LA CÁMARA DE
LOS HORRORES
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JOSEPH PAYNE BRENNAN
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Había decidido pasar el verano en Europa, dedicado a mi ocupación favorita: la
investigación genealógica. Fui primero a Irlanda, deteniéndome en Kilkenny, donde
descubrí una mina de leyendas y de hechos auténticos relativos a mis remotos
antepasados irlandeses, los O'Braonains, señores de Ui Duach en el antiguo dominio de
Ossory. Los Brennan (tal como se pronunció posteriormente el apellido) perdieron todas
sus posesiones a consecuencia de la confiscación llevada a cabo en nombre de Inglaterra
por Thomas Wentworth, conde de Strafford. El rapaz conde, me satisface poder decirlo,
fue posteriormente decapitado en la Torre.
Desde Kilkenny me dirigí a Londres, y luego a Chesterfield, en busca de información
acerca de mis antepasados maternos, los Holborn, Wilkerson, Searle, etc. Los datos eran
bastante fragmentarios e incompletos, pero mis esfuerzos se vieron moderadamente
recompensados y al final decidí ir más al norte y visitar los alrededores del castillo de
Chilton, sede de Robert Chilton-Payne, el doceavo conde de Chilton. Mi parentesco con los
Chilton-Payne era muy remoto, pero de todos modos representaba un débil lazo de unión
con el pasado y pensé que sería divertido echarle una ojeada al castillo.
Al llegar a Wexwold, la pequeña aldea próxima al castillo, a última hora de la tarde,
alquilé una habitación en la Posada del Ganso Rojo —la única que había—, deshice mis
maletas y bajé para dar cuenta de una sencilla cena, consistente en un panecillo, queso y
cerveza.
Cuando terminé este frugal aunque satisfactorio refrigerio, había oscurecido, y con la
oscuridad llegaron el viento y la lluvia.
Me resigné s pasar la velada en la posada. Había cerveza suficiente, y no tenía prisa
por ir a ninguna parte.
Después de escribir unas cuantas cartas, encargué una pinta de cerveza. La sala
estaba casi desierta; el posadero, un caballero gordinflón que siempre parecía a punto de
quedarse dormido, era agradable pero taciturno, y al final me dediqué a pensar en la
extraña y espantosa leyenda del castillo de Chilton.
La leyenda tenía diversas variantes, y no cabe duda de que la historia original había
sufrido modificaciones a través de los siglos, pero el detalle base continuaba siendo el
mismo: una cámara secreta en alguna parte del castillo. Se decía que la cámara en cuestión
albergaba un terrible espectáculo que los Chilton-Payne estaban obligados a mantener
oculto a los ojos del mundo.
Sólo tres personas tenían acceso a la cámara: el vigente conde de Chilton, el heredero
masculino del conde y otra persona designada por el conde. Habitualmente, esa persona
era el comisionado del castillo de Chilton. La habitación solamente se abría una vez cada
generación: tres días después de que el heredero masculino alcanzaba su mayoría de edad
era conducido a la cámara secreta por el conde y el comisionado. Luego, la cámara era
sellada y no volvía a abrirse hasta que el heredero conducía a ella a su propio hijo.
Según la leyenda, el heredero se convertía en una persona distinta al salir de la
cámara. De un modo invariable, adquiría un aspecto sombrío y huidizo; y en su rostro se
reflejaban la inseguridad y el temor. Uno de los primeros condes de Chilton enloqueció
hasta el punto de arrojarse al vacío desde una de las almenas del castillo.
J oseph Payne Brennan L a Cámara De Los Horrores
Durante siglos enteros se había especulado acerca del contenido de la cámara secreta.
Una de las versiones describía la huida de los Gower, perseguidos por unos enemigos
armados. Aunque las relaciones entre los Chilton-Payne y los Gower lo eran todo menos
cordiales, en su desesperación los Gower llamaron a la puerta del castillo de Chilton
pidiendo refugio. El conde se lo concedió, les condujo a una cámara secreta y les prometió
que no les entregaría a sus perseguidores. El conde mantuvo su promesa; los enemigos de
los Gower tuvieron que marcharse sin poder consumar sus propósitos asesinos. Sin
embargo, el conde dejó a los Gower encerrados en aquella habitación para que murieran
de hambre. La cámara no fue abierta hasta que hubieron transcurrido treinta años, cuando
el hijo del conde rompió los sellos. A sus ojos se ofreció un espantoso espectáculo. Los
Gower habían muerto de hambre lentamente, y al final, a juzgar por el aspecto de sus
esqueletos, se habían entregado al canibalismo.
Otra versión de la leyenda señalaba que la habitación secreta había sido utilizada por
los condes medievales como cámara de tortura. Se decía que los aparatos destinados al
tormento se encontraban aún en la cámara, y que de ellos seguían colgando los restos de
sus últimas víctimas, espantosamente retorcidos en su agonía.
Una tercera versión mencionaba a una de las antepasadas femeninas de los Chilton-
Payne, lady Susan Glanville, la cual había hecho un pacto con el diablo. Fue condenada
por brujería, pero consiguió escapar a la hoguera. La fecha y las circunstancias de su
muerte eran desconocidas, pero se suponía que la cámara secreta estaba relacionada de
algún modo con ella.
Mientras yo especulaba sobre aquellas distintas versiones de la horrible leyenda, la
tormenta aumentó en intensidad. La lluvia repiqueteaba fuertemente contra las ventanas
de la posada, y de cuando en cuando llegaba a mis oídos el lejano retumbar del trueno.
Contemplando los mojados cristales, me encogí de hombros y pedí otra pinta de
cerveza.
En el momento en que me disponía a llevarme la jarra a los labios, la puerta de la
posada se abrió de par en par y una ráfaga de aire frío mezclado con lluvia penetró en la
sala. La puerta volvió a cerrarse y una alta figura, con el cuello del abrigo levantado hasta
las orejas, avanzó hacia el mostrador. Quitándose la gorra, pidió que le sirvieran coñac.
No teniendo nada mejor que hacer, me dediqué a observarle. Parecía tener unos
setenta años y haber pasado la mayor parte de su vida al aire libre, y su rostro, a pesar de
las arrugas, denotaba firmeza y decisión. Su ceño estaba fruncido, como si meditara en
algún problema desagradable, pero sus fríos ojos azules me examinaron brevemente
aunque con cierta deliberación.
No pude situarle en un ambiente determinado. Podía ser un granjero local, y sin
embargo no creí que lo fuera. Le envolvía una especie de aureola de autoridad, y aunque
sus ropas eran sencillas, me pareció que su calidad y su corte eran mejores que las de los
campesinos de la región que hasta entonces había visto.
Un incidente vulgar nos hizo entrar en conversación. Un trueno más fuerte que los
demás le impulsó a volverse hacia la ventana. Al hacerlo, rozó con el codo su húmeda
gorra y ésta cayó al suelo. La recogí y se la entregué; me dio las gracias; y entqnces
intercambiamos algunas observaciones acerca del tiempo.
Tenía la intuitiva sensación de que, a pesar de que el desconocido era un individuo
normalmente retraído, se encontraba ahora preocupado por algún grave problema, lo cual
le hacía desear oír una voz humana. Aunque me daba cuenta de que mi intuición podía
engañarme, empecé a hablar volublemente acerca de mi viaje, acerca de mis
investigaciones genealógicas en Kilkenny, Londres y Chesterfield, y finalmente acerca de
mi lejano parentesco con los Chilton-Payne y mi deseo de echarle una buena mirada al
castillo de Chilton.
De pronto, descubrí que me estaba mirando con una expresión muy rara. Se produjo
un embarazoso silencio. Carraspeé, preguntándome qué podía haber dicho para que
aquellos fríos ojos azules me miraran con tanta fijeza.
Al final, el desconocido se dio cuenta de mi turbación.
—Perdone que le mire así —se disculpó—, pero ha dicho usted algo... —Vaciló—.
¿Tiene inconveniente en que nos sentemos?
Señalaba hacia una pequeña mesa situada en el extremo más alejado de la sala,
medio envuelta en sombras.
Asentí, intrigado y curioso, y nos dirigimos hacia la mesa en cuestión.
Nos sentamos, y el desconocido permaneció unos instantes en silencio, con el ceño
fruncido, como si no supiera cómo empezar. Finalmente, se presentó a sí mismo como
William Cowath. Mencioné mi nombre y Mr. Cowath vaciló de nuevo. Por último bebió
un sorbo de coñac y me miró fijamente.
—Soy el comisionado del castillo de Chilton —dijo.
Le contemplé con sorpresa y renovado interés.
—¡Qué agradable coincidencia! —exclamé—. Entonces, tal vez mañana pueda usted
permitirme que le eche una mirada al castillo...
No parecía escucharme.
—Sí, sí, desde luego —murmuró con aire ausente.
Molesto por aquella actitud, permanecí silencioso.
Al cabo de un rato, Mr. Cowath empezó a hablar con inusitada rapidez.
—Hace una semana, Robert Chilton-Payne, doceavo conde de Chilton, fue enterrado
en el panteón familiar. Frederick, su heredero, alcanzó la mayoría de edad hace tres días.
¡Y esta noche tiene que ser conducido a la cámara secreta!
Contemplé a mi interlocutor con una expresión de incredulidad. Por un instante
pensé que había oído hablar de mi interés por el castillo de Chilton y estaba divirtiéndose
a mi costa, tomándome por un crédulo turista.
Pero en sus ojos no había la más leve sombra de humor. Era evidente que estaba
hablando muy en serio.
—¡Qué cosa más rara! —murmuré—. En el momento en que ha llegado usted, estaba
pensando en las diversas leyendas relacionadas con la famosa cámara secreta.
Sus fríos ojos sostuvieron los míos.
—No hablo de leyendas —dijo—. Hablo de un hecho.
Un escalofrío de temor y de excitación recorrió mi cuerpo.
—¿Va usted a ir allí... esta noche?
Asintió.
—Esta noche. Yo, el joven conde... y otra persona.
Le miré, cada vez más intrigado.
—Normalmente, nos acompañaría el propio conde. Ésta es la costumbre. Pero está
muerto. Poco antes de morir, me dio instrucciones para que escogiera a alguien que nos
acompañara al joven conde y a mí. Esa persona tiene que ser varón... y con preferencia del
linaje.
Bebí un buen sorbo de cerveza y no dije nada.
El comisionado continuó:
—Aparte del joven conde, en el castillo sólo habitan su anciana madre, lady Beatrice
Chilton, y una tía enferma.
—¿En quién estaba pensando el conde? —inquirí cautelosamente.
El comisionado enarcó las cejas.
—En la región residen algunos primos lejanos. Supongo que pensaba que alguno de
ellos asistirla al funeral. Pero no se presentó ninguno.
—También es desgracia —observé.
—Una verdadera desgracia. Y, en consecuencia, tengo que rogarle, en nombre del
linaje, que esta noche nos acompañe al joven conde y a mí a la cámara secreta.
El asombro me dejó sin habla. En el exterior, los relámpagos zigzagueaban sin cesar y
la lluvia seguía cayendo a raudales. Cuando las plumas de hielo dejaron de cosquillearme
el estómago, conseguí articular una respuesta.
—Pero, yo..., es decir..., mi parentesco es remotísimo... En realidad, no puede decirse
que pertenezca al linaje... Yo...
El comisionado se encogió de hombros.
—Lleva usted el nombre. Y posee al menos unas cuantas gotas de la sangre de los
Payne. Dada la urgencia de las actuales circunstancias, es más que suficiente. Estoy
convencido de que el conde Robert estaría de acuerdo conmigo, si pudiera hablar. ¿Vendrá
usted?
No había modo de escapar a la intensidad, a la presión de aquellos fríos ojos azules.
Parecían taladrar mi cerebro mientras trataba de idear nuevas excusas.
Finalmente —inevitablemente, me atrevo a decir—, accedí. Tenía la sensación de que
el encuentro no había sido casual, que desde siempre había estado destinado a visitar la
cámara secreta del castillo de Chilton.
Terminamos nuestras bebidas y yo subí a mi habitación en busca de algo con que
protegerme de la lluvia. Cuando volví a bajar, envuelto en un recio impermeable, el
posadero estaba roncando en su taburete a pesar de los furiosos estallidos del trueno que
ahora eran casi incesantes. Confieso que le envidié mientras salía de la caldeada salía en
compañía de William Cowath.
Una vez fuera, mi guía me informó que tendríamos que ir a pie hasta el castillo.
Había bajado a pie a propósito, me explicó, a fin de disponer de más tiempo y soledad
para meditar en el grave problema que tenía planteado.
La lluvia, el viento y el rugido del trueno hacían difícil la conversación. Eché a andar
detrás del comisionado, el cual daba unas enormes zancadas y parecía conocer palmo a
palmo el camino, a pesar de la oscuridad.
Anduvimos una corta distancia por la calle de la aldea y luego nos metimos en un
camino lateral que no tardó en convertirse en un sendero, peligrosamente resbaladizo a
causa de la lluvia.
Bruscamente, el sendero empezó a ascender; el camino se hizo más penoso.
Resultaba indispensable concentrar toda la atención en los pies. Por fortuna, los
relámpagos eran cada vez más frecuentes.
Me pareció que llevaba andando una hora —en realidad supongo que no eran más
que unos minutoscuando el comisionado se detuvo.
Me encontré de pie a su lado en una especie de llanura rocosa. El comisionado señaló
hacia una sombra que se erguía delante de nosotros.
—El castillo de Chilton —dijo.
Durante unos instantes no vi absolutamente nada en la impenetrable oscuridad que
nos rodeaba. Luego llameó un relámpago. A su claridad divisé un gran castillo normando,
cuadrado, con cuatro torres rectangulares en las esquinas, taladrado por angostas
aberturas en forma de ventanas que parecían acechantes y diabólicos ojos. La enorme
construcción estaba medio cubierta por un manto de hiedra que parecía más negra que
verde.
—¡Parece increiblemente antiguo! —comenté.
William Cowath asintió.
—Empezó a edificarlo Henry de Montargis, en 1122.
Y sin añadir nada más echó a andar hacia el castillo.
A medida que nos acercábamos a la muralla, la tormenta se hacía más intensa. El
rumor del agua y el aullido del viento no permitían hablar. Inclinamos nuestras cabezas y
seguimos adelante.
Cuando finalmente llegamos a la muralla, quedé sorprendido por su altura y su
espesor. Era evidente que había sido construida para poder resistir a los mejores cañones
de asedio.
Mientras cruzábamos un puente levadizo, miré hacia abajo y vi el negro cauce de un
foso, pero la oscuridad no me permitió averiguar si llevaba agua o no. Un portón en forma
de arco abierto en la muralla daba acceso al patio de armas. El patio estaba completamente
vacío, a excepción de los riachuelos de agua que discurrían por él.
Cruzando el patio con rápidas zancadas, el comisionado me condujo a otro portón en
forma de arco abierto en otra muralla. A la otra parte había un segundo patio, más
pequeño, y más allá se alzaban las paredes del castillo propiamente dicho.
Tras cruzar un oscuro pasadizo, nos encontramos delante de una enorme puerta de
madera de encina ennegrecida por el tiempo, reforzada con claveteadas planchas de
hierro. El comisionado abrió esta puerta de par en par y ante nuestros ojos apareció el gran
vestíbulo del castillo.
Cuatro largas mesas labradas a mano, con sus correspondientes bancos, ocupaban
casi toda la longitud del vestíbulo. Unos candelabros de metal, oxidados por el paso de los
años, sostenían las velas que iluminaban la estancia, clavados a las columnas de piedra
labrada cuya función no era decorativa, sino la de aguantar el techo. Alineados a lo largo
de las paredes veíanse escudos heráldicos, armaduras, alabardas, lanzas y banderas, los
acumulados trofeos y premios de siglos sangrientos, cuando cada castillo era casi un reino
en sí mismo. El espectáculo resultaba impresionante.
William Cowath agitó una mano.
—Los castellanos de Chilton vivieron de la espada durante muchos siglos.
Cruzó el gran vestíbulo y entró en otro pasadizo escasamente iluminado. Le seguí en
silencio.
Mientras avanzábamos, me habló en voz baja.
—Frederick, el joven heredero, no tiene una naturaleza robusta. La muerte de su
padre le afectó mucho... y siente un gran temor por la ceremonia que vamos a celebrar esta
noche.
Deteniéndose ante una puerta con flores de lis grabadas en la madera y adornos de
metal, el comisionado me dirigió una enigmática mirada y luego llamó con los nudillos.
Alguien preguntó quién llamaba, y el comisionado se identificó. Se oyó el ruido de
un pesado cerrojo al descorrerse y la puerta se abrió.
Si los Chilton-Payne habían sido obstinados luchadores en su época, la sangre
guerrera parecía haberse diluido considerablemente en las venas de Frederick, el joven
heredero y ahora decimotercer conde de Chilton. Vi ante mí a un joven delgado, de tez
pálida, cuyos ojos oscuros y hundidos tenían una expresión asustada. Iba vestido de un
modo a la vez teatral y anacrónico: chaqueta y pantalones de terciopelo de color verde
hoja, con encajes blancos en el cuello y en los puños.
Nos hizo seña de que pasáramos, como a regañadientes, y cerró la puerta. Las
paredes de la pequeña habitación estaban enteramente cubiertas con tapices que
reproducían escenas de caza o batallas medievales. Una corriente de aire procedente de
una ventana o de otra abertura los hacía oscilar continuamente; parecían tener vida
propia. En un rincón había una antigua cama con dosel; en otro, un amplio escritorio con
una lámpara de ágata.
Después de una breve presentación, la cual incluyó una explicación de los motivos
de que yo me encontrara allí para acompañarles, el comisionado preguntó si Su Señoría
estaba preparado para visitar la cámara.
El rostro del joven Frederick perdió todo vestigio de color; sin embargo, asintió y nos
acompañó al pasadizo.
William Cowath iba delante; el conde le seguía; y yo cerraba la marcha.
Al llegar al final del pasadizo, el comisionado abrió la puerta de un cuarto lleno de
telarañas. Allí recogió unas cuantas velas, escoplos, un pico y un mazo. Después de
meterlo todo en un saco de cuero que se colgó al hombro, cogió una antorcha de tea que
estaba en una de las estanterías del cuarto. La encendió y esperó hasta que prendió la
llama. Satisfecho con esta iluminación, cerró el cuarto y nos hizo seña de que le
siguiéramos.
Llegamos a una escalera de caracol con peldaños de piedra que descendía. Alzando
su antorcha, el comisionado empezó a bajar. El conde y yo le imitamos en silencio.
La escalera tenía más de cincuenta peldaños. A medida que descendíamos, las
piedras aparecían más húmedas y frías; también el aire se enfriaba más, y olía a moho y a
humedad.
Al final de la escalera se abría un túnel, negro como la pez y silencioso.
El comisionado alzó su antorcha.
—El castillo de Chilton es normando, pero al parecer fue reedificado sobre unas
ruinas sajonas. Se cree que los pasadizos que se encuentran en estas profundidades fueron
construidos por los sajones. —Miró hacia el interior del túnel, con el ceño fruncido—. O
por gente todavía más primitiva.
Vaciló unos instantes, y me pareció que estaba escuchando. Luego, dirigiéndonos
una extraña mirada se adentró en el túnel.
Eché a andar detrás del conde, estremeciéndome. El aire helado me traspasaba hasta
la medula. Debajo de mis pies, las piedras estaban recubiertas de una capa de lodo y eran
sumamente resbaladizas. Y no había más luz que la parpadeante claridad de la antorcha
que el comisionado sostenía en alto.
Cuando llevábamos un rato andando, el comisionado se detuvo y de nuevo tuve la
impresión de que estaba escuchando. Sin embargo, el silencio parecía absoluto y
reemprendimos la marcha.
Al final del túnel encontramos otra escalera descendente. Ésta tenía solamente unos
quince peldaños, y conducía a otro túnel que había sido excavado en la roca sobre la cual
se asentaba el castillo. En las paredes había costras blanquecinas de salitre. El olor a moho
era muy intenso. El aire helado estaba impregnado de un hedor fétido que me resultó
especialmente repulsivo, aunque no pude darle nombre.
Finalmente, el comisionado se detuvo, alzó su antorcha y descargó de su hombro el
saco de cuero.
Vi que estábamos ante una pared levantada con alguna clase de piedra para la
construcción. Aunque húmeda y manchada de salitre, era evidente que se trataba de un
trabajo mucho más reciente que todo lo que habíamos encontrado hasta entonces.
William Cowath me entregó la antorcha.
—Sosténgala, por favor. Tengo velas, pero...
Dejando la frase sin terminar, sacó el pico e inició el asalto a la pared; la barrera era
bastante sólida, pero en cuanto hubo abierto un agujero en ella utilizó el mazo y la tarea
avanzó con más rapidez. Al cabo de un rato me ofrecí a manejar el mazo mientras él
sostenía la antorcha, pero se limitó a sacudir la cabeza y continuó su trabajo de
demolición.
En todo este tiempo el joven conde no había pronunciado una sola palabra. Al mirar
su rostro pálido y tenso sentí lástima de él, a pesar de mi propia inquietud.
Bruscamente se produjo un silencio mientras el comisionado soltaba el mazo. Vi que
quedaban más de dos pies de la parte inferior de la pared.
William Cowath se inclinó a examinarla.
—Hay suficiente espacio —comentó—. Creo que podremos pasar.
Volvió a cargarse el saco de cuero al hombro, tomó la antorcha de mi mano y se
introdujo en la abertura. El conde y yo le seguimos.
Al entrar en la cámara, el fétido olor que había notado en el pasadizo nos rodeó como
una nube.
Empezamos a toser. El comisionado murmuró:
—No tardará en despejarse. Quédense cerca de la abertura.
Aunque el repulsivo hedor continuaba siendo intenso, al final pudimos respirar más
libremente.
William Cowath alzó su antorcha y atisbó hacia las oscuras profundidades de la
cámara. Lleno de temor, miré por encima de su hombro.
Al principio no of ningún sonido y sólo pude ver paredes con costras de salitre y un
húmedo suelo de piedra. Sin embargo, al cabo de unos instantes, en un apartado rincón,
más allá de la vacilante claridad de la antorcha, vi dos diminutas manchas rojas. Traté de
convencerme a mí mismo de que eran dos piedras preciosas, dos rubíes, brillando a la luz
de la antorcha.
Pero supe inmediatamente —sentí inmediatamente— lo que eran: dos pupilas rojas
que nos contemplaban con impresionante fijeza.
El comisionado habló en voz baja:
—Esperen aquí.
Avanzó hacia el rincón, se detuvo a medio camino y levantó la antorcha. Durante
unos instantes permaneció silencioso. Finalmente emitió un largo y tembloroso suspiro.
Cuando habló de nuevo, su voz había cambiado. Era sólo un susurro sepulcral.
—Acérquense —nos dijo con aquella extraña y profunda voz.
Seguí al conde Frederick hasta que nos situamos uno a cada lado del comisionado.
Cuando vi lo que había sobre el banco de piedra en aquel apartado rincón pensé que
iba a desmayarme. Mi corazón dejó de latir durante unos interminables segundos. La
sangre abandonó mis extremidades. Sentí deseos de gritar, pero mi garganta se negó a
abrirse.
El ser que reposaba sobre aquel banco de piedra parecía un monstruo surgido del
infierno. Las penetrantes y malignas pupilas rojas proclamaban que tenía una terrible
vida, y sin embargo aquella vida se sustentaba a sí misma en un cuerpo renegrido y
momificado que parecía un cadáver desenterrado. Aquella especie de cadáver tenía unos
harapos mohosos pegados al cuerpo. Unos mechones de pelo blanco brotaban de su
fantasmal y grisáceo cráneo. La abertura que ocupaba el lugar de la boca mostraba unas
extrañas manchas.
Nos contemplaba con una maldad que desbordaba lo puramente humano. Resultaba
imposible devolver la mirada a aquellas monstruosas pupilas rojas. Eran tan
indescriptiblemente diabólicas, que se experimentaba la sensación de que la propia alma
iba a consumirse en los fuegos de su malignidad.
Apartando la mirada, vi que el comisionado sostenía ahora al conde Frederick. El
joven heredero se había desplomado sobre él. Miraba fijamente a la espantosa aparición
con los ojos helados por el terror. A pesar de mi propia sensación de horror, le compadecí.
El comisionado volvió a suspirar y luego habló de nuevo en aquel tono sepulcral.
—Ante ustedes tienen a lady Susan Glanville —nos dijo—. Fue transportada a esta
cámara y encadenada a la pared, en 1473.
Un estremecimiento de horror recorrió todo mi cuerpo; tuve la sensación de que nos
encontrábamos en presencia de fuerzas malignas surgidas del Averno.
Al mirarlo, aquel espantoso ser me había parecido desprovisto de sexo, pero al
sonido de su nombre la fantasmal mueca de una sonrisa contorsionó la fruncida boca
manchada de rojo.
Por primera vez me di cuenta de que el monstruo estaba efectivamente encadenado a
la pared. Los gruesos eslabones estaban tan ennegrecidos por el tiempo que me habían
pasado inadvertidos.
El comisionado continuó, como si recitara una lección:
—Lady Glanville fue una antepasada materna de los Chilton-Payne. Tenía trato con
el Diablo. Fue condenada como bruja, pero escapó a la hoguera. Finalmente, sus propios
deudos la encerraron aquí y la encadenaron a la pared para que muriera de hambre.
Hizo una breve pausa y luego prosiguió:
—Era demasiado tarde. Lady Glanville había hecho ya un pacto con los Poderes de
las Tinieblas. Había sido una belleza. Odiaba a la muerte. Temía a la muerte. De modo que
vendió su alma inmortal —y los cuerpos de su progenie— a cambio de la eterna vida
terrenal.
La voz del comisionado llegaba a mis oídos como en una pesadilla; parecía proceder
de una distancia infinita.
William Cowath continuó:
—Las consecuencias de romper el pacto son demasiado terribles para ser descritas.
Ningún descendiente de lady Glanville se ha atrevido a hacerlo. Y así ha podido vivir
durante casi quinientos años.
Creí que había terminado, pero me equivocaba. Mirando hacia arriba, alzó la
antorcha hacia el techo de aquella cámara maldita.
—Esta cámara —dijo— se encuentra inmediatamente debajo de la cripta familiar.
Cuando muere uno de los condes, el cadáver es depositado en la cripta. Pero, en cuanto se
han marchado los sepultureros, el falso fondo de la cripta se desliza a un lado y el cadáver
del conde cae en esta cámara.
Mirando hacia el techo, vi el rectángulo de la puerta de una trampilla.
La voz del comisionado se hizo casi inaudible.
—Una vez cada generación, lady Glanville se alimenta... con el cadáver del difunto
conde. Es una cláusula de aquel espantoso pacto que no puede ser quebrantada.
Como si quisiera confirmar sus palabras, el comisionado inclinó su antorcha hasta
que la llama iluminó el suelo a los pies del banco de piedra al cual estaba encadenado el
vampírico monstruo.
Esparcidos por el suelo veianse los huesos y el cráneo de un hombre adulto,
manchados de sangre fresca. Y a cierta distancia había otros huesos humanos, amarillentos
o carcomidos por el tiempo.
En aquel momento, el joven conde Frederick empezó a gritar. Sus histéricos alaridos
llenaron la cámara. El comisionado le sacudió rudamente, pero el joven continuó gritando
como un poseso.
Durante unos instantes, el monstruo tendido en el banco le contempló con sus
espantosa pupilas rojas. Finalmente emitió un sonido, una especie de cloqueo que
pretendía ser una risa.
De repente, y de un modo completamente imprevisto, el monstruo empezó a
deslizarse sobre el banco y trató de avanzar hacia el joven conde. La cadena que lo
sujetaba a la pared sólo le permitía avanzar un par de metros. Pero lo intentó una y otra
vez, profiriendo una especie de aullidos que erizaron los cabellos de mi cabeza.
William Cowath enfocó su antorcha hacia el monstruo, pero éste continuó agitándose
espantosamente. La cámara de pesadilla resonaba con los gritos del conde y los horribles
aullidos de aquel ser infernal. Temí volverme loco si no escapaba inmediatamente de tan
horrendo lugar.
Miré al comisionado y me di cuenta de que también él empezaba a experimentar los
efectos de aquella indescriptible situación. Vi que sus ojos se posaban en la pared a la cual
estaban fijadas las cadenas que sujetaban al monstruo.
Intuí lo que estaba pensando. ¿Resistirían las cadenas, después de tantos siglos de
herrumbre y humedad?
En un repentino impulso, sacó de uno de sus bolsillos algo que brilló a la luz de la
antorcha. Era un crucifijo de plata. Avanzando unos pasos, colocó el crucifijo ante el
retorcido rostro del monstruo que en otra época había sido la hermosa lady Susan
Glanville.
El monstruo retrocedió profiriendo un grito de agonía que ahogó los alaridos del
conde. Se derrumbó sobre el banco, bruscamente silencioso e inmóvil; los latidos de su
repulsiva boca y el fuego del odio que ardía en sus rojas pupilas eran las únicas pruebas
de que continuaba viviendo.
William Cowath se dirigió a él:
—¡Ser infernal! ¡Si bajas de ese banco antes de que salgamos de esta cámara y
volvamos a sellarla, juro que te colgaré esta cruz al cuello!
Las pupilas rojas contemplaron al comisionado con una expresión de odio abismal
imposible de describir. Despedían fuego, realmente. Y, sin embargo, leí en ellas algo más:
miedo.
De pronto me di cuenta de que el silencio había descendido sobre aquella cámara de
horrores. Duró únicamente unos instantes. El conde había cesado de gritar, pero ahora
hacía algo peor: se estaba riendo.
Era sólo una risita, pero resultaba más horrible que todos sus gritos.
El comisionado se volvió, señalándome con un gesto la pared parcialmente derruida.
Cruzando la habitación, salí al pasadizo. Detrás de mí, el comisionado sostenía al joven
conde, que arrastraba los pies como un anciano, sin dejar de reír para sí mismo.
Luego se produjo lo que me pareció un interminable intervalo, durante el cual el
comisionado fue en busca de un saco de cemento y de un cubo de agua que previamente
había dejado en alguna parte del túnel. Trabajando a la luz de la antorcha, preparó el
cemento y procedió a sellar la cámara, utilizando las mismas piedras que había quitado.
Mientras el comisionado trabajaba, el joven conde permanecía sentado en el túnel,
completamente inmóvil, riéndose en voz baja.
En el interior de la cámara reinaba el silencio. Una vez, solamente, oí las cadenas del
monstruo chocar contra la piedra.
Finalmente el comisionado terminó su tarea y nos condujo de nuevo a través de
aquellos pasadizos manchados de salitre y las húmedas escaleras. El conde apenas podía
subirlas; el comisionado le arrastraba penosamente de peldaño en peldaño.
Cuando llegamos a la habitación de los tapices el conde se sentó en su cama y se
quedó mirando fijamente el suelo, sin cesar de reír. En contra de lo que afirman los que se
las dan de entendidos, observé que su pelo negro se había convertido en gris. Después de
convencerle para que se bebiera un vaso de líquido que sin duda contenía una fuerte dosis
de sedante, el comisionado consiguió que el conde se tendiera en la cama.
William Cowath me acompañó a otro dormitorio. Deseaba marcharme
inmediatamente de aquel castillo infernal, pero la lluvia seguía arreciando y no estaba
seguro de poder encontrar el camino de regreso a la aldea sin un guía.
El comisionado sacudió la cabeza tristemente.
—Temo que Su Señoría esté condenado a una muerte temprana. Nunca fue
demasiado fuerte, y los acontecimientos de esta nochc pueden haber trastornado su
mente..., pueden haberle debilitado más allá de toda esperanza de recuperación.
Expresé mi simpatía y mi horror. Los fríos ojos azules del comisionado se clavaron en
los míos.
—Es posible —dijo— que, en caso de que se produzca la muerte del joven conde,
usted mismo pueda ser considerado... —Vaciló—. Pueda ser considerado —concluyó
finalmente— como uno de los que se encuentran en la línea de sucesión.
No quise oir nada más. Le di las buenas noches, cerré la puerta del dormitorio y traté
—inútilmente— de dormir, aunque sólo fueran unos minutos.
Pero el sueño no llegó. Tuve febriles visiones de aquel monstruo de pupilas rojas
escapando de sus cadenas, abriéndose paso a través de la pared y trepando por aquellas
heladas y resbaladizas escaleras...
Antes de que amaneciera abrí silenciosamente la puerta del dormitorio y me deslicé
como un ladrón a través de los fríos pasadizos y el gran vestíbulo desierto del castillo.
Crucé los dos patios y el puente levadizo tendido sobre el negro foso, y eché a correr en
dirección a la aldea.
Mucho antes del mediodía estaba en camino hacia Londres. La suerte me favoreció:
al día siguiente salía uno de los buques que efectúan la travesía del Atlántico.
Nunca volveré a Inglaterra. Me he propuesto mantenerme siempre a un océano de
distancia, como mínimo, del castillo de Chilton y de su permanente ocupante.
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