si alguien lo supiera. Indudablemente este oficial estaba
extraviado. Tras descansar un instante, marcharía en pos de los pelotones de sepultureros.
Cuando todos se fueron, empezó a caminar a través del bosque, en dirección al rojo
poniente, cuya luz le manchaba la cara con reflejos sanguíneos. El aire de confianza con
que ahora avanzaba sugería que estaba en terreno familiar; había logrado orientarse.
Marchaba sin mirar los muertos que yacían a derecha e izquierda. Tampoco le detenía la
sorda queja de algún infeliz, olvidado por los grupos de rescate, que pasaría mala noche
bajo las estrellas, sin más compañía que la sed. El oficial nada podía hacer: no era médico,
no tenía agua.
Al extremo de una angosta quebrada —una simple depresión del terreno— yacía un
pequeño grupo de cadáveres. Los vio. Apartose de pronto del camino que seguía y caminó
rápido hacia ellos. Escrutándolos al pasar, se detuvo al fin ante uno que estaba a corta
distancia de los demás, cerca de un matorral de arbustos. Lo miró atentamente: parecía
moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El cuerpo gritó.
El oficial era el capitán Downing Madwell, de un regimiento de infantería de
Massachusetts, soldado inteligente y audaz, amén de hombre honorable.
En el regimiento había dos hermanos de apellido Halcrow. Caffal y Creede Halcrow.
Caffal Halcrow era sargento en la compañía del capitán Madwell. Y esos dos hombres, el
sargento y el capitán, eran íntimos amigos. Dentro de lo que permitía la diferencia de
graduación, la disparidad de obligaciones y los requisitos de la disciplina militar, estaban
siempre juntos. En realidad, se habían criado juntos. Y una costumbre del corazón no se
desarraiga fácilmente. Caffal Halcrow nada tenía de marcial en su carácter ni en sus
gustos, pero la idea. de separarse de su amigo le resultaba desagradable; y por eso se alistó
en la compañía de la que Madwell era entonces teniente. Ambos habían ascendido dos
grados, pero entre el suboficial más alto y el oficial más subalterno, el abismo social es
ancho y profundo; y aquella vieja relación, mantenida con dificultad, ya no podía ser
idéntica.
Creede Halcrow, hermano de Caffal, era mayor del regimiento. Un hombre cínico,
saturnino. Entre él y el capitán Madwell reinaba una antipatía natural, que las
circunstancias habían alimentado y fortalecido hasta convertirla en activa animosidad. De
no mediar la influencia moderadora de Caffal, es indudable que cada uno de estos
patriotas habría tratado de privar a su país de los servicios del otro...
*
Al iniciarse la batalla esa mañana, el regimiento cumplía una misión de avanzada, a
una milla del cuerpo principal del ejército. Fue atacado y casi rodeado en el bosque, pero
mantuvo a pie firme el terreno. Al disminuir momentáneamente la lucha, el mayor
Halcrow se dirigió hacia el capitán Madwell. Cambiaron un saludo formal, y dijo el
mayor:
—Capitán, el coronel le ordena avanzar con su compañía hasta el nacimiento de esa
quebrada, y mantener la posición hasta nueva orden. No necesito subrayarle el carácter
peligroso de la maniobra, pero si usted lo desea, imagino que puede entregar el mando a
su primer teniente. No se me ordenó, sin embargo, autorizar esta substitución. Es
simplemente una sugerencia personal y extraoficial.
A ese atroz insulto, replicó fríamente el capitán Madwell:
—Señor, le invito a participar en la maniobra. Un oficial montado sería un blanco
perfecto, y siempre he sostenido la opinión de que usted valdría más si estuviera muerto.
Ya en 1862 se cultivaba en los círculos militares el arte de la réplica.
Media hora más tarde la compañía del capitán Madwell fue desalojada de su
posición, con pérdidas equivalentes a un tercio de sus efectivos. Entre los muertos estaba
el sargento Halcrow. Poco después el regimiento debió replegarse a las líneas principales,
y al terminar la lucha se encontraba a varias millas de distancia.
El capitán estaba ahora de pie junto al amigo y subordinado.
El sargento Halcrow se hallaba mortalmente herido. El desgarrado uniforme dejaba
ver el abdomen. Algunos de los botones de la casaca habían sido arrancados y estaban
dispersos por el suelo, con otros fragmentos de su ropa. El cinturón de cuero estaba
partido, y parecía que se lo hubieran arrancado de bajo del cuerpo. No había mucha
sangre derramada. La única herida visible era un ancho e irregular desgarrón en el
abdomen, sucio de tierra y hojas muertas, por donde asomaba un extremo lacerado de
intestino. En toda su experiencia, el capitán Madwell no habla visto una herida semejante.
No podía imaginar cómo fue producida, ni explicar las circunstancias que la
acompañaban: el uniforme extrañamente rasgado, el cinturón partido, las manchas de la
piel. Se arrodilló para efectuar un examen más atento. Cuando se puso de pie, volvió los
ojos en varias direcciones, como buscando un enemigo. A cincuenta yardas de distancia,
en la cresta de una loma baja, cubierta de arbustos, vio varios objetos oscuros que se
movían entre los hombres caídos...: una manada de cerdos. Uno le daba la espalda, con los
cuartos delanteros levantados. Apoyaba las patas en un cuerpo humano; la cabeza baja era
invisible. La erizada eminencia del lomo se recortaba en negro contra el rojo poniente. El
capitán Madwell apartó los ojos y volvió a clavarlos en eso que había sido su amigo.
El hombre que había padecido esas monstruosas mutilaciones estaba vivo. De a ratos
movía las piernas. Con cada inspiración lanzaba un gemido. Miraba azorado la cara del
amigo; y si éste lo tocaba, soltaba un grito. En su feroz agonía, había arañado el suelo en
que se encontraba tendido; sus manos crispadas estaban llenas de tierra, hojas y palitos.
No conseguía articular una palabra. Era imposible saber si sentía algo que no fuera dolor.
La expresión de su rostro era un ruego; en sus ojos parecía reflejarse una plegaria. ¿Qué
pedía?
Imposible equivocar el significado de esa mirada. El capitán la había visto con
demasiada frecuencia en los ojos de aquellos cuyos labios aún podían suplicar la muerte.
Conscientemente o no, este retorcido fragmento de humanidad, esta imagen del
sufrimiento, esta mezcla de hombre y bestia, este humilde Prometeo sin heroísmo,
suplicaba a todos, a todas las cosas, a todo lo que no era él, la bendición de no existir. A la
tierra y al cielo, a los árboles, al hombre, a todo cuanto adquiría forma en los sentidos o en
la conciencia, este padecer hecho carne dirigía su callada plegaria.
¿Qué significaba? Lo que concedemos a la más ruin criatura desprovista de razón
para pedirlo, lo que sólo negamos a los infortunados de nuestra propia especie: la
anhelada liberación, el rito de compasión máxima, el golpe de gracia.
El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y otra vez, sin
resultado, hasta que lo ahogó la emoción. Sus lágrimas, encegueciéndolo, cayeron sobre
aquel pálido rostro. Ahora no veía más que un objeto borroso y móvil, pero los gemidos
eran más claros que nunca, cortados a breves intervalos por agudos gritos. Dio media
vuelta, llevándose la mano a la frente, y se alejó. Los cerdos, al verlo, alzaron los hocicos
encarnados, lo miraron suspicaces un momento, y después, gruñendo ásperamente al
unísono, se alejaron a la carrera. Un caballo, con la pata horriblemente astillada por un
cañonazo, alzó la cabeza del suelo y lanzó un doloroso relincho. Madwell avanzó un paso,
desenfundó el revólver, y le pegó un tiro entre los ojos, observando atento la agonía de la
pobre bestia, que contrariamente a lo qué él esperaba, fue larga y violenta. Pero al fin
quedó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos, que habían desnudado los dientes en
una mueca atroz, parecieron aflojarse. El perfil nítido y fino de la cabeza adquirió un
aspecto de profunda paz y reposo.
En el oeste, a lo largo de la distante loma arbolada, se extinguían los últimos
esplendores del atardecer. La luz que acariciaba los troncos de los árboles se había
degradado a un gris tierno; en lo alto de las copas anidaban las sombras como grandes
pájaros oscuros. Llegaba la noche, y entre el capitán Madwell y el campamento, se
extendía a lo largo de muchos kilómetros el bosque espectral. Sin embargo, ahí estaba,
junto al animal muerto, desvinculado al parecer de cuanto le rodeaba. Los ojos clavados en
el suelo, la mano izquierda floja al costado, la derecha esgrimiendo la pistola. De pronto
alzó la cara, miró a su amigo moribundo y volvió rápidamente a su lado. Se arrodilló a
medias, montó el arma, apoyó el cañón en la frente del sargento, desvió los ojos y apretó el
gatillo.
No hubo detonación. Su última bala la había gastado en el caballo. El moribundo
gimió y sus labios se movieron convulsivamente. La espuma que brotaba de ellos tenía un
tinte sanguinolento. El capitán Madwell se puso de pie y desenvainó la espada. Pasó los
dedos de la mano izquierda a lo largo del filo desde la empuñadura a la punta. La tendió
recta ante sí como para probar sus nervios. La hoja no temblaba. El mortecino fulgor que
reflejaba la luz del cielo, permanecía inmóvil y firme. Se inclinó, desgarró con la mano
izquierda la camisa del moribundo. Irguiéndose, le puso la punta de la espada sobre el
corazón. Esta vez no apartó los ojos. Aferrando la empuñadura con ambas manos, empujó
con todas sus fuerzas. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre. Atravesó el cuerpo y se
clavó en la tierra. El capitán Madwell estuvo a punto de caer sobre su obra. El moribundo
encogió las piernas, y al mismo tiempo se llevó el brazo al pecho, sujetando el acero con
tanta fuerza que los nudillos de la mano se le pusieron blancos. Con este violento pero
inútil esfuerzo por quitarse la espada, agrandó la herida, por la que escapó un hilo de
sangre, que se filtró sinuosamente por el roto uniforme.
En ese momento tres hombres salían silenciosamente del montecito de arbustos que
había ocultado su avance. Dos eran enfermeros y traían angarillas.
El tercero era el mayor Creede Halcrow.
-
El Guardián Del Muerto
I
En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada,
un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las
nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban
cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las
habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesita para leer
que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre.
Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado
que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las
paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las
facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que
en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio
que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin
más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido
sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la
iglesia —con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía
uno comprender por qué se molestaban en marcar la hora— se abrió la única puerta del
cuarto, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un
movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que
giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban
por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto era
ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes mirando el
cadáver; luego, encogiéndose levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y
levantó la persiana. Afuera, la oscuridad era absoluta; los vidrios estaban cubiertos de
polvo. Pasó la mano por el polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los
vidrios, estaba reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados en cada extremo de la
mampostería. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo. Esta circunstancia no le inspiró
mayor curiosidad y ni siquiera trató de abrirlas. Si era un prisionero, no intentaba
evadirse. Después de haber terminado la inspección del cuarto, se instaló en el sillón, sacó
un libro del bolsillo, acercó la mesita con el candelero y empezó a leer. Era un hombre
joven —no pasaría de los treinta— de tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño.
Tenía el rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa " firmeza" en el mentón
y en la mandíbula que, según dicen, es índice de un temperamento resuelto. Por la
expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso fuera poco sensible a las sugestiones de los
demás. Ahora esos ojos estaban fijos en el libro, pero de vez en cuando los apartaba para
mirar el cadáver. Al parecer, no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los
muertos ejercen sobre los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por ese
deliberado impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas impresionables y
tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera recordar la situación en que se hallaba.
Este guardián del muerto, qué duda cabe, cumplía su obligación con inteligencia y
serenidad, tal como su aspecto lo hacía presumir. Así continuó alrededor de media hora.
Después cerró el libro, quizás al terminar un capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de
pie, alzó la mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una de las
ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a la chimenea vacía
frente a la cual estuvo sentado. Al cabo de un momento fue hasta la mesa donde yacía el
cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto la cabeza: apareció una melena oscura y un
sudario de lienzo muy fino bajo el cual se distinguían aún más las facciones del muerto.
Entonces resguardó sus propios ojos de la luz, interponiendo su mano libre entre ellos y el
candelero, y detuvo en su inmóvil acompañante una severa y tranquila mirada. Satisfecho
con su examen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y antes de volver al sillón
tomó algunos fósforos del candelero y los guardó en el bolsillo de su chaqueta. Después
sacó la vela del cilindro hueco del candelero y la observó con atención, como si calculara
cuanto tiempo habría de durar. Tenía dos pulgadas de largo. ¡Una hora más, y quedaría a
oscuras! Insertó la vela en el candelero, sopló, apagó la llama.
II
En un consultorio de Kearny Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres
bebían ponche y fumaban. Era tarde, casi medianoche, y no había escaseado el ponche.
Estaban en casa del doctor Helberson, el más circunspecto de los tres. Tenía unos treinta
años. Los otros eran menores. Todos ellos médicos.
—El temor supersticioso que inspiran los muertos a los vivos es hereditario e
incurable —dijo el doctor Helberson—. No tiene por qué avergonzarnos. Es una herencia,
sencillamente, como la incapacidad para las matemáticas, o la tendencia a mentir.
Los otros rieron.
—¿Es que la mentira no debe avergonzar a un hombre? —preguntó el más joven de
los tres. Este último, en realidad, era un practicante. Todavía no se había recibido.
—Mi querido Harper, no he dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a
mentir.
—¿Pero cree usted —dijo el tercero— que este supersticioso temor a los muertos, no
fundado en razón alguna, sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún temor.
—Usted no lo siente en teoría —contestó Helberson—. Espere que se cumplan
determinadas condiciones, lo que Shakespeare llama "la confabulación de las
circunstancias", y lo verá manifestarse de una manera no muy agradable que le abrirá los
ojos. Los médicos y los soldados, desde luego, son menos vulnerables que otros a este
temor.
—¡Médicos y soldados! ¿Por qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas
las clases criminales.
—No, mi querido Mancher. Los jurados no permiten a los verdugos familiarizarse
demasiado con la muerte. De otro modo, llegaría a no conmoverlos.
El joven Harper, que había ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.
—¿Qué condiciones se requieren para que cualquier hombre nacido de mujer llegue
a tener conciencia, hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos compartimos
según usted? —preguntó con sobrada elocuencia.
—Bueno, yo diría que si un hombre estuviera encerrado toda la noche con un
cadáver, solo, en la oscuridad de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre la
cabeza y refugiarse en ellas, podría jactarse con justicia de no haber nacido de mujer; ni
siquiera, como Macduff, de ser el resultado de una cesárea.
—Pensé que sus condiciones no acabarían nunca —replicó Harper—. Pero sé de un
hombre que no vacilaría en aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.
—¿Quién es?
—Se llama Jarette. No es de California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no
tengo dinero para hacer apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera —repitió.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Prefiere jugar a comer. En cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera
algo así como una enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía religiosa.
Decididamente, Helberson empezaba a interesarse.
—¿Cómo es el tal Jarette? —preguntó.
—¿Cómo es? Se parece a Mancher. Podrían ser mellizos.
Helberson contestó resueltamente:
—Acepto la apuesta.
—Debo agradecerle muchísimo el cumplido, estoy seguro —dijo Mancher
arrastrando las palabras. Se estaba durmiendo. Agregó—: ¿Puedo entrar en la apuesta?
—No contra mí —dijo Helberson—. No quiero su dinero.
—Muy bien. Entonces seré el cadáver.
Los otros se echaron a reír.
Ya hemos visto el resultado de esta descabellada conversación.
III
Al apagar la escasa ración de su vela, el señor Jarette se propuso conservarla para
alguna imprevista necesidad. Quizá pensara vagamente que tanto daba estar a oscuras al
principio como al fin, y ese cabo de vela, en caso de que la situación se hiciera realmente
insoportable, le garantizaba un medio de alivio, o hasta de libertad. De cualquier modo era
prudente contar con una pequeña reserva de luz, aunque sólo fuera para poder mirar el
reloj.
No bien apagó la vela y la colocó a su lado, en el suelo, se instaló cómodamente en el
sillón, echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Deseaba y esperaba dormir. Quedó
decepcionado; nunca en su vida había tenido menos sueño. Pocos minutos después se dio
por vencido. Pero entonces ¿qué hacer? No podía andar a tientas en la oscuridad más
absoluta, corriendo el peligro de tropezar con las paredes, también de llevarse por delante
la mesa y perturbar descomedidamente al muerto. Nadie discute el derecho de los
muertos de descansar en paz, exentos de cualquier violencia. Jarette casi logró persuadirse
de que consideraciones semejantes, reteniéndolo en el sillón, lo obligaban a no afrontar
una probable caída.
Mientras pensaba en ello, creyó haber oído un leve ruido que llegaba de la mesa. Qué
clase de ruido era, no hubiese podido decirlo. Continuó inmóvil. ¿Para qué volver la
cabeza en la oscuridad? Sin embargo, escuchó atentamente. ¿Por qué no habría de hacerlo?
Y mientras escuchaba, sintiendo como un vértigo, se aferró a los brazos del sillón. Le
zumbaban los oídos, la sangre se le subía a la cabeza, el chaleco le apretaba el tórax. Se
preguntó a qué obedecían esas molestias ¿Eran síntomas de miedo? Hundió el pecho,
lanzando un profundo suspiro, y cuando la gran cantidad de aire con que llenó de nuevo
sus pulmones exhaustos hizo desaparecer aquella sensación de vértigo, comprendió que
en el afán de escuchar había contenido la respiración hasta llegar por poco a sofocarse. Era
una revelación humillante. Se levantó, empujó el sillón con el pie y avanzó hasta el centro
del cuarto. Pero no avanzaba mucho en la oscuridad. Tanteando, encontró la pared, siguió
hasta el rincón, dio vuelta, pasó las dos ventanas y allí, en el otro rincón, entró en violento
contacto con la mesita y la tiró al suelo. El ruido lo hizo estremecer. Quedó fastidiado.
¿Cómo diablos pude olvidar dónde coloqué la mesita?, murmuró, buscando su camino a
lo largo de la tercera pared con el propósito de llegar a la chimenea.
Debo poner las cosas en su justo sitio, dijo el señor Jarette, y palpó el piso hasta dar
con el candelero.
Cuando por fin lo encendió, volvió los ojos a la mesa de cocina donde, naturalmente,
nada había cambiado. La mesita con el atril seguía en el suelo. Había olvidado poner las
cosas en su justo sitio. Paseó la mirada por el cuarto, desplazando las sombras más
profundas con el candelero, llegó hasta la puerta, hizo girar el picaporte y empujó con
todas sus fuerzas. Como la puerta no cediera, sintió una especie de satisfacción. Más aún,
corrió el pestillo que tenía por dentro y en el cual no había reparado en el momento de
entrar. Volvió a sentarse y miró su reloj; eran las nueve y media. Sorprendido, pegó el reloj
a la oreja: oyó el tictac del minutero. Ahora la vela estaba sensiblemente más corta.
Apagándola nuevamente, la colocó en el piso junto a él, como antes. El señor Jarette no
estaba cómodo; estaba profundamente insatisfecho con el ambiente que lo rodeaba, y
consigo mismo por sentirse insatisfecho. ¿Qué puedo temer? —pensó—. Esto es ridículo y
vergonzoso. No seré tan estúpido. Pero no infunde valor el decirnos seamos valientes, ni
reconocer que en tal o cual circunstancia nos beneficia el decirlo. Mientras más se
condenaba a sí mismo, más argumentos encontraba Jarette para fundar su condena.
Mientras mayor era el número de sus tranquilizadoras y armoniosas variaciones sobre el
tema de la inocuidad de los difuntos, menos podía soportar sus propias y discordantes
inquietudes. Cómo es posible —exclamó en medio de la angustia de su espíritu—, cómo es
posible que yo, tan luego yo, que no tengo supersticiones de ninguna clase, que no creo en
la inmortalidad del alma, que sé, y ahora más que nunca, que la vida ultraterrena no es
sino el sueño de un deseo, pierda mi apuesta, y junto con mi apuesta ¡el honor, la propia
estimación, tal vez el juicio! ¡Todo porque algunos de mis salvajes antepasados, que vivían
en las cavernas, concibieron la monstruosa idea de que los muertos se levantan y caminan
por la noche! En eso, distintamente, inequívocamente, el señor Jarette oyó tras de sí un
leve ruido de pasos, cautelosos, nítidos, cada vez más próximos.
IV
A la mañana siguiente, poco antes del amanecer, el doctor Helberson y su joven
amigo Harper recorrían muy despacio las calles de la Costa Norte. Iban al cupé del doctor.
—Joven inexperto —dijo el hombre de más edad—, ¿aún tiene usted confianza en el
valor o en la estolidez de su amigo? ¿Cree usted que he perdido mi apuesta?
—Sé que la ha perdido —dijo el otro, pero esta vez con menos énfasis.
—Bueno, de todo corazón espero que así sea —lo dijo con formalidad casi solemne—.
Harper, este asunto me inquieta —agregó a la media luz intermitente que entraba
oblicuamente en el cupé, cuando pasaban junto a los faroles de la calle, su rostro tenía un
aspecto muy severo—. No habría aceptado la apuesta si su amigo no me hubiese irritado
por el desdén que demostró ante mi duda sobre su incapacidad de resistencia, una
condición meramente física, y por haber sugerido con impasible descortesía que el cadáver
fuera el de un médico. Si algo sucediera, estamos perdidos. Mucho me temo que lo
merecemos.
—¿Qué puede suceder? Hasta si el asunto tomara un sesgo grave, cosa que no creo,
Mancher sólo tiene que resucitar y explicar cómo sucedió. Muy diferente sería con un
sujeto auténtico de la Morgue, o con uno de sus pacientes difuntos.
El doctor Mancher, por lo tanto había cumplido su promesa: era el cadáver. El doctor
Helberson permaneció largo rato silencioso mientras el cupé, a paso de tortuga, tomaba
por la misma calle que ya había recorrido dos o tres veces.
—Bueno —dijo por fin—, esperemos que Manchester, si ha necesitado resucitar de
entre los muertos, se haya conducido con discreción. De otro modo, su error empeoraría
las cosas.
—Sí, Jarette podría matarlo —dijo Harper—. Cuando el cupé pasó junto a un farol de
gas, miró su reloj—. Pero ya son casi las cuatro de la mañana —agregó.
Un momento después los dos hombres bajaban del coche y caminaban
impetuosamente hacia la casa durante mucho tiempo vacía, perteneciente al doctor
Herlberson, en la cual habían encerrado al señor Jarette. Al acercarse, encontraron a un
hombre que corría. Se detuvo de golpe.
—¿Pueden decirme —les gritó— dónde hay un médico?
—¿Qué ocurre? —preguntó Helberson, evasivamente.
—Vaya y vea con sus propios ojos —dijo el hombre prosiguiendo su carrera.
Se apresuraron, llegaron a la casa. En la puerta de calle vieron entrar a varias
personas muy excitadas. Al lado y al frente, en los edificios vecinos, asomaban muchas
cabezas por las ventanas abiertas de par en par. Los dueños de aquellas cabezas hacían
preguntas y no contestaban a las preguntas que les dirigían. Había luz en los pocos cuartos
con las ventanas cerradas: sus ocupantes se estaban vistiendo para bajar. El farol de la
calle, justo enfrente de la casa que era el centro de todas las miradas, arrojaba sobre la
escena una débil luz amarilla, como insinuando que podía descubrir muchos otros
pormenores si lo hubiese querido. Harper, mortalmente pálido, se detuvo junto a la puerta
y posó su mano en el brazo de su acompañante. Dijo:
—Estamos perdidos, doctor. Tenemos la suerte en contra. No entremos. Es preferible
escapar.
Sus desaprensivas palabras contrastaban con el tono extrañamente agitado de la voz.
—Yo soy médico —dijo el doctor Helberson tranquilamente—. Necesitan uno.
Subieron unos pocos peldaños y se dispusieron a entrar. La puerta cancel estaba
abierta. El farol de la calle iluminaba el umbral lleno de gente. Algunas personas habían
llegado al último tramo de la escalera; como no las dejaran seguir adelante, allí
aguardaban, apostadas. Todas hablaban a la vez. Súbitamente, hubo una gran conmoción:
se abrió una puerta y un hombre se lanzó contra los que intentaban detenerlo. Cayó sobre
los asustados curiosos, haciéndolos a un lado, obligándolos a ponerse de espaldas a la
pared o a prenderse de la baranda, tomándolos por el cuello y golpeándolos
bárbaramente, o arrojándolos escaleras abajo y pasándolos por encima. Andaba sin
sombrero, con la ropa en desorden. Más aterradora que su fuerza, en apariencia
sobrehumana, era la expresión de sus ojos desorbitados e inquietos. Su cara,
cuidadosamente afeitada, estaba exangüe. Tenía el pelo blanco como la nieve. Como
hubiera más espacio al pie de la escalera, y la multitud se hiciera a un lado para dejarlo
pasar, Harper gritó:
—¡Jarette, Jarette!
El doctor Helbeson tomó a Harper por las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia
atrás. El hombre los miró sin parecer reconocerlos, bajó los pocos peldaños que conducían
de la puerta cancel a la de la calle, y desapareció. Un policía corpulento, que no había
logrado bajar con tanto éxito, surgió momentos después y corrió tras él, mientras las
cabezas de las ventanas —ahora de mujeres y niños— gritaban:
—¡Por allí, por allí!
Ya la escalera estaba en parte despejada. Casi toda la muchedumbre se había
precipitado a la calle para observar la fuga y persecución. El doctor Helberson, seguido de
Harper, pudo llegar hasta arriba.
En la puerta que daba al último corredor, un agente de policía les interceptó el paso.
—Somos médicos, —dijo el doctor, y entraron a un cuarto lleno de hombres apiñados
alrededor de una mesa. Apenas se distinguían en la penumbra. Los recién venidos,
adelantándose dificultosamente, miraron por encima de los que estaban en primera fila.
En la mesa, con las piernas tapadas con unas sábanas, yacía el cuerpo de un hombre. Los
rayos de una linterna que sostenía un policía, de pie junto al cadáver, lo iluminaban
brillantemente. Todos los demás, el policía mismo, estaban en la sombra, excepto aquellos
muy próximos a la cabeza del muerto. El rostro del muerto, amarillo, repulsivo, horrible,
tenía los ojos a medio abrir, mirando hacia el techo, la mandíbula caída; en los labios, en el
mentón, en las mejillas había rastros de espuma. Un hombre alto, evidentemente un
médico, se inclinó sobre el cadáver, le pasó la mano por debajo de la pechera de la camisa
y le introdujo dos dedos en la boca abierta.
—Hace casi tres horas que este hombre ha muerto —dijo—. Es un caso para el
médico forense.
Sacó una tarjeta de bolsillo, la entregó al oficial y se abrió camino hasta la puerta.
—¡Váyanse todos! ¡Fuera! —gritó el oficial bruscamente, y el cuerpo del muerto
desapareció como por arte de magia cuando la linterna enfocó, aquí y allá, las caras de la
multitud.
El efecto fue increíble. Los hombres, enceguecidos, confusos, casi aterrorizados, se
precipitaron ruidosamente hacia la puerta apretujándose, codeándose y cayendo los unos
encima de los otros a medida que iban saliendo, como las huestes de la noche heridas por
los dardos de Apolo. Sobre la masa tumultuosa, acorralada, el oficial disparaba su luz
implacable, incesante. Arrastrados por la corriente, Helberson y Harper fueron barridos
del cuarto y lanzados a la calle escaleras abajo.
—¡Dios mío, doctor! ¿No le dije que Jarette lo mataría? —exclamó Harper no bien se
apartaron de la multitud.
—Entiendo que sí —replicó el otro sin aparente emoción.
Prosiguieron caminando en silencio hacia el este, ya gris; se perfilaban las viviendas
sobre la línea de la colina. Ya andaba por las calles el carro del lechero. Muy pronto el
panadero entraría en escena. Se oían vocear los primeros diarios.
—Tengo la impresión, jovencito —dijo el doctor Helberson—, que usted y yo hemos
trasnochado demasiado en los últimos tiempos. No es bueno para la salud. Necesitamos
un cambio. ¿Qué le parecería un viaje a Europa?
—¿Cuándo?
—En cualquier momento. Esta tarde a las cuatro, por ejemplo, sería una hora
conveniente.
—Lo encontraré en el barco —dijo Harper.
V
Estos dos hombres, siete años después, conversaban amigablemente en Nueva York,
sentados en un banco de Madison Square. Un tercero, que los había estado observando sin
que ellos lo advirtieran, terminó por acercarse y los saludó con la mayor cortesía,
quitándose el sombrero y descubriendo su pelo ondulado, blanco como la nieve. Dijo:
—Les pido disculpas, señores, pero cuando se ha matado a un hombre para poder
resucitar, es mejor ponerse sus ropas y escaparse en la primera oportunidad.
Helberson y Harper cambiaron miradas significativas. Parecían divertidos.
Helberson miró con simpatía al desconocido y replicó:
—Esa fue siempre mi idea. Estoy enteramente de acuerdo con sus ventaj...
Súbitamente se detuvo, mortalmente pálido. Clavó los ojos en el hombre y quedó
boquiabierto. Temblaba.
—¡Ah! —exclamó el desconocido—, veo que se siente usted mal, doctor. En caso de
que no pueda atenderse, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacerlo por usted.
—¿Quién diablos es usted? —preguntó Harper desafiante.
El desconocido se acercó más a ellos. Inclinándose susurró:
—A veces me llamo a mí mismo Jarette, pero no tengo inconveniente en decirles,
dada la vieja amistad que nos une, que soy el doctor William Mancher. Los dos hombres
saltaron del banco.
—¡Mancher! —exclamaron jadeantes, y Helberson agregó:
—¡Dios mío, es verdad!
El desconocido sonrió vagamente.
—Sí —dijo—, es bastante cierto, qué duda cabe.
Vaciló, como si intentara recordar algo, y luego empezó a tararear una canción
popular. Se hubiera dicho que los dos hombres ya no le interesaban.
—Mire usted, Mancher —dijo el doctor Helberson—, cuéntenos exactamente lo que
ocurrió aquella noche a Jarette, desde luego.
—Ah, sí, a Jarette —dijo el otro—. Es extraño que haya olvidado contárselos a
ustedes. Lo cuento tan a menudo. Vean ustedes, yo sabía, porque le oí a él mismo decirlo,
que no estaba demasiado tranquilo. Entonces no resistí a la tentación de volver a la vida y
entretenerme un poco a costa de él. No pude resistir, en verdad. Todo estaba muy bien,
pero no pensé, seriamente. Y después... bueno, fue toda una historia hacerlo ocupar mi
lugar, y entonces. ¡Malditos sean ustedes, no podía salir! ¡Malditos sean!
Nada semejante a la ferocidad con que articuló las últimas palabras. Los otros dos
retrocedieron alarmados.
—¿Nosotros? ¿Cómo, cómo? —balbuceó Helberson, perdiendo por completo el
dominio de sí—. Nosotros no tenemos nada que ver en eso.
—¿No dije que ustedes eran los doctores Hellborn y Sharper1? —preguntó el loco,
riendo.
—Mi nombre es Helberson, y este caballero es el señor Harper —le contestó,
tranquilizado—. Pero ahora no somos médicos. Somos... bueno, hablemos claro, viejo,
somos jugadores.
—Muy buena profesión. Muy buena, en verdad. Y dicho sea de paso, espero que
Sharper, aquí presente, haya pagado lo que apostó a Jarette, como un honesto jugador. Sí,
una profesión muy buena y honorable —repitió con aire pensativo. Antes de alejarse,
1 En inglés, Hellborn significa 'infernal'; sharper, 'tahúr'.
agregó a modo de despedida—: Pero yo me aferro a la antigua. Soy médico en el asilo de
Bloomingdale, médico del personal. Mi tarea es cuidar al director.
-
El Hipnotizador
-
Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me entretengo con el
hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos similares, suelen preguntarme si tengo un
concepto claro de la naturaleza de los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan.
A esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un
investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del taller de la Naturaleza, que trata
con vulgar curiosidad de robarle los secretos del oficio. Los intereses de la ciencia tienen
tan poca importancia para mí, como parece que los míos han tenido para la ciencia.
No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante simples, y de ninguna
manera trascienden nuestros poderes de comprensión si sabemos hallar la clave; pero por
mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmente romántica y obtengo
más satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijera de mí, cuando era
un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber sido hechos más para ser mirados que
para mirar... tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su
indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras ellos parecía
—me aventuro a creerlo—, siempre más dedicada a alguna bella concepción que ha creado
a su imagen, que preocupada por las leyes de la naturaleza y la estructura material de las
cosas. Todo esto, por irrelevante y egoísta que parezca, está relacionado con la explicación
de la escasa luz que soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención
y por el que existe una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis poderes
y oportunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que presento simplemente
como relato.
La primera noción de que yo poseía extraños poderes me vino a los catorce años, en
la escuela. Habiendo olvidado una vez de llevar mi almuerzo, miraba codiciosamente el
que una niñita se disponía a comer. Levantó ella los ojos, que se encontraron con los míos
y pareció incapaz de separarlos de mi vista. Luego de un momento de vacilación, vino
hacia mí, con aire ausente, y sin una palabra me entregó la canastita con su tentador
contenido y se marchó. Con inefable encanto alivié mi hambre y destruí la canasta.
Después de lo cual ya no volví a preocuparme de traer el almuerzo: la niñita fue mi
proveedora diaria; y no sin frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión mi sencilla
necesidad, combiné el placer y el provecho, obligándola a participar del festín y
haciéndole engañosas propuestas de viandas que, eventualmente, yo consumía hasta la
última migaja. La niña estaba persuadida de haberse comido todo ella, y más tarde,
durante el día, sus llorosos lamentos de hambre sorprendían a la maestra y divertían a los
alumnos, que le pusieron el sobrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de una paz más
allá de lo comprensible.
Un aspecto desagradable de este estado de cosas, en otros sentidos tan satisfactorio,
era la necesidad de secreto: el traspaso del almuerzo, por ejemplo, debía hacerse a cierta
distancia de la enloquecedora muchedumbre, en un bosque; y me ruborizo en pensar en
los muchos otros indignos subterfugios producto de la situación. Como por naturaleza era
(y soy) de disposición franca y abierta, esto se iba haciendo cada vez más fastidioso, y si no
hubiera sido por la repugnancia de mis padres a renunciar a las obvias ventajas del nuevo
régimen, hubiera vuelto al antiguo, alegremente. El plan que finalmente adopté para
librarme de las consecuencias de mis propios poderes, despertó un amplio y vivo interés
en esa época, aunque la parte que consistió en la muerte de la niña fue severamente
condenada, pero esto no hace a la finalidad de este relato.
Después, durante unos años, tuve poca oportunidad de practicar hipnotismo; los
pequeños intentos que hice estaban desprovistos de otro premio que no fuera el
confinamiento a pan y agua, y a veces, en realidad, no traían nada mejor que el látigo de
nueve colas. Sólo cuando estaba por abandonar la escena de estos pequeños desengaños,
realicé una hazaña verdaderamente importante.
Me habían llevado a la oficina del director de la cárcel y me habían dado un traje de
civil, una irrisoria suma de dinero y una gran cantidad de consejos que, debo confesarlo,
eran de mucha mejor calidad que la ropa. Cuando atravesaba el portón hacia la luz de la
libertad, me di vuelta de súbito y, mirando seriamente en los ojos al director, lo puse
rápidamente bajo mi control.
—Usted es un avestruz —le dije.
El examen post mortem reveló que su estómago contenía una gran cantidad de
artículos indigestos, la mayor parte de metal o madera. Atragantado en el esófago, un
picaporte; lo que según el veredicto del jurado, constituyó la causa inmediata de la muerte.
Yo era por naturaleza un hijo bueno y afectuoso, pero, al retornar al mundo del que
tanto tiempo había estado separado, no pude evitar recordar que todas mis penas surgían
como un arroyuelo de la tacaña economía de mis padres en aquel asunto del almuerzo
escolar; y no tenía razón alguna para creer que se habían reformado.
En el camino entre Succotash Hill y Sud Asfixia hay unas tierras donde existió una
edificación conocida como rancho de Pete Gilstrap, en donde este caballero solía asesinar a
los viajeros para ganarse el sustento. La muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi todos
los viajes hacia otro camino ocurrieron tan al mismo tiempo que nadie ha podido decir
aún cuál fue causa y cuál efecto. De todos modos las tierras estaban ahora desiertas y el
pequeño rancho había sido incendiado hacía mucho. Mientras iba a pie a Sud Asfixia, el
hogar de mi niñez, encontré a mis padres, camino de la colina. Habían atado la yunta y
almorzaban bajo un roble, en medio de la campiña. La vista del almuerzo revivió en mí los
dolorosos recuerdos de los días escolares y despertó el león dormido en mi pecho.
Acercándome a la pareja culpable, que en seguida me reconoció, me aventuré a sugerir
que compartiría su hospitalidad.
—De este festín, hijo mío —dijo el autor de mis días, con la característica
pomposidad que la edad no había marchitado—, no hay más que para dos. No soy, eso
creo, insensible a la llama hambrienta de tus ojos, pero...
Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente tomó por llama del
hambre no era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador. En pocos segundos estaba a
mi servicio. Unos pocos más bastaron para la dama, y los dictados de un justo
reconocimiento pudieron ponerse en acción.
—Antiguo padre —dije—, imagino que ya entiendes que tú y esta señora no son ya
lo que eran.
—He observado un cierto cambio sutil —fue la dudosa respuesta del anciano
caballero—, quizás atribuible a la edad.
—Es más que eso —expliqué—, tiene que ver con el carácter, con la especie. Tú y la
señora son, en realidad, dos potros salvajes y enemigos.
—Pero, John —exclamó mi querida madre—, no quieres decir que yo...
—Señora —repliqué solemnemente, fijando mis ojos en los suyos—, lo es.
Apenas habían caído estas palabras de mis labios cuando ella estaba ya en cuatro
patas y, empujando al viejo, chillaba como un demonio y le enviaba una maligna patada a
la canilla. Un instante después él también estaba en cuatro patas, separándose de ella y
arrojándole patadas simultáneas y sucesivas. Con igual dedicación pero con inferior
agilidad, a causa de su inferior engranaje corporal, ella se ocupaba de lo mismo. Sus
piernas veloces se cruzaban y mezclaban de la más sorprendente manera; los pies se
encontraban directamente en el aire, los cuerpos lanzados hacia adelante, cayendo al suelo
con todo su peso y por momentos imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el combate,
expresando su frenesí con los innombrables sonidos de las bestias furiosas que creían ser;
toda la región resonaba con su clamor. Giraban y giraban en redondo y los golpes de sus
pies caían como rayos provenientes de las nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban
hacia adelante y retrocedían, golpeándose salvajemente con golpes descendentes de
ambos puños a la vez, y volvían a caer sobre sus manos, como incapaces de mantener la
posición erguida del cuerpo. Las manos y los pies arrancaban del suelo pasto y guijarros;
las ropas, la cara, el cabello estaban inexpresablemente desfigurados por la sangre y la
tierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la remisión de los golpes;
quejidos, gruñidos, ahogos, su recepción. Nada más auténticamente militar se vio en
Gettysburg o en Waterloo: la valentía de mis queridos padres en la hora del peligro no
dejará de ser nunca para mí fuente de orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos
estropeados, haraposos, sangrientos y quebrados vestigios de humanidad atestiguaron de
forma solemne de que el autor de la contienda era ya un huérfano.
Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y desde entonces lo he sido,
juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde, después de quince años de
proceso, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que el caso pase a la
Corte de Traslados de Nuevas Pruebas.
Tales son algunos de mis principales experimentos en la misteriosa fuerza o agente
conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o no ser empleada por hombres
malignos para finalidades indignas es algo que no sabría decir.
-
El Incidente Del Puente Del Búho
I
Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido
discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las
muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por
encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas
sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos,
dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil,
debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado
improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán.
En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro
izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho,
postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les
interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del
entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un
bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de
allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto
ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con
aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de
bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los
espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata
de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro
derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había
un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la
izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía. La
compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en
frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El
capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin
hacer ningún gesto. Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias
respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el
código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.
El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a
juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz vertical, boca firme,
ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de
su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes
ojos de color grisáceo desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un
hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código
castrense establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes.
Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno
retiró la madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, lo
saludó y se colocó detrás de éste. El oficial, a su vez, se desplazó un paso. Estos
movimientos dejaron al reo y al suboficial en los límites de la misma tabla que cubría tres
durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del
todo, a un cuarto durmiente. La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora
lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se
balancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta acción,
debido a su simplicidad, era la más eficaz. No le habían cubierto el rostro ni vendado los
ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo y miró vagamente el agua que
corría por debajo de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que flotaba en la
superficie le llamó la atención y la siguió con la vista. Apenas avanzaba. ¡Qué indolente
corriente!
Cerró los ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos. El
agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el río contra las orillas
escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo en
conjunto lo había distraído. Y en este momento tenía plena conciencia de un nuevo motivo
de distracción. Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no
comprendía ni podía ignorar, un ruido metálico, como los martillazos de un herrero sobre
el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia
cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares plazos de
tiempo, tan pausadamente como las campanas que doblan a muerte. Esperaba cada
llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran cada vez
más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos eran menos frecuentes, pero
aumentaba su contundencia y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar...
Oía el tictac de su reloj.
Abrió los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis
manos —pensó— podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y
nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría en el bosque y huiría
hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia está
fuera del alcance de la Posición más avanzada de los invasores.» Mientras se sucedían
estos pensamientos, reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al
sargento. El suboficial se colocó en un extremo.
II
Peyton Farquhar, cultivador adinerado, provenía de una respetable familia de
Alabama. Propietario de esclavos, político, como todos los de su clase fue, por supuesto,
uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo y alma, a la causa de los Estados
del Sur. Determinadas condiciones, que no podemos divulgar aquí, impidieron que se
alistara en el valeroso ejército cuyas nefastas campañas finalizaron con la caída de Corinth,
y se enojaba de esta trabazón sin gloria, anhelando conocer la vida del soldado y encontrar
la ocasión de distinguirse. Estaba convencido de que esta ocasión llegaría para él, como
llega a todo el mundo en tiempo de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ninguna
acción le parecía demasiado modesta para la causa del Sur, ninguna aventura lo
suficientemente temeraria si era compatible con la vida de un ciudadano con alma de
soldado, que con buena voluntad y sin apenas escrúpulos admite en buena parte este
refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.
Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco,
próximo a la entrada de su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en la verja y
pidió de beber. La señora Farquhar sólo deseaba servirle con sus níveas manos. Mientras
fue a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al polvoriento soldado y le pidió
ávidamente información del frente.
—Los yanquis están reparando las vías del ferrocarril —dijo el hombre— porque se
preparan para avanzar. Han llegado hasta el Puente del Búho, lo han reparado y han
construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada en carteles por
todas partes, el comandante ha dictaminado que cualquier civil a quien se le sorprenda en
intento de sabotaje a las líneas férreas será ejecutado sin juicio previo. Yo he visto la orden.
—¿A qué distancia está el Puente del Búho? —pregunto Faquhar.
—A unos cincuenta kilómetros.
—¿No hay tropas a este lado del río?
—Un solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre la vía férrea, y un solo vigía
de este lado del puente.
—Suponiendo que un hombre —un ciudadano aficionado a la horca— pudiera
despistar la avanzadilla y lograse engañar al vigía —dijo el plantador sonriendo—, ¿qué
podría hacer?
El militar pensó:
—Estuve allí hace un mes. La creciente de este invierno pasado ha acumulado una
enorme cantidad de troncos contra el muelle, en esta parte del puente. En estos momentos
los troncos están secos y arderían con mucha facilidad.
En ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las
gracias, saludó al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora después, ya de noche,
volvió a pasar frente a la plantación en dirección al norte, de donde había venido. Aquella
tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.
III
Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió la conciencia, como si
estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la garganta,
seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes, cruzaban todo su
cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas concretas de su sistema
nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación de que un enorme torrente de fuego
le subía la temperatura insoportablemente. La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas
sensaciones le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía
un enorme dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un
péndulo de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que lo
rodeaba se alzó hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus
oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia supo que la cuerda se había
roto y él había caído al río. Ya no tenía la sensación de estrangulamiento: el nudo
corredizo alrededor de su garganta, además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus
pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los
ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable!
Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta convertirse en un
efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió a su pesar que subía de
nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado —pensó—
no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería
justo.»
Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que
trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si fuera un
tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un malabarista sin demostrar
interés alguno por el resultado. Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana
energía. ¡Ah, era una tentativa admirable! ¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se
separaron y flotaron hasta la superficie. Pudo discernir sus manos a cada lado, en la
creciente luz. Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo. Quitaron
salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de
una culebra de agua. «¡Ponla de nuevo, ponla de nuevo!» Creyó gritar estas palabras a sus
manos, porque después de liberarse de la soga sintió el dolor más inhumano hasta
entonces. El cuello le hacía sufrir increíblemente, la cabeza le ardía; el corazón, que apenas
latía, estalló de inmediato como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia
incomprensible torturó y retorció todo su cuerpo. Pero sus manos no le respondieron a la
orden. Golpeaban el agua con energía, en rápidas brazadas de arriba hacia abajo, y lo
sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. El resplandor del sol lo cegó; su pecho se
expandió con fuertes convulsiones. Después, un dolor espantoso y sus pulmones
aspiraron una gran bocanada de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito.
Ahora tenía plena conciencia de sus facultades; eran, verdaderamente,
sobrenaturales y sutiles. La terrible perturbación de su organismo las había definido y
despertado de tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta ahora. Sentía los
movimientos del agua sobre su cara, escuchaba el ruido que hacían las diminutas olas al
golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía cada árbol, cada hoja con todos
sus nervios y con los insectos que alojaba: langostas, moscas de brillante cuerpo, arañas
grises que tendían su tela de ramita en ramita. Contempló los colores del prisma en cada
una de las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los
moscardones que volaban sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas, las
pisadas de las arañas acuáticas, como remos que levanta una barca, todo eso era para él
una música totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista y escuchó el deslizar de su
propio cuerpo que surcaba la corriente.
Había llegado a la superficie con el rostro a favor de la corriente. El mundo visible
comenzó a dar vueltas lentamente. Entonces vio el puente, el fortín, a los vigías, al capitán,
a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul.
Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial le apuntaba con su revólver,
pero no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista
resultaban extravagantes y terribles; sus siluetas, grandiosas.
De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a
muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo estampido y
observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la boca del cañón ascendía
una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le apuntaba a través de la mirilla del
fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído
que todos los tiradores famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro.
Un remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente tenía a la vista el bosque
que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de él; en un ritmo
monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta el
chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, conocía bastante bien los
campamentos y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus
quehaceres matinales. Con qué frialdad, con qué pausada voz que calmaba a los soldados
e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas
palabras crueles:
—¡Atención, compañía ...! ¡Armas al hombro...! ¡Listos...! ¡Apunten...! ¡Fuego...!
Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le
resonaba en los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga
de la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal brillante,
extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos,
después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello y la camisa: era de un color
desagradable, y Farquhar lo sacó con energía.
Llegó a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del
agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación. Mientras tanto, los
soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones. Otra vez
dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El perseguido vio todo esto por encima de su
hombro. En ese momento nadaba enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo
estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente. «El teniente —pensó
— no cometerá un segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado
apegado a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir una salva como si fuese un solo tiro?
En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar a voluntad. ¡Qué Dios me
proteja, no puedo esquivar a todos!»
A dos metros de allí se escuchó el increíble estruendo de una caída de agua seguido
de un estrepitoso escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo, y parecía
propasarse en el aire en dirección al fortín, donde sucumbió en una explosión que golpeó
las profundidades mismas del río. Se levantó una empalizada líquida, curvándose por
encima de él; lo cegó y lo ahogó. ¡Un cañón se había unido a las demás armas! El obús
sacudió el agua, oyó el proyectil, que zumbó delante de él despedazando las ramas de los
árboles del bosque cercano.
«No empezarán de nuevo —pensó—. La próxima vez cargarán con metralla. Debo
fijarme en la pieza de artillería, el humo me dirigirá. La detonación llega demasiado tarde:
se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.» De inmediato comenzó a dar vueltas y
más vueltas en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las orillas, el bosque, el
puente, el fortín y los hombres ahora distantes, todo se mezclaba y desaparecía. Los
objetos ya no eran sino sus colores; todo lo que veía eran banderas de color. Atrapado por
un remolino, marchaba tan rápidamente que tenía vértigo y náuseas. Instantes después se
encontraba en un montículo, en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos. Su
inmovilidad inesperada, el contacto de una de sus manos contra la pedriza, le devolvió los
sentidos y lloró de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó encima,
bendiciéndola en voz alta. Para su parecer era la cosa más preciosa que podría imaginar en
esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardinería; le llamó la
atención el orden determinado en su disposición, respiró el aroma de sus flores. La luz
brillaba entre los troncos de una forma extraña y el viento entonaba en sus hojas una
armoniosa música interpretada por una arpa eólica. No quería seguir huyendo, le bastaba
permanecer en aquel lugar perfecto hasta que lo capturaran.
El silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los árboles lo despertaron de su
sueño. El artillero, decepcionado, le había enviado una descarga al azar como despedida.
Se alzó de un brinco, subió la cuesta del río con rapidez y se adentró en el bosque.
Caminó todo el día, guiándose por el sol. El bosque era interminable; no aparecía por
ningún sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador. Ignoraba vivir en una
región tan salvaje, y en este pensamiento había algo de sobrenatural.
Al anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado, con los pies heridos.
Continuaba vivo por el pensamiento de su familia. Al final encontró un camino que lo
llevaba a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad. Y, sin embargo, no
daba la impresión de ser muy conocido. No colindaba con ningún campo; por ninguna
parte aparecía vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro, sugería un
indicio de humanidad próxima. Los cuerpos de los dos enormes árboles parecían dos
murallas rectilíneas; se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama de una
lección de perspectiva. Por encima de él, levantó la vista a través de una brecha en el
bosque, y vio enormes estrellas áureas que no conocía, agrupadas en extrañas
constelaciones. Supuso que la disposición de estas estrellas escondía un significado
nefasto. De cada lado del bosque percibía ruidos en una lengua desconocida.
Le dolía el cuello; al tocárselo lo encontró inflamado. Sabía que la soga lo había
marcado con un destino trágico. Tenía los ojos congestionados, no podía cerrarlos. Su
lengua estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes apaciguaba su fiebre. La
hierba cubría toda aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo a sus pies.
Dejando a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha dormido mientras caminaba,
porque contempla otra nueva escena; quizá ha salido de una crisis delirante. Se encuentra
delante de las rejas de su casa. Todo está como lo había dejado, todo rezuma belleza bajo el
sol matinal. Ha debido caminar, sin parar, toda la noche. Mientras abre las puertas de la
reja y sube por la gran avenida blanca, observa unas vestiduras flotar ligeramente: su
esposa, con la faz fresca y dulce, sale a su encuentro bajando de la galería, colocándose al
pie de la escalinata con una sonrisa de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y
dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él se lanza para abrazarla. En el momento en que
se dispone a hacerlo, siente en su nuca un golpe que le atonta. Una luz blanca y
enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido al del cañón... y después
absoluto silencio y absoluta oscuridad.
Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un
lado a otro del Puente del Búho.
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El Pastor Haíta
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A pesar de los años y la experiencia, Haíta conservaba las ilusiones de la juventud.
Sus pensamientos eran puros y amables porque su vida era sencilla y en su alma no cabía
la ambición. Se levantaba al amanecer e iba a rezar al santuario de Hastur, el dios de los
pastores, que lo escuchaba complacido. Después de cumplir este rito piadoso, Haíta abría
la puerta del corral y con el corazón alegre sacaba a pacer a su rebaño, mientras comía una
ración de queso y de torta de avena, deteniéndose, a veces, para recoger algunas fresas
húmedas de rocío, o para abrevar su sed en el agua de los manantiales que bajaban de las
colinas, engrosaban el arroyo que atravesaba el valle e iban a perderse quién sabe dónde.
Durante el largo día de verano, mientras sus ovejas arrancaban el buen pasto que los
dioses hicieron crecer para ellas, o yacían con las patas delanteras debajo del pecho,
rumiando indolentemente, Haíta, recostado a la sombra de un árbol o sentado en una roca,
tocaba en su flauta de cañas una música tan dulce que en ocasiones vislumbraba con el
rabillo del ojo a las deidades menores del bosque que se incorporaban de entre los
matorrales para oírlo, y se desvanecían en cuanto quería volverse para mirarlas. De esto —
porque acaso pensaba si no llegaría a convertirse en una de sus propias ovejas— dedujo
solemnemente que la felicidad viene cuando no se la busca, pero que jamás la vemos si
andamos tras ella. Porque después de Hastur, que nunca le concedió la merced de
mostrarse a sus ojos, lo que Haíta más valoraba era el amistoso interés de sus vecinos, los
tímidos inmortales del bosque y del arroyo. Al anochecer, llevaba de vuelta su rebaño al
corral, se aseguraba de que la tranquera estuviese bien cerrada y se retiraba a su gruta
para descansar y soñar.
Así pasaba los días de su vida, todos iguales, salvo cuando las tormentas expresaban
la cólera de un dios ofendido. Entonces Haíta, refugiado en su gruta, cubriéndose la cara
con las manos, imploraba que sólo a él lo castigaran por sus pecados y que el mundo se
librara de ser destruido. A veces, cuando llovía a cántaros y el arroyo se desbordaba,
obligándolo a llevar precipitadamente a su aterrorizado rebaño a las tierras altas,
intercedía por los hombres que, según le dijeron, vivían en la llanura, más allá de las dos
colinas azules que formaban el pórtico de su valle.
—Oh Hastur —así rogaba—, eres bueno por haberme dado montañas tan próximas a
mi vivienda y a mi corral para que yo y mis ovejas podamos escapar de los enojados
torrentes. Pero debes eximir al resto del mundo de alguna manera que yo ignoro. Si no
fuera así, Hastur, no podría reverenciarte más.
Y Hastur, sabiendo que Haíta era un joven de palabra, perdonaba a las ciudades y
desviaba las aguas hacia el mar.
Así había vivido siempre. Nunca pudo concebir otro modo de existencia. El santo
ermitaño que moraba a la entrada del valle, a una hora de distancia, y a quien oyó hablar
de las grandes ciudades donde habitan los hombres —¡pobres almas!— que no tienen
ovejas, no supo darle razón de aquellos tiempos lejanos durante los cuales él mismo,
según infería, debió de ser pequeño e indefenso como una oveja.
Fue al pensar en esos misterios y maravillas, y en ese horrible transformarse en
silencio y corrupción que alguna vez, estaba seguro, habría de ocurrirle, como vio
ocurrirle a tantas de sus ovejas, como ocurría a todos los seres vivientes excepto a los
pájaros, cuando Haíta por primera vez tuvo conciencia de la desdicha de su suerte.
—No puedo ignorar —dijo— cómo y de dónde he venido. Para cumplir con mis
deberes necesito saber las razones por las cuales me fueron encomendados. ¿Y qué alegría
pueden darme si no sé cuánto habrá de durar? Quizá antes de que vuelva a nacer el sol,
habré sido transformado, y entonces ¿qué será de mis ovejas? ¿Y qué será de mí?
Meditando en ello, Haíta se volvió melancólico y adusto. Ya no hablaba alegremente
a su rebaño, ni acudía con presteza al santuario de Hastur. Ahora, en la brisa, oía el
susurro de malignas deidades cuya existencia observaba por primera vez. Cada nube era
el presagio de un desastre, y las tinieblas estaban llenas de horror. De su flauta de cañas no
brotaban melodías, sino un triste lamento. Los espíritus del bosque y de las aguas no
acudían de la espesura para oírlo; antes bien, huían a las primeras notas, como lo
demostraban las hojas agitadas y los tallos doblados de las flores. Cejó en su vigilancia y
perdió a muchas de sus ovejas, extraviadas por las colinas. Las que quedaban
enflaquecieron y enfermaron por falta de buenos pastos, porque Haíta, en vez de buscar
para ellas nuevas praderas, día tras día las conducía al mismo lugar, abstraído en sus
pensamientos, obsesionado por el misterio de la vida y de la muerte, meditando en la
insondable inmortalidad.
Un día, mientras daba rienda suelta a sus lúgubres reflexiones, se puso bruscamente
en pie, saltó de la roca en donde estaba sentado, señaló el cielo con la mano derecha, y
exclamó:
—Ya no suplicaré a los dioses que me concedan su inefable sabiduría. Tienen el
deber de no hacerme daño. Yo cumpliré con el mío lo mejor que pueda, y en caso de que
llegue a equivocarme, ¡que la culpa recaiga sobre sus cabezas!
De pronto, mientras así hablaba, un intenso resplandor cayó sobre él, obligándolo a
levantar la cabeza. Pensó que las nubes se abrían y dejaban arder al sol. Pero no había
nubes. A poca distancia de su mano, surgió una hermosa doncella. Tan hermosa era, que
las flores subyugadas cerraron su pétalos y doblaron sus corolas; tan dulce era su mirada,
que los picaflores acudieron como si fueran a libar en sus ojos y las abejas del bosque
revolotearon en torno a sus labios. Y tal luz irradiaba, que los objetos desviaron sus
sombras, arrojándolas lejos de sus pies, y esas mismas sombras fueron girando mientras
ella se movía.
El pastor, en éxtasis, se arrodilló ante la doncella, en señal de adoración, y la doncella
apoyó una mano en su cabeza.
—Ven —le dijo, con una voz en que resonaba la música de todas las campanillas de
su rebaño—, ven, no debes adorarme porque no soy una diosa, pero si eres sincero y
laborioso, viviré contigo.
Haíta se puso de pie, la tomó de la mano, tartamudeó su alegría y su gratitud, y así,
las manos entrelazadas, se sonrieron en los ojos. El pastor la miraba con reverencia y
arrebato. Murmuró:
—Te ruego, adorable doncella, que me digas tu nombre, y cómo y de dónde has
llegado.
Al oír estas palabras, ella posó sobre sus labios un dedo amonestador y empezó a
retirarse. Su hermosura sufrió un cambio visible que hizo estremecer a Haíta sin saber por
qué, pues ella continuaba siendo hermosa. Una sombra gigantesca oscureció el paisaje,
corriendo por el valle con la velocidad de un buitre. En la penumbra, la doncella se volvió
opaca e indistinta. Su voz parecía venir de muy lejos mientras exclamaba en un tono de
triste reproche:
—¡Joven ingrato y presuntuoso! ¿Deberé abandonarte en seguida? ¿Nada habrá
podido refrenar tu curiosidad? ¿Por qué rompes el eterno pacto con semejante ligereza?
Indeciblemente afligido, Haíta cayó de rodillas y le imploró que se quedara. Luego,
levantándose y buscándola en la creciente oscuridad, corrió dando vueltas cada vez más
amplias, llamándola a gritos. Todo fue en vano. Ya no podía verla, pero oyó su voz en las
tinieblas. Ésta le decía:
—No, no darás conmigo si me buscas. Vuelve a tu trabajo, pastor de poca fe, o ya
nunca nos encontraremos.
Había caído la noche. Los lobos aullaban en las colinas y las ovejas aterrorizadas se
agazapaban a los pies de Haíta. Obligado por la necesidad de la hora, éste olvidó su
decepción, condujo su rebaño al corral, volvió al santuario, dejando que la gratitud
manara de su corazón porque Hastur le había permitido salvar sus ovejas, después se
retiró a su gruta y durmió.
Despertó cuando el sol ya estaba alto y brillaba en la gruta, iluminándola con su
esplendor. Allí sentada junto a él, la doncella le sonreía con una sonrisa que parecía la
música visible de su flauta de cañas. Él no se atrevió a despegar los labios, temiendo
ofenderla como antes. No sabía qué palabras decir.
—Porque has asistido a tu rebaño —dijo ella— y no has olvidado de dar gracias a
Hastur que mantuvo alejados a los lobos en la noche, aquí me tienes de nuevo. ¿Quieres
que sea tu compañera?
—¿Quién no te querría para siempre? —contestó Haíta—. Oh, nunca más me dejes,
hasta... hasta que el silencio y la quietud se apoderen de mí.
Haíta ignoraba la palabra muerte.
—Quisiera en verdad —prosiguió— que fueras de mi mismo sexo para que
lucháramos alegremente y corriéramos carreras y nunca nos cansáramos uno del otro.
Al oír estas palabras, la doncella se puso de pie y salió de la gruta. Haíta, saltando de
su lecho de fragantes hojas para alcanzarla y detenerla, pudo observar, atónito, que llovía
a cántaros y que el arroyo, en medio del valle, se había salido de madre. Balaban
aterrorizadas las ovejas, porque las aguas invadían el corral. Y peligraban las ciudades
desconocidas de la distante llanura.
Pasaron muchos días antes que Haíta viera de nuevo a la doncella. Una tarde volvía
del extremo del valle, a donde fue a llevarle leche de ovejas, torta de avena y un cesto de
fresas al santo ermitaño, demasiado viejo y débil para procurarse alimento.
—¡Pobre viejo! —dijo en voz alta mientras regresaba a su morada—. Volveré mañana
y lo traeré en hombros hasta mi gruta, donde podré cuidarlo. Para esto, sin duda, Hastur
me ha criado durante tantos años. Para esto me ha dado salud y fuerza.
La doncella le salió al paso, envuelta en resplandecientes vestiduras, y le dijo con una
sonrisa que le quitó el habla:
—De nuevo he venido a vivir contigo si ahora me quieres, porque no deseo vivir con
nadie más. Tal vez ahora hayas aprendido y no me quieras distinta de lo que soy, ni
pretendas saber cómo y de dónde vengo.
Haíta se arrojó a sus pies.
—Hermosa criatura —exclamó—, si te dignas aceptarlos, mi alma y mi corazón, que
reverencian a Hastur, serán tuyos para siempre. Pero ¡ay! eres caprichosa e imprevisible.
Antes de que amanezca, quizá te haya perdido. Prométeme, te lo ruego, que si acaso
llegara a ofenderte en mi ignorancia, sabrás perdonarme y no te apartarás de mi lado.
No bien terminó de hablar, un tropel de osos bajó de las colinas, abalanzándose sobre
él con rojas fauces y ardientes ojos. De nuevo desapareció la doncella, y Haíta echó a
correr para salvar su vida. No se detuvo hasta llegar a la cabaña del santo ermitaño, de
donde había salido. Atrancó la puerta para impedir que los osos entraran, después se
arrojó al suelo y lloró.
—Hijo mío —dijo el ermitaño desde su jergón de paja que las manos de Haíta habían
juntado aquella mañana—, no estás llorando por los osos. Dime qué pena te aflige, porque
la vejez puede curar las heridas de la juventud con el bálsamo de la sabiduría.
Haíta se lo dijo todo: tres veces había encontrado a la radiante doncella, y tres veces
la perdió. Relató minuciosamente lo que pasó entre ellos, sin omitir una palabra.
Terminó, y el santo ermitaño guardó silencio. Después de unos instantes, dijo:
—Hijo mío, he oído tu relato, y reconozco a la doncella. Yo mismo la he visto, como
tantos otros. Has de saber que se llama, pues ni siquiera permite que averigües su nombre,
Felicidad. Bien dijiste que era caprichosa. Impone condiciones que ningún hombre puede
cumplir, y las hace pagar con su abandono. Se presenta cuando nadie la busca, y no
admite preguntas. La menor curiosidad, la menor señal de duda, el menor recelo, y
desaparece. ¿Por cuánto tiempo la tuviste antes de que huyera?
—Apenas un instante —confesó Haíta, enrojeciendo de vergüenza.
—¡Desgraciado joven! —dijo el santo ermitaño—. Si no fuera por tu indiscreción, la
hubieses retenido un instante más.
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El Patriota Ingenioso
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Después de haber obtenido una audiencia con el Rey, un Patriota Ingenioso sacó un
papel del bolsillo y dijo:
—Dios bendiga a Su Majestad. Aquí tengo una fórmula para construir una armadura
blindada que ningún cañón podrá perforar. Si esta armadura es adoptada por la Armada
Real nuestras naves de guerra serán invulnerables y por ende invencibles. Aquí también
están los informes de los Ministros de su Majestad atestiguando los méritos de la
invención. Cederé lo derechos sobre ella por un millón de tumtums.
Después de examinar los papeles, el Rey los hizo a un lado y le prometió una orden
para el Ministro Tesorero del Departamento de Extorsión por un millón de tumtums.
—Y aquí —dijo el Patriota Ingenioso, sacando otro papel de otro bolsillo— están los
planos de un cañón que he inventado que puede perforar esa armadura. El hermano real
de Su Majestad, el Emperador de Bang, está ansioso por adquirirlo, pero mi lealtad hacia
el trono de Su Majestad y hacia su persona me obligan a ofrecerlo a Su Majestad. El precio
es de un millón de tumtums.
Después de recibir la promesa de otra letra introdujo la mano en un bolsillo diferente
a los dos anteriores y remarcó:
—El precio del cañón irresistible debió haber sido mucho mayor, Su Majestad, pero
el hecho es que los misiles pueden ser tan efectivamente desviados por mi nuevo método
de tratar las armaduras blindadas con...
El Rey indicó al Gran Factotum que se aproximara.
—Revisa a este hombre —le dijo— y dime cuántos bolsillos tiene.
—Cuarenta y tres, señor —dijo el Gran Factotum, completando su escrutinio.
—Dios bendiga a Su Majestad —gritó el Patriota Ingenioso, aterrorizado— Uno de
ellos contiene tabaco.
—Sosténganlo por los tobillos y sacúdanlo —ordenó el Rey—, luego denle una orden
por cuarenta y dos millones de tumtums y mándenlo a decapitar. Emitamos un decreto
castigando la ingenuidad con la pena capital.
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El Secreto Del Barranco De Macarger
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Al noroeste de Indian Hill, a unas nueve millas en línea recta, se encuentra el
barranco de Macarger. No tiene mucho de barranco, pues se trata de una mera depresión
entre dos sierras boscosas de una altura considerable. Desde la boca hasta la cabecera,
porque los barrancos, como los ríos, tienen una anatomía propia, la distancia no es
superior a las dos millas, y la anchura en el fondo sólo rebasa en un punto las doce yardas;
durante la mayor parte del recorrido, a ambos lados del pequeño arroyo que fluye por él
en invierno y se seca al llegar la primavera, no hay terreno llano. Las escarpadas laderas
de las colinas, cubiertas por una vegetación casi impenetrable de manzanita y chamiso, no
tienen otra separación que la de la anchura del curso del río. Nadie, a no ser un ocasional
cazador intrépido de los contornos, se aventura a meterse en el barranco de Macarger que,
cinco millas más adelante, no se sabe ni qué nombre tiene. En esa zona, y en cualquier
dirección, hay muchos más accidentes topográficos notables que no tienen nombre y
resultaría vano intentar descubrir, preguntando a los lugareños, el origen del nombre de
éste.
A medio camino entre la cabecera y la desembocadura del barranco de Macarger, la
colina de la derecha según se asciende está surcada por otro barranco, corto y seco, y
donde ambos se unen hay un espacio llano de unos dos o tres acres, en el que hace unos
cuantos años había un viejo albergue con una sola habitación. Cómo habían sido reunidos
los materiales de aquella casa, pocos y simples como eran, en aquel lugar casi inaccesible,
es un enigma en cuya solución habría más de satisfacción que de beneficio. Posiblemente
el lecho del arroyo sea un camino en desuso. Es seguro que el barranco fue explorado en
otra época con bastante minuciosidad por mineros, que debieron de conocer algún medio
de entrar, al menos, con animales de carga para transportar las herramientas y los víveres.
Al parecer, sus beneficios no fueron suficientes para justificar una inversión considerable y
enlazar el barranco de Macarger con cualquier centro civilizado que disfrutara del honor
de tener un aserradero. La casa, sin embargo, estaba allí; la mayor parte de ella. Le faltaba
la puerta y el marco de una ventana, y la chimenea de barro y piedras se había convertido
en un rimero desagradable sobre el que crecía una espesa maleza. El humilde mobiliario
que pudiera haber habido y la mayor parte de la baja techumbre de madera había servido
como combustible en los fuegos de campamento de los cazadores; cosa que también debió
de ocurrirle a la cubierta del viejo pozo que, en la época de la que escribo, se abría allí bajo
la forma de un hoyo cercano, no muy profundo pero bastante ancho.
Una tarde de verano, en 1874, siguiendo el lecho seco del arroyo, llegué al barranco
de Macarger a través del estrecho valle en el que desemboca. Iba cazando codornices y
llevaba ya unas doce en la bolsa cuando me topé con la casa descrita, cuya existencia
ignoraba hasta entonces. Después de inspeccionar las ruinas con bastante atención,
reanudé mi actividad cinegética y, como quiera que tuve un gran éxito, la prolongué hasta
casi el anochecer, momento en que me di cuenta de que me encontraba muy lejos de
cualquier lugar habitado, y demasiado lejos como para llegar a uno antes de que cayera la
noche. Pero en el zurrón llevaba comida y la casa podría proporcionarme refugio, si es que
era eso lo que necesitaba en una noche cálida y seca en las estribaciones de Sierra Nevada,
donde se puede dormir cómodamente al raso sobre un lecho de agujas de pino. Tengo
tendencia a la soledad y me encanta la noche; por eso mi proposición de dormir al aire
libre fue pronto aceptada, y cuando la noche se echó encima yo ya tenía mi cama hecha
con ramas y briznas de hierba en una esquina de la habitación y asaba una codorniz en el
fuego que había encendido en el hogar. El humo salía por la ruinosa chimenea, la luz
iluminaba la habitación con su agradable resplandor y, mientras consumía mi sencilla
comida a base de ave sin más aderezos y bebía lo que quedaba de una botella de vino tinto
que durante toda la tarde había sustituido al agua de la que carecía la región, experimenté
una sensación de bienestar que alojamientos y comidas mejores no siempre producen.
Sin embargo, faltaba algo. Tenía sensación de bienestar, pero no de seguridad. Me
descubrí a mí mismo mirando a la entrada abierta y a la ventana sin marco con más
frecuencia de lo que sería justificable. Fuera de estas aberturas todo estaba oscuro, por lo
que fui incapaz de reprimir un cierto sentimiento de aprensión mientras mi fantasía se
hacía una imagen del mundo exterior y la llenaba de entidades poco amistosas, naturales y
sobrenaturales, entre las cuales destacaban, en los apartados respectivos, el oso pardo, del
que yo sabía que todavía se veía de vez en cuando por la región, y el fantasma, del que
tenía razones para pensar que no era así. Desgraciadamente, nuestros sentimientos no
siempre respetan la ley de las probabilidades, y aquella noche lo posible y lo imposible
resultaban para mí igualmente inquietantes.
Todo aquel que haya tenido experiencias similares debe de haber observado que uno
se enfrenta a los peligros reales e imaginarios de la noche con mucho menos reparo al aire
libre que en una casa sin puerta. Eso fue lo que sentí mientras yacía sobre mi frondoso
canapé en una esquina de la habitación, junto a la chimenea, en la que el fuego se iba
extinguiendo. Tan fuerte llegó a ser la sensación de la presencia de algo maligno y
amenazador en aquel lugar que me di cuenta de que era incapaz de apartar la vista de la
entrada, que en aquella profunda oscuridad era cada vez menos visible. Cuando la última
llama produjo un chispazo y se apagó, agarré la escopeta que había dejado a mi lado y
dirigí el cañón hacia la entrada ya imperceptible, con el pulgar en uno de los percutores,
dispuesto a cargar el arma, la respiración contenida y los músculos tensos y rígidos. Pero
al cabo de un rato dejé el arma con un sentimiento de vergüenza y mortificación. ¿De qué
tenía miedo? ¿Y por qué? Yo, para quien la noche había sido
un rostro más familiar
que el de ningún hombre...
¡Yo, en quien aquel elemento de superstición hereditaria del que nadie está
completamente libre había conferido a la soledad, a la oscuridad y al silencio un interés y
un encanto de lo más seductor! No podía comprender mi desvarío y, olvidándome en mis
conjeturas de la cosa conjeturada, me quedé dormido. Y entonces soñé.
Me encontraba en una gran ciudad de un país extranjero; una ciudad cuyos
habitantes pertenecían a mi misma raza, con pequeñas diferencias en el habla y en el
vestir. En qué consistían exactamente esas diferencias era algo que no podía precisar; mi
sensación de ellas no era clara. La ciudad estaba dominada por un castillo enorme sobre
un promontorio elevado cuyo nombre sabía, pero era incapaz de pronunciar. Recorrí
muchas calles, unas anchas y rectas, con construcciones altas y modernas; otras estrechas,
oscuras y tortuosas, con viejas casas pintorescas de tejados a dos aguas, cuyas plantas
superiores, decoradas profusamente con grabados en madera y piedra, sobresalían hasta
casi encontrarse por encima de mi cabeza.
Buscaba a alguien a quien nunca había visto, aunque sabía que cuando lo encontrara
lo reconocería. Mi búsqueda no era casual y sin objeto. Tenía un método. Iba de una calle a
otra sin dudarlo y conseguía abrirme paso por un laberinto de intrincados callejones, sin
temor a perderme.
De repente me detuve ante una puerta baja de una sencilla casa de piedra que podría
haber sido la vivienda de un artesano de los mejores y entré sin anunciarme. En la
estancia, amueblada de un modo bastante modesto e iluminada por una sola ventana con
pequeños cristales en forma de diamante, no había más que dos personas: un hombre y
una mujer. No se dieron cuenta de mi presencia, circunstancia que, como suele ocurrir en
los sueños, parecía completamente natural. No conversaban; estaban sentados lejos el uno
del otro, con aire taciturno y sin hacer nada.
La mujer era joven y muy corpulenta, con hermosos ojos grandes y una cierta belleza
solemne. El recuerdo de su expresión permanece extraordinariamente vivo en mí, pero en
los sueños uno no observa los detalles de los rostros. Sobre los hombros llevaba un chal a
cuadros. El hombre era mayor, moreno, con un rostro de maldad que resultaba aún más
lúgubre debido a una gran cicatriz que se extendía diagonalmente desde la sien izquierda
hasta el bigote negro. Aunque en mi sueño daba la impresión de que, más que pertenecer
a la cara, la rondaba como algo independiente (no sé expresarlo de otra manera). En el
momento que vi a aquel hombre y a aquella mujer supe que eran marido y mujer.
No recuerdo con claridad lo que ocurrió después; todo resultaba confuso e
inconsistente, debido, creo, a un atisbo de consciencia. Era como si dos imágenes, la escena
del sueño y mi verdadero entorno, se hubieran mezclado, una incrustada en el otro, hasta
que la primera fue desdibujándose, desapareció, y me encontré completamente despierto
en la habitación vacía, tranquilo y absolutamente consciente de mi situación.
Mi estúpido miedo había desaparecido y, cuando abrí los ojos, vi que el fuego, que
no estaba apagado del todo, se había reavivado al caer una rama e iluminaba de nuevo la
habitación. Debía de haber dormido sólo unos minutos, pero aquella pesadilla sin
importancia me había impresionado tan vivamente que ya no tenía sueño. Al cabo de un
rato, me levanté, avivé el fuego y, tras encender una pipa, procedí a meditar sobre mi
visión de un modo tremendamente metódico y absurdo.
Me habría dejado entonces perplejo tener que explicar en qué sentido era digna de
atención. En el primer momento de análisis serio que dediqué al asunto, reconocí en
Edimburgo la ciudad de mi sueño, ciudad en la que nunca había estado; por tanto, si el
sueño era un recuerdo, lo era de imágenes y descripciones. Tal reconocimiento me
impresionó bastante; era como si hubiera algo en mi mente que insistiera de un modo
rebelde, contra la razón y la voluntad, en la importancia de todo esto. Y aquella facultad,
fuera la que fuese, aseguraba además un control de mi discurso.
—Claro —dije en voz alta, de modo involuntario—, los MacGregor deben de
proceder de Edimburgo.
En aquel momento, ni la esencia de aquel comentario, ni el hecho de haberlo hecho,
me sorprendió lo más mínimo. Me pareció completamente normal que yo conociera el
nombre de mis compañeros de sueño y algo de su historia. Pero pronto comprendí el
absurdo de todo aquello. Empecé a reírme a carcajadas, vacié las cenizas de la pipa y me
tumbé de nuevo sobre el lecho de ramas y hierba, donde me quedé absorto contemplando
el débil fuego, sin volver a pensar ni en el sueño ni en el entorno. De pronto, la única llama
que aún quedaba se redujo por un momento y, elevándose de nuevo, se separó de las
ascuas y se extinguió en el aire. La oscuridad se hizo absoluta.
En ese instante, al menos eso me pareció antes de que el resplandor de la llama
hubiera desaparecido de mi vista, se produjo un sonido sordo y seco, como el de un
cuerpo pesado al caer, que hizo temblar el suelo sobre el que descansaba. Me incorporé de
golpe y tanteé en la oscuridad en busca de la escopeta; pensé que alguna bestia salvaje
habría entrado de un salto a través de la ventana abierta. Mientras la endeble estructura
seguía temblando por el impacto, oí un ruido de golpes, de pies que se arrastraban por el
suelo y, después, como si lo tuviera ahí al lado, el estremecedor grito de una mujer en
agonía mortal. Nunca había oído ni concebido un grito tan espantoso. Me asustó
profundamente. Por un momento no fui consciente de otra cosa que de mi propio terror.
Por fortuna, mi mano había encontrado el arma que estaba buscando y aquel tacto familiar
hizo que me restableciera. Me puse en pie de un salto, entornando los ojos para ver algo a
través de la oscuridad. Los violentos sonidos habían cesado pero, lo que era aún más
terrible, se oía, a intervalos más o menos largos, el débil jadeo intermitente de una criatura
viva que agonizaba.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la lánguida luz de los rescoldos, pude distinguir
las formas de la puerta y de la ventana, más negras que el negro de las paredes. Luego, la
distinción entre la pared y el suelo se hizo apreciable y por fin conseguí captar los
contornos y toda la extensión del suelo, de un extremo al otro de la habitación. No se veía
nada y el silencio era absoluto.
Con una mano un tanto temblorosa y la otra agarrando todavía la escopeta, avivé el
fuego e hice un examen crítico de la situación. No había rastro alguno de que la habitación
hubiera sido visitada. Sobre el polvo que cubría el suelo se podían ver mis propias huellas,
pero ninguna otra. Encendí de nuevo la pipa, me abastecí de combustible partiendo un par
de tablones delgados del interior de la casa (no me atrevía a salir a la oscuridad exterior) y
pasé el resto de la noche fumando, pensando y alimentando el fuego. Aunque me
hubieran regalado años de vida, no habría permitido que aquel pequeño fuego se apagara
de nuevo.
Algunos años más tarde conocí en Sacramento a un hombre llamado Morgan, para
quien llevaba una carta de presentación de un amigo suyo de San Francisco. Una noche,
mientras cenaba con él en su casa, observé varios «trofeos» en la pared que indicaban que
era aficionado a la caza. Resultó que así era y, al relatar algunas de sus proezas, mencionó
haber estado en la región donde había tenido lugar mi aventura.
—Señor Morgan —le pregunté bruscamente—, ¿conoce usted un lugar allí arriba
llamado el barranco de Macarger?
—Sí, y tengo buenas razones para ello —contestó—. Fui yo quien informó a la
prensa, el año pasado, del descubrimiento de un esqueleto allí.
No tenía conocimiento de ello. La información, al parecer, había sido publicada
mientras yo estaba fuera, en el Este.
—Por cierto —dijo Morgan—, el nombre del barranco es una corrupción; debería
llamarse «de MacGregor». Querida —añadió dirigiéndose a su esposa—, el señor Elderson
ha derramado su vino.
Lo que no era del todo exacto. Sencillamente se me había caído, con copa y todo.
—En otro tiempo hubo una vieja choza en el barranco —prosiguió Morgan cuando el
desastre acarreado por mi torpeza había sido subsanado—, pero precisamente antes de mi
visita fue derribada, o mejor dicho, desparramada, porque los escombros fueron
diseminados por todo su alrededor; hasta las planchas del suelo estaban separadas. Entre
dos traviesas que todavía quedaban en pie, mi compañero y yo encontramos los restos de
un chal a cuadros y, al examinarlo, descubrimos que rodeaba los hombros de un cuerpo de
mujer de la que apenas quedaban los huesos, cubiertos en parte por restos de ropa, y por
la piel, seca y marrón. Pero le ahorraremos las descripciones a la señora Morgan —añadió
sonriendo. En verdad, la dama había mostrado un gesto que era más de repugnancia que
de compasión—. Sin embargo —continuó—, es necesario decir que el cráneo apareció
fracturado por varios lugares, como si hubiera sido golpeado con un instrumento no muy
afilado; y que el propio instrumento, una pequeña piqueta con manchas de sangre, yacía
bajo unos tablones cercanos.
El señor Morgan se volvió hacia su esposa.
—Perdona, querida —dijo con afectación solemne—, por mencionar estos
desagradables detalles, incidentes naturales, aunque lamentables, de una discusión
conyugal, consecuencia, sin duda, de una desafortunada insubordinación de la esposa.
—Tendría que ser capaz de hacerlo —repuso la dama con serenidad—; me lo has
pedido tantas veces y con esas mismas palabras...
Me dio la impresión de que estaba muy contento de continuar con su relato.
—A raíz de éstas y de otras circunstancias —señaló—, el juez dedujo que la difunta,
Janet MacGregor, había encontrado la muerte a causa de los golpes infligidos por alguna
persona desconocida para el jurado; pero añadió que las pruebas apuntaban hacia la
culpabilidad de su marido, Thomas MacGregor. Pero de él no se ha vuelto a saber ni a oír
nada. Se supo que la pareja procedía de Edimburgo, aunque no... Pero, querida, ¿no te das
cuenta de que hay agua en el plato de los huesos del señor Elderson?
Yo había dejado un hueso de pollo en mi lavamanos.
—En un pequeño armario encontré una fotografía de MacGregor, pero ello no
condujo a su captura.
—¿Me permite verla? —pregunté.
La fotografía mostraba a un hombre moreno con un rostro de maldad que resultaba
aún más lúgubre debido a una gran cicatriz que se extendía, diagonalmente, desde la sien
izquierda hasta el bigote negro.
—A propósito, señor Elderson —dijo mi amable anfitrión—, ¿puedo saber por qué
me preguntó usted por el barranco de Macarger?
—Perdí una mula cerca de allí una vez —contesté—, y ese infortunio me ha... me ha
trastornado bastante.
—Querida —dijo el señor Morgan con la entonación mecánica de un intérprete que
traduce—, la pérdida de la mula del señor Elderson le ha hecho servirse pimienta en el
café.
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El Viudo Turmore
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Las circunstancias bajo las que Joram Turmore se convirtió en viudo nunca fueron
popularmente comprendidas. Yo las conozco, naturalmente, pues yo soy Joram Turmore;
mi mujer, la difunta Elizabeth Mary Turmore, tampoco las ignora, y aunque ella las
cuente, aún permanecen en secreto ya que no hay un alma que le haya creído jamás.
Cuando me casé con Elizabeth Mary Johnin era muy rica, de lo contrario yo no
hubiese podido afrontar el casamiento, puesto que no tenía un centavo y el Cielo no había
puesto en mi corazón ninguna intención de ganarlo. Tenía la Cátedra de Gatos en la
Universidad de Graymaulkin y los ejercicios escolásticos me inhabilitaban para el peso de
cualquier negocio u ocupación. Además, yo no podía olvidar que era un Turmore, un
miembro de la familia cuyo lema desde el tiempo de Guillermo de Normandía había sido
Laborare est errare. La única infracción que se conoce de la sagrada tradición familiar
ocurrió cuando don Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, ilustre ladrón del siglo XVII,
asistió personalmente a una difícil operación llevada a cabo por algunos de sus
empleados. Esa mancha sobre nuestro blasón no puede contemplarse sin sentir la más
desgarrada mortificación.
Mi Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin jamás se destacó, por
supuesto, por el trabajo. En ninguna época hubo más de dos estudiantes de la Noble
Ciencia, y tan sólo repitiendo las conferencias manuscritas de mi predecesor, que había
encontrado entre sus pertenencias (murió en el mar, camino de Malta), podía apenas saciar
lo suficiente su hambre de conocimientos sin ganar siquiera la distinción que se otorgaba a
manera de salario.
Naturalmente, bajo tan apremiantes circunstancias, vi a Elizabeth Mary como a una
suerte de especial Providencia. Ella imprudentemente rehusó compartir conmigo su
fortuna, pero eso no me preocupó para nada, ya que si bien de acuerdo con las leyes del
país (como es sabido), la esposa tiene el control de su patrimonio durante su vida, éste
pasa al marido a su muerte: ni siquiera puede ella disponer de él por testamento. La
mortalidad entre esposas es considerable pero no excesiva.
Habiéndome casado con Elizabeth Mary y, en cierta forma, habiéndola ennoblecido
haciéndola una Turmore, sentí que la forma de su muerte debía igualarse a su distinción
social. Si yo la hubiera matado por cualquiera de los métodos maritales ordinarios hubiera
incurrido en justo reproche, por no poseer el orgullo familiar adecuado. Mas no podía
encontrar un plan adecuado.
En esta emergencia decidí consultar el archivo Turmore, una valiosa colección de
documentos, incluidos los registros de la familia desde el tiempo de su fundador en el
siglo VII de nuestra era. Sabía que entre estos sagrados títulos debería encontrar detallados
relatos de los principales asesinatos cometidos por mis santos ancestros durante cuarenta
generaciones. De entre esa masa de papeles no podía dejar de sacar las más valiosas
sugerencias.
La colección contenía también muy interesantes reliquias. Había títulos de nobleza
concedidos a mis antepasados por hacer desaparecer atrevida e ingeniosamente a
pretendientes al trono o a sus ocupantes; estrellas, cruces y otras condecoraciones
atestiguando servicios del más secreto e innombrable carácter; heterogéneos regalos de los
conspiradores más grandes del mundo que representaban un valor monetario intrínseco
incalculable. Había joyas, trajes, espadas de honor y toda suerte de "testimonios de
estima"; el cráneo de un rey transformado en copa de vino; títulos de vastas fincas, largo
tiempo confiscadas, vendidas o abandonadas; un breviario iluminado que había
pertenecido a don Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, de infausta memoria; orejas
embalsamadas de muchos de los más reconocidos enemigos de la familia; el intestino
delgado de un cierto indigno hombre del estado italiano hostil a los Turmore que,
enroscado como una soga de saltar, había servido a la juventud de seis generaciones
consanguíneas... momentos y recuerdos preciosos más allá de las valoraciones de la
imaginación pero, por los mandatos sagrados de tradición y sentimiento, para siempre
inalienables por la venta o el regalo.
Como cabeza de la familia, yo era el custodio de todos estos preciosísimos bienes
heredados y, para su segura conservación, había construido sobre los cimientos de mi casa
una fortaleza de mampostería maciza, cuyas sólidas paredes de piedra y cuya única puerta
de hierro podían desafiar por igual el choque de un terremoto, el incansable azote del
Tiempo o la mano profana de la Codicia.
A estos tesoros del alma, fragantes de sentimiento y ternura, ricos en sugerencias de
crímenes, me volví para encontrar ahora las claves del asesinato. Para mi indecible
asombro y dolor, lo encontré vacío. Cada estante, cada cajón, cada cofre había sido
saqueado. ¡De tan única e incomparable colección no quedaba vestigio! Sin embargo,
probé que hasta que yo mismo había abierto la maciza puerta de metal, ni un cerrojo, ni
una barra había sido movida: los sellos de la cerradura estaban intactos.
Pasé la noche entre la lamentación y la indagación; ambas fueron infructuosas. El
misterio era impenetrable a la conjetura y ningún bálsamo podía calmar semejante dolor.
Pero ni una sola vez durante esa horrible noche mi firme espíritu pudo abandonar su alto
designio contra Elizabeth Mary, y el alba me halló aún más resuelto a cosechar los frutos
de mi matrimonio. Mi gran pérdida pareció acercarme a relaciones espirituales más
profundas con mis ancestros muertos, y darme una nueva e inevitable obediencia a la
persuasión que hablaba en cada glóbulo de mi sangre.
Inmediatamente formé un plan de acción, y procurándome un fuerte cordel entré a la
habitación de mi esposa, encontrándola, como esperaba, profundamente dormida. Antes
de que se despertara la tenía fuertemente atada de pies y manos. Estaba muy sorprendida
y dolorida, pero sin atender a sus protestas hechas a viva voz, la llevé a la ahora saqueada
fortaleza, allí donde nunca permití que entrara y de cuyos tesoros no la había advertido.
Sentándola, todavía atada, contra un ángulo de la pared, pasé los siguientes dos días con
sus noches en acarrear al lugar ladrillos y argamasa. A la mañana del tercer día la tuve
firmemente emparedada, desde el suelo hasta el techo. Durante todo este tiempo no tuve
en cuenta sus ruegos de piedad más que (ante su promesa de no resistir, que debo decir
que ella cumplió con honor) para concederle la libertad de sus piernas. Le concedí un
espacio de cerca de cuatro pies por seis. Cuando coloqué los últimos ladrillos en la parte
superior, en contacto con el cielo raso de la fortaleza, me dijo adiós con lo que me pareció
la serenidad de la desesperación, y me fui a descansar sintiendo que había observado
fielmente las tradiciones de una antigua e ilustre familia. Mi única amarga reflexión, en lo
que a mi conducta concernía, surgió al tomar conciencia de que había trabajado durante la
realización de mi designio; pero nadie lo sabría jamás.
Después de descansar durante una noche, fui a ver al juez de la Corte de Sucesiones
y Herencias y firmé una declaración jurada de todo lo que había hecho, excepto el trabajo
manual de construir la pared, que imputé a un sirviente. Su Excelencia designó a un
comisionado de la Corte, quien realizó un cuidadoso examen del trabajo y, según su
informe, Elizabeth Mary Turmore fue formalmente declarada muerta al fin de la semana.
De acuerdo con la ley tomé posesión de sus bienes que, a pesar de no ser mucho más
valiosos que mis tesoros perdidos, me elevaron de la pobreza a la riqueza y me trajeron el
respeto de los grandes y de los buenos.
Unos seis meses más tarde me llegaron extraños rumores: el fantasma de mi mujer
muerta había sido visto en distintos lugares de la región, pero siempre a una considerable
distancia de Graymaulkin. Estos rumores, de cuya auténtica fuente no me pude enterar,
diferían en varios detalles, pero eran semejantes en atribuir a la aparición un alto grado de
prosperidad mundana aparente combinada con una audacia poco común en los
fantasmas. ¡No sólo estaba el espíritu ataviado con ropajes costosos, sino que caminaba a
mediodía y, más aún, conducía! Me sentí indeciblemente molesto con estos cuentos y,
pensando que podría haber algo más que superstición en la creencia popular de que sólo
espíritus de los muertos no enterrados pueden caminar sobre tierra, decidí llevar a
algunos obreros equipados con picos y barras hacia la fortaleza en la que nadie había
entrado durante mucho tiempo. Les ordené demoler la pared de ladrillo que había
construido alrededor de la compañera de mis alegrías. Había resuelto dar al cuerpo de
Elizabeth Mary un entierro como el que creía que su parte inmortal aceptaría como un
equivalente del privilegio de encontrarse a gusto entre las apariciones de los vivos.
En pocos minutos volteamos la pared y, metiendo una lámpara a través de la brecha,
miré adentro. ¡Nada! Ni un hueso, ni un cabello, ni un jirón de ropa... ¡el angosto espacio
que, de acuerdo con mi testimonio, contenía legalmente todo lo que había sido mortal de
la difunta señora Turmore, estaba absolutamente vacío! Este admirable descubrimiento,
para una mente ya perturbada por tanto misterio y excitación, era más de lo que yo podía
soportar. Lancé un grito y caí en un estado de paroxismo. Durante meses estuve entre la
vida y la muerte, afiebrado y delirante; no me recuperé hasta que mi médico tuvo el
cuidado de sacar de mi caja fuerte un estuche de mis más valiosas joyas y huir del país.
Al verano siguiente tuve ocasión de visitar mi bodega, en un rincón de la cual había
construido la fortaleza, que hacía tiempo se encontraba en desuso. Al mover un tonel de
oporto, lo arrojé con fuerza contra la pared medianera y me sorprendió descubrir que
desplazaba dos grandes piedras cuadradas que formaban una parte de la pared.
Apoyando sobre ellas las manos, las empujé fácilmente y, mirando a través del
hueco, vi que habían caído dentro del nicho en el cual yo había emparedado a mi
lamentada esposa. Frente a la abertura que su caída había dejado, a una distancia de
cuatro pies, estaba la pared que mis propias manos habían construido a fin de encarcelar a
la infortunada y gentil esposa. Ante una revelación tan significativa, comencé a explorar la
bodega. Detrás de una hilera de barriles encontré cuatro objetos muy interesantes desde el
punto de vista histórico, pero sin valor alguno.
En primer lugar, los restos enmohecidos de un traje ducal florentino del siglo XI;
segundo, un breviario de resplandeciente pergamino con el nombre de don Aldebaran
Turmore de Peters-Turmore inscripto en colores en la primera página; tercero, una
calavera transformada en copa y muy manchada de vino; cuarto, la cruz de hierro de un
Caballero Comendador de la Orden Imperial Austríaca de Asesinos por Veneno.
Eso era todo; ni un objeto que tuviera valor comercial, ni papeles, ni nada. Pero esto
era suficiente para aclarar el misterio de la fortaleza. Mi esposa había adivinado
tempranamente la existencia y el propósito de este apartamento, y, con la destreza del
genio había efectuado una entrada, desprendiendo las dos piedras de la pared.
En diferentes oportunidades, y a través de esta abertura, había sustraído la colección
entera que, sin duda, logró convertir en dinero. Cuando con un inconsciente sentido de la
justicia (cuyo recuerdo no me trae ninguna satisfacción) decidí emparedarla, por alguna
maligna fatalidad escogí aquella parte donde estaban las piedras removidas y, sin duda
antes de que hubiera terminado mi trabajo, ella las movió y, deslizándose hacia la bodega,
las volvió a colocar en su sitio. Se escapó del sótano fácilmente, sin ser observada, para
disfrutar sus infames ganancias en lejanos lugares.
Me he esforzado en procurar una orden de prisión, pero el dignísimo Barón de la
Corte de Sumarios y Condenas me recuerda que ella está legalmente muerta y dice que mi
único recurso es apelar ante el Jefe de Cadáveres y solicitar una orden de exhumación y
resurrección. Tal parece que debo sufrir sin remedio este enorme daño a manos de una
mujer desprovista tanto de principios como de vergüenza.
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La Alucinación De Staley Fleming
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De los dos hombres que estaban hablando, uno era médico.
—Le pedí que viniera, doctor, aunque no creo que pueda hacer nada. Quizás pueda
recomendarme un especialista en psicopatía, porque creo que estoy un poco loco.
—Pues parece usted perfectamente —contestó el médico.
—Juzgue usted mismo: tengo alucinaciones. Todas las noches me despierto y veo en
la habitación, mirándome fijamente, un enorme perro negro de Terranova con una pata
delantera de color blanco.
—Dice usted que despierta; ¿pero está seguro de eso? A veces, las alucinaciones tan
sólo son sueños.
—Oh, despierto, de eso estoy seguro. A veces me quedo acostado mucho tiempo
mirando al perro tan fijamente como él a mí... siempre dejo la luz encendida. Cuando no
puedo soportarlo más, me siento en la cama: ¡y no hay nada en la habitación!
—Mmmm... ¿qué expresión tiene el animal?
—A mí me parece siniestra. Evidentemente sé que, salvo en el arte, el rostro de un
animal en reposo tiene siempre la misma expresión. Pero este animal no es real. Los perros
de Terranova tienen un aspecto muy amable, como usted sabrá; ¿qué le pasará a éste?
—Realmente mi diagnosis no tendría valor alguno: no voy a tratar al perro.
El médico se rió de su propia broma, pero sin dejar de observar al paciente con el
rabillo del ojo. Después, dijo:
—Fleming, la descripción que me ha dado del animal concuerda con la del perro del
fallecido Atwell Barton.
Fleming se incorporó a medias en su asiento, pero volvió a sentarse e hizo un visible
intento de mostrarse indiferente.
—Me acuerdo de Barton —dijo—. Creo que era... se informó que... ¿no hubo algo
sospechoso en su muerte?
Mirando ahora directamente a los ojos de su paciente, el médico respondió:
—Hace tres años, el cuerpo de su viejo enemigo, Atwell Barton, se encontró en el
bosque, cerca de su casa y también de la de usted. Había muerto acuchillado. No hubo
detenciones porque no se encontró ninguna pista. Algunos teníamos nuestra «teoría». Yo
tenía la mía. ¿Pensó usted algo?
—¿Yo? Por su alma bendita, ¿qué podía saber yo al respecto? Recordará que marché
a Europa casi inmediatamente después, y volví mucho más tarde. No puede pensar que en
las escasas semanas que han transcurrido desde mi regreso pudiera construir una «teoría».
En realidad, ni siquiera había pensado en el asunto. ¿Pero qué pasa con su perro?
—Fue el primero en encontrar el cuerpo. Murió de hambre sobre su tumba.
Desconocemos la ley inexorable que subyace bajo las coincidencias. Staley Fleming
no, o quizás no se habría puesto en pie de un salto cuando el viento de la noche trajo por la
ventana abierta el aullido prolongado y lastimero de un perro distante. Recorrió varias
veces la habitación bajo la mirada fija del médico, hasta que, parándose abruptamente
delante de él, casi le gritó:
—¿Qué tiene que ver todo esto con mi problema, doctor Halderman? Se ha olvidado
del motivo de que le hiciera venir.
El médico se levantó, puso una mano sobre el brazo del paciente y le dijo con
amabilidad:
—Perdóneme. Así, de improviso, no puedo diagnosticar su trastorno... quizás
mañana. Hágame el favor de acostarse dejando la puerta sin cerrar; yo pasaré la noche
aquí, con sus libros. ¿Podrá llamarme sin levantarse de la cama?
—Sí, hay un timbre eléctrico.
—Perfectamente. Si algo le inquieta, pulse el botón, pero sin erguirse. Buenas noches.
Instalado cómodamente en un sillón, el médico se quedó mirando fijamente los
carbones ardientes de la chimenea y meditando en profundidad, aunque aparentemente
sin propósito, pues frecuentemente se levantaba y abría la puerta que daba a la escalera,
escuchaba atentamente y después volvía a sentarse. Sin embargo, acabó por quedarse
dormido y al despertar había pasado ya la medianoche. Removió el fuego, cogió un libro
de la mesa que tenía a su lado y miró el título. Eran las Meditaciones de Denneker. Lo abrió
al azar y empezó a leer.
«Lo mismo que ha sido ordenado por Dios que toda carne tenga espíritu y adopte
por tanto las facultades espirituales, también el espíritu tiene los poderes de la carne,
aunque se salga de ésta y viva como algo aparte, como atestiguan muchas violencias
realizadas por fantasmas y espíritus de los muertos. Y hay quien dice que el hombre no es
el único en esto, pues también los animales tienen la misma inducción maligna, y...»
Interrumpió su lectura una conmoción en la casa, como si hubiera caído un objeto
pesado. El lector soltó el libro, salió corriendo de la habitación y subió velozmente las
escaleras que conducían al dormitorio de Fleming. Intentó abrir la puerta pero,
contrariando sus instrucciones, estaba cerrada. Empujó con el hombro con tal fuerza que
ésta cedió. En el suelo, junto a la cama en desorden, vestido con su camisón, yacía Fleming
moribundo.
El médico levantó la cabeza de éste del suelo y observó una herida en la garganta.
—Debería haber pensado en esto —dijo, suponiendo que se había suicidado.
Cuando el hombre murió, el examen detallado reveló las señales inequívocas de unos
colmillos de animal profundamente hundidos en la vena yugular.
Pero allí no había habido animal alguno.
Mi Crimen Favorito
Después de haber asesinado a mi padre en circunstancias singularmente atroces, fui
arrestado y enjuiciado en un proceso que duró siete años. Al exhortar al jurado, el juez de
la Corte de Absoluciones señaló que el mío era uno de los más espantosos crímenes que
había tenido que juzgar.
A lo que mi abogado se levantó y dijo:
—Si Vuestra Señoría me permite, los crímenes son horribles o agradables sólo por
comparación. Si conociera usted los detalles del asesinato previo de su tío que cometió mi
cliente, advertiría en su último delito (si es que delito puede llamarse) una cierta
indulgencia y una filial consideración por los sentimientos de la víctima. La aterradora
ferocidad del anterior asesinato era verdaderamente incompatible con cualquier hipótesis
que no fuera la de culpabilidad, y de no haber sido por el hecho de que el honorable juez
que presidió el juicio era el presidente de la compañía de seguros en la que mi cliente tenía
una póliza contra riesgos de ahorcamiento, es difícil estimar cómo podría haber sido
decentemente absuelto. Si Su Señoría desea oírlo, para instrucción y guía de la mente de
Su Señoría, este infeliz hombre, mi cliente, consentirá en tomarse el trabajo de relatarlo
bajo juramento.
El Fiscal del Distrito dijo:
—Me opongo, Su Señoría. Tal declaración podría ser considerada una prueba, y los
testimonios del caso han sido cerrados. La declaración del prisionero debió presentarse
hace tres años, en la primavera de 1881.
—En sentido estatutario —dijo el juez— tiene razón, y en la Corte de Objeciones y
Tecnicismos obtendría un fallo a su favor. Pero no en una Corte de Absoluciones. Objeción
denegada.
—Recuso —dijo el Fiscal de distrito.
—No puede hacerlo —contestó el Juez—. Debo recordarle que para hacer una
recusación debe lograr primero transferir este caso, por un tiempo, a la Corte de
Recusaciones, en una demanda formal, debidamente justificada con declaraciones escritas.
Una demanda a ese efecto, hecha por su predecesor en el cargo, le fue denegada por mí
durante el primer año de este juicio. Oficial, haga jurar al prisionero.
Habiendo sido administrado el juramento de costumbre, hice la siguiente
declaración, que impresionó tanto al juez debido a la comparativa trivialidad del delito
por el cual se me juzgaba, que no buscó ya circunstancias atenuantes, sino que,
sencillamente, instruyó al jurado para que me absolviera. Así abandoné la corte sin
mancha alguna sobre mi reputación.
"Nací en 1856 en Kalamakee, Michigan, de padres honestos y honrados, uno de los
cuales el Cielo ha perdonado piadosamente, para consuelo de mis últimos años. En 1867 la
familia llegó a Califorma y se estableció cerca de Nigger Head, estableciendo una empresa
de salteadores de caminos que prosperó más allá de cualquier sueño de lucro. Mi padre
era entonces un hombre reticente y melancólico, y aunque su creciente edad ha relajado un
poco su austera disposición, creo que nada, fuera del recuerdo del triste episodio por el
que ahora se me juzga, le impide manifestar una genuina hilaridad. "Cuatro años después
de haber puesto en servicio nuestra empresa de salteadores, llegó hasta allí un predicador
ambulante, que no teniendo otra manera de pagar el alojamiento nocturno que le dimos,
nos favoreció con una exhortación de tal fuerza que, alabado sea Dios, nos convertimos
todos a la religión. Mi padre mandó llamar inmediatamente a su hermano, el honorable
William Ridley, de Stockton, y apenas llegó le entregó el negocio, sin cobrarle nada por la
licencia ni por la instalación... esta última consistente en un rifle Winchester, una escopeta
de caño recortado y un juego de máscaras fabricados con bolsas de harina. La familia se
trasladó entonces a Ghost Rock y abrió una casa de baile. Se le llamó "La Gaita del
Descanso de los Santos", y cada noche la cosa empezaba con una plegaria. Fue aquí donde
mi ahora santa madre adquirió el apodo de "La Morsa Galopante".
"En el otoño del 75 tuve ocasión de visitar Coyote, en el camino a Mahala, y tomé la
diligencia en Ghost Rock. Había otros cuatro pasajeros. A unas tres millas más allá de
Nigger Head, unas personas que identifiqué como mi tío William y sus dos hijos,
detuvieron la diligencia. No encontrando nada en la caja del expreso, registraron a los
pasajeros. Actué honorablemente en el asunto, colocándome en fila con los otros,
levantando las manos y permitiendo que me despojaran de cuarenta dólares y un reloj de
oro. Por mi conducta nadie pudo haber sospechado que conocía a los caballeros que daban
la función. Unos días después, cuando fui a Nigger Head y pedí la devolución de mi
dinero y mi reloj, mi tío y mis primos juraron que no sabían nada del asunto y afectaron
creer que mi padre y yo habíamos hecho el trabajo violando deshonestamente la buena fe
comercial. El tío William llegó a amenazar con poner una casa de baile competidora en
Ghost Rock. Como "El Descanso de los Santos" se había hecho muy impopular, me di
cuenta de que esto sin duda alguna terminaría por arruinarla y se convertiría para ellos en
una empresa de éxito, de modo que le dije a mi tío que estaba dispuesto a olvidar el
pasado si consentía en incluirme en el proyecto y mantener el secreto de nuestra sociedad
ante mi padre. Rechazó esta justa oferta, y entonces advertí que todo sería mejor y más
satisfactorio si él estuviera muerto.
"Mis planes para ese fin se vieron pronto perfeccionados y, al comunicárselos a mis
amados padres, tuve la satisfacción de recibir su aprobación. Mi padre dijo que estaba
orgulloso de mí y mi madre prometió que, aunque su religión le prohibiera ayudar a
quitar vidas humanas, tendría yo la ventaja de contar con sus plegarlas para mi éxito.
Como medida preliminar con miras a mi seguridad en caso de descubrimiento, presenté
una solicitud de socio en esa poderosa orden, los Caballeros del Crimen, y a su debido
tiempo fui recibido como miembro de la comandancia de Ghost Rock. Cuando terminó mi
noviciado, se me permitió por primera vez inspeccionar los registros de la Orden y saber
quién pertenecía a ella, ya que todos los ritos de iniciación se habían llevado a cabo
enmascarados. ¡Imaginen mi sorpresa cuando, mirando la nómina de asociados, encontré
que el tercer nombre era el de mi tío, que en realidad era vicecanciller adjunto de la Orden!
Era ésta una oportunidad que excedía mis sueños más desenfrenados: ¡al asesinato podía
agregar la insubordinación y la traición! Era lo que mi buena madre hubiera llamado "un
regalo de la Providencia".
"Por entonces ocurrió algo que hizo que mi copa de júbilo, ya llena, desbordara por
todos lados en una cascada de bienaventuranzas. Tres hombres, extranjeros en esa
localidad, fueron arrestados por el robo a la diligencia en el que yo había perdido mi
dinero y mi reloj. Fueron enjuiciados y, a pesar de mis esfuerzos para absolverlos e
imputar la culpa a tres de los más respetables y dignos ciudadanos de Ghost Rock, se los
declaró culpables en base a las pruebas más evidentes. El asesinato de mi tío sería ahora
tan injustificable e irrazonable como podía desearse.
"Una mañana me puse el Winchester al hombro y, yendo a casa de mi tío, cerca de
Nigger Head, le pregunté a mi tía Mary, su esposa, si estaba él en casa, agregando que
había venido a matarlo. Mi tía replicó, con su peculiar sonrisa, que tantos caballeros lo
visitaban con esa intención y que después se iban sin haberlo logrado, que yo debía
disculparla por dudar de mi buena fe en el asunto. Dijo que yo no daba la impresión de ir
a matar a nadie, así que, como prueba de buena fe, levanté mi rifle y herí a un chino que
pasaba frente a la casa. Ella dijo que conocía familias enteras que podían hacer cosas
semejantes, pero que Bill Ridley era caballo de otro pelo. Dijo, sin embargo, que lo
encontraría al otro lado del estero, en el solar de las ovejas, y agregó que esperaba que
ganara el mejor.
"Mi tía Mary era una de las mujeres más imparciales que he conocido.
"Encontré a mi tío arrodillado, esquilando una oveja. Viendo que no tenía a mano
rifle ni pistola no tuve ánimo para disparar, así que me acerqué, lo saludé amablemente y
le di un buen golpe en la cabeza con la culata del rifle. Tengo buena mano y el tío William
cayó sobre un costado, se dio vuelta sobre la espalda, abrió los dedos y tembló. Antes de
que pudiera recobrar el uso de sus miembros, cogí el cuchillo que él había estado usando y
le corté los tendones. Ustedes saben, sin duda, que cuando se cortan los tendones de
Aquiles el paciente pierde el uso de su pierna; es exactamente igual que si no tuviera
pierna. Bien, le seccioné los dos y cuando revivió estaba a mi disposición. Tan pronto
como comprendió la situación, dijo:
"—Samuel, has conseguido vencerme y puedes permitirte ser generoso. Sólo quiero
pedirte una cosa, y es que me lleves a mi casa y me liquides en el seno de mi familia.
"Le dije que consideraba éste un pedido perfectamente razonable y que así lo haría si
me permitía meterlo en una bolsa de trigo; sería más fácil llevarlo de esa manera y si los
vecinos nos vieran en camino provocaría menos comentarios. Estuvo de acuerdo y yendo
al granero traje una bolsa. Esta, sin embargo, no le iba bien; era muy corta y mucho más
ancha que él, así que le doblé las piernas, le forcé las rodillas contra el pecho y así lo metí,
atando la bolsa sobre su cabeza. Era un hombre pesado e hice todo lo posible por
ponérmelo a la espalda, pero anduve a los tumbos un trecho hasta que llegué a una
hamaca que algunos chicos habían colgado de la rama de un roble. Aquí lo deposité en el
suelo y me senté sobre él a descansar; y la vista de la soga me proporcionó una feliz
inspiración. A los veinte minutos, mi tío, siempre en la bolsa, se hamacaba libremente en
alas del viento.
"Yo había descolgado la soga y atado un extremo en la boca de la bolsa, pasando el
otro por la pierna, levantándolo a unos cinco pies del suelo. Atando el otro extremo de la
soga también alrededor de la boca de la bolsa, tuve la satisfacción de ver a mi tío
convertido en un hermoso y gran péndulo. Debo agregar que él no estaba totalmente al
tanto de la naturaleza del cambio que había experimentado en relación con el mundo
exterior, aunque en justicia al recuerdo del buen hombre, debo decir que no creo que en
ningún caso hubiera dedicado demasiado tiempo a un vano agradecimiento.
"El tío William tenía un carnero que era famoso como luchador en toda la región.
Vivía en estado de indignación constitucional crónica. Algún profundo desengaño de su
vida anterior le había agriado el carácter y había declarado la guerra al mundo entero.
Decir que embestía cualquier cosa accesible es expresar muy levemente la naturaleza y
alcance de su actividad militar: el universo era su rival, sus métodos los de un proyectil.
Luchaba como los ángeles con los demonios: en medio del aire, hendiendo la atmósfera
como un pájaro, describiendo una curva parabólica y descendiendo sobre su víctima en el
ángulo justo de incidencia que más rendía a su velocidad y su peso. Su impulso, calculado
en toneladas cúbicas, era algo increíble. Se le había visto destrozar un toro de cuatro años
con un solo golpe dado en la nudosa frente del animal. No se conocía cerco de piedra que
resistiera la fuerza de su golpe descendente; no había árboles bastante pesados para
aguantarlo: los convertía en astillas y profanaba en la oscuridad el honor de sus hojas. Este
bruto irascible e implacable, este trueno encarnado, este monstruo de los abismos, había
visto yo que descansaba a la sombra de un árbol adyacente, sumido en sueños de
conquistas y de gloria. Con miras de atraerlo al campo del honor, suspendí a su amo de la
manera descrita.
"Completados los preparativos, impartí al péndulo de mi tío una suave oscilación y,
retirándome a cubierto de una piedra contigua, lancé un largo grito estridente cuya nota
final decreciente se ahogaba en un ruido como el de un gato protestando, ruido que
emanaba de la bolsa. Instantáneamente el formidable lanar se paró sobre sus patas y
comprendió la situación militar de un vistazo. En pocos minutos más se había acercado
piafando hasta unos cincuenta metros de distancia del oscilante enemigo, que, ora
avanzando, ora retirándose, parecía invitarlo a la riña. De pronto vi la cabeza de la bestia
inclinada hacia tierra como abatida por el peso de sus enormes cuernos; luego el carnero se
prolongó en una franja confusa y blanca directamente dirigida desde ese lugar,
horizontalmente en dirección a un punto situado a unos cuatro metros por debajo del
enemigo. Allí golpeó vivamente hacia arriba y, antes de que se hubiera borrado de mi
mirada el lugar de donde había arrancado, oí un terrible porrazo y un grito desgarrador, y
mi pobre tío fue disparado hacia adelante con un cabo suelto más alto que el miembro al
que estaba atado. Aquí la soga se puso tensa de un tirón, deteniendo su vuelo, y fue
enviado atrás otra vez, describiendo, sin resuelto, una curva de arco. El carnero se había
caído —un indescriptible montón de patas, lanas y cuernos—, pero rehaciéndose y
esquivando el vaivén descendente de su antagonista, se retiró sin orden ni concierto,
sacudiendo alternativamente la cabeza o pateando con sus patas traseras. Cuando había
retrocedido a más o menos la misma distancia que la que había usado para asestar el
golpe, se detuvo nuevamente, inclinó la cabeza como en una plegaria por la victoria y otra
vez salió disparado hacia adelante, confusamente visible como antes, un prolongado rayo
blanquecino, con monstruosas ondulaciones y terminado en un vivo ascenso. Esta vez el
curso del ataque dio en el ángulo exacto, comparado con el primero, y la impaciencia del
animal era tan grande que golpeó al enemigo antes de que éste llegara al punto más bajo
del arco. En consecuencia, mi tío empezó a volar dando círculos horizontales de un radio
igual a la mitad de la longitud de la soga, que he olvidado decirlo, era de unos seis metros
de largo. Sus alaridos, crescendo al ir hacia adelante y diminuendo al retroceder, hacían que
la rapidez de sus revoluciones fuera más evidente para el oído que para la vista. Era obvio
que aún no había recibido ningún golpe vital. La postura que tenía dentro de la bolsa y la
distancia del suelo a que estaba colgado, obligaban al carnero a dedicarse a sus
extremidades inferiores y al final de su espalda. Como una planta cuyas raíces han
encontrado un mineral venenoso, mi pobre tío se iba muriendo lentamente hacia arriba.
"Después de asestar el segundo golpe, el carnero no había vuelto a retirarse. La fiebre
de la batalla ardía fogosamente en el corazón del animal, su cerebro estaba ebrio del vino
de la contienda. Como un púgil que en su ira olvida sus habilidades y pelea sin efectividad
a distancia de medio brazo, la bestia enfurecida se empeñaba por alcanzar su volante
enemigo cuando pasaba sobre ella, con torpes saltos verticales, consiguiendo a veces, en
realidad, golpearlo débilmente, pero las más de las veces caía a causa de una ansiedad mal
dirigida. Pero a medida que el ímpetu se fue agotando y los círculos del hombre fueron
disminuyendo en tamaño y velocidad, acercándolo más al suelo, esta táctica produjo
mejores resultados, produciendo una superior calidad de alaridos que disfruté
plenamente.
"De pronto, como si las trompetas hubieran tocado tregua, el carnero suspendió las
hostilidades y se marchó, frunciendo y desfrunciendo pensativamente su gran nariz
aguileña, arrancando distraídamente un manojo de pasto y masticándolo con lentitud.
Parecía cansado de las alarmas de la guerra y resuelto a convertir la espada en reja de
arado para cultivar las artes de la paz. Siguió firmemente su camino, apartándose del
campo de la fama, hasta que ganó una distancia de cerca de un cuarto de milla. Allí se
detuvo, de espaldas al enemigo, rumiando su comida y en apariencia dormido. Observé,
sin embargo, un giro ocasional, muy leve de la cabeza, como si su apatía fuera más
afectada que real.
"Entretanto los alaridos del tío William habían menguado junto con sus
movimientos, y sólo provenían de él lánguidos y largos quejidos, y a grandes intervalos
mi nombre, pronunciado en tonos suplicantes, sumamente agradables a mi oído.
Evidentemente el hombre no tenía la más leve idea de lo que le estaba ocurriendo y estaba
inefablemente aterrorizado. Cuando la Muerte llega envuelta en su capa de misterio es
realmente terrible. Poco a poco las oscilaciones de mi tío disminuyeron y finalmente colgó
sin movimiento. Fui hacia él, y estaba a punto de darle el golpe de gracia, cuando oí y sentí
una sucesión de vivos choques que sacudieron el suelo como una serie de leves
terremotos, y, volviéndome en dirección del carnero, ¡vi acercárseme una gran nube de
polvo con inconcebible rapidez y alarmante efecto! A una distancia de treinta metros se
detuvo en seco y del extremo más cercano ascendió por el aire lo que primero tomé por un
gran pájaro blanco. Su ascenso era tan suave, fácil y regular que no pude darme cuenta de
su extraordinaria celeridad y me perdí en la admiración de su gracia. Hasta hoy me queda
la impresión de que era un movimiento lento, deliberado, como si el carnero —porque tal
era el animal— hubiera sido elevado por otros poderes que los de su propio ímpetu y
sostenido en las sucesivas etapas de su vuelo con infinita ternura y cuidado. Mis ojos
siguieron sus progresos por el aire con inefable placer, mayor aún por contraste, con el
terror que me había causado su acercamiento por tierra. Hacia arriba y hacia adelante
navegaba, la cabeza casi escondida entre las patas delanteras echadas hacia atrás, y las
posteriores estiradas, como una garza que se remonta.
"A una altura de trece a quince metros, según pude calcular a ojo, llegó a su cenit y
pareció quedar inmóvil por un instante; luego, inclinándose repentinamente hacia
adelante, sin alterar la posición relativa de sus partes, se lanzó hacia abajo en pendiente
con aumentada velocidad, pasó muy próximo a mí, por encima mío con el ruido de una
bala de cañón y golpeó a mi pobre tío casi exactamente en la punta de la cabeza. ¡Tan
espantoso fue el impacto que no sólo rompió el cuello del hombre sino que también la
soga, y el cuerpo del difunto, lanzado contra el suelo, quedó aplastado como pulpa bajo la
horrible frente del meteórico carnero! La sacudida detuvo todos los relojes desde Lone
Hand a Dutch Dan, y el profesor Davidson, distinguida autoridad en asuntos sísmicos,
que se encontraba en la vecindad, explicó de inmediato que las vibraciones fueron de
norte a sudeste.
"Sin excepción, no puedo dejar de pensar que en punto a atrocidad artística, mi
asesinato del tío William ha sido superado pocas veces."
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Muerto En Resaca
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El mejor soldado de nuestro estado mayor era el teniente Herman Brayle, uno de los
dos edecanes. No recuerdo de dónde lo sacó el general, creo que de algún regimiento de
Ohio. Ninguno de nosotros lo conocía, pero eso no era extraño, pues no había ni dos de
nosotros que hubiéramos venido del mismo estado, y ni siquiera de estados contiguos. El
general parecía pensar que había que reflexionar muy cuidadosamente a la hora de
conceder la distinción de un puesto en su estado mayor, para no ocasionar celos regionales
que pusieran en peligro la integridad de aquella parte de la Nación que todavía seguía
unida. No elegía oficiales de su propio mando y hacía malabarismos en los servicios del
cuartel general para obtenerlos de otras brigadas. En estas circunstancias, los servicios de
un hombre tenían que ser, en verdad, muy relevantes, para que se extendieran al ámbito
de su familia y de sus amigos de juventud. De todos modos, la «voz de la trompeta de la
fama» había enronquecido un poco por exceso de locuacidad.
El teniente Brayle medía más de metro noventa de altura y poseía una espléndida
constitución. Tenía el cabello claro y los ojos azul grisáceos que en los hombres de su talla
suelen asociarse a un valor y entereza de primera magnitud. Solía vestir el uniforme
completo, especialmente en acción, mientras la mayoría de los oficiales se contentaba con
lucir un atuendo menos rimbombante, por lo cual su figura resultaba llamativa e
impresionante. Como todo el resto, tenía las maneras de un caballero, una mente cultivada
y un corazón de león. Tenía alrededor de treinta años.
Pronto todos empezamos a sentir por Brayle tanto simpatía como admiración, y con
sincero disgusto observamos, durante la batalla de Stone's River —nuestro primer
combate desde que él se unió a nosotros—, que poseía uno de los defectos más criticables e
indignos de un militar: se envanecía de su valentía. En el transcurso de las vicisitudes y
alternancias de aquel odioso enfrentamiento, tanto cuando nuestras tropas se batían en los
campos abiertos de algodón, o en los bosques de cedros, como cuando lo hacían detrás del
terraplén del ferrocarril, él no se puso ni una vez a cubierto, hasta que se lo ordenó
expresamente el general, que normalmente tenía otras cosas en qué pensar que en las
vidas de los oficiales de su estado mayor, o en la de sus hombres, por el mismo motivo.
En los combates siguientes, mientras Brayle estaba con nosotros, ocurrió lo mismo.
Permanecía sentado en su caballo como una estatua ecuestre, entre una tormenta de balas
y metralla, en los puntos más expuestos, dondequiera que su deber, requiriéndole acudir,
le permitiera permanecer. Sin embargo, sin ningún problema y en beneficio de su
reputación de hombre con sensatez, hubiera podido situarse a resguardo, en la medida de
lo posible, en esos breves momentos de inacción personal que se dan en una batalla.
Su comportamiento era el mismo cuando andaba a pie, por necesidad o por
deferencia a su comandante y a sus compañeros apeados. Se erguía como una roca en
campo descubierto, cuando oficiales y soldados se ponían a cubierto. Mientras hombres de
más edad y más años de servicio, con más alto rango y con incuestionable coraje,
preservaban sensatamente, tras alguna colina, sus vidas, infinitamente valiosas para el
servicio del país, aquel hombre se colocaba en la cima de la colina, igualmente ocioso en
aquel momento que sus compañeros, pero dando la cara en la dirección del fuego más
nutrido.
Cuando los combates se desarrollan en campo abierto, a menudo sucede que los
soldados confrontados, que se enfrentan entre ellos durante horas a la simple distancia de
una pedrada, se aprietan contra la tierra como si estuvieran enamorados de ella. Los
mismos oficiales, en los puestos asignados, se aplastan contra el suelo, y los oficiales
superiores, cuando han matado a sus caballos o los han enviado a la retaguardia, se
agazapan evitando la bóveda infernal de silbidos de plomo y aullidos de acero, sin pensar
en su dignidad.
En tales circunstancias, la vida de un oficial del estado mayor de brigada no es,
evidentemente, «una vida feliz»; tanto por su precaria duración como por los nerviosos
cambios emocionales a que está expuesto. De una posición de relativa seguridad —de la
que un civil, sin embargo, consideraría que sólo puede salvarse «de milagro»— puede ser
enviado a transmitir una orden al coronel de algún regimiento situado en el frente de
combate; una persona poco visible en ese momento y difícil de encontrar sin una intensa
búsqueda entre hombres preocupados por otras cosas, en una madriguera en que tanto
preguntas como respuestas se realizan por señales. En esos casos, se acostumbra a bajar la
cabeza y a escabullirse galopando a toda prisa, pues el mensajero se ha convertido en un
objeto de extraordinario interés para miles de maravillados tiradores. A la vuelta... bueno,
no suele haber vuelta.
La actuación de Brayle era muy distinta. Confiaba su caballo al cuidado de su
asistente —amaba mucho a su caballo— y se encaminaba muy tranquilo a cumplir su
peligroso mandato, sin volverse nunca, fascinando las miradas de todos con su espléndida
figura realzada por el uniforme. Lo observábamos conteniendo la respiración y con el
corazón en la boca. En una de estas ocasiones, un compañero de nuestras filas se emocionó
tanto que me gritó:
—Te a-apuesto d-dos d-dólares a que lo m-matan antes de que llegue a-al f-foso.
No acepté la brutal apuesta, porque yo también estaba seguro de que lo matarían.
Pero permítanme hacer justicia a la memoria de un hombre valiente. De todas las
veces que exponía inútilmente su vida, no hacía después la menor baladronada ni el
subsiguiente relato de sus hazañas. En las pocas ocasiones en que alguno de nosotros se
había aventurado a reprenderlo, Brayle había sonreído amablemente y había dado una
respuesta cortés pero firme, que no alentaba a proseguir con el tema. Un día le habló al
capitán:
—Capitán, si alguna vez sufro un percance por olvidar sus consejos, espero que su
querida voz me reconforte en mis últimos momentos murmurándome al oído las benditas
palabras: «Ya se lo dije...»
Nos reímos del capitán, sin que hubiéramos sabido explicar por qué. Cuando aquella
tarde le dispararon, hasta casi hacerlo pedazos en una emboscada, Brayle permaneció
junto a su cuerpo mucho tiempo, colocando bien sus miembros con extrema delicadeza...
¡allí, en medio de un camino barrido por ráfagas de metralla y botes de humo! Es fácil
censurar este tipo de cosas y no muy difícil abstenerse de imitarlas, pero es imposible no
respetarlas. Y Brayle no era menos apreciado por aquella debilidad, que se expresaba de
modo tan heroico. Deseábamos que no hiciera locuras, pero perseveró en su actitud hasta
el final, resultando a veces gravemente herido, pero retornando siempre al cumplimiento
de su deber, cuando estaba repuesto.
Por supuesto, al fin le llegó el momento. Aquel que ignora la ley de las
probabilidades desafía a un adversario invencible. Fue en Resaca, en Georgia, durante el
transcurso de una maniobra que resultó en la toma de Atlanta. Enfrente de nuestra
brigada, las trincheras enemigas se extendían por campos abiertos a lo largo de la suave
cima de una colina. Estábamos muy próximos a ellas, en el sotobosque, en cada extremo
de este campo abierto, pero no albergábamos esperanzas de ocupar aquel claro hasta la
noche, en que la oscuridad nos permitiría abrirnos camino como topos y surgir de las
madrigueras. Nuestra línea se encontraba en el límite del bosque, a medio kilómetro del
enemigo. Más o menos formábamos una especie de semicírculo en el que la línea enemiga
quedaba como la cuerda del arco.
—Teniente, vaya a decir al coronel Ward que se acerque tanto como pueda,
manteniéndose a cubierto, y que no malgaste munición en disparos innecesarios. Puede
usted dejar su caballo.
Cuando el general impartió esta orden, nos encontrábamos en el margen del bosque,
en el extremo derecho de aquel arco. El coronel Ward se hallaba en el extremo izquierdo.
La sugerencia, hecha por el general, de dejar el caballo, significaba, obviamente, que
Brayle debía tomar el camino más largo, a través del bosque y por en medio de los
hombres. En realidad, era una sugerencia innecesaria. Ir por el camino más corto suponía
fracasar con toda seguridad en la entrega del mensaje. Antes de que nadie hubiera podido
interponerse, Brayle cabalgaba a medio galope por el campo abierto y de las trincheras
enemigas surgía un fuego crepitante.
—¡Paren a ese maldito loco! —aulló el general.
Un soldado raso de la escolta, con más ambición que cerebro, espoleó al caballo hacia
delante para obedecer, y en diez metros él y su caballo quedaron muertos en el campo del
honor.
Brayle estaba ya fuera del alcance de las llamadas. Galopaba tranquilamente, en
paralelo al enemigo, a menos de doscientos metros de distancia. ¡Parecía un cuadro
admirable! El sombrero había volado o saltado de un disparo de su cabeza y su largo
cabello rubio subía y bajaba en el aire con el movimiento del caballo. Se sentaba muy
erguido en la montura, sujetando suavemente las riendas con la mano izquierda, y con la
derecha colgando indolentemente a un lado. Una rápida mirada a su hermoso perfil
cuando volvía la cabeza a uno u otro lado demostraba que el interés con que tomaba lo
que estaba sucediendo era verdadero y sin ninguna afectación.
El espectáculo era intensamente dramático, pero en modo alguno teatral. Sucesivas
hileras de rifles escupían fuego sobre él mientras avanzaba y pronto nuestra línea, en el
linde del bosque, se rompió en una visible y sonora defensa. Sin más preocupación por sí
mismos ni por las órdenes recibidas, nuestros compañeros se pusieron en pie de un salto y
se precipitaron al campo abierto lanzando láminas de balas hacia la chispeante cima de las
fortificaciones enemigas, que respondieron abriendo un bestial fuego sobre los grupos
desprotegidos, con efectos mortales. La artillería de las dos partes se unió a la batalla,
puntuando el crepitar y el clamor con explosiones sordas que hacían temblar la tierra y
rasgando el aire con ensordecedoras tormentas de metralla. Desde el lado enemigo la
metralla astillaba los árboles y los salpicaba de sangre; desde nuestro lado, ensuciaba el
humo de sus armas con nubes de polvo que se levantaban de sus trincheras.
El combate general había concentrado mi atención por un momento, pero después,
mirando hacia abajo, al camino despejado que quedaba entre aquellas dos nubes de
tormenta, vi a Brayle, la causa de aquella carnicería. Invisible ahora para los dos bandos,
condenado por igual por amigos y adversarios, estaba de pie en medio de aquel espacio
barrido de disparos, con la cara vuelta al enemigo. A pocos metros, su caballo yacía en el
suelo. Al instante vi lo que lo había detenido.
Como ingeniero topógrafo que yo era, a primeras horas del día había hecho un
apresurado reconocimiento del terreno y en ese momento recordé que en aquel punto
había un profundo y sinuoso barranco, que atravesaba el campo por el medio hasta las
líneas enemigas con las que se unía al final en ángulo recto. Desde la posición donde nos
encontrábamos no podía verse y Brayle, evidentemente, desconocía su existencia. Sin
duda, era infranqueable. Sus ángulos salientes le hubieran proporcionado una completa
seguridad si se hubiera contentado con el milagro que, sin duda, se había producido ya en
su favor, y hubiera saltado dentro. No podía avanzar y no podía retroceder. Estaba de pie,
aguardando la muerte. No lo hizo esperar mucho.
Por una misteriosa coincidencia, el fuego cesó casi en el mismo instante en que cayó.
Unos pocos disparos aislados, a largos intervalos, acentuaron más el silencio, en lugar de
romperlo. Era como si los dos bandos se hubieran arrepentido súbitamente de su inútil
crimen. Poco después, cuatro de nuestros camilleros, seguidos por un sargento con
bandera blanca, avanzaron por el campo sin ser molestados y se dirigieron directamente
hacia el cuerpo de Brayle. Varios oficiales y soldados confederados salieron a su encuentro
y, descubriéndose, los ayudaron a levantar su sagrada carga. Mientras lo traían a nuestras
filas, oímos tras las trincheras enemigas el sonido apagado de los pífanos y los tambores...
una marcha fúnebre. Un enemigo generoso honraba a un valiente caído.
Entre los efectos personales del muerto estaba una desgastada cartera de cuero de
Rusia. Me tocó a mí en la distribución de los recuerdos de nuestro amigo, que hizo el
general, en calidad de administrador.
Un año después del final de la guerra, en mi vuelta a California, la abrí y la
inspeccioné sin mucha atención. De un compartimiento que había pasado por alto cayó
una carta sin sobre ni dirección. Estaba escrita con letra de mujer y empezaba con unas
palabras de cariño, pero sin encabezamiento. Estaba fechada en: «San Francisco, Cal., 9 de
julio de 1862». La firma era: «Querida», entre comillas. De manera casual, la autora de la
carta daba su nombre y apellidos en medio del texto: Marian Mendenhall.
La carta mostraba indicios de cultura y educación en su autora, pero era una carta de
amor corriente, si es que una carta de amor puede ser corriente. No había en ella nada
interesante, a excepción de un párrafo:
«El señor Winters (a quien aborreceré siempre por ello) ha ido contando que en una
batalla en Virginia, durante la cual fue herido, te vio agazapado detrás de un árbol. Estoy
segura de que quiere despreciarte ante mis ojos, como sabe que ocurriría si creyera tal
historia. Podría soportar recibir la noticia de la muerte de mi amante soldado, pero no la
de su cobardía.»
Aquéllas eran las palabras que aquella tarde soleada, en una lejana región, habían
matado a un centenar de hombres. ¿Las mujeres son débiles?
Una noche visité a la señorita Mendenhall para devolverle su carta. Tenía la
intención, también, de contarle lo que ella había provocado, aunque sin decirle que había
sido la causa. La encontré en una bonita casa de Rincón Hill. Era hermosa y bien educada;
en una palabra, encantadora.
—Usted conocía al teniente Herman Brayle, ¿no es así? —empecé, de una manera
algo brusca—. Sin duda sabe que desgraciadamente cayó en batalla. Entre sus efectos se
encontró esta carta, remitida por usted. Mi misión al venir aquí es entregársela
personalmente.
Tomó maquinalmente la carta, la miró por encima y se ruborizó. Luego, mirándome
con una sonrisa, dijo:
—Es muy amable de su parte, aunque estoy segura de que no merecía la pena que se
molestara.
De pronto se sobresaltó y cambió de color.
—Esta mancha... —dijo—, es... seguramente, no será...
—Señorita —dije yo—, discúlpeme, pero sí, es la sangre del corazón más fiel y más
valeroso que ha palpitado jamás.
Entonces tiró apresuradamente la carta a los ardientes carbones de la chimenea.
—¡Oh! No puedo soportar la visión de la sangre —exclamó—. ¿Cómo murió?
Me había levantado instintivamente para rescatar aquel pedazo de papel, sagrado
hasta para mí, y estaba de pie detrás de ella. Cuando hizo la pregunta volvió la cara
ligeramente. La luz de la carta ardiendo se reflejó en sus ojos y le tintó una mejilla con un
color carmesí igual que el rojo de la mancha del papel. Jamás había visto nada tan
hermoso como aquella odiosa criatura.
—Lo mordió una serpiente —respondí.
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Un Habitante De Carcosa
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Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras
se desvanece por completo con el espíritu. Esto solamente sucede, por lo general,
en la soledad (tal es la voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final,
decimos que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo
viaje, lo que es de hecho verdad. Pero, a veces, este hecho se produce en presencia
de muchos, cuyo testimonio es la prueba. En una clase de muerte el espíritu
muere también, y se ha comprobado que puede suceder que el cuerpo continúe
vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de forma
irrefutable, el espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos,
resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.
Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome
cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá
algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me había
extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del
paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi
alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas
que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e
inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos
colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas,
como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento
previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola
conspiración de silenciosa expectativa.
A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día debía estar muy avanzado, y
aunque me di cuenta de que el aire era frío y húmedo, mi conciencia del hecho era más
mental que física; no experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima del
lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una
maldición visible. En todo había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un
indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento suspiraba
en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris se curvaba para susurrar a la
tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento rompía la
calma terrible de aquel funesto lugar.
Observé en la yerba cierto número de piedras gastadas por la intemperie y
evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio
hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ángulos diversos,
pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas
propiamente dichas no existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los
años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes marcaban
el sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio había lanzado su frágil desafío al
olvido. Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de
piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados,
y el lugar tan descuidado y abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del
cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía
muchísimos siglos.
Sumido en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al
encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de poco pensé: "¿Cómo llegué
aquí?". Un momento de reflexión pareció proporcionarme la respuesta y explicarme,
aunque de forma inquietante, el extraordinario carácter con que mi imaginación había
revertido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre
repentina me había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo, en mis
crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían mantenido a la fuerza en
la cama para impedir que huyese. Eludí vigilancia de mis cuidadores, y vagué hasta aquí
para ir... ¿adónde? No tenía idea. Sin duda me encontraba a una distancia considerable de
la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana. No se veía ascender
ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el
mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio
lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No
estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo
eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí mis
manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas y la yerba
marchita.
Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje —un lince— se
acercaba. Me vino un pensamiento: "Si caigo aquí, en el desierto, si vuelve la fiebre y
desfallezco, esta bestia me destrozará la garganta." Salté hacia él, gritando. Pasó a un
palmo de mí, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca.
Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un poco más
lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se
distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises.
Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en
desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra,
una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con
precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta yerba.
Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia él
para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:
—¡Que Dios te guarde!
No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.
—Buen extranjero —proseguí—, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el
camino a Carcosa.
El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y
desapareció.
Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le contestó a
lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las
Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y, sin
embargo, yo veía... veía incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero
evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba mi
existencia?
Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más
convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto resquemor
acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba
una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de
exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una
sustancia pesada, y podía oír el silencio.
La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y oprimía
una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. Así, la
piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy
deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie,
completamente desconchada. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su
desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol
había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y
aprisionado su lápida.
Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la
lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a
leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre...! ¡La fecha de mi nacimiento...! ¡y la fecha de
mi muerte!
Un rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie
de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su
enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!
Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos
traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que
llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me
di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
***
Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium
Bayrolles.
-
Un Hijo De Los Dioses
-
Día de brisa en un paisaje soleado. Campo abierto a derecha, a izquierda, hacia
adelante; detrás, un bosque. En el linde del bosque, frente al campo abierto pero temiendo
aventurarse en él, largas líneas de soldados que conversan; crujido de innumerables pasos
sobre las hojas secas que tapizan el suelo entre los árboles; voces roncas de los oficiales que
dan órdenes. Al frente de las tropas —pero no demasiado expuestos— apartados grupos
de soldados de caballería; muchos miran atentamente la cumbre de una colina situada a
una milla de distancia en la dirección del avance interrumpido. Porque ese ejército
poderoso, que se desplaza en orden de batalla a través de un bosque, acaba de encontrar
un obstáculo formidable: el campo abierto. La cumbre de la suave colina a una milla de
distancia tiene un aspecto siniestro. Dice: ¡Cuidado! Está coronada por un largo muro de
piedra que se extiende a derecha e izquierda. Detrás del muro hay un cerco. Detrás del
cerco se ven las copas de algunos árboles dispuestos muy irregularmente. Entre los
árboles, ¿qué? Es necesario saberlo.
Ayer, y muchos días y noches antes, combatíamos en alguna parte; había un
incesante cañoneo y de tiempo en tiempo el redoble del vivo fuego de los fusiles al que se
mezclaban vítores —nuestros o de nuestro enemigo: rara vez lo sabíamos— atestiguando
una ventaja transitoria. Esta mañana, al romper el día, el enemigo había desaparecido.
Avanzamos cruzando sus fortalezas y terraplenes —¡tan a menudo lo habíamos intentado
vanamente!— a través de los desechos de sus campamentos abandonados, en medio de las
tumbas de sus caídos en el bosque.
¡Con qué curiosidad lo examinamos todo! ¡Cuán extraño nos pareció todo! Nada nos
era completamente familiar. Hasta los objetos más comunes —una montura vieja, una
rueda hecha pedazos, una cantimplora olvidada— nos descubrían algún rasgo de la
misteriosa personalidad de aquellos desconocidos que habían estado matándonos. El
soldado no se representa jamás a sus adversarios como hombres semejantes a él; no puede
sacarse la idea de que son seres de otra especie, diferentemente condicionados, en un
medio que no es del todo el de esta tierra. Los menores vestigios dejados por ellos
detienen su atención y cautivan su interés. Los juzga inaccesibles y cuando los vislumbra
de improviso, en la lejanía se le aparecen más lejanos, más considerables de lo que
realmente están y son, como objetos en la niebla. En cierto modo, le inspiran un temor
reverencial.
Desde el linde del bosque hasta lo alto de la colina se ven huellas de cascos de
caballos y de ruedas, las ruedas del cañón. La hierba amarilla está pisoteada por la
infantería. Por ahí han pasado miles, qué duda cabe. Pero no hay rastros en los caminos.
Esto es significativo: es la diferencia entre un repliegue y una retirada.
Esos hombres a caballo son nuestro general en jefe, su estado mayor y su escolta. El
general mira la colina distante. Con ambas manos, levantando innecesariamente los codos,
sostiene los prismáticos contra sus ojos. Es una moda: confiere dignidad al ademán. Todos
lo hacemos así. De pronto, baja los prismáticos y dice unas pocas palabras a quienes lo
rodean. Dos o tres edecanes se apartan del grupo y a galope corto se internan en el bosque,
a lo largo de las líneas, cada cual en una dirección. Sin haberlas oído, conocemos sus
palabras:
—Díganle al general X que haga avanzar la artillería.
Aquellos de nosotros que no están en su puesto, se alejan apresuradamente: los que
descansaban, se yerguen, y las filas vuelven a formarse sin que la orden haya sido
impartida. Algunos de nosotros, oficiales del estado mayor, nos apeamos para verificar la
cincha de nuestras cabalgaduras; los que se habían apeado, vuelven a subir.
Galopando rápidamente por la brilla del campo abierto, llega un joven oficial en un
caballo blanco como la nieve. El mandil de su silla de montar es escarlata. ¡Imbécil!
Cualquiera que haya oído silbar las balas recuerda que todos los fusiles apuntan
instintivamente al hombre qué monta un caballo blanco; cualquiera que haya visto el
fogonazo del obús no ignora que un poco de rojo exaspera al toro de la batalla. Que esos
colores se hayan puesto de moda en la vida militar debe aceptarse como uno de los
fenómenos más sorprendentes de la vanidad humana. Se los diría calculados para
aumentar el índice de mortandad.
Ese joven oficial está de punto en blanco, como en un desfile. Brilla con todas sus
galas. Es una edición de lujo, con el canto dorado, de la Poesía de la guerra. Una onda de
risas burlonas corre por las filas a medida que avanza. ¡Pero qué apuesto es! ¡Con qué
gracia indolente monta a caballo!
Se para a respetuosa distancia del general en jefe y saluda. El viejo soldado,
inclinando la cabeza, responde a su saludo con familiaridad. Lo conoce, evidentemente. El
joven da la impresión de hacer un pedido que el general no está dispuesto a conceder.
Acerquémonos un poco. ¡Demasiado tarde! ¡Ya han terminado! El joven oficial saluda de
nuevo, da media vuelta en su caballo y toma derecho hacia la cumbre de la colina. Está
mortalmente pálido.
Unos cuantos tiradores, a seis pasos de distancia, salen ahora del bosque y avanzan
por el campo abierto. El comandante dice unas palabras al clarín, que pega su instrumento
a los labios. ¡Tralalá! ¡Tralalá! Los tiradores se detienen.
Mientras tanto, el joven jinete ha recorrido cien yardas. Sube al paso la prolongada
colina, erguido, sin volver jamás la cabeza. ¡Es admirable! ¡Dios mío, qué no daríamos
nosotros por estar en su lugar, por tener su presencia de ánimo! No ha sacado el sable de
la vaina; su mano derecha cuelga indolentemente. La brisa sopla sobre el penacho de su
sombrero y lo hace flamear con elegancia. La luz del sol descansa en sus charreteras
tiernamente, como una visible bendición. Cabalga en línea recta. Diez mil pares de ojos
están fijos en él con una intensidad que no puede dejar de sentir; diez mil corazones
palpitan al ritmo rápido de los inaudibles pasos de su corcel blanco como la nieve. No está
solo: nuestras almas lo acompañan. Todos no somos sino "hombres muertos". Pero
recordamos habernos reído. Sigue y sigue cabalgando, en línea recta hacia la muralla que
bordea el cerco. Ni una mirada hacia atrás. ¡Ah, si consintiera en volverse una sola vez, si
pudiera sentir ese amor, esa adoración, esa reparación!
Nadie habla. En las profundidades del bosque se oye aún el murmullo de las
multitudes que lo pueblan, invisibles y ciegas, pero en la orilla, allí donde comienza el
campo abierto, el silencio es absoluto. El general corpulento se ha transformado en una
estatua ecuestre. Los oficiales a caballo del estado mayor, mirando por los prismáticos,
están inmóviles. La línea de batalla en el linde del bosque observa una nueva clase de
"atención" porque cada soldado se mantiene en la actitud que tenía cuando adquirió
bruscamente conciencia de lo que está sucediendo. Todos esos duros e impenitentes
matadores de hombres para quienes la muerte en la más atroz de sus formas es algo
familiar que pueden observar día tras día, que duermen en las colinas sacudidas por el
tronar de los cañones, que comen bajo una lluvia de proyectiles y que juegan a los naipes
entre los rostros muertos de sus amigos más queridos, todos ellos, con el corazón
palpitante, conteniendo el aliento, acechan el resultado de un acto que compromete la vida
de un solo hombre. Tal es el magnetismo del valor y de la devoción.
Si ahora volvieran ustedes la cabeza, observarían un movimiento simultáneo entre
los espectadores, un sobresalto semejante al que produce una corriente eléctrica; después,
mirando de nuevo hacia adelante, hacia el jinete lejano, verían que en ese momento mismo
ha cambiado de dirección y se desvía en ángulo recto de la ruta precedente.
Los soldados suponen que ese desvío ha sido causado por un disparo, quizá por una
herida, pero tomen ustedes los prismáticos y observarán que se dirige hacia una brecha en
el muro y en el cerco. Intenta franquearlos, si no lo matan, para examinar la comarca que
se extiende más allá.
No deben ustedes olvidar la naturaleza del acto de este hombre; en el hecho en sí no
pueden ver una bravata, ni un sacrificio inútil. Si el enemigo no se ha batido en retirada,
acumula todas sus fuerzas detrás de la colina. El explorador encontrará nada menos que
una línea de batalla; no se necesitan puestos de avanzada, centinelas en vista, tiradores
para anunciar nuestro avance. Nuestras líneas de ataque serán visibles, conspicuas,
estarán expuestas a un fuego de artillería que arrasará la tierra en el preciso instante en
que salgan del linde del bosque, a media distancia de una lluvia de balas que hará perecer
a todos nuestros soldados. En suma, si el enemigo está allí, sería una locura atacarlo de
frente; habrá que desbordarlo siguiendo el plan inmemorial que consiste en amenazar sus
líneas de comunicación, tan necesarias a su existencia como lo es su tubo de aire para el
buzo sumergido en el fondo del mar. ¿Pero cómo saber a ciencia cierta que el enemigo está
allí? Sólo hay un medio: alguien que vaya y vea. Por lo común, se acostumbra mandar una
línea de tiradores. Pero en este caso todos pagarían con sus vidas una respuesta
afirmativa. El enemigo, agazapado en doble fila tras el muro de piedra, y a cubierto por el
cerco, aguardará hasta que le sea posible contar los dientes de cada asaltante. La mitad de
ellos caerá a la primera salva, y la otra mitad sufrirá igual destino antes de poder batirse
en retirada. ¡Qué caro cuesta satisfacer una curiosidad! ¡A qué alto precio debe a veces un
ejército comprar sus informes! "Déjenme pagar por todos", ha dicho ese galante caballero,
ese Cristo soldado. No hay ninguna esperanza, excepto la esperanza contra toda esperanza
de que la colina esté despejada. En verdad, el caballero podría preferir el cautiverio a la
muerte. Mientras avance, los soldados enemigos no dispararán. ¿Por qué dispararían?
Puede entrar sano y salvo en las filas hostiles y convertirse en un prisionero de
guerra. Pero esto haría fracasar su propósito. Es preciso que regrese sano y salvo a
nuestras líneas, o que lo maten ante nuestros ojos. Sólo así sabremos cómo proceder.
Porque su captura puede muy bien ser la obra de media docena de rezagados.
Ahora comienza una extraña justa de inteligencia entre un hombre y un ejército.
Nuestro caballero, a un cuarto de milla de la cumbre, dobla de pronto hacia la izquierda y
galopa en dirección paralela a la colina. Ha visto a su adversario: lo sabe todo. Una
configuración del terreno ligeramente favorable le ha permitido distinguir parte de las
tropas enemigas. Ahora estaría en condiciones de comunicarnos lo que sabe. Si estuviera
aquí, podría decírnoslo, pero ya no debemos esperar su vuelta: ha de hacer el mejor uso de
los pocos minutos que le quedan por vivir para obligar al adversario mismo a que nos dé
aquellos informes claramente, francamente, cosa que repugna, desde luego, a esa discreta
potencia. No hay un solo tirador en esas filas de hombres agazapados, no hay un solo
artillero junto a esos cañones disimulados y prontos a disparar, que ignore las exigencias
de la situación, el imperativo debe de ser paciente. Por lo demás, sus jefes tuvieron tiempo
de sobra para prohibirles que dispararan. En realidad, una sola bala podría abatirlo sin
revelar gran cosa. Pero un disparo es contagioso... Y vean ustedes cuán rápidamente se
desplaza sin detenerse nunca, excepto para hacer girar su caballo antes de tomar una
nueva dirección, sin volverse nunca hacia sus ejecutores. Lo distinguimos todo a través de
los prismáticos, nos parece que todo sucede a la distancia de un balazo. Sí, lo distinguimos
todo excepto al enemigo, cuya presencia, cuyos pensamientos, cuyos motivos inferimos. A
simple vista sólo hay una silueta negra sobre un caballo blanco, dibujando zigzags sobre
una colina distante, tan lentamente que casi parece que serpenteara.
Tomemos nuevamente los prismáticos: se ha cansado de su fracaso, o ha visto su
error, o ha enloquecido: ¡ahora se lanza en línea recta contra el muro de piedra como si
quisiera saltarlo junto con el cerco! Un instante después da media vuelta y desciende la
colina, rápido como el viento, hacia sus amigos, hacia la muerte. En seguida, abarcando
centenares de yardas a derecha e izquierda, impetuosas columnas de humo aparecen tras
el muro de piedra. En seguida el viento las disipa y antes de que hayamos oído el crepitar
de los fusiles, el jinete cae. No, vuelve a incorporarse en su silla; se ha contentado con
hacer plegar su caballo sobre las patas de atrás. ¡De nuevo el caballo está sobre sus cuatro
patas, y ambos se alejan! Rompemos en formidables vítores que nos liberan de la
insoportable tensión de nuestros sentimientos. ¿Y el caballo y su caballero? Sí, ambos se
alejan. Se alejan de verdad. Vienen directamente hacia nuestra izquierda, en línea paralela
al muro que ahora escupe sin tregua llama y fuego. Los fusiles crepitan de modo constante
y ese corazón valeroso sirve de blanco a cada bala.
De pronto, una gran sábana de humo se levanta detrás del muro. Una y otra la
suceden y suben antes de que alcance a nuestros oídos el tronar de las explosiones y el
zumbido de los proyectiles que llegan y brincan hasta donde estamos, a través de nubes
de polvo, haciendo caer de vez en cuando a un hombre, causando una distracción
momentánea., suscitando un egoísta pensamiento fugaz.
El polvo se dispersa. ¡Increíble!... Ese caballo y ese caballero hechizados han
franqueado un barranco y suben otra colina para descubrir otra conspiración de silencio y
frustrar el designio de otras huestes armadas. Un instante más, y también aquella cumbre
entra en erupción. El caballo se encabrita y golpea el aire con sus patas delanteras. Por fin
cae. Pero... ¡quién diría! El hombre se ha desprendido del animal muerto. Se yergue,
inmóvil, y con la mano derecha levanta el sable por encima de la cabeza. Nos mira de
frente. Luego baja la mano a la altura del rostro, extiende el brazo, la hoja del sable
describe una curva hacia el suelo. Es una señal a nosotros, al mundo, a la posteridad. Es el
saludo de un héroe a la muerte y a la historia.
De nuevo se ha roto el hechizo. Nuestros hombres tratan de lanzar vítores: la
emoción los ahoga: articulan gritos roncos, discordantes, aferran sus armas y se precipitan
tumultuosamente en el campo abierto. Los tiradores, sin haber recibido órdenes, en contra
de las órdenes, avanzan a todo correr como sabuesos sueltos. Nuestros cañones hablan y
los del enemigo contestan a coro. De izquierda a derecha, hasta donde la vista alcanza,
erige sus torres de humo la distante colina, que ahora parece tan cerca, y los gruesos
proyectiles se abaten gruñendo sobre la masa hormigueante de nuestras tropas. Uno
después de otro, nuestros estandartes emergen del bosque, nuestras filas se adelantan
impetuosamente, y las armas bruñidas centellean al sol. Sólo los últimos batallones, dando
pruebas de obediencia, permanecen a la distancia prescrita del frente rebelde.
El general en jefe no se ha movido. Baja ahora sus prismáticos y echa una ojeada a
derecha e izquierda. Ve la corriente humana que avanza a ambos lados del grupo formado
por él y por su escolta, como un remolino de olas partido en dos por un peñasco. Ni el
menor signo de emoción en su rostro: está pensando. De nuevo mira hacia adelante:
examina en toda su extensión esa colina terrible y maléfica. Dice una palabra en voz baja a
su clarín. ¡Tralalá! ¡Tralalá! Tan imperiosa es la orden que se hace obedecer. La repiten los
clarines de todos los destacamentos subordinados. Las notas breves, metálicas, se afirman
por encima del zumbido del ataque y atraviesan el ruido de cañón. Detenerse es batirse en
retirada. Los estandartes se repliegan lentamente, las filas dan media vuelta, melancólicas,
cargando a los heridos. Los tiradores recogen los muertos.
¡Ah, esos muchos, muchos muertos inútiles! A esa gran alma cuyo hermoso cuerpo
yace allí, tan nítidamente recortado sobre el flanco árido de la colina, ¿no hubieran podido
ahorrarle la amarga conciencia de un sacrificio vano? ¿Es que una sola excepción habría
herido demasiado gravemente la implacable perfección del plan eterno, ineluctable,
divino?
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Una Conflagración Imperfecta
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Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó
vivamente en esa época. Esto ocurrió antes de mi casamiento, cuando vivía con mis padres
en Wisconsin. Mi padre y yo estábamos en la biblioteca de nuestra casa, dividiendo el
producto de un robo que habíamos cometido esa noche. Consistía, en su mayor parte, en
enseres domésticos, y la tarea de una división equitativa era dificultosa. Nos pusimos de
acuerdo sobre las servilletas, toallas y cosas parecidas, y la platería se repartió casi
perfectamente, pero ustedes pueden imaginar que cuando se trata de dividir una única
caja de música en dos, sin que sobre nada, comienzan las dificultades. Fue esa caja musical
la que trajo el desastre y la desgracia a nuestra familia. Si la hubiéramos dejado, mi padre
podría estar vivo ahora.
Era una exquisita y hermosa obra de artesanía, incrustada de costosas maderas,
curiosamente tallada. No sólo podía tocar gran variedad de temas sino que también
silbaba como una codorniz, ladraba como un perro, cantaba como el gallo todas las
mañanas, se le diera cuerda o no, y recitaba los Diez Mandamientos. Fue esta última
maravilla la que ganó el corazón de mi padre y lo llevó a cometer el único acto deshonroso
de su vida, aunque posiblemente hubiera cometido otros si le hubiera perdonado ese: trató
de ocultarme la caja aunque yo sabía muy bien que en lo que le concernía, el robo había
sido llevado a cabo principalmente para conseguirla.
Mi padre tenía la caja de música escondida bajo la capa; habíamos usado capas como
disfraz. Me había asegurado solemnemente que no la había tomado. Yo sabía que sí, y
sabía algo que, evidentemente, él ignoraba: o sea, que la caja cantaría con la luz del día y lo
traicionaría si me era posible prolongar la división de bienes hasta esa hora. Todo ocurrió
como yo lo deseaba: cuando la luz de gas empezó a palidecer en la biblioteca y la forma de
las ventanas se vio oscuramente tras las cortinas, un largo cocorocó salió de abajo de la
capa del caballero, seguido de algunos compases del aria de Tannhäuser y finalizando con
un sonoro clic. Sobre la mesa, entre nosotros, había una pequeña hacha de mano que
habíamos usado para penetrar en la infortunada casa; la tomé. El anciano, viendo que ya
de nada servía esconderla por más tiempo, sacó la caja de música de entre su capa y la
puso sobre la mesa.
—Córtala en dos si así la prefieres —dijo—. He tratado de salvarla de la destrucción.
Era un apasionado amante de la música y tocaba la armónica con expresión y
sentimiento.
Dije:
—No discuto la pureza de sus motivos: sería presunción de mi parte querer juzgar a
mi padre. Pero los negocios son los negocios; voy a efectuar la disolución de nuestra
sociedad a menos que usted consienta en usar en futuros robos un cascabel.
—No —dijo después de reflexionar un momento— no, no podría hacerlo, parecería
una confesión de deshonestidad. La gente diría que desconfías de mí.
No pude dejar de admirar su temple y su sensibilidad; por un momento me sentí
orgulloso de él y dispuesto a disimular su falta, pero un vistazo a la enjoyada caja de
música me decidió, y, como ya lo dije, saqué al anciano de este valle de lágrimas. Una vez
hecho, sentí una pizca de desasosiego. No sólo era mi padre —el autor de mis días— sino
que sin dudas el cadáver sería descubierto. Era ya pleno día y en cualquier momento mi
madre podía entrar a la biblioteca. Bajo tales circunstancias consideré que lo prudente era
suprimirla también, cosa que hice. Pagué luego a todos los sirvientes y los despedí.
Esa tarde fui a ver al Jefe de Policía, le conté lo que había hecho y le pedí consejo. Me
hubiera resultado muy penoso que los acontecimientos tomaran estado público. Mi
conducta hubiera sido unánimemente condenada y los periódicos la usarían en mi contra
si alguna vez obtenía un cargo de gobierno. El Jefe comprendió la fuerza de estos
razonamientos; él era también un asesino de amplia experiencia. Después de consultar con
el Juez que presidía la Corte de Jurisdicción Variable, me aconsejó esconder los cadáveres
en uno de los libreros, tomar un fuerte seguro sobre la casa y quemarla. Cosa que procedí
a hacer.
En la biblioteca había un librero que mi padre comprara recientemente a un inventor
chiflado y que no había llenado de libros. El mueble tenía la forma y el tamaño parecidos a
esos antiguos roperos que se ven en los dormitorios que no tienen clósets, pero se abría de
arriba abajo como un camisón de señora. Tenía puertas de vidrio. Había amortajado a mis
padres y ya estaban bastante rígidos como para mantenerse erectos de modo que los puse
en el librero, del que ya había sacado los estantes. Cerré la puerta con llave y pinché unas
cortinitas en las puertecitas de vidrio. El inspector de la compañía de seguros pasó media
docena de veces frente al mueble sin sospechar nada.
Esa noche, después de obtener mi póliza, prendí fuego a la casa. A través de los
bosques me dirigí a la ciudad, que distaba dos millas, en donde me las arreglé para
encontrarme en el momento en que la excitación causada por el fuego estaba en su punto
más alto. Con gritos de aprehensión por la suerte de mis padres me uní a la multitud y
llegué con ellos al lugar del incendio, unas dos horas después de haberlo provocado. La
ciudad entera estaba allí cuando llegué precipitadamente. La casa estaba completamente
consumida, pero en el extremo del lecho de encendidas ascuas, enhiesto e incólume, se
veía el librero. El fuego había quemado las cortinas, pero dejó a la vista las puertas de
vidrio, a través de las cuales la fiera luz roja iluminaba el interior. Allí estaba mi querido
padre "igualito a cuando vivía", y al lado su compañera de pesares y alegrías. No tenían ni
un pelo chamuscado y las vestimentas estaban intactas. Conspicuas eran las heridas de su
cabezas y gargantas, que en la prosecución de mis designios me había visto obligado a
infligirles. La gente guardaba silencio como en presencia de un milagro. El espanto y el
terror habían atado todas las lenguas. Yo mismo me sentía muy afectado.
Unos tres años después, cuando los acontecimientos aquí relatados habíanse borrado
casi de mi memoria, fui a Nueva York para ayudar a pasar algunos bonos estadounidenses
falsos. Cierto día, mirando distraídamente una mueblería, vi una réplica exacta de mi
librero.
—Lo compré por una bicoca a un inventor que abandonó el oficio —me explicó el
vendedor—. Decía que era a prueba de fuego porque los poros de la madera fueron
rellenados a presión hidráulica con alumbre y el vidrio está hecho de asbesto. No creo que
sea realmente a prueba de fuego... se lo puedo dar al precio de un librero común.
—No —le dije— si usted no puede garantizar que es a prueba de fuego, no lo llevaré.
Y le di los buenos días.
No lo hubiera llevado a ningún precio, me despertaba recuerdos sumamente
desagradables.
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Una Dama De Redhorse
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Coronado, 20 de junio.
Cada vez estoy más interesada en él. No es, estoy segura, su... ¿Conoces algún buen
sustantivo que corresponda al epíteto «guapo»? No me gusta decir «belleza» cuando hablo
de un hombre. Es harto guapo, Dios lo sabe. Cuando está en sus mejores momentos, que
siempre lo son, ni siquiera confiaría en ti... la más fiel de las esposas. No creo que la
fascinación de su trato tenga mucho que ver con ello. Bien sabes que el encanto del arte
reside en algo indefinible, e imagino que para nosotras, mi querida Irene, el arte que
estamos considerando es menos indefinible que para dos muchachas recién presentadas
en sociedad. Sé de qué manera mi apuesto caballero obtiene muchos de sus efectos y hasta
podría darle algunos consejos para que los realzara. Sea como fuere, sus modales son
deliciosos. En este hombre, sospecho, lo que más me atrae es la inteligencia. Su
conversación es la más seductora que he oído y no puede compararse con la de ningún
otro. Parece conocerlo todo, y tiene que ser así porque lo ha leído todo, ha estado en todas
partes, ha visto cuanto había que ver —a veces, creo, más de lo que conviene— y está
relacionado con la gente más rara. Y su voz, Irene... Cuando la oigo, siento que debería
pagar para oírla, aunque soy dueña de ella, claro está, cuando se dirige a mí.
3 de julio.
Tengo la impresión de que mis observaciones sobre el doctor Barritz, escritas al
correr de la pluma, deben de haber sido muy tontas; de otro modo, no te habrías referido a
él con esa ligereza, por no decir falta de respeto. Créeme, querida, tiene más dignidad y
seriedad (de aquellas, quiero decir, que no son incompatibles con una manera de ser
juguetona y siempre encantadora) que cualquiera de los hombres que tú y yo hayamos
conocido nunca. Y el joven Raynor —conociste a Raynor en Monterrey— me cuenta que
todos los hombres lo estiman y que en todas partes lo tratan con deferencia. Hay también
un misterio, algo acerca de su relación con la gente de Blavatsky, en la India del Norte.
Tampoco Raynor ha querido o podido contarme detalles. Deduzco que al doctor Barritz lo
consideran —¡no te atrevas a reírte!— un mago. ¿Puede haber algo más hermoso? Un
misterio común no es, desde luego, tan divertido como un escándalo, pero cuando se
vincula con prácticas oscuras y terribles, con el ejercicio de poderes sobrenaturales, ¿puede
haber algo más sugestivo? Explica, asimismo, la singular influencia que este hombre tiene
sobre mí. Es lo indefinible de su arte: magia negra. En serio, querida, tiemblo de verdad
cuando fija en los míos la mirada inescrutable de sus ojos —dos especies de astros— que
he intentado vanamente describirte. ¡Qué atroz sería si tuviera el poder de hacerla caer a
una rendida de amor! ¿Es que la multitud de Blavatsky tiene ese poder cuando está fuera
de Sepoy?
16 de julio.
¡Increíble! Anoche, cuando mi tía estaba en uno de los saraos del hotel (los odio), se
presentó el doctor Barritz. Era escandalosamente tarde. Estoy segura de que había hablado
con mi tía en el salón de baile y que supo por ella que yo estaba sola. Yo había pasado la
tarde queriendo sonsacarle la verdad acerca de su relación con los thugs de Sepoy, y todo
lo de la magia negra, pero a la noche, en cuanto me clavó los ojos (porque lo recibí a esa
hora, me avergüenza decirlo), me sentí perdida. Temblé, enrojecí... ¡Oh Irene, Irene, no
puedo expresar con palabras cuanto lo amo, y tú sabes lo que es eso!
¡Las vueltas de la vida! ¡Yo, el patito feo de Redhorse, hija (dicen) del viejo Jim de
Calamity, y por cierto su heredera, sin otros parientes vivos que una tía vieja que ya no
sabe en qué forma mimarme, yo, desprovista de todo salvo de un millón de dólares y de
un pretendiente en París, me atrevo a enamorarme de un dios como él! Querida, si
estuvieras aquí, conmigo, te agarrarías la cabeza.
Estoy persuadida de que se ha dado cuenta de mis sentimientos porque se quedó
pocos minutos, sin decir nada que no pudiera decir cualquiera, y después, fingiendo que
tenía otro compromiso, se marchó. Hoy supe (me lo dijo un pajarito: el botones del hotel)
que se fue derecho a la cama. ¿Es que eso no te llama la atención como una prueba de sus
costumbres ejemplares?
17 de julio.
Ese canallita de Raynor vino a visitarme ayer y su charla me puso frenética. Nunca se
le acaba la cuerda —es decir, cuando destroza unas veinte reputaciones, más o menos—,
no hace una pausa entre la persona sobre la cual acaba de expedirse y la próxima a quien
le toca el turno. (Entre paréntesis, me preguntó por ti, y el interés que manifestó me
pareció, lo confieso, bastante vraisemblable.) El señor Raynor no respeta ninguna de las
leyes del juego; como la Muerte (que él infligiría si la calumnia fuera fatal) todas las
estaciones le parecen buenas. Pero le tengo afecto porque nos conocimos en Redhorse
cuando éramos chicos. En aquel tiempo lo llamaban «Risita» y a mí —Oh Irene, ¿me
atreveré a decírtelo?— «Yutecita». Vaya a saber por qué. Tal vez aludían a la tela de mis
delantales; tal vez porque ese apodo rimaba con «Risita», pues Risita y yo éramos
compañeros inseparables y a los mineros les habría parecido delicado establecer entre
nosotros algún parentesco.
Más tarde se nos unió un tercero, otro hijo de la Adversidad. A semejanza de
Garrick, entre la Tragedia y la Comedia, aquél tenía una inhabilidad crónica para optar
entre los iguales reclamos del Frío y del Hambre. Entre él y la tumba había una distancia
de pocos pasos y la esperanza de una comida que le permitiera vivir y que le hacía, al
mismo tiempo, la vida insoportable. Recogía literalmente sus precarios medios de vida, los
suyos y los de su madre, «clorurando terreros», es decir que los mineros le permitían
hurgar en los desechos buscando piezas de «mena» (mineral válido), inadvertidas por
ellos, juntarlas y venderlas al Sindicato de la Molienda. Se asoció a nuestra firma —en
adelante «Yutecita, Risita y Terrero»— gracias a mí. Porque tu amiga no podía entonces, ni
puede ahora, ser indiferente a su valor y a sus hazañas para impedir que Risita ejerciera el
derecho inmemorial de su sexo: insultar a una mujer desvalida. Esa mujer era yo. Después
que el viejo Jim pegó el golpe en Calamity y yo empecé a usar zapatos e ir a la escuela, y
que a Risita, para emularme, le dio por lavarse la cara y se transformó en Jack Raynor, de
Wells, Fargo y Cía., y que la vieja señora Barts se reunió con sus antepasados, Terrero se
trasladó a San Juan Smith donde se empleó de mayoral de una diligencia y fue muerto por
unos salteadores de caminos, etc.
¿Por qué te cuento estas cosas, querida? Porque pesan en mi corazón. Porque
atravieso el Valle de la Humildad. Porque quiero habituarme a la convicción de ser
indigna de atarle el cordón de los zapatos al doctor Barritz. Porque ¡Dios mío, Dios mío!
hay un primo de Terrero en este hotel. No he hablado con él. En otros tiempos, apenas lo
he tratado, ¿pero supones que me habrá reconocido? Por favor, en tu próxima carta, dime
ingenua y francamente lo que piensas... y dime que no lo crees. ¿Supones que el doctor
Barritz sabe quién soy y que por eso me dejó hace dos noches cuando me ruboricé y
temblé como una boba delante de sus ojos? Tú sabes que no puedo sobornar a todos los
periódicos, y que no puedo traicionar a nadie que haya sido cortés con Yutecita en
Redhorse, ni aunque me proscriban socialmente. Y ahora este pasado vergonzoso resucita.
Antes no me importaba mucho, como sabes, pero ahora... ahora no es lo mismo. Jack
Raynor —estoy segura— no habrá de contarle nada. Mas aún: parece tenerlo en tal
consideración que apenas abre la boca delante de él, y a mí me sucede otro tanto. ¡Dios
mío, Dios mío! Aparte del millón de dólares, cómo me gustaría valer algo por mí misma.
Si Jack fuera tres pulgadas más alto, me casaría con él y volvería en cilicio a Redhorse para
el resto de mis días.
25 de julio.
Ayer tuvimos una espléndida puesta de sol y quiero contarte todo lo que sucedió.
Me zafé de tía y de todos y me fui a caminar por la playa. Espero que me creas,
desconfiada: no había mirado por una de las ventanas del hotel que dan al mar y no había
visto que él paseaba también. Si conservas un mínimo de delicadeza femenina no pondrás
en duda mis palabras. Pronto abrí mi parasol y estaba mirando soñadoramente el mar
cuando él se me acercó: venía desde la orilla. El mar estaba bajo. Te aseguro que la arena
brillaba alrededor de sus pies. Al acercarse, se quitó el sombrero y me dijo:
—Señorita Dement, ¿puedo sentarme a su lado, o prefiere caminar conmigo?
No pareció ocurrírsele que no me agradara ninguna de las dos alternativas.
¿Imaginas una desenvoltura igual? ¿Desenvoltura? ¡Era descaro, querida, lisa y
francamente descaro! Bueno, no me molestó, y contesté mientras palpitaba mi rústico
corazón de Redhorse:
—Me... me encantará hacer lo que usted prefiera.
¿Concibes palabras más estúpidas? Amiga del alma, ¡mi fatuidad es un abismo, un
abismo sin fondo!
Me tendió la mano, sonriendo para ayudarme a poner de pie; yo le entregué la mía
sin vacilar un instante, y cuando al contacto de sus dedos me di cuenta de que mi mano
temblaba de emoción, me ruboricé más que el rojo crepúsculo. Conseguí levantarme, sin
embargo, y después de un momento, como él no la soltara, sacudí un poco la mano. Él
persistía en sujetarla, sin decir una palabra, y me miraba en la cara con una especie de
sonrisa que yo no sabía —¿cómo podía saberlo?— si era de afecto, o de burla, o vaya a
saber de qué... ¡Qué hermoso estaba, con los fuegos del sol poniente ardiendo en la
profundidad de sus ojos! ¿No sabes, querida, si los thugs y los expertos de la región de
Blavatsky tienen alguna clase peculiar de ojos? Ah, si hubieras visto su soberbia actitud, la
majestuosa inclinación de su cabeza, semejante a la de un dios, mientras se mantenía
frente a mí después que yo me puse de pie. Era una noble escena que pronto eché a perder
porque sentí flaquear mis rodillas. Él sólo podía hacer una cosa, y la hizo: me sostuvo por
la cintura.
—Señorita Dement, ¿se siente usted mal? —me dijo.
No era una exclamación. En el tono de su voz no había alarma ni solicitud. Si hubiera
añadido: «Supongo que esto es lo que más o menos se aguarda que diga», no habría
expresado con mayor claridad la situación. Sus modales me dejaron avergonzada e
indignada porque yo sufría intensamente. Arrancando mi mano de la suya, hice a un lado
el brazo que me sostenía, me liberé, caí redonda y allí permanecí en la arena, indefensa. En
el forcejeo, también se me cayó el sombrero y el pelo se me desparramó sobre los hombros
de la manera más humillante.
—¡Déjeme! —grité sofocada—. Por favor, déjeme. ¡Usted... usted es un thug! ¿Cómo
se atreve a pensar eso de mí? ¡Tengo la pierna dormida!
Sus modales cambiaron en un instante. Pude notarlo a través de mis dedos y de mi
pelo. Hincó una rodilla, me apartó el cabello de la cara y me dijo con la mayor ternura:
—¡Pobrecita! Dios sabe que no quise hacerla sufrir. ¿Cómo podría hacerla sufrir? Tan
luego yo... que la amo... ¡Que la he amado durante... años y años!
Separándome las manos de la cara, las cubrió de besos. Mis mejillas ardían, toda mi
cara ardía. Creo que por poco echaba humo. ¿Qué podía hacer? La escondí en su hombro...
No había otro lugar. Querida amiga, cómo se estremecía y hormigueaba mi pierna. ¡Cómo
hubiese yo querido que volviera a la normalidad!
Así estuvimos sentados un largo rato. Soltó una de mis manos para tomarme de
nuevo de la cintura, y yo me pasé el pañuelo por los ojos y la nariz. No quise mirarlo hasta
guardar el pañuelo. En vano trató de separarme un poco para fijar sus ojos en los míos.
Después, ya más tranquila, y cuando había empezado a oscurecer, levanté la cabeza, lo
miré fijamente y le dediqué una sonrisa, mi mejor sonrisa.
—¿Qué quiso usted decir —le pregunté— con lo de años y años?
—Querida —replicó gravemente, fervorosamente—, sin las mejillas chupadas, los
ojos hundidos, el pelo largo y lacio, el andar agobiado, los harapos, la suciedad y la
juventud, ¿no me reconoces? ¿No te das cuenta, no quieres darte cuenta? Yutecita, ¡soy
Terrero!
En un instante nos pusimos de pie. Tomándolo por las solapas escruté su hermosa
cara en la creciente oscuridad, Estaba tan exaltada que me faltaba el aliento.
—¿Y no estás muerto? —pregunté sin saber muy bien lo que decía.
—Sólo muerto de amor, querida. Las balas de los salteadores no consiguieron
matarme. Logré curar de aquellas heridas. Pero ésta, mucho me temo, es fatal.
—¿Pero no sabe entonces que Jack... el señor Raynor? No sabes que...
—Me avergüenza decir, querida, que he venido directamente de Viena porque Jack
me lo sugirió. Sí, Jack, esa persona indigna de confianza.
Irene, uno y otro engañaron a esta amiga que tanto te quiere.
MARY JANE DEMENT
P. D. Lo peor de todo es que no hay ningún misterio. Todo fue inventado por Jack
Raynor para despertar mi curiosidad. James no es un thug. Me asegura solemnemente que
en todos sus viajes no ha puesto jamás un pie en Sepoy.
-
Una Escaramuza En Los Puestos De Avanzada
I
En Relación Con El Deseo De Morir
Dos hombres estaban sentados, conversando. Uno era el gobernador del estado.
Corría el año 1861; la guerra estaba en pleno apogeo y el gobernador era ya famoso por la
inteligencia y el afán con que disponía el poder y los recursos de su estado para el servicio
de la Unión.
—¡Cómo! ¿Usted? —exclamó el gobernador, con evidente sorpresa—. ¿También
usted quiere un nombramiento de oficial? Verdaderamente, el toque de los pífanos y los
tambores debe haber alterado profundamente sus convicciones. Supongo que, desde mi
condición de oficial de reclutamiento, no tendría que ser muy escrupuloso —había un
destello de ironía en sus palabras—, pero, bueno, ¿olvida usted que va a exigírsele un
juramento de lealtad?
—No he cambiado ni mis convicciones ni mis simpatías —respondió el otro hombre
con tranquilidad—. Aunque mis simpatías están con el Sur, como usted me hace el honor
de recordar, nunca he dudado que el Norte tiene la razón. Soy sudista por origen y por
sentimientos, pero en cuestiones de importancia tengo el hábito de actuar por lo que
pienso y no por lo que siento.
El gobernador golpeteó con un lápiz su escritorio con aire ausente y permaneció unos
instantes sin responder. Después dijo:
—He oído decir que en el mundo hay hombres de toda clase, y supongo que algunos
constituyen la categoría que acaba usted de describir, a la que, sin duda, cree pertenecer.
Pero lo conozco desde hace mucho tiempo y —perdóneme usted— no le creo.
—Entonces, ¿debo entender que deniega mi solicitud?
—A menos de que me convenza de que sus simpatías por el Sur no son un
impedimento, sí. No dudo de su buena fe y sé que está sobradamente dotado, por
inteligencia y por formación, para cumplir los deberes de un oficial. Dice usted que sus
convicciones lo llevan a favorecer la causa de la Unión, pero yo prefiero a un hombre que
lo sienta en lugar de creerlo. Los hombres luchan con el corazón.
—Escuche, gobernador —dijo el más joven, con una sonrisa más luminosa que cálida
—. Guardo una carta en la manga. Una cualificación que había esperado que no fuera
necesario mencionar. Una alta autoridad militar ha dado una receta muy sencilla para ser
un buen soldado: «Intenta siempre hacerte matar». Con ese propósito es que deseo
ingresar en el ejército. No soy, seguramente, demasiado patriota, pero deseo morir:
El gobernador lo miró fijamente a los ojos y luego dijo, con cierta frialdad:
—Existe un modo más sencillo y más claro.
—En mi familia, señor —fue la réplica—, no hacemos esto. Ningún Armisted lo ha
hecho nunca.
Sobrevino un prolongado silencio en el que ambos hombres evitaron mirarse.
Después, el gobernador levantó la vista del lápiz, con el que había vuelto a tabletear sobre
el escritorio, y preguntó:
—¿Quién es ella?
—Mi esposa.
El gobernador tiró el lápiz encima del escritorio, se puso en pie y dio dos o tres
vueltas por la habitación. Después se volvió hacia Armisted, quien también se había
puesto en pie, lo miró todavía más fríamente y dijo:
—Pero ese hombre... No sería mejor que él... ¿No podría nuestro país prescindir
mejor de él que de usted? ¿O los Armisted se oponen también a las «leyes no escritas»?
Los Armisted, aparentemente, eran capaces de acusar un insulto: el joven enrojeció y
luego palideció, pero se contuvo para persistir en su propósito.
—Desconozco la identidad del hombre en cuestión —dijo, guardando la calma.
—Discúlpeme —repuso el gobernador, con menos contrición visible de la que suele
acompañar comúnmente a esa palabra. Reflexionó un instante y añadió—: Mañana le
enviaré un nombramiento de capitán en el Décimo Regimiento de Infantería, que ahora se
halla en Nashville, Tenesí. Buenas noches.
—Buenas noches, señor. Gracias.
Cuando el gobernador se quedó solo, permaneció un rato inmóvil, apoyado en su
escritorio. Luego se encogió de hombros, como desechando una preocupación.
—Es un mal asunto —dijo.
Se sentó junto a una mesa para leer que había junto a la chimenea, tomó el libro que
tenía más a mano y lo abrió con aire distraído. Sus ojos cayeron casualmente sobre la
siguiente frase:
«Cuando Dios obligó a una mujer infiel a mentir a su esposo para justificar sus
culpas, tuvo la compasión de infundir en los hombres la necedad de creerle.»
Miró el título del libro: Su majestad el necio.
Arrojó el volumen al fuego.
II
Cómo Decir Lo Que Debe Oírse
El enemigo, derrotado en dos días de lucha en Pittsbirg Landing, había regresado
con resentimiento a Corinth, de donde había salido. Por manifiesta incompetencia Grant
había sido relevado del mando. En la derrota, su ejército se había salvado de ser capturado
y aniquilado por la hábil actuación militar de Buell. Pero el mando no le había sido
otorgado a Buell sino a Halleck, un hombre de experiencia no probada, teórico, de carácter
indolente e indeciso. Sus tropas, siempre desplegadas en línea de batalla para resistir las
escaramuzas de los tiradores enemigos, siempre atrincherándose contra columnas que
nunca llegaban, atravesaron treinta millas de bosques y pantanos, dirigiéndose hacia un
enemigo, presto a desvanecerse al primer contacto, como un fantasma con el canto del
gallo. Fue una campaña de «excursiones y alertas», de reconocimientos y contramarchas,
de despropósitos y contraórdenes. Durante semanas, esta solemne farsa mantuvo la
atención e impulsó a destacados civiles a abandonar los ámbitos de la ambición política
para ver, de cerca y a salvo, todo lo que podían de los horrores de la guerra. Entre estas
personalidades se encontraba nuestro amigo el gobernador. Tanto en los estados mayores
del ejercito como en los campamentos de las tropas de su estado se convirtió en una figura
familiar, siempre escoltado por varios miembros de su equipo, vistosamente
amontonados, impecablemente ataviados y tocados con sombreros de copa. Eran figuras
de ensueño, sugeridoras de pacíficas y tranquilas tierras tras un océano de lucha. El
soldado embarrado los miraba pasar desde su trinchera, apoyado en su pala, y los
insultaba en voz alta para demostrar su opinión sobre la inoportunidad de aquella
ostentación ante los sacrificios de su oficio.
—Opino, señor gobernador —dijo el general Masterson un día, cuando se dirigía a
caballo a una reunión informal, sentado en su postura favorita, con una pierna cruzada
sobre el pomo de su silla—, opino que yo no seguiría más en esa dirección, si estuviera en
su lugar. Fuera de aquí no tenemos más que una línea de tiradores. Supongo que por eso
me han ordenado emplazar aquí estos cañones; si nuestros tiradores deben replegarse, el
enemigo se desesperará al ver que no pueden llevárselos; son «un poquito» pesados.
Hay motivo para temer que esta espontánea muestra de humor militar no cayera
como una brisa del cielo sobre el sombrero de copa del gobernador. Pero no perdió un
ápice de su dignidad.
—Tengo entendido —dijo, con gravedad— que algunos de mis hombres están allí;
una compañía del Décimo Regimiento, comandada por el capitán Armisted. Me gustaría
reunirme con él, si a usted no le importa.
—Merece la pena ir a verlo. Pero más allá hay un trozo de jungla bastante incómodo,
por lo que le aconsejaría que dejara su caballo —lanzó una mirada a la escolta del
gobernador— y su otro acompañamiento.
El gobernador, por tanto, emprendió el viaje solo y a pie. Durante media hora avanzó
por una enredada maleza que cubría todo un suelo pantanoso, hasta que alcanzó un
terreno más abierto y seguro. Allí encontró a media compañía de infantería descansando
tras una línea de fusiles alineados. Los hombres llevaban su equipo completo: cinturones,
cartucheras, mochilas y cantimploras. Algunos dormían profundamente tendidos a todo lo
largo sobre un montón de hojas secas; otros charloteaban ociosamente sobre unas cosas u
otras; unos pocos jugaban a las cartas; ninguno estaba apartado de la línea de fusiles
alineados. Para un civil era una escena de despreocupación, desorden y descuido; un
soldado hubiera adivinado en ella expectación y espera.
A poca distancia, un oficial vestido con uniforme de fajina y armado, sentado sobre
el tronco de un árbol caído, observaba acercarse al visitante. Un sargento, que se había
levantado de uno de los grupos, se dirigía hacia él.
—Deseo ver al capitán Armisted —indicó el gobernador.
El sargento escrutó al visitante sin decir palabra, señaló al oficial y, después de coger
un rifle de los alineados, lo acompañó hacia su jefe.
—Este hombre quiere verlo, mi capitán —dijo, haciendo el saludo de rigor.
El oficial se levantó.
Se hubiera necesitado una mirada muy perspicaz para reconocerlo. El cabello, que
sólo pocos meses antes era moreno, estaba ahora cruzado de canas. El rostro, bronceado
por la vida al aire libre, tenía arrugas de más edad. Una larga y pálida cicatriz sobre la
frente señalaba la huella de una estocada. Una de las mejillas estaba doblada y arrugada
por la obra de una bala. Sólo una leal mujer del Norte lo hubiera encontrado guapo.
—Armisted... capitán —dijo el gobernador tendiéndole la mano—, ¿no me reconoce?
—Lo reconozco, señor, y lo saludo... como gobernador de mi Estado.
Alzó la mano izquierda a la altura de la sien y efectuó el saludo reglamentario. El
código militar no prevé el saludo de estrecharse las manos. Por tanto, el civil dejó caer la
suya. Si el gobernador sintió sorpresa o decepción, su rostro no lo expresó.
—Ésta es la mano que firmó su nombramiento —dijo.
—Y es la mano...
La frase quedó en suspenso. De la dirección del frente llegó la sonora detonación de
un fusil, seguida de otra y otra más. Una bala atravesó el bosque silbando y se incrustó en
un árbol cercano. Los hombres se levantaron de un salto del suelo y, antes de que la clara y
potente voz del capitán pronunciara la orden «¡¡Atención!!», se habían tirado ya a la
retaguardia, tras la hilera de armas alineadas. De nuevo,. ahora a través del estruendo de
una restallante descarga de fusilería, sonó la pausada y precisa cantinela militar: «A... las
armas», a la que siguió el golpeteo del calado de las bayonetas.
Las balas del enemigo invisible les llovían ahora encima, veloces y en denso círculo,
aunque la mayoría se perdían, emitiendo el zumbido característico del choque con las
ramas y el desvío de la trayectoria. Dos o tres hombres habían caído ya en la retaguardia.
Un grupo de heridos del puesto de escaramuza del frente surgió de la maleza cojeando
con dificultad; casi todos se encaminaron directamente a la retaguardia sin detenerse, con
el rostro pálido y apretando los dientes.
Súbitamente, se produjo un profundo y chirriante estampido en el frente, al que
siguió el sobrecogedor ataque de un obús, que, sobrevolándolos, fue a explotar en el borde
de la espesura, incendiando las hojas secas. Penetrando el estruendo, flotando por encima
de él como la melodía de un pájaro en lo alto, resonaban las lentas y monótonas órdenes
del capitán, sin acento ni énfasis, musicales y tranquilas como un cántico en las noches de
cosechas. Familiarizados con aquel sonido tranquilizador en los momentos de inminente
peligro, aquellos soldados inexpertos, con menos de un año de entrenamiento, cedían al
hechizo y ejecutaban las órdenes con la precisión y la compostura de veteranos. Incluso el
distinguido civil que se protegía tras un árbol, oscilando entre el orgullo y el terror, era
sensible a su encanto y su seducción. Sintió que su valor se fortalecía, y sólo corrió cuando
los tiradores de vanguardia, tras recibir órdenes de unirse a la reserva, salieron del bosque
como liebres acosadas y formaron a la izquierda de la línea de tropa, sin resuello, dando
gracias por poder recuperar el aliento.
III
Combate De Un Hombre Que No Lucha Con El Corazón
Guiado en su retirada por los soldados heridos, el gobernador llegó valientemente a
la retaguardia, atravesando otra vez aquel «trozo de jungla bastante incómodo». Estaba sin
aliento y un poco confuso. Excepto algún que otro disparo aislado, no había ninguna señal
de lucha tras él. El enemigo estaba reuniéndose para efectuar un nuevo ataque a un
adversario cuyo número de fuerzas y cuya situación estratégica desconocía. El civil
fugitivo pensó que probablemente iba a conservar la vida para el servicio de su patria y
encomendó a la Providencia las disposiciones adecuadas a este fin. Pero al saltar un
pequeño arroyo, en un terreno más abierto, una de estas disposiciones incluyó la desgracia
de una desagradable torcedura de tobillo. No pudo continuar la retirada, pues estaba
demasiado gordo para andar saltando sobre un solo pie, por lo que, tras varios intentos
inútiles, que le causaron un gran dolor, se sentó en el suelo, cuidando su humillante
invalidez y lamentando aquella situación militar.
De nuevo el fuego se renovó, con más intensidad, y las balas perdidas volaron,
zumbando a su alrededor. Después le llegó el estrépito de dos salvas rotundas y nítidas, a
las que siguió un crepitar continuo a través del cual le llegaban los gritos y las
exclamaciones de los combatientes, sobre el fondo de los truenos de los cañones. Esto le
indicó que la pequeña compañía al mando del capitán Armisted había sido violentamente
atacada y la lucha era cuerpo a cuerpo. Los heridos que iban tras él comenzaron a aparecer
por cada lado, y su número había aumentado por nuevas levas de soldados de la reserva.
En solitario, o de dos en dos, o tres en tres, algunos sujetando a otros camaradas más
gravemente heridos, pero todos encerrados en sí mismos, sordos a los gritos de auxilio, se
internaban en la maleza y desaparecían allí. El ruido del fuego del combate aumentaba y
se hacía más nítido, y pronto a los fugitivos heridos les sucedieron hombres que
caminaban con paso firme, se volvían de vez en cuando para descargar sus armas y
reanudaban el camino de retirada recargándolas mientras andaban. Dos o tres cayeron
mientras él los miraba, y quedaron inmóviles sobre el suelo. Uno, que conservaba todavía
el aliento de vida suficiente, hizo un intento lastimoso de arrastrarse para ocultarse. Un
camarada que pasaba por el lado y se detenía para disparar, lo miró y apreció con una
ojeada la gravedad del pobre diablo; prosiguió su camino con expresión hosca, mientras
insertaba un cartucho en su fusil.
Allí no había nada de la pompa de la guerra, ninguna huella de gloria. Incluso en
medio de todo aquel peligro y aquel dolor, el desamparado civil no pudo evitar contrastar
esto con las paradas magníficas y los desfiles organizados en su honor, con
resplandecientes uniformes, música, banderas y paso marcial. Aquello era algo feo y
nauseabundo: para su gusto artístico era desagradable, repugnante, brutal.
—¡Uf! —exclamó, estremeciéndose—. ¡Esto es abominable! ¿Dónde está el encanto de
todo? ¿Los nobles sentimientos, la fe, el heroísmo, el...?
Desde un punto cercano, en la dirección del enemigo que los perseguía, se elevó la
clara y pausada cantinela del capitán Armisted: «Caaal-ma, chicos ... caaal-ma. ¡Aaalto!
¡Abraaan... fuegol».
El crepitar de poco más de doce rifles se destacó entre el tumulto general, y luego,
otra vez, el penetrante falseto: « ¡Aaalto... el fuego! ¡Reeetirada! ¡Maaarchando!».
En pocos momentos, el resto de la tropa se habla replegado lentamente a la derecha
del gobernador, encarando la retirada, desplegados los hombres a seis pasos unos de
otros. Por el lado izquierdo, unos metros atrás, venía el capitán. El gobernador gritó su
nombre, pero el capitán no lo oyó. Un tropel de soldados con uniforme gris salieron de la
espesura corriendo y se dirigieron directamente hacia donde yacía el gobernador. Un
accidente del terreno los había llevado a converger con los otros en aquel punto, con lo
que la línea se convirtió en una muchedumbre revuelta. En un último esfuerzo por salvar
la vida y la libertad, el gobernador intentó levantarse y, en ese momento, el capitán se
volvió y lo vio. En seguida, pero con la misma precisión que antes, entonó su cantinela:
—«¡Tiradores... alto!»
Los hombres se detuvieron y, obedeciendo la orden, se volvieron al enemigo.
—«¡Derecha... Formen!»
Se reunieron corriendo, apuntando con sus bayonetas, y formaron en fila cerrada a
partir del primer hombre que empezaba la línea.
—«¡Aaadelante... salvar al gobernador del Estado..., reeedoblen paso... maaarch ... !»
Sólo un hombre desobedeció esta sorprendente orden: estaba muerto. Con un grito,
los tiradores salvaron los veinte o treinta pasos que los separaban de su misión. El capitán,
que estaba más cerca, llegó antes, al mismo tiempo que el enemigo. Le lanzaron seis
disparos precipitados y un soldado de avanzadilla, un tipo de formidable estatura, sin
gorra y con el pecho descubierto, intentó romperle la cabeza con la culata del rifle. El
capitán paró el golpe, rompiéndose el brazo al hacerlo, y clavó su espada hasta la
empuñadura en el pecho del gigante. Al caer, el cuerpo le arrancó la espada de las manos
y, antes de que pudiera sacar el revólver de la cartuchera, otro hombre se abalanzó sobre
él como un tigre, le aferró el cuello con las manos y lo lanzó sobre el postrado gobernador,
que todavía luchaba por incorporarse. Un sargento federal atravesó rápidamente al
hombre con su bayoneta y con una patada en las muñecas lo obligó a aflojar del cuello del
capitán la presión de sus manos agonizantes. Cuando el capitán se puso en pie estaba ya
en la retaguardia de sus tiradores, que habían pasado alrededor de él y atacaban
fieramente a sus enemigos, más numerosos pero menos organizados. Prácticamente todos
los rifles estaban descargados por ambas partes y, en la pelea, no había tiempo ni ocasión
de recargarlos. Los confederados estaban en desventaja porque la mayoría de ellos no
tenía bayonetas; luchaban a garrotazos, y un rifle como porra es un arma formidable. El
ruido de la batalla semejaba el entrechocar de los cuernos de los toros luchando entre sí:
aquí o allá el estallido de un cráneo, una maldición, el chirrido de la boca del rifle contra el
abdomen ya traspasado por la bayoneta. El capitán Armisted se precipitó hacia una
hondonada producida por la caída de uno de sus hombres, con el brazo izquierdo roto
pendiendo al costado. En la mano derecha llevaba un revólver, cuya completa carga vació
rápidamente, con terribles efectos, sobre el grueso de las tropas uniformadas de gris. Pero
los sobrevivientes de la primera fila fueron empujados hacia delante, por encima de los
cadáveres, por sus compañeros de la retaguardia, hasta que enfrentaron de nuevo su
pecho a las bayonetas incansables. Sin embargo, cada vez quedaban menos bayonetas;
media docena a lo sumo. Unos minutos más de aquel salvaje enfrentamiento —una
pequeña escaramuza cuerpo a cuerpo— y todo habría acabado.
De repente, unas fuertes detonaciones resonaron a derecha e izquierda. A la carrera
llegaba un nuevo destacamento de tiradores federales, arrasando las partes de la línea
confederada que habían quedado separadas por el avance del centro. Y a unos doscientos
o trescientos metros detrás de estos nuevos combatientes, se veía, confusamente, entre los
árboles, ¡una línea de combate!
Instintivamente, antes de emprender la retirada, el grupo de soldados de gris realizó
un último ataque salvaje contra sus adversarios, arrollándolos con el mero impulso de su
velocidad, y, al no poder usar sus armas, en el tumulto, aplastándolos y pisoteándolos
brutalmente en los miembros, el cuerpo, el cuello, las caras. Después se retiraron, pisando
con sus pies ensangrentados a sus propios muertos, y se unieron a la desbandada general.
Con ello, la escaramuza finalizó.
IV
Los Grandes Honran A Los Grandes
El gobernador, que había perdido el conocimiento, abrió los ojos, miró a su alrededor
y recordó, lentamente, los hechos ocurridos aquel día. Un soldado con uniforme de
comandante estaba arrodillado a su lado; era un cirujano. Cerca se encontraban los
miembros civiles de su equipo de gobierno, que expresaban en sus rostros una solicitud
muy natural, teniendo en cuenta sus cargos. Un poco más alejado, el general Masterson se
dirigía a otro oficial gesticulando con un puro. En aquel momento decía:
—Ha sido la batalla más hermosa que se ha visto nunca. ¡Por Dios, señor, ha sido
magnífica!
La hermosura y la magnificencia las atestiguaba una hilera de muertos
cuidadosamente alineados, y otra hilera de heridos, más informalmente colocados,
angustiados y semidesnudos, pero elegantemente vendados.
—¿Cómo se encuentra, señor? —inquirió el médico—. No le hallo ninguna herida.
—Creo que estoy bien —respondió el paciente, sentándose—. Es mi tobillo.
El cirujano dirigió su atención al tobillo y rasgó la bota. Todos los ojos siguieron el
movimiento del cuchillo.
Al mover la pierna, quedó al descubierto un papel doblado. El paciente lo cogió y lo
abrió distraídamente. Era una carta escrita tres meses antes y firmada con el nombre de
«Julia». Al ver por casualidad su nombre en ella, la leyó. No era nada interesante: era sólo
la confesión de una esposa infiel y arrepentida de un pecado inútil, abandonada por su
seductor. La carta había caído del bolsillo del capitán Armisted; el lector la guardó con
calma en su bolsillo.
Un ayudante de campo llegó en ese momento a caballo y desmontó. Avanzó hacia el
gobernador y lo saludó.
—Señor gobernador —dijo—, lamento encontrarlo herido. El general en jefe lo
ignoraba. Le presenta sus saludos y me ordena informarle que ha dispuesto para mañana,
en su honor, un gran desfile de los cuerpos de reserva. Me permito añadir que el coche del
general está a su disposición, en caso de que pueda usted asistir.
—Tenga la amabilidad de comunicar al general en jefe que le agradezco
profundamente su cortesía. Si tiene la paciencia de aguardar unos minutos, podrá
transmitirle una respuesta más concreta.
Esbozó una radiante sonrisa y, mirando al cirujano y a sus ayudantes, añadió:
—En estos momentos —si me permiten ustedes un alusión a los horrores de la paz—,
estoy «en manos de mis amigos».
El humor de los grandes es contagioso. Todos rieron sus palabras.
—¿Dónde está el capitán Armisted? —preguntó el gobernador ya no tan
distraídamente.
El cirujano alzó la vista del trabajo que realizaba y señaló con el dedo en silencio el
cuerpo más próximo de la hilera de muertos. Le habían cubierto discretamente el rostro
con un pañuelo. Estaba tan cerca que el gran hombre hubiera podido posar la mano
encima. Pero no lo hizo. Posiblemente tuvo miedo de que sangrara.
Una Noche De Verano
El hecho de que Henry Armstrong estuviera enterrado no era motivo suficientemente
convincente como para demostrarle que estaba muerto: siempre había sido un hombre
difícil de persuadir. El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba
realmente enterrado. Su posición —tendido boca arriba con las manos cruzadas sobre su
estómago y atadas, que rompió fácilmente sin que se alterase la situación—, el estricto
confinamiento de toda su persona, la negra oscuridad y el profundo silencio, constituían
una evidencia imposible de contradecir y Armstrong lo aceptó sin perderse en
cavilaciones.
Pero, muerto... no. Sólo estaba enfermo, muy enfermo, aunque, con la apatía del
inválido, no se preocupó demasiado por la extraña suerte que le había correspondido. No
era un filósofo, sino simplemente una persona vulgar, dotada en aquel momento de una
patológica indiferencia; el órgano que le había dado ocasión de inquietarse estaba ahora
aletargado. De modo que sin ninguna aprensión por lo que se refiriera a su futuro
inmediato, se quedó dormido y todo fue paz para Henry Armstrong.
Pero algo todavía se movía en la superficie. Era aquella una oscura noche de verano,
rasgada por frecuentes relámpagos que iluminaban unas nubes, las cuales avanzaban por
el este preñadas de tormenta. Aquellos breves y relampagueantes fulgores proyectaban
una fantasmal claridad sobre los monumentos y lápidas del camposanto. No era una
noche propicia para que una persona normal anduviera vagabundeando alrededor de un
cementerio, de modo que los tres hombres que estaban allí, cavando en la tumba de Henry
Armstrong, se sentían razonablemente seguros.
Dos de ellos eran jóvenes estudiantes de una Facultad de Medicina que se hallaba a
unas millas de distancia; el tercero era un gigantesco negro llamado Jess. Desde hacía
muchos años Jess estaba empleado en el cementerio en calidad de sepulturero, y su chanza
favorita era la de que "conocía todas las ánimas del lugar". Por la naturaleza de lo que
ahora estaba haciendo, podía inferirse que el lugar no estaba tan poblado como su libro de
registro podía hacer suponer.
Al otro lado del muro, apartados de la carretera, podían verse un caballo y un
carruaje ligero, esperando.
El trabajo de excavación no resultaba difícil; la tierra con la cual había sido rellenada
la tumba unas horas antes ofrecía poca resistencia, y no tardó en quedarse amontonada a
uno de los lados de la fosa. El levantar la tapadera del ataúd requirió más esfuerzo, pero
Jess era práctico en la tarea y terminó por colocar cuidadosamente la tapadera sobre el
montón de tierra, dejando al descubierto el cadáver, ataviado con pantalones negros y
camisa blanca.
En aquel preciso instante, un relámpago zigzagueó en el aire, desgarrando la
oscuridad, y casi inmediatamente estalló un fragoroso trueno. Arrancado de su sueño,
Henry Armstrong incorporó tranquilamente la mitad superior de su cuerpo hasta quedar
sentado.
Profiriendo gritos inarticulados, los hombres huyeron, poseídos por el terror, cada
uno de ellos en una dirección distinta. Dos de los fugitivos no hubieran regresado por
nada del mundo. Pero Jess estaba hecho de otra pasta.
Con las primeras luces del amanecer, los dos estudiantes, pálidos de ansiedad y con
el terror de su aventura latiendo aún tumultuosamente en su sangre, llegaron a la
Facultad.
—¿Lo has visto? —exclamó uno de ellos.
—¡Dios! Sí... ¿Qué vamos a hacer?
Se encaminaron a la parte de atrás del edificio, donde vieron un carruaje ligero con
un caballo uncido y atado por el ronzar a una verja, cerca de la sala de disección.
Maquinalmente, los dos jóvenes entraron en la sala. Sentado en un banco, a oscuras,
vieron al negro Jess. El negro se puso de pie, sonriendo, todo ojos y dientes.
—Estoy esperando mi paga —dijo.
Desnudo sobre una larga mesa, yacía el cadáver de Henry Armstrong. Tenía la
cabeza manchada de sangre y arcilla por haber recibido un golpe de azada.
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Una Rebelión De Los Dioses
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Mi padre era desodorizador de perros muertos; mi madre mantenía el único negocio
de carne para gatos en mi ciudad natal. No vivían felices: la diferencia de rango social era
un abismo que no podía ser salvado por los votos del matrimonio. Era en verdad una
alianza incompatible y desafortunada; y como podría haberse previsto, terminó en
desastre. Una mañana, después de las habituales riñas del desayuno, mi padre se levantó
de la mesa, tembloroso y pálido de ira, y dirigiéndose a la iglesia, azotó al sacerdote que
había llevado a cabo la ceremonia matrimonial. El acto fue generalmente condenado y el
sentimiento público se alzó tan fuertemente contra el ofensor, que la gente permitiría antes
yacer perros muertos en su propiedad hasta que la fragancia fuera ensordecedora, antes
que emplearlo; y las autoridades municipales soportaron que un viejo mastín hinchado
exhalase desde una plaza pública una emanación tan clamorosa, que los forasteros de paso
suponían para sí que se encontraban en las vecindades de un aserradero. Mi padre era
verdaderamente impopular. Durante esos oscuros días, el único sostén de la familia
provenía del emporio de comida para gatos de mi madre.
El negocio era lucrativo. En aquella ciudad, que era la más antigua del mundo, el
gato era objeto de veneración. Su culto era la religión de la zona. La suma y multiplicación
de gatos era una instrucción aritmética permanente. Naturalmente, el desatender los
deseos de un gato era castigado con gran severidad en este mundo y en el otro; por lo
tanto mi madre contaba con cientos de clientes. Sin embargo, con un esposo improductivo
y diecisiete niños, ella tenía algunas dificultades en unir los dos extremos; y al fin la
necesidad de incrementar la diferencia entre el precio de costo y el precio de venta de sus
mercancías carnales la llevó a un expediente que se revelaría como eminentemente
desastroso: concibió la desgraciada idea de vengarse rehusándose a vender carne para
gatos hasta que el boicot a su marido hubiese terminado.
El día en que puso su resolución en práctica el negocio estaba atestado de clientes
excitados y otros se extendían en turbulentas e incansables masas a lo largo de cuatro
cuadras, hasta perderse de vista. En el interior no había más que maldiciones, apretones,
gritos y amenazas. Se recurrió libremente a la intimidación —varios de mis hermanos y
hermanas menores fueron amenazados con ser cortados en pedazos para los gatos—, pero
mi madre se mantuvo firme como una roca y aquel fue un oscuro día para Sardasa, la
antigua y sagrada ciudad que era el escenario de estos acontecimientos. ¡La huelga fue
vigorosamente mantenida, y setecientos cincuenta gatos se acostaron hambrientos!
A la mañana siguiente la ciudad se encontró con que durante la noche había sido
empapelada con una proclama de la Unión Federada de Viejas Criadas. Esta anciana y
poderosa orden afirmaba a través de su Suprema Cabeza Ejecutiva que el boicot a mi
padre y la vengativa huelga de mi madre ponían en serio peligro los intereses de la
religión. La proclama continuaba puntualizando que si no se tomaban medidas antes del
mediodía de la fecha, todas las viejas criadas pararían... y así lo hicieron.
El próximo acto de este infeliz drama fue una insurrección de gatos. Estos sagrados
animales, viendo que habían sido condenados a la inanición, organizaron un mitin masivo
y marcharon en procesión a través de las calles, blasfemando y escupiendo como
demonios. Esta revuelta de los dioses produjo tal consternación que muchas personas
piadosas murieron de espanto y todos los negocios debieron cerrar para enterrarlas y
promulgar terroríficas resoluciones.
Las cosas iban tan mal como les era posible. Se llevaron a cabo mítines entre los
representantes de los intereses hostiles, pero en ellos no se llegó a ningún entendimiento.
Cada acuerdo era roto tan pronto como se hacía y cada elemento de la disputa era
presentado frenéticamente al pueblo. Se avecinaba un nuevo horror.
Se recordará que mi padre era un desodorizador de perros muertos, pero estaba
imposibilitado de practicar su útil y modesta profesión porque nadie lo quería emplear. En
consecuencia los perros muertos apestaban como vagabundos. ¡Entonces se declararon en
huelga! De cada baldío y terreno público, de cada seto y zanja y cloaca y cisterna, de los
cristalinos riachuelos y de las cuajadas aguas de los canales y estuarios —en resumen, de
todos los lugares que desde tiempo inmemorial habían sido propiedad de perros muertos
y consagrados a sus usos y a los de sus herederos y sucesores, para siempre—, ¡se alzaron
en tropel innumerable, en lúgubre cuadrilla! Su procesión abarcaba una milla. A mitad de
camino hacia la ciudad se dieron de lleno con la procesión de gatos. Instantáneamente
éstos enarcaron sus espaldas e irguieron sus colas; los perros muertos descubrieron los
dientes, y erizaron su pelambre, como si aún estuviese adherida a la piel.
¡La carnicería que siguió fue demasiado espantosa para ser contada! La luz del sol
fue oscurecida por los pedazos de piel volando, y la batalla fue librada en la oscuridad, a
ciegas y descuidadamente. Los insultos de los gatos se oyeron a varias millas de distancia,
mientras la fragancia de los perros muertos desolaba siete provincias.
Es imposible determinar cómo podría haber culminado la contienda, pero cuando
ésta estaba en su apogeo, la Unión Federada de Viejas Criadas llegó corriendo a lo largo de
la calle y se insertó de lleno en el grueso de la lucha. Un momento después mi madre se
mostró entre las huestes, blandiendo a su alrededor una cuchilla de carnicero, con gran
libertad e imparcialidad. Mi padre se unió a la lucha, se comprometieron las autoridades
municipales, y el público en general, convergiendo desde todos los puntos del compás, se
consumió a sí mismo en el centro, como si fuera presionado desde la circunferencia.
Finalmente, los muertos realizaron un mitin en el cementerio y resolviéndose por la
huelga general, comenzaron a destruir bóvedas, tumbas, monumentos, lápidas, sauces,
ángeles y corderitos de mármol, todo lo que tuvieran a mano. Al anochecer, lo vivo y lo
muerto estaba exterminado por igual, y donde antes se levantara la antigua y sagrada
ciudad de Sardasa no quedó más que una excavación llena de cadáveres y escombros, tiras
de gatos y parches de perros venidos a menos. El lugar es ahora una vasta pileta de agua
estancada en el centro de un desierto.
Los escalofriantes acontecimientos de aquellos pocos días constituyeron mi
educación industrial, y aproveché tan bien mis ventajas que ahora soy Jefe de Tumulto en
los Duques del Desorden, una organización que reúne a trece millones de obreros
norteamericanos.
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Una Tumba Sin Fondo
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Me llamo John Brenwalter. Mi padre, un borracho, logró patentar un invento para
fabricar granos de café con arcilla; pero era un hombre honrado y no quiso involucrarse en
la fabricación. Por esta razón era sólo moderadamente rico, pues las regalías de su muy
valioso invento apenas le dejaban lo suficiente para pagar los gastos de los pleitos contra
los bribones culpables de infracción. Fue así que yo carecí de muchas de las ventajas que
gozan los hijos de padres deshonestos e inescrupulosos, y de no haber sido por una madre
noble y devota (quien descuidó a mis hermanos y a mis hermanas y vigiló personalmente
mi educación), habría crecido en la ignorancia y habría sido obligado a asistir a la escuela.
Ser el hijo favorito de una mujer bondadosa es mejor que el oro.
Cuando yo tenía diecinueve años, mi padre tuvo la desgracia de morir. Había tenido
siempre una salud perfecta, y su muerte, ocurrida a la hora de cenar y sin previo aviso, a
nadie sorprendió tanto como a él mismo. Esa misma mañana le habían notificado la
adjudicación de la patente de su invento para forzar cajas de caudales por presión
hidráulica y sin hacer ruido. El Jefe de Patentes había declarado que era la más ingeniosa,
efectiva y benemérita invención que él hubiera aprobado jamás. Naturalmente, mi padre
previó una honrosa, próspera vejez. Es por eso que su repentina muerte fue para él una
profunda decepción. Mi madre, en cambio, cuyas piedad y resignación ante los designios
del Cielo eran virtudes conspicuas de su carácter, estaba aparentemente menos
conmovida. Hacia el final de la comida, una vez que el cuerpo de mi pobre padre fue
alzado del suelo, nos reunió a todos en el cuarto contiguo y nos habló de esta manera:
—Hijos míos, el extraño suceso que han presenciado es uno de los más desagradables
incidentes en la vida de un hombre honrado, y les aseguro que me resulta poco agradable.
Les ruego que crean que yo no he tenido nada que ver en su ejecución. Desde luego —
añadió después de una pausa en la que bajó sus ojos abatidos por un profundo
pensamiento—, desde luego es mejor que esté muerto.
Dijo estas palabras como si fuera una verdad tan obvia e incontrovertible que
ninguno de nosotros tuvo el coraje de desafiar su asombro pidiendo una explicación.
Cuando cualquiera de nosotros se equivocaba en algo, el aire de sorpresa de mi madre nos
resultaba terrible. Un día, cuando en un arranque de mal humor me tomé la libertad de
cortarle la oreja al bebé, sus simples palabras: "¡John, me sorprendes!", fueron para mí una
recriminación tan severa que al fin de una noche de insomnio, fui llorando hasta ella y,
arrojándome a sus pies, exclamé: "¡Madre, perdóname por haberte sorprendido!" Así,
ahora, todos —incluso el bebé de una sola oreja— sentimos que aceptar sin preguntas el
hecho de que era mejor, en cierto modo, que nuestro querido padre estuviese muerto,
provocaría menos fricciones. Mi madre continuó:
—Debo decirles, hijos míos, que en el caso de una repentina y misteriosa muerte, la
ley exige que venga el médico forense, corte el cuerpo en pedazos y los someta a un grupo
de hombres, quienes, después de inspeccionarlos, declaran a la persona muerta. Por hacer
esto el forense recibe una gran suma de dinero. Deseo eludir tan penosa formalidad; eso es
algo que nunca tuvo la aprobación de... de los restos. John —aquí mi madre volvió hacia
mí su rostro angelical— tú eres un joven educado y muy discreto. Ahora tienes la
oportunidad de demostrar tu gratitud por todos los sacrificios que nos impuso tu
educación. John, ve y mata al forense.
Inefablemente complacido por esta prueba de confianza de mi madre y por la
oportunidad de distinguirme por medio de un acto que cuadraba con mi natural
disposición, me arrodillé ante ella, llevé sus manos hasta mis labios y las bañé con
lágrimas de emoción. Esa tarde, antes de las cinco, había eliminado al médico.
De inmediato fui arrestado y arrojado a la cárcel. Allí pasé una noche muy incómoda:
me fue imposible dormir a causa de la irreverencia de mis compañeros de celda, dos
clérigos, a quienes la práctica teológica había dado abundantes ideas impías y un dominio
absolutamente único del lenguaje blasfemo. Pero ya avanzada la mañana, el carcelero que
dormía en el cuarto contiguo y a quien tampoco habían dejado dormir, entró en la celda y
con un feroz juramento advirtió a los reverendos caballeros que, si oía una blasfemia más,
su sagrada profesión no le impediría ponerlos en la calle. En consecuencia moderaron su
objetable conversación sustituyéndola por un acordeón. Así, pude dormir el pacífico y
refrescante sueño de la juventud y la inocencia.
A la mañana siguiente me condujeron ante el Juez Superior, un magistrado de
sentencia, y se me sometió al examen preliminar. Alegué que no tenía culpa, y añadí que el
hombre al que yo había asesinado era un notorio demócrata. (Mi bondadosa madre era
republicana y desde mi temprana infancia fui cuidadosamente instruido por ella en los
principios de gobierno honesto y en la necesidad de suprimir la oposición sediciosa.) El
juez, elegido mediante una urna republicana de doble fondo, estaba visiblemente
impresionado por la fuerza lógica de mi alegato y me ofreció un cigarrillo.
—Con el permiso de Su Excelencia —comenzó el Fiscal—, no considero necesario
exponer ninguna prueba en este caso. Por la ley de la nación se sienta usted aquí como
juez de sentencia y es su deber sentenciar. Tanto testimonio como argumentos implicarían
la duda acerca de la decisión de Su Excelencia de cumplir con su deber jurado. Ese es todo
mi caso.
Mi abogado, un hermano del médico forense fallecido, se levantó y dijo:
—Con la venia de la Corte... mi docto amigo ha dejado tan bien y con tanta
elocuencia establecida la ley imperante en este caso, que sólo me resta preguntar hasta
dónde se la ha acatado. En verdad, Su Excelencia es un magistrado penal, y como tal es su
deber sentenciar... ¿qué? Ese es un asunto que la ley, sabia y justamente, ha dejado a su
propio arbitrio, y sabiamente ya ha descargado usted cada una de las obligaciones que la
ley impone. Desde que conozco a Su Excelencia no ha hecho otra cosa que sentenciar.
Usted ha sentenciado por soborno, latrocinio, incendio premeditado, perjurio, adulterio,
asesinato... cada crimen del código y cada exceso conocido por los sensuales y los
depravados, incluyendo a mi docto amigo, el Fiscal. Usted ha cumplido con su deber de
magistrado penal, y como no hay ninguna evidencia contra este joven meritorio, mi
cliente, propongo que sea absuelto.
Se hizo un solemne silencio. El Juez se levantó, se puso la capa negra y, con voz
temblorosa de emoción, me sentenció a la vida y a la libertad. Después, volviéndose hacia
mi consejero, dijo fría pero significativamente:
—Lo veré luego.
A la mañana siguiente, el abogado que me había defendido tan escrupulosamente
contra el cargo de haber asesinado a su propio hermano —con quien había tenido una
pelea por unas tierras— desapareció, y se desconoce su suerte hasta el día de hoy.
Entretanto, el cuerpo de mi pobre padre había sido secretamente sepultado a
medianoche en el patio de su último domicilio, con sus últimas botas puestas y el
contenido de su fallecido estómago sin analizar.
—Él se oponía a cualquier ostentación —dijo mi querida madre mientras terminaba
de apisonar la tierra y ayudaba a los niños a extender una capa de paja sobre la tierra
removida—, sus instintos eran domésticos y amaba la vida tranquila.
El pedido de sucesión de mi madre decía que ella tenía buenas razones para creer
que el difunto estaba muerto, puesto que no había vuelto a comer a su casa desde hacía
varios días; pero el Juez de la Corte del Cuervo —como siempre despreciativamente la
llamó después— decidió que la prueba de muerte no era suficiente y puso el patrimonio
en manos de un Administrador Público, que era su yerno. Se descubrió que el pasivo daba
igual que el activo; sólo había quedado la patente de invención del dispositivo para forzar
cajas de seguridad por presión hidráulica y en silencio, y ésta había pasado a ser
propiedad legítima del Juez Testamentario y del Administrador Público, como mi querida
madre prefería llamarlo. Así, en unos pocos meses, una acaudalada y respetable familia
fue reducida de la prosperidad al delito; la necesidad nos obligó a trabajar.
Diversas consideraciones, tales como la idoneidad personal, la inclinación, etc., nos
guiaban en la selección de nuestras ocupaciones. Mi madre abrió una selecta escuela
privada para enseñar el arte de alterar las manchas sobre las alfombras de piel de
leopardo; el mayor de mis hermanos, George Henry, a quien le gustaba la música, se
convirtió en el corneta de un asilo para sordomudos de los alrededores; mi hermana Mary
María, tomaba pedidos de Esencias de Picaportes del Profesor Pumpernickel, para sazonar
aguas minerales, y yo me establecí como ajustador y dorador de vigas para horcas. Los
demás, demasiado jóvenes para trabajar, continuaron con el robo de pequeños artículos
expuestos en las vidrieras de las tiendas, tal como se les había enseñado.
En nuestros ratos de ocio atraíamos a nuestra casa a los viajeros y enterrábamos los
cuerpos en un sótano.
En una parte de este sótano guardábamos vinos, licores y provisiones. De la rapidez
con que desaparecían nos sobrevino la supersticiosa creencia de que los espíritus de las
personas enterradas volvían a la noche y se daban un festín. Al menos era cierto que con
frecuencia, de mañana, solíamos descubrir trozos de carnes adobadas, mercaderías
envasadas y restos de comida ensuciando el lugar, a pesar de que había sido cerrado con
llave y atrancado, previendo toda intromisión humana. Se propuso sacar las provisiones y
almacenarlas en cualquier otro sitio, pero nuestra querida madre, siempre generosa y
hospitalaria, dijo que era mejor soportar la pérdida que arriesgarse a ser descubiertos; si a
los fantasmas les era negada esta insignificante gratificación, podrían promover una
investigación que echaría por tierra nuestro esquema de la división del trabajo, desviando
las energías de toda la familia hacia la simple industria a la cual yo me dedicaba: todos
terminaríamos decorando las vigas de las horcas. Aceptamos su decisión con filial
sumisión, que se debía a nuestro respeto por su sabiduría y la pureza de su carácter.
Una noche, mientras todos estábamos en el sótano —ninguno se atrevía a entrar solo
— ocupados en la tarea de dispensar al alcalde de una ciudad vecina los solemnes oficios
de la cristiana sepultura, mi madre y los niños pequeños sosteniendo cada uno una vela,
mientras que George Henry y yo trabajábamos con la pala y el pico, mi hermana Mary
María profirió un chillido y se cubrió los ojos con las manos. Estábamos todos
sobrecogidos de espanto y las exequias del alcalde fueron suspendidas de inmediato, a la
vez que, pálidos y con la voz temblorosa, le rogamos que nos dijera qué cosa la había
alarmado. Los niños más pequeños temblaban tanto que sostenían las velas con escasa
firmeza, y las ondulantes sombras de nuestras figuras danzaban sobre las paredes con
movimientos toscos y grotescos que adoptaban las más pavorosas actitudes. La cara del
hombre muerto, ora fulgurando horriblemente en la luz, ora extinguiéndose a través de
alguna fluctuante sombra, parecía adoptar cada vez una nueva y más imponente
expresión, una amenaza aún más maligna. Más asustadas que nosotros por el grito de la
niña, las ratas echaron a correr en multitudes por el lugar, lanzando penetrantes chillidos,
o con sus ojos fijos estrellando la oscura opacidad de algún distante rincón, meros puntos
de luz verde haciendo juego con la pálida fosforescencia de la podredumbre que llenaba la
tumba a medio cavar y que parecía la manifestación visible de un leve olor a moribundo
que corrompía el aire insalubre. Ahora los niños sollozaban y se pegaban a las piernas de
sus mayores, dejando caer sus velas, y nosotros estábamos a punto de ser abandonados a
la total oscuridad, excepto por esa luz siniestra que fluía despaciosamente por encima de
la tierra revuelta e inundaba los bordes de la tumba como una fuente.
Entretanto, mi hermana, arrodillada sobre la tierra extraída de la excavación, se había
quitado las manos de la cara y estaba mirando con ojos dilatados en el interior de un
oscuro espacio que había entre dos barriles de vino.
—¡Allí está! ¡Allí está! —chilló, señalando— ¡Dios del cielo! ¿No pueden verlo?
Y realmente estaba allí: una figura humana apenas discernible en las tinieblas; una
figura que se balanceaba de un costado a otro como si se fuera a caer, agarrándose a los
barriles de vino para sostenerse; dio un paso hacia adelante, tambaleándose y, por un
momento, apareció a la luz de lo que quedaba de nuestras velas; luego se irguió
pesadamente y cayó postrada en tierra. En ese momento todos habíamos reconocido la
figura, la cara y el porte de nuestro padre. ¡Muerto estos diez meses y enterrado por
nuestras propias manos! ¡Nuestro padre, sin duda, resucitado y horriblemente borracho!
En los incidentes ocurridos durante la fuga precipitada de ese terrible lugar; en la
aniquilación de todo humano sentimiento en ese tumultuoso, loco apretujarse por la
húmeda y mohosa escalera, resbalando, cayendo, derribándose y trepando uno sobre la
espalda del otro, las luces extinguidas, los bebés pisoteados por sus robustos hermanos y
arrojados de vuelta a la muerte por un brazo maternal; en todo esto no me atrevo a pensar.
Mi madre, mi hermano y mi hermana mayores y yo escapamos; los otros quedaron abajo,
para morir de sus heridas o de su terror; algunos, quizá, por las llamas, puesto que en una
hora, nosotros cuatro, juntando apresuradamente el poco dinero y las joyas que teníamos,
y la ropa que podíamos llevar, incendiamos la casa y huimos bajo la luz de las llamas,
hacia las colinas. Ni siquiera nos detuvimos a cobrar el seguro, y mi querida madre dijo en
su lecho de muerte, años después en una tierra lejana, que ése había sido el único pecado
de omisión que quedaba sobre su conciencia. Su confesor, un hombre santo, le aseguró
que, bajo tales circunstancias, el Cielo le perdonaría su descuido.
Cerca de diez años después de nuestra desaparición de los escenarios de mi infancia,
yo, entonces un próspero falsificador, regresé disfrazado al lugar con la intención de
recuperar algo de nuestro tesoro, que había sido enterrado en el sótano. Debo decir que no
tuve éxito: el descubrimiento de muchos huesos humanos en las ruinas obligó a las
autoridades a excavar por más. Encontraron el tesoro y lo guardaron. La casa no fue
reconstruida; todo el vecindario era una desolación. Tal cantidad de visiones y sonidos
extraterrenos habían sido denunciados desde entonces, que nadie quería vivir allí. Como
no había a quien preguntar o molestar, decidí gratificar mi piedad filial con la
contemplación, una vez más, de la cara de mi bienamado padre, si era cierto que nuestros
ojos nos habían engañado y estaba todavía en su tumba. Recordaba además que él siempre
había usado un enorme anillo de diamante, y yo como no lo había visto ni había oído nada
acerca de él desde su muerte, tenía razones como para pensar que debió haber sido
enterrado con el anillo puesto. Procurándome una pala, rápidamente localicé la tumba en
lo que había sido el patio de mi casa, y comencé a cavar. Cuando hube alcanzado cerca de
cuatro pies de profundidad, la tumba se desfondó y me precipité a un gran desagüe,
cayendo por el largo agujero de su desmoronado codo. No había ni cadáver ni rastro
alguno de él.
Imposibilitado para salir de la excavación, me arrastré por el desagüe, quité con
cierta dificultad una masa de escombros carbonizados y de ennegrecida mampostería que
lo obstaculizaba, y salí por lo que había sido aquel funesto sótano.
Todo estaba claro. Mi padre, cualquier cosa que fuera lo que le había provocado esa
descompostura durante la cena (y pienso que mi santa madre hubiera podido arrojar algo
de luz sobre ese asunto) había sido, indudablemente, enterrado vivo. La tumba se había
excavado accidentalmente sobre el olvidado desagüe hasta el recodo del caño, y como no
utilizamos ataúd, en sus esfuerzos por sobrevivir había roto la podrida mampostería y
caído a través de ella, escapando finalmente hacia el interior del sótano. Sintiendo que no
era bienvenido en su propia casa, pero sin tener otra, había vivido en reclusión
subterránea como testigo de nuestro ahorro y como pensionista de nuestra providencia. Él
era quien se comía nuestra comida; él quien se bebía nuestro vino; no era mejor que un
ladrón. En un instante de intoxicación y sintiendo, sin duda, necesidad de compañía, que
es el único vínculo afín entre un borracho y su raza, abandonó el lugar de su escondite en
un momento extrañamente inoportuno, acarreando deplorables consecuencias a aquellos
más cercanos y queridos. Un desatino que tuvo casi la dignidad de un crimen.
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Uno De Los Desaparecidos
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Jerome Searing, soldado raso del ejército del general Sherman, que entonces
combatía al enemigo en Kermesaw Mountain, Georgia, dio la espalda al pequeño grupo
de oficiales con los que había estado conversando en voz baja, atravesó una estrecha franja
de trincheras y desapareció en el bosque. Ninguno de los hombres alineados tras las
trincheras le dijo una palabra, y apenas él les dirigió un movimiento de cabeza al pasar,
pero todos los que lo vieron comprendieron que a aquel valiente acababan de confiarle
una misión peligrosa. Jerome Searing, aunque era soldado raso, no servía en las filas; por
razones de servicio estaba destacado en el cuartel general de la división, y en las listas
figuraba como asistente. «Asistente» es una palabra que comprende multitud de
obligaciones. Un asistente puede ser un mensajero, un oficinista, el criado de un oficial...
cualquier cosa. Puede realizar servicios que no están previstos en las instrucciones y
reglamentaciones militares. Su naturaleza puede depender de las aptitudes del asistente,
del favor de otros o de la mera casualidad. El soldado Searing, un incomparable tirador,
joven, fuerte, inteligente e insensible al miedo, era explorador. Al general que comandaba
su división no le satisfacía obedecer ciegamente las órdenes, sin saber qué era lo que había
frente a sus tropas, incluso cuando éstas no se hallaban destacadas en servicio y sólo
formaban una fracción del ejército en línea; ni le agradaba recibir la información por sus
vis-á-vis a través de los canales acostumbrados, Quería saber más de lo que le informaban
los mandos del ejército y los choques entre los destacamentos y los tiradores. Para ello
estaba Jerome Searing, con su audacia extraordinaria, su conocimiento del bosque, sus
observadores ojos y su veracidad en el relato. En esta ocasión, sus instrucciones eran
sencillas: llegar tan próximo como fuera posible a las líneas enemigas y averiguar todo
cuanto pudiera.
En pocos momentos alcanzó los primeros puestos. Allí, los hombres de guardia
descansaban en grupos de dos y de cuatro detrás de los pequeños terraplenes con que
habían formado la ligera depresión de tierra en que yacían, con los fusiles sobresaliendo
por encima de las ramas verdes con que habían cubierto sus pequeñas defensas. El bosque
se extendía sin interrupción frente a ellos, tan solemne y silencioso que sólo un esfuerzo de
la imaginación podía concebirlo poblado de hombres armados, vigilantes y alertas —un
bosque extraordinario, pleno de posibilidades de lucha—. Tras detenerse un momento en
una de las trincheras para informar a los hombres de sus intenciones, Searing se arrastró
sigilosamente con las manos y las rodillas y pronto se perdió de vista en la densa espesura
de la maleza.
—Es lo último de él —dijo uno de los hombres—. Desearía tener su fusil. Esos tipos
nos herirán a alguno con él.
Searing continuó arrastrándose, aprovechando todos los accidentes del terreno y la
vegetación para cubrirse mejor. Sus ojos lo escudriñaban todo y sus oídos tomaban nota de
todos los ruidos. Contenía la respiración. Y cuando unas ramas pequeñas crujieron debajo
de sus rodillas, detuvo su avance y se aplastó contra la tierra. Era un trabajo lento, pero no
tedioso; el peligro lo hacía incluso excitante, pero la excitación no se manifestaba
físicamente. Su pulso era tan regular y sus nervios tan firmes como si estuviera intentando
cazar un gorrión.
—Parece mucho tiempo —pensó—. Pero no puedo haber llegado muy lejos; todavía
estoy vivo.
Sonrió ante su personal método de calcular la distancia y prosiguió reptando. Un
momento después, se aplastó bruscamente contra el suelo y se mantuvo inmóvil un rato,
minuto tras minuto. A través de una pequeña abertura entre los arbustos había percibido
un pequeño talud de arcilla amarilla: una de las trincheras enemigas. Tras un poco más de
tiempo, levantó la cabeza cautelosamente, pulgada a pulgada; después levantó el cuerpo
sobre las manos, apoyadas a cada lado sobre el suelo, intentando mirar el montículo de
greda. Un instante después estaba de pie, con el fusil en la mano, y corría rápidamente
hacia delante sin cuidado alguno de ocultarse. Había interpretado bien las señales,
cualesquiera que fuesen; el enemigo se había marchado.
Para asegurarse completamente antes de volver atrás para informar de un hecho de
tan gran importancia, Searing siguió avanzando a través de la línea de las abandonadas
trincheras, corriendo de una protección a otra en las partes más claras del bosque, con los
ojos atentos al descubrimiento de posibles rezagados. Llegó hasta el borde de una
plantación, una de aquellas granjas abandonadas y desiertas de los últimos años de la
guerra, invadida por las zarzas, afeada por los cercados rotos y las desoladas y vacías
construcciones que mostraban descarnadas aberturas en el lugar de las puertas y ventanas.
Después de un escrutinio penetrante desde el abrigo seguro de un grupo de pinos jóvenes,
Searing cruzó velozmente un campo y una huerta hasta alcanzar una pequeña estructura
situada algo aparte de las otras construcciones de la granja, sobre una suave elevación.
Pensó que aquella situación le ofrecería una buena panorámica de la comarca, en la
dirección que suponía que había tomado el enemigo en su retirada. Aquella construcción,
que originalmente había consistido en una sola habitación sostenida por cuatro postes de
uno o tres metros de altura, era ahora poco más que un tejado en el suelo; se había
desplomado y los tirantes y las tablas se amontonaban en el suelo en desorden, o colgaban
del extremo en varios ángulos, no completamente desprendidos de los puntos que los
aguantaban. Los mismo postes de soporte habían dejado de ser verticales. Parecía que
todo el edificio pudiera desplomarse con sólo tocarlo con un dedo.
Ocultándose entre los escombros de viguetas y solerías, Searing recorrió con la vista
el terreno abierto que se extendía entre su punto de observación y una estribación de
Kennesaw Mountain, a ochocientos metros de distancia. Un camino que subía y cruzaba la
estribación estaba atestado de tropas. Los fusiles de la retaguardia del enemigo en retirada
brillaban al sol de la mañana.
Searing había averiguado ya todo lo que habría podido desear saber. Ahora su deber
era retornar a su compañía con la mayor rapidez posible e informar de su descubrimiento.
Pero la columna gris de los confederados ascendiendo penosamente el camino de la
montaña era una tentación singular. Su fusil —un Springfield ordinario, pero provisto de
una mira esférica y un gatillo al pelo— enviaría fácilmente, silbando en medio de la tropa,
su onza y cuarto de plomo. Seguramente eso no afectaría la duración ni el resultado de la
guerra, pero el trabajo del soldado es matar. También es su costumbre, si es un buen
soldado. Searing amartilló su fusil y «enchufó» el gatillo.
Pero estaba decidido desde el principio de los tiempos que el soldado Searing no
asesinara a nadie aquella luminosa mañana de verano, y que no fuera él quien anunciara
la retirada de los confederados. Durante innumerables siglos, los acontecimientos se
habían ido imbricando de tal manera a sí mismos en ese mosaico maravilloso, del que
algunas partes, difícilmente discernibles, llamamos historia, que los actos que ahora el
soldado Searing se proponía ejecutar enturbiaban la armonía del modelo. Unos veinticinco
años antes, la Providencia encargada de ejecutar esa tarea según el diseño prefijado había
prevenido aquel infortunio originando el nacimiento de cierto niño en una aldea situada al
pie de los Montes Cárpatos. Lo había criado con todo cuidado, había supervisado su
educación, había encaminado sus intereses hacia la carrera militar y, llegado el momento,
lo había hecho oficial de artillería. Pero la concurrencia de un número infinito de
influencias favorables que predominaban sobre otras influencias desfavorables hizo que
aquel oficial de artillería incurriera en una infracción de la disciplina militar y hubiera de
huir de su país natal para evitar el castigo. Fue enviado a Nueva Orleáns —en lugar de a
Nueva York—, donde un oficial de reclutamiento le recogió en el muelle. Fue alistado y
más tarde ascendido, y los sucesos se ordenaron de tal modo que ahora comandaba una
batería de los confederados a unos tres kilómetros en línea recta del lugar donde Searing,
el explorador federal, amartillaba su rifle. Nada se había descuidado: en cada etapa del
desarrollo de las vidas de aquellos dos hombres, y en las vidas de sus contemporáneos y
antepasados, y en las vidas de los contemporáneos de sus antepasados, se había hecho
todo lo correcto para llegar al resultado deseado. Si algo se hubiese omitido en esta vasta
concatenación, el soldado Searing hubiera podido hacer fuego aquella mañana sobre los
confederados en retirada y quizá hubiera fallado. Pero sucedió que a un capitán de
artillería confederado, sin nada mejor que hacer mientras aguardaba su turno para
avanzar, se le ocurrió divertirse apuntando un cañón de campaña oblicuamente hacia su
derecha, hacia lo que tomó por un grupo de soldados federales situados en la cima de una
colina, y hacer fuego. El obús voló mucho más allá de su objetivo.
Jerome Searing echó atrás el gatillo de su fusil, calculando, con los ojos fijos sobre los
distantes confederados, dónde podría plantar su bala con la mayor esperanza de hacer una
viuda, un huérfano o una madre sin hijo —incluso, quizá, las tres cosas a la vez—, porque,
aunque el soldado raso Searing había rechazado repetidas veces el ascenso, no carecía de
cierta ambición. Entonces oyó precipitarse un ruido en el aire, como el de las alas de un
pájaro enorme abatiéndose sobre su presa. Demasiado rápido para que pudiera percibir su
graduación, el ruido aumentó hasta convertirse en un bramido ronco y temible, al mismo
tiempo que el proyectil que lo producía se abalanzaba sobre él desde el cielo, golpeaba con
ensordecedor impacto uno de los postes que sostenía el montón de vigas encima de él, lo
hacía añicos y derrumbaba con estrépito la descalabrada caseta entre nubes de polvo
cegador.
Cuando Jerome Searing recuperó el conocimiento no supo al principio qué había
ocurrido. Todavía tardó un tiempo en abrir los ojos. Por un momento creyó que había
muerto y había sido enterrado, e intentó recordar algunos fragmentos de los oficios
fúnebres. Imaginó que su esposa estaba arrodillada sobre su tumba, añadiendo el peso de
su cuerpo al de la tierra que tenía sobre el pecho. Ambos, la viuda y la tierra, habían
aplastado el ataúd. A menos de que los niños la convencieran de volver a casa, no lograría
seguir respirando mucho tiempo. Experimentó una sensación de injusticia. «No puedo
hablarle —pensó—. Los muertos no tienen voz, y si abro los ojos se me llenarán de tierra.»
Abrió los ojos. Una gran extensión de cielo azul por encima de la franja de las copas,
de los árboles. En primer plano, ocultando algunos árboles, había un alto y pardo
montículo, de contorno anguloso, atravesado por una red intrincada e irregular de líneas
rectas; todo a una inconmensurable distancia, una distancia tan inconcebiblemente grande
que lo cansaba; cerró los ojos. En el momento en que lo hizo percibió una luz insoportable.
En sus oídos retumbó el ruido del trueno sordo y rítmico de un mar lejano, rompiendo en
sucesivas olas sobre la playa y, además del ruido, como parte de él o incluso de más lejos
de él, entremezcladas con su incesante murmullo, le llegaron unas palabras: «Jerome
Searing, estás cogido como una rata en una trampa... en una trampa, trampa, trampa».
Súbitamente, se hizo un gran silencio, una profunda oscuridad y una infinita calma,
y Jerome Searing, absolutamente consciente de su condición de rata y convencido de que
había caído en una trampa, recordó todo y abrió de nuevo los ojos sin alarma para
reconocer la situación, advertir la fuerza del enemigo y planear su defensa. Había quedado
atrapado casi tumbado, con la espalda fuertemente apoyada contra una viga. Otro
travesaño le cruzaba el pecho y, aunque había logrado apartarse un poco para que no lo
oprimiera, el travesaño era inamovible. Un tirante que formaba ángulo con él le había
comprimido el lado izquierdo contra un montón de maderas inmovilizándole el brazo. Un
montón de cascotes le cubría hasta las rodillas las piernas, algo entreabiertas en el suelo, y
tapaba su limitado horizonte. Tenía la cabeza tan rígidamente sujeta como fijada por un
tomo; podía mover los ojos y la barbilla pero nada más. Sólo tenía el brazo derecho
parcialmente libre. «Tienes que librarnos de esto» le dijo. Pero no podía sacarlo de debajo
de la gruesa viga que le cruzaba el pecho ni mover el codo más de seis centímetros.
Searing no estaba gravemente herido ni sufría dolor. Un golpe seco en la cabeza dado
por un pedazo del poste astillado, unido al súbito y terrible impacto nervioso, lo habían
conmocionado momentáneamente. Su desvanecimiento y recuperación, durante la que
había experimentado extrañas fantasías, probablemente no habían sobrepasado unos
segundos, pues el polvo producido por el derrumbamiento todavía no se había disipado
cuando empezó a entender con claridad la situación.
Con la mano derecha en parte libre intentó asir la viga que le aprisionaba, no del
todo, el pecho. No pudo hacerlo de ninguna manera. No era capaz de bajar el hombro para
empujar con el codo el borde de la viga que tenía más cerca de las rodillas. Al fracasar en
este movimiento, tampoco podía levantar el antebrazo y la mano para coger la madera. El
tirante que formaba ángulo con la viga por abajo y atrás le impedía cualquier movimiento
en esa dirección y el espacio entre el tirante y su cuerpo no era ni la mitad de ancho que la
largura de su antebrazo. Era evidente, pues, que no podía pasar la mano ni por encima ni
por debajo de la viga; de hecho, no podía ni siquiera tocarla. Comprendiendo que era
imposible, desistió de este empeño y empezó a pensar en alcanzar parte de los escombros
amontonados sobre las piernas.
Mientras miraba el montón intentando determinar las posibilidades que había, le
llamó la atención lo que parecía un brillante aro metálico situado delante de su vista. Al
principio le pareció que rodeaba una sustancia completamente negra y que tenía un
centímetro de diámetro. De pronto comprendió que la parte negra era solamente una
sombra y que el aro era en realidad la boca de su fusil, que sobresalía del montón de
escombros. En seguida se alegró de que fuera eso, si es que podía ser una alegría.
Cerrando primero un ojo y luego otro, podía ver una parte del caño, hasta el punto en que
lo escondían los escombros. Cuando veía el lado correspondiente a un ojo, éste estaba
aparentemente en el mismo ángulo que el lado correspondiente al otro ojo. Si miraba con
el ojo derecho, el arma parecía dirigida a la izquierda de su cabeza, y viceversa. No
lograba ver la superficie superior del caño, pero alcanzaba a distinguir en un breve ángulo
la superficie inferior de la culata. El arma, en realidad, apuntaba exactamente al centro
justo de su frente.
Cuando el soldado Searing advirtió esta circunstancia y recordó que antes del
accidente que le había colocado en aquella desgraciada situación había amartillado el fusil
y dispuesto el gatillo para disparar con sólo rozarlo, le asaltó una sensación de inquietud.
Pero no fue en absoluto miedo; era un hombre valiente, familiarizado con aquella posición
de los rifles, y también con los cañones. Entonces recordó, casi divertido, un incidente que
le había ocurrido durante el asalto de Missionary Ridge. Cuando se encaramaba a uno de
los parapetos enemigos, donde había visto que un pesado cañón lanzaba carga tras carga
de metralla a los asaltantes, por un momento pensó que habían retirado el cañón; sólo
conseguía ver un aro en la abertura. Lo comprendió justo a tiempo de saltar a un lado,
cuando el cañón lanzó otro picotazo de acero sobre la cuesta plagada de hombres. Dar la
cara a las armas de fuego es una de las situaciones más habituales en la vida de un
soldado... armas de fuego, además, tras las que resplandece el brillo de unos ojos hostiles.
Para eso está hecho un soldado. Sin embargo, el soldado Searing no apreciaba ahora del
mismo modo la situación, y apartó la vista.
Tras tantear durante un rato, vagamente, con la mano derecha, hizo un inútil intento
de liberar la izquierda. Después, trató de desasir la cabeza, cuya sujeción le resultaba tanto
más molesta por ignorar qué era lo que la sujetaba. A continuación, intentó liberar los pies,
pero cuando endurecía, a este propósito, los fuertes músculos de las piernas, reparó en que
un movimiento de los escombros que las cubrían podía provocar la descarga del rifle; no
comprendía cómo había resistido el arma, pero la memoria lo ayudó aportándole varios
casos similares. Recordaba uno en particular, en que en un momento de distracción había
aporreado a un caballero con el fusil para saltarle los sesos, sin darse cuenta hasta después
de que el arma que acababa de blandir por el caño estaba amartillada y con el gatillo
puesto, detalle que si hubiera conocido su antagonista le hubiera inducido, sin duda, a una
mayor resistencia. Siempre había sonreído ante este recuerdo de sus «inmaduros y
juveniles» días de soldado, pero ahora no sonrió. Volvió la mirada otra vez a la boca del
fusil y por un instante imaginó que se había movido; parecía algo más próxima.
Apartó otra vez la vista. Las copas de los distantes árboles que había fuera de los
límites de la plantación la atrajeron: no había reparado antes en qué ligeros, como
plumosos, eran, ni en qué azul intenso tenía el cielo, incluso entre las ramas de los árboles,
que de algún modo lo hacían palidecer con su verdor; por encima de él, ya aparecía casi
negro. «De día hará un calor insoportable aquí —pensó—. Me gustaría saber en qué
dirección estoy mirando.»
A juzgar por las sombras que veía, decidió que tenía la cara al norte; al menos no le
daría el sol en los ojos, Y al norte... bueno, era en dirección a su mujer y sus hijos.
—¡Bah! —exclamó en voz alta—. ¿Qué tienen que ver con esto?
Cerró los ojos. «Mientras no pueda salir, lo mejor será que duerma. Los rebeldes han
marchado y seguro que alguno de los nuestros pasará por aquí a buscar forraje. Me
encontrarán.»
Pero no se dormía. Poco a poco empezó a sentir un dolor en la frente, un dolor sordo,
casi imperceptible primero, pero que aumentaba y se hacía más y más molesto. Al abrir los
ojos desaparecía, pero cuando los cerraba volvía a aparecer.
—¡Al diablo! —exclamó, inútilmente, y miró de nuevo fijamente el cielo. Escuchó el
canto de los pájaros, la extraña nota metálica de las alondras de la pradera, que sugería un
golpeteo de vibrantes espadas. Se hundió en las memorias agradables de su infancia;
jugaba con su hermano y su hermana; atravesaba corriendo los campos, chillando para
espantar a las sedentarias alondras; se adentraba en el sombrío bosque alejado y, con
tímidos pasos, seguía el borroso sendero que conducía a la Peña del Fantasma; se detenía,
por último, con unos estruendosos latidos en el pecho, ante la Cueva del Hombre Muerto e
intentaba penetrar su pasmoso misterio. Por primera vez, se dio cuenta de que la abertura
de la caverna encantada estaba rodeada por un aro de metal. Entonces, todo se desvaneció
y lo dejó escrutando el cañón de su fusil, como antes. Pero mientras que antes parecía
cerca, ahora semejaba a una inconcebible distancia y, por ello, más siniestro. Se puso a
gritar y, asustado por algo que percibió en su propia voz —el tono del Miedo— se mintió a
sí mismo: «Si no grito, puedo quedarme aquí hasta que me muera».
Ya no hizo más intentos de rehuir la amenazadora mirada del cañón del fusil. Si
giraba los ojos en algún momento, era para buscar ayuda (aunque no podía ver el terreno
que había a cada lado de la ruina), y se permitía después volver la vista otra vez, como
obedeciendo una imperativa fascinación. Si cerraba los ojos era por agotamiento, y en
seguida los abría, obligado por el punzante dolor en la frente —la profética amenaza de la
bala.
La tensión nerviosa era demasiado fuerte; la naturaleza venía en su auxilio
sumiéndolo en intervalos de inconsciencia. Cuando revivía de uno de estos intervalos
percibió un agudo dolor y un escozor en la mano derecha. Movió los dedos y se los frotó
contra la palma, y notó que estaban húmedos y resbaladizos. No podía verse la mano,
pero conocía aquella sensación: le manaba sangre. En su momento de delirio había
golpeado los cascotes desportillados de las ruinas y se había clavado varias astillas.
Decidió que se enfrentaría a su destino con más virilidad. Era un soldado raso y vulgar, no
tenía religión ni filosofía. No podía morir como un héroe, entre grandilocuentes y sabias
palabras, ni aun en el caso de que hubiera habido alguien para escucharlas, pero podía
morir «con ánimo», y eso iba a hacer. ¡Pero si pudiera saber cuándo iba a sonar el disparo!
Algunas ratas, que probablemente habían habitado la caseta, se acercaron
correteando furtivamente. Una subió a la pila de cascotes que aprisionaban el rifle; le
siguió otra y otra. Searing las miró al principio con indiferencia y luego con amistoso
interés. Pero después, cuando en su mente extraviada destelló el pensamiento de que
podían rozar el gatillo del fusil, las maldijo y les chilló que se marcharan.
—Esto no es asunto de ustedes —les gritó.
Los animales se fueron; volverían más tarde, a atacarle la cara, a roerle la nariz, a
desgarrarle la garganta... él lo sabía, pero esperaba estar muerto para entonces
Nada podía apartar ahora su vista del pequeño aro metálico repleto de tinieblas. El
dolor en la frente era feroz y no cesaba. Lo sentía penetrar gradualmente en el cerebro a
más y más profundidad, hasta que detenía su avance la madera que sostenía su cabeza.
Aumentaba por momentos haciéndose intolerable: irracionalmente, empezó a golpear otra
vez la mano herida contra las astillas para contrarrestar con otro sufrimiento aquel dolor
lacerante. Parecía palpitar con lenta y regular recurrencia, cada pulsación más penetrante
que la anterior, y a veces aullaba, creyendo que sentía el disparo fatal. Ningún
pensamiento sobre su hogar, su esposa e hijos, la patria o la gloria. Todo recuerdo se había
desvanecido de la memoria. El mundo había desaparecido... no quedaba ningún vestigio.
Aquí, en esa confusión de vigas y maderas, está el único universo. Aquí está la
inmortalidad del tiempo... cada dolor una vida perpetua. Cada pulsación una señal de la
eternidad.
Jerome Searing, el hombre valeroso, el enemigo formidable, el fuerte y resuelto
guerrero, tenía la palidez de un fantasma. La mandíbula le colgaba; le sobresalían los ojos;
le temblaba cada músculo; un sudor frío le bañaba todo el cuerpo; aullaba de miedo. No
había enloquecido... estaba aterrado.
Tanteando con la mano derecha, desgarrada y sangrante, logró alcanzar un pedazo
de madera; la empujó hacia arriba y sintió que cedía. Estaba paralela a su cuerpo. Dobló el
codo todo lo que el estrecho espacio le permitía y logró moverla unos centímetros. Repitió
la maniobra varias veces y la tabla quedó desprendida de los escombros que le cubrían las
piernas. Pudo alzarla entera del suelo. Le invadió la esperanza, quizá pudiera desplazarla
hacia arriba, es decir hacia atrás, lo bastante como para alzarla por el extremo y empujar el
fusil a un lado; o, si éste estaba demasiado encajado, colocar la tabla de manera que
desviara la bala. Con este objetivo, corrió la madera hacia atrás centímetro a centímetro sin
atreverse apenas a respirar por temor a que ello hiciera fracasar su intento, más incapaz
que nunca de apartar los ojos del fusil, que podía ahora aprovechar su menguante
oportunidad. Algo, al menos, había ganado: en su preocupación por aquel intento de
autodefensa era menos sensible al dolor de su cabeza y había dejado de gritar. Pero
continuaba mortalmente asustado y los dientes le temblequeaban como castañuelas.
La tabla de madera dejó de moverse bajo la presión de su mano. Tiró de ella con
todas sus fuerzas, cambiando su dirección todo lo que podía, pero la tabla había
encontrado un obstáculo detrás de él y el extremo de delante estaba todavía demasiado
lejos para salir del montón de escombros y alcanzar el caño del fusil. Llegaba casi, sin
embargo, hasta el guardamonte, que, no cubierto de escombros, podía entrever con el ojo
derecho. Intentó romper la tabla con la mano, pero no tenía apoyo para hacer palanca. Con
el fracaso retornó su terror, diez veces aumentado. La negra abertura del fusil parecía
amenazar con una muerte más repentina e inminente, como castigo por su rebeldía. El
trayecto de la bala a través de su cabeza le hizo sentir un dolor mayor. Tembló otra vez.
De pronto, recuperó la calma. El temblor persistía. Apretó los dientes y frunció las
cejas. No había agotado las posibilidades de defensa; en su mente se había formado una
nueva idea... otro plan de batalla. Alzando la punta delantera de la tabla de madera, la
empujó cuidadosamente hacia delante por entre los cascotes que rodeaban el fusil hasta
que tocó el guardamontes. Movió la punta lentamente hasta que notó que lo traspasaba.
Entonces cerró los ojos y apretó contra el guardamontes con toda su fuerza. No hubo
ninguna detonación. El rifle se había descargado al caerle de la mano cuando el edificio se
derrumbó... Pero cumplió su función.
El teniente Adrian Searing, al mando del piquete en aquella línea de combate por la
que su hermano Jerome había pasado para cumplir su misión, estaba sentado, con los
oídos atentos, en su parapeto tras la línea. No se le escapaba el menor ruido: el chillido de
un pájaro, el raspar de una ardilla, el sonido del viento entre los pinos... todo lo captaban
ansiosamente sus sentidos agotados. De repente, justo delante de su alineación, escuchó
un rumor confuso, apenas perceptible, semejante al estruendo del hundimiento de un
edificio, transportado en la distancia. El teniente miró mecánicamente su reloj. Las seis y
dieciocho minutos. En aquel momento, un oficial se aproximó a él y lo saludó.
—Mi teniente —dijo el oficial—, el coronel le ordena que haga avanzar su alineación
y entre en contacto con el enemigo si lo encuentra. Si no, debe proseguir el avance hasta
que se le ordene el alto. Hay motivos para pensar que el enemigo se ha dado en retirada.
El teniente asintió en silencio; el otro oficial se retiró. En poco tiempo los hombres,
avisados en voz baja de su obligación por los oficiales, cargaron sus rifles y comenzaron a
avanzar en formación, con los dientes apretados y el corazón palpitante.
Este piquete de tiradores atravesó rápidamente la plantación dirigiéndose a la
montaña. Pasaron por los dos lados de la caseta en ruinas sin observar nada. A poca
distancia, en la retaguardia, iba su teniente. Éste miró con curiosidad las ruinas y observó
un cadáver semienterrado entre las maderas y las vigas.
Está tan cubierto de polvo que sus ropas son del gris confederado. Tiene el rostro de
un blanco amarillento; las mejillas hundidas; las sienes sobresalen con unos bordes
angulosos dando a la frente una estrechez lúgubre; el labio superior, levemente alzado,
descubre los dientes blancos, rígidamente apretados. El pelo está enteramente impregnado
de sudor y el rostro tan húmedo como la hierba cubierta de rocío. Desde donde se
encuentra, el oficial no advierte el fusil; en apariencia, el hombre había muerto por el
derrumbamiento del edificio.
—Muerto hace una semana —dijo el oficial lacónicamente.
Siguió su camino, consultando su reloj con aire ausente, como para verificar su
cálculo de la hora. Las seis y cuarenta minutos.
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Visiones De La Noche
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Tengo la convicción de que el don de los sueños es un valioso obsequio literario,
pues si con alguna técnica aún no descubierta pudiéramos captar, fijar y utilizar las
insólitas imágenes que proporciona, tendríamos una literatura «muy por encima de lo
corriente». Del mismo modo que los animales adiestrados adquieren nuevas capacidades
y aptitudes, ese don podría mejorarse sensiblemente una vez capturado y domesticado.
Con ello, doblaríamos las horas productivas y realizaríamos nuestra más fructífera labor
mientras dormimos. Pero, incluso en las condiciones actuales, el mundo de los sueños es
un terreno que produce rentas, tal y como demuestra «Kubla Khan».
¿Y qué es el sueño? Pues una desordenada disposición de recuerdos inconexos, una
embrollada sucesión de pensamientos que una vez estuvieron presentes en la conciencia
insomne. Es una resurrección de todos los muertos en tropel (pasados y recientes, justos e
injustos) que, emergiendo de sus tumbas resquebrajadas «con las mismas ropas que
llevaban en vida», corren desordenadamente para conseguir una audiencia del director de
todo ese baile mientras se desgarran los vestidos unos a otros. Pero, ¿es que realmente hay
un director? En absoluto; el que debía serlo renunció a su autoridad y la masa se ha
apoderado de su voluntad. Murió, pero no resucita con los demás; su capacidad de juicio y
de sorpresa ha desaparecido. Puede sentir dolor y alegría, terror y atracción, pero no
asombro. Lo monstruoso, absurdo y antinatural se convierte entonces en sencillo, correcto
y razonable. Ni lo ridículo divierte ni lo imposible desconcierta. El único poeta verdadero
que encontramos es, pues, el soñador; en él «la imaginación es compacta».
Pero la imaginación no es otra cosa que recuerdo. Si no, intenta imaginar algo que
nunca hayas visto, sentido, oído o leído. Prueba a concebir, por ejemplo, un animal que no
tenga cuerpo, miembros o cola, o una casa sin paredes ni techo. Cuando estamos
despiertos dirigimos y ordenamos nuestros pensamientos por medio de la voluntad y el
juicio; seleccionamos y sacamos del almacén de los recuerdos aquello que nos sirve, y
excluimos, no sin dificultad, lo que no nos interesa. Por el contrario, cuando dormimos
nuestras fantasías «nos suceden». Aparecen tan agrupadas y mezcladas, tan impregnadas
de sus mutuos elementos, que el conjunto parece nuevo; pero las viejas y conocidas
unidades de pensamiento son las mismas. Tanto despiertos como dormidos, lo que
sacamos de nuestra imaginación son nuevas combinaciones; «la materia de la que están
hechos los sueños» es reunida por los sentidos y almacenada en la memoria del mismo
modo que las ardillas almacenan nueces. Pero hay al menos un sentido que no contribuye
a la fábrica de los sueños: nadie ha soñado nunca un olor. La vista, el oído, el tacto, e
incluso el gusto trabajan para asegurar nuestro entretenimiento nocturno; pero el sueño no
tiene nariz. Sorprende que observadores tan sagaces como los antiguos poetas no
describieran a la divinidad en actitud durmiente, y que sus obedientes siervos, los
escultores, no la representaran. Puede que estos últimos, al trabajar para la posteridad,
intuyeran que el tiempo y la fatalidad revisarían inevitablemente su obra, y por ello la
conformaran a hechos naturales.
¿Quién es capaz de relatar un sueño de tal forma que lo parezca? No creo que exista
un poeta con un estilo tan fino; es como intentar transcribir la música de un arpa eólica.
Existe una especie conocida del género Pelmazo (Penetrator intolerabilis) que después de
leer una narración —tal vez de algún gran escritor— se las ve y se las desea para exponer
su argumento con el fin de instruir y deleitar. Al final considera (¡qué buen espíritu!) que
no hace falta leerla. «Bajo condiciones y circunstancias sustancialmente semejantes» (como
reza una ley que rige el comercio interestatal) yo no debería incurrir en una falta similar.
Con todo, me propongo exponer en estas hojas la trama de algunos de mis propios sueños,
si bien hay que tener en cuenta que aquí «las condiciones y circunstancias» son diferentes,
pues mis fantasías no son accesibles al lector. Algunos fragmentos parecerán pobres y sé
que al comentarlos no alcanzaré un gran éxito, pero he de reconocer que me resulta
imposible apresar a un espíritu tan esquivo como éste.
Caminaba durante el crepúsculo por un enorme bosque de árboles antes nunca
vistos, sin saber de dónde venía ni adónde iba. Sentí la desmesurada extensión de aquel
lugar y me di cuenta de que estaba completamente solo. La idea de algún horrible hechizo,
como castigo a un crimen olvidado que debía de haber cometido al amanecer, me
obsesionaba. Avancé mecánicamente y sin esperanzas bajo los árboles siguiendo una
senda que atravesaba las embrujadas soledades de la espesura. Un tenebroso arroyo
cruzaba perezosamente mi camino: era sangre. Giré hacia la derecha y lo seguí durante un
largo trecho; al cabo de un rato llegué a un abierto espacio circular, inundado por una luz
tenue e irreal, en cuyo centro se podía reconocer un depósito de mármol blanco. Estaba
lleno de sangre y el riachuelo que había seguido era su desagüe. En torno al depósito,
entre él y el bosque circundante, había un espacio de unos dos pies de anchura cubierto
por grandes losas de mármol sobre las que yacían unos veinte cuerpos humanos sin vida.
Aunque no los conté, sabía que su número tenía alguna relación clara y portentosa con mi
crimen. Posiblemente indicaba en siglos la fecha en la que lo había cometido; la precisión
de la cifra era pues evidente. Los cuerpos estaban desnudos y distribuidos simétricamente
alrededor del tanque como si fueran los radios de una rueda: reposaban sobre la espalda
con los pies hacia afuera, y sus cabezas, abatidas sobre el borde de la cubeta, mostraban un
corte en la garganta del que brotaba sangre lentamente. Observé toda la escena sin hacer el
menor movimiento. Era el resultado natural y necesario de mi pecado y, por ello, no me
afectaba. Pero había algo que me llenaba de aprensión y temor, una pulsación monstruosa
que tenía un ritmo lento e inexorable. No sé si se dirigía a alguno de mis sentidos o si
llegaba directamente a mi conocimiento a través de algún camino desconocido para la
ciencia. La lastimosa regularidad de su amplia cadencia era enloquecedora e invadía todo
el bosque. Parecía la manifestación de un mal gigantesco e implacable.
No recuerdo nada más de este sueño. Dominado probablemente por el pánico cuyo
origen debía de ser el malestar propio de una mala circulación sanguínea, grité y mi
propia voz me despertó.
Este otro sueño aconteció en los primeros años de mi juventud. No tendría más de
dieciséis años y, a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo lo que en él ocurría con la
misma claridad que cuando apenas había pasado una hora y yacía encogido de miedo bajo
la colcha.
Me encontraba solo en una inmensa llanura y era de noche (en mis pesadillas
siempre suelo estar solo y normalmente es de noche). No había árboles, ni ríos ni colinas,
ni rastro alguno de presencia humana. El terreno estaba cubierto de una vegetación rala y
oscura, una especie de rastrojos, que recordaba que la llanura había sido arrasada por el
fuego. El camino por el que deambulaba mostraba algunos charcos que desaparecían y
volvían a aparecer, como si al fuego le hubiera seguido la lluvia. Unos oscuros nubarrones
desplazaban aquellas partes de cielo reflejadas en los charcos. Al desaparecer, daban paso
al brillo acerado de los astros, a cuya luz álgida las aguas mostraban un lustre sombrío. Me
dirigí hacia el oeste, donde un fulgor escarlata resplandecía en el horizonte bajo largas
franjas nubosas, produciendo un efecto de lejanía inconmensurable, semejante a la que
había aprendido a escudriñar en los dibujos de Doré, quien, con cada trazo, formulaba un
presagio y una maldición. Mientras avanzaba vi siluetas de torres y almenas que se
perfilaban contra ese escenario misterioso y que crecían cada vez más hasta alcanzar unas
dimensiones inimaginables. Aquella construcción que iba llenando mi amplio ángulo de
visión no parecía, sin embargo, estar más cercana. Desesperado y sin ánimos, continué
avanzando con dificultad por la condenada y lúgubre llanura, mientras la enorme
estructura siguió creciendo hasta resultar inabarcable con la vista. Sus torres eclipsaron
completamente las estrellas. Entonces atravesé un pórtico descomunal cuyas columnas
estaban construidas con sillares ciclópeos.
El interior, completamente vacío, mostraba el polvo propio del abandono. Una luz
difusa —esa luz que sólo existe en los sueños, y que tiene vida propia— me permitió
recorrer largos pasillos que parecían no tener fin y atravesar estancias enormes cuyas
puertas cedían a mi paso. Mis pisadas resonaban con el mismo eco que en las mansiones
abandonadas y en las criptas habitadas. Caminé durante horas por aquella horrible
soledad, consciente de que buscaba algo desconocido. Por fin, me encontré en lo que
supuse el último rincón del edificio: una habitación de dimensiones normales con una
única ventana. A través de ella volví a ver el resplandor rojizo que, como un signo
inequívoco, se extendía hacia el occidente, y reconocí en él al fuego inmutable de la
eternidad. Por encima de aquel fulgor siniestro y amenazante llegaba la terrible verdad
que años más tarde, como un capricho extravagante, intenté expresar en verso:
Hace tiempo el hombre desapareció del orbe.
La corte de ángeles cayó en tumbas ignoradas.
También los diablos han quedado fríos al fin,
Y hasta el mismo Dios yace al pie del gran trono blanco.
A pesar del resplandor, era difícil ver en la oscuridad reinante y pasó algún tiempo
antes de que descubriera, en el rincón más alejado de la habitación, los contornos de una
cama a la que me acerqué con un fatal presentimiento. Sospechaba que la parte funesta de
mi aventura terminaría con un clímax espantoso, pero no pude resistirme al hechizo que
me empujaba a concluirla. Sobre la cama, medio desnudo, yacía el cadáver de un hombre.
Estaba boca arriba, con los brazos pegados a los costados. Al inclinarme sobre él, cosa que
hice con asco pero sin miedo, descubrí que estaba horriblemente descompuesto. Las
costillas sobresalían entre la carne apergaminada y, a través del vientre hundido,
asomaban las protuberancias de la espina dorsal. Tenía el rostro renegrido y acartonado, y
sus labios, algo separados de unos dientes amarillentos, castigaban su semblante con una
sonrisa horrenda. Un abultamiento bajo los párpados parecía indicar que los ojos habían
escapado a la destrucción general. Y así era, pues cuando me acerqué a verlos, se abrieron
lentamente y se clavaron en los míos con una mirada sólida y tranquila. Traten de
imaginar mi espanto, pues me resulta imposible describirlo: ¡aquellos ojos eran los míos!
Esos someros restos de una especie desaparecida, ese engendro horrible que ni el tiempo
ni la eternidad habían conseguido destruir, aquel desperdicio tan odioso y aborrecible que
continuaba vivo tras la muerte de Dios y de los ángeles... ¡era yo!
Hay sueños que se repiten. De ellos hay uno que me parece suficientemente raro
como para justificar su relato, aunque me temo que el lector llegue a pensar que el reino de
los sueños es cualquier cosa menos un terreno feliz por el que mi alma vaga a altas horas.
Y no es así. Un gran número de mis incursiones en el mundo onírico, y supongo que
muchas de las de los demás, van acompañadas de los más felices finales. Mi imaginación
retorna al cuerpo como la abeja a la colmena, cargada de un botín que, con la ayuda del
azar, se transforma en miel y se almacena en las celdas del recuerdo como un gozo eterno.
Pero el sueño que voy a relatar tiene una carácter doble; se trata de una experiencia
extrañamente horrorosa, pero el horror que inspira es tan absurdamente
desproporcionado al incidente que lo provoca que, al recordarlo, su fantasía divierte.
Atravieso un claro en una zona escasamente boscosa. Entre el cordón de árboles
diseminados alrededor de ese espacio irregular, se ven algunos campos cultivados y
viviendas en las que habitan inteligencias extrañas. Debe de estar a punto de amanecer
porque, a través de las neblinas que llenan caprichosamente el paisaje, se ve una luna casi
llena que, de un color rojo sanguinolento, desciende por el oeste. La hierba que piso está
húmeda por el rocío y toda la escena tiene la luz de plenilunio de una mañana estival.
Junto al camino hay un caballo que pasta ruidosamente. Cuando paso a su lado levanta la
cabeza y, sin hacer el menor movimiento, me observa durante un rato. Después se acerca.
Es blanco como la leche, manso de porte y de aspecto amigable. «Este caballo es un alma
apacible», me digo mientras me detengo a acariciarlo. Con los ojos fijos en los míos, se
aproxima más y me habla con voz humana, con palabras articuladas. Esto, más que
sorprenderme, me aterroriza, y rápidamente me despierto.
El caballo siempre habla mi lengua, pero nunca entiendo lo que dice. Supongo que
será porque salgo de su mundo antes de que se acabe de expresar. Seguro que a él le
asusta tanto mi repentina desaparición como a mí su forma de hablarme. Daría cualquier
cosa por conocer el significado de sus palabras.
Tal vez una mañana lo haga y ya no regrese nunca más a este nuestro mundo.
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