Rubén Darío
Thanatopia
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—Mi padre fue el célebre doctor John Leen, miembro de la Real Sociedad de Investigaciones Psíquicas, de Londres,
y muy conocido en el mundo científico por sus estudios sobre el hipnotismo y su célebre Memoria sobre el Old. Ha
muerto no hace mucho tiempo. Dios lo tenga en gloria.
(James Leen vació en su estómago gran parte de su cerveza y continuó):
—Os habéis reído de mí y de lo que llamáis mis preocupaciones y ridiculeces. Os perdono porque, francamente, no
sospecháis ninguna de las cosas que no comprende nuestra filosofía en el cielo y en la tierra, como dice nuestro
maravilloso William.
No sabéis que he sufrido mucho, que sufro mucho, aun las más amargas torturas, a causa de vuestras risas... Sí, os
repito: no puedo dormir sin luz, no puedo soportar la soledad de una casa abandonada; tiemblo al ruido misterioso
que en horas crepusculares brota de los boscajes en un camino; no me agrada ver revolar un mochuelo o un
murciélago; no visito, en ninguna ciudad adonde llego, los cementerios; me martirizan las conversaciones sobre
asuntos macabros, y cuando las tengo, mis ojos aguardan para cerrarse, al amor del sueño, que la luz aparezca.
Tengo el horror de la que ¡oh Dios! tendré que nombrar: de la muerte. Jamás me harían permanecer en una casa
donde hubiese un cadáver, así fuese el de mi más amado amigo. Mirad: esa palabra es la más fatídica de las que
existen en cualquier idioma: cadáver... Os habéis reído, os reís de mí: sea. Pero permitidme que os diga la verdad de
mi secreto. Yo he llegado a la República Argentina, prófugo, después de haber estado cinco años preso, secuestrado
miserablemente por el doctor Leen, mi padre, el cual, si era un gran sabio, sospecho que era un gran bandido. Por
orden suya fui llevado a la casa de salud; por orden suya, pues, temía quizás que algún día me revelase lo que él
pretendía tener oculto... Lo que vais a saber, porque ya me es imposible resistir el silencio por más tiempo.
Os advierto que no estoy borracho. No he sido loco. Él ordenó mi secuestro, porque... Poned atención.
(Delgado, rubio, nervioso, agitado por un frecuente estremecimiento, levantaba su busto James Leen, en la mesa de
la cervecería en que, rodeado de amigos, nos decía esos conceptos. ¿Quién no le conoce en Buenos Aires? No es un
excéntrico en su vida cotidiana. De cuando en cuando suele tener esos raros arranques. Como profesor, es uno de los
más estimables en uno de nuestros principales colegios, y, como hombre de mundo, aunque un tanto silencioso, es
uno de los mejores elementos jóvenes de los famosos cinderellas dance. Así prosiguió esa noche su extraña
narración, que no nos atrevimos a calificar de fumisterie, dado el carácter de nuestro amigo. Dejamos al lector la
apreciación de los hechos.)
—Desde muy joven perdí a mi madre, y fui enviado por orden paternal a un colegio de Oxford. Mi padre, que nunca
se manifestó cariñoso para conmigo, me iba a visitar de Londres una vez al año al establecimiento de educación en
donde yo crecía, solitario en mi espíritu, sin afectos, sin halagos.
Allí aprendí a ser triste. Físicamente era el retrato de mi madre, según me han dicho, y supongo que por esto el
doctor procuraba mirarme lo menos que podía. No os diré más sobre esto. Son ideas que me vienen. Excusad la
manera de mi narración.
Cuando he tocado ese tópico me he sentido conmovido por una reconocida fuerza. Procurad comprenderme. Digo,
pues, que vivía yo solitario en mi espíritu, aprendiendo tristeza en aquel colegio de muros negros, que veo aún en mi
imaginación en noches de luna... ¡Oh cómo aprendí entonces a ser triste! Veo aún, por una ventana de mi cuarto,
bañados de una pálida y maleficiosa luz lunar, los álamos, los cipreses... ¿por qué había cipreses en el colegio?.... y a
lo largo del parque, viejos Términos carcomidos, leprosos de tiempo, en donde solían posar las lechuzas que criaba
el abominable septuagenario y encorvado rector... ¿para qué criaba lechuzas el rector ?... Y oigo, en lo más
silencioso de la noche, el vuelo de los animales nocturnos y los crujidos de las mesas y una media noche, os lo juro,
una voz: «James». ¡Oh voz!
Al cumplir los veinte años se me anunció un día la visita de mi padre. Alegréme, a pesar de que instintivamente
sentía repulsión por él: alegréme, porque necesitaba en aquellos momentos desahogarme con alguien, aunque fuese
con él.
Llegó más amable que otras veces, y aunque no me miraba frente a frente, su voz sonaba grave, con cierta
amabilidad para conmigo. Yo le manifesté que deseaba, por fin, volver a Londres, que había concluido mis estudios;
que si permanecía más tiempo en aquella casa, me moriría de tristeza... Su voz resonó grave, con cierta amabilidad
para conmigo:
—He pensado, cabalmente, James, llevarte hoy mismo. El rector me ha comunicado que no estás bien de salud, que
padeces de insomnios, que comes poco. El exceso de estudios es malo, como todos los excesos. Además —quería
decirte—, tengo otro motivo para llevarte a Londres. Mi edad necesitaba un apoyo y lo he buscado. Tienes una
madrastra, a quien he de presentarte y que desea ardientemente conocerte. Hoy mismo vendrás, pues, conmigo.
¡Una madrastra! Y de pronto se me vino a la memoria mi dulce y blanca y rubia madrecita, que de niño me amó
tanto, me mimó tanto, abandonada casi por mi padre, que se pasaba noches y días en su horrible laboratorio,
mientras aquella pobre y delicada flor se consumía... ¡Una madrastra! Iría yo, pues, a soportar la tiranía de la nueva
esposa del doctor Leen, quizá una espantable bluestocking, o una cruel sabihonda, o una bruja... Perdonad las
palabras. A veces no sé ciertamente lo que digo? o quizá lo sé demasiado...
No contesté una sola palabra a mi padre, y, conforme con su disposición tomamos el tren que nos condujo a nuestra
mansión de Londres.
Desde que llegamos, desde que penetré por la gran puerta antigua, a la que seguía una escalera oscura que daba al
piso principal, me sorprendí desagradablemente: no había en casa uno solo de los antiguos sirvientes.
Cuatro o cinco viejos enclenques, con grandes libreas flojas y negras, se inclinaban a nuestro paso, con
genuflexiones tardas, mudos. Penetramos al gran salón. Todo estaba cambiado: los muebles de antes estaban
substituidos por otros de un gusto seco y frío. Tan solamente quedaba en el fondo del salón un gran retrato de mi
madre, obra de Dante Gabriel Rossetti, cubierto de un largo velo de crespón.
Mi padre me condujo a mis habitaciones, que no quedaban lejos de su laboratorio. Me dio las buenas tardes. Por una
inexplicable cortesía, preguntéle por mi madrastra. Me contestó despaciosamente, recalcando las sílabas con una voz
entre cariñosa y temerosa que entonces yo no comprendía:
—La verás luego... Que la has de ver es seguro... James, mi hijito James, adiós. Te digo que la verás luego...
Ángeles del Señor, ¿por qué no me llevasteis con vosotros? Y tú, madre, madrecita mía? my sweet Lily, ¿por qué no
me llevaste contigo en aquellos instantes? Hubiera preferido ser tragado por un abismo o pulverizado por una roca, o
reducido a ceniza por la llama de un relámpago...
Fue esa misma noche, sí. Con una extraña fatiga de cuerpo y de espíritu, me había echado en el lecho, vestido con el
mismo traje de viaje. Como en un ensueño, recuerdo haber oído acercarse a mi cuarto a uno de los viejos de la
servidumbre, mascullando no sé qué palabras y mirándome vagamente con un par de ojillos estrábicos que me hacían
el efecto de un mal sueño. Luego vi que prendió un candelabro con tres velas de cera. Cuando desperté a eso de las
nueve, las velas ardían en la habitación.
Lavéme. Mudéme. Luego sentí pasos, apareció mi padre. Por primera vez, ¡por primera vez!, vi sus ojos clavados en
los míos. Unos indescriptibles ojos, os lo aseguro; unos ojos como no habéis visto jamás, ni veréis jamás: unos ojos
con una retina casi roja, como ojos de conejo; unos ojos que os harían temblar por la manera especial con que
miraban.
—Vamos hijo mío, te espera tu madrastra. Está allá, en el salón. Vamos.
Allá, en un sillón de alto respaldo, como una silla de coro, estaba sentada una mujer.
Ella...
Y mi padre:
—¡Acércate, mi pequeño James, acércate!
Me acerqué maquinalmente. La mujer me tendía la mano... Oí entonces, como si viniese del gran retrato, del gran
retrato envuelto en crespón, aquella voz del colegio de Oxford, pero muy triste, mucho más triste: «¡James!»
Tendí la mano. El contacto de aquella mano me heló, me horrorizó. Sentí hielo en mis huesos. Aquella mano rígida,
fría, fría... Y la mujer no me miraba. Balbuceé un saludo, un cumplimiento.
Y mi padre:
—Esposa mía, aquí tienes a tu hijastro, a nuestro muy amado James. Mírale, aquí le tienes; ya es tu hijo también.
Y mi madrastra me miró. Mis mandíbulas se afianzaron una contra otra. Me poseyó el espanto: aquellos ojos no
tenían brillo alguno. Una idea comenzó, enloquecedora, horrible, horrible, a aparecer clara en mi cerebro. De
pronto, un olor, olor... ese olor, ¡madre mía! ¡Dios mío! Ese olor... no os lo quiero decir... porque ya lo sabéis, y os
protesto: lo discuto aún ; me eriza los cabellos.
Y luego brotó de aquellos labios blancos, de aquella mujer pálida, pálida, pálida, una voz, una voz como si saliese de
un cántaro gemebundo o de un subterráneo:
—James, nuestro querido James, hijito mío, acércate; quiero darte un beso en la frente, otro beso en los ojos, otro
beso en la boca...
No pude más. Grité:
—¡Madre, socorro! ¡Ángeles de Dios, socorro! ¡Potestades celestes, todas, socorro! ¡Quiero partir de aquí pronto,
pronto; que me saquen de aquí!
Oí la voz de mi padre:
—¡Cálmate, James! ¡Cálmate, hijo mío! Silencio, hijo mío.
—No —grité más alto, ya en lucha con los viejos de la servidumbre . Yo saldré de aquí y diré a todo el mundo que el
doctor Leen es un cruel asesino; que su mujer es un vampiro; ¡que está casado mi padre con una muerta!
F I N
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