MARIO BENEDETTI - CORAZONADA
Apreté dos veces el timbre y en seguida supe que me iba a quedar. Heredé de mi
padre, que en paz descanse, estas corazonadas. La puerta tenía un gran barrote
de bronce y pensé que iba a ser bravo sacarle lustre. Después abrieron y me
atendió la ex, la que se iba. Tenía cara de caballo y cofia y delantal. «Vengo
por el aviso», dije. «Ya lo sé», gruñó ella y me dejó en el zaguán, mirando las
baldosas. Estudié las paredes y los zócalos, la araña de ocho bombitas y una
especie de cancel.
Después vino la señora, impresionante. Sonrió como una Virgen, pero sólo como.
«Buenos días.» «¿Su nombre?» «Celia.» «¿Celia qué?» «Celia Ramos.» Me barrió de
una mirada. La pipeta. «¿Referencias?» Dije tartamudeando la primera estrofa:
«Familia Suárez, Maldonado 1346, teléfono 90948. Familia Borrello, Gabriel
Pereira 3252, teléfono 413723. Escribano Perrone, Larraiíaga 3362, sin
teléfono.» Ningún gesto. «¿Motivos del cese?» Segunda estrofa, más tranquila:
«En el primer caso, mala comida. En el segundo, el hijo mayor. En el tercero,
tíabajo de mula.» «Aquí», dijo ella, «hay bastante que hacer». «Me lo imagino. »
« Pero hay otra muchacha, y además mi hija y yo ayudamos. » «Sí señora. » Me
estudió de nuevo. Por primera vez me di cuenta que de tanto en tanto parpadeo.
«¿Edad?» «Diecinueve.» «¿Tenés novio?» «Tenía.» Subió las cejas. Aclaré por las
dudas: «Un atrevido. Nos peleamos por eso.» La Vieja sonrió sin entregarse. «Así
me gusta. Quiero mucho juicio. Tengo un hijo mozo, así que nada de sonrisitas ni
de mover el trasero.» Mucho juicio, mi especialidad. Sí, señora. «En casa y
fuera de casa. No tolero porquerías. Y nada de hijos naturales, ¿estamos?» «Sí
señora. » ¡Ula Marula! Después de los tres primeros días me resigné a
soportarla. Con todo, bastaba una miradita de sus ojos saltones para que se me
pusieran los nervios de punta. Es que la vieja parecía verle a una hasta el
hígado. No así la hija, Estercita, veinticuatro años, una pituca de oca¡ y nuni
que me trataba como a otro mueble y estaba muy poco en la casa. Y menos todavía
el patrón, don Celso, un bagre con lentes, más callado que el cine mudo, con
cara de malandra y ropas de Yriart, a quien alguna vez encontré mirándome los
senos por encima de Acción. En cambio el joven Tito, de veinte, no precisaba la
excusa del diario para investigarme como cosa suya. juro que obedecí a la Señora
en eso de no mover el trasero con malas intenciones. Reconozco que el mío ha
andado un poco dislocado, pero la verdad es que se mueve de moto propia. Me han
dicho que en Buenos Aires hay un doctor japonés que arregla eso, pero mientras
tanto no es posible sofocar mi naturaleza. 0 sea que el muchacho se impresionó.
Primero se le iban los ojos, después me atropellaba en el corredor del fondo. De
modo que por obediencia a la Señora, y también, no voy a negarlo, porinigo
misma, lo tuve que frenar unas diecisiete veces, pero cuidándome de no parecer
demasiado asquerosa. Yo me entiendo. En cuanto al trabajo, la gran siete. «Hay
otra muchacha» había dicho la Vieja. Es decir, había. A mediados de mes ya
estaba solita para todo rubro. «Yo y mi hija ayudamos», había agregado. A
ensuciar los platos, cómo no. A quién va a ayudar la vieja, vamos, con esa bruta
panza de tres papadas y esa metida con los episodios. Que a mí me gustase
Isolina o la Burgueño, vaya y pase y ni así, pero que a ella, que se las tira de
avispada y lee Selecciones y Lifenespañol, no me lo explico ni me lo explicaré.
A quién va a ayudar la niña Estercita, que se pasa reventándose los granos,
jugando al tenis en Carrasco y desparramando fichas en el Parque Hotel. Yo salgo
a mi padre en las corazonadas, de modo que cuando el tres de junio (fue San Cono
bendito) cayó en mis manos esa foto en que Estercita se está bañando en cueros
con el menor de los Gómez Taibo en no sé qué arroyo ni a mí qué me importa, en
seguida la guardé porque nunca se sabe. ¡A quién van ayudar! Todo el trabajo
para mí y aguantase piola. ¿Qué tiene entonces de raro que cuando Tito (el joven
Tito, bah) se puso de ojos vidriosos y cada día más ligero de manos, yo le haya
aplicado el sosegate y que habláramos claro? Le dije con todas las letras que yo
con ésas no iba, que el único tesoro que tenemos los pobres es la honradez y
basta. Él se rió muy canchero y había empezado a decirme: «Ya verás, putita»,
cuando apareció la señora y nos miró como a cadáveres. El idiota bajó los ojos y
mutis por el foro. La Vieja puso entonces cara de al fin solos y me encajó bruta
trompada en la oreja, en tanto que me trataba de comunista y de ramera. Yo le
dije: «Usted a mí no me pega, ¿sabe?» y allí nomás demostró lo contrario. Peor
para ella. Fue ese segundo golpe el que cambió mi vida. Me callé la boca pero se
la guardé. A la noche le dije que a fin de mes me iba. Estábamos a veintitrés y
yo precisaba como el pan esos siete días. Sabía que don Celso tenía guardado un
papel gris en el cajón del medio de su escritorio. Yo lo había leído, porque
nunca se sabe. El veintiocho a las dos de la tarde, sólo quedamos en la casa la
niña Estercita y yo. Ella se fue a sestear y yo a buscar el papel gris. Era una
carta de un tal Urquiza en la que le decía a mi patrón frases como ésta: «Xx xxx
x xx xxxx xxx xx xxxxx».
La guardé en el mismo sobre que la foto y el treinta me fui a una pensión
decente y barata de la calle Washington. A nadie le di mis señas, pero a un
amigo de Tito no pude negárselas. La espera duró tres días. Tito apareció una
noche y yo lo recibí delante de doña Cata, que desde hace unos años dirige la
pensión. Él se disculpó, trajo bombones y pidió autorización para volver. No se
la di. En lo que estuve bien porque desde entonces no faltó una noche. Fuimos a
menudo al cine y hasta me quiso arrastrar al Parque, pero yo le apliqué el
tratamiento del pudor. Una tarde quiso averiguar directamente qué era lo que yo
pretendía. Allí tuve una corazonada- «No pretendo nada, porque lo que yo querría
no puedo pretenderlo. »
Como ésta era la primera cosa amable que oía de mis labios se conmovió bastante,
lo suficiente para meter la pata. «¿ Por qué? », dijo a gritos, «si ése es el
motivo, te prometo que ... » Entonces como si él hubiera dicho lo que no dijo,
le pregunté: «Vos sí... pero, ¿y tu familia? » «Mi familia soy yo», dijo el
pobrecito.
Después de esa compadrada siguió viniendo y con él llegaban flores, caramelos,
revistas. Pero yo no cambié. Y él lo sabía. Una tarde entró tan pálido que hasta
doña Cata hizo un comentario. No era para menos. Se lo había dicho al padre. Don
Celso había contestado: «Lo que faltaba. » Pero después se ablandó. Un tipo
pierna. Estercita se rió como dos años, pero a mí qué me importa. En cambio la
Vieja se puso verde. A Tito lo trató de idiota, a don Celso de cero a la
izquierda, a Estercita de inmoral y tarada. Después dijo que nunca, nunca,
nunca. Estuvo como tres horas diciendo nunca. «Está como loca», dijo el Tito,
«no sé qué hacer». Pero yo sí sabía. Los sábados la Vieja está siempre sola,
porque don Ceiso se va a Punta del Este, Estercita juega al tenis y Tito sale
con su barrita de La Vascongada. 0 sea que a las siete me fui a un monedero y
llamé al nueve siete cero tres ocho. «Hola», dijo ella. U misma voz gangosa,
impresionante. Estaría con su salto de cama verde, la cara embadurnada, la
toalla como turbante en la cabeza. «Habla Celia», y antes de que colgara: «No
corte, señora, le interesa.» Del otro lado no dijeron ni mu. Pero escuchaban.
Entonces le pregunté si estaba enterada de una carta de papel gris que don Celso
guardaba en su escritorio. Silencio. «Bueno, la tengo yo.» Después le pregunté
si conocía una foto en que la niña Estercita aparecía bañándose con el menor de
los Gómez Taibo. Un minuto de silencio. «Bueno, también la tengo yo.» Esperé por
las dudas, pero nada. Entonces dije: «Piénselo, señora» y corté. Fui yo la que
corté, no ella. Se habrá quedado mascando su bronca con la cara embadurnada y la
toalla en la cabeza. Bien hecho. A la semana llegó el Tito radiante, y desde la
puerta gritó: « ¡La vieja afloja! ¡La vieja afloja! » Claro que afloja. Estuve
por dar los hurras, pero con la emoción dejé que me besara. «No se opone pero
exige que no vengas a casa. » ¿Exige? ¡las cosas que hay que oír! Bueno, el
veinticinco nos casamos (hoy hace dos meses), sin cura pero con juez, en la
mayor intimidad. Don Celso aportó un chequecito de mil y Estercita me mandó un
telegrama que -está mal que lo diga- me hizo pensar a fondo: «No creas que salís
ganando. Abrazos, Ester.»
En realidad, todo esto me vino a la memoria, porque ayer me encontré en la
tienda con la Vieja. Estuvimos codo con codo, revolviendo saldos. De pronto me
miró de refilón desde abajo del velo. Yo me hice cargo. Tenía dos caminos: o
ignorarme o ponerme en vereda.
Creo que prefirió el segundo y para humillarme me trató de usted. «¿Qué tal,
cómo le va?» Entonces tuve una corazonada y agarrándome fuerte del paraguas de
nailon, le contesté tranquila: «Yo bien, ¿y usted, mamá? »
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