Stephen King
Pelotón D
Billy Clewson murió de inmediato, con nueve de los diez miembros del Pelotón D el 8 de Abril de 1974. Le tomó a su madre dos años morirse, pero, de hecho empezó en el instante que llegó el telegrama anunciando que su hijo estaba muerto. Dale Clewson simplemente se sentó en el banquillo del vestíbulo por cinco minutos, la débil hoja de papel amarillo colgando de sus dedos. No se sabía si iba a desfallecer, vomitar, gritar o lo que sea. Cuando fue capaz de levantarse, fue a la sala de estar. Estuvo a tiempo de ver a Andrea bajar el último trago de la primera bebida y verter el segundo trago de la era pos Billy. Muchos tragos siguieron. Era realmente asombrosa la cantidad de tragos que esa pequeña y aparente frágil mujer fue capaz de tomar en un período de dos años. La causa de su muerte, que apareció en su certificado de defunción, fue disfunción de hígado y fallo renal. Ambos, Dale y el médico de cabecera, sabían que era la cubierta formal de un pastel de alcohol. Pastel de ron, tal vez. Pero sólo Dale sabía que había un tercer nivel. Los Vietcongs mataron a su hijo en un lugar llamado Ky Doe, y la muerte de Billy mató a su madre.
Fueron tres años, casi tres años al día, después de la muerte de Billy en el puente cuando Dale Clewson comenzó a creer que estaba volviéndose loco.
Nueve, pensó. Había nueve. Siempre hubo nueve. Hasta ahora.
¿Los había? Su mente le contestó. “¿Estás seguro?” “Tal vez realmente no los contaste”. La carta del teniente decía que había nueve, y la carta de Bortman también. Así que ¿cómo puedes estar tan seguro? Tal vez lo asumiste.
Pero no lo había hecho y podía estar seguro porque sabía que había nueve, y allí habían sido nueve chicos en la fotografía del Pelotón D que llegó por correo, junto con la carta del teniente Anderson.
Puedes estar equivocado, su mente insistió con una convicción ligeramente histérica. Has estado pensando demasiado este último par de años, perdiendo a Billy y luego a Andrea. Puedes estar equivocado.
En realidad era sorprendente, pensó, hasta que punto de locura la mente humana protegería su propia salud.
Puso su dedo en la nueva figura, un chico rubio de la edad de Billy, pero con corte militar, aparentando no más de diecisiete años, seguramente muy joven como para estar en el campo de batalla. Estaba sentado cruzado de piernas delante de Gibson, que, de acuerdo a las cartas de Billy, tocaba la guitarra; y Kimberley, que contaba muchísimos chistes verdes. El chico rubio estaba con los ojos entrecerrados debido al sol. Como varios de los otros. Pero ellos siempre habían estado allí antes. La sudadera del chico nuevo estaba abierta, sus chapas de identificación descansando contra su pecho lampiño.
Dale fue hacia la cocina, buscó dentro de lo que él y Andrea siempre llamaron "La gaveta del desorden," y volvió con una vieja, y raspada lupa. Tomó la lupa y la fotografía que se encontraba sobre la ventana de la sala de estar, inclinó la foto pará que no reflejara, y sostuvo el vidrio sobre las chapas de identificación del chico nuevo. No pudo leerlas. De hecho, ambas chapas estaban vueltas y descansando cara abajo contra su piel.
Y con todo, una sospecha se había aclarado en su mente, hizo tic allí como el reloj en la repisa. Estaba por dar cuerda al reloj cuando notó el cambio en el cuadro. Ahora devolvió el cuadro a su lugar entre una fotografía de Andrea y otra de la graduación de Billy, encontró la llave del reloj y le dio cuerda.
La carta del teniente Anderson fue bastante simple. Dale la encontró en el escritorio de su estudio y la leyó de nuevo. Líneas mecanografiadas en papel del ejercito. La formula repetida del telegrama, supuso Dale. Primero: Telegrama. Segundo: Carta de condolencia del Teniente. Tercero: Ataúd, un chico dentro. Lo había notado entonces y lo notaba ahora: la máquina de escribir de Anderson uso una "o" en vuelo. Clewson se había vuelto Clewson.
Andrea quería romper la carta. Dale insistió en que se la quedaran. Ahora él estaba satisfecho.
El pelotón de Billy y otros dos se vieron envueltos en un flanco de acción de un cuadrante de jungla en el cual Ky Doe era el único pueblo. El contacto enemigo podría haberse anticipado, decía la carta de Anderson, pero allí no había nadie. El Cong reportado en el área simplemente había desaparecido dentro de la jungla – era un truco con el cual los soldados americanos se habían familiarizado en los últimos años.
Dale pudo imaginarlos volviendo a su base en Homan, felices, aliviados. El Pelotón A y C vadearon a través de río Ky, el cual estaba casi seco. El Pelotón D usó el puente. A mitad de camino, voló en pedazos. Posiblemente fue detonado desde río abajo. Probablemente, alguien, quizás Billy, pisó en la tabla equivocada. Los nueve murieron. Ni un sobreviviente.
Dios, si realmente existe tal ser, usualmente es más bondadoso que eso, pensó Dale. Puso la carta del teniente Anderson al revés y sacó la de Josh Bortman. Había sido escrita en papel de renglones azules parecida a una pizarra de niño. La escritura de Bortman era casi ilegible, los garabatos eran peores debido al instrumento de escritura: un lápiz blando. Obviamente desafilado desde un principio, no debe haber sido más que una protuberancia al poner Bortman su firma al final. En muchos lugares Bortman había presionado con bastante dureza su instrumento hasta rasgar el papel.
Fue Bortman, el décimo hombre, quien envió a Dale y Andrea la fotografía del escuadrón, ya enmarcada, el vidrio sobre la foto milagrosamente no se rompió en el largo viaje de Homan a Saigon, hasta San Francisco y finalmente a Binghamton, New York.
La carta de Bortman era angustiante. Llamó a los otros nueve "los mejores amigos que tuve en mi vida”. “Los quería como si fueran mis hermanos.”
Dale sostuvo el papel de renglones azules en su mano y miró inexpresivamente a través de la puerta de su estudio hacia el sonido del reloj sobre la repisa de la chimenea. Cuando la carta llegó, en los primeros días de Mayo de 1974, había estado metido de lleno en su propia angustia para realmente considerar a Bortman. Ahora supuso que podía entenderlo un poco, de cualquier manera. Bortman había estado sintiendo una profunda e inarticulada culpabilidad. Nueve cartas desde su cama de hospital en la base Homan, todas en ese atormentado garabato, todas probablemente escritas con el mismo lápiz blando. El gasto considerando que nueve ampliaciones de la fotografía del Pelotón D fueron hechas, enmarcadas, y enviadas por correo. Ritos de expiación con un lápiz blando, pensó Dale, plegando la carta otra vez y colocándola en la gaveta con la de Anderson. Como si los hubiese matado tomando su fotografía. Aquello era realmente lo que estaba entre líneas, ¿no es cierto?. "Por favor no me odie, señor Clewson, por favor no piense que mate a su hijo y a los otros tom..."
En la otra habitación el reloj de la chimenea comenzó a señalar las cinco.
Dale volvió a la sala de estar, y tomó el cuadro otra vez.
Lo que estás diciendo es una locura.
Miró otra vez al chico del pelo rubio.
Los quería como si fueran mis hermanos.
Dio vuelta el cuadro.
Por favor no piensen que maté a su hijo, a sus hijos, tomándoles su fotografía. Por favor no me odien porque estaba en el hospital de la base Homan con hemorroides en lugar de estar en el puente Ky Doe con los mejores amigos que tuve en mi vida. Por favor no me odien, porque finalmente los alcancé, me tomó diez años lograrlo, pero finalmente los alcancé.
Escrito en el reverso, en el mismo trazo suave, estaba esta anotación:
Jack Bradley Omaha, Neb.
Billy Clewson Binghamton, NY.
Rider Dotson Oneonta, NY
Charlie Gibson Payson, ND
Bobby Kale Henderson, IA
Jack Kimberley Truth o Consequences. NM
Andy Moulton Faraday, LA Staff Sgt. I
Jimmy Oliphant Beson, Del.
Asley St. Thomas Anderson, Ind.
*Josh Bortman Castle Rock, Me.
Había puesto su propio nombre al último, observó Dale. Lo vio antes, por supuesto, y lo notó... pero, quizás, nunca lo había hecho realmente hasta ahora. Había puesto su nombre al último, fuera de orden alfabético, y con un asterisco.
El asterisco significa "aun con vida”. El asterisco significa "no me odien."
Ah, pero lo que estás pensando es una locura, y lo sabes bien.
No obstante, fue hacia el teléfono, marcó 0, y averiguó que el código de Maine era 207. Marcó el número de asistencia de Maine, y verificó que había una sola familia Bortman en Castle Rock.
Agradeció al operador, escribió el número, y miró el teléfono.
¿Realmente no pretendes llamar a esa gente, no?
No respondió. Solo el sonido del reloj. Había puesto la foto en el sofá y ahora la miraba. Miró primero a su hijo, su cabello tirado hacia atrás, un pequeño bigote tratando de crecer sobre su labio superior, congelado pará siempre a la edad de veintiuno; y luego al chico nuevo en esa vieja fotografía, el chico del cabello corto y rubio, el chico que estaba con sus chapas de identificación torcidas, imposibles de leer, contra su pecho. Pensó en la manera en que Josh Bortman estaba cuidadosamente separado de los otros, pensó en el asterisco, y de pronto sus ojos se llenaron de cálidas lágrimas.
Nunca te odié, hijo, pensó. Ni tampoco Andrea, por todo su dolor. Quizás debería haber cogido una lapicera y escribirte una nota diciéndotelo, pero honestamente, la idea no cruzó por mi mente.
Recogió el teléfono y marcó el número de los Bortman en Castle Rock, Maine.
Ocupado.
Colgó y se sentó por cinco minutos, mirando hacia la calle donde Billy había aprendido a manejar primero un triciclo, luego una bicicleta con rueditas, y después a dos ruedas. A los dieciocho trajo a casa el progreso final: una Yamaha 500. Por sólo un momento pudo ver a Billy con claridad paralizante, como si pudiera cruzar la puerta y sentarse.
Marcó el número de los Bortman otra vez. Esta vez sonó. La voz del otro lado logró emitir una inconfundible impresión de cautela en solo dos sílabas. "¿Ho-la?" Al mismo momento, los ojos de Dale cayeron en el dial de su reloj pulsera y leyeron la fecha, no por primera vez en el día, pero era la primera vez que caía en ello. Era 9 de Abril. Billy y los otros habían muerto ayer, once años atrás. Ellos -
—¿Hola? —la voz repitió repentinamente—. ¡Respóndame, o estoy colgando! ¿Cuál de todos es usted?
¿Cual de todos es usted? Permaneció en la sala de estar, frío, escuchando las palabras graznando de esa boca.
—Mi nombre es Dale Clewson, señor Bortman. Mi hijo...
—Clewson. El padre de Billy Clewson —. Ahora la voz era aplastada, sin inflexión.
—Sí, eso es...
—Dígame.
Dale no encontró respuesta. Por primera vez en su vida, realmente no podía hablar.
—¿Y también tiene su foto del Pelotón D cambiada?
—Sí —salió como un jadeo estrangulado.
La voz de Bortman permaneció sin inflexión, pero no obstante estaba llena de salvajismo.
—Escúcheme, y dígale a los otros. Va a haber un localizador de llamadas en mi teléfono para esta tarde. Si es una broma, sus compañeros van a ir riendo camino a la cárcel, se lo puedo asegurar.
—Señor Bortman…
—¡Cállese! Primero alguien haciéndose llamar Peter Moulton telefonea, supuestamente de Louisiana, y le dice a mi esposa que nuestro hijo de pronto aparece en una fotografía que Josh les mandó del Pelotón D. Ella todavía tenía ataques de histeria cuando llama una mujer dando a entender que es la madre de Bobby Kale con la misma historia demente. ¡Después, Oliphant! ¡Cinco minutos atrás, el hermano de Rider Dotson! —dijo—. Ahora usted.
—Pero, señor Bortman…
—Mi esposa se encuentra arriba sedada, y si todo esto es un caso de “Tiene al príncipe Albert en una lata”1, le juro por Dios…
—Usted sabe que no es una broma —murmuró Dale. Sus dedos estaban fríos y entumecidos. Helado de dedos. Miró la fotografía a través de la habitación. Al chico rubio. Sonriendo, entrecerrando los ojos hacia la cámara.
Silencio del otro lado.
—Sabe que no es una broma, ¿qué esta pasando?
—Mi hijo se suicido ayer por la tarde —dijo Bortman con uniformidad—. Por si no lo sabía.
—No lo sabía. Lo juro.
Señaló Bortman
—¿Y realmente está llamando de larga distancia, no?
—De Binghamton, New York.
—Sí. Se puede notar la diferencia... local de larga distancia, digo. La larga distancia tiene... un...un zumbido...
Dale cayó en la cuenta, tarde, que esa expresión se arrastró en su voz. Bortman estaba llorando.
—Estaba deprimido de vez en cuando, desde que volvió de Nam, a finales de 1974 —dijo Bortman—, siempre empeoraba en la primavera, alrededor del 8 de Abril cuando los otros chicos... y su hijo...
—Sí, dijo Dale.
—Este año, simplemente no lo hizo... no empeoró.
Un ruido ahogado. Bortman usando su pañuelo.
—Se colgó en el garaje, señor Clewson.
—Jesucristo— murmuró Dale. Cerró los ojos muy fuerte, tratando de protegerse de la imagen. Obtuvo una que era aun peor. Aquella cara sonriente, la sudadera abierta, las chapas de identificación torcidas—. Lo siento.
—El no quería que la gente supiera por qué no estaba con los otros ese día, pero por supuesto la historia salió a la luz —una larga y meditativa pausa del lado de Bortman—. Historias como esa siempre lo hacen.
—Sí. Supongo que sí.
—Joshua no tenía muchos amigos, señor Clewson. No creo que él tuviera verdaderos amigos hasta que fue a Nam. Quería a su hijo, y a los otros.
Ahora es él. Consolándome.
—Lo siento por su pérdida —dijo Dale—. Y siento haberlo molestado en un momento como éste. Pero entenderá... tenía que hacerlo.
—Sí. ¿Él está sonriendo, señor Clewson? Los otros... dicen que estaba sonriendo.
Dale miró hacia la fotografía, al lado del reloj.
—Está sonriendo.
—Por supuesto. Josh finalmente los alcanzó.
Dale miró por la ventana hacia la acera donde Billy había montado su bicicleta con rueditas. Supuso que él diría algo, pero no parecía pensar en nada. Su estómago le dolía. Sus huesos estaban fríos.
—Tengo que irme, señor Clewson. En caso de que mi esposa despierte... —hizo una pausa—. Creo que desconectaré el teléfono.
—Esa no sería una mala idea.
—Adiós, señor Clewson.
—Adiós. Una vez más, mis condolencias.
—Y las mías también.
Click.
Dale cruzó la habitación y tomó la fotografía del Pelotón D. Miró al chico rubio que sonreía, cruzado de piernas delante de Kimberley y Gibson, sentado de manera despreocupada y confortable en el suelo como si nunca hubiese tenido hemorroides en su vida, como si nunca hubiese estado encima de una escalera en un oscuro garaje con una soga al cuello.
Josh finalmente los alcanzó.
Permaneció de pie mirando fijamente la fotografía por un largo tiempo, antes de darse cuenta que la profundidad del silencio en la habitación se había hecho mas profunda. El reloj se detuvo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario