UN CRIMEN FUERA DE LO CORRIENTE
Robert Bloch
Sólo los muertos conocen Brooklyn.
Thomas Wolfe fue quien lo dijo, y ahora ya está muerto, de modo que debe conocerlo.
Pero Londres es otra historia.
Por lo menos, así se lo pareció a Hilary Kane. No una historia, sino más bien una novela picaresca enorme y anticuada, en la que cada calle era como un capítulo donde se amontonaban personajes e incidentes propios. Cada manzana era una página, cada edificio un párrafo, dentro del complicado y extenso texto... Así entendía Hilary Kane la ciudad, y la conocía muy bien.
Hacía muchos años que deambulaba por sus calles, leyéndola frase a frase, hasta que cada línea llegó a serle familiar: se había aprendido Londres de memoria.
Y por ello se quedó tan sorprendido cuando, en un gris atardecer de finales de noviembre, descubrió aquella tienda en Saxe-Coburg Square.
-¡Que me condene! -dijo.
-Es muy probable que así sea -Lester Woods, su acompañante, suavizó tal afirmación con una sonrisa de indulgencia- ¿Qué sucede?
-Esto.
Kane hizo un gesto en dirección al diminuto escaparate del establecimiento, que pasaba casi desapercibido entre dos reliquias residenciales de la era victoriana.
-Una tienda de antigüedades -asintió Woods-. Con la velocidad que brotan, debe haber ya por lo menos una por cada turista que visita Londres.
-Pero no aquí -dijo Kane, frunciendo el ceño-. Da la casualidad de que he pasado por aquí hace menos de una semana, y aseguraría que en esta plaza no había ninguna tienda.
-Pues deben haberla abierto después.
Los dos hombres se encaminaron hacia la entrada, contemplando de pasada el escaparate.
El ceño de Kane se acentuó.
-¿Esto es lo que dices que es nuevo? Mira el polvo que tienen esas copas.
-¿Ya vuelves a jugar a los detectives? -Woods sacudió la cabeza-. El problema contigo, Hilary, es que tienes demasiadas aficiones. -Miró hacia el otro lado de la plaza. Una ráfaga de viento helado anunciaba la inminencia del crepúsculo-. Se hace tarde, será mejor que nos vayamos.
-No hasta que me entere de lo que es esto.
Kane estaba abriendo ya la puerta, y Woods lanzó un suspiro.
-Supongo que ya ha empezado el juego. Está bien. Acabemos cuanto antes.
La campanilla de la puerta sonó, y los dos amigos penetraron en la tienda. La puerta se cerró, el campanilleo cesó, y se encontraron sumergidos en las sombras y el silencio.
Pero una de las sombras no era totalmente silenciosa. Se levantó de detrás del único mostrador, colocado en el reducido espacio que quedaba ante la pared posterior.
-Buenas tardes, caballeros -dijo la sombra, y encendió una bombilla que colgaba del techo.
Un tenue nimbo de luz se proyectó sobre la superficie del mostrador e hizo cobrar una nueva dimensión a la sombra, revelando que se trataba de una diminuta silueta, con un rostro anodino y una calvicie incipiente.
Kane se dirigió al propietario.
-¿Le importa que echemos un vistazo?
-¿les interesa algo en especial? -El propietario hizo un gesto en dirección a los estantes que cubrian la pared, a su espalda-. Libros, mapas, porcelana. cristal...
-No exactamente -dijo Kane-. Lo que ocurre es que una tienda nueva como ésta siempre me hace sentir curiosidad.
El propietario negó con la cabeza.
-Le ruego que me perdone. pero no creo que pueda considerársela nueva.
Woods se quedó mirando a su amigo, reprimiendo con dificultad una sonrisa, pero Kane le ignoró.
-¡Qué raro! -dijo-. No me había dado cuenta antes de que estuviera aquí.
-No es extraño. Llevo mucho tiempo en este negocio. pero no en este lugar.
Entonces le llegó el turno a Kane de lanzar una ojeada rápida a Woods, y sin reprimir la sonrisa. Pero Woods estaba inspeccionando ya los artículos expuestos, y Kane le imitó al cabo de un instante.
Hizo un inventario superficial de lo que se veía baio el cristal del mostrador. Advirtió una lámpara de "boudoir", con flecos de cuentas, una bandeja con botones perlados, un programa recuerdo de un "durbar", y un marco con una fotografía dedicada de Matilda Alice Victoria Wood. También había una miscelánea de joyas viejas, sabonetas, cubiletes de peltre, servilleteros, una miniatura del Crystal Palace, y un poster de Lord Kitchener, con unos formidables mostachos, y su dedo enguantado extendido en un gesto imperioso.
Se dijo que era la mezcla habitual. Nada fuera de lo acostumbrado, y la mayoría de ello -como el poster de Kitchener-, ni tan siquiera adecuadamente antiguo, sino sólo pasado de moda. Aquellos abanicos del estante interior, por ejemplo, las cubiertas de seda, los gemelos de ópera, el maletín negro del extremo más alejado hecho de lo que en otros tiempos se llamó "Tela Americana".
Aquella denominación hizo que Kane se inclinara para examinarlo más de cerca. Tela Americana. Ahora estaba llena de polvo, pero antes había sido brillante, como la deslustrada placa de plata con el nombre de su propietario. Leyó la inscripción.
J. Ridley. D.M. (Doctor en Medicina).
Kane alzó la vista, procurando disimular la excitación que le había invadido repentinamente.
¡Imposible! ¡No podía ser!... Pero era. Esforzándose en mantener un tono de voz casual, y unos modales indiferentes, señaló el maletín al propietario de la tienda.
-¿Un equipo médico?
-Sí, eso creo.
-¿Puedo preguntar dónde lo adquirió?
El hombrecillo se encogió de hombros.
-No es posible acordarse. En este tipo de comercio, uno va adquiriendo los artículos raros dónde y cuándo se le presentan.
-¿Me permite que le eche un vistazo?
El propietario alzó el maletín hasta el mostrador. Woods se lo quedó mirando asombrado, pero Kane le ignoró, con los ojos fijos en la placa que colgaba bajo la cerradura.
-¿Le importaría abrirlo? -dijo.
-Me temo que no tengo la llave.
Kane extendió la mano y apretó el cierre; estaba oxidado pero firmemente sujeto. Frunciendo el ceño, alzó el maletín y lo sacudió suavemente.
Algo se movió en su interior, y al oir el ruido de objetos metálicos que se entrechocaban en su interior, el júbilo de Kane no tuvo límites. De cualquier forma, intentó reprimirlo al hablar.
-¿Cuánto pide por él?
El propietario se mostró igualmente desprovisto de emoción.
-No está a la venta.
-Pero...
-Lo siento, señor. No acostumbro a vender artículos a ciegas. Y puesto que no podemos saber lo que tiene dentro...
-Vamos, vamos. No es más que un maletín de un médico. Se hace difícil suponer que guarde en su interior las joyas de la corona.
Woods soltó una risita a su espalda, pero el propietario le ignoró.
-Se lo concedo -dijo-. Pero tampoco estamos seguros de cuál es su contenido. -El hombrecillo alzó a su vez el maletín, y se oyó de nuevo un tintineo metálico-. Quizá sean monedas.
-Probablemente simples instrumentos quirúrgicos -dijo con impaciencia Kane- ¿Por qué no fuerza la cerradura y solventamos esta cuestión?
-¡Oh!, no puedo hacer eso. El maletín ya no tendría ningún valor.
-¿Y qué valor tiene?
Kane había bajado la guardia. Supo que había cometido un error táctico, pero no se pudo reprimir.
-Ya le he dicho que este maletín no está a la venta -dijo el propietario, con una sonrisa.
-Todo tiene un precio.
La frase de Kane había sido un desafío, y el propietario lo aceptó con una amplia sonrisa.
-Cien libras.
-¿Cien libras por eso?
Woods sonrió... y luego se quedó con la boca abierta al oír la respuesta.
-Trato hecho.
-Pero, señor...
Por toda respuesta, Kane sacó su cartera, y extrajo de ella cinco billetes de veinte libras. Los dejó sobre el mostrador, tomó el maletín. y se encaminó hacia la puerta. Woods se apresuró a seguirle, cerrando la puerta a su espalda.
El propietario gesticulaba alocadamente.
-¡Esperen! ¡Vuelvan...!
Pero Kane caminaba ya a grandes zancadas calle abajo, llevando fuertemente apretado bajo el brazo el maletín negro.
Todavía lo llevaba cogido media hora más tarde, cuando Woods se trasladó con él al espacioso estudio del piso de Kane, desde donde se divisaba la florida Cadogan Square. Kane depositó el maletín sobre la mesa. En la tela encerada se reflejó la luz del sol, al limpiarla Kane con un paño húmedo. Sonrió triunfalmente a su amigo.
-Ya tiene mejor aspecto, ¿no te parece?
-A mí no me parece nada -dijo Woods, sacudiendo la cabeza-. Cien libras por un maletín viejo de médico...
-Un maletín muy viejo -dijo Kane-. Se remonta al siglo pasado, si no me equivoco.
-Aun así, no veo...
-¡Claro que no ves! Apartate de mí, no creo que haya otra persona que conceda gran importancia al nombre de J. Ridley, D. M.
-Nunca he oido hablar de él.
-Es comprensible -sonrió Kane-. Prefería hacerse llamar Jack el Destripador.
-¿Jack el Destripador?
-Estoy seguro de que conoces el caso. Whitechapel, 1888... El salvaje asesinato y mutilación de diversas prostitutas, realizado por un astuto asesino maníaco que se mofaba de la policía... Una sombra, que acechaba a su presa en las calles.
Woods frunció el ceño.
-Pero no llegaron a cogerle, ¿no es cierto? Ni tan siquiera a identificarle.
-En eso te equivocas. Ningún asesino ha sido identificado con tanta frecuencia como Jack el Rojo. En la época de los asesinatos, y durante los años transcurridos después, fueron señalados muchos sospechosos. Uno de los principales candidatos fue el polaco Klosowski, alias George Chapman, que mató a varias esposas... pero él utilizaba el veneno, y el lucro era su motivo, mientras que las víctimas del Destripador eran todas prostitutas sin un céntimo, que murieron bajo su cuchillo. Otro criminal convicto, Neil Cream, llegó a proclamar públicamente que él era el Destripador...
-¿Y no sería verdad?
Kane se encogió de hombros.
-Por desgracia, Cream estaba en América cuando el Destripador cometió sus crímenes. Su egomanía le impulsó a esa falsa confesión. -Sacudió la cabeza-. Y luego estuvo John Pizer, un encuadernador de libros, conocido por el apodo de "Delantal de Cuero". Llegó a ser arrestado, pero pronto se aclaró todo y le soltaron. Algunos creen que los crímenes fueron obra de un ruso llamado Konovalov, que también se hacía llamar Pedachenko, y trabajaba como barbero y cirujano; se suponía que era un agente secreto del zar, que perpetró los homicidios para desacreditar a la policía inglesa.
-A mí me parece muy rebuscado.
-Exacto -sonrió Kane-. Pero todavía hay otros candidatos, igualmente improbables. Por ejemplo, Montague John Druitt, un abogado desequilibrado, que se suicidó lanzándose al Támesis, poco después de que el Destripador cometiera su última fechoría. Pero por desgracia se ha comprobado que vivía en Bournemouth, y que en los días que precedieron y siguieron al último asesinato no se movió de la localidad, y estuvo jugando al cricket. Y luego está el duque de Clarence...
-¿Quién?
-El nieto de la reina Victoria, perteneciente a la línea directa de sucesión al trono.
-Supongo que no hablas en serio.
-No, pero otros sí. Se ha afirmado que Clarence era un conocido pecador, que se había vuelto loco como resultado de una infección venérea contraída, y que su muerte, en 1892, se debió en realidad a los estragos que produjo en su cuerpo la enfermedad.
-Pero eso no demuestra que se tratara del Destripador.
-Claro que no. No parece muy probable que él escribiera aquellas cartas, llenas de modismos americanos y enormes errores gramaticales y de ortografía, que el Destripador enviaba a las autoridades. Y aún más: Clarence estaba en Escocia cuando se produjo uno de los asesinatos, y en Sandringham mientras se cometían otros. Y existen razones igualmente fundadas para exonerar a sospechosos relacionados con él... como su amigo James Stephen, y su médico, sir William Gull.
-Pareces conocer muy bien el tema -murmuró Woods-. No tenía idea de que te interesara tanto.
-Y por muy buenas razones. No quiero pasar por un estúpido, apuntando una teoría que no pueda apoyarse en nada. Yo no creo que el Destripador fuera un marinero, como han dicho algunos, porque no hay nada que lo demuestre. Ni tampoco que trabajara en un matadero, fuera una comadrona, un hombre disfrazado de mujer, o un policía londinense. Y hasta dudo de la existencia de ese misterioso doctor llamado Stanley, dispuesto a vengarse de la mujer que les había contagiado la infección a él o a su hijo.
-Pero entre los sospechosos parece haber gran número de médicos -dijo Woods.
-Sí, y con razón. Considera la naturaleza de los crímenes... la rápida y diestra extracción de los órganos vitales, realizada en la oscuridad de la calle, y bajo el peligro constante de ser descubierto de un momento a otro. Eso implica que debía tratarse de alguien versado en anatomía, alguien con los nervios acerados de un cirujano. Luego está el modo como evitaba ser capturado. Es obvio que el Destripador conocía los callejones y escondites del East End tan a fondo, que podía deslizarse a través de los cordones de la policía y de las patrullas sin ser descubierto. Pero si llegaba a ser visto, ¿qué coartada mejor que presentarse como un respetable médico, portador de su maletín, al que habían hecho salir de noche para una llamada de urgencia?
»Teniendo en cuenta todo esto, me puse a investigar, y comencé por revisar las listas de personal del London Hospital, en Whitechapel Road. Repasé los nombres de médicos y cirujanos que aparecían en el Registro Médico de aquella época.
-¿Todos?
-No fue necesario. Sabía lo que andaba buscando... Un cirujano que viviera y trabajara en la zona de Whitechapel. Siempre que me fue posible, realicé una investigación sobre la vida de mis sospechosos, estudiando su afiliación a hospitales y clínicas, e incluso sus aficiones y actividades normales, a través de las revistas médicas, los artículos de los periódicos, y los recuerdos de la familia. Claro que para todo esto se necesita mucho dinero y paciencia. Pasé cinco años luchando contra los molinos de viento, hasta dar con mi hombre.
Woods se quedó mirando la placa del maletín.
-J. Ridley. D.M.
-John Ridley... Jack, para sus amigos... si es que tuvo alguno. -Kane guardó silencio unos instantes. con expresión reflexiva-. Pero ahí estriba la cuestión. Al parecer, Ridley no tuvo amigos, ni familia. Era huérfano, y se graduó en Edimburgo. en 1878, diez años antes de la comisión de los crímenes. Trabajaba como médico particular aquí, en Londres. pero oficialmente no consta la dirección de ningún consultorio. Ni tampoco es posible hallar información alguna que le concierna; es como si hubiese tenido especial cuidado en suprimir cualquier detalle sobre su vida personal. Y eso fue precisamente lo que me hizo sospechar. J. Ridley vivió y trabajó durante toda una década en el East End, sin que apareciera impreso ni una sola vez su nombre en lugar alguno, excepto en el Registro. Y después de 1888, hasta eso desapareció.
-Supón que muriera.
-Su óbito no consta oficialmente.
Woods se encogió de hombros.
-Quizá se mudó, emigró, enfermó, o dejó la medicina.
-Entonces, ¿por qué tanto secreto? ¿Por qué ocultar su paradero? ¿No comprendes que la falta de detalles tan comunes es lo que me induce a sospechar lo extraordinario?
-Pero no hay ninguna prueba. Nada que demuestre que tu doctor Ridley era el Destripador.
-Por eso es tan importante eso -dijo Kane, indicando el maletín que se hallaba sobre la mesa-. Si conociésemos su historia.
Mientras hablaba, Kane tomó un abrecartas de la mesa, y se acercó al maletín.
-Espera -le dijo Woods, poniéndole una mano en el hombro-. Puede que eso no sea necesario.
-¿Qué quieres decir?
-Creo que el dueño de la tienda nos ha mentido. Que sabía muy bien lo que contiene el maletín... Tiene que ser así, de lo contrario, ¿por qué iba a fijar un precio tan ridículo? Claro que nunca se le ocurrió que fueras a pagárselo. Pero creo que no hay necesidad de que fuerces la cerradura, del mismo modo que él tampoco tenía por qué hacerlo. Opino que tiene él la llave.
-Tienes razón -convino Kane, dejando a un lado el abrecartas-. Debí haberlo comprendido, teniendo en cuenta que no quería venderlo. Debe tener la llave. -Tomó el brillante maletín, y dio medio vuelta-. Vamos... Volvamos allí antes de que cierre. Y ahora no admitiremos excusas.
Estaba anocheciendo. Kane y su amigo avanzaron apresuradamente por las calles, y cuando llegaron a Saxe-Coburg Square la oscuridad se iba enseñoreando lentamente de la plaza.
Se detuvieron y buscaron la tienda por entre las sombras, orientándose hacia el lugar en que quedaba medio escondida, entre las dos mansiones, que se alzaban una a cada lado. Las sombras parecían amontonarse en aquel punto, y se acercaron más, para convencerse de que entre las dos casas no había más que un espacio vacío.
La tienda habla desaparecido.
Woods pestañeó. Luego se volvió y gesticuló mirando a Kane.
-¡Pero si hemos estado aquí...! ¡La hemos visto...!
Kane no contestó. Contemplaba fijamente el suelo polvoriento y sembrado de cascotes del espacio que quedaba entre los dos edificios, y las hierbas que brotaban de la tierra. El helado viento nocturno murmuraba lúgubremente a través de aquel vacio. Kane se inclinó, y tomó un poco de polvo con los dedos. Estaba frío, como el viento, que se lo arrebató de la mano, proyectando sus finos granos hacia la oscuridad.
-¿Qué ha ocurrido? -murmuraba Woods- ¿Es posible que lo hayamos soñado los dos?
Kane se puso en pie, y se quedó mirando a su amigo.
-Esto no es un sueño -dijo, señalando el maletín negro.
-Entonces, ¿qué explicación tiene?
-No lo sé -dijo pensativamente Kane-. Pero sólo hay un lugar en el que quizá podamos hallarla.
-¿Dónde?
-En el Registro Médico de 1888 aparece como domicilio de John Ridley el número 17 de Dorcas Lane.
El taxi que los llevó a Dorcas Lane no pudo penetrar por el estrecho callejón de acceso. La oscura calle que quedaba detrás era sombría y silenciosa, y estaba vacía, pero Kane se dirigió hacia ella sin vacilar, por el oscuro callejón, flanqueado por sólidas hileras de viejos ladrillos. Al pisar los adoquines, a Woods le parecía que iba a penetrar en otra edad, pero el avance de Kane era rápido y decidido.
-¿Has estado antes aquí?
-Naturalmente.
Kane se detuvo ante la puerta del número 17, en el que no brillaba ninguna luz, y llamó.
La puerta se abrió... No del todo; sólo lo suficiente para permitir a la persona que estaba al otro lado echarles un vistazo. Tanto su mirada como las palabras que pronunció parecieron cautelosas.
-¿Qué quieren?
Kane se adelantó hacia la luz que brotaba por la abertura de la puerta.
-Buenas noches. ¿Me recuerda?
-Sí.
La puerta se abrió algo más, y Woods pudo divisar la rechoncha silueta de una mujer de media edad, que asentía con la cabeza, mirando a su amigo.
-Usted es el que alquiló la habitación vacía de atrás hace algún tiempo, ¿verdad?
-Exacto. Quisiera saber si puedo volver a tomarla.
-No sé.
La mujer se quedó mirando a Woods.
-Es sólo por unas cuantas horas. -Kane echó mano a su cartera-. Mi amigo y yo tenemos que hablar de negocios.
-Negocios, ¿eh?-. Woods creyó sentir físicamente la mirada de desaprobación de los ojuelos de la mujer-. Le costará uno de cinco.
-Tenga.
La mujer extendió apresuradamente una mano y tomó el billete. Luego, la puerta se abrió del todo, permitiendo ver el sucio vestíbulo.
-Cuidado con la escalera -dijo la mujer.
La escalera era muy empinada, y al llegar al peldaño superior la mujer iba ya resoplando. Les condujo a lo largo de un pasillo que crujía bajo sus pies, hasta la puerta del cuarto de la parte de atrás, mientras buscaba las llaves en el bolsillo de su delantal.
-Ya estamos.
La puerta se abrió, revelando una mohosa oscuridad, que apenas consiguió vencer la luz que colgaba del techo, cuando la encendió la propietaria.
-Ya no la alquilo para huéspedes -le dijo ésta a Kane-. No está bien arreglada.
-No importa. Está muy bien -dijo sonriendo Kane, con la mano apoyada en la puerta.
-Si van a necesitar algo, será mejor que me lo digan ahora. Tengo que ir a ver a la vecina... Se ha puesto enferma.
-No. Creo que ya lo tenemos todo.
Kane cerró la puerta, y luego se quedó escuchando unos instantes, mientras los pasos de la mujer se perdían por el pasillo.
-Bueno -dijo después- ¿Qué te parece?
Woods se quedó mirando la mugrienta habitación, con su única ventana, enmarcada por unas cortinas amarillentas. Observó la gastada alfombra, de la que se había borrado el dibujo, la superficie deslucida y llena de quemaduras del viejo y voluminoso escritorio, el pesado sillón; la cama metálica, cubierta por una colcha profusamente remendada; la vieja estufa de gas, metida en el hueco de una chimenea de mármol, en la que se veían varias rajas. Y también el lavabo de pie, igualmente rajado, que estaba en un rincón.
-Creo que estás loco -dijo Woods- ¿Es que he entendido mal, o tú has estado ya antes aquí?
-Así es. Vine hace varios meses, tan pronto como descubrí la dirección en el Registro. Quería echar un vistazo.
Woods arrugó la nariz.
-Creo que aquí se huele más de lo que se ve.
-¡Usa tu imaginación, amigo! ¿Es que no te dice nada el hecho de estar en la misma habitación que en otro tiempo ocupara Jack el Destripador?
Woods sacudió la cabeza.
-En esta choza debe haber por lo menos una docena de habitaciones para alquilar. ¿Qué te hace creer que se trata precisamente de ésta?
-En el Registro se especificaba que era la de "atrás". Y en la parte de abajo no hay habitaciones traseras, porque es donde está la cocina. De modo que tiene que ser ésta.
-Piénsalo -prosiguió Kane, haciendo un gesto grandilocuente-. Puedes estar contemplando el sitio donde el Destripador se lavaba, después de haber perpetrado sus carnicerías, la cama en que descansaba tras cometer sus crímenes. ¿Quién sabe lo que ha visto y oído esta habitación?... Su voz, gritando entre espantosas y atormentadas pesadillas...
-¡Basta ya, Hilary! -dijo Woods, con impaciencia-. Una cosa es que te sirvas de tu imaginación, y otra que dejes que sea ella la que te gobierne a ti.
-Mira -dijo Kane, señalando la parte más alejada de la habitación- ¿Ves esas marcas en la alfombra? Ya las observé durante mi primera visita. ¿Qué te sugieren?
Woods se quedó contemplando obedientemente la gastada superficie de la alfombra, y vio cuatro marcas redondas, distanciadas regularmente.
-En ese rincón debía haber otro mueble. Yo diría que algo pesado.
-¿Qué clase de mueble?
-Bueno... -empezó Woods-. A juzgar por el espacio, no era un sofá ni un sillón. Podría haber sido un armario, o quizás un escritorio grande...
-¡Exactamente! Un escritorio de tapa corredera. En aquel tiempo, todos los médicos tenían uno -suspiró Kane-. Daría cualquier cosa por saber dónde ha ido a parar. Podría contener la respuesta a todas nuestras preguntas.
-¿Después de tantos años? Yo diría que no es muy probable. -Woods miró a su alrededcr- ¿No encontraste nada más?
-No, nada más. Como tú dices muy bien, ha pasado mucho tiempo desde que el Destripador estuvo aquí.
-Yo no he dicho eso -dijo Woods, sacudiendo la cabeza-. Es posible que tengas razón en lo del escritorio. y no dudo de que el Registro Médico te haya proporcionado una dirección correcta. Pero eso sólo significa que esta habitación fue alquilada en algún tiempo por un tal doctor John Ridley. Si ya la has inspeccionado antes, ¿por qué te has molestado en volver?
-Porque ahora tengo esto -Kane colocó el maletín negro sobre la cama-. Y esto.
Sacó una navaja de bolsillo.
-¿Te propones forzar la cerradura por fin?
-No tengo más remedio, ante la imposibilidad de obtener una llave. -Kane metió la hoja por debajo del cierre metálico, y comenzó a aplicar fuerza hacia arriba-. Es muy importante que abramos este maletín aquí. Su contenido puede estar relaciónado con esta habitación. Si llegamos a establecer esa relación, podría ser una prueba más, un eslabón que demostrara...
El cierre emitió un chasquido.
Cuando el maletín se abrió de golpe, los dos hombres se quedaron contemplando su contenido: un revoltijo de frascos y cajas de píldoras, un anticuado estetoscopio, cánulas y pinzas, un rollo de gasas. Y encima de todo, el bisturí acerado, cubierto de unas resecas motas de un color amarronado.
Todavía lo estaban contemplando cuando la puerta se abrió silenciosamente a sus espaldas, y el hombrecillo calvo de la tienda penetró en la habitación.
-Veo que no me he equivocado, caballeros. Ustedes también deben haber mirado en el Registro Médico. -Asintió con la cabeza-. Tenía la esperanza de encontrarles aquí.
-¿Qué quiere? -preguntó Kane, frunciendo el ceño.
-Me temo que tengo que pedirles que me devuelvan mi maletín.
-Ahora es mío... Se lo he comprado.
El hombrecillo suspiró.
-Sí, y fui un tonto al permitirlo. Creí que con aquel precio le disuadiría de hacerlo. ¿Cómo iba a adivinar que es usted un coleccionista, como yo?
-¿Coleccionista?
-De curiosidades relacionadas con crímenes -El hombrecillo sonrió-. Es una lástima que no puedan ver algunas de las piezas que he adquirido. No cosas vulgares, como esas que se encuentran en el llamado Museo Negro de Scotland Yard, sino verdaderos ejemplares raros, con una importancia histórica. -Hizo un gesto-. El cuenco de plata en el que la notable bruja francesa La Voisin guardaba sus ungüentos venenosos; los auténticos puñales que acabaron con los infortunados sobrinos de Ricardo III en la Torre... Sí, incluso el atizador causante de la atroz muerte de Eduardo II en Berkeley Castle, la noche del veintiuno de septiembre de 1327. Tuve bastante trabajo para localizarlo, hasta que me di cuenta de que la fecha había sido calculada siguiendo el antiguo calendario juliano.
Kane frunció el ceño con impaciencia.
-¿Quién es usted? ¿Qué ha pasado con su tienda?
-Mi nombre no le diría nada. En cuanto a la tienda, digamos que existe espacial y temporalmente, como yo... cuando y donde resulta conveniente para mis propósitos. Para que pueda comprenderlo, desde su punto de vista común y limitado, digamos que se trata de una especie de máquina del tiempo.
Woods sacudió la cabeza.
-Todo esto no tiene sentido.
-¡Claro que lo tiene! Yo me precio de mi buen sentido. ¿Cómo creen que hubiese podido obtener las cosas que me interesan, a menos de disponer de la libertad de moverme con el tiempo? Me causa un placer particular regresar a determinados momentos de ese primitivo pasado suyo, visitar los lugares donde se cometieron crímenes famosos e infamantes, y obtener nuevas piezas para mi colección.
»Esa tienda, naturalmente, no es más que una excusa de la que me valí para esta misión concreta. Ahora ya ha desaparecido, y yo también me iré. tan pronto como recobre lo que es mío. Es un recuerdo de uno de los crímenes menos corrientes que se han cometido.
-¿Lo ves? -le dijo Kane a Woods- ¡Te dije que este maletín había pertenecido al Destripador!
-No exactamente -contradijo el hombrecillo-. El arma que empleaba el Destripador ya está en mi poder. La conseguí inmediatamente después de la muerte de su última víctima, el 9 de noviembre de 1888. Y puedo asegurarle que ese doctor Ridley no era el Destripador, sino pura y simplemente un cirujano excéntrico...
Mientras hablaba, se iba acercando a la cama.
-¡No lo toque!
Kane se movió rápidamente para cortarle el paso, pero el hombrecillo ya estaba a punto de coger el maletín.
-¡Suéltelo! -gritó Kane.
El hombrecillo intentó escapar, pero Kane metió rápidamente la mano en el interior del maletín, y la sacó empuñando el bisturí.
El hombrecillo pegó un tirón del maletín, y agarrándolo fuertemente empezó a retroceder hacia la puerta, pero Kane se precipitó furiosamente sobre él.
-¡Alto! -gritó Woods.
Saltó hacia delante, y se colocó entre los dos hombres, precisamente en la trayectoria de la hoja del bisturí, que bajaba ya.
Se oyó un gorgoteo, un ruido sordo, y cayó al suelo.
El escalpelo se desprendió de entre los dedos inertes de Kane, y fue a parar junto a la alfombra, en la que se iba formando una gran mancha roja.
El hombrecillo se inclinó y recogió el bisturí.
-Gracias -dijo en tono bajo-. Ya me ha dado lo que venia a buscar.
Metió el arma dentro del maletín, y luego pareció empezar a desprenderse un extraño resplandor.
Para desaparecer a continuación.
Pero el cuerpo de Woods no desapareció. Kane se le quedó contemplando... Tenía la garganta abierta de oreja a oreja.
Todavía seguía mirándole cuando llegaron y se lo llevaron.
Como es natural, el juicio constituyó toda una sensación. No tanto por la insensata historia que contaba Kane, como por el hecho de que fuera imposible encontrar el arma homicida.
Fue un crimen muy poco corriente...
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