Todo empezó en el lluvioso y aburrido verano de 1816,una noche con tormenta de verano,agua y calor, y una reunion entre autores de la epoca, amenizada con dos cosas, relatos de terror alemanes, que iban relatando uno tras otro, y el "sueño" de la epoca, laudano de opio, todo ello encerrado en una majestuosa Mansion, Villa Diodati, a orillas del lago Leman; la atmosfera y situacion estaba de su parte, y todo termino entre una apuesta entre escritores, ¿Quien ganaria entre ellos un concurso de Narrativa Terrorifica?. El juego termino, y las pruebas estan ahy, aun puedes pensar para ti, cual es el relato ganador, aunque de todos ellos, solo terminaron los relatos dos escritores : William Polidori (El Vampiro) , y Mary Godwin; de nombre de casada Mary B. Shelley (Frankenstein o el moderno Prometeo).
Los demas, no presentaron ningun escrito: Percy B. Shelley, (marido de Mary), y Lord Byron.
Esa noche, se llamo Gothic, y sobre ella, se pueden encontrar de todo, desde relatos, comics, pinturas, peliculas,... y como no, dos libros : EL VAMPIRO , Y FRANKENSTEIN.
EL RETO SUPREMO
Hoy nos asombra que una joven de dieciocho años dispusiese de la madurez intelectual y del talento imaginativo y narrativo capaz de gestar una novela del fuste de Frankenstein o el moderno Prometeo (Frankenstein or the Modern Prometheus), por mucho que su marido, el distinguido poeta Percy B. Shelley, le echara una mano en su escritura. Todo empezó en el lluvioso y aburrido verano de 1816, cuando en Villa Diodati, a orillas del lago Leman, se entabló un singular concurso de narrativa terrorífica, improvisado tras la lectura de cuentos fantásticos alemanes, y que tuvo como participantes a Lord Byron, al doctor William Polidori (quien escribió un relato vampírico), a Percy B. Shelley y su por entonces amante Mary Godwin, hija de la escritora feminista británica Mary Wollstonecraft y del filósofo libertario William Godwin. La idea le vino durante una pesadilla de duermevela matinal, es decir, desde la «vía real al subconsciente», según la expresión de Freud. Escrita a lo largo de veintidós meses, se publicó anónimamente en marzo de 1818, en tres volúmenes, y conocería una edición revisada en 1831, con el añadido de un extenso prefacio. Suele asociarse a esta gestación el poema inmediatamente posterior de Shelley titulado Prometeo liberado (Prometheus unbound), de 1819.
Frankenstein o el moderno Prometeo es más una novela filosófica que fantacientífica —aunque ostente un estatuto fundacional en este género—, que utilizó los códigos de la novela gótica, cuando su ciclo literario ya se había eclipsado, y apareció en pleno torbellino científico-técnico de la Revolución Industrial, contexto que aporta algunas claves al libro. La acción de la novela transcurre en el siglo XVIII, en un ambiente poco respetado por la iconografía de sus adaptaciones cinematográficas. Al igual que La maravillosa historia de Peter Schlemihl, aparecida poco antes, que se presentaba como un cuaderno autobiográfico, la novela de Mary Shelley se vehicula en forma epistolar, con las cartas que escribe (lógicamente en primera persona) el capitán marino Robert Walton a su hermana y que incluyen una extensa confesión de Victor Frankenstein, narrada por él al ser salvado de los hielos árticos por su nave.
La novela narra las tribulaciones de un científico suizo materialista e ilustrado, Victor Frankenstein, incapaz de controlar las consecuencias de un audaz experimento para crear un humanoide, cuyo aspecto físico horrible provoca el rechazo de la gente y le empuja a la soledad y a la asocialidad. Para vengarse, el monstruo mata sucesivamente al hermano pequeño de su creador —lo que conduce a la inculpación y ejecución de su fiel sirvienta—, a su amigo Henry Clerval y a su propia novia, Elizabeth, en el día de su boda. Perseguido por Frankenstein, que se ha negado a fabricar una compañera para su monstruo, llegan al Polo Norte, en donde el científico fallece por extenuación y el monstruo anuncia que se inmolará en una pira.
Es imposible separar la novela del contexto científico de su época, tras un siglo en el que habían hecho furor los autómatas en las cortes europeas y luego en los espectáculos de feria —como testimonió Hoffmann en sus relatos— y en el que las promesas científicas y los cambios tecnológicos que acompañaron a la Revolución Industrial producían vértigo y alentaban la especulación futurista. Al inicio del prólogo a la primera edición de la novela (escrito por Percy Shelley) se afirma paladinamente que «el suceso en el que se fundamenta este relato imaginario ha sido considerado por el doctor Darwin y algunos otros fisiólogos alemanes como no del todo imposible». Se invoca, por tanto, la alta autoridad científica del médico librepensador británico Erasmus Darwin (1731-1802), el abuelo de Charles Darwin y de Francis Galton, que adelantó tesis evolucionistas similares a las de Lamarck y que se ocupó del origen de la vida en libros como Zoonomia or the Laws of Organic Life (1794-96) y The Temple of Nature or the Origins of Society (1803).
Los últimos años del siglo XVIII fueron pródigos en experimentos y descubrimientos biológicos. En 1780 Lazzaro Spallanzani efectuó estudios sobre la fecundación de los batracios; diez años más tarde Lavoisier llevó a cabo sus primeros trabajos sobre fisiología animal, estudiando la respiración y la transpiración. En 1800, coincidiendo con las proposiciones evolucionistas de Lamarck, Georges Cuvier publicó Lecciones de anatomía comparada. Y, contemporáneo de las investigaciones sobre el cerebro de Luigi Rolando, en 1808 Franz Joseph Gall publicó Las funciones del cerebro.
Se ha señalado con frecuencia un dato que sugiere que la autora estaba al corriente de los experimentos biológicos de la época efectuados con electricidad. La escena en que el joven Frankenstein contempla una gran tormenta en Belrive, en la que un rayo carboniza un viejo roble, hará más tarde de la descarga eléctrica una verdadera spark of life [chispa de vida], un elemento que Hollywood magnificará espectacularmente, por cierto, cuando escenifique en sus estudios el nacimiento del humanoide. Por aquel entonces se conocían en toda Europa los experimentos de Luigi Galvani, que producían espasmos musculares en la pata de una rana mediante descargas eléctricas. Siguiendo esta línea de trabajos, su compatriota Giovanni Aldini consiguió en 1803 provocar espasmos y contracciones en cadáveres humanos. Y Peter Haining ha argumentado en un documentado libro1 que Mary Shelley pudo inspirarse en la figura del pionero electricista británico Andrew Crosse (1784-1855), quien hizo experimentos bioeléctricos con insectos a principios de siglo.
Dos años antes del episodio del rayo, a los trece años, Victor Frankenstein había empezado a leer textos de Cornelio Agripa, que le condujeron luego a frecuentar a Paracelso y Alberto Magno. No son nombres elegidos al azar por la autora. El filósofo, médico, alquimista y cabalista alemán Heinrich Cornelius Agrippa (1486-1535), que padeció un año de cárcel en Bruselas acusado de magia, sostenía que la naturaleza era un conjunto orgánico vivificado por un alma universal y que su energía podía ser dominada por la magia. Según la leyenda, Cornelio Agripa habría conocido a Fausto durante un viaje de éste a París, en una convergencia que no fue sólo física. El médico y alquimista suizo Paracelso (1493-1541) mezcló también la magia con la ciencia en sus libros y San Alberto Magno (c. 1193-1280) fue también alquimista y es fama que construyó un humanoide parlante, que fue destruido por su discípulo, Santo Tomás de Aquino. Este humanoide puede valorarse como una réplica cristiana al Golem hebreo, el hombre artificial hecho de arcilla según la literatura talmúdica, para proteger al pueblo judío, pero que acabó por convertirse en una amenaza para sus creadores. Es difícil que la autora, residiendo en Suiza, ignorase esta leyenda tan extendida por toda Europa central. En cualquier caso, aquel bagaje alquimista alentó a Victor Frankenstein a buscar la piedra filosofal y el elixir de la vida.
A los diecisiete años ingresó en la Universidad de Ingolstadt, en Baviera. Se trataba de una universidad fundada en 1472, que desempeñó un papel importante en el movimiento humanista de la Contrarreforma. Cuando Mary Shelley escribió su novela su sede acababa de ser trasladada a Landshut, pero resulta interesante que, ubicando a su personaje en un área cultural protestante, eligiese para él un centro académico connotado por el inconformismo espiritual. Allí, los profesores le recriminaron que hubiese perdido el tiempo leyendo a viejos alquimistas y le ofrecieron nuevas orientaciones científicas, sobre todo de fisiología y de química, de manera que Victor Frankenstein pasó a ser un hijo de la Ilustración, pero fecundado por las ambiciones secretas de las viejas prácticas mágicas.
En esta senda científica, Victor Frankenstein se dedicó con especial ahínco a estudiar el origen de la vida y los procesos físicos que constituyen la muerte, lo que le obligaba a «pasar días y noches en osarios y panteones». Por fin, «tras noches y días de increíble labor y fatiga, conseguí descubrir el origen de la generación y la vida; es más, yo mismo estaba capacitado para infundir vida en la materia inerte».2
Buscando sus materiales en las salas de disección y en los mataderos, Frankenstein procede a construir quirúrgicamente su criatura. A diferencia del Golem, utiliza partes orgánicas de otros cuerpos y no arcilla, y a diferencia del autómata hebreo, no recurre a procedimientos mágicos para crearlo, sino científico-fisiológicos, y por eso su producto puede ser calificado propiamente de androide, no de autómata.
Mary Shelley conocía probablemente el clásico de la filosofía materialista L’Homme machine (1747), del médico francés Julien Offray de La Mettrie, quien apoyándose en fuentes materialistas clásicas (Demócrito, Epicuro, Lucrecio), en el empirismo de John Locke y en las enseñanzas obtenidas en sus disecciones de cuerpos humanos, propuso considerar el cuerpo como una máquina gobernada por leyes puramente físicas. Escribió su libro mucho antes de que Galvani comenzara, en 1780, sus experimentos eléctricos con fibras musculares. De manera que al materialismo postulado por La Mettrie sólo tuvo que añadir Mary Shelley la energía galvánica, la spark of life, que tanto había impresionado al adolescente Frankenstein. La autora es parca en detalles al describir la creación del humanoide, en contraste con la prolijidad de que hará gala Villiers de l’Isle-Adam cuando detalle la construcción del androide femenino de La Eva futura en 1886, pero no obvió las dificultades de la microcirugía, al poner en boca del científico: «Imbuido de estos sentimientos, comencé la creación de un ser humano. Dado que la pequeñez de los órganos suponía un obstáculo para la rapidez, decidí, en contra de mi primera decisión, hacer una criatura de dimensiones gigantescas; es decir, de unos ocho pies de estatura y correctamente proporcionada. Tras esta decisión, pasé algunos meses recogiendo y preparando los materiales, y empecé.»3
Es decir, Frankenstein construyó un androide de unos dos metros y medio de estatura. Significativamente, el primer signo de vida de la criatura consiste en abrir sus ojos «amarillentos y apagados». Es decir, hizo del percibir la esencia de la condición existencial.
La autora debió de plantearse el dilema de describir el aspecto físico del monstruo, pero acabó por despachar someramente el problema en seis líneas. Tal vez pensó que su parquedad descriptiva permitiría que cada lector pudiera proyectar en su imaginación la presencia que le resultara más macabra y repugnante. Esta libertad ha servido también a los productores cinematográficos para recrear sus presencias macabras, aunque sin desbancar la imagen canónica que le otorgaron en 1931 el maquillador Jack Pierce y el director James Whale sobre la armadura física de Boris Karloff. Es decir, la parquedad descriptiva de la autora ha facilitado las cosas a los lectores de la novela y a los productores cinematográficos.
Pero la autora asevera que cuando su androide fisiológico, no mecánico, se puso en movimiento, «se convirtió en algo que ni siquiera Dante hubiera podido concebir».4 Es decir, incluye implícitamente al monstruo en lo que la mitología popular campesina califica de «ogro», de aspecto horrendo y gran tamaño y fuerza física.
Este resultado produce una gran frustración al científico, un sentimiento depresivo anticipado ya antes de que el monstruo cobre vida, con la reflexión retrospectiva del escarmentado Frankenstein, al señalar que «si el estudio al que te consagras tiende a debilitar tu afecto y a destruir esos placeres sencillos en los cuales no debe intervenir aleación alguna, entonces ese estudio es inevitablemente negativo, es decir, impropio de la mente humana».5 En efecto, su trabajo le produce «ansiedad», se siente como un «trabajador forzado» en las minas y padece «accesos de fiebre».6 Esto lo confiesa Frankenstein cuando ya ha vivido el calvario que le ha producido su relación con su criatura, pues forma parte de su relato al capitán Walton, y en su reflexión establece, curiosamente, el criterio hedonista como prueba de la moralidad de una tarea: si produce placer es buena y si produce ansiedad es mala. De hecho, el desasosiego de Frankenstein es doble, aunque la autora no lo explicite. Por una parte se trata del vacío natural que sucede a quien ha pugnado duramente por conseguir un objetivo y ya lo ha alcanzado, pues se encuentra entonces sin metas que superar. Pero, en este caso, el resultado ansiado y conseguido (la producción de vida) ha abocado además a un resultado monstruoso y, por lo tanto, insatisfactorio para el científico.
La novela de Mary Shelley expone la desventura de un héroe existencial megalómano y problemático, adscrito al tema fáustico del «aprendiz de brujo», alentado por un proyecto científico «progresista», pero atrapado a la postre entre su fe en la ciencia y el fracaso de la razón instrumental. Pertenece como Fausto (el texto definitivo de Goethe acababa de aparecer en 1808), como Adán y como Prometeo (citado explícitamente en el título), al arquetipo que se caracteriza por el «conocimiento transgresor». El libro plantea implícitamente el problema de las fronteras del conocimiento humano, pero, pese al subtítulo de la novela, la autora no emite ningún juicio religioso acerca de la actividad de su protagonista, aunque le penalice con la infelicidad y la muerte.
La ambición suprahumana y la rebeldía fueron temas típicos del romanticismo y no es ocioso recordar que Goethe, antes de culminar su Fausto, dejó inacabado en 1773 su drama Prometheus, un personaje que también inspiraría a Percy B. Shelley. Frankenstein, como Fausto, fue un hijo de la cultura protestante, más emprendedora y «empresarial» que la católica, como explicó Max Weber. Y fue un hijo de la cultura protestante, nacido en las turbulencias y tribulaciones de una época de acelerada industrialización. Por eso algún crítico marxista ha podido ver en la desventura de Frankenstein «el fracaso de la libre empresa capitalista».7 En este sentido, el fáustico Frankenstein carece de las connotaciones positivas con que Spengler presentó en La decadencia de Occidente al «hombre fáustico» como arquetipo ambicioso y con voluntad de poder y de dominio de la naturaleza.
La crítica y los exegetas del libro de Mary Shelley se han interesado mucho más por el monstruo que por su creador. Tal elección ha sido lógica, por la extravagante excepcionalidad del sujeto, a quien el drama psicológico de su fealdad y de su soledad le empujan, desde su inicial estado de inocencia (fruto de las lecturas de Rousseau por la autora), hacia la asocialidad criminal. Su identidad aberrante tuvo su plasmación en su falta de nombre propio. Para la autora es, simplemente, el monstruo.
¿Dónde radica la monstruosidad de la criatura de Frankenstein? La respuesta es simple: en su desproporción y fealdad físicas, lo que le convierte en un monstruo estético. Tras descubrir el horror que produce a los demás, el monstruo se esconde durante el día y sólo sale a merodear por la noche, tal corno hacía otro monstruo que ya hemos analizado, Peter Schlemihl. De modo que el monstruo estético de Frankenstein aporta una crítica implícita a los cánones tradicionales de belleza —en línea con la revolución estética romántica— al hacer que un sujeto inicialmente bondadoso sea empujado por la sociedad a la soledad y al crimen, en razón de su apariencia anómala. En este aspecto, la fealdad física que alberga un espíritu sensible anticipa el diseño que Victor Hugo hizo de su Quasimodo (1831), quien también se ocultaba a los hombres.
Pero el monstruo de Frankenstein vive un interesante proceso de hominización. Inicialmente es un antropoide primitivo, torpe y mudo, pero a través de su vida silvestre, espiando y escuchando a los hombres, se hominiza, en un proceso que le lleva al descubrimiento del fuego, al uso de herramientas, al aprendizaje del lenguaje articulado, de la lectura y de los códigos de comportamiento humano. Pero, a pesar de tal hominización, su anormal apariencia sigue penalizándole como monstruo.
De hecho, el monstruo aparece en el libro como una doble víctima: 1) víctima de un padre que experimenta con él y le abandona y 2) víctima de un entorno social hostil, que le empuja al vagabundeo y al crimen. La novela de Mary Shelley anticipa el gran tema social del «otro distinto», de la alteridad diferencial penalizada con la marginación que, en nuestros días, ha tenido representantes emblemáticos con los mendigos, los vagabundos, los mutilados y los inmigrantes de otras etnias o culturas. Por eso el Living Theatre hizo del monstruo, en su versión de Frankenstein de 1966, un símbolo de los seres oprimidos.
Mary Shelley hace que el monstruo descubra con horror su fealdad al verse reflejado en el agua de un estanque, como un eco invertido del placer que Adán y Eva sintieron al ver su reflejo en el agua, tal como lo narró Milton en el libro cuarto de El Paraíso perdido. Y como el monstruo ha podido leer esta epopeya teológica de Milton, en su crispado diálogo con su creador recurre a pertinentes paralelismos y metáforas bíblicas. Así, le dice: «Como a Adán, me habían creado sin ninguna aparente relación con otro ser humano (...). Dios le había hecho una criatura perfecta, feliz y confiada, protegida por el cariño especial de su creador.»8 Pero, en su caso, abandonado cruelmente por su creador, «ninguna Eva calmaba mis pesares ni compartía mis pensamientos».9 Por eso concluye: «Debía ser vuestro Adán, pero soy más bien el ángel caído a quien negáis toda dicha.»10 Por ello le pide que construya una compañera «tan horripilante como yo»,11 con quien se iría a vivir a las llanuras de Sudamérica. Pero, aunque Frankenstein accede inicialmente a esta petición, acaba por destruir su proyecto de hembra androide, lo que enfurece aún más al monstruo y le amenaza con visitarle en su noche de bodas, en la que efectivamente asesinará a su esposa.
Como es notorio, el público ha transferido tradicionalmente el nombre del científico al monstruo que creó, en un desplazamiento lleno de sentido: el monstruo es, en efecto, el creador y su criatura es su víctima. De modo que el nombre compartido por ambos indica dos aspectos de una misma personalidad. Este dato merece ser examinado en detalle.
En efecto, el soltero Victor Frankenstein, que ha rehusado toda paternidad, se ha convertido en un mal padre de su hijo artificial discapacitado. De hecho, su actitud hacia su hijo es filicida, mientras que su hijo no muestra aspiraciones parricidas, pues le necesita para que fabrique a su compañera, pero ni siquiera después de que éste destruya su proyecto de hembra manifiesta intenciones parricidas. Es sabido que el filicidio puede obedecer a varios motivos, como los celos (pues el hijo puede robar el cariño de la pareja), o la falta de recursos para mantener al recién nacido, etc. Pero el filicidio puede constituir también una forma de autorrechazo, de negación de la identidad especular que el descendiente proporciona al padre, como reflejo de la parte negativa de su personalidad. Este es el caso de Frankenstein, quien vive un odio asimétrico con su hijo, pues éste busca solucionar su infortunio sin matar a su padre, mientras aquél desea cometer un filicidio que libere su angustia.
Una de las lecturas psicoanalíticas más sugestivas del mito de Frankenstein nace precisamente a la luz del tema del Doppelgänger, postulando que el individuo no constituye una unidad, sino que está formado por una duplicidad o doble identidad, un divided self. Martin Tropp señaló este rasgo del mito,12 recordando los experimentos de sugestión hipnótica introducidos en la época por el médico alemán Franz Anton Mesmer (1734-1815), que provocaban conductas extrañas en las personas «mesmerizadas», sugiriendo que albergaban una «segunda personalidad» en su interior, opuesta a la primera. Hoy diríamos, en terminología freudiana, que en este mito se enfrentan el superego (Victor Frankenstein como encarnación de la racionalidad científica) y las pulsiones malignas del ello. De manera que el monstruo no sería más que la proyección física del lado oscuro de la personalidad de Victor Frankenstein, de su arrogancia blasfema que le lleva a competir con el poder divino, como un moderno Prometeo.
Toda la dinámica de la novela está basada en una triple rebeldía: la de Frankenstein contra las leyes de Dios (como los ángeles rebeldes del Paraíso perdido, tan citado en el libro y en su pórtico) y contra su propia criatura, a la que odia después de haberla engendrado; y la del monstruo contra su creador, mucho mejor motivada que la de su padre.
Y, abordada la conflictiva relación paterno-filial de Frankenstein y su criatura, es menester desvelar la personalidad sexual de un científico soltero, que da a luz a un monstruo sin la fecundación sexual de una madre. La personalidad de un joven científico que elude la paternidad biológica (¿hipertimidez?, ¿homosexualidad?) y ensaya la paternidad artificial contra natura resulta, por lo menos, intrigante. No hay en la novela ninguna alusión a la vida sexual del joven Frankenstein, o a sus deseos o proyectos eróticos, hasta que su padre le propone que se case con su prima Elizabeth, en una sugerencia doblemente significativa: 1) es su padre quien le elige la pareja tras su imperturbable y casta soltería, supliendo así su falta de iniciativa erótica; 2) la elegida es su prima, elección de connotaciones tan obviamente incestuosas, que la autora corrigió en la reedición de 1831 este dato y la convirtió en hija adoptiva, huérfana de un noble milanés fallecido en la guerra y de una alemana que murió al parirla. Este episodio revela, por lo menos, que la sexualidad del padre de la criatura artificial era insatisfactoria. Pero, tras escuchar la proposición matrimonial paterna, Frankenstein rechaza la sugerencia, pues la idea de tal unión le llenaba «de horror y aflicción»,13 ya que antes tenía que fabricar una compañera para su monstruo.
Curiosamente, inmediatamente después de la creación de su engendro, Frankenstein tiene una pesadilla en la que se encuentra a Elizabeth por la calle y, al besarla, se convierte en el cadáver de su madre.14 Es decir, su sueño revela una angustia de origen incestuoso, que puede inhabilitarle para una vida sexual normal. Si a esto se añade su íntima amistad con Henry Clerval, quien le cuida en su postración tras la creación del monstruo y más tarde le acompaña a Inglaterra cuando va a fabricar la hembra artificial, la sospecha de homosexualidad no puede descartarse y dibuja una personalidad con una vida sexual reprimida y profundamente conflictiva.
Finalmente, Elizabeth es asesinada en el día de su boda, sin que su matrimonio se haya consumado, y Frankenstein inicia una persecución incansable e infructuosa del monstruo para destruirlo, que evoca la frustración perenne de Sísifo, y que le conduce hasta el Polo Norte. Allí es recogido extenuado por un barco y el capitán Walton describe en una carta su estado «melancólico y resignado; a veces aprieta los dientes, como si se impacientara con el peso de los males que le afligen».15 El monstruo le ha llevado hasta el Ártico, que comparece en el libro como una metáfora sustitutiva del infierno, tal vez recordando la autora que, para Dante, lo más profundo del infierno está formado por hielo y que, en el Polo, se trata también de hielos eternos. En efecto, el monstruo le ha dicho antes a Frankenstein, retadoramente: «Sígueme; voy hacia el norte en busca de las nieves eternas, donde padecerás el tormento del frío y del hielo al que yo soy insensible.»16 Es decir, tan insensible como lo son los demonios al fuego del infierno. El monstruo visita al extenuado Frankenstein en su camarote, anunciándole que hará una pira funeraria y se arrojará a su fuego. De manera que en un final infeliz que es moralmente feliz, el científico fallece por agotamiento y su criatura se suicida.
El mito de Frankenstein penetró como un torbellino en el imaginario de la sociedad industrial y generaría numerosos descendientes en la novela, el teatro, la ópera y el cine. Tal vez su derivación más original y significativa apareció en el drama futurista R.U.R., que el escritor checo Karel Capek escribió en 1921 e hizo nacer los primeros laborantes construidos con materia viva, los robots orgánicos, en un texto que introdujo esta palabra hoy tan familiar y que en checo significa trabajo forzado. Con argumentos menos sutiles que los de Mary Shelley, también estas criaturas se mostraron díscolas con sus creadores y acabaron exterminando a todos los humanos, salvo al jefe de talleres de la fábrica que los producía. Sus nietos serán los muy perfeccionados replicantes de la película Blade Runner (1982), la brillante recreación cinematográfica de una novela de Philip K. Dick por parte de Ridley Scott.
El mito de Frankenstein tentó tempranamente al teatro (desde 1823) y luego al cine, pues la Edison Co. produjo ya en 1910 una versión dirigida por J. Searle Dowley y protagonizada por Charles Ogle en el papel del monstruo. Pero el lanzamiento definitivo del mito en las pantallas fue obra de la productora Universal en 1931, a partir de la pieza escénica de 1927 de Peggy Webling, que adaptaba de modo reduccionista el libro de Mary Shelley, y ubicando su acción en época contemporánea. La publicidad norteamericana añadió al título Frankenstein el explícito subtítulo The Man Who Made a Monster y en España se presentó como Frankenstein, el autor del monstruo. El actor Bela Lugosi, que acababa de hacer una clamorosa irrupción en el género terrorífico con un Drácula dirigido por Tod Browning para la misma empresa, rechazó el papel porque el recargado maquillaje creado por Jack Pierce le hacía irreconocible para sus fans y porque su personaje no tenía diálogos. Se eligió por ello al veterano actor británico Boris Karloff (William Henry Pratt), cuyo seudónimo lo había tomado prestado de un antepasado ruso de su madre. El agraciado Colin Clive dio rostro a Henry (no Victor) Frankenstein, mientras que la realización fue confiada al británico James Whale, un profesional procedente del teatro que había demostrado ya su pericia como director de melodramas. Influido por el expresionismo alemán (al acabar su carrera Whale cultivaría la pintura), el film subrayó los aspectos sensacionalistas del libro y tanto en éste como en su secuela La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, 1935) espectacularizó con grandilocuencia el uso de la tormenta eléctrica para dar vida al monstruo, en lo alto de un torreón fálico, pero en cambio eliminó su textura psicológica, al hacer que su maldad derivara del error de haberle implantado un cerebro criminal, suministrado por Fritz (Dwight Frye), el deforme ayudante del doctor, una lamentable contribución argumental de Roben Florey, el director adscrito inicialmente al proyecto. Irritado por las provocaciones sádicas de Fritz, el monstruo le mata, asesina luego al doctor Waldman (Edward Van Sloan) —el maestro de Frankenstein—, se fuga del laboratorio y, después de haber arrojado a una niña a un lago en la creencia de que flotaría como una flor, intenta matar a Elizabeth (Mae Clarke), la novia de Frankenstein, en el día de su boda, aunque su daño se limita a un desmayo. Al final parecía que el monstruo, perseguido por el pueblo, moría entre las llamas purificadoras del incendio de un molino, cuyas aspas formaban una emblemática cruz de fuego, pero el científico escarmentado no perecía.
La novia de Frankenstein, también de Whale, fue más fiel al espíritu del libro, aunque introdujo como novedad al despótico sabio Pretorius (Ernest Thesinger), quien convencía al reticente Frankenstein para que fabricara una compañera para su monstruo. Pero su verdadero hilo conductor fueron las tribulaciones del humanoide, que al igual que en el libro descubría su apariencia al ver su reflejo en el agua, se deleitaba con la música de un anciano ciego del que llegaba a hacerse amigo y aprendía a hablar. El monstruo era presentado como una víctima social y, cuando era detenido, era atado en una postura simbólica de crucifixión. Por fin la hembra creada para él (Elsa Lanchester), con un peinado a lo Nefertiti, rechazaba al monstruo con un alarido, haciendo gala de una admirable autonomía emocional. La misma actriz había aparecido en el prólogo de la cinta interpretando a la propia Mary Shelley, lo que otorgaba cierta coloración feminista a su rebeldía. Y, como era previsible, una devastadora explosión destruía al final la arrogante e impía torre fálica que había desafiado las leyes divinas.
La Universal prosiguió el ciclo con La sombra de Frankenstein (Son of Frankenstein, 1939), de Rowland V. Lee, en la que Boris Karloff se despidió del personaje que le había hecho famoso. En decorados muy estilizados de Jack Otteson transcurre esta secuela, que narra el regreso desde Estados Unidos a la mansión paterna del hijo de Frankenstein (Basil Rathbone), con su esposa Elsa (Josephine Hutchinson) y su hijito Peter (Donnie Dunagan). Recibidos con hostilidad por las autoridades municipales y el pueblo, Wolf Frankenstein se encuentra pronto con un inquietante merodeador del lugar, Igor (Bela Lugosi), que fue ahorcado por dedicarse a robar cadáveres, aunque consiguió sobrevivir al estrangulamiento, del que le quedó como recuerdo su cuello roto. Igor le conduce hasta el panteón familiar y le muestra el cuerpo inanimado del monstruo que creó su padre, que yace enfermo y aletargado. La curiosidad científica y el deseo de reivindicar la memoria de su vilipendiado padre empujan a Frankenstein a reanimar al monstruo, proponiendo el realizador un plano de su punto de vista subjetivo cuando empieza a recobrar borrosamente su capacidad perceptiva. Con la ayuda de Igor, convertido en su cómplice, el monstruo asesina a los jurados que le condenaron a muerte, crímenes que el atribulado Frankenstein trata de encubrir ante el inspector Krogh (Lionel Atwill). Frankenstein mata a Igor en un acto de legítima defensa y cuando el monstruo encuentra su cadáver tiene un ataque de furia que le lleva a destrozar el laboratorio. Luego rapta al hijo de Frankenstein, pero Krogh dispara contra él y el doctor le empuja al interior de un pozo de azufre. La familia Frankenstein es finalmente despedida del lugar con la cordialidad del pueblo y de su consejo municipal.
El ciclo se deslizó luego por el tobogán de la decadencia con The Ghost of Frankenstein (1942), de Erie C. Kenton y con Bela Lugosi repitiendo el siniestro papel de Igor, y Frankenstein y el hombre lobo (Frankenstein Meets the Wolf-Man, 1943), de Roy William Neill, en donde la Universal, ante el declive del género, inició la estrategia de acumular en una misma película monstruos de diversas procedencias. El apogeo de este hibridismo teratológico se alcanzó al año siguiente en La zíngara y los monstruos (House of Frankenstein, 1944), de Erie C. Kenton, cuyo argumento merece ser relatado, porque demuestra el despropósito de la fórmula. Boris Karloff interpretaba al doctor Gustav Niemann, admirador del experimento del doctor Frankenstein, quien se fuga de la cárcel junto a un recluso deforme, Daniel (J. Carol Naish), y consigue resucitar al esqueleto de Drácula (John Carradine) conservado en un carromato de circo, aunque el conde es pronto destruido por la luz del sol, después de cometer su primer asesinato. Tras incorporar al tándem una bella zíngara (Elena Verdugo), de la que Daniel se enamora, llegan al destruido castillo de Frankenstein para acceder a sus archivos. Allí encuentran, congelados, a la criatura monstruosa y al licántropo Larry (Lon Chaney, Jr.), que acudió allí para pedirle al científico que le ayude a liberarse de su condición. La zíngara se enamora de Larry, provocando los celos de Daniel, quien pide a Nieman que le cambie su cuerpo. Larry, a su vez, quiere que Nieman le opere para curarle la licantropía, pero el científico da prioridad a la resurrección de la criatura de Frankenstein. Entretanto el pueblo se ha movilizado tras el primer asesinato del hombre-lobo, en una noche de luna llena, y asalta el castillo donde Nieman acaba de dar vida a la criatura de Frankenstein, pero éste le arrastra hasta unas arenas movedizas que les engullen, a la espera de la inmediata secuela La mansión de Drácula (House of Dracula, 1945), del mismo director y que volvió a reunir a todos los monstruos.
El ciclo frankensteniano no renació, con nueva savia y energía, hasta que la productora británica Hammer Films Productions lo retomó, en color, en la segunda mitad de los años cincuenta. Lo inauguró La maldición de Frankenstein (The Curse of Frankenstein, 1957), dirigido por Terence Fisher a partir de un guión de Jimmy Sangster. El film ofreció una nueva imagen byroniana del científico, interpretado por Peter Cushing, como un aristocrático y arrogante hijo de la Ilustración, mientras que, por su elevada estatura, a Christopher Lee se le asignaba el papel del monstruo. Al no poder reproducir el maquillaje de la Universal, que estaba protegido por copyright, hubo que rediseñar sus patéticas facciones, que resultaron más humanizadas. En vísperas de ser ajusticiado, el barón Frankenstein explica en el film su vida a un sacerdote, lo que permite exponerla en flash-back. Tras realizar varios experimentos con la ayuda de Paul Krempe (Robert Urquhart), consigue reanimar el cadáver de un perro. Roba el cadáver de un criminal recién ejecutado, le implanta unas manos de artista y el cerebro de un científico al que ha asesinado, pero este órgano ha sido dañado en una pelea con su ayudante, implantándole tendencias asesinas. De manera que el monstruo recién creado intentará estrangular al barón y asesinará en un bosque a un anciano ciego y a su nieto, antes de ser abatido por Krempe. Frankenstein lo resucita y lo utiliza para desembarazarse de su criada Justine, a quien se había prometido. Pero tras agredir a su novia, Elizabeth (Hazel Court), lo destruye en un baño de ácido y el barón es condenado a la guillotina por los crímenes cometidos por el humanoide.
Le siguió La venganza de Frankenstein (The Revenge of Frankenstein, 1958), de Terence Fisher, que mostraba cómo Frankenstein (Peter Cushing) conseguía evadirse de la guillotina —el cura confesor era ejecutado en su lugar— e iba a trabajar bajo otro nombre a un hospital para pobres, donde conseguía órganos y miembros humanos para sus experimentos. Daba un nuevo cuerpo a su ayudante jorobado y deforme, Karl, reutilizando su antiguo cerebro, en el que residía su personalidad, para implantarlo en un cuerpo perfecto (Michael Gwynn). Pero antes de que su cerebro fuese programado Karl escapaba e iba al laboratorio para destruir su viejo cuerpo e impedir así su exhibición pública como curiosidad científica. Mataba a su portero y en la pelea su cerebro era dañado, de manera que su cuerpo volvía a adquirir deformidades. Violaba a una joven e irrumpía en una velada musical, delatando a Frankenstein. Los enfermos del hospital, al conocer las actividades del doctor, se sublevaban y le mataban, pero un joven ayudante le devolvía la vida y reaparecía en Londres bajo una nueva identidad. En esta ocasión el barón adoptó la personalidad de un científico altruista e incomprendido. En The Evil of Frankenstein (1964), de Freddie Francis, Victor Frankenstein (Peter Cushing) recuperaba, conservado en un glaciar, una antigua creación suya, un monstruo semihumano (Kiwi Kingston), cuyo cerebro era reactivado por un mesmerista, Zoltan (Peter Woodthrope), y con la ayuda de electricidad, pero Zoltan usará al monstruo para cometer sus crímenes vengativos, hasta que será destruido por el ácido. Este deslizamiento parapsicológico se acentuó de un modo pintoresco en Frankenstein Created Woman (1967), de Terence Fisher, donde el barón Frankenstein (Peter Cushing) y el doctor Hertz (Thorley Walters) intentan transferir almas de muertos a otros cuerpos. Su ayudante, Hans (Robert Morris), es injustamente acusado del asesinato de un posadero y condenado a muerte. Su novia Christina (Susan Denberg) asiste a su ejecución en la guillotina y, desesperada, se ahoga en un río. Los científicos recuperan ambos cuerpos y dan a Christina el alma de Hans, lo que le implanta sus deseos de venganza. Después de matar a los tres asesinos del posadero, Hans-Christina se suicida arrojándose al río.
En El cerebro de Frankenstein (Frankenstein Must Be Destroyed, 1969), de Terence Fisher, el protagonista (Peter Cushing) es sorprendido cuando efectúa un trasplante ilegal de cerebro y huye, recalando en la pensión de Anna Spengler (Veronica Carlson). Descubre que su novio, el doctor Karl Hoist (Simon Ward), roba drogas del manicomio en el que trabaja. Le obliga a raptar a un enfermo, el doctor Brandt, especialista en trasplantes de cerebro, pero Brandt fallece de un infarto antes de revelar sus secretos médicos. Frankenstein transplanta su cerebro al doctor Richter (Freddie Jones), médico de la clínica. El híbrido Brandt-Richter despierta de la operación y pide ayuda a Anna, quien, horrorizada, le apuñala. Pero Anna es a su vez asesinada por Frankenstein. Brandt-Richter huye, enloquecido y perseguido por Frankenstein, y consigue incendiar la mansión del científico. Siguiendo la tendencia iniciada en el film anterior, El cerebro de Frankenstein fantaseó de nuevo con el tema de la identidad dual del monstruo, en un ciclo que empezaba a ofrecer ya signos de fatiga.
El horror de Frankenstein (The Horror of Frankenstein, 1970), de Jimmy Sangster (guionista de varios títulos de la serie), presentó al hijo de Victor Frankenstein, llamado como él e interpretado por Ralph Bates, quien siguiendo la vocación paterna conseguía resucitar una tortuga y sobornaba a un ladrón de tumbas (Dennis Price) para que le consiguiera partes anatómicas, incluido el cerebro de un amigo profesor al que ha envenenado. Pero el cerebro se cae y el monstruo resultante (David Smith) resulta tarado, mata a la esposa del ladrón de tumbas y a la criada del barón, pero acaba pereciendo al caer en un baño de ácido. Frankenstein and the Monster from Hell (1973), de Terence Fisher, muestra cómo el doctor Simon Helder (Shane Briant) es encerrado, a causa de sus experimentos «resurreccionistas», en un manicomio dirigido por Frankenstein (Peter Cushing), bajo una identidad falsa. Helder se convierte en su ayudante y descubre el laboratorio secreto en el que Frankenstein reconstruye un cuerpo. Bajo su dirección —pues las manos de Frankenstein se quemaron en un accidente—, Helder le trasplanta el cerebro de un profesor fallecido. Pero la parte primitiva del monstruo domina su personalidad y ataca a Helder. Frankenstein decide ensayar la unión del monstruo con una interna muda (Madeline Smith), pero aquél huye.
Agotado el ciclo promovido por Hammer Films, el monstruo de Frankenstein quedó instalado en la periferia de la producción, inspirando recreaciones ocasionales y bastante atípicas. Baste recordar la coproducción italoamericana Carne para Frankenstein (Flesh for Frankenstein/Came per Frankenstein, 1973), rodada en 3-D por Paul Morrisey (la versión italiana apareció firmada por Anthony M. Dawson, como seudónimo de Antonio Margheritti) y que se presentó equívocamente como una producción adscrita a la Factory de Andy Warhol porque utilizó un realizador y actores de la casa, en un reparto que incluyó a Joe Dallesandro (Nicholas), Udo Kier (como barón Frankenstein) y Monique Van Vooren (Katrin Frankenstein). Se trató de una parodia con fuertes dosis de erotismo, en la que el barón Frankenstein creaba en su laboratorio dos prototipos de hombre y mujer, de los que pretendía que surgiera una raza sometida a su voluntad, mientras sus hijos se divertían viviseccionando muñecos y animalitos. También descaradamente paródico fue El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, 1974), de Mel Brooks, protagonizado por el nieto del doctor (Gene Wilder), que regresa al viejo laboratorio familiar y, con la ayuda del jorobado Igor (Marty Feldman) y del ayudante Inga (Teri Garr), fabrican un cómico monstruo (Peter Boyle).
Entre las evocaciones atípicas del monstruo de Frankenstein destacó la de Víctor Erice en El espíritu de la colmena (1973), una visión intensamente poética de la posguerra en la llanura castellana, con dos niñas (Ana Torrent e Isabel Tellería) que reelaboran en sus fantasías al mítico monstruo que han visto en el cine y llegan a confundirlo con un soldado republicano fugitivo, al que ayudan, y que finalmente es abatido por las tropas franquistas. Otro director español, Gonzalo Suárez, recreó la gestación de la novela de Mary Shelley en Remando al viento (1988), que se rodó en inglés, con un reparto formado por Hugh Grant (Lord Byron), Lizzy Mclnnerny (Mary Shelley), Valentine Pelka (Percy B. Shelley), Elizabeth Hurley (Claire Clairmont) y José Luis Gómez (Polidori).
Pero la pervivencia ocasional del mito en sus formulaciones más comerciales y populares se demostró con La resurrección de Frankenstein (Frankenstein Unbound, 1990), del veterano Roger Corman, y basado en una novela de Brian W. Aldiss, en la que se mostraba un experimento sobre la implosión de la materia que proyectaba al doctor Buchanan (John Hurt) desde Los Angeles en 2031 a la Suiza de 1817, donde conocía a Mary Godwin (Bridget Fonda), a su compañero Percy B. Shelley (Michael Hutchence), a Lord Byron (Jason Patrie) y al doctor Frankenstein (Raul Julia) y comprobaba que los hechos narrados en la famosa novela, sobre la creación de un monstruo (Nick Brimble), eran ciertos.
El director y actor irlandés Kenneth Branagh realizó con Frankenstein de Mary Shelley (Mary Shelley’s Frankenstein, 1994) la versión más fiel a la letra y al espíritu de la novela, a pesar de añadir varios episodios y detalles de su propia cosecha. Comienza, al igual que el libro, en 1794, entre los hielos del Ártico, con la llegada de Victor Frankenstein (Kenneth Branagh) a la nave capitaneada por Walton (Aidan Quinn), a quien narra su historia en un flash-back que le remonta a su infancia en Ginebra y a la adopción de la huérfana Elizabeth como hija por su familia. Pero su madre muere una noche en un parto, coincidiendo con la caída de un rayo que derriba un árbol, contemplado por Frankenstein, asociando así esta escena la muerte y el origen de la vida. Ante la tumba materna Frankenstein proclamará más tarde que esta desgracia no volverá a repetirse. Se dedica a experimentar con muñecos mecánicos y con pararrayos, a la vez que nace un idilio entre él y Elizabeth (Helena Bonham Carter). Frankenstein va a estudiar a la Universidad de Ingolstadt y polemiza con sus profesores, pues aspira a fundir «las disciplinas nuevas y los conocimientos antiguos», procedentes del saber alquímico de Paracelso, Alberto Magno y Cornelio Agripa. Pronto encuentra la comprensión del profesor Waldman (John Cleese), interesado también en los experimentos bioeléctricos, quien ha abandonado sus ensayos para crear vida, que le condujeron a resultados abominables, y los aplica ahora a la preservación de la vida. Al ser Waldman asesinado por un paciente que se resiste a ser vacunado, Frankenstein se hace con su diario y estudia su contenido. Frankenstein se dedica desde entonces a buscar cadáveres y partes orgánicas para crear un humanoide, que espera animar con descargas de energía eléctrica. Finalmente, el monstruo creado (Robert De Niro) cobra vida y huye, ocultándose en el corral de una casa en el bosque, habitada por un anciano ciego y una familia. Al igual que en la novela, el espionaje de la vida cotidiana de esta familia le permite el aprendizaje verbal —las primeras palabras que musita son «amigo» y «padre»—, completado con la lectura del diario del doctor Frankenstein, que le revelará su origen, a la vez que su apariencia horrible provoca un enfrentamiento con la familia vecina.
Ajeno al destino de su monstruo, Frankenstein y Elizabeth deciden casarse. Pero el monstruo merodea por la zona, asesina a William, hermano pequeño del doctor, y coloca con un medallón suyo una pista comprometedora para la inocente Justine, quien será luego ahorcada por un crimen que no cometió. El monstruo cita a Frankenstein en la cumbre de una montaña nevada y allí le reprochará su abandono y le pedirá que le fabrique una pareja, amenazándolo con comparecer en su noche de bodas si no lo hace. Como Frankenstein no satisface su petición, el monstruo cumple su amenaza y asesina a la recién casada Elizabeth arrancándole el corazón. Frankenstein lleva su cadáver al laboratorio para devolverle la vida. Sometida a cruel cirugía, consigue reanimar a una desfigurada Elizabeth, pero el monstruo irrumpe en el laboratorio y pretende llevársela consigo. Tras una disputa entre ambos por el maltrecho cuerpo de Elizabeth, ella se prende fuego y sus llamas hacen arder la mansión de los Frankenstein. La acción regresa al Ártico, al barco en el que fallece Frankenstein tras su relato autobiográfico. Irrumpe el monstruo en el camarote y cuando el capitán Walton le pregunta quién es, responde: «Nunca me dio un nombre», si bien lo reconoce como su padre y llora su pérdida. Frankenstein va a ser incinerado en una pira funeraria, cuando los hielos polares se quiebran y los marinos corren hacia su barco, mientras el monstruo nada con una antorcha hasta la pira que ha quedado aislada sobre un pedazo de hielo, le prende fuego y se inmola junto a su creador.
El monstruo de Frankenstein sigue presente entre nosotros en el alba de la revolución biotecnológica.
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