MIGUEL DE UNAMUNO
EL QUE SE ENTERRÓ
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X
EL QUE SE ENTERRÓ
Era extraordinario el cambio de carácter que
sufrió mi amigo. El joven jovial, dicharachero y
descuidado, habíase convertido en un hombre tristón,
taciturno y escrupuloso.
Sus momentos de abstracción eran frecuentes
y durante ellos parecía como si su espiritu viajase por
caminos de otro mundo. Uno de nuestros amigos,
lector y descifrador asiduo de Browning, recordando la
extraña composition en que éste nos habia de la vida
de Lázaro después de resucitado, solia decir que el
pobre Emilio habia visitado la muerte. Y cuantas
inquisiciones emprendimos para adivinar la causa de
aquel misterioso cambio de caracter fueron inquisiciones
infructuosas.
Pero tanto y tanto le apreté y con tal insistencia
cada vez, que por fin un día, dejando transparentar el
esfuerzo que cuesta una resolución costosa y muy
combatida, me dijo de pronto; "Bueno, vas a saber lo
que me ha pasado, pero lo exijo, por lo que lo sea más
Santo, que no se lo cuentes a nadie mientras yo no
vuelva a morirme." Se lo prometí con toda solemnidad
y me llevó a su cuarto de estudio, donde nos
encerramos.
Desde antes de su cambio no había yo entrado
en aquel su cuarto de estudio. No se habia modificado
en nada, pero ahora me pareció mas en consonancia
con su dueño. Pensé por un momento que era su
estancia mas habitual y favorita la que le había
cambiado de modo tan sorprendente.
Su antiguo asiento, aquel ancho sillón frailero,
de vaqueta, con sus grander brazos, me pareció
adquirir nuevo sentido. Estaba examinándolo cuando
Emilio, luego de haber cerrado cuidadosamente la
puerta, me dijo, señalándomelo:
—Ahi sucedió la cosa.
Le miré sin comprenderle.
Me hizo sentar frente a él, en una silla que
estaba al otro lado de su mesita de trabajo, se arrellanó
en su sillón y empezó a temblar. Yo no sabía que hacer.
Dos o tres veces intentó empezar a hablar y
otras tantas tuvo que dejarlo. Estuve a punto de rogarle
que dejase su confesión, pero la curiosidad pudo en, mí
mas que la piedad, y es sabido que la curiosidad es una
de las cosas que más hacen al hombre cruel. Se quedó
un momento con la cabeza entre las manor y la vista
baja; se sacudió luego como quién adopta una súbita
resolución, me miró fijamente y con unos ojos que no
le conocía antes, y empezó:
—Bueno; tú no vas a creerme ni palabra de lo
que te voy a contar, pero eso no importa. Contándotelo
me libertaré de un grave peso, y me basta. No
recuerdo que le contesté, y prosiguió
—Hace cosa de año y medio, meses antes del
misterio, caí enfermo de terror. La enfermedad no se
me conocía en nada ni tenía manifestación externa
alguna, pero me hacía sufrir horriblemente. Todo me
infundía miedo, y parecía envolverme una atmósfera
de espanto. Presentía peligros vagos. Sentía a todas
horas la presencia invisible de la muerte, pero de la
verdadera muerte, es decir, del anonadamiento.
Despierto, ansiaba porque llegase la hora de
acostarme a dormir, y una vez en la cama me sobrecogía
la congoja de que el sumo se adueñara de mi para
siempre. Era una vida insoportable, terriblemente
insoportable. Y no me sentía ni siquiera con resolución
para suicidarme, lo cual pensaba yo entonces que
seria un remedio. Llegué a temer por mi razón ...
¿Y cómo no consultaste con un especialista?
—le dije por decirle algo.
—Tenía miedo, como lo tenía de todo. Y este
miedo fué creciendo de tal modo, que llegué a pasarme
los días enteros en este cuarto y en este sillón
mismo en que ahora estoy sentado, con la puerta
cerrada, y volviendo a cada momento la vista atrás.
Estaba seguro de que aquello no podía prolongarse y
de que se acercaba la catástrofe o lo que fuese. Y en
efecto llegó.
Aquí se detuvo un momento y pareció vacilar.
—No lo sorprenda el que vacile —prosiguió—porque lo
que vas a oir no me lo he dicho todavía ni a mi mismo.
El miedo era ya una cosa que me oprimía por todas
partes, que me ponía un dogal al cuello y amenazaba
hacerme estallar el corazón y la cabeza. Llegó un día,
el siete de setiembre, en que me desperté en el
paroxismo del terror; sentía acorchados cuerpo y
espíritu. Me prepare a morir de miedo. Me encerré
como todos los días aquií, me senté donde ahora
estoy sentado, y empecé a invocar a la muerte. Y es
natural, llegó —Advirtiéndome la mirada, añadió
tristemente:— Si, ya sé lo que piensas, pero no me
importa.
Y prosiguió:
—A la hora de estar aquí sentado, con la
cabeza entre las manos y los ojos fijos en un punto
vago más allá de la superficie de esta mesa, sentí que
se abría la puerta y que entraba cautelosamente un
hombre. No quise levantar la mirada. Oía los golpes
del corazón y apenas podia respirar. El hombre se
detuvo y se quedó ahí, detrás de esa silla que ocupas,
de pie, y sin duda mirándome.
Cuando pasó un breve rato me decidi a levantar
los ojos y mirarlo. Lo que entonces pasó por mi fué
indecible; no hay para expresarlo palabra alguna en el
lenguaje de los hombres que no se mueren sino una
sola vez. El que estaba ahi, de pie, delante mío, era
yo, yo mismo, por lo menos en imagen. Figúrate que
estando delante de un espejo, la imagen que de ti
refleja en el cristal se desprende de éste, toma cuerpo
y se te viene encima...
—Si, una alucinación... —murmuré. —De eso
ya hablaremos —dijo y siguió:
—Pero la imagen del espejo ocupa la postura
que ocupas y sigue tus movimientos, mientras que
aquel mi yo de fuera estaba de pié, y yo, el yo de
dentro de mí, estaba sentado.
Por fin el otro se sentó también, se sentó donde
tú estás sentado ahora, puso los codos sobre la
mesa como tú los tienes, se cogió la cabeza, como tú
la tienes, y se quedó mirándome como me estás ahora
mirando.
Temblé sin poder remediarlo al oirle esto, y él,
tristemente, me dijo:
—No, no tengas también tú miedo; soy pacífico.
Y siguió:
—Asi estuvimos un momento, mirándonos a los
ojos el otro y yo, es decir, asi estuve un rato
mirándome a los ojos. El terror se había transformado
en otra cosa muy extraña y que no soy capaz de
definirte; era el colmo de la desesperación resignada.
Al poco rato sentí que el suelo se me iba de debajo de
los pies, que el sillón se me desvanecía, que el aire iba
enrareciéndose, las cosas todas que tenía a la vista,
incluso mi otro yo, se iban esfumando, y al oir al otro
murmurar muy bajito y con los labios cerrados: "Emilio,
Emilio", sentí la muerte. Y me morí.
Yo no sabia que hacer al oirle esto. Me dieron
tentaciones de huir, .pero la curiosidad venció en mi al
miedo. Y él continuó:
—Cuando al poco rato volví en mí, es decir,
cuando al poco rato volví al otro, o sea, resucité, me
encontré sentado ahí, donde tú te encuentras ahora
sentado y donde el otro se había sentado antes, de
codos en la mesa y cabeza entre las palmas contemplándome
a mí mismo, que estaba donde ahora estoy.
Mi conciencia, mi espíritu, había pasado del
uno al otro, del cuerpo primitivo a su exacta reproducción.
Y me vi, o vi mi anterior cuerpo, lívido y rígido, es
decir, muerto. Habia asistido a mi propia muerte. Y se
me había limpiado el alma de aquel extraño terror. Me
encontraba triste, muy triste, abismáticamente triste,
pero sereno y sin temor a nada. Comprendí que tenía
que hacer algo; no podía quedar así y aquií el cadaver
de mi pasado.
Con toda tranquilidad reflexioné lo que me
convenía hacer. Me levanté de esa silla, y tomándome
el pulso, quiero decir, tomando el pulso al otro, me
convencí de que ya no vivía.
Salí del cuarto dejándolo aqui encerrado, bajé
a la huerta, y con un pretexto me puse a abrir una gran
zanja. Ya sabes que siempre me ha gustado hacer
ejercicio en la huerta. Despaché a los criados y esperé
la noche. Y cuando la noche llegó cargué a mi
cadáver a cuestas y lo enterré en la zanja. El pobre
perro me miraba con ojos de terror, pero de terror
humano; era, pues, su mirada una mirada humana.
Le acaricié diciéndole: no comprendemos nada de
lo que pasa amigo, y en el fondo no es esto más
misterioso que cualquier otra cosa...
—Me parece una reflexión demasiado filosófica
para ser dirigida a un perro —le dije.
¿Y por qué? —replicó—. ¿O es que crees que
la filosofía humana es mas profunda que la perruna?
—Lo que creo es que no lo entendería.
—Ni tú tampoco, y eso que no eres perro. —
Hombre, si, yo lo entiendo.
—iClaro, y me crees loco! ... Y como yo callara,
anadió:
—Te agradezco ese silencio. Nada odio más
que la hipocresía. Y eh cuanto a eso de las alucinaciones,
he de decirte que todo cuanto percibimos no es
otra cosa, y que no son sino alucinaciones nuestras
impresiones todas. La diferencia es de orden práctico.
Si vas por un desierto consumiéndote de sed y de
pronto oyes el murmurar del agua de una fuente y ves
el agua, todo esto no pasa de alucinación. Pero si
arrimas a ella tu boca y bebes y la sed se te apaga,
llamas a esta alucinación una impresión verdadera, de
realidad. Lo cual quiere decir que el valor de nuestras
percepciones se estima por su efecto práctico. Y por
su efecto prlctico, efecto que has podido observar por
ti mismo, es por to que estimo lo que aquí me sucedió
y acabo de contarte. Porque tú ves bien que yo, siendo
el mismo, soy, sin embargo, otro.
—Esto es evidente...
—Desde entonces las cosas siguen siendo
para mí las mismas, pero las veo con otro sentimiento.
Es como si hubiese cambiado el tono, el timbre de
todo. Vosotros creéis que soy yo el que he cambiado y
a mí me parece que lo que ha cambiado es todo lo
demás.
—Como caso de psicología... –murmuré
¿De psicología? j Y de metafísica experimental!
—Experimental? –exclamé
—Ya lo creo. Pero aun falta algo. Ven conmigo.
Salimos de su cuarto y me llevó a un rincón de la
huerta. Empecé a temblar como un azogado, y él, que
me observó, dijo:
¿Lo ves? ¿Lo ves? iTambién tú! ¡Ten valor,
racionalista!
Me percaté entonces de que llevaba un azadón
consigo. Empezó a cavar con él mientras yo seguía
clavado al suelo por un extraño sentimiento, mezcla de
terror y de curiosidad. Al cabo de un rato se descubrió
la cabeza y parte de los hombros de un cadaver
humano, hecho ya casi esqueleto. Me lo señaló con el
dedo diciéndome:
—¡Mírame!
Yo no sabía que hacer ni que decir. Volvió a
cubrir el hueco. Yo no me movia.
—¿Pero que te pasa, hombre? —dijo sacudiéndome
el brazo.
Creí despertar de una pesadilla. Lo miré con
una mirada que debió de ser el colmo del espanto. —
"Sí —me dijo—, ahora piensas en un crimen; es natural.
¿Pero has oído tú de alguien que haya desaparecido
sin que se sepa su paradero? ¿Crees posible un crimen
así sin que se descubra al cabo? ¿Me crees criminal?"
—Yo no creo nada —le contesté.
—Ahora has dicho la verdad; tú no crees en
nada y por no creer en nada no te puedes explicar
cosa alguna, empezando por las mas sencillas.
Vosotros, los que os tenéis por cuerdos, no disponéis
de mas instrumentos que la lógica, y asi vivís a
obscuras...
—Bueno —le interrumpí—, ¿y todo esto que
significa?
¡Ya salió aquellol Ya estás buscando la
solución o la moraleja. ¡Pobres locosl Se os figura que
el mundo es una charada o un jeroglífico cuya solución
hay que hallar. No, hombre, no; esto no tiene solución
alguna, esto no es ningún acertijo ni se trata aqui de
simbolismo alguno. Esto sucedió tal cual te lo he
contado, y si no me lo quieres creer, allá tú.
Después que Emilio me contó esto y hasta su
muerte, volví a verle muy pocas veces, porque rehuía
su presencia. Me daba miedo. Continuó con su
carácter mudado, pero haciendo una vida regular y sin
dar el menor motivo a que se le creyese loco.
Lo único que hacía era burlarse de la lógica y
de la realidad. Se murió tranquilamente, de pulmonía,
y con gran valor. Entre sus papeles dejó un relato
circunstanciado de cuanto me había contado y un
tratado sobre la alucinación. Para nosotros fué siempre
un misterio la existencia de aquel cadáver en el
rincón de la huerta, existencia que se pudo comprobar.
En el tratado a que hago referencia sostenía,
según me dijeron, que a muchas, a muchísimas personas
les ocurren durante la vida sucesos trascendentales,
misteriosos, inexplicables, pero que no se atreven
a revelar por miedo a que se les tenga por locos.
"La lógica —dice— es una institución social y la
que se llama locura una cosa completamente privada.
Si pudiéramos leer en las almas de los que nos rodean
veríamos que vivimos envueltos en un mundo de
misterios tenebrosos, pero palpables."
***
Extraído de De Esto y, Aquello
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