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domingo, 21 de noviembre de 2010

LAS MIL Y UNA NOCHES --- ÍNDICE DE VARIAS HISTORIAS





ANÓNIMO
LAS MIL Y UNA NOCHES
ÍNDICE DE VARIAS HISTORIAS


RELATO DEL MÉDICO JUDÍO
RELATO DEL SASTRE
HISTORIA DE GHANEM BEN-AYUB Y DE SU HERMANA FETNAH
HISTORIA DEL NEGRO SAUAB, PRIMER EUNUCO SUDANÉS
HISTORIA DEL NEGRO KAFUR, SEGUNDO EUNUCO SUDANÉS
HISTORIA DEL NEGRO BAKHITA, TERCER EUNUCO SUDANÉS
HISTORIA DE SINDBAD EL MARINO
HISTORIA PRODIGIOSA DE LA CIUDAD DE BRONCE











RELATO DEL MÉDICO JUDÍO
La cosa más extraordinaria que me ocurrió en mi juventud es precisamente esta que vais a oír, ¡oh mis
señores llenos de cualidades!
Estudiaba entonces medicina y ciencias en la ciudad de Damasco, Y cuando tuve bien aprendida mi profesión,
empecé a ejercerla y a ganarme la vida.
Pero un día entre los días, cierto esclavo del gobernador de Damasco vino a mi casa, y diciéndome que le
acompañase, me llevó al palacio del gobernador. Y allí, en medio de una gran sala, vi un lecho de mármol
chapeado de oro. En este lecho estaba echado y enfermo un hijo de Adán. Era un joven tan hermoso, que no
se habría encontrado otro como él entre todos los de su tiempo. Me acerqué a su cabecera, y le deseé pronta
curación y completa salud. Pero él sólo me contestó haciéndome una seña con los ojos. Y yo le dije: ¡Oh mi
señor, dame la mano!” Y él me alargó la mano izquierda, lo cual me asombró mucho, haciéndome pensar:
¡Por Alah! ¡Qué cosa tan sorprendente! He aquí un joven de buena apariencia y de elevada condición, y
que está sin embargo muy mal educado.” No por eso dejé de tomarle el pulso, y receté un medicamento a
base de agua de rosas. Y le seguí visitando, hasta que, pasados diez días, recuperó las fuerzas y pudo levantarse
como de costumbre. Entonces le aconsejé que fuese al hammam y que después volviese a descansar.
El gobernador de Damasco me demostró su gratitud regalándome un magnífica ropón de honor y nombrándome,
no sólo médico suyo, sino también del hospital de Damasco. En cuanto al joven, que durante su
enfermedad había seguido alargándome la mano izquierda, me rogó que le acompañase al hammam, que se
había reservado para él solo, prohibiendo entrar a los demás clientes. Y cuando llegamos al hammam se
acercaron los criadas dei joven, le ayudaron a desnudarse, cogiendo su ropa y dándole otra, limpia y nueva.
Y al ver desnudo al joven, noté que carecía de mano derecha. Y me sorprendió y apenó grandemente el
descubrimiento. Y aumentó mi asombro cuando vi huellas de varazos en todo su cuerpo. Entonces el joven
se volvió hacia mí, y me dijo: “¡Oh médico del siglo! No te asombre el verme como me ves, pues voy a
contarte el motivo, y oirás una relación muy extraordinaria. Pero tenemos que aguardar a estar fuera del
hammam.”
Después de salir del hammam llegamos al palacio, y nos sentamos para descansar y. comer luego. Pero el
joven me dilo: “¿No prefieres que subamos a la sala alta?” Y yo le contesté que sí, y entonces mandó a los
criados que asaran un carnero y lo subieran a la sala alta, a la cual nos encaminamos. Y los esclavos no tardaron
en subir el carnero asado y toda clase de frutas. Y nos pusimos a comer, y él siempre se servía de la
mano izquierda. Entonces yo le dije: “Cuéntame ahora esa historia.” Y él contestó: “¡Oh médico del siglo,
te la voy a contar! Escucha, pues.
Sabe que nací en la ciudad de Mosssul, donde mi familia figuraba entre las más principales. Mi padre era
el mayor de los diez vástagos que dejó mi abuelo al morir, y cuando esto ocurrió, mi padre estaba ya casado,
como todos mis tíos. Pero él era el único que tuvo un hijo, que fui yo, pues ninguno de mis tíos los tuvo.
Por eso fui creciendo entre las simpatías de todos mis tíos, que me querían muchísimo y se alegraban
mirándome.
Un día que estaba con mi padre en la gran mezquita de Mossul para rezar la oración del viernes, vi que
después de la plegaria todo el mundo se había marchado, menos mi padre y mis tíos. Se sentaron todos en
la gran estera, y yo me senté con ellos. Y se pusieron a hablar, versando la conversación sobre los viajes y
las maravillas de los países extranjeros y de las grandes ciudades lejanas. Pero sobre todo hablaron de
Egipto y del Cairo. Y mis tíos repitieron los relatos admirables de los viajeros que habían estado en Egipto,
y decían que no había en la tierra país más bello ni río más maravilloso que el Nilo. Por eso los poetas han
hecho muy bien en cantar ese país y su Nilo, y dice la verdad el poeta cuando dice:
¡Por Alah! ¡Te conjuro que digas al río de mi país, al Nilo de mi país, que aquí no puedo extinguir la
sed, que el Éufrates no puede apagarla sed que me atormenta!
Mis tíos empezaron a enumerar las maravillas de Egipto y de su río, con tal elocuencia y tanto calor, que
cuando dejaron de hablar y se fue cada cual a su casa, quedé muy pensativo y preocupado, y no podía
apartarse de mi espíritu el grato recuerdo de todas aquellas cosas que acababa de oír con motivo de aquel
país tan admirable. Y cuando volví a casa, no pude pegar los ojos en toda la noche, y perdí el apetito.
Averigüé a los pocos días que mis tíos estaban preparando un viaje a Egipto, y rogué con tanto ardor a mi
padre, y tanto laboré para que me dejase ir con ellos, que me lo permitió y hasta me compró mercaderías
muy estimables. Y encargó a mis tíos que no me llevasen con ellos a Egipto, sino que me dejasen en Damasco,
donde debía yo ganar dinero con los géneros que llevaba. Me despedí de mi padre, me junté con
mis tíos, y salimos de Mossul.
Así viajamos hasta. Alepo, donde nos detuvimos algunos días, y desde allí reanudamos el viaje hacia
Damasco, adonde no tardamos en llegar:
Y vimos que Damasco es una hermosa ciudad, entre jardines, arroyos, árboles, frutas y pájaros. Nos albergamos
en uno de los khanes, y mis tíos se quedaron en Damasco hasta que vendieron sus mercaderías de
Móssul, comprando otras en Damasco para despacharlas en El Cairo, y vendieron también mis géneros tan
ventajosamente, que cada dracma de mercadería me valió cinco dracmas de plata. Después mis tíos me dejaron
sólo en Damasco y prosiguieron su viaje a Egipto.
En cuanto a mí, continué viviendo en Damasco, en donde alquilé una casa maravillosa, cuyas bellezas no
puede enumerar la lengua humana. Me costaba dos dinares de oro al mes. Pero no me contenté con esto.
Empecé a hacer cuantiosos gastos, satisfaciendo todos mis caprichos, sin privarme de ninguna clase de
manjares ni bebidas. Y este género de vida duró hasta que hube gastado el dinero con que contaba.
Y por entonces, estando sentado un día a la puerta de mi casa para tomar el fresco, vi acercarse a mí, viniendo
no sé de dónde, a una joven ricamente vestida, sobrepasando en elegancia a todo cuanto había visto
en mí vida. Me levanté súbitamente y la invité a que honrase mi casa con su presencia. No hizo ningún reparo,
sino que traspuso el umbral y penetró en la casa gentilmente. Cerré entonces la puerta detrás de nosotros,
y lleno de júbilo la cogí en brazos y la transporté al salón. Allí se descubrió, se quitó el velo, y se me
apareció en toda su hermosura. Y tan hechicera la encontré, que me sentí completamente dominado por su
amor.
Salí en seguida en busca del mantel, lo cubrí con manjares suculentos y frutas exquisitas y cuanto era de
mi obligación en aquellas circunstancias. Y nos pusimos a comer y a jugar, y luego a beber, y de tal manera
lo hicimos, que nos emborrachamos por completo. Y la noche que pasé con ella hasta la mañana se contará
entre las más benditas.
Al día siguiente creí que hacía bien las cosas ofreciéndole diez dinares de oro. Pero los rechazó y dijo
que nunca aceptaría nada de mí. Después me dijo: “Y ahora, ¡oh querido mío! sabe que volveré a verte
dentro de tres días, al anochecer. Aguárdame, porque no he de faltar. Y como yo misma me convido, no
quiero ocasionarte gastos de modo que te voy a dar dinero para que prepares otro festín como el de hoy.” Y
me entregó diez dinares de oro que me obligo a aceptar, y se despidió, llevándose tras ella toda mi alma.
Pero, como me había prometido, volvió a los tres días, más ricamente vestida que la primera vez. Por mi
parte, había preparado todo lo indispensable, y en realidad no había escatimado nada. Y comimos y bebimos
cómo la otra vez, hasta que brilló la mañana. Entonces me dijo: “¡Oh mi dueño amado! ¿de veras me
encuentras hermosa?” Yo le contesté: “¡Por Alah! Ya lo creo.” Y ella me dijo: “Si es así, puedo pedirte
permiso para traer a una muchacha más hermosa y más joven, que yo, a fin de que se divierta con nosotros
y podamos reírnos y jugar juntos, pues me ha rogado que la saque conmigo, para regocijarnos y hacer locuras
los tres.” Acepté de buena gana, y dándome entonces veinte dinares de oro, me encargó que no economizase
nada para preparar lo necesario y recibirlas dignamente en cuanto llegasen ella y la otra joven. Después
se despidió y se fue.
Al cuarto día, me dediqué, como de costumbre, a repararlo todo, con la largueza de siempre, y aún más
todavía, por tener que recibir a una persona extraña. Y apenas puesto el sol, vi llegar a mi amiga acompañada
por otra joven que venía envuelta en un velo muy grande. Entraron y se sentaron. Y yo, lleno de
alegría; me levanté, encendí los candelabros y me puse enteramente a su disposición. Ellas se quitaron entonces
sus velos, y pude contemplar a la otra joven. ¡Alah, Alah! Parecía la luna llena. Me apresuré a servirlas,
y les presenté las bandejas repletas de manjares y bebidas, y empezaron a comer y beber. Y yo, entretanto,
besaba a la joven desconocida, y le llenaba la copa y bebía con ella. Pero esto acabó por encender
los celos de la otra, que supo disimularlos, y hasta me dijo: “¡Por Alah! ¡Cuán deliciosa es esa joven! ¿No
te parece más hermosa que yo?” Y yo respondí ingenuamente: “Es verdad; razón tienes.” Y ella dijo: “Pues
llévatela. Así me complaceras.” Yo respondí: “Respeto tus órdenes y las pongo sobre mi cabeza y mis
ojos.” Me tendí junto a mi nueva amiga. Pero he aquí que al despertarme me encontré la mano llena de
sangre, y vi que no era sueño, sino realidad. Como ya era de día claro, quise despertar a mi compañera,
dormida aún, y le toqué ligeramente la cabeza. Y la cabeza se separó inmediatamente del cuerpo y cayó al
suelo.
En cuanto a mi primera amiga, no había de ella ni rastro ni olor. Sin saber qué hacer, estuve una hora recapacitando,
y por fin me decidí a levantarme, para abrir una huesa en aquella misma sala. Levanté las losas
de mármol, empecé a cavar, e hice una hoya lo bastante grande para que cupiese el cadáver, y lo enterré
inmediatamente. Cegué luego el agujero y puse las losas lo mismo que antes estaban.
Hecho esto fui a vestirme, cogí el dinero que me quedaba, salí en busca del amo de la casa, y pagándole
el importe de otro año de alquiler, le dije: “Tengo que ir a Egipto, donde mis tíos me esperan.” Y me fui,
precediendo mi cabeza a mis pies.
Al llegar al Cairo encontré a mis tíos, que se alegraron mucho al verme, y me preguntaron la causa de
aquel viaje. Y yo les dije: “Pues únicamente el deseo de volverlos a ver y el temor de gastarme en Damasco
el dinero que me quedaba.” Me invitaron a vivir con ellos, y acepté. Y permanecí en su compañía todo un
año, divirtiéndome, comiendo, bebiendo, visitando, las cosas interesantes de la ciudad, admirando el Nilo y
distrayéndome de mil maneras. Desgraciadamente, al cabo del año, como mis tíos habían realizado buenas
ganancias vendiendo sus géneros, pensaron en volver a Mossul; pero cómo yo no quería acompañarlos, desaparecí
para librarme de ellos, y se marcharon solos, pensando que yo habría ido a Damasco para prepararles
alojamiento, puesto que conocía bien esta ciudad. Despues seguí gastando, y permanecí allí otros tres
años, y cada año mandaba el precio del alquiler a mi casero de Damasco. Transcurridos los tres años, como
apenas me quedaba dinero para el viaje y estaba aburrido de la ociosidad, decidí volver a Damasco.
Y apenas, llegué, me dirigí a mi casa, y fui recibido con gran alegría por mi casero, que me dio la bienvenida,
y me entregó las llaves, enseñándome la cerradura, intacta y provista de mi sello. Y efectivamente,
entré y vi que todo estaba como lo había dejado.
Lo primero que hice fue lavar el entarimada; para que desapareciese toda huella de sangre de la joven
asesinada, y cuando me quedé tranquilo me fui al lecho, para descansar de las fatigas del viaje. Y al levantar
la almohada para ponerla bien, encontré debajo un collar de aro con tres filas de perlas nobles. Era precisamente
el collar de mi amada, y lo había puesto allí la noche de nuestra dicha. Y ante este recuerdo derramé
lágrimas de pesar y deploré la muerte de aquella joven. Luego oculté cuidadosamente el collar en el
interior de mi ropón.
Pasados tres días de descanso en mi casa, pensé ir al zoco, para buscar ocupación y ver a mis amigas.
Llegué al zoco, pero estaba escrito por acuerdo del Destino que había de tentarme el Cheitán y había de sucumbir
a su tentación, porque el Destino tiene que cumplirse. Y efectivamente, me dio la tentación de
deshacerme de aquel collar de oro y de perlas. Lo saqué del interior del ropón, y se lo presenté al corredor
más hábil del zoco. Éste me invitó a sentarme en su tienda, y en cuanto se animó el mercado, cogió el collar,
me rogó que le esperase, y se fue a someterlo a las ofertas de mercaderes y parroquianos. Y al cabo de
una hora volvió, y me dijo: “Creí a primera vista que este collar era de oro de ley y perlas finas, y valdría lo
menos mil dinares de oro; pero me equivoqué: es falso. Está hecho según los artificios de los francos, que
saben imitar el oro, las perlas y las piedras preciosas; de modo que no me ofrecen por él más que mil dracmas,
en vez de mil dinares:” Yo contesté: “Verdaderamente, tienes razón. Este collar es falso. Lo mandé
construir para burlarme de una amiga, a quien se lo regalé. Y ahora esta mujer ha muerto y le ha dejado el
collar a la mía; de modo que hemos decidido venderlo por lo que den. Tómalo, véndelo en ese precio y
tréeme los mil dracmas.” Y el astuto corredor se fue con el collar, después de haberme mirado con el ojo
izquierdo”
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
**
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el médico judío continuó de este modo la historia del joven:
El corredor, al ver que el joven no conocía el valor del collar, y se explicaba de aquel modo, comprendió
en seguida que lo había robado o se lo había encontrado, cosa que debía aclararse. Cogió, pues, el collar, y
se lo llevó al jefe de los corredores del zoco, que se hizo cargo de él en seguida, y fue en busca del walí de
la ciudad, a quien dijo: “Me habían robado este collar, y ahora hemos dado con el ladrón, que es un joven
vestido como los hijos de los mercaderes, y está en tal parte, en casa de tal corredor.”
Y mientras yo aguardaba al corredor con el dinero, me vi rodeado y apresado por los guardias, que me
llevaron a la fuerza a casa del walí. Y el walí me hizo preguntas acerca del collar, y yo le conté la misma
historia que al corredor. Entonces el walí se echó a reír, y me dijo: “Ahora te enseñaré el precio de ese collar.”
E hizo una seña a sus guardias, que me agarraron, me desnudaron, y me dieron tal cantidad de palos y
latigazos, que me ensangrentaron todo el cuerpo. Entonces, lleno de dolor, les dijo: “¡Os diré la verdad!
¡Ese collar lo he robado!” Me pareció que esto era preferible a declarar la terrible verdad del asesinato de la
joven, pues me habrían sentenciado a muerte v me habrían ejecutado, para castigar el crimen.
Y apenas me había acusado de tal robo, me asieron del brazo y me cortaron la mano derecha, como a los
ladrones, y me sumergieron el brazo en aceite hirviendo para cicatrizar la herida. Y caí desmayado de dolor.
Y me dieron de beber una cosa que me hizo recobrar los sentidos. Entonces recogí mi mano cortada y
regresé a mi casa.
Pero al llegar a ella, el propietario, que se había enterado de todo, me dijo: “Desde el momento que te has
declarado culpable de robo y de hechos indignos, no puedes seguir viviendo en mi casa. Recoge, pues, lo
tuyo y ve a buscar otro alojamiento.” Yo contesté: “Señor, dame dos o tres días de plazo para que pueda
buscar casa.” Y él me dijo: “Me avengo a otorgarte ese plazo.” Y dejándome, se fue.
En cuanto a mí, me eché al suelo, me puse a llorar, y decía: “¡Cómo he de volver a Mossul, mi país natal;
cómo he de atreverme a mirar a mi familia, después que me han cortado una mano! ... Nadie me creerá
cuando diga que soy inocente. No puedo hacer más que entregarme a la voluntad de Alah, que es el único
que puede procurarme un medio de salvación.”
Los pesares y las tristezas me pusieron enfermo, y no pude ocuparme en buscar hospedaje. Y al tercer
día, estando en el lecho, vi invadida mi habitación por los soldados del gobernador de Damasco, que venían
con el amo de la casa y el jefe de los corredores. Y entonces el amo de la casa me dijo: “Sabe que el walí ha
comunicado al gobernador general lo del robo del collar. Y ahora resulta que el collar no es de este jefe de
los corredores, sino del mismo gobernador general, o mejor dicho, de una hija suya, que desapareció también
hace tres años. Y vienen para prenderte.”
Al oír esto, empezaron a temblar todos mis miembros y coyunturas, y me dije: “Ahora sí que me condenan
a muerte sin remisión. Más vale declarárselo todo al gobernador general. El será el único juez de mi vida
o de mi muerte.” Pero ya me habían cogido y atado, y me llevaban con una cadena al cuello a presencia
del gobernador general. Y nos pusieron entre sus manos a mí y al jefe de los corredores. Y el gobernador,
mirándome, dijo a los suyos: “Este joven que me traéis no es un ladrón, y le han cortado la mano injustamente.
Estoy seguro de ello. En cuanto al jefe de los corredores, es un embustero y un calumniador. ¡Apoderaos
de él y metedlo en un calabozo!” Después el gobernador dijo al jefe de los corredores: “Vas a indemnizar
en seguida a este joven por haberle cortado la mano; si no, mandaré que te ahorquen y confiscaré
todos tus bienes, corredor maldito.” Y añadió, dirigiéndose a los guardias: “¡Quitádmelo de delante, y salid
todos!” Entonces el gobernador y yo nos quedamos solos. Pero ya me habían libertado de la argolla del
cuello, y tenía también los brazos libres.
Cuando todos se marcharon, el gobernador me miró con mucha lastima y me dijo; “¡Oh hijo mío! Ahora
vas a hablarme con franqueza, diciéndome toda la verdad, sin ocultarme nada. Cuéntame, pues, cómo llegó
este collar a tus manos.” Yo le contesté: “¡Oh mi señor y soberano! Te diré la verdad.” Y le referí cuanto
me había ocurrido con la primera joven, cómo ésta me había proporcionado y traído a la casa a la segunda
joven, y cómo, por último, llevada de los celos, había sacrificado a su compañera. Y se lo conté con todos
sus pórmenores. Pero no hay utilidad en repetirlas.
Y el gobernador, en cuanto lo hubo oído, inclinó la cabeza, lleno de dolor y amargura, y se cubrió la cara
con el pañuelo. Y así estuvo durante una hora, y su pecho se desgarraba en sollozos. Después se acercó a
mí, y me dijo:
Sabe, ¡oh hijo mío! que la primera joven es mi hija mayor. Fue desde su infancia muy perversa, y por
este motivo hube de criarla severamente. Pero apenas llego a la pubertad, me apresuré a casarla, y con tal
fin la envié al Cairo, a casa de un tío suyo, para unirla con uno de mis sobrinos, y por lo tanto, primo suyo.
Se casó con él, pero su esposo murió al poco tiempo, y entonces ella volvió a mi casa. Y no había dejado de
aprovechar su estancia en Egipto para aprender todo género de libertinaje. Y tú, qué estuviste en Egipto, ya
sabrás cuán expertas son en esto aquellas mujeres. Por eso, apenas estuvo de regreso mi hija, te encontró y
se entregó a ti, y te fue a buscar cuatro veces seguidas. Pero con esto no le bastaba. Corno ya había tenido
tiempo para pervertir a su hermana, mi segunda hija, no le costó trabajo llevarla a tu casa; después de contarle
cuanto hacía contígo. Y mi segunda hija me pidió permiso para acompañar a su hermana al zoco, y yo,
se lo concedí. ¡Y sucedió lo que sucedió!
Pero cuándo mi hija mayor regresó sola, le pregunté dónde estaba su hermana. Y me contestó llorando, y
acabó por decirme, sin cesar en sus- lágrimas: “Se me ha perdido en el zoco, y no he podido averiguar qué
ha sido de ella.” Eso fue lo que me dijo a mí. Pero no tardó en confiarse a su madre, y acabó por decirle en
secreto la muerte de su hermana, asesinada en tu lecho por sus propias manos. Y desde entonces no cesa de
llorar, y no deja de repetir día y noche: “¡Tengo que llorar hasta que me muera!” Y tus palabras, ¡oh hijo
mío! no han hecho más que confirmar lo que yo sabía, probando que mi hija había dicho, la verdad. ¡Ya
ves, hijo mío, cuán desventurado soy! De modo que he de expresarte un deseo y pedirte un favor, que confío
no has de rehusarme. Deseo ardientemente que entres en mi familia, y quisiera darte por esposa a mi
tercera hija, que es una joven buena, ingenua y virgen, no tiene ninguno de los vicios de sus hermanas. Y
no te pediré dote para este casamiento, sino que, al contrarío, te remuneraré con largueza, y te quedarás en
mi casa como. un hijo.”
Entonces le contesté: “Hágase tu voluntad, ¡oh mi señor! Pero antes, como acabo de saber que mi padre
ha muerto, quisiera mandar recoger su herencia.”
En seguida el gobernador envió un propio a Mossul, mi ciudad natal„ Para que en mi nombre recogiese la
herencia dejada, por mi padre. Y efectivamente, me casé con la hija del gobernador, y desde aquel día todos
vivimos aquí la vida más próspera y dulce.
Y tú mismo, ¡oh médico! has podido comprobar con tus propios ojos cuán amado y honrado soy en esta
casa. ¡Y no tendrás en cuenta la descortesía que he cometido contigo durante toda mi enfermedad tendiéndote
la mano izquierda, puesto que me cortaron la derecha!”
En cuanto a mí -prosiguió el médico judío-, mucho me maravilló esta historia, y felicité al joven por haber
salido de aquel modo de tal aventura. Y él me colmo de presentes y me tuvo consigo tres días en palacio,
y me despidió cargado de riquezas y bienes.
Y entonces me dediqué a viajar y a recorrer el mundo, para perfeccionarme en mi arte. Y he aquí que llegué
a tu imperio, ¡oh rey espléndido y poderoso! Y entonces fue cuando la noche pasada me ocurrió la desagradable
aventura con el jorobado. ¡Tal es mi historia!
Entonces el rey de la China dijo: “Esa historia, aunque logró interesárme, te equivocas, ¡oh médico, porque
no es tan maravillosa ni sorprendente como la aventura del jorobado; de modo que no me queda más
que mandaros ahorcar a los cuatro, y principalmente a ese maldito sastre; que es causa y principio de vuestro
crimen.”
Oídas tales palabras, el sastre se adelantó entre las manos del rey de la China, y dijo: “¡Oh rey lleno de
gloria! Antes de mandarnos ahorcar, permíteme hablar a mí también y te referiré una historia que encierra
cosas más extraordinarias que todas las demás historias juntas, y es más prodigiosa que la historia misma
del jorobado.”
Y él rey de la China dijo: “Si dicen la verdad, os perdonaré a todos. Pero ¡desdichado de ti si me cuentas
una historia poco interesante y desprovista de cosas sublimes! Porque no vacilaré entonces en empalaros a
ti y a tus tres compañeros, haciendo que os atraviesen de parte a parte, desde la base hasta la cima.” Entonces
el sastre dijo:
RELATO DEL SASTRE
Sabe, pues, ¡oh rey del tiempo! que antes de mi aventura con el jorobado me habían convidado en una
casa donde se daba un festín a los principales miembros de los gremios de nuestra ciudad: sastres, zapateros,
lenceros, barberos, carpinteros y otros.
Y era muy de mañana. Por eso, desde el amanecer, estábamos todos sentados en corro para desayunarnos,
y no aguardábamos más que al amo de la casa, cuando le vimos entrar acompañado de un joven forastero,
hermoso, bien formado, gentil y vestido a la moda de Bagdad. Y era todo lo hermoso que sé podía
desear, y estaba tan bien vestido como pudiera imaginarse. Pero era ostensiblemente cojo. Luego que entró
adonde estábamos; nos deseó la paz, y nos levantamos todos para devolverle su saludo. Después íbamos a
sentarnos, y él con nosotros, cuando súbitamente le vimos cambiar de color y disponerse a salir. Entonces
hicimos mil esfuerzos para detenerle entre nosotros. Y el amo de la casa insistió mucho y le dijo: “En verdad,
no entendemos nada de esto. Te ruego que nos digas qué motivo te imputa a dejarnos.”
Entonces el joven respondió: “¡Por Alah te suplico, ¡oh mi señor! que no insistas en retenerme! Porque
hay aquí una persona que me obliga a retirarme, y es, ese barbero que está sentado en medio de vosotros.”
Estas palabras sorprendieron extraordinariamente al amo de la casa, y, nos dijo: “¿Cómo es posible que a
este joven, que acaba de llegar de Bagdad, le moleste la presencia de ese barbero que está aquí?” Entonces
todos los convidados nos dirigimos al joven, y le dijimos: “¡Cuéntanos, por favor, el motivo de tu repulsión
hacia ese barbero.” Y él contestó: “Señores, ese barbero de cara de alquitrán y alma de betún fue la causa
de una aventura extraordinaria que me sucedió en Bagdad, mi ciudad, y ese maldito tiene también la culpa
de que yo esté cojo. Así es que he jurado no vivir nunca en la ciudad en que él viva, ni sentarme en sitio en
donde él se sentara. Y por eso me vi obligado a salir de Bagdad, mi ciudad, para venir a este país lejano.
Pero ahora me lo encuentro aquí. Y por eso me marcho ahora mismo, y ésta noche estaré lejos de esta ciudad,
para no ver a ese hombre de mal agüero.”
Y al oírlo, el barbero se puso pálido, bajó los ojos y no pronunció palabra. Entonces insistimos tanto, con
el joven, que se avino a contarnos de este modo su aventura con el barbero.
HISTORIA DE GHANEM BEN-AYUB Y DE SU HERMANA FETNAH
Y Schahrazada dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortudado! que en la antigüedad de los tiempos, en lo pasado de los siglos y
de las edades, hubo un mercader entre los mercaderes que era riquísimo y padre de dos hijos. Se llamaba
Ayub, y su hijo varón, Ghanem ben-Ayub, fue conocido después par el sobrenombre de El-Motim El-
Masslub, y era tan hermoso como la luna llena, y estaba dotado de una elocuencia maravillosa. La hija,
hermana de Ghanem, se llamaba Fetnah, nombre muy merecido por sus encantos y su hermosura.
Al morir Ayub les dejó grandes riquezas....
En este momento de su relato, vio Schahrazada nacer el día y se calló discretamente.
**
Prosiguió en esta forma:
Al morir el mercader Ayub les dejó grandes riquezas, y entre otras cosas, cien cargas de sederías, brocados
ytelas preciosas, y cien vasijas llenas de vejigas de almizcle puro. Todo cuidadosamente empaquetado,
y en cada fardo se veía escrito con grandes caracteres: DESTINADO A BAGDAD, pues Ayub no pensaba
morirse tan pronto, y quería ir a Bagdad para vender sus preciosas mercancías.
Pero llamado a la infinita misericordia de Alah, y pasado el tiempo del luto, el joven Ghanem pensó realizar
el viaje a Bagdad que tenía proyectado su padre. Despidióse, pues, de su madre, de su hermana Fetnah,
de sus parientes y de sus vecinos, y se fue al zoco, donde alquiló los camellos necesarios, cargó en
ellos sus fardos, y aprovechó la salida de otros comerciantes para Bagdad a fin de ir en su compañía, y así
marchó, después de poner su suerte en manos de Alah el Altísimo. Y Alah lo resguardó de tal modo, que no
tardó en llegar a Bagdad sano y salvo con todas sus mercaderías.
Apenas llegado a Bagdad, se apresuró.a alquilar una casa hermosísima, que amuebló suntuosamente, tendiendo
por todas partes magníficas alfombras, colocando divanes y almohadones, sin olvidar los cortinajes
en puertas y ventanas. Después mandó descargar todas las mercaderías y descansó de las fatigas del viaje,
esperando tranquilamente que todos los mercaderes y personas notables de Bagdad fuesen, unos tras otros,
a desearle la paz y darle la bienvenida.
Pero después pensó en ir al zoco para vender parte de sus mercancías, y mandó hacer empaquetar diez
piezas de telas y de sederías finas que llevaban marcado el precio en unas etiquetas. En seguida se dirigió al
zoco de los grandes mercaderes, y todos salieron a su encuentro y le desearon la paz. Después le llevaron a
presencia del jeique del zoco, quien sólo con ver las mercaderías se las compró en el acto. Y Ghanem ben-
Ayub ganó dos dinares de oro por cada dinar de mercancías. Y satisfechísimo de tal ganancia, siguió vendiendo
piezas de tela y vejigas de almizcle, ganando dos por uno durante todo un año.
Un día, a principios del otro año, fue al mercado, según su costumbre, pero encontró todas las tiendas cerradas,
lo mismo que la puerta principal del zoco. Y como no era fiesta, se asombró mucho y preguntó la
causa. Le contestaron que acababa de fallecer uno de los principales mercaderes y que los demás habían ido
a enterrarle. Y uno de los transeúntes le dijo: “Bien harías en ir también a acompañar al entierro, pues te lo
tendrán en cuenta.” Y contestó Ghanem: “Me parece muy justo, pero quisiera saber dónde son los funerales.”
Indicáronle el sitio, entró en una mezquita cercana, hizo sus abluciones, y se dirigió a toda prisa al lugar
indicado. Mezclóse entonces con la muchedumbre de mercaderes, los acompañó a la gran mezquita, en
donde se dijeron las oraciones de costumbre. Luego la comitiva emprendió el camino del cementerio, que
estaba situado fuera de las puertas de Bagdad. Entraron en él y fueron atravesando tumbas, hasta llegar a
aquella en que iban a depositar el cadáver.
Los parientes habían levantado una tienda, colocándola de suerte que cubriera el sepulcro, colgando en
ella lámparas, antorchas y faroles. Y todos pudieron entrar para resguardaráe debajo del toldo. Entonces se
abrió la tumba, se depositó el cadáver, y se puso la losa. Luego los imanes y demás ministros del culto y los
lectores del Corán empezaron a leer, sobre la tumba los versículos del Libro Noble, y los capítulos prescritos.
Y los mercaderes y los parientes se sentaron en corro sobre las alfombras tendidas debajo del toldo, y
oyeron religiosamente las santas Palabras. Y Ghanem ben-Ayub; aunque tenía prisa por volver a su casa,
no quiso retirarse en seguida por consideración hacia los parientes, y se quedó con ellos.
Las ceremonias religiosas duraron hasta el anochecer. Entonces llegaron los esclavos con bandejas llenas
de manjares y dulces, y los repartieron entre los presentes, que comieron y bebieron hasta la hartura, según
es costumbre en los entierros. Después les presentaron las jofainas y los jarros, y todos los comensales se
lavaron las manos, y ea seguida fueron a sentarse en corro, silenciosamente, como suele hacerse.
Pero pasado un largo rato, como la sesión no se iba a terminar hasta la mañana siguiente, Ghanem empezó
a alarmarse por las mercaderías que había dejado en su casa sin nadie que las guardase. Y temió que
se las robaran los ladrones, y dijo para sí: “Soy extranjero, y teniendo como tengo fama de hombre rico, si
paso una noche fuera de mi casa los ladrones la saquearán, y se llevarán mi dinero y las mercancías que me
quedan.” Y como sus temores fuesen mayores cada vez, se decidió a levantarse y se disculpó con los demás
diciendo que iba a evacuar una necesidad apremiante, y salió a toda prisa. Echó a andar a obscuras, y fue
caminando hasta que llegó a las puertas de la ciudad. Pero como ya era media noche, encontró la puerta cerrada,
y no vio a nadie, ni oyó ninguna voz humana. Solamente oía el ladrar de los perros y los chillidos de
los chacales que sonaban a lo lejos mezclados con los aullidos de los lobos. Entonces, asustadísimo, exclamó:
¡No hay fuerza ni poder más que en Alah! Antes temía por mis riquezas y ahora he de temer por mi
vida.” Y empezó a buscar un albergue donde pasar la noche, y al fin encontró una turbeh junto a la cual había
una palmera. Una puerta estaba abierta y Ghanem entró por allí, y se tendió a conciliar el sueño, pero no
podía dormir, pues estaba aterrado de verse solo en medio de las tumbas. Y se puso de pie, y abrió la puerta
y miró hacia afuera. Y vio una luz que brillaba a lo lejos, cerca de las puertas de la ciudad. Se dirigió hacia
aquella luz, pero entonces vio que ésta se acercaba por el camino que conducía a la turbeh en que él se encontraba.
Entonces Ghanem tuvo más miedo, retrocedió precipitadamente, se metió de nuevo en la turbeh,
y cuidó de cerrar la puerta, que era muy pesada. Pero no se tranquilizó hasta que se hubo subido a lo alto de
la palmera para esconderse entre el ramaje. Desde allí vio que la luz se iba acercando, hasta que acabó por
ver a tres negros, dos de los cuales llevaban un enorme cajón y el tercero una linterna y unos azadones. Al
llegar a la turbeh se detuvo muy sorprendido el negro que llevaba el farol. Los demás le dijeron: “¿Qué
ocurre, ¡oh Sauab!?” Y Sauab respondió: “¿No lo veis?” Y dijo uno de los otros: “¿Pero qué he de ver?” Y
Sauab replicó: “¡Oh Kafur! ¿no ves que la puerta de la turbeh, que habíamos dejado abierta esta tarde está
cerrada y con el cerrojo echado por dentro?” Entonces el tercer negro, llamado Bakhita, exclamó: “¡Qué
poco entendimiento tenéis! ¿Ignoráis que los propietarios de estos campos salen todos los días de la ciudad
y vienen a descansar aquí después de examinar sus plantaciones? ¿No sabéis que cuidan de cerrar la puerta
en cuanto anochece por temor de que los sorprendamos nosotros los negros, pues saben que si los cogemos
los asamos vivos y nos comemos su carne blanca?” Entonces Kafur y Sauab dijeron al otro negro: “¡Oh
Makhita! Verdaderamente no puedes presumir de inteligencia.” Pero Bakhita replicó: “Veo que no- me
creéis hasta que encontremos al que estará escondido, y os advierto anticipadamente que si hay alguien en
la turbeh, al ver acercarse nuestra luz se habrá subido, aterrorizado, a la copa de la palmera. Y allí lo encontraremos.”
Y aterrado Ghanem, pensaba: ¡Qué negro tan listo! ¡Confunda Alah a todos, los sudaneses por su perfidia
y su malignidad!” Después, muerto de miedo, dijo: “¡No hay fuerza ni poder más que en Alah el Altísimo y
el Omnipotente! ¿Quién me podrá salvar ahora de este peligro?”
Y los dos negros dijeron al que llevaba el farol: “¡Oh Sauab! sube a lo alto del muro, y salta dentro de la
turbeh, y ábrenos la puerta, pues estamos muy cansadas del peso de este cajón encima del cuello y de los
hombros. Y si nos abres la puerta, te preservaremos al más rollizo de los individuos que cojamos ahí dentro,
y te lo coceremos muy en su punto, dorándole la piel, cuidando que no se desperdicie ni una gota de
grasa.” Pero Sauab contestó: “Como tengo tan poca inteligencia, refiero que tiremos este cajón por encima
de la tapia, ya que nos han dado la orden de dejarlo en esta turbeh.” Pero los otros dos negros contestaron:
Si lo tiramos como dices, se hará pedazos:” Y Sauab replicó: “Pero si entramos en la turbeh, acaso nos
sorprendan los bandidos que ahí suelen ocultarse para asesinar y desvalijar a los viajeros. Ya sabéis que en
ese sitio se reúnen por la noche todos los bandoleros para repartirse el botín.” Los otros dos negros dijeron.
¿Es posible que seas tan infeliz que creas semejantes majaderías?”
Y dejando el cajón en el suelo, escalaron la pared, saltaron dentro de la turbeh y corrieron a abrir, mientras
el otro les alumbraba desde fuera. Metieron entre los tres el cajón, cerraron la puerta y se sentaron a
descansar en la turbeh. Y uno dijo: “Verdaderamente, ¡oh hermanos! que estamos rendidos de tanto caminar
y por el trabajo que hemos hecho. Y he aquí que es media noche. Descansemos algunas horas, y después
abriremos la zanja para enterrar este cajón, cuyo contenido ignoramos. Luego del descanso podremos
trabajar mejor. Y para pasar agradablemente estas horas de reposo, cuente cada uno cómo ha llegado a ser
eunuco y por qué se le mutiló, relatándolo todo desde cl principio hasta el fin. De está manera pasaremos la
noche agradablemenie.”
Y en este momento de su narración, Schahrazada vio clarear el día y se calló discretamente.
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando uno de los negros sudaneses propuso que cada uno
contase la historia de su mutilación, el negro Sáuab, portador de la linterna y los azadones, tomó la palabra,
y como los otros se rieran, repuso: “¿De qué os reís? ¿De que sea el primero en contar por qué me mutilaron?”
Y los otros dijeran: “Nos parece muy bien. ¡Te escuchamosl”
Entonces el eunuco Sauab dijo:
HISTORIA DEL NEGRO SAUAB, PRIMER EUNUCO SUDANÉS
Sabed, ¡oh mis hermanos! que apenas tenía cinco años de edad cuando el mercader de esclavos me sacó
de mi tierra para traerme a Bagdad, y me vendió a un guardia de palacio. Este hombre tenía una hija que en
aquel momento contaba tres años. Fui criado con ella, era la diversión de todos cuando jugaba con la niña,
y bailaba danzas muy graciosas y le cantaba canciones. Todo el mundo quería al negrito.
Juntos crecimos de- aquel modo, y yo llegué a los doce años y ella a los diez. Y nos dejaban jugar juntos.
Pero un día entre los días, al encontrarla sola en un sitio apartado, me acerqué a ella, según costumbre. Precisamente
acababa de tomar un baño en el hamman, y estaba deliciosa y perfumada. En cuanto a su rostro,
parecía la luz en su décima cuarta noche. Al verme corrió hacia mí, y nos pusimos a jugar y a hacer mil locuras.
Y la estreché entre mis brazos, mientras que ella se me colgaba del cuello apretándome con todas sus
fuerzas.
Una vez terminada la cosa, la niña se echó a reír otra vez, y volvió a besarme, pero yo estaba aterrado
con lo que acababa de ocurrir, y me escapé de entre sus manos, corriendo a refugiarme en la casa de un negro
amigo mío.
La niña no tardó en volver a su casa, y la madre, al verle sus vestidos en desorden lanzó un grito. Y se
cayó al suelo, desmayada de dolor y de ira. Pero cuando volvió en sí, como la cosa era irreparable, tomó
todas las precauciones para arreglar el asunto, y sobre todo para que su esposo no supiera la desgracia. Y tal
maña se dio, que pudo conseguirlo. Transcurrieron dos meses y aquella mujer acabó por encontrarme, y no
dejaba de hacerme regalitos para obligarme a volver a la casa. Pero cuando volví no se habló para nada de
la cosa, y siguieron ocultándoselo al padre, que seguramente me habría matado, y ni la madre ni nadie me
deseaba mal alguno, pues todos me querían mucho.
Dos meses después la madre consiguió poner en relaciones a su hija con un joven barbero, que era el
barbero de su padre, y con tal motivo iba mucho a casa. Y la madre le dio un buen dote de su peculio particular
y le hizo un buen equipo. En seguida llamaron al barbero, que se presentó con todos sus instrumentos.
Y el barbero me ató y convirtióme en eunuco. Y se celebró la ceremonia del casamiento, y yo quedé de eunuco
de mi amita, y desde entones tuve que ir precediéndola por todas partes, cuando iba al zoco, o cuando
iba de visitas o a casa de su padre. Y la madre hizo las cosas tan discretamente, que nadie supo nada de la
historia, ni el novio, ni los parientes, ni los amigos.
Desde entonces viví con mii amita en casa de su marido el barbero. De modo que sin peligro y sin despertar
sospechas pude seguir viviendo con mi ama, hasta que murieron ella, su marido y sus padres. Entonces
pasaron a mí todos los bienes, y llegué a ser eunuco de palacio, igual que vosotros, ¡oh mis hermanos
negros!' Tal es la causa de que me mutilaran. Y ahora, la paz sea con vosotros.”
Dicho lo que antecede, el negro Sauab se calló, y el segundo negro, Kafur, tomó la palabra y dijo:
HISTORIA DEL NEGRO KAFUR, SEGUNDO EUNUCO SUDANÉS
Sabed, oh hermanos! que cuando sólo tenía ocho años de edad era ya tan experto en el arte de mentir,
que cada año soltaba una mentira tan gorda que mi amo el mercader se caía de espaldas. Así es que el mercader,
quiso deshacerse de mí cuando antes, y me puso en manos del pregonero, para que anunciase mi
venta en el zoco, diciendo: ¿Quién quiere comprar un negrito con todo su vicio?” Y el pregonero me llevó
por todos los zocos, diciendo lo que le habían encargado. Y un buen hombre de entre los mercaderes del
zoco no tardó en acercarse, y preguntó al pregonero: ¿Y cuál es el vicio de este negrito?” Y el otro contestó:
El de decir una sola mentira cada año.” Y el mercader insistió: “¿Y qué precio piden por ese negrito
con su vicio?” A lo cual contesto el pregonero: “Sólo seiscientos dracmas.” Y dijo el mercader: “Lo tomo,
y te doy veinte dracmas de corretaje.” Y en el acto se reunieron los testigos, de la venta y se hizo el contrato
entre el pregonero y el mercader. Entonces el pregonero me llevó a la casa de mi nuevo amo, cobró el
precio de la venta y el corretaje, y se marchó.
Mi amo me vistió decentemente con ropa a mi medida, y permanecí en su casa el resto del año, sin que
ocurriera ningún incidente. Pero empezó otro año y se anunció como bendito en cuanto a la recolección y la
fertilidad. Los mecaderes le festejaban con banquetes en los jardines, y cada, uno pagaba a su vez los gastos
del convite, hasta que le tocó a mi amo. Entonces mi amo invitó a los mercaderes a comer en un jardín de
las afueras de la ciudad, y mandó llevar allí comestibles y bebidas en abundancia, y todos estuvieron comiendo
y bebiendo desde por la mañana hasta el mediodía. Pero entonces recordó mi amo que había dejado
olvidada una cosa, y me dijo: “¡Oh, mi esclavo! monta en la mula, ve a casa para pedirle a tu ama tal cosa,
y vuelve en seguida.” Yo obedecí la orden y me dirigí apresuradamente a la casa.
Y al llegar cerca de ella empecé a dar agudos chillidos y a verter abundantes lagrimones. Y me rodeó un
gran grupo de vecinos de la calle y del barrio, grandes. y chicos. Y las mujeres, asomándose a las puertas y
ventanas, me miraban asustadas, y mi ama, que oyó mis gritos, bajó a abrirme, acompañada de sus hijas. Y
todas me preguntaron qué ocurría. Y yo contesté llorando: “Mi amo estaba en el jardín con los convidados,
se ausentó para evacuar una necesidad junto a la pared, y la pared se vino abajo, sepultándole entre los escombros.
Y yo he montado en seguida en la mula, y he venido a todo correr a enteraros de la desgracia.”
Cuando la mujer y las hijas oyeron mis palabras se pusieron a dar agudos gritos, a desgarrarse los vestidos
y a darse golpes en la cara y en la cabeza, y todos los vecinos acudieron y las rodearon. Después, mi
ama, en señal de luto (como suele hacerse cuando muere inesperadamente el cabeza de familia), empezó a
destrozar la casa, a destruir muebles, a tirarlos por las ventanas, a romper todo lo rompible y a arrancar
ventanas y puertas. Luego mandó pintar de azul las paredes y echar encima de ellas paletadas de barro. Y
me dijo: “¡Miserable Kafur! ¿Qué haces ahí inmóvil? Ven a ayudarme a romper estos armarios, a destruir
estos utensilios y hacer trizas esta vajilla.” Y yo, sin esperar a que me lo dijera dos veces, me apresuré a
destrozarlo todo, armarios, muebles y cristalería; quemé alfombras, camas, cortinas y almohadones, y después
la emprendí con la casa, asolando techos y paredes. Y entretanto, no dejaba de lamentarme y de clamar:
¡Pobre amo mío! ¡Ay mi desgraciado amo!”
Después mi ama y sus hijas se quitaron los velos, y con la cara descubierta y todo el pelo suelto, salieron
a la calle. Y me dijeron: ¡Oh Kafur! Ve delante de nosotras para enseñarnos el camino. Llévanos al sitio en
que tu amo quedó sepultado bajo los escombros. Porque hemos de colocar su cadáver en el féretro, llevarlo
a casa y celebrar los debidos funerales.” Y yo eché a andar delante de ellas, gritando: ¡Oh mi pobre amo”'
Y todo el mundo nos seguía. Y las mujeres, llevaban descubierto el rostro y la cabellera desmelenada. Y
todas gemías y gritaban, llenas de desesperación. Poco a poco se aumentó la comitiva con todos los vecinos
de las calles que atravesábamos, hombres, mujeres, niños, muchachas y viejas. Y todos se golpeaban la cara
y lloraban desesperadamente. Y yo me divertía haciéndoles dar la vuelta a la ciudad y atravesar todas las
calles, y los transeúntes preguntaban la causa de todo aquello y se les contaba lo que me habían oído decir,
y entonces clamaban: “¡No hay fuerza ni poder más que en Alah, Altísimo, Omnipotente!”
Y alguien aconsejó a mi ama que fuese a casa de walí y le refiriese lo ocurrido. Y todos marcharon a casa
del walí, mientras que yo pretextaba que me iba al jardín en cuyas ruinas estaba sepultado mi amo.”
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecerla mañana y se calló discretamente.
Ella dijo:
He llegado a saber; ¡oh rey afortunado! que el eunuco Kafur prosiguió de este modo el relato de su historia:
Entonces corrí al jardín, mientras que las mujeres y todos los demás se dirigían a casa del walí para contarle
lo ocurrido. Y el walí se levantó y montó a caballo, llevando consigo peones que iban cargados de herramientas,
sacos y canastos, y todo el mundo emprendió el camino del jardín siguiendo las indicaciones
que yo había suministrado.
Y yo me cubrí de tierra la cabeza, empecé a golpearme la cara y llegué al jardín gritando: “¡Ay mi pobre
ama! ¡Ay mis pobres amitas! ¡Ay! ¡Desdichados de todos nosotros!” Y así me presenté entre los comensales.
Cuando mi amo me vio de aquella manera, cubierta la cabeza de tierra, aporreada la cara y gritando:
¡Ay! ¿Quién me recogerá ahora?, ¿Qué mujer será tan buena para mí como mi pobre ama?”, cambió de
color, le palideció la tez, y me dijo: “¿Qué te pasa, ¡oh Kafur!? ¿Qué ha ocurrido? Dime.” Y yo lecontesté:
¡Oh amo mío! Cuando me mandaste que fuera a casa a pedirle tal cosa a mi ama, llegué y vi que la casa se
había derrumbado, sepultando entre los escombros a mi ama y a sus hijas.” Y mi amo gritó entonces: “¿Pero
no se ha podido salvar tu ama?” Y yo dije: “Nadie se ha salvado, y la primera en sucumbir ha sido mi
pobre ama.” Y me volvió a preguntar: “¿Pero y la más pequeña de mis hijas tampoco se ha salvado?” Y
contesté: “Tampoco.” Y me dijo: ¿Y la mula, la que yo suelo montar, tampoco se ha salvado?” Y dije: “No,
¡oh amo mío! porque las paredes de la casa y las de la cuadra se han derrumbado encima de todo lo que había
en la casa, sin excluir a los carneros, los gansos y las gallinas. Todo se ha convertido en una masa informe
debajo de las ruinas. Nada queda ya.” Y volvió a preguntarme: “¿Ni siquiera el mayor de mis hijos?”
Y respondí: “¡Ay! ni siquiera ese. No ha quedado nadie con vida. Ya no hay casa ni habitantes. Ni siquiera
quedan ya rastros de ello. En cuanto a los carneros, los gansos y las gallinas, deben ser en este momento
pasto de los perros y los gatos:”
Cuando mi amo oyó estas palabras, la luz se transformó para él en tinieblas; quedó privado de toda voluntad;
las piernas no le podían sostener; se le paralizaron los músculos y se le encorvó la espalda. Después
empezó a desgarrarse la ropa, a mesarse las barbas, a abofetearse y a quitarse el turbante. Y no dejó de darse
golpes, hasta que se le ensangrentó todo el rostro. Y gritaba: “¡Ay mi mujer! ¡Ay mis hijos! ¡Qué horror!
¡Qué desdicha! ¿Habrá otra desgracia semejante a la mía?” Y todos los mercaderes se lamentaban y lloraban
como él para expresarle su pesar, y se desgarraban las ropas.
Entonces mi amo salió del jardín seguido de todos los convidados, y no cesaba de darse golpes, principalmente
en el rostro, andando como si estuviera borracho. Pero apenas había transpuesto la puerta del jardín,
vio una gran polvareda y oyó gritos desaforados. Y no tardó en ver aparecer al walí con toda su comitiva,
seguido de las mujeres y vecinos del barrio y de cuantos transeúntes se habían unido a ellos en el camino,
movidos por la curiosidad. Y todo el gentío lloraba y se lamentaba.
La primera persona con quien se encontró mi amo fue con su esposa, y detrás de ella vio a todos sus hijos.
Y al verlos se quedó estupefacto, como si perdiera la razón, y luego se echó a reír, y su familia se
arrojó en sus brazos y se colgó a su cuello. Y llorando decían: “¡Oh padre! ¡Alah sea bendito por haberte librado!”
Y él les preguntó: “¿Y vosotros? ¿Qué os ha ocurrido?” Su mujer le dijo: “¡Bendito sea Alah, que
nos permite volver a ver tu cara, sin ningún peligro! ¿Pero cómo lo has hecho para salvarte de entre los escombros?
Nosotros ya ves que estamos perfectamente. Y a no ser por la terrible noticia que nos anunció
Kafur, tampoco habría pasado nada en casa.” Y mi amo exclamó: “¿Pero qué noticia es esa?” Y su mujer
dijo: “Kafur llegó con la cabeza descubierta y la ropa desgarrada, gritando; “¡Oh mi pobre amo! ¡Oh mi
desdichado amo!” Y le preguntamos: “¿Qué ocurre, ¡oh Kafur!?” Y nos dijo: “Mi amo se había acurrucado
junto a una pared para evacuar una necesidad, cuando de pronto la pared se derrumbó y le enterró vivo.”
Entonces dijo mi amo. “¡Por Alah! Pero si Kafur acaba de venir ahora mismo gritando: “¡Ay mi ama!
¡Ay los pobres hijos de mi ama!” Y le he preguntado:' ¿Qué ocurre, ¡oh Kafur!? Y me ha dicho: “Mi ama,
con todos sus hijos, acaba de perecer debajo de las ruinas de la casa.”
Inmediatamente mi amo se volvió hacia donde estaba yo, y vio qué seguía echándome polvo sobre la cabeza,
y desgarrándome la ropa, y tirando el turbante. Y dando una voz terrible, me mandó que me acercara.
Al acercarme me dijo: “¡Ah miserable esclavo! ¡Negro de mal agüero! ¡Maldito y de raza maldita! ¿Por qué
has ocasionado tanto trastorno? ¡Por Alah! que he de castigar tu crimen según se merece. Te he de arrancar
la piel de la carne, y la carne de los huesos.” Y yo contesté resueltamente: “¡Por Alah! que no me has de
hacer ningún daño, pues me compraste con mi vicio, y como fue ante testigos, declararán que sabías mi vicio
de decir una mentira cada año, y así lo anunció el pregonero. Pero he de advertirte que todo lo que acabo
de hacer no ha sido más que media mentira, y me reservo el derecho de soltar la otra mitad que me corresponde
decir antes que acabe el año.” Mi amo, al oírme, exclamó: “¡Oh tú, el más vil y maldito de todos
los negros! ¿Conque lo que acabas de hacer no es más que la mitad de una mentira? ¡Pues valiente calamidad
la que tú eres! Vete, oh perro, hijo de perro, te despido! Ya estás libre de toda esclavitud.” Y yo dije:
¡Por Alah! que podrás echarme, ¡oh mi amo! pero yo no me voy. De ninguna manera. He de soltar antes la
otra mitad de la mentira. Y esto será antes de que acaba el año. Entonces me podrás llevar al zoco para venderme
con mi vicio. Pero antes no me puedes abandonar, pues no tengo oficio de qué vivir. Y cuanto te digo
es cosa muy legal, y legalmente reconocida por los jueces cuando me compraste”.
Y mientras tanto, los vecinos que habían venido para asistir a los funerales se preguntaban qué era lo que
pasaba. Entonces les enteraron de todo, lo mismo que al walí, a los mercaderes y a los amigos, explicándoles
la mentira que yo había inventado. Y cuando les dijeron que todo aquello no era más que la mitad,
llegaron todos al límite de la estupefacción, juzgando que aquella mitad era ya de suyo bastante enorme. Y
me maldijeron, y me brindaron toda clase de insultos, a cuál peor de todos. Y yo seguía riéndome, y decía:
No tenéis razón en reconvenirme, pues me compraron con mi vicio.”
Ya sí llegamos a la calle en que vivía mí amo, y vio que su casa no era más que un montón de ruinas. Y
entonces se enteró de que yo había contribuido a destruirla, pues le dijo su mujer: “Kafur ha roto todos los
muebles, y los jarrones, y la cristalería, y ha hecho pedazos cuanto ha podido.” Y llegando al límite del furor,
exclamó: “¡En mi vida he visto un negro más miserable que este! ¡Y aún dice que no es más que la
mitad de un embuste! ¿Pues qué sería una mentira completa? ¡Lo menos la destrucción de una o dos ciudades!”
E inmediatamente me llevaron a casa del walí, que me mandó dar tan soberana paliza, que me desmayé.
Y encontrándome en tal estado, mandaron llamar a un barbero, que con sus instrumentos me mutiló del
todo y cauterizaron la herida con un hierro candente. Y al despertar me enteré de lo que me faltaba y de que
me habían hecho eunuco para toda mi vida. Entonces mi amo me dijo: “Así como tú me has abrasado el corazón
queriendo arrebatarme lo que más quería, así te lo quemo yo a ti, quitándote lo que querías más.”
Después me llevó consigo al zoco, y me vendió por más precio, puesto que yo había encarecido al convertirme
en eunuco
Desde entonces he causado la discordia y el trastorno en todas las casas en que entré como eunuco, y he
ido pasando de un amo a otro, de un emir a un emir, de un notable a un notable, según la venta y la compra,
hasta ser propiedad del mismo Emir de los Creyentes Pero he perdido mucho, y mis fuerzas disminuyeron
desde que quedé sin lo que me falta.
Y tal es, ¡oh hermanos! la causa de nú mutilación. He aquí que se ha terminado mi historia. ¡Uassalam!”
Y los otros dos negros, oído el relato de Kafur, empezaron a reirse y a burlarse de él, diciendo: “Eres todo
un bribón, hijo de bribón. Y tu mentira fue una mentira formidable.”
Después el tercer negro, llamado Bakhita, tomó la palabra, y dirigiéndose a sus dos compañeros dijo:
HISTORIA DEL NEGRO BAKHITA, TERCER EUNUCO SUDANÉS
Sabed, ¡oh hijos de mi tío! que cuanto acabarnos de oír es inocente y vano. Os voy a contar la causa de
mi mutilación, y veréis que merecí peor castigo, pues he faltado a los respetos de mi ama y llegado a otros
extremos. Pero los detalles de mis desmanes son tan extraordinarios, tan prolijos en incidentes, que ahora
sería muy largo su relato, pues he aquí, ¡oh primos míos! que se aproxima la mañana y nos va a sorprender
la luz antes de abrir el hoyo y enterrar el cajón que hemos traído, y acaso nos comprometamos seriamente y
nos expongamos a perder nuestras almas; de modo que hagamos el trabajo para el cual nos han enviado
aquí, y después comenzaré a contaros los pormenores.”
Dicho esto, se levantó el negro Bakhita, y con él los otros dos, que ya habían descansado, y entre los tres,
alumbrados por la linterna, se pusieron a cavar un hoyo. Cavaban Kafur y Bakhita, mientras que Sauab recogía
la tierra en un capazo y la echaba fuera. Y así abrieron el hoyo, y luego de depositar en él el cajón lo
taparon con tierra y apisonaron el suelo. Recogieron las herramientas y el farol, salieron de la turbeh, cerraron
la puerta y se alejaron rápidamente.
Y Ghanem bien-Ayub, que lo había oído todo desde lo alto de la palmera, vio cómo desaparecían a lo
lejos. Y cuando pasó un gran rato, empezó a preocuparle lo que pudiera contener aquel cajón. Pero no se
atrevió a bajar de la palmera, y aguardó a que brillase la primera claridad del alba. Entonces descendió de la
palmera y empezó a cavar la tierra con las manos, no cesando hasta que logró sacar el cajón, después de
grandes esfuerzos.
Cogió entonces una piedra y rompió el candado con que estaba cerrado el cajón. Y al levantar la tapa vio
a una joven que parecía dormida, pues la respiración movía acompasadamente su pecho. Estaba indudablemente
bajo la influencia del banj.
Era de una sin igual hermosura, con una tez delicada, suave y deliciosa. Estaba cubierta de alhajas, y llevaba
al cuello un collar de oro con gemas preciosas, en las orejas arracadas de una sola piedra inapreciable,
y en los tobillos y en las muñecas unas pulseras de oro cuajadas de brillantes. Aquello debía valer más que
todo el reino del sultán.
Guando Ghanem reconoció bien a la hermosa joven, y se cercioró de que no había sufrido ninguna violencia
de los eunucos que hasta allí la habían llevado para enterrarla viva, se inclinó hacia ella, la cogió en
brazos y la depositó suavemente en el suelo. Y al respirar la joven el aire vivificador, adquirió su rostro
nueva vida, exhaló un gran suspiro, tosio, y con estos movimientos se le cayó de la boca un pedazo de banj
capaz de adormecer a un elefante dos noches seguidas. Entonces entreabrió los ojos, ¡unos ojos adorables!
y dominada todavía por el banj, exclamó con una voz llena de dulzura: “¿Dónde estás, Riha? ¿No ves que
tengo sed? ¡Tráeme un refresco! ¿Y tú, Zahra dónde estás? ¿Y Sabiha? ¿Y Schagarad Al-Dorr? ¿Y Nur Al-
Hada? ¿Y Nagma? ¿Y Subhia? ¿Y tú, sobre todo, Nohza, ¡oh dulce y gentil Nozha!? ¿En donde estáis que
no me respondéis?” Y como nadie contestase, la joven acabó por abrir completamente los ojos y miró en
torno suyo. Y aterrada, clamó de este modo: “¿Quién me habrá sacado de mi palacio para traerme entre
estos sepulcros? ¿Qué criatura podrá saber jamas lo que se oculta en el fondo de los corazones? ¡Oh tú,
Retribuidor, que conoces los secretos más escondidos: tú sabrás distinguir a los buenos y a los malo el día
de la Resurrección!”
Y Ghanem, que seguía de pie, avanzó algunos pasos y dijo: “¡Oh soberana de la hermosura, cuyo nombre
debe ser más dulce que el jugo del dátil, y cuya cintura es más flexible que la rama de la palmera! ¡Yo soy
Ghanem ben-Ayub, y aquí no hay en realidad palacios ni tumbas, sino un esclavo tuyo, que soy yo, y a
quien el Clemente sin límites puso cerca de ti para librarte de todo mal y resguardarte de todo dolor! Acaso
así, ¡oh la más deseada! te dignes mirarme con agrado.”
Y la joven, en cuanto se cercioró de la realidad de cuanto veía, dijo: “¡No hay más Dios que Alah, y
Mahomed es el enviado de Alah!” Después se volvió hacia Ghanem, le miró con sus ojos resplandecientes,
y puesta la mano en el corazón dijo con su voz deliciosa: “¡Oh favorable joven! ¡Aquí me tienes, despertando
entre lo desconocido! ¿Puedes decirme quién me ha traído hasta aquí?” Y Ghanem respondió:,
`¡Oh señora mía! Te han traído tres negros eunucos y te traían metida en un cajón.” Y le contó toda la
historia: cómo le había sorprendido la noche fuera de la ciudad, cómo había sacado a la joven del cajón, y
cómo, a no ser por él, habría perecido ahogada bajo la tierra. Después le rogó que le contase su historia y el
motivo de su aventura. Pero ella dijo: “¡Oh joven! ¡Glorificado sea Alah, que me ha puesto en manos de un
hombre como tú! Pero, ahora te ruego que me ocultes en el cajón y vayas en busca de alguien que pueda
llevarlo a tu casa. Allí verás cuán provechoso es para ti, pues tendrás toda clase de delicias. Y te podré
contar mi historia, y ponerte al corriente de mis aventuras.”
Y Ghanem quedó encantado al oírla, y salió inmediatamente en busca de un arriero, y como ya era entrado
el día y brillaba el sol en todo su esplendor, la cosa no fue difícil. Volvió, pues, en seguida con un arriero,
y como había cuidado de meter a la joven en el cajón, le ayudó a cargarlo en el mulo, y emprendieron a
toda prisa el camino de su casa. Y durante el viaje comprendió Ghanem que el amor a la joven había penetrado
en su corazón, y se vio en el límite de la dicha al pensar que pronto sería suya aquella hermosura que
vendida en el zoco habría valido diez mil dinares de oro, y que llevaba encima incalculables riquezas en joyas,
pedrería y telas preciosas. Y estos pensamientos tan gratos hacían que sintiera impaciencia par llegar
cuanto antes. Y al fin llego y él mismo ayudó al arriero a descargar el cajón y llevarlo al interior de la casa.
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y discretamente interrumpió su
relato.
**
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que Ghanem llegó sin contratiempo a su casa, abrió el cajón y
ayudó a salir a la joven. Ésta examinó la casa, y vio que era muy hermosa, con alfombras de vivos y alegres
matices, y tapices de mil colores que alegraban la vista, y muebles preciosos y otras muchas cosas. Y vio
también muchos fardos de mercancías y paños de gran valor, y pilas de sedería y brocados, y jarrones llenos,
de vejigas de almizcle. Entonces comprendió que Ghanem era un mercader de los principales, dueño
de numerosas riquezas. Quitóse el velillo con que había cuidado de taparse el rostro, y miró atentamente al
joven Ghanem. Y le pareció muy hermoso, y le amó, y le dijo: “¡Oh Ghanem! Ya ves que delante de ti yo
me descubro. Pero tengo mucho apetito, y te ruego que me traigas algo que comer.” Y Ghanem contestó:
¡Sobre mi cabeza y mis ojos!”
Y corrió al zoco, compró un cordero asado, una bandeja de pasteles en casa del confitero Hadj Soleimán,
el más ilustre de los confiteros de Bagdad, otra bandeja de halaua y almendras, alfónsigos y frutas de todas
clases, y cántaros de vino añejo, y por último, flores de todas clases. Lo llevó a su casa, puso la fruta en
grandes copas de porcelana y las flores en preciosos jarrones, y todo lo colocó delante de la joven. Entonces
ésta le sonrió, y se arrimó mucho a él, y le echó los brazos al cuello, le besó y le hizo mil caricias, y
le dijo frases llenas de cariño. Y Ghanem sintió que el amor penetraba cada vez mas en su cuerpo y en su
corazón. Después ambos se dedicaron a comer y beber, y se amaron, por ser los dos de la misma edad y de
igual belleza. Cuando llegó la noche, se levantó Ghanem y encendió lámparas y candelabros, pero más que
la luz de las bujías iluminaba la sala el esplendor de sus rostros. Luego trajo instrumentos músicos, y fue a
sentarse al lado de la joven, y siguió bebiendo y jugando con ella juegos muy agradables, riendo muy dichoso
y cantando canciones apasionadas y versos inspirados. Y así fue aumentando la pasión que se tenían.
¡Bendito y glorificado sea Aquel que une los corazones y junta a los enamorados!
Y no cesaron los juegos hasta que aparecio la aurora, y como el sueño había acabado por pesar sobre sus
párpados, se durmieron.
Apenas se despertó Ghenam, corrió al zoco para comprar viandas, legumbres, frutas, flores y vinos, todo
lo necesario para pasar el día. Lo llevó a casa, se sentó al lado dela joven y se pusieron a comer muy a
gusto, hasta saciarse. Después llevó Ghanem bebidas, y empezaron a beber, hasta que se colorearon sus
mejillas y sus ojos se pusieran más negros y brillantes. Entonces el alma de Ghanem deseó besar a la joven.
Y le dijo: “¡Oh soberana mía! Permíteme que te bese para que refresque el fuego de mis entrañas.” Y ella
contestó: “¡Oh Ghanem! aguarda a que esté ebria, pues entonces no me daré cuenta de lo que hagan tus labios.”
Al verla así, meció el deseo de Ghanem y por la misma dificultad con que tropezaba, sintió que los deseos
se desbordaban en su corazón, y acompañándose con el laúd, cantó estas estrofas:
¡Imploré un beso de su boca; de su boca, tormento de mi corazón; un beso que curase mi enfermedad!
Y me dijo: “¡Oh, no! ¡Eso nunca!” Y me dije: “¡Pues ha, de ser!”
Y ella contestó: “¡Un beso! ¡Eso ha de darse voluntariamente! ¿Me darías a la fuerza un beso en mis
labios sonrientes?”
Y le dije: “¡No creas que un beso dada a la fuerza carece de voluptuosidad!” Y me respondió: “¡Un beso
a la fuerza no sabe bien más que en la boca de las pastoras de las montañas!”
Y después que hubo cantado, sintió Ghanem que aumentaba su locura, y el fuego de sus entrañas. Y la
joven nada le concedía, aunque no dejaba de expresarle que compartía su pasión. Y así siguieron hasta que
se hizo de noche. Por fin, Ghanem se levantó y encendió las lámparas, alumbrando espléndidamente el salón,
y fue a echarse a los pies de la joven. Y pegó los labios a aquellos pies tan maravillosos, que le parecieron
dulces como la leche y tiernos como la manteca. Y Ghanem gritó enloquecido: “¡Oh dueña mía! ¡Ten
piedad de este esclavo tuyo, vencido por tus ojos! Desde que viniste he perdido la tranquilidad.” Y sintió
que las lágrimas bañaban sus ojos. Entonces la joven contestó: “¡Por Alah! ¡Oh dueño mío, oh luz de mis
ojos! Te quiero con toda el alma! Pero sabe que nunca podré satisfacerte.” Y Ghanem exclamó: “¿Y quién
te lo impide?” Y ella dijo: “Esta noche te explicaré el motivo, y entonces me disculparás.” Pero al hablar
así, se dejó caer a su lado, y le echó los brazos al cuello, y le dio millares de besos. Y la joven nada dijo
respecto a la causa.
Siguieron haciendo las mismas cosas todos los días y todas las noches durante un mes. Y su amor aumentaba.
Pero cierta noche entre las noches, Ghanem descubrió entre las ropas de su amada una cinta, y le
pidió permiso para verla.
Y ella tomó aquella cinta y se la presentó diciendo: “Leed las palabras escritas.” Ghanem tomó la cinta y
en la trama vio bordadas unas letras de oro que decían: “¡SOY TUYA Y TÚ ERES MÍO,
DESCENDIENTE DEL TÍO DEL PROFETA!”
Y al leer estas palabras bordadas con letras de oró en el extremo de la cinta, dijo: “Explícame . qué significa.
todo, esto.”
Y la joven dijo:
Sabe, ¡oh mi señor! que soy la favorita del califa Harún Al-Rachid. Las palabras escritas en la cinta
prueban que pertenezco al Emir de los Creyentes, al cual debo reservar el sabor de mis labios y el misterio
de mi carne. Me llamo Kuat Al-Kulub, y desde mi infancia me criaron en el palacio del califa. Llegué a ser
tan hermosa, que el califa se fijó en mí y comprobó mis perfecciones, debidas a la generosidad del Señor. Y
le impresionó tanta mi belleza, que sintió un gran amor hacia mí, y me destinó un aposento en palacio para
mí sola, poniendo a mis órdenes diez esclavas muy simpáticas y serviciales. Y me regaló todas las alhajas y
joyas con que me encontraste en el cajón. Y me prefirió a todas las mujeres de palacio, y hasta olvidó a su
esposa El Sett-Zobeida. Así es que Sett-Zobeida me tomó un odio inmenso.
Habiéndose ausentado un día el califa para luchar con uno de sus lugartenientes que se había rebelado, se
aprovechó de ello Zobeida para combinar un plan contra mí. Sobornó a una de mis doncella, y llamándola
un día a sus habitaciones le dijo: “Cuando tu señora Kuat Al-Kulub esté durmiendo, le pondrás en la boca
este pedazo de banj, después de haberle echado otra dosis en la bebida. Si lo haces te recompensaré y te daré
la libertad y muchas riquezas.” Y la esclava, que antes lo había sido de Zobeida, contestó: “Lo haré porque
la adhesión que te tengo es tan grande como mi cariño.” Y muy alegre por la recompensa que la aguardaba,
vino a mi aposento y me dio una bebida compuesta con banj. Y apenas la hube probada, caí en tierra,
y me dieron convulsiones, y me sentí transportada a otro mundo. Y al verme dormida, fue la esclava a buscar
á Sett-Zobeida, que me metió en ese “cajón y mandó llamar a los tres eunucos. Y los gratificó espléndidamente;
lo mismo que a los porteros del palacio. Y así me sacaron de noche para llevarme a la turbeh
adonde Alah te había conducido. Porque a ti, ¡oh amor de mis ojos! debo el haberme salvado de la muerte.
Y también gracias a ti me encuentro en esta casa tan generosa.
Pero lo que más me preocupa es lo que el califa haya pensado al volver y no encontrarme. Y todo por
estar sujeta por lo que dice esta cinta de oro. Tal es mi historia, Ahora sólo te pido discreción y que nadie
conozca mi secreto.”
Cuando Ghanem hubo oído la historio de Kuat Al-Kulub, y supo que era favorita y propiedad del Emir
de los Creyentes, retrocedió hasta el fondo de la sala y ya no se atrevió a levantar sus miradas hacia la joven,
pues se había convertido para él en cosa. sagrada. Y así fue a sentarse en un rincón y comenzó a reconvenirse,
pensando cuán poco le había faltado para ser un criminal y lo audaz que había sida sólo con tocar
la piel de Kuat. Y comprendió lo imposible de su amor, y cuán desgraciado era. Y acusó al Destino por
los golpes tan injustos que le reservaba. Pero no dejó de someterse a los designios de Alah, y dijo:
'¡Glorificado sea Aquel que tiene razones para herir con el dolor el corazón de los buenos y apartar la aflicción
del corazón de las viles!” Y después recitó estos versos del poeta:
¡El corazón enamorado no disfrutará la alegría del reposo miernras lo posea el amor!
¡El enamorado no tendrá segura su razón mientras viva la belleza en la mujer!
Me han preguntado: “¿Qué es el amor?” Y yo he dicho: “¡El amor es un dulce de sabroso jugo, pero de
pasta amarga!”
Entonces la joven se acerco a Ghanem, le estrechó contra su seno, le besó, procuró consolarle. Pero Ghanem
ya no se atrevía a corresponder a las caricias de la favorita del Emir. Se sometía a lo que ella le hiciese,
pero sin devolver beso por beso ni abrazo por abrazo.Y así les sorprendió la mañana. Ghaneni se apresuró
a marchar al zoco, para comprar las provisiones del día. Y permaneció allí una hora comprando mejores
cosas que los demás días, por haberse enterado del rango de su invitada. Compró todas las flores del mercado,
los mejores carneros, los pasteles más frescos, los dulces más finos, los panes más dorados, las cremas
más exquisitas y las frutas más sabrosas, y todo lo llevó a la casa y se lo presentó, a Kuat Al-Kulub.
Pero apenas le vio, corrió a él la joven, le miró con ojos negros de pasión y húmedos de ansiedad, y le sonrió
insinuante, diciéndole: “¡Cuánto has tardado, querido mío, deseado de mi corazón! ¡Por Alah! La hora
de tu ausencia me ha parecido un año. Mi pasión ha llegado a su límite, y me consume toda. ¡Oh Ghanem!
¡Me muero!” Pero Ghanen se resistió, y le dijo: “Alah me libre, mi buena señora! ¿Cómo el perro ha de
usurpar, el sitio del león? ¡Lo que es del amo no puede pertenecer al esclavo!” Y se escapó de entre las manos
de la joven, y se acurrucó en un rincón, muy triste y preocupado. Pero ella fue a cogerle de la mano, y
le llevó a la alfombra, obligándole a sentarse a su lado y a comer y a beber con ella. Y tanto le dio de beber
que le embriago. Luego copió el laud, y cantó estas estrofas:
¡Mi corazón está destrozado, hecho trizas! ¡Rechazada en mi amor, ¿podré vivir así mucho tiempo!?
¡Oh tú, amigo mío, que huyes como la gacela , sin que yo sepa la causa ni haya cometido delito!' ¿Ignoras
que la gacela se vuelve algunas veces para mirar?
¡Ausencia! ¡Separación! ¡Todo se ha juntado contra mí! ¿Podrá soportar mucho tiempo mi corazón la
pemdúmbre de tanto infortunio?
Al oír estos versos, se despertó Ghanem y lloró muy conmovido, y ella también lloró al verle llorar, pero
no tardaron en ponerse a beber de nuevo, y estuvieron recitando poesías hasta la noche:
Y Ghaneni fue a sacar los colchones de las alacenas de la pared, y se dispuso, a hacer la cama. Pero en
vez de hacer una, como las demás noches, cuidó de hacer dos distante una de otra: Y Kuat Al-Kulub, muy
contrariada, le dijo: “¿Para quién es ese segundo lecho?” Y él contestó: “Uno es para mí, y otro para ti, y
desde esta noche hemos de dormir de esta manera, pues lo que es del amo no puede pertenecer al esclavo,
¡oh Kuat Al-Kulub!” Pero ella replicó: “Amor mío, desprecia esa moral atrasada. Disfrutemos del placer
que pasa junto a nosotros y que mañana estará ya lejos. Todo lo que ha de suceder sucederá, pues cuanto
escribió el Destino tiene que cumplirse.” Pero Ghanem no quiso someterse, y Kuat Al-Kulub sintió que
aumentaba su pasión, más ardiente, Pero Ghanem insistía: “Lo que es del amo no puede pertenecer al esclavo:”
Entonces lloró la joven, cogió el laúd y se puso a cantar:
¡Soy hermosa y esbelta! ¿Por qué huyes de mí? ¡Nada falta a mi hermosura, pues estoy llena de maravillas!
¿Por qué me abandonas?
¡He incendiado todos los corazones, y he quitado el sueño a todos los párpados!
¡Soy una rama, y las ramas han nacido para que las cojan, las ramas flexibles y florídas! ¡Yo soy la rama
florida y flexible!
¡Soy la gacela, y las gacelas nacieron para la caza, las gacelas finas y amorosas! ¡Soy la gacela fina y
amorosa, oh cazador! ¡Nací para tus redes! ¿Por qué no me coges en ellas?
¡Soy la flor, y las flores nacieron para ser aspiradas, las flores delicadas y olorosas! ¡Soy la flor delicada,
y olóorosa! ¿Por qué no quieres aspirarme?
Pero Ghanem, aunque más enamorado que nunca, no quiso faltar al respeto debido al califa, y a pesar de
los grandes deseos de la joven, todo siguió lo mismo durante un mes. Esto en cuanto a Ghaneni y a Kuat
Al-Kulub, favorita del Emir de los Creyentes.
Pero en cuanto a Zobeida, he aquí que cuando el califa se ausentó hizo con su rival lo que ya se ha referido,
pero después reflexionó y se dijo: “¿Qué contestaré al califa cuando al regresar me pida noticias de
Kuat Al-Kulub?” Entonces se decidió a llamar a una vieja cuyos buenos consejos le inspiraban gran confianza
desde muy niña. Y le reveló su secreto, y le dijo: “¿Qué haremos ahora después de haberle pasado a
Kuat Al-Kulub lo que le habrá pasado?” La vieja contestó: “Me hago cargo de todo, ¡oh mi señora! pero el
tiempo apremia, porque el califa va a volver en seguida. Hay muchos medios de ocultárselo todo, pero te
voy a indicar el más rápido y seguro. Encarga que te hagan un maniquí de madera que simule el cadáver.
Lo depositaremos en la tumba con gran ceremonial; se le encenderán candelabros y cirios a su alrededor, y
mandarás a todos los de palacio, a todas tus esclavas y a las esclavas de Kuat Al-Kulub, que se vistan de
luto y que pongan colgaduras negras. Y cuando venga el califa y pregunte la causa de todo esto, se le dice:
¡Oh mi señor, tu favorita Kuat Al-Kulub ha muerto en la misericordia de Alah! ¡Ojalá vivas los largos días
que ella no ha, vivido! Nuestra ama Zobeida le ha tributado todos los honores fúnebres, y la ha mandado
enterrar en el mismo palacio, debajo de una cúpula construida expresamente.” Entonces el califa, conmovido
por tus bondades, te las agradecerá mucho. Y llamará a los lectores del Corán para que velen junto a la
tumba recitando los versículos de los funerales. Y si el califa, que sabe tu poco afecto hacia Kuat Al-Kulub,
sospechase y dijera para sí: “¿Quién sabe si Zobeida, la hija de mi tío, habrá hecho algo contra Kuat Al-
Kulub, y llevado de éstas sospechas mandase abrir la tumba para averiguar de qué murió la favorita, tampoco
debes preocuparte. Porque cuando hayan abierto la fosa, y saquen el maniquí hecho a semejanza de un
hijo de Adán, y cubierto con un suntuoso sudario, si quisiera el califa levantar el sudario, no dejarás de impedírselo,
y todo el mundo se lo impedirá, diciendo: “¡Oh Emir de los Creyentes! no es lícito ver a una
mujer muerta con todo el cuerpo desnudo.” Y el califa acabará por convencerse de la muerte de su favorita,
y la mandará enterrar de nuevo, y agradecerá tu acción. Y así, ¡como Alah lo quiera! te verás libre de este
cuidado.”
La sultana comprendió que acababa de oír un excelente consejo, y obsequió a la vieja regalándole un
magnífico vestido de honor y mucho dinero, encomendándole que se encargase personalmente de la ejecución
del plan. Y la vieja logró que un artífice fabricara el maniquí, y se lo llevó a Zobeida y ambas lo vistieron
con las mejores ropas de Kuat Al-Kulub. Le pusieron ua sudarío riquísimo, le hicieron grandes funerales,
lo colocaron en la tumba, escendieron candelabros y blandones, y tendieron alfombras alrededor para
las oraciones y ceremonias acostumbradas. Y Zobeida mandó poner colgaduras negras en todo el palació y
que las esclavas vistieran de luto. Y la noticia de la muerte de Kuat Al-Kulub se extendió por todo el palacio,
y todo el mundo, sin excluir a Massrur y los eunucos, lo dieron por cierto.
No tardó en regresar de su viaje el califa, y al entrar en palacio se dirigió apresuradamente a las habitaciones
de Kuat Al-Kulub, que llenaba todo su pensamiento. Pero al ver a la servidumbre y a las esclavas de
la favorita vestidas de luto, comenzó a temblar. Y salió a recibirle Zobeida, tambien de luto. Y cuando le
dijera que aquello era porque había fallecido Kuat Al-Kulub, el califa cayó desmayado. Pera al volver en sí,
preguntó dónde estaba la tumba para ir a visitarla. Zobeida dijo: “Sabe, ¡oh Emir de los Creyentes! que por
consideración a Kuat Al-Kulub he querido enterrarla en este misma palacio.” Y el califa, sin quitarse la ropa
del viaje, se dirigió hacia el sepulcro de Kuat Al-Kulub. Y vio los blandones y los cirios encendidos, y
las alfombras tendidas alrededor. Y al ver todo esto dio las gracias a Zobeida, encomiando su buena acción,
y después regresó a palacio.
Pero como era receloso por nataraleza, empezó dudar y a alarmarse, y para acabar con las sospechas que
le atormentaban, mandó que se abriera la tumba, y así se hizo. Pero el califa, gracias a la estratagema da
Zobeida, vio el maniquí cubierto con el sudario, y creyendo que era su favorita, lo mandó enterrar de suevo,
y llamó a los sacerdotes y a los lectores del Corán, que recitaron los versiculos de los funerales. Y él mientras
tanto, permanecía sentado en la alfombra llorando a lágrima viva, hasta que acabó por caer desmayado.
Y así acudieron todos durante un mes, los ministros de la religión y los lectores del Corán, mientras que
él, sentándo junto a la tumba, llóoroba amargamente.
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, e interrumpió discretamente su
relató.
**
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! Que él califa acudió todos los días a la tumba de su favorita durante
un mes. Y el último día duraron las oraciones y la lectura del Córán desde la aurora hasta la aurora siguiente.
Y éntonces cada cual pudo regresar a su casa. Y el califa, rendido por la fatiga y el dolor, regresó a
palacio, y no quizo ver a nadie, ní siquiera a su visir Giafar, ni a su esposa Zobeida. Y de pronto cayó en un
sueño profundo, velándole dos esclavas. Una de ellas estaba junto a la cabeza del califa y la otra a sus pies.
Pasada una hora, cuando el sueño del califa ya no fue tan profundo, oyó a la esclava que estaba junto a su
cabeza decir a la que estaba a sus pies: “¡Qué desdicha, amiga Subhia!” Y Subhia contestó: “¿Pero qué ocurre,
¡oh hermana Nozha!?” Y Nozha dijo: “Nuestro amo debe ignorar todo lo ocurrido, cuando pasa las noches
junto a una tumba donde solo hay un pedazo de madera, un maniquí fabricado por un artífice.” Y
Subhia dijo: “Pues entonces, ¿qué ha sido de Kuat Al-Kulub? ¿Qué desgracia cayó sobre ella?” Nozha respondió:
Sabe, ¡ah Subhia! que me lo ha contado todo la esclava preferida de nuestra ama Zabeida. Por su
encargo le dio banj a Kuat Al-Kulub, que se durmió inmediatamente, y entonces nuestra ama Zobeida la
metió en un cajón, y la entregó, a los eunucos Sauat, Kafur y Bakhita para que lo enterrasen en un hoyo.” y
Subhia, llenos de lágrimas los ojos; exclamó: “¡Oh Nozha! ¿Y nuestra dulce ama Kuat Al-Kulub habrá
muerto de manera tan horrible?” Nozha contestó: “¡Alah preserve de la muerte a su juventud! Pero no ha
muerto, pues Zobeida ha dicho a su esclava: “He averiguado que Kuat Al-Kulub ha podido escaparse, y que
está en casa de un joven mercader de Damasco, llamado Ghanem ben-Ayub, hace ya cuatro meses.” Comprenderás,
¡oh Subhia! cuán désgraciado es nuestra señor al ignorar que vive su favorita, mientras sigue
velando todas las noches junto a una tumba que no hay ningún cadaver. Y las dos esclavas continuaron hablando
durante algún tiempo, y el califa oía sus palabras.
Y cuando acabaron de hablar ya no le quedaba nada que saber al califa. Y se incorporó súbitamente dando
tal gritó, que las esclavas huyeran aterradas: Y sentía una ira espantosa al pensar que su favorita llevaba
cuatro meses en casa del joven llamodo Ghanem ben-Ayub. Y se levantó, y mandó llamar a los emires y
notables, así como a su visir Giafar al Barmaki, que llegó apresuradamente y besó la tierra entre sus manos.
Y el califa le dijo: “¡Oh Giafar! averigua dónde vive un jovea mercader llamado Ghanem ben-Ayub: Asalta
su casa con mis guardias y me traes a mi favorita Kuat Al-Kulub, y también a ese insolente mancebo, para
castigarle.” Y Giafar contestó: “Escucho y obedezco:” Y salió con una compañía de guardias, acompañándole
el walí con sus dependientes, y todos juntos no dejarón de hacer pesquisas, hasta descubrir la casa de
Ghanem ben-Ayub.
En aquel momento, Ghanem acababa de regresar del zoco, y estaba sentado junto a Kuat Al-Kulub, teniendo
delante un hermoso carnero asado y relleno de manjares. Y lo estaban comiendo con mucho apetito.
Pero al air el ruido que armaban los de fuera, Kuat Al-Kulub miró por la ventana, y emprendió la desdicha
que se cernía sobre ellos, pues la casa estaba cercada por los guardias, el porta-alfanje, los mamalik y los
jefes de la tropa, y vio a su cabeza al visir Giafar y al walí de la ciudad. Y todos daban vueltas alrededor de
la casa como lo negro de los ojos da vueltas alrededor de los párpados. Y adivinó que el califa lo había averiguado
todo, y que estaría celosísimo de Ghanem, que desde haría cuatro meses la tenía en su casa. Y al
pensar estas cosas, se contrajeron sus hermosas facciones, palideció de terror, Y dijo a Ghanem “¡Oh querido
mío! Ante todo piense en tu salvación. Levántate y escapa:” Y Ghanem contestó: “¡Alma mía! ¿Cómo
voy a salir si está la casa cercada de enemigos?” Pero ella le vistió con un ropón viejo y roto que le llegaba
a las rodillas, cogió una marmita de las de llevar carne, y se la puso en la cabeza. Colocó en la marmita pedazos
de pan y unos tazones con las sobras de la comida, y le dijo: “Sal sin ningún temor pues creerán que
eres el criaado del fondista, y nadie te hará daño. Y en cuanto a mí, ya me las sabré arreglar, pues conozco
el poder que ejerzo sobre el califa.” Entonces Ghanem se apresuró a salir, y atravesó las filas de guardias y
mamalik, con la marmita en la cabeza. Y no le ocurrió nada malo, porque le protegía el único Protector que
sabe guardar a los hombres bien intencionados, librándoles de los peligros y de la mala suerte.
Entonces el visir Giafar echó pie a tierra, entró en la casa y llegó hasta la sala, llena de fardos y de sederías.
Mientras tanto, Kuat Al-Kulub había tenido tiempo para hermosearse y vestirse la ropa más rica con
todas sus alhajas. Y se había puesto un brillante como los más brillantes. Y había reunido en un cajón los
efectos más preciosos, las joyas y pedrerías y todas las cosas de valor. Y apenas penetró Giafar en la habitación,
se puso de pie, se inclinó, besó la tierra entre su manos, y dijo: “¡Oh, mi señor! he aquí que la pluma
ha escrito lo que había de escribirse por orden de Alah. En tus manos me entrego.Y Giafar contestó: “¡Oh
mi señora! El califa me ha dado orden de prender únicamente a Ghanem ben-Ayub. Dime dónde está.” Y
ella dijo: “Ghanem ben-Ayub, después de empaquetar sus mejores mercancías, marchó hace algunos días a
Damasco, su ciudad natal, para ver a su madre y a su hermana Fetnah. Y no sé más, ni puedo decirte otra
cosa. Y este cajón que aquí ves es el 'mío, y en él he colocado lo mejor que poseo. Y espero que me lo
guardes bien y lo mandes transportar al palacio del Emir de los Creyentes:” Giafar contestó: “Escucho y
obedezco.” Y cogió el cajón, y mandó a sus hombres que lo llevaran, y después de haber colmado de honores
a Kuat Al-Kulub, le rogó que le acompañase al palacio del Emir de los Creyentes, y todos se alejaron,
no sin haber saqueado antes la casa de Ghanem, según había ordenado el califa.
Cuando Giafar sé presentó entre las manos de Harún Al-Rachid, le contó todo lo ocurrido, enterándose
de que Ghanem se había marchado a Damasco y que la favorita se hallaba en palacio. Pero el califa estaba
convencido de que Ghanem había hecho con Kuat Al-Kulub todo cuanto se puede hacer con una mujer
hermosa que pertenece a otro, y ni siquiera quiso ver a Kuat Al-Kulub, y mandó a Massrur que la encerrase
en un cuarto obscuro, vigilada por una vieja encargada de estas funciones.
Y envió jinetes para que buscasen por todo el mundo a Ghanem. También se lo encomendó al sultán de
Damasco, su vicario Mohammad ben-Soleimán El-Zeiní, para lo cual cogió el cálamo, el tintero y un pliego
de papel, y escribió la carta siguiente:
A SU SEÑORÍA EL SULTÁN MoOHAMMAD BEN-SOLEIMÁN EL-ZEINÍ, VICARIO DE
DAMASCO, DE PARTE DEL EMIR DE LOS CREYENTES HARÚN AL-RACHID, QUINTO CALIFA
DE LA GLORIOSA DESCENDENCIA DE LOS BENI-ABBAS.
EN NOMBRE DE ALAH, EL CLEMENTE SIN LÍMITES Y MISERICORDIOSO.
Después de pedir noticias de tu salud, que nos es querida, y de rogar a Alah que te conserve largos días
en la dilatación y el florecimiento,
Sabe, ¡oh nuestro vicario! que un joven mercader de tu ciudad, llamado Ghanem ben-Ayub, ha venido a
Bagdad y ha seducido y forzado a una de mis esclavas. Y ha huido de mi venganza y de mis iras, y se ha refugiado
en tu ciudad, donde debe estar en estos momenos con su madre y su hermana.
Te apoderarás de él y le mandaras dar quinientos latigazos. Y luego le pasearás por todas las calles montado
en un camello. Y delante irá un pregonero, gritando: “¡Este es el castigo del esclavo que roba los bienes
de su señor!” Y después me lo enviarás, para darle el tormento que se merece y hacer de él lo que haya
de hacerse.
Y saquearás su casa, destrozándola desde los cimientos hasta la techumbre, y harás desaparecer el rastro
de su existencia.
Y te apoderarás de la madre y hermana de Ghanem, y durante tres días las expondrás desnudas a la vista
de todos los habitantes, y luego de eso las arrojarás de la ciudad.
Pon gran diligencia y celo en ejecutar estas órdenes.
¡Uassalám!”
Un correo fue el portador de esta carta, y viajó con tal celeridad, que llegó a Damasco a los ocho días, en
vez de tardar veinte cuando menos.
Y cuando el sultán Mohammed tuvo en sus manos la carta del califa, se la llevó a los labios y a la frente.
Y luego de leerla, ejecutó sin ninguna tardanza las órdenes. Y las pregoneros anunciaron por todas partes:
Los que quieran saquear la casa de Ghanem ben-Ayub, vayan a saquearla a su gusto!”
Inmediatamente el sultán se dirigio en persona a la casa de Ghanem, ''acompañado de los guardias. Llamó
a la puerta; y Fetnah, hermana de Ghanem, salió a abrir. Y preguntó: ¿Quién llama?” Y el sultán respondíó:
Yo soy.” Entonces Fetnah abrió la puerta, y como nunca había visto al sultán Mohammed, se tapó
la cara con una punta del velo y corrió a avisar a su madre.
Y la madre de Ghanem estaba sentada bajo la cúpula del sepulcro que había mandado construir en recuerdo
de su hijo, al cual creía muerto, pues desde un año que no sabía nada de él. Y no hacía más que llorar,
y apenas comía y bebía: Y ordenó a su hija Fetnah que dejase entrar al sultán. Y el sultán entró en la casa,
llegó hasta la tumba, y vio a la madre de Ghanem que lloraba. Y le dijo: “Vengo a buscar a Ghanem,
pues lo reclama el califa.” Y ella respondió: “¡Desdichada de mí! Mi hijo Ghanem, fruto de mis entrañas,
nos abandonó hace más de un año, y no sabemos lo que ha sido de él.”
Pero el sultán Mohammed, a pesar de su generosidad, tuvo que ejecutar lo ordenado por el califa. Y
mandó que se apoderaran de las alfombras, jarrones, cristalería y demás objetos preciosos, y después echó
abajo toda la casa, y arrastraron los escombros fuera de la ciudad. Y aunque le repugnara mucho hacerlo,
mandó desnudar a la madre de Ghanem y a su hermana la hermosa Fetnah, y las expuso tres días en la ciudad,
prohibiendo que se las cubriera ni con una camisa sin mangas. Y después las expulsó de Damasco. Así
fueron tratadas la madre y la hermana de Ghanem, por el odio del califa.
En cuanto a Ghanem ben-Ayub El-Motim El-Masslub, al salir de Bagdad con el corazón hecha trizas fue
caminando sin comer y sin beber. Y al terminarse el día estaba muerto de cansancio. Así llegó a una aldea,
y entró en la mezquita, cayendo extenuado sobre una esterilla, apoyada contra la pared. Y allí permaneció
sin sentido, palpitándole desordenadamente el corazón y sin fuerzas para hacer un movimiento ni nada. Los
vecinos del pueblo que fueron a orar a la mezquita por la mañana lo vieron tendido y exánime. Y comprendiendo
que tendría hambre y sed, lo llevaron un tarro de miel y dos panes, y le obligaron a comer y beber.
Después le dieron para que se vistiera una camisa sin mangas, muy remendada y llena de piojos. Y le preguntaron:
¿Quién eres, ¡oh forastero! y de dónde vienes?” Y Ghanem abrió los ojos, pero no pudo articular
palabra, no haciendo más que llorar. Y los otros estuvieron allí algún tiempo, pero acabaron por irse cada
cual a sus quehaceres.
Las privaciones y el dolor hicieron que Ghanem cayera enfermo, y siguió echado sobre la esterilla de la
mezquita durante un mes, y se debilitó su cuerpo, cambió de color, y le devoraban las pulgas; Al verle reducido
a tan mísero estado, los fieles de la mezquita se concertaron un día para llevarlo al hospital de Bagdad,
que era el más próximo. Y fueron a buscar a un camellero, y le hablaron así: “Colocarás a este joven
en tu camello, lo llevarás a Bagdad y lo dejarás a la puerta del hospital. Y seguramente el cambio de aires y
los cuidados del hospital acabarán por curarle del todo. Y vendrás después a que te paguemos lo que se te
deba por el viaje y por el camello. Y el camellero dijo. “Escucho y obedezco.” Y ayudándole los demás,
cogió a Ghanem y la esterilla en que estaba echado y lo colocó sobre el camello, sujetándole bien para que
no se cayese.
Y cuando iban a marchar, lloraba Ghanem sus desdichas, y entonces se aproximaron dos mujeres miserablemente
vestidas que estaban entre la muchedumbre. Y al ver al enfermo, exclamaron: ‘¡Cuánto se parece
a nuestro hijo Ghanem! pero no es posible que sea este joven reducido a su sombra.” Y aquellas dos mujeres,
que estaban cubiertas de polvo y acababan de llegar al pueblo, se pusieron a llorar pensando en Ghanem,
pues eran su madre y su hermana Fetnah, que habían huido de Damasco y seguían ahora, su camino
hacia Bagdad.
En cuanto al camellero, no tardó en montar en el burro, y cogiendo al camello del ronzal, se encaminó
hacia Bagdad. Y en cuanto llegó, se fue al hospital, bajó a Ghanem del camello, y como era muy temprano
y el hospital no estaba abierto todavía, lo dejó en la escalera y se volvió al pueblo.
Y allí permaneció Ghanem hasta que los vecinos salieron de sus casas. Y al verle echado en la esterilla y
reducido al estado de sombra, empezaron a hacer mil suposiciones. y mientras tanto, pasó uno de los jeiques
entre los principales jeiques del zoco. Apartó la muchedumbre, se acercó al enfermo, y dijo: “¡Por
Alah! Si este joven entra en el hospital, lo veo perdido por falta de cuidados. Lo voy a llevar a mi casa, y
Alah me premiará en su Jardín de las Delicias.” Mandó, pues, a sus esclavos que cogieran al joven y lo llevasen
a su casa, y él los acompañó., Y apenas llegaron, le preparó una buena cama, con magníficos colchones
y una almohada muy limpia. Y luego llamó a su esposa, y le dijo: “He aquí un huésped que nos envía
Alah. Lo vas a asistir con mucho cuidado.” Y ella respondió: Le pondré sobre mi cabeza y mis ojos.” Y se
arremangó, mandó calentar agua en el caldera grande, le lavó los pies, las manos y todo el cuerpo. Le vistió
con ropas de su esposo, le llevó un vaso de sorbete y le roció la cara con agua de rosas. Entonces Ghanem
empezó a respirar mejor y a recuperar las fuerzas poco a poco. Y con las fuerzas le acudió el recuerdo de su
pasado y de su amiga Kuat Al-Kulub. Esto en cuanto a Ghanem ben-Ayub El-Motim El-Masslub.
En cuanto a Kuat Al-Kulub, el califa se enojó tanto contra ella...
En este momento de su narración Schahrazada vio aparecer la mañana e interrumpió discretamente su relato.
Schahrazada dijo:
He llegado a saber, ¡Oh rey afortunado! que cuando el califa se encolerizó tanto contra Kuat Al-Kulub la
mandó encerrar en un cuarto obscuro bajo la vigilancia de una vieja, la favorita permaneció allí ochenta días,
sin comunicarse con nadie. Y el califa la había olvidado por completo, cuando un día entre los días, al
pasar cerca de donde estaba Kuat Al-Kulub, le oyó cantar tristemente algunos versos. Y oyó también que
decía lo siguiente: “¡Qué alma tan hermosa la tuya, ¡oh Ghanem ben-Ayub! y qué corazón tan generoso!
Fuiste noble para aquel que te oprimió. Respetaste la mujer de aquel que había de arrebatar las mujeres de
tu casa. Salvaste del oprobio a la mujer de aquel que derramó la vergüenza sobre los tuyos y sobre ti. Pero
ya llegará el día en que tú y el califa os veáis ante el único Juez, el único Justo, y saldrás victorioso de tu
opresor, con la ayuda de Alah y con los ángeles por testigos.”
Al oír el califa estas palabras, comprendió lo que significaban estas quejas, sobre todo cuando nadie podía
oírlas. Y se convenció de cuán injusto había sido con ella y con Ghanem. Se apresuró, pues, a volver a
palacio, y encargó al jefe de los eunucos que fuese a buscar a Kuat Al-Kulub. Y Kuat Al-Kulub se presentó
entre sus manos, y permaneció con la cabeza inclinada, arrasados los ojos en lágrimas y el corazón muy
triste. Y el califa dijo: “¡Oh Kuat Al-Kulub! He oído que te dolías de mi injusticia. Has afirmado que obré
mal con quien obró bien conmigo. ¿Quién ha respetado a mis mujeres mientras que yo perseguía a las suyas?
¿Quién ha protegido a mis mujeres mientras que yo deshonraba a las suyas?” Y Kuat AlKulub contestó:
Es Ghanem ben-Ayub El-Motim El-Masslub: Te juro, ¡oh mi señor! por tus mercedes y tus beneficios,
que nunca intentó forzarme Ghanem, ni cometió conmigo nada que merezca censura. No hallarías en
él ni el impudor ni la brutalidad.” Y convencido el califa, disipadas todas sus sospechas, dijo:
¡Qué desventura la de este error, oh Kuat Al-Kulub! ¡Verdaderamente, no hay sabiduría ni poder más que
en Alah el Altísimo y el Omnisciente! Pídeme lo que quieras, y satisfaré todos tus deseos.” Y Kuat Al-
Kulub dijo: “¡Oh Emir de los Creyentes! si me lo permites, te pediré a Ghanem ben-Ayub.” Y el califa, a
pesar de todo el amor que aún le inspiraba su favorita, le dijo: “Así se hará, si Alah lo quiere. Te lo prometo
con toda la generosidad de un corazón que nunca se vuelve atrás de lo que ha ofrecido. Será colmado de
honores.” Y Kuat Al-Kulub prosiguió: “¡Oh Emir de los Creyentes! te pido que cuando vuelva Ghanem le
hagas don de mi persona, para ser su esposa.” Y el califa dijo: “Cuando vuelva Ghanem, te concederé lo
que pides, y serás su esposa y propiedad suya.” Y contestó Kuat Al-Kulub: “¡Oh Emir de los Creyentes!
nadie sabe lo que ha sido de Ghanem, pues el mismo sultán de Damasco te ha dicho que ignoraba su paradero.
Concédeme que lo pueda buscar yo, con la esperanza de que Alah me permitirá encontrarle.” Y el califa
dijo: “Te autorizo para que hagas lo que te parezca.”
Y Kuat Al-Kulub, con el pecho dilatado de alegría y regocijado el corazón, se apresuró a salir de palacio,
habiéndose provisto de mil dinares de oro.
Y recorrió aquel primer día toda la ciudad; visitando a los jeiques de los barrios y a los jefes de las calles.
Pero les interrogó sin conseguir ningún resultado.
El segundo día fue al zoco de los mercaderes, y recorrió las tiendas, y fue a ver al jeique, a quien entrego
una gran cantidad de dinares para que los repartiese entre los forasteros pobres.
El tercer día se proveyó de otros mil dinares, y visitó el zoco de los orífices y de los joyeros. Y se encontró
con el jeique entre los principales jeiques, a quien entregó otra cantidad de oro para que lo repartiese
entre los forasteros pobres. Y el jeique le dijo: “¡Oh mi señora! Precisamente tengo recogido en mi casa a
un joven forastero y enfermo, cuyo nombre ignoro, pero debe ser hijo de algún mercader muy rico y de noble
prosapia. Porque aunque está como una sombra, es un joven de hermoso rostro, dotado de todas las
cualidades y de todas las perfecciones. Indudablemente debe estar en tal situación por grandes deudas o por
algún amor desgraciado.” Al oírlo Kuat Al-Kuíub, sintió que el corazón le palpitaba violentamente y que
las entrañas se le estremecían. Y dijo al jeique: “¡Oh jeique! Ya que no puedes abandonar el zoco, haz que
alguien me acompañe a tu casa..” Y el jeique dijo: “Sobre mi cabeza y sobre mis ojos.” Y llamó a un niño,
y le dijo: ¡Oh Felfel! lleva a esta señora a casa.” Y Felfel echó a andar delante de Kuat Al-Kulub, y la llevó
a casa del jeique, donde estaba el forastero enfermo.
Cuanto Kuat Al-Kulub entró en la casa, saludó a la esposa del jeique. Y la esposa del jeique la conoció,
pues conocía a todas las damas nobles de Bagdad, a quienes solía visitar. Y se levantó y besó la tierra entre
sus manos. Entonces Kuat Al-Kulub, después de los saludos, le dijo: “Buena madre, ¿puedes decirme dónde
se encuentra el joven forastero que habéis recogido en vuestra casa?” Y la esposa del jeique se echó a
llorar y señaló una cama que allí había. Y dijo: “Ahí le tienes. Debe ser un hombre de noble estirpe, según
indica su aspecto.” Pero Kuat Al-Kulub ya estaba junto al forastero, y le miró con atención. Y vio un mancebo
débil y enflaquecido semejante a una sombra, y no se le figuró ni por un instante que fuese Ghanem,
pero de todos modos le inspiró una gran compasión. Y se echó a llorar, y dijo: “¡Oh! ¡Qué desgraciados son
los forasteros, aunque sean emires en su tierra!” Y entregó mil dinares de oro a la mujer del jeique, encargándole
que no escatimase nada para cuidar al enfermo. En seguida, con sus propias manos, le dio los medicamentos,
y cuando hubo pasado más de una hora a su cabecera, deseó la paz a la esposa del jeique,
montó de nuevo en su mula y regresó a palacio.
Y todos los días iba a distintos zocos, en continuas investigaciones, hasta que un día la fue a busca el jeique,
y le dijo: “¡Oh mi señora! como me has encargado que te presente todos los extranjeros de paso por
Bagdad, vengo a poner en tus manos generosas a dos mujeres, casada la una y soltera la otra. Y ambas son
de categoría, pues así lo dan a entender su cara y su continente, pero van muy mal vestidas, y cada una lleva
una alforja a cuestas, como los mendigos. Sus ojos están llenos de lágrimas. Y he aquí que te las traigo,
porque sólo tú, ¡oh soberana de los beneficios! sabrás consolarlas y fortalecerlas, evitándoles el oprobio de
las preguntas impertinentes, pues no deben ser sometidas a tales indiscreciones. Y espero que, gracias al
bien que les hagamos, Alah nos reservará un puesto en el Jardín de las Delicias el día de la Recompensa.”
Kuat Al-Kulub contestó: ¡Por Alah! que me inspiras un ardiente deseo de verlas. ¿Dónde están?” Entonces
el jeique salió a buscarlas, y las puso en presencia de Kuat Al-Kulub.
Al ver la hermosura de Fetnah y la nobleza que se adornaba en su madre, y ambas cubiertas de harapos,
Kuat Al-Kulub se puso a llorar, y dijo: “¡Por Alah! Son mujeres de noble cuna. Vea en su rostro que han
nacido entre honores y riquezas.” Y el jeique exclamó: “¡Verdad dices, oh mi señora! La desgracia debe de
haber caído sobre su casa. Les habrá perseguido la tiranía, arrebatándoles sus bienes. Ayudémoslas, para
merecer las gracias de Alah el Misericordioso.” Y la madre y la hija prorrumpieron en llanto; y se acordaron
de Ghanem ben-Ayub. Y al verlas llorar, Kuat Al-Kulub lloró con ellas. Y entonces la madre de Ghanem
dijo: “¡Oh mi señora, llena de generosidad! ¡Plegue a Alah que podamos encontrar a quien buscamos
con el corazón dolorido! ¡El que buscamos es el hijo de nuestras entrañas, la llama de nuestro corazón, a
nuestro hijo Ghanem ben-Ayub El-Motim El-Masslub!”
Al oír este nombre, lanzó un gran grito Kuat Al-Kulub, pues acababa de comprender que tenía delante a
la madre y a la hermana de Ghanem. Y cayó sin sentido. Cuando volvió en sí, se echó llorando en sus brazos,
y les dijo: “¡Tened esperanza en Alah y en mí, ¡oh mis hermanas! pues este día será el primero de
vuestra dicha y el último de vuestras desventuras! ¡Salid de vuestra aflicción!”
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y cayó discretamente.
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que después que Kuat Al-Kulub dijo a la madre y a la hermana de
Ghanem: “Salid de vuestra aflicción”, se dirigió al jeique, le dio mil dinares de oro, y le dijo: “¡Oh jeique!
Ahora irás con ellas a tu casa, y dirás a tu esposa que las lleve al hammam, y les dé hermosos trajes, y las
trate con toda consideración, sin escatimar nada para su bienestar.”
Al día siguiente, Kuat Al-Kuíub fue a casa del jeique a cerciorarse por sí misma de que todo se había ejecutado
según sus instrucciones. Y apenas había entrado, salió a su encuentro la esposa del jeique, y le besó
las manos y le dio las gracias por su generosidad. Después llamó a la madre y a la hermana de Ghanem, que
habían ido al hammam y habían salido de él completamente transformadas, con los rostros radiantes de
hermosura y nobleza. Y Kuat Al-Kuíub estuvo hablando con ellas durante una hora, y después pidió a la
mujer del jeique noticias del enfermo. Y la esposa del jeique respondió: “Sigue en el mismo estado.” Entonces
dijo Kuat Al-Kulub: “Vamos todas a verle y a tratar de animarle.” Y acompañada de las dos mujeres,
que aún no lo habían visto, entró en la sala donde estaba el enfermo. Y todas le miraron con ternura y
lástima, y se sentaron en torno de él. Pero durante la conversación se pronunció el nombre de Kuat Al-
Kulub. Y apenas lo oyó el joven, se le coloreó el rostro y le pareció que recobraba, el alma. Levantó la cabeza,
con los ojos llenos de vida, y exclamó: “¿Dónde estás, ¡oh Kuat Al-Kulub!?”
Y cuando Kuat oyó que la llamaba por su nombre, conoció la voz de Ghanem, e inclinándose hacia él, le
dijo: “¿Eres tú querido mío?” Y el contestó: “¡Sí! ¡Soy Ghanem!” Y al oírlo la joven cayó desmayada. Y la
madre y la hermana de Ghanem dieran un grito y cayeron desmayadas también. Al cabo de un rato acabaron
por volver en sí, y se arrojaron en brazos de Ghanem. Y sólo se oyeron besos, llantos y exclamaciones
de alegría.
Y Kuat Al-Kuub dijo: “¡Gloria a Alah por haber permitido que nos reunamos todos!” Y les contó cuanto
le había pasado, y añadió: “El califa, además de protegerte, te regala mi persona.” Estas palabras llevaron al
límite de la felicidad a Ghanem, que no cesaba de besar las manos de Kuat Al-Kulub, mientras ella le besaba
los ojos. Y Kuat les dijo: “Aguardadme.” Y marchó a palacio, abrió el cajón donde tenía sus cosas, sacó
de él muchos dinares, y se fue al zoco para entregárselos al jeique, encargándole que comprase cuatro trajes
completos para cada uno, y veinte pañuelos, y diez cinturones. Y volvió a la casa, y los llevó a todos al
hammam. Y les preparó pollos, carne asada y buen vino. Y durante tres días les dio de comer y beber en su
presencia. Y notaron que recuperaban la vida y les volvía el alma al cuerpo. Los llevó otra vez al hammam,
les hizo mudarse de ropa, y los dejó en casa del jeique. Entonces se presentó al califa, se inclinó hasta el
suelo, y le enteró del regreso de Ghanem, así como el de su madre y su hermana. Y el califa llamó á Giafar,
y le dijo: “¡Ve en busca de Ghanem ben-Ayub!” Y Giafar marchó a casa del jeique; pero ya le había precedido
Kuat Al-Kulub; que dijo a Ghanem: “¡Oh querido mío! Va a llegar Giafar para llevarte a presencia del
califa. Ahora hay que demostrar la elocuencia de tu lenguaje, la firmeza de tu corazón y la pureza de tus
palabras.” Después le vistió con el mejor de las trajes que habían comprado en el zoco, le dia muchas dinares,
y le dijo: “No dejes de tirar puñados de oro al llegar a palacio, cuando pases por entre las filas de los
eunucos y servidores.”
Y cuando llegó Giafiar montado en su mula, Ghanem se apresuro a salir a su encuentro, le deseo la paz y
besó la tierra entre sus manos. Y ya era otra vez el gallardo mozo de otros tiempos, de rastro glorioso y
atractivo continente. Entonces Giafar le rogó que lo acompañase, y lo presentó al califa. Y Ghanem vio al
Emir de los Creyentes rodeado de sus visires, chambelanes, vicarios y jefes de sus ejércitos. Y Ghanem se
detuvo ante el califa, miró un momento al suelo, levantó en seguida la frente, e improvisó estas estrofas:
¡Oh rey del tiempo! ¡Una mirada bondadosa se ha dirigido a la tierra, y la ha fecundado! ¡Nosotros somos
los hijos de su fecundidad feliz en tu reinado de gloria!
¡Los sultanes y los emires se te prosternan, arrastrando las barbas por el polvo, y como homenaje a tu
grandeza te ofrecen sus coronas de pedrería!
¡La tierra no es bastante vasta ni el planeta bastante ancho para la formidable masa de tus ejércitos!
¡Oh rey del tiempo! ¡clava tus tiendas en las tierras planetarias del espacio que gira!
¡Y que las estrellas dóciles y los ástros numerosos se sumen a tu triunfo y acompañen a tu séquito!
¡Qué el día, de tu justicia ilumine al mundo! ¡Que acabe con las fechorías de los malhechores y recompense
las acciones puras de tus fieles!
El califa quedó encantado con la elocuencia y hermosura de los versos, su buen ritmo y la pureza de su
lenguaje.
En este momento de su narración, Schahrazada vio que aparecía la mañana, y discreta como siempre, interrumpió
su relato.
Ella dijo:
He Llegado a saber, ¡oh rery afortunado que el califa Harún Al-Rachid, encantado por la elocuencia de
Ghanem le hizo acercarse a su trono; Y Ghanem se acerco al trono, y el califa le dijo: “Refiéreme toda tu
historia, sin ocultarme nada de la verdad.” Enfances Ghanem se sentó, y contó al califa toda su historia,
desde el principio hasta el fin, pero nada se adelantaría, con repetirla. Y el califa quedó completamente
convencido de la inocencia de Ghanem y de la pureza de sus intenciones, sobre todo al saber cómo había
respetado las palabras bordadas en la cinta del calzón de la favorita, y le dijo: “Te ruego que libres a mi
conciencia de la injusticia cometida contigo.” Y Ghanem le contestó:
¡Estas libre de ella, ¡oh Emir de los Creyentes, pues cuanto pertenece al esclavo es propiedad del señor!”
Y el califa, complacidísimo, elevó a Ghanem a los más altos cargas del reino; le dio un palacio, Y muchas
riquezas, y muchos esclavos. Ghanem se apresuró a instalar en su nuevo palacio a su madre, y a su
hermana Fetnah, y a su amiga Kuat Al-Kulub. Y el califa, al saber que Ghanem tenía una hermana maravi
llosa y virgen todavía se la pidió a Ghanem. Y Ghanem contestó: “Es tu servidora, y yo soy tu esclavo”
Entonces el califa le expresó su asta agradecimiento, y le dio cien mil dinares de oro. Y después llamó al
kadí y a las testigos para redactar su contrato con Fetnah. Y el mismo día y a la misma hora entraran el califa
y Ghanem en los aposentos de sus respectivas mujeres. Y Fetnah fue para el califa y Kuat Al-Kulub para
Ghanem ben-Ayub El-Motim El-Masslub.
El califa mandó llamar a los escribas de mejor letra para que escribiesen la historia da Ghanem desde el
principio hasta el fin, y la encerró en el armario de los papeles, a fin de que pudiera servir de lección a las
generaciones futuras, y fuera asombro y delicia de los sabios que se dedicasen a leerla con respeto y admirar
la obra de Aquel que creo el día y la noche.
HISTORIA DE SINDBAD EL MARINO
He llegado a saber que en tiempo del califa Harún Al-Rachid vivía en la ciudad de Bagdad un hombre
llamado Sindbad el Cargador. Era de condición pobre, y para ganarse la vida acostumbraba a transportar
bultos en su cabeza. Un día entre los días hubo de llevar cierta carga muy pesada; y aquel día precisamente
sentíase un calor tan excesivo, que sudaba el cargador, abrumado par el peso que llevaba encima. Intolerable
se había hecho ya la temperatura, cuando el cargador pasó por delante de la puerta de una casa que debía
pertenecer a algún mercader rico, a juzgar par el suelo bien barrido y regado alrededor con agua de rosas.
Soplaba allí una brisa gratísima, y cerca de la puerta aparecía un ancho banco para sentarse. Al verlo, el
cargardor Sindbad soltó su carga sobre el banco en cuestión con objeto de descansar y respirar aquel aire
agradable, sintiendo a poco que desde la puerta llegaba a él un aura pura y mezclada con delicioso aroma;.
y tanto le deleitó, que fue a sentarse en un extremo del banco. Entonces advirtió un concierto de laúdes e
instrumentos diversos, acompañados por magníficas voces que cantaban canciones en un lenguaje escogido;
y advirtió también píos de aves cantoras que glorificaban de modo encantador a Alah el Altísimo; distinguió,
entre otras, acentos de tórtolas, de ruiseñores, de mirlos, de bulbuls, de palomas de collar y de perdices
domésticas. Maravillóse mucho e, impulsada por el placer enorme que todo aquello le causaba, asomó
la cabeza por la rendija abierta de la puerta y vio en el fondo un jardín inmenso donde se apiñaban servidores
jóvenes, y esclavos, y criados, y gente de todas calidades, y había allá cosas que no se encontrarían
más que en alcázares de reyes y sultanes.
Tras esto llegó hasta él una tufarada de manjares realmente admirables y deliciosos, a la cual se mezclaba
todo género de fragancias exquisitas procedentes de diversas vituallas y bebidas de buena calidad. Entonces
no pudo por menos de suspirar, y alzó al cielo los ojos y exclamó: “¡Gloria a Ti, Señor Creador!, ¡oh Donador!
¡Sin calcular, repartes cuantos dones te placen!, ¡oh Dios mío! ¡Pero no creas que clamo a ti para pedirte
cuentas de tus actos o para preguntarte acerca de tu justicia y de tu voluntad, porque a la criatura le
está vedado interrogar a su dueño omnipotente! Me limito a observar. ¡Gloria a ti! ¡Enriqueces o empobreces,
elevas o humillas, conforme a tus deseos, y siempre obras con lógica, aunque a veces no podamos
comprenderla! He ahí el amo de esta casa... ¡Es dichoso hasta los límites extremos de la felicidad! ¡Disfruta
las delicias de esos aromas encantadores, de esas fragancias agradables, de esos manjares sobrosos, de esas
bebidas superiormente deliciosas! ¡Vive feliz, tranquilo y contentísimo, mientras otros, como yo, por ejemplo,
nos hallamos en el último confín de la fatiga y la miseria!”
Luego apoyó el cargador su mano en la mejilla, y a toda voz cantó los siguientes versos que iba improvisando:
¡Suele ocurrir que un desgraciado sin albergue se despierte de pronto a la sombra de un palacio creado
por su Destino! ¡Pero ¡ay! cada mañana me despierto más miserable que la víspera!
¡Por instantes aumenta mi infortuaio, como la carga que a mi espalda pesa fatigosa; en tanto que otros
viven dichosos y contentos en el seno de los bienes que la suerte les prodiga!
¿Cargó nunca el Destino la espalda de un hombre con carga parecida a la aguantada por mi espadda?...
¡Sin embargo, no dejan de ser mis semejantes otros que están ahítos de honores y reposo?
¡Y aunque no dejan de ser mis semejantes, entre ellos y yo puso la suerte alguna diferencia, pareciéndome
yo a ellos como el vinagre amargo y rancio se parece al vino!
¡Pero no pienses que te acuso lo más mínimo, ¡oh mi Señor! porque nunca haya gozado yo de tu largueza!
¡Eres grande, magnánimo y justo, y bien sé que juzgas con sabiduría!
Al concluir de cantar tales versos, Sindbad el Cargador se levantó y quiso poner de nuevo la carga en su
cabeza, continuando su camino, cuando se destacó en la puerta del palacio y avanzó hacia él un esclavito de
semblante gentil, de formas delicadas y vestiduras muy hermosas, que cogiéndole de la mano, le dijo: “Entra
a hablar con mi amo, qus desea verte.” Muy intimidado, el cargador intentó encontrar cualquier excusa
que le dispensase de seguir al joven esclavo, mes en vano. Dejó, pues su cargamento en el vestíbulo, y penetró
con el niño en el interior de la morada.
Vio una casa espléndida, llena de personas graves y respetuosas, y en el centro de la cual se abría una
gran sala, donde le introdujeron. Se encontró allí ante una asamblea numerosa compuesta de personajes que
parecían honorables, y debían ser convidados de importancia. También encontró allí flores de todas especies,
perfumes de todas clases, confituras secas de todas calidades, golosinas, pastas de almendras, frutas
maravillosas y una cantidad prodigiosa de bandejas cargadas con corderos asados y manjares suntuosos, y
más bandejas cargadas con bebidas extraídas del zumo de las uvas. Encontró asimismo instrumentos armónicos
que sostenían en sus rodillas unas esclavas muy hernosas, sentadas ordenadamente an el sitio asignado
a cada una.
En medio de la sala, entre los demás convidados, vislumbró el cargador a un hombre de rostro imponente
y digno, cuya barba blanqueaba a causa de los años, cuyas facciones eran correctas y agradables a la vista.
y cuya fisonomía toda denotaba gravedad, bondad, nobleza y grandeza.
Al mirar todo aquello, el cargador Sindbad . . .
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Ella dijo:
. . . Al minar toda aquello, el cargador Sindbad quedó sobrecogido, y se dijó: “¡Por Alah! ¡Esta morada
debe ser un palacio del país de los genios poderosos, y la residencia de un rey muy ilustre, o de un sultán!”
Luego se apresuró a tomar la actitud que requerían la cortesía y la mundanidad, deseó la paz a todos los
asistentes, hizo votos para ellos, besó la tierra entre sus manos, y acabó manteniéndose de pie, con la cabaza
baja, demosnrando respeto y modestia.
Entonces el dueño de la casa le dijo que se apróximara, y le invitó a sentarse a su lado después de desearle
la bienvenida con acento muy amable: le sirvió de comer, ofreciéndole lo más delicado, y lo más delicioso,
y lo más hábilmente condimentado entre todos los manjares que cubrían las bandejas. Y no dejó
Sindbad el Cargador de hacer honor a la invitación luego de pronunciar la fórmula invocadora. Así es que
comió hasta hartarse; después dio las graciás a Alah, diciendo: “¡Loores a él siempre!” Tras de lo cual, se
lavó las manos y agradeció a todos los convidados su amabilidad.
Solamente entonces dijo el dueño de la casa al cargador, siguiendo la costumbre qus no permite hacer
preguntas al huésped más que cuando se le ha servido de comer y beber: ¡Sé bienvenido, y obra con toda libertad!
¡Bendiga Alah tus días! Pero, ¿puedes decirme tu nombre y profesión, ¡oh huésped mío!?” Y contsstó
el otro: “¡Oh señor! me llamo Sindbad el Cargador, y mi profesión consiste en transportar bultos sobre
mi cabeza mediante un salario.” Sonrió el dueño de la casa y le dijo: “¡Sabe, ¡oh cargador! que tu nombre
es igual que mi nombre, pues me llamo Sindbad el Marino!”
Luego continuó: “¡Sabe también, ¡oh cargador! que si te rogué que vinieras aquí fue para oírte repetir las
hermosas estrofas que cantabas cuando estabas sentado en el banco ahí fuera!”
A estas palabras sonrojóse el cargador, y dijo: “¡Por Alah sobre ti! ¡No me guardes rencor a causa da tan
desconsiderada acción, ya que las penas, las fatigas y las miserias, que nada dejan en la mano, hacen descortés,
necio e insolente al hombre!” Pero Sindbad el Marino dijo a Simbad el Cargador: “No te avergüences
de lo que cantaste, ni te turbes, porque en adelante serás mi hermano. ¡Sólo te ruego que te des
prisa en cantar esas estrofas que escuché y me maravillaron mucho!” Entonces cantó el cargador las estrofas
en cuestión, que gustaron en extremo a Sindbad el Marino.
Concluidas que fueran las estrofas, Sindbad el Marino se encaró con Sindbad el Cargador, y le dijo: “¡Oh
cargador! sabe que yo también tengo una historia asombrosa, y que me reservo el derecho de contarte a mi
vez, Te explicaré, pues, todas las aventuras que me sucedieron y todas las pruebas que swfrí antes de llegar
a esta felicidad y de habitar este palacio. Y verás entonces a costa de cuán terribles y extraños trabajos, a
costa de cuántas calamidades, de cuántas males y de cuántas desgracias iniciales adquirí esas riquezas en
medio de las que me ves vivir en mi vejez. Porque sin duda ignoras los siete viajes extraordinarios que he
realizado, y cómo cada cual de estos viajes constituye por sí solo una cosa tan prodigiosa, que úniaamente
con pensar en ella queda uno sobrecogido y en el límite de todos los estupores. ¡Pero cuanto voy a cortate a
ti y a todos mis honorables invitados, no me sucedió en suma, más que porque el Destino lo había dispuesto
de antemano y porque toda cosa escrita debe acaecer, sin que sea posible rehuirla, o evitarla!”
El rey penetró en la habitación de Schahrazada, y la pequeña Doniazada exclamó desde el lugar en que
estaba acurrucada:
¡Te ruego hermana, me digas a qué esperas para empezar la historia prometida!”
Y contestó Schahrazada sonriendo: “¡No espero más que la venia de este rey bien educado y dotado de
buenos modales!” Entonces contestó el rey Schahriar: “¡Concedida!”
Y dijo Schahrazada:
HISTORIA PRODIGIOSA DE LA CIUDAD DE BRONCE
Cuentan que en el trono de los califas Omniadas, en Damasco, se sentó un rey -¡sólo Alah es rey!- que
se llamaba Abdalmalek ben-Merwán. Le gustaba departir a menudo con los sabios de su reino acerca de
nuestro señor Soleimán ben Daúd (¡con él la plegaria y la paz!), de sus virtudes, de su influencia y de su
poder ilimitado sobre las tierras de las soledades, los efrits que pueblan el aire y los genios marítimos y
subterráneos.
Un día en que el califa, oyendo hablar de ciertos vasos de cobre antiguo cuyo contenido era una extraña
humareda negra de formas diabólicas, asombrábase en extremo y parecía poner en duda la realidad de hechos
tan verídicos, hubo de levantarse entre los circunstantes el famoso viajero Taleb ben-Sehl, quien confirmó
el relato que acababan de escuchar y añadió: “En efecto, ¡oh Emir de los Creyentes! esos vasos de
cobre no son otros que aquellos donde se encerraron, en tiempos antiguos a los genios que rebeláronse ante
las órdenes de Soleirnán, vasos arrojados al fondo del mar mugiente, en los confines de Moghreb, en el
Africa occidental, tras de sellarlos con el sello temible. Y el humo que se escapa de ellos es simplemente el
alma condensada de los efrits, los cuales no por eso dejan de tomar su aspecto formidable si llegan a salir al
aire libre.”
Al oír talas palabras, aumentaron considerablemente la curiosidad y el asombro del califa Abdalmalek,
que dijo a Taleb ben-Sehl: “¡Oh Taleb, tengo muchas ganas de ver uno de esos vasos de cobre que encierran
efrits convertidos en humo! ¿Crees realizable mi deseo? Si es así, pronto estoy a hacer por mí propio
las investigaciones necesarias. Habla.” El otro contestó: “¡Oh Emir de los Creyentes! Aquí mismo puedes
poseer uno de esos objetos, sin que sea precíso que te muevas y sin fatigas para tu persona venerada. No
tienen más que enviar una carta al emir Muza, tu lugarteniente en el país de los Moghreb. Porque la montaña
a cuyo pie se encuentra el mar que guarda esos vasos, está unida al Moghreb por una lengua de tierra
que puede atravesarse a pie enjuto. ¡Al recibir una carta semejante, el emir Muza no dejará de ejecutar las
órdenes de nuestro amo el califa!”.
Estas palabras tuvieron el don de convencer a Abdalmalek, que dijo a Taleb en el instante: “¿Y quién mejor
que tú ¡oh Taleb! será capaz de ir con celeridad al país de Mobhreb con el fin de llevar esa carta a mi
lugarteniente el emir Muza? Te otorgo plenos poderes para que tomes de mi tesoro lo que juzgues necesario
para gastos de viaje, y para que lleves cuantos hombres te hagan falta en calidad de escolta. ¡Pero date prisa
¡oh Taleb!” Y al punto escribió el califa una carta de su puño y letra para el emir Muza, la selló y se la dio a
Taleb, que besó la tierra entre las manos del rey, y no bien hizo los preparativos oportunos, partió con toda
diligencia hada el Moglhreb, a donde llegó sin contratiempos.
El emir Muza le recibió con júbilo y guardándole todas las consideraciones debidas a un enviado del
Emir de los Creyentes; y cuando Taleb le entregó la carta, la cogió, y después de leerla y comprender su
sentido, se la llevó a sus labios, luego a su frente, y dijo: “¡Escucho y obedezco!” Y en seguida mandó que
fuera a su presencia el jeique Abdossamad, hombre que había recorrido todas las regiones habitables de la
tierra, y que a la sazón pasaba los días de su vejez anotando cuidadosamente, por fechas, los conocirmentos
que adquirió en una vida de viajes no interrumpidos. Y cuando presentóse el jeique, el emir Muza le saludó
con respeto y le dijo: “¡Oh jeique Abdossamad! He aquí que el Emir de los Creyentes me transmite sus órdenes
para que vaya en busca de los vasos de cobre antiguos, donde fueron encerrados por nuestro señor
Soleimán ben-Daúd los genios rebeldes. Parece ser que yacen en el fondo de un mar situado al pie de una
montaña que debe hallarse en los confines extremos del Moghreb. Por más que desde hace mucho tiempo
conozco todo el país, nunca oí hablar de ese mar ni del camino que a él conduce; pero tú, ¡oh jeique Abdossamad!
que recoirrisite el mundo entero, no ignorarás sin duda la existencia de esa montaña y de ese
mar.
Reflexionó el jeique una hora de tiempo, y contestó: “¡Oh emir Muza ben-Nossair! No son desconocidos
para mi memoria esa montaña y ese mar; pero, a pesar de desearlo, hasta ahora no pude ir donde se hallan;
el camino que allá conduce se hace muy penoso a causa de la falta de agua en las cisternas, y para llegar se
necesitan dos años y algunos meses, y más aún para volver, ¡suponiendo que sea posible volver de una comarca
cuyos habitantes no dieron nunca la menor señal de su existencia, y viven en una ciudad situada, según
dicen, en la propia cima de la montaña consabida, una ciudad en la que no logró penetrar nadie y que
se llama la Ciudad de Bronce!”
Y dichas tales palabras, se calló el jeique, reflexionando un momento todavía, y añadió: “Por lo demás,
¡oh emir Muza! no debo ocultarte que ese camino está sembrado de peligros y de cosas espantosas, y que
para seguirle hay que cruzar un desierto poblado por efrits y genios, guardianes de aquellas tierras vírgenes
de la planta humana desde la antigüedad. Efectivamente, sabe ¡oh Ben-Nossair! que esas comarcas del extremo
Occidente africano están vedadas a los hijos de los hombres; sólo dos de ellos pudieron atravesarlas:
Soleimán ben-Daúd, uno, y El Iskandar de Dos-Cuernos, el otro. ¡Y desde aquellas épocas remotas, nada
turba él silencio que reina en tan vastos desiertos! Pero si deseas cumplir las órdenes del califa e intentar,
sin otro guía que tu servidor, ese viaje, por un país que carece de rutas ciertas, desdeñando obstáculos misteriosos
y peligros, manda cargar mil camellos con odres repletos de agua y otros mil camellos con víveres
y provisiones; lleva la menos escolta posible, porque ningún poder humano nos preservaría de la cólera de
las potencias tenebrosas cuyos dominios vamos a violar, y no conviene que nos indispongamos con ellas
alardeando de armas amenazadoras e inútiles. ¡Y cuando esté preparado todo, haz tu testamento, emir Muza,
y partamos!...
Al oír tales palabras, el emir Muza, gobernador del Moghreb invocando el nombre de Alah,, no quiso tener
un momento de vacilación; congregó a los jefes de sus soldados y a los notables del reino, testó ante
ellos y nombró como sustituto a su hijo Harún. Tras de lo cual, mandó hacer los preparativos consabidos,
no se llevó consigo más que algunos hombres seleccionados de antemano, y en compañía del jeique Abdossamad
y de Taleb, el enviado del califa, tomó el camino del desierto, seguido por mil camellos cargados
con agua y por otros, mil cargados con víveres y provisiones.
Durante días y meses marchó la caravana por las llanuras solitarias, sin encontrar por su camino un ser
viviente en aquellas inmensidades monótonas cual el mar encalmado. Y de esta suerte continuó el viaje en
medio del silencio infinito, hasta que un día advirtieron en lontananza como una nube brillante a ras del horizonte,
hacia la que se dirigieron. Y observaron que era un edificio con altas murallas de acero chino, y
soltenido por cuatro filas de columnas de oro que tenían cuatro mil pasos de circunferencia. La cúpula de
aquel palacio era de oro, y servía de albergue a millares y millares de cuervos, únicos habitantes que bajo el
cielo se veían allá. En la gran muralla donde abríase la puerta principal, de ébano macizo incrustado de oro,
aparecía una placa inmensa de metal rojo, la cual dejaba leer estas estas palabras trazadas en caracteres jónicos,
que descifró el jeique.Abdossamad y se las tradujo al emir Muza y a sus acompañantes:
¡Entra aquí para saber la historia de los domínadores!
¡Todos pasaron ya! Y apenas tuvieron tiempo para descansar a la sombra de mis torres.
¡Los dispersó la muerte como si fueran sombras! ¡Los disipó la muerte como a la paja el viento!
Con exceso se emocionó el emir Muza al oír las palabras que traducía el venerable Abdossamad, y mur-
.muro- “¡No hay más Dios que Alah! Luego dijo: “¡Entremos!” Y seguido por sus acompañantes, franqueó
los umbrales de la puerta principal y penetró en el palacio.
Entre el vuelo mudo de los pájarracos negros, surgió ante ellos la alta desnudez granítica de una torre cuyo
final perdíase de vista, y al pie de la que se alineaban en redondo cuatro filas de cien sepulcros cada una,
rodeando un monumental sarcófago de cristal pulimentado, en torno del cual se leía esta inscripción, grabada
en caracteres jónicos realzados por pedrerías:
¡Pasó cual el delirio de las fiebres la embriaguez del triunfo!
¿De cuántos acontecimientos no hube de ser testigo?
¿De qué brillante fama no gocé en mis días de gloria?
¿Cuántas capitales no retemblaron bajo el casco sonoro de mi caballo?
¿Cuántas cuidades no saqueé, entrando en ellas como el simoun destructor? ¿Cuantos imperios no destruí,
impetuoso como el trueno?
¿Qué de potentados no arrastré a la zaga de mi carro?
¿Qué de leyes no dicté en el universo?
¡Y ya lo veis!
¡La embriaguez de mi triunfo pasó cual el delirio de la fiebre, sin dejar más huella que la que en la arena
pueda dejar la espuma!
¡Me sorprendió la muerte sin que mi poderío rechazase, ni lograran mis cortesanos defenderme de ella!
Por tanto, viajero, escucha las, palabras que jamás mis labios pronunciaron mientras estuve vivo:
¡Conserva tu alma! ¡Goza en paz la calma de la vida, la belleza, que es calma de la vida! ¡Mañana se
apoderará de ti la muerte!
Mañana responderá la tierra a quien te llame: “¡Ha muerto! ¡Y nunca mi celoso seno devolvió a los que
guarda para la eternidad!”
Al oír estas palabras que traducía el jeique Abdossamad, el emir Muza y sus acompañantes no pudieron
por menos de llorar. Y permanecieron largo rato en pie ante el sarcofago y los sepulcros, repitiéndose las
palabras fúnebres. Luego se encaramaron a la torre, que se cerraba con una puerta de dos hojas de ébano,
sobre la cual se leía esta inscripción, también grabada en caracteres jónicos realzados por pedrerías:
¡En el nombre del Eterno, del Inmutable!
¡En el nombre del Dueño de la fuerza y del poder!
¡Aprende, viajero que pasas por aqui, a no enorgullecerte de las apariencias, porque su resplandor es engañoso!
¡Aprende con mi ejemplo a no dejarte deslumbrar por ilusiones que te precipitarían en el abismo!
¡Voy a hablarte de mi poderío!
¡En mis cuadras, cuídadas por los reyes que mis armas cautivaron, tenía yo diez mil caballos generosos!
¡En mis estancias reservadas, tenía yo como concubinas mil vírgenes descendientes de sangre real y otras
mil vírgenes escogidas entre aquellas cuyos senos son gloriosos, y cuya belleza hace palidecer el brillo de
la luna!
¡Diéronme mis esposas una posteridad de mil príncipes reales, valientes cual leones!
¡Poseía inmensos tesoros, y bajo mi dominio se abatían los pueblos y los reyes, desde el Oriente hasta los
limites extremos de Oocidente, sojuzgados por mis ejércitos invencibles!
¡Y creía eterno mi poderío, y afirmada por los siglos la duración de mi vida, cuando de pronto se hizo oir
la voz que me anunciaba los irrevocables decretos del que no muere!
¡Entonces reflexioné acerca de mi destino!
¡Congregué a mis jinetes y a mis hombres de a pie, que eran millares, armados con sus lanzas y con sus
espadas!
¡Y congregué a mis tributarios los reyes, y a los jefes de mi imperio, y a los jefes de mis ejércitos!
Y a presencia de todos ellos hice llevar mis arquillas y los cofres de mis tesoros, y les dije a todos:
¡Os doy estas riquezas, estos quintales de oro y plata, si prolongáis sólo por un día mi vida sobre la tierra!”
¡Pero se mantuvieron con los ojos bajos, y guardaron silencio! ¡Hube de morir a la sazón! ¡Y mi palacio
se tornó en asilo de la muerte!
¡Si deseas conocer mi nombre, sabe que me llamé Kusch ben-Scheddad ben-Aad el Grande!
Al oír tan sublimes verdades, el emir Muza y sus acompañantes prorrumpieron en sollozos y lloraron largamente.
Tras de lo cual penetraron en la torre, y hubieron de recorrer inmensas salas habitadas por el vacío
y el silencio. Y acabaron por llegar a una estancia mayor que las otras, con bóveda redondeada en forma
de cúpula, y que era la única de la torre que tenía algún mueble. El mueble consistía en una colosal mesa de
madera de sándalo, tallada maravillosamente, y sobre la cual se destacaba en hermosos caracteres análogos
a los anteriores, esta inscripción:
-¡Otrora se sentaron a esta mesa mil reyes tuertos, y mil reyes que conservaban bien sus ojos! ¡Ahora son
ciegos todos en la tumba!
El asombro del emir Muza hubo de aumentar frente a aquel misterio, y como no pudo dar con la solución,
transcribió tales palabras en sus pergaminos; luego, conmovido en extremo, abandonó el palacio y
emprendió de nuevo con sus acompañantes el camino de la Ciudad de Bronce...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.

Ella dijo:
... y emprendió de nuevo con sus acompañantes el camino de la Ciudad de Bronce.
Anduvieron uno, dos, y tres días, hasta la tarde del tercero. Entonces vieron destacarse a los rayos del
rojo, sol poniente, erguida sobre un alto pedestal, una silueta de jinete inmóvil que blandía una lanza de larga
punta, semejante a una llama incandescente del mismo color que el astro que ardía en el horizonte.
Cuando estuvieron muy cerca de aquella aparición, advirtieron que el jinete, y su caballo, y el pedestal eran
de bronce, y que en el palo de la lanza, por el sitio que iluminaban aún los postreros rayos del astro, aparecían
grabadas en caracteres de fuego estas palabras:
¡Audaces viajeros que pudisteis llegar hasta las tierras vedadas, ya no sabréis volver sobre vuestros pasos!
¡Si os es desconocido el camino de la ciudad movedme sobre mi pedestal con la fuerza de vuestros brazos,
y dirigíos hacia donde yo vuelva el rostro cuando quede otra vez quieto!
Entonces el emir Muza se acercó al jinete y le empujó con la mano. Y súbito, con la rapidez del relámpago,
el jinete giró sobre sí mismo y se paró volviendo el rostro en dirección completamente opuesta a la
que habían seguido los viajeros. Y el jeique Abdossamad hubo de reconocer que, efectivamente, habíase
equivocado y que la nueva ruta era la verdadera.
Al punto volvió sobre sus pasos la caravana, emprendiendo el nuevo camino, y de esta suerte prosiguió el
viaje durante dias y días, hasta que una noche llegó ante una columna de piedra negra, a la cual estaba encadenado
un ser extraño del que no se veía más que medio cuerpo, pues el otro medio aparecía enterrado en
el suelo. Aquel busto que surgía de la tierra, diríase un engendro monstruoso arrojado allí por la fuerza de
las potencias infernales. Era negro y corpulento como el tronco de una palmera vieja, seca y desprovista de
sus palmas. Tenía dos enormes alas negras, y cuatro manos, dos de las cuales semejaban garras de leones.
En su cráneo espantoso se agitaba de un modo salvaje una cabellera erizada de crines ásperas, como la cola
de un asno silvestre. En las cuencas de sus ojos llameaban dos pupilas rojas, y en la frente, que tenía dobles
cuernos de buey, aparecía el agujero de un solo ojo que abríase inmóvil y fijo, lanzando iguales resplandores
verdes que la mirada de tigres y panteras.
Al ver a los viajeros, el busto agitó los brazos dando gritos espantosos, y haciendo movimientos desesperados
como para romper las cadenas que le sujetaban a la columna negra. Y asaltada por un terror extremado,
la caravana se detuvo allí, sin alientos para avanzar ni retroceder.
Entonces se encaró el emir Muza con el jeique Abdossamad y le preguntó: “¿Puedes ¡oh venerable! decirnos
que significa esto?” El jeique contestó: “¡Por Alah, ¡oh emir! que esto supera a mi entendimiento!”
Y dijo el emir Muza: “¡Aproxímate, pues, más a él, e interrógale! ¡Acaso él mismo nos lo aclare!” Y el jeique
Abdossamad no quiso mostrar la menor vacilación, y se acercó al monstruo, gritándole: “¡En el nombre
del Dueño que tiene en su mano los imperios de lo Visible y de lo Invisible, te conjuro a que me respondas!
¡Dime, quién eres, desde cuándo estás ahí y por qué sufres un castigo tan extraño!”
Entonces ladró el busto. Y he aquí las palabras que entendieron luego el, emir Muza, el jeique Abdossamad
y sus acompañantes:
Soy un efrit de la posteridad de Eblis, padre de los genn. Me llamo Daesch ben-Alaemasch, y estoy encadenado
aquí por la Fuerza Invisible hasta la consumación de los siglos.
Antaño, en este país, gobernado por el rey del Mar, existía en calidad de protector de la Ciudad de
Bronce un ídolo de ágata roja, del cual yo era guardián y habitante al propio tiempo. Porque me aposenté
dentro de él; y de todos los países venían muchedumbres a consultar por conducto mío la suerte y a escuchar
los oráculos y las predicciones augurales que hacía yo.
El rey del Mar, de quien yo mismo era vasallo, tenía bajo su mando supremo al ejército de los genios
que se habían rebelado contra Soleimán ben-Daúd; y me había nombrado jefe de ese ejército para el caso
de que estallara una guerra entre aquél y el señor formidable de los genios. Y, en efecto, no tardó en estallar
tal guerra,
Tenía el rey del Mar una hija tan hermosa, que la fama de su belleza llegó a oídos de Soleimán, quien
deseoso de contarla entre sus esposas, envió un emisario al rey del Mar para pedírsela en matrimonio, a la
vez que, le instaba a romper la estatua de ágata, y a reconocer que no hay más Dios que Alah, y que Soleimán
es el profeta, de Alah y le amenazaba con su enojo y su venganza, si no se sometía inmedíatamente a
sus deseos.
Entonces congregó el rey del Mar a sus visires Y a los jefes de los genn, y les dijo: “Sabed que Soleimán
me amenaza con todo género de calamidades para obligarme a que le de mi hija, y rompa la estatua
que sirve de vivienda a vuestro jefe Deasch ben-Alaemasch. ¿Qué opináis acerca de tales amenazas? ¿Debo
inclinarme a resistir?”
Los visires contestaron “¿Y que tienes que temer del poder de Soleimán, ¡oh rey nuestro! ¡Nuestras
fuerzas son tan formidables como las suyas por lo menos, y sabremos aniquilarlas!” Luego encaráronse
conmigo y me pidieron mi opinión. Dije entonces: “¡Nuestra única respuesta para Soleimán será dar una
paliza a su ernisario!”. Lo cual ejecutóse al punto. Y dijimos al emisario: “¡Vuelve ahora para dar cuenta de
la aventura a tu amo!”
Cuando enteróse Soleimán del trato infligido a su emisario, llegó al límite de la indignación, y reunió en
seguida, todas sus fuerzas disponibles, consistentes en genios, hombres, pajaros y animales. Confió a Assaf
ben-Barkhia el mando de los guerreros humanos, y a Domriat, rey de los efrits, el mando de todo el ejército
de genios, que ascendía a se sesenta millones, y el de los anímales y aves de rapiña recolectados en todos
los puntos del universo y en la islas y mares de la tierra. Hecho lo cual, yendo a la cabeza de tan formidable
ejército, Soleimán se dispuso invadir el país de mi soberano el rey del Mar. Y no bien llegó, alineó su ejército
en orden de batalla
Empezó por formar en dos alas a los animales, colocándolos en líneas de a cuatro, y en los aires apostó
a las grandes aves de rapiña, destinadas a servir de centinelas que descubriesen nuestros movimientos y a
arrojarse de pronto sobre los guerreros para herirles y sacarles los ojos. Compuso la vanguardia con el ejército
de hombres, y la retaguardia con el ejército de genios; y mantuvo a su diestra a su visir Assaf ben-
Barkhia, y a su izquierda a Domriat, rey de los genios del aire. Él permaneció en medio, sentado en su trono
de pórfido y de oro, que arrastraban cuatro elefantes. Y dio entonces la señal de la batalla.
De repente, hízose oír un clamor que aumentaba con el ruido de carreras al galope y el estrépito tumultuoso
de los genios, hombres, aves de rapiña y fieras guerreras; y resonaba la corteza terrestre bajo el azote
formidable de tantas pisadas, en tanto que retemblaba el aire con el batir de millones de alas, y con las exclamaciones,
los gritos y los rugidos.
Por lo que a mí respecta, se me concedió el mando de la vanguardia del ejército de genios sometido al
rey del Mar. Hice una seña a mis tropas, y a la cabeza de ellas me precipité sobre el tropel de genios enemigos
que mandaba el rey Domriat. E intentaba atacar yo mismo al jefe de los adversarios, cuando le vi
convertirse de improviso en una montaña inflamada que empezó a vomitar fuego a torrentes, esforzándose
por aniquilarme y ahogarme con los despojos que caían hacia nuestra parte en olas abrasadoras. Pero me
defendí y ataqué con encarnizamiento, animando a los míos, y sólo cuando me convencí de que el número
de mis enemigos me aplastaría a la postre, di la señal de retirada y me puse en fuga por los aires a fuerza de
alas. Pero nos persiguieron por orden de Soleimán, viéndonos por todas partes rodeados de adversarios, genios,
hombres, animales y pájaros; y de los nuestros quedaron extenuados unos, aplastados otros, por las
patas de los cuadrúpedos, y precipitados otros desde lo alto de los aires, después que les sacaron los ojos y
les despedazaron la piel. También a mí alcanzáronme en mi fuga, que duró tres meses. Preso y amarrado
ya, me condenaron a estar sujeto a esta columna negra hasta la extinción de las edades, mientras que aprisionaron
a todos los genios que yo tuve a mis órdenes, los transformaron en humaredas y los encerraron en
vasos de cc.bre, sellados con el sello de Soleimán, que arrojaron al fondo del mar que baña las murallas de
la Ciudad de Bronce.
En cuanto a los hombres que habitaban este país, no sé exactamente qué fue de ellos, pues me hallo encadenado
desde que se acabó nuestro poderío, ¡Pero si vais a la Ciudad de Bronce, quiza os tropeceis con
huellas suyas y lleguéis a saber su historia!”
Cuano acabó de hablar el busto, comenzo a agitarse de un modo frenético para desligarse de la columna.
Y temerosos de que lograra libertarse y les obligara a secundar sus esfuerzos, el emir Muza y sus acompañantes
no quisieron pérmanecer más tiempo allí, y se dieron prisa a proseguir su camino hacia la ciudad,
cuyas torres y murallas veían ya destacarse en lontananza.
Cuando sólo estuvieron a una ligera distancia de la ciudad, como caía la noche y las cosas tomaban a su
alrededor un aspecto hostil, prefirieron esperar al amanecer para acercarse a las puertas; y montaron tiendas
donde pasar la noche, porque estaban rendidos de las fatigas del viaje.
Apenas comenzó el alba por Oriente a aclarar las cimas de las montanas, el emir Muza despertó a sus
acompañantes, y se puso con ellos en camino para alcanzar una de las puertas de entrada. Entonces vieron
erguirse formidables ante ellos, en medio de la claridad matinal, las murallas de bronce, tan lisas, que diríase
acababan de salir del molde en que las fundieron. Era tanta su altura, que parecian como una primera
cadena de los montes gigantescos que las rodeaban, y en cuyos flancos incrustábanse cual nacidas allí mismo
con el metal de que se hicieron.
Cuando pudieron salir de la inmovilidad que les produjo aquel espectáculo sorprendente, buscaron con la
vista alguna puerta por donde entrar a la ciudad. Pero no dieron con ella. Entonces echaron a andar bordeando
las murallas, siempre en espera de encontrar la entrada. Pero no vieron entrada ninguna. Y siguieron
andando todavía horas y horas sin ver puerta ni brecha alguna, ni nadie que se dirigiese a la ciudad
o saliese de ella. Y a pesar de estar ya muy ayanzado el día, no oyeron dentro ni fuera de las murallas el
menor rumor, ni tampoco notaron el menor movimiento arriba ni al pie de los muros. Pero el emir Muza no
perdió la esperanza, animando a sus acompañantes para que anduviesen más aún; y caminaron así hasta la
noche, y siempre veían desplegarse ante ellos la línea inflexible de murallas de bronce que seguían la carrera
del sol por valles y costas, y parecían surguir del propio seno de la tierra.
Entonces el emir Muza ordenó a sus acompañantes que hicieran alto para descansar y comer. Y se sentó
con ellos durante algún tiempo, reflexionando acerca de la situación.
Cuando hubo descansado, dijo a sus compañeros que se quedaran allí vigilando el campamento hasta su
regreso, y seguido del jeique Abdossamad y de Taleb ben-Sehl, trepó con ellos a una alta montaña con el
propósito de inspeccionar los alrededores y reconocer aquella ciudad que no quería dejarse violar por las
tentativas humanas...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.
Ella dijo:
... aquella ciudad que no quería dejarse violar por las tentativas humanas.
Al principio no pudieron distinguir nada en las tinieblas, porque ya la noche había espesado sus sombras
sobre la llanura; pero de pronto hízose un vivo resplandor por Oriente, y en la cima de la montaña apareció
la luna, iluminando cielo y tierra con un parpadeo de sus ojos. Y a sus plantas desplegóse un espectáculo
que les contuvo la respiración.
Estaban viendo una ciudad de sueño.
Bajo el blanco cendal que caía de la altura, en toda la extensión que podría abarcar la mirada fija en los
horizontes hundidos en la noche, aparecían dentro del recinto de bronce cúpulas de palacios, terrazas de casas,
apacibles jardines, y a la sombra de los macizos, brillaban los canales que iban a morir en un mar de
metal, cuyo seno frío reflejaban las luces del cielo. Y el bronce de las murallas, las pedrerías encendidas de
las cúpulas, las terrazas cándidas, los canales y el mar entero, así como las sombras proyectadas por Occidente,
amalgamábanse bajo la brisa nocturna y la luna mágica. Sin embargo, aquella inmensidad estaba sepultada,
como en una tumba, en el universal silencio. Allá dentro no había ni un vestigio de vida humana.
Pero he aquí que con un mismo gesto, quieto, destacában se sobre monumentales zócalos altas figuras de
bronce, enormes jinetes tallados en mármol, animales alados que se inmovilizaban en un vuelo estéril; y los
únicos seres dotados de movimiento en aquella quietud, eran millares, de inmensos vampiros que daban
vueltas a ras de los edificios bajo el cielo, mientras búhos invisibles turbaban el estático silencio con sus
lamentos y sus voces fúnebres en los palacios muertos y las terrazas solitarias.
Cuando saciaron, su mirada con aquel espectáculo extraño, el emir Muza y sus compañeros, bajaron de la
montaña, asombrándose en extremo por no haber advertido en aquella ciudad inmensa la huella de un ser
humano vivo. Y ya al pie de los muros de bronce, llegaron a un lugar donde vieron cuatro inscripciones
grabadas en caracteres jonicos, y que en seguida descifró y tradujo al emir Muza el jeique Abdossamad.
Decía la primera inscripción:
¡Oh hijo de los hombres, qué vanos son tus cálculos! ¡La muerte está cercana; no hagas cuentas para el
porvenir; se trata de un Señor del Universo que dispersa las naciones y los ejércitos, y desde sus palacios de
vastas magnificencias precipita a los reyes en la estrecha morada de la tumba; y al despertar su alma en la
igualdad de la tierra, han de verse reducidos a un montón de ceniza y polvo!
Cuando oyó estas palabras, exclamó el emir Muza: “¡Oh sublimes verdades! ¡Oh sueño del alma en la
igualdad de la tierra! ¡Qué conmovedor es todo, esto!” Y copió al punto en sus pergaminos aquellas frases.
Pero ya traducía el jeique la segunda inscripción, que decía:
¡Oh hijo de los hombres! ¿Por qué te ciegas con tus propias manos? ¿Cómo puedes confiar en este vano
mundo? ¿No sabes que es un albergue pasajero, una morada transitoria? ¡Di! ¿Dónde están los reyes que
cimentaron los imiperios? ¿Dónde están los conquistadores, los dueños del Irak, de Ispahán y del Khorassán?
¡Pasaron cual si nunca hubieran existido!
Igualmente copió esta inscripción el emir Muza, y escuchó muy emocionado al jeique, que traducía la
tercera:
¡Oh hijo de los hombres! ¡He aquí que transcurren los días, y miras indiferente cómo corre tu vida hacia
el término final! ¡Piensa en el día del Juicio ante el Señor tu dueño! ¿Qué fue de los soberanos de la India,
de la China, de Sina y de Nubia? ¡Les arrojó a la nada el soplo implacable de la muerte!
Y exclamó el emir Muza: “¿Qué fue de los soberanos de Sina y de Nubia? ¡Se perdieron en la nada!” Y
decía la cuarta inseripcion:
¡Oh hijo de los hombres! ¡Anegas tu alma en los Placeres, y no ves que la muerte se te monta en los
hombros espiando tus movimientos! ¡El mundo es como una tela de araña, detrás de cuya fragilidad está
acechándote la nada! ¿A dónde fueron a parar los hombres llenos de esperanza y sus proyectos efímeros?
¡Cambiaron por la tumba los palacios donde habitan buhos ahora!
No pudo el emir Muza contener su emoción, y se estuvo largo tiempo llorando con las manos en las sienes,
y decía: “¡Oh el misterio del nacimiento y de la muerte! ¿Por qué nacer, si hay qué morir? ¿Por que vivir,
si la muerte da el olvido de la vida? ¡Pero sólo Alah conoce los destinos, y nuestro deber es inclinarnos
ante Él con obediencia muda!” Hechas estas reflexiones, se encaminó de nuevo al campamento con sus
compañeros, y ordenó a sus hombres que al punto pusieran manos a la obra para construir con madera y
ramajes una escala larga y sólida, que les permitiese subir a lo alto del muro, con objeto de intentar luego
bajar a aquella ciudad sin puertas.
En seguida dedicáronse a buscar madera y gruesas ramas secas; las mondaron lo mejor que pudieron con
sus sables y sus cuchillos; las ataron unas a otras con sus turbantes, sus cinturones, las cuerdas de los camellos,
las cinchas y las guarniciones, logrando construir una escala lo suficiente larga para llegar a lo alto de
las murallas. Y entonces la tendieron en el sitio más a propósito, sosteniéndola por todos lados con piedras
gruesas e invocando el nombre de Alah comenzaron a trepar por ella lentamente, con el emir Muza a la cabeza.
Pero quedáronse algunos en la parte baja de los muros para vigilar el campamento y los alrededores.
El emir Muza y sus acompañantes anduvieron durante algún tiempo por lo alto de los muros, y llegaron
al fin ante dos torres unida entre sí por una puerta de bronce, cuyas dos hojas encajaban tan perfectamente,
que no se hubiera podido introducir por su intersticio la punta de una aguja. Sobre aquella puerta aparecía
grabada en relieve, la imagen de un jinete de oro que tenía un brazo extendido y la mano abierta, y en la
palma de esta mano había trazados unos caracteres jónilcos que descifró en seguida el jeique Abdossamad
y los tradujo del siguiente modo: “Frota la puerta doce veces con el clavo que hay en mi ombligo.”
Aunque muy sorprendido de tales palabras, el emir Muza se acercó entonces al jinete y notó que efectivamente
tenía metido en medio del ombligo un clavo de oro. Echó mano e introdujo y sacó el clavo doce veces.
Y a las doce veces que lo hizo, se abrieron las dos hojas de la puerta, dejando ver una escalera de granito
rojo que descendía caracoleando. Entonces el emir Muza y sus acompañantes bajaron por los peldaños
de esta escalera, la cual les condujo al centro de una sala que daba a ras, de una calle en la que se estacionaban
guardias armados con arcos y espadas. Y dijo el emir Muza: “¡Vames a hablarles antes de que se inquieten
con nuestra presencia!”
Acercáronse, pues, a estos guardias, unos de los cuales estaban de pie con el escudo al brazo y el sable
desnudo, mientras otros permanecían sentados o tendidos. Y encarándose con el que parecía el jefe, el emir
Muza le deseó la paz con afabilidad; pero no se movió el hombre ni le devolvió la zalema; y los demás
guardias permanecieron inmóviles igualmente y con los ojos fijos, sin prestar ninguna atención a los que
acababan de llegar y como si no les vieran.
Entonces, por si aquellos guardias no entendian el árabe, el emir Muza dijo- al jeique Abdossamad: “¡Oh
jeique, dirígeles la palabra en cuantas lenguas conozcas!” Y el jeique hubo de hablarles primero en lengua,
griega; luego, al advertir la inutilidad de su tentativa, les habló en indio, en hebreo, en persa, en etíope y en
sudanés; pero ninguno de ellos comprendio una palabra de tales idiomas ni hizo el menor gesto de inteligencia.
Entonces dijo el emir Muza: “¡Oh jeique! Acaso estén ofendidos estos guardias porque no les saludaste
al estilo de su país. Conviene, pues, que les hagas zalemas al uso de cuantos países conozcas.” Y el
venerable Abdossamad hizo al instante todos los ademanes acostumbrados en las zalemas conocidas en los
pueblos de cuantas comarcas había recorrido. Pero no se movió ninguno de los guardias, y cada cual permaneció
en la misma actitud que al principio.
Al ver aquello, llegó al límite del asombro el emir Muza, sin querer insistir más; dijo a sus acompañantes
que le siguieran, y continuó su camino, no sabiendo a qué causa atribuir semejante mutismo. Y se decia el
jeique Abdossamad: “¡Por Alah, que nunca vi cosa tan extraordinaria en mis viajes!”
Prosiguieron andando así hasta llegar a la entrada del zoco. Como encontráronse con las puertas abiertas,
penetraron en el interior. El zoco estaba lleno de gentes que vendían y compraban: y por delante de las
tiendas se amontonaban maravillosas mercancías. Pero el emir Muza y sus acompañantes notaron que todos
los compradores y vendedores, como también cuantos se hallaban en el zoco, habíanse detenido, cual puestos
de común acuerdo, en la postura en que les sorprendieron; y se diría que no esperaban para reanudar sus
ocupaciones habituales más que a que se ausentasen los extranjeros. Sin embargo, no parecían prestar la
menor atención a la presencia de éstos, y contentábanse con expresar por medio del desprecio y la indiferencia
el disgusto que semejante intrusión les producía. Y para hacer aún más significativa tan desdeñosa
actitud, reinaba un silencio genneral al paso de los extraños, hasta el punto de que en el inmenso zoco abovedado,
se oían resonar sus pisadas de caminantes solitarios entre la quietud de su alrededor. Y de esta guisa
recorrieron el zoco de los joyeros, el zoco de las sederías, el zoco de los guarnicioneros, el zoco de los
pañeros, el de los zapateros remendones y el zoco de los mercaderes de especias y sahumerios, sin encontrar
por parte alguna el menor gesto benevolo u hostil, ni la menor sonrisa de bienvenida o burla.
Cuando cruzaron el zoco de los sahumerios, desembocaron en una plaza inmensa donde deslumbraba la
claridad del sol después de acostumbrarse la vista a la dulzura de la luz tamizada de los zocos. Y al fondo,
entre columnas de bronce de una altura prodigiosa, que servían de pedestales a enormes pájaros de oro con
las alas desplegadas, erguíase un palacio de mármol, flanqueado con torreones de bronce, y guardado por
una cadena de guardias, cuyas lanzas y espadas despedían de continuo vivos resplandores. Daba acceso a
aquel palacio una puerta de oro, por la que entró el emir Muza seguido de sus acompanantes.
Primeramente vieron abrirse a lo largo del edificio una galería sostenida por columnas de pórfido, y que
limitaba un patio con pilas de mármoles de colores; y utilizábase como armería esta galería, pues veíanse
allá por doquier, colgadas de las columnas, de las paredes y del techo, armas admirables, maravillas enriquecidas
con incrustaciones preciosas, y que procedían de todos los países de la tierra. En torno a la galería
se adosaban bancos de ébano de un labrado maravilloso, repujado de plata y oro, y en los que aparecían,
sentados o tendidos, guerreros en traje de gala, quienes por cierto, no hicieron movinuento alguno para impedir
el paso a los visitantes, ni para animarles a seguir en su asombrada exploración...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.

Ella dijo:
... para impedir el paso a los visitantes, ni para animarles a seguir en su asombrada exploración.
Continuaron, pues, por esta galería, cuya parte superior estaba decorada con una cornisa bellísima, y vieron,
grabada en letras de oro sobre fondo azul, una inscripción en lengua jónica que contenía preceptos sublimes,
y cuya traducción fiel hizo el jeique Abdossamad en esta forma:
¡En el nombre del Inmutable, Soberano de los destinos! ¡Oh hijo de los hombres, vuelve la cabeza y verás
que la muerte se dispone a. caer sobra tu alma! ¿Dónde está Adán, padre de los humanos? ¿Dónde están
Nuh y su descendencia? ¿Dónde está Nemrod el formidable? ¿Dónde están los reyes, los conquistadores,
los Khosroes, los Césares, los Faraones, los emperadores de la India y del Irak, los dueños de Persia y de
Arabia e Iskandar el Bicornio? ¿Dónde están los soberanos de la tierra Hamán Y Karún, Y Scheddad, hijo
de Aad, y todos los pertenecientes a la posteridad de Canaán? ¡Por orden del Eterno, abandonaron la tierra
para ir a dar cuenta de sus actos el día de la Retribución!
¡Oh hijo de los hombres! no te entregues al mundo y a sus placeres! ¡Teme al Señor, y sírvele de corazón
devoto! ¡Teme a la muerte! ¡La devoción por el Señor y el temor a la muerte, son el principio de toda sabiduría!
¡Así cosecharás buenas acciones, con las que te perfumarás el día terrible del Juicio!
Cuando escribieron en sus pergaminos esta inscripción, que les conmovió mucho, franquearon una gran
puerta que se abría en medio de la galería y entraron a una sala, en el centro de la cual habla una hermosa
pila de mármol transparente, de donde se escapaba un surtidor de agua. Sobre la pila, a manera de techo
agradablemente coloreado, se alzaba un pabellón cubierto con colgaduras de seda y oro en matices diferentes,
combinados con un arte perfecto. Para llegar a aquella pila, el agua se encauzaba por cuatro canalillos
trazados en el suelo de la sala con sinuosidades encantadoras, y cada canalillo tenía un lecho de color
especial: el primero tenía un lecho de pórfido rosa; el segundo, de topacios; el tercero, de esmeraldas, y el
cuarto, de turquesas; de tal modo, que el agua de cada uno se teñía del color de su lecho, y herida por la luz
atenuada que filtraban las sedas en la altura, proyectaba sobre los objetos de su alrededor y las paredes de
mármol, una dulzura de paisaje marino.
Allí franquearon una segunda puerta, y entraron en la segunda sala. La encontraron llena de monedas antiguas
de oro y plata, de collares, de alhajas, de perlas, de rubíes y de toda clase de pedrerías. Y tan amontonado
estaba todo, que apenas se podía cruzar la sala y circular por ella para penetrar en la tercera.
Aparecía ésta llena de armaduras, de metales preciosos, de escudos de oro enriquecidos con pedrerías, de
cascos antiguos, de sables de la India, de lanzas, de venablos y de corazas del tiempo de Daúd y de Soleimán;
y todas aquellas armas estaban en tan buen estado de conservación que creríase habían salido la víspera
de entre las manos que las fabricaron.
Entraron luego en la cuarta sala, enteramente ocupada por armarios y estantes de maderas preciosas, donde
se alineaban ordenadamente ricos trajes, ropones suntuosos, telas de valor y brocados labrados de un
modo admirable. Desde allí se dirigieron a una puerta abierta que les facilitó el acceso a la quinta sala.
La cual no contenía entre el suelo y el techo más que vasos y enseres para bebidas, para manjares y para
abluciones: tazones de oro y plata, jofainas de cristal de roca, copas de piedras preciosas, bandejas de jade y
de ágata de diversos colores.
Cuando hubieron admirado todo aquello, pensaron en volver sobre sus pasos, y he aquí que sintieron la
tentación de llevarse un tapiz inmenso de seda y oro que cubría una de las paredes de la sala. Y detrás del
tapiz vieron una gran puerta labrada con finas marqueterías de marfil y ébano, y que estaba cerrada con cerrojos
macizos, sin la menor huella de cerradura donde meter una llave. Pero el jeique Abdossamad se puso
a estudiar el mecanismo de aquellos cerrojos, y acabó por dar con un resorte oculto, que hubo de ceder a
sus esfuerzos. Entonces la puerta giró sobre sí misma y dio a los viajeros libre acceso a una sala milagrosa,
abovedada en forma de cúpula, y construida con un mármol tan pulido, que parecía un espejo de acero. Por
las ventanas de aquella sala, a través de las celosías de esmeraldas y diamantes, filtrábase una claridad que
inundaba los objetos con un resplandor imprevisto. En el centro, sostenido por pilastras de oro, sobre cada
una de las cuales había un pájaro con plumaje de esmeralda y pico de rubíes, erguíase una especie de oratorio
adornado con colgaduras de seda y oro, y al que unas gradas de marfil unían al suelo, donde una magnífica
alfombra, diestramente fabricada con lana de colores gloriosos, abría sus flores sin aroma en medio de
su césped sin savia, y vivía toda la vida artificial de sus florestas pobladas de pájaros y animales copiados
de manera exacta, con su belleza natural y sus contornos verdaderos.
El emir Muza y sus acompañantes subieron por las gradas del oratorio, y al llegar a la plataforma se detuvieron
mudos de sorpresa. Bajo un dosel de terciopelo salpicado de gemas y diamantes, en amplio lecho
construido con tapices de seda superpuestos, reposaba una joven de tez brillante, de párpados entornados
por el sueño tras unas largas pestañas combadas, y cuya belleza realzábase con la calma admirable de sus
acciones, con la corona de oro que ceñía su cabellera, con la diadema de pedrerías que constelaba su frente,
y con el húmedo collar de perlas que acariciaba su dorada piel. A derecha y a izquierda del lecho se hallaban
dos esclavos, blanco uno y negro otro, armado cada cual con un alfanje desnudo y una pica de acero. A
los pies del lecho había una mesa de mármol, en la que aparecían grabadas las siguientes frases:
¡Soy la virgen Tadmor, hija del rey de los Amalecitas, y esta ciudad es mi ciudad! ¡Puedes llevarte
cuanto plazca a tu deseo, viajero que lograste penetrar hasta aquí! ¡Pero ten cuidado con poner sobre mí una
mano violadora, atraído por mis encantos y por la voluptuosidad!
Cuando el emir Muza se repuso de la emoción que hubo de causarle la presencia de la joven dormida,
dijo a sus acompañantes: “Ya es hora de que nos alejemos de estos lugares después de ver cosas tan asombrosas,
y nos encaminamos hacia el mar en busca de los vasos de cobre. ¡Podéis, no obstante, coger de este
palacio todo lo que os parezca; pero guardaos de poner la mano sobre la hija del rey o de tocar a sus vestidos.”
Entonces dijo Taleb ben-Sehl: “¡Oh emir nuestro, nada en este Palacio puede compararse a la belleza de
esta joven! Sería una lástima dejarla ahí en vez de llevárnosla a Damasco para ofrecérsela al califa. ¡Valdría
más semejante regalo que todas las ánforas de efrits del mar!” Y contestó el emir Muza: “No podemos tocar
a la princesa, porque sería ofenderla, y nos atraeríamos calamidades.” Pero exclamó Taleb: “¡Oh emir
nuestro! las princesas, vivas o dormidas, no se ofenden nunca por violencias tales.” Y tras de haber dicho
estas palabras, se acercó a la joven y quiso levantarla en brazos. Pero cayó muerto de repente, atravesado
por los alfanjes y las picas de los esclavos, que le acertaron al mismo tiempo en la cabeza y en el corazón.
Al ver aquello, el emir Muza no quiso permanecer ni un momento más en el palacio, y ordenó a sus
acompañantes que salieran de prisa para emprender el camino del mar.
Cuando llegaron a la playa, encontraron allí a unos cuantos hombros negros ocupados en secar sus redes
de pescar, y que correspondieron a las zalemas en árabe y conforme a la fórmula musulmana. Y dijo el emir
Muza al de más edad entre ellos, y que parecía ser el jefe: ¡Oh venerable jeique! venimos de parte de dueño
el califa Abdalmalek ben-Merwán, para buscar en este mar vasos con efrits de tiempos del profeta Soleimán.
¿Puedes ayudarnos en nuestras investigaciones y explicarnos el misterio de esta ciudad donde están
privados de movinuento todos los seres?” Y contestó el anciano: “Ante todo, hijo mío, has de saber que
cuantos pescadores nos hallamos en esta playa creemos en la palabra de Alah y en la de su Enviado (¡con él
la plegaria y la paz!); pero cuantos se encuentran en esa Ciudad de Bronce están encantados desde la antigüedad,
y permanecerán así hasta el día del Juicio. Respecto a los vasos que contienen efrits, nada más fácil
que prcurároslos, puesto que poseemos una porción de ellos, que una vez destapados, nos sirven para cocer
pescado y alimentos. Os daremos todos los que queráis. ¡Solamente es necesario, antes de destaparlos, hacerlos
resonar golpeándolos con las manos, y obtener de quienes los habitan el juramento de que reconocerán
la verdad de la misión de nuestro profeta Mohammed, expiando su primera falta y su rebelión contra la
supremacía de Soleimán ben-Daúd!” Luego añadió: “Además, también deseamos daros, como testimonio
de nuestra fidelidad al Emir de los Creyentes, amo de todos nosotros, dos hijas del mar que hemos pescado
hoy mismo, y que son más bellas que todas las hijas, de los hombres.”
Y cuando hubo dicho estas palabras, el anciano entregó al emir Muza doce vasos de cobre, sellados en
plomo con el sello de Soleimán, Y las dos hijas del mar, que eran dos maravillosas criaturas de largos cabellos
ondulados como las olas, de cara de luna y de senos admirables y redondos y duros cual guijarros
marinos; pero desde el ombligo carecían de las suntuosidades carnales que generalmente son patrimonio de
las hijas de los hombres, y las sustituían con un cuerpo de pez que se movía a derecha y a izquierda, de la
propia manera que las mujeres cuando advierten que a su paso llaman la atención. Tenían la voz muy dulce,
y su sonrisa resultaba encantadora; pero no comprendían ni hablaban ninguno de los idiomas conocidos, y
contentábanse con responder únicamente con la sonrisa de sus ojos a todas las preguntas que se les dirigían.
No dejaron de dar las gracias al anciano por su generosa bondad el emir Muza y sus acompañantes, e invitáronles,
a él y a todos los pescadores que estaban con él, a seguirles al país de los musulmanes, a Damasco,
la ciudad de las flores, de las frutas y de las aguas dulces. Aceptaron la oferta el anciano y los pescadores,
y todos juntos volvieron primero a la Ciudad de Bronce para coger cuanto pudieron llevarse de cosas
preciosas, joyas, oro, y todo lo ligero de peso y pesado de valor. Cargados de este modo, se descolgaron
otra vez por las murallas de bronce, llenaron sus sacos y cajas de provisiones con tan inesperado botín, y
emprendieron de nuevo el camino de Damasco, adonde llegaron felizmente al cabo de un largo viaje sin incidencias.
El califa Adbalmalek quedó encantado y maravillado al mismo tiempo del relato que de la aventura le hizo
el emir Muza; y exclamó: “Siento en extremo no haber ido con vosotros a esa Ciudad de Bronce. ¡Pero
iré, con la venia de Alah, a admirar por mí mismo esas maravillas y a tratar de aclarar el misterio de ese encantamiento!”
Luego quiso abrir por su propia mano los doce vasos de cobre, y los abrió uno tras de otro. Y
cada vez salía una humareda muy densa que convertíase en un efrit espantable, el cual se arrojaba a los pies
del califa y exclamaba: “¡Pido perdón por mi rebelión a Alah y a ti, ¡oh señor nuestro Soleimán!” Y desaparecían
a través del techo ante la sorpresa de todos los circundantes. No se maravilló menos el califa de la
belleza de las dos hijas del mar. Su sonrisa, y su voz, y su idioma desconocido le conmovieron y le emocionaron.
E hizo que las pusieran en un gran baño, donde vivieron algún tiempo para morir de consunción,
y de calor por último.
En cuanto al emir Muza, obtuvo del califa permiso para retirarse a Jerusalén la Santa con el propósito de
pasar el resto de su vida allí, sumido en la meditación de-las palabras antiguas que tuvo cuidado de copiar
en sus pergaminos. ¡Y murió en aquella ciudad despues de ser objeto de la veneración de todos los creyentes,
que todavía van a visitar la kubba donde reposa en la paz y la bendicion del Altísimo!
¡Y esta es ¡oh rey afortunado! -prosiguió Schahrazada- la histotoria de la Ciudad de Bronce!
Entonces dijo el rey Schahriar: “¡Verdaderamente, Schahrazada, que el relato es prodigioso!” vas a contarme
esta noche, si puedes, una historia más asombrosa que todas las ya oídas, porque me siento el pecho
más oprimido que de costumbre!”

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