Theodore Sturgeon
Lirht está situado en un plano diferente del universo, o bien en otra galaxia. Tal vez estos términos signifiquen lo mismo. El hecho es que Lirht es un planeta con tres lunas (una de las cuales es desconocida) y un sol, que es tan importante en su universo como el nuestro.
Lirht está habitado por los Gwik, su raza más desarrollada, y por otras especies que lo están menos, que, a propósito de esta narración, pueden pasarse por alto. Exceptuando, por supuesto, a los hurkle. Estos son muy apreciados por los gwik como animales domésticos, si bien es necesario tener en cuenta el hecho de que un hurkle es tan afectuoso que no puede ser leal. Los hurkle más bonitos son los azules.
Ahora bien, en la ciudad más grande de Lirht se plantearon graves problemas, de los que no hablaremos puesto que no hacen a esta historia, y un gwik llamado Hvov, a quien pueden olvidar ahora mismo, hizo volar un edificio que era muy importante, por razones que no comprenderíamos. Este suceso causó una gran agitación y los habitantes dejaron sus hogares y sus trabajos en las fábricas, acudiendo hacia el centro de la ciudad. Así sucedió que quedó abierta una puerta en cierto laboratorio.
A pesar de que ocurran grandes sucesos, los pequeños menesteres de la vida diaria siguen su curso habitual. Durante los «Diez días que conmovieron al mundo», los cafés y teatros de Moscú y Petrogrado permanecieron abiertos, la gente se enamoró, pleitearon unos contra otros, murieron, derramaron sudor y lágrimas, y algunas de éstas fueron de risa.
De la misma forma, en Lirht, mientras se llegaba a la decisión sobre lo que le sucedería al miserable Hvov, los gwik siguieron fansendo, blarteando y campendo. El pulso agitado de la vida continuaba y en los anams crecían los corsons.
En el laboratorio mencionado, que había quedado abierto a raíz de tales importantes circunstancias, remoloneaba un cachorro de hurkle. Estaba muy feliz de hallarse allí, pero indudablemente el hurkle es, por naturaleza, un animal feliz.
Examinó, sin temor alguno (podía volverse invisible si se lo asustaba) y dedicó un brillo de simpatía a las patas de las mesas y a las luminosas paredes. Se movía sinuosamente, arqueando la espalda y jugueteando en el suelo. Sus patas delanteras y traseras eran rígidas; el par de patas de en medio tenía dos juegos de articulaciones en la rodilla, uno hacia adelante y otro hacia atrás.
Su contextura era ingeniosa como la de un escorpión, y su color, el más perfecto azul.
Casi la cuarta parte del laboratorio estaba ocupada por una enorme e intrincada máquina, todavía no colocada en su sitio, que tenía signos de que en ella estaban trabajando en varios proyectos que incluían toda la galaxia: conexiones temporales entre uno y otro componentes, cables que terminaban en pinzas metálicas, aparatos de medida que se hallaban situados en mesas auxiliares cercanas.
El cachorro examinó la máquina con curiosidad y ánimo amistoso, dedicándole una serie de radiaciones que hacían que brillara, lo que equivalía a un ronroneo. Saltó delicadamente de uno a otro lado, presionando con suavidad, pero con firmeza, una llave situada en el suelo. El cachorro miró curiosamente y descubrió, dentro de la maraña de alambres y resortes, la más atractiva escena que jamás hubiera visto.
Era como la reverberación del calor sobre un campo en barbecho, como un torbellino de humo, como las luces de neón sobre el pavimento húmedo. Para el animal, ese parpadeo anaranjado era como el olor de la menta para el gato, o como el del anís para los terriers terrestres.
Se dirigió hacia el resplandor, afirmó las patas en un soporte - afortunadamente no había desviación de la energía a tierra - y trepó. Subió desde el transformador a la unidad energética, retozó cerca de un condensador - cuyo ajuste se modificó - desapareció momentáneamente al sentir el calor de un tubo y finalmente se meció sobre el límite del resplandor.
Este se hallaba suspendido en el aire, dentro de una especie de gabinete, rodeado de grandes bobinas que poseían, cada una, decenas de miles de vueltas de alambre delgado y voluminosas asas condensadoras.
Uno de los lados de la parte delantera del gabinete se hallaba abierto, y el cachorro se quedó allí, fascinado, meciéndose hacia adelante y hacia atrás, al ritmo de una música inaudible que él mismo hacía para contrastar con esta llama que surgía de la nada.
Hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás, se mecía y balanceaba, en una onda de deliciosa, excitante sensación.
Y entonces sucedió que desplazó su centro de gravedad demasiado lejos de su punto de apoyo. Esto bastó para que cayera en el gabinete, dentro de la llamarada de color.
Un mediodía sofocante de junio, un maestro apellidado Stott, cuyos deberes incluían la enseñanza de siete materias a cuarenta alumnos en la escuela de una pequeña ciudad, estaba escribiendo en una pizarra.
Escribía la palabra Madagascar, y el aire era tan cálido y húmedo que sentía cómo la camisa se pegaba y despegaba, en su espalda, cada vez que hacía una a.
Detrás de él sintió un leve murmullo, proveniente de los alumnos de séptimo año. Sus reflejos, bien entrenados, le permitieron no volverse hasta que terminó de escribir la palabra, momento en que el cuarto vibraba con el alboroto de los niños.
Stott se enfrentó a ellos, abrió la boca, pero la volvió a cerrar. Una cosa como ésta requeriría más que una reprimenda de compromiso.
Sus cuarenta pilluelos se retorcían y rebullían sin descanso, y el sonido que producían, una especie de risa seca y nerviosa, era único.
Aquí, una mano rascaba frenética una nuca, allá un muchacho escarbaba ansiosamente debajo de la camisa, más atrás una pequeña damisela, compuesta y arreglada, frotaba sin descanso su cuero cabelludo.
Con plena conciencia del valor del enfoque individual, Stott preguntó:
- ¡Hubert!, ¿qué sucede?
Inmediatamente, la actividad disminuyó en el cuarto, si bien proseguían las fricciones.
- Nada, señor - dijo Hubert.
Stott paseó su mirada por la sala. Dondequiera que la posaba, se interrumpía el rascado, reemplazándolo un angustioso control.
La cosa parecía empezar por meneos y contorsiones. Stott se pasó el pulgar por la costilla inferior izquierda.
Alguien dejó escapar una risa. Antes de poder identificar al causante, Stott comenzó a experimentar una intensa picazón.
Trató de reprimir el impulso de rascarse, cerró firmemente las mandíbulas y se prometió a sí mismo que no se dejaría vencer por la tentación mientras estuviera al frente y fuera el centro de todas las miradas.
- Bueno, alumnos, ahora... Comenzó a decir, y se interrumpió.
Había algo en el alféizar de la ventana abierta. Parpadeó y volvió a mirar. Notó la existencia de una nubecilla traslúcida, de color azul, casi imperceptible.
Era menos que algo, pero ciertamente era más que nada. Si, con esfuerzo, trataba de discernir, podía llegar a imaginar una criatura arqueada, con demasiadas patas.
Pero, por supuesto, eso era ridículo. Apartó la vista y regañó a la clase.
Había tenido dos tristes experiencias con bombas de mal olor, y recordaba haber visto alguna vez una cosa que se anunciaba en un escaparate denominada algo así como «polvo que causa picazón».
¿Sería aquello el causante de este tormento? Sin embargo, era prudente no acusar a nadie todavía; si se equivocaba, corría el peligro de darles a estos pequeños genios algunas ideas poco recomendables.
Trató otra vez:
- Alumnos... - Tragó saliva. Este picazón era... - Bueno, alumnos...
Notó que una cabeza, y luego otra, y luego otra, se volvían hacia la ventana.
Entonces comprendió que si la clase se interesaba demasiado por lo que él había visto en el alféizar, pronto tendría que enfrentarse a un pánico.
Agitadamente, trató de encontrar el puntero y golpeó con él dos veces sobre el escritorio.
Hay que decir que su control no era el de siempre; golpeó demasiado fuerte, y sonó como si fueran disparos.
La clase entera se volvió hacia él, y la forma que apareció en la ventana comenzó a verse mucho más claramente.
Era azul, de un azul verdaderamente hermoso. Tenía una cabeza pequeña y esférica, y en el otro extremo se veía una forma similar.
Además poseía cuatro patas rígidas y rectas, y dos centrales, que parecían no tener huesos. Sobre esto, un cuerpo sinuoso.
Donde estaba la cabeza, vio cuatro pares de ojos, de tamaño gradualmente distinto.
Se mantuvo moviéndose allí durante unos diez segundos, y luego, sin un sonido, saltó por la ventana y se fue.
Mr. Stott, pálido y - tembloroso -, cerró los ojos. Sus rodillas se aflojaban y sobre su labio superior apareció un reborde de sudor.
Se aferró al escritorio y forzó a sus ojos a permanecer abiertos, y luego oyó la campana que terminaba otro día de clase, inundándole de tranquilidad, calmando su terror, devolviéndole el autocontrol.
- Pueden retirarse - farfulló, y se echó hacia atrás en el asiento.
Los alumnos recogieron sus cosas y se levantaron pasando de los murmullos agitados al alboroto caleidoscópico que los apretujaba en la puerta.
Mr. Stott se hundió en la silla, notando que el terrible picazón había desaparecido desde que golpeó con el puntero sobre el escritorio.
Ahora bien, Mr. Stott era un hombre metódico. Se enorgullecía de su habilidad para enseñar a sus alumnos a usar sus poderes de observación y todo aquello que la lógica ponía en sus manos.
Tal vez recuperaría, después de un rato, estos dos poderes, de los que creía poseer más de lo que suele ser habitual en la gente.
Se sentó, mirando sin ver la ventana abierta, sin reparar tampoco en la pradera bañada por el sol que se hallaba más allá.
Luego de repasar una media docena de veces lo sucedido, retuvo dos hechos importantes:
Primero, el animal que había visto, o que pensó que había visto, tenía seis patas.
Segundo, era de tal naturaleza que cualquiera que lo viera, o que pensara que lo veía, podía creer que se había vuelto loco.
Estos dos hechos tenían dos corolarios: Primero, que todos los animales que había visto hasta ahora, poseedores de seis patas, eran insectos.
Segundo, que si algo había que hacer con respecto a esta extraña criatura, era mejor que lo hiciera él mismo. Sin olvidar que cualesquiera que fuesen las medidas a adoptar, habría que tomarlas inmediatamente.
Se imaginó teniendo que cerrar las ventanas, con este calor, para dejar a la cosa fuera, y el pensamiento lo acobardó.
Preveía el posible efecto de un animalejo tal en medio de una clase de niños de alrededor de diez años y la idea le asustó. No, ciertamente no cabían demoras.
Se acercó a la ventana y examinó el alféizar, sin hallar nada. La inspección le reveló un lugar vacío. Se quedó pensando un rato, mientras se mordía el labio inferior.
Finalmente bajó a pedirle al encargado una bolsa de más de dos kilos de DDT «para un experimento». Se armó de una ancha caja de madera y un ventilador, colocándolos en una mesa que luego puso cerca de la ventana.
Entonces se sentó a esperar, por si la extraña bestia azul volvía a aparecer.
Cuando el cachorro de hurkle cayó, se preparó para llegar hasta el suelo, o por lo menos hasta la parte inferior del gabinete.
Recibió una sorpresa cuando vio que no caía, que descansaba sobre una superficie plana. De todas formas se sintió muy atemorizado y miró para todos lados, respirando anhelosamente y con los reflejos prestos para reaccionar.
El gabinete había desaparecido. El resplandor también. Y el laboratorio, con sus ventanas iluminadas por la coloración anaranjada del cielo de Lirht, con sus innúmeras hileras de instrumental reluciente, con sus voluminosas y complejas máquinas, tampoco estaba allí.
El animal se desperezó sobre la extensión que lo rodeaba, algo así como un prado. Los colores eran rarísimos; todo parecía hallarse a media luz, desenfocado. Había árboles, pero no pequeños y chatos como los de Lirht, sino enormes, de troncos rectos y majestuosos.
Los gases atmosféricos, distintos a aquellos a los que estaba acostumbrado, tenían colores; una especie de neblina débilmente coloreada velaba y delineaba todo.
El cachorro retorció sus cafmores y movió sus kum sin moverse del lugar donde se hallaba. Era indudable que ningún aprendizaje previo podía ayudarlo en la situación en que se encontraba.
Finalmente, trató de desplazarse; y allí fue cuando tuvo su segunda sorpresa. En vez de arquearse, comenzó a flotar en el aire, y volvió a tierra luego de haber dado el mayor salto que recordara.
Se acurrucó en el extraño césped, que parecía salido de un sueño, mirando azorado hacia todos lados, hacia arriba y hacia abajo. Se sentía solo y aterrorizado, y lo estaba pasando muy mal.
Vio su sombra a través de la leve neblina, y esto lo asustó mucho, porque en Lirht no proyectaba sombra cuando se asustaba.
Aquí todo sucedía mal y al revés: en vez de hacerse invisible cuando se asustaba, se hacía más fácil de distinguir; sus piernas parecían no funcionar bien y no había un solo malapec a la vista.
Creyó oír cierta música alegre, que sonaba bien dentro de su cabeza, pero que de alguna manera no resonaba en la forma debida.
Trató, con extrema precaución, de volver a moverse. Esta vez su trayectoria fue mucho más breve y mejor controlada.
Probó con un paso corto y rasante, y le pareció que lo había logrado. Luego se balanceó en su flexible par de patas de en medio y con completo abandono, se impulsó hacia arriba.
Subió hasta unos cinco metros, dando vueltas y vueltas, y aterrizó sobre sus patas rígidas. Esta sensación era verdaderamente encantadora. Recuperándose de la extraña y deliciosa sorpresa volvió a saltar.
Esta vez fue más lejos y más alto y al tocar el suelo rebotó alegremente dos veces. Todas estas agradables experiencias habían hecho que el miedo se le pasara.
El hurkle, como sabemos, es un animal feliz. Corcoveó, surcó el aire, se remontó y volvió a elevarse, y finalmente encontró en su camino una pared de ladrillos, con resultados asombrosos y desagradables.
Estaba aprendiendo, a golpes, la diferencia entre peso y masa. El efecto no fue grave, pero sí doloroso. Justo cuando comenzaba a sentirse bien...
Miró hacia arriba y vio lo que parecía ser una abertura en la pared, a unos tres metros del suelo. Lleno de espíritu de aventura, saltó y quedó parado sobre el alféizar, hazaña de la que se enorgulleció.
Se agazapó en este nuevo lugar, mientras se atusaba, y miró hacia dentro. El panorama que observó le pareció de lo más agradable.
Más de cuarenta feos y divertidos animales, aparentemente sujetos a maderos a la altura de sus extremidades inferiores, movían las cabezas, gesticulaban y murmuraban. Al otro lado del cuarto vio a otro monstruo, más alto y esbelto, con una cabeza desnuda en comparación con la de los otros, los atrapados, que tenían más pelos que un huevo de mauson.
Al poco rato de observarlos, el cachorro se dio cuenta de que sólo uno de los lados de la cabeza tenía pelo; pero el alto, al darse la vuelta para hacer unas raras marcas en la pared, mostró que tenía pelo en ambos lados.
El animal, enormemente entretenido, comenzó a radiar lo que en Lirht equivalía a un ronroneo, o sea un resplandor. En este extraño lugar tal cosa no fue visible, y en cambio los feos especímenes respondieron con los más extraños movimientos, meneos y frotamientos susurrantes del cuero que los cubría.
Esto puso muy contento al cachorro, que estaba encantado cuando era el centro de atención, y que redobló su emisión. Los movimientos de los animales se volvieron casi frenéticos.
Entonces el alto se volvió. Emitió uno o dos raros sonidos y finalmente, tomando un palo de la plataforma situada delante de él, lo dejó caer con gran estrépito.
El ruido asustó tremendamente al animal. Procuró volverse invisible, pero como las cosas estaban invertidas en este extraño mundo, sus contornos se hicieron aún más nítidos.
Se dio la vuelta y volvió a saltar al suelo. Antes de aterrizar sintió un sonido intenso y metálico. Del cuarto partía un ruido a cháchara y confusión que dio aún más ímpetu al terror del cachorro.
Huyó hacia unos arbustos y se escondió entre las hojas. Pronto, sin embargo, volvió a manifestar su buen natural.
Se quedó allí tendido, descansando y observando el movimiento suave de los tallos y de las hojas (algunas de ellas tal vez fueran flores) en la brisa. Una criatura con alas se acercó, zumbona y danzarina, a rodear uno de los capullos.
El animal se apoyó en una de sus patas de en medio, y con la otra atrapó al extraño ser. Este clavó en la pata del hurkle una rara aguja negra.
El cachorro no se inmutó. Se comió a la criatura y eructó. Se quedó quieto durante unos minutos, saboreando aún a la abeja. Pero, súbitamente, el experimento fracasó. Se comió dos veces más a la abeja, y luego abandonó el intento.
Volvió a prestar atención a la ventana, preguntándose qué harían ahora los extraños animales. Parecía estar todo tan tranquilo... Audazmente, el cachorro abandonó su escondite y volvió a saltar hasta la ventana.
Se hallaba muy contento consigo mismo; estaba alcanzando verdadera precisión en los saltos que daba en este loco mundo. Se atusó el pelo, y balanceándose miró otra vez hacia dentro.
Le sorprendió ver que los animales pequeños se habían ido.
El más grande se hallaba detrás de la plataforma en el extremo del cuarto. El cachorro y el extraño ser se miraron durante un largo rato. Finalmente el animal se inclinó y ajustó algo en la pared.
Inmediatamente se oyó un zumbido mecánico, y una cosa situada en un estante cerca de la ventana comenzó a dar vueltas.
Cuando el cachorro se quiso dar cuenta, se hallaba envuelto por una nube de polvo de olor picante. Se ahogó, y se volvió tan visible como asustado estaba, lo que era mucho.
Durante un largo rato fue incapaz de moverse; pero gradualmente fue sintiendo una sensación aguda y dolorosa, que lo penetró. Se abandonó a ella. Le fue invadiendo una onda tras otra de éxtasis agonizante, y danzó en su seno.
Emitió sus más brillantes radiaciones, si bien éstas sólo sirvieron para que el animal se rascara frenéticamente.
El hurkle se sintió muy extraño, transportado. Se dio la vuelta y saltó alto en el aire, abandonando el edificio.
Mr. Stott dejó de rascarse. Desgreñado fue hacia la ventana y vio a la extraña bestezuela azul, ahora invisible, pero cubierta por el polvo, hasta parecer una burbuja en la niebla. Rebotó en el prado, dando grandes saltos, dejando las huellas de polvo blanco en el césped.
Se frotó las manos, una con otra, y sonriendo agradablemente se enderezó. Había salvado a la Tierra de toda batalla, asesinato y crimen para siempre, pero no lo sabía. Por otra parte, nunca nadie lo supo. Vivió una vida larga y feliz.
Y ¿qué sucedió con el cachorro de hurkle? Siguió rebotando hasta ocultarse en unos arbustos cercanos. Allí se cavó un hoyo estrecho, trabajando somnolientamente, cada vez más despacio. Finalmente, se echó en él y quedó inmóvil. Pensaba en cosas raras, imaginaba extraña música, y lo asaltaban inesperadas sensaciones. Lentamente fueron cesando sus movimientos, y yació allí rígido y quieto, durante unas dos semanas.
Pasado ese tiempo, el hurkle, que ya no era un cachorro, se encontró con una camada de doscientos saludables retoños. Tal vez fue por acción del DDT, o tal vez por la nueva radiación que el animal recibió en la Tierra, pero todos eran hembras partenogenéticas, como usted y yo.
¿Y los humanos? ¡Oh, nos engendramos tan bien! ¡Y fuimos tan felices! Pero los humanos tenían el picor rampante, el prurito intermitente, el comezón punzante, o irritantemente parestético. Y nada pudieron hacer al respecto. Por eso se fueron.
¿No es verdad que éste es un lugar hermoso?
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