BLOOD

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martes, 17 de agosto de 2010

EL GOLEM -- Gustav Meyrink - 2ª parte



EL GOLEM

Gustav Meyrink

2ª parte


--
¿Por qué no funciona el reloj de pared?
La acechanza a nuestro alrededor ahogaba todo sonido.
Moví la mano y me asombré de poder oír el ruido.
¡Si por lo menos silbara el viento alrededor de la casa! ¡Pero ni siquiera eso! O si la
leña de la estufa chisporroteara: el fuego estaba apagado.
Y continuamente la misma horrible acechanza en el aire, sin pausa, sin orificios, como
el fluir del agua.
¡Este estar-dispuesto-al-asalto de mis sentidos tan vano! Dudaba de poderlo soportar.
La habitación llena de ojos que no veía... llena de manos, moviéndose sin una intención
premeditada, que yo no podía sujetar.
«Es el miedo que nace de sí mismo, el paralizante horror de la intocable nada, algo que
no tiene forma y que sin embargo corroe nuestro pensamiento», comprendí
borrosamente.
Me puse rígido y esperé.
Esperé casi un cuarto de hora; ¡quizás «se» dejaría engañar y «se» acercaría a mí por
detrás, y yo lo podría atrapar!
De repente, de improviso, me volví: de nuevo nada.
De la misma corrosiva nada, que no existía y que sin embargo llenaba la habitación con
su terrible acechanza.
¿Y si saliera corriendo? ¿Qué me lo impedía?
«Vendría conmigo» supe al momento con inevitable seguridad. También sabía que no
me serviría de nada encender la luz, y sin embargo estuve buscando el encendedor hasta
que lo encontré.
Pero el pábilo de la vela no quería arder y tardó mucho en salir de la cera: la llama no
quería ni vivir ni morir y cuando por fin consiguió en su lucha una existencia física,
permaneció allí sin ningún brillo, cual hojalata amarilla y sucia. No, la oscuridad era mejor
que eso.
La apagué de nuevo y me eché vestido sobre la cama. Conté los latidos de mi corazón:
1, 2, 3, 4 —hasta mil y otra vez desde el principio— horas, semanas, meses, me pareció,
hasta que los labios se me quedaron secos y el pelo se me erizó: ni un segundo de alivio.
Ni uno solo.
Comencé a decir en voz alta palabras, tal y como me venían a la boca: príncipe, árbol,
niño, libro, y las repetía con angustia hasta que repentinamente se detuvieron frente a mí,
desnudas como horribles sonidos sin sentido de una época bárbara y prehistórica, y tuve
que hacer un tremendo esfuerzo de pensamiento para reencontrar su significado: ¿p-r-í-nc-
i-p-e? ¿l-i-b-r-o?
¿No estaría loco? ¿O muerto? Tanteé a mi alrededor.
¡Levantarse!
¡Sentarme en el sillón!
Me dejé caer en él.
¡Ojalá viniera por fin la muerte!
¡Todo, con tal de no seguir sintiendo esta terrible acechanza sin sangre, fría!
—¡Yo... no quiero... yo... no... quiero! —chillé—. ¿Es que no oyen?
Me derrumbé sin fuerzas.
No podía comprender que siguiera viviendo.
Incapaz de pensar ni de hacer algo; miraba fijamente hacia delante.
«¿Por qué se acercaban los granos con tanta tenacidad?», se aproximó a mí un
pensamiento, retrocedió y volvió. Retrocedió. Volvió.
Poco a poco me di cuenta claramente de que ante mí había un ser extraño —quizás
desde que estaba aquí sentado, ya estaba él ahí de pie— y me alargaba la mano:
Una criatura gris, de hombros anchos, del tamaño de un hombre ancho y rechoncho,
apoyado sobre mi bastón de madera nudosa, en espiral.
Donde hubiera debido estar la cabeza, sólo podía distinguir una nube de pálido vapor.
Un oscuro olor a madera de sándalo y a húmeda pizarra surgía de la aparición.
Una sensación de estar absolutamente indefenso casi me robó los sentidos. Toda la
tortura que me destrozaba los nervios y que había soportado durante este tiempo se
condensaba ahora y se convertía en un terror mortal que había adquirido forma en ese
ser.
Mi sentido de autoconservación me decía que me volvería loco de horror y miedo si
pudiera ver la cara del fantasma —me lo advertía, me lo gritaba a los oídos—; sin
embargo, me atraía como un imán y no podía retirar la mirada de esa pálida nube y
buscaba en ella ojos, nariz y boca.
Pero por mucho que me esforzase, el vapor permanecía inmóvil. Si bien conseguía
colocar sobre ese cuerpo rostros de todo tipo, sabía perfectamente, cada vez, que sólo
provenían de mi imaginación.
Además, siempre se desvanecían —casi en el mismo segundo en que yo los creaba.
Sólo la forma de una cabeza de ibis egipcio duró algo más.
Los contornos del fantasma se ocultaban esquemáticamente en la oscuridad, se
contraían de un modo apenas perceptible y se expandían de nuevo, como por una suave
respiración que recorría toda la figura, y era el único movimiento que se podía percibir en
él. En lugar de pies tenía unos muñones de huesos que tocaban el suelo: la carne —gris y
sin sangre— se había amontonado con bordes hinchados alrededor de los huesos.
Sin moverse, la criatura me alargaba su mano.
En ella había granos. Como una alubia de grandes, de color rojo y con puntos negros
en el extremo.
¿Qué debía hacer yo con ellos?
Sentí borrosamente que sobre mí recaía una enorme responsabilidad —una
responsabilidad que superaba todo lo terreno—, si no hacía ahora lo correcto.
Presentí que en alguna parte, en el reino de las causas, había dos platillos de balanza
cargados cada uno de ellos con el peso de la mitad del mundo —y que cualquiera en el
que se echara una mota de polvo, caería al suelo.
¡Ésa era la horrible acechanza que me rodeaba! Comprendí: «¡No mover ni un dedo!»,
me gritó mi entendimiento. «Aunque la muerte no viniera en toda la eternidad para
librarme de este tormento.»
Pero también en ese caso habrías tomado una decisión: habrías rechazado los granos,
murmuraba algo dentro de mí. Aquí no hay vuelta de hoja.
Miré a mi alrededor en busca de ayuda, para ver si encontraba una señal de lo que
debía hacer. Nada.
Tampoco dentro de mí, ni un consejo, ni una ocurrencia: todo muerto, totalmente
muerto.
Me di cuenta de que la vida de millares de personas pesaba lo que una pluma en este
momento.
Debía ser muy tarde ya, noche profunda, pues yo no podía distinguir las paredes de mi
habitación.
Al lado, en el ático, se oían pasos, alguien movía los armarios, abría cajones y los
arrojaba golpeándolos contra el suelo, creí reconocer la voz de Wassertrum al prorrumpir,
con tono de bajo, en salvajes maldiciones: pero no lo escuché. Era para mí tan
insignificante como el crujido de un ratón. Cerré los ojos.
Rostros humanos pasaban en largas filas ante mí. Con los párpados cerrados,
máscaras de muertos, inmóviles, mi propia familia, mis propios antepasados.
Por mucho que pareciera cambiar la forma, era siempre la misma cabeza la que
parecía levantarse de su tumba —con el pelo liso y peinado, corto, con raya y rizos, con
pelucas largas (estilo Felipe IV) y tupés rizados—, a través de los siglos hacia mí, hasta
que los rasgos se me fueron haciendo cada vez más y más conocidos y se fueron
uniendo todos en un último rostro: el rostro del Golem, con el que se rompía la cadena de
antepasados.
Después la oscuridad convirtió mi habitación en un espacio infinito y vacío, en cuyo
centro sabía que yo estaba sentado y ante mí la sombra gris con el brazo tendido de
nuevo.
Cuando abrí los ojos, alrededor de nosotros había seres extraños en dos círculos que
se entrecruzaban formando un ocho.
Los de un círculo envueltos en un manto de tonalidad violeta, los otros con uno negrorojizo.
Hombres de una raza desconocida, delgados e innaturales, con los rostros ocultos
tras paños brillantes.
El palpitar de mi corazón dentro de mi pecho me decía que había llegado el momento
de la decisión. Mis dedos se estiraron en busca de los granos: entonces vi cómo una
especie de temblor agitaba las figuras del círculo rojizo.
¿Debería rechazar los granos? El temblor atacó al círculo azulado... miré con ojos fijos
al hombre sin cabeza; seguía allá, en la misma postura: inmóvil como antes.
Incluso su respiración había cesado. Levanté el brazo sin saber todavía lo que debía
hacer y... di un golpe en la mano tendida del fantasma, de forma que todos los granos
rodaron por el suelo.
Por un momento, tan repentino como una descarga eléctrica, perdí el conocimiento y
creí caer en un abismo infinito; después me encontré seguro sobre mis piernas.
Las criaturas grises habían desaparecido. Igual que los seres del círculo rojizo.
Por el contrario, las figuras azuladas habían formado un círculo a mi alrededor: tenían
sobre el pecho una inscripción en jeroglíficos dorados y llevaban en silencio —parecía un
juramento— los granos dorados que yo había tirado al aire de la mano del fantasma sin
cabeza.
Oí que afuera una tormenta de granizo golpeaba contra los cristales y que el estrépito
de un trueno rompía el aire.
Una tormenta de invierno con toda su incontenible fuerza asolaba la ciudad. Desde el
río sonaban, a través del ulular de la tormenta, en intervalos rítmicos, los sordos disparos
de cañón que anunciaban la ruptura de la capa de hielo del Moldava. La habitación
llameaba a la luz de los continuados e ininterrumpidos relámpagos. De repente, me sentí
tan débil que las rodillas me temblaban y tuve que sentarme.
—Tranquilízate —dijo claramente una voz a mi lado—. Totalmente tranquilo, hoy es el
Lelshimurim, la noche de la protección.
Poco a poco cedía la tormenta y el ruido ensordecedor se convertía en el monótono
tamborileo del granizo en los tejados.
El cansancio de mis miembros aumentó de tal forma que ya sólo sentía, confuso y
medio en sueños, lo que sucedía a mi alrededor:
Un ser dijo desde el círculo las palabras siguientes:
—El que buscáis no está aquí.
Los demás respondieron algo en una lengua extraña. Otro ser respondió muy
suavemente con una frase en la que sólo entendí el nombre de
HENOCH
pero no el resto: el viento traía desde el río, demasiado fuerte, el ruido del hielo al
romperse.
Entonces salió del círculo un ser que vino hacia mí. Señaló el jeroglífico sobre su pecho
—eran las mismas letras que en los demás— y me preguntó si sabía interpretarlo.
Cuando —balbuceando por el cansancio— negué, alargó hacia mí la palma de su
mano y la escritura aparecio luminosa sobre mi pecho en caracteres que al principio eran
latinos:
CHABRAT ZEREH AUR BOCHER
pero que poco a poco se fueron transformando en aquellos desconocidos.
Caí en un profundo sueño, sin soñar, como no había vuelto a conocer desde aquella
noche en la que Hillel me había soltado la lengua.
Impulso
Las horas del último día se me habían pasado volando. Apenas tuve tiempo para
comer.
Un ansia irrefrenable de actividad física me había retenido desde la mañana hasta la
noche junto a la mesa de trabajo.
Había acabado la gema y Miriam se alegró como una niña.
También había restaurado la letra «I» del libro Ibbur.
Me apoyé en el respaldo y recordé tranquilamente todos los pequeños sucesos del día:
Cómo llegó la mujer que me servía por la mañana, después de la tormenta, con la
noticia de que el puente de piedra se había derrumbado durante la noche.
Extraño. ¡Derrumbado! Quizá precisamente en el momento en que yo tiré los granos;
no, no, no debía pensar en eso; lo que hasta entonces había sucedido podía recibir un
ligero toque de sobriedad y yo me había propuesto dejarlo enterrado en mi pecho, hasta
que despertara por sí mismo; no debía removerlo.
¿Cuánto tiempo hace que paseé por el puente y admiré las estatuas de piedra? Y
ahora ese puente que había estado en pie durante siglos, estaba en ruinas.
Casi me entristecía el hecho de que ya no podría pasear sobre él. Pues, aunque se
reconstruyera, ya no sería el mismo misterioso puente de piedra.
Durante horas, mientras trabajaba en la gema, estuve pensando en ello y, tan
naturalmente como si nunca lo hubiese tenido olvidado, renació en mí: ¿cuántas veces
miré siendo niño y también posteriormente la estatua de San Luitgardo y todas las demás
que ahora estaban enterradas en las aguas revueltas?
Había vuelto a ver en mi mente la intimidad de pequeñas y queridas cosas que durante
mi infancia consideraba mías; y a mi padre y a mi madre y a una gran cantidad de
compañeros de colegio. Sólo de la casa en la que había vivido no me podía acordar.
Sabía que cualquier día aparecería de repente ante mí, cuando menos lo esperara; y
me alegraba pensando en ese momento.
La sensación de que todo se desarrollaría de repente en mí, tan natural y
sencillamente, era muy agradable. Cuando anteayer saqué el libro Ibbur del cofrecillo —y
no había nada asombroso en él, sino que era como son todos los pergaminos antiguos
adornados con valiosas iniciales—, me pareció totalmente lógico.
No podía comprender que en aquella ocasión hubiera tenido una influencia tan
fantasmagórica. Estaba escrito en lengua hebrea, totalmente incomprensible para mí.
¿Cuándo vendría a recogerlo el desconocido? La alegría de vivir que había entrado en mí
durante el trabajo se despertó de nuevo en todo su alegre frescor y espantó los
pensamientos sombríos que querían atacarme por la espalda.
En seguida tomé la foto de Angelina: pero ¿por qué no soñar una vez con felicidad,
retener el luminoso presente y juguetear con él como una pompa de jabón?
¿Acaso no podría realizarse lo que la añoranza de mi corazón me susurraba? ¿Era tan
absolutamente imposible que de la noche a la mañana me convirtiera en un hombre
famoso? ¿Igual que ella, aunque de procedencia inferior? ¿Por lo menos igual que el Dr.
Savioli? Pensé en la gema de Miriam: si me salieran otras como ésa... no cabía duda, ni
los máximos artistas habían hecho nada mejor.
Supongamos sólo una casualidad: ¿si el marido de Angelina se muriera de repente?
Me entraban escalofríos; un mínimo azar, y mi esperanza, mi más audaz esperanza,
tomaba forma. La felicidad que me caería en suerte pendía de un hilo finísimo que en
cualquier momento, por lo que sea, podía romperse.
¿No me habrían ocurrido ya miles de cosas milagrosas? ¿Cosas de las cuales la
humanidad ni siquiera sospecha que existan?
¿No era acaso un milagro que en el transcurso de pocas semanas se hubiera
despertado en mí una capacidad artística que me elevaba ya muy por encima del término
medio?
¡Me encontraba sólo al principio de este camino!
¿No tenía ningún derecho a la suerte?
¿Es que misticismo significa falta de deseos?
Yo acentuaba el «sí» en mí: ¡soñar sólo una hora, un minuto, una corta existencia
humana!
Soñaba con los ojos abiertos:
Las piedras preciosas que estaban sobre Ía mesa crecían y crecían y me rodeaban por
todas partes con cascadas de colores. Árboles de ópalo formaban grupos y reflejaban las
olas de luz del cielo que brillaba azulado, como las alas de una gigantesca mariposa
tropical en una lluvia de chispas, sobre una infinita pradera llena de un ardiente aroma
estival.
Tenía sed y refresqué mis miembros en el rostro helado de los arroyos que corrían
sobre rocas de brillante nácar.
Un hálito templado acariciaba las laderas, cubiertas de flores y de capullos, y me
emborrachaba con el olor de los jazmines, los jacintos, los narcisos, las adelfas.
¡Insoportable! ¡Insoportable! Hice desvanecer la imagen. Tenía sed.
Esas eran las torturas del paraíso.
Abrí de golpe las ventanas y dejé que el viento acariciara mi frente.
Olí la primavera que se acercaba. ¡Miriam!
Me veía obligado a pensar en Miriam. En cómo tuvo que sujetarse a la pared para no
caerse de excitación cuando vino a contarme que había sucedido un milagro, un
verdadero milagro: había encontrado una moneda de oro en el pan que el panadero le
había pasado a través de las rejas en el alféizar de la ventana de la cocina.
Busqué en mi bolsa. Esperando que no fuera ya demasiado tarde, y que llegara todavía
a tiempo para, por medio de un encantamiento, darle de nuevo un ducado.
Me había venido a ver a diario para hacerme compañía, como ella decía, pero no
hablamos casi nada, tan «llena» estaba ella de su milagro. El hecho la había trastornado
en lo más profundo de sus entrañas y cuando pienso en cómo a veces se ponía, de
pronto, sin motivo aparente, únicamente con el recuerdo, pálida hasta los labios, me
mareo con el solo pensamiento de que en mi ceguera hubiera hecho cosas cuyo alcance
era infinito.
Me entraba un terrible escalofrío al recordar las últimas y oscuras palabras de Hillel a
este respecto.
La pureza de la finalidad no era ninguna disculpa para mí; el fin no justifica los medios,
eso lo reconocía.
¿Y qué pasaba si además la finalidad de «querer ayudar» no era más que
aparentemente «pura»? ¿No había acaso una mentira oculta detrás de todo ello? ¿El
deseo propio e inconsciente de hacer el papel de auxiliador?
Empezaba a volverme loco a mí mismo.
Estaba claro que había juzgado a Miriam demasiado superficialmente.
Sólo por el hecho de ser hija de Hillel tenía que ser distinta a las demás muchachas.
¿Cómo podía haber sido tan temerario para intervenir de un modo tan insensato en una
vida interior que quizá era infinitamente superior a la mía?
Sólo el corte de su rostro, que encajaba cien veces más en la época de la sexta
dinastía egipcia —y que incluso para esa época era demasiado espiritual— que en la
nuestra, con sus rasgos de hombres racionalistas, debía habérmelo advertido.
No sé dónde leí en cierta ocasión: «Sólo el tonto desconfía del aspecto exterior.» ¡Cuan
exacto! ¡Cuan exacto!
Miriam y yo éramos ahora buenos amigos; ¿debería confesarle que había sido yo quien
había escondido día tras día los ducados en el pan?
El golpe sería demasiado repentino. La atolondraría.
No debería atreverme a eso. Debía actuar con más cuidado.
¿Debilitar de algún modo el milagro? ¿Poner el dinero, en lugar de en el pan, en la
escalera, de forma que lo tuviese que encontrar al abrir la puerta, etc. ¿Encontraría algo
nuevo, menos basto, algún camino que la extrajera poco a poco de lo milagroso para
volver a lo cotidiano? Esto me consolaba.
Sí. ¡Eso era lo correcto!
¿O acaso romper el nudo? ¿Contárselo a su padre y pedirle consejo? El rubor me
subía a la cara. Para dar este paso habría tiempo, cuando todos los demás medios
hubieran fallado.
Pero ¡manos a la obra! ¡No perder tiempo!
Se me ocurrió una buena idea: debería llevar a Miriam a algún lugar muy especial,
arrancarla durante unas horas del ambiente acostumbrado para que recibiera otras
impresiones.
Tomaríamos un coche y daríamos un paseo. ¿Quién nos conocería si evitábamos el
barrio judío?
¿Quizá le interesara ver el puente derrumbado?
El viejo Zwakh, o una de sus antiguas amigas, podría acompañarla si le parecía terrible
que yo fuera solo con ella.
Estaba firmemente decidido a no aceptar ninguna negativa.
En la puerta casi choqué con un hombre.
¡Wassertrum!
Debía haber estado espiando por la cerradura, pues estaba inclinado cuando tropecé
con él.
—¿Me buscaba? —pregunté con brusquedad.
Tartamudeó unas palabras de disculpa en su imposible jerga; después asintió.
Lo invité a que entrara y se sentara, pero él se quedó junto a la mesa dando vueltas,
nervioso, a la cinta del sombrero. En su cara y en cada uno de sus movimientos se
reflejaba una profunda enemistad que en vano trataba de ocultar.
Nunca había visto antes a este hombre tan de cerca. No era su horrible fealdad lo que
me repugnaba tanto (ya que su fealdad casi me hacía sentir compasión por él: parecía
una criatura a la que la misma naturaleza había pisoteado la cara al nacer, de rabia y
asco), era otra cosa, algo imperceptible, algo que salía de él, lo que tenía la culpa.
La «sangre», como Charousek lo había denominado con acierto.
Involuntariamente me limpié la mano que le había dado al entrar.
A pesar de que lo hice sin llamar la atención, él debió darse cuenta, pues tuvo que
hacer un enorme esfuerzo para ahogar las llamas de odio que nacían en su boca.
—Está bien esta casa —comenzó por fin a decir tartamudeando, cuando vio que yo no
le daba el gusto de comenzar la conversación.
Como contradiciendo sus palabras cerró los ojos al hablar, quizá para no encontrarse
córnñl mirada. ¿O quizá pensara que eso le daba a su cara una expresión humilde?
Era muy fácil darse cuenta del esfuerzo que hacía para hablar el alemán
correctamente.
No me sentí obligado a contestarle y esperé a ver qué seguiría diciendo.
En su confusión tomó la lima que —sabe Dios cómo— todavía estaba, desde la visita
de Charousek, sobre la mesa, pero retrocedió inmediatamente, como mordido por una
culebra. Interiormente me asombró por su subconsciente sensibilidad.
—Es natural, lógico, es parte del negocio, que esto esté bien —se esforzó por decir—,
cuando se reciben... tan nobles visitas —quiso abrir los ojos para ver la impresión que me
hacían sus palabras, pero al parecer lo consideró demasiado pronto y los cerró de nuevo.
Quise llevarlo a un callejón sin salida:
—¿Se refiere a la dama que hace poco estuvo aquí, no? ¡Diga claramente lo que
pretende!
Dudó un momento, me tomó de la muñeca y me arrastró hasta la ventana.
El modo extraño e inmotivado de hacerlo me recordó la forma en que unos días antes
había llevado a su cueva al sordomudo Jaromir.
Con dedos encogidos me mostró un objeto brillante:
—¿Cree usted, señor Pernath, que se puede hacer algo con esto?
Era un reloj de oro con una tapa tan retorcida que casi parecía como si alguien lo
hubiera hecho intencionadamente.
Agarré la lupa: las bisagras estaban casi rotas por la mitad y dentro. ¿No había allí algo
grabado? Apenas legible y con una gran cantidad de arañazos recientes.
Despacio descifré:
K — rl Zott — mann
¿Zottmann? ¿Zottmann? ¿Dónde había leído yo ese nombre? No podía recordarlo.
¿Zottmann?
Wassertrum estuvo a punto de quitarme la lupa de la mano:
—En la maquinaria no hay nada. Eso ya lo he mirado yo. Pero fuera, la tapa, eso es
horrible.
—No hace falta más que desabollarlo, como máximo unas pequeñas soldaduras. Eso
se lo puede hacer exactamente igual cualquier joyero normal y corriente, señor
Wassertrum.
—Sí, pero tengo interés en que sea un buen trabajo. Como se suele decir: artístico —
me interrumpió rápida, casi angustiosamente.
—Bueno, si tiene tanto interés...
—¡Mucho interés! —su voz jadeaba casi de indignación—. Quiero llevar yo mismo el
reloj. Y cuando se lo enseñe a alguien quiero poder decir: Mire, mire, así trabaja el señor
von Pernath.
Me repugnaba ese tipo; me escupía sus desagradables lisonjas formalmente a la cara.
—Si vuelve dentro de una hora estará acabado. Wassertrum se encogió:
—Eso no puede ser. No quiero. Tres días. Cuatro días. La semana que viene es tiempo
suficiente. Toda mi vida me reprocharía haberle dado prisas.
¿Qué quería con ponerse tan fuera de sí? Entré en la habitación de al lado y guardé el
reloj en el cofrecillo. La foto de Angelina estaba encima de todo. Rápidamente volví a
cerrar la tapa, por si Wassertrum miraba.
Cuando me volví me di cuenta de que había palidecido.
Lo examiné con atención, pero borré inmediatamente mis sospechas. ¡Imposible! No
podía haber visto nada.
—Bueno, entonces quizá la semana que viene —dije para terminar su visita.
De repente, parecía ya no tener prisa. Se acercó a un sillón y se sentó.
Contrariamente a su actitud anterior, tenía ahora al hablar bien abiertos sus ojos de
besugo y miraba fijamente el botón superior de mi chaleco. Pausa.
—Aquella fulana le ha dicho naturalmente que usted hiciese como si no supiera nada.
¿Noo? —soltó de improviso sin ningún preámbulo y dando un golpe con el puño en la
mesa.
Había algo extraño y terrible en la incoherencia con que podía saltar, como el rayo, de
un modo de hablar a otro, de unos tonos halagadores a otros brutales, y me pareció muy
probable que la gente, especialmente las mujeres, se encontraran en un abrir y cerrar de
ojos en su poder, sólo con que tuviera la más mínima arma contra ellas.
Quise saltar, agarrarlo del cuello y sacarlo al pasillo; ése fue mi primer pensamiento;
pero después pensé si no sería más inteligente escucharlo primero.
—De verdad que no sé a qué se refiere, señor Wassertrum —y me esforcé en poner
una cara lo más tonta posible—. ¿Fulana? ¿Qué es eso: fulana?
—¿Acaso tengo que enseñarle alemán? —me dijo groseramente—. Tendrá que
levantar la mano en el juicio cuando se trate de eso. ¿Me entiende bien? ¡Eso se lo digo
yo! —empezó a gritar—: ¡A mí no me va a jurar usted en mi propia cara que «ésa» de ahí
al lado —y señaló con el pulgar el estudio— entró aquí, en su casa, sólo con una manta...
y nada más!
El odio me subía a los ojos; agarré al tipo por la pechera y lo sacudí:
—¡Si dice una sola palabra más en ese tono, le romperé todos los huesos del cuerpo!
¿Entendido? Se derrumbó en el sillón y tartamudeó.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Qué quiere? Yo sólo hablaba.
Fui un par de veces de un lado a otro de la habitación para calmarme. No escuché
todas las disculpas que baboseaba.
Después me senté frente a él, con la firme intención de arreglar el asunto con él de una
vez para siempre, por lo menos en lo que se refería a Angelina, y, si no podía ser en paz,
lo obligaría a declarar su enemistad y a disparar antes de tiempo sus débiles flechas.
Sin hacer el más mínimo caso de sus objeciones, le dije claramente que cualquier tipo
de chantaje —y acentué esta palabra— fallaría, puesto que nunca podría fortalecer
ninguna de sus acusaciones con pruebas y que yo sabría con seguridad encontrar
testigos (suponiendo que estuviera dentro de lo posible llegar a eso), que Angelina estaba
demasiado cerca de mí como para que no la defendiera en un momento de necesidad,
costase lo que costase, incluso con un juramento en falso.
Cada uno de los músculos de su cara se tensó y su labio leporino se separó casi hasta
la nariz, rechinó los dientes e interrumpió una y otra vez mis palabras haciendo glu-glu,
como un pavo:
—¿Es que acaso quiero algo de esa fulana? ¡Pero escúcheme! —estaba fuera de sí de
impaciencia, porque yo no me dejaba engañar—. Lo que a mí me importa es el doctor
Savioli, por ese maldito perro... él... él —le salió de repente gritando desaforadamente.
Jadeó en busca de aire. En seguida me contuve: por fin estaba donde yo lo quería,
pero al momento se había serenado y miraba de nuevo fijamente mi chaleco.
—Escuche, Pernath —se esforzó por imitar el frío y comedido hablar de los
negociantes—. Usted sigue hablando de la ful... de la dama. ¡Bien! Está casada. Bueno:
ella se ha dejado llevar por ese... ese joven roñoso. ¿Qué tengo yo que ver con eso? —
movía sus manos delante de mi rostro, con los dedos juntos como si tomara con ellos una
pizca de sal—. Allá ella, la fulana. Yo soy un hombre de mundo y usted es también un
hombre de mundo. Eso ya lo conocemos los dos. ¿Noo? Yo lo único que quiero es mi
dinero.¿Lo entiende usted, Pernath?
Lo escuché asombrado.
—¿Qué dinero? ¿Le debe a usted algo el doctor Saviolí?
Wassertrum respondió, evasivo:
—Cuentas, tengo cuentas con él. Al fin y al cabo es lo mismo.
—¡Usted lo quiere matar! —grité. Se levantó de un salto. Dio un traspiés. Cacareó un
par de veces.
—¡Sí! ¡Asesinar! ¡Cuánto tiempo piensa seguir representándome esa comedia! —
señalé la puerta—: ¡Haga el favor de salir!
Lentamente tomó su sombrero, se lo puso y se volvió para irse. Entonces se detuvo y
me dijo con una tranquilidad de la que no lo hubiera creído capaz:
—También es cierto. Lo he querido dejar fuera de esto. Bueno. Si no, no. Los barberos
piadosos hacen las peores heridas. Ya estoy harto. Si hubiera sido usted sensato, el
doctor Savioli, al fin y al cabo, está en mitad de su camino, ¿no? Ahora lo haré con
ustedes tres —y señaló con un gesto lo que pensaba: estrangulamiento.
Sus gestos expresaban una maldad satánica y parecía estar tan seguro, que se me
heló la sangre en las venas. Debía tener en las manos un arma que yo no sospechaba y
que tampoco Charousek conocía. Sentí que el suelo temblaba bajo mis pies. «¡La lima!
¡La lima!», sentí que me susurraba algo en mi cabeza. Calculé la distancia: un paso hasta
la mesa... dos pasos hasta Wassertrum, iba a saltar, pero apareció Hillel, como surgido
del suelo, en la puerta.
La habitación se borró ante mis ojos.
Sólo veía —como a través de una niebla— que Hillel permanecía inmóvil y Wassertrum
retrocedía paso a paso hasta la pared.
Entonces oí a Hillel decir:
—Usted, Aaron, conoce el dicho «Cada judío es fiador de los demás», ¿no? No se lo
haga usted a uno tan difícil —añadió un par de palabras en hebreo que yo no comprendí.
—¿Por qué necesita usted husmear detrás de las puertas? —balbuceó el
cambalachero con labios temblorosos.
—Si he escuchado o no, no debería preocuparlo. Hillel acabó otra vez con una frase en
hebreo que esta vez sonó a amenaza. Esperé que se originara una disputa, pero
Wassertrum no respondió ni una sílaba, recapacitó un momento y se fue de mala gana.
Miré asustado a Hillel. Me hizo una seña de que me callara. Al parecer esperaba algo,
pues escuchaba con atención lo que pasaba en el pasillo. Quise ir a cerrar la puerta, pero
él me hizo retroceder con un gesto impaciente.
Pasó más de un minuto y volvieron a oírse los pasos arrastrados del cambalachero por
las escaleras. Sin decir una palabra salió Hillel y le hizo sitio.
Wassertrum esperó a que estuviera lejos como para no oírlo y entonces refunfuñó
agriamente:
—Devuélvame mi reloj.
Mujer
¿Dónde estaría Charousek?
Habían pasado casi veinticuatro horas y todavía no se había dejado ver.
¿Había olvidado la señal que habíamos concertado? ¿O es que no la veía?
Me acerqué a la ventana y puse el espejo de forma que los rayos de sol se reflejaran
precisamente en el agujero enrejado del sótano.
La intervención de Hillel, ayer, me había tranquilizado bastante. Con seguridad me
habría avisado si hubiese un peligro amenazador.
Además: Wassertrum no podía haber emprendido nada importante; nada más dejarme,
volvió a su tienda; miré hacia abajo; justo, ahí estaba, apoyado detrás de las chapas de
cocina, exactamente igual que como lo había visto esta mañana.
¡Insoportable, esta eterna espera!
El suave aire primaveral que entraba por la ventana de la habitación de al lado me
ponía enfermo de añoranza.
¡Esas gotas de nieve que se derriten en los tejados! ¡Y cómo brillan esos delgados
hilos de agua a la luz del sol!
Me sentía atraído hacia el exterior por hilos invisibles. Paseaba impaciente de un lado a
otro de la habitación. Me senté en un sillón. Me levanté de nuevo.
No quería apartarse de mí ese brote enfermizo de un incierto enamoramiento que me
oprimía el pecho.
Me había estado atormentando toda la noche. Una vez había sido Angelina la que se
había pegado a mí, después comencé a hablar muy inocentemente con Miriam, y apenas
se había roto esta imagen apareció de nuevo Angelina y me besó; podía oler el perfume
de su cabello y su suave piel de clavellina me cosquilleaba en el cuello. Despojó sus
hombros desnudos, y se convirtió en Rosina que bailaba con los ojos ebrios y
entornados... con un frac... desnuda; y todo esto sucedía en un duermevela que, sin
embargo, era exactamente igual a estar consciente. Igual que un dulce y ardiente
despertar en las tinieblas.
Hacia el amanecer estaba mi doble junto a mi cama, el sombrío Habla Garmin, «el
hálito de los huesos» del que había hablado Hillel; y lo miré a los ojos: estaba en mi poder
y tenía que contestar a todas las preguntas que yo le hiciera sobre cosas eternas y del
más allá; y él no esperaba más que eso, pero mi sed de misterios no podía contra el calor
de mi sangre y se filtraba absorbida en el seco terreno de mi entendimiento. Ordené al
fantasma que se fuera, que se convirtiera en la imagen de Angelina, pero se encogió
formando la letra Aleph, creció de nuevo y volvió a estar ahí, como mujer-coloso,
totalmente desnuda, tal y como la vi entonces en el libro Ibbur, con el pulso igual a un
terremoto, se inclinó sobre mí y respiré el narcotizante olor de su tibia carne.
¿Todavía no venía Charousek? Las campanas cantaban desde la torre de la iglesia.
Esperaría un cuarto de hora más... pero, después,^ ¡fuera! Pasear por calles más
animadas, llenas de gente vestida de fiesta, mezclarme en el alegre bullicio de los barrios
de los ricos, ver mujeres hermosas con rostros coquetos, manos y pies finos.
Me disculpé a mí mismo diciéndome que quizá encontrase casualmente a Charousek.
Tomé el antiguo juego de tarots del estante de libros para pasar el tiempo más de prisa.
¿Quizá de los dibujos pudiera sacar inspiración para el boceto de un camafeo?
Busqué el Fou.
No estaba. ¿Dónde podía haber ido a parar?
Miré otra vez todas las cartas y me perdí pensando en su significado oculto.
Especialmente el Ahorcado, ¿qué podía significar?
Un hombre está colgado de una cuerda entre el cielo y la tierra, con la cabeza hacia
abajo, los brazos atados a la espalda, la pantorrilla derecha cruzada sobre la pierna
izquierda, de modo que parece una cruz sobre un triángulo puesto al revés.
Una comparación incomprensible.
¡Ya! ¡Por fin! Charousek venía.
¿O todavía no?
Alegre sorpresa, era Miriam.
—¿Sabe usted, Miriam, que ahora mismo pensaba bajar a verla y pedirle que viniera a
dar un paseo conmigo? —No era toda la verdad, pero no le di más vueltas—. ¿Cierto que
no me rechaza? Me siento hoy tan infinitamente feliz en mi corazón que debe ser usted,
precisamente usted, quien corone mi alegría.
—¿De paseo? —buscó la palabra—. ¡Increíblemente extraño pasear!
—No es en absoluto extraño si tiene en cuenta los cientos de miles de personas que lo
hacen, en realidad, durante toda su vida, no hacen otra cosa.
—Sí, ¡otras personas! —concedió, pero todavía totalmente sorprendida. Le tomé las
manos:
—Yo quisiera, Miriam, que la alegría que pueden experimentar otras personas la
disfrute usted también, pero en una medida infinitamente mayor.
Repentinamente palideció y, por la fija turbación de su mirada, descubrí lo que
pensaba.
Me dio un pinchazo.
—No puede llevarlo siempre consigo, Miriam —le dije—, el... milagro. ¿Quiere usted
prometérmelo por... por amistad?
Se dio cuenta del temor que contenían mis palabras y levantó asombrada sus ojos
hacia mí.
—Si no la afectara tanto podría alegrarme yo también, ¿pero así? ¿Sabe que estoy
profundamente preocupado por usted, Miriam? Por... por... ¿cómo lo podría decir? ¡Por su
salud mental. No lo tome literalmente, pero... yo desearía... que jamás se hubiera dado el
milagro!
Esperaba que me contradijese, pero asintió sumida en sus pensamientos.
—Le duele, ¿no es cierto, Miriam? Tomó fuerzas y dijo:
—A veces también yo desearía que no se hubiese dado.
Sonaba para mí como un rayo de esperanza.
—Cuando pienso —hablaba muy despacio y como en sueños— que pudieran venir
tiempos en los que tendría que vivir sin estos milagros...
—Usted puede hacerse rica de la noche a la mañana, entonces ya no necesitará más...
—intervine sin pensar en sus palabras, pero en seguida me contuve cuando noté el horror
de su rostro—, me refiero a que usted puede librarse de manera natural de las
preocupaciones; los milagros que viviría después serían de tipo espiritual: vivencias
internas.
Ella agitó la cabeza y dijo con brusquedad:
—Las vivencias internas no son ningún milagro. Ya es bastante extraño que, al
parecer, haya hombres que no tengan ninguna. Desde mi infancia, día tras días, noche
tras noche, vivo yo —se interrumpió con un brusco movimiento y me di cuenta de que en
ella había alguna otra cosa de la que nunca me había hablado, quizá la existencia de
sucesos invisibles parecidos a los míos...— pero no es ahora el momento para hablar de
esto. Incluso si resucitara y curase a los enfermos poniéndoles la mano encima, yo no lo
podría llamar milagro. Sólo cuando la materia muerta, la tierra, sea animada por el espíritu
y se rompan las leyes de la naturaleza, habrá sucedido aquello que estoy añorando desde
que empecé
a razonar. Una vez me dijo mi padre que hay dos partes en la Cábala: una mágica y
otra abstracta que nunca podrán coincidir. Es cierto que la mágica podrá atraer a la
abstracta, pero jamás ocurrirá al revés. La mágica es un don, un regalo, la otra se puede
conseguir, si bien sólo con la ayuda de un guía. —Volvió a tomar el hilo del comienzo—:
Es el don lo que deseo; lo que yo pueda conseguir me es indiferente y tiene para mí tan
poco valor como el polvo. Cuando tengo que imaginar que podrían venir épocas, como he
dicho antes, en las que tendría que vivir otra vez sin milagros —vi cómo se agarrotaban
sus dedos, y el remordimiento y el dolor me desgarraban—, creo que podría morir ya, a la
vista de esa sola posibilidad.
Le pregunté:
—¿Es ése el motivo por el que usted deseaba que el milagro no hubiera sucedido
nunca?
—Sólo en parte. Pero además hay otra cosa. Yo... yo —recapacitó un momento— no
estaba todavía madura para vivir un milagro en esa forma. Es eso. ¿Cómo se lo podría
explicar? Suponga, sólo como ejemplo, que desde hace años tiene cada noche un único
sueño, que continúa siempre más complejo, en el que alguien, digamos un habitante de
otro mundo, me enseña y me muestra en una imagen de mí misma, con sus continuas
transformaciones, no sólo lo alejada que estoy de la madurez mágica para poder vivir un
«milagro», sino que me da la explicación lógica de las cuestiones que me preocupan
durante el día y que en todo momento puedo comprobar. Usted me comprenderá: un ser
así suple toda la felicidad que uno pueda imaginar en la vida; es para mí el puente que me
une con el «más allá», es la escala de Jacob por la que puedo ascender desde lo
cotidiano a la luz, es mi guía, mi amigo; toda la confianza en que no podré perderme en
los oscuros caminos que recorre mi alma por la locura y la confusión, la tengo puesta en
él, quien nunca me ha engañado. Y ahora, de repente, contra todo lo que él me ha dicho,
¡se cruza un milagro en mi vida! ¿Qué es lo que debo creer ahora? ¿Todo lo que me ha
llenado ininterrumpidamente durante tantos años fue sólo un engaño? Si tuviera que
dudar de ello caería de cabeza en un abismo sin fin. Sin embargo, ¡ha sucedido el
milagro! ¡Gritaría de alegría, si...!
—¿Si...? —la interrumpí sin respiración. Quizá pronunciara la palabra salvadora y
podría confesarle todo.
—... si me enterara de que me he equivocado; de que en realidad no hubo ningún
milagro. Pero sé, de igual modo que sé que ahora estoy aquí sentada, que me destrozaría
—mi corazón se heló—. Ser rechazada y arrancada del cielo y tener que bajar de nuevo a
la tierra, ¿cree usted que eso lo puede soportar un hombre?
—Pida ayuda a su padre —dije sin pensar a causa del miedo.
—¿A mi padre? ¿Ayuda? —me miró sin comprender—. Donde no hay más que dos
caminos, ¿podría encontrar él un tercero? ¿Sabe usted cuál sería mi única salvación?
Que me sucediera a mí lo que le ha sucedido a usted. Si en este momento... pudiera
olvidar... todo lo que tengo tras de mí: toda mi vida hasta el día de hoy... ¿No es curioso?
Lo que usted considera una desgracia, sería para mí la mayor alegría.
Ambos permanecimos un largo rato en silencio.
Tomó repentinamente mi mano y sonrió. Casi alegre.
—Pero no quiero que usted se aflija por mi causa —ella me consolaba a mí, ¡a mí!—.
Hace un momento estaba usted alegre y feliz por la primavera y ahora es la tristeza
misma. No le debería haber dicho absolutamente nada. ¡Arránquelo de su cabeza y siga
pensando como antes! Yo estoy tan contenta...
—¿Usted contenta, Miriam? —la interrumpí amargamente.
Puso cara de convencida.
—¡Sí! ¡De verdad! ¡Contenta! Cuando he venido estaba indescriptiblemente temerosa,
no sé por qué, pero no podía librarme de la sensación de que usted se encuentra en un
gran peligro —escuché con atención—, pero en lugar de alegrarme por encontrarlo a
usted tan sano y contento, lo he... Y...
Me esforcé por parecer dichoso:
—Y eso sólo lo puede arreglar si sale conmigo —intenté poner toda la alegría posible
en mi voz—. Quisiera ver, Miriam, si consigo una sola vez ahuyentar sus tristes
pensamientos. Diga lo que quiera: usted no es en absoluto un mago del antiguo Egipto,
sino, por el momento, sólo una joven a la que el viento tibio primaveral todavía puede
jugar una mala pasada.
De repente se puso radiante:
—Pero, ¿qué le pasa hoy, señor Pernath? ¡Nunca lo he visto así! Por cierto, para
nosotras, las chicas judías, «el viento tibio de la primavera» está controlado, como ya
sabe, por nuestros padres, y no podemos más que obedecer. Y por supuesto, lo
hacemos. Está en nuestra sangre. En mi caso, no —añadió con seriedad—, porque mi
madre se negó a casarse con ese horrible Aaron Wassertrum cuando querían obligarla a
hacerlo.
—¿Qué? ¿Su madre? ¿Con el cambalachero de abajo?
Miriam afirmó:
—Gracias a Dios no se realizó. Pero para ese pobre hombre fue, lógicamente, un golpe
duro.
—¿Pobre hombre, dice? —dije sobresaltado—. ¡Ese tipo es un criminal!
Ella movió pensativamente la cabeza.
—Seguro, un criminal. Pero el que se encuentra dentro de un pellejo como ése y no se
convierte en un criminal, tiene que ser un profeta.
Me acerqué a ella con curiosidad.
—¿Sabe usted algo exacto sobre él? Me interesa. Por algo muy especial...
—Si hubiera visto alguna vez su tienda por dentro, señor Pernath, sabría al momento
cómo es su alma. Se lo digo porque de niña estuve muchas veces allí. ¿Por qué me mira
tan asombrado? ¿Es eso tan especial? Conmigo fue siempre amable y bondadoso. Me
acuerdo que una vez incluso me regaló una gran piedra muy brillante, era lo que más me
había gustado de todas sus cosas. Mi madre me dijo que era un brillante y tuve que
devolverlo inmediatamente.
Al principio estuvo mucho tiempo sin querer aceptarlo, pero después me lo arrancó de
las manos y lo tiró lejos, lleno de rabia. Pude ver cómo le salían las lágrimas; además,
entonces, ya sabía el suficiente hebreo como para entender lo que murmuró: «Todo lo
que toca mi mano está maldito.» Fue la última vez que me dejó visitarlo. Desde entonces
nunca me volvió a invitar a que entrara. Y yo sé por qué: si no hubiese intentado
consolarlo, todo habría seguido como hasta entonces, pero así, como me daba una
inmensa pena y se lo dije, no me quiso volver a ver. ¿No lo entiende, señor Pernath? Es
tan sencillo: es un poseso, un hombre que, en cuanto alguien se acerca a su corazón, se
hace desconfiado, irremediablemente desconfiado. Se cree mucho más horrible de lo que
en realidad es, sí es que eso es posible, y ésta es la razón de su modo de pensar y de
actuar. Se dice que su mujer lo quería, quizás era más compasión que amor, pero de
todas formas mucha gente así lo creía. El único que estaba convencido de lo contrario era
él mismo. En todas partes sospecha odio y traiciones.
Sólo con su hijo hizo una única excepción. ¿Quién sabe si era porque lo había visto
crecer desde la lactancia, es decir, porque vivió desde el primer brote todas las
características del niño y por eso nunca llegó al punto en el que pudiera haber comenzado
su desconfianza, o porque era de sangre judía: verter todo el cariño que había en él, en
su descendencia, por ese miedo instintivo de nuestra raza a que podamos morir sin
cumplir una misión olvidada y que, sin embargo, pervive oscuramente en nosotros?
¿Quién sabe?
Educó a su hijo con un cuidado y una perspicacia que rayaba casi en la sabiduría,
milagrosa en un hombre de tan poca cultura. Apartó del camino del muchacho, con la
agudeza de un psicólogo, todo aquello que pudiera despertarle la conciencia, para
ahorrarle futuras penas anímicas.
Le puso como maestro a un excelente sabio que defendía la opinión de que los
animales no sienten y que sus manifestaciones de dolor no son más que un reflejo
mecánico.
Sacar de cada criatura toda la alegría y el placer posible para uno mismo y arrojar
después la cascara como algo inservible: ése era poco más o menos al ABC de su
sistema de educación.
Puede imaginarse, señor Pernath, que el dinero, como estandarte y llave del «poder»,
juega un papel de protagonista. Y del mismo modo que oculta cuidadosamente su propia
riqueza, para mantener ocultos los límites de su influencia, así se inventó un medio para
hacer posible algo semejante para su hijo, pero ahorrándole al mismo tiempo el
sufrimiento de una vida aparentemente pobre: lo empapó con la mentira infernal de la
«belleza», le mostró los gestos y el porte internos y externos de la estética, y le enseñó a
imitar exteriormente a un lirio del campo y ser en el interior un buitre.
Naturalmente, eso de la «belleza» no fue invención suya, sino seguramente la
«corrección» de un consejo que le diera alguna persona culta.
Nunca lo ofendió en lo que más tarde su hijo pudiera negarle. Al contrario, se lo obligó
a hacer, pues su amor era lógico y, tal y como ya le he dicho de mi padre, del tipo que nos
alcanza más allá de la tumba.
Miriam permaneció un momento en silencio y pude leer en su rostro cómo seguía
tejiendo sus pensamientos. Lo noté en el cambio de tono de su voz cuando dijo:
—Frutos extraños crecen en el árbol del judaismo.
—Dígame, Miriam —le pregunté—, ¿no ha oído nunca que Wassertrum tiene en su
tienda una figura de cera? Yo no sé quién me lo contó, quizás haya sido sólo un sueño...
—No, no, es cierto, señor Pernath, hay una figura de cera del tamaño de una persona,
en la esquina en la que duerme, sobre un jergón de paja, en medio del más absoluto
desorden. Se la regateó al propietario de una barraca de feria y, al parecer, sólo porque
se parecía a una dama cristiana que, por lo que dicen, debió ser su amante.
«¡La madre de Charousek!», se me ocurrió.
—Miriam, ¿no sabe usted su nombre? Miriam negó con la cabeza:
—Pero si le interesa, puedo enterarme.
—¡No, por Dios, Miriam!, me da completamente igual —me di cuenta por el brillo de sus
ojos de que hablando se había puesto muy vivaz y había salido de su depresión, y me
propuse no dejarla volver a recaer en ella—. Pero lo que sí me interesa es el tema del que
antes he hablado de pasada, eso del «viento tibio primaveral». Estoy seguro de que su
padre no le impondría con quién debe casarse, ¿no?
Se echó a reír alegramente.
—¿Mi padre? ¡Qué dice usted!
—Bueno, eso es una gran alegría para mí.
—¿Por qué? —preguntó ella ingenuamente.
—Porque entonces todavía tengo una posibilidad.
Era sólo una broma y ella lo tomó como lo que era. Sin embargo, se levantó de un salto
y fue hasta la ventana para que no pudiera ver cómo se ruborizaba.
Cambié de tono para ayudarla a salir de su apuro.
—Como viejo amigo, le pido una cosa: usted tiene que confiármelo cuando llegue el
momento. ¿O es que piensa quedarse soltera?
—¡No, no, no! —lo negó tan decidida que involuntariamente me eché a reír—. ¡Alguna
vez me tendré que casar!
—¡Naturalmente! ¡Por supuesto! Se puso nerviosa como una jovencita.
—¿No puede estar serio durante un minuto por lo menos, señor Pernath? —obediente,
puse cara de maestro y ella se volvió a sentar—. Bueno, cuando digo que alguna vez me
tendré que casar me refiero a que hasta ahora no me he roto la cabeza pensando en ello,
pero que, con seguridad, no entendería el sentido de la vida si tuviera que aceptar como
mujer venir al mundo para no tener hijos.
Por primera vez vi marcados rasgos de mujer en su rostro.
—Es uno de mis sueños —continuó en voz baja— imaginarme como meta final que dos
seres se fundan en uno... en eso que... ¿no ha oído nunca hablar del antiguo culto egipcio
a Osiris? Se conviertan unidos en eso que el «hermafrodita» debe significar como
símbolo.
Escuché con gran atención:
—¿El hermafrodita?...
—Me refiero a la unión mágica de lo masculino y lo femenino en la figura humana del
semidiós. Eso, ¡como meta final! No, no como meta, sino como principio de un nuevo
camino, eterno... sin fin.
—¿Y espera encontrar alguna vez —pregunté agitado— al que usted busca? ¿No
puede ser que viva en un país lejano, que quizá no exista en el mundo?
—De eso no sé nada —dijo sencillamente—. Sólo puedo esperar. Si él estuviera
separado de mí por el tiempo y el espacio, cosa que no creo, ¿por qué estaría yo aquí
ligada al ghetto? O por los abismos del desconocimiento mutuo, y no lo encontrara,
entonces mi vida no ha tenido en absoluto ningún sentido y ha sido sólo el absurdo juego
de un demonio idiotizado. Pero, ¡por favor, por favor, no hablemos más de eso! —me
rogó—. Sólo expresar ese pensamiento deja un sabor terrible y terreno, y yo no quisiera
que... —se interrumpió de repente.
—¿Qué es lo que no quisiera, Miriam?
Levantó la mano. Se incorporó rápidamente y dijo:
—Señor Pernath, ¡tiene usted una visita! Se oía el suave fru-fru de unas faldas de seda
en el pasillo.
Golpes horribles en la puerta: ¡Angelina! Miriam quiso marcharse; yo la retuve.
—¿Puedo presentarlas? La hija de un querido amigo... la señora Condesa...
—Ni siquiera se puede ir en coche. Están levantando por todas partes el empedrado.
¿Cuándo se trasladará, señor Pernath, a una zona digna de una persona como usted?
Afuera se derrite la nieve, el cielo está tan gozoso que a uno le estallaba el corazón y
usted está aquí, encogido en esta cueva de estalactitas, como una rana; por cierto, ¿sabe
que ayer estuve en mi joyero y me dijo que usted es el mayor artista, el más fino tallador
de piedras que existe hoy, si no uno de los más grandes que nunca ha habido? —
Angelina charlaba como un torrente y yo estaba encantado. Ya sólo veía sus brillantes
ojos azules, sus pequeños pies en las diminutas botas de charol, su rostro caprichoso,
que brotaba animado del enorme cuello de piel, y sus rosadas orejas.
Apenas tenía tiempo de respirar.
—Mi coche está en la esquina. Temía no encontrarlo en casa. Espero que usted no
haya comido todavía, ¿no? Primero iremos... bueno, ¿adonde vamos primero? Primero
iremos... espere... sí, quizás al jardín botánico o mejor: a algún lugar al aire libre, pues ya
se puede sentir en la atmósfera la germinación y el secreto brote de los capullos. ¡Vamos,
vamos, agarre su sombrero!; después comerá en mi casa y más tarde charlaremos hasta
el anochecer. ¡Agarre su sombrero! ¿A qué espera? Abajo hay una manta muy suave y
caliente: nos envolveremos en ella hasta las orejas y nos acurrucaremos hasta que
entremos en calor.
¿Qué podía decir yo?
—Me disponía a dar un paseo con la hija de mi amigo.
Antes de que pudiera acabar la frase, Miriam ya se había despedido rápidamente de
Angelina.
La acompañé hasta la puerta, a pesar de que me lo quería impedir amablemente.
—Escúcheme, Miriam, no se lo puedo explicar, aquí en la escalera, hasta qué punto
dependo de usted; yo preferiría mil veces acompañarla...
—No puede hacer esperar a la señora, señor Pernath —me interrumpió—. Adiós, ¡que
se diviertan!
Lo dijo de corazón, sinceramente y sin alterarse, pero vi que el brillo de sus ojos se
había apagado.
Bajó rápidamente la escalera y una gran pena me ahogó. Sentí como si hubiera
perdido un mundo.
Como en un sueño me hallo sentado al lado de Angelina. Vamos conducidos por el
rápido galope de los caballos a través de las calles llenas de gente.
El oleaje de la vida me rodeaba y me aturdía de tal modo que apenas podía distinguir
las pequeñas manchas de luz de las figuras que pasaban ante mí: joyas brillantes en los
pendientes y las cadenas de los manguitos, brillantes sombreros de copa, guantes
blancos, un caniche con un collar rosa que quería morder nuestras ruedas, caballos
cubiertos de espuma corriendo a nuestro encuentro con los arneses de plata, un
escaparate con fulgurantes bandejas llenas de perlas y luminosos aderezos, brillo de seda
y las finas caderas de las jóvenes.
El viento frío que nos cortaba la cara me hacía sentir mucho más fascinante el calor del
cuerpo de Angelina. Los policías, en los cruces, se retiraban respetuosamente a un lado
cuando pasábamos ante ellos.
Fuimos al trote por el muelle, que no tenía más que un estrecho paso para los coches
en fila junto al puente de piedra, derrumbado y lleno de una multitud de rostros curiosos.
Apenas lo miré: la más mínima palabra de la boca de Angelina, sus pestañas, el rápido
juego de sus labios, todo, todo era para mí infinitamente más importante que ver cómo
allá abajo los bloques de piedras se defendían de los ataques de los peñascos de hielo.
Caminos en los parques. Después, tierra apisonada, elástica. Más adelante, el crujido de
las hojas bajo los cascos de los caballos, aire húmedo, árboles gigantescos, sin hojas,
llenos de nidos de cornejas, el verdor muerto de los prados con blancas islas de nieve
flotante, todo ello pasaba ante mí como en un sueño.
Con unas breves palabras empezó a hablar Angelina del doctor Savioli, casi con
indiferencia.
—Ahora que ya ha pasado el peligro —dijo con la encantadora ingenuidad de un niño—
y que ya sé que está mejor, me parece terriblemente aburrido todo lo que ha pasado.
Quiero volver a divertirme, cerrar los ojos y sumergirme en la espuma centelleante de la
vida. Creo que todas las mujeres son así. Sólo que no lo admiten, ¿o son acaso tan tontas
que ellas mismas ni lo saben? ¿No lo cree usted también? —ni siquiera escuchó mi
respuesta—. Además, las mujeres no me interesan en absoluto. Naturalmente no debe
tomar esto como un halago, pero, de verdad, la simple presencia de un hombre simpático
me es mucho más agradable que la más interesante conversación de una mujer, por muy
inteligente que sea. Pues, al fin y al cabo, no son más que tonterías lo que dicen, como
máximo algo de trapos, bueno, ¿y qué?, las modas tampoco cambian tan a menudo. ¿No
es cierto que soy frivola? —preguntó de repente con tal coquetería que, cautivado por su
encanto, tuve que esforzarme para no tomar su cabeza entre mis manos y besarla
apasionadamente en el cuello—. ¡Diga que soy frivola!
Se acurrucó aún más cerca de mí y se colgó de mi brazo.
Salimos del paseo y recorrimos bosquecillos cuyos arbustos de adorno, rodeados de
paja, parecían, en sus envoltorios, troncos de monstruos a los que les hubieran cortado
las cabezas y los miembros.
Había gente sentada al sol en los bancos, que nos seguía con la mirada y juntaba sus
cabezas.
Estuvimos un momento en silencio, sumidos en nuestros propios pensamientos. ¡Cuan
distinta era Angelina, completamente distinta de la Angelina que viviera hasta ahora en mi
imaginación! ¡Como si no hubiera llegado realmente a mí hasta hoy!
¿Era de verdad la misma mujer que consolé en la catedral?
No podía retirar mi mirada de su boca entreabierta.
Ella seguía sin pronunciar una palabra. Parecía ver una imagen en su mente.
El coche giró entrando en un campo húmedo.
Olía a tierra que se despertaba.
—¿Sabe usted, señora...?
—Llámame Angelina —me interrumpió suavemente.
—¿Sabe, Angelina, que hoy he soñado toda la noche con usted? —dije casi a mi
pesar.
Hizo un pequeño y rápido movimiento como si quisiera desenlazar su brazo del mío y
me miró con los ojos muy abiertos.
—¡Qué curioso! ¡Y yo con usted! Y en este momento estaba pensando en lo mismo.
De nuevo se interrumpió la conversación y los dos adivinamos que habíamos soñado lo
mismo.
Lo sentí en el palpitar de su sangre. Su brazo temblaba imperceptiblemente contra mi
pecho. Retiró violentamente su mirada de la mía y miró hacia fuera del coche.
Lentamente acerqué su mano a mis labios, retiró su guante blanco y perfumado, oí que
su respiración se precipitaba y, loco de amor, oprimí los dientes en su mano.
Horas más tarde caminaba hacia la ciudad como un borracho envuelto en la niebla
vespertina. Elegía las calles al azar y, sin saberlo, estuve caminando durante mucho rato
en círculo.
Después me encontré junto al río, apoyado en una barandilla de hierro, mirando
fijamente las olas que bramaban abajo.
Aún sentía los brazos de Angelina alrededor de mi cuello, veía ante mí la pileta de
piedra de la fuente, junto a la que ya nos habíamos despedido una vez hace muchos años
y en la que flotaban las hojas marchitas del olmo. Ella caminaba de nuevo a mi lado,
como lo acabábamos de hacer un momento antes, apoyada su cabeza sobre mi hombro,
en silencio, al atardecer, por el parque de su castillo.
Me senté en un banco y me cubrí la cara con el sombrero para soñar.
Las aguas se precipitaban sobre el dique y su bramido ahogaba los últimos y
quejumbrosos sonidos de la ciudad a punto de adormecerse.
Cuando, de tanto en tanto, levantaba la mirada para arrebujarme más y más en mi
abrigo, veía el río envuelto en sombras cada vez más profundas hasta que, por fin, oculto
por la noche negra, fluyó oscuro, cruzado de una orilla a otra por rayas de la blanca
espuma del dique.
La sola idea de tener que volver a mi triste casa me hacía temblar.
El brillo de una corta tarde me había convertido para siempre en un extraño en mi
propio hogar.
En el término de unas pocas semanas, quizá sólo unos días, habría acabado la
felicidad —y ya no quedaría de ella más que un bello y doloroso recuerdo.
¿Y entonces?
Entonces estaría sin hogar, aquí y allá, a éste y al otro lado del río.
Me levanté. Sólo quise echar una mirada a través de las verjas al castillo tras cuyas
ventanas ella dormía, antes de volver al sombrío ghetto. Tomé la dirección por la que
había venido tanteando a través de la densa niebla, a lo largo de enormes filas de casas y
de plazas dormidas, vi aparecer amenazadores y negros monumentos, casas señoriales
aisladas y las volutas de las fachadas barrocas. La mortecina luz de un farol aumentó en
el aire, hasta convertirse en gigantescas y fantásticas aureolas de los colores del arco iris,
tras lo cual fue disminuyendo y apagándose hasta formar un ojo amarillento y penetrante,
que por fin se deshizo en el aire tras de mí.
Mi pie tanteaba anchas escaleras de piedra cubiertas de grava.
¿Dónde estaba? ¡En un camino equivocado que conducía a una empinada cuesta!
¿Muros de jardín a derecha e izquierda? Ramas sin hojas cuelgan sobre ellos. Caen
del cielo, pues los troncos se esconden tras el espeso muro de niebla.
Un par de delgadas ramitas se rompen crujiendo al rozarlas con mi sombrero y caen,
resbalando por mi abrigo, al gris y nebuloso abismo que me oculta los pies.
Después, un punto luminoso: una luz aislada en la lejanía, en algún lado, enigmática,
entre cielo y tierra.
Debía haberme equivocado. No podía ser más que la antigua «Escalera del Castillo»
junto a las laderas de los jardines de Fürstenberg.
Seguían largas sendas de tierra arcillosa. Un camino empedrado.
Una maciza sombra surge con la cabeza cubierta con un gorro de dormir negro y tieso:
la «Daliborka», la torre del hambre en la que en otros tiempos morían las gentes de
inanición, mientras los reyes perseguían la caza allá abajo en la «Fosa de los ciervos».
Una estrecha y retorcida calleja con troneras, un camino de caracol, apenas con el
ancho suficiente para dejar paso a un hombre, y me encontré ante una hilera de casitas
muy bajas, de las que ninguna era más alta que yo.
Si estiraba el brazo alcanzaba los tejados.
Había llegado a la calle de los «Hacedores de Oro» en la que, en la Edad Media, los
adeptos de la alquimia calentaron la piedra filosofal y envenenaron los rayos de luna.
No había ningún otro camino de salida más que ese por el que había venido.
Pero no pude encontrar el hueco de la muralla por el que había entrado, y choqué
contra una valla de madera.
No había nada que hacer; tendré que despertar a alguien para que me muestre el
camino, me dije a mí mismo. Qué extraño que haya una casa aquí, cerrando la calle,
mayor que las demás y al parecer habitada. No puedo recordar haberme dado cuenta de
su existencia anteriormente.
¿Estará pintada de blanco para resaltar tan clara en la niebla?
Cruzo la verja y atravieso un estrecho jardín, pego la cara a los cristales: todo está
apagado. Llamo a la ventana. Entonces, en el interior aparece por una puerta un hombre,
increíblemente viejo, con una vela encendida en la mano, y con pasos temblorosos, se
dirige hacia el centro de la habitación, se para y vuelve muy lentamente la cabeza hacia
las polvorientas retortas y los alambiques de alquimia de la pared, fija su mirada pensativa
en las gigantescas telas de araña de las esquinas, hasta que, por fin, la dirige con fuerza
sobre mí.
La sombra de sus pómulos le cae sobre las órbitas de sus ojos, de tal forma que
parecen vacíos, como los de una momia.
Está claro que no me ve.
Golpeo el cristal.
No me oye. Sale de nuevo en silencio de la habitación, como un sonámbulo.
Espero en vano.
Llamo a la puerta de la casa. No sale nadie a abrir.
No me quedaba más remedio que seguir buscando y por fin encontré la salida de la
calleja.
¿No sería mejor dirigirme hacia un lugar más poblado?, pensé, junto a mis amigos
Zwakh, Prokop y Vrieslander que estarían sin duda en la taberna Alte Ungelt, por lo
menos un par de horas, hasta que calmara mi desgarradora añoranza de los besos de
Angelina. Rápidamente me puse en camino.
Como un trébol de cadáveres estaban los tres, acurrucados alrededor de la apelillada
mesa, los tres con una pipa blanca y fina entre los dientes y la habitación llena de humo.
Las oscuras paredes absorbían de tal modo la escasa luz de la anticuada lámpara, que
apenas podían distinguirse sus rasgos.
En la esquina estaba la camarera, flaca como un hueso, ajada y taciturna, con su
eterna labor de calceta, sus ojos apagados y su nariz amarilla como el pico de un pato.
Delante de las puertas cerradas colgaban unas cortinas rojo mate, de tal forma que las
voces de los clientes de la habitación de al lado llegaban sólo como el suave zumbido de
un enjambre de abejas.
Vrieslander con su sombrero cónico de ala tiesa puesto, su bigote, el color gris plomizo
de su cara y su cicatriz bajo el ojo, parecía un holandés borracho de algún siglo olvidado.
Josua Prokop se había colocado un tenedor entre sus rizos de músico, tamborileaba
incansablemente con sus largos dedos huesudos y observaba asombrado cómo Zwakh
se esforzaba por colocar alrededor de la panzuda botella de aguardiente la capa purpúrea
de una marioneta.
—Éste va a ser Babinski —me explicó Vrieslander con gran seriedad—. ¿No sabe
usted quién fue Babinski? Zwakh, cuéntele en seguida a Pernath quién fue Babinski.
Babinski fue —comenzó Zwakh en seguida, mas sin levantar un segundo la mirada de
su trabajo— hace tiempo un famoso ladrón asesino de Praga. Durante muchos años
practicó su vergonzoso oficio sin que nadie lo notara. Pero poco a poco les llamó la
atención a las mejores familias de la ciudad que una vez faltaba uno y después otro
miembro del clan a comer, a los que no se volvía a ver nunca más. Aunque al principio no
dijeron nada, ya que el asunto tenía también en cierta medida su lado bueno, pues era
siempre un plato menos en la mesa, no podían olvidar que esto podía perjudicar su
reputación en la sociedad y dar lugar a habladurías. En particular, porque se trataba de la
total desaparición, sin dejar, rastro, de jóvenes casaderas.
Además, se veían obligados a subrayar con suficiente fuerza ante los demás, por
consideración de sí mismos, la agradable convivencia y la unión existentes en el seno de
la familia. Cada vez aumentaban más y más las llamadas en los periódicos: «Vuelve, todo
está perdonado (una circunstancia que Babinski, como la mayoría de los asesinos de
profesión, no había tenido en cuenta al hacer sus cálculos), y que acabaron por llamar la
atención general.
Babinski, que en el fondo tenía indudablemente un carácter idílico, se había construido
con el tiempo, gracias a su infatigable actividad, una casita, pequeña pero agradable, en
el encantador pueblecito de Krtsch, cerca de Praga. Era una casita muy limpia y brillante
con un jardincito delante en el que florecían los geranios.
Como sus ingresos no le permitían agrandarla, se vio obligado a construir, para poder
enterrar sin llamar la atención los cadáveres de sus víctimas, en lugar de un parterre de
flores, como a él le hubiera gustado, una sencilla colina cubierta de hierba, adecuada a
las circunstancias, que se podía alargar sin dificultad si el negocio o la temporada lo
exigían.
Babinski tenía la costumbre de sentarse todas las tardes en este lugar sagrado, tras los
trabajos y esfuerzos del día, bajo los rayos del sol poniente, y tocar con su flauta toda una
serie de melodías melancólicas.
—¡Espera! —lo interrumpió bruscamente Josua Prokop, sacó del bolsillo la llave de su
casa y se la llevó como un clarinete a la boca cantando: «Zimzerlim zambusla — deh.»
—¿Estuvo usted allí para conocer tan bien la melodía? —le preguntó Vrieslander
asombrado. Prokop le dirigió una mirada furiosa.
—No, Babinski vivió antes que yo naciera. Pero yo, como compositor, soy el que mejor
puede saber lo que debió haber tocado. Usted no puede opinar sobre esto. Usted no es
músico. Zimzerlim zambusla busla deh.
Zwakh escuchó atentamente y cuando Prokop hubo guardado de nuevo su llave en el
bolsillo continuó:
—El continuo crecimiento de la colina despertó las sospecha de los vecinos y fue un
policía de Ziskov, un pueblo de los alrededores, quien vio casualmente desde lejos a
Babinski ahogar a una anciana de la buena sociedad, a quien pertenece el mérito de
haber puesto de una vez para siempre fin a las actividades egoístas del malvado. Se
capturó a Babinski en su Tusculum.
El tribunal, teniendo en cuenta las circunstancias atenuantes de su, por lo demás,
buena reputación, lo condenó a morir en la horca; a la vez encargó a la firma de los
hermanos Leipen, cordelería en grost et en détail, la entrega de los utensilios necesarios
para la ejecución, ya que, en su gremio, eran los que mantenían los precios más módicos,
contra factura a enviar a un empleado superior del erario público.
Pero sucedió que la horca se rompió y Babinski obtuvo la conmutación a cadena
perpetua.
El asesino cumplió veinte años tras los muros de San Pancracio, sin que una sola vez
saliera el más mínimo reproche de sus labios; todavía hoy, los empleados de la institución
prodigan elogios a su ejemplar comportamiento, e incluso se le permitió tocar la flauta en
los cumpleaños de nuestra graciosa majestad...
Prokop intentó sacar de nuevo su llave, pero Zwakh se lo impidió.
—Más tarde, debido a una amnistía general, Babinski fue indultado y obtuvo el puesto
de portero en el convento de las Hermanas de la Misericordia.
El trabajo de jardinería que debía realizar era muy fácil y ligero para él, debido a la
habilidad adquirida con la pala en sus anteriores actividades, de modo que le quedaba
tiempo suficiente para cultivar su corazón y su espíritu con buenas lecturas,
cuidadosamente escogidas. Los resultados fueron absolutamente satisfactorios.
Cada vez que la superiora lo enviaba los sábados por la tarde a la taberna para que
alegrara un poco su espíritu, volvía puntualmente a casa, antes de la caída de la noche,
declarando que la degradación de la moral pública lo entristecía y que muchos maleantes
de la peor especie, ocultos en la noche, hacían inseguros los caminos, de modo que para
todo ciudadano pacífico y lúcido era casi un deber dirigir a tiempo sus pasos hacia su
morada.
En aquella época se introdujo entre los cereros de Praga la mala costumbre de poner
en venta pequeñas figuras con un abrigo rojo que representaban al asesino Babinski. En
ninguna de las familias en luto faltaba una de estas figuritas. Pero normalmente estaban
en vitrinas en los escaparates y no había nada que indignase más a Babinski que ver una
de ellas.
«Es totalmente indigno y prueba de una extraña brutalidad y falta de delicadeza el
poner continuamente de esta manera a la vista de un hombre los errores de juventud»
solía decir Babinski en esas ocasiones, «y es muy triste que no se haga nada para
impedir este abuso».
En su lecho de muerte todavía siguió manifestándose en este sentido.
Pero no fue en vano, pues poco después intervino la autoridad prohibiendo la venta de
las irritantes estatuillas de Babinski.
Zwakh bebió un gran trago de su grog y los tres sonrieron irónicamente, como
demonios, después de lo cual volvió con prudencia la cabeza hacia la pálida camarera y vi
cómo se secaba una lágrima.
—Bien, ¿y usted no nos cuenta nada de nada, además de... que en agradecimiento por
las joyas artísticas que se le han ofrecido haga de pagano, querido y honorable colega,
tallador de piedras preciosas? —me preguntó Vrieslander después de una larga pausa
melancólica.
Les conté mi caminata por la niebla.
Cuando en mi narración llegué al momento en que vi la casa blanca, se quitaron los
tres las pipas de la boca en una gran tensión y, cuando terminé, Prokop dio un puñetazo
en la mesa y gritó:
—¡Esto ya es demasiado! No hay ninguna leyenda que este Pernath no experimente en
su propia carne. Por cierto, lo de la última aparición del Golem, ya está aclarado.
—¿Cómo aclarado? —pregunté perplejo.
—Usted conoce a ese mendigo judío medio loco, Haschile, ¿no? Pues bien, ese
Haschile era el Golem.
—¿Un mendigo, el Golem?
—Sí, Haschile era el Golem. Esta tarde el fantasma paseaba contentísimo a pleno sol
con su famoso traje del siglo xvi por la calle Salniter; fue cuando el desollador ha tenido la
suerte de cazarlo con una correa de perro.
—¿Qué quiere decir con esto? ¡No entiendo ni una palabra! —interrumpí.
—Se lo estoy diciendo: era Haschile. He oído que hace unos días encontró aquella
ropa detrás de la puerta de una casa. Por cierto, volvamos a la casa blanca: el asunto es
terriblemente interesante. Cuenta una antigua leyenda según la que ahí arriba, en la calle
de los Alquimistas, hay una casa que sólo es visible en la niebla y sólo para los mimados
de la fortuna. Se la llama «El muro junto al único farol». Cuando se sube hasta allí,
durante el día, no se ve más que una gran piedra gris; detrás de ella se precipita la
profunda fosa de los Ciervos, y usted Pernath, puede decir que ha tenido suerte de no
haber dado un paso más: hubiera caído inevitablemente en ella y se hubiera roto todos
los huesos.
Cuentan que bajo la piedra se oculta un gigantesco tesoro, y que la piedra fue colocada
por la Orden de los «Hermanos Asiáticos» como primera piedra de una casa que, al final
de los días, será habitada por un hombre, mejor dicho por un hermafrodíta, un ser
compuesto de hombre y mujer. Llevará en su escudo la imagen de una liebre: digamos de
paso que la liebre era el símbolo de Osiris. Seguramente la costumbre del conejo de
Pascua.
Dicen que, hasta que llegue el momento, Matusalén en persona monta guardia para
que Satanás no la robe y dé a luz con este ser a un hijo: el llamado Armilos. ¿No ha oído
nunca hablar de este Armilos? Incluso se sabe cuál sería su aspecto, es decir, los
ancianos rabinos lo saben, si viniera al mundo: tendría cabellos de oro recogidos en una
cola, partidos en dos rayas, los ojos en forma de hoz y largos brazos hasta los pies.
—¡Habría que pintar a ese elegante caballerete! —gruñó Vrieslander mientras buscaba
un lápiz.
—Así que, Pernath, si alguna vez tiene la suerte de convertirse en un hermafrodita y en
passant la de encontrar el tesoro —añadió Prokop, ¡no se olvide de que siempre he sido
su mejor amigo!
No tenía ánimo de bromas, sino que sentía un ligero dolor en el corazón.
Zwakh me lo debió notar, aunque no conocía la causa, pues salió rápidamente en mi
ayuda:
—De cualquier forma es muy extraordinario, casi inquietante, que Pernath haya tenido
esa visión precisamente en ese lugar que está tan estrechamente ligado a una antigua
leyenda. Son coincidencias de cuyas redes al parecer no puede librarse un hombre
cuando su alma tiene la capacidad de ver formas que no se pueden captar por el tacto.
No lo puedo evitar: lo más fascinante y atractivo es lo suprasensorial. ¿Qué dicen
ustedes?
Vrieslander y Prokop se habían puesto serios, y todos nosotros pensamos que sobraba
la respuesta.
—¿Qué piensa usted, Eulalia? —repitió Zwakh de espaldas.
La vieja tabernera se rascó la cabeza con la aguja, sonrió, enrojeció y dijo:
—Vayanse. No tienen vergüenza.
—Durante todo el día ha habido un ambiente terriblemente tenso —dijo Vrieslander
cuando nuestra hilaridad se hubo calmado—. No he podido dar ni una pincelada. No he
podido apartar en todo el rato mi pensamiento de Rosina cuando bailó con el frac.
—¿La han encontrado? —pregunté.
—¡«Encontrado», eso es! La brigada de buenas costumbres y de la moral la ha ganado
para un compromiso de larga duración. Quizá le haya caído bien al señor comisario
aquella vez en Loisitschek. De cualquier forma, ahora anda en una actividad febril y
contribuye al aumento de turismo en el barrio judío. Por cierto que en poco tiempo se ha
convertido en una muchacha fresca y lozana.
—Es asombroso, si se piensa lo que una mujer puede hacer de un hombre sólo con
dejarse amar —intervino Zwakh, cortante—. Para conseguir el dinero que le permitiera
estar con ella, se ha convertido ese pobre chico, Jaromir, de la noche a la mañana, en un
artista. Va de bar en bar, recortando las siluetas de los clientes que se dejan retratar.
Prokop, que no había oído el final, chasqueó la lengua.
—¿De verdad? ¿Está realmente tan guapa Resina? ¿Le ha robado ya usted algún
besito, Vrieslander?
La camarera se levantó rápidamente y abandonó indignada la habitación.
—¡Vieja gallina! De verdad que lo necesita, ¡accesos de virtud! ¡Puah! —gruñó Prokop
a su espalda.
—¿Qué quiere? Se ha ido en el momento más escabroso y además acababa de
terminar su media —dijo Zwakh para calmarlo.
El patrón trajo más grog, y la conversación empezó a tomar un tono bochornoso.
Demasiado sofocante como para que no me excitara aún más la sangre, en el estado
febril en que me encontraba.
Luchaba contra ello, pero cuanto más me aislaba en mi interior y volvía a pensar en
Angelina, tanto más violentos eran los zumbidos en mis oídos. Me despedí casi
repentinamente.
La niebla, ya algo más dispersa, arrojaba cristales de hielo, pero todavía era lo
suficiente densa como para no dejar ver los letreros de las calles y me desvié ligeramente
de mi camino.
Me había metido en otra calle e iba a doblar, cuando oí que me llamaban por mi
nombre:
—¡Señor Pernath! ¡Señor Pernath!
Miré a mi alrededor y hacia arriba.
Nadie.
Un portal abierto y encima, discretamente, un farolillo rojo bostezó junto a mí y me
pareció distinguir en el fondo del pasillo una silueta.
Otra vez:
¡Señor Pernath! ¡Señor Pernath!, en un susurro.
Entré asombrado al pasillo y unos cálidos brazos de mujer me rodearon el cuello y, con
el rayo de luz que salía de una puerta que se abría lentamente, vi a Rosina que se
apretaba anhelante contra mí.
Ardid
Un día gris, ciego.
Había dormido hasta bien entrada la mañana, sin soñar, sin sentir, como en un letargo.
Mi vieja sirvienta no había venido, o había olvidado encender la calefacción.
Ceniza ya fría en la caldera.
Polvo sobre los muebles.
El suelo sin barrer.
Iba de un lado para otro tiritando.
En la habitación había un desagradable olor a aguardiente barato. Mi abrigo y mis
ropas apestaban a humo de tabaco.
Abrí violentamente la ventana, la volví a cerrar: el frío y sucio soplo de la calle era
insoportable.
Unos gorriones con el plumaje empapado se acurrucaban inmóviles en el alero.
A todas partes que miraba no encontraba más que un descolorido desabrimiento.
Todo dentro de mí estaba desgarrado, destrozado.
El cojín del sillón ¡qué deshilacliado estaba! Las crines del relleno salían por los bordes.
Había que mandarlo a tapizar, pero, ¿para qué?, ¡que se quedara así! El tiempo de otra
desolada vida y todo se convertiría en trastos.
Y ahí, ¡esos desagradables e inútiles andrajos retorcidos en la ventana!
¿Por qué no los retorcía para hacer una cuerda y ahorcarme con ella?
Entonces, por lo menos, ya no tendría que volver a ver esas cosas que dañan la vista y
toda esa angustia gris que me carcomía habría pasado de una vez para siempre.
¡Sí! ¡Eso era lo más inteligente! ¡Poner fin a todo!
Precisamente hoy.
Sí, ahora, por la mañana. No ir siquiera a comer. Una idea repugnante, ¡matarse con el
estómago lleno! Yacer bajo la tierra húmeda, llevando dentro de sí alimentos sin digerir,
pudriéndose.
¡Si por lo menos el sol no volviera a salir y no despertara en el corazón esa insolente
mentira de la alegría de vivir!
¡No! No volvería a dejarme engañar, no quería seguir siendo el entretenimiento, la
pelota de ese torpe destino sin sentido, que me sacaba y me arrojaba otra vez a los
charcos, sólo para demostrarme, para que comprendiera lo efímero, la inconstancia de
todas las cosas humanas, hecho que conocía ya hace mucho, que lo saben hasta los
niños, que lo saben hasta los perros de la calle.
¡Pobre, pobre Miriam! ¡Si por lo menos pudiera ayudarla a ella!
Tenía que tomar una determinación, una primera e inquebrantable decisión, antes de
que despertara de nuevo en mí el maldito instinto de conservación y me enredase con
nuevos engaños.
¿De qué me habían servido todos esos mensajes del reino de lo imperecedero?
Para nada, nada, absolutamente nada.
Quizás sólo para hacerme dar vueltas en círculo y sentir la tierra como una tortura
insoportable.
Sólo había una solución.
Calculé de memoria el dinero que tenía en el banco.
Sí, sólo así podría ser, sólo eso quedaba. Era el único acto minúsculo, de todos los
actos de mi vida, que podía tener algún sentido.
Todo lo que tenía —las piedras preciosas que había en el cajón también— todo lo
envolvería en un paquete y se lo mandaría a Miriam. Eso la liberaría de la preocupación
por la vida cotidiana, al menos por unos cuantos años. Y escribir a Hillel una carta
explicándole lo del «milagro» de su hija.
Sólo él podía ayudarla.
Sentí que él sabría ayudarla.
Reuní las piedras y las guardé en el bolsillo; miré el reloj: si iba ahora al banco, en una
hora podría estar ya todo en orden.
Después, ¡sólo me quedaría comprar un ramo de rosas rojas para Angelina! El dolor y
el deseo aullaron dentro de mí. Sólo un día, un único día más, quería vivir aún.
¿Para tener que soportar otra vez esta misma y asfixiante desesperación?
No, ¡no debía esperar ni un solo minuto más! Me sobrevino como una satisfacción de
no haber cedido.
Exacto: la lima. La metí en el bolsillo; pensaba tirarla por la calle, tal como me lo había
propuesto anteriormente.
¡Odiaba esa lima! ¡Qué poco había faltado para convertirme en un asesino por su
culpa!
¿Quién venía a molestarme ahora?
Era el cambalachero.
—Sólo un momento, señor de Pernath —me rogó desconcertado cuando le indiqué que
no tenía tiempo—. Sólo un instante. Sólo unas palabras.
El sudor le corría por el rostro y temblaba de excitación.
—¿Se puede hablar aquí sin interrupciones, señor Pernath? No quisiera que el... el
Hillel ése vuelva a venir. Mejor cierre la puerta, o si no entremos en la habitación de al
lado —y me arrastró en su ruda forma tras de sí.
Miró tímidamente un par de veces a su alrededor y susurró:
—He estado pensando, ¿sabe?, en lo del otro día. Es mejor así. No sirve de nada.
Bueno. Lo pasado, pasado.
Intenté leer en sus ojos.
Sostuvo mi mirada pero fue tal el esfuerzo que su mano se crispó en el respaldo de la
silla.
—Me alegro, señor Wassertrum —dije tan amablemente como pude—. La vida ya es
demasiado triste como para amargarla además con odio.
—Exacto, igual que si estuviera oyendo la lectura de un libro —gruñó aliviado; rebuscó
en el bolsillo del pantalón y sacó el reloj de oro con la tapa abollada— y para que vea que
hablo sinceramente, acepte como regalo esta pequenez que le ofrezco.
—¿Qué está pensando? —exclamé rechazándolo—. Usted no creerá que... —
Entonces recordé lo que Miriam me había contado de él y alargué la mano para no herirlo.
Pero vi que él no prestaba atención; de repente se había puesto blanco como la pared,
escuchó extrañado y gruñó:
—¡Sí! ¡Ahora! Ya lo sabía. ¡Otra vez ese Hillel!, Está llamando.
Escuché, volví a la otra habitación y para tranquilizarlo dejé medio cerrada la puerta de
comunicación entre ambas habitaciones.
Esta vez no era Hillel. Entró Charousek y como diciendo que sabía quién estaba en la
otra habitación se puso los dedos sobre los labios y me inundó, en un segundo, sin
esperar a que yo dijera nada, con un torrente de palabras.
—Oh, honorable y estimado maestro Pernath, no puedo encontrar las palabras para
expresar mi alegría por haberlo encontrado solo en su casa y en buena salud. —Hablaba
como un actor y su tono enfático y forzado contrastaba de forma tan violenta con su cara
demudada que me produjo un profundo horror.
—Nunca me hubiera atrevido, maestro Pernath, a venir a su casa en el desastroso
estado en el que, con seguridad, me ha visto usted muchas veces por la calle, pero, ¿qué
digo visto? ¿Cuántas veces me ha tendido usted su mano misericordiosa?
¿Sabe a quién debo el que hoy pueda presentarme aquí con el cuello blanco y un traje
limpio? A uno de los hombres más nobles y, por desgracia, a menudo despreciado de
nuestra ciudad. La emoción me domina cuando pienso en él.
A pesar de su condición modesta, siempre tiene su mano abierta para los pobres y los
necesitados. Desde hace tiempo, cada vez que lo veía triste delante de su puerta, sentía
en el fondo de mi corazón el deseo de acercarme a él y estrecharle la mano en silencio.
Hace unos días, cuando pasaba delante de su puerta, me llamó, me dio dinero y me
puso así en condiciones de comprarme un traje a plazos.
¿Y sabe usted, señor Pernath, quién fue mi bienhechor?
Lo digo con orgullo, pues creo que desde siempre he sido el único en intuir el gran
corazón que se oculta en su pecho: fue ¡el señor Aaron Wassertrum!
Comprendí naturalmente que Charousek representaba su comedia para el
cambalachero que estaba escuchando en la habitación de al lado; pero no entendía qué
se proponía con ello; en ningún caso esa adulación tan burda me parecía adecuada para
engañar al desconfiado cambalachero. Charousek comprendió por mi gesto de duda lo
que estaba pensando, pues movió la cabeza sonriendo irónicamente, y al parecer sus
palabras siguientes debían indicarme también que conocía perfectamente a su hombre y
que sabía hasta dónde podía llegar.
—¡Sí! El-se-ñor-Aa-ron-Was-ser-trum! Casi me desgarra el corazón no poder decirle a
él lo infinitamente agradecido que le estoy, y le ruego señor Pernath, que nunca le diga
que he estado aquí y se lo he contado todo. Sé que el egoísmo de los hombres lo ha
amargado y ha llenado su pecho de una irremediable y, por desgracia, justificada
desconfianza.
Soy psicólogo, pero también mi sensibilidad me dice que lo mejor es que el señor
Wassertrum no sepa nunca, ni siquiera de mi boca, el alto concepto que tengo de él.
Sería como sembrar la duda en su desgraciado corazón. Y nada más lejos de mis
intenciones. Prefiero que me crea un ingrato: ¡Maestro Pernath! Yo también soy un
desgraciado, y sé también, desde niño, lo que es estar solo y abandonado en el mundo.
No conozco siquiera el nombre de mi padre. Ni nunca vi cara a cara a mi madre. Debió
morir muy pronto —la voz de Charousek se hizo extrañamente misteriosa y penetrante—.
Y debió ser, según creo, una de esas naturalezas tan espirituales que nunca pueden
expresar cuan infinito es su amor, naturalezas a las que pertenece también el señor Aaron
Wassertrum.
Tengo una hoja arrancada del diario de mi madre, la llevo siempre en mi pecho, en la
que dice que amó a mi padre, a pesar de que debió ser feo, como nunca ha amado mujer
mortal a un hombre.
Sin embargo, al parecer, no se lo dijo nunca. Quizás por motivos parecidos a los que
tengo yo ahora para no decirle al señor Wassertrum, aunque esto me desgarre el
corazón, el agradecimiento que siento hacia él.
Pero hay otra cosa más que se desprende de la hoja del diario, aunque casi hay que
adivinarlo, pues las frases están casi borradas por las lágrimas: mi padre, ¡que su
memoria se borre tanto en el cielo como en la tierra!, debió haber tratado a mi madre de
una manera abominable.
De repente Charousek cayó de rodillas, con gran estruendo y gritó en un tono tan
estremecedor que no supe si seguía representando su comedia o si se había vuelto loco:
—Oh, Tú, Todopoderoso, cuyo nombre no deben pronunciar los hombres, aquí estoy,
arrodillado ante ti: ¡maldito, maldito, mil veces maldito sea mi padre por toda la eternidad!
Pronunció la última palabra desgarradamente y escuchó con atención durante unos
segundos con los ojos muy abiertos.
Luego sonrió satánicamente. También a mí me pareció que Wassertrum había lanzado
un suave gemido en la habitación de al lado.
—¡Perdóneme, maestro Pernath! —continuó Charousek después de una corta pausa,
con una voz hábilmente estrangulada—. Perdone que no haya sabido dominarme, pero
ésa es mi oración por la mañana y por la noche, que el Todopoderoso conceda que mi
padre, esté donde esté, tenga el final más horrible que se pueda imaginar.
Instintivamente quise responder cualquier cosa, pero Charousek me interrumpió
rápidamente.
—Pero ahora llego, señor Pernath, al ruego que le quería hacer.
El señor Wassertrum tenía un protegido al que quería por encima de todas las cosas;
debía ser un sobrino suyo. Dicen incluso que era hijo suyo, pero yo no lo creo, de lo
contrario hubiese llevado su mismo nombre y en cambio se llama Wassory: doctor
Teodoro Wassory.
Las lágrimas me vienen a los ojos cuando lo veo ante mí. Estaba ligado a él de todo
corazón como si un lazo invisible de amor y parentesco me atara a él —Charousek
sollozó como si no hubiese podido continuar hablando por la emoción.
¡Y que un hombre tan noble tuviera que abandonar el mundo! ¡Ah, ay! Cualquiera que
haya sido el motivo, yo nunca he llegado a enterarme, se quitó él mismo la vida. Yo fui
uno de los que llamaron en auxilio, ¡ay!, pero demasiado tarde, ¡demasiado tarde! Cuando
me encontraba solo junto al muerto y cubría su fría y pálida mano con mis besos,
entonces, ¿por qué no confesarlo, maestro Pernath?, al fin y al cabo no fue un robo, tomé
una rosa del pecho del muerto y me apoderé del frasquito con cuyo contenido el
desgraciado había puesto rápido fin a su floreciente vida.
—Charousek sacó un frasco de medicina y continuó tembloroso—: Le dejo aquí sobre
su mesa ambas cosas, la flor marchita y la redoma; han sido para mí el recuerdo de un
amigo perdido.
¡Cuántas veces, en horas de íntimo desamparo, cuando en la soledad de mi corazón
deseaba la muerte añorando a mi madre, jugaba con este frasquito que me proporcionaba
un íntimo consuelo y cuyo contenido me bastaba verter del frasco sobre un pañuelo y
aspirarlo para deslizarme sin dolor a los campos en que mi querido y buen Teodoro
descansa de las penas de nuestro Valle de Lágrimas.
Por ello, ahora, respetado Maestro, le pido, y para eso vine, que tenga ambas cosas y
se las entregue al señor Wassertrum.
Dígale que se lo ha dado alguien que estaba muy cerca del doctor Wassory y cuyo
nombre ha prometido no decir, quizás con una dama.
Él lo creerá y será para él un recuerdo, del mismo modo que lo ha sido para mí, un
amuleto muy querido.
Éste será el agradecimiento secreto que le doy. Soy pobre y eso es todo lo que tengo,
pero me alegra saber que ambas cosas le pertenecerán a él, sin sospechar que he sido
yo quien se lo ha dado. Hay en ello algo infinitamente dulce para mí.
Y ahora, adiós, queridísimo Maestro, y mil gracias de antemano.
Me apretó la mano, guiñó un ojo y, al ver que no lo entendía, me susurró casi
imperceptiblemente:
—Espere, señor Charousek, lo acompañaré hasta abajo repetí mecánicamente lo que
leyera en sus labios y salí con él. En el oscuro descansillo nos detuvimos y quise
despedirme de Charousek.
—Me imagino lo que ha pretendido con toda esa comedia. Usted... usted quiere que
Wassertrum se envenene con ese frasquito —le dije a la cara.
—Naturalmente —admitió de buen humor.
—¿Y usted cree que yo voy a ayudarlo en eso?
—Ño es en absoluto necesario.
—Pero usted acaba de decir que yo debía entregarle el frasco a Wassertrum, ¿no?
Charousek movió la cabeza.
—Cuando vuelva verá que ya se lo ha guardado.
—¿Cómo puede suponerlo? —pregunté asombrado—. Un hombre como Wassertrum
no se suicidaría nunca, es demasiado cobarde para eso, no actúa nunca según sus
impulsos.
—Entonces es que usted no conoce el insidioso veneno de la sugestión —me
interrumpió serio Charousek—. Si hubiera hablado en tono cotidiano, quizás tendría usted
razón, pero había calculado la más mínima entonación. ¡Sólo la conmoción más
repugnante es capaz de influir en esos hijos de perra! ¡Créame! Hubiera podido describirle
cada uno de sus gestos tras mis palabras. No hay kitsch, como dicen los pintores,
suficientemente infame que no arranque lágrimas de la muchedumbre, mendaz hasta la
médula, ¡y que no le llegue al corazón! ¿Cree que, de no ser así, no se habría acabado
con todos los teatros hace ya mucho tiempo? Se reconoce al populacho por su
sentimentalismo. Miles de pobres diablos pueden morirse de hambre y nadie llora, pero si
a un viejo cabestro pintarrajeado, disfrazado de sirvienta, le dan vueltas los ojos en
escena, entonces los espectadores lloran como becerros. Aunque el padrecito
Wassertrum haya olvidado quizás mañana lo que acaba de causarle algún
desgarramiento al corazón, cada una de mis palabras revivirá en él cuando llegue la hora
en que él mismo se sienta infinitamente digno de lástima. En el momento del gran
miserere sólo es preciso un ligero impulso, y de eso me ocuparé yo, para que la mano
más cobarde agarre el veneno. ¡Basta con que lo tenga cerca! Quizás el querido Teodoro
tampoco lo hubiera agarrado si yo no se lo hubiera hecho tan fácil.
—¡Charousek, es usted un hombre monstruoso! —exclamé horrorizado—. ¿Es que no
siente ninguna...?
Me tapó la boca y me empujó a un rincón, contra la pared.
—¡Silencio! ¡Ahí viene!
Con pasos vacilantes, apoyándose en la pared, bajó Wassertrum los escalones y pasó
tambaleándose ante nosotros.
Charousek me dio la mano ligeramente y se deslizó en silencio tras él.
Cuando regresé a mi habitación vi que habían desaparecido la rosa y el frasquito, y en
su lugar estaba sobre la mesa el abollado reloj de oro.
Me dijeron en el banco que debería esperar ocho días antes de poder recibir mi dinero,
pues era el plazo habitual.
Dije que llamaran al director, que tenía muchísima prisa y utilicé como excusa que
pensaba salir de viaje en una hora.
Me respondieron que no se le podía ver y que de todas formas él no podía cambiar
ninguna de las normas del banco; un tipo, con un ojo de cristal que estaba a mi lado, se
echó a reír.
¡Debía esperar la muerte, por lo tanto, ocho grises y horribles días!
Me parecía un espacio de tiempo sin fin.
Estaba tan derrotado que no sabía el tiempo que llevaba caminando de arriba para
abajo, delante de la entrada de un café.
Por fin entré, sólo para librarme del tipo del ojo de cristal que me había seguido desde
el banco y se mantenía siempre a mi lado. Cada vez que lo miraba bajaba la vista al suelo
como buscando algo que se le hubiera perdido.
Llevaba una chaqueta clara a cuadros demasiado estrecha y unos pantalones negros
brillantes de grasa que colgaban de las piernas como bolsas. Se le había levantado un
trozo de cuero de la bota izquierda en forma de huevo, de modo que parecía como si
llevara un anillo en el pulgar del pie.
Apenas me senté, entró también él y se sentó en una mesa próxima.
Pensé que quería mendigarme e iba ya a sacar el monedero cuando vi un enorme
brillante en su grueso dedo de carnicero.
Estuve horas y horas en el café pensando que iba a volverme loco de nervios; pero ¿a
dónde iba a ir? ¿A casa? ¿A dar vueltas? Una cosa me parecía aún peor que la otra.
El ambiente cargado, el continuo y necio golpeteo de las bolas de billar, el interminable
carraspeo de un vendedor de periódicos medio ciego que estaba frente a mí, un teniente
de Infantería con piernas de cigüeña que a veces se escarbaba la nariz, y otras se
peinaba el bigote ante un espejito, con el dedo amarillento del cigarro, el grupo de oscuros
italianos repugnantes, sudorosos, charlatanes que estaban alrededor de la mesa de
cartas, en una esquina, y que tan pronto echaban entre gritos chillones sus triunfos sobre
la mesa con grandes puñetazos como escupían al centro de la habitación como si
estuvieran vomitando. ¡Y tener que ver todas estas cosas repetidas dos y tres veces en
los espejos! Me iba sacando, chupando lentamente la sangre de las venas.
Poco a poco oscureció y un camarero de pies planos y rodillas temblorosas buscaba
tanteando con su garrocha las lámparas de gas para, al fin, convencerse moviendo la
cabeza de que no querían prender.
Siempre que giraba la cabeza me encontraba con la mirada de lobo del ojo de cristal
que se escondía rápidamente tras un periódico o hundía su sucio bigote en la taza de café
vacía hacía ya mucho tiempo.
Tenía el sombrero tieso y redondo tan metido en la cabeza que las orejas se le ponían
casi horizontales, pero no parecía tener intención de irse.
Ya no podía soportar más.
Pagué y me fui.
Cuando iba a cerrar la puerta detrás de mí, alguien me quitó el picaporte de las manos.
Me volví.
¡De nuevo ese individuo!
De mal humor quise girar a la izquierda para ir en dirección al barrio judío, pero él se
puso a mi lado y me lo impidió.
—¡Ya está bien! —le grité.
—Vamos, a la derecha —dijo brevemente. Me miró con frescura, muy fijamente.
—¡Usted es Pernath!
—Quiere decir seguramente señor Pernath. Sonrió con sorna.
—¡Basta ya de bromas! ¡Venga conmigo!
—Pero, bueno, ¿está usted loco? ¿Quién es usted? —le repliqué.
No contestó, se retiró el abrigo y cuidadosamente señaló un águila de chapa que había
estado oculta en el forro.
Comprendí: el individuo era uno de la policía secreta que me arrestaba.
—Pero dígame, por el amor de Dios, ¿qué pasa?
—Ya se enterará, en la comisaría —respondió groseramente—. ¡Venga, vamos ya!
Le propuse que tomáramos un coche.
—¡Nada de eso!
Llegamos a la comisaría.
Un policía me llevó hasta una puerta.
ALOIS OTSCHIN
Comisario de policía
leí sobre una placa de porcelana.
—Puede entrar —dijo el policía.
Había dos sucios escritorios, uno frente a otro, cubiertos de montones de papeles.
Entre los escritorios, dos viejas sillas.
En la pared, un cuadro del emperador.
En el alféizar, una pecera con peces dorados.
No había nada más en la habitación.
Debajo del escritorio de la izquierda se veían un pie contrahecho y, junto a él, una
gruesa zapatilla de fieltro que asomaba de unos deshilachados y usados pantalones
grises.
Oí un murmullo. Alguien susurraba algunas palabras en checo y en seguida surgió del
escritorio de la derecha el comisario de policía, que vino hacia mí.
Era un hombre pequeño con bigote gris y tenía la extraña manía de rechinar los
dientes, como quien mira la cegadora luz del sol, antes de empezar a hablar.
Al hacerlo, guiñó los ojos detrás de los lentes, lo que le dio un horrible aspecto de
infamia y villanía.
—Usted se llama Athanasius Pernath, y es —miró un papel blanco en el que no había
nada escrito— tallador de piedras preciosas.
Al momento, el pie contrahecho de debajo de la otra mesa recobró vida: se frotó contra
la pata de la silla y oí el rasgueo de una pluma de escribir.
Afirmé:
—Pernath. Tallador de piedras preciosas.
—Bueno, así que ya estamos de acuerdo, señor... Pernath, sí Pernath. Sí, sí. —El
comisario me alargó ambas manos, con un impulso de asombrosa amabilidad, ccímo si
hubiera recibido la noticia más feliz del mundo, e hizo unos grotescos esfuerzos por poner
cara de buena persona.
—Bueno, señor Pernath, cuénteme qué es lo que suele hacer durante todo el día.
—Creo que eso no le incumbe a usted, señor Otschin —respondí fríamente.
Entrecerró los ojos, esperó un momento y después prosiguió rápido como el rayo.
—¿Desde cuándo tiene relaciones la condesa con el doctor Savioli?
Estaba preparado para algo parecido y no moví siquiera una pestaña.
Intentó, con habilidad, con rápidas preguntas y contrapreguntas, enredarme en una
contradicción, pero, a pesar de la fuerza con que latía de miedo mi corazón en el cuello,
no me delaté y repetí una y otra vez que no había oído nunca el nombre de Savioli, que
conocía a Angelina por mi padre y que a menudo me había encargado algunos camafeos.
Sin embargo, sentí claramente que el policía notaba que le estaba mintiendo y en su
interior estaba lleno de rabia por no poder sonsacarme nada.
Recapacitó un momento, entonces me agarró de la chaqueta y me arrastró hacia él,
señaló amenazadoramente con el pulgar el escritorio izquierdo y me susurró al oído:
—¡Athanasius! Su querido padre fue mi mejor amigo. ¡Quiero salvarlo, Athanasius!
Tiene que decírmelo todo sobre la condesa. ¿Me oye? ¡Todo!
Yo no comprendí lo que quería decir.
—¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué quiere decir salvarme? —pregunté en voz alta.
El pie contrahecho dio unos fuertes golpes rabiosos en el suelo. El comisario se puso
pálido de odio, se mordió un labio. Esperó. Sabía que saltaría en seguida (su sistema de
intimidación me recordaba a Wassertrum) y yo también esperé; vi que tras el escritorio
surgía una cara de cabra, la propietaria del pie contrahecho, esperando... entonces el
comisario me gritó en tono atronador:
—¡Asesino!
Me quedé mudo de asombro.
La cara de cabra se escondió otra vez de mal humor detrás de la mesa.
También el comisario parecía bastante desconcertado por mi calma, pero lo ocultó
hábilmente acercando una silla en la que me obligó a sentarme.
—¿Entonces usted se niega a darme la información que le pido sobre la condesa,
señor Pernath?
—No se la puedo dar, señor comisario, por lo menos en el sentido que usted espera.
En primer lugar no conozco a nadie que se llame Savioli, y además, estoy absolutamente
convencido de que es una calumnia el que la condesa engañe a su marido.
—¿Está usted dispuesto a jurarlo?
Se me cortó la respiración.
—Sí. En cualquier momento.
—Bueno, hum.
Se produjo una pausa más larga mientras el comisario parecía recapacitar con
esfuerzo.
Cuando me volvió a mirar, había un fingido rasgo de dolor en su expresión. Sin querer
tuve que pensar en Charousek. Comenzó a decir con una voz ahogada por las lágrimas:
—A mí me lo puede usted decir, Athanasius, a mí, el viejo amigo de su padre, a mí, que
lo he llevado en brazos... —apenas pude contener la risa: era como máximo diez años
mayor que yo—. ¿No es cierto Athanasius que ha sido un caso de legítima defensa, no?
La cara de cabra volvió a salir.
—¡El asunto con Zottmann! —dijo el comisario gritándome el nombre a la cara.
La palabra me sentó como una puñalada: ¡Zottmann! ¡Zottmann! ¡El reloj! Ese nombre,
Zottmann, era el que estaba grabado en el reloj.
Sentí que la sangre se me agolpaba en el corazón: el monstruo de Wassertrum me
había dado el reloj para hacer recaer sobre mí la sospecha de asesinato.
El comisario se quitó inmediatamente la máscara, rechinó los dientes y entrecerró los
ojos:
—¿Así que confiesa usted el asesinato, Pernath?
—Todo esto es un error. Un terrible error. En nombre de Dios, escúcheme. ¡Se lo
puedo explicar, señor comisario! —grité.
—Ahora me contará todo lo que se refiere a la señora condesa —me interrumpió
rápidamente—. Le advierto que con eso mejorará su situación.
—No le puedo decir más de lo que le he dicho; la condesa es inocente.
Se mordió los dientes y se volvió hacia la cara de cabra.
—Escriba usted. Es decir, Pernath confiesa el asesinato del empleado de seguros Karl
Zottmann.
Me dominó una rabia insensata.
—¡Usted, policía canalla! —grité—. ¿Se atrevería?
Busqué un objeto pesado.
Al instante dos policías me agarraron y me pusieron unas esposas.
El comisario se infló como un gallo sobre el estiércol.
—¿Y este reloj? —mostró de repente el reloj abollado en su mano—. ¿Vivía todavía el
desgraciado de Zottmann cuando se lo robó, o no?
Me había vuelto a calmar completamente y respondí con voz muy clara para el
protocolo:
—Ese reloj me lo ha regalado esta mañana el cambalachero Aaron Wassertrum.
Hubo una gran carcajada y vi que el pie contrahecho y la zapatilla de fieltro
comenzaron juntos un baile de alegría.
Tormento
Tuve que caminar de noche por las calles iluminadas con las manos atadas y un policía
con la bayoneta calada detrás de mi.
Bandas de chicos me seguían, escoltándome a derecha e izquierda alegremente, las
mujeres, abriendo las ventanas, me amenazaban con sus cazos y gritaban injurias a mi
paso.
Desde lejos vi acercarse el macizo cubo de piedras que formaba la prisión cuyo letrero,
sobre el frontón, decía:
«La severidad de la justicia
protege a las personas honestas.»
Entré por una gigantesca puerta a un vestíbulo que apestaba a cocina.
Un hombre barbudo, con el sable, la chaqueta y la gorra del uniforme de empleado,
descalzo y envueltas sus delgadas piernas en unos largos calzoncillos, se levantó, retiró
el molinillo de café que tenía entre las rodillas y me ordenó desvestirme.
Después me registró los bolsillos, sacó todo lo que había en ellos y me preguntó si
tenía... chinches.
Cuando negué me quitó los anillos de los dedos y me dijo que estaba bien, que podía
volver a vestirme.
Me condujeron por varios pisos a través de largos pasillos en los que grandes cajas
grises, que se podían cerrar, ocupaban los huecos de las ventanas.
A lo largo de la pared se sucedían, en una fila ininterrumpida, puertas de hierro con
enormes pestillos y con pequeñas aberturas enrejadas, sobre cada una de las cuales
ardía una llama de gas.
Un carcelero gigantesco, con aspecto de soldado— el primer rostro noble que veía
hacía horas— abrió una de las puertas, me empujó a un agujero oscuro, apestoso,
estrecho como un armario, y cerró detrás de mí.
Me encontré en una oscuridad absoluta y traté de situarme a tientas.
Mi rodilla chocó contra un cubo de hojalata.
La habitación era tan estrecha que apenas podía darme la vuelta, pero, por fin,
encontré una manilla y me encontré en una... celda.
A cada lado de la pared había dos catres con sacos de paja.
Entre ellos un pasillo, no más de un paso de ancho.
Arriba, en la pared de enfrente, una ventana enrejada, de un metro cuadrado, dejaba
entrar la pálida luz del cielo nocturno.
Un calor insoportable y el olor a ropas viejas apestaban el aire y llenaban la habitación.
Cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, vi que en tres de los
camastros —el cuarto esta vacío— estaban sentados unos hombres con el uniforme de
presidiario, los brazos apoyados sobre las rodillas y el rostro oculto en las manos.
Ninguno dijo una palabra.
Me senté en la cama vacía y esperé. Esperé. Esperé.
Una hora.
Dos... ¡tres horas!
Cada vez que creía oír un paso afuera me levantaba. Ahora, ahora venían a buscarme
para llevarme ante el juez de instrucción.
Todas las veces fui desengañado. Una y otra vez se perdían los pasos en el pasillo.
Me desabroché el cuello, creía ahogarme.
Oí que un preso se movía gimiendo hacia otro.
—¿No se puede abrir esa ventana de ahí arriba? —pregunté desesperado en voz alta a
la oscuridad. Casi me asusté de mi propia voz.
—No se puede —respondió un gruñido desde uno de los sacos de paja. A pesar de ello
fui tanteando la pared con la mano: había una madera a la altura del pecho, dos jarros de
agua, trozos de pan.
Con gran esfuerzo trepé hasta arriba y sujetándome de los barrotes pegué la cara
contra las junturas de la ventana para respirar por lo menos un poco de aire fresco.
Estuve así hasta que me empezaron a temblar las rodillas. Ante mis ojos, sólo la niebla
nocturna, de un gris oscuro uniforme.
Los fríos barrotes de hierro sudaban.
Debía ser cerca de medianoche.
Oí roncar tras de mí. Sólo uno parecía no poder dormir: daba vueltas en la paja y
suspiraba a veces en voz baja.
—¿No iba a llegar nunca la mañana? El reloj volvió a dar la hora.
Conté con los labios temblorosos.
¡Una, dos, tres! Gracias a Dios, unas pocas horas y amanecería. Seguía sonando:
¿cuatro? ¿cinco? El sudor me cubrió la frente. ¡Seis!... siete... eran las once.
Sólo había pasado una hora desde que oyera el reloj por última vez.
Poco a poco se fueron ordenando mis pensamientos.
Wassertrüm me había pasado el reloj del desaparecido Zottmann para hacerme
sospechoso de haber cometido un asesinato. Por lo tanto debía ser él mismo el asesino;
si no, ¿cómo podía haber llegado el reloj a sus manos? Si se hubiera encontrado el
cadáver en alguna parte y lo hubiera robado entonces habría ido a buscar los mil gulden
de recompensa que ofrecían por encontrar al desaparecido. Pero eso no podía ser:
todavía estaban los anuncios en las calles, como acababa de ver claramente durante todo
el trayecto hasta la cárcel.
Estaba claro que el cambalachero me había denunciado.
Y también que ocultaba al comisario por lo menos todo lo referente a Angelina. Si no,
¿a qué venía todo el interrogatorio sobre Savioli?
Por otra parte, de eso se deducía que Wassertrüm no tenía todavía la carta de
Angelina en las manos.
Recapacité.
De golpe todo apareció con una espantosa claridad ante mis ojos, como si hubiese
estado presente.
Sí, sólo así podía ser: Wassertrüm se había llevado ocultamente la cajita de hierro en la
que creía estaban las pruebas, precisamente cuando revolvía con sus cómplices, los
policías, en mi habitación, pero no la podía abrir en seguida puesto que yo llevaba la llave
conmigo y quizá estuviese, precisamente ahora, forzándola en su agujero.
Con loca desesperación agité los barrotes, viendo a Wassertrüm ante mí revolver entre
las cartas de Angelina.
¡Si por lo menos pudiera avisar a Charousek para que fuera a advertir a tiempo a
Savioli!
Durante un momento me agarré a la esperanza de que la noticia de mi captura hubiese
corrido como un reguero de pólvora por todo el barrio judío y confiaba en Charousek
como en un ángel salvador. El cambalachero no podía hacer nada contra su infernal
ingenio. «Lo tendré agarrado por el gaznate, precisamente en el momento en que intente
arrojarse sobre el cuello del Dr. Savioli», había dicho Charousek una vez.
Al minuto siguiente rechazaba todo esto y de nuevo me dominaba un miedo salvaje: ¿Y
si Charousek llegaba tarde?
Entonces Angelina estaba perdida.
Me mordía los labios hasta hacerme sangre y me arañaba el pecho, arrepentido de no
haber quemado entonces las cartas inmediatamente: me juré a mí mismo suprimir a
Wassertrüm de este mundo el mismo momento en que me dejaran libre.
¿Qué más me daba? ¡Suicidarme o morir en la horca!
No dudé ni un momento de que el juez de instrucción creería en mis palabras si le
narraba la historia del reloj de una forma plausible y le contaba las amenazas de
Wassertrum.
Seguramente mañana mismo estaría ya libre: por lo menos la Corte haría encarcelar
también a Wassertrum bajo sospecha de homicidio.
Contaba las horas y rezaba porque pasasen más de prisa; miraba afuera el aire
negruzco.
Después de un tiempo inenarrablemente largo comenzó a aclarar y, al principio como
una mancha oscura y después cada vez más claro, apareció un enorme rostro de cobre
entre la tiniebla: el cuadrante del viejo reloj de una torre. Pero faltábanlas agujas —un
nuevo suplicio.
Después dieron las cinco.
Oí cómo los presos se despertaban bostezando y mantenían una conversación en
checo.
Una de las voces me sonaba conocida; me volví, bajé de mi cama y vi a Loisa, el de la
viruela, sentado en el catre frente al mío, que me miraba asombrado.
Los otros tipos de caras temerarias me miraban despreciativos.
—¿Un maleante, eh? —le dijo uno a su camarada a media voz y le pegó con el codo.
El otro gruñó algo despectivo, revolvió en su saco de paja y sacando un hule negro lo
puso en el suelo.
Después echó algo de agua del jarro sobre él, se arrodilló y reflejándose allí, se peinó
con los dedos el pelo sobre la frente.
Al acabar, secó el hule con enorme delicadeza y lo escondió de nuevo bajo el
camastro.
Entretanto, Loisa murmuraba todo el tiempo, con los ojos muy abiertos, como quien
esté viendo ante sí a un fantasma.
—¡Pan Pernath, Pan Pernath!
—Veo que los señores se conocen —dijo en amanerado dialecto el que estaba sin
peinar a otro al que esto le había llamado la atención, y me hizo una inclinación burlona—.
Permítame que me presente: Vóssatka es mi nombre. El negro Vóssatka. Incendiario —
añadió orgulloso, una octava más bajo.
El que se había peinado escupió entre los dientes, me miró despectivo un momento, se
señaló el pecho y dijo lacónicamente:
—Robo con fractura.
—Yo permanecí en silencio.
—Bueno, ¿bajo qué sospecha está usted aquí, señor conde? —preguntó el vienes
después de una pausa. Recapacité un momento y dije tranquilamente:
—Por asesinato.
Los dos saltaron atónitos; la expresión de burla de sus caras dejó paso a una infinita
admiración, exclamaron como por una sola boca:
—Nuestros respetos, nuestros respetos.
Cuando vieron que no les hacía caso se volvieron a un rincón y charlaron en voz baja.
El que se había peinado se levantó, vino hacia mí, comprobó en silencio los músculos
de mi brazo y se volvió meneando la cabeza hacia su amigo.
—Usted también está sin duda aquí bajo sospecha de haber asesinado a Zottmann,
¿no? —le pregunté a Loisa sin llamar la atención.
Él afirmó:
—Sí, hace mucho.
De nuevo pasaron unas horas.
Cerré los ojos y me tumbé como para dormir.
—¡Señor Pernath, señor Pernath! —oí de repente, muy suave, la voz de Loisa.
—¿Sí? —hice como si me despertara.
—Señor Pernath, por favor, perdóneme, por favor, por favor, ¿no sabe usted lo que
hace la Rosina? ¿Está en casa? —tartamudeó el pobre muchacho. Me daba una pena
infinita ver cómo dependía con sus ojos de mis labios, crispando sus manos de excitación
y angustia.
—Le va bien. Ahora... ahora está de camarera en... en la taberna Zum alten Ungelt —le
mentí. Vi cómo respiraba aliviado.
Dos presos depositaron en silencio unos cuencos de hojalata sobre una tabla con una
cocción de salchichas hirviendo y dejaron tres de ellos en la celda; después, al cabo de
unas horas, sonaron de nuevo los cerrojos y el vigilante me condujo ante el juez de
instrucción.
Las rodillas me temblaban de impaciencia mientras bajábamos y subíamos escaleras.
—¿Cree posible que me pongan hoy en libertad? —pregunté tímidamente al vigilante.
Vi cómo, compadecido, ahogaba una sonrisa.
—Hum, ¿hoy? Hum. ¡Por Dios!, todo es posible. Me recorrió un escalofrío helado. De
nuevo leí una placa de porcelana sobre una puerta y en ella un nombre.
KARL, BARON VON LEISETRETER
Juez de instrucción
De nuevo una habitación sin adornos y dos escritorios con enormes montones de
papeles.
Un hombre mayor, corpulento, con una bata blanca abierta, chaqueta negra, labios
rojos y carnosos, y botas crujientes:
—¿Es usted el señor Pernath?
—Sí.
—¿Tallador de piedras preciosas?
—Sí.
—¿Celda número 70?
—Sí.
—¿Sospechoso del asesinato de Zottmann?
—Le ruego, señor juez...
—¿Sospechoso del asesinato de Zottmann?
—Probablemente. Por lo menos yo lo supongo. Pero...
—¿Lo confiesa?
—¿Qué es lo que debo confesar, señor juez? ¡Soy inocente!
—¿Lo confiesa?
—No.
—Entonces lo declaro en detención preventiva, mientras se investiga. Guardián, llévese
a este hombre.
—Por favor, escúcheme, señor juez. Hoy debo estar necesariamente en casa. Debo
organizar unos asuntos muy importantes.
Alguien soltó una risita detrás del otro escritorio.
El barón sonrió satisfecho.
—Llévese a este hombre, guardián.
Pasaron días y días, semanas y semanas y seguía en la celda.
A las doce podíamos bajar todos los días al patio de la cárcel y pasear con los otros
presos en filas de dos, dando vueltas en la tierra mojada.
Estaba prohibido hablar con los demás.
En la mitad del patio había un árbol sin ramas, moribundo, en cuya corteza habían
incrustado una imagen ovalada de la Virgen.
Junto a las murallas crecían unos raquíticos arbustos de ligustro con las hojas casi
negras del hollín.
Alrededor, los barrotes de las celdas por las que a veces asomaban unas caras grises
con los labios pálidos, sin sangre.
Después, otra vez al calabozo de siempre, donde había pan, agua y sopa de salchicha
y, los domingos, lentejas podridas.
Sólo una vez habían vuelto a interrogarme.
Sí tenía testigos de que el «señor» Wassertrum me hubiese regalado el reloj.
—Sí, el señor Schemajah Hillel, es decir no —me acordé de que él no estuvo
entonces—, pero el señor Charousek... no, no, ¡él tampoco estaba!
—En una palabra: ¿no había nadie?
—No, no había nadie, señor juez.
Otra vez la risita detrás de la mesa y de nuevo él:
—¡Guardián, llévese a este hombre!
Mi preocupación por Angelina se había convertido en una sorda resignación, ya no
tenía por qué temblar por ella: o bien el plan de venganza de Wassertrum había sido un
éxito hace ya mucho tiempo, o bien Charousek había intervenido, me decía a mí mismo.
Pero la preocupación por Miriam me llevaba ahora casi a la locura.
He imaginado cómo esperaría hora tras hora a que se renovase el milagro, cómo
saldría por la mañana al llegar el panadero, corriendo para buscar con manos
temblorosas entre el pan, y cómo, quizá, se moriría de miedo por mi causa.
Muy a menudo me despertaba este pensamiento por la noche, me subía a la madera
de la pared y, mirando la cara cobriza del reloj de la torre, me desgarraba con el deseo de
que mis pensamientos llegaran hasta Hillel y le gritaran al oído que debía ayudar a Miriam
y librarla del suplicio de su esperanza de un milagro.
Después me echaba otra vez sobre la paja y contenía la respiración casi hasta explotar
con el fin de hacer llegar a mí la imagen de mi doble y poder mandarlo a su lado, al lado
de Miriam, para consolarla.
Una vez apareció junto a mi lecho con un cartel sobre el pecho que llevaba las letras:
Chabrat Zereh Aur Bocher y quise saltar de alegría, pues ahora podría arreglarse todo,
pero desapareció en el suelo antes de que pudiera darle la orden de aparecerse a Miriam.
¡Y no recibir ni una noticia de mis amigos!
—¿Está prohibido recibir cartas? —les pregunté a mis camaradas.
No lo sabían.
Dijeron que nunca habían recibido ninguna, aunque, por otra parte, tampoco había
nadie que pudiera escribirles.
El vigilante me prometió que se enteraría.
Mis uñas se habían agrietado de mordérmelas y mi pelo se había vuelto al estado
salvaje, pues no había tijera, peine, ni cepillos.
Tampoco había agua para lavarse.
Tenía continuas náuseas, pues la sopa estaba aderezada con sosa en vez de sal, una
prescripción de la cárcel para evitar «que llegue a ser excesivo el deseo sexual».
El tiempo transcurría en una horrible y gris monotonía. Giraba en círculo en la celda
como la rueda de una tortura.
En ciertos momentos, que todos conocíamos perfectamente, uno de nosotros saltaba
de repente y caminaba durante horas de un lado para otro, como un animal salvaje, para
después dejarse caer, roto, sobre el catre y seguir estúpidamente esperando, esperando,
esperando.
Cuando anochecía, nubes de chinches cubrían las paredes, como hormigas, y yo me
preguntaba asombrado por qué el tipo del sable y de los calzoncillos me había revisado
tan concienzudamente para ver si tenía bichos similares.
¿Temían acaso en el juzgado que surgiera un cruce de razas de insectos extraños?
Los miércoles por la mañana solía asomarse un tipo con cara de cerdo, un chambergo
y grandes y anchos pantalones: era el médico de la prisión, el doctor Rosenblatt, que se
convencía de que todos resplandecíamos de salud.
Y cuando uno se quejaba, se quejase de lo que se quejase, recetaba... una pomada de
cinc para frotarse el pecho.
Una vez vino con él el presidente del tribunal —un bribón alto y perfumado de la
«buena sociedad», que tenía grabados en la cara los vicios más viles— a ver «si nadie se
había ahorcado todavía», como decía el que se peinaba.
Me acerqué para hacerle una petición, pero se escondió de un salto detrás del guardián
y, empuñando un revólver, me gritó qué quería.
Pregunté cortésmente si no había cartas para mí. En lugar de una respuesta, recibí del
doctor Rosenblatt, que inmediatamente se alejó, un golpe en el pecho. También el señor
presidente se apartó y dijo burlándose, por el hueco de la puerta, que mejor sería que
confesara el crimen. Que antes no recibiría ninguna carta.
Hacía ya mucho que me había acostumbrado al mal ambiente y al calor, y, sin
embargo, tiritaba continuamente. Incluso cuando daba el sol.
Habían cambiado ya en alguna ocasión a dos de los presos. Pero a mí me daba igual.
Esta semana eran un ratero y un asaltante de caminos, la próxima serían un falsificador
de moneda y un encubridor.
Lo que vivía un día lo olvidaba al día siguiente.
Frente a la angustia de mi preocupación por Miriam palidecían todos los incidentes
exteriores.
Sólo un hecho se me había grabado, me perseguía a veces como una caricatura hasta
en sueños.
Estaba sobre la madera de la pared para ver el cielo y de repente sentí que un
instrumento puntiagudo se me clavaba en la cadera, y cuando miré me di cuenta de que
era la lima que se había metido por el bolsillo entre la chaqueta y el relleno del forro.
Debía llevar mucho tiempo allí, de lo contrario el hombre de la entrada la habría
encontrado.
La saqué y la eché, sin darle importancia, en mi saco de paja.
Cuando bajé, había desaparecido y en ningún momento dudé de que sólo Loisa podía
haberla agarrado.
Unos días más tarde lo sacaron de la celda para ponerlo un piso más abajo.
El guardián había dicho que dos presos en detención preventiva, acusados del mismo
delito, como él y yo, no podían estar en la misma celda.
De todo corazón deseé que el pobre muchacho lograra liberarse con ayuda de la lima.
Mayo
A mi pregunta de qué fecha era —el sol calentaba tanto como en verano, y el cansado
árbol del patio tenía algunos capullos— el guardián permaneció al principio en silencio:
pero después me susurró que era el 15 de mayo. En realidad, no lo podía decir, porque
estaba prohibido hablar con los presos, especialmente con aquellos que no habían
confesado su crimen y debían perder el control del tiempo.
¡Ya llevaba tres meses enteros en la cárcel y todavía seguía sin noticias del exterior!
Al oscurecer entraban por la ventana enrejada, que ahora en los días calurosos
permanecía abierta, las suaves notas de un piano.
Uno de los presos me comentó que la hija del encargado de la despensa era la que
tocaba el piano cada día al anochecer.
Día y noche soñaba con Miriam.
¿Cómo estaría?
A veces tenía la consoladora sensación de que mis pensamientos llegaban hasta ella,
estaban junto a su cama mientras dormía y le ponían la mano tranquilizadora sobre la
frente.
Pero, en los momentos de desesperación, cuando llamaban al interrogatorio a cada
uno de mis compañeros —y a mí no— me angustiaba el miedo sordo de que quizás ya
hubiese muerto hacía mucho tiempo.
Entonces le planteaba cuestiones al destino y le preguntaba si vivía o no, si estaba
enferma o sana, y el número de pajas que sacaba del saco era el que me daba la
respuesta.
Siempre que «salía mal», buscaba en mi interior una mirada hacia el futuro, intentaba
engañar a mi alma, que me ocultaba el secreto, con preguntas al parecer muy lejanas al
asunto, de si llegaría alguna vez el día en que pudiera estar alegre y reír de nuevo.
El oráculo siempre afirmaba en esos casos, y me ponía contento y feliz durante una
hora.
Así como nacen y crecen en silencio las plantas, nació y creció en mí un
incomprensible y profundo amor por Miriam y no comprendía que hubiese podido estar
sentado charlando con ella tan a menudo sin haberlo visto con toda claridad.
El tembloroso deseo de que ella pensase en mí con los mismos sentimientos crecía en
esos instantes hasta convertirse en un presagio de certeza, y si entonces oía pasos en el
pasillo casi temía que me vinieran a buscar y me dejaran en libertad, por si mi sueño,
arrancado a la burda realidad del momento exterior, se diluyera en la nada.
Mi oído se había agudizado tanto en el largo tiempo de prisión que oía el más mínimo
ruido.
Todos los días, al comenzar la noche, oía pasar en la lejanía un coche y me rompía la
cabeza pensando quién podría ser.
Había algo raro y extraño en la idea de que afuera otros seres podían hacer y deshacer
lo que quisieran —podían moverse libremente e ir de un lado a otro; sin embargo, no lo
consideraban como una felicidad indescriptible.
Ya no era capaz de imaginarme que yo también podría alguna vez volver a ser tan feliz
como para poder pasear bajo el sol por las calles.
Me parecía que el día en que tuve a Angelina en mis brazos pertenecía a una
existencia perdida ya hace mucho tiempo: lo recordaba con esa suave y dulce melancolía
que nos invade al abrir un libro y encontrar en él las flores marchitas que, en otro tiempo,
llevó la amada de los años de juventud.
¿Seguiría aún el viejo Zwakh noche tras noche con Vrieslander y Prokop en la taberna
Zum alten Ungelt volviendo loca a la seca Eulalia?
No, era mayo: la época en la que él marchaba con su vieja caja de marionetas por los
pueblos de la provincia y representaba en los verdes campos, en la entrada de la
población, la historia de Barbazul.
Estaba solo en la celda. Hacía un par de horas que se habían llevado a Vóssatka, el
incendiario, mi único compañero desde hacía una semana, ante el juez de instrucción.
Su interrogatorio era esta vez extraordinariamente largo.
Por fin. El pestillo de hierro de la puerta retrocedió. Vóssatka entró con una expresión
de infinita alegría y, tirando un montón de ropa sobre el catre, empezó a cambiarse rápido
como el viento.
Iba arrojando al suelo con una maldición cada una de las prendas de su uniforme de
presidiario.
—No han podido demostrar nada esos cerdos. ¡Incendiario! ¡Tengo una vista! —y tiró
con el pulgar de su párpado izquierdo—. El negro Vóssatka tiene sus agudezas. He dicho
que había sido el viento y no me he apeado del burro. Ahora pueden encerrar al señor
viento... cuando lo pillen. Hasta la vista, adiós. Iré a Loisitschek, y adelante —extendió los
brazos e hizo un paso de baile—. Sólo una vez en la vida florece el mes de mayo —se
puso con gran alboroto sobre el cráneo el sombrero duro con una pluma de pinzón
azulada—. Ah, por cierto, esto le interesará, señor conde, ¿conoce la noticia? ¡Se ha
escapado un amigo, el Loisa! Acabo de enterarme ahora, ahí arriba, donde los puercos.
Eso fue el mes pasado, buscó la salida hacia Uldimoh y hace ya mucho que pasó, pfuff —
se golpeó con los dedos el dorso de la mano—, debe de haber cruzado ya todas las
montañas.
«¡Ja, la lima!», pensé para mí y sonreí.
—Bueno, prepárese también para esto pronto, señor conde —dijo el incendiario
dándome amistosamente la mano—, para que lo suelten lo antes posible. Y cuando se
quede sin dinero pregunte entonces en Loisitschek por el negro Vóssatka. Todas las
chicas de ahí abajo me conocen. ¡Bueno! Entonces, a sus órdenes, señor conde. ¡Ha sido
un placer!
Estaba todavía en la puerta cuando el guardián empujó en la celda a un nuevo preso.
En seguida reconocí al grosero de la gorra de soldado que estuvo junto a mí aquel día
de tormenta bajo el arco de la calle Hahnpass. ¡Una agradable sorpresa! ¡Quizá sabía él
por casualidad algo de Hillel y Zwakh y todos los demás!
Quise empezar a interrogarlo inmediatamente, pero para mi mayor asombro hizo un
gesto misterioso y con el dedo sobre la boca me indicó que permaneciera callado.
Sólo cuando hubieron cerrado la puerta desde fuera y se hubo perdido el ruido de los
pasos del vigilante en el pasillo, brotó la vida en él.
Mi corazón latía con fuerza de excitación.
¿Qué significaba eso?
¿Me conocía él y qué quería?
Lo primero que hizo fue sentarse y quitarse la bota izquierda.
Entonces arrancó con los dientes una clavija del tacón y del hueco sacó una pequeña y
retorcida lámina de metal, arrancó la suela, que al parecer estaba muy floja, y me dio
ambas cosas con un gesto de orgullo.
Lo hizo todo a gran velocidad y sin poner la más mínima atención a mis nerviosas
preguntas.
—¡Bueno, un saludo del señor Charousek! Estaba tan atolondrado que no pude decir ni
una sola palabra.
—Basta agarrar el hierro por la noche y rasgar en dos la suela cuando nadie lo vea.
Dentro está hueca —explicó el tipo con aire de pensador—. Y dentro encontrará una carta
de Charousek.
Movido por el exceso de alegría, me lancé al cuello del granuja y se me saltaron las
lágrimas.
Me rechazó con dulzura y me dijo en voz baja en tono de reproche:
—¡Debe usted contenerse, señor von Pernath! No tenemos ni un momento que perder.
Pueden darse cuenta en seguida de que no es ésta la celda que me corresponde. El
Franzl y yo hemos cambiado los números abajo, en la portería.
Debí poner una cara de tonto horrible, pues el pillo continuó:
—Aunque no entienda, da igual. ¡Estoy aquí y eso basta!
—Dígame, ¿qué hace el archivero Hillel, señor...?
—Wenzel —dijo en seguida en mi ayuda—. Me llamo el bello Wenzel.
—Dígame, Wenzel, ¿qué es del archivero Hillel y qué tal está su hija?
—No tenemos tiempo para eso —me interrumpió el bello Wenzel impaciente—. Pueden
echarme de aquí en cualquier momento. Estoy aquí porque he confesado un robo extra...
—¿Qué? ¿Ha cometido un robo sólo por mí, sólo por poder llegar hasta mí, Wenzel? —
pregunté conmovido.
El pillo movió despectivamente la cabeza.
—Si de verdad hubiera cometido yo un robo no lo confesaría. ¿Cómo puede suponer
eso de mí?
Empecé a comprender: el bravo muchacho había usado un truco para poder pasarme
la carta de Charousek en la cárcel.
—Bueno, lo primero —hizo un gesto de importancia—, tengo que darle unas clases de
epilepsia.
—¿De qué?
—¡De epilepsia! Ponga mucha atención y no se olvide de nada. Ahora mire: primero se
hace mucha saliva en la boca —hinchó los carrillos y los movía de un lado para otro como
cuando alguien se enjugaba la boca— y se echa baba por la boca, mire, así —y lo hizo
con una naturalidad repugnante—. Después se retuerce uno los dedos en el puño, se da
la vuelta a los ojos como si uno fuera a sacarlos —bizqueó horriblemente— y después,
esto es un poco más difícil, unos gritos ahogados. Mire, así, bo - bo - bo y al mismo
tiempo se deja uno caer —se dejó caer al suelo todo lo largo que era, de modo que el
suelo tembló, y dijo al levantarse—: Ésta es una epilepsia natural, tal como nos la enseñó
el bienaventurado doctor Hulber en el «Batallón».
—Sí, sí, es engañosamente parecida —afirmé—. Pero, ¿para qué todo esto?
—Primero para que lo saquen de la celda —explicó el bello Wenzel—. El doctor
Rosenblatt es un charlatán. Aunque a uno le falte la cabeza, sigue diciendo: ¡este tipo
está totalmente sano! Sólo ante la epilepsia siente un enorme respeto. Si se sabe hacerlo
bien, se es trasladado en el acto a las celdas de enfermos y fugarse de allí es un juego de
niños —se puso profundamente misterioso—, pues los barrotes de la ventana de la celda
de enfermos están limados y pegados sólo con un poco de porquería. ¡Éste es un secreto
del «Batallón»! Bastará con poner atención un par de noches y, cuando vea una cuerda
caer desde el tejado hasta la ventana, levantará los barrotes en silencio, para que nadie
se despierte, se atará por los hombros de la cuerda y nosotros lo subiremos al tejado y lo
bajaremos por el otro lado a la calle. ¡Con esto, basta!
—¿Por qué tengo que huir de la cárcel —objeté tímidamente—, si soy inocente?
—Tampoco es motivo para no huir —respondió el bello Wenzel y abrió grandes ojos de
asombro.
Tuve que emplear toda mi elocuencia para abandonar el peligroso plan que, según me
dijo, era el resultado de una reunión del «Batallón».
Le parecía imposible que rechazara y dejara escapar ese «don de Dios», y prefiriera
esperar hasta que me liberaran.
—De cualquier forma se lo agradezco a usted y a todos sus camaradas de todo
corazón —dije conmovido y le estreché la mano—. Cuando haya pasado esta mala
temporada, lo primero que haré será atestiguarles mi gratitud.
—No es necesario —rechazó Wenzel amablemente—. Si nos invita a un par de
cervezas se lo agradeceremos, pero nada más. Charousek, que es ahora el «tesorero»
del «Batallón», ya nos ha contado la clase de persona que es usted y cómo actúa en
silencio para hacer el bien. ¿Debo decirle algo cuando salga dentro de unos días?
—Sí, por favor —dije rápidamente—, que vaya, por favor, a casa de Hillel y le diga que
tengo miedo por la salud de su hija Miriam. Es preciso que no la pierda de vista. ¿Se
acordará usted del nombre? ¡Hillel!
—¿Hirräl?
—No, Hillel.
—¿Hillär?
—No. Hillel.
Wenzel casi se desgarró la lengua para pronunciar ese nombre imposible para un
checo, pero, por fin, consiguió dominarlo poniendo extrañas caras.
—Otra cosa: me gustaría que el señor Charousek se ocupara, se lo ruego de corazón,
en la medida en que pueda de la noble dama... él ya sabe a quién me refiero.
—Usted se lefiere seguramente a esa noble muñeca que andaba con ese teutón de
Niemetz, el doctor Savioli, ¿no? Bueno, ésa ya se ha divorciado y se ha ido con la hija y el
doctor Savioli lejos.
—¿Está usted seguro de ello?
Sentí que mi voz temblaba. A pesar de lo mucho que me alegraba por Angelina, sin
embargo, se me encogía el corazón.
Todo lo que me había preocupado por ella, y ahora, ahora ya me había olvidado.
Me vino un sabor amargo a la garganta.
El pillo, con la delicadeza que caracteriza, por extraño que parezca, a todos los seres
más abandonados en todo lo que se refiere al amor, pareció adivinar cómo me sentía,
pues retiró tímidamente la mirada y no contestó.
—¿Quizá sepa usted también cómo está la hija de Hillel, la señorita Miriam? ¿La
conoce? —pregunté.
—¿Miriam? ¿Miriam? —el rostro de Wenzel se arrugó como en un esfuerzo de
memoria —¿Miriam?—. ¿Va a menudo por las noches al Loisitschek?
Involuntariamente me eché a reír.
—No. Seguro que no.
—Entonces no la conozco —dijo Wenzel secamente.
Estuvimos un rato en silencio.
Quizás haya algo sobre ella en la carta, esperé.
—Supongo que ya se habrá enterado —comenzó a decir Wenzel de repente— de que
el diablo se ha llevado a Wassertrum, ¿no?
Me erguí anonadado.
—Sí, sí —Wenzel señaló su garganta—. Cric. Se lo digo yo. Fue horrible. Cuando
entraron en la tienda, pues ya hacía un par de días que nadie lo había visto, fui yo
naturalmente el primero en entrar. ¡Cómo no! Y allí abajo estaba él, sentado en un viejo y
sucio sillón con el pecho cubierto de sangre y los ojos como de cristal. ¿Sabe usted? Soy
un tipo fuerte, pero todo empezó a darme vueltas y creí, como se lo digo, que me iba a
caer desmayado. Poco a poco tuve que convencerme y decirme a mí mismo: Wenzel, me
dije, Wenzel, no te excites, no es más que un judío muerto. Tenía clavada una lima en la
garganta y en la tienda estaba todo tirado y revuelto. Un asesinato con robo,
naturalmente.
¡La lima! ¡La lima! Sentí como si se me cortara la respiración de terror. ¡La lima! ¡Así
que al fin y al cabo la lima había encontrado su camino!
—Sé además quién fue —continuó después de una pausa, a media voz—. No fue otro
que Loisa, el de la viruela. Encontré su navaja en el suelo, en la tienda, y me la guardé en
seguida para que no la viera la poli. Él llegó a la tienda por un pasadizo subterráneo, de
repente cortó sus palabras y escuchó tieso durante un segundo, se echó sobre su catre y
empezó a roncar terriblemente.
Al momento sonó la cerradura de fuera y entró el guardián mirándome de mal humor.
Puse cara de indiferencia, pero era casi imposible despertar a Wenzel.
Después de muchos golpes se levantó bostezando y tambaleando, y, medio dormido,
se dirigió hacia afuera seguido por el guardián.
Enfebrecido por la tensión desdoblé la carta de Charousek y leí:
12 de mayo
«Mi querido, pobre amigo y bienhechor:
»Semana tras semana he estado esperando que lo liberaran —siempre en vano—, he
intentado todos los pasos posibles con el fin de reunir material para que lo soltaran, pero
no he encontrado nada.
»Pedí al juez de instrucción que acelerara el proceso, pero siempre me contestaba que
él no podía hacer nada, que era asunto de la fiscalía y no suyo.
»¡Burros administrativos!
»Pero ahora mismo acabo de conseguir algo, que espero tenga el mayor éxito: me he
enterado de que Jaromir le vendió a Wassertrum un reloj de oro que encontró en la cama
de su hermano Loisa después de que lo detuvieran.
»En Loisitschek, adonde ahora van muchos detectives, como usted sabe, se dice que
encontraron en su casa el reloj del, al parecer, asesinado Zottmann, cuyo cadáver todavía
no ha sido encontrado. Como corpus delicti. El resto lo he recompuesto yo: ¡Wassertrum,
etcétera!
»He llamado inmediatamente a Jaromir y le he dado 1.000 florines —dejé caer la carta
porque lágrimas de alegría me cegaban los ojos: sólo Angelina pudo haber dado esa
cantidad a Charousek, pues ni Zwakh, ni Prokop, ni Vrieslander tenían tanto dinero. ¡Así
que ella no me había olvidado! Seguí leyendo: 1.000 florines y prometido otros 2.000 si
venía conmigo inmediatamente a la Policía y confesaba haber quitado el reloj a su
hermano, en su casa, y haberlo vendido después.
»Pero todo esto sólo se puede hacer mientras esta carta esté ya en camino, por
Wenzel, hacia usted. El tiempo no da para más.
»Pero esté usted seguro: eso sucederá. Hoy. Se lo garantizo.
»No tengo ninguna duda de que Loisa cometió el crimen y de que el reloj es el de
Zottmann.
»Pero si, contra lo que esperamos, no lo es, entonces Jaromir ya sabe lo que tiene que
hacer, en cualquier caso él certificará que es el que encontraron en su casa.
»Así que tenga confianza y no desespere. Quizás esté ya muy próximo el día de su
liberación.
»¿Llegará el día en que nos volvamos a ver?
»No lo sé.
»Casi prefiero decir que creo que no, pues mi fin se acerca a grandes pasos y debo
estar preparado para que no me tome de sorpresa.
»Pero de una cosa esté seguro: nosotros nos volveremos a ver.
»Aunque no sea en esta vida y no sea como los muertos, en la otra, será en el final del
tiempo: cuando el SEÑOR según está en la Biblia escupa de su boca a esos que fueron
tibios, ni fríos ni cálidos.
»No se asombre de que yo hable así. No he hablado nunca con usted sobre estas
cosas y, cuando en cierta ocasión usted nombró la palabra «Cábala», yo lo evité. Pero...
sé lo que sé.
»Quizás entienda a lo que me refiero, pero si no es así, le ruego que borre de su
memoria todo lo que le he dicho. Una vez en mis delirios creí ver un signo sobre su
pecho. Puede ser que soñase despierto.
»Si de verdad no me entendiese, acepte que yo tenga ciertos conocimientos internos
—casi desde mi infancia—, conocimientos que me han llevado por un camino especial y
que no coincide con lo que la medicina enseña o, gracias a Dios, no conoce todavía, y
esperemos que no conozca nunca.
»Pero no me he dejado embrutecer por la ciencia, cuyo fin primordial es equipar una
"sala de espera" que sería mejor destruir.
»¡Pero basta ya de esto!
»Quiero contarle todo lo que ha ocurrido mientras tanto.
»Al final de abril llegó el momento en que mi sugestión comenzó a actuar sobre
Wassertrum.
»Lo noté porque empezó a hacer continuos gestos y a hablar consigo mismo por la
calle. Esto es señal certera de que los pensamientos de un hombre se están convirtiendo
en una tormenta que un día se abatirá sobre él.
»Después, se compró una agenda y empezó a tomar notas. ¡Escribía!
»¡Escribía! Había para reírse: ¡Él escribía!
»Más tarde fue a ver a un notario. Desde abajo, delante de la casa, sabía lo que él
estaba haciendo arriba: su testamento.
»Pero lo que nunca pensé es que me nombrara su heredero. Si se me hubiera ocurrido
tal cosa, me hubiera entrado el Baile de San Vito de gusto y de alegría.
»Me nombró su único heredero porque, a su parecer, yo era el único en el mundo al
que él podría todavía reparar de sus fechorías. Pero su conciencia lo engañó.
»O quizá fuese también la esperanza de que lo bendijese cuando, tras su muerte, me
convirtiera de repente en millonario debido a su magnanimidad y reparase así la maldición
que tuvo que oír en su habitación de mis labios.
»Por lo tanto ha sido triple la influencia de mi sugestión. Es terriblemente gracioso que
en secreto creyera en su recompensa en el Más-allá, después de estar durante toda su
vida tratando con muchos esfuerzos de convencerse de lo contrario.
»Pero eso les pasa siempre incluso a los más inteligentes y se comprueba en la
absurda y loca rabia que les entra cuando alguien se lo dice a la cara. Se sienten
atrapados. A partir del momento en que Wassertrum volvió del notario, yo ya no lo perdí
de vista.
»Durante la noche escuchaba con la oreja pegada a las maderas de las contraventanas
de su tienda, pues, en cualquier momento, podría llegar lo decisivo.
»Creo que si hubiera quitado el tapón del frasco del veneno habría podido oír, incluso a
través de los muros, el chasquido suave que se producía al hacerlo.
»Quizá sólo faltaba una hora y se habría cumplido la obra de mi vida. Pero apareció un
intruso y lo mató con una lima.
»Haga que Wenzel le cuente esto con más detalles: a mí me amarga demasiado tener
que decírselo todo por escrito.
»Llámelo superstición, si quiere, pero cuando vi que se había derramado sangre —las
cosas de la tienda estaban salpicadas—, me dio la impresión de que su alma se me había
escapado.
»Hay algo en mí —un instinto sutil e infalible— que me dice que no es lo mismo que un
hombre muera por una mano desconocida que por la suya propia. Sólo se hubiera
cumplido mi misión si Wassertrum se hubiera llevado consigo a la tierra toda su sangre.
Ahora que todo ha sucedido de un modo distinto me siento rechazado, como un
instrumento al que no se considera digno de las manos del ángel exterminador.
»Pero no quiero rebelarme. Mi odio es de ésos que van más allá de la tumba y de la
muerte; además, aún tengo mi propia sangre que puedo derramar, y eso me he propuesto
y deseo, para que siga a la suya paso a paso en el reino de las sombras.
»Desde que enterraron a Wassertrum voy todos los días al cementerio y me siento allí
junto a su tumba y escucho en mi pecho para que éste me diga lo que debo hacer.
Creo que ya lo sé, pero quiero esperar hasta que la voz interior que me habla se haga
clara como una fuente. Nosotros los hombres somos casi siempre impuros y a menudo
necesitamos de largos ayunos y vigilias para poder entender los susurros de nuestra
alma.
»La semana pasada me dijo oficialmente el juzgado que Wassertrum me había
nombrado su heredero universal.
»No necesito asegurárselo, señor Pernath, que no utilizaré para mí mismo ni uno solo
de sus florines. Me libraré de darle a "él" un asidero para el "Más-allá".
»Pondré en subasta las casas que él poseía y quemaré todo lo que él tocara con su
mano, y de todo el dinero y los valores que consiga con ello le corresponderá a usted, a
mi muerte, una tercera parte.
»Me parece verlo ya protestando y rechazándolo, pero puedo tranquilizarlo. Lo que
usted recibirá es de su justa propiedad con sus intereses y el interés de los intereses.
Hace ya mucho tiempo supe que, hace bastantes años, Wassertrum había arruinado a su
padre y a su familia, pero hasta ahora no he podido probarlo con documentos.
»Otra tercera parte se repartirá entre los doce miembros del "Batallón" que conocieron
personalmente al doctor Hulbert. Quiero que cada uno de ellos sea rico y tenga acceso a
"la buena sociedad" de Praga.
»Y la última tercera parte se repartirá equitativamente entre los futuros asesinos del
país, para que, por falta de pruebas, sean puestos en libertad.
»Esto se lo debo a la opinión pública.
»Bien, creo que eso es todo.
»Y ahora, mi muy querido amigo, adiós, suerte, y piense algunas veces en su sincero y
agradecido
Innozenc Charousek.»
Profundamente emocionado dejé la carta aparte.
No podía alegrarme con la noticia de mi próxima puesta en libertad.
¡Charousek! ¡Pobre muchacho! Se preocupaba por mi suerte como un hermano. Sólo
porque una vez le regalé 100 florines. ¡Ojalá le pudiera dar una mano una vez más!
Pero sentí que él tenía razón. Nunca llegaría ese día.
Vi ante mí sus ojos enfebrecidos, sus hombros de tísico y su frente ancha y noble.
Quizás habría sido todo muy distinto si una mano caritativa hubiera intervenido a
tiempo en esa vida destrozada.
Volví a releer la carta.
¡Cuánto método había en la locura de Charousek! ¿Estaría loco en realidad?
Me avergoncé casi de haber tolerado ese pensamiento un solo momento.
¿Es que sus alusiones no decían bastante? Él era un hombre como Hillel, como
Miriam, como yo mismo; un hombre en el que dominaba su propia alma, que lo llevaba
por encima de todos los barrancos y abismos de la vida a las cimas perpetuamente
nevadas de un mundo no violado.
¿Es que acaso no era más puro él, que durante toda su vida estuvo planeando y
meditando un asesinato, que cualquiera de esos que van por ahí arrugando la nariz y que
pretenden seguir los mandamientos aprendidos maquinalmente de cualquier desconocido
profeta mítico?
Él observaba el mandamiento que le dictaba su instinto irresistible, sin pensar en
ninguna «recompensa», ni aquí ni en el Más-allá.
Lo que había hecho, ¿no era acaso el más piadoso cumplimiento de un deber, en el
sentido más esotérico de la palabra?
«Cobarde, pérfido, ávido de sangre, enfermo, una naturaleza problemática de
criminal»: me parecía oír ya el juicio que sobre él emitiría la multitud cuando intentasen
aclarar las profundidades de su alma con sus lámparas de establo, esta misma multitud
babeante que nunca jamás comprenderá que el venenoso cólquico es mil veces más bello
y más noble que la práctica cebolleta.
De nuevo se movió la cerradura desde fuera y oí que metían a alguien. Ni siquiera me
volví, tal era la impresión que me había causado la carta.
Ni una palabra sobre Angelina, ni sobre Hillel.
Claro; Charousek debió haber escrito con mucha prisa, en la letra se veía.
¿Me llegaría alguna otra carta secreta de él?
Apenas me atrevía a esperar y confiar interiormente en el día siguiente, en el paseo
común de los presos en el patio. Ése era el sitio más fácil para que alguien del «Batallón»
me diera, ocultamente, alguna nota.
Una suave voz me sacó de repente de mis cavilaciones.
—¿Me permite, señor, que me presente? Mi nombre es Laponder, Amadeus Laponder.
Me volví.
Un hombre pequeño, delgado, todavía bastante joven, elegantemente vestido, aunque
sin sombrero, como todos los presos de prevención, se inclinó correctamente ante mí.
Estaba muy bien afeitado, como un actor, y sus grandes ojos verdes, claros y brillantes,
en forma de almendra, tenían la característica de que, aunque estaban dirigidos
directamente hacia mí, parecían, sin embargo, no verme.
Había en ellos algo así como... ausencia.
Susurré mi nombre, me incliné también y quise volverme, pero no pude apartar en
mucho rato la mirada de ese hombre que producía una extraña impresión con su sonrisa
de pagoda, que con los ángulos hacia arriba y los labios ligeramente arqueados, estaba
plasmada continuamente en su rostro.
Parecía la estatua china de un buda de cuarzo rosado, con su piel lisa, casi
transparente y su fina y delicada nariz de muchacha.
«Amadeus Laponder, Amadeus Laponder», repetía para mí.
¿Qué ha podido hacer él?
Luna
Al cabo de un rato le pregunté:
—¿Lo han interrogado ya?
—Vengo ahora mismo de ahí. Espero no tener que molestarle a usted aquí mucho
tiempo.
«Pobre diablo», pensé, «no sabe lo que le espera a un preso en detención preventiva».
Quise irlo preparando poco a poco.
—Uno se va acostumbrando a estar sentado en silencio, cuando pasan los primeros
días, los más difíciles. Puso cara amable, de compromiso. Pausa.
—¿Ha sido muy largo el interrogatorio, señor Laponder?
Sonrió distraído.
—No. Sólo me han preguntado si confesaba el hecho y he tenido que firmar el
expediente.
—¿Ha firmado confesándose culpable? —se me escapó.
—¡Ya lo creo!
Lo dijo como si fuera lo más lógico del mundo.
No debe ser nada grave, me dije, porque no se muestra nada nervioso. Seguramente
un reto a duelo o algo parecido.
—Yo por desgracia llevo tanto tiempo aquí que me parece toda una vida —suspiré
involuntariamente y él puso cara de acompañarme en mis sentimientos—. No le deseo lo
mismo, señor Laponder. Por lo que veo, estará pronto en libertad.
—Según como se tome —dijo tranquilamente, pero sonó como un oculto doble sentido.
—¿No lo cree usted? —pregunté sonriente. Él negó con la cabeza—. ¿Qué debo
entender? ¿Qué hecho tan terrible ha cometido usted? Perdone, señor Laponder; no es
curiosidad, sino simplemente simpatía lo que me mueve a hacerle esta pregunta.
Vaciló un momento, pero después respondió sin mover siquiera una pestaña:
—Asesinato con estupro.
Fue como un golpe en la cabeza.
No pude articular ni un sonido a causa del horror y el espanto.
Pareció notarlo y, discretamente, retiró la vista, pero ni el más ligero gesto en la sonrisa
de autómata de su rostro reveló que mi repentino y nuevo comportamiento lo hubiese
herido.
No cambiamos ni una palabra más y retiramos en silencio nuestra mutua mirada.
Cuando, al entrar la noche, me tumbé, él siguió inmediatamente mi ejemplo. Se
desnudó, colgó cuidadosamente su ropa del clavo de la pared, se echó y pareció, por la
regularidad y la profundidad de su respiración, dormirse inmediatamente.
En toda la noche no pude tranquilizarme.
La continua sensación de tener tal monstruo a mi lado y de tener que compartir con él
el mismo aire, me era repulsiva y me excitaba tanto que todas las impresiones del día, la
carta de Charousek y todas las otras novedades, quedaron en segundo plano, como si no
tuvieran importancia.
Me había tumbado de forma que podía observar continuamente al asesino, pues no
hubiera podido soportar saber que estaba detrás de mí.
La celda se hallaba débilmente iluminada por la luz de la luna y yo podía ver que
Laponder estaba allí tendido, inmóvil, casi tieso.
Sus rasgos tenían algo de cadáver y la boca semi-abierta acentuaba esta impresión.
Durante muchas horas permaneció sin cambiar ni una sola vez de posición.
Pero, pasada la medianoche, al caer un fino rayo de luna sobre su rostro, le sobrevino
una ligera inquietud y movió inaudiblemente sus labios como quien habla en sueños.
Parecía ser siempre la misma palabra —quizás una frase de tres sílabas— algo así como:
«Déjame. Déjame. Déjame.»
Los días siguientes pasaron sin que yo le hiciera caso, y él tampoco rompió nunca el
silencio.
Su comportamiento fue en todo momento amable y cortés. Cada vez que yo quería
pasear de un lado a otro, él se daba cuenta inmediatamente y retiraba en silencio,
cortésmente, los pies debajo de su camastro para no molestarme.
Empecé a hacerme reproches por mi sequedad, pero, a pesar de mi mejor voluntad, no
podía liberarme del horror que me causaba.
Por mucho que deseara poder acostumbrarme a su proximidad, no era posible.
Esto me mantenía despierto incluso por la noche. Apenas dormía media hora.
Noche tras noche se repetía con toda exactitud el mismo proceso: esperaba
respetuoso a que yo me acostara para desvestirse, doblaba meticulosamente su ropa, la
colgaba, etcétera.
Una noche —debían ser las dos—, estaba de nuevo medio dormido de cansancio
sobre la madera de la pared, mirando la luna llena, cuyos rayos se reflejaban como aceite
brillante en el rostro de cobre del reloj de la torre, pensando lleno de tristeza en Miriam.
Oí de repente su voz, la voz de Miriam, detrás de mí.
Al momento me desperté, muy despierto, me volví y escuché.
Pasó un minuto.
Ya creía que me había equivocado cuando volvió. No pude entender las palabras
claramente, pero sonaba algo así como:
—Pregúntame. Pregúntame.
Era sin duda la voz de Miriam.
Vacilante por la excitación bajé, tan silenciosamente como pude, y me acerqué a la
cama de Laponder.
La luz de la luna caía de pleno sobre su cara, y pude distinguir claramente que tenía los
párpados abiertos, pero sólo se veía el blanco del ojo.
Por la rigidez de los músculos de sus mejillas vi que estaba profundamente dormido.
Sólo los labios se volvieron a mover, igual que antes.
—Pregúntame. Pregúntame.
La voz era engañosamente parecida a la de Miriam.
—¿Miriam? ¿Miriam? —exclamé involuntariamente, pero al momento bajé el tono para
no despertar al dormido.
Esperé a que su cara adquiriese de nuevo la rigidez del sueño y entonces repetí muy
bajito:
—¿Miriam? ¿Miriam?
Su boca formó un «Sí» casi imperceptible, pero claro.
Acerqué mi oído a sus labios.
Al cabo de un momento oí susurrar la voz de Miriam, tan inconfundible que un
escalofrío me recorrió el cuerpo.
Bebía sus palabras con tal avidez que únicamente podía comprender su sentido. Ella
me hablaba de amor y de una felicidad inenarrable, que por fin habíamos hallado nosotros
y que ya nunca más nos volvería a separar, impacientemente, sin pausa, como quien
teme ser interrumpido y que por lo tanto quiere aprovechar cada segundo.
Después su voz comenzó a perderse y por un rato se extinguió por completo.
—¿Miriam? —pregunté temblando de miedo y conteniendo la respiración—. Miriam,
¿estás muerta?
Mucho tiempo sin respuesta.
Después, de un modo casi imperceptible:
—No, estoy viva, estoy durmiendo.
Nada más.
Escuché y escuché.
En vano.
Nada más.
Tuve que apoyarme en el borde del catre para no caerme sobre Laponder, debido a mi
profunda emoción y al temblor.
La ilusión fue tan perfecta que durante unos minutos me pareció ver a Miriam
realmente tendida ante mí, y tuve que reunir todas mis fuerzas para no besar los labios
del asesino.
—¡Henoch! ¡Henoch!
Reconocí inmediatamente la voz de Hillel.
—¿Eres tú, Hillel?
Sin respuesta.
Me acordé de haber leído que, para hacer hablar a los que duermen, no se les debe
dirigir las preguntas al oído, sino hacia el plexo nervioso de la fosa epigástrica.
Así lo hice.
—¿Hillel?
—Sí, te oigo.
—¿Está bien Miriam? ¿Lo sabes todo? —pregunté en seguida.
—Sí, lo sé todo. Lo sabía hace mucho. No te preocupes, Henoch, no te temo.
—¿Me podrás perdonar, Hillel?
—Ya te lo he dicho; no te preocupes.
—¿Nos volveremos a ver pronto? —temí no llegar a poder entender la respuesta, pues
ya la última frase había sido sólo un suspiro.
—En eso confío. Te esperaré, si puedo, después tengo que..., país.
—¿Adonde? ¿A qué país? —casi me caí sobre Laponder—. ¿A qué país? ¿A qué
país?
—País... Gad... al sur... de Palestina.
La voz se apagó.
Cien preguntas más me cruzaban en mi desconcierto por la cabeza: ¿por qué me llama
Henoch? Zwakh, Jaromir, el reloj, Vrieslander, Angelina, Charousek.
—Adiós, suerte, y piense algunas veces en mí —surgió otra vez de repente en voz alta
y clara de los labios del asesino.
Esta vez con la entonación de Charousek, pero sonó igual que si lo hubiese
pronunciado yo mismo.
Recordé: era textualmente la frase final de la carta de Charousek.
El rostro de Laponder estaba ya en la oscuridad, la luz de la luna caía sobre el final del
saco de paja. Un cuarto de hora más tarde habría de desaparecer de la habitación.
Hice una pregunta tras otra, pero no recibí ninguna respuesta más.
El asesino yacía inmóvil como un cadáver y tenía los párpados cerrados.
Me reproché con acritud no haber visto en Laponder durante los días anteriores nada
más que al asesino y nunca al hombre.
Por lo que yo acababa de vivir era, al parecer, un sonámbulo, una criatura bajo la
influencia de la luna llena.
Quizás había cometido el asesinato en una especie de estado crepuscular.
Con seguridad.
Ahora que alboreaba la mañana, había desaparecido la rigidez de sus rasgos, dejando
paso a una expresión de paz espiritual.
Un hombre que tiene un asesinato sobre su conciencia no puede dormir tan
tranquilamente, me dije a mí mismo.
Apenas podía esperar el momento de su despertar.
¿Sabría él lo que había ocurrido?
Por fin.abrió los ojos, se encontró con mi mirada y desvió la vista.
Me acerqué a él al momento y tomé su mano.
—Perdóneme, señor Laponder, que haya sido hasta ahora tan poco amable con usted.
Estaba aturdido. Era la sorpresa lo que...
—Créame, yo lo comprendo perfectamente —me interrumpió con vivacidad—, debe ser
una sensación horrible vivir con un asesino.
—No hable más de eso —le rogué—. Esta noche se me han ocurrido ciertas cosas y
no puedo librarme de la idea de que usted quizás... —busqué las palabras adecuadas.
—Usted me considera un enfermo —dijo viniendo en mi ayuda. Afirmé.
—Creo poder deducirlo de ciertas pruebas. Yo..., yo..., ¿puedo hacerle una pregunta
directa, señor Laponder?
—Se lo ruego.
—Suena algo extraño... pero, ¿me podría decir lo que ha soñado hoy?
Negó sonriendo con la cabeza.
—Yo nunca sueño.
—Pero usted ha hablado en sueños. Levantó muy asombrado la cabeza. Recapacitó
un momento. Después dijo con seguridad:
—Eso sólo pudo darse si usted me ha hecho preguntas —lo confesé—. Pero, como
acabo de decir, nunca sueño... Yo..., yo... deambulo..., añadió después de una pausa a
media voz.
—¿Que usted deambula? ¿Cómo puedo entender eso?
Parecía no querer hablar y me pareció oportuno contarle los motivos que me habían
movido a entrar en él y le conté a grandes rasgos lo que había sucedido por la noche.
—Puede usted estar absolutamente seguro —dijo seriamente cuando acabé— de que
todo está basado en la realidad. Cuando hace un momento he precisado que no sueño,
sino que «deambulo», me refería a que mi mundo de los sueños está formado de manera
distinta a la de, digamos, los hombres normales. Llámelo, si quiere, un «salir del cuerpo».
Así, por ejemplo, he estado esta noche en una habitación muy especial, a la que se
entraba subiendo por una trampilla.
—¿Cómo era? —pregunté rápidamente—. ¿Estaba deshabitada? ¿Vacía?
—No, había muebles, pero no muchos. Una cama en la que dormía, o yacía en un
letargo, una joven, y junto a ella estaba sentado un hombre con la mano sobre su frente
—Laponder describió los rostros de ambos. Sin duda alguna, eran Hillel y Miriam. No me
atrevía a respirar de impaciencia.
—Por favor, siga contando. ¿Había alguien más en la habitación?
—¿Alguien más? Espere; no; no había nadie más en la habitación. Sobre la mesa ardía
un candelabro de siete velas. Luego una escalera de caracol conducía hacia abajo.
—¿Estaba rota? —lo interrumpí.
—¿Rota? No, no. Estaba en perfecto estado y de ella salía, a un lado, una cámara en
la que estaba sentado un hombre con hebillas de plata en los zapatos, de un aspecto muy
raro, como nunca había visto en un hombre: el color de su cara era amarillo y los ojos
oblicuos; estaba inclinado hacia adelante y parecía esperar algo. Quizá un encargo.
—Un libro. ¿No ha visto en ninguna parte un libro antiguo? —investigué. Se rascó la
frente.
—¿Dice usted un libro? Sí, exacto: en el suelo había un libro. Estaba abierto, era todo
él de pergamino y la página empezaba con una enorme A dorada.
—Usted quiere decir seguramente una I.
—No, con una A.
—¿Está seguro? ¿No era una I?
—No, era seguro una A.
Moví la cabeza y empecé a dudar. Al parecer Laponder, en su sueño, había estado
leyendo en mi mente y lo había mezclado todo: Hillel, Miriam, el Golem, el libro Ibbur y el
pasillo subterráneo.
—¿Hace mucho que tiene el don de «deambular», como usted dice? —le pregunté.
—Desde que cumplí veintiún años —se detuvo; parecía que no le gustaba hablar de
ello; pero entonces esbozó, de repente, un gesto de infinita extrañeza y miró mi pecho
fijamente, como si viera algo en él.
Sin hacer caso de mi asombro me tomó rápidamente de las manos y me rogó casi con
ardor:
—Por el amor de Dios, dígamelo todo. Hoy es el último día que puedo pasar con usted,
pues quizá dentro de una hora me vengan a buscar para llevarme a escuchar mi
sentencia de muerte.
Lo interrumpí estupefacto:
—¡Entonces me tiene que llevar como testigo! Juraré que está enfermo. Usted es
sonámbulo. No puede ser, no lo pueden ejecutar sin antes haber examinado el estado de
su mente. ¡Piénselo bien!
Él negaba con nerviosismo.
—Pero eso es secundario; ¡por favor, dígamelo todo!
—Pero ¿qué es lo que le tengo que decir? Mejor hablemos de usted y...
—Usted tiene que haber vivido, ahora lo sé, ciertos hechos extraños que me atañen
muy directamente, mucho más directamente de lo que usted puede ni siquiera imaginar,
se lo ruego, ¡cuéntemelo todo! —rogó.
No podía comprender que mi vida le interesara más que sus propios problemas mucho
más urgentes; para tranquilizarlo le conté todas las cosas incomprensibles que me habían
sucedido.
Al final de cada capítulo él afirmaba con la satisfacción de quien comprende el asunto
hasta el fondo.
Cuando llegué al punto en que tuve la aparición de aquel ser sin cabeza que me
mostraba en la mano los granos rojos, negros, apenas pudo esperar el final.
—Entonces, usted se los tiró de la mano —murmuró pensativo—. Nunca hubiese
creído que podía haber un tercer camino.
—No era un tercer camino —dije—, era lo mismo que si hubiese rechazado los granos.
Él sonrió.
—¿No lo cree usted, señor Laponder?
—Si los hubiera rechazado, habría seguido usted el «Camino de la vida», pero los
granos, que significan los poderes mágicos, se habrían perdido. De esta forma en cambio
rodaron por el suelo, como usted acaba de decir. O sea: esos poderes se quedaron aquí y
sus antepasados los cuidarán hasta que llegue el momento de su germinación. Entonces
revivirán los poderes que ahora están dormidos en usted.
No comprendí bien.
—¿Mis antepasados cuidan los granos?
—Usted debe tomar todo lo que ha vivido como un símbolo —me explicó Laponder—.
El círculo de hombres con resplandores azulados que lo rodeaban eran la cadena del
«Yo» heredado, que todo nacido de madre lleva siempre consigo. El mundo no es
«aislado», pero es preciso que se convierta en ello, ¡y a eso se le llama «inmortalidad»!
Su alma está compuesta de muchos «Yos», igual que un hormiguero. Usted lleva en sí los
restos anímicos de miles de antepasados: los amos de su estirpe. En todos los seres es
así. ¿Cómo podría encontrar su alimento un pollo recién salido de un huevo artificialmente
empollado, si no llevara dentro de sí la experiencia de millones de años? La existencia del
«instinto» indica la presencia de los antepasados en el cuerpo y en el alma. Pero,
perdóneme, no pretendía interrumpirlo.
Acabé mi narración. Toda. Le conté incluso lo que Miriam había dicho sobre el
«hermafrodita».
Cuando me detuve y levanté la vista, me di cuenta de que Laponder se había puesto
pálido como la cera y que por sus mejillas corrían lágrimas.
Me levanté rápidamente, y, como si no lo hubiera notado, me puse a pasear de un lado
para otro de la celda esperando a que se tranquilizara.
Después me senté frente a él y empleé toda mi capacidad de persuasión para
convencerlo de lo absolutamente necesario que era mostrar a los jueces su estado mental
enfermizo.
—¡Si por lo menos no hubiera usted confesado el asesinato! —finalicé.
—¡Pero tuve que hacerlo! Me lo preguntaron apelando a mi conciencia! —dijo
ingenuamente.
—¿Considera peor una mentira que un asesinato? —pregunté estupefacto.
—En general, quizá no, pero en mi caso sí. Mire usted, cuando el juez me preguntó si
lo confesaba, tuve la fuerza de decir la verdad. Yo podía, por lo tanto, elegir entre mentir o
no mentir. Cuando cometí el asesinato, por favor, ahórreme los detalles, fue tan horrible
para mí que no quisiera volver a recordarlo, cuando cometí el asesinato, entonces no
tenía elección. Pues a pesar de que actuaba con clara conciencia, a pesar de eso no
tenía elección. Algo, cuya existencia no había imaginado anteriormente y que era más
fuerte que yo, se despertó en mí. ¿Cree que si hubiera tenido posibilidad de elección
habría asesinado? Nunca he matado, ni siquiera al más pequeño animal, y ahora ya ni
siquiera sería capaz.
Suponga que existiera la ley humana de matar y que, de no cumplirse, se castigase
con la muerte, un caso semejante al de la guerra, yo ya me hubiera ganado la muerte.
Pues no tendría otra elección. Sencillamente, no podría matar. Cuando cometí el
asesinato, la situación era exactamente al revés.
—Pues mucho mejor, ahora que usted se siente casi otro hombre, hay muchos más
motivos que pondrán todo de su parte y lo librarán de la sentencia del juez —dije
enfrentándome a él.
Laponder hizo un movimiento de rechazo.
—Usted se equivoca. Los jueces tienen, desde su punto de vista, toda la razón.
¿Deben acaso dejar libre por ahí a un hombre como yo? ¿Para que mañana o pasado
mañana vuelve a ocurrir la desgracia?
—No, pero a usted lo deberían internar en un establecimiento para enfermos mentales.
¡Eso es lo que quiero decir!
—Si yo estuviera loco, tendría usted razón —respondió Laponder con indiferencia—.
Pero yo no estoy loco. Tengo otra cosa muy distinta: algo que parece muy semejante a la
locura, pero que es precisamente lo contrario. Por favor, escúcheme. Me comprenderá en
seguida. Lo que me acaba de contar sobre ese fantasma sin cabeza... naturalmente este
fantasma es un símbolo: encontrará la clave con facilidad en cuanto piense un poco sobre
ello; me pasó a mí también, exactamente igual. Sólo que yo acepté los granos. ¡Yo sigo,
por lo tanto, el «Camino de la Muerte»! Lo más sagrado que hay para mí es poder
dejarme guiar por lo espiritual que hay en mí. Ciego, confiado, adonde quiera que
conduzca el camino: a la horca o al trono, a la pobreza o la riqueza. Nunca he dudado,
cuando estuvo la elección en mis manos. Por ello, cuando pude elegir, no mentí. Conoce
las palabras del profeta Miqué:
Se te ha dicho, hombre, lo que es bueno
y lo que el Señor exige de ti.
Si yo hubiese mentido, habría creado la causa, porque yo tenía la elección... cuando
cometí el asesinato, no creé ninguna causa, era sólo el efecto de una causa que hacía
mucho tiempo que tenía medio dormida en mí, sobre la que yo no tenía ningún poder. Por
lo tanto, mis manos están limpias.
Al convertirme, lo espiritual que hay en mí, en un asesino, se ha cumplido una
ejecución. Cuando los hombres me cuelguen de la horca, mi destino se liberará del de
ellos: yo llegaré a la libertad.
Sentí que era un santo y el temor ante mi propia pequenez me erizaba el cabello.
—Usted me ha contado que había olvidado los recuerdos de su juventud debido a una
intervención hipnótica realizada en su conciencia por un médico hace mucho tiempo —
continuó—. Ése es el signo, el estigma, de todos los que han sido mordidos por la
«serpiente del reino espiritual». Parece casi necesario que en nuestra vida se injerten dos
vidas, igual que el injerto noble en el árbol salvaje, para que pueda tener lugar el milagro
de la resurrección. Lo que normalmente separa la muerte, se separa así por la extinción
de la memoria: a veces sólo por un repentino giro en el interior.
En mi caso sucedió que una mañana, sin causa aparente, cuando tenía veintiún años,
me desperté como cambiado. Todo lo que hasta entonces había querido me era de pronto
indiferente: la vida me parecía tan tonta como una historia de indios y perdió en realidad;
los sueños se convirtieron en una certeza, en una certeza apodíctica, concluyeme,
entiéndame bien, en una certeza apodíctica, real, y la vida diurna se convirtió en un
sueño.
Todos los hombres podrían hacer esto, si tuvieran la clave. Y la única clave está, sola y
exclusivamente, en que se tome conciencia en el sueño de la forma del propio «Yo», de la
piel, por decirlo así, en que se encuentre la estrecha rendija por la que se desliza la
conciencia entre el sueño profundo y la vigilia.
Por eso he dicho antes que «deambulo» y no que «sueño».
La lucha por la inmortalidad es una batalla por el cetro contra los fantasmas y los
clamores que llevamos en nosotros mismos; y la espera a que el propio «Yo» se convierta
en rey es la espera del Mesías.
Habla Gramil, el espectral, el «hálito de los huesos» de la Cábala, ése que usted vio,
ése era el rey. Cuando esté coronado, entonces se rasgará la cuerda, con la que usted
está unido al mundo a través de los sentidos, y el canal de la razón.
Usted me preguntará cómo puede ser que, a pesar de mi separación del mundo, me
convirtiera de la noche a la mañana en un asesino. El hombre es como un tubo de cristal
por el que ruedan bolas de colores; en casi todos los que viven sólo hay una. Si la bola es
roja, a ese hombre se lo llama «malo»; si es amarilla, «bueno». Si se deslizan dos bolas,
una roja y otra amarilla, una detrás de otra, se tiene un carácter «inestable». Nosotros, los
«mordidos por la serpiente», vivimos en nuestra existencia todo lo que normalmente vive
en una raza durante toda una era: las bolas de colores se siguen velocísimas por el tubo
de cristal y cuando se han acabado, somos profetas, nos hemos convertido en espejos de
Dios —Laponder guardó silencio. Durante mucho rato no pude pronunciar palabra. Lo que
acababa de oír me había atontado.
—¿Por qué me ha preguntado antes tan temerosamente por mis experiencias, cuando
usted está mucho, mucho más alto que yo? —reanudé por fin la conversación.
—Usted se equivoca —dijo Laponder—. Estoy muy por debajo de usted. Se lo pregunté
porque sentía que usted poseía la clave que a mí todavía me faltaba.
—¿Yo? ¿Una clave? ¡Oh, Dios!
—Sí, ¡usted! Y usted me la ha dado. No creo que haya un hombre en la tierra más feliz
que yo ahora.
De fuera surgió un ruido: corrieron los pestillos. Laponder apenas hizo caso.
—Lo del hermafrodita era la clave. Ahora tengo la seguridad. Y por eso estoy contento
de que me vengan a buscar, pues pronto habré alcanzado la meta.
Las lágrimas no me dejaban distinguir la cara de Laponder, sólo podía oír la sonrisa en
su voz.
—Y ahora, adiós, señor Pernath, y piense que lo que colgarán mañana serán sólo mis
ropas. Usted me ha abierto el camino a lo más bello, a lo último que me quedaba por
saber. Ahora comienza la boda... —se levantó y siguió al guardián—. Está estrechamente
relacionado con el asesinato —fueron las últimas palabras que pude oír y que sólo
comprendí oscuramente.
Desde aquella noche, cada vez que había luna llena, me parecía ver siempre la cara
dormida de Laponder sobre la sábana gris de la cama.
Los días que siguieron a su marcha oí golpes de martillos y clavos en el patio de
ejecuciones, que llegaban hasta mí y a veces duraban hasta el amanecer.
Adiviné lo que significaba y, lleno de desesperación, me tapaba durante horas los
oídos.
Pasaron los meses uno tras otro. Vi cómo el verano llegaba a su fin porque las
miserables hojas del patio empezaron a marchitarse; lo notaba en el olor mohoso de las
paredes.
Cuando, durante los paseos en el patio, caía mi vista sobre el árbol moribundo y la
imagen de la Virgen incrustada en su corteza, involuntariamente, lo relacionaba con la
huella profunda que había dejado en mí el rostro de Laponder. Ese rostro de Buda con su
tersa piel y su extraña y eterna sonrisa me daba vueltas continuamente en la cabeza.
El juez me llamó una vez más —en septiembre— y me preguntó, con desconfianza,
qué razones podía aducir por haber dicho en el banco que tenía que irme urgentemente
de viaje; por qué había estado tan nervioso durante las horas precedentes a mi detención
y por qué llevaba todas mis piedras preciosas en el bolsillo.
Cuando respondí que había tenido la intención de suicidarme, hubo una nueva sonrisa
irónica detrás del escritorio.
Hasta entonces estuve solo en mi celda y esto me permitía seguir con mis
pensamientos, con mi pena por Charousek, quien, suponía, debía haberse muerto ya
hacía mucho, y por Laponder, y con mi nostalgia de Miriam.
Después vinieron nuevos presos: viajantes ladrones con rostros ajados y decrépitos,
gruesos y ventrudos cajeros de banco —«Huérfanos» como los hubiera llamado el negro
Vóssatka— que apestaron el aire y mi estado de ánimo.
Uno de ellos contó, absolutamente indignado, que poco antes había habido un
asesinato en la ciudad. Pero por suerte apresaron inmediatamente al autor que fue
sometido a un proceso expeditivo.
—¡El desgraciado miserable se llamaba Laponder! —gritó un tipo con hocico de bestia
salvaje al que habían condenado por maltratar a niños, a los catorce días de prisión—. Lo
agarraron con las manos en la masa. En el jaleo se cayó la lámpara y se incendió toda la
habitación. El cadáver de la chica quedó tan carbonizado que todavía hoy no se ha podido
deducir quién era en realidad. Tenía el pelo negro y la cara delgada, eso es todo lo que se
sabe. Y el Laponder ése no quiso soltar su nombre ni que reventase. Si hubiera sido yo le
habría arrancado la piel y le hubiera espolvoreado pimienta encima. ¡Así son los señores
finos! ¡Todos unos asesinos! ¡Como si no hubiera otros medios para librarse de una chica!
—añadió con una sonrisa cínica.
La ira y la rabia bullían en mí y hubiera deseado arrastrarlo por el suelo.
Noche tras noche roncaba en la cama en la que había dormido Laponder. Por fin, pude
respirar cuando lo pusieron en libertad.
Pero ni así conseguí librarme de él: sus palabras se me habían clavado como una
flecha. La horrible sospecha de que podría haber sido Miriam la víctima de Laponder me
carcomía continuamente, sobre todo en la oscuridad.
Cuanto más luchaba contra esta idea, más me ahogaba en ella, hasta que casi se
convirtió en una idea fija, una obsesión.
A veces se atenuaba y mejoraba, sobre todo cuando entraba la luna clara por entre las
rejas: entonces podía revivir las horas pasadas con Laponder y el profundo sentimiento
que le profesaba me aliviaba el tormento, pero, de todas formas, me volvían con
demasiada frecuencia los momentos en que veía a Miriam asesinada y carbonizada, y
creía perder la razón de terror.
Los débiles indicios que tenía para mi sospecha se habían entretejido en aquellos
momentos formando un todo cerrado, una pintura llena de detalles indescriptiblemente
terroríficos.
Al principio de noviembre, hacia las diez, era ya noche cerrada, había alcanzado mi
desesperación tal punto que tuve que morder el saco de paja, como un animal rabioso,
para no gritar; el guardia abrió repentinamente la celda y me obligó a acompañarlo al
despacho del juez. Me sentía tal débil que me tambaleaba al andar.
Hacía ya mucho tiempo que había muerto en mí la esperanza de abandonar aquella
horrible casa.
Me preparé a que me hicieran de repente, una vez más, una fría pregunta, a oír de
nuevo la sonrisa irónica, estereotipada, detrás del escritorio y a tener que volver a las
tinieblas.
El señor Barón von Leisetreter se había ido ya a su casa y en la habitación no había
más que un viejo y jorobado escribano con dedos de araña.
Esperé, insensible, lo que sucedería.
El guardián había entrado conmigo y me miraba bonachón; esto me llamó la atención,
pero estaba demasiado abatido para comprender el significado de aquello.
—El resultado de la investigación —empezó a decir el escribano y riendo se subió a un
sillón revolviendo durante mucho tiempo en el montón de libros en busca de los
expedientes—, el resultado es que el tal Karl Zottmann en cuestión, tras un encuentro con
la antigua prostituta Resina Metzeles, que por aquel entonces era conocida como «Rosina
la Pelirroja», liberada posteriormente por el sordomudo siluetista, actualmente bajo
vigilancia policíaca, llamado Jaromir Kwássnitschka, del bar Kantsky, y que desde hace
unos meses vive en calidad de favorita en flagrante concubinato con Su Excelencia el
conde de Athenstädt, fue atraído antes de su muerte por una mano alevosa a un sótano
subterráneo y aislado de la casa conscripcionis 21873, bajo el número romano III de la
calle Hahnpass, número actual 7, allí encerrado y abandonado a una muerte por hambre
o por frío. Pues, el arriba mencionado Zottmann... —explicó el escribano y, mirando por
encima de las gafas, pasó por encima unas cuantas hojas del montón desordenado que
llevaba en las manos—. «De la investigación ha resultado también que al arriba
mencionado Karl Zottmann le robaron, según todas las apariencias después de su
muerte, todas las pertenencias que llevaba, en especial un reloj de oro de doble tapa,
citado en el fascículo P romana, sección Bäh —el escribano levantó el reloj por la
cadena—. Por falta de verosimilitud no se ha podido dar crédito a la declaración jurada del
siluetista Jaromir Kwássnitschka, hijo huérfano del hostiero del mismo nombre, muerto
hace diecisiete años, según la que había encontrado el reloj en la cama de su hermano
Loisa, actualmente en fuga, y que lo había entregado contra recibo de dinero a Aaron
Wassertrum, el rico anticuario, entre tanto desaparecido.
»De la investigación ha resultado además que el cadáver del mencionado Karl
Zottmann llevaba, en el momento de su descubrimiento, en el bolsillo trasero de su
pantalón, una agenda en la que había apuntado, posiblemente unos días antes de su
muerte, varias notas que aclaran los hechos y que facilitan finalmente el arresto del
verdadero culpable por las autoridades reales e imperiales.
»En consecuencia, la atención de la alta fiscalía real e imperial se dirige al hasta ahora
altamente sospechoso, debido a las notas testamentarias de Zottmann, Loisa
Kwássnitschka, actualmente fugitivo, y ordena el fin de la detención preventiva de
Athanasius Pernath, tallador de piedras preciosas, hasta ahora sin antecedentes, y cesar
todo proceso contra él.
Praga, Julio
firmado
Dr. Barón Von Leisetreter.»
El suelo tembló bajo mis pies y por un minuto perdí el conocimiento.
Cuando me desperté estaba sentado en una silla y el guardián me daba amables
golpes en los hombros.
El escribano se había quedado completamente impasible, carraspeó, se sonó y me
dijo:
—La lectura de esta disposición se ha retrasado hasta hoy porque comienza por una
«P» y por orden alfabético, lógicamente, viene al final —después siguió leyendo—:
«Además, es necesario poner a Athanasius Pernath, tallador de piedras preciosas, en
conocimiento de que, debido a la disposición testamental del estudiante de Medicina
Innozenz Charousek, muerto en mayo, le corresponde un tercio de sus pertenencias
como heredero.»
El escribano metió la pluma en el tintero mientras pronunciaba las últimas palabras y
comenzó a garabatear.
Esperé que soltara su sonrisita, pero no lo hizo.
—Innozenz Charousek —murmuré repitiendo absorto sus palabras.
El guardián se inclinó sobre mí y me susurró al oído:
—Poco antes de su muerte estuvo conmigo el señor Charousek y se interesó por
usted. Dijo que lo saludara cariñosamente. Naturalmente yo no se lo pude decir entonces.
Por cierto que el señor Charousek tuvo un horrible final. Se suicidó. Se lo encontró caído
de bruces sobre la tumba de Aaron Wassertrum. Había cavado dos profundos hoyos en la
tierra y se abrió las venas de las muñecas metiendo después los brazos en los agujeros.
Así se descargó. Debía estar loco, el señor Char...
El escribano empujó ruidosamente la silla y me entregó la pluma para que firmara.
Después se irguió orgulloso y dijo exactamente en el tono de su noble superior:
—Guardián, saque a este hombre.
Exactamente igual que hace mucho tiempo, el hombre del sable y de los calzoncillos de
la puerta retiró el molinillo de café de su regazo; sólo que esta vez no me registró, sino
que me devolvió mis piedras preciosas, mi monedero con sus diez florines, mi abrigo y
todo lo demás.
Entonces me encontré en la calle.
—¡Miriam! ¡Miriam! ¡Qué próximo está nuestro encuentro! —ahogué un grito de salvaje
alegría.
Debía ser medianoche. La luna llena se escondía, sin brillo, como un plato de pálido
latón, entre los vasos de bruma. El asfalto estaba cubierto de una sólida capa de
suciedad.
Llamé un carruaje que en la niebla parecía un destartalado monstruo antediluviano; se
me había olvidado andar y me tambaleaba, sobre unas plantas insensibles, como un
enfermo con la columna desviada.
—¡Cochero, lléveme tan de prisa como pueda a la calle Hahnpassgasse, número 7!
¿Me ha entendido? Hahnpassgasse, número 7.
Libre
El coche se detuvo al cabo de unos pocos metros.
—¿Hahnpassgasse, señor?
—Sí, sí, pero de prisa.
De nuevo caminó un trecho el carruaje.
—Por amor de Dios, ¿qué pasa?
—¿Hahnpassgasse, señor?
—Sí, sí. He dicho que sí.
—No podemos entrar en coche en la Hahnpassgasse.
—¿Por qué no?
—Por todas partes está levantado el pavimento; dicen que van a hacer nuevas
instalaciones de sanidad en el barrio judío.
—Bueno, entonces lléveme hasta donde pueda. Pero dése prisa.
El coche dio un salto encabritado y luego siguió traqueteando plácidamente.
Bajé las ventanillas y llené mis ansiosos pulmones con el aire de la noche.
Todo era tan extraño para mí; tan incomprensiblemente nuevo: ¡las casas, las calles,
las tiendas cerradas!
Un perro blanco caminaba solo y taciturno por la mojada acera.
Lo seguí con la vista. ¡Qué extraño! ¡Un perro! Me había olvidado completamente de
que existían esos animales. Lleno de alegría le grité como un niño.
—Pero bueno, ¿cómo se puede estar de tan mal humor?
¿Qué diría Hillel? ¿Y Miriam?
Unos pocos minutos más y estaría en su casa. No dejaría de llamar a su puerta hasta
que los sacara de la cama.
Ahora ya iba todo bien: ¡todos los sufrimientos de este año habían terminado!
¡Qué Navidades serían!
Este año no me las perdería durmiendo como la última vez.
Por un momento me volvió a paralizar el antiguo temor: me acordé de las palabras del
preso con hocico de animal salvaje, su rostro quemado, el asesinato, pero ¡no, no! Lo
rechacé con fuerza: no, no, no podía ser. ¡Miriam vivía! Yo había oído su voz por la boca
de Laponder.
Un solo minuto más... medio minuto... y entonces...
El coche se detuvo ante un montón de ruinas. Por todas partes había barricadas de
piedras del pavimento.
Sobre ellas ardían unas lámparas rojas.
Un ejército de trabajadores cavaba y paleaba bajo la luz de las antorchas.
Montones de escombros y ruinas cerraban el camino. Escalé por ellos, hundiéndome
hasta las rodillas.
¡Ésta tenía que ser la Hahnpassgasse!
Intenté orientarme con gran esfuerzo. No había más que ruinas alrededor.
¡No era ésa la casa en la que yo había vivido!
Habían derrumbado la fachada.
Subí a un montón de tierra; debajo de mí había un estrecho camino amurallado, a lo
largo del antiguo callejón. Levanté la vista: las casas desnudas colgaban como
gigantescos paneles unos junto a otros en el aire, alumbrados en parte por la luz de las
antorchas y en parte por la oscura luz de la luna.
Eso de ahí arriba debió ser mi habitación: la reconocí por la pintura de las paredes.
Ya sólo quedaban los restos.
Y pegado junto a ella el estudio de Savioli. De repente sentí mi corazón vacío. ¡Qué
extraño! ¡El estudio! ¡Angelina! ¡Estaba todo tan lejos, tan inevitablemente lejos y detrás
de mí!
Me volví. No quedaba ya una piedra sobre otra de lo que antes fue la casa de
Wassertrum. Como si lo hubieran igualado todo a ras del suelo: la cambalachería, el
sótano donde vivía Charousek... todo, todo.
«El hombre va por ahí como una sombra», recordé de repente una frase que en cierta
ocasión había leído en cualquier parte.
Pregunté a un obrero si sabía dónde vivían ahora los que se habían alojado aquí y
además si casualmente conocía al archivero Hillel.
—No hablo alemán —fue la respuesta.
Le di al hombre un gulden; al momento entendió el alemán, pero no me pudo informar.
Ni tampoco ninguno de sus camaradas.
Quizá podría enterarme de algo en Loisitschek.
Dijeron que el Loisitschek estaba cerrado, que iba a renovar la casa.
Entonces despertaría a alguien de la vecindad. ¿No era posible?
—En estos alrededores no vive ni un gato —dijo el obrero—. Está absolutamente
prohibido. A causa del tifus.
—Pero el Alten Ungelt. Eso estará abierto, ¿no?
—Ungelt está cerrado.
—¿Seguro?
—Seguro.
Dije al azar unos cuantos nombres de encubridores y traficantes de tabaco que habían
vivido cerca; después los nombres de Zwakh, Prokop, Vrieslander...
Todas las veces negó con la cabeza.
—Quizá conozca a Jaromir Kwássnitschka. El obrero puso más atención.
—¿Jaromir? ¿Es sordomudo?
Lancé gritos de alegría. ¡Gracias a Dios! Por lo menos un conocido.
—Sí. Es sordomudo. ¿Dónde vive?
—¿Recorta dibujitos? ¿De papel negro?
—Sí. Es él. ¿Dónde lo puedo encontrar?
El hombre me hizo la descripción más complicada posible de un café nocturno del
centro de la ciudad y empezó inmediatamente a trabajar con la pala.
Durante más de una hora caminé por entre los montones de escombros,
balanceándome sobre los maderos y gateando por debajo de las vigas atravesadas en la
calle. Todo el barrio judío se había convertido en un desierto pedregoso, como si lo
hubiera destruido un terremoto.
Excitado y nervioso, cubierto de barro y con los zapatos destrozados, conseguí salir,
por fin, del laberinto.
Un par de filas de casas más y me encontré delante de la taberna deseada.
Encima de la puerta colgaba un letrero donde se leía: Café Caos.
Un local desierto y diminuto en el que apenas había sitio para un par de mesas
pegadas a la pared.
En el centro, sobre una mesa de billar de tres patas, roncaba un camarero.
Una verdulera estaba sentada en un rincón con su cesto de verduras a un lado,
inclinada sobre un vaso de ron.
Por fin el camarero se dignó levantarse y preguntarme qué quería. Por la mirada
descarada con la que me observó de la cabeza a los pies, me di cuenta de lo
desharrapado de mi aspecto.
Me miré en el espejo y me asusté: una cara desconocida, pálida y sin sangre,
arrugada, gris como la masilla, con una barba hirsuta y un pelo largo y revuelto, me
miraba fijamente.
Pregunté si había estado por allí el siluetista Jaromir, y pedí un café.
—No sé dónde se ha metido desde hace tiempo —respondió el camarero entre
bostezos.
Se volvió a tumbar sobre la mesa de billar y siguió durmiendo.
Tomé de la pared el periódico Prager Tageblatt y esperé.
Las letras corrían como hormigas sobre las páginas y no comprendí ni una de las
palabras que leí.
Las horas pasaron y detrás de los cristales se veía ya el profundo azul oscuro que
anunciaba la llegada del amanecer en un local con luz de gas.
De vez en cuando aparecían unos guardias con sus brillantes plumas verdes y miraban
al interior siguiendo después con su paso lento y pesado.
Entraron tres soldados con cara de trasnochadores.
Un barrendero tomó una copa.
Por fin, por fin: Jaromir.
Había cambiado tanto que al principio no lo reconocí: había perdido los dientes
delanteros, tenía los ojos apagados, el pelo ralo y unos profundos hoyos detrás de las
orejas.
Estaba tan contento de encontrar, por fin, después de tanto tiempo, una cara conocida
que salté hacia él y le di la mano.
Se comportó con extraordinaria timidez y miraba continuamente hacia la puerta. Intenté
hacerle comprender con todos los gestos posibles que me alegraba de haberlo
encontrado. Pero parecía no creerme.
A cualquier pregunta que le hiciera obtenía siempre el mismo gesto de incomprensión
de sus manos.
¿Cómo podía hacerme comprender? ¡Ya! ¡Una idea!
Pedí un lápiz y pinté, una detrás de otra, las caras de Zwakh, Vrieslander y Prokop.
—¿Qué? ¿Ya no está ninguno de ellos en Praga?
Agitó con viveza sus manos por el aire e hizo el gesto de contar dinero, hizo caminar
sus dedos sobre la mesa y se golpeó el dorso de la mano. Adiviné: seguramente los tres
habían recibido dinero de Charousek e iban formando compañía comercial por el mundo
tras haber ampliado el teatro de marionetas.
—¿Y Hillel? ¿Dónde vive ahora? —dibujé su cara, una casa y añadí una interrogación.
Jaromir no comprendió la interrogación, pues no sabía leer, pero entendió lo que yo
quería; tomó una cerilla, la tiró, al parecer, al aire y la hizo desaparecer rápidamente como
un prestidigitador.
—¿Qué significa eso? ¿También Hillel se había ido de viaje?
Dibujé el ayuntamiento judío. El sordomudo negó con la cabeza.
—¿Entonces, Hillel ya no está allí?
—No —con la cabeza.
—¿Dónde está, entonces? De nuevo el juego de la cerilla.
—Quiere decir que este señor se ha ido y que nadie sabe adonde —intervino
doctoralmente el barrendero que nos había estado observando durante todo el tiempo con
gran interés.
El corazón se me encogió del susto: ¡Hillel se ha ido! Ahora estaba completamente solo
en el mundo. Los muebles de la habitación comenzaron a desaparecer de mi vista.
—¿Y Miriam?
Mi mano temblaba de tal modo que no pude dibujar su cara de modo que se pareciese
a ella.
—¿También ha desaparecido Miriam?
—Sí. También desaparecida. Sin dejar rastro.
Gemí en voz alta, corrí de un lado a otro de la habitación de tal modo que los tres
soldados se miraron entre sí intrigados.
Jaromir intentó calmarme y se esforzó por transmitirme algo más, de lo que, al parecer,
se había enterado: apoyó una cabeza sobre un brazo, como quien duerme.
Me sujeté a la mesa.
—Por el amor de Dios, ¿se ha muerto Miriam? Movimiento negativo de cabeza. Jaromir
volvió a apoyar su frente en el brazo.
Llegó el crepúsculo, se apagaron una tras otra las llamas y seguía sin poder entender
lo que significaban sus gestos.
Me rendí. Recapacité.
Lo único que podía hacer era ir muy de mañana al ayuntamiento judío para pedir
información sobre el paradero de Hillel y Miriam.
Tenía que encontrarlos...
Estaba sentado en silencio al lado de Jaromir, sordo y mudo como él.
Cuando al cabo de un rato levanté la mirada vi que estaba recortando con su tijera una
silueta.
Reconocí el perfil de Rosina. Me alargó el papel por encima de la mesa, se tapó los
ojos con la mano y lloró en silencio.
De repente se levantó y se fue tambaleando hacia la puerta sin hacer un solo gesto de
saludo.
En el ayuntamiento judío me dijeron que el archivero Hillel había dejado de ir un día sin
motivo y que no ha bía vuelto nunca más; en cualquier caso se había llevado, desde
luego, a su hija, pues desde aquel momento tampoco a ella nadie la había visto. Eso fue
todo lo que pude saber.
No había ni una sola pista de hacia dónde podrían haberse dirigido.
En el banco me dijeron que mi dinero seguía confiscado por orden judicial, pero que en
cualquier momento se esperaba el permiso para pagarme.
Así que también la herencia de Charousek debía seguir el camino oficial, mientras yo
esperaba con ardiente impaciencia el dinero para ofrecerlo y gastarlo todo en buscar y
seguir las huellas de Hillel y Miriam.
Había vendido las piedras preciosas que seguía llevando en el bolsillo y alquilado dos
pequeñas buhardillas amuebladas que se comunicaban entre sí en la calleja de la Vieja
Escuela, la única calle que había respetado el saneamiento del barrio judío.
Extraña casualidad: era la misma casa bien conocida en la que, según decía la
leyenda, había desaparecido el Golem hacía tiempo.
A los habitantes de la casa que, en su mayoría, eran comerciantes y obreros les había
preguntado si había algo de cierto en ese rumor de la «habitación sin entrada», y todos se
rieron de mí. ¿Cómo podía creer en una locura y un absurdo semejante?
Mis propias experiencias y aventuras referentes a ello habían adquirido en la cárcel la
palidez de un sueño apagado desde hacía mucho tiempo y ya sólo veía en ello símbolos
sin vida, sin sangre, por lo que lo borré del libro de mis pensamientos.
Las palabras de Laponder, que a veces oía tan claramente dentro de mí, igual que si
estuviese sentado allí delante, como entonces en la celda, me afirmaban en la idea de
que debió de ser algo puramente interno lo que antes me había parecido una realidad
tangible.
¿Acaso no había desaparecido y terminado todo lo que antes había poseído? El libro
Ibbur, las cartas de tarot, Angelina e incluso mis viejos amigos Zwakh, Vrieslander y
Prokop.
Era Nochebuena y había llevado a casa un árbol pequeño con velas rojas. Quería ser
joven otra vez y tener a mi alrededor el brillo de las luces y el olor de los abetos y la cera
ardiente.
Quizá antes de que se acabase el año estuviera ya de camino, buscando en las
ciudades y los pueblos, o donde quiera que el instinto me dirigiese hacia Hillel y Miriam.
Toda impaciencia, toda espera y todo miedo de que hubiesen podido asesinar a Miriam
se había ido apagando poco a poco y mi corazón sabía que los encontraría.
Había en mí una continua sonrisa de felicidad y cada yez que ponía mi mano sobre
algo me daba la sensación de que de aquello surgiría una especie de salvación. De un
modo extraño, estaba lleno del bienestar y la dicha del hombre que vuelve tras una larga
ausencia y desde lejos ve las torres de su ciudad natal.
Volví una vez más al viejo café para invitar a Jaromir a que pasara la Navidad conmigo.
Me enteré de que no había vuelto nunca más por allí y ya pensaba irme entristecido
cuando entró un viejo buhonero ofreciendo a la venta pequeñas antigüedades sin valor.
Revolví en su caja y entre todas las baratijas, pequeños crucifijos, peinetas y broches
cayó en mi mano un corazón de piedra roja colgado de una gastada cinta de seda y, lleno
de asombro, lo reconocí como el recuerdo que Angelina me había dado, cuando todavía
era una niña, junto a la fuente del parque de su castillo.
De golpe vi ante mí toda mi juventud, como si estuviese mirando por una cámara
oscura un dibujo pintado por una mano infantil.
Me quedé allí mucho, mucho rato, emocionado, mirando el pequeño corazón rojo.
Estaba sentado en mi buhardilla escuchando el chisporroteo del abeto, mientras, de
vez en cuando, se quemaba una pequeña rama bajo las velas de cera.
«Quizá esté el viejo Zwakh representando en este momento en alguna parte del mundo
su "Noche de Marionetas"», imaginé y declamé con voz misteriosa la estrofa de Osear
Wiener, su poeta preferido:
¿Dónde está el corazón de piedra roja?
Cuelga de una cinta de seda.
¡Oh tú, no entregues el corazón;
yo le he sido fiel y lo he amado,
he servido siete duros años
por este corazón, y lo he amado!
De repente sentí una extraña sensación de solemnidad.
Las velas habían ardido hasta el final. Sólo una llameaba trémula aún. El humo se
apelotonaba en la habitación.
Como si una mano tirase de mí me volví: en el umbral estaba mi propia imagen. Mi
doble. Envuelto en un abrigo blanco. Con una corona sobre la cabeza.
Sólo un momento.
Entonces las llamas irrumpieron a través de la madera de la puerta y una nube de
humo asfixiante y caliente inundó la habitación.
¡Un incendio en la casa! ¡Fuego! ¡Fuego!
Abro la ventana. Escalo hasta el tejado.
Desde lejos suenan ya las estridentes campanas de los bomberos.
Cascos brillantes y cortantes voces de mando.
Después la respiración espectral, rítmica de las bombas que se acurrucan, igual que
los demonios del agua lo hacen para saltar sobre un mortal enemigo: el fuego.
Los cristales saltan y rojas llamaradas surgen por todas las ventanas.
Se arrojan colchones, toda la calle está llena de ellos, los hombres saltan después y se
los llevan heridos.
Pero en mí hay algo que brota con un frenético y exultante éxtasis; ¡no sé por qué! Los
cabellos se me erizan.
Corro hacia la chimenea para no abrasarme, pero las llamas me buscan.
Atada a ella, la cuerda de un deshollinador.
La desenredo y me la enrollo en los tobillos y las muñecas, tal como aprendí de niño en
clase de gimnasia, y bajo tranquilamente por la fachada de la casa.
Paso ante mi ventana. Miro hacia dentro.
Dentro está todo iluminado.
Y entonces veo... entonces veo... todo mi cuerpo se convierte en un resonante grito de
alegría:
—¡Hillel! ¡Miriam! ¡Hillel!
Quiero saltar a los barrotes.
Extiendo mi mano hacia ella. Dejo de sujetarme a la cuerda.
Por un momento cuelgo con la cabeza hacia abajo y las piernas cruzadas, entre el cielo
y la tierra.
La cuerda canta por la tensión.
Las hebras se estiran con un crujido.
Caigo.
Pierdo el conocimiento.
Al caer me agarro al borde de la ventana, pero resbalo. No ofrece sostén: la piedra es
lisa.
Lisa como un pedazo de grasa.
Fin
«¡... como un pedazo de grasa!»
Ésta es la piedra que parece un pedazo de grasa.
Todavía me resuenan las palabras en los oídos. Después me levanto y tengo que
esforzarme por recordar dónde estoy.
Acostado en la cama del hotel donde vivo.
No me llamo Pernath.
¿No ha sido todo más que un sueño?
¡No! Así no se sueña.
Miro el reloj: apenas he dormido una hora. Son las dos y media.
Y ahí está colgado ese extraño sombrero que hoy, al confundirme, he traído de la
catedral del Hadschrim, cuando he estado sentado en un banco durante la misa mayor.
¿Hay algún nombre en él?
Lo agarro y leo, escrito con letras doradas sobre el suave y blanco forro de seda, ese
extraño y sin embargo tan conocido nombre:
ATHANASIUS PERNATH
Ahora ya no estoy tranquilo; me visto apresuradamente y bajo corriendo las escaleras.
—¡Portero! ¡Ábrame! Voy a salir una hora más de paseo.
—¿Adonde, por favor?
—Al barrio judío. A la Hahnpassgasse. Porque hay una calle que se llama así, ¿no?
—Claro, claro —sonrió el portero maliciosamente—. Pero le advierto que en el barrio
judío ya no hay nada interesante. Todo está reconstruido y nuevo.
—No importa. ¿Dónde está la Hahnpassgasse?
El grueso dedo del portero señala un punto en el plano.
—Aquí, mire.
—¿Y la taberna Zum Loisitschek?
—Aquí, señor.
—Déme un trozo grande de papel.
—Tenga, señor.
Envuelvo en él el sombrero de Pernath. Es curioso, está casi nuevo, inmaculadamente
limpio y sin embargo tan quebradizo como si fuese antiquísimo.
Por el camino voy pensando.
Todo lo que ha vivido este Athanasius Pernath lo he vivido yo con él en el sueño, en
una noche lo he visto, oído y sentido, a la vez como si hubiera sido él. Pero ¿por qué no
sé lo que vio él tras las ventanas en el momento en que, al desprenderse de la cuerda,
gritó: ¡Hillel! ¡Hillel!?
Comprendo, en ese momento se separó él de mí.
Tengo que encontrar a ese Athanasius Pernath, aunque tenga que dar vueltas y más
vueltas durante tres días y tres noches. Me lo propongo.
Entonces, ¿ésta es la calle Hahnpass?
¡Ni se aproximaba a la que yo había visto en mi sueño!
Sólo casas nuevas.
Un minuto más tarde me encuentro sentado en el café Loisitschek. Un local sin estilo
propio, bastante limpio.
Pero al fondo había un estrado con una barandilla de madera; no se puede negar una
cierta semejanza con el viejo Loisitschek de mis sueños.
—¿Qué desea, por favor? —me pregunta la camarera, una guapa muchacha,
literalmente enguantada en una chaqueta de frac de terciopelo rojo.
—Coñac, señorita. Así, gracias. Hum, ¿señorita?
—Sí, dígame.
—¿A quién pertenece este café?
—Al señor consejero comercial Loisitschek. Toda la casa es suya. Un señor muy
elegante y rico.
¡Aja! ¡El señor con los dientes de jabalí en la cadena del reloj!, recordé.
Se me ocurre una buena idea, que me orientará:
—¡Señorita!
—Dígame.
—¿Hay aquí, entre los clientes, alguien que todavía recuerde cómo era antiguamente
el barrio judío? Soy escritor y me interesa mucho.
La camarera piensa un momento.
—¿Entre los clientes? No. Pero, espere usted un momento: el apuntador de billar que
está ahí jugando con un estudiante' ¿lo ve usted?, ése con la nariz encorvada, el viejo,
ése siempre ha vivido aquí y se lo podrá contar a usted todo. ¿Quiere que lo llame cuando
acabe?
Seguí la mirada de la muchacha.
Un hombre viejo, delgado y con el pelo cano estaba apoyado junto al espejo y untaba
con una tiza el taco. Una cara desolada, pero sin embargo extrañamente distinguida.
¿Qué me recuerda?
—Señorita, ¿cómo se llama el apuntador?
La camarera, de pie, apoya el codo sobre la mesa, mordisqueando un lapicero, y
escribe a la velocidad del viento su nombre mil veces sobre la placa de mármol, borrando
cada vez con sus dedos húmedos. Entre tanto, me va lanzando miradas más o menos
ardientes, cuando lo consigue. Levanta, simultáneamente, las pestañas, pues ello
aumenta inevitablemente la fascinación de su mirada.
—Señorita, ¿cómo se llama el apuntador? —repito mi pregunta. Me doy cuenta de que
ella hubiera preferido oír: Señorita, ¿por qué no lleva usted sólo eHrac? o algo así. Pero
yo no se lo pregunto. Mi sueño me tiene demasiado obsesionado.
—¿Cómo se va a llamar? —dice ella gruñendo pues Ferri, Ferri Athenstädt.
¿Ah, sí? ¡Ferri Athenstädt! Bueno, de nuevo un viejo conocido.
—Cuénteme muchas, muchas cosas de él, señorita —digo reteniéndola, pero siento a
la vez que necesito fortalecerme con otro coñac—. ¡Habla usted de una manera tan
encantadora! —siento repugnancia de mí mismo.
Ella se inclina misteriosamente hacia mí para que sus cabellos me cosquilleen la cara y
susurra:
—El Ferri ése era antes todo un tipo. Dicen que pertenece a la más antigua nobleza,
pero naturalmente no son más que habladurías, sólo porque no lleva barba, y que debió
de tener una enorme cantidad de dinero. Pero una judía pelirroja, que ya desde muy joven
debió ser todo un «personaje» —escribió de nuevo rápidamente un par de veces su
nombre—, se lo llevó todo. El dinero, claro. Bueno, y luego, cuando él se quedó sin un
céntimo, ella se fue y se casó con un señor muy importante: con el... —me susurra al oído
un nombre que no llego a entender—. Este caballero tuvo que renunciar naturalmente a
todos sus honores y títulos y, desde entonces, ya sólo pudo llamarse el caballero de
Dämmerich. Bueno, además, él nunca pudo borrar lo que había sido antes. Yo siempre lo
digo...
—¡Fritzi, la cuenta! —grita alguien desde el estrado.
Paseo mi mirada por el local y de repente oigo a mis espaldas un suave canto metálico,
como el de un grillo.
Me vuelvo curioso. No creo en mis ojos:
Con la cara vuelta hacia la pared, viejo como Matusalén, con una caja de música tan
pequeña como un paquete de cigarrillos entre sus manos temblorosas y esqueléticas,
sentado y totalmente encogido, veo al viejo ciego Nepthali Schaffranek en un rincón,
dando vueltas al minúsculo manubrio.
Me acerco a él.
Canta susurrando confusamente para sí:
Señora Pick.
Señora Hock,
y estrellas rojas y azules
y charlan continuamente
de...
—¿Sabe usted cómo se llama ese anciano? —le pregunto a un camarero al pasar.
—No, señor, nadie lo conoce, ni a él, ni su nombre. Él mismo lo ha olvidado. Está
completamente solo en el mundo. ¡Tiene ciento diez años! Todas las noches le damos un
café por caridad.
Me inclino sobre el anciano y le digo una palabra al oído.
—¡Schaffranek!
Se contrae como atravesado por un rayo. Murmura algo y se pasa la mano por la
frente.
—¿Me entiende usted, señor Schaffranek? Asiente.
—¡Atienda un momento, por favor! Quisiera preguntarle algo ocurrido hace mucho
tiempo. Si contesta correctamente a todo le daré este gulden que está aquí sobre la
mesa.
—Gulden —repite el anciano y empieza inmediatamente a tocar como un loco su
rechinante caja de música.
Le tomo la mano.
—¡Piense un momento! ¿No conoció hace unos treinta y tres años a un tallador de
piedras preciosas llamado Pernath?
—¡Hadrbolletz! ¡Pantalonero! —balbucea asmático y se echa a reír como si le hubiera
contado un magnífico chiste.
—No, no, Hadrbolletz: ¡Pernath!
—¿Pereles? —y literalmente lanzó gritos de alegría.
—No, tampoco es Pereles; ¡Per - nath!
—¿Pascheles? —cacareó de alegría. Desilusionado abandono mi intento.
—¿Quería hablar conmigo, señor? —el apuntador Ferri Athenstädt está ante mí y se
inclina con frialdad.
—Sí, exacto. Mientras tanto podemos jugar una partida de billar.
—¿Juega con dinero, señor? Le doy noventa a cien de ventaja.
—Está bien: vamos a un gulden. Mejor empiece usted, apuntador.
Su excelencia agarra el taco, apunta, falla y pone cara de mal humor. Ya sé de qué va:
me deja llegar hasta noventa y nueve y después con una sola jugada acaba la serie.
Cada vez me siento más curioso. Voy directo a mi asunto.
—Intente recordar, señor apuntador: hace muchos años, aproximadamente en la época
en que se hundió el puente de piedra, debió haber conocido en el barrio judío de entonces
a cierto Athanasius Pernath.
Un hombre con una chaqueta de tela de rayas rojas y blancas, bizco, con unos
pequeños pendientes de oro, que está sentado en el banco junto a la pared, levanta la
mirada del periódico que está leyendo, me mira asombrado y se persigna.
—¿Pernath? ¿Pernath? —repite el apuntador y se esfuerza por recordar—. ¿Pernath?
¿No era alto y delgado? ¿De pelo castaño con una barba canosa?
—Sí. Exacto.
—¿Qué tendría entonces? Unos cuarenta años. Parecía... —su excelencia me mira
asombrado de repente, con gran fijeza—. ¿Es usted pariente suyo, señor?
El bizco se persigna.
—¿Yo? ¿Un pariente? ¡Qué idea más extraña! No. Sólo me intereso por él. ¿Sabe
usted algo más? —digo con serenidad, pero siento que se me hiela el corazón.
Ferri Athenstädt vuelve a recapacitar.
—Si no me equivoco, era considerado en su época como un loco. En cierta ocasión
afirmó que se llamaba... espere... sí, Laponder. Y después se hizo pasar por un tal
Charousek.
—Ni una palabra de ésas es cierta —interrumpe de repente el bizco—. Charousek
existió de verdad. Mi padre heredó de él unos cuantos miles de gulden.
—¿Quién es este hombre? —pregunté entonces al apuntador a media voz.
—Es barquero y se llama Tschamrda. En cuanto a Pernath, sólo me acuerdo, al menos
así creo, de que unos años más tarde se casó con una bella judía, morena.
«¡Miriam!», me digo y me excito de tal modo que las manos me tiemblan y no puedo
seguir fingiendo.
El barquero se persigna.
—Bueno, ¿qué le pasa a usted hoy, señor Tschamrda? —pregunta el apuntador
asustado.
—¡Ese Pernath no vivió jamás! —exclamó el bizco—. No lo creo.
De inmediato le sirvo una copa He coñac al hombre para que se haga más locuaz.
—Claro que hay gente que dice que ese Pernath vive todavía —soltó por fin el
barquero—. Es, según he oído, tallador de piedras y vive en el Hradschim.
—¿Dónde, en el Hradschim? El barquero se persigna:
—Así es precisamente, vive donde ningún hombre vivo puede habitar, ¡junto a la
muralla del último farol!
—¿Conoce usted su casa... señor... señor... Tschamrda?
—¡Por nada del mundo quisiera subir allí! —protestó el bizco—. ¿Quién se cree usted
que soy yo? ¡Jesús, María y José!
—Pero por lo menos sí me podrá enseñar desde lejos el camino, ¿no, señor
Tschamrda?
—Eso sí —gruñó—. Si quiere esperar hasta las seis de la mañana, entonces bajaré
hasta el Moldava. Pero ¡no se lo aconsejo! ¡Se caerá a la Fosa de los Ciervos, se romperá
el cuello y todos los huesos! ¡Santa Madre de Dios!
Vamos juntos por la mañana; desde el río nos llega un viento fresco. Lleno de
impaciencia, apenas siento el suelo bajo mis pies.
De repente aparece ante mí la casa en la calle de la Vieja Escuela.
Reconozco cada una de las ventanas: el curvo canalón, la reja, el borde de la ventana
de piedra, brillante, como grasicnta: ¡todo, todo!
—¿Cuándo se quemó esta casa? —le pregunto al bizco. Estoy tan excitado que me
zumban los oídos.
—¿Quemado? ¡Nunca!
—¡Claro, lo sé con seguridad!
—No.
—Pero ¡si yo lo sé! ¿Quiere usted apostar?
—¿Cuánto?
—Un gulden.
—¡Hecho! —y Tschamrda va a buscar al portero—. ¿Se ha quemado alguna vez esta
casa?
—¿De dónde saca eso? —se ríe el hombre.
Sigo sin creerlo.
—Hace ya setenta años que vivo en esta casa —aseveró el portero—, por lo tanto
tengo que saberlo muy bien.
¡Curioso, curioso!
El barquero me lleva en su barca que consta de ocho tablas sin cepillar, con unos
golpes de remo furiosos y torcidos, al otro lado del Moldava. Las aguas amarillas
espuman contra la madera. Los tejados del Hradschim brillan rojos a la luz del sol del
amanecer.
Se apodera de mí una incomprensible sensación de solemnidad. Una sensación que
alborea suavemente como de una existencia anterior, como si todo el mundo a mi
alrededor estuviera encantado: una experiencia como de sueño, como si viviera en varios
sitios a la vez.
Bajo.
—¿Cuánto le debo, señor Tschamrda?
—Un crucero. Si no me hubiera ayudado a remar, le habría costado dos cruceros.
Ahora comienzo a ascender por el mismo camino que he subido ya una vez esta noche
en mi sueño: la pequeña y solitaria escalera del castillo. Me golpea el corazón y sé por
qué: ahora llego junto al árbol deshojado, cuyas ramas caen por encima de la muralla.
No: está cubierto de flores blancas.
El aire está lleno de un dulce olor a lilas.
A mis pies yace la ciudad, envuelta en las primeras luces, como una visión de la tierra
prometida.
Ni un ruido. Sólo aromas y luces.
Podría llegar con los ojos cerrados hasta la pequeña y curiosa calle de los Alquimistas,
así de familiar y conocido me es de repente cada paso.
Pero allí, donde esta noche estaba la barandilla de madera de la casa blanca, ahora
hay en la calleja unas soberbias rejas doradas y panzudas.
Dos cipreses se elevan sobre los arbustos florecidos y flanquean la puerta de entrada
de la muralla que corre por detrás de la reja y a lo largo de ella.
Me estiro para mirar por encima de los arbustos y su nuevo esplendor me asombra:
toda la muralla del jardín está cubierta de mosaicos. Azul turquesa con frescos dorados
que representan el culto del dios egipcio Osiris.
La puerta es el mismo Dios: un hermafrodita compuesto de dos mitades formadas por
las dos hojas de la puerta: la derecha femenina, la izquierda masculina. Está sentado
sobre un valioso trono de madreperla —en forma de medio arco— y su dorada cabeza es
la de un conejo. Las orejas están hacia arriba y muy pegadas una a otra de forma que
parecen las dos páginas de un libro abierto.
Huele a rocío y sobre la muralla llega hasta mí un suave aroma a jacintos.
Permanezco asombrado, como petrificado durante mucho rato. Me siento como si ante
mí surgiera un mundo desconocido, y un viejo jardinero o criado con una chaqueta de
corte extraño, chorreras y zapatos con hebillas de plata, se acerca por la izquierda hacia
mí y me pregunta por entre los barrotes qué deseo.
Le entrego, sin una palabra, el sombrero envuelto de Athanasius Pernath.
Lo agarra y cruza la puerta.
Al abrirse veo dentro una casa de mármol, como un templo, y en sus escaleras a
ATHANASIUS PERNATH
y apoyada en él a
MIRIAM
y ambos miran hacia abajo, a la ciudad.
Miriam se vuelve por un momento, me ve, sonríe y susurra algo a Athanasius Pernath.
Estoy fascinado por su belleza.
Está tan joven como la he visto en el sueño.
Athanasius Pernath se vuelve lentamente hacia mí y mi corazón se detiene:
Me siento como si me viera en un espejo, tan parecido es su rostro al mío.
Se cierra la puerta y sólo puedo ver al brillante hermafrodita.
El viejo criado me entrega mi sombrero y me dice —siento su voz como si surgiera de
las profundidades de la tierra—
—El señor Athanasius Pernath le da muchísimas gracias y le ruega que no lo considere
inhospitalario por no invitarlo a entrar en el jardín. Pero ésta es una severa norma de la
casa desde tiempos muy lejanos.
Me encarga que le haga saber que él no se ha puesto su sombrero, ya que al momento
se dio cuenta del cambio.
Solamente espera que el suyo no le haya causado muchos dolores de cabeza.
FIN

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