Casi Extinguidos
Alan Barclay
Desde lo alto de una escarpada colina, Harrison, sentado sobre una roca, podía
ver, a intervalos, por entre los árboles, a la persona que se acercaba corriendo. No
se veía ni se oía aún a los perseguidores. Las empinadas laderas del macizo
central surgían abruptamente de la planicie solamente a seis kilómetros de
distancia. Harinosa adivinaba el pensamiento del desconocido: la esperanza de
que, una vez entre las pendientes laderas y barrancos, de exuberante vegetación,
que llegaban hasta la meseta, sería posible escapar de los perseguidores.
Si hubiera sido un hombre aficionado a las apuestas o si hubiera tenido allí a
alguien con quien apostar hubiera apostado contra el corredor. Muy pocas veces
escapaba nadie de los perseguidores, excepto, naturalmente, los que, como él,
tenían facultades especiales. Harrison no estaba particularmente interesado en el
resultado de esta persecución. Sentía, quizá, un poco de simpatía por el
perseguido, pero en realidad sería mejor que este individuo fuera alcanzado y
capturado. Si escapaba, organizarían la búsqueda Y volverían por aquellos
parajes.
El corredor pasó justamente por debajo de donde estaba Harrison v saltó un
arroyuelo, y entonces Harrison vio con sorpresa que era una mujer; una mujer
fuerte, joven, con largas piernas, y de aspecto vigoroso.
Cuando descubrió esto dejó de ser mero espectador y le embargó una gran
emoción. Se poso de pie lentamente, con la cabeza erguida, como un animal
grande. Harrison era realmente un animal, un animal inteligente y peligroso.
Miró al antiguo camino con los ojos muy abiertos y el oído alerta, por si se
acercaban los perseguidores.
La joven, que había corrido velozmente, sin descanso, jadeaba y sudaba. Durante
la última media hora había trepado por la ladera hasta llegar a la tierra
resquebrajada al pie de la meseta. De cuando en cuando, oía tras ella a sus
enemigos: una piedra que rodaba, una rama que se tronchaba, las voces agudas
de los perseguidores llamándose unos a otros. No estaban muy lejos. Una parte
de ella, la parte inteligente y civilizada, sabía que su fin era seguro. A pesar de
esto, no tenía la menor intención de ceder, ni de estarse quieta esperando que la
cogieran. Estaba viva en este momento, solamente porque ella, y sus padres
antes que ella, habían sido buenos luchadores. En la raza humana, únicamente
habían sobrevivido los que tenían una furiosa y salvaje ansia de luchar y de
Correr’, que eran los invencibles. Continuaría corriendo, revolviéndose, mordiendo
y pataleando hasta su último aliento.
Se adentró en un barranco estrecho y pasó entre dos rocas salientes. Harrison
estaba allí sentado en un tronco y ella se sobresaltó al verle, y Se paró en seco.
En su mano apareció un cuchillo de hoja larga y afilada.
Harrison era alto, de ancho pecho y musculoso.
Llevaba una chaqueta de cuero sin mangas, talones cortos de cuero y un par de
mocasines bien hechos. Tenía el cabello y la barba su aspecto general era limpio
y cuidado. Un pesado cuchillo de monte con una hoja muy afilada, casi una
espada corta, colgaba de su cinto su mano sujetaba un arco. El arco era una
verdadera arma moderna, magistralmente hecha de acero y madera.
Harrison la miró serio. Ella devolvió la desconfiada, con el cuchillo preparado.
Ve por este lado - indicó el hombre -. Por ese barranco de la izquierda y por aquel
pico y valle abajo. Después sigue el arroyo hasta unas casas viejas. ¿Me
entiendes?
Sí – contestó, respirando con fuerza ¿ y después qué?
Estarás libre. Iré a buscarte allí.
Ella le miró un momento desconfiando, y, a continuación, sin preguntar nada más,
sin darle las gracias y sin saber cómo se las iba a arreglar, salió corriendo por cl
barranco en la dirección que él le había indicado.
* * *
Harrison marchó barranco abajo y siguió el camino real por el valle, andando sin
prisa, parándose a escuchar de cuando en cuando. Oyó a los perros y rebuscar
por la maleza tras él cogió el machete y se preparó. No le preocuparon los perros.
Eran dos mastines de ganado de pelo negro. Esperó tras un árbol a que se
aproximaran, y entonces saltó y acuchilló al primero que murió sin un gemido. El
otro no era un animal muy agresivo y al ver al hombre y la suerte que había
corrido su compañero, debió de asustarse bastante.
¡Fuera, Fido, vete! Le gritó Harrison y el perro metió el rabo entre las patas de un
modo muy cómico y salió corriendo.
Un minuto después apareció el primero de los perseguidores. Llevaba el fusil al
hombro e iba escudriñando por delante buscando los perros. Vio a Harrison. Por
un momento los dos hombres se miraron uno al otro. El rostro del recién llegado
no reflejó el sobresalto y la sorpresa que debió de sentir al encontrarse cara a cara
con Harrison, considerado como más peligroso que un animal salvaje. En cuanto
Harrison le vio se lanzó sobre él, atravesándole el cuello con su cuchillo. El otro
dio un grito y se derrumbó sin vida.
El otro perseguidor oyó él gritó. Entre los árboles Se oía trastear en la maleza.
Estos perseguidores estaban muy bien preparados para andar por el bosque.
Durante varias generaciones habían organizado estas batidas para exterminar a
los escasos supervivientes de raza humana.
Harrison sabía que le era imposible subir por la montaña, pues habría hombres
emboscados para no dejarle llegar a ninguna cima. Tratarían de rodearle para
cortarle la retirada.
Preparó su arco y cambió de sitio; pero, aunque tiró muy rápidamente a un bulto
negro que vio moverse entre la maleza, erró el blanco.
Media hora después comprendió que estaba rodeado y que iban estrechando el
cerco. Levantó la cabeza y miró hacia cl pico más alto, por el cual debía de estar
subiendo ahora la joven. Una vez allí estaría a salvo; pero él deseaba con toda su
alma matar a otro de los perseguidores.
Las ramas de un arbusto se movieron de pronto. Harrison apuntó. Una figura
agachada sé mostró un instante y él disparó. La flecha surcó veloz el aire y se oyó
un agudo grito.
Al mismo tiempo oyó silbar las balas a su alrededor. Tenían un sentido de oído
muy desarrollado y debían haberle localizado. Las balas venían ahora de todos los
lados.
Levantó los ojos hacia el pico de la montaña y miró hacia allí con un deseo fiero.
* * *
La mujer, escondida tras un muro medio derrumbado, que había sido parte de una
casa, salió de su escondite cuando vio a Harrison por lo que antes había sido la
calle principal del pueblo.
Andaba tranquilamente con el arco al hombro mirando a los lados, fatigado, pero
no exhausto. La miró con admiración. Comparándola con el tipo corriente de la
mujer antigua no era muy atractiva. Era tosca> con largas piernas y tan salvaje
como un gato montés.
Ven conmigo.
No lo dijo en son de pregunta ni tampoco de orden. Lo dijo como quien habla de
un hecho ya sabido. Eran dos animales, macho y hembra. Eso era todo. A ella ni
quisiera se le ocurrió rehusar. Puede ser que si hubiese rechazado la proposición
la hubiera dejado marcharse. También era posible que si hubiese rehusado le
habría pegado hasta que se sometiese.
¿Muy lejos? - preguntó ella.
• Seis kilómetros - respondió Harrison -. Más allá de aquel barranco.
El hombre echó a andar delante, abandonando el camino real, y caminando por un
sendero un poco por encima del pueblecillo.
¡Entres horas, andando y subiendo las laderas sin cesar, llegaron a un estrecho
valle.
Harrison no hablaba mucho. Probablemente no estaba acostumbrado a hablar con
desconocidos. La mujer no supo que ya estaban llegando a su destino hasta que
se encontraron con otro ser humano que venía por el sendero en dirección
contraria.
Estaba anocheciendo y la mujer distinguía con dificultad la figura del que se
acercaba, que salió 1inesperadamente de detrás de la sombra de un 1arbusto.
Harrison, de todos modos, no dio señal alguna de sorpresa, como si esperase
encontrar a alguien allí. Llamó a la figura con el nombre de Jim y ella vio que Jím
era un muchacho de unos doce años.
Vienes con retraso, Pop - indicó el muchacho -. Estábamos ya
preocupados.
Tuve que venir por el peor camino - gruñó Harrison -. Traje esta mujer. Los
«Ranas» la perseguían.
El muchacho la miró con interés.
Bueno, Pop, tienes las manos llenas ahora, conforme; pero no sé que
pasará cuando Ma la vea. ¿Cómo te llamas? - preguntó a la joven.
Magdalena - contestó ella.
¿De dónde eres?
De allí abajo, del Sur, donde está el mar.
¿Tienes familia?
Ahora no, la perdí hace dos inviernos.
Entremos - ordenó Harrison -. Tengo tanta hambre que podría comerme un
«Rana». ¿Tenéis algo que darnos, Jim?
Seguramente. Cogí una liebre muy grande esta mañana.
* * *
Echaron a andar, rodeando una roca, sé metieron por una abertura natural del
terreno y sé encontraron en una gran cueva. Estaba alumbrada con una luz tenue
y vacilante por varias lámparas colocadas en una especie de nichos en la roca.
Había tres hogueras encendidas y un gran número de figuras, humanas al
parecer, se movían sin cesar de un lado a otro, mientras sus sombras se
proyectaban en las paredes y en el techo.
Después de un momento de confusión, Magdalena pudo ver que en realidad no
había tanta gente.
Vio dos mujeres, una de unos treinta y cinco años v la otra de unos veinte. Esta
última estaba encinta. También había un hombre que parecía viejo, con el cabello
blanco y un brazo deforme. Y varios niños; calculó que debían de ser más de diez.
A pesar de la cantidad de gente que habitaba la cueva, olía a limpio, más que la
vieja bodega que ocuparon sus padres. Un olor a carne guisada le hizo la boca
agua.
Harrison se acercó al fuego donde estaba la mayor de las dos mujeres
inclinándose sobre una olla.
Esta es Magdalena - explicó bruscamente -; los «Ranas» la estaban persiguiendo
y yo la salvé.
Salvarla era tu deber - respondió la mujer -, pero traerla aquí no veo el porqué, Joe
Harrison. Por lo visto esperas que cargue también con esta.
Bueno, yo no veo el modo. Mañana por la mañana a primera hora, se marcha.
Cállate y danos algo que comer - gruñó Harrison.
Por una vez parecía no encontrarse a gusto, e incluso un poco azarado.
La mujer, de un modo poco afable, les puso dos platos de madera, echando un
trozo de carne en cada uno.
Magdalena, que no había comido mucho los dos últimos días, cogió la carne y
empezó a partiría con los dientes. La otra mujer le dio un fuerte pescozón.
Deja de hacer eso – ordenó -. Escúchame.. Muchas cosas han cambiado
desde los antiguos tiempos y supongo que tengo que ayudar a Harrison en lo que
tenga pensado para ti, lo mismo que hice con la joven Lucy que está ahí, pero
todavía hay una o dos cosas que no han cambiado. Esta es mi casa. Puede ser
que vivas en ella y que tengas hijos en ella, pero siempre continuará siendo mi
casa. Y mientras siga siendo mía tiene que estar limpia y decente. Nada de
porquería. Nada de escupir en el suelo. Nada de tirar huesos, ni carne
estropeada por los rincones. Nos hemos hundido muy bajo, pero no hemos
llegado todavía al nivel de los animales. Ahora cómete tu comida limpia y
decentemente no como una bestia salvaje.
- Eso está bien dicho - añadió Harrison -. Esta es Liz, mi mujer. Ella es la que
manda en esta casa.
* * *
Cuando acabaron de comer, Harrison se puso de pie.
Enséñale dónde tiene que dormir, Ma ~ ordenó.
Dio la vuelta sobre sus talones y se acercó al otro fuego donde estaba sentado el
viejo.
Liz condujo a Magdalena a un rincón oscuro donde encontró un catre de lona y
algunas mantas.
Esta noche puedes dormir aquí - le dijo -. Y sacude bien la alfombra y
arregla todo por la mañana. Ahí fuera hay un tanque de agua y puedes lavarte si
quieres y el aseo también está fuera, no quiero porquerías aquí dentro. Y
escúchame bien, joven; sé muy bien lo que piensa Harrison respecto a ti y
supongo que tú lo sabes tan bien como yo. Si no te agrada, lo mejor es que te
marches mañana por la mañana. Si té quedas me figuro que tendré que
apechugar con ello, pero no quiero enterarme de nada. Pase lo que pase entre tú
y Joe tiene que ser fuera de aquí. Tenemos muchos niños, míos y de Lucy, y yo
quiero las cosas decentes y respetables.
Los «Ranas» casi me atraparon, no tengo familia ni dónde ir.
Ya lo sé - respondió Liz -. Quédate si quieres. Este sitio es mejor que
muchos otros, a pesar de que hoy aquí ocurren muchas cosas raras, cosas
difíciles de creer, pero el resultado es que vivimos mejor que muchos. Siempre
tenemos comida abundante.
* * *
Ocurrían allí cosas difíciles de creer. Magda no notó nada extraordinario el primer
día. Por la mañana le despertó el ruido que hacían los niños riéndose y charlando
y se levantó enseguida. Liz estaba quitando las cenizas del fuego. A Harrison v a
los muchachos no se los veía por parte alguna.
Vete abajo al río Y lávate bien - ordenó Liz -. Después te daré el desayuno.
Camina por encima de las rocas todo el tiempo.
Cuando salió, Magda se quedó un momento deslumbrada por la brillante mañana
de sol. El río, que no había visto en la semioscuridad la tarde anterior, estaba
justamente debajo. Los niños estaban salpicándose en la orilla, alborotando y
echándose agua unos a otros. Empezó a bajar a la playa de cascajo.
Anda por las rocas - aconsejó una voz cerca de ella.
Era Jim.
Ten cuidado de andar solo sobre las rocas, no queremos dejar huellas que
los «Ranas» puedan ver desde el aire.
Se volvió para hablarle, pero el sol todavía la deslumbraba y no pudo verle. Un
momento después, sin embargo. Le vio en el río con los otros niños. Fue por la
orilla, lejos del remanse donde estaban los niños v se metió en el río; pero salió
pronto, porque el agua, como venia de la montaña, estaba muy fría. Cuando volvía
se fijó en que todos los niños se habían ido, excepto dos, de unos tres años que
trepaban por las rocas hacia la cueva. Tuvo una vaga impresión de que los niños
habían abandonado el baño de repente.
Lis y la joven Lucy estaban sentadas fuera de la cueva con una fuente de madera
llena de bollos recién sacados del horno.
Magda empezaba a tener la impresión de que había algo anormal en aquel lugar y
en aquella gente. EJ anciano, no tenía más que sesenta años, pero era muy viejo
para un ser humano, ahora que los que quedaban de la raza se veían obligados a
correr y a esconderse para conservar la vida. Salió de la cueva y los niños le
rodearon charlando.
Cogió la bandeja de los bollos. Se puso muy erguido y de repente desapareció.
A nadie pareció sorprenderle. Nadie se inmutó. Los niños se volvieron y miraron
hacia arriba. Magda también miró. Allí estaba Dad de pie en lo alto de un picacho,
a unos cuarenta metros de distancia. Estaba colocando la bandeja de los bollos a
sus pies y de repente apareció de nuevo junto a las mujeres.
Ve a tomar tu desayuno, Johnnie - ordenó Liz.
Johnnie, que tenía unos siete años, miró hacia el picacho. Un momento después
estaba en lo alto, y enseguida bajó con un par de bollos, uno en cada mano.
* * *
Los otros niños: un muchacho y dos chicas fueron a buscar su desayuno del
mismo modo milagroso. A nadie le extrañó este procedimiento.
El viejo trasladó la bandeja a un sitio más cercano y más bajo y los chicos de tres
y cuatro años fueron cogiendo su desayuno igual que otros. Las mujeres se
sirvieron del mismo modo. Liz invitó a Magda a que se uniera a ellas.
Son bollos de avena - le explicó -. En ese bote hay mantequilla, y, en aquel otro,
miel.
Magda se sentó junto a ellas y empezó a comer.
¿Te sorprenden estas costumbres, muchacha? - preguntó Liz.
Hasta ahora no había visto nada igual - afirmó la joven -. Mi padre me contaba
cosas maravillosas sucedidas en tiempos antiguos, pero en aquellos tiempos todo
eran máquinas y aquí no veo ninguna máquina.
Esto no son máquinas - aseguró Liz -. Esto es todo nuevo. Está hecho por la
evolución moderna.
No lo entiendo bien - respondió Magda.
Tampoco yo - afirmó Liz -. Es como lo llama Dad. Es cosa de él, de Joe y de los
niños. Había como sabe millones de los nuestros.
Claro que lo sé. Ciudades llenas de gente, automóviles, aviones. Antes que
vinieran los «Ranas».
Está bien. Nunca comprendí por qué nos odian tanto los «Ranas». Ellos
destruyeron todas las ciudades, persiguen a los que hemos sobrevivido.
Mi padre dice que ya queda poca gente. Dice que dentro de cincuenta años
estaremos totalmente extinguidos. Tiene razón. Antes vivían aquí varias familias,
ahora ya no quedamos más que nosotros.
Pero ¿por qué es esto un adelanto?
Es algo que no acabo de entender. Dad sí. Sabía muchas cosas de la gente
cuando era más joven; les hablaba y se iba educando con lo que oía. El y mi Joe
no olvidan fácilmente las cosas. Son hombres de lucha. Cuando miro a Joe no
puedo imaginármele a él y a sus semejantes extinguidos. Me parece que no
podrían serlo de ningún modo. Dad dice que la humanidad forma parte de todo el
Universo. Que todos descienden de los monos. Que hay millones de los nuestros
viviendo aquí en la Tierra y en Marte. Hemos hecho toda clase de cosas, escrito
toda clase de libros, construido toda clase de máquinas maravillosas, y cuando los
que quedamos pensamos que vamos a ser totalmente extinguidos, algo muy
dentro de nosotros nos dice que esta idea es intolerable y nos defendemos con un
nuevo invento. Este invento es el de saltarnos el espacio.
Muchos otros animales han sido extinguidos - objetó Magda -. Me figuro que ellos
no se lo figuraban, pero el caso es que fueron extinguidos.
No eran animales racionales, como nosotros. Dudo que ellos fueran lo bastante
inteligentes para saber que iban a ser extinguidos. Pero Joe Harrison no es la
clase de persona que acepta tranquilamente esa idea. Me imagino que solo ese
pensamiento le revuelve el estómago.
Así pues, ¿es usted capaz de hacer ese salto en el espacio?
Yo no, querida - contestó Liz, sonriendo -. Joe si, y el padre de Joe y la mayor
parte de los niños. Y también podrán los tuyos cuando los tengas, no lo dudes.
¿Qué pasará si los «Ranas» nos encuentran?
Dad, Joe y todos los niños pueden escapar aseguró Liz.
Pero ¿nosotras...?
Nosotras no, muchacha - repuso Liz sonriendo.
* * *
Liz era un alma amiga. Una hora después pidió a Magda que fuera con ella a lo
alto de la montaña.
Los muchachos han ido a cazar - explicó -. Esto les sienta bien, pero son jóvenes.
Siempre es conveniente andar cerca de ellos. Si tú te vas a quedar con nosotros lo
mejor será que te ocupes de esto. Eres más joven y más ligera que yo. Ahora,
ven.
Liz miró dentro de la cueva.
¡Jim! - gritó -, ven, vamos a subir al monte.
Yo os encontraré allí - replicó la voz de Jim-. Os encontraré cerca de los pinos.
Magda y Liz treparon por las rocas hasta lo alto del monte con mucho trabajo. Liz
no cesaba de hablar. En la cumbre, donde hacía más calor v había arbustos y
maleza, había un grupo de cinco árboles. Cuando se acercaron salió Jim de detrás
de ellos.
¿Dónde están los otros, Jim? - preguntó Liz ansiosamente.
Más allá. Está bien, Ma - la tranquilizó cl muchacho.
Los tres empezaron a subir la pendiente de la montaña. Otros dos o tres niños
aparecieron por allí, pero Jim era el que parecía conocer mejor el camino.
Después de andar una milla, saltó una liebre delante de Magda y desapareció a
gran velocidad. Ella pensó que podía haber hecho algo y continuó mirando la
liebre que pasó al lado de un arbusto y apareció Jim justamente delante de ella. La
liebre reaccionó violentamente, pero el muchacho cayó sobre ella. Magda vio
como le puso la mano en el cuello con un movimiento rapidísimo.
Nos vendrá muy bien para comer - dijo Magda en tono maternal -. Espero que Joe
traiga esta noche un gamo.
* * *
Harrison y Magda salieron juntos por la noche.
No era la primera vez que salían juntos. Cuando salían ni Liz ni nadie hacían
preguntas ni comentarios. Harrison no le había instado para que sea quedara.
Magda pensaba que él toleraría que se fuese, aunque no lo deseaba. Pero
¿adónde iba a ir? El no era un hombre particularmente amable ni simpático.
Hablaba muy poco. Era evidente que no quería tener otra mujer, pero sí más
niños. Niños que pudiesen dar el salto en el espacio como él decía. Pero ella
nunca había conocido lo que era afecto ni amistad y con él sentía una sensación
de seguridad como nunca en su vida había sentido.
Anduvieron juntos barranco abajo sin cogerse de la mano. Esto no entraba en el
carácter de Harrison, caminaban tranquilamente, uno al lado del otro.
Allá abajo, en otro valle, Magda vio un resplandor rojo. Cogió a Harrison por las
muñecas v señaló:
Es una expedición de caza de los «Ranas». Puede ser que desde que tú me
libraste de ellos sepan que hay algunos de los nuestros viviendo en estas
montañas.
El se quedó mirando el resplandor rojo. A la luz de la luna se veía su expresión
feroz.
Voy a ir allí abajo - le dijo a ella -. Tú vete a casa y díselo a Dad. Yo tengo que
irme escondiendo en sitios donde pueda verlos sin ser visto; por tanto no
esperarme hasta mañana. Ve v dile a mi familia que tenga los niños preparados
para trasladarlos si llega el caso...
Sacó su machete de la vaina y como una sombra desapareció de su lado.
Las partidas de caza de los «Ranas» no estaban acostumbradas a luchar con los
humanos que se esconden en sitios más difíciles; cuando se ven perseguidos
huyen y se esconden y no presentan batalla más que cuando se ven acorralados.
No tenían noción de ningún ataque reciente, no provocado, por parte de los
humanos. De todos modos el ser humano era un animal astuto y peligroso y «los
Ranas» tomaron precauciones Mientras cuatro de ellos dormían, el quinto se
quedó de guardia.
Harrison bajó corriendo por el barranco desde lo alto del monte hacia donde se
veía el resplandor de la hoguera y aterrizó muy cerca de ellos, silenciosamente
como una hoja, y se quedó completamente inmóvil. Escuchando atentamente
podía oír los pequeños movimientos que hacía el que estaba de guardia y
consiguió distinguirlo bien para tenerle a tiro. Escogió su posición con cuidado y se
fue acercando hasta que estuvo a un metro de distancia del «Rana» y
describiendo un círculo con la pesada hoja de su cuchillo, le degolló. No se oyó
más que un pequeño zumbido cuando cayo el cuerpo.
Los otros cuatro estaban tendidos alrededor del fuego envueltos en gruesos
capotes. Harrison se acercó con mucho cuidado para cerciorarse de que estaban
dormidos. De repente saltó sobre el más próximo y le cortó la cabeza. El segundo
se movió y empezó a despertarse mientras Harrison sé abalanzaba sobre él y él
«Rana» no exhaló más que un leve gemido antes de morir. Mientras caía sobre su
tercera víctima se dio cuenta de que el último miembro de la banda se incorporaba
y buscaba sus armas. Rápidamente dio una cuchillada al
«Rana» que tenía más cerca y en seguida enfocó con la vista un árbol a medio
kilómetro de distancia y se plantó en su copa en el tiempo de un suspiró.
Permaneció allí hasta el amanecer. El único superviviente de la partida de caza se
quedó alerta mirando a las sombras. Varias veces hizo fuego en cuanto veía
moverse los arbustos. Cuando amaneció examinó los cadáveres de sus
compañeros. El último «Rana» que acuchilló Harrison, vivía aún y su compañero
le disparó en la cabeza para rematarle. Había muy poca compasión y muy poco
compañerismo entre los «Ranas».
Harrison no dejó de observar al «Rana» cuando este se dirigía por la senda abajo
hacia el campo abierto; si hubiese tenido allí su arco probablemente hubiera
acabado con él.
En tres saltos volvió a la cueva y cogió el arco.
Uno de ellos se ha escapado explicó -; tengo que alcanzarle antes que propague
la noticia.
Pero nunca pudo dar con él. Quizá encontró otra banda de «Ranas» que tenía
vehículo. Quizá logró pedir ayuda. Los humanos sabían muy poco sobre la técnica
de los «Ranas» y sobre los medios que poseían para comunicarse.
Bien; ellos saben ya que existen humanos en estos parajes y saben también que
somos luchadores y no siempre huimos y nos escondemos - decía Harrison a su
padre.
¿Crees que debemos mudarnos?
Oh - dijo Harrison moviendo la cabeza con obstinación -; entre otras cosas hay
quien no puede moverse con tanta facilidad como los demás
y miró a Lucy -. Además estas montañas son tan buenas como cualquier otro sitio.
Son salvajes. Hay comida, caza y buenos escondites. Necesitaremos un sitio
donde procrear.
Su padre insistió:
Cuando se den cuenta de que vivimos aquí unos cuantos humanos con mujeres
criando niños, caerán sobre nosotros en expediciones bien organizadas.
Puede ser. Pero creo que los «Ranas» actualmente son muy distintos de como
eran cuando vinieron. Ahora ya son colonos y no conquistadores.
Además deben de estar muy seguros de que nos tienen va dominados. Creo que
si nos limitamos a no atacarlos si no suben ellos a las montañas, quizá se
convenzan que estas montañas son peligrosas para ellos y se abstengan de
intentarlo.
* * *
Era muy fácil para Harrison, su padre y Jim, vigilar los alrededores. Podían saltar
de lo alto de una colina a otra y tener bajo su vigilancia los valles.
Otra expedición de caza, mayor que la anterior, apareció dos semanas después.
Harrison soltó a perros para que le siguieran el rastro y entre su padre y él,
turnándose a razón de cinco kilómetros por día, fueron trazando una senda hasta
la salida del distrito.
Tienen que reconocer que somos más modernos y más fuertes para la caza, Dad -
afirmó Harrison -. Corremos delante de ellos sin parar, día y noche, dando vueltas
y revueltas, y de repente desaparecemos del todo.
Dad esperaba que los iban a dejar ya tranquilos.
Podría ser que los «Ranas» estuvieran preocupados. Lo más probable sería que
tuvieran curiosidad por descubrir cómo se las arreglaban los humanos para
escapar.
De todos modos, mandaron una nave aérea. Harrison y su gente la vieron
acercarse por el Este y se dieron prisa en meter a los niños en la cueva.
Era un aparato grande que flotaba lenta y 51-lenciosamente sobre las montañas.
Les quedaban muy pocos de los conocimientos técnicos que tenían antes los de
su raza v no sabían cuál era la fuerza motriz. Tan solo sabían que era mortal para
ellos. Luego, volvió a pasar más bajo, casi rozando las copas de los árboles. La
cabina era transparente y pudieron ver en su interior una docena de personas
negras.
Harrison, que los estaba observando detrás de un arbusto> rechinó los dientes.
¿Crees que de un salto podríamos meternos allí, entre ellos?- preguntó al viejo.
No veo por qué no - respondió el viejo.
La nave giró bruscamente cuando estaba sobre ellos.
Algo han visto - gruñó Harrison -. Me parece imposible tener a todos estos niños
corriendo por aquí fuera y por el río, expuestos a que los vean y les disparen.
* * *
El artefacto evolucionó durante un par de minutos y luego se dirigió rápidamente
hacia el Sur. Ellos le miraban cómo iba disminuyendo con la distancia, hasta
desaparecer.
Lo mejor es que los niños salgan ahora a dar unas carreras, antes que vuelvan - le
sugirió Harrison.
Fue a buscarlos a la cueva y en un momento estuvieron todos abajo en el río,
chapoteando y salpicándose los unos a los otros como siempre.
No hacía más que cinco minutos que estaban allí, cuando el joven Jim lanzó un
fuerte silbido.
¡Dad! Exclamó señalando.
La nave aérea venía muy baja, a lo largo del río y luego dio media vuelta alrededor
del monte.
Recoge a los niños, Jim - gritó Harrison.
Jim estaba abajo, en el río, entre ellos.
El aeroplano volaba cada vez más bajo. Jim consiguió que los niños
desaparecieran del río. Desaparecieron como hacen las figuras de una pantalla de
cine, quedando inmóviles de pronto. Harrison estaba de pie mirando la nave.
Deben de haber visto algo. Se conoce que nos han visto fuera. Ahora ya saben
que vivimos aquí una familia y verán que somos diferentes del resto de los
humanos.
Enseñó los dientes con un gesto de rabia.
Joe dijo el padre -, vamos allí arriba a arreglarlos.
Harrison miró a su padre y luego al buque, dudando.
¿Crees que podemos?
Sacó su machete de la vaina.
Conforme – repuso -. Diré la palabra mágica. Volvió su fiera y cruel cara hacia
arriba, mirando al aeroplano.
- Ahora - gritó.
Estaban en la nave.
* * *
Había allí ocho «Ranas». Ocho criaturas tan negras que daba pánico mirarlas y
que no comprendían lo que había pasado. Harrison y el viejo empezaron a cortar
piernas, brazos y cabezas. La nave era un vehículo largo y cómo do, con laterales
transparentes, amplias literas y mullidos tapices. En pocos minutos, los humanos
lo dejaron reducido a una cámara sepulcral llena de sangre, de miembros
destrozados y de cadáveres yacentes.
Harrison dejó de acuchillarlos y de dar golpes con el machete.
¿Estás bien, Pa?
Muy bien. Una de estas bestias me ha atravesado una pierna con su cuchillo, pero
estoy sin novedad.
En el extremo delantero estaba el piloto que conducía el aparato, separado del
salón general por un tabique transparente. El conductor estaba inclinado sobre el
cuadro de mandos moviendo febrilmente las palancas. Veían cómo el aparato
subía y bajaba.
Harrison se lanzó sobre el tabique, que crujió, pero no se rompió.
Cuidado, Joe - advirtió el padre.
Tenemos que cogerle. Si vuelve a su base les dirá que tenemos niños y vendrá
por nosotros con más gente.
Vamos a dar un 5a1to dentro de la cabina.
Conforme - gruñó Harrison -. Los dos al mismo tiempo...
Pero su padre saltó primero y cayó sobre el conductor. -
A pesar de la sorpresa que le produjo el milagro de ver a dos hombres atravesar el
tabique, él «Rana» pudo sacar su pistola y montar el gatillo y se oyó una
detonación. Un instante después. Harrison le cogió por detrás y le atravesó el
cuello.
Este es el último.
Miró hacia el salón. El trabajo allí había sido hecho a conciencia. Luego, miró a su
alrededor.
La nave que, evidentemente había sido puesta por el piloto en una ruta fija, se
dirigió hacia el Sur deprisa e iba subiendo.
Tenemos que salir de aquí enseguida - apremió Harrison -. Si perdemos la
orientación y los sitios que conocemos, vamos a vernos muy mal para encontrar
nuestro camino a casa. Ven, Dad, allí tenemos el monte. Vamos a saltar a él.
Su padre estaba recostado contra la pared y se apretaba un costado.
Me siento muy mal - gimió.
Tienes que salir de aquí. Pon los ojos en el monte y salta. Ya te curaremos en
cuanto estemos en casa.
El viejo levantó los ojos y le miró lloroso.
Me parece que no puedo... No tengo fuerza suficiente.
No tienes más remedio, Dad, no tienes más remedio. Tienes que salir de aquí.
Salir de esta nave o te vas al infierno.
Conforme, hijo, haré la prueba.
Mira bien a la colina, a la izquierda - insistió Harrison.
El viejo enfocó bien los ojos, hizo un esfuerzo visible para concentrarse, y
desapareció.
Harrison miró hacia afuera, hacia el monte, \ vio el cadáver de su padre en mitad
del espacio, a unos cien metros de la nave, que caía dando vueltas sobre las
rocas, trescientos metros más abajo.
Harrison saltó un momento después.
La nave con su carga macabra flotó suavemente, y se supone que sería recogida
más tarde, tal vez a miles de kilómetros de allí.
Harrison estaba tumbado sobre la roca ante la cueva mirando a lo lejos, más allá
del valle.
Los matamos a todos. Estamos libres por el momento.
¿Estás apenado por tu Dad?- preguntó Liz.
Supongo que sí - contestó él -. Tú sabes que yo no tengo muchos sentimientos.
No tengo más que la voluntad de vivir, de no ser extinguido
Miró a las estrellas.
Si pudiéramos descubrir de cuál de esas estrellas vienen los «ranas»- musitó -,
podríamos aprender a dar un gran salto de aquí a su planeta. Así podríamos
acabar con ellos.
Dios proteja a los «Ranas» el día en que Joe Harrison y su prole lleguen hasta
ellos - comentó Liz.
Sí, eso es cierto - convino Harrison, enseñando los dientes.
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