BLOOD

william hill

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martes, 3 de agosto de 2010

RAY BRADBURY -- EL ARBOL DE LAS BRUJAS

Ray Bradbury

El Árbol
de las Brujas








La Fiesta de las Brujas.
Disimulo. Gatos caminando de puntillas. Sigilo y cautela. Pero ¿por qué? ¿Para qué? ¡Cómo! ¿Quién? ¡Cuándo! ¿Dónde empezó todo?
–No lo sabéis ¿no? –pregunta Carapacho Clavícula Mortajosario emergiendo de una pila de hojas bajo el Árbol de las Brujas–. ¡En verdad no lo sabéis!
–Bueno –le responde Tom el Esqueleto– mm...no.
Fue...

¿En Egipto cuatro mil años atrás, en el aniversario de la gran muerte del sol? ¿O un millón de años antes, junto a las hogueras nocturnas de los hombres de las cavernas?
¿O en la Bretaña Druida al son del Sssss-bummm de la guadaña de Samhain? ¿O entre las brujas, en toda Europa...
multitudes de arpías, hechiceras, magos, demonios, diablos?
¿O sobre los techos de París, cuando criaturas extrañas se convertían en piedra y alumbraban las gárgolas de Notre Dame? ¿O en México, en los cementerios desbordantes de velas encendidas y de muñequitos de caramelo en el Día de los Muertos? ¿O dónde?

Mil sonrisas calabaceras se asoman desde el Árbol de las Brujas y dos veces mil miradas torvas y mordaces guiñan y parpadean con miradas frescas recién cortadas mientras Mortajosario guía a los ocho muchachos –no, nueve, pero ¿dónde está Pipkin?– que llaman a todas las puertas diciendo prenda-o-premio en una travesía de arremolinada hojarasca, de cometa voladora, de escalamuros, cabalgando en un palo de escoba para descubrir el secreto de la Noche de las Brujas, la Víspera de Todos los Santos.
Y lo consiguen.
–Bueno –pregunta Mortajosario al final del viaje–. Qué fue: ¿una prenda o un premio? –Premio y prenda –concuerdan todos.
Y tú también estarás de acuerdo.







Con amor para
MADAME MAN'HA GARREAU-DOMBASLE
a quien conocí veintisiete
años atrás a medianoche
en el cementerio de la Isla
de Janitzio en el
Lago Patzcuaro,
México, y recordada
en todos los aniversarios
del Día de los Muertos.


Era un pueblo pequeño junto a un río pequeño y un lago pequeño en un rincón septentrional de un estado del Medio Oeste. No había alrededor tanta espesura como para que no se viera el pueblo. Pero por otro lado tampoco había tanto pueblo como para que no se viera y sintiera y palpara y oliera la espesura. El pueblo estaba lleno de árboles. Y pasto seco y flores muertas ahora que había llegado el otoño. Y muchas cercas para caminar por encima y aceras para patinar y una cañada donde echarse a rodar y llamar a gritos a los del otro lado. Y el pueblo estaba lleno de... Chicos.
Y era la tarde de la Noche de las Brujas.
Y todas las casas cerradas contra un viento frío.
Y el pueblo lleno de fríos rayos de sol. Pero de pronto el día se fue.
De abajo de todos los árboles salió la noche y tendió las alas. Detrás de las puertas de todas las casas hubo un correteo de patitas ratoniles, gritos ahogados parpadeos de luz.
Detrás de una puerta, Tom Skelton, de trece años, se detuvo y escuchó.
Afuera, el viento anidaba en los árboles, merodeaba por las aceras con pisadas invisibles de gatos invisibles.
Tom Skelton se estremeció. Cualquiera podía saber que el viento de esa noche era un viento especial, y que en las sombras había algo especial, pues era la Víspera del Día de Todos los Santos, la Noche de las Brujas. Todo parecía ser de suave terciopelo negro, o terciopelo anaranjado o dorado. El humo salía jadeando desde miles de chimeneas como penachos de cortejos fúnebres. De las ventanas de las cocinas llegaban flotando dos aromas de calabazas: el de las calabazas huecas y el de los pasteles en el horno.
Los gritos detrás de las puertas cerradas de las casas fueron más exasperados cuando sombras de muchachos volaron junto a las ventanas. Chicos a medio vestir, las mejillas empastadas de pintura; aquí un jorobado, allá un gigante de mediana estatura. Continuaba el saqueo de desvanes, el ataqué a viejas cerraduras, el despanzurramiento de vetustos baúles en busca de disfraces.
Tom Skelton se puso sus huesos.
Sonrió burlón al mirarse la columna vertebral, las costillas, las rótulas cosidas en blanco sobre lienzo negro. ¡Qué suerte! pensó. ¡Vaya nombre que te tocó! Tom Skelton. ¡Fantástico para el Día de las Brujas! ¡Todos te llaman Esqueleto! Y entonces ¿qué te pones?
Huesos.
Buuum. Ocho puertas de calle cerradas de golpe.
Ocho muchachitos ejecutaron una serie de hermosos saltos por encima de tiestos, barandillas, helechos muertos, arbustos, y aterrizaron sobre el césped seco y almidonado de los jardines. Galopando, atropellándose, se apoderaban de una última sábana, ajustaban una última máscara, tironeaban de extraños sombreros hongo o pelucas, gritando por cómo los llevaba el viento, cómo los ayudaba a correr; felices en el viento, o soltando maldiciones infantiles cuando las máscaras se les caían o se les torcían o se les metían en las narices con un olor a muselina, como el aliento caliente de un perro; o sencillamente dejando que la pura alegría de vivir y de estar fuera de noche les colmara los pulmones y les formase en las gargantas un grito y un grito y un... ¡griiitooo!
Ocho muchachos chocaron en una esquina.
–Aquí estoy yo: ¡Bruja!
–¡ Hombre-Mono!
–¡Esqueleto! –dijo Tom, muerto de risa dentro de sus huesos.
–¡Gárgola!
–¡Mendigo!
–¡El Señor La Muerte en Persona!
¡Pum! Se sacudieron quitándose de encima los golpes, confundidos en un alboroto de felicidad bajo el farol de la esquina. La oscilante lamparilla eléctrica se mecía al viento como la campana de una catedral. Los adoquines de la calle se transformaron en el entarimado de un barco ebrio escorado y hundido en la sombra y la luz.
Detrás de cada máscara había un chico.
–¿Quién es ése? –señaló Tom Skelton.
–No lo diré. ¡Secreto! –gritó la Bruja, disimulando la voz.
Todos se rieron.
–¿Quién es ése?
–¡La Momia! –gritó el niño envuelto en viejos lienzos amarillentos, como un inmenso cigarro que se paseaba por las calles anochecidas.
–¿Y quién es...?
–¡No hay tiempo! –dijo Alguien Oculto Detrás de Otro Misterio de Muselina y Pintura–. ¡Premio o prenda!
–¡Sí!
Chillando, gimoteando, desbordantes de una alegría macabra, correteaban en todas partes menos en las aceras, saltando por encima de los arbustos casi cayendo sobre perros que escapaban aullando.
Pero en mitad de las carreras, las risas, los ladridos, de pronto, como si una gran mano de noche, viento y olor de algo raro los detuviese, todos se detuvieron.
–Seis, siete, ocho.
–¡No puede ser! Cuenta otra vez.
–Cuatro, cinco, seis...
–¡Tendríamos que ser nueve. ¡Falta alguien!
Se husmearon unos a otros, como bestias asustadas.
–¡No está Pipkin!
¿Cómo lo supieron? Todos estaban escondidos detrás de las máscaras. Y sin embargo, y sin embargo...
Podían sentir la ausencia de Pipkin.
–¡Pipkin! En un zillión de años nunca ha faltado a la Noche de las Brujas. Qué horror. ¡Vamos!
En un amplio movimiento de abanico, un trotecito y un meneo perruno, dieron una vuelta entera y se alejaron por la calle empedrada, barridos como hojas en el principio de una tormenta.
–¡Aquí está la casa de Pipkin!
Se detuvieron frenando. Allí estaba la casa de Pipkin, pero no había bastantes calabazas en las ventanas, ni bastantes barbas de maíz en el porche, ni bastantes fantasmones espiando por el vidrio obscuro desde la alta buhardilla.
–Diantre –dijo uno–. ¿Y si Pipkin está enfermo?
–No sería Noche de Brujas sin Pipkin.
–No sería Noche de Brujas –gimieron a coro.
Y uno de ellos arrojó una manzanita ácida a la puerta de Pipkin. Se estrelló con un ruidito apagado, como si un conejo pateara la madera. Esperaron, entristecidos sin razón, perdidos sin razón. Pensaban en Pipkin y en una Noche de Brujas que podía convertirse en una calabaza podrida con una vela apagada si, si, si... faltaba Pipkin.
Vamos, Pipkin, ¡ven y salva la Noche!
¿Por qué esperaban a un chiquillo, por qué temían por él?
Porque...
Porque Joe Pipkin era el chico más extraordinario que hubiera existido jamás. El mejor; cuando se caía de un árbol se reía de la broma. El más generoso; cuando corría alrededor de la pista e iba ganando, viendo a sus amigos rezagados allá lejos, a un kilómetro de distancia, trastabillaba y se dejaba caer, esperaba a que lo alcanzasen, y luego todos juntos, codo con codo, rompían la cinta de llegada. El más divertido; siempre descubría las casas embrujadas del pueblo, difíciles de encontrar, y regresaba a darles la noticia y a llevarlos a todos a husmear por los sótanos y a trepar por los muros cubiertos de hiedra y a gritar por los huecos de las chimeneas y orinar desde los tejados, ululando y bailando como chimpancés y aullando como orangutanes. El día que nació Joe Pipkin toda la Naranja Crush y la soda Nehi del mundo burbujeó desbordando en las botellas, y enjambres de abejas alborozadas invadieron las campiñas para picar a las solteronas. En los cumpleaños de Pipkin, el lago se alejaba de la costa en pleno verano, y retornaba con una marea de chiquillos, un corcovo de cuerpos y una rompiente de carcajadas.
En los amaneceres, desde la cama, oías en la ventana el picoteo de un pájaro. Pipkin.
Asomabas la cabeza al aire matutino del estío, límpido como aguanieve.
Allí sobre el césped húmedo de rocío había huellas de conejo, donde un momento antes no una docena de conejos sino sólo un conejo había corrido en círculos y zigzags, jubiloso, exultante, saltando setos, tronchando helechos, aplastando tréboles. Parecía el campo de maniobras de la terminal ferroviaria. Un millón de huellas en el césped, pero no...
Pipkin.
Y de pronto brotaba allí, en el jardín, como un girasol silvestre, carirredondo, arrebolado por el sol recién nacido. Los ojos de Pipkin chisporroteaban mensajes secretos en Morse.
–¡Date prisa! ¡Está por terminar!
–¿Qué?
–¡El día! ¡Ahora! ¡Seis de la mañana! ¡Zambúllete! ¡Crúzalo!
O:
–¡El verano! Antes que te des cuenta, ¡bum!... ¡se ha ido! ¡Pronto!
Y desaparecía como girasol y reaparecía todo cebollas.
Pipkin, oh, querido Pipkin, el mejor y el más adorable.
Cómo podía ser tan rápido, nadie lo sabía. Las zapatillas de tenis de Pipkin eran viejísimas. Verdes de tanto andar por los bosques, parduscas por las viejas caminatas en la siega de setiembre un año atrás, manchadas de alquitrán por las carreras a lo largo de los muelles y las playas donde atracaban las barcazas carboneras, amarillentas por los perros negligentes, atravesadas de astillas por trepar a los cercos de madera. Las ropas de Pipkin eran ropas de espantapájaro, que él prestaba a los perros para que pasearan de noche por el pueblo, mordisqueadas en los puños y con marcas de caídas en las asentaderas.
¿El cabello de Pipkin? Un gran erizo de tiesas dagas de color castaño claro que apuntaban en todas direcciones. Las orejas: pura pelusilla de melocotón. Las manos, enguantadas de polvo y del buen olor de los airdales, y la menta, y los duraznos robados en las huertas lejanas.
Pipkin. Una amalgama de velocidades, olores, texturas; un compendio de todos los chicos que alguna vez corrieron, se cayeron, se levantaron, y corrieron de nuevo.
Nadie, a lo largo de los años, lo había visto quieto alguna vez. Era difícil recordarlo en la escuela, en un banco, durante una hora. Era el último en llegar y el primero en salir como una tromba cuando a campana remataba el día.
Pipkin, encantador Pipkin.
Cantaba muy alto con voz de falsete y tocaba la chicharra y odiaba a las niñas más que toda la pandilla junta.
Pipkin, que al tomarte por el hombro, y al secretearte los grandes proyectos del día, te protegía del mundo.
Pipkin.
Dios madrugaba sólo para ver a Pipkin salir de su casa, como uno de esos personajes de los barómetros. Y siempre hacía buen tiempo donde estaba Pipkin.
Pipkin.
Esperaban frente a la casa.
Ahora, en cualquier momento, las puertas se abrirían de par en par.
Pipkin saltaría a la calle en una ráfaga de fuego y humo.
¡Y la Noche de las Brujas empezaría de verdad!.
¡Vamos, Joe, oh, Pipkin, murmuraban, sal de una vez!
La puerta de calle se abrió.
Pipkin salió.
No voló. No dio un portazo. No estalló.
Salió.
Caminó por el sendero hacia sus amigos.
No corrió. ¡Y no llevaba máscara! ¡Ninguna máscara!
Caminaba como un viejo, casi.
–¡Pipkin! –vociferaron los amigos para ahuyentar la inquietud que sentían todos.
–Qué tal, chicos –dijo Pipkin.
Estaba pálido. Trató de sonreír, pero tenía algo extraño en los ojos. Se apretaba el costado derecho con una mano, como si le molestara un forúnculo.
Todos le miraron la mano. Pipkin la retiró del costado.
–Bueno –dijo desganadamente–. ¿Listos para empezar?
–Sí, pero tú no pareces listo –dijo Tom–. ¿Estas enfermo?
–¿En la Noche de Brujas? –dijo Pipkin–. ¿Me tomas el pelo?
–¿Dónde está tu disfraz? –Vosotros marchad, ya os alcanzaré. –No, Pipkin, esperaremos a que tú... –En marcha –repitió Pipkin, hablando lentamente, mortalmente pálido ahora. Otra vez tenía la mano en el costado.
–¿Te duele la barriga? –le preguntó Tom–. ¿Se lo dijiste a tus padres?
–¡No, no, no puedo! Ellos... –Pipkin se interrumpió, los ojos llorosos.– No es nada, os aseguro. Mirad. Esperadme en la cañada. En la casa ¿sí? La casa de los Fantasmas ¿de acuerdo? Nos encontraremos allí. –¿Lo juras?
–Lo juro. ¡Ya veréis mi disfraz! Los chicos empezaron a retirarse. Al pasar junto a él le tocaban el codo, le golpeaban levemente el pecho, le pasaban los nudillos por la barbilla, en una simulada pelea.
–Bueno, Pipkin. Siempre que estés seguro... –Estoy seguro. –Pipkin se sacó la mano del costado. Por un momento los colores le volvieron a la cara como si ya no sintiera ningún dolor.– Cada uno a su puesto. Listos. ¡Ya!
Cuando Joe Pipkin decía "Ya", era Ya. Partieron a la carrera.
Corrieron de espaldas hasta la esquina para poder ver a Pipkin allí, de pie, saludándolos con la mano.
–¡Date prisa, Pipkin!
–¡En seguida voy! –gritó Pipkin, desde muy lejos.
La noche lo devoró.
Corrieron. Cuando se volvieron a mirar, Pipkin ya no estaba allí.
Golpeaban puertas, gritaban Prenda o Premio, y las bolsas de papel empezaron a llenarse de golosinas increíbles. Galopaban con los dientes pegoteados por la rosada goma de mascar. Corrían con labios de cera roja que les trastornaban las caras.
Pero quienes les abrían las puertas parecían réplicas acarameladas de las madres y padres de todos ellos. Era como si nunca hubiesen salido de casa. Las ventanas, los portales, irradiaban demasiada cordialidad. Lo que ellos querían era oír dragones regurgitando en sótanos, y puertas que se golpeaban en castillos.
Y así, siempre mirando hacia atrás para ver si venía Pipkin, llegaron a las afueras del pueblo y al sitio donde la civilización se hundía en la obscuridad.
La cañada.
La cañada poblada de innumerables ruidos nocturnos, guarida de corrientes y arroyos negros como tinta, restos de otoños ataviados en fuego y en bronce y que habían muerto mil años atrás. En esa cañada pululaban los hongos y las setas y las ranas frías como la piedra y las escolopendras y las arañas. Allí, en el fondo, había un largo túnel subterráneo de aguas envenenadas que goteaban y cuyos ecos no cesaban de llamar Ven Ven Ven y si vienes te quedarás aquí para siempre, para siempre, goteando, para siempre, susurrando, fluyendo, precipitándote, cuchicheando, y nunca te irás, nunca te irás ras ras ras...
Los chicos se alinearon a la orilla de la obscuridad, y miraron abajo.
Y entonces Tom Skelton, con frío en los huesos, silbó entre dientes como el viento nocturno que sopla entre las celosías de la alcoba. Señaló. –Allí... ¡allí es donde dijo Pipkin! Tom Skelton desapareció.
Todos miraron. Vieron la figura pequeña que se precipitaba cuesta abajo por el sendero polvoriento, hundiéndose en cien millones de toneladas de noche acumuladas en ese inmenso pozo, ese sótano húmedo, esa garganta deliciosamente aterradora. Aullando, se zambulleron tras él. Desaparecieron. El pueblo quedó atrás atosigándose de dulzura.

Se lanzaron barranca abajo en impetuosa carrera, todos risas y empellones, todos codos y tobillos, todos resoplidos de vapor, para detenerse atropellándose cuando Tom Skelton se detuvo y señaló el sendero cuesta arriba.
–Aquélla –cuchicheó–. ¡Aquella es la única casa del pueblo que vale la pena visitar en la Noche de las Brujas! ¡Aquélla!
–¡Sí! –dijeron todos.
Porque era verdad. La casa era muy especial y hermosa y alta y obscura. Había miles de ventanas en los lados, todas centelleando con estrellas frías. Parecía haber sido tallada en mármol negro, y no construida con maderas, ¿Y por dentro? Quién podría adivinar cuántos cuartos, cuántos salones, corredores rumorosos, buhardillas. Buhardillas superiores e inferiores, unas más altas que otras, y algunas más polvorientas y más tapizadas de telarañas y hojas muertas o con más oro escondido allá arriba en el cielo, aunque perdido a tal altura que ninguna escalera del pueblo podía llevarte hasta allí.
La casa hacía señas con las torres, invitaba con las puertas cerradas a cal y canto. Los barcos piratas son un tónico. Las fortalezas antiguas son una bendición. Pero una casa, una casa encantada ¿y en la Víspera de Todos los Santos? Ocho pequeños corazones latieron a la vez en una tormenta de júbilo y aprobación. –Vamos.
Pero ya se atropellaban por el sendero. Hasta que se detuvieron por fin ante un muro derruido, mirando arriba y arriba y más arriba aún el gran cementerio que coronaba la vieja casa. Porque eso parecía. El alto pico montañoso de la mansión estaba coronado con algo así como huesos ennegrecidos o varillas de hierro, y chimeneas suficientes como para enviar señales de humo desde tres docenas de fuegos encendidos en hogares tiznados de hollín ocultos allá abajo en las obscuras entrañas de este sitio monstruoso. Con todas esas chimeneas, el tejado parecía un vasto cementerio, cada chimenea era como la sepultura de un antiguo dios de fuego, o de una hechicera de vapor, humo y destellos de luciérnagas. Y mientras miraban, una bocanada de renegrido hollín escapó de unas cuatro docenas de chimeneas altas, obscureciendo aún más el cielo, y apagando unas pocas estrellas.
–¡Diantre! –dijo Tom Skelton–. ¡No hay duda de que Pipkin sabe lo que dice!
–¡Diantre! –dijeron todos, asintiendo.
Avanzaron con cautela por un sendero infestado de malezas que llevaba al ruinoso porche delantero.
Tom Skelton, y sólo Tom, plantó un pie huesudo en el primer escalón del porche. Los otros contuvieron el aliento ante esa audacia. Y luego, en tropel, una masa compacta de muchachos sudorosos invadió el porche entre las protestas feroces de los tablones pisoteados y los temblores de los cuerpos. Todos querían retroceder, dar media vuelta, correr, pero se encontraban atrapados por el muchacho de atrás, o el de adelante o el del costado. Y así, con un empuje de seudópodo aquí y allá, la forma amebiana, la gran exudación de chiquillos se inclinó hacia adelante, y luego de una carrerita se detuvo frente a la puerta principal de la casa que era alta como un ataúd y dos veces más estrecha.
Allí se quedaron un largo rato, extendiendo varias manos como las patas de una inmensa araña que se adelantaban a tocar la fría perilla, o alcanzar el llamador de esa puerta. Mientras tanto, debajo de ellos las tablas del porche se hundían y ondulaban, amenazando ceder en cada movimiento un poco brusco, haciéndolos caer a un abismo subterráneo de cucarachas. Los tablones, afinados todos en claves diferentes, La, Fa o Do, entonaban una pavorosa música cuando los pesados zapatones raspaban la madera. De haber tenido tiempo, si fuese mediodía, habrían bailado la danza de los cadáveres o el rigodón de los esqueletos, pues ¿quién puede resistirse a un viejo porche que como un xilofón gigantesco sólo pide que le salten encima para hacer música? Pero ellos no estaban pensando en eso. Henry - Trampitas Smith (porque era él), escondido en el negro disfraz de Bruja gritó: –¡Mirad!
Y todos miraron el llamador de la puerta. Tom le acercó una mano temblorosa. –¡Un llamador Marley!
–¿Cómo?
–Tú sabes, Scrooge y Marley, ¡de Cuento de Navidad! –murmuró Tom.
Y en verdad, la cara del llamador era la cara de un hombre con un atroz dolor de muelas, la mandíbula atada con un pañuelo, el pelo revuelto, la boca abierta en una mueca que mostraba los dientes, la mirada salvaje. Más-muerto-que-un-adoquín Marley, amigo de Scrooge, habitante de comarcas más allá del sepulcro, condenado a errar por esta tierra eternamente hasta que...
–Llama –dijo Henry-Trampitas.
Tom Skelton tomó la mandíbula fría y siniestra del viejo Marley, la levantó y la dejó caer.
¡Y todo trepidó con el golpe!
La casa entera se estremeció, y se le entrechocaron los huesos. Las cortinas se enrollaron y las ventanas parpadearon y abrieron muy grandes los ojos pavorosos.
Tom Skelton saltó como un gato a la barandilla del porche, y miró arriba, fascinado.
En el tejado giraban veletas misteriosas. Un gallo bicéfalo volteaba en los estornudos del viento. En la cornisa occidental del tejado, los bufidos gemelos de una gárgola bajaban en compactas lluvias de polvo. Y desde los largos, zigzagueantes y serpentinos tubos de desagüe cuando los estornudos cesaban y las veletas dejaban de girar, una vaharada de hojas de otoño y telaraña caía en ráfagas sobre el césped obscuro.
Tom dio media vuelta para mirar las ventanas ligeramente estremecidas. Los reflejos de la luna temblaban en los cristales como inquietos cardúmenes plateados. De pronto, con una vuelta de la perilla, y una mueca del llamador Marley, la puerta de entrada se sacudió y se abrió de par en par.
El viento de la puerta que se abrió de pronto casi barre del porche a los chicos. Se tomaron por los codos unos a otros, gritando. Entonces, dentro de la casa, la obscuridad inspiró. Un viento de succión entró por la puerta. Tironeó de los chicos, los arrastró por el porche. Tuvieron que echarse hacia atrás para que no los remolcara al interior del vestíbulo negro. Se debatieron, gritaron, se aferraron a las barandas del porche. Pero de pronto el viento cesó.
La obscuridad se movió en la obscuridad. Dentro de la casa, muy lejos, alguien venía hacia la puerta. Quienquiera que fuese, debía de estar vestido totalmente de negro, porque sólo se veía un blanco rostro pálido que flotaba en el aire. Una sonrisa pérfida llegó y se quedó allí, suspendida en el vano, frente a ellos.
Detrás de la sonrisa, el hombre alto se escondía en la sombra. Ahora podían verle los ojos, diminutas cabezas de alfiler de fuego verde en los pozos calcinados de las órbitas, clavados en ellos. –Bueno –dijo Tom–. Mmm... ¿Prenda o premio?
–¿Prenda? –dijo la sonrisa en la obscuridad–.
¿Premio?
–Sí, señor.
En algún lugar, el viento tocó una flauta en una chimenea, una antigua canción del tiempo y la obscuridad y lugares remotos. El hombre alto cerró su sonrisa como una navaja reluciente.
–Nada de premios –dijo–. ¡Sólo... prendas!
¡La puerta golpeó!
En la casa resonaron aguaceros de polvo.
Nuevas fumaradas de polvo brotaron en copos de los tubos de desagüe, como una estampida de gatos plumosos.
El polvo jadeaba en las ventanas abiertas. El polvo resoplaba bajo los pies de los niños en los tablones del porche.
Los niños miraban como hipnotizados la puerta cerrada a cal y canto. La mueca siniestra del llamador había desaparecido; ahora Marley sonreía malignamente.
–¿Qué diantre quiso decir? –preguntó Tom–. ¿Nada de premios, solamente prendas?
Se replegaron a un costado, y los sorprendió la variedad de ruidos que venían de la casa. Toda una algarabía de cuchicheos, chirridos, crujidos, lamentos y murmullos; y el viento nocturno cuidaba de que los niños los oyeran todos. A cada paso que daban, la gran casa se inclinaba gruñendo, detrás de los niños.
Llegaron al otro extremo de la casa y se detuvieron.
Pues allí estaba el Árbol.
Y nunca en la vida habían visto un árbol semejante.
Se alzaba en el centro de un patio amplio, detrás de la mansión terriblemente misteriosa. Y este árbol tenía casi treinta metros de altura, y era más alto que los altos tejados, y exuberante y redondo y frondoso, y estaba cubierto de una infinita variedad de hojas otoñales, rojas, pardas y amarillas.
–Pero... mirad, oh –cuchicheó Tom–. ¿Qué es eso allá arriba, en ese árbol?
Porque del árbol colgaban toda clase de calabazas de las más diversas formas y tamaños y de muchas tonalidades y matices de anaranjado brillante y amarillo humo.
–Un árbol calabacero –dijo alguien.
–No –dijo Tom.
Entre las ramas altas sopló el viento y agitó levemente el cargamento rutilante. –Un Árbol de las Brujas –dijo Tom. Y tenía razón.
Las calabazas del Árbol no eran meras calabazas. Cada una de ellas tenía una cara. Cada cara era diferente. Cada ojo era el ojo más extraño. Cada nariz era la nariz más fantasmagórica. Cada boca sonreía repulsivamente de algún nuevo modo.
Debía de haber unas mil calabazas en aquel árbol, colgadas muy arriba y en todas las ramas. Mil sonrisas. Mil muecas. Y dos veces mil miradas torvas y guiños y parpadeos de ojos recién cortados.
Y mientras los muchachos miraban, ocurrió algo nuevo.
Las calabazas se animaron.
Una por una, empezando por las ramas mas bajas del Árbol y por las calabazas más cercanas, se encendieron velas en los crudos interiores. Ésta y luego aquélla y ésta y otra más, y más arriba y alrededor, tres calabazas aquí, siete calabazas todavía más arriba, una docena arracimadas más allá; en un centenar, quinientas, mil calabazas se encendieron velas, es decir, se iluminaron caras echando fuego por los ojos cuadrados o redondos o curiosamente oblicuos. Las llamas chorreaban de las bocas dentadas, y saltaban chispas de las orejas de corteza madura.
Y desde algún lugar dos voces, tres voces, o quizá cuatro, susurraban y canturreaban una especie de estribillo o de antigua canción marinera que hablaba del cielo y el tiempo y la tierra que daba media vuelta y se quedaba dormida. Los tubos de desagüe soplaban polvo de araña:

Es grande, es ancho...

De la chimenea del tejado humeó una voz:

Es luminoso y ancho.
Cubre el cielo de la Noche de Brujas...

Desde algún lugar, por las ventanas abiertas, las telarañas echaron a volar:

La cosa más rara que viste en tu vida.
El Árbol prodigioso de las Brujas...

Las candelas parpadearon y fulguraron. El viento entró tarareando y salió tarareando por las bocas de las calabazas, entonando la canción:

Las hojas ardieron en oro y en rojo.
La hierba es farda ahora,
el año viejo ha muerto.
Pero alta cuelga la cosecha, oh, mira,
las constelaciones de juegos
en el Árbol de la Noche de Brujas.

Tom sintió que la boca se le movía como un ratoncito, queriendo cantar:


Las estrellas giran, las velas arden
y las hojas-ratón se escurren llevadas por el
[viento frío
y para ti un enjambre de sonrisas se en-
[ciende
en las cabezas que cuelgan del Árbol de las
[Brujas.
La sonrisa de la Bruja y la sonrisa del
[Gato,
la sonrisa de la Bestia y la sonrisa del Mur-
[ciélago,
la sonrisa del Segador cosechando,
brillan y cuelgan del Árbol de Todas las
[Brujas...

Una nubecilla de humo pareció escapar de la boca de Tom:
–Árbol de Todas las Brujas...
Todos los chicos repitieron en un murmullo:
–Árbol... de Todas las Brujas.
Y luego silencio.
Y durante el silencio las últimas triples y cuádruples velas del Árbol de Todas las Brujas se encendieron en constelaciones titánicas, entretejiéndose entre las ramas negras y espiando a través de los tallos y las hojas crepitantes.
Y ahora el Árbol se había convertido en una inmensa Sonrisa sustancial.
Ahora, se había encendido hasta la última calabaza. Alrededor del Árbol el aire era templado como un veranillo de San Juan. El Árbol exhalaba sobre ellos un humo tiznado y un olor a calabaza cruda.
–¡Carambolas! –dijo Tom Skelton.
–¡Epa! ¿qué clase de lugar es éste? –preguntó Henry-Trampitas, la Bruja–. Quiero decir, primero la casa, el hombre y eso de premios no, sólo prendas y ahora... Nunca en mi vida vi un árbol semejante. Como un árbol de Navidad pero más grande y todas esas velas y calabazas. ¿Qué significa? ¿Qué pretende celebrar?
–¡Celebrar! –susurró en algún lugar una voz amplia, quizá en los fuelles tiznados de una chimenea, o quizá todas las ventanas de la casa se abrieron a la vez como bocas detrás de ellos, deslizándose hacia arriba, deslizándose hacia abajo, anunciando la palabra "¡Celebrar!" con bocanadas de obscuridad–. Sí –dijo el susurro gigantesco que estremeció las velas dentro de las calabazas–... celebración...
Los chicos se dieron vuelta de un salto.
Pero la casa no se movía. Las ventanas estaban cerradas y orladas de charcos de luna.
–¡El último es una vieja solterona! –gritó Tom de pronto.
Y un montículo de hojas los esperaba como viejos fuegos, como viejo oro.
Y corrieron y se zambulleron en la inmensa y deliciosa parva de hojas otoñales.
Y en el momento de zambullirse, cuando estaban casi a punto de desaparecer bajo las hojas en enjambres crujientes, chillando, gritando, empujándose, cayéndose, se oyó una inmensa inspiración. Los chicos resollaron, retrocedieron como azotados por un látigo invisible.
De la parva de hojas emergía una mano blanca y descarnada, una mano flotante.
Y detrás, deshaciéndose en sonrisas, oculta por un momento pero ahora visible mientras se deslizaba hacia arriba, una calavera blanca.
Y lo que fuera una deliciosa piscina de hojas de roble, olmo y álamo donde patalear y hundirse y esconderse, era ahora el lugar donde menos querían estar. Pues la blanca mano descarnada volaba por el aire. Y la calavera blanca se elevaba revoloteando ante ellos.
Y los chicos cayeron hacia atrás, tropezando unos con otros, con jadeos de pánico, hasta que en una masa informe y aterrorizada rodaron por tierra y se revolcaron y manotearon la hierba para ponerse a salvo, atropellándose, tratando de echar a correr.
–¡Auxilio! –gritaron.
–Oh, sí, auxilio –dijo la Calavera.
Y entonces una catarata de agudas carcajadas terminó de paralizarlos, pues de pronto la mano flotante, la mano esquelética, se extendió, tomó la cara blanca de la calavera y ¡la hundió otra vez en el montón de hojas!
Detrás de las máscaras, los chicos parpadearon. Las mandíbulas de todos se aflojaron a la vez, aunque nadie pudo verlas.
El hombrón vestido de negro subió saliendo de las hojas, más alto y todavía más alto. Crecía como un árbol. Le brotaban ramas que eran manos. La silueta negra se recortó contra el Árbol de las Brujas, los brazos extendidos y los largos dedos blancos y huesudos festoneados por globos de fuego anaranjados y sonrisas incandescentes. Tenía los ojos cerrados mientras rugía carcajadas. Abría la boca y dejaba escapar violentas ráfagas de viento otoñal.
–¡Nada de premios, muchachos, no, nada de Premios! ¡Prendas, muchachos, Prendas! ¡Prendas!
Los chicos se quedaron tendidos, inmóviles, esperando el terremoto. Y el terremoto llegó. La risotada del hombre alto sacudió el suelo, y el temblor les pasó por los huesos y les salió por la boca. ¡Y les salió en forma de nuevas carcajadas!
Sorprendidos, se sentaron entre las ruinas de la pisoteada parva de hojas. Se llevaron las manos a las máscaras para palpar el aire caliente que se les escapaba en pequeñas rachas de sonoras carcajadas.
Y entonces miraron al hombre como para confirmar la sorpresa que sentían.
–¡Sí, chicos, esa, esa fue una Prenda! ¿Lo habíais olvidado? ¡No, nunca lo supisteis!
Y se apoyó contra el Árbol, poniendo fin a su arranque de alborozo, sacudiendo el tronco, estremeciendo las mil calabazas; los fuegos danzaron y humearon.
Reanimados por la risa, los chicos se levantaron y se palparon los huesos para ver si tenían algo roto. Nada. Se amontonaron debajo del Árbol de las Brujas, esperando, pues sabían que esto era sólo el comienzo de algo nuevo y especial y grandioso y maravilloso.
–Bueno –dijo Tom Skelton.
–Bueno, Tom –dijo el hombre.
–¿Tom? –gritaron todos los demás–. ¿Eres tú?
Tom, en la máscara de Esqueleto, se puso rígido.
–O eres Bob o Fred, no, no, tienes que ser Ralph –se apresuró a decir el hombre.
–¡Todos ésos! –suspiró Tom, ajustándose la máscara, aliviado.
–¡Eso, todos! –dijeron a coro los demás. El hombre asintió, con una sonrisa.
–¡Bueno, ya está! Ahora sabéis algo de la Noche de las Brujas que antes no sabíais. ¿Qué os pareció mi Prenda?
–Prenda, sí, prenda. –Los chicos estaban entusiasmándose con la idea. Les desagarrotaba las coyunturas y les metía un polvillo de pecado en la sangre. Sintieron la comezón por todo el cuerpo hasta que se les subió a la cabeza y les iluminó los ojos y les estiró los labios descubriéndoles los dientes de perros felices.– Eso, seguro.
–¿Es esto lo que hace usted en la Noche de Brujas? –preguntó el chico Bruja.
–Esto y más. Pero permitidme que me presente. Mortajosario es mi apellido. Carapacho Clavícula Mortajosario. ¿Os dice algo, muchachos? ¿Os suena?
Suena, pensaron los chicos, oh, oh, como sonar...
Mortajosario.
–Un nombre magnífico –dijo el señor Mortajosario con una voz resonante y sepulcral como en una iglesia en sombras–. Y una magnífica noche. ¡Y toda la historia larga, profunda, obscura y salvaje de la Noche de las Brujas esperando para devorarnos de un solo bocado!
–¿Devorarnos?
–¡Sí! –gritó Mortajosario–. Chicos, miraos un poco. ¿Por qué tú, niño, te has puesto esa cara de Calavera? ¿Y tú, muchacho, por qué llevas una guadaña, y tú, por qué te has disfrazado de Bruja? ¡Y tú, tú, tú, tú! –El dedo huesudo señaló cada una de las máscaras.– No lo sabéis ¿no? Os ponéis esas caretas y esas viejas ropas apolilladas y escapáis a los saltos, pero en verdad no sabéis ¿no?
–Bueno –dijo Tom, como un ratón detrás de la cadavérica muselina–. Mm... no.
–Verdad –dijo el chico Diablo–. Ahora que lo pienso, ¿por qué me puse esto? –Se toqueteó la capa roja y los puntiagudos cuernos de goma y el precioso tridente.
–Y yo, esto –dijo el Fantasma, arrastrando unas largas y blancas sábanas sepulcrales.
Y todos los muchachos se pusieron a pensar, y se tocaban los disfraces y se acomodaban las máscaras.
–Entonces ¿no os divertiría averiguarlo? –preguntó el señor Mortajosario–. ¡Yo os lo contaré! ¡No, os lo mostraré! Si nos alcanza el tiempo...
–No son más que las seis y media de la tarde. ¡La Fiesta ni siquiera ha comenzado! –dijo Tom-de-los-huesos-fríos.
–¡Es cierto! –dijo el señor Mortajosario–. Muy bien, chicos... ¡venid conmigo!
El hombre caminó a grandes pasos. Los niños corrieron.
En el borde de la profunda y obscura cañada envuelta en las sombras de la noche, el hombre señaló un punto más arriba del perfil de las colinas y de la tierra, alejado del resplandor de la luna, bajo la tenue luz de unos astros extraños. El viento agitó el albornoz negro y el capuchón que ocultaban a medias al hombre y le descubrió a medias el rostro casi descarnado.
–Allí, muchachos ¿la veis?
–¿Qué?
–La Comarca Ignota. Allá lejos. Mirad largamente, mirad intensamente, regocijaos. El Pasado, muchachos, el Pasado. Oh, sí, es obscuro, y está poblado de pesadillas. Ahí yace enterrado todo lo que fue una vez la Fiesta de las Brujas. ¿Buscaréis los huesos, muchachos? ¿Tenéis agallas para eso?
El hombre los miró con ojos ardientes.
–¿Qué es la Fiesta de las Brujas? ¿Cómo empezó? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Para qué? Brujas, gatos, polvo de momias, fantasmas. Todo está ahí, en esa comarca de la que nadie regresa. ¿Os hundiréis en ese obscuro océano, muchachos? ¿Volaréis en ese cielo tenebroso?
Los muchachos tragaron saliva con dificultad.
Uno de ellos pió:
–Nos gustaría, pero... Pipkin. Tenemos que esperar a Pipkin.
–Sí, Pipkin nos mandó a la casa de usted. No podríamos ir sin él.
Como conjurado por el nombre, en ese preciso instante oyeron un grito desde el extremo más lejano de la barranca.
–¡Eeeeh! ¡Aquí estoy! –gritó una voz frágil. Y allí, en la otra orilla de la cañada, vieron la pequeña figura de Pipkin, de pie, con una calabaza encendida.
–¡Por aquí! –le gritaron a coro–. ¡Pipkin! ¡De prisa!
–¡Voy! –fue la respuesta–. No me siento muy bien. Pero... tenía que venir... ¡esperadme!

Vieron la figura menuda que corría barranca abajo por el sendero.
–Oh, esperadme, esperadme por favor. –La voz flaqueaba.– No me siento bien. No puedo correr. No puedo... no puedo...
–¡Pipkin! –gritaron todos, haciendo señas desde el borde del risco.
La figura de Pipkin era pequeña, pequeña, pequeña. Había sombras confusas en todas partes. Los murciélagos volaban. Las lechuzas chistaban. Los cuervos nocturnos se apiñaban como hojas negras en los árboles.
El chico, corriendo con la calabaza encendida, cayó al suelo.
–Oh –jadeó Mortajosario.
La luz de la calabaza se apagó.
–Oh –jadearon todos.
–¡Enciende tu calabaza, Pip, enciéndela! –chilló Tom.
Le pareció ver a la pequeña figura escarabajeando en el obscuro pastizal allá abajo, tratando de encender una luz. Pero en ese instante de obscuridad, cayó la noche. Un ala inmensa se desplegó sobre el abismo. Muchos búhos ulularon. Muchos ratones escaparon y se deslizaron en las sombras. Un millón de asesinatos diminutos ocurrieron en algún lugar.
–¡Enciende tu calabaza, Pip!
–Auxilio... –gimió una vocecita angustiada.
Miles de alas remontaron vuelo. En algún sitio una bestia enorme batió el aire como un tambor sordo.
Las nubes, como telones de gasa, se corrieron despejando el cielo. Y allí estaba la luna, un ojo enorme.
Miró abajo...
Un sendero desierto.
No se veía a Pipkin en ninguna parte.
En lontananza, hacia el horizonte, algo obscuro se desmigajó, danzó y se escurrió alejándose en el frío aire estelar.
–Auxilio... auxilio... –gimió una voz que se perdía a la distancia.
Y calló.
–Oh –se lamentó el señor Mortajosario–. Esto sí que es grave. Me temo que algo se lo haya llevado.
–¿Adonde, adonde? –balbucearon estremeciéndose los chicos.
–A la Comarca Ignota. El Lugar que os quería mostrar. Pero ahora...
–¿No querrá decir que esa Cosa de la barranca, Eso, o Él, o lo que sea, era... la Muerte? ¿Que se apoderó de Pipkin y... huyó?
–Decir que lo tomó en préstamo sería más correcto, quizá para pedir rescate –dijo Mortajosario.
–¿Puede hacer eso la Muerte? –A veces, sí.
–Oh, diantre. – Tom sintió que se le humedecían los ojos.– Pip, esta noche, corriendo lentamente, tan pálido. ¡Pip, no tendrías que haber salido! –gritó al cielo, pero allí sólo había viento y nubes blancas flotando como viejos vellones espectrales, y un límpido río de viento.
Se quedaron inmóviles, fríos, trémulos. Miraban hacia el sitio donde la Cosa Obscura había raptado al amigo Pipkin.
–Justamente –dijo Mortajosario–. Mayor razón para que vengáis conmigo, muchachos. Si volamos rápido, quizá podamos alcanzar a Pipkin. Rescatar esa alma dulce de maíz acaramelado. Traerlo de vuelta, a meterlo en cama, hacerlo entrar en calor, salvarle el aliento. ¿Qué opináis, muchachos? ¿Os gustaría resolver dos misterios en uno? ¿Buscar a vuestro Pipkin desaparecido y descubrir el secreto de la Noche de las Brujas, todo de una vez?
Los niños pensaron en la Noche de las Brujas y en los billones de almas en pena que erraban por aquellos parajes solitarios entre vientos fríos y humos extraños.
Pensaron en Pipkin, no más que un dedal de niño y puro goce estival, arrancado como una muela y arrastrado por un oleaje negro de telarañas y cuernos y hollín.
Y casi al unísono murmuraron:
–Sí.
Mortajosario saltó. Corrió. Aporreó, empujó, bramó.
–¡Rápido ahora, por este sendero, subid la loma, ese camino! ¡La granja abandonada! ¡Por encima de la cerca! ¡Allez-upa!
Corriendo saltaron el cerco y se detuvieron junto a un granero que estaba cubierto de arriba abajo de viejos letreros circenses, estandartes deshilachados por el viento y pegados aquí, treinta, cuarenta, cincuenta años atrás. El paso de los circos había dejado saldos y retazos de treinta centímetros de espesor.
–Una cometa, chicos. Haced una cometa. ¡Pronto!

Ni bien hubo dado la orden, el propio señor Mortajosario arrancó un gran trozo de papel del costado del granero. El papel le revoloteó en las manos: ¡el ojo de un tigre! Otro tirón de otro viejo cartel y... ¡la boca de un león!
Los chicos oyeron rugidos de África traídos por el viento.
Parpadearon. Corrieron. Rascaron con las uñas. Tironearon. Sacaron tiras y trozos y grandes rollos de carne animal, de colmillos, de ojos penetrantes, de flancos heridos, de, garras ensangrentadas, de colas, de salto y brinco y grito. Todo el costado del granero era un antiguo desfile suspendido en el tiempo. Lo arrancaron a pedazos, quitando una garra, una lengua, un iracundo ojo felino. Debajo esperaban capa tras capa de pesadilla selvática, encuentros deliciosos con osos polares, cebras despavoridas, orgullos menguados de leones, embestidas de rinocerontes, gorilas volatineros que apoyaban la pata en el filo de la medianoche para lanzarse hacia el amanecer. Mil animales confederados rugían que los pusieran en libertad. Libres luego en puños, manos y dedos, silbando en el viento del otoño, los muchachos corrieron por la hierba.
Mortajosario arrancó una varilla de la vieja cerca y armó una rústica cruz de cometa y la sujetó con alambre, y luego retrocedió para recibir las ofrendas de papel que los muchachos arrojaban a puñados.
Y las fue colocando en su sitio sobre el marco, y echando chispas de pedernal las soldó con quemaduras de las manos córneas.
–¡Paaa! –Los chicos gritaban maravillados.– ¡Mira eso!
Nunca habían visto nada semejante, ni habían sabido que hombres como Mortajosario, con un pellizco, un apretón, una presión de los dedos, pudiesen soldar un ojo a un diente, un diente a una boca, una boca a la cola felina de un gato montes. Todo, todo maravillosamente amalgamado en una sola cosa, un indómito rompecabezas de zoo selvático tumultuoso y atrapado, empastado y atado, creciendo, creciendo, tomando color y sonido y forma a la luz de la luna en ascenso. Ahora otro ojo caníbal. Ahora otras fauces hambrientas. Un chimpancé demente. Un mandril loco de atar. ¡Un desaforado pájaro carnicero! Los chicos corrían llevando los últimos espantajos y la cometa quedó terminada, la antigua carne tensa, soldada por las córneas manos todavía incandescentes que despedían volutas de humo azul. Con la última chispa de fuego que le brotó del pulgar, el señor Mortajosario encendió un cigarro y sonrió. Y el resplandor de esa sonrisa mostró la cometa tal cual era, una cometa de destrucciones, de animales tan ominosos y feroces que el griterío ahogaba el viento y asesinaba el corazón.
Mortajosario estaba satisfecho, los chicos estaban satisfechos.
Porque de alguna manera la Cometa se parecía...
–¡Carambolas –dijo Tom, perplejo–, un pterodáctilo!
–¿Un qué?
–Un pterodáctilo, esos antiguos reptiles voladores, desaparecidos hace millones de años, y que nunca volvieron a verse –replicó el señor Mortajosario–. Bien dicho, muchacho. Pterodáctilo parece y es, y nos llevará volando en alas del viento hasta Perdición o el Confín de las Tierras o alguna otra comarca de nombre melodioso. Pero ahora ¡soga, bramante, cuerda, pronto! ¡Arrebatad y traed!
Soltaron la cuerda de un viejo tendedero de ropa que iba desde el granero hasta la granja abandonada. Unos buenos treinta metros o más de cuerda le llevaron a Mortajosario, quien la hizo correr por el puño hasta que despidió el más sacrílego de los humos. La ató al centro de la enorme Cometa que aleteó como una raya-manta perdida y fuera del agua en esta playa extrañísima. Luchaba con el viento tratando de vivir. Aleteaba y se debatía en las crestas de la marea de aire, tendida sobre la hierba.
Mortajosario dio un paso atrás, pegó un tirón y ¡mirad! la Cometa saltó en el aire.
Flotó casi a ras de tierra en el extremo de la cuerda de ropa, arrastrada por un viento torpe, virando para este lado, lanzándose hacia aquél, brincando de pronto para enfrentarlos con una pared de ojos, una sólida pulpa de dientes, una tempestad de gritos.
–¡No va a remontar, se tuerce! ¡Una cola, necesitamos una cola!
Y en un impulso instintivo Tom se adelantó y se aferró a la Cometa. La Cometa se estabilizó. Empezó a subir.
–Sí –gritó el hombre obscuro–. Oh, chico, tú eres único. ¡Muchacho listo! ¡Tú serás la cola! ¡Y más, y más!
Y mientras la Cometa ascendía lentamente por la corriente fría de veloces ráfagas de aire, cada chico a. su turno, seducido por la fantástica idea, acicateado por su propia imaginación, se transformaba en más y más cola. Es decir, que Henry-Trampitas, disfrazado de Bruja, se tomó de los tobillos de Tom, ¡y ahora la Cometa tenía por magnífica cola a dos de los chicos!
Y Ralph Bengstrum, envuelto en trapos de momia, tropezando con los vendajes, ahogado en harapos mortuorios, avanzó trastabillando, dio un salto y se aferró a los tobillos de Henry-Trampitas.
¡Y ahora tres chicos colgaban en una Cola!
–¡Esperadme! ¡Ahí voy! –gritó el Mendigo, que bajo la mugre y los andrajos no era otro que Fred Fryer.
Saltó y alcanzó las pantorrillas de Ralph.
La Cometa subía. ¡Los cuatro muchachos de la cola gritaban pidiendo más cola!
La consiguieron cuando el chico disfrazado de Hombre-Mono manoteó y se aferró a un par de tobillos seguido por el chico disfrazado de Muerte con una Guadaña que hizo peligrosamente lo mismo.
–¡Cuidado con la guadaña!
La guadaña cayó y allí quedó, sobre la hierba, como una sonrisa olvidada.
Pero ahora los dos últimos chicos colgaban de todos aquellos tobillos mal lavados, y la Cometa subía, más y más arriba, agregando muchacho a muchacho y muchacho, hasta que con un alarido y un grito ocho chiquillos se menearon en una magnífica cola; los dos últimos eran Fantasma, en realidad George Smith y Wally Babb, que en un rapto de inspiración habían logrado parecer una Gárgola caída de la cúpula de una catedral.
Los chicos aullaban de júbilo. La Cometa saltó otra vez, y... ¡despegó!
–¡Epa!
¡Brrrr! La Cometa ronroneó con mil susurros animales. ¡Taaannn! La cuerda de la Cometa tañó al viento.
¡Shhhh!, cuchicheó todo.
Y llevados por el viento volaron entre las estrellas.
Dejando a Mortajosario que miraba con asombro a los muchachos, la Cometa, el invento.
–¡Esperad! –gritó.
–¡No se quede atrás, dése prisa! –le gritaron los chicos.
Mortajosario corrió por el pastizal para recoger la guadaña. El albornoz flotó en el aire y se abrió en dos alas hasta que también él, sin ningún esfuerzo, subió y voló.

La Cometa volaba.
Los chicos colgaban de la Cometa como la preciosa cola de una lagartija, ora meneándose, ora enroscándose, ora chasqueando, ora planeando.
Chillaban de alegría. Gritaban aspirando y espirando bocanadas de miedo. Recorrieron la luna en un signo de admiración. Volaron sobre las colinas, las praderas y las granjas. Se vieron reflejados en corrientes, arroyos y ríos penumbrosos a la luz de la luna. Rozaron árboles milenarios. El viento que levantaban al pasar derramaba verdaderos tesoros de monedas recién acuñadas, hojas, aguaceros deslumbrantes para la tierra de pastos ennegrecidos. Volaron sobre el pueblo y pensaron...
¡Oh, mirad para arriba! ¡Ved! ¡Henos aquí! ¡Vuestros hijos!
Y pensaron: ¡Oh, miremos para abajo, allí en alguna parte están nuestras madres, padres, hermanos, hermanas, maestros! ¡Eh, estamos aquí! ¡Oh, alguno, vednos, o nunca lo creeréis!
Y en un planeo final la Cometa silbó, tarareó, tamborileó junto con los vientos para flotar sobre la vieja casa y el Árbol de las Brujas donde por primera vez se encontraran con Mortajosario.
¡Caídas, revoloteos, deslizamientos, precipitaciones, siseos!
La succión de los cuerpos oscilantes llegó a miles de velas, que titilaron, parpadearon, tartamudearon luz, sisearon tratando de encenderse otra vez; las muescas y guiños y sonrisas salvajes de las calabazas colgadas menguaron en sombras entristecidas. El Árbol estuvo muerto durante todo un latido. Luego, cuando la Cometa canturreó subiendo... ¡el Árbol se encendió de golpe con mil nuevos visajes de calabaza, miradas torvas, muecas, sonrisas burlonas!
Las ventanas de la casa, espejos negros, vieron cómo la Cometa se alejaba y alejaba, hasta que los chicos y la Cometa y el señor Mortajosario fueron muy pequeños sobre el horizonte.
Y así navegaron rumbo a lugares remotos, hacia la Comarca Ignota de la Vieja Muerte y los Años Desconocidos del Tenebroso Pasado...
–¿Adonde vamos? –gritó Tom, colgado de la cola de la Cometa.
–¡Sí! ¿adonde, adonde? –gritaron todos los chicos, uno tras otro, abajo, abajo.
–¡No adonde sino cuándo! –dijo Mortajosario, que volaba detrás, el amplio albornoz velado henchido de tiempo y viento lunar–. ¡Dos mil, contadlos, años antes de Cristo! ¡Pipkin está allí, esperando! ¡Lo huelo!. ¡Volad!
De pronto la luna parpadeó. Cerró el ojo, y fue noche obscura. Luego, más y más rápido, centelleó, creció, menguó, creció otra vez. Hasta que titiló más de mil veces cambiando el paisaje allá abajo, y luego cincuenta mil veces, tan rápido que no podían verla, extinguiéndose y encendiéndose otra vez.
Y la luna dejó de titilar y se quedó muy quieta.
Y la tierra había cambiado.
–Mirad –dijo Mortajosario, suspendido en el aire por encima de ellos.
Y los millones de ojos de tigre-león-leopardo-pantera de la Cometa otoñal miraron hacia abajo, como los ojos de los chicos.
Y salió el sol mostrándoles...
Egipto. El Nilo. La Esfinge. Las Pirámides.
–Pero –dijo Mortajosario–, ¿notáis algo... diferente?
–Bueno –boqueó Tom–, todo es nuevo. Está recién construido. ¡Entonces hemos retrocedido de veras cuatro mil años en el Tiempo!
Y sin duda alguna, el Egipto que se extendía allá abajo era arena antigua pero piedra recién tallada. La Esfinge, que posaba las grandes garras de león en la dorada superficie del desierto, era de perfiles nítidos, recién nacida del vientre de las montañas pétreas; un inmenso cachorro en el claro y desierto resplandor del mediodía. Si el sol le hubiese caído entre las patas, lo habría palmoteado como una pelota de fuego.
¿Las Pirámides? Estaban allí como bloques de extrañas formas, también ellas rompecabezas para armar, juguetes de la Esfinge mujer-leona.
La Cometa bajó de golpe y bordeó las dunas de arena, coqueteó sobre una pirámide y fue atraída, como succionada, por la boca abierta de una tumba en un pequeño risco.
–¡Epa, Presto! –gritó Mortajosario.
Aleteó y le dio a la Cometa semejante puntapié que los chicos repicaron como clamorosas campanas.
–¡Epa, no! –gritaron.
La Cometa tembló, descendió, planeó a unos treinta metros por encima de la arena, y se sacudió como un perro salvaje que se quita las pulgas.
Sanos y salvos, los chicos cayeron sobre arenas doradas.
La Cometa se despedazó en mil jirones de ojos, colmillos, alaridos, rugidos, bramidos de elefante. La boca abierta de la tumba egipcia los absorbió, y con ellos a Mortajosario, muerto de risa.
–¡Señor Mortajosario, espere!
Los chicos se levantaron de un salto y corrieron hasta la entrada obscura de la tumba. Entonces miraron arriba y vieron dónde estaban.
El Valle de los Reyes, donde se erguían unos inmensos dioses de piedra. Una extraña lluvia de lágrimas de polvo les brotaba de los ojos, lágrimas de arena y de roca pulverizada.
Los chicos se asomaron a la obscuridad. Como el lecho seco de un río, los corredores descendían a las bóvedas profundas donde yacían los muertos amortajados en vendas de lienzo. Manantiales de polvo rumoreaban y reverberaban en extraños patios, un kilómetro más abajo. Los chicos se estiraban para escuchar. La tumba exhalaba un aliento repulsivo de pimentón, canela y estiércol pulverizado de camello. En algún lugar, una momia soñaba, tosía en sueños, se deshilachaba un vendaje, movía la lengua polvorienta y se volvía para otra siesta de mil años...
–¡Señor Mortajosario! –llamó Tom Skelton.
Y desde las profundidades de la tierra reseca una voz perdida murmuró:
–Mortajo-saaaa-rio.
Y desde la obscuridad algo rodó, se precipitó, sacudiéndose.
Una larga tira de vendaje de momia chasqueó a la luz del sol.
Era como si la tumba misma les hubiera sacado la vieja lengua seca, que ahora yacía a los pies de los chicos.
Los chicos la miraban fascinados. La tira de lienzo tenía cientos de metros de largo, y si así lo deseaban podía conducirlos hacia abajo, a las misteriosas profundidades de la tierra egipcia.
Tom Skelton, tembloroso, adelantó un pie para tocar la venda amarilla.
Un viento sopló desde las tumbas, diciendo:
–Siiiii....
–Allá voy –dijo Tom.
Y en equilibrio sobre la tensa cuerda de lienzo, entró a tientas y desapareció en la obscuridad de las cámaras mortuorias.
–¡Sííííí...! –susurró el viento que venía de abajo–. Todos vosotros. Venid. El siguiente. Y el siguiente. Y otro y otro. Rápido.
Los chicos corrieron en la obscuridad por el sendero de lienzo.
–¡Atentos al crimen, muchachos! ¡Muerte!
Los pilares a ambos lados del corredor se animaron de pronto. Unas figuras se estremecieron y se movieron.
El sol dorado bañaba los pilares.
Pero era un sol con brazos y piernas, envuelto en ceñidos vendajes de momia.
–¡Muerte!
Una criatura tenebrosa le asentó al sol un golpe terrible.
El sol murió. Los fuegos se extinguieron.
Los chicos corrieron a ciegas en la obscuridad.
Sí, pensó Tom, siempre corriendo, seguro, quiero decir, ya lo sé, todas las noches el sol se muere. Se va a dormir, y me pregunto ¿volverá? ¿Estará todavía muerto mañana a la mañana?
Los chicos corrían. En nuevos pilares, a lo lejos, el sol brillaba de nuevo, salía del eclipse.
¡Fantástico! pensó Tom. ¡Eso es! ¡Amanece!
Pero con idéntica celeridad, el sol fue asesinado otra vez. Sobre cada pilar que iban dejando atrás, el sol moría en otoño y era enterrado en el frío invierno.
A mediados de diciembre, caviló Tom, pienso a menudo: ¡el sol nunca volverá! ¡Siempre será invierno! ¡Esta vez el sol ha muerto de veras!
Pero a medida que los chicos moderaban la marcha al final del largo corredor, el sol renacía. Llegaba la primavera de cuernos dorados. La luz inundaba de fuego el corredor.
El Dios extraño aparecía incandescente en todos los muros, el rostro un inmenso fuego triunfal, envuelto en cintas áureas.
–¡Uy, demonios, yo sé quién es ése! –resolló Henry-Trampitas–. ¡Lo vi una vez en una película con horribles momias egipcias!
–¡Osiris! –dijo Tom.
–¡Sssííííí...! –siseó desde las profundidades de las tumbas la voz de Mortajosario–. Lección Número Uno de la Noche de las Brujas. Osiris. Hijo de la Tierra y del Cielo, muerto cada noche por un hermano, Tinieblas. Osiris, sacrificado por Otoño, víctima de un pariente nocturno.
"Así sucede en todas las comarcas, muchachos. Todas tienen una fiesta de la muerte, en relación con las estaciones. Calaveras y huesos, muchachos, esqueletos y espectros. En Egipto, hijos, presenciad la Muerte de Osiris, Rey de los Muertos. Mirad largamente.
Miraron largamente.
Habían llegado a un enorme agujero en la caverna subterránea, y por ese agujero podían ver una aldea egipcia al anochecer; en los umbrales y los antepechos de las ventanas, la gente dejaba comida en platos de barro y cobre.
–Para los espectros que vuelven a caaasssaaaa –susurró Mortajosario desde las sombras.
Hileras de lámparas de aceite colgaban de las fachadas de las casas y los humos tenues se elevaban en el aire crepuscular como almas en pena.
Casi podía verse a los fantasmas que se arrastraban por las callejuelas empedradas.
Las sombras se alejaban de los últimos rayos de sol en el poniente y trataban de entrar en las casas.
Pero las sombras rondaban y merodeaban la comida caliente, que humeaba en los umbrales.
Un ligero olor a incienso y a polvo de momia alcanzó a los muchachos asomados a esa arcaica Noche de Brujas y a los "premios" preparados no para chiquillos vagabundos sino para fantasmas sin hogar.
–Demonios –murmuraron todos los muchachos.
No os extraviéis en la obscuridad –cantaban voces en todas las casas al son de arpas y laúdes–. Oh muertos, bienamados, volved, volved al hogar. Perdidos en la obscuridad pero queridos siempre. No erréis, no os extraviéis, que aquí seréis bienvenidos.
De las lámparas mortecinas brotaban volutas de humo.
Y las sombras subían a los umbrales y con delicadeza rozaban apenas las ofrendas de comida.
Y en una de las casas vieron que sacaban de un armario la momia de un viejo abuelo y la ponían en el sitio de honor a la cabecera de la mesa, con un plato ya servido. Y los miembros de la familia se sentaron a cenar y levantaron las copas y bebieron por el muerto allí sentado, todo polvo y seco silencio...
–¡Pronto, ahora, buscadme!
La voz risueña de Mortajosario los llamaba.
–¡Por aquí! ¡No, aquí! ¡Aquí!
Corrieron por la estrecha cinta de lienzo, hacia las profundidades de la tierra.
–Sí. Aquí estoy.
Volvieron un recodo y se detuvieron en seco, pues la larga cinta de lienzo zigzagueaba por el piso de la tumba y trepaba por un muro, yendo a enroscarse al pie de una antigua momia de color pardo, instalada en un nicho alumbrado con velas.
–¡Es...! –tartamudeó Ralph Bengstrum, ataviado también como Momia–. ¿Es... una momia de veras?
–Sí. –Por debajo de la máscara dorada que cubría la cara de la momia, caía polvo.– De veras.
–¡Señor Mortajosario! ¡Usted!
La máscara dorada cayó al suelo resonando como una campana cristalina.
Donde antes estuviera la máscara apareció el rostro de una momia, una ciénaga de tarro pardusco resquebrajado por el hálito candente del sol. Uno de sus ojos estaba cerrado, pegoteado con tela de araña. En las grietas del otro ojo asomaban lágrimas de polvo, y un centelleo de brillante vidrio azul.
–¿Hay aquí algún niño disfrazado de momia? –preguntó una voz ahogada bajo la mortaja.
–¡Sí, yo, señor! –chirrió Ralph, mostrando los brazos, las piernas, el pecho, los vendajes en que había pasado la tarde entera envolviéndose, momificándose.
–Bien –suspiró Mortajosario–. Toma la cinta de lienzo. ¡Tira!
Ralph se agachó, asió los vendajes de la antigua momia y... ¡zas!
La cinta empezó a desenroscarse de arriba abajo, de arriba abajo, hasta descubrir la nariz picuda de; antiguo reptil, la barbilla escamosa y la sonrisa reseca y polvorienta de Mortajosario. Los brazos cruzados sobre el pecho cayeron flojos a los lados.
–¡Gracias, hijo! ¡Libre! ¡No es broma estar envuelto como un viejo regalo funerario en la Comarca de los Muertos! Pero... ¡chitón! Rápido, muchachos, saltad a los nichos, quedaos duros. Alguien se acerca. ¡Haceos las momias, haceos los muertos!
Los chicos saltaron a los nichos y se quedaron muy erguidos, con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos cerrados, conteniendo el aliento, un friso de pequeñas momias talladas en la antigua roca.
–Tranquilos –susurró Mortajosario–. Aquí viene...
Un cortejo fúnebre.
Un ejército de dolientes ataviados en oro y finísimas sedas trayendo en las manos barquitos de juguete y recipientes de cobre repletos de comida.
Y en el centro, un sarcófago liviano como un rayo de sol, llevado en andas por seis hombres. Y detrás de ellos, una momia recién embalsamada, con pinturas frescas sobre los lienzos y una mascarilla de oro que le ocultaba el rostro.
–Mirad la comida, muchachos, mirad los juguetes –cuchicheó Mortajosario–. Ponen juguetes en las tumbas, chicos. Para que los dioses vengan a jugar, a retozar, a jaranear y se lleven niños felices a la Comarca de los Muertos. Mirad los barcos, las cometas, las cuerdas de saltar, los cuchillos de juguete...
–Pero mirad el tamaño de esa momia –dijo Ralph, dentro de los sofocantes vendajes–. ¡Es un chico de doce años! ¡Como yo! Y esa mascarilla de oro que le cubre la cara... ¿no os parece familiar? –¡Pipkin! –gritaron todos, roncamente. –¡Sss! –siseó Mortajosario. El cortejo se había detenido, los sumos sacerdotes escudriñaban alrededor entre las móviles sombras de las antorchas.
Los chicos, en los altos nichos, cerraron los ojos con fuerza, contuvieron el aliento.
–Ni un susurro –dijo Mortajosario, un mosquito en el oído de Tom–. Ni un murmullo. La música de las arpas empezó otra vez. Arrastrando los pies, el cortejo se puso de nuevo en marcha.
Y allí, en medio de todo el oro y los juguetes, las cometas de los muertos, iba la pequeña momia reciente de un niño de doce años cuya mascarilla de oro era idéntica a... Pipkin.
¡No, no, no, no, no! pensó Tom.
–¡Sí! –gritó una vocecita de ratón, tenue, perdida, sofocada, contenida, atrapada, angustiada–. ¡Soy yo! ¡Estoy aquí! ¡Debajo de la máscara! Debajo de los vendajes. ¡No puedo moverme! ¡No puedo gritar! ¡No puedo hacer nada!
¡Pipkin! pensó Tom. ¡Espera!
–¡No puedo escapar! ¡Atrapado! –gritó la vocecita envuelta en lienzos de color– ¡Seguidme! ¡Buscaadme! Me encontraréis en...
La voz se desvaneció; el cortejo fúnebre había desaparecido en una vuelta del obscuro laberinto. :
–¿Seguirte adonde, Pipkin? –Tom Skelton saltó del nicho y chilló en la obscuridad.– ¿Buscarte dónde?
Pero en ese preciso momento, Mortajosario cayó del nicho como un árbol talado, ¡pum!, golpeando contra el suelo.
–¡Espera! –le advirtió a Tom, mirándolo desde el suelo con un ojo que parecía una araña enredada en su propia tela–. Todavía rescataremos al viejo Pipkin. Con maña. ¡Sigilo y cautela, muchachos! ¡Ssst!
Lo ayudaron a levantarse y le quitaron algunas envolturas de momia, y avanzaron en puntillas por el largo corredor y llegaron al recodo.
–Caracoles –cuchicheó Tom–. Mirad. Están poniendo la momia de Pipkin en el féretro y el féretro adentro del... del...
–Sarcófago –Mortajosario lo sacó del apuro– Un ataúd dentro de un ataúd dentro de un ataúd, hijo. Cada uno más grande que el anterior, todos cubiertos de jeroglíficos que narran la vida del difunto....
–¿La vida de Pipkin? –dijeron todos.
–O quienquiera que fuese Pipkin esta vez, este año, cuatro mil años atrás.
–Sí –murmuró Ralph–. Mirad las figuras a los lados del ataúd. Pipkin cuando tenía un año. Pipkin a los cinco. Pipkin a los diez y corriendo. Pipkin trepado a un manzano. Pipkin simulando que se ahoga en el lago. Pipkin saqueando un huerto de melocotones. Esperad ¿qué es eso?
Mortajosario seguía con la mirada los ajetreos del funeral.
–Están poniendo muebles en la tumba para que los use en la Comarca de los Muertos. Barcas. Cometas. Peonzas. Frutas frescas por si Pipkin despierta muerto de hambre dentro de cien años.
–Claro que estará muerto de hambre. ¡Demontre, mirad, se marchan! ¡Están cerrando la tumba! –Mortajosario tuvo que asir y retener a Tom, que saltaba desesperado de un lado a otro.– ¡Pipkin está todavía allí, enterrado! ¿Cuándo lo salvamos?
–Más tarde. La Larga Noche es todavía joven. Volveremos a ver a Pipkin, no temas. Y entonces...
La puerta de la tumba se cerró con estrépito.
Los chicos gimotearon y gritaron. Podían oír en la obscuridad el rasqueteo de la trulla que rellenaba con argamasa fresca las grietas y juntas a medida que ponían las últimas piedras.
Los dolientes se alejaron con arpas silenciosas.
Ralph, disfrazado de Momia, petrificado, miró cómo se iban las últimas sombras.
–¿Es por eso que me disfracé de momia? –Se palpó los vendajes. Tocó la arcilla rugosa de la vieja careta.– ¿Es eso todo lo que soy en la Noche de las Brujas?
–Todo, hijo, todo –murmuró Mortajosario–. Los egipcios, muchacho, edificaban para durar. Hacían planes de diez mil años. Tumbas, muchachos, tumbas. Sepulcros. Momias. Huesos. Muerte, muerte. ¡La muerte era el corazón mismo, el meollo, la luz, el alma y el cuerpo de estas vidas! Tumbas y más tumbas con pasadizos secretos, para que nunca los descubrieran, para que los violadores de sepulcros no pudieran robar las almas y los juguetes y el oro. Tú eres una momia, muchacho, porque así se vestían ellos para la Eternidad. Envueltos en un capullo de hebras, esperaban renacer transformados en bonitas mariposas en algún mundo remoto, un mundo hermoso y acogedor. Conoce tu capullo, muchacho. Palpa los extraños lienzos.
–¡Pero cómo! –dijo Ralph la Momia, pestañeando ante los muros tiznados y los viejos jeroglíficos–, ¡para ellos todos los días eran el Día de los Muertos!
–¡Todos los días! –jadearon los otros, admirados.
–Todos los días eran el Día de los Muertos también para ellos –señaló Mortajosario.
Los chicos dieron media vuelta.
Una especie de tormenta eléctrica verde burbujeó en la mazmorra sepulcral. El suelo se estremeció como sacudido por un terremoto arcaico. En algún lugar un volcán se agitó en sueños, iluminando los muros con un flanco fogoso.
Y en los muros más alejados había dibujos prehistóricos de hombres cavernícolas, muy anteriores a los egipcios.
–Ahora –dijo Mortajosario.
Cayó un rayo.
Tigres de dientes de sable se abalanzaron sobre los cavernícolas, que gritaban aterrorizados. Caían en pozos de brea, y allí se hundían, gimiendo.
–Esperad. Salvemos a unos pocos con el fuego.
Mortajosario parpadeó. El rayo centelleó e incendio los bosques. Un hombre-mono tomó a la carrera una rama ardiendo y la clavó en unas fauces de dientes afilados. El tigre aulló de dolor y escapó. El hombre-mono, con un resoplido triunfal, arrojó la rama llameante a un montón de hojas otoñales acumuladas en la caverna. Otros hombres se acercaron a calentarse las manos al fuego, riéndose de la noche donde acechaban los ojos amarillos de las bestias, atemorizadas.
–¿Veis, muchachos? –Las llamas se reflejaban, inquietas, en el rostro de Mortajosario.– Los días del Largo Frío han concluido. Gracias a este valiente, a este hombre que piensa por primera vez, el estío habita en la caverna del invierno.
–Pero –dijo Tom– ¿qué tiene que ver esto con el Día de los Muertos?
–¿Qué tiene que ver? Bueno, por mis huesos, todo. Cuando tú y tus amigos os morís todos, los días, no hay tiempo para pensar en la Muerte ¿verdad? Sólo tiempo para correr. Pero cuando ya por último dejáis de correr... Tocó los muros.
Los hombres-monos quedaron paralizados en mitad de un movimiento.
–...ahora tenéis tiempo de pensar de dónde venís, adonde vais. Y el fuego alumbra el camino, muchachos. El fuego y el relámpago. Los luceros que brillan al alba. Un fuego protector en vuestra propia caverna. Sólo a la luz de las hogueras nocturnas pudo por fin el cavernícola, el hombre-bestia, ensartar pensamientos en una vara y ponerlos al fuego aderezándolos con un zumo de inquietud. El sol moría en el cielo. El invierno llegaba como una gran bestia blanca, sacudiendo la pelambre, y enterraba al sol. ¿Regresaría alguna vez la primavera?
¿Renacería el sol con el nuevo año o seguiría muerto? Los egipcios se lo preguntaron. Los cavernícolas se lo preguntaron un millón de años antes. ¿Saldrá el sol mañana cuando amanezca?
–¿Y es ese el origen de la Noche de las Brujas?
–Esas largas meditaciones nocturnas, muchachos. Y siempre allí, en el centro, el fuego. El sol. El sol sucumbiendo para siempre bajo el cielo frío, aterrorizando al hombre primitivo. Aquella era la Gran Muerte. Si el sol desaparecía para siempre, entonces ¿qué?
"Y a mediados del otoño, mientras todo moría, los hombres-monos se agitaban en sueños, recordaban a los muertos del año anterior. Los espectros llamaban desde dentro de las cabezas. Recuerdos, eso son los espectros, pero los hombres-monos no lo sabían. Detrás de los párpados, en las horas tardías de la noche, aparecían los espectros de la memoria, saludaban, bailaban, y entonces los hombres-monos despertaban, echaban ramitas al fuego, lloraban, se estremecían. Podían ahuyentar a los lobos, pero no a los recuerdos, no a los fantasmas. Entonces se acurrucaban, rezaban pidiendo que llegase la primavera, vigilaban el fuego, agradecían a dioses invisibles las cosechas de frutos y bayas.
"¡Noche de Brujas, en verdad! Hace un millón de años, en el otoño, en una caverna, con las cabezas pobladas de fantasmas, y el sol perdido.
La voz de Mortajosario se apagó en un susurro.
El hombre se desenroscó otro par de metros de vendas de momia, se las colgó del brazo majestuosamente y dijo:
–Más cosas para ver. Venid conmigo, muchachos.
Y salieron de las catacumbas a la penumbra crepuscular de un antiguo día egipcio.
Una gran pirámide se levantaba ante ellos, expectante.
–El último en llegar a la cúspide –dijo Mortajosario– es tío de mono.
Y el tío de mono fue Tom.
Llegaron jadeando a la cúspide de la pirámide donde había una gran lente de cristal, un catalejo que giraba lentamente con el viento sobre un trípode dorado, un ojo gigantesco que acercaba los lugares distantes.
El sol, ahogado y moribundo entre nubes, se hundía en el poniente. Mortajosario lanzó un grito de júbilo:
–Allá va, chicos. El corazón, el alma, la carne de la Noche de las Brujas. ¡El Sol! Allí asesinan otra vez a Osiris. Allí se hunde Mitra, el fuego persa. Allí sucumbe Febo Apolo, pura luz griega. Sol y llama, muchachos. Mirad y parpadead. Moved ese catalejo, que recorra mil kilómetros de costa mediterránea. ¿Veis las Islas Griegas?
–Seguro –dijo el simple George Smith, disfrazado de insólito y pálido fantasma–. Ciudades, pueblos, calles, casas. ¡La gente sale presurosa por los pórticos llevando comida!
–Sí. –Mortajosario irradiaba felicidad.– Otro Festival de los Muertos: la Fiesta de las Vasijas. Prenda-o-Premio a la antigua usanza. Pero prendas a pagar a los muertos si no les das de comer. ¡Por eso ponen los premios, en los umbrales, como platos de banquete!
A lo lejos, en la penumbra suave, flotaban en volutas de vapor los aromas de carnes cocidas, se preparaban manjares para los espíritus que humeaban a lo largo de la comarca de los vivos. Las mujeres y los niños de los hogares griegos iban y venían cargados de innumerables vituallas especiadas y deliciosas.
De pronto, en todas las Islas Griegas, las puertas se cerraron con estrépito. El golpe reverberó en el viento obscuro.
–Los templos se cierran herméticamente –dijo Mortajosario–. Todos los santuarios de Grecia tendrán doble vuelta de llave esta noche.
–¡Mirad! – Ralph-que-era-una-Momia movió la lente. La luz fulguró por encima de las máscaras de los chicos.– Esa gente ¿por qué pinta con melaza negra las jambas de las puertas?
–Brea –corrigió Mortajosario–. Alquitrán para que los fantasmas se queden pegados y no puedan entrar en las casas.
–¡Cómo no se nos ocurrió! –dijo Tom.
La obscuridad avanzaba por las playas mediterráneas. De las tumbas salían flotando como una niebla los espíritus de los muertos en penachos de hollín; y recorrían las calles y quedaban atrapados en el negro alquitrán que embadurnaba los umbrales. El viento se lamentaba, como hablando de la angustia de los muertos.
–Ahora, Italia, Roma. –Mortajosario apuntó el catalejo a los cementerios romanos donde la gente ponía comida sobre las tumbas y se alejaba rápidamente.
El viento azotó la capa de Mortajosario. Le ahuecó la voz:

Oh viento del otoño que calcinas y quemas,
ensombreciendo el mundo entero,
sopla ahora como un huracán, alcánzame y
[transfórmame
¡en un enjambre de hojas del Árbol del
[Otoño!

Mortajosario saltó elevándose verticalmente. Los chicos gritaron alborozados, mientras veían cómo las ropas, el albornoz, el pelo, la piel, el cuerpo, los huesos de maíz acaramelado de Mortajosario volaban en pedazos.

...hojas... quema.....cambia... lleva...

El viento lo dispersó como un puñado de confetti; un millón de hojas otoñales, oro, rojo sangre, pardo, herrumbre, todas indómitas, susurrantes, burbujeantes; un nido de hojas de roble y arce, una cascada de hojas de nogal, un deleznable remolino de susurros, murmullos, que crepitaban hacia el obscuro manantial del cielo. Mortajosario estalló, no en una cometa, sino en miles de millares de diminutas cometas de escamas de momia:

¡Que el mundo gire, y ardan las hojas,
que el pasto muera... y los árboles vuelen!

Y de mil millones de otros árboles en tierras otoñales, las hojas se precipitaron para unirse a los batallones remolineantes de partículas resecas en que se había convertido Mortajosario, desde donde ahora atronaba su voz:
–Chicos ¿veis los fuegos a lo largo de la costa mediterránea? ¿Los fuegos encendidos por todo el norte de Europa? Hogueras de terror. Llamas de celebración. ¿Os gustaría espiar, muchachos? ¡Arriba, entonces, a volar!
Y las hojas cayeron en aluvión sobre los chicos como aleteantes y terribles polillas y los llevaron por el aire. Sobre las arenas del Egipto cantaron y rieron, con una risa nerviosa a veces. Sobre el mar desconocido se remontaron, extasiados e histéricos.
–¡Feliz Año Nuevo! –gritó una voz, a lo lejos.
–¿Feliz qué? –preguntó Tom.
–¡Feliz Año Nuevo! – Mortajosario, una nevisca de hojas herrumbrosas, enronqueció la voz.– En tiempos remotos, el primero de noviembre era el Día de Año Nuevo. El verdadero fin del verano, el frío comienzo del invierno. No exactamente feliz, pero bueno, ¡Feliz Año Nuevo!
Atravesaron Europa y allá abajo vieron un nuevo mar.
–Las Islas Británicas –murmuró Mortajosario–. ¿Os gustaría echarle un vistazo al Dios druida de los Muertos, que se adoraba en Inglaterra?
–¡Claro que nos gustaría!
–¡Mudos como piedras, entonces, silenciosos como la nieve, dejaos caer, bajad como ráfagas, todos y cada uno!
Bajaron.
Como un saco de castañas, los pies de los niños llovieron sobre la tierra.
Y bien, los chicos que acababan de aterrizar como un chaparrón de rutilante hojarasca otoñal iban en este orden:
Tom Skelton, ataviado con deliciosos Huesos.
Henry-Trampitas, aproximadamente una Bruja.
Ralph Bengstrum, una Momia desenvuelta, que minuto a minuto perdía más vendas.
Un Fantasma llamado George Smith.
J. J. (no hace falta más), un muy buen Hombre-Mono.
Wally Babb; afirmaba que era una Gárgola, pero todos decían que más se parecía a Quasimodo.
Fred Fryer, qué otra cosa sino un mendigo recién salido de una alcantarilla.
Y al fin, pero no menos importante, Cepillo Nibley que a último momento se había improvisado un disfraz poniéndose simplemente una blanca careta terrorífica y descolgando de la pared del garaje la guadaña del abuelo.
Una vez que los muchachos aterrizaron sanos y salvos en tierra inglesa, los miles de millones de hojas se les desprendieron y echaron a volar. Estaban en el centro de un trigal inmenso. –Aquí, Maese Nibley, te traje tu guadaña. ¡Tómala! ¡Ahora cuerpo a tierra! –ordenó Mortajosario–. ¡El Dios Druida de los Muertos! ¡Samhain! ¡Al suelo! Se tiraron al suelo.
Pues una enorme guadaña bajaba rozando la tierra. El largo filo de la hoja cortaba el viento. El sibilante contrafilo rebanaba nubes. Descabezaba árboles. Rasuraba la mejilla de la colina. Afeitaba pulcramente el trigal. Una verdadera ventisca de espigas revoloteaba en el aire.
Y con cada golpe de cuchilla, cada tajo, cada guadañazo, el cielo se poblaba de lamentos, chillidos y aullidos.
La guadaña siseó en lo alto. Los muchachos se acurrucaron. –¡Haanh! –gruñó un vozarrón. –Señor Mortajosario, ¡es usted! –gritó Tom. Porque en el cielo, cerniéndose amenazante a doce metros de altura, acababa de aparecer una figura encapuchada que blandía una enorme guadaña, el rostro envuelto en las brumas de la medianoche. La hoja afilada bajó de golpe: ¡hissssssss! –¡Señor Mortajosario, apiádese de nosotros! –¡Cállate! –Alguien le dio a Tom un golpecito en el codo. El señor Mortajosario estaba echado junto a él.– Ése no soy yo. Es...
¡Samhain! –gritó la voz desde la niebla–. ¡El Dios de los Muertos! ¡Así cosecho, y así! y ¡ Ssssss-huuussshhhhhh!
¡ Sssssshuuussshhhhhh!
–¡Todos los que han muerto este año están aquí!
¡Y por sus pecados, esta noche, son convertidos en bestias!
¡ Ssssssbummmmmm!
–Piedad –lloriqueó Ralph-la-Momia.
¡Sssssstttttt! La guadaña rozó la espalda de Cepillo Nibley, desgarrándole el disfraz, arrancándole la guadañita de las manos.
–¡Bestias!
Y las espigas de trigo, lanzadas al aire, giraron con el viento, y las almas escaparon en alaridos; todos los muertos de los últimos doce meses llovieron sobre la tierra. Y al caer, al tocar el suelo, las espigas de trigo se convertían en asnos, gallinas, serpientes que roznaban, cacareaban y se escurrían; en perros, gatos y vacas que ladraban, maullaban y mugían. Pero todos eran miniaturas. Todos eran diminutos, pequeñísimos, no más grandes que gusanos, no más que pulgares, no más que la punta rebanada de una nariz. Por centenares y millares las espigas saltaban como copos de nieve y caían como arañas que no pudiendo gritar, suplicar o implorar misericordia, se deslizaban en silencio por la hierba, se volcaban sobre los chicos. Un centenar de ciempiés recorrió de puntillas la espalda de Ralph. Doscientas sanguijuelas se aferraron a la guadaña de Cepillo Nibley, hasta que el chico bramó y sacudió la guadaña, como despertando de una pesadilla. Por todas partes caían viudas negras y diminutas boas.
–¡Por vuestros pecados! ¡Vuestros pecados! ¡Tomad! ¡Esto! ¡Y esto! –la voz retumbó en el cielo sibilante.
La guadaña centelleó. El viento, mutilado, cayó en truenos rutilantes. Las mieses zarandeadas se rindieron y entregaron un millón de cabezas. Las cabezas rodaron. Los pecadores golpeaban como piedras sobre el suelo. Y al golpear se convertían en ranas y sapos y en verrugas escamosas con patas y en medusas pestilentes a la luz.
–¡Seré bueno! –prometió Tom Skelton.
–¡Déjame vivir! –agregó Henry-Trampitas.
Todo esto lo dijeron en voz muy alta, pues el ruido de la guadaña era aterrador. Parecía que una ola del océano cayese del cielo, barriese una playa, y subiera nuevamente a segar más nubes.. Hasta las nubes parecían musitar plegarias presurosas y fervientes. ¡A mí no! ¡A mí no!
–¡Por todo el mal que habéis hecho! –decía Samhain.
Y la guadaña cortaba y las almas cosechadas caían transformadas en salamandras ciegas, chinches repulsivas y cucarachas horrorosas que se escabullían, renqueaban, se arrastraban, escarabajeaban.
–¡Por todos los demontres! ¡Es un hacedor de bichos!
–¡Un aplastador de pulgas!
–¡Un triturador de serpientes!
–¡Un transformador de cucarachas!
–¡Un guardamoscas!
–¡No! ¡Samhain! El Dios de Octubre. ¡El Dios de los Muertos!
Samhain plantó un pie descomunal que aplastó mil bichos en el pasto y pulverizó las almas diminutas de diez mil bestias.
–Creo –dijo Tom– que es hora...
–¿De escapar? –sugirió Ralph, seriamente.
–¿Votamos?
La guadaña siseó. Samhain retumbó.
–¡Que vote el demonio! –dijo Mortajosario.
Todos se levantaron de un salto.
–¡Eh, volved! –tronó una voz allá arriba.
–No, señor, gracias –dijeron uno tras otro.
Y echaron a correr.
–Supongo –dijo Ralph, jadeando, saltando, con lágrimas en las mejillas –que he sido bastante bueno casi toda mi vida. No merezco morir.
–Hah-hnnh! –grito Samhain.
La guadaña bajó como una guillotina descabezando un roble y talando un arce. En algún lugar, un huerto de manzanos otoñales cayó en una cantera. Resonó como si toda una escuela de párvulos se precipitara escaleras abajo.
–No creo que te haya oído, Ralph –dijo Tom.
Se zambulleron. Rodaron entre rocas y malezas.
La guadaña rebotó contra las piedras.
Samhain lanzó un alarido que provocó un desprendimiento de tierra en una ladera cercana.
–Caramba –dijo Ralph, replegado como un caracol, las rodillas contra el pecho, los ojos bien cerrados–. Inglaterra no es sitio para pecadores.
Y mientras tanto una lluvia Final, un chaparrón, un aguacero de almas-histéricas-convertidas-en-escarabajos, en pulgas, en chinches de mal olor, en arañas zancudas, se deslizaba por encima de los muchachos.
–Eh, mirad. ¡Ese perro!
Un perro salvaje, despavorido, trepaba por las rocas a toda carrera.
Y la cara del perro, los ojos, algo en los ojos... –¿No será... ?
–¿Pipían? –dijeron todos. –Pip... –gritó Tom–. ¿Aquí nos encontramos? Entonces...
Pero ¡funnm! La guadaña cayó.
Y lloriqueando de terror, el perro rodó sobre sí mismo y resbaló cuesta abajo.
–Aguántate, Pipkin. ¡Te reconocemos, te vemos! ¡No te asustes! No... –Tom silbó.
Pero el perro, que gemía con la dulce y adorada y asustada voz de Pipkin, ya no estaba allí.
Pero ¿no devolvían las colinas un eco de aquel gañido?
–Encontradme. Encontradme. Encontraaaaadme...
¿Dónde? pensó Tom. Cuernos ¿dónde?
Samhain, guadaña en alto, echó una mirada alrededor, feliz con sus juegos.
Rió entre dientes la más deliciosa de las carcajadas, escupió un feroz salivazo en sus manazas córneas, apretó la guadaña con más fuerza, la blandió y se quedó petrificado...
Porque en alguna parte alguien cantaba.
En alguna parte cerca de la cresta de una colina entre unos pocos árboles, chisporroteaba una pequeña hoguera.
Allí unos hombres que parecían sombras elevaban los brazos al cielo y entonaban cánticos.
Samhain escuchó, la guadaña en los brazos como una gran sonrisa.

¡Oh Samhain, Dios de los Muertos!
¡Escúchanos!
En esta Arboleda de grandes Robles,
nosotros los Sagrados Sacerdotes Druidas,
¡te imploramos por las Almas de los
[Muertos!

Allá a lo lejos, esos hombres extraños junto a la hoguera crepitante alzaban cuchillos de metal, alzaban gatos y cabras en las manos, cantando:

Oramos por las almas de aquellos
que transformaste en Bestias.
Oh Dios de los Muertos, sacrificamos
estas bestias
para que liberes las almas
de los seres queridos
que han muerto este año.
Los cuchillos centellearon.

Samhain sonrió con una sonrisa aún más amplia. Los animales chillaron.
Alrededor de los chicos, por doquier, sobre la tierra, la hierba, las rocas, las almas prisioneras, perdidas en arañas, encerradas en cucarachas, relegadas en pulgas y escolopendras, boqueaban y plañían silenciosos gemidos y se retorcían y agitaban.
Tom dio un respingo. Le pareció oír un millón de pequeños, oh muy microscópicos balidos de dolor y alivio alrededor, allí donde bailoteaban los ciempiés y danzaban las arañas.
–¡Libéralos! ¡Déjalos en paz! –oraban los druidas en la colina.
La hoguera se inflamó.
Un viento marino rugió sobre los prados, acarició las rocas, tocó a las arañas, puso patas arriba a las cucarachas. Las arañas diminutas, los insectos, los perros y vacas en miniatura echaron a volar como un millón de copos de nieve. Las almas aprisionadas en cuerpos de insectos se dispersaron.
Liberadas, con un vasto y cavernoso susurro, subieron al cielo como una exhalación.
–¡Al Ciclo! –clamaron los sacerdotes druidas–¡Libres al fin! ¡Subid!
Las almas volaron. Se desvanecieron en el aire con un profundo suspiro de alivio y mucha gratitud.
Samhain, el Dios de los Muertos, se encogió de hombros y las dejó partir. Y de pronto, como antes, se quedó petrificado.
Al igual que los chicos escondidos y el señor Mortajosario, acurrucados entre las rocas.
Desde el valle y a través de la colina avanzaba! un ejército de soldados romanos, a paso redoblado. El jefe corría al frente de la columna, y gritaba:
–¡Soldados de Roma! ¡Destruid a los paganos!! ¡Destruid la religión sacrílega! ¡Así lo ordena Suetonio!
–¡Por Suetonio!
Samhain, en el cielo, alzó la guadaña demasiado tarde.
Blandiendo hachas y espadas, los soldados se ensañaron con los sagrados robles druidas.
Samhain aulló de dolor como si las hachas le hubiesen arrancado las piernas.
Los árboles sagrados gimieron, silbaron, y con una sacudida final se desplomaron atronando el suelo.
En el aire alto Samhain se estremeció.
Los sacerdotes druidas dejaron de correr y temblaron de pies a cabeza.
Los árboles cayeron.
Talados a la altura de los tobillos, las rodillas, lo sacerdotes cayeron, como robles en un huracán.
–¡No! –rugió Samhain en el aire alto.
–¡Pero sí! –gritaron los romanos–. ¡Ahora!
Los soldados asestaron un último y poderoso golpe.
Y Samhain, Dios de los Muertos, arrancado de raíz, talado por los tobillos, empezó a caer.
Los chicos, que miraban hacia arriba, saltaron para ponerse a salvo. Porque era como si una selva gigantesca se desplomase de pronto. La inmensa caída los sumió en una obscuridad de medianoche. El trueno de la muerte precedió al árbol. Era el roble más alto que alguna vez se desplomara para morir; y a plomo cayó por el aire enfurecido, gritando, aleteando.
Samhain golpeó el suelo.
Cayó con un rugido que estremeció los huesos de las colinas y extinguió las hogueras sagradas.
Y junto con Samhain, mutilado y derribado y muerto, cayó el último de los robles druidas, como trigo segado con una guadaña final. La enorme guadaña de Samhain, una vasta sonrisa perdida en los campos, se disolvió en un charco de plata y se hundió en la hierba.
Silencio. Rescoldos humeantes. Un remolino de hojas.
Repentinamente se puso el sol.
Los sacerdotes druidas se desangraban sobre la hierba a la vista de los muchachos, y el capitán romano iba de una a otra hoguera y pateaba las sagradas cenizas.
–¡Aquí levantaremos los templos a nuestros dioses!
Los soldados encendieron nuevos fuegos y quemaron incienso ante los nuevos ídolos dorados.
Pero casi en seguida una estrella brilló en el este. Por las lejanas arenas del desierto, al son de las campanillas de los camellos, avanzaban Tres Reyes Magos.
Los soldados romanos alzaron los escudos de bronce para protegerse del resplandor de la Estrella. Pero los escudos se les fundían. Los ídolos romanos se fundían transformándose en imágenes de María y su Hijo.
Las armaduras de los soldados se fundían, goteaban, cambiaban. Vestían ahora el ropaje de sacerdotes que entonaban letanías en latín ante altares todavía más nuevos, mientras Mortajosario, acurrucado, entornando los ojos, contemplaba la escena, y murmuraba a los pequeños enmascarados:
–Así es, muchachos, ¿lo veis? Dioses tras dioses. Los romanos abatieron a los druidas, los robles, al Dios de los Muertos, ¡pum! ¡abajo! Y los reemplazaron por otros dioses ¿eh? ¡Ahora llegan los cristianos y vencen a los romanos! Nuevos altares, muchachos, nuevo incienso, nuevos nombres...
El viento apagó los cirios del altar.
En la obscuridad, Tom gritó. La tierra se estremeció y giró, vertiginosa. La lluvia los caló hasta los huesos.
–¿Qué es lo que pasa, señor Mortajosario? ¿Dónde estamos?
Mortajosario encendió un pulgar de yesca y lo sostuvo en alto.
–Válgame el cielo, muchachos. Es la Edad del Obscurantismo. La noche más larga y obscura de toda la historia. Tiempo ha que Cristo llegó y abandonó este mundo y...
–¿Dónde está Pipkin?
–¡Aquí! –gritó una voz desde el cielo en tinieblas–. ¡Creo que estoy montado en una escoba! ¡Me lleva... lejos!
–Epa, yo también –dijo Ralph, y a continuación J. J. y luego Cepillo Nibley, y Wally Babb, y todos los demás.
Se oyó un inmenso murmullo, como si un gato gigantesco se atusara los bigotes en la obscuridad.
–Escobas –cuchicheó Mortajosario–. El cónclave de las Escobas. El Festival de Escobas de Octubre. La Migración Anual.
–¿Adonde? –preguntó Tom, a los gritos, pues ahora todos andaban por el aire escobando y chillando.
–¡A la Casa de las Escobas, por supuesto!
–¡Socorro! ¡Estoy volando! –dijo Henry-Trampitas.
Un movimiento rápido. Una escoba lo levantó por el aire.
Un gran gato erizado rozó la mejilla de Tom. Sintió que un palo de madera le saltaba entre las piernas.
–¡No te sueltes! –le dijo Mortajosario–. ¡Cuando te ataca una escoba, lo único que puedes hacer es no soltarte!
–¡No me soltaré! –gritó Tom, y voló alejándose.
El cielo fue barrido a nuevo por las escobas.
Los chicos que ocupaban al menos ocho de estas escobas limpiaron a gritos el cielo.
Y en medio del desconcierto, mientras los alaridos de terror se transformaban en gritos de alborozo, los chicos casi olvidaron a Pipkin, que como ellos navegaba entre islas de nubes.
–¡Por aquí! –anunció Pipkin.
–¡Tan rápido como podamos! –dijo Tom Skelton–. ¡Pero Pip, qué difícil es cabalgar en el mango de una escoba!
–Curioso que digas eso –dijo Henry-Trampitas–. Estoy de acuerdo.
Todos estuvieron de acuerdo, resbalando, colgando, y volviendo a trepar.
Había ahora tal ajetreo de escobas que no quedaba lugar para nubes, ni para brumas y menos aún para nieblas y chiquillos. Había un terrible atascamiento de escobas, como si en todos los bosques de la tierra se hubiesen soltado a la vez todas las ramas que devastando los prados otoñales habían cortado limpiamente y habían apretado en manojos todas aquellas gramíneas capaces de convertirse en buenas barrenderas, limpiadoras y golpeadoras, echando luego a volar.
Allá iban todos los palos que apuntalaban los tendederos de ropa de todos los patios del mundo. Y con ellos, gavillas de hierbas, brazadas de malezas, matorrales de zarzas para arriar los rebaños de nubes y limpiar las estrellas y transportar a los chicos.
Muchachos que cada uno a lomo de un esquelético rocín, recibían un diluvio de palos y bofetadas. Se los castigaba severamente por ocupar el cielo. Les tocaron unos cien moretones a cada uno, una docena de tajos, y exactamente cuarenta y nueve chichones en los cráneos tiernos.
–¡Epa, me sale sangre de la nariz! –boqueó Tom, feliz, mirando el rojo que le embadurnaba los dedos.
–¡Pamplinas! –gritó Pipkin, entrando seco en una nube y volviendo mojado–. Eso no es nada. ¡Yo tengo un ojo en compota, una oreja lastimada y he perdido un diente!
–¡Pipkin! ––llamó Tom–. ¡No sigas diciendo que vayamos contigo! ¡No sabemos dónde estás! ¿Dónde?
–¡En el aire! –dijo Pipkin.
–¡Uf! –murmuró Henry-Trampitas–, hay dos zillones, cien billones, noventa y nueve millones de acres de aire alrededor del mundo. ¿A qué medio acre se refiere Pip?
–Me refiero... –jadeó Pipkin.
Pero toda una gavilla de palos de escoba se soltó de golpe bailando frente a él con los brazos en jarras como una lanzadera de cañas de maíz, o la cerca de una granja que de pronto se pusiera a dar brincos y saltos mortales.
Una nube de cara demoníaca abrió la boca. Se tragó a Pipkin, con escoba y todo, y luego contrajo sus vapores y tronó con una indigestión de Pipkin.
–¡Ábrete paso a puntapiés, Pipkin! ¡Dale una patada en el estómago! –sugirió alguien.
Pero nada pateó y la nube partió satisfecha de la Bahía Para Siempre rumbo al Alba de la Eternidad, rumiando una deliciosa cena de niño bueno.
–¿Encontrarlo en el aire? –resopló Tom–. Córcholis, horribles direcciones a la nada.
–¡Mira direcciones todavía más horribles! –dijo Mortajosario, navegando junto a él en una escoba que parecía un gato mojado y furibundo en el extremo de un cepillo de piso–. ¿Queréis ver brujas, muchachos? ¿Hechiceras, arpías, adivinas, magos, nigromantes, demonios, diablos? Allí estarán, muchachos, en tropeles, en tumultos. Abrid bien los ojos.
Y allá abajo, por toda Europa, a través de Francia y Alemania y España, en los caminos anochecidos había en verdad racimos y multitudes y procesiones de extraños pecadores que huían al norte, una turbamulta que se alejaba de los Mares del Sur.
–¡Eso es! ¡Saltad, corred! Por aquí hacia la noche. ¡Por aquí hacia la obscuridad! –Mortajosario volaba a escasa altura, gritando sobre las multitudes como un general que diera órdenes a una magnífica tropa de criaturas maléficas.– ¡Rápido, escondeos! ¡Cuerpo a tierra! ¡Esperad unos siglos!
–¿Esconderse de qué? –inquirió Tom.
–¡Aquí vienen los cristianos! –gritaban las voces allá abajo, en los caminos.
Y esa era la respuesta.
Tom parpadeó, subió, y observó.
Y desde todos los caminos las turbas corrían para dispersarse en las granjas, en las encrucijadas, en los labrantíos, en los poblados. Hombres viejos. Mujeres viejas. Desdentados y enfurecidos, aullando al cielo mientras las escobas barrían y barrían.
–Caramba –dijo Henry-Trampitas azorado–. ¡Son brujas!
–¡Que me limpien a seco el alma y la cuelguen a secar si no tienes razón, muchacho! –asintió Mortajosario.
–Hay brujas que saltan hogueras –dijo J. J.
–Y brujas que revuelven calderos –dijo Tom.
–Y brujas que dibujan símbolos en el polvo de las granjas –dijo Ralph–. ¿Son reales? Quiero decir, yo siempre pensé...
–¿Reales? –Mortajosario, ofendido, estuvo a punto de caerse de su escoba gato-erizado.– ¡Sí, inocentes pajarillos, sí, criaturas, todos los pueblos tienen una bruja residente. Todos los pueblos esconden a algún sacerdote pagano de la antigua Grecia, a algún adorador romano de dioses minúsculos que corren por los caminos, se esconden en las alcantarillas, se entierran en cavernas para escapar de los cristianos. En todos los villorrios, chico, en todas las granjas de mala muerte que puedas encontrar se ocultan antiguas religiones. Habéis visto cómo fueron mutilados y talados los druidas ¿eh? Ellos se ocultaban de los romanos. Y ahora son los romanos, que alimentaban con cristianos a los leones, quienes corren a esconderse. Así es como todos esos descoyuntados cultos menores de todos los gustos y tipos, luchan por sobrevivir. ¡Ved cómo corren, muchachos!
Y era verdad.
Por toda Europa ardían hogueras. En cada encrucijada, junto a cada parva de heno unas formas obscuras saltaban a través de las llamas transformadas en gatos. Los calderos burbujeaban. Las viejas arpías maldecían. Los perros retozaban con carbones al rojo.
–Brujas, brujas por todos lados –dijo Tom sorprendido–. ¡Nunca pensé que hubiese tantas!
–Legiones y multitudes, Tom. Europa estaba inundada hasta los topes. Brujas bajo los pies, debajo de las camas, en los sótanos y en las buhardillas.
–Caramba caramba –dijo Henry-Trampitas orgulloso en su disfraz de Bruja–. ¡Brujas de verdad! ¿Podían hablar con los muertos?
–No –dijo Mortajosario.
–¿Engañar a los diablos?
–No.
–¿Meter a los demonios en las bisagras de las puertas y hacerlos chirriar a medianoche?
–No.
–¿Cabalgar en palos de escoba?
–Nopo.
–¿Hacer estornudar a la gente?
–Lástima, pero no.
–¿Matar a personas clavando alfileres en muñecos?
–No.
–Bueno, diantre ¿qué podían hacer?
–Nada.
–¡Nada! –gritaron todos, ultrajados.
–¡Ah, pero ellas creían que podían, muchachos!
Mortajosario guió a los jinetes montados en escobas hasta las granjas donde las brujas echaban ranas en los calderos y pisoteaban sapos y aspiraban polvo de momias y retozaban cacareando.
–Pero, deteneos a pensar. ¿Qué significa en verdad la palabra Bruja?
–Bueno... –dijo Tom, cohibido.
–Ingenio –dijo Mortajosario–. Inteligencia. Eso quiere decir. Conocimiento. De modo que cualquier hombre, cualquier mujer, con medio cerebro y ganas de saber algo tenía aptitudes, ¿eh? Y así a cualquiera demasiado despierto, que no se ocultaba bastante, lo llamaban...
–¡Brujo! –dijeron los niños a coro.
–Y algunos de los más listos, los realmente ingeniosos, decían que eran magos, o imaginaban soñar con fantasmas y almas en pena y momias errantes.
Y si por casualidad un enemigo caía fulminado, se le atribuían todas las glorias. Les gustaba creerse poderosos, pero no lo eran, muchachos, lo siento, pero es la triste verdad. Pero escuchad. Allá, del otro lado de la colina. De allí vienen las escobas.
Y hacia allá van.
Los chicos escucharon y oyeron:

Este Taller de Escobas fabrica
la escoba que asoma
en el cielo lóbrego y a la salida de la luna,
el palafrén de brujas que vuela muy alto
sobre cosechas de huracanes de hierbas
y se mueve con gritos y suspiros
en océanos de nubes, a veces ruidosa, a
[veces callada...

Abajo, una fábrica de escobas para brujas trabajaba sacudiéndose, a toda máquina: se cortaban los mangos, y ni bien les ataban los manojos de paja, las escobas trepaban por las chimeneas entre lluvias de chispas. En los tejados, las arpías las montaban de un salto y cabalgaban por el cielo estrellado.
O así parecía, mientras los muchachos miraban y las voces cantaban:

¿Las Brujas oían desde la cama el viento
[nocturno
y salían a retozar y a danzar con diablos y
[muertos?
¡No!
Eso decían, aseguraban y escribían
hasta que continentes enteros llamaron
"brujas" endemoniadas a gente inocente,
y conspiraron,
y a viejas, infantas y vírgenes echaron a la
[hoguera.

El populacho recorría enfurecido las aldeas y las granjas con antorchas, maldiciendo. Los fuegos ardían desde el Canal de la Mancha hasta las costas del Mediterráneo.

Diez mil de esas brujas demoníacas
fueron colgadas en Francia y Alemania
para que zapatearan una última danza.
No quedó aldea sin un aquelarre privado
pues cada lado acusaba al otro de cerdo del
[infierno,
marrana de Luzbel, verraco demoníaco.

Cerdos salvajes, con brujas pegadas a los lomos, trotaban por los techos de tejas, arrancando chispas, los hocicos humeantes:

Toda Europa era una nube de humo de
[brujas.
A menudo los jueces ardían junto con ellas.
¿Por qué? ¡Una simple broma!
Hasta que al fin: ¡Todos los hombres están
[manchados por la culpa!
¡Todos pecan, todos mienten!
¿Qué hacer entonces?
¡Y bien: que todos mueran!

El humo se arremolinaba en el cielo. En las encrucijadas había brujas colgadas, cuervos apretados en la plumosa obscuridad.
Arriba los chicos colgaban de las escobas, los ojos fuera de las órbitas, estupefactos.
–¿Alguno quiere ser bruja? –preguntó por último Mortajosario.
–Mm –dijo Henry-Trampitas estremeciéndose en sus harapos de bruja–. ¡Y yo no!
–No es broma ¿en, muchacho?
–No es broma.
Las escobas los llevaron lejos de las carnes carbonizadas y el humo.
Aterrizaron en una calle desierta, en un lugar abierto, en París.
Las escobas se les desplomaron, muertas.

Y bien, muchachos ¿qué haremos ahora para espantar a los espantosos, aterrorizar a los terroríficos, horripilar a los horripilantes? –gritó Mortajosario desde dentro de una nube–. ¿Qué es más grande que los demonios y las brujas?
–¿Los dioses más grandes?
–¿Las brujas más grandes?
–¿Iglesias más grandes? –aventuró Tom Skelton.
–¡Bendito Tom, has acertado! Una idea crece ¿sí? ¡Una religión crece! ¿Cómo? Con edificios bastante monumentales como para echar sombras sobre todo un país: levantad construcciones que puedan verse en cien kilómetros a la redonda. Construid un edificio tan alto y famoso que hasta tenga un campanero jorobado. Así que ahora, muchachos, ayudadme a edificarlo, ladrillo sobre ladrillo, arbotante sobre arbotante. Edifiquemos...
–¡Notre Dame! –gritaron ocho muchachos.
–Y una razón más para edificar Notre Dame... –dijo Mortajosario–. Escuchad..
¡Bammm!
Una campana tañó en el cielo.
¡Bammm!
– ...¡Socorro...! –murmuró una voz cuando los ecos se apagaron.
¡Bammm!
Los chicos miraron y vieron una especie de andamio levantado sobre la luna con un campanario a medio construir. En la cúpula misma pendía una gran campana de bronce, y esa campana repicaba.
Y dentro de esa campana, con cada tañido, redoble y volteo, gritaba una vocecita:
–¡Socorro!
Los chicos miraron a Mortajosario.
En los ojos de todos fulguraba una pregunta:
–¿Pipkin?
¡Encontradme en el aire! pensó Tom. ¡Y allí está!
Allí, sobre los techos de París, colgado de los pies, la cabeza por badajo, estaba Pipkin en una campana. O en todo caso la sombra, el espectro, el espíritu perdido de Pipkin.
Es decir, que había una campana, y cuando esa campana daba la hora, tañía con un badajo de carne y hueso. La cabeza de Pipkin golpeaba contra los bordes, y la campana resonaba. ¡Bammm! Y otra vez: ¡Bammm!
–Se le van a saltar los sesos –jadeó Henry-Trampitas.
–¡Socorro! –gritó Pipkin, una sombra en la campana, un espectro encadenado cabeza abajo para tocar los cuartos y las horas.
–¡Volad! –ordenaron los chicos a las escobas, que yacían muertas sobre las piedras de París.
–Ya no tienen vida –se condolió Mortajosario–.
Savia, sustancia y fuego, todo perdido. Bueno, ahora –se restregó la barbilla, que chisporroteó–, ¿cómo subimos a ayudar a Pipkin sin escobas?
–Vuele usted, señor Mortajosario.
–Ah, no, ese no es el trato. Vosotros tenéis que salvarlo, siempre y para siempre, una y otra vez, esta noche, hasta la última salvación. Esperad. ¡Ah! Inspiración. íbamos a edificar Notre Dame ¿no es cierto? Bueno, entonces edifiquémosla ahora mismo y aquí, y trepemos hasta Pipkin, el cabeza-dura-aldaba-carillón. ¡Arriba, hijos! ¡Trepad por esas escaleras!
–¿Qué escaleras?
–¡Éstas! ¡Aquí! ¡Aquí! ¡Y aquí!
Los ladrillos se fueron colocando. Los muchachos saltaron. Y a medida que levantaban un pie, lo mantenían en el aire y volvían a apoyarlo, una escalera iba apareciendo, piedra tras piedra.
¡Bammm! dijo la campana.
–¡Socorro! –dijo Pipkin.
Y los pies que galopaban en el aire descendían golpeteando, taconeando, pisando con fuerza... Un peldaño. Otro peldaño.
Y más arriba otro y otro espacio vacío. –¡Socorro! –dijo Pipkin.
¡Bammm! resonó una vez más la campana hueca.
Y así corrieron por el vacío, mientras detrás Mortajosario los azuzaba, los empujaba. Corrían en una ráfaga de viento luminoso y debajo de ellos los ladrillos y las piedras y la argamasa se ordenaban como naipes, se solidificaban bajo las punteras y tacones.
Era como subir por un pastel que se fuera construyendo a sí mismo, capa de piedra sobre capa de piedra, mientras la loca campana y el triste Pipkin gritaban y suplicaban arriba.
–¡Nuestra sombra, allá está! –dijo Tom.
Y en verdad la sombra de esa catedral, de esa espléndida Notre Dame a la luz de la luna, cubría toda Francia y la mitad de Europa.
–¡Arriba, chicos, arriba; sin pausa ni descanso, corred!
¡Bum!
¡Socorro!
Todos corrieron. Empezaban a caerse a cada paso, pero otra vez y otra y otra aparecían los peldaños, y los salvaban y los llevaban más alto, y las sombras de las cúpulas cruzaban ríos y campiñas y apagaban las últimas hogueras de brujas en los cruces de caminos. Arpías, hechiceras, magos, íncubos, a mil kilómetros de distancia, se apagaban como velas, se dispersaban en humo, gemían y se escondían enterrándose a medida que la iglesia se elevaba, crecía en el cielo.
–Y tal como los romanos talaron los árboles druidas y mutilaron al Dios de la Muerte hasta derribarlo, ahora nosotros con esta iglesia, chicos, proyectamos una sombra que voltea los zancos de todas las brujas, y pone en fuga a los hechiceros zaparrastrosos y a los magos de tres por cuatro. No más hogueras de brujas. Sólo este gran cirio encendido, Notre Dame. ¡Presto!
Los chicos reían alborozados.
Porque el último escalón acababa de ponerse en su lugar.
Jadeantes, habían llegado a la cúspide.
La catedral de Notre Dame estaba terminada y construida.
¡Bum!
La última y dulce campanada de la hora.
La gran campana de bronce se estremeció.
Y colgó vacía.
Los muchachos se asomaron a la boca cavernosa.
Ya no tenía un badajo que parecía Pipkin.
–¿Pipkin? –susurraron.
–...kin –repitió con un leve eco la campana.
–Está aquí en alguna parte. Allí arriba en el aire, nos prometió que lo encontraríamos. Y Pipkin nunca olvida una promesa –dijo Mortajosario–. Mirad en torno, muchachos. Hermosa obra artesanal ¿eh? Siglos de trabajo resueltos ¿verdad? Pero, ah, ah, falta algo además de Pipkin. ¿Qué? Mirad para arriba. Escudriñad alrededor. ¿Eh?
Los chicos miraron con curiosidad. Estaban desconcertados.
–Mm...
–¿No os parece que el lugar está demasiado desnudo? ¿Demasiado intacto y pobre de ornamentos?
–¡Gárgolas!
Todos se volvieron a mirar a...
Wally Babb, que se había disfrazado de Gárgola para la Fiesta de las Brujas. La revolución le iluminaba la cara.
–Gárgolas. No hay una sola gárgola en todo el lugar.
–Gárgolas. –Mortajosario vocalizó la palabra, la embelleció con las ricas sonoridades de su lengua de lagartija.– Gárgolas. ¿Las ponemos, muchachos?
–¿Cómo?
–Bueno, yo diría que con un silbido. Llamad con silbidos a los demonios, muchachos, a los espíritus del mal, convocad con un profundo y vibrante resoplido a las alimañas y a las feroces y sanguinarias criaturas de las sombras.
Wally Babb aspiró profundamente.
–¡Aquí va el mío!
Silbó.
Todos silbaron.
¿Y las Gárgolas?
Acudieron al galope.

Los desocupados de la Europa de medianoche se estremecieron, y despertaron, saliendo de un sueño de piedra.
Es decir, todas las viejas bestias, todas las viejas supersticiones, todas las viejas pesadillas, todos los viejos demonios relegados, las brujas abandonadas en algún aprieto, se sobrecogieron al oír el llamado, se irguieron al escuchar el silbido, temblaron ante la intimación, y levantando remolinos de polvo se deslizaron por los caminos, revolotearon por los cielos, sacudieron los árboles, vadearon arroyos, cruzaron a nado los ríos, perforaron las nubes, y llegaron, llegaron, llegaron.
Es decir, también todas las estatuas e ídolos y dioses y genios muertos de Europa que yacían por doquier como un terrorífico manto de nieve, abandonados, en ruinas, parpadearon y echaron a andar, y aparecieron como salamandras por los caminos, o como murciélagos en el cielo o como perros salvajes en las malezas. Volaban, galopaban, saltimbanquiaban.
Ante la excitación general y el asombro y la algarabía de la hilera de muchachos asomados, Mortajosario se asomaba con ellos mientras desde el norte, el sur, el este, el oeste llegaban las multitudes de extrañas bestias y se arremolinaban asustadas en las puertas a esperar los silbidos.
–¿Les arrojaremos plomo hirviente?
Los chicos vieron la sonrisa de Mortajosario.
–Diantre, no –dijo Tom–. ¡El Jorobado ya hizo eso hace muchos años!
–Entonces, lava ardiente no. ¿Les silbamos ordenándoles que suban?
Todos silbaron.
Y obedientes al llamado, las turbamultas, los tropeles, el aluvión, la muchedumbre, el furibundo torrente de monstruos, bestias, vicios desenfrenados, virtudes trasnochadas, santos descartados, orgullos mal entendidos, pompas huecas se filtraban, se escurrían, se deslizaban, acometían, corrían temerarios y escalaban los muros de Notre Dame. En una marejada de pesadilla, en un tumultuoso oleaje de alaridos y trastabillones inundaron la catedral para incrustarse en todos los piñones y voladizos.
Y por aquí corrían marranos y por allá trepaban machos cabríos y otro de los muros conocía diablos que se remodelaban en camino, dejaban caer un par de cuernos para que les creciera otro nuevo, se afeitaban las barbas para que les brotaran retorcidos mostachos de lombrices.
A veces era sólo un enjambre de máscaras y caretas lo que correteaba muro arriba y ocupaba los altos contrafuertes, transportado por un ejército de cangrejos y de bamboleantes langostas ganchudas. Allá iban las caras de gorilas, llenas de pecado y dientes. Allá iban cabezas humanas con salchichas en las bocas. Más allá bailaba la máscara de un Bufón que una araña experta en ballet llevaba en alto.
Pasaban tantas cosas que Tom dijo: –¡Caramba, cuántas cosas están pasando! –¡Y más habrán de pasar, añil –dijo Mortajosario.
Pues ahora Notre Dame estaba infestada de bestias y de telarañas, de miradas maléficas y luces siniestras y máscaras, y por aquí venían dragones persiguiendo a niños, y ballenas tragándose a Jonases, y carretas desbordantes de calaveras-y-huesos. Acróbatas y saltimbanquis, tironeados por demiurgos, cojeaban y caían en extrañas posturas para petrificarse en el tejado.
Todo acompañado por cerdos arpistas y marranas que tocaban flautines, y perros gaiteros, y la música misma hechizaba y atraía a los muros a nuevas multitudes de seres grotescos que serían atrapados y retenidos para siempre en los nichos de piedra.
Aquí un orangután tañía una lira; allá trastabillaba una mujer con cola de pescado. Ahora una esfinge brotaba volando de la noche, dejaba caer las alas y se transformaba en mujer y león, mitad y mitad, y se echaba a dormitar por los siglos de los siglos a la sombra y al tañido de agudas campanas.
–Epa ¿y ésos qué son? –gritó Tom. Mortajosario, asomándose, resopló: –Pues son los Pecados, chicos. Y los seres Innominados. Allí repta la Carcoma de la Conciencia.
La miraron para verla reptar. Reptaba maravillosamente bien.
–Ahora –murmuró Mortajosario en voz muy queda–. Echaos. Dormitad. Dormid.
Y las manadas de criaturas extrañas dieron tres vueltas en redondo como perros endemoniados y se tumbaron en el suelo. Todas las bestias echaron raíces. Todas las muecas se petrificaron.
Todos los gritos se fueron acallando.
La luna proyectaba sombras y luces sobre las gárgolas de Notre Dame.
–¿Entiendes esto, Tom?
–Seguro. Todos los viejos dioses, todos los viejos sueños, todas las viejas pesadillas, todas las viejas ideas sin nada que hacer, desocupadas, nosotros les dimos trabajo. ¡Las llamamos aquí!
–Y aquí se quedarán por los siglos de los siglos ¿verdad?
–¡Verdad!
Se asomaron por el parapeto.
Había una turba de bestias en la muralla oriental.
Una muchedumbre de pecados en la occidental.
Una marejada de pesadillas en el sur.
Un remolino de vicios innombrables y virtudes mal guardadas hacia el norte.
–A mí –dijo Tom, orgulloso del trabajo de esa noche– no me molestaría vivir aquí.
El viento canturreó en las bocas de las bestias. Los colmillos sisearon y silbaron:
–Muchas gracias.
–Josafat –dijo Tom Skelton, sobre el parapeto–. Silbamos a todos los grifos y demonios de piedra para que vinieran aquí. Y ahora Pipkin ha vuelto a perderse. Estaba pensando ¿por qué no le silbamos a él?
Mortajosario se rió tanto que la capa obscura retumbó en el viento nocturno y los huesos resecos le castañetearon dentro de la piel.
–¡Muchachos! ¡Mirad alrededor! ¡Todavía está aquí!
–¿Dónde?
–Aquí –se condolió una vocecita muy lejana.
Los chicos retorcieron las columnas vertebrales para mirar por encima del parapeto, se desnucaron mirando hacia arriba.
–¡Al escondite, hijos, busquemos!
Y aun buscando, no podían dejar de gozar una vez más de los turbulentos tejados de la catedral bordeados de horrores, y deliciosamente afeados con bestias prisioneras.
¿Dónde estaba Pipkin entre todas aquellas obscuras criaturas marinas de branquias abiertas como bocas en un jadeo y un suspiro eternos? ¿Dónde entre todas aquellas pesadillas maravillosamente cinceladas y talladas en los cálculos biliares de merodeadores nocturnos y monstruos nacidos de viejos terremotos, vomitados por volcanes enloquecidos que se enfriaban en terrores y delirios?
–Aquí –gimió otra vez una vocecita lejana y familiar.
Y allá abajo, en un salidizo, a mitad de camino entre ellos y la tierra, les pareció ver, aguzando la mirada, una hermosa carita redonda angelical-demoníaca con una expresión familiar, una nariz familiar, una boca afectuosa y familiar.
–¡Pipkin!
A los gritos, bajaron de prisa las escaleras por los obscuros corredores hasta que llegaron al salidizo. Allá a lo lejos, en el aire ventoso, encima de un pasadizo muy estrecho, se veía la carita, hermosa en medio de tanta fealdad.
Tom se adelantó, sin mirar abajo, extendiendo los brazos como alas. Ralph lo siguió. El resto avanzó con cautela en fila india.
–¡Cuidado, Tom, no te caigas!
–No me caigo. Aquí está Pip.
Y allí estaba.
Desde el salidizo, justo debajo de la máscara de piedra asomada al vacío, el busto, la cabeza de gárgola, miraron arriba y vieron el magnífico perfil, la soberbia nariz respingada, la mejilla imberbe, el ensortijado casco de pelo marmóreo.
Pipkin.
–Pip, por todos los diablos ¿qué haces aquí? –gritó Tom.
Pip no dijo nada.
La boca de Pip era de piedra. –Uff, es sólo roca –dijo Ralph–. Es sólo una gárgola tallada aquí hace mucho tiempo, que se parece a Pipkin.
–No, yo lo oí llamar. –Pero, cómo...
Y entonces el viento les trajo la respuesta. Sopló alrededor de los altos muros de Notre Dame. Tocó la flauta en los oídos y el caramillo en las bocas abiertas de las gárgolas.
–Ahhh... –suspiró la voz de Pipkin. Los cabellos se les erizaron en las nucas. –Oooooo –murmuró la boca de piedra. –¡Escuchad! ¡Es él! –dijo Ralph, excitado. –¡Silencio! –gritó Tom–. ¿Pip? La próxima vez que sople el viento dinos cómo podemos ayudarte. ¿Qué te trajo aquí? ¿Cómo te llevamos abajo?
Silencio. Los chicos se aferraron a la cara rocosa de la gran catedral.
De pronto sopló otra ráfaga, les cortó el aliento, y silbó entre los dientes tallados en piedra del chiquillo.
–Una... –dijo la voz de Pip– ... pregunta –susurró nuevamente la voz de Pip luego de una pausa.
Silencio. Más viento.
–Por...
Los chicos esperaron.
–...vez.
–¡Una pregunta por vez! –tradujo Tom. Los muchachos estallaron en risas. Ése sí que era Pipkin.
–De acuerdo. –Tom juntó saliva.– ¿Qué haces aquí arriba?
El viento sopló tristemente y la voz habló como sí estuviera en las profundidades de un viejo pozo:
–He visto... tantos... lugares... en apenas... unas pocas... horas.
Los muchachos esperaron, rechinando los dientes.
El viento regresó para gemir en la abierta boca de piedra.
–¡Habla, Pipkin!
Pero el viento había muerto.
Empezó a llover.
Y esto fue lo mejor. Porque las gotas de lluvia corrieron, frías, por las pétreas orejas de Pipkin y le salieron por la nariz y le brotaron como un manantial de la boca de mármol, y Pipkin empezó a pronunciar sílabas en lenguas líquidas, con palabras límpidas y frías como agua de lluvia:
–Eh... ¡esto es mejor!
Escupía niebla, esparcía rocío:
–¡Tendríais que haber estado donde yo estuve! ¡Diantre! ¡Me enterraron como una momia! ¡Me encerraron en un perro!
–¡Nos imaginamos que eras tú, Pipkin!
–Y ahora aquí –dijo la lluvia en la oreja, la lluvia en la nariz, la lluvia en la boca de mármol que goteaba agua clara–. Demontres, raro, rarísimo estar metido en la piedra con todos estos demonios y diablos por compañeros. Y dentro de diez minutos, ¡quién sabe dónde estaré! ¿Más arriba? ¡O enterrado en lo más profundo!
–¿Dónde, Pipkin?
Los chicos se apretujaban. La lluvia venía en ráfagas y los azotaba, inclinándolos y amenazando hacerlos caer.
–¿Estás muerto, Pipkin?
–No, todavía no –dijo la lluvia fría en la boca–. Parte de mí está en un hospital, allá, muy lejos, en casa. Parte de mí en esa vieja tumba egipcia. Parte de mí en los pastizales de Inglaterra. Parte de mí aquí. Parte de mí en un lugar mucho peor...
–¿Dónde?
–No sé, no sé, oh diantre, de pronto me río a carcajadas, y de pronto tengo miedo. Ahora, justo ahora, en este preciso instante, sospecho, sé que estoy asustado. ¡Ayudadme, amigos! ¡Ayudadme, por favor!
La lluvia le brotó de los ojos como lágrimas.
Los muchachos levantaron las manos como para tocar la barbilla de Pipkin, Pero antes que alcanzaran a tocarla...
Un rayo cayó del cielo.
Restalló en azul y blanco.
La catedral entera se conmovió. Los chicos tuvieron que aferrarse con ambas manos a cuernos de demonios y alas de ángeles para que no los derribaran.
Trueno y humo. Y un gran alud de roca y piedra.
La cara de Pipkin desapareció. Arrancada por el rayo, cayó en el espacio y se hizo añicos contra el suelo.
–¡Pipkin!
Pero allí abajo, sobre las piedras del pórtico de la catedral, sólo había chispas que el viento dispersaba, y un polvillo de gárgolas. La nariz, la barbilla, los labios pétreos, la dura mejilla, los ojos brillantes, la oreja cincelada, todo, todo barrido por el viento en fragmentos de metralla y polvo. Vieron algo que parecía un espíritu de humo, una nubecilla de pólvora que flotaba hacia el sur y hacia el oeste.
–México... –Mortajosario, uno de los pocos hombres del mundo que sabía cómo pronunciar, pronunció la palabra.
–¿México? –preguntó Tom.
–El último gran viaje de esta noche –dijo Mortajosario, todavía vocalizando, saboreando las sílabas–. ¡Silbad, muchachos, bramad como tigres, rugid como panteras, aullad como carnívoros!
–¿Bramar, rugir, aullar?
–Volved a armar la Cometa, chicos, la Cometa de Otoño. Volved a empastar los colmillos y los ojos feroces y las garras ensangrentadas. Gritad al viento que la cosa y que nos lleve por los aires en un largo y último viaje. ¡Ronzad, muchachos, gañid, tronad, gritad!
Los chicos vacilaron. Mortajosario corría por el salidizo como si pasara un palo por los barrotes de una cerca. Iba golpeando a cada uno de los muchachos con el codo y la rodilla. Los chicos caían, y al caer dejaban escapar un gañido, un chillido, o un grito particular.
Cayendo a plomo por el espacio helado, sintieron florecer allá abajo la cola de un pavo real asesino, un gran ojo inyectado en sangre. Diez mil ojos enardecidos asomaron de pronto.
En seguida, revoloteando alrededor de una ventosa esquina de gárgolas, apareció la Cometa de Otoño, recién armada, interrumpiendo la caída.
Manotearon, se aferraron al aro, a los bordes, a los brazos de la cruz, a los tensos papeles tamborileantes, a restos, jirones e hilachas de antiguas bocas leoninas de aliento carnívoro y sangre rancia de fauces felinas.
Mortajosario saltó también. Esta vez él era la cola.
La Cometa de Otoño planeó, esperó, con ocho chicos sobre una ondulante marejada de dientes y ojos.
Mortajosario afinó el oído.
A centenares de kilómetros de distancia, los mendigos recorrían, hambrientos, los caminos irlandeses, pidiendo comida de puerta en puerta. Los lamentos resonaban en la noche.
Fred Fryer, disfrazado de mendigo, oyó los gritos.
–¡Por allí! ¡Volemos allí!
–No. No hay tiempo. ¡Escuchad!
A miles de kilómetros de distancia se oía, apagado, el rítmico martilleo nocturno de los escarabajos que anunciaban la muerte.
–Los fabricantes de ataúdes de México –sonrió Mortajosario–. En las calles, con los largos cajones y los clavos y los pequeños martillos, golpeteando y golpeteando.
–¿Pipkin? –murmuraron los chicos.
–Escuchemos –dijo Mortajosario–. Y a México vamos.
La Cometa de Otoño los transportó en una ola de viento de trescientos metros.
Las gárgolas, tocando la flauta en las fosas nasales de piedra, abriendo muy grandes los labios de mármol, aprovecharon ese mismo viento para gemirles feliz viaje.
Estaban suspendidos sobre México.
Estaban suspendidos sobre una isla en ese lago de México.
Allá abajo oyeron ladridos de perros en la noche.
En el lago iluminado por la luna vieron unos pocos botes que se movían como insectos acuáticos. Oyeron tocar una guitarra y un hombre cantó con una voz melancólica y aguda.
Muy lejos de allí, del otro lado de las obscuras fronteras, en los Estados Unidos, jaurías de chicos, pandillas de perros corrían riendo, ladrando, llamando de puerta en puerta, las manos cargadas de dulces tesoros, locos de alegría en la Noche de las Brujas.
–Pero aquí... –susurró Tom.
–¿Aquí qué? –preguntó Mortajosario, planeando a la altura de su codo.
–Oh, bueno, aquí...
–Y a lo largo de toda Sudamérica...
–Sí, en el sur. Aquí y en el sur. Todos los cementerios.
Todos los camposantos están...
... llenos de cirios encendidos, pensó Tom. Mil cirios en este cementerio, cien en aquel camposanto, cien kilómetros más allá, diez mil lucecitas titilantes, cinco mil kilómetros más abajo hasta la punta misma de la Argentina.
–Es así como celebran...
–El Día de los Muertos*. ¿Qué tal andas en español, Tom?
Tom tradujo la frase correctamente.
–¡Caramba, sí! ¡Corneta, desármate!
La Cometa bajó y se desmenuzó por última vez.
Los chicos rodaron por la orilla pedregosa del plácido lago.
Sobre las aguas flotaban nieblas.
Del otro lado del lago, lejos, había un cementerio a obscuras. Todavía no habían encendido los cirios.
De la niebla salió una barca que avanzaba silenciosa, sin remos, como si la marea la impulsara a través del agua.
Una figura alta, envuelta en un sudario gris, iba de pie, inmóvil, en un extremo de la embarcación.
La barca rozó suavemente las hierbas de la orilla.
Los chicos contuvieron el aliento. Pues, por lo que alcanzaban a ver, en el hueco de la capucha de la figura amortajada sólo había obscuridad.
–¿Señor... señor Mortajosario?
Sabían que tenía que ser él.
Pero él no respondió. Sólo la casi imperceptible luciérnaga de una sonrisa brilló un instante bajo la capucha. Una mano descarnada se movió llamando.
Los chicos se abalanzaron a la barca.
–¡Ss! –musitó una voz desde la capucha vacía.
La figura hizo otro ademán, y el viento los tocó, y se deslizaron raudos por las aguas obscuras bajo un cielo nocturno tachonado con un billón de fuegos estelares nunca vistos.

* En español en el original.
Lejos, en la isla obscura, se oyó el rasguido de una guitarra.
Una vela se encendió en el cementerio.
En algún lugar alguien sopló una flauta.
Otra vela se encendió entre las losas de mármol.
Alguien cantó sólo una palabra de una canción.
La llama de una cerilla animó una tercera vela.
Y cuanto más veloz se deslizaba la barca, más notas brotaban de la guitarra y más velas se encendían entre los túmulos sobre las colinas pedregosas. Una docena, un centenar, mil bujías se encendieron, y al fin parecía que la gran constelación de Andrómeda hubiese caído del cielo y se hubiera echado aquí a descansar en el corazón de la casi medianoche mexicana.
La barca golpeó contra la orilla. Los chicos cayeron a tierra. Miraron en torno, pero Mortajosario había desaparecido. Sólo quedaba el sudario vacío en el fondo de la barca.
Una guitarra los llamó. Una voz les cantó.
Un camino que parecía un río de piedras blancas y rocas blancas los llevó a la ciudad que parecía un cementerio, a un cementerio que parecía... ¡una ciudad!
Porque no había gente en el pueblo.
Los chicos llegaron al muro bajo del cementerio y luego a las enormes puertas de hierro labrado. Se tomaron de los barrotes y espiaron dentro.
–¡Caramba! –jadeó Tom–. ¡Nunca vi nada igual!
Ahora comprendían por qué el pueblo estaba vacío. Porque el cementerio estaba lleno.
Junto a cada tumba una mujer se arrodillaba a colocar arcos de gardenias, azaleas o caléndulas sobre la lápida.
Junto a cada tumba una hija se arrodillaba a encender una nueva vela o alguna que se acababa de apagar.
Junto a cada tumba un niño callado de brillantes ojos castaños, que llevaba en una mano una miniatura de cortejo fúnebre de papel maché pegado a un tejamanil, y en la otra mano una calavera de papel maché que contenía arroz o nueces y sonaba como una matraca.
–Mirad –cuchicheó Tom.
Había centenares de tumbas. Había centenares de mujeres. Había centenares de hijas. Había centenares de hijos. Y centenares y millares de candelas. El cementerio entero era un enjambre de destellos como si todo un pueblo de luciérnagas hubiese oído hablar de una Gran Convocatoria y hubiese volado aquí a quedarse y llamear sobre las lápidas e iluminar los rostros morenos, los ojos obscuros, las negras cabelleras.
–A la flauta –dijo Tom casi entre dientes–. En nuestro país nunca vamos al cementerio, excepto quizá el Día de los Muertos por la Patria, una vez por año, y siempre a mediodía, a pleno sol, nada divertido. Esto en cambio, esto sí que es... ¡divertido!
–¡Seguro! –suspiraron, chillaron todos. –¡El Día de las Brujas mexicano es mejor que el nuestro!
Pues sobre cada tumba había fuentes de bizcochos que parecían sacerdotes funerarios, o esqueletos o fantasmas, esperando ser mordidos por... ¿los vivos? ¿O por fantasmas que acaso acudirían al amanecer, solitarios y hambrientos? Nadie lo sabía. Nadie lo dijo.
Y cada niño dentro del cementerio, junto a la hermana y la madre, depositaba sobre la tumba la miniatura de cortejo fúnebre. Y todos veían la diminuta criatura de bizcocho en el diminuto ataúd de madera ante un altar diminuto con cirios diminutos. Y alrededor del diminuto ataúd estaban los diminutos monaguillos con cabeza de cacahuete y ojos pintados en las cascaras. Y frente al altar un cura con una cabeza de grano de maíz, y vientre de nuez. Y sobre el altar una fotografía de la persona del ataúd, antes una persona real; ahora recordada.
–Mejor y más que mejor –susurró Ralph.
–¡Cuevos! –cantó una voz lejana en lo alto de la loma.
En el cementerio, las voces corearon la canción.
Recostados contra los muros del cementerio, algunos con guitarras en las manos o botellas, estaban los hombres de Ja aldea.
–Cuevos de los Muertos –cantó la voz lejana.
–Cuevos de los Muertos –cantaron los hombres en las sombras del camposanto.
–Calaveras –tradujo Tom–. Las calaveras de los muertos.
–Calaveras, dulces calaveras de azúcar, dulces calaveras de caramelo, calaveras de los muertos –cantó la voz, ahora más cercana.
Y por la colina, caminando suavemente entre las sombras, bajaba un jorobado Vendedor de Calaveras.
–No, no jorobado –dijo Tom, casi en voz alta.
–Trae todo un cargamento de calaveras –gritó Ralph.
–Calaveras dulces, dulces calaveras blancas de cristal de azúcar –pregonaba el Vendedor, la cara oculta bajo un ancho sombrero. Pero la voz que canturreaba dulcemente era la de Mortajosario.
Y de una larga caña de bambú que llevaba sobre los hombros, colgadas de hilos negros, docenas y veintenas de calaveras de azúcar tan grandes como las cabezas de los muchachos. Y todas las calaveras tenían una inscripción.
–¡Nombres! ¡Nombres! –canturreaba el viejo Vendedor–. ¡Dime tu nombre y te daré tu calavera!
–Tom –dijo Tom.
El viejo arrancó una calavera. Sobre ella, con grandes letras, estaba escrito:
TOM.
Tom la recibió y sostuvo entre los dedos su propio nombre, su propia calavera dulce y comestible.
–Ralph.
Una calavera con el nombre ralph voló por el aire. Ralph la atajó muerto de risa.
En un rápido juego, la mano descarnada arrancaba y lanzaba dulcemente al aire fresco calavera tras calavera:
¡HENRY-TRAMPITAS! ¡FRED! ¡GEORGE! ¡CEPILLO!
¡J. J.! ¡WALLY!
Los chicos, bombardeados, chillaban y bailaban alrededor bajo la pedrea de sus propias calaveras y sus propios ufanos nombres incrustados en azúcar sobre las blancas frentes de estas calaveras. Atraparon al vuelo las espléndidas bombas y casi las dejaron caer.
Se quedaron inmóviles, boquiabiertos, mirando los azucarados dulces mortuorios en las manos pegajosas.
Y en el interior del cementerio, unas voces masculinas de soprano cantaron:

Roberto... María... Conchita... Tomás.
Calavera, Calavera, dulces huesos de
[caramelo.
Tu nombre en la nívea y dulce calavera
busca corriendo calle abajo.
Cómprala en las blancas pilas
de la plaza. ¡Compra y come!
¡Muerde el nombre!

Los chicos alzaron las dulces calaveras.

Muerde la T y la O y la M. ¡Tom!
Masca la Tra, traga la M, digiere la Pi, y
[escupe la Tas.
¡Trampitas!

Se les hacía agua la boca. Pero ¿era veneno lo que tenían en las manos?

¿Lo imaginas? Tanta felicidad, tanta alegría
cuando los niños comen obscuridad, devoran
[noche.
¡Qué delicia! ¡Pega un mordisco!
¡Mastica esa bonita cabeza de caramelo!

Los chicos se llevaron a los labios los dulces nombres de caramelo y ya iban a hincarles el diente cuando...
–¡Ole!
Una pandilla de chiquillos mexicanos apareció corriendo y llamándolos, arrebatando calaveras.
–¡Tomás!
Y Tom vio a Tomás huir con la calavera que decía Tom.
–¡Caramba! –dijo Tom–. ¡Se parecía a... mí!
–¿De veras? –dijo el Vendedor de Calaveras.
–¡Enrique! –gritó un indiecito, apoderándose de la calavera de Henry-Trampitas.
Enrique echó a correr colina abajo.
–¡Se parecía a mil –dijo Henry-Trampitas.
–Claro que sí –dijo Mortajosario–. De prisa, muchachos, a ver qué están tramando. ¡No perdáis de vista vuestros dulces cráneos!
Los chicos dieron un salto.
Pues en ese mismo momento una explosión estremeció allá abajo las calles del pueblo. Luego otra explosión, y otra, ruegos artificiales.
Los chicos echaron una última mirada a las flores, las tumbas, los bizcochos, la comida, las calaveras sobre las tumbas, los funerales en miniatura con cuerpos, ataúdes y cirios en miniatura, mujeres hincadas, niños solitarios, niñas, hombres, y luego dieron media vuelta y se lanzaron colina abajo hacia los petardos.
Tom y Ralph y todos los otros chicos disfrazados llegaron corriendo a la plaza, jadeantes. Miles de diminutos petardos estallaron alrededor de los niños, que se detuvieron en seco y bailotearon un rato. Las luces estaban encendidas. De pronto las tiendas se abrieron.
Y Tomás y José Juan y Enrique, a los gritos, encendían y arrojaban petardos.
–¡Eh, Tom, de mi parte, de Tomás! Tom vio que sus propios ojos chisporroteaban en la cara de aquel huraño muchacho.
–¡Eh, Henry, esto de parte de Enrique! ¡Pum! – esto... ¡Pum! ¡De José Juan!
–¡Oh, esta es la mejor de todas las Noches de Brujas! –dijo Tom.
Y lo era.
Pues en ninguna de aquellas salvajes correrías habían ocurrido tantas cosas que pudieran verse, olerse y tocarse.
En todos los callejones, puertas y ventanas había montañas de calaveras de azúcar con hermosos nombres.
De todos los callejones llegaba el tap-tap de los escarabajos fabricantes de ataúdes, que clavaban, martillaban. Las tapas de los ataúdes redoblaban como tambores de madera en la noche.
En todas las esquinas había pilas de periódicos con la foto del alcalde pintado como un esqueleto, o del Presidente todo huesos, o de la más hermosa de las doncellas disfrazada de xilofón, y la Muerte tocaba una melodía en las costillas musicales.
–Calavera, Calavera, Calavera... –la canción bajaba flotando desde la colina–. Ved a los políticos enterrados en las noticias, descansa en paz debajo de los nombres. ¡Así es la fama!

¡Ved los esqueletos acróbatas, encaramados
en los hombros de otros esqueletos!
¡Predican sermones, practican atletismo!
Pequeños futbolistas, pequeños luchadores,
pequeños esqueletos que saltan y se caen.
¿Soñaste alguna vez que la muerte
pudiese ser tan pequeña?

Y la canción decía la verdad. En dondequiera que los muchachos mirasen había acróbatas, trapecistas, jugadores de basquet, sacerdotes, malabaristas, volatineros en miniatura, pero todos eran esqueletos mano a mano, hombro a hombro huesudos y todos eran bastante pequeños como para llevarlos en los dedos.
Y allá en una ventana había toda una orquesta de jazz microscópica con un esqueleto trompetista y un esqueleto baterista y un esqueleto que tocaba una tuba no más grande que una cuchara sopera y un esqueleto director con un brillante birrete en la cabeza y una batuta en la mano, y de los cornos diminutos brotaba una música diminuta.
Nunca en la vida los chicos habían visto tantos... ¡huesos!
–¡Huesos! –todo el mundo se reía–. ¡Oh, preciosos huesos!
La canción empezó a apagarse:

Sostiene en tus palmas la fiesta obscura,
muérdela, trágala y sobrevive,
emerge del lejano túnel negro del Día de
[Muerte
y regocíjate, ah, regocíjate de estar. . ¡vivo!
Calavera... Calavera...

Los periódicos, orlados de negro, volaron con el viento en funerales blancos.
Los chicos mexicanos corrieron colina arriba a reunirse con sus familias.
–Oh, qué extraño, qué cosa tan rara –murmuró Tom.
–¿Qué? –le dijo Ralph, junto a el.
–Allá, en Illinois, hemos olvidado de qué se trata. Quiero decir los muertos, allá en nuestro pueblo, esta noche, diantre, nadie piensa en ellos. Nadie los recuerda. A nadie le importan. Nadie va a sentarse a conversar con ellos. Eso sí que es soledad.
Eso es verdaderamente triste. Mientras que aquí, bueno... Es alegre y triste al mismo tiempo. Aquí en la plaza todo son petardos y esqueletos de juguete, y allá arriba en el cementerio todos los mexicanos muertos reciben las visitas de los parientes, y flores y velas y cantos y dulces. Quiero decir que es casi como el Día de Gracias ¿no? Y todos se sientan a comer, pero sólo la mitad puede comer, pero eso no tiene importancia, están allí. Es como tomarse de las manos con los amigos en una sesión de espiritismo, sólo que algunos de los amigos ya no están. Oh, diantre, Ralph.
–Sí –dijo Ralph asintiendo detrás de su máscara–. Diantre.
–Mirad, oh, mirad allí –dijo J. J.
Los chicos miraron.
En lo alto de un montículo de calaveras de azúcar blanca había una con el nombre de pipkin.
La dulce calavera de Pipkin, pero... en ninguna parte, entre las explosiones y los huesos bailarines y as calaveras volantes había ni siquiera una mota de polvo o un gañido o una sombra de Pip.
Se habían acostumbrado tanto a que Pipkin les deparase fantásticas sorpresas, apareciendo en los muros de Notre Dame, o apretujado en un sarcófago de oro, y habían esperado que Pipkin, como un muñeco de resorte, saltara de pronto de una montaña de calaveras de azúcar, les sacudiera una mortaja en las caras y se pusiera a cantar.
Pero no. De pronto, nada de Pip. Ni rastros de Pip.
Y tal vez nada de Pip nunca más. Los muchachos se estremecieron. Un viento frío sopló una niebla desde el lago.

Por la obscura calle nocturna, a la vuelta de una esquina, apareció una mujer que llevaba sobre los Hombros dos vasijas gemelas repletas de carbones encendidos. De esos montones de ascuas encarnadas brotaban unas luciérnagas de chispas que volaban con el viento. Por donde pasaba con los pies desnudos dejaba una estela de chispas que pronto se extinguían. Sin una palabra, arrastrando los pies, dobló en otra esquina, se internó en un callejón, y desapareció.
Tras ella iba un hombre llevando sobre la cabeza, ligero, ligero como una pluma, un pequeño ataúd.
Era una caja de madera blanca común y cerraba con clavos. A los costados y sobre la tapa de la caja había baratas rosetas de plata, flores de seda y de papel hechas a mano.
Dentro del cajón estaba...
Los muchachos tenían los ojos fijos en ese cortejo fúnebre de dos. Dos, pensó Tom. El hombre y el cajón, sí, y lo que iba dentro del cajón.
El hombre, solemne el rostro, balanceando el ataúd en lo alto de la cabeza, entró muy erguido en la iglesia cercana.
–Era... –tartamudeó Tom– ¿era otra vez Pipkin el que estaba dentro de ese cajón?
–¿Qué te parece a ti, hijo? –preguntó Mortajosario.
–No sé –lloriqueó Tom–. Sólo sé que ya he tenido bastante. La noche ha sido demasiado larga. He visto demasiado. Lo sé todo, diantre, ¡todo!
–Sí –dijeron los otros, apeñuscándose, tiritando.
–Y tenemos que volver a casa ¿no? ¿Y qué pasa con Pipkin, dónde anda? ¿Está vivo o está muerto? ¿Podemos salvarlo? ¿Se ha perdido? ¿Hemos llegado demasiado tarde? ¿Qué hacemos?
–¡Qué! –gritaron todos y las mismas preguntas les volaban de las bocas, estallaban, y les manaban de los ojos. Todos se aferraron a Mortajosario como si quisieran obligarlo a contestar, arrancarle la respuesta de los huesos.
–¿Qué hacemos?
–¿Para salvar a Pipkin? Una última cosa. ¡Mirad ese árbol!
Del Árbol de las Brujas colgaba una docena de piñatas*: diablos, fantasmas, calaveras, brujas que se mecían con el viento.
–¡Romped vuestra piñata, chicos!
Les pusieron palos en las manos.
–¡Golpead!
Gritando, golpearon. Las piñatas se hicieron pedazos.
Y de la piñata Esqueleto cayó una lluvia de mil hojas-esqueletos. Revolotearon en enjambre sobre Tom. El viento se llevó consigo los esqueletos, las hojas y a Tom.
Y de la piñata Momia cayeron centenares de frágiles momias egipcias que levantaron vuelo hacia el cielo, y Ralph con ellas.
Y así cada chico golpeó, rompió, y dejó en libertad infinidad de imágenes de ellos mismos que danzaban como las mosquitas del vinagre, y así los diablos, las brujas, los fantasmas gritaron y se aferraron y todos los chicos y las hojas rodaron por el cielo, y tras ellos Mortajosario riendo a carcajadas.


* En español en el original.
Rebotaron en los últimos callejones del pueblo. Retumbaron y patinaron como piedras en las aguas del lago...
...para aterrizar rodando en una confusión de rodillas y codos sobre una colina todavía más lejana. Por fin consiguieron sentarse.
Se encontraban en un cementerio abandonado sin gente ni luces. Sólo piedras como inmensas tortas de bodas, recubiertas de antigua luz lunar.
Y mientras observaban, Mortajosario, aterrizando con ligereza sobre sus pies, con un movimiento rápido y silencioso, se agachó. Tomó un barrote de hierro que asomaba de la tierra. Tiró. Unos goznes rechinaron y una puerta trampa se abrió en el suelo.
Los chicos se aproximaron al borde de la gran caverna.
–Cat... –tartamudeó Tom–. ¿Catacumbas?
–Catacumbas –Mortajosario señaló.
Las escaleras descendían en la seca tierra polvorienta.
Los muchachos tragaron saliva.
–¿Pip está ahí abajo?
–Id a buscarlo, muchachos.
–¿Está solo ahí abajo?
–No. Hay cosas con él. Cosas.
–¿Quién va primero?
–¡Yo no!
Silencio.
–Yo –dijo Tom al fin.
Puso el pie en el primer escalón. Se hundió en la tierra. Dio otro paso. Y de repente desapareció.
Los otros lo siguieron.
Bajaron los peldaños en fila india y con cada escalón que bajaban la obscuridad era más obscura y con cada escalón que bajaban el silencio era más silencioso y con cada escalón que bajaban la noche se ahondaba como un pozo muy negro y con cada escalón que bajaban los acechaban las sombras y parecían abalanzárseles desde los muros y con cada escalón que bajaban unas criaturas extrañas parecían sonreírles desde la gran caverna que los esperaba allá abajo. Racimos de murciélagos parecían colgar apenas por encima de las cabezas de los niños, con chillidos tan altos que no se oían. Sólo los perros alcanzaban a oírlos, se ponían histéricos, abandonaban allí los pellejos de perro, y huían despavoridos. Con cada escalón que bajaban el pueblo se alejaba y la tierra y toda la buena gente de la tierra. Hasta el cementerio de la colina parecía distante. Se sentían abandonados. Se sentían tan solos que tenían ganas de llorar.
Porque cada escalón que bajaban los separaba un billón de kilómetros de la vida y las camas tibias y la buena luz de las velas y las voces maternas y el humo de la pipa de papá que carraspeaba de noche de modo que uno se sentía bien sabiendo que estaba allí en algún lugar de la obscuridad, vivo y dándose vuelta en sueños y capaz de golpear con los puños cualquier cosa que fuera necesario golpear.
Escalón tras escalón y por último al pie de la escalera, escudriñaron la larga caverna, el largo recinto.
Y allí estaba toda la gente, y muy callada.
Habían estado callados durante largo tiempo.
Algunos de ellos habían estado callados durante treinta años.
Algunos habían permanecido en silencio desde hacía cuarenta años.
Algunos se habían quedado mudos durante setenta años.
–Ahí están –dijo Tom.
–¿Las momias? –susurró alguien.
–Las momias.
Una larga fila de momias, de pie contra los muros. Cincuenta momias contra el muro derecho. Cincuenta momias contra el muro izquierdo. Y cuatro momias esperando en la obscuridad contra el muro del fondo. Ciento cuatro momias secas como polvo, más solitarias que ellos, más solas de lo que ellos pudieran sentirse jamás en la vida, aquí abandonadas, olvidadas, lejos de los ladridos de los perros y de las luciérnagas y de las dulces canciones de los hombres y las guitarras en la noche.
–Caramba –dijo Tom–. Toda esta pobre gente. Oí hablar de ellos.
–¿Cómo?
–Los familiares no pudieron pagar el arrendamiento de las tumbas, y entonces el sepulturero los desenterró y los puso aquí abajo. La tierra es tan seca que los momifica. Y mirad, observad cómo están vestidos.
Los chicos miraron y advirtieron que algunas momias viejas vestían ropas de labriegos, o de muchachas campesinas, o trajes obscuros de comerciantes, y hasta había un torero en polvoriento traje de luces. Pero dentro de los trajes todo era huesos frágiles y piel y telas de araña y polvo que caía en sacudidas entre las costillas si uno estornudaba estremeciéndolos.
–¿Qué es eso?
–¿Qué, qué?
–¡Sssst!
Todos escucharon.
Escudriñaron la larga bóveda.
Todas las momias los miraron con ojos vacíos. Todas las momias esperaron con las manos vacías.
Alguien estaba llorando en el fondo del recinto largo y obscuro.
–Ahhh... –llegaba el sonido.
–Oh... –llegaba el llanto.
–iiii... –lloraba la vocecita.
–Es... pero si es Pip. Lo oí llorar una sola vez, pero es él, Pipkin. Y está prisionero allí, en la catacumba.
Los chicos miraron.
Y vieron, treinta metros más allá, acurrucada en un rincón, atrapada en la parte más distante de la catacumba, una pequeña figura que... se movía. Se le sacudían los hombros. Agachaba la cabeza y se la cubría con manos trémulas. Y detrás de las manos la boca gemía, asustada.
–¿Pipkin... ?
El llanto cesó.
–¿Eres tu? –susurró Tom.
Una larga pausa, un suspiro tembloroso, y luego:
–...sí.
–Cuernos, Pip ¿qué haces aquí?
–¡No sé!
–¿Puedes salir?
–N... no puedo. ¡Tengo miedo!
–Pero, Pip, si te quedas allí...
Tom se interrumpió.
Pip, pensó, si te quedas, te quedas para siempre. Te quedas con todo el silencio y con los solitarios. Te sumas a la larga hilera y los turistas vienen a mirarte y compran entradas para mirarte un poco más. Tú...
–¡Pip! –dijo Ralph detrás de su máscara–. Tienes que salir.
–No puedo –sollozó Pipkin–. Ellos no me dejarán.
–¿Ellos?
Pero sabían que hablaba de la larga hilera de momias. Para poder salir tendría que abrirse paso entre la doble fila de pesadillas, misterios, terrores, horrores y espectros.
–Ellos no pueden detenerte, Pip.
Pip dijo:
–Oh, sí, pueden.
–... pueden... –repitieron los ecos en lo más profundo de la catacumba.
–Tengo miedo de salir.
–Y nosotros tenemos... –dijo Ralph.
Miedo de entrar, pensaron todos.
–Tal vez si eligiésemos un valiente... –dijo Tom, y se interrumpió.
Porque Pipkin estaba llorando otra vez, y las momias esperaban y la noche era tan obscura en el largo recinto de la tumba que te hundirías directamente a través del suelo si dabas un paso adelante, y nunca más volverías a moverte. El suelo te tomaría por los tobillos con mármol de huesos sujetándote hasta que el frío glacial te congelase para siempre en una estatua de polvo seco.
–A lo mejor si entramos todos juntos, todos de golpe... –dijo Ralph.
Lo intentaron.
Como una gran araña de muchas patas, trataron de cruzar juntos la puerta. Dos pasos adelante, un paso atrás. Un paso adelante, dos pasos atrás.
–¡Ahhhhh! –lloró Pipkin.
Los chicos tropezaron unos con otros, y retrocedieron confusamente hasta la puerta, aullando terrores y pavores. Los niños oyeron un alud de dolorosos latidos que les golpeó dentro del pecho.
–Oh, diantre, ¿qué vamos a hacer, él tiene miedo de salir, nosotros miedo de entrar, qué, qué? –gimió Tom.
Detrás de ellos, recostado contra la pared, estaba Mortajosario, olvidado. La llamita de una sonrisa titiló y se le extinguió entre los dientes.
–Aquí, muchachos. Salvadlo con esto.
Mortajosario metió la mano en el albornoz negro, y sacó la ya familiar calavera de azúcar blanca, en cuya frente estaba escrito:
¡PIPKIN!
–Salvad a Pipkin, chicos. Hagamos un pacto.
–¿Con quién?
–Conmigo y otros innominados. Aquí la tenéis. Romped esta calavera en ocho deliciosos trocitos, muchachos, y distribuidlos entre vosotros. La P para ti, Tom y la I para ti, Ralph, y la mitad de la otra P para ti, Trampitas, y la otra mitad para ti, J. J., y un pedacito de la K para ti, muchacho, y otro para ti, y aquí están la I y la N final. Tocad los dulces trocitos, hijos. Escuchad. Este es el pacto tenebroso. ¿De verdad queréis que Pipkin viva?
La pregunta provocó un estallido de furiosas protestas, y Mortajosario retrocedió. Los chicos ladraban como perros sólo porque Mortajosario había preguntado si deseaban que Pipkin viviera.
–Está bien, está bien –los apaciguó–. Veo que sois sinceros. Bueno, entonces ¿cederéis, cada uno de vosotros, el último año de vuestras vidas, muchachos?
–¿Qué? –dijo Tom.
–En serio, muchachos, un año, un precioso año del casi extinguido cabo de vela de vuestras vidas. Un año por cabeza, y podréis rescatar al muerto Pipkin.
–¡Un año! –el susurro, el murmullo, la suma abrumadora corrió entre ellos. Era difícil de comprender. Un año tan remoto en el tiempo no era para nada un año. Los chicos de once o doce ni siquiera pueden imaginarse a hombres de setenta–. ¿Un año? ¿un año?, seguro, ¡por qué no! Si...
–Pensad, muchachos, ¡pensad! Este no es un pacto en el aire, firmado con la Nada. Hablo en serio. Es real y concreto. Es una grave decisión la que tomáis, y un pacto muy serio el que firmáis.
"Cada uno de vosotros ha de prometer que dará un año. Naturalmente, ahora no echaréis de menos un año, porque sois muy jóvenes, y tanteando vuestras mentes puedo ver que ni siquiera adivináis la situación final. Sólo más tarde, cincuenta años a contar de esta noche, o a sesenta años de este amanecer, cuando se os esté acabando el tiempo y deseéis fervientemente uno o dos días más de sol y felicidad, entonces será cuando el señor D por Destino o el señor H por Huesos os presentarán la cuenta. O acaso venga yo mismo, el viejo Mortajosario en persona, un amigo de los niños, y os diga "pagad". Así que un año prometido es un año perdido. Yo os diré "dad" y vosotros daréis.
"¿Qué significará esto para cada uno de vosotros?
"Significará que aquellos que podrían vivir hasta los setenta y uno tendrán que morir a los setenta. Aquel que podría vivir hasta los ochenta y seis tendrá que despedirse de su sombra a los ochenta y cinco. Esos son muchos años. Un año más o menos no parece gran cosa. Cuando llegue el momento, muchachos, puede que lo lamentéis. Pero podréis decir, este año lo pasé bien, lo di por Pip, se lo presté a la vida para el querido Pipkin, da más hermosa de las manzanas que estuvo a punto de caer del árbol antes de tiempo. Alguno de vosotros a los cuarenta y nueve tendrá que tachar la vida a los cuarenta y ocho. Y algún otro a los cincuenta y cinco, se echará a dormir el Sueño Eterno a los cincuenta y cuatro. ¿Entendéis ahora todo el significado de este pacto, muchachos? ¿Sabéis sumar? ¿Es una aritmética clara? ¡Un año! ¿Quién ofrece trescientos sesenta y cinco días enteros de su propia alma, para rescatar al viejo Pipkin? Pensad, muchachos. Silencio. Luego, hablad.
Hubo un largo silencio meditativo de estudiantes de aritmética haciendo sumas mentales.
Y en verdad, sumaron rápidamente. ¡No vacilaron, aunque sabían que con el correr de los años quizá lamentaran esta aterradora precipitación! Y sin embargo ¿qué otra cosa podían hacer? Sólo alejarse a nado de la orilla para salvar al muchacho que se ahogaba antes que se hundiese una última vez en un polvo tenebroso.
–Yo –dijo Tom–. Yo doy un año.
–Y yo –dijo Ralph.
–Yo también entro –dijo Henry–Trampitas.
–¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! –dijeron todos los demás.
–¿Sabéis lo que dais, chicos? Entonces, ¿queréis de veras a Pipkin?
–¡Sí, sí!
–Sea, chicos. Masticad y comed, hijos, comed y masticad.
Se metieron en la boca los dulces trocitos de caramelo de calavera.
Masticaron. Comieron.
–Tragad obscuridad, entregad vuestro año.
Tragaron con tanto empeño que los ojos les centellearon, los oídos les retumbaron, y los corazones les latieron con fuerza.
Tuvieron la sensación de que los pechos y los cuerpos se les abrían como una jaula echando a volar pájaros invisibles. Vieron sin ver los años que habían dado como aladas ofrendas que revoloteaban por el mundo para posarse en alguna parte en buen pago de deudas extrañas.
Oyeron un grito:
–¡Aquí!
Y luego: –¡Yo!
Y luego: –¡Voy!
Pum, pum, pum, las tres palabras y el eco de tres pisadas que golpeaban la piedra.
Y a lo largo del corredor, entre la doble hilera de momias que se inclinaban para detenerlo, pero no lo detenían, en medio de silenciosos gritos y alaridos, endemoniado, veloz como el rayo, a la carrera, sacando chispas de las piedras, braceando, hinchando los carrillos, cerrando los ojos, dilatando las fosas nasales, y batiendo, batiendo, batiendo el suelo con pies que subían y bajaban, subían y bajaban, venía...
Pipkin.
¡¡¡Oh, cómo corría!!!
–Mira cómo viene. Vamos, Pip.
–¡Pip, estás por la mitad!
–¡Míralo correr! –decían todos con el caramelo de azúcar en la boca, con el honorable nombre de Pipkin aprisionado entre los dulces dientes, con el sabor de Pipkin entre las mandíbulas, con el hermoso nombre sobre las lenguas, Pip, Pip, ¡Pipkin!
–No te detengas ahora, Pipkin. ¡No te des vuelta!
–¡No te caigas!
–Aquí viene, ¡ya ha recorrido tres cuartos del camino!
Pip corría. Era bueno y fantástico y veloz y perfecto. Sin ser tocado y sin volver la cabeza, corrió entre las cien momias... y ganó la carrera.
–¡Pip, lo hiciste!
–¡Estás a salvo!
Pero Pipkin seguía corriendo, no sólo entre los muertos sino entre los amigos afectuosos, sudorosos y vivos, que aullaban de alegría.
Apartó a los muchachos y desapareció escaleras arriba.
–¡Pip, todo va bien, vuelve!
Corrieron tras él escaleras arriba.
–¿Adonde va, señor Mortajosario?
–Bueno, me imagino que asustado como está –dijo Mortajosario– se va a su casa.
–¿Pipkin está... a salvo?
–Vamos a ver, chicos. ¡Arriba!
Mortajosario giró como un remolino. Los brazos extendidos cortaban el aire en copos y tajadas.
Tan rápidamente giraba que provocó un vacío, una tormenta propia. Ese ciclón, ese gigantesco pozo de aire, tomó entonces a los chicos por la nariz, la oreja, el codo, los dedos de los pies.
Como otras tantas hojas arrancadas de un árbol, subieron al cielo a puro grito. Mortajosario se precipitó hacia lo alto. Y ellos, si eso es posible, se lanzaron detrás como plomadas. Chocaron contra las nubes con un estallido de metralla. Seguían a Mortajosario como una bandada de pájaros que volara al norte, volviendo al hogar antes de la estación propicia.
La tierra pareció dar una media vuelta de norte a sur. Allá abajo pasaban mil pequeñas aldeas y pueblos vertiginosos, velas encendidas en los cementerios de todo México, velas titilando en calabazas al norte de la frontera en Texas y luego Oklahoma y Kansas y Iowa y por último Illinois y por último:
–¡En casa! –gritó Tom–. Allí está el tribunal, allí está mi casa, ¡allí está el Árbol de las Brujas!
Volaron una vez alrededor del tribunal y dos veces alrededor del Árbol de las mil calabazas encendidas, y por último alrededor de la alta casa del viejo Mortajosario, con muchos aleros, muchos cuartos, muchas ventanas boquiabiertas, altos pararrayos, barandillas, desvanes, volutas, donde gemía el viento. El polvo se alzaba en las ventanas dándoles la bienvenida. En otras ventanas los visillos aleteaban como antiguas lenguas que se exhibían para que unos doctorcillos en extrañas medicinas traídos por el viento diagnosticaran el mal. Unos fantasmas se marchitaban como flores blancas, plegándose y desplegándose en banderas enmohecidas que ahora caían en jirones.
Y la casa entera era como un compendio de las Noches de Brujas de todos los Tiempos. Así lo gritó Mortajosario, agitando los antiguos brazos y telarañas y sedas negras mientras se posaba en el tejado y les indicaba a los chicos que bajaran, señalando a través de una inmensa claraboya desde donde se veían todos los pisos de la mansión.
Los muchachos se reunieron alrededor de la lucerna y miraron el pozo de una escalera que llevaba a varios pisos de distintos tiempos e historias de hombres y esqueletos y músicas escalofriantes tocadas en flautas de huesos.
–Allí está, chicos. ¿Queréis mirar? ¿Lo veis? Allí está todo nuestro vuelo de diez mil años, allí está todo nuestro viaje en un solo lugar, desde los cavernícolas a los egipcios, pasando por los pórticos romanos y las praderas inglesas de otoño hasta los osarios mexicanos.
Mortajosario levantó la tapa de la enorme claraboya.
–El pasamanos de la escalera, chicos. ¡Bajad por él! Cada uno a su propio tiempo, su propia edad, su propio nivel. Allí donde corresponda a vuestro disfraz, allí donde os parezca que es vuestro sitio, y también el sitio del disfraz y la máscara, ¡allí saltad ¡ Adelante!
Los muchachos saltaron. Se dejaron caer por el pozo de la escalera hasta el rellano superior. Entonces, uno tras otro, montaron el pasamanos y resbalaron gritando a través de todos los pisos, todos los niveles, todas las épocas de la historia guardadas en la increíble mansión de Mortajosario.
Vuelta tras vuelta, vuelta tras vuelta bajaban, veloces como rayos, resbalaban, se deslizaban por el encerado pasamanos.
¡Rrruuum-pum! J. J. disfrazado de Hombre-Mono, aterrizó en el sótano. Miró alrededor. Vio pinturas rupestres, humos tenues y fogatas, y sombras de torpes hombres-gorilas. Unos dientes de sable le clavaban una mirada feroz a la lumbre de los rescoldos.
Caracoleando bajaba Ralph, el Niño Egipcio Momificado, vendado por toda la eternidad, para aterrizar en el primer rellano, donde jeroglíficos egipcios se pavoneaban en ejércitos de símbolos, con escuadrones de pájaros antiguos en los cielos y manadas de dioses-bestias y escurridizos escarabajos de oro que hacían rodar pelotillas de estiércol todo a lo largo de la historia.
¡Pum! Cepillo Nibley, con la guadaña que de algún modo aún le brillaba en las manos, cayó y rodó transformándose casi en picadillo en el segundo piso, donde la sombra de Samhain, el Dios de los Muertos druida, ¡blandía una guadaña sobre la pared de una cámara lejana!
¡Pum! George Smith, ¿fantasma griego, espectro errante romano? aterrizó en el tercer piso cerca de los pórticos embreados que retenían en los umbrales a las viejas almas en pena.
¡Pum! ¡Henry-Trampitas, la Bruja, se zambulló en el cuarto rellano, entre brujas que saltaban hogueras en las campiñas de Inglaterra, Francia y Alemania!
¿Fred Fryer? El quinto piso recibió el montón de harapos, y el Mendigo aterrizó entre los lamentos de los mendigos que pedían limosna por los caminos de la campiña irlandesa, muertos de hambre.
Wally Babb, la Gárgola, voló y se estrelló en el sexto piso, donde de las paredes brotaban codos y miembros y jibas, muecas del mejor humor gargoliano, y miradas socarronas.
Hasta que por último Tom Esqueleto patinó saliendo de la barandilla en el piso más alto y cayó rodando y volteando blancas calaveras de azúcar como en una tenebrosa partida de bolos entre las sombras de mujeres acuclilladas junto a los túmulos, con diminutas bandas de esqueletos que tocaban melodías de mosquito mientras Mortajosario, allá arriba, siempre en el tejado, gritaba:
–Bueno, muchachos ¿lo habéis visto? Es todo uno, ¿sí?
–Sí –murmuró alguien.
–Siempre lo mismo pero diferente ¿eh?, cada época, cada tiempo. El día siempre acababa. Siempre caía la noche. ¿Y no es verdad que siempre teméis, tú, Hombre-Mono, tú, Momia, que nunca vuelva a salir el sol?
–Sssííí– susurraron varios más.
Y miraron arriba todos los niveles de la casona, vieron todas las épocas, todos los pisos, y a todos los hombres de la historia que escudriñaban alrededor mientras el sol salía y se ponía. Los Hombres-Monos temblaban. Los egipcios gritaban quejumbrosos. Griegos y romanos paseaban a sus muertos. Moría el verano. El invierno lo metía en la tumba. Un billón de voces lloraba. El viento de los tiempos estremecía la casa alta. Las ventanas trepidaban, y como los ojos de los hombres, estallaban en lágrimas cristalinas.
De pronto, con gritos de júbilo, ¡diez mil veces un millón de hombres saludaron alborozados a los ardientes soles estivales que despertaban incendiando ventanas!
–¿Veis, hijos? ¡Pensad! La gente desaparecía para siempre. Morían, oh Señor, morían, pero volvían en sueños. A aquellos sueños se los llamaba Fantasmas, y aterrorizaron a los hombres de todas las épocas...
–¡Ah! –gritó un billón de voces desde las buhardillas y los sótanos.
Las sombras trepaban por las paredes como viejas películas reproyectadas en antiguos cines. Nubéculas de humo flotaban en las puertas con ojos tristes y bocas balbucientes.
–Noche y día. Invierno y verano, chicos. Tiempo de sembrar y tiempo de recoger. Vida y muerte. Todo eso, sintetizado en una sola noche, es la Fiesta de las Brujas. Mediodía y medianoche. Nacer, chicos. Revolcarse, hacerse los muertos como los perros, hijos. Y levantarse otra vez, ladrando, corriendo a través de miles de años de muerte, todos los días y todas las noches una Noche de Brujas, chicos, todas las noches obscura y terrorífica hasta que por fin lo conseguisteis y os ocultasteis en ciudades y pueblos y descansasteis un poco y recuperasteis el aliento.
"Y empezasteis a vivir más y a tener más tiempo y a distanciar las muertes, y a desprenderos del miedo, y a tener por fin sólo unos días especiales cada año para pensar en la noche y el amanecer y en la primavera y el otoño y en nacer y morir.
"Todo se suma y se complementa. Cuatro mil años atrás, cien años atrás, este año, un lugar u otro, pero las celebraciones son siempre la misma...
–La Fiesta de Samhain...
–El Día de los Muertos Queridos...
–Todas las Almas. Todos los Santos.
–El Día de los Muertos.
–El Día de Todos los Santos.
–La Fiesta de las Brujas.
Los chicos alzaban las frágiles voces, a través de los distintos niveles de tiempo, desde todos los países y todas las épocas, nombrando las festividades que eran siempre la misma.
–Bien, hijos, bien.
A lo lejos, el reloj de la torre dio las doce menos cuarto.
–Casi medianoche, muchachos. La Fiesta de las Brujas está por terminar.
–¡Pero! –gritó Tom–. ¿Qué hay de Pipkin? Lo hemos seguido a lo largo de la historia, lo hemos enterrado y desenterrado, lo hemos acompañado en cortejos fúnebres y llorado. ¿Está o no está vivo?
–¡Sí! –gritaron todos–. ¿Lo hemos salvado?
–¿Lo habréis salvado, de verdad?
Mortajosario miraba fijamente en lontananza. Los chicos miraron con él, por encima de la cañada, hacia un edificio donde se estaban apagando las luces.
–Ese es el hospital de Pipkin, muchachos. Pero probad en la casa. La última visita de la noche, el último gran "prenda o premio". Id en busca de las respuestas decisivas. ¡Señor Marley, acompáñelos a la puerta!
Las puertas de entrada se abrieron ¡pum! de par en par.
El llamador Marley de la puerta dejó caer la mandíbula vendada y les silbó buena suerte mientras los chicos resbalaban por el pasamanos y corrían hacia la puerta.
Los detuvo un último grito de Mortajosario:
–¡Chicos! Bueno ¿qué rué? Esta noche, conmigo: ¿prenda o -premio?
Los chicos tomaron aliento, y estallaron a coro: –¡Caramba, señor Mortajosario... prenda y premio!
¡Tap! resonó el llamador Marley. ¡Bam! golpeó la puerta.
Y los muchachos se fueron corriendo y corriendo, cruzando la cañada y a lo largo de las calles, inhalando calientes bocanadas de aire, y las máscaras se les caían y ellos pasaban por encima, y al fin se detuvieron en la acera de la casa de Pipkin y miraron el hospital a lo lejos, y otra vez la puerta de la casa de Pipkin.
–Ve tú, Tom, tú –dijo Ralph.
Y Tom se acercó lentamente a la casa y puso el pie en el primer escalón y luego en el segundo y se aproximó a la puerta, temiendo llamar, temiendo encontrar la respuesta definitiva acerca del viejo Pipkin. ¿Pipkin muerto? ¿Pipkin en el último funeral? ¿Pipkin, Pipkin desaparecido para siempre? ¡No!
Golpeó a la puerta.
Los chicos esperaban en la acera.
La puerta se abrió. Tom entró. Los chicos aguardaron en la acera largo rato sintiendo el frío y dejando que el viento les congelase los más tristes pensamientos.
¿Bueno? gritaban en silencio hacia la casa, hacia la puerta cerrada, hacia las ventanas a obscuras, ¿bueno?, ¿bueno? ¿Qué?
Y luego, por fin, la puerta se abrió otra vez y Tom salió y se detuvo en el porche, sin saber dónde estaba.
Entonces Tom alzó los ojos y vio a sus amigos que lo esperaban a un millón de kilómetros de distancia.
Tom saltó desde el porche gritando: –¡Oh diantre, diantre, diantre!
Y corrió por la acera, gritando:
–¡Está bien, está perfectamente bien! ¡Pipkin está en el hospital! ¡Le sacaron el apéndice hoy a las nueve de la noche! ¡Justo a tiempo! ¡El doctor dice que está formidable!
–¿Pipkin... ?
–¿Hospital... ?
–¿Formidable... ?
Todos soltaron el aire como si los hubiesen golpeado en el estómago. Luego volvieron a aspirarlo y a exhalarlo en una gran ola, un alarido, un entrecortado grito de triunfo.
–¡Pipkin, oh, Pipkin, Pip!
Y se quedaron en el jardín y en la acera frente al porche y la casa de Pipkin mirándose unos a otros con aturdida curiosidad, y las sonrisas se les ensanchaban y los ojos se les llenaban de lágrimas y gritaban y las lágrimas de felicidad les corrían por las mejillas.
–Hurra, hurra, hurra, hurra, hurra –dijo Tom, exhausto, y llorando de felicidad.
–Puedes decirlo otra vez –dijo una voz, y todos lo repitieron a coro.
Y allí, todos juntos, lloraron un buen llanto de felicidad.
Y como toda la noche se estaba convirtíendo en un mar de lágrimas, Tom miró en derredor y los animó con un grito.
–Mirad la casa de Pipkin. ¿No tiene un aspecto horrible? ¡Os diré lo que haremos!
Y todos corrieron y volvieron trayendo cada uno una calabaza iluminada y las alinearon sobre el balaustre del porche, donde esperando el regreso de Pipkin exhibían unas dulces sonrisas maliciosas.
Y se quedaron en el jardín contemplando el encantador espectáculo de todas aquellas sonrisas, los disfraces que colgaban en jirones de brazos y hombros y piernas y la pintura pastosa que goteaba y les corría por las caras, y un maravilloso cansancio feliz que les invadía los párpados, los brazos y los pies; pero no querían marcharse todavía.
Y el reloj de la torre dio la medianoche... ¡bummm!
Y otra vez bummm, hasta contar doce campanadas.
Y la Fiesta de las Brujas había terminado.
Y en todo el pueblo retumbaban las puertas al cerrarse y se apagaban las luces.
Los chicos empezaron a dispersarse y a decir Noche y Noche y otra vez Noche y uno que otro Buenas Noches, pero casi siempre Noche, sí, Noche. Y el jardín quedó desierto, pero el porche de Pipkin rebosaba de luces de candelas y de olor a calabaza tostada y caliente.
Y el Fantasma y la Momia y el Esqueleto y la Bruja y todos los demás estaban de vuelta en sus casas, en sus propios porches, y cada uno se volvió para mirar el pueblo y recordar esta noche especial que ya nunca podrían olvidar, y a través del pueblo miraron hacia los porches de los amigos, pero especialmente hacia la casa del otro lado de la cañada en cuyo tejado el señor Mortajosario estaba aún rodeado por una cerca erizada de escarpias.
Los chicos saludaron, cada uno desde un porche.
El humo, saliendo en volutas de la alta chimenea gótica de Mortajosario, flotó, se agitó, y devolvió el saludo.
Y más puertas se cenaron de golpe en todas las casas del pueblo.
Y con cada golpe se apagaba una calabaza más y luego otra y otra y otra en el inmenso Árbol de las Brujas. Por docenas, por centenares, por millares, golpeaban las puertas, y las calabazas cerraban los ojos, y las velas apagadas humeaban con deliciosos humos.
La Bruja titubeó, entró, y cerró la puerta. Una calabaza con cara de Bruja se apagó. La Momia entró y cerró la puerta. La luz se extinguió en una calabaza con cara de Momia.
Y por último, el único chico de todo el pueblo que aún estaba solo en un porche, Tom Skelton, disfrazado de calavera y huesos, sin ganas de entrar, queriendo extraerle una última gota a esa fiesta favorita, envió sus pensamientos por el aire nocturno hacia la extraña casa del otro lado de la cañada.
Señor Mortajosario ¡quién es usted?
Y el señor Mortajosario, allá arriba, en el tejado, le envió la respuesta:
Creo que tú lo sabes, muchacho, creo que tú lo sabes.
¿Volveremos a encontrarnos, señor Mortajosario?
Dentro de muchos años sí, vendré por ti.
Y un último pensamiento de Tom:
Oh, señor Mortajosario, ¿dejaremos de tenerles miedo alguna vez a la noche y a la muerte?
Y el pensamiento volvió:
Cuando lleguéis a las estrellas, muchacho, si, y viváis para siempre allí, todos los miedos desaparecerán, y la Muerte misma morirá.
Tom escuchó, oyó, y agitó la mano en silencio.
A lo lejos, el señor Mortajosario alzó una mano.
Clic. En la casa de Tom se cerró la puerta.
En el gran Árbol, una calabaza-calavera estornudó y se apagó.
El viento sacudió el gran Árbol de las Brujas, ahora con todas las luces apagadas excepto una calabaza en lo más alto de la copa.
Una calabaza con los ojos y la cara del señor Mortajosario.
En el tejado de la casa, el señor Mortajosario se inclinó, aspiró una bocanada de aire, y sopló.
La vela en la cabeza-calabaza vaciló y se extinguió.
Milagrosamente, de la boca, la nariz, las orejas, los ojos del señor Mortajosario, brotaron volutas de humo, como si el alma se le hubiese extinguido en los pulmones en el mismo momento en que la dulce calabaza dejaba escapar un perfumado espíritu de incienso.
El señor Mortajosario se hundió en su casa. La puerta trampa del tejado se cerró detrás.
Llegó el viento. Acunó todas las calabazas humeantes del inmenso y hermoso Árbol de las Brujas. Levantó un millar de hojas obscuras y las arrastró por el cielo y por la tierra hacia el sol que sin duda saldría otra vez.
Así como el pueblo, el Árbol apagó los rescoldos de las sonrisas y se durmió.
A las dos de la mañana, el viento volvió a buscar más hojas.

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