La mujer del bosque
Abraham Merritt
Mac Kay permanecía sentado en el balcón del pequeño albergue, un edificio agazapado como un gnomo bajo los abetos, en la orilla oriental del lago.
Era un pequeño y solitario lago cerca de una de las cumbres de los Vosgos, aunque solitario no es la palabra exacta; era más bien retirado, distante. Las montañas lo rodeaban por todos lados, formando como un amplio cuenco bordeado de árboles, y parecía estar lleno, o al menos esa había sido la impresión que había tenido Mac Kay al verlo por primera vez, con el tranquilo vino de la paz.
Mac Kay había sido un as de la Gran Guerra, primero volando con los franceses, luego con las fuerzas de su propio país. Y, como un pájaro, amaba a los árboles. Para él un árbol no era solamente un tronco, unas raíces, unas ramas y unas hojas, sino también una personalidad. Tenía una profunda consciencia de las características que los diferenciaban, incluso dentro de los de una misma especie: este abeto era amable y benevolente, ese otro austero y taciturno, aquel se erguía arrogante, aquel de más allá era un sabio sumergido en una verde meditación. Los abedules eran las ninfas, esa de aquí loca y libertina, aquella otra virginal y soñadora.
La guerra lo había golpeado duramente, minando su cuerpo, su mente, su alma. Hacía años de aquello, pero su herida aún no se había cerrado. Sin embargo, cuando penetró en aquel gran cuenco verde al volante de su coche, notó que el espíritu del lugar le tendía los brazos, lo acogía y lo acariciaba, le prometía la curación. Tuvo la impresión de que era atraído como una hoja seca en medio del bosque, de que era acunado tiernamente por las suaves manos de los árboles.
Se detuvo en aquel pequeño albergue y decidió quedarse, primero unos días, luego unas semanas.
Los árboles lo habían curado; el suave murmullo de las hojas, el ligero canturrear de las agujas de los pinos, habían ahogado primero, luego arrojado de su mente, el estruendo de la guerra y el recuerdo de los sufrimientos. La herida de su alma se había cerrado lentamente y había cicatrizado, e incluso la cicatriz había desaparecido, como las cicatrices de la Tierra desaparecen bajo las doradas hojas del otoño. Los árboles habían impuesto sus ligeros dedos verdes sobre sus ojos para borrar las visiones de la guerra. Había absorbido la savia de las boscosas montañas, y de ella había extraído nuevas fuerzas.
Sin embargo, mientras su cuerpo y su alma iban sanando, Mac Kay había empezado a notar, poco a poco, que aquel lugar estaba inquieto; que la paz ya no era perfecta, que en ella anidaba un fermento de miedo.
Era como si los árboles hubieran esperado a que curara por completo para hacerle saber su propia agitación. Ahora estaban intentando decirle algo; había en el murmullo de las hojas, en el cantar de las agujas de los pinos, algo estridente, una especie de aprensión y de cólera.
Y era aquello lo que había persuadido a Mac Kay a quedarse en el albergue, la impresión de que algo lo estaba llamando, la impresión de que algo no iba bien y pedían su ayuda. Tendía el oído para sorprender algunas palabras entre el rumor de las ramas, unas palabras que vacilaban en el umbral de su comprensión humana.
Pero esas palabras nunca eran formuladas.
Se había ido orientando gradualmente, había enfocado su mente hacia el lugar de donde surgía la desazón del valle, o al menos de donde él creía que surgía.
A orillas del lago tan solo había dos edificaciones. La primera era el pequeño albergue, y a todo su alrededor los árboles se apretujaban como para protegerlo gentilmente, afectuosamente. Como si no solo aceptaran su presencia, sino que hicieran de él una parte más del bosque.
No ocurría lo mismo con la otra casa. Antiguamente había sido el pabellón de caza de unos señores muertos hacía mucho tiempo, ahora era una pura ruina. Estaba situada al otro extremo del lago, exactamente frente al albergue y sobre un altozano, a unos ochocientos metros de la orilla. Antes había estado rodeada de campos fértiles y de un hermoso huerto.
Ahora el bosque los había invadido. Los baldíos campos estaban ocupados por álamos y abetos, como soldados guardando un puesto de avanzada; los pelotones de jóvenes retoños avanzaban como exploradores entre los viejos y resecos árboles frutales. Pero el bosque había tropezado con una fuerte resistencia: renegridos tocones testimoniaban que los que vivían en el pabellón habían derribado a los invasores, el calcinado suelo revelaba que habían incendiado el bosque.
Allí estaba el núcleo del conflicto que adivinaba. Allí, el verde pueblo del bosque era a la vez amenazador y amenazado, estaba en pie de guerra. El pabellón era una fortaleza sitiada por los árboles, una fortaleza cuya guarnición efectuaba escaramuzas, blandiendo el hacha y la antorcha para vencer a los asaltantes.
Pese a todo, Mac Kay sentía la inexorable ofensiva del bosque; lo imaginaba como un ejército verde cubriendo incansablemente las brechas ocasionadas entre sus filas, extendiendo sus raíces por las zonas devastadas, enviando su savia para sostener a los jóvenes retoños, con una paciencia aplastante, una paciencia y una fuerza extraídas del propio seno de las eternas colinas.
Tenía la impresión de una incesante vigilancia, como si día y noche el bosque tuviera fijos sus miríadas de ojos en el pabellón, sin que nada pudiera desviarlos de allí. Había hablado de esa impresión al dueño del albergue y a su mujer, que se lo habían quedado mirando con curiosidad.
–Al viejo Polleau no le gustan los árboles, eso es cierto –había dicho el hombre–. Ni a él ni a sus dos hijos. No les gustan los árboles, y me atrevería a decir que a los árboles tampoco les gustan ellos.
Entre el pabellón y el lago, en la ladera del ribazo, había un precioso bosquecillo de abedules y de abetos, ocupando no más de una hectárea. No fue tan solo la belleza de aquellos árboles, sino su curiosa disposición, lo que despertó la curiosidad de Mac Kay. A cada extremo del bosque había diez o quince abetos de relucientes agujas, no agrupados sino desplegados como en orden de combate; a lo largo de los otros dos lados había también algunos abetos, situados a intervalos muy regulares. Los abedules, esbeltos y delicados, crecían en el interior de aquel perímetro, protegidos por los otros árboles más sólidos, pero lo suficientemente espaciados como para no molestar.
Para Mac Kay, aquel bosquecillo evocaba una procesión de alegres damiselas paseando bajo la protección de valerosos caballeros. Con una especie de sexto sentido, veía a los abedules con los rasgos de mujeres adorables, risueñas y vaporosas, y los abetos eran sus amantes, quizá trovadores o guerreros revestidos de brillantes armaduras verdes. Y cuando el viento soplaba y curvaba la copa de los árboles, era como si las damiselas de ligeros pies se sujetaran sus largas ropas de follaje, inclinaran sus tocadas cabezas y bailaran, rodeadas por los abetos caballeros, que las tomaban del brazo y danzaban con ellas bajo los poderosos acordes del viento. En aquellos momentos creía casi oír la suave risa de los abedules y los alegres gritos de los abetos.
Luego, un día, Mac Kay vio a Polleau y sus dos hijos. Había dejado transcurrir la tarde en su ensoñación, en mitad del bosquecillo, y al anochecer lo abandonó a disgusto para tomar de nuevo la barca y atravesar el lago en dirección al albergue. Estaba a un centenar de metros de la orilla cuando surgieron tres hombres de entre los árboles y se le quedaron mirando fijamente; tres hombres de expresión sombría, más grandes y más fuertes que la mayoría de los campesinos franceses.
Los saludó amistosamente, pero no le respondieron; permanecieron inmóviles allí, mirándole torvamente. Y, mientras Mac Kay se inclinaba de nuevo sobre los remos, uno de los hijos levantó su hacha y la dejó caer salvajemente contra el tronco de un estremecido abedul que tenía a su lado. Mac Kay creyó oír al árbol lanzar un gemido de dolor, y a todo el bosquecillo suspirar. Tuvo la impresión de que la afilada hoja se hundía en su propia carne.
–¡Pare! –gritó–. ¡No haga eso, por el amor de Dios!
Por toda respuesta, el muchacho dio un nuevo hachazo, y Mac Kay pudo ver en su rostro un odio chirriante, de una intensidad como jamás había visto. Maldiciendo por lo bajo, hizo girar la barca, sintiendo su corazón inundado de rabia, y forzó los remos para regresar a la orilla. Oyó de nuevo el sordo choque del hacha, y luego otra vez, y otra, y mientras se acercaba a tierra firme oyó un crujido y, de nuevo, el grito de dolor. Se giró.
El abedul se inclinaba, estaba empezando a caer, y en aquel mismo momento Mac Kay vio algo que lo dejó alucinado. Junto al abedul se hallaba uno de los grandes abetos, y el otro árbol se abatió hacia él, como una joven desvaneciéndose en brazos de su enamorado. Y mientras sujetaba al estremecido abedul, una de las enormes ramas del abeto que el otro árbol había doblado en su caída recuperó su anterior posición con tal violencia que el hombre que manejaba el hacha recibió el golpe en pleno rostro y cayó hacia atrás.
Por supuesto, no se trataba más que de una casualidad, la rama curvada por la caída del arbolillo había recuperado por su propia inercia su posición anterior. Pero la impresión de un gesto consciente era tal, la sensación de una cólera y de una venganza tan vívida, que Mac Kay sintió que su cabello se erizaba y su corazón daba un salto.
Durante un instante Polleau y su otro hijo contemplaron el robusto abeto y el plateado abedul yaciendo reclinado contra su verde seno, enlazado y protegido por las grandes ramas umbrías como una joven herida en los tiernos brazos de su amante. Durante un momento interminable padre e hijo se los quedaron mirando.
Luego, sin pronunciar palabra, pero con la misma expresión de odio, ambos se inclinaron hacia el otro muchacho y lo ayudaron a levantarse, llevándoselo consigo sosteniéndolo entre los dos.
Y aquella mañana, sentado en el balcón del albergue, Mac Kay recordaba aquella otra escena; cuanto más pensaba en ella, más viva era la impresión de humanidad del abedul abatido reclinándose en las ramas del abeto protector, y de la deliberada voluntad del golpe dado al hombre. Habían pasado dos días desde aquello, durante los cuales había sentido aumentar la inquietud de los árboles y sus cuchicheantes llamadas le parecían más apremiantes que nunca.
¿Qué intentaban decirle? ¿Qué querían que hiciera?
Turbado, contempló el lago, buscando horadar las brumas que se arrastraban por su superficie ocultando la otra orilla. Y de pronto tuvo la sensación de que el bosquecillo le llamaba, sintió que su atención era atraída del mismo modo que el polo atrae y retiene la aguja imantada de la brújula.
El bosquecillo le llamaba, le suplicaba que acudiera a su encuentro.
Mac Kay obedeció instantáneamente; se levantó y descendió al pequeño embarcadero; saltó a la barca, y empezó a remar a través del lago. Apenas sus remos penetraron en el agua, su inquietud de disipó y fue reemplazada por una sensación de paz y una curiosa exaltación.
La bruma era espesa sobre el lago. No había el menor soplo de viento, y sin embargo la neblina torbellineaba en volutas, derivando y adoptando caprichosas formas, como empujada por unas manos aéreas e impalpables.
Aquella bruma estaba viva; se definía en fantásticas formas de palacios de opalescentes fachadas, ante los cuales la barca pasaba rápidamente; formaba colinas y valles y llanuras cuyo suelo era un estremecimiento de sedas. Minúsculos arcoiris aparecían, fugaces, y sobre el agua brillaban reflejos de luz destellando como ópalos. Tuvo la ilusión de distancias inconmensurables... las colinas de bruma eran auténticas montañas, los valles ya no eran ilusorios. El mismo era un coloso atravesando un bosque encantado.
Una trucha saltó fuera del agua, y fue como un leviatán surgiendo de los abismos insondables.
Todo era silencio. Mac Kay se inclinó hacia adelante y se dejó llevar a la deriva, manteniendo los remos inmóviles. Ante él, alrededor de él, tenía la impresión de que en el silencio se abrían las puertas de un mundo desconocido.
De pronto oyó voces, numerosas voces; tenues al principio, un simple murmullo; luego más fuertes. Suaves voces de mujeres, cantarinas, mezcladas con otras más graves de hombres. Voces que se elevaban y descendían y se hinchaban para cantar una melopea salvaje y alegre que tenía sin embargo acentos de tristeza y de rabia, como si unos dedos encantados tejieran en la seda de los rayos del Sol hilos obscuros teñidos en las tinieblas de la tumba e hilos enrojecidos empapados en puestas de Sol.
Derivó, sin apenas atreverse a respirar, temeroso de que el menor hálito rompiera aquel misterioso canto. La música estaba cada vez más próxima. Más próxima y nítida; y sintió de pronto que su barca avanzaba más rápidamente, que ya no iba a la deriva; como si las pequeñas olas de su estela la empujaran con manos suaves y silenciosas. La embarcación embarrancó, su fondo rozó los pequeños guijarros de la playa, y el canto se interrumpió.
Mac Kay se irguió y miró ante él. La bruma era más densa todavía, pero de todos modos podía distinguir los contornos del bosquecillo. Tenía la impresión de estar atravesando con la mirada numerosos velos de fina gasa; los árboles parecían moverse, irreales, etéreos. Y, deslizándose entre los árboles, unas siluetas danzaban como las sombras de las tupidas ramas agitadas por una ligera brisa.
Saltó a tierra y ascendió lentamente hacia los árboles. Emergió así de la bruma que, tras él, disimulaba ahora el lago.
Las girantes siluetas desaparecieron, ya no había más movimiento, ya no había ningún sonido entre los árboles, y sin embargo sentía aún que el bosquecillo vivía y le observaba intensamente. Quiso hablar, pero tenía un nudo en la garganta, como si un encantamiento lo redujera al silencio.
–Me habéis llamado. He venido a escucharos, a ayudaros si puedo.
Las palabras se formaban en su mente, pero era incapaz de expresarlas con la voz. Lo intentó desesperadamente, se esforzó; las palabras parecían morir en sus labios antes de que consiguiera darles vida.
Una columna de bruma avanzó como un torbellino y se inmovilizó, vacilante, exactamente delante de él. De pronto, un rostro femenino surgió de ella, sus ojos a la altura de los de Mac Kay.
Un rostro de mujer, sí; pero contemplando aquellos extraños ojos fijos en los suyos, Mac Kay comprendió que pese a las apariencias aquel no podía ser el rostro de una criatura humana. Los ojos no poseían pupilas, los iris eran de un verde tan obscuro como el de un jaral, y en ellos danzaban minúsculas estrellas, parecidas a polvo en un rayo de Luna. Aquellos ojos de corza eran inmensos, muy separados, bajo una frente amplia coronada con trenzas color oro pálido, trenzas hechas de seda tejida entre polvo de oro. La nariz era pequeña y recta, la boca escarlata y exquisita. El rostro era ovalado, rematado con un mentón pequeño y delicadamente puntiagudo.
Era un rostro admirable, pero su belleza era extraña, mágica. Durante un largo momento sus extraños ojos se sumergieron en los de Mac Kay. Y luego dos delgados brazos blancos surgieron de la bruma, rematados en unas manos diáfanas de estilizados dedos. Los dedos rozaron sus oídos.
–Oirá –murmuraron los labios escarlatas.
Inmediatamente un grito se elevó a todo su alrededor; contenía murmullos y crujir de hojas acariciadas por la brisa, el canto de las arpas eólicas en las ramas, la risa de ocultos riachuelos, los gritos alegres de los torrentes cayendo en secretos estanques... todas las voces del bosque.
–¡Oirá! –gritaban.
Los largos y blancos dedos acariciaron los labios de Mac Kay, frescos como la corteza de un abedul contra la mejilla tras una larga y agotadora carrera por el bosque, frescos y sutilmente suaves.
–Hablará –susurraron los labios rojos.
–¡Hablará! –respondieron las mil voces del bosque, como en una letanía.
–Verá –murmuró la mujer, y los frescos dedos se posaron sobre sus ojos.
–¡Verá! –repitió todo el bosquecillo.
La bruma que había ocultado al bosquecillo se levantó, se disipó y desapareció. Fue reemplazada por una atmósfera límpida, translúcida, un éter pálido vagamente luminoso, y Mac Kay tuvo la impresión de hallarse sumergido en el corazón de una diáfana esmeralda. Sus pies hollaban un musgo dorado tachonado de minúsculas estrellas azuladas. La mujer de extraños ojos y mágica belleza estaba de pie ante él. Pudo admirar sus esbeltos hombros, sus firmes senos, la esbeltez de sauce de su cuerpo. Una túnica la recubría del cuello hasta las rodillas, sedosa y delicada y como tejida con tela de araña, a través de la cual su cuerpo relucía como el brillo de una luna joven de primavera con fuego corriendo por sus venas.
Tras ella, sobre el dorado musgo, vio a otras jóvenes parecidas, muchas de ellas, mirándole con los mismos ojos verde obscuro donde danzaba un polvo de brillantes estrellas; como ella, las otras coronaban sus cabezas con trenzas de oro pálido; como ella, tenían rostros ovalados con un mentón puntiagudo; como ella, poseían una belleza mágica y frágil. Pero si bien la primera le miraba gravemente, como sopesándolo, las otras, sus hermanas, parecían burlonas; algunas parecían querer seducirle, ojos brillantes y boca ávida, mientras otras lo estudiaban con curiosidad, y otras incluso parecían querer suplicarle.
En aquella atmósfera transparente de verdosa luminosidad, Mac Kay tuvo consciencia bruscamente de que los árboles del bosquecillo seguían estando allí; pero ahora eran realmente fantasmagóricos, como pálidas sombras proyectadas sobre una pantalla glauca; sus troncos y sus ramas y sus hojas se erguían a su alrededor, como grabados en el aire por algún artista espectral, estilizados y sin substancia, fantasmas de árboles enraizados en otra dimensión.
Y de pronto se dio cuenta de que había hombres entre aquellas mujeres; hombres cuyos ojos eran también separados, extraños y sin pupilas, pero cuyos iris eran marrones o azules; hombres de mentón puntiagudo y rostro ovalado, de hombros poderosos y vestidos con mallas color verde obscuro; hombres curtidos, fuertes y musculosos, pero tan gráciles como las mujeres, y poseyendo como ellas una belleza mágica.
Mac Kay oyó un gemido. Giró la cabeza. Cerca de él, uno de los sombríos hombres vestidos de verde apretaba entre sus brazos a una muchacha. Ella estaba reclinada contra su pecho. Los ojos del hombre expresaban una terrible rabia, y los de la muchacha, semicerrados, sufrimiento. Mac Kay creyó estar viendo de nuevo el abedul que el hijo del viejo Polleau había abatido y que había caído contra el gran abeto. Creyó distinguir la silueta de los dos árboles alrededor del hombre y de la muchacha. Durante un instante, la muchacha y el hombre, el abedul y el abeto, se confundieron. La mujer de labios escarlata le rozó el hombro, y la visión se disipó.
–Se está muriendo –susurró ella en un suspiro, y Mac Kay creyó reconocer en su voz un rumor de hojas afligidas–. ¿No es algo atroz que se esté muriendo así, nuestra hennana, tan joven, tan esbelta, tan hermosa?
Mac Kay miró de nuevo a la joven. Su piel, tan blanca, parecía gris; la irradiación color de Luna que relucía en los cuerpos de las demás era en ella pálida y deslucida; sus estilizados brazos colgaban blandamente; su cuerpo era fláccido. Su boca parecía apergaminada, sus grandes ojos verdes estaban velados. El oro pálido de sus cabellos había perdido su lustre, se habían vuelto secos y quebradizos. Estaba asistiendo a una muerte lenta, a un marchitamiento.
–¡Que el brazo que la ha golpeado se seque y caiga! –gritó el hombre verde que la sostenía, y en su voz Mac Kay oyó un fragor salvaje, como el de negras ramas entrechocando bajo una borrasca invernal–. ¡Que su corazón se seque y que el Sol lo consuma!
–¡Que la lluvia lo ahogue, que el viento lo arrastre!
–Tengo sed –susurró la joven.
Las demás se agitaron vagamente. Una de ellas se le acercó, sosteniendo un cáliz que parecía hecho con delgadas hojas transformadas en cristal verde. Se dirigió hacia uno de los árboles inmateriales, levantó un brazo y bajó una rama. Una esbelta muchacha, con la mirada entre furiosa y asustada, avanzó por un lado y se echó contra el árbol, abrazándolo con los dos brazos. La mujer del cáliz bajó la rama e hizo un profundo corte con un arma parecida a una punta de flecha de jade. De la herida brotó un líquido opalescente que llenó lentamente la copa. Cuando estuvo llena, la mujer que estaba cerca de Mac Kay avanzó y apretó sus largas manos sobre la herida de la rama. Cuando se apartó, Mac Kay vio que el líquido ya no brotaba. Apoyó una mano sobre el hombro de la temblorosa muchacha y apartó sus brazos del árbol.
–Está curado –le murmuró suavemente–. No te preocupes, hemanita mía. La herida está cicatrizada. Muy pronto ya no pensarás más en ella.
La joven que llevaba el cáliz apoyó una rodilla en el suelo y llevó la copa a los resecos labios de aquella que se... marchitaba.
Los velados ojos brillaron, lanzaron destellos; aquellos labios tan secos y pálidos se volvieron rojos; el blanco cuerpo relució como si su fuego interno hubiera sido reanimado.
–¡Cantad, hermanas! –gritó–. ¡Danzad por mí, hermanas!
El canto prosiguió, el mismo que Mac Kay había oído mientras derivaba en la bruma del lago. Tal como antes, aunque escuchaba atentamente no podía distinguir ninguna palabra, pero comprendía claramente lo que expresaba... la alegría del nacimiento de la primavera, el renacimiento, el rebrotar, la verde savia de la vida ascendiendo y cantando en todas las ramas, hinchando las yemas y haciendo estallar las tiernas hojas nuevas; la danza de los árboles en la perfumada brisa de la primavera; los tambores de la lluvia repiqueteando sobre los capullos a punto de abrirse; la pasión del Sol veraniego derramando sus dorados rayos sobre los árboles; el lento y majestuoso pasear de la Luna mientras las manos verdes se tendían hacia ella para extraer de su seno la leche del fuego plateado; la loca zarabanda de los alegres vientos cantando y silbando en el bosque; el suave entrechocar de las ramas, los besos de las amorosas hojas... todo aquello y mucho más aún, cosas que rebasaban el entendimiento de Mac Kay ya que aquellas voces hablaban de cosas ocultas, de misteriosos secretos, para los cuales el hombre no tiene palabras... todo aquello estaba contenido en el canto.
Todo aquello y mucho más aún estaba contenido en la cadencia y el ritmo de aquellas muchachas de extraños ojos verdes, de aquellos hombres de piel curtida; algo increíblemente antiguo, pese a ser tan joven como el instante que huye, algo secular que había existido antes que el hombre y que seguiría viviendo después de él.
Mac Kay escuchaba, Mac Kay observaba, maravillado; su propio Universo estaba casi olvidado; su mente se dejaba arrastrar, por aquellos verdes encantamientos.
La mujer que estaba a su lado le rozó el brazo. Le señaló a la joven.
–Se muere... se marchita. Y ni siquiera nuestra vida, que hemos derramado entre sus labios, puede salvarla.
Mac Kay miró: vio que el color de los labios de la joven se desvanecía, que la luminosidad de la vida se apagaba; los ojos que por un momento habían destellado se velaban de nuevo.
Sintió de pronto una inmensa piedad y una sorda cólera. Se arrodilló a sus pies, tomó una de sus manos entre las de él. Pero ella gimió:
–¡Apártelas! ¡Retire sus manos! ¡Me queman!
–Intenta ayudarte –murmuró el hombre vestido de verde con voz tierna, pero pese a todo se inclinó y apartó las manos de Mac Kay.
–No es así como la ayudará –dijo la mujer.
–¿Qué puedo hacer entonces? –preguntó Mac Kay, poniéndose en pie–. ¿Qué puedo hacer por ella?
El canto se interrumpió, las danzas cesaron. Reinó un gran silencio, y Mac Kay sintió todas las miradas clavadas en él. Todos aquellos seres estaban tensos, ansiosos, atentos. La mujer tomó sus manos. Las de ella eran frescas, y sintió correr en sus venas una extraña suavidad.
–Hay tres hombres allá abajo –dijo ella–. Nos odian. Muy pronto todos nosotros seremos como ella, moriremos y nos marchitaremos. Lo han jurado, y serán fieles a su juramento. A menos que...
Se interrumpió. Mac Kay sintió que una extraña desazón lo invadía. El polvo de estrellas se había convertido en rojas brasas en los ojos de la mujer. Y aquello lo aterraba, sin que pudiera comprender el porqué.
–¿Tres hombres? –murmuró, y en su confusa mente aparecieron vagamente Polleau y sus hijos–. ¿Tres hombres? ¿Pero qué pueden hacer tres hombres contra todos vosotros, que sois tan numerosos? ¿Qué pueden hacer tres hombres contra vuestros valerosos guerreros?
–No... no hay nada que nosotros... que nuestros hombres puedan hacer para defendernos. No podemos hacer nada. Antes éramos alegres, cantábamos felices, día y noche. Pero ahora, día y noche, vivimos en el temor. Quieren destruirnos. Los nuestros nos han advertido. Y no pueden ayudarnos. Esos tres son los dueños de la hoja y de la llama. Somos impotentes contra la hoja y la llama.
–¡La hoja y la llama! –repitieron como un eco los que les rodeaban–. Somos impotentes contra la hoja y la llama.
–Nos van a destruir –murmuró la mujer–. Vamos a morir todos. Como ella... Nos marchitaremos o arderemos... a menos que...
Repentinamente, enlazó con sus blancos brazos el cuello de Mac Kay. Apretó su esbelto cuerpo contra el de él. Su boca escarlata buscó los labios del hombre y se aplastó contra ellos. Una corriente de deseo, un fuego verde corrió por las venas de Mac Kay. Abrazó a la mujer, la apretó contra sí.
–¡No morirás! –gritó–. ¡No, ninguno de vosotros morirá!
Ella echó la cabeza hacia atrás y le miró a lo más profundo de sus ojos.
–Han jurado destruirnos. Pronto. Nos destruirán con el hacha y el fuego. Esos tres. A menos que...
–¿A menos qué? –preguntó él, fieramente.
–¡A menos que tú los mates! –gritó ella.
Mac Kay se estremeció, algo helado apagó el suave fuego verde del deseo. Sus brazos cayeron; apartó a la mujer. Durante un instante ella permaneció temblorosa ante él.
–¡Mátalos! –susurró ella, y luego desapareció.
Los fantasmagóricos árboles oscilaron; su silueta se precisó y se concretó. La verde luminiscencia se obscureció. Durante un breve instante, Mac Kay tuvo la impresión de oscilar entre dos mundos, y sintió que el vértigo lo invadía. Cerró los ojos. El vértigo se disipó. Volvió a abrir los ojos, y miró a su alrededor.
Estaba en el lindero del bosquecillo, en la parte del lago. Ninguna sombra danzaba, no quedaba el menor rastro de las jóvenes blancas y de los hombres curtidos vestidos de verde. Sus pies hollaban el verde musgo; la suave alfombra dorada salpicada de destellos azulados había desaparecido. Estaba rodeado de abetos y de abedules. A su izquierda, uno de los abetos más grandes sostenía entre sus ramas un abedul cuyas hojas empezaban ya a amarillear. Era aquel que el hijo de Polleau había derribado tan salvajemente. Durante un breve instante, Mac Kay vio, en sobreimpresión sobre las siluetas de los dos árboles, el inmaterial contorno de un hombre vestido de verde y una joven delgada agonizando.
Durante aquel instante fugaz, el hombre y el abeto, la mujer y el abedul, se confundieron. Mac Kay retrocedió, y sus manos tocaron la lisa y fresca corteza de otro abedul cercano.
El contacto de aquella corteza le recordó... ¿se estaba volviendo loco ?... le recordó curiosamente el de las largas y delicadas manos de la mujer de labios escarlata. Pero no le transmitió aquel deseo desconocido, aquella brusca fiebre verde que sus manos le habían provocado. De todos modos, el contacto de la corteza le permitió recuperarse. Las siluetas del hombre y la mujer habían desaparecido. Delante suyo estaban tan solo un recio abeto contra el que se apoyaba un abedul derribado.
Mac Kay permaneció inmóvil, confundido, como alguien que acaba de despertarse bruscamente tras haber soñado. Y de pronto una ligera brisa agitó las hojas del abedul contra el cual estaba apoyado. Las hojas se agitaron como suspirando. La brisa aumentó y el murmullo se hizo más perceptible.
–¡Mátalos! –decían las hojas–. ¡Mátalos! ¡Ayúdanos! ¡Mata!
Y el murmullo era el de la mujer de labios escarlata. ¡Era la misma voz!
Una repentina cólera, violenta, irracional, se apoderó de Mac Kay. Echó a correr a través del bosquecillo, hacia el pabellón de caza donde vivían Polleau y sus hijos. Y mientras corría, el viento se hizo más furioso y los gritos de los árboles más violentos.
–¡Mata! –cuchicheaban–. ¡Mátalos! ¡Sálvanos! ¡Mata!
–¡Los mataré! –prometió Mac Kay–. ¡Os salvaré!
Jadeaba, y la sangre pulsaba en sus sienes. No sentía más que un solo deseo, agarrar entre sus dos manos el cuello de Polleau, los de sus hijos, y estrangularlos a los tres. Y verlos morir, verlos marchitarse ante sus ojos; morir como la esbelta ninfa en brazos del hombre vestido de verde.
Gritando sin darse cuenta de ello, alcanzó el lindero del bosquecillo y penetró en un campo inundado por un resplandeciente Sol. Siguió corriendo unos instantes antes de darse cuenta de que las órdenes cuchicheadas habían cesado, de que ya no percibía el exacerbado murmullo de las encolerizadas hojas. Tuvo la impresión de verse libre de un encantamiento, como si hubiera conseguido escapar de las garras de un brujo. Se detuvo, se dejó caer al suelo, y hundió su rostro en la hierba del campo.
Tendido allí, se esforzó en poner un poco de orden en sus pensamientos, en volver a hallar su cordura. ¿Qué era lo que iba a hacer? ¿Echarse como un loco sobre los habitantes del viejo pabellón para... para matarlos? ¿Y por qué? ¿Porque aquella especie de hada de labios escarlata cuyo beso sentía aún sobre su boca se lo había pedido? ¿Porque el murmullo del viento en los árboles del bosquecillo lo había vuelto loco cuchicheándole la misma orden?
¡Y por todo ello estaba dispuesto a matar a tres hombres!
¿Quienes eran esa mujer y sus hermanas y sus galanes de verdes armaduras? ¿Una ilusión, los fantasmas surgidos de la hipnosis de las danzantes brumas que había atravesado en el lago y lo habían rodeado?
¿Había conseguido la moviente bruma posar sobre su mente sus hipnóticos dedos... y su amor a los árboles? ¿Habrían influenciado su subconsciente la llamada que durante largo tiempo había creído oír y el recuerdo de la insensata muerte del joven abedul, pintando en su mente las fantásticas escenas que creía haber visto?
Ahora, bajo la luz del Sol, el encantamiento se disipaba y su consciencia se despertaba de nuevo.
Mac Kay se levantó, sintiendo sus piernas aún temblorosas. Se giró hacia el bosquecillo. El viento había cesado, las hojas permanecían inmóviles, silenciosas. Tuvo de nuevo la impresión de ver un desfile de gentiles damiselas acompañadas de caballeros y trovadores. Pero la alegría había desaparecido. Las palabras de la mujer de labios escarlata volvieron a su memoria: la alegría se había desvanecido y había sido reemplazada por el miedo. Fuera el fantasma de un sueño, una ninfa o una dríada, tenía una parte de razón.
Un plan empezaba a tomar forma en su mente. Por mucho que intentara racionalizar lo sucedido, algo en el fondo de su corazón le afirmaba obstinadamente la realidad de su aventura. Fuera como fuese, se dijo, el bosquecillo era demasiado hermoso como para ser destruido. Seguro que debía haber soñado, pero estaba dispuesto a salvarlo aunque tan solo fuera por la belleza que contenía bajo sus verdes copas.
El viejo pabellón estaba muy cerca, a menos de cuatrocientos metros. Un sendero conducía hasta él, serpenteando entre los campos. Mac Kay lo siguió, subió los peldaños de carcomida madera y escuchó. Oyó voces. Llamó con los nudillos. La puerta se abrió, y el viejo Polleau apareció con aspecto ceñudo, mirándole desconfiado. Uno de sus hijos estaba tras él. Ninguno de los dos parecía excesivamente amistoso.
Mac Kay creyó oír al bosquecillo gemir desesperadamente a sus espaldas. Y pareció como si los dos hombres que estaban en el umbral lo hubieran oído también, ya que sus ojos se desviaron de él para contemplar los árboles, y vio una expresión de odio en sus sombríos rostros.
–¿Qué desea? –preguntó secamente Polleau padre.
–Soy uno de sus vecinos –dijo cortésmente Mac Kay–. Estoy alojado en el albergue.
–Sé quien es usted –gruñó el otro–. ¿Qué es lo que quiere?
–El aire de esta región me va muy bien –dijo Mac Kay, dominando su cólera–. Estoy pensando en quedarme aquí uno o dos años, el tiempo suficiente para rehacer mi salud. Me gustaría comprar una parte de sus tierras y construir allí una casa.
–¿Ah, sí? –dijo el viejo, con un deje de acidez–. ¿Puedo preguntarle por qué simplemente no se queda en el albergue? Allí estará bien cuidado; parece que se come muy bien.
–Necesito estar solo. No me gusta verme rodeado de gente. Quiero vivir en mis propias tierras, bajo mi propio techo.
–¿Y por qué se dirige a mí? –preguntó Polleau–. Hay muchos terrenos que podría adquirir al otro lado del lago. Allá el paisaje es más alegre que aquí. Además, ¿qué parte de mis tierras es la que le interesa?
–Aquel bosquecillo de allá abajo –dijo Mac Kay, girándose.
–Oh. Me lo imaginaba –murmuró Polleau, y cruzó con su hijo una mirada de complicidad–. Ese bosque no está en venta, señor.
–Puedo pagárselo bien. No tiene más que decir una cifra.
–No está en venta –insistió Polleau–. A ningún precio.
–Vamos –dijo Mac Kay, esforzándose en reír, aunque la firmeza de aquella negativa le estrujaba el corazón–. Tiene usted muchas hectáreas de terreno. No me diga que les tiene apego a unos cuantos árboles. Puedo pagarme mis fantasías. Le ofrezco lo que vale toda su propiedad.
–Como usted dice, por unos pocos árboles, ¿eh? –gruñó Polleau, y tras él su hijo soltó una risita cruel–. Es mucho más que esto, señor. Muchísimo más. Y usted lo sabe. Si no, ¿por qué está dispuesto a pagar un precio tan alto? Sí, usted lo sabe, puesto que sabe también que vamos a destruirlo, y usted quiere salvarlo. ¿Pero quién se lo ha contado, señor?
Había tanta maldad en la figura bruscamente inclinada hacia adelante, en la cruel sonrisa de sus lobunos dientes, que Mac Kay tuvo un movimiento instintivo de retroceso.
–¡Unos pocos árboles! –gruñó Polleau–. ¿Quién ha podido decirle lo que vamos a hacer, eh, Pierre?
Su hijo respondió con una nueva carcajada. Y aquella risa reavivó en el corazón de Mae Kay el ciego odio que había sentido mientras huía a través del murmurante bosque. Se dominó y se dispuso a irse, ya que por el momento no podía hacer nada. Pero Polleau lo retuvo.
–Espere, señor. Venga, entre. Tengo algo que decirle, y también algo que mostrarle. Y al mismo tiempo quiero preguntarle algo.
Se apartó e hizo una ruda inclinación. Mac Kay penetró en el pabellón. Polleau y su hijo le siguieron. Se encontró en el interior de una enorme sala obscura cuyo techo era sostenido por masivas vigas de renegrida madera, de las que colgaban ristras de ajos y de cebollas y jamones ahumados. Había una enorme chimenea con una gran campana al fondo, y ante ella estaba sentado el otro hijo de Polleau. Giró la cabeza cuando entraron, y Mac Kay vio que una venda cubría todo un lado de su rostro, ocultando su ojo izquierdo. Reconoció sin embargo al que había derribado a hachazos el tembloroso abedul. Observó, con una cierta satisfacción, que el abeto no había golpeado en vano.
El viejo Polleau se acercó al joven.
–Mire, señor –murmuró, levantando el vendaje.
Mac Kay no pudo reprimir un estremecimiento de horror al ver la órbita vacía, obscura y sanguinolenta.
–¡Dios de los cielos, Polleau! –exclamó–. ¡Este muchacho necesita atención médica! Entiendo algo de medicina, permítame ir a buscar mi maletín al albergue. Me ocuparé de él.
El viejo Polleau agitó la cabeza, pero por un breve instante sus rasgos se ablandaron un poco. Volvió a colocar la venda en su lugar.
–Se curará. Nosotros también entendemos de estas cosas. Usted vio quién le hizo esto. Usted estaba mirando, desde su barca, cuando aquel maldito árbol le golpeó. Le reventó el ojo, y cuando volvimos aquí le colgaba por su mejilla. Yo mismo se lo acabé de arrancar. Ahora la herida se está curando. No necesitamos sus servicios, señor.
–No tenía que haber derribado aquel abedul –murmuró Mac Kay en voz baja, casi para sí mismo.
–¿Por qué no? –dijo Polleau padre–. ¡Aquel árbol lo odiaba!
Mac Kay lo miró fijamente, preguntándose lo que podía saber aquel viejo campesino. Las palabras que acababa de oír le convencieron aún más de que lo que había visto y oído en el bosquecillo no había sido un sueño. Y lo que añadió Polleau no hizo más que reforzar aquella convicción.
–Señor –dijo–, usted viene aquí como embajador. El bosque le ha hablado. Bien, yo también voy a hablarle. Durante cuatrocientos años los míos han vivido aquí. La Tierra es nuestra desde hace un siglo. Y durante todo ese tiempo los árboles nos han detestado, señor, tanto como nosotros los detestamos a ellos. Durante siglos, la guerra y el odio han hecho estragos entre nosotros y el bosque. Mi padre, señor, fue aplastado por un árbol; mi hermano mayor se vio convertido en un inválido a causa de otro. Mi abuelo, pese a ser leñador, se perdió en los bosques y regresó con la mente extraviada, delirando y hablando de extrañas mujeres que lo habían hechizado y lo habían atraído a los barrancos y a los estanques y a las espesuras y lo habían atormentado. Los árboles nos han combatido de generación en generación, hiriendo y matando a nuestros hombres y a nuestras mujeres.
–¡Accidentes! –exclamó Mac Kay–. ¡Esto es ridículo, Polleau! ¡No puede usted culpar a los árboles!
–En lo más profundo de su corazón usted no cree en lo que está diciendo. Es una lucha ancestral, señor. Comenzó hace siglos, cuando nosotros éramos siervos, los esclavos de los nobles. Para cocinar, para calentarnos en invierno, teníamos derecho a recoger las ramas caídas y la hojarasca para encender nuestros fuegos. Pero si derribábamos un árbol para tener algo con lo que calentarnos nosotros y nuestras mujeres y nuestros hijos, si alguna vez nos atrevíamos a partir una rama, entonces nos colgaban, o nos arrojaban a las mazmorras para que nos pudriéramos allí, o nos azotaban hasta que nuestra espalda no era más que un amasijo de surcos sanguinolentos. Los árboles nos han sitiado –gritó el viejo, con un odio fanático–. Nos han robado nuestros campos, han retirado el pan de la boca de nuestros hijos; nos han dejado su madera muerta como una limosna; nos han tentado prometiéndonos su calor cuando nos sentíamos helados hasta los huesos. ¡Sí, señor, nos hemos muerto de frío para que ellos vivieran! ¡Nuestros hijos han muerto de hambre a fin de que sus jóvenes brotes pudieran plantar sus raíces! ¡Los árboles nos han despreciado siempre! ¡Hemos muerto para permitir que vivieran, y nosotros somos hombres, señor!
»Y luego hubo la revolución, la libertad. Oh, señor, cómo nos vengamos. Enormes hogueras crepitaban en nuestras chimeneas, ya no nos veíamos obligados a apretarnos los unos contra los otros ante un exiguo fuego de hojarasca. Allí donde había reinado el bosque había ahora campos cultivados, y nuestros hijos podían comer hasta hartarse. Los árboles se habían convertido en los esclavos, ¡y nosotros éramos los dueños! Y ellos lo sabían, los árboles lo sabían, y nos odiaban. Y nosotros les hemos devuelto su odio, hemos respondido golpe a golpe, por cada uno de nuestros muertos hemos derribado a cien de ellos. Hemos combatido con el hacha y la antorcha...
Polleau empezó a gritar, los ojos desorbitados, llameantes de rabia, el rostro en una contorsionada mueca, la baba resbalando por la comisura de sus labios, las manos crispadas sobre sus cabellos grises.
–¡Los árboles! ¡Los malditos árboles! ¡Ejércitos de árboles que nos invadían, nos asediaban, nos aplastaban! ¡Que robaban nuestros campos como antes! ¡Que edificaban a nuestro alrededor su fortaleza como antes se construían las torres de piedra! ¡Avanzando solapadamente, siempre más cerca! ¡Legiones de árboles! ¡De malditos árboles! Ejércitos malditos...
Mac Kay escuchaba, completamente aterrado. Veía ante sí un corazón devorado por el odio. Aquello era una locura. Pero no podía imaginar qué era lo que la había provocado. ¿Dónde estaban las raíces del mal? ¿Un instinto profundo, heredado de remotos antepasados que habían odiado al bosque ya que representaba el símbolo de sus dueños, antepasados cuyo odio desatado había abismado la verdeante vida sobre la que reinaban los nobles, protegiéndola, como un niño despreciado odia al favorito que goza del amor y las atenciones de sus padres? En unas mentes tan extraviadas, la caída de un árbol, el golpe brutal de una rama, pueden ser asimilados a actos deliberados; el crecimiento natural de un bosque evocar el implacable avance de un enemigo.
Y sin embargo... ¡el golpe dado por el abeto cuando cayó el abedul había sido realmente deliberado! Y además, estaban las jóvenes del bosque...
–Ten paciencia –murmuró el hijo indemne a su padre, apoyando una mano en el hombro del viejo–. Muy pronto golpearemos nosotros.
Polleau pareció calmarse un poco.
–Podremos derribar cien, mil –jadeó–. Pero volverán, a miles. Pero si uno de nosotros es derribado... ¡no regresa nunca! Ellos poseen el número, nosotros... nosotros poseemos el tiempo. No somos más que tres, pero tenemos tiempo. Nos observan cuando atravesamos el bosque, nos acechan para hacernos tropezar, para golpearnos, para aplastarnos. Pero como dice Pierre, señor, devolvemos golpe por golpe. Atacamos al bosquecillo porque allá late el corazón de todo el resto del bosque. Allí palpita su vida secreta. Nosotros lo sabemos, y usted también. Lo destruiremos. ¡Arrancaremos el corazón del bosque, que tendrá que reconocernos como sus dueños!
–¡Las mujeres! –gritó de pronto el hijo que estaba de pie–. ¡He visto a las mujeres del bosque! Hermosas jóvenes de piel luminosa que invitan, que se burlan y que desaparecen antes de que uno pueda cogerlas.
–Las hermosas jóvenes que nos espían por la noche tras las ventanas, y que se burlan de nosotros –murmuró el hijo que había perdido su ojo.
–¡Ya no se burlarán más! –gritó Polleau–. ¡Muy pronto morirán, todas ellas! ¡Todos los árboles morirán! ¡Todos!
Sujetó a Mac Kay por los hombros y lo sacudió violentamente.
–¡Vaya a decírselo! ¡Vaya a decirles que los destruiremos hoy mismo! ¡Dígales que seremos nosotros quienes reiremos y quienes nos burlaremos cuando llegue el invierno y contemplemos sus cuerpos arder en nuestra chimenea, calentándonos! ¡Vaya... vaya a decírselo!
Hizo girar a Mac Kay, lo empujó hacia la puerta, la abrió, y lo proyectó con todas sus fuerzas por los escalones. Mac Kay cayó.
Tras él oyó al mayor de los hijos echarse a reír y la puerta resonar al cerrarse. Se levantó y subió de nuevo los escalones, golpeando la puerta con los dos puños. El hijo rió de nuevo. Mac Kay aporreó la madera violentamente, maldiciendo. Los tres hombres no respondieron. Finalmente, la desesperación acabó por atenuar su cólera. Los árboles, pensó. ¿Podrían ayudarle, aconsejarle quizá?
Volvíó a bajar los escalones y atravesó lentamente el campo, en dirección al bosquecillo.
Su paso se hacía más pesado, más lento, a medida que se acercaba. Había fracasado. No era más que un mensajero trayendo una sentencia de muerte. Los abedules permanecían inmóviles, sus hojas parecían colgar sin vida. Como si supieran ya que había fracasado. Se detuvo en el lindero del bosque. Miró su reloj, se sorprendió un poco al comprobar que era ya pasado el mediodía, suspiró. Al bosquecillo no le quedaban ya más que unas pocas horas de vida. Muy pronto se iniciaría la obra de destrucción.
Mac Kay cuadró los hombros y penetró entre los árboles. Un silencio singular reinaba en el bosquecillo. Y una profunda tristeza.
Sentía a su alrededor la aflicción de una vida replegada sobre sí misma para llorar. Avanzó por entre el bosque silencioso y triste hasta el lugar donde el esbelto árbol de plateada corteza permanecía cerca del abeto que sostenía entre sus ramas al derribado abedul. Apoyó sus manos sobre la fresca corteza.
–Dejadme veros de nuevo –murmuró–. Dejadme oír. Habladme.
Nadie le respondió. Insistió, suplicó. El bosquecillo guardaba silencio. Paseó al azar por entre los árboles, murmurando, rogando. Los esbeltos abedules permanecían impasibles, mustios, dejando colgar sus hojas y sus ramas como los brazos y las manos de cautivos aguardando resignadamente ser entregados a sus vencedores. Los abetos parecían curvados como hombres desesperados sujetándose la cabeza con las manos. Su corazón gimió; compartía el dolor del bosquecillo, la inmensa tristeza de los árboles.
¿Cuándo iba a atacar Polleau?, se preguntó. Miró nuevamente su reloj. Había transcurrido una hora. ¿Cuánto tiempo iba a esperar aún Polleau? Se dejó caer sobre el musgo, la espalda adosada a un liso tronco.
En aquel mismo instante, como una respuesta, sintió estremecerse el tronco contra el cual estaba apoyado. Todo el bosquecillo parecía estremecerse; todas las hojas temblaban.
Aterrado, Mac Kay se levantó de un salto. Su razón le afirmaba que no se trataba más que del viento, y sin embargo... ¡no había viento!
Y mientras permanecía allí, petrificado, un inmenso suspiro lo rodeó, como si una brisa enlutada soplara sobre los árboles, y sin embargo... ¡no había viento!
El suspiro creció, acompañado ahora de débiles gemidos.
–¡Están llegando! ¡Están llegando! ¡Adiós, hermanas! ¡Adiós...! –Mac Kay podía oír claramente las palabras ahora.
Echó a correr hacia el viejo pabellón de caza. Y mientras avanzaba el bosque se ensombrecía, como si impalpables sombras se reunieran en él, como si inmensas alas invisibles lo recubrieran.
El temblor del bosquecillo se acentuó; las ramas se buscaron entre sí, se entrelazaron, se aferraron, y el lúgubre lamento fue haciéndose más y más fuerte:
–¡Adiós, hermanas! ¡Adiós!
Mac Kay desembocó bruscamente en el campo. Vio a Polleau y sus dos hijos acercarse. Ellos también le vieron, y se echaron a reír, blandiendo irónicamente sus relucientes hachas. Retrocedió, se agazapó para esperarles, todas sus razonables hipótesis olvidadas, sintiendo que crecía en él aquella misma rabia que, algunas horas antes, lo había empujado a matar.
Agazapado así, oyó brotar de todas las copas, no ya del bosquecillo sino también del gran bosque, un furioso clamor. Le llegaba de todos lados: rabioso, amenazador, como las voces de legiones de inmensos árboles rugiendo entre los aullidos de la tormenta.
El clamor abrumó a Mac Kay, atizó su cólera y la hizo surgir en llamas.
Si los tres hombres lo oyeron no parecieron prestarle atención.
Avanzaban tranquilamente, burlándose de Mac Kay, agitando sus hachas. Se precipitó a su encuentro.
–¡Retrocedan! –gritó–. ¡Retrocedan! ¡Váyanse, Polleau! ¡Se lo advierto!
–¡Nos lo advierte! –se burló Polleau padre–. Pierre, Jean, ¿lo oís? ¡Nos lo advierte!
El brazo del viejo campesino saltó hacia adelante, y su mano se cerró sobre el hombro de Mac Kay, apretándolo como un cepo.
De un brutal empujón, lo arrojó contra su hijo válido, que lo recibió y lo sujetó, haciéndolo girar y lanzándolo al suelo violentamente.
Mac Kay cayó de cabeza contra unos matorrales a la orilla del bosque. Se levantó precipitadamente, aullando como un lobo. El clamor del bosque se hacía más estridente.
–¡Mátalo! ¡Mátalo! –rugía.
El robusto muchacho había levantado su hacha. La dejó caer sobre el tronco de un abedul, partiéndolo casi de un solo golpe.
Mac Kay oyó un gemido atroz que surgía de todo el bosque. Antes de que el hacha fuera retirada del tronco, saltó hacia el leñador y le lanzó un puñetazo en pleno rostro. El hijo de Polleau maldijo, trastabilló, pero antes de que Mac Kay pudiera golpearle de nuevo lo sujetó con un abrazo de oso y apretó. Mac Kay aflojó sus músculos, como desvanecido, y el muchacho soltó su presa. Inmediatamente Mac Kay se apartó unos pasos y golpeó de nuevo, mientras daba un salto de costado para eludir aquellos fornidos brazos. Pero Polleau hijo fue más rápido y consiguió hacer presa de nuevo. Mientras apretaba otra vez, se oyó un gran crujido de madera y el abedul herido por el hacha se derrumbó. Cayó justo detrás de los dos hombres, y sus ramas parecieron tenderse para sujetar los tobillos del hijo de Polleau.
Este vaciló y cayó hacia atrás, arrastrando a Mac Kay en su caída. Golpeó tan violentamente contra el suelo que soltó su presa, y Mac Kay pudo liberarse de nuevo. Estuvo inmediatamente en pie, pero el muchacho, tan rápido como él, se lanzó otra vez al ataque. Por dos veces los puños de Mac Kay le golpearon en el corazón antes de que los largos brazos lo atraparan de nuevo.
Pero ya no eran tan fuertes como antes; Mac Kay tenía ahora la certeza de que estaban en igualdad de condiciones.
Lucharon enlazados, y cayeron, y rodaron sobre sí mismos, brazos y piernas enlazados, intentando ambos desesperadamente liberar una mano para sujetar la garganta de su adversario. Polleau padre y su otro hijo, el tuerto, corrían en torno a ellos, gritando sus ánimos a Pierre, pero sin atreverse a golpear a Mac Kay por temor a alcanzar al muchacho.
Y durante todo aquel tiempo Mac Kay oía aullar a todo el bosque. El dolor había desaparecido, la triste resignación se había esfumado. Ahora el bosque vivía y rabiaba. Vio los árboles agitarse e inclinarse como si los torciera un huracán. Vagamente, se dio cuenta de que los tres hombres no habían visto ni oído nada; vagamente también, se preguntó el porqué.
–¡Mátalo! –gritaba el bosquecillo, sin poder cubrir el inmenso rugido del gran bosque más allá.
–¡Mátalo, mátalo! –clamaba el gran bosque.
Sintió más que vio dos siluetas indistintas, las sombras de unos hombres curtidos revestidos con mallas verdes, que se inclinaban sobre él mientras rodaba y se debatía.
–¡Mátalo! –susurraron–. ¡Haz brotar su sangre! ¡Mátalo! ¡Haz brotar su sangre!
Consiguió arrancar una de sus manos de la presa del hijo de Polleau. Inmediatamente sintió en su palma la empuñadura de un cuchillo.
–¡Mátalo! –susurraron los hombres obscuros.
–¡Mátalo! –gimió el bosquecillo.
–¡Mátalo! –retumbó el gran bosque.
El brazo libre de Mac Kay se elevó y cayó, hundiendo la hoja en la garganta del hijo de Polleau. Captó un gemido ahogado, oyó a Polleau gritar, notó en su rostro y en su mano un chorro de sangre caliente, sintió su olor acre y salado. Los brazos que lo sujetaban cayeron; se levantó.
Como si la sangre hubiera desencadenado algún encantamiento, los hombres obscuros surgieron de la inmaterialidad y cobraron substancia. Uno de ellos se arrojó sobre el hombre al que Mac Kay había degollado, el otro se echó sobre Polleau padre. El hijo tuerto giró sobre sus talones y huyó aullando de terror. Una joven blanca surgió de las sombras y se abatió a sus pies, sujetó sus tobillos y le hizo caer. Otra muchacha apareció, y luego otra, y todas se arrojaron sobre él. Sus gritos de terror se convirtieron en aullidos de dolor, y luego cesaron bruscamente.
Ahora Mac Kay ya no podía ver a ninguno de los tres hombres, ni a Polleau ni a sus dos hijos, ya que los hombres verdes y las mujeres blancas los cubrían por completo.
Petrificado, contempló sus enrojecidas manos. El rugir del gran bosque se había convertido en un canto tríunfal. El bosquecillo estaba loco de alegría. Los árboles se convertían en ligeros fantasmas apenas perceptibles en la atmósfera opalina, al igual que antes, cuando Mac Kay se había visto envuelto por primera vez en aquella verde magia. Y a su alrededor giraban y danzaban las esbeltas mujeres del bosque, con su resplandeciente blancura.
Lo rodearon, cantando con sus suaves voces de pájaro. Percibió, más allá del alegre coro, a la mujer de la columna de bruma cuyos besos habían hecho correr un fuego verde por sus venas.
Le tendió los brazos, con sus separados ojos reflejando éxtasis, su lechoso cuerpo reluciendo como un claro de Luna, sus entreabiertos labios rojos sonriéndole, como un cáliz escarlata lleno con la promesa de inefables dichas. El coro se rompió, las danzarinas se apartaron para dejarla pasar.
Bruscamente, un sentimiento de horror invadió a Mac Kay.
Pero no era aquella esplendorosa mujer ni sus hermanas quienes lo aterraban, sino él mismo.
¡Había matado! Y la herida que la guerra había abierto en su alma, la herida que creía ya curada, acababa de abrirse de nuevo.
Se precipitó contra el círculo roto, apartó a la deslumbrante mujer con sus manos ensangrentadas, y corrió sollozando hacia el lago. Los cantos cesaron. Oyó algunos gritos tiernos, suplicantes, casi lamentos; voces suaves que intentaban retenerlo. Oyó el sonido de precipitados pasos tras él, pasos ligeros como las hojas de otoño cayendo sobre el musgo.
Mac Kay corrió desesperadamente. Los árboles se espaciaron, la orilla estaba ante él. Oyó a la más hermosa de las jóvenes llamarle, sintió su mano sobre su hombro. Intentó ignorarla. Atravesó la estrecha playa en dos saltos, empujó la barca al agua y se arrojó de bruces en su interior.
Durante un momento interminable permaneció tendido en ella, agitado por los sollozos; luego se sentó y tomó los remos. Se giró hacia la orilla, de la que se había separado una docena de metros.
La mujer permanecía en el lindero del bosquecillo, contemplándole con sus grandes ojos sabios llenos de piedad. Tras ella se apretujaban los rostros blancos de sus hermanas, las sombrías, figuras de los hombres vestidos de verde.
–¡Vuelve! –murmuró la mujer, tendiendo sus delicados brazos.
Mac Kay vaciló. Su horror se desvanecía ante aquella suave mirada compasiva. Inició una media vuelta. Su mirada se posó entonces en sus manos ensangrentadas, y el pánico volvió. No tenía más que una idea, huir de allí. Huir de aquel lugar donde yacía el hijo de Polleau, con la garganta abierta, poner el lago entre aquel cadáver y él.
Con la cabeza inclinada, Mac Kay se curvó sobre los remos y remó con todas sus fuerzas. Cuando volvió a levantar la vista, una cortina de bruma le ocultaba la otra orilla, le ocultaba el bosquecillo, de donde ya no llegaba ningún ruido. Miró hacia atrás, hacia el albergue. La bruma flotaba también por aquel lado, ocultándolo.
Mac Kay se sintió aliviado de verse oculto así de los vivos y de los muertos por aquellos velos vaporosos. Agotado, se dejó caer al fondo de la barca. Al cabo de un momento se inclinó sobre la borda y, temblando, se lavó la sangre de las manos. Frotó la mancha de los remos, allá donde sus manos habían dejado una huella roja. Arrancó el cuello de su chaqueta, lo mojó en el lago y se lavó el rostro. Luego ató sólidamente la manchada chaqueta con el cuello alrededor de la piedra que hacía las veces de ancla y lo arrojó todo al fondo del lago. Había también un poco de sangre en su camisa, pero no podía quitársela.
Durante un momento remó al azar, hallando en aquel ejercicio un consuelo a la enfermedad de su alma. Su abotagada mente empezó a funcionar de nuevo; analizó su situación, buscó un medio de afrontar el futuro, de salvarse.
¿Qué era lo que debía hacer? ¿Confesar que había matado a Polleau hijo? ¿Qué móvil podía invocar? ¿Qué razón podía dar a su acto sino que el hombre iba a derribar unos cuantos árboles, unos árboles que pertenecían a su padre y con los que tenía derecho a hacer lo que quisiera?
Si hablaba de la mujer del bosque, de las muchachas del bosque, de las sombras de sus verdes caballeros ayudándole... ¿quién iba a creerle?
Le tomarían por loco. Le considerarían completamente loco, como empezaba a pensar él mismo.
No, nadie le creería. ¡Nadie! Y además, su confesión tampoco devolvería la vida al hombre al que había matado. No, no confesaría nada.
Pero... Otro pensamiento acudió a su mente. ¿Y si era... acusado? ¿Qué les había ocurrido exactamente al viejo Polleau y a su otro hijo? Mac Kay había supuesto de la forma más natural del mundo que estaban muertos, muertos bajo el montón de aquellos cuerpos blancos y obscuros. Pero, ¿habían muerto realmente?
Mientras se había sentido hechizado por aquella magia verde no lo había dudado, ya que... ¿por qué otro motivo hubiera estallado de alegría el bosquecillo, por qué el gran bosque hubiera lanzado su canto triunfal?
¿Estaban realmente muertos, Polleau y su hijo tuerto? Recordó claramente que ellos no habían oído como él, visto como él.
Para ellos, Mac Kay y su adversario no habían sido más que dos hombres luchando en el interior de un bosque; solo esto... hasta el final. ¿El final? ¿Tampoco habían visto nada entonces?
No, el único hecho real era que había degollado a uno de los hijos de Polleau. Aquella era la única verdad incuestionable. Acababa de lavar de sus manos y de su rostro la sangre de aquel hombre.
Todo lo demás no era indudablemente más que un espejismo, pero una cosa era cierta: ¡él había matado a aquel muchacho!
¿Remordimientos? Había creído sentirlos. Ahora sabía que no lamentaba nada; en él no había ni la sombra de un remordimiento.
Era el pánico lo que le había electrizado, el pánico lo que le había hecho huir, la reacción tras la batalla, los ecos de la guerra. Lo que había hecho, aquella... ejecución, era justificada. ¿Con qué derecho pretendían aquellos hombres destruir el bosquecillo, exterminar su belleza?
Ningún remordimiento. ¡Se sentía feliz de haber matado!
En aquel momento, Mac Kay no hubiera dudado en hacer girar su barca y forzar los remos para ir a beber el cáliz carmesí de los labios de la mujer del bosque. Pero la bruma se espesaba. Se dio cuenta de que estaba muy cerca del embarcadero del albergue.
No había nadie a la vista. Era el momento de borrar de su camisa aquellas manchas acusadoras. Luego...
Rápidamente abordó el muelle, amarró la barca, y subió a su habitación sin ser visto. Se encerró en ella y empezó a desvestirse.
Pero el sueño le invadió golpeándole como una ola y, casi inconsciente, se arrojó a la cama.
Lo despertó un golpe en la puerta. La voz del dueño del albergue le anunció que la cena estaba servida. Murmuró una respuesta y, mientras los pasos del viejo se alejaban, se levantó. Su mirada se posó en su camisa, y en las manchas, ahora de un color rojo óxido. Perplejo, las examinó durante unos instantes hasta que los recuerdos volvieron a él.
Fue a la ventana. La tarde declinaba. Hacía viento y los árboles cantaban, con todas sus hojas danzando; el bosque murmuraba su regocijo. El miedo había desaparecido, las secretas preocupaciones se habían ido. El bosque estaba tranquilo, feliz.
Buscó el bosquecillo en el crepúsculo. Sus damiselas danzaban suavemente en la brisa, inclinando sus tocados de hojas, levantando el borde de sus vestidos de hojas. A su lado danzaban sus verdes caballeros, agitando despreocupadamente sus brazos de obscuras agujas. El bosquecillo estaba alegre también, tan alegre como el día en que su belleza lo había atraído por primera vez.
Mac Kay se desvistió, ocultó la manchada camisa en su maleta, se lavó y se vistió con ropas limpias, y bajó a cenar. Comió con buen apetito. De tanto en tanto, se sorprendía vagamente de no sentir ningún pesar, ninguna pena por el hombre al que había matado. Estaba cerca de pensar que lo había soñado todo, tal era su indiferencia al respecto. Incluso había dejado de preocuparse por la posibilidad de ser descubierto y acusado.
Su alma estaba tranquila; oía al bosque cantarle que no tenía nada que temer; y cuando fue a sentarse un momento en su balcón, aquella noche, se sintió invadido por una gran paz. El murmullo del bosque lo acunó, y durmió con un sueño sin pesadillas.
A la mañana siguiente, Mac Kay no salió del albergue. El bosquecillo danzaba alegremente y le hacía señales, pero resistió a sus llamadas. Algo le susurraba que aguardara, que dejara que la extensión del lago quedara entre el bosque y él hasta que no supiera lo que yacía exactamente allí. Y la sensación de paz no le abandonaba.
Sólo el dueño del albergue pareció preocupado, al transcurrir el día. Bajó varias veces al embarcadero, intentando ver la otra orilla.
–Es extraño –le dijo finalmente a Mac Kay, cuando el Sol se ocultaba ya tras las montañas–. Polleau debía venir a verme hoy. Siempre ha sido un hombre de palabra. Y si no hubiera podido venir me habría enviado a alguno de sus hijos.
Mac Kay se mostró indiferente.
–Y hay otra cosa que no acabo de comprender –prosiguió el viejo–. No he visto humo surgir del pabellón durante todo el día. Es como si se hubieran ido.
–¿Dónde pueden haber ido? –preguntó Mac Kay con voz indiferente.
–No lo sé. Y eso me inquieta, señor. El viejo Polleau no es muy simpático, es cierto, pero es mi vecino. Quizá hayan sufrido un accidente...
–Supongo que, si les hubiera ocurrido algo, se lo hubieran hecho saber.
–Quizá, pero... Si no vienen mañana y no veo humo, iré a ver qué pasa.
Mac Kay sintió que algo estrujaba ligeramente su corazón...
A la mañana siguiente sabría con certeza lo que había ocurrido realmente en el bosquecillo.
–Creo que es lo más prudente –dijo–. No hay que esperar mucho. Al fin y al cabo... pueden ocurrir muchos accidentes.
–¿Vendrá conmigo, señor? –preguntó el dueño del albergue.
¡No!, susurró una vocecita en el interior de Mac Kay. ¡No, no vayas!
–Lo siento –dijo–, pero tengo trabajo. De todos modos, si me necesita para algo, no dude en enviar a por mí.
Aquella noche también durmió sin pesadillas, blandamente acunado por los tiernos murmullos del bosque.
La mañana siguiente transcurrió sin que pudiera ver ningún signo de vida en la orilla opuesta. A la una de la tarde, Mac Kay vio al viejo dueño del albergue y su criado subir a la barca para atravesar el lago. Sus temores regresaron repentinamente, su serenidad se vio destruida. Febrilmente, tomó sus prismáticos y los enfocó en la barca, siguiendo a los dos hombres hasta que llegaron a tierra y ascendieron hacia el bosquecillo. Su corazón latía dolorosamente, sentía sus manos húmedas y sus labios secos. Examinó la orilla, preguntándose lo que podían estar haciendo entre los árboles. ¡Debían llevar ya al menos una hora allí! ¿Qué era lo que habían hallado? Miró su reloj y reprimió un sobresalto. Apenas había transcurrido un cuarto de hora.
Los segundos fueron pasando lentamente. Fue casi una hora más tarde cuando los vio salir del bosquecillo y empujar la barca al agua. Con la garganta seca y las sienes pulsando, se esforzó en tranquilizarse y descendió lentamente hacia el embarcadero.
–¿Alguna novedad? –preguntó cuando la barca se acercó.
Los dos hombres no respondieron, pero cuando la embarcación entró en contacto con el embarcadero levantaron la vista hacia él y Mac Kay pudo ver en sus ojos una expresión a la vez perpleja y horrorizada.
–Están muertos, señor –murmuró finalmente el dueño del albergue–. Polleau y sus dos hijos. ¡Los tres muertos!
Mac Kay sintió que su cuerpo se envaraba de una forma terrible y el vértigo lo invadía.
–¡Muertos! –murmuró. –¿Qué les ha ocurrido?
–Los árboles –dijo el viejo, y Mac Kay tuvo la impresión de que le miraba de una forma extraña–. Los árboles, por supuesto. Ellos los han matado, señor. Hemos subido por el pequeño sendero que conduce hasta el bosquecillo, y al otro extremo hemos visto que estaba bloqueado por unos árboles derribados. Había moscas zumbando en torno a esos árboles, señor, así que hemos mirado debajo. Allí estaban los tres, Polleau y sus dos hijos. Un abeto había caído sobre Polleau y le había hundido el pecho. Hallamos a uno de sus hijos debajo de varios abedules y un abeto. Los árboles le habían partido la espina dorsal y arrancado un ojo, pero eso, el ojo, parecía una herida más antigua...
–Debe haber sido un golpe de viento –aventuró el criado–. Aunque aquí nunca hemos tenido ningún viento capaz de arrancar los árboles de esa manera. Y no había ningún otro árbol derribado, aparte los que estaban caídos sobre ellos tres. ¡Y le juro, señor, parecía como si hubieran saltado del suelo! Como si les hubieran saltado encima. O como si unos gigantes los hubieran arrancado de raíz para utilizarlos como mazas. No estaban rotos: podían verse todas sus raíces...
–Pero... ¿y el otro hijo? Polleau tenía dos hijos –dijo Mac Kay, sin conseguir dominar el temblor en su voz.
–Pierre –dijo el dueño del albergue, y Mac Kay tuvo de nuevo la impresión de que el hombre le miraba de una forma extraña–. Estaba tendido bajo un enorme abeto. Había sido degollado.
–¡Degollado! –murmuró Mac Kay.
¡Su cuchillo! ¡El cuchillo que habían deslizado en su mano aquellas formas indistintas!
–Su garganta estaba destrozada –dijo el dueño del albergue–. Y en la herida todavía había un trozo de la rama rota que la había producido. Una rama rota, señor, puntiaguda, afilada como un cuchillo. Debió golpear a Pierre en el momento en que el abeto se derrumbaba, y clavarse en su cuello... rompiéndose.
Aturdido por el estupor, con los pensamientos girando locamente en su cabeza, Mac Kay murmuró con voz pálida:
–¿Dice usted... una rama rota?
–Exactamente, señor –asintió el dueño del albergue, mirándole directamente a los ojos–, Queda muy claro lo que debió pasar... Jacques –dijo, dirigiéndose a su criado–, sube a la casa. Ya no te necesito por ahora.
Siguió con la vista al hombre que se alejaba; luego, bajando la voz, le murmuró a Mac Kay:
–No es tan sencillo como parece, señor. Ya que en la mano de Pierre he encontrado... esto.
Se metió una mano en el bolsillo y extrajo un botón del que colgaba un pedazo de tela. El botón y el tejido habían pertenecido a la chaqueta ensangrentada que Mac Kay había arrojado al fondo del lago; ¡debían haber sido arrancados en el transcurso de la lucha por el hijo de Polleau!
Mac Kay quiso hablar, pero el viejo levantó la mano y la giró, con la palma hacia abajo. El botón y el trozo de tela cayeron al agua, y una pequeña ola se los llevó. Los dos hombres contemplaron flotar al botón, sin decir una palabra, hasta que finalmente desapareció.
–No me diga nada, señor –murmuró el dueño del albergue–. Polleau era un hombre duro, y sus chicos también lo eran. Los árboles les odiaban. Los árboles los han matado, Y ahora los árboles son felices. Eso es todo. En cuanto a... al recuerdo, ha desaparecido, He olvidado que lo encontré. Lo único que creo es que usted también debería desaparecer.
Aquella noche, Mac Kay hizo las maletas. Cuando amaneció estaba en su ventana, contemplando el bosquecillo. Se estaba despertando allá al otro lado del lago, parecía desperezarse con la gracia de las jóvenes doncellas aún medio dormidas. Saboreó su belleza por última vez, y le dirigió un ademán de adiós.
Desayunó con apetito. Se instaló al volante de su automóvil, puso el motor en marcha. El viejo dueño del albergue y su mujer acudieron a desearle buen viaje. Estaban llenos de afectuosa solicitud, pero en la mirada del viejo había algo parecido a la perplejidad, y un cierto respetuoso temor.
La carretera atravesaba el umbrío y denso gran bosque. Muy pronto el albergue y el lago desaparecieron, lejos a sus espaldas.
Mac Kay conducía canturreando, acompañado por el suave rumor de las hojas y por el ligero canto de las estremecidas agujas de pino, la voz del bosque, tierna, amistosa, acariciante; el bosque, en un regalo de despedida, le hacía donación de su paz, de su felicidad, de su fuerza.
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