joan aiken
La repugnancia de su cabaña alquilada era una fuente de satisfacción perversa constante para la Sra. Clyrard. Haber viajado, en el transcurso de setenta y tantos años, por la mayor parte del mundo civilizado, haber vivido en varias de sus ca-pitales más elegantes, y haber llegado, por último, a descan-sar en el número tres, Vascoe's Cottages, implicaba una in-congruencia que complacía su espíritu agrio e irónico. La Sra. Clyrard se abandonaba a una batalla constante contra la irracionalidad y las injusticias de la vida. Su pasatiempo íntimo consistía en detectar defectos: en el gobierno británico, en los así llamados líderes mundiales, en su banco, en sus amigos, en los jóvenes, los viejos, los estúpidos, el Tercer Programa de la BBC, el tiempo y las tartas de la tienda del pueblo. Le propor-cionaba una gratificación intensa, no del todo masoquista, exa-minar sus horribles muebles alquilados, entrar en su pequeña cocina oscura nada práctica y descubrir que el piloto del gas se había salido nuevamente, que antes de poner una tetera a hervir debía introducir con dificultad una cerilla de tronco largo en los intersticios sucios del horno, girar, al mismo tiempo, un volante pequeño, arenoso y colocado de modo poco práctico, y esperar la explosión apagada resultante; este ritual, que a menudo debía representarse varias veces en el día debido a las fluctuaciones en la presión del gas, le colmaba con un regocijo terco, terminante, como lo hacía con todos sus sentimientos pesimistas sobre el mundo. Las viejas cubiteras de plástico
reacias, que con toda seguridad se partirían en dos bajo la presión del pulgar exasperado al expulsar un solo cubo de hielo, la puerta delantera que se negaba a cerrar con picaporte correctamente, los grifos rebeldes que giraban en direcciones inverosímiles, dejando pasar un hilo delgado de agua tibia, los niveles diversos de la cabaña, que tenía escaleras hacia arriba y hacia abajo entre todas sus habitaciones, incluso unas en el medio del cuarto de baño; estas cosas colmaban su expectativa de que la vida debía ser una serie de trampas cínicas explo-sivas.
No obstante, la Sra. Clyrard podría haber vivido cómoda-mente si hubiera querido. Era rica, había estado casada, había tenido una carrera exitosa como pintora, había tenido hijos, incluso, crecidos y despachados en forma satisfactoria en la actualidad; era una mujer hermosa, inteligente y culta; la muerte le había arrebatado a su marido, era verdad, mas por lo demás no tenía mucho de qué quejarse; sin embargo, parecía que todas las comodidades posibles se habían esfumado sin motivo en favor del retiro hacia el exilio de un pueblo cómico. Ni siquiera un exilio romántico, pues Talland se encontraba lejos de ser pintoresco: era una conglomeración pequeña, de cons-trucciones de dudosa variedad, en su mayor parte de granito, establecidas en la ladera de una colina sin árboles como si las hubieran dejado caer allí sin propósito alguno.
Vascoe's Cottages, de las cuales la Sra. Clyrard ocupaba la número tres, había sido un agregado del siglo XIX; dos pares de simples viviendas para albañiles de ladrillos rojos, que la mano de algún propietario optimista posterior había embellecido con carpintería decorativa pesada de tipo chalet, oscureciendo más, por tanto, los interiores que ya estaban iluminados de modo inadecuado.
—Ah, eso está muy bien para mí —había observado la Se-ñora Clyrard con su habitual sonrisa breve, al observar por primera vez la número tres, por encima de su cerco de ligustro sólido.
—¿Estás segura? —preguntó dudosa su amiga y futura casera la señora Helena Soames—. ¿Estás segura de que será lo suficientemente grande para ti, lo bastante cómoda? Me temo que los muebles exigen mucho trabajo, podría haberlos retirado, si prefirieras colocar tus propias cosas...
—No, no, déjalos en el depósito. No puedo preocuparme por ellos. Esto es excelente. Y los muebles durarán lo que resta de mi vida.
La Sra. Clyrard gozaba de una salud excelente, y no obs-tante siempre hablaba y actuaba como si estuviera a la espera de una muerte inminente.
Se mudó a la cabaña con el mínimo de trámites y equipaje adicional: una máquina de escribir, algunos libros; pronto apren-dió los nombres y las costumbres de los tenderos locales; y pronto se había establecido en términos de admirable cordiali-dad con todos sus vecinos; términos que implicaban que ella escuchaba —en efecto, atraída por alguna osmosis propia— todas sus insatisfacciones y quejas, mientras tanto, conservaba una reticencia considerable. La queja es adictiva; las personas regresaban ansiosas, una y otra vez, buscando más; la Sra. Clyrard tenía toda la compañía que hubiera deseado. Ella escuchaba, hacía sus propias observaciones secas y nunca des-embolsaba consejos; éste era el secreto de su popularidad. Nunca brindaba información sobre ella misma, ni divulgaba sus propios sentimientos. Si se le preguntaba qué hacía con ella misma todo el día —pues resultaba evidente que no cuidaba muy bien de su casa ni era una jardinera dedicada— ella respondía: «Estoy escribiendo mis memorias. He conocido gran cantidad de personas famosas —lo cual era verdad, así ha-bía ocurrido—, a bastantes reputaciones se les quitará la alfombra debajo de ellas si no me muero antes de haber ter-minado».
A pesar de que se refería a su posible muerte con frecuencia y sin entusiasmo, no manifestaba inquietud alguna con respecto al porvenir, y no parecía especialmente preocupada en cuando terminaría sus memorias; muy pocas cosas parecían inquietar a la Sra. Clyrard especialmente; ella descubría un placer amargo en sus ocupaciones. Mientras tanto, los años rodaban, sin otor-garle señal alguna de vejez o achaques; tampoco manifestaba disposición para buscar una vivienda más cómoda que la nú-mero tres, Vascoe's.
—No sé cómo puede soportar la casucha —comentaba la señorita Morgan con frecuencia cuando la visitaba inespera-damente para quejarse de la señora Soames—. Es tan oscura y tan fría. Cuando vivía aquí con la anciana pensé que me
volvería loca con la incomodidad. Debe ser la casa más incó-moda del mundo. Incluso con la instalación de aquel ascensor...
La anciana había sido la madre de Helena Soames, la señora Musgrave. Durante diez años anteriores a su muerte a causa de una enfermedad del corazón había ocupado la cabaña número tres, Vascoe's, y la señorita Morgan había sido su señora de compañía. El ascensor se había instalado a beneficio de la señora Musgrave; consistía en una silla de metal, con un contrapeso, en el hueco de la escalera, impulsado por un mo-torcito eléctrico. El propio hijo de la señora Musgrave, un ingeniero, lo había instalado. La anciana se sentaba en la silla, abrochada con un cinturón de seguridad; luego apretaba un botón y era transportada lentamente hacia arriba o hacia abajo. El ascensor, con su estructura metálica horrible, aún perduraba; sin embargo, la señora Clyrard, que tenía un recelo arraigado hacia cualquier maquinaria, no vio ocasión alguna para utili-zarlo.
Diez años después de la muerte de la señora Musgrave, y al quedar la señorita Morgan sin una función, ésta fue trans-portada a la finca para encargarse de la economía doméstica de la hija, la señora Soames, un arreglo que deparó muy poca satisfacción a ambas partes.
Casi todos los días, a la hora del té, la señorita Morgan visitaba a la señora Clyrard con alguna pena para relatar sobre la manía de criticar, la crueldad, la inconsecuencia o el sarcasmo de la señora Soames, que la señora Clyrard escuchaba con su impasividad aguda habitual.
—Me gustaría en verdad que usted me tuviera por su dama de compañía, querida señora Clyrard —suspiraba a menudo la señorita Morgan, quien tartamudeaba levemente—. ¡Estoy se-gura de que nos llevaríamos tan bien! Yo estaría tan contenta de ocuparme de todo en lugar suyo mientras usted escribe sus memorias, y no soñaría siquiera en pedir un sueldo; todo lo que quiero es un hogar.
—Mi querida mujer, ¿qué uso posible tendría yo para una dama de compañía en esta cajita de casa? Soy casi demasiada compañía para mí misma.
La delgada, miope y pequeña señorita Morgan se rebajaba rogando:
—¡Considérelo detenidamente, querida señorita Clyrard, con-sidérelo!
Por las tardes la señora Clyrard oía con frecuencia el otro lado del caso: su amiga Helena la visitaba para tomar un vaso de jerez y para refunfuñar sobre la autocompasión, la inefi-ciencia, el descuido, el desorden, la tendencia al martirio y la incapacidad general de la señorita Morgan. La señora Clyrard tampoco hacía ningún comentario sobre eso. Tampoco le pa-reció adecuado intervenir cuando se agotó finalmente la pa-ciencia de la señora Soames y despidió a la dama de compañía poco eficiente, quien, al ser demasiado vieja a estas alturas como para obtener otro empleo, se fue lamentándose a vivir con una hermana casada en Lanlivery, después de una súplica final e infructuosa a la señora Clyrard para que la tomara.
Pasó más tiempo. La señora Clyrard prestaba un oído no comprometido a las efusiones de los otros vecinos: de padres preocupados que no podían manejar a sus muchachos; de ado-lescentes rebeldes que no podían soportar a sus padres; de esposos traicionados; de esposas frustradas; y de amigos des-ilusionados que habían reñido. Su propia vida privada se man-tuvo tan aparentemente tranquila como siempre; su cabello gris acero excelentemente peinado se volvió un tono más pálido, su perfil parecido a un halcón no se modificó; escribía unas pocas páginas por día en su escritorio en el estudio de arriba, cocinaba comidas livianas para ella misma, libraba su guerra de guerrillas habitual contra los inconvenientes de su casa, y continuó en su estado usual de compostura sardónica.
No obstante, luego —y la señora Clyrard no sabía precisa-mente cómo había ocurrido, pues el cambio se había operado por etapas tan graduales— su tranquila rutina diaria se desba-rató; no fue muy grave, pero lo suficiente como para ser per-ceptible.
La forma adoptada por el cambio fue la siguiente: la señora Clyrard, sentada arriba en un estado de tranquilidad recordando ante su máquina de escribir, de pronto encontraba su concen-tración rota por un impulso extraño de ir abajo y realizar alguna tarea innecesaria e insignificante en la cocina. Algunas veces su ser más racional era capaz de resistir el impulso trivial; sin embargo, otras veces no lo era; y casi antes de que tomara conciencia del proceso se encontraba en el fregadero
lavando los paños de cocina; o limpiando las hojas de vidrio emplomado de la puerta delantera (lo mismo daba a la luz, pues el cerco de ligustro sin podar crecía a seis pies de ésta); o lustrando zapatos, o descongelando el refrigerador.
Esto era muy molesto, sin embargo la señora Clyrard no tenía ninguna intención de resignarse a ello. Era una mujer de espíritu práctico absoluto. Si sentía una punzada en un diente, consultaba con su dentista; si detectaba un traqueteo en su automóvil, lo remitía al garaje. Posibles fenómenos psíquicos no pesaban ni más ni menos en su juicio que las fallas del sistema eléctrico o los ratones en la despensa: así como llamaría a un electricista o a un gato por estos últimos inconvenientes, para los primeros había recurrido a un exorcista. Afortunada-mente, conocía a uno: un viejo amigo de ella, un deán rural, que vivía en semi-retiro en Bath, que aún se interesaba activa-mente en los casos paranormales, y de vez en cuando oficiaba una ceremonia para extirpar algún espíritu inoportuno o albo-rotado.
La señora Clyrard le escribió y le invitó a que la visitara, decidiendo que se hospedara en una casa de huéspedes cercana, pues detestaba tener personas alojándose en la cabaña.
Cuando él llegó, no perdió tiempo en explicarle la molestia.
—Alguien intenta ocupar mi mente, o mi casa —dijo en tono flemático, aunque con un grado de exasperación impor-tante—. Te agradecería enormemente que por mí trataras este tema, Roger.
El deán, deleitado con el extraño problema, prometió ver qué podía hacer. Para asistirle, fue a buscar una médium de Bath, una ciudad muy azotada por fenómenos psíquicos, quizás debido a su ubicación encerrada y baja.
La médium, señora Hannah Huxley, una dama gorda y ciega, consintió con el deán en tomarse el problema como un desafío de lo más serio. Dieron la vuelta a las alfombras, inscribieron fórmulas y diagramas para ahuyentar a los espíritus invasores en los suelos de todas las habitaciones, recitaron conjuros, encendieron velas y rociaron agua, realizaron diversos rituales que incluían las puertas, las ventanas, las cortinas, los espejos, las escaleras, el hogar, las luces. En cierto momento durante los procedimientos, que fueron largos, y de alguna
manera aburridamente reiterativos para la señora Clyrard, la señora Huxley entró en un trance.
—¿Acaso su esposo —preguntó de pronto, mientras salía de esta condición de manera tan abrupta como había entrado—, acaso su esposo murió de una herida en la cabeza, señora Clyrard?
—Desde luego que no —dijo la señora Clyrard con aspe-reza, sobresaltada y para nada encantada con esta invasión en sus asuntos privados—. Murió de carcinoma intestinal.
—Qué extraño. Tengo pruebas inconfundibles de una pre-sencia bastante cercana a usted que sufrió alguna vez una herida en la cabeza. ¿Está usted segura de que no puede pen-sar en una persona semejante?
La señora Clyrard se movió uno o dos pasos a un lado, con repugnancia, antes de responder nuevamente:
—Absolutamente no.
Su fe había disminuido algo por entonces, observaba en un silencio irónico mientras el deán y la señora Huxley concluían con su ritual, habiendo localizado ahora, aparentemente, a la entidad intrusa.
En forma amable, halagando, profiriendo frases en latín melifluas formadas con el propósito de engatusar dichos visi-tantes indeseados fuera de su alojamiento, el deán caminó lentamente, hacia atrás, haciendo señas, hacia la puerta delan-tera, la abrió, esperó, y recitó una advertencia prohibitiva final, antes de cerrar la puerta y regresar junto al hogar.
—Bien, ¡se ha ido! —dijo con una sonrisa radiante—. Eso no podrá entrar otra vez por ahora.
«¿Eso?» pensó la señora Clyrard, en un impulso por pro-testar enérgicamente. ¿Cómo es posible que aquella emanación vaga, infeliz, intrusa e indefinible se reduzca y se precise por semejante palabrita concreta y brusca como eso?
—Pobrecito, simplemente odiaba irse —prosiguió el deán—. No, me temo que no quería irse en lo más mínimo. ¿Le oíste lloriquear?
La señora Clyrard no le había oído lloriquear.
Sofocando su escepticismo, no obstante, ella dio las gracias al deán y su colega cortésmente, les refrescó después de sus esfuerzos con té y tartas de la tienda del pueblo, conversó du-rante una hora cortés y, finalmente, con alivio, les acompañó a
la puerta y les despidió. Aún escéptica, mas con un espíritu de investigación científica tranquilo, subió las escaleras para es-cribir durante una hora a modo de experimento.
Y el deán había acertado por completo, perfectamene dis-culpado por su confianza: no había nada que perturbara su concentración; descubrió que podía trabajar en paz impertur-bable durante la hora entera. Ni un solo pensamiento de las cosas del té esperando abajo sin lavar se deslizó siquiera por el borde de su conciencia.
Cuando Helena Soames llegó poco después para beber un vaso de jerez, a las seis y media, la señora Clyrard se encon-traba en un estado mental altamente satisfactorio y, contrario a su hábito reticente usual, narró la historia.
—Sin embargo, aún no puedo imaginar quién puede ser la persona que sufre de una herida en la cabeza —finalizó.
—Ah, ¿acaso no puedes? —dijo la señora Soames, quien había escuchado con sumo interés—. Sin embargo, es perfec-tamente evidente, querida mía. Debe ser la pobre señorita Morgan.
—¿La señorita Morgan? ¿Acaso tenía una herida en la cabeza? Nunca lo supe.
—Sucedió antes de que vinieras al pueblo, desde luego. En realidad, ocurrió mientras la señorita Morgan cuidaba de mi madre en esta cabaña; después de que Edward instalara la silla-ascensor. La señorita Morgan había sujetado a mamá a la silla con una correa y después —mujer tonta— asomó la cabeza por encima del pasamanos para decir: «¿Hay algo que desea que le traiga, señora Musgrave?». Naturalmente, el con-trapeso cayó, le golpeó en la cabeza, y la dejó tonta. Nunca fue del todo la misma después de eso, pero hasta entonces tampoco había sido demasiado brillante. Afortunadamente, ma-má murió poco después.
—La señorita Morgan, sí, por supuesto —dijo la señora Clyrard reflexionando, al recordar la súplica de la mujercita triste para que se le permitiera regresar a las incomodidades de la número tres, Vascoe's—. Estaría tan contenta de cuidarle la casa mientras usted escribe sus memorias. Ni soñaría con pedirle un sueldo. Todo lo que quiero es un hogar.
Simplemente odiaba marcharse —había dicho Roger—. No quería marcharse en lo más mínimo.
Mirado a través de aquellos ojos, la salita de estar oscura con sus muebles de estilo Tottenham Court Road adoptó, por un instante, la apariencia de un refugio cálido y feliz.
—La señorita Morgan —repitió la señora Clyrard—. ¿Qué fue de ella?
—Ah, se fue a vivir con aquella hermana suya casada a Lanlivery. Esta hermana la había despreciado. La señorita Morgan no quería ir, ¿pero qué podía hacer? A su edad no podía conseguir otro empleo. De todas formas, evidentemente fue un arreglo desastroso, pues alrededor de seis meses más tarde oí que se había ahogado en un arroyo. Todo conduce al bien a la larga; como dije, nunca había estado demasiado bien después de aquel accidente. Bien, tú lo deberías haber notado, ella solía venir aquí protestando ante ti muy a menudo.
—Sí. Eso hacía —dijo la señora Clyrard de la misma forma pensativa.
La señorita Morgan: aquella mujercita melancólica, ineficaz, tanto en la muerte como en la vida al parecer.
¿O era ella?
Al acompañar a Helena a la puerta, media hora más tarde, al cerrarla enérgicamente detrás de ella, la señora Clyrard tomó conciencia por primera vez de que las distracciones men-tales anteriores triviales aunque irritantes que le habían asaltado podrían haberse intercambiado por algo todavía más inusual: una sensación de desconcierto, de inquietud; quizás incluso —para analizarlo más de cerca— ¿miedo?
Pues aunque el deán y la señora Huxley habían llevado de la mano a esa cosa fuera lo que fuera lloriqueante y poco dispuesta hasta la puerta delantera y fuera de la casa, eso era todo lo que habían hecho; ellos no afirmaron haberlo aniquilado, o conducido más allá del umbral.
La señora Clyrard se permitió echar una mirada intranquila a la puerta que servía de marco a su cuadrado de oscuridad con hoja de vidrio.
¿Acaso su visitante —allí afuera en el jardincito encerrado por el ligustro, allí afuera detrás de la puerta de vidrio en la noche lluviosa— no sentiría ahora, quizás un cierto grado de resentimiento por su exclusión?
La señora Clyrard oyó que la puerta del jardín —que como de costumbre no se había cerrado correctamente— comenzaba
a chirriar y a hacer ruido mientras se balanceaba de un lado a otro con el viento creciente.
Ella sabía que debía ir y cerrar la puerta antes de que se estropearan las bisagras. Y, sin embargo, vacilaba en el pequeño vestíbulo triste, extrañamente poco dispuesta a poner los pies fuera de la seguridad de su casa.
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